Un viaje romancesco a Yuste con Ciro Bayo

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VIAJE ROMANCESCO A YUSTE CON

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Abril de 2003 “ D ía

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PRESENTACIÓN En el marco del ‘Día de la Cultura y el Patrim onio H istórico-A rtístico’ que la Confederación Española de Cajas de Ahorros (CECA) ha hecho coincidir con el 23 de abril, es decir, con el ‘Día del L ibro’, se inscribe esta iniciativa de la Caja de Ahorros de Extrem adura de editar un libro conmemorativo. Se suma, así, a los esfuerzos de otras instituciones y entidades públicas y privadas de los ámbitos nacional, regional y local en interés por el libro y el fomento de la lectura.

Edita: Caja de Extremadura Dep. Legal: CC-158-2003 Composición e impresión: Imprenta “La Victoria” Valdegamas, 20 - PLASENCIA

Seguramente, hoy más que nunca resulte nece­ sario intensificarlos a la vista de los escasos hábitos lectores, como revelan las estadísticas pese al notable incremento de bibliotecas, sobre todo entre la pobla­ ción joven más afecta a la cultura audiovisual dom i­ nante en detrimento de la letra impresa. Las enormes ventajas que ofrece hoy el universo audiovisual y el informático pesan en exceso y resulta difícil soslayar el enorme poder que ejercen en nuestros adolescen­ tes. A su lado el libro se siente en grave desventaja. De aquí la necesidad de ser inconform istas con esta situación y de activar apoyos y em prender acciones que resitúen al libro entre nuestros hábitos de donde nunca debió ser desplazado para que esta urdim bre de nuestra cultura com unitaria que representa no quede tam bién desalojada de nuestras vidas.


Por ello, la Caja de Extremadura viene dando cabida, en el conjunto de las múltiples actuaciones que desarrolla su Obra Socio-Cultural, a esta iniciativa de fomento de la lectura, editando un librito anual de asunto extremeño con el que, al tiempo de recuperar la memo­ ria cultural de nuestra tierra, contribuya a su difusión y más general conocimiento, persiguiendo que al cabo del tiempo las sucesivas publicaciones conformen una colección singular. Nos anima en este propósito la excelente acogida dispensada a las anteriores entregas e invitamos a los lectores más jóvenes a disfrutar de este curiosísimo texto que relata el viaje a Yuste por su autor, Ciro Bayo, incluido en su obra ‘E l peregrino entretenido Je sú s M P r esid en te

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E x trem a d u r a

PRÓLOGO Un olvidado viaje literario a Yuste Por tercer año consecutivo la Caja de Extremadura se suma a la celebración del ‘Día del Libro’ editando una publicación que se encuadra dentro de lo que hemos dado en llamar ‘Visiones de Extremadura’. Se trata, como es sabido de una iniciativa loable por otra parte tendente a recuperar textos olvidados o escasamente conocidos de autores relevantes de nuestro pasado histórico-cultural que en algún momento mostraron su interés o simple­ mente su curiosidad por nuestra tierra y dejaron escrito el fruto de esa atención suya acerca de los paisajes y gentes extremeñas. A los ya publicados - ‘Referencias a Extremadura del Maestro Correas y del Médico Sorapán ’ y ‘En tren po r Extremadura con Gregorio Marañón, 1948’- se añade éste que el lector tiene en sus manos donde se recogen algunos fragmentos de ‘El peregrino entrete­ nido ’, una obra tan singularísima y semiolvidada como su propio autor Ciro Bayo y Seguróla (1859-1939). En efecto, este ‘caballero andante de nuevo cuño’, como él mismo se autocalifica, que hizo de su vida un continuo peregrinaje (Madrid, Barcelona, Valencia, Cuba, Argentina, Bolivia, así como varios países euro­ peos son referentes geográficos de su errante peripecia


vital) y ejerció los oficios más variados y contradictorios (maestro, traductor, autor de libros de encargo ...), nos ha dejado una obra tan heterogénea como extraña: tratados de higiene, vocabularios, diccionarios, novelas, poemas narrativos ... Sobresalen libros de viajes, inspirados en sus andanzas americanas ( 'El peregrino de Indias’, ‘Las m arañones’, ‘Los caballeros del Dorado ’, entre otros) o por España: ‘Lazarillo español’ y, sobre todo y para lo que aquí interesa, ‘El peregrino entretenido ’, apare­ cido en 1910, que tiene su origen en una excursión desde Madrid al monasterio de Yuste acompañado de Pío y Ricardo Baroja. ‘Viaje romancesco ’ lo subtituló don Ciro y esto es, en efecto, un relato novelado que recuerda la técnica de la novela picaresca en el que se mezclan los elementos imaginativos e ingeniosos con los eruditos y castizos, lo que le convierte en pionero de este subgénero y precursor de la literatura viajera posterior. Parte a caballo ‘de la famosa Puente Segoviana’ madrileña y encamina sus pasos por el mediodía de la Sierra de Gredos, adentrándose en la provincia de Ávila para, siguiendo el curso del Tiétar, penetrar en la de Cáceres por la Vera con destino a Yuste. Hemos seleccionado para esta ocasión las tres últi­ mas jom adas de las doce que relatan la correría, las que se corresponden, claro es, con su estancia extremeña inti­ tuladas ‘E l especialista de Madrigal ’, ‘En Cuacos ’ y ‘El solitario de Yuste ’. A través de sus páginas asistimos a un excelente ejercicio de ingenio, fantasía y estilo; se com­ probarán su peculiar originalidad y gracia, la sencillez y habilidad para retratar figuras y tipos curiosos, deliciosos

diálogos, situaciones curiosas, sugestivas descripciones y rico y sabroso vocabulario, cualidades todas que reve­ lan a un autor de innegable talento literario y hacen del relato un gozoso objeto de lectura. Otra vez Yuste destino de viajeros ilustres: Pedro Antonio de Alarcón, Unamuno, Pedro de Lorenzo, ..., y destino último del viajero emperador Carlos. Como ha ocurrido con las publicaciones preceden­ tes, confiamos que esta sea felizmente aceptada por los lectores, sobre todo los más jóvenes a los que va dedicada en especial, pues también a esta finalidad pedagógica obedece junto al propósito de recuperación y rescate. T e ó filo G o n z á le z P o r r a s A b ril d e 2 0 0 3


J o r n a d a D É C IM A

El Especialista de Madrigal


I

EL BÁLSAMO DE LA MECA partir de Arenas, El puerto de Gredos sube y sube por el espacio de dos leguas; el viajero costea un grupo de montañas, de aspecto feroz, las más áridas y empinadas de ambas Castillas; y salvando dos o tres pue­ blos más, baja a Madrigal de la Vera, pueblo cacerense. De Ávila, tierra de santos, venimos a Extremadura, tierra de conquistadores. Los extremeños, dando a un lado la etimología geográfica de su región dicen que Extremadura deriva de extrema en todo. En parte tienen razón. A la trágica tris­ teza de las mesetas castellanas; a la visión alpina de las grandes moles graníticas con su cortina de nieve, corrida en invierno, de un tirón, desde el cénit hasta los valles profundos; sigue, a partir de estas gloriosas alturas, una sucesión de montes y vegas que van a empalmar con el regazo lejano de la Vera de Plasencia. Al luminoso cielo de Castilla, que da a los campos resecos un reflejo gris plomizo, sucede este cielo de Extremadura, menos deslumbrador, pero de matices más variados. Suben de las vegas vapores acuosos que recorta el viento, y navega el sol por un archipiélago de “rocas aéreas”, como llama el salmista a los cúmulos o borreguillos. Hasta el aire que se respira parece otro. Bate estas solanas una atmósfera animada, vital, chis­ peante; especie de champaña etéreo que embriaga los pulmones.

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También los hombres están cambiados. Al caste­ llano, pálido y cenceño, reflexivo y altanero, cuya tran­ quilidad muscular contrasta con la intensidad febril de su pupila, sucede el extremeño, membrudo y sanguíneo, con mucha dosis de amor propio, pero ágil de carácter, agradable y, a ratos, insinuante. Esa diferencia de tipos y de poesía de ambas regio­ nes, dan la sensación de dos mundos diversos en el espa­ cio de pocas leguas. A Madrigal de la Vera llegué una buena tarde, a retaguardia de una tropa arrieril esperada en el pueblo como agua de mayo, a causa de venir con cargas de pimentón, artículo indispensable a los extremeños por su afición a los picantes y a los embutidos de cerdo. Algunos de esos arrieros son ordinarios de los pue­ blos, que van y vienen de las estaciones inmediatas; los más, son trajinantes riojanos y salmantinos que exploran estas tierras, vendiendo su pimentón como oro molido. Como quiera que yo venía de Arenas con carta de recomendación del insigne don Braulio para su primo el médico de Madrigal, preguntando a los arrieros topé con uno que iba con carga consignada a nombre del doctor. Al entrar en el pueblo, emparejé con mi guía, y sin sacudirnos el polvo del camino, paramos ante la casa. Dio el arriero un aldabonazo; abrió la puerta una moza, y el hombre preguntó si estaba el doctor. Como la respuesta fuera afirmativa, soltó el arriero el vozarrón y dijo con la mayor naturalidad: — Pues dile que llegaron las cargas, juntamente con un tío forastero. No tuvo que molestarse la otra con el recado, porque a este punto bajaba la escalera toda la familia: el médico, su mujer y cinco muchachos, entre niños y niñas. - 14-

Sombrero en mano, saludé a los esposos, y pre­ guntando por don Blas Pimentel, que así se llamaba el doctor, le entregué la carta del señor Corvalán. Don Blas rompió la nema, leyó el papel y, estre­ chándome la mano, me dijo: — Trae usted el mejor de los pasaportes, puesto que lo refrenda mi primo Braulio. Sea usted bien venido a esta casa y entre usted a tomar posesión de ella. Antes me permitirá que despache a este hombre. Referíase al arriero que en la calle estaba al cuidado de las muías cargadas y de mi caballo. En pocas palabras quedaron arreglados. Don Blas dio orden de que entra­ ran los animales, y dejando a su mujer en el zaguán para recibir las cargas, me hizo subir a su despacho. — ¿Qué se hacía en Arenas el gran halconero de Pedro Bernardo? — me preguntó sonriente. — Cazando, según acostumbra — le respondí— ; pero esta vez por cuenta de su hermana la generala, que da quince y raya a don Braulio en la caza de altanería. Y a continuación referí la caza del palomo Paco por el azor Corvalán, adiestrado por la castellana de Arenas. — Sí; los dos hermanos son tal para cual — observó el doctor, cuando acabé mi relación— ; dos tipos de cas­ tellanos viejos de los que quedan pocos, muy señores de su casa y enamoricados de rancias pragmáticas. La generala es un trasunto de esas ricas hembras caste­ llanas que nos sonríen desde las páginas empolvadas de la Historia y desde los cuadros de nuestros grandes retratistas. Pero tampoco se queda atrás Braulio; por su figura y por sus aficiones es un hidalgo del tiempo viejo. “¿Sabe usted a qué debo mi crédito profesional, base de la pequeña fortuna que disfruto? A úna antigualla, a una ranciedad quirúrgica con que me vino hace años, - 15 -


ofreciéndose a ser el “anima vilis” del experimento. ¿No se la refirió Braulio? —No, señor — respondí— ; pero tendré mucho gusto en oírla ahora. Diré, sin embargo, que me hizo grandes elogios de usted en todos conceptos. -—Ahí donde vio usted a mi primo — añadió el doctor satisfecho con el cumplido— , ahí donde le vio tan suelto y ágil de miembros, padeció en tiempos de ataques de gota en los pies, enfermedad más conocida con el nombre de podagra. Cansado de probar uno y otro medicamento, la casualidad puso en sus manos un manuscrito de Yuste que, como otros papeles del célebre monasterio, sirvieron para envolver granos y especias cuando el cierre de los conventos por Mendizábal. El tal manuscrito era nada menos que un Diario de la vida de Carlos V en Yuste, redactado por uno de los padres Jerónimos que fueron compañeros del Emperador. Des­ graciadamente, la obra, que, a estar completa, hubiera valido un tesoro, tiempo hacía que fue descuartizada y andaba repartida por entregas para usos domésticos. “Algunos de estos papeles sueltos fueron los que vio mi primo. En ellos, con esa letra itálica tan de moda en el siglo XVI, pródiga en abreviaturas y extremada­ mente ligada, el buen fraile consignaba al dedillo las efe­ mérides del César en su retiro: los personajes que iban a visitarle, los correos que recibía, sus paseos a caballo o en silla de manos, sus conversaciones en el refectorio y en la huerta, etcétera. “Una de las efemérides decía así: “Día 6 de mayo (155 7). E l César recibió a un comendador de Malta recién rescatado de los Baños de Argel. Tuvo con el caballero larga y entretenida plática, y cuando éste se partió, entretuvo el emperador a los frailes con la sabrosa rela­ ción de una receta con que curaron de la gota en Argel al

comendador. Cuando llegó cautivo y viéronle hinchado y que para nada servía, seis turcazos le atirantaron, y des­ nudándole los pies se los pusieron en un cepo, dándole en las plantas 400 golpes con una caña muy liviana; lo que fu e bastante para que los pies se deshinchasen más de cuatro dedos. En seguida entraba un cirujano, que le escarificaba toda la parte deshinchada, haciéndole echar materia y la sangre extravasada con los golpes. En diez veces de administrarle esta receta, el comenda­ dor curó de la enfermedad. Los turcos la juzgan infalible para podagra, y llámanla El Bálsamo de la Meca” “Cuando esto leyó mi primo Braulio, dio un bote de alegría, y tomando el portante para este Madrigal, vínose a mí con la maravillosa receta. La leyó, me preguntó qué tal me parecía, pero yo no aventuré opinión alguna. La tal receta era una verdadera cura de moro, un medica­ mento heroico que lo mismo podía sanar al paciente que matarlo. Pero Braulio, que venía resuelto a todo, exigió de mí que se la aplicara, y no hubo más remedio que complacerle haciendo yo de sayón y de cirujano a un tiempo. “E l resultado fue maravilloso. En menos días que los turcos curaron al Comendador, curé yo a Braulio, si bien el pobre quedó renqueando unos días. — Y después — interrumpí— , cómo no dio usted cuenta a la Academia de Medicina de un tratamiento tan eficaz contra la podagra? — ¿Para qué? ¿Para que los académicos se rieran de mí y me llamaran bruto y médico a palos? No, señor; dejé a mi primo que se hiciera vocero y propagandista del nuevo método. A su reclamo fueron acudiendo a mi clínica otros enfermos de podagra y a todos curé a cañazos e incisiones en las plantas de los pies. Resumen: que mi tratamiento empírico de la gota en los pies tiene

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tanta fama en estas tierras como la hidroterapia del abate Kneipp, y que este pueblo extremeño de Madrigal es la Meca de los gotosos, como el bávaro de Worishofen es la de otros enfermos. -—Muy oportuna es la cita — repuse— ; como que a medida que usted hablaba se me acordaba de Kneipp, quien, por cierto, se inspiró también en un tratado del doctor Hahn que cayó en sus manos. — Ni mi teoría ni la suya — añadió el doctor— están científicamente establecidas. Nos limitamos a ser empí­ ricos con buen sentido. Eso de curarse uno andando des­ calzo en agua fría o sobre nieve recién caída y sin secarse luego los pies, parece tan disparatado como curar otro a fuerza de flagelaciones y escarificaciones. De ahí, que algunos cofrades vecinos me llamen el doctor Sangredo; pero les dejo que se rían de mi lanceta como yo me río de sus linimentos narcóticos y antigotosos. En este punto de la conversación, llega a mi olfato un olor penetrante que casi me hace estornudar. Es que la señora médica entraba a dar cuenta del recibo y acomodo de la carga, y, como es natural, venía atufando a pimen­ tón. Arrimados a la cola, seguían dos arrapiezos, pareci­ dos a dos diablillos rojos, según iban tiznados del polvo de las sacas. Tomó don Blas el recado, de un soplamocos ahuyentó a los mascarones y, abriendo una gaveta, sacó el dinero para pagar al ordinario. — Ea — me dijo— ; véngase conmigo, que verá la casa.

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II

APOLOGÍA DEL CUCHO tra sorpresa que no esperaba; porque cuando, despedido el arriero, supuse que Pimentel iba a enseñarme su sala de clínica, la de los cepos y camastros antigotosos, lo que vi fueron cubiles de cerdos y una gran cuadra, presidida por una capillita colgada a la pared con San Antón Abad, atestada la estancia de jamones y embutidos puestos a curar. La clínica de Chicago en lugar de la clínica argelina. ¡Pero qué zahúrdas!; limpias, altas y espaciosas con pequeños corrales de sombra y de agua para solaz de los huéspedes, que si se revuelcan en sitios húmedos y sucios es, sencillamente, porque necesitan frescura. — Los burlones — me decía Pimentel señalando a los animales— les llaman cochinos, guarros, marra­ nos-, pero les calumnian. Que los limpien y tendrán buen aspecto; según les hacen la cama así se acuestan; déseles trufas y harán ascos de las mondaduras de patatas; no pasando hambre no comerán basura. Agradecidos los cerdos a esta apología de su amo, daban gruñidos familiares, arrugaban la geta, caraco­ leaban los rabos y volvíanse a mirarle con aquellos sus ojos pequeños y hundidos, casi tapados por unas orejas en forma de hojas de remolacha. Entretanto, don Blas me llevaba de una a otra corraleda, haciéndome mostrar por los guardianes, cerdos de cría y de mata, verrones para los cruces o el engorde. Entonces me di cuenta del porqué de las cargas de pimentón que conmigo llegaron; que éstas y muchas más hacían falta para convertir tanta carne en chorizos, morcillas, salchichas y longanizas. — Ya vio usted mi ganado, que es cuanto hay que ver en mi casa — díjome a lo último Pimentel— . Ahora

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catará usted su carne, porque nos estará esperando la mesa puesta. En el comedor, para el que se destinaba en verano una galería descubierta con bodegones y trofeos venato­ rios en las paredes, salió a recibimos la señora de la casa, muy limpia y acicalada, excusándose de acompañamos a la mesa por haber de atender al envío de nuestras viandas y al gobierno de los niños, que en días de convite comían aparte, en la cocina. A la manera que Parmentier, para acreditar la patata, dio un banquete con sólo las variantes culina­ rias del tubérculo; así, don Blas, a fin de demostrarme las excelencias de su ganado, hizo desfilar por la mesa una serie de viandas porcinas a cual más variadas y apetitosas: “jam ón de pobre”, suculento y económico potaje, jam ón encebollado, chuleta en pepinillos, lomo mechado, y qué sé yo cuántos platos más, que ni siquiera probé, puesto que preferí viandas más ligeras que con las otras alternaban. — ¿Es éste el régimen que prescribe usted a sus gotosos? —pregunté a los postres, sonriéndome. — Claro que no — respondió mi anfitrión— . Durante los intervalos del tratamiento, les prescribo sobriedad y nutrición simple. Por esto, para que no se les alarguen los dientes oliendo la cocina extremeña, los tengo aislados en una colonia de las afueras. — Lo cual es el colmo de la discreción — añadí— ; porque nadie más autorizado que un médico para decir sin escrúpulo a sus enfermos: “Haced lo que os digo, no lo que yo hago... “ — En lo demás —prosiguió don Blas— , la base de la alimentación en estas tierras es el cerdo. ¡Oh, pró­ vido animal! De las orejas al rabo, todo lo del cerdo se aprovecha, todo se come. Su manteca y su tocino son -

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indispensables para la cocina, así como su sangre, rica en albúmina y globulina. ¡Cuántos lugares le deben su celebridad! Rioja y Salamanca producen sus famosos chorizos; Cataluña y Mallorca, sus deliciosas butifarras; Avilés, sus jamones. Pero a todo gana esta Extremadura, de cuyas dehesas bien puede decirse que el cerdo es rey; como que Francisco Pizarro, con un cucho a los pies, debiera ser el emblema de la región, no tanto por haber sido porquerizo el conquistador del Perú, como porque uno y otro son el orgullo de mis conterráneos. — Por lo menos — le contesté— erigieron los modernos flamencos una estatua al cerdo, allá en Spa, cuyas famosas aguas descubrió uno de estos animales hozando la tierra en busca de trufas. — Aquí no andamos con tantas filigranas, ni la manía estatuaria llega a tanto que divinice a los anima­ les; a bien que poco falta para esto, porque tenemos un refrán que dice: Dios y el cucho pueden mucho; lo que equivale a asociar la providencia del uno con la del otro. Y en verdad, ¡qué pocos de mis paisanos comerían carne si no criaran cerdos! En estos pobres hogares extremeños y castellanos se cocina tan a la ligera que no da tiempo a criar hollín a la chimenea; pues Aunque veis que sale humo de la villa de Alcorcen, no penséis que cuecen carne, que ollas y pucheros son. Creí yo que aquí diera fin la cerdosa conversación; pero, ¡quia!; el bueno de don Blas, viendo en mí un oyente benévolo y, aunque me esté mal el decirlo, ilus­ trado, se dijo: “Aquí que no peco”, y acabó por desembu­ char todo el rollo cerdológico, que yo oí imperturbable y sin meter baza, para que cuanto antes acabara. -21 -


— Queriendo ennoblecer mi industria, pues como usted ve soy salchichero además de médico, he ennoble­ cido el cerdo. Véase cómo: “Es bien sabido que antes del descubrimiento de América no había especie alguna de puercos en aque­ lla parte del mundo, y que todas las variedades que allí se encuentran ahora vienen de un par de la especie que importaron los españoles. De esta premisa me sirvo para argumento de una Memoria que pienso enviar a la Aca­ demia de Ciencias, en lugar de la otra que usted me pro­ puso acerca de la podagra con destino a la de Medicina. “En esta Memoria trato de refutar el error de los que admiten más de una especie humana. Y lo refuto valiéndome de la comparación del hombre con el cerdo, ya que los dos se asemejan en muchos conceptos. No en la forma de sus entrañas, como se creía en la Edad Media, por lo que en muchos anfiteatros estudiaban la anatomía del cuerpo humano en la del puerco; ni porque en tiempo de Galeno se creyera que la carne humana tenía exactamente el mismo gusto que la del cerdo; ni porque se parezca tanto el cuerpo de uno y otro, ado­ bado; sino porque ambos, con respecto a la economía de su estructura corporal, muestran a primera vista notable semejanza. Ambos son animales domésticos; ambos son omnívoros; ambos están repartidos por las cuatro partes del mundo, y ambos, por consiguiente, expuestos, en muchas maneras, a enfermedades provenientes del clima, de los alimentos, etcétera. “Otra razón por la que elijo al puerco por término de comparación, es porque la degeneración y descendencia de la raza original son con mucho más ciertas y pueden trazarse mejor en esta especie que en otra variedad de animales domésticos. Dice que el cerdo es la caricatura del jabalí; pero ningún naturalista pone en duda que el -

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puerco doméstico desciende de aquél; y lo contrario es también verdad, porque si alguna vez se pierde un puerco en el bosque, luego se vuelve jabalí; tanto, que hay ejem­ plos de tomar los cazadores un puerco salvaje por jabalí, sin descubrir el engaño hasta hallar al animal castrado, cuando lo han abierto. “De la variedad de la raza porcina paso a demos­ trar la variedad del linaje humano, rebatiendo a los que llevados de la variedades de color, de cabeza y de otros accidentes, admite una pareja original para cada raza. Etcétera, etcétera. “Señor mío — acabó por decir el doctor— , de intento me alargué en estas filosofías, porque así fui dando tiempo a la digestión de la carne de unos animalitos que, como dijo un poeta de la tierra: Es desvergüenza nombrarlos y vergüenza el no comerlos Poco más hablaría con don Blas Pimentel, porque cansado como estaba yo de la jom ada y rendido a su perorata, le pedí permiso para retirarme, pues pensaba madrugar para seguir viaje a Jarandilla. Pero tuve buen cuidado de tomar nota de cuanto habló, y ved por dónde un estómago agradecido sirve en ocasiones para aumentar la clientela de un especialista y para recomendar una Memoria a las Academias.

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Jo rn a d a ONCENA

En Cuacos


I

PARALELO ENTRE CARLOS DE GANTE Y QUIJOTE DE LA MANCHA odo este trayecto es incomparablemente hermoso. Una serie de lozanos valles y de extensas arbole­ das. Junto a los pinos del norte, el naranjo, el laurel y el granado, y ciñendo estos vergeles, un vasto anfiteatro de montañas con nieves casi eternas. De pronto, desde un alto del camino, aparece la Vera, rica y pintoresca, cuajada de plantaciones y de caseríos. Jarandilla es el centro de la Vera y allí está el castillo que habitó Carlos V, mientras acababan el pala­ cete que se hizo fabricar junto a la casa de los frailes de Yuste. A un tiro de fusil de Jarandilla se pasa un puente, y al poco trecho aparece Cuacos, en cuya jurisdicción está enclavado Yuste. A Cuacos llegué la víspera de San Juan, en la noche, y como es consiguiente, hablé al vecindario entretenido con los preparativos de la verbena, fiesta que celebran los aldeanos con tanta o más alegría que la Nochebuena. Bri­ llaban en los balcones linternas y faroles; algunos por­ tales se exornaban con arcos y guirnaldas de verdura, y erizábanse en las calles más anchas, barricadas de leña y de trastos viejos, cuyo incendio esperaba con impacien­ cia la gente menuda. Los más traviesos habían prendido fuego a algunas hogueras y hacían auto de fe en Judas, saltando y alborotando como diablillos.

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Al incendio de las piras se agregaba el estrépito de petardos y cohetes, algunos tan rabones, que serpentea­ ban a ras del suelo, y el estallido en la lumbre de algún leño verde, pletórico de savia. Sorteando estos mongibelos, hice rumbo a la hoste­ ría, colmada de gente como santuario en día de jubileo. Sin arredrarme, entré el animal, vi al mozangón de la cuadra, hícele mi escudero a favor de una propineja adelantada, y libre ya de impedimenta, me lancé a la con­ quista del yantar, porque en las posadas, y más en días de trajín, no basta con decir “aquí estoy yo”; hay que pedir, instar, implorar. Hacía de comedor un estrado junto al zaguán, siguiendo a igual plano la cocina, cuya acampanada chimenea se destacaba en el fondo como dosel de un trono. Estaba la hostelera de media anqueta en un tabu­ rete, con la espumadera a guisa de cetro, y a su lado, hundido en un sillón de brazos, con el cuerpo feamente doblegado por la cintura, un personaje de flaco rostro y de rugosas manos que seria su marido y señor. Su cara afeitada, su nariz corvina y unos ojillos grises que brillaban como los de un gato, daban al viejo tullido cierto parecido con Luis XI, tal como lo vemos en el teatro. Para más semejanza, el cuitado suspiraba a cada momento: “ ¡Ay, Virgen de Guadalupe!”, bien así como el de Valois tenía siempre en los labios a Nuestra Señora de Embrun. Dudando estaba yo a cuál de los dos, si al caste­ llano o a la castellana, diría la embajada de mi estómago, cuando rimbombó en la estancia un vigoroso rebuzno, como trompa de faraute. Yérguese el inválido y mirando en dirección al zaguán, dice con voz alterada: — Vaya un par de pigres ¡Ni que hubieran llevado a bendecir el agua! -

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Eran los interpelados el asno aguador y la moza de cántaro que juntos fueran a por agua al río. Otro rebuzno del animal que olía las huéspedas de la cuadra, subrayó la imprecación del viejo, en tanto que la chica, con ayuda de un arriero galante, descargaba los cántaros a pulso. La moza disculpó la tardanza con el gentío que llenaba las calles y con el miedo del burro a las fogatas y a las carretillas. El viejo, por todo comentario, dijo a su mujer: — Esta polla está ya en edad de poner huevos y quiere gallo. Mujer, busca otra más nueva que esté menos picardeada. Y no dijo más, porque diole un tirón la enfermedad y suspiró quejumbroso: — ¡Ay, Virgen de Guadalupe! La muchacha se enjugó una lagrimilla con la punta del delantal y fue a sentarse junto al fogón. Entonces hablé a la mesonera y la expuse mis deseos, conviniendo en que se me serviría la cena en el soportal. Volví a cruzar las antesalas: el comedor ocupado por mozos forasteros libando, y alegrándose con el albarillo de las guitarras, y el patio obstruido por un zagua­ nete de arrieros, cuál con la vara de avellano, cuál con la fusta de reata. Afuera, sentados en el soportal, un coro de maes­ tros cantores, con blusa de obrero, entretienen el hambre cantando. Deben de ser de lueñas tierras, porque su habla es exótica. En efecto, son corcheros ampurdaneses de los que bajan periódicamente a Extremadura y Portugal a la limpia de los alcornoques; cantan en la lengua de Ausías March, del divino Ausías, como llama Jorge de Montemayor al Petrarca lemosín. Junto a ellos, porque el porche no da más, otra rueda de bardos, de cuclillas en el solado, hace oír una cantiga en la lengua del Rey Sabio. -

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Son segadores gallegos que, en espera del pote, sacuden la morriña cantando. El soportal es una grillera; pero como la casa es homo y la calle quemadero, allí me quedo y me siento ante una mesa que está libre, mirando los fuegos arti­ ficiales que queman en la plaza. Noto cierto revuelo en mis vecinos, los trovadores provenzales y galaicos, e indago la causa. Era que la ventana que daba a la cocina se transformaba en aparador y en ella aparecía una bien oliente cazuela de arroz. Uno de los catalanes se levanta, la lleva a la mesa y los compañeros completan el servicio tomando platos y cubiertos. Aparece en seguida el pote de los gallegos, y a comer se ha dicho. A poco rato me toca a mí, si bien para más distin­ ción, es la mantornes la que viene a poner la mesa. Los corcheros mientras comen, parlotean y bromean con esa alegría tan característica de los hijos de Cataluña de que hace mención un canciller de Castilla en el siglo XIII(I); los segadores mascan taciturnos y acansinados como bueyes rumiando. No estriba esta diferencia de carácter en que aquellos sean catalanes y éstos sean gallegos, sino en que unos son obreros y otros jornaleros. El jornalero y el obrero se distinguen desde luego en su aspecto exterior y en su trato: el primero es un hombre humilde y dócil; el segundo es un hombre altivo e independiente. De ahí la supuesta superioridad de los cráneos dolicocéfalos sobre los braquicéfalos, o al con­ trario, en nuestra Península. Estas reflexiones me hacía en tanto que saboreaba una espléndida tortilla de jamón, cuando se acerca un hombre y me dice: (1) Diego de Campo en el prólogo de su Planeta, elogiando al arzobispo don Rodrigo. (Véase la cita en Milá y Fonranals: Historia de los trovadores.) -3 0 -

— Caballero, voy a comer y no hay otro sitio donde sentarse. ¿Tendría usted inconveniente en que me siente a su mesa? — Ninguno, amigo — le respondí casi sin mirarle— . En la guerra como en la guerra. El hombre tomó un taburete donde lo encontró y sentóse frente a mí. Miróle entonces y le conocí en seguida. Era Pedro Mingóte, el famoso Mingóte del “Monte de las Ánimas” de La Adrada, pero más moreno y con la ropa más raída. Iba, sin embargo, muy limpio, y aunque no le hubiera conocido, le juzgara por lo que realmente era: un artista bohemio. También él me cono­ ció, por lo que levantándose y quitándose el sombrero, me estrechó la mano. — Llega usted a tiempo, Mingóte. Cenaremos juntos; yo le convido. — Juntos cenaremos, sí, señor — me respondió— ; pero pagando yo el escote de los dos. — ¿Le ha ofendido a usted mi invitación? — Por el contrario, la agradezco. Pero yo quiero corresponder a su agasajo de La Adrada. — ¿Quién se acuerda de aquello? — contesté— . Además, no fui yo el anfitrión, sino el señor Vicente. — ¿Y el rico café con que me brindó usted en aque­ lla mañana? Nada, nada; hoy es mi desquite. Ha de saber usted que estoy platudo — añadió placentero, llevándose la mano al bolsillo, del que sacó un puñado de pesetas. Luego, con acento trágico, declaró: ¡El cielo quiso darme en este día, tras de tanto dolor, tanta alegría! — Descubrió usted algún tapado por ahí? — le pre­ gunté. —-No, señor; este dinero lo gané con mi industria, y ahora mismo acabo de cobrarlo. He servido de modelo -31 -


a un pintor de este pueblo, y el hombre no se portó mal. Diome quince pesetas por dos lecciones... Pero ya se lo explicaré luego. Ahora, comamos. Y asomándose a la ventana aparador, dio una voz a la criada para que trajera otro servicio. Lo que empezó en comida iba a concluir en banquete. Ante la expecta­ tiva del refuerzo culinario, repartí mi ración con Mingóte para no estar yo comiendo y él mirando. Tras esto, anudamos la conversación. — Explique su aventura pictórica — le dije. — Pues estuve en Yuste y allí me encontré con un hombre pintando al aire libre. Hablamos un poco; di a entender al pintor quien era yo, le pareció bien mi tipo y propúsome servirle de modelo. Me apresuré a aceptar. Vinimos a Cuacos, llevóme a su casa y el artista me vistió un casco, luego un gorro de corte, después un tabardo, en seguida una cota de armas, más tarde, me obligó a ata­ carme gregüescos y calzón de punto; sentarme, estirar las piernas como un tenor de ópera que representa Don Carlos o Raúl en los Hugonotes, etcétera. Y yo, hecho un mascarón, aguantando vela. No me ha pesado; por dos lecciones, a hora por día, hame regalado con quince del ala, como antes dije. — Señor, don Pedro Mingóte ¿Qué vulgaridad es esta del alai — Quise decir de adehala — repuso mordiéndose los labios. — Muy bien... Y este pintor, ¿es vecino de Cuacos? — Seguramente, porque aquí tiene casa abierta. Debe de ser una reencarnación del Ticiano, porque no sueña más que en pintar a Carlos V o asuntos con él relacionados. Yo, por ejemplo, le he servido de modelo de Hernán Cortés. Ya sabe usted la entrevista famosa del conquistador de Méjico con el emperador allá en Orán... -

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-—Bien, hombre... — le dije, sin dejar de comer— . ¿Qué tal le pareció a usted Yuste? Yo no le he visto aún. — Pues será mejor que reserve mi opinión — con­ testó Mingóte pinchando una aceituna— , porque así lo verá usted sin prejuicios. Todo espectáculo está dentro del espectador. A Yuste se va por Carlos V, y la impresión que allí se recibe depende de la opinión en que el visi­ tante tenga al César. La habitación de Carlos V a unos se les antoja la celda vacía de un loco; a otros, el santuario de un héroe. — ¿Qué fue para usted el emperador? — Un hombre entre loco y héroe, un Quijote impe­ rial. Un hombre empeñado en establecer la monarquía universal, que todo lo veía a través de este prisma fantás­ tico. Nació duque de Borgoña, fue rey de España, llegó a emperador de Alemania, y ni fue valón, ni español, ni tudesco. En poco estuvo que volviera del revés el guante (Gante) en que nació; haciendo el paralelo entre las len­ guas que conoció en su tiempo y que poseía, dijo que “el alemán era lengua para hablar con los caballos”®. Lo cierto es que cuando Lutero, en la Dieta de Worms, pro­ nunció, su discurso en alemán, se lo hicieron repetir en latín, porque al emperador le placía más esta lengua. “Por lo que se refiere a España, la consideraba como su gallina de los huevos de oro de las Indias. Fue una desgracia que el patrimonio de Isabel la Católica pasara a manos de un nieto pródigo extranjero, que des­ cuidando los propios recursos de España, vivió inflado con la abundancia y esplendor de los tesoros de América. Un ejemplo entre ciento: cuando por vez primera des­ (1) «Y que el inglés era lengua para hablar con los pájaros; el francés, con los hombres; el italiano, con las damas, y el castellano, para hablar con Dios». -33-


embarcó en España, en Villaviciosa de Asturias, como le sirvieran, entre otros platos, sardinas fritas que nunca había probado y que le gustaron mucho, prohibió que se las presentaran en lo sucesivo, porque se enteró del poco precio en que se vendían. Cuéntase en cambio de Isabel de Inglaterra que, para estimular la pesca del arenque en su país, se aficionó a este pescado y llegó a prohibir a los ingleses el uso de la carne dos días por semana. “Fue campeón del Catolicismo, y tuvo preso al Papa; disculpó que colgaran de la horca al obispo de Acuña y, aquí en Yuste, llamaba hideputa al pobre fraile que desafinaba en el oro.” Había en él cierta influencia atávica, cierto desequilibrio mental que fue y sigue siendo el buitre de los Austria. Sin hablar de su madre, la infeliz doña Juana, a su abuelo paterno Maximiliano que se titu­ laba rey de Reyes, los italianos le cambiaron el nombre por el Sin Cuartos, a causa de su avaricia y pobreza; Federico III, padre de éste y bisabuelo de Carlos, murió de una indigestión, después de haberse pasado la vida organizando sociedades de templanza, de las que era presidente. El Emperador, por no ser menos, se empeñó aquí en poner muchos relojes a una misma hora, cuando no había podido arreglar el reloj de su imperio. — Esto no pasa de ser una leyenda, como la de los funerales en vida — argüí. — Lo sé —retrucó Mingóte, que aprovechó la interrupción para beberse un vaso de vino— ; pero estas leyendas dan la medida del juicio que los contemporá­ neos del César hicieron de él, tomando a insigne chi­ fladura su retiro a un convento después de pegar fuego a Europa por los cuatro costados. Por menos llamaron loco a Nerón, porque en el incendio de Roma subió a una colina a cantar versos de Homero. — ¿Es éste todo el concepto que le merece Carlos V?

— Admiro en él sus deseos de inmortalidad y de gloria, aunque errara en creer que la voluntad consigue todo lo que desea. En lo demás, no fue el fénix de su tiempo, ni mucho menos. Bien es verdad que le tocó vivir en un siglo que daba a puñados los grandes hom­ bres. Fue, sí, un águila que empolló los aguiluchos que habían de escalar el empíreo a más altura que él. Aun así desconoció a algunos de ellos y quiso aniquilarlos. Cuando Carlos V vio por primera vez al Reformador, en aquella Dieta de Worms, al hombre cuya palabra revol­ vía el imperio, hubo de volverse a uno de sus cortesanos, diciendo con desdén: “Por cierto no será este hombre el que me convierta en hereje”. Más tarde se arrepintió de no haberle quemado vivo. No llegó a comprender el emperador que el movimiento reformista estaba en la Iglesia, en el pueblo, en el siglo. “Tampoco se enteró de la reconquista católica a que se lanzó la milicia de Loyola. Lea usted si no su con­ versación en Yuste con San Borja, tal como la refiere el cronista Sandoval. “Note usted que ni siquiera el siglo en que floreció Carlos V lleva su nombre, sino el de los Médicis, y es porque, al revés de estos príncipes y del gran Papa León X, el emperador no supo adornar a realeza con la sereni­ dad de las Gracias. En lo que también le llevó ventaja su rival Francisco I, el cual, en vísperas de una batalla, oía música, sonetos y cuentos de amor, en tanto que Carlos de Austria velaba repasando las cuentas del rosario. — Por último, Mingóte, ¿tampoco le impresiona a usted el retiro del César a este rincón del mundo, este vencimiento de sí mismo, que tanto encomian sus pane­ giristas? — Déjese, amigo, de vencimientos de sí mismo y de otras frases hechas adobadas por filósofos. La mayor

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parte de los titulados “héroes de sí mismos”, son Diógenes soberbios que pisan la vanidad de los hombres con una vanidad mucho mayor. Carlos V se retiró porque se veía viejo y enfermo, y porque se consideró caba­ llero andante vencido después de la cerdosa aventura de Magdeburgo. Pero se retiró con ostentación. “El que se retira con ostentación — escribe Séneca— convida a todos a que le visiten”, convoca turbam. Esto hizo el emperador, y así convirtió Yuste en palacio y Cuacos en arrabal de cortesanos y soldados. “So pretexto de hacerse ermita, hizo ni más ni menos que un mercader de Flandes que liquida sus negocios y se retira al campo. Al soltarse el regio manto, quedó el hombre al vivo: el flamenco aficionado a la buena mesa, a la cerveza y a las mujeres, aunque éstas no las catara en Yuste. No obstante, para su compaña y cohorte se trajo a este retiro una servidumbre compuesta de cuarenta y cinco personas, de las cuales: cuatro coci­ neros, un pastelero, dos salseros, dos panaderos, un fru­ tero, un gallinero, un cazador, un tonelero, un cervecero, dos sirvientes de cava, etcétera. “Trajese también la reliquia de uno de sus amoríos: el hijo natural de la Blomberg, que aposentó en Cuacos, haciéndole pasar por cosa del mayordomo Quejada. Por cierto que el tal rapaz —porque era un niño de diez años— gustaba de merodear un cercado ajeno, lo que le valió una pedrea de los chicos de este pueblo. Fue enton­ ces cuando la voz de la sangre pudo más en el emperador que la razón de Estado, y el niño Jerónimo resultó ser Don Juan de Austria. Aún les dura el susto a la gente de Cuacos, y esto que ha llovido desde entonces; como que el emperador les amenazó con arrasar el pueblo si no daban cumplida satisfacción del agravio. Lo más chusco es que mientras el viejo león sacudía airado las melenas, - 36 -

el orbe católico le creía un manso cordero postrado al pie de la Cruz, haciendo ejercicios de cristiana paciencia. “En fin, llegó el último del emperador; se murió. La parte principal voló al cielo, en expresión del Maestro León; quedó en tierra su cuerpo, al que no tuvo por qué pedir perdón del mal trato que le diera, como diz que hizo el seráfico de Asís en su hora de muerte; y quedó, además, la fama de “héroe de sí mismo”, como antes decía usted. “A buen seguro que Cervantes le tenía presente cuando escribió el irónico epitafio de don Quijote: “Yace aquí el hidalgo fuerte, que a tanto extremo llegó de valiente, que se advierte que la muerte no triunfó de su vida con su muerte. “Tuvo a todo el mundo en poco; f e el espantajo y el coco del mundo, en tal coyuntura, que acreditó su ventura, morir cuerdo, y vivir loco.

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II

CONFERENCIA FILOLÓGICA ingóte no trazó este bombástico pararelo de un tirón, como parecerá a quien lo leyere, sino que entre pausas y apartes engullía y bebía desaforado. Su naturaleza robusta, y el hambre atrasada que llevaría, le hacía alampar las viandas; y como no estaba cohibido por mi invitación, pues quedamos en que él convidaba, repetía las raciones y menudeaba los tientos al jarro de vino. Yo le dejaba comer y hablar, compla­ ciéndome en ver lo bien que hacía las dos cosas. Luego que enterramos a Carlos V, hablamos de asuntos baladíes; y aún en estas nimiedades, hacía Min­ góte gala de su ingenio. Alardeaba de erudición; pero ponía tal saborete de metáforas pintorescas, de extrañas hipérboles y de fina ironía, que de esta mezcla de proce­ dimientos retóricos resultaba ameno sin pedantería. A todo esto, el servicio de la hostería iba muy des­ pacio, porque, como ocurre siempre, todos se juntan a comer a la misma hora. Para colmo de males, la mari­ tornes parecía haberse olvidado de nosotros; por lo que Mingóte hubo de asomarse muchas veces a la ventana de la cocina a pedir y tomar lo que hacía falta. El protocolo mesoneril trataba por el mismo rasero a corcheros, a segadores y a viajantes. Quienes daban más que hacer eran los catalanes que en la mesa de al lado banqueteaban. Como es con­ siguiente, hablaban entre ellos en su lengua, pero para entenderse con la moza, en castellano. A Mingóte le ponían frenético sus catalanadas. — Pero ¿a usted qué le importa de esta gente? — le dije, cuando me lo hizo notar.

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—No puedo remediarlo — me respondió muy serio— . Me incomoda oír hablar con desaliño. Sería capaz de hacer lo que Malherbe, aquel poeta enriqueño, que en su hora postrera hizo salir de su alcoba al agoni­ zante que le auxiliaba, porque representándole éste las dulzuras de la vida eterna, empleó una expresión inco­ rrecta. — Entonces — repliqué— tendrá usted que taparse los oídos con algodones, porque los aldeanos no son aca­ démicos. — Ya quisieran estos señores hablar como los pale­ tos de Castilla. Por esto, porque estoy hecho al habla limpia y castiza de estas tierras, por las que peregrino, me repuguan disonancias como las de nuestros vecinos. Pasen las concordancias vizcaínas y los barbarismos pro­ vinciales, que, al fin, son faltas de construcción o de dic­ ción que saltan a la vista; pero no el castellano traducido, o sea palabras castellanas adobadas a la catalana o a la francesa, que vienen a ser puñaladas traperas al idioma, porque nadie las advierte. ¿No da grima oír, como dice esta gente, Llévame la sal, déjalo ir, y otras catalanadas por el estilo, que hacen temblar el credo... gramatical? Se dice bien en catalán: Portam la sal, dexal ’aná; pero quiere el castellano que se diga: “Tráeme la sal”, “Suelta tal cosa, o suéltala”. “ ¡Pues no he leído, hará pocos días, en un perió­ dico atrasado que me encontré en el camino, cómo un diputado catalán, rectificando a un ministro, decía muy fresco!: “El señor ministro es hábil a razonar; pero yo, que fuera de él...”, etcétera. Si esto oyó Cervantes, se estremecería en su pedestal de la plaza de las Cortes. No, señor; hartos galicismos tenemos para que se nos cuelen en el campo del idioma estos gazapos catalanistas, her­ manastros de los galicanos. - 39 -


No parece sino que los catalanes se enteraran de las palabras de Mingóte, porque, a esta sazón, gritaron a coro: —Patrono: ¡No nos vemos a comer! ¡¡Lus, lusü Mingóte se revolvió indignado y les apostrofó: —No se cansen ustedes en pedir llus, porque éste no es puerto de mar. Hay que advertir que Mingóte sabía el catalán y que en esta lengua, llus significa merluza. El equívoco hizo reír a los corcheros. En vez de enfadarse y tomarse con el intruso, uno de ellos le dijo: —N o haga usted caso, somos andaluses del Clot. San Andrés del Clot es un agregado de Barcelona, y la frase aquella es muy corriente en la Ciudad Condal para abroncar al hijo de la tierra que se las echa de par­ leta castellano. A Mingóte, que sabía esto mejor que yo, le hizo tanta gracia, que, levantándose y empuñando el jarro de vino, lo vació en los vasos de los ampurdaneses. Luego, volviéndolo a llenar por la ventana, se reunió conmigo. Razón tenían los catalanes en pedir luz, porque si hasta ahora nos veíamos a la lumbrada de las hogueras próximas, éstas iban apagándose y el soportal quedaba en la obscurana. Muy oportunamente, la luna apuntó en el horizonte y, a poco, se dejó ver grande, llena y relu­ ciente como una rueda de plata. Casi al mismo tiempo, sopló una brisa que, barriendo la neblina de los fuegos callejeros, despejó la atmósfera, dejando ver un cielo limpio de nubes. Mejor noche no podía regalar San Juan a los feste­ jantes de su verbena. Y que Mingóte se disponía a fes­ tejarla, lo demostraba la obstinación con que trasegaba mosto por la garganta. Queriendo curarle en salud, hube de decirle:

— Cuidado, Mingóte; de las aves que alzan el rabo, la peor es el jarro. — Déjeme usted almacenar alegría — contestó— . La alegría es el atavío del hombre. Además, quiero ale­ grarle a usted la digestión. Para ello necesito inspirarme. Crea usted, amigo mío, que sólo cuando he bebido mucho hablo por quince. Quindecim poetae. — Observo, Mingóte, que es usted muy aficionado a los latinajos— — Quien las sabe las tañe. Es la enseñanza por irra­ diación, ¿no se dice así?... Usted, verbi gracia, sabe ya, por si se le había olvidado, que quindecim es quince. — ¿Ésas tenemos, Mingóte? ¿Con que latino, eh? — Soy latinista, que no es lo mismo. Mi latín no es el clásico que ni los sabios saben traducir, sino el bárbaro de los aforismos salemitanos y de los refranes que todos entienden. Una jerigonza que conserva el esqueleto de la lengua madre, pero revestido de una fraseología oratoria, más bien que gramatical, tomada del castellano o del francés, o del italiano, y que se deja entender mejor que cualquiera de estos idiomas, a solas. Hoy, como en los tiempos de Estebanillo González, el que chapurrea latín se da a comprender de todo el mundo. Recuerde usted, si no, lo que cuenta aquel buscón de cómo estando en Baviera con una compañía de soldados, hubo de dar con un patrón que por hablar tan cerrado alemán e ignorar la lengua española, ni el patrón entendía a los soldados, ni éstos a él; hasta que Estebanillo, hablándole en latín macarrónico, logró sonsacarle aquel famoso relleno imperial aovado, con que se le alegraron las pajarillas al buscón, en tanto que sus camaradas ayunaban. — Bien, ¿y qué tenemos con esto? — Así es nada. Figúrese usted que estando en la misma Baviera haya de recurrir, por ejemplo, a un -41 -


médico que esté en el caso del patrón de Estebanillo. Si para decir tengo calentura se lo digo en castellano, no me entenderá, como tampoco si le dijese en elegante latín: Febris exurat me; pero sí, diciéndole: Habeo febre. Ni si sufriendo de jaqueca le digo: Contremisco capite, en vez de caput dolet. “Manejando así el latín, es decir, evitando frases y locuciones selectas, intercalando tal cual palabra del idioma que se quiere substituir, rióme yo del volapuc, del esperanto y demás lenguas auxiliares. Bien pensado, es la mayor ventaja práctica que podemos sacar del latín que nos obligan a aprender en el bachillerato. Esta reflexión de Mingóte paréceme tan oportuna y tan discreta, que ella sola me ha determinado a traer a cuento su estrafalaria conferencia filológica. — Y para que usted se convenza — añadió el con­ ferenciante— de la utilidad de mi jerga, voy a brindarle como una prueba a rajatabla... ¿Ve usted este gringo, que será francés o ruso, que por ahí ronda como alma en pena? Daréle un pedazo de pan para que se acerque a nosotros, yo le hablaré a mi manera y él me entenderá. Este a quien se refería Mingóte, era un hombre joven, pálido, delgado, de tipo extranjero, vestido con un levitón que le llegaba a los talones. Parecía andar a tientas, explorando el terreno, pasando y repasando por delante de las mesas como quien quiere pedir algo y no se atreve. No sería un mendigo, pero se le podía alargar un mendrugo, sin temor a que se le afrentara. — Oiga — díjole Mingóte, llamándole— . Tome usted. Y le dio una rebanada de pan. El hombre la tomó con avidez y como si le mareara el vaho de nuestro ágape, se quedó plantado ante la mesa sin poder articular más que un débil: ¡Oh! Mersí, grasias. - 42 -

Es francés — dijo Mingóte volviéndose a mí— . Presumo que entenderá el español, pero le hablaré en latín clásico, que estoy cierto no entenderá. — ¿Quorsum tendis? — preguntó Mingóte al extranjero. — ¡Oh, non comprando pas! — repuso éste extra­ ñado de oír tal jerigonza— . Je suis fransés. — Oído a la pisada — volvió a decirme Mingóte— . ¿Quo vadis? siguió interpelando al hombre. Es de notar que Mingóte acentuó estas dos palabras a la francesa, de suerte que vino a decir: “qui— va— di”, muy parecido al oü—vas— tu francés. Sin vacilar, el hombre respondió: — A Madrid, mais pas d ’argent, monsieur, — Mon ami — observó sentenciosamente Mingóte guiñándome un ojo— , qui non laborat, non habet argentum. — ¡Ah! Pas de travail en Espagne — respondió humildemente el extranjero, dando a significar que entendía lo que se le decía. — ¡Vaya! Éste es de los míos... díjome Mingóte muy fresco— . Siéntate, francés. El hombre acercó un taburete de la mesa de los catalanes, que ya eran idos, se sentó y Mingóte le puso delante su plato con comida, su cubierto y un vaso de vino. El francés empezó a comer con timidez, avergon­ zado de verse en nuestra compañía; pero, poco a poco, íbase reponiendo y se aforraba bravamente. Mingóte, compasivo, le alargaba los regojos de pan, le escanciaba vino y le ponía al alcance los relieves que de nuestra cena quedaron. Hablóle después en su lengua, y el francés contó su historia, entre triste y divertida. -

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lamábase Gastón.Era sevillano francés, de Bur­ deos, y le tocó servir en infantería de marina. En un crucero, su barco hizo escala en Lisboa, y él desertó, escapando a Oporto, donde se las prometía muy felices trabajando en los viñedos de la tierra, de los que oyera hablar en Francia. Había sido cavador de viñas antes de ser soldado. No sucedió como pensaba y hubo de apencar a ser cargador de muelle. En este trajín, un enganchador le hizo proposiciones halagüeñas para ir a los gomales del Africa portuguesa, y Gastón se embarcó para Loanda. Al llegar aquí lo internaron en los bosques; diéronle por todo un rancho a orillas de un río, un fusil de caza y los utensilios de oficio: el machadiño de picar los árboles y las tichelas para recoger la goma, y le dejaron solo, sin más compañía que la de los monos aulladores y la de los papagayos. Una vez por semana venía un lanchón a recoger las pellas de goma; dábale el capataz a Gastón un frasco de pólvora y se volvía. El aguantaba, fiado en que al expirar el año del contrato le pagarían todo junto. Cumplió el plazo y le entretuvieron con buenas palabras. Dejó pasar otro año, y lo mismo. Viéndose engañado, e imaginando que era inútil acudir a las autoridades, que en las colonias están siempre de parte de los comerciantes, aprovechó el paso de una caravana de negros por el seringal para irse con ellos. Estos negros eran congoleses, entre salvajes y civi­ lizados, que recorrían los bosques de Angola en busca de marfil de elefante para venderlo a las factorías belgas.

Como Gastón tenía una buena escopeta y era además excelente tirador, los negros le admitieron gustosos en su compañía. Al mes de estar con ellos, murió el jefe de la tribu, recayendo la potestad en su única hija y heredera, Masinga. La princesita era una real hembra en toda la extensión de la palabra: por su sangre y por su palmito. Un injerto de Venus y Diana, una virgen negra recién enerada en la mocedad, que manejaba el arco y sabía hacerse respetar por todos. A Masinga le gustaron los ojos zarcos y la barba rubia del extranjero y le hizo su esposo, dando un mico a más de un pretendiente. El brujo de la tribu, médico y sacerdote a un mismo tiempo, bendijo la unión, y los desposorios se celebraron con danzas al son del tam tam, evoluciones guerreras y libaciones de un néctar preparado con la maceración de cocos o almendras. En suma, una escena al natural del cuarto acto de “La Africana”. La caravana iba con mucha lentitud. Se detenía a orilla de los lagos, pescando de día y cazando de noche a la luz de la luna; y, en ocasiones, acampaba meses enteros, en los lugares frecuentados por los elefantes, dedicándose la gente a la búsqueda de colmillos en algún huesal viejo, pues sabido es que aquellos paquidermos tienen cementerios como las personas. Inútil es decir que la carabina de Gastón habíase convertido en la de Ambrosio por falta de municiones; pero ya no le hacía falta, porque había ascendido de aliado a señor. En este tiempo, Masinga dio a luz un hijo, un cupidillo mestizo, prueba eficiente de la paternidad de Gastón, que vino a aumentar la influencia moral de éste sobre la negrada.

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III

HISTORIA DE GASTÓN

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Al cabo de un año de este viaje errante por las selvas de Angola, llegó la caravana con unas cuantas arrobas de marfil a la vista de Maladí, en la frontera del Congo, destacando un grupo para negociar el botín. Como era natural, Gastón, a fuer de co-rey y de europeo, fue el encargado de la comisión. Pagáronle los comerciantes blancos con un puñado de libras esterlinas. Buena parte de este dinero la empeñó en comprar café, azúcar y arroz, sombreros y cuchillos; y reexpidiendo a los cargueros con los fardos, los emplazó para otra remesa. Cuando Gastón se vio solo, cuando gustó de los placeres de la vida civilizada, después de tres años de destierro, se sintió ingrato, pérfido; qué ingratitud y per­ fidia fue abandonar a Masinga y escapar, río abajo, a un puerto del litoral. Aquí se le ocurrió una idea magna. Cerca del muelle vio una barraca, en la que un negro se ganaba la vida exhibiendo un león sabio, pero tan viejo que no hubiera asustado al borrico más pusilánime del mundo. Pues bien, Gastón se haría domador; llevaría el león a Europa y lo enseñaría en ferias y mercados. Bien pen­ sado, era el mejor empleo que podía dar al exiguo capital que le quedaba. Se arregló con el negro de la barraca; hízose del león y de la jaula de hierro, y acompañado del rey de las selvas, se embarcó en un vapor que, con rumbo a Amberes, había de tocar en Lisboa. Y aquí empieza la cuarta época de la vida del gascón. Gastón, soldado de marina; Gastón, picador de goma; Gastón, rey femea (rey hembra), como llaman los portu­ gueses al príncipe consorte, se convierte en domador. A Mingóte se le caía la baba oyendo la portentosa odisea del francés. Tal era su arrobamiento, que apenas - 46-

se acordaba de servirle de copero, a bien que el narrador, cogiendo la ocasión por el asa del jarro de vino, dábale buen meneo a cada inciso de su perorata, Gastón, pues, llegó a Lisboa sin más capital que media docena de esterlinas y su león enjaulado. Así que desembarcó, diose a buscar una barraca donde exhibirlo. Pero, ¿qué caso iban a hacer los lisbonenses de un león enteco y miserable? Gastón no tuvo más remedio que internarse en Portugal y andar los pueblos. El negocio no fue del todo mal. Los aldeanos acu­ dían al reclamo y daban lo suficiente para que el amo pagase los gastos y la manutención del discípulo que, viejo y todo, devoraba. También rugía, por cierto bas­ tante bien, y estos rugidos, que eran el mayor aliciente de los bobalicones, despertaban un enjambre de remordi­ mientos en el alma de Gastón, porque le evocaban aque­ llas noches de Africa, pasadas en el regazo de la enamo­ rada Masinga, entre el rugido de las fieras que cercaban el campamento. Forzoso es creer en la telepatía. Las maldiciones de la infeliz Masinga, allá en el Congo, repercutieron, sin duda, en Portugal sobre el pérfido amante; porque como obra de maleficio, un buen día, como suele decirse, pero malo, muy malo para Gastón, el león no quiso comer; al otro día no quiso rugir, y al tercer día no quiso vivir, se murió. Aquí de la consternación del improvisado domador. La muerte del león era, para él, el acabóse; la ruina toral, irremediable. Cuando esto meditaba, lloroso y afligido, junto al cadáver del animal, se le apareció, no precisamente el Diablo, sino un pobre diablo famélico y harapiento que le propuso una solución asombrosa: vestirse la piel del león y hacer las veces de la fiera difunta. -47-


Dicho y hecho; curtieron la piel del león, cosiéronla hábilmente, hicieron una cabeza de mimbre recubierta con la piel de la testa del animal, y vistiéndose todo ello el ayudante de Gastón quedó convertido en un león mag­ nífico. Pronto comprendió el domador que había sido una ventaja para él la muerte del león verdadero, porque el león falso era mucho menos costoso de mantener y de trasladar de feria en feria, y, sobre todo, mucho más cor­ pulento e inteligente que el otro. Bajo el látigo de Gastón rugía, saltaba, hacía equilibrios portentosos y ganaba ovaciones delirantes de la multitud. Pero una noche, noche terrible de ahora en adelante en los recuerdos del sabio león, su larga melena, aunque postiza, se erizó de espanto. ¡Oh, poder del miedo! El domador, ante el vecindario entero de un villorrio, había intentado un espectáculo soberbio, emocionante, espe­ luznante. Junto a la jaula del león había hecho llevar otra jaula, y en ésta había un tigre que daba vueltas en su estre­ cha prisión, con unos ojos que echaban lumbre y unos movimientos de los más felinos que soñarse puede. Y el domador dijo a la multitud: —Señorres, grran combate entre el lión y el tigree. ¡¡¡Terrible espectacle!!! Pegó las jaulas, abrió ambas puertas, quedando heroicamente dentro del lugar del combate, y hubo un segundo de estupor en la concurrencia. Pero no fue más que un segundo, porque al momento, exclamó el león: — ¡Jesús, María y José! ¡Yo no peleo, que me va a destrozar! — ¿Quién es éste? — gritó en seguida el tigre. La concurrencia, al oír este diálogo, salió de su apo­ teosis y se abalanzó a los barrotes, dispuesta a hacer una de “pópulo bárbaro”; pero en aquel momento, Gastón,

con una sangre fría propia... de un domador, se adelantó y dijo sonriendo: — ¡Pero si he sido yo quien ha hablado! ¿No sabían ustedes que yo soy ventrílocuo? ¡Esto ha sido una broma! El público, convencido a medias nada más, esperó a que empezara la lucha; pero las fieras, según declaró el amo, no estaban aquel día con ganas de pelea. Tal manifestación colmó la indignación popular. El público, despechado, se tiró a las jaulas tratando de agre­ dir por entre las rejas al domador y a las fieras, con palos y garrotes. Algunos salvajes ataron navajas en las puntas, dispuestos a lancear a los tres enjaulados. Ante estas amenazas, el león se llevó las manos a la cabeza con intención de quitarse la testuz de mimbres; el tigre hizo lo mismo, y Gastón, antes de que se descu­ briera el pastel, y que los aldeanos hicieran picadillo de su persona, zafó como pudo y puso pies en polvorosa, renunciando a las pieles, a las jaulas y hasta al maletín que tenía en la posada. A campo travieso, salió a un pueblo inmediato donde había estación de ferrocarril. Esperó el tren, y otra vez a Lisboa. Gastados los pocos ahorros de que disponía, intentó trabajar, como antes, de cargador; pero vio que le faltaban las fuerzas. Oyó entonces hablar de España, de la buena vida del vagabundo y del mendigo, y se entró por Cáceres a probar fortuna. Pero como no sabía el español, como no sabía pedir y ablandar los corazones, se moría de hambre. Tenía pensado correrse hasta Madrid, presentarse en la embajada francesa y pedir que le repatriaran, suceda lo que sucediere. A Mingóte le pareció bien su resolución, y a fuer de práctico caminante diole instrucciones acerca el modo de

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sacar socorro en los pueblos de tránsito, y aun le escribió en francés y castellano un formulario pedigüeño, para que se lo aprendiera de memoria. Sintiendo yo cansera de tan larga sentada, me levanté con cualquier pretexto, dejando a Mingóte y a Gastón enfrascados en su coloquio.

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IV

LA VERBENA DE DON JUAN omo no era cosa de recogerse temprano en noche tan alegre, me eché a la calle a ver la verbena. Al incendio de las piras, al bureo infantil acabado con el sueño de la gente menuda, habían sucedido alegres pasacalles de las rondallas de mozos. Algunos grupos venían de cortar la verbena y paseaban las calles ofre­ ciendo ramos y cantando coplas a las mozas más galanas del pueblo, quienes corresponden al agasajo repartiendo, a porrillo, mollares y acerolas, frutas ambas cuya diges­ tión facilita la copeja de aguardiente que algunas mozas de rumbo añaden a la convidada. En una calle sonaba la gaita y el tamboril; en otra, la guitarra y la mandolina; en otra, la dulzaina y el rabel. Para más algarabía, al volver de una esquina oigo una murga compuesta, o por mejor decir, descompuesta —y valga el retruécano— , de clarinete, cornetín, trompa y bombardino; una suena en musical anarquía, sin suje­ ción a batuta ni compás. Esta murga tocaba algo que quería ser una habanera, y daba escolta a un pipudo tonel montado sobre una carrera de la que tiraban dos novillos overos, con las astas doradas y en la cerviz guirnaldas de pámpanos. La comitiva, precedida del boyero con la picana y de dos gastadores con hachas de viento, se encaminaba a la plaza, en la que al poco rato desembocó. La gente que aquí estaba tomando el fresco se arremolinó a su paso, y oí que alguien decía placentero: — Es el tonel de don Juan. En efecto; a medida que la carreta iba avanzando, oíase tal cual viva a ese nombre, y cuando aquélla hizo

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alto frente a una casa, que sería la del dueño de la cuba, los vítores arreciaron, convirtiéndose en coro general. Un hombre se asomó al balcón, saludó campecha­ namente con la mano; aguantó el último chaparrón de vivas y pimporreos de la murga; volvió a agitar la mano y se metió adentro. El tal don Juan, a lo que averigüé, érase un hombre como hay pocos. Un rico labrador a quien llamaban el “Rey de Cuacos”, no tanto por sus bienes de fortuna, cuanto por su influencia política. El nombraba alcaldes y regidores; él daba o quitaba el acta al diputado del dis­ trito; siendo fama, además, que era hechura suya también el gobernador de la provincia. Algo habría de verdad en esto, porque en época de elecciones, sobre todo, venían automóviles de Cáceres y de Plasencia, que haciendo retemblar el suelo de Cuacos, iban a vaciar su carga ante el portal de don Juan. Lo más singular es que este personaje, aun cuando tuviera que ir a la corte a ver al primer ministro, vestía siempre a la usanza de rico labriego extremeño: som­ brero cordobés, felpudo chaquetón con alamares y fina camisa de chorrera, realzando este tocado una cara más limpia y lustrosa que la de obispo. Con lo que se acredita la sensatez del hombre que no pretende salir de su esfera, disfrazándose como la mona de la fábula; sino que se enorgullece en mostrarse al natural, tal cual era: un hombre de campo, de recia catadura, de porte histórico, de frase breve y concisa, y, cuando convenía, de modales señoriles y altivos; fuera de que su traje plebeyo dábale entre los magnates una figura representativa que no le hubieran dado el levitón y la chistera, ni cualquier otro pegote indumentario. Origen de su influencia política era, amén de su cuantiosa fortuna, el acertado manejo que de ella hacía. -

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Era terrateniente, cosechero y ganadero en grande escala, pero a despecho de mayordomos y capataces él por sí administraba su hacienda con un tino y una liberalidad tan extremados, que le hacían amable a arrendatarios, particioneros, aparceros, collazos y colonos, tantos en número, que formaban la cohorte electoral de la Vera. Cuacos, sobre todo, adoraba en él, porque a su influencia y a su generosidad debía el vecindario muchas mejoras locales y no pocas dádivas de beneficencia. Dígalo, si no, esta noche de junio, víspera del Baptista, cuya verbena celebraba Cuacos con inusitado esplendor, debido a la munificencia de don Juan. Eleva­ ción de globos, cucañas, carreras de burros con premios en metálico, fuegos artificiales, todo lo costeaba él, incluso aquellos picaros rabones que a mi entrada en el pueblo se me antojaron cohetes a la Congréve; la ilumi­ nación a la veneciana de la torre de la iglesia y el pipudo tonel acabado de entrar en la plaza, y que bien merece párrafo aparte. Por todo lo cual, no es de extrañar que la gente de la Vera contara los días que faltaban para la verbena, y que llegada ésta, se diera cita en Cuacos para celebrar la Verbena de Don Juan, como apellidaban a la noche del 23 de junio, no por irreverencia, ni que renegaran del patrocinio del Baptista, sino porque el patronazgo y los agasajos del cacique les llegaban más al alma. Y más que todo, la chupandina del tonel, el cual, si no tan grande como el famoso de Heidelberg, bien ten­ dría un metro de altura por el ancho correspondiente, lo que supone una cabida mínima de 300 litros o 30 arrobas aproximadamente. Este tonel era tradicional en la verbena de Cuacos. Don Juan lo hacía traer de un lagar próximo, en una carreta cubierta de juncias, arrayanes y otras hierbas - 53 -


olorosas, tirada por dos novillos de un mismo pelo, y lo emplazaba frente a su casa a disposición de todos cuan­ tos quisieran beber, sin más límites que cerrar la espita después de cada sangría. Era un tácito obsequio al montón anónimo de gaña­ nes de la Vera y forasteros a quienes cogía en Cuacos la fiesta de San Juan. El tonel venía a ser en tal noche la arteria aorta, que inyectaba alegría a chorros por las calles del pueblo. Los aldeanos, los cantores y guitarre­ ros de las rondallas, los pobres indígenas y forasteros, todos los trasnochadores, en fin, zumbaban a su alrede­ dor esperando la medianoche, momento solemne en que era permitido abrir la espita, llenar las botas y beber al talante de cada cual hasta el toque del alba, en que del mermado tonel volvía a tirar la pareja de novillos camino del hospital, para convertirse cuba y animales en sangre y carne de los asilados. La vez primera que a don Juan se le antojó esta humorada, hubo de vencer no pocas dificultades, entre otras las que le opusieron el cura y el alcalde. Decía el clérigo que el tonel era fomes de escán­ dalos, de juramentos y blasfemias; decía el alcalde que debiendo mirar por los intereses de sus administrados, le parecía pertinente protestar en nombre del gremio tabernil. Don Juan redargüyó al primero con un principio de casuista: “El fin justifica los medios”, aludiendo a la limosna del hospital; y al segundo, con otro dicho: “De noche todos los gatos son pardos”, y que puesta a beber la gente, él hacía obra de higiene dándoles vino puro, que si se subía a la cabeza, no dañaba el estómago, en vez de ambas calamidades a la vez que operaba la alquimia tabernaria. Como don Juan además de dialéctico era cacique, cura y alcalde se dieron por convencidos. En cuanto los - 54 -

tabemeros, no dijeron oste ni moste, porque aparte que en su mayoría eran clientes y deudores de don Juan, éste les hizo ver que no era tan grande el perjuicio de la bebendurria a deshoras de la noche, y aunque así fuera: “Un día es un día”. Otro apotegma que selló los labios. Conque, todos contentos, y entre todos don Juan por el gustazo de salirse con la suya y dar que hablar a la Vera con este rasgo nuevo... A todo esto, mientras yo os dibujo al héroe, en el reloj van a dar las doce. Ya desuncida la yunta, yérguese pomposo el tonel en la carreta con hierática majestad. La luna, en su cénit, baña de luz el florido templete; pero al quebrarse algunos rayos en los relieves del ventrudo armatoste, le dan cierto parecido a esos ídolos aztecas que los compañeros de Cortés vieron en Méjico. Sordo rumor, como de zánganos arracimados a una colmena, zumba en la plazoleta; pero en cuanto el reloj de la torre da la primera campanada de las doce, hay una de gritos y palmadas que es cosa de taparse los oídos. Con mucho sosiego, en ordenada fila india, van avanzando los bebedores. En llegando al tonel abren la espita, hacen su trasiego, cierran el caño y adelante. Unos se van solitarios, a paso furtivo, a acariciar su bota en la sombra, como perro que roba una tajada; otros, más despejados, se plantan ante el balcón de don Juan, se des­ gañifan dando vivas y beben a su salud. Pero don Juan, ni les hace caso, ni les puede oír, entretenido como estará en los honores de un sarao casero a las familias principales del pueblo, a juzgar por la espléndida iluminación de las salas y las parejas de baile que se atisban por los abiertos balcones. Sólo, por excepción, cuando alguna rondalla venía a cantar coplas al aire libre, se hacía avisar y se asomaba a dar las gracias.


Satisfecho del espectáculo no quise ver más y retiréme a la posada, que, como creo haber dicho, daba esquina a la plaza, resignado a dormir en un jergón de paja, en el suelo de un camaranchón, que a dicha pudo agenciarme la mesonera. Ya iba a entornar la ventana y matar la luz de una apestosa vela de sebo, que oigo subir de la plaza un bisbiseo, como si alguien se dispusiera a perorar. Movido a curiosidad, me asomo a la bohardilla y aguzo el oído. — ¡¡Silencio!! ¡¡¡Silencio!!! — oí que decían por última vez; y fue el silencio. Y un hombre rompió a hablar, así, con voz potente: —Fuit homo missus a Deo, cui nomen erat Ioannes. (Fue un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan.) Palabras del último Evangelio, capítulo I, versí­ culo 6. ¡¡Horror!! Era Mingóte, predicando a la luz de la luna, nada menos que al cacique, aprovechando sin duda un momento en que éste salió al balcón a tomar el aire. Mingóte estaba subido a un poyo de la plaza, a la vera del templete báquico: y en la improvisada tribuna se movía con singular desenfado sobre un mar de cabezas. Su voz, aunque algo vinosa, resonaba como la de un Adamastor en el reducido ámbito de la plaza... Pero oigámosle, que sigue hablando: —-No penséis, alto y magnífico señor, que vengo a espetaros un sermón, como podrá parecéroslo por la cita que encabeza mi discurso; quiero, sí, cantar vues­ tro panegírico. ¿Qué más natural que endosaros a vos, héroe de esta noche, las palabras que un Pontífice aplicó al héroe de Lepanto? Éste y vos sois glorias de Cuacos; pero, de hazañas a hazañas, las vuestras valen más. Don - 56 -

Juan de Austria fue un matamoros; vos, un matapesares: por cada turco que él mató, vos engendráis diez turcas en esta noche...”. Aquí hizo una pausa Mingóte; y el público, aunque no entendía jota, aplaudió a rabiar sugestionado por la entonación y el bel gesto del orador. También aplaudían los convidados al sarao, que, asomados a los balcones de la casa del cacique, hacían a éste como una corte de honor. — Sí, don Juan — prosiguió Mingóte, con más fogosidad que antes— , el nombre obliga. Entre tantos ilustres tocayos vuestros, yo he de evocar tan sólo Juan primus, Gambrinus, príncipe, cervecero y trovador, a quien la posteridad representa como un rey de copas con su chop en la mano. ¡Ah, don Juan! Algún día también os levantará Cuacos una estatua sobre el pedestal de una cuba, en remembranza de vuestras olímpicas verbenas; pero no os importe el tabernario zócalo; viva la fama, magüer sea fama infame. Y que famoso ya lo sois, lo dice este concurso que os vitorea; lo proclamo yo, que soy su portavoz. ¡Felices días, don Juan! ¡Ea, hermanos, a beber por él! ¡¡Viva!! Un ¡viva! general, estrepitoso, ensordeció la plaza, tintineando de un modo raro el ijujú de los segadores, extraño alarido entre ululato y carcajada. Luego, a un tiempo todos, empinaron las botas a compás del orador, quien, acabado el brindis, se dispuso a bajar del banco. Pero no le dejaron; entre dos gañanes le cogieron en vilo y se lo cargaron a hombros como a un torero después de una buena tarde. Mingóte se dejó llevar en volandillas, y como al pasar por delante del balcón, viera al cacique con intención de echarle algo, aparó el sombrero y recibió la dádiva, con el tino de alguacil que recoge las llaves - 57 -


de los toros. Fuera un duro, fueran cinco, ello es que Mingóte se salió con la suya; a fuer de maestro en asir a la ocasión, no por un cabello, sino por el copete, hasta dejarla calva del todo. La turba, aullando y saltando como coribantes, atra­ vesó la plaza, llevando en triunfos a Mingóte. Creía que éste se apearía en la posada; pero como pasó de largo, deduje que iría a empalmar la verbena con la mañanada de brevas y aguardiente tradicional de San Juan, y, luego, a dormir la mona en una era. Cerré la ventana y me acosté.

Jo rn a d a D U O D É C IM A

El Solitario de Yuste


I

UN ENCUENTRO EN EL MONASTERIO on la fresca de la mañana subí la cuestecilla que de Cuacos lleva al monasterio. Yuste o San Jerónimo de Yuste, lo cual es albarda sobre albarda, está enclavado en una rinconada, en el paraje más adusto de la Vera, ceñido por calvas mon­ tañas; pero son tan alegres el cielo y las lejanías que se divisan desde esta hoya, que el contraste hace agradable el sitio. Yuste no tiene más valor que el que le da el recuerdo de Carlos V, cuya augusta sombra parece que se cierne todavía sobre estos lugares, como águila caudal. “La vida de los muertos consiste en la memoria de los vivos”, dice Cicerón. Todo cuanto aquí enseñan los frailes francisca­ nos, sucesores de los monjes Jerónimos, tampoco tiene otro mérito que el imaginativo; pero por poco que ello sea, el viajero ha visto lo suficiente para sentir la honda emoción que inspira el recuerdo de la antigua grandeza deshecha por la mano del tiempo o por las devastaciones de los hombres. De vuelta a Cuacos, la mirada se embebe en la contemplación del paisaje, como queriendo retener la memoria de estos lugares que vieron al César; y, a cada recodo del camino, se figura uno tropezar con aquellas lujosas comitivas que de todas partes del mundo venían a contemplar el ocaso del sol imperial.

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Abstraído en estas contemplaciones, tropiezo, al doblar de unas bardas, con un hombre pintando al pie de un rollo que corona una cruz de hierro, en un campillo estrellado de margaritas y verbenas. Le saludo, y el artista, interrumpiendo su trabajo, me corresponde afable. Es un joven de buena presencia, más delgado que robusto; su cara, aguileña con barba puntiaguda; su traje, un temo de dril blanco, camisa de cuello vuelto, corbata de lazo y sombrero pajizo. Echo una mirada al lienzo y en seguida adivino el asunto: “Tránsito del emperador a Yuste, en silla de manos”. Es un boceto nada más, una pintura de primera mano, pero el tema aparece claro y conciso. En el centro, la litera, en cuya testera asoma el busto de César tal como se repre­ senta en sus últimos tiempos el Ticiano y ocho portantes, entre hombres de armas y gente del pueblo. Los cuatro villanos de las varas de atrás y sus compañeros de relevo, evocan, por sus caras alegres y vinosas, “Los borrachos”, de Velázquez. A cada estribo, un capitán a caballo. El de la derecha, con túnica de terciopelo acuchillado, de her­ moso color carmesí; el de la izquierda, con acerado casco, llevando sobre la cota una camiseta de color verdoso. En primer término, un pelotón de infantes con arcabuces y ala­ bardas, y en el fondo, un viejo a caballo, con ropas negras y amplio sombrero: el secretario y confidente Quijada. Los trajes, las armas, el carácter de las distintas per­ sonas, están trazados con arte exquisito, en este cuadro de puntoso españolismo y al que daba cabo el artista con los últimos apretones y toques de luz. — ¿Qué tal parece al obra?— me preguntó. — Parece tan bien —respondí— , que es puro tras­ lado de uno de tantos cuadros fantásticos que a mi fanta­ sía sugerían estos lugares. Anche lo...

E1 joven se sonrió y diome las gracias, inclinando la cabeza. — ¿Viene usted del convento? — me preguntó— . ¿Qué tal le ha parecido aquello? Yo le di francamente mi parecer. — Pues, con poca diferencia, antaño fue lo mismo que ahora — dijo el pintor— . Los que vienen a ciegas, creen visitar una rica abadía, un suntuoso monasterio, y se encuentran con una sencilla granja de labor. Seco y ruboso nos pintan Navarrete y Ribera a San Jerónimo, pero la tradición popular da al fraile de esta orden el alegre y respetable corambobis de Falstaff. “Como quiera que sea, los Jerónimos son los frailes que m ejor vida se dieron. A pocas leguas de sus casas matrices tenían granjas de placer, con un tino tan especial en la elección del sitio, que hasta los reyes se las envidiaban. Carlos de Austria se enamoró de Yuste, una granja de Guadalupe; como Felipe de Anjou se enamoró de San Ildefonso, otra granja del Parral. Estos reales enam oram ientos proporcionaron a los frailes ricas permutas. A esta cuenta, a cambio del alojam iento que los Jerónimos dieron aquí al em pera­ dor, el hijo de éste los aposentó espléndidam ente en El Escorial. “Esto es lo que sigue siendo Yuste, una alquería conventual entre parrales y huertas. ¿No le parece a usted que en este escenario la figura de Carlos V se empeque­ ñece, porque se nos antoja verle cuidando coles, como Diocleciano; al paso que la de Felipe II se agiganta en la celda de El Escorial, como un Faraón en su pirámide? “...Pero, en fin, viva la gallina con su pepita, y vivan mil años Yuste y Carlos V, que tan buenos cuartos me dan a ganar. — ¿Cómo así, señor mío?

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— Pintando a trochemoche vistas del monasterio y retratos del emperador, que vendo a los forasteros que caen por aquí. ¡Si viera usted mi estudio! Es un bazar de tablas y lienzos, de tarjetas y acuarelas, de todos precios y para todos los gustos. — O lo que es lo mismo, de obras buenas y malas — osé decir. — Claro está — me respondió sonriéndose— . Yo no pinto para la eternidad, pinto para comer. No puedo limar y corregir mis cuadros, porque necesito multiplicarlos. Hay que contar, además, con la equidad de los turistas. — ¿De manera que usted es de aquí? — Soy vecino de Cuacos, para servirle; el pintor, como me llaman por antonomasia, y también El Solitario de Yuste, porque a todas horas me ven pintando solo en las cercanías del convento”. Conocí que este hombre era el pintor de Mingóte, y por si me hablaba de éste, di un giro conveniente a la conversación. — Pero, ¿cómo encontrar en una aldea modelos para asuntos históricos como el que tiene usted entre manos? — pregunté, señalando el caballete. — Voy a decírselo; pero pongámonos a la sombra, porque empieza a picar el sol. Y llevándome al pie de un frondoso árbol que allí estaba, prosiguió: — Con ayuda de la imaginación se encuentran modelos, a tropezones, así en villas que en ciudades, porque en el pueblo español es innato el arte de la pos­ tura bella y airosa. “¿No ha reparado usted en sus com í las en la nativa elegancia y donosura de nuestros lu>*.u i n « ’ l n su mayo­ ría parecen hidalgos venidos a menos I K l>< de ser heren­ cia de raza, porque tengo entendido que i>•uaI acontece -

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en la plebe criolla. El gaucho argentino, el huaso chileno, el cholo peruano, el llanero de Venezuela y Colombia, el lépero de México, el guajiro cubano, el jíbaro portorri­ queño, asombran por su prosopopeya; por su intuición artística, orgánica y espiritual. Los rasgos faciales, el temperamento de la raza hispana, persisten al través de los siglos y de las mezclas étnicas. El tipo nacional se conserva incólume, lo mismo en la ciudad que en el campo; en el rudo trabajo, que en la molicie. Nuestros hidalgos de lugar siguen siendo, como fue Don Quijote, secos de carnes y enjutos de rostro; los pastores de Muri11o tienen el mismo tipo sanchopancesco de los rabadanes de ahora; los soldados de Breda se parecen a los carabine­ ros y guardias civiles veteranos de nuestros días”. Aquí hubo una interrupción. Una mariposa intri­ gada por alguna mancha de color, revolaba junto al lienzo, amenazando posarse en él. El pintor hubo de levantarse para ahuyentarla. La mariposilla se remontó; dio una vuelta al picote de piedra, como jugando al escondite; el pintor volvió a espantarla con el pañuelo, y ella, asustada, voló hasta salir del campillo. Entonces el artista volvió a mi lado y anudó su con­ versación. — La adaptación pictórica — dijo— es asunto de indumentaria y de tocado. Este pueblo de Cuacos es un cinematógrafo de tipos trashumantes. Raro es el día que no desfilen por aquí gitanos de airoso talle y gitanas de ojos de almendra y cabellos de azabache; romeros de Guadalupe que parecen frailes de Zurbarán; mendigos sorianos y salamanquinos, como no los soñara Salvator Rosa; segadores astures y leoneses, caballistas andaluces y extremeños de arrogante postura, y otros más de su equivalencia figurativa que me dan hechos los persona­ jes de mis obras. -

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“Tal aconteció con un bohemio, tipo indefinido, entre buscavidas e hidalgo, a quien encontré en este mismo sitio en que ahora estamos, y al que di a ganar unas pesetillas llevándole a mi casa para modelo. “Por cierto que ese hombre es tan buen modelo para un pintor como para un novelista. ¿No oyó usted un sermón a medianoche en la plaza? Él fue el predicador. ¡Qué habilidad la suya! ¡Vaya un capote que le echó al cacique! — Y al que éste se prestó de buena gana — repuse— ; porque, a lo que me pareció, remató la suerte con un regalo. Es verdad; el cacique le envió un billete de cinco duros; lo que no me daría a mí por su retrato. — ¿Tan bellaco es este don Juan? —-No le ponga usted motes. ¿Quién resiste a la lisonja? Un pintor se muere de hambre en Cuacos y en Madrid; un adulador saca tajada en todas partes socali­ ñando la vanidad de los ricos... Además, yo no puedo hablar mal de don Juan, porque si bien no sea mi Mece­ nas, influye para que los alcaldes de su cacicazgo me encarguen obras. Este boceto, verbigracia, es el de un cuadro en grande que ha de figurar en la sala del Ayun­ tamiento de Cuacos. El asunto es tan conocido que no necesita explicación; usted lo adivinó a primera vista. Sabido es también que, por única recompensa de su trabajo, los villanos pidieron un pellejo de vino, manera muy delicada de pagarse. Tan alegre episodio es nota dominante en mi cuadro. — En verdad — añadí— que es un asunto digno de Velázquez. En tanto que hablábamos, o hablaba el pintor, porque éste se lo decía todo, pasaron ante nosotros algu­ nos vecinos de Cuacos, que irían a oír misa tempranera - 66 -

al convento. Los muchachos se paraban ante el caballete y, no pocos, hacían comentarios paseando el dedo por el lienzo. Comprendiendo el artista que peligraba la integri­ dad de su cuadro, recogió los trebejos y, rogándome que le esperara un momento para que volviéramos juntos al pueblo, fue a dejar aquellos en la hospedería. — Vamos andando — díjome en cuanto volvió. Siguiendo los callejones de bardas, vimos un lego con la azada al hombro, que vendría de regar la huerta; otro motilón arreando una vaca lechera con su cría, y, a pocos pasos más, “el hermanito”, el demandadero del convento, que volvía con el borrico de hacer la colecta en los pueblos. Al asomar al recuesto que conduce a Cuacos, se divisan los humos del vecindario, que corta el aire en cendales, y suenan a uno y otro lado la campana del monasterio y la campana de la parroquia, tocando a misa, en competencia.

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a en el pueblo, el artista se empeñó en llevarme a su casa, a que viera su estudio. Vivía el pintor a lo último de una calle, casi a orillas del campo, y su casa era un primor. Un cubo de paredes blancas, muy blancas, sin más resguardo que un seto vivo que ceñía el edificio. Colgantes a trechos, como escalas de asalto, trepa­ ban enredaderas a la altura de las rasgadas ventanas, y en éstas asomaban encendidas rosas y purpúreas clavelinas entre copos de celindas y alelíes. En medio del patio, una pirámide escalonada con tiestos floridos, por los que revoloteaban mariposas blancas; y, a los flancos, sendas albercas o lavaderos de chorro continuo, con toldos de parra. En el fondo, la casita del guardián, un perro que se deja acariciar por los amigos de su amo, y, a continua­ ción, el gallinero alambrado, para que no siendo andado­ ras las gallinas, pongan más huevos. A trechos bajan a mojar el pico unas palomas case­ ras anidadas en el tejado. Las habitaciones sencillas, aireadas, sin burletes y cortinas, ni alfombras y pabellones de cama; con suelos de baldosín y paredes de estuco gris, tan limpio como el vidrio. La vivienda, en fin, de un hombre sano; una morada alegre como todas las casas aldeanas, cortadas por otro patrón que el de las casas de alquiler que entris­ tecen la vida en las ciudades. Llegamos por fin al estudio; un saloncito de gala convertido en pinacoteca y museo de antiguallas herál­ dicas; un alegre desorden en cuadros, caballetes, estofas, manoplias y maniquíes vestidos.

— Amiguico — dije al pintor al cabo de la visita— , usted lo entiende; la suya es una casa mixta de Belvedere y de Buen Retiro; mansión de artista filósofo. — Por algo me llaman “El Solitario de Yuste” — contestó risueño— , aunque no faltan quienes me llaman también el Pintamonas, por aquello que del Capitolio a la Roca Tarpeya no va más que un paso. ¿A que no adivina usted quién me puso este mote? —-No, por cierto; ¿la muchachada quizá? — ¡Ca, no, señor! Un regidor del pueblo, enemis­ tado conmigo por un viaje de aguas de su casa a la mía, y que habiendo perdido el pleito, me la tenía guardada. El cabildo municipal habíame otorgado una pequeña subvención anual para retocar los cuadros de la iglesia, resquebrajados y desvaídos de color, de puro viejos. Ineludibles ocupaciones me impidieron poner mano a la obra en seguida. Al discutirse el presupuesto municipal del año siguiente, el regidor, mi enemigo, se opuso a la subvención, alegando que “el Ayuntamiento no estaba en el caso de pagar Pintamonas”; y como en estos consis­ torios lugareños la razón es casi siempre del último que habla, faltándome un abogado defensor, el Ayuntamiento aprobó la enmienda. Digo enmienda, porque como las reparaciones eran necesarias y yo el único pintor de Cuacos, se acordó que yo cobrara por cuenta detallada de cada cuadro. Lo cual era cortarme el revesino, porque no es lo mismo cobrar por un tanto alzado que ir cobrando por pequeñeces y tiquis miquis. “Acepté, porque todavía me traía cuenta; hice las primeras reparaciones, pero me vengué del atajo de zopencos concejiles que estimaban la labor de un artista como vil remiendo de pintor de brocha gorda, presen­ tando mi factura en tono irónico. Se la voy a enseñar, porque guardo copia de ella.

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II

R. I. P.

Y


Mi hombre se levantó, abrió una carpeta, registró papeles y, al cabo, dio con el que buscaba. Tomé el docu­ mento y leí: Cuenta detallada de las reparaciones hechas a los cuadros de la Parroquial Iglesia por cuenta de! Ayuntamiento de la Villa Cuadro de Moisés. -Por corregir y embarnizar los diez mandamientos de la ley de Dios ............................5 pesetas ” Cuadro de San Pedro. -Por poner cola nueva al gallo....... 2 Cuadro de la Pasión. -Por poner colorete a las mejillas de la criada del pontífice Caifas........................3 ” Cuadro de la Creación del Mundo. -Por renovar el cielo, añadir dos estrellas, dorar el sol y limpiar la luna.............................................................7 ” Cuadro de David. -Por poner una piedra en la honda......1 Cuadro de Sansón. -Por poner dientes a la quijada del asn o ..........................................................................3 ” Cuadro de Susana. -Por la hoja de parra en salva la parte................................................................... 2 ” Cuadro de la Degollación del Baptista. -Por acentuar las curvas de la bailarina Salomé..................... 5 ” Cuadro del Hijo Pródigo. -Por remiendo de la camisa y limpia de los cerdos........................................5 ” Cuadro de los Tres Mancebos. -Por avivar las llamas del homo.........................................................................4 TOTAL..................................................... 37 pesetas (Firma y fecha)

— Sí, señor — díjome el pintor a la conclusión de la lectura— ; treinta y siete pesetas por hacer de veteri­ nario, astrónomo, dentista, jurisconsulto, etcétera. Pero tras ellas vendrán muchas más, porque quedan espe­ jo

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rando turno los Reyes Magos para que les mude los mantos apolillados; la mujer de Putifar, que está muy averiada; la Magdalena, que si bien arrepentida, pide a gritos que le tiñan la cabellera, y otros por el estilo. “Fuera de este percance, vivo tranquilo, ni envi­ diado ni envidioso, que es el sumo bien que desear se puede en una aldea. — ¿Y cómo fue venir a establecerse aquí? — pre­ gunté a riesgo de ser indiscreto. A esta pregunta contestó el pintor: — Soy natural de Plasencia, pero criado en Cuacos. Nací cesón, por lo que mi padre hubo de confiarme a una robusta aldeana de este pueblo, que había servido en casa. Cumplidos cinco años me devolvió a mi familia, y cada uno tomó por su lado: ella a vegetar a la aldea, y yo a estudiar, a hacerme hombre. Pasé a Cáceres y luego a Madrid. Al cabo de los años, en ocasión que mis tutores me llamaron a Plasencia a que tomara posesión de una pequeña hacienda, hube de acordarme de mi nodriza de Cuacos. Vine a verla, y la encontré viuda, con la casita embargada y viviendo del escaso jornal de su único hijo. Alcé el embargo, pagué a la propietaria el prorrateo en venta, adquirí la finca, la mejoré, y en ella vine a insta­ larme al lado de mi vieja ama y de mi collazo, que lo es en la doble acepción de la palabra, porque es hermano mío de leche y mi mozo de labranza, que atiende a la huerta y a un campico que por ahí tengo. De este modo, ellos viven en su casa y yo en la que me destetaron. — Pero — repuse— un joven del mérito y de las prendas de usted, ¿no echa de menos la vida de la ciudad, sus diversiones, sus placeres?... — Este reparo me obliga a que le cuente un hecho trascendental de mi vida, un crimen que perpetré hace pocos años, y del que no me arrepiento. -71 -


— ¿Ésas tenemos?... — dije alarmado por esta reve­ lación a boca de jarro. ¿Y se vanagloria usted? ¿O será que se chancea?... —-No, señor — replicó el artista, imperturbable— ; hablo en serio; pero usted me absolverá en oyéndome. Creo haberle dicho que estudié en Madrid. Gusté en la corte los placeres de la sociedad, y tuve, como es con­ siguiente, muchos amigos, buenos y malos, discretos e indiscretos, aunque esto es para sabido más tarde. “Entre tantos, hubo dos que me dominaban; me tenían sugestionado. Eran mis inseparables desde que me levantaba hasta que me acostaba; en el teatro, en los salones, en todas partes. “Ellos eran dos hermanos: hombre y mujer, de extraño parecido físico y moral. Él pertenecía a aquella clase de hombres delgados y pálidos ante los cuales se inclina el ánimo más intrépido; ella, por su desabrimiento y delgadez, era un verdadero esqueleto de tristezas. “Más que harto, avergonzado de estos compañeros que por lo antipáticos hacían el vacío en mi alrededor, resolví deshacerme de ellos. ¿Pero cómo? Nada más fácil que formar proyectos; la dificultad está en la ejecu­ ción. Yo no sabía por dónde empezar ni de qué medios valerme. Estos casos son muy frecuentes en la juventud. Queremos reñir con la novia, con un amigo, pero como no dan motivos para el rompimiento, los aguantamos y les ponemos risa de conejo. “En esas vacilaciones, caí en la cuenta que donde me seguían de peor gana los hermanos era al campo, en las pocas veces que se me ocurría hacer una escapatoria de la ciudad. En consecuencia, menudeé las salidas para que me dejaran solo. Pero no lo logré; porque compren­ diendo ellos la influencia que sobre mí tenían y temero­ sos de perderla dejando que se enfriara el trato, resol­ - 72 -

vieron seguirme también, aunque a regañadientes, casi a rastras; tanto que, en ocasiones, quedábanse rezagados mientras yo corría campo travieso, como colegial en día de asueto. “En estas giras mi salud iba ganando, cuanto la de ellos iba perdiendo. No había duda; la naturaleza de los dos hermanos estaba reñida con la luz y el oxígeno del campo. Entonces premedité un plan criminal: irlos matando a dosis de sol y de aire puro, como se mata a otros a dosis de atropina o de arsénico; y como su terque­ dad en seguirme podía más que el instinto de conserva­ ción, se prestaron a mis intenciones, aniquilándose de día en día, como plantas de estufa expuestas a la intemperie. “Fue por entonces mi llamada a Plasencia y mi propósito de ir a Cuacos. Los hermanos se enfurecieron; quisieron a todo trance oponerse al viaje, pero yo que me sentí fuerte, arreglé la maleta y tomé el tren de Cáceres. En el andén de Las Delicias me encontré a la pareja, resuelta a acompañarme. “Con esto, sobrevino la catástrofe. Viniendo los tres de Plasencia, al descubrir la Vera de la que ni el recuerdo me quedaba, quedé tan embelesado, que hube de hacer alto en el puerto, para recrearme en el paisaje. Y me senté en una piedra señoreando, como un rey en su trono, el panorama circundante, dando la espalda a los dos hermanos aplanados en el suelo, y con el hipo de la agonía. ”Mas cuando volví la cabeza, ¡oh alegría!, les vi tiesos, inertes, muertos, como luces que apagó una ráfaga de aire. “Me sentí feliz, doblemente feliz, aunque me delate como descorazonado y contumaz; porque me libraba a un tiempo de una amistad enojosa y de una sugestión invencible. Como Dios me dio a entender, cavé allí -

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mismo una hoya y escondí los cadáveres siete pies bajo tierra. Hice una cruz con dos ramas de un árbol que como centinela se erguía en la cumbre, y en una astilla, grabé con el cortaplumas este epitafio: Yacen aquí el Fastidio y la Melancolía. La Vida del Campo y el Aire de las Montañas les mató. R. I.P “Desde esta fecha — concluyó diciendo el pintor — me convertí en ratón campesino, me hice vecino de Cuacos. Voy a la ciudad para lo más necesario, a hacer compras, a darme un baño de cultura, pero devolvién­ dome en seguida a la aldea y a mi casa. Para quitarme el susto del cuerpo, el bueno del pintor hizo poner la mesa en el estudio y me convidó a almorzar. La vieja nodriza guisaba y su hijo hacía de ayuda de cámara. Acabado de comer, di las gracias a mi huésped por su amable conferencia y fina invitación, y en la misma tarde dejé Cuacos para tomar la vuelta de Madrid, yendo a salir a la carretera de Extremadura...

Acabóse de imprimir este libro en los talleres de Imprenta “La Victoria”, de Plasencia, el día 23 de Abril de 2003, “Día del Libro”, al cuidado de Teófilo González Porras.

A todo esto, ¿qué fue de Mingóte; qué de Gastón? No lo sé, porque los perdí de vista. ¿Quién pagaría la opí­ para cena de San Juan, en el soportal de la hostería? Esto mismo me preguntó la hostelera cuando pedí el caballo para irme, y yo apretado contesté metiendo mano al bol­ sillo y pagando el escote de ambos, según lo que a la mujer se le antojó pedir.

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