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Paisaje y acento Impresiones de un espaĂąol en la RepĂşblica Dominicana



Comisión Permanente de Efemérides Patrias Archivo General de la Nación Volumen CXVI

Paisaje y acento Impresiones de un español en la República Dominicana

José Forné Farreres

Santo Domingo 2010


Comisión Permanente de Efemérides Patrias Archivo General de la Nación, volumen CXVI Título: Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana Autor: José Forné Farreres

Cuidado de edición: Alicia Delgado y Mestres Diagramación: Harold M. Frías Maggiolo Diseño de cubierta: Harold M. Frías Maggiolo Ilustraciones: grabados de Alloza, 1943 Corrección: Alicia Delgado y Mestres/Gerardo Castillo Javier

Primera edición: octubre de 1943 ©Ediciones La Opinión, Santo Domingo, República Dominicana Segunda edición: junio de 2010 De esta edición: © Comisión Permanente de Efemérides Patrias Calle Arístides Fiallo Cabral, Núm. 4, Gazcue Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-535-7285, Fax. 809-362-0007 © Archivo General de la Nación Departamento de Investigación y Divulgación Calle Modesto Díaz Núm. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do ISBN: 978-9945-074-09-3 Impresión: Editora Búho, C. por A. Impreso en República Dominicana / Printed in Dominican Republic


Contenido

Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio español/ 9 En torno a esta obra y a esta actitud, del poeta Pedro Mir/ 11 Unas palabras, de Constancio Bernaldo de Quirós/ 13 Nueva presencia de España en América/ 15 Higüey, archivo de cortesía/ 31 Mercados, calenturas de humanidad/ 43 Las peleas de gallos, su persistencia en la Dominicana/ 53 ¡Friquitín!, honduras de acento/ 63 Baile de palos, fiesta pagana de luna y de campo/ 73 Azúcar, tragedia y romance/ 83 Capeas y merengues/ 95 Güibia, nocturnal en el trópico/ 103 Voudou, una noche con los «endemoniados»/ 111 Ciudad Trujillo, enseñanzas del pasado y un presente/ 121

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Presentación de los libros del 70º aniversario del exilio español Desde hace varios años el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias vienen colaborando en una serie de proyectos conjuntos. Dentro de este marco de cooperación interinstitucional se inscribe también la edición de diversos libros que presentamos con motivo del septuagésimo aniversario del comienzo del exilio español, tras el final de la Guerra Civil Española de 1936-1939. La conmemoración de la llegada a la República Dominicana de miles de ciudadanos españoles, a partir de noviembre de 1939, resulta una ocasión propicia para subrayar el aporte de estos refugiados a los más variados sectores de actividad de nuestro país: desde el agrícola hasta el cultural, en toda la amplia gama de sus manifestaciones. En efecto, la obra de investigación y creación que llevaron a cabo los exiliados españoles, pese a las limitaciones existentes en un medio tan complicado como el dominicano de aquel entonces, merece ser puesta en valor, a fin de que las generaciones más jóvenes conozcan el rico intercambio que se produjo entre dominicanos y españoles. Este flujo bidireccional significó un aporte muy considerable para la modernización de la sociedad dominicana, que por su parte dio lo mejor de sí misma para contribuir a aliviar el duro trance por el que atravesaban los republicanos, que sufrían al mismo tiempo las secuelas de su derrota en la Guerra Civil y el desarraigo del exilio en una tierra lejana. –9–


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Con tal motivo, el Archivo General de la Nación y la Comisión Permanente de Efemérides Patrias, en colaboración con el Gobierno de España, estiman necesario ahondar en el trabajo de algunos intelectuales españoles que se establecieron entre nosotros durante una etapa más o menos prolongada, y cuyo legado en buena medida se encuentra disperso en revistas o monografías de difícil acceso. Esta labor de recuperación y conocimiento de nuestra memoria histórica constituye un elemento indispensable en el desempeño de ambas instituciones, cuyo fin principal consiste en la conservación y difusión del patrimonio cultural de todos los dominicanos. Por consiguiente, este conjunto de libros cumple la doble misión de cubrir una laguna de nuestro pasado común y saldar una deuda de gratitud para con aquellos autores que nos brindaron su saber con un rigor científico y una honradez intelectual que los convierten, aún hoy en día, en un ejemplo que tratamos de emular. No es tarea fácil seleccionar de entre ellos un grupo que represente a esos miles de exiliados españoles que se vieron obligados a abandonar su país e iniciar una nueva vida a este lado del Atlántico. Además, los nombres escogidos deben ser suficientemente diversos entre sí, para que de ese modo puedan reflejar la heterogeneidad propia de un colectivo tan amplio desde el punto de vista numérico, como múltiple en las expresiones intelectuales de las personas que lo integraban. Así pues, se ha decidido incluir en el catálogo de publicaciones del Archivo General de la Nación obras de autores en el exilio, o que versan sobre estos, figuras de la relevancia de: María Ugarte, Vicenç Riera Llorca, Malaquías Gil, José Almoina, Jesús de Galíndez, Javier Malagón Barceló, Constancio Bernaldo de Quirós, Gregorio B. Palacín Iglesias y J. Forné Farreres. Con la edición de estos trabajos, varios de los cuales ya forman parte de nuestra colección general, deseamos rendir un sincero y merecido homenaje de agradecimiento y admiración hacia la importante labor desarrollada por muchos hombres y mujeres del exilio español en la República Dominicana, así como en el resto de América y en todo el mundo.


En torno a esta obra y a esta actitud

Las palabras con que Montaigne presentaba sus famosos ensayos: «Este es un libro de buena fe, lector», podrían servir de lema a cuya sombra discurriera la amable lectura de este libro de Forné-Farreres. Por lo menos estoy en la seguridad de que no habrá lector dominicano a quien, alguna vez siquiera, no acudan a su imaginación aquellas hermosas palabras, aunque a ningún lector se le manifiesten en forma interrogativa. Pero no hay duda, nuestro escritor se ha situado frente al paisaje rural y humano –aire común, aliento cotidiano para quienes no conocemos otro– en un gesto de genuina querencia. Quizás por ello haya hecho algunos enfoques en que su objeto aparece algo distorsionado; pero, qué le vamos a hacer, son los achaques del amor. Por lo demás, hace tiempo que la realidad no cuenta en literatura y esta posición prima de tal modo en el ánimo habituado del lector que su complacencia se remite, sin tratar de cohonestar ni contestar la legitimidad de esa actitud, a la intimidad de quien escribe. De modo que en las lecturas de estas páginas de dominicanidad fluye, soterradamente, la presencia de España, con un aroma inconfundible a piel de toro y a uva. Y es curioso que el autor lo afirme de primera intención, al declarar que describe la tierra dominicana vista por un español, pues habría podido callarlo tranquilamente. En todo el curso del libro nuestra realidad –auténtica en su desgarramiento cuando no la aniquila un, por lo logrado, perdonable lirismo (pienso en los capítulos «Azúcar, Tragedia y Romance» y «Güi– 11 –


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bia»)– discurre en el más genuino ambiente verbal hispánico. A veces me recuerda, a mí, y me aventuro con timidez a declarar una sensación completamente personal; al Gabriel Miró del Libro de Sigüenza por ejemplo, para evadir la sugestión al alquitaramiento lírico de las Figuras de la Pasión. He hallado en mis peregrinas lecturas pocos escritores modernos que escriban más en español que Gabriel Miró. Claro que he leído poco y que si es cierto que Azorín… en fin, me aventuro mucho. Es el caso que esa fusión de hispanidad subjetiva y dominicanidad real, que se manifiesta en estas páginas de Forné-Farreres, logra dar, quizás con más justeza que la más metida intención, con nuestro primario secreto. Pues nosotros los dominicanos éramos conscientes, y ahora lo somos mucho más, socorridos por la actitud intelectual con que la nueva y desgarrada inmigración española nos mira, de la intensidad con que el corazón de España palpita en nuestra sien. Es así como paradójicamente, en este libro en que la intención se dirige hacia nuestra tierra natural e íntima, la atención nos la arrebata España, en la misma onda de amor que levanta cada hoja. He leído esta obra con delicia, he recibido mi emoción con orgullo y le he agradecido a este valiente español su buena fe. Pedro Mir


Unas palabras de Constancio Bernaldo de Quirós Bajo su título bien hallado, que le sienta fusto y airoso, este libro, breve y amable, contiene, dispersas, muestras de todos los géneros literarios –marinas, celajes, retratwos, naturalezas muertas, interiores, ruinas, monumentos, cuadros de costumbres–, y hasta concordancias vagas, remotas, de los géneros de otras artes distintas de las de la pluma, puesto que, desde que lo dijo Baudelaire y lo exageró Rimbaud, se admite por todos los colores, los perfumes y los sonidos se responden y hasta se acepta asimismo las vocales de colores. Paisaje y Acento, esto es: naturaleza y espíritu, o sea, toda la creación, en un dualismo grandioso que, en definitiva, seria posible unificar en un solo término supremo. Creo yo que si esta operación se intentara sobre el original de Paisaje y Acento, el término que llegaríamos a obtener esta vez sería el segundo: más Espíritu que naturaleza, y espíritu en la esencia de acento, como si el acento, lo que en fonética se llama así, o sea la peculiar pronunciación y entonación de la palabra humana, fuera lo mejor del alma, de esta fuerza tan tenue y tan omnipotente que nos hace vivir y de la que todos quisiéramos despedirnos con las inefables palabras de César: «¡animula, vagula, blandula!» Toda mi simpatía, pues, al amigo y compañero Forné-Farreres, por esta revelación de su ingenio. Constancio Bernaldo de Quirós – 13 –



Nosotros queremos tener todavía sangre; sangre encendida de pasión esclarecedora de la mente, sangre de verdad y de vida.

José Bergamín

NUEVA PRESENCIA DE ESPAÑA EN AMÉRICA

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

Un día de mayo del 1940, sangrante nuestro corazón, enloque-

cidas las pupilas por el peso de las amarguras, borrachos de azul y de estrellas nuevas, nuestros ojos se posaron en el ribazo atlántico, malva y sal, del primer pueblo de América: Puerto Plata. La alegría de nuestra llegada a la libre y hospitalaria República Dominicana, la acogida indescriptible de hermanos; la perspectiva de rehacer, con el trabajo, nuestras vidas y hogares rotos, contrastaban, como castigo y admonición, con el ritmo de locura colectiva, de errores internacionales –sangre, crímenes, badulaquería– que quedaba tras la estela espumosa del «La Salle». Firme el pie en tierras quisqueyanas, abiertos nuestros pechos a la libertad en un país hermano que conocíamos desde muy lejos, comprendimos al instante el imperativo de una realidad histórica: el raudal intrunco de amor fraterno a España de los pueblos hispanoamericanos. Aquel campesino que, olvidándose del «creol» y «catiso» del Masacre –soles recios; esclavos, sólidos–, abandona los llanos de Dajabón o el médico que sale de la atlántica Montecristi para llegar ambos a la capital de la Plata en nuestra búsqueda, y entregar a los españoles –que veníamos también a América en busca de un refugio para amparar la dignidad de patriotas pisoteados– un racimo de guineos de apretadas manos (lo mejor de su conuco, tal vez) o un puñado de ahorros, o el – 17 –


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ofrecimiento cariñoso, desinteresado, de un techo momentáneo, dieron con su ejemplo, una estupenda, inolvidable lección de hispanoamericanismo, más honda y elocuente que cincuenta actos oficiales de la Raza. Mucho se ha hablado y escrito acerca del Hispanoamericanismo. En esta liminar no quiero dejar abierto un nuevo conato de detracción o de apología al poner de manifiesto la obra colonizadora de España en América. Allá con el Derecho punitivo y su trayectoria histórica, sangrante (que tiene por cima el Derecho francés) y allá también los anquilosados de la pasión imperial y de la Hispanidad –no del Hispanismo– que quieren minimizar o desfigurar hechos que la Historia grabó con trozos asaz elocuentes. Por sobre todas las pasiones adversas brilla potente una realidad: El descubrimiento de América, el hecho geográfico-histórico más importante y trascendental de la. Humanidad, la empresa más popular de España, y cuya suerte enteriza está vinculada al pueblo español. Las armas españolas golpean sin cesar en Europa, en Africa, en América. España, país de la paradoja eterna, deviene la Nación del Mundo que ha derramado más sangre labrando su destino, empeñada siempre en arriesgar el poder material para salvar lo dogmático. Sangre estéril, claro está, cuando hay incomprensión, y por lo tanto, ausencia del interés nacional, regulador de la vida total de los pueblos. En las llanuras de Flandes, con sus tercios de espadones y mercachifles, (donde empiezan con Felipe II los escollos más trascendentales de la política exterior española); en las selvas germanas repletas de castillos y orgullo feudal; en Francia, en el Mediterráneo y el Atlántico precolombinos; en las llanuras y los ríos de Italia; en los infiernos del Atlas africano, en las mismas estepas de la Unión Soviética, en la piel de toro de la tierra patria, la España dinástica e imperial (excesivamente entrometida a juicio de Ganivet en los líos de la política continental europea), constituye un ejemplo secular de tragedia estéril, que a los españoles nos traspasa el cerebro y enferma la sangre en una proyección común, infinita, que los pinceles del Greco y la paleta de Goya legaron a la posteridad. Sin embargo (y aquí está nuestro orgullo de españoles olvidadizos), el parto


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del Continente de América, por los desgarrones, por la sangría, la eficacia creadora y lo altamente popular ha sido el más fecundo de los pueblos del Mundo. La sangre que aquí se desborda por los cuatro puntos cardinales, la energía imponderable que viene comprimida en las bodegas de los barcos de inmigrantes, a finales de los siglos xvi y xvii, marcan la cicatriz ancha, eterna, de que puede hacer gala España en todos los tiempos. Ella también señala universalmente el carácter del pueblo español, este pueblo de truhanes, caballeros, clérigos, hombres esclavos del trabajo, titanes del pensamiento, predispuestos siempre a dejarse llevar por lo trascendente. ¿Qué es sino sangre y trascendencia este parto continental de 18 naciones incorporadas al Mundo conocido y a la Civilización, soldadas hoy por un mismo idioma y un destino progresivo de Libertad? Hace más de cuatro siglos y medio que Colón puso el pie en estas perfumadas costas de Quisqueya. Durante ellos se han sucedido muchas generaciones, con altibajos y luchas, con mescolanzas de vínculos, con amor y odio. Se derrumbó un Imperio continental cimentado con orgullo y fuerza. Se apagaron las hazañas de los conquistadores y de los sátrapas occidentales. La misma España se desliza irremisiblemente por la pendiente vertical, una pendiente en manos de validos faltos de visión política europea; en manos de reyes foráneos, obscuros, tarados, incapaces de realizar nada verdaderamente grande. España se cruza de brazos a la realidad de América y de Europa. El espíritu español, cuando ya España carece de prestigio y de vitalidad, se refugia en las órdenes monásticas y el pícaro –estos guiñapos reales de Quevedo que llenan intensamente todo un siglo–, el caballero arruinado que en Breda deja cuajarones de sangre, el campesino famélico y el artesano con deseos de respirar aires nuevos, embarcan todos para muy lejos con el recuerdo de España en el corazón. España se desangra; España queda deshabitada, exhausta, aferrada a su empeño de mantener tozudamente la integridad de aquel Imperio, en cuyos Estados nunca el Sol conoció un ocaso. Parece como si… «todos los desastres vinieran eslabonados y tuvieran su


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origen en la obcecación con que pretendimos apoyarnos sobre ideas que carecían de asiento natural en intereses reales…» El 98, del siglo pasado, derrumbó todo lo que fue humo imperial. Tenía que suceder así, porque la suerte de los Imperios levantados con la fuerza y el dinero ha sido siempre la misma; como el destino de los Imperios asiáticos occidentales, como el de Alejandro, de Roma, Bizancio… ¡Fatalidad inevitable de los pueblos, que cifran la armonía nacional y social en el soborno, el terror desatado, el tóxico, el opio momentáneos! Aparte, admiramos la obra de la colonización como potencial luminoso del esfuerzo del pueblo hispano. Entiéndase bien, lo bueno de la colonización. A través de la Historia, recorriendo unas veces con el pensamiento, otras en la realidad, los mismos caminos por los que anduvo el intrépido, vemos con simpatía a aquel Ojeda corajudo, abriendo pasos a la selva, disecando pantanos de muerte, levantando bohíos que más tarde –asfalto, puerto, chimeneas– han dado origen a nuestras ciudades populosas. Admiramos aquella recia figura de Cortés, cubierta con el polvo y la miseria de su Extremadura, la trágica. No la del Conquistador, sino la del español que quiere agrandar más el horizonte para España, que abandona la escribanía de Azua y quema las naves en la Villa Rica de la Vera Cruz para sembrar en los surcos aztecas la hidalguía y los sentimientos hispanos. Con un estremecimiento de orgullo hacemos nuestra la robusta encina de Pizarro, recorriendo bajo un cielo sereno el más extenso, central y fértil de los valles de la costa del Perú, en las riberas del Rimac, levantando calles tiradas a cordel, anchas, rectas, como un tablero de ajedrez; colocando los primeros adobes y esteras a la Catedral del Perú; sembrando amorosamente en los huertos de Lima las primeras matas de naranjos y limoneros arribadas de los vergeles de Valencia; alargando con su gesta las rutas del Sol. Con un orgullo de presencia hispana admiramos a Bartolomé de las Casas. Este hombre magro y recio que nos dibuja el arrebato pasional de Martí, sin manchones de oro en la túnica blanca, rota por los arañazos de los bosques y las dentelladas de los perros, manchada por el veneno de los insectos, bendecida por


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los pájaros y el azul de cincuenta cielos, empapada de lágrimas indias. Veneramos la ingente figura de Bartolomé de las Casas, llorando, defendiendo, escribiendo con chispazos de sangre y sudor La destrucción de las Indias en el convento de Atocha, con la visión dantesca de aquellos tres millones de indios quisqueyanos desaparecidos en menos de diez años por la pena, la rabia, el asesinato colectivo. Esta figura dominica, auténticamente española, que desafía al cañón y a los arcabuces de la Conquista incrustados de oro, y que con la furia en los labios y en el pecho corre de pueblo en pueblo, de casa en casa de los encomendadores echándoles en cara la muerte de los indios despanzurrados en las minas de oro o en las encomiendas de los señores; que con su juben y ferreruelo y con los brazos abiertos da un beso en la frente de Guarocuya; que se va a Palacio, enfebrecido, sin contención posible, para exigir al Gobernador que mande cumplir y cumpla las Ordenanzas reales de Isabel I; que cruza seis veces consecutivas el mar para plantarse en Madrid y pelearse en Viena con Carlos V, denunciando a aquellos conquistadores endiosados por el oro (que a veces cegaban con sus menguados envíos a la Corte) y que más bien parecían abortos del diablo que auténticos hijos de España. Que con Cisneros redacta las humanitarias Ordenanzas de 1516 y que muere con la sangre apelotonada en los ojos por el dolor y la ceguera imperial… Arquitectos geniales de una obra político-militar, traducida en realidad por sus legisladores y algunos gobernantes de ultramar, ilustres. Legendarios aventureros de la recia Extremadura y Castilla, que sin haber visto nunca el mar se lanzaron al Océano ignoto para ir a la conquista del Cibao y las tierras firmes de El Dorado. En contacto con América levantamos bien alto la realidad de la América española, como obra del ingenio y del esfuerzo españoles. Este Nuevo Mundo, forjado en el crisol del Atlántico y del Pacífico en un proceso de cuatro cientos años, en que España se desprende de su savia y de su espíritu para inyectarlo en el corazón de los pueblos americanos. El español se funde fácilmente con el espíritu de otros pueblos. Agarrado a la sangre lleva el espíritu de la hermandad. Y


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esto mismo lo hace con el medio, con la geografía biológica, para crear la comunidad estable, familiar, principio de las sociedades americanas. Leyendo la historia de Bernal Díaz del Castillo, el célebre cronista de la Conquista de la Nueva España, vemos desfilar una multitud de casos que ilustran la verdad de nuestras afirmaciones. Ved, si no, este relato: «Al llegar a Cozumel, supo Cortés que en la Punta de Cotoche había dos españoles, Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, que habían vivido algunos años entre los mayas. Cuando el Conquistador los mandó llamar, uno de ellos, en quien el medio había operado profunda transformación, no quiso ya volver con sus compatriotas…» Y caminó Aguilar –narra el historiador– adonde estaba su compañero, que se decía Gonzalo Guerrero, en otro pueblo, cinco leguas de ahí, y como leyó las cartas Gonzalo Guerrero le respondió: «Hermano Aguilar: yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerra. Idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. Y ya veis estos mis hijos cuan bonicos son. Por vida vuestra que me deis esas cuentas verdes que traéis para ellos y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra…» Jamás el español ha sido racista en sentido antropológico. Cuando el hombre de España, del valle, del monte o de la ciudad, se encuentra ante gente de piel distinta, sin preocupaciones de epidermis funde su sangre con las mujeres indias y engendra hijos, seguro como sentencia Montesquieu en El espíritu de las leyes que: «nada afirma una conquista como la fusión de dos pueblos por los matrimonios». Y no sólo fue el campesino y el funcionario pobre que ligan su destino en estas tierras. Hasta los conquistadores más encumbrados –recuérdese el estupendo caso de Almagro– llegan a enorgullecerse de sus matrimonios con mujeres indígenas, creando la eficacia y la continuidad de la acción española en América. Y aquí tenemos la hermana familia americana, una colectividad nueva, personal, con características propias nacionales, nacida de la levadura física española e indígena, con una raíz espiritual y una solera moral inconfundibles, que nada ni nadie podrá destruir.


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Paralelamente a la organización políticoeconómica (sabias y prudentes Leyes de Indias, tan actuales aún en muchos puntos de América) se desarrolla la organización y enraizamiento de la cultura española. La Real Audiencia de Santo Domingo creada en 1511, deviene en efecto una Institución de instituciones jurídicas, punto de partida de la organización y cimentación de las Leyes del Derecho Romano español, la organización administrativa de toda la América española. Y Santo Domingo de Guzmán –la actual Ciudad Trujillo– constituye la Atenas del Continente Americano, crisol donde se funde toda la cultura occidental europea. Cuando hoy contemplamos la mole inmensa, de sillar, de la Universidad de Santo Domingo nos sentimos altamente orgullosos. Junto con las Universidades de Lima y de México aquí irradió la cultura y el pensamiento. De sus cátedras iniciales de Jurisprudencia, Teología, Medicina y Filosofía, salieron legiones de literatos, hombres de ciencia, robustos paladines del pensamiento y de la libertad. En el presente, América es toda una floración que se agranda cada día más para que la aristocracia del espíritu y del trabajo dirija los destinos políticosociales de este Continente de la Esperanza, unido a España por la lengua de Cervantes, la misma con que Lope de Vega, en labios de Caupolicán, cantara el heroísmo de los incas y el valor estoico de los araucanos. Junto con aquellas legiones ávidas de pan y libertad arribaron a Santo Domingo las costumbres de España. Y se quedaron aquí, para siempre, como el tronco físico espiritual. Y enraizaron y se difundieron por todo el país, fundamentalmente en la parte española de la isla, muchas de las cuales superviven con la misma savia: Acervo de costumbres parejas, que son la síntesis de la España continental, maravillosa. Esta España del español que llevamos cada uno de nosotros agarrada a la sangre; esta España donde existen culturas y costumbres extremas, las más ricas del mundo. Viejas canciones, danzas, música, cuyos orígenes se pierden en la obscuridad de los siglos –y que se manifiestan en los primeros vestigios de civilización oral escrita– llegan también con las


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carabelas a América, a la «Hispaniola» de Colón y de los artífices de la gleba española. Y aquí se funden la estupenda copla del Romancero de Castilla, el sensualismo pagano de Cataluña, la dureza natural de Vasconia, la dulzura del pueblo gallego con su música y sus cantos, las romanzas de amor de Andalucía, con el recuerdo de sus verjas y clavelinas. Y geranios. Y cal. Ecos melodiosos y firmes de la raza íbera. Recios acentos –guitarra, pandero, mandolina– del folklore de España, que acompañan a los emigrantes durante los largos días de travesía, para fundirse con los cantos populares y las diumbas guerreras o místicas de los aborígenes, cuya existencia nos la hace llegar Las Casas en sus relatos de correrías por el cacicato de Xaragua y en contacto con los juglares de Anacaona: areítos indígenas, ricos de temática y de sinfonía guerrera, amorosa, religiosa, otras veces fúnebre, que son la raíz del folklore nacional dominicano: mangulinas, que motivan el merengue actual, de formas voluptuosas en el canto y en el baile, llenas de sensualismo pagano, de formas populares y melodiosas, que aparecen en el Seybo y se confunden con las primeras coplas de las legiones de Esquivel y Ponce, tal vez lo más parecido a la sardana… «la danca més bella de totes les dances que es fan i es desfán» (Maragall). Ritmos misteriosos bajo el dosel azul y verde, que evoca la lira nacional, clásica, del altísimo vate José Joaquín Pérez.  Hubo un momento, sin embargo, que España había muerto en América. Aquellos barcos cargados de hermanos que salían de España no afianzaban en estas tierras el semblante en sí (esqueleto, cal y espíritu) de la metrópoli. Angustiados, se incorporaban a los países del Continente americano y, en la abundancia de posibilidades, continuaron siendo, esto sí, una fuente intrunca de prosperidad mutua. De año en año, las voces de una cultura oficializada, fría, glacial, se dejaba sentir apenas. Desde el 98, España había muerto por completo en América. La España oficial no olvidó jamás su desastre político y económico


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con el desenlace, natural, de sus pupilas americanas. El grito de independencia –plenitud moral, cívica y política– condujo a España al precipicio tan pronto vuelve la grupa a los pueblos de América, en un momento de incomprensión, de despecho fatal. Error de bulto, porque ninguno de los abanderados de la independencia ochocentista –que lucharon a sangre y fuego– fueron enemigos de la auténtica España. El mismo Luperón escribía de una manera tajante en sus Notas autobiográficas: «…sépalo quien tenga interés en saberlo. España no tiene hoy enemigos en las naciones que fueron sus colonias de América, sino hijos emancipados que son para los españoles verdaderos hermanos». Y al desastre político sigue la «debacle» moral de dimensiones continentales que Unamuno, hablando de la argentinidad y de la españolidad nos acusaba, en Contra esto y aquello. El tiempo, afortunadamente, ha ido serenando los ánimos, ha calmado los enconos de sangre. Y el recuerdo, la presencia de lo bueno, se ha impuesto, poco a poco, a lo malo de la conquista. España se desangra en una lucha interior que compete a toda la Humanidad. Centenares de miles de españoles se hallan desparramados por Europa. 20.000 españoles han llegado a América de golpe constituyendo el éxodo político más grande que ha conocido la Historia. Con él viene el espíritu mismo de España. «Viene, como decía en cierta ocasión el licenciado Bonilla Atiles, el espíritu intransigente del espíritu selecto, del pensamiento que abrasa a las conciencias, del pensamiento eterno que redime a los pueblos…» Todas las emigraciones del pensamiento han sido fecundas. El alma de todos los grandes paladines de la misma independencia americana –Bolívar, Sucre, Miranda, Hostos, Duarte, Martí– se forjó en la emigración, unas veces recibiendo los vientos confortables de la enciclopedia y otras los impulsos liberales de la España del siglo xix, trágica pero fecunda en realizaciones posteriores. De la emigración viene la revolución romántica –Turgueniev, Hugo, Lord Byron, Aribau, Dostowiesky, Espronceda– y con la revolución romántica y la aparición de nuevas capas sociales, se producen las revoluciones políticas a todo lo largo del siglo xix y


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xx. Del destierro nos llega Don Miguel de Unamuno, nuestro D. Miguel de La agonía del cristianismo y de Las hojas libres, el mismo que convocó a los auténticos hispanoamericanos al acercamiento de lo espléndido del alma americana española. No cabe ninguna duda de que el paso por América –del Norte, del Centro y del Sur– de 20.000 españoles, cuyas sienes enfebrecidas por el dolor de España jamás estarán quietas, levantará un movimiento de simpatía, impulsará corrientes del espíritu y establecerá, rotos los sentimientos localistas, la auténtica soldadura irrompible entre España y los pueblos españoles de América. Ya en el huracán de la guerra, el pueblo español, tan inconcebiblemente abandonado en otros aspectos definitivos, gozó en el dominio de comprensión y del Arte las máximas ayudas americanas. Al coro de aquellas gargantas enronquecidas por el grito y el apóstrofe patriótico de la España en cruz, ¡oh mil veces estupendo Romancero de la Guerra!, viene a sumarse la bravura hispana y el dolor de un puñado de hombres –gigantes de sensibilidad herida–, la mayoría de ellos apolíticos, que transforman sus liras cadenciosas, dulces, hidalgas, en ametralladoras y cañones rugientes. La América española se encuentra alineada, unas veces con el espíritu enterizo y otras con su presencia, en el combate por la Dignidad y la Cultura. Son Francisco. Domínguez Charro, R. Marrero Aristy, M. J. Lebrón Saviñón, Pedro Mir, con sus versos inflamados, dedicados a la defensa de Madrid: todos ellos dominicanos auténticos que consagraron sus mejores versos pensando en la tragedia de España. Es César Vallejo, muerto simbólicamente en París con el nombre de España a flor de labios, el mismo Vallejo que nos dejó el libro inmortal, España, aparta de mí este cáliz. Son los chilenos Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda, autor del estupendo libro España en el corazón. Son Enrique González, Carlos Pellicer, Octavio Paz, Xavier Villaurrutia, Alfonso Reyes, mexicanos, que escriben valientemente gritos y versos, poemas de la angustia infinita dedicados a España, como Bajo tu clara sombra. Es el cubano Nicolás Guillén, acento ubicado en el mundo de hoy, autor de España, poema en tres actos y una esperanza. Son


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docenas y centenares de bocas y de pechos que salen disparados de todas las latitudes del continente americano en defensa de la cultura española, amenazada por vendavales foráneos, por una angustia helada, nacional, la misma angustia que apagó en Salamanca el pecho del gran don Miguel de Unamuno: en el exilio, el de don Antonio Machado. Hoy más que nunca, el innegable intercambio de ideas, la mutua convivencia del pensamiento aristocrático en Europa y América española, la creación de vínculos económicos, incluso familiares, será todo una valiosa aportación para conocerse más, mejor y definitivamente América y España, en la substancia, en la raíz espiritual. Arribaron a estas tierras de promisión del pensamiento, pensadores y jurisconsultos, escritores, poetas, politécnicos, hombres de la recia cátedra española y trabajadores del músculo. Y aquí estamos ante la prometedora, fecunda, realidad americana. Desde estas tierras y estos horizontes, desde estos mares Caribe, Atlántico y Pacífico, proyectando nuestro pensamiento hacia esta esplendorosa floración de pueblos españoles de América, unidas –inseparablemente unidas–, España y la América española habrán de marchar reconciliadas, sin voces de mando de nadie, pero confederadas bajo una unidad de destino progresivo, en que las tradiciones nacionales –folklore, espíritu, acervo liberal y de independencia– sean respetadas, consolidadas progresivamente para gozar y vivir, en un futuro marco internacional, lo mejor de la VIDA, lo mejor de la TIERRA.

Aquí, contemplando la grandeza de los monumentos derruidos,

frente a los palacios cubiertos de yedra y jaramago, ante estas plazas monumentales y jardines suntuosos, enamorado de estas calles y avenidas, –luminosa perspectiva siempre llena de trajín– en comunidad fraterna con el pueblo quisqueyano, hemos comprendido la incorporación justísima a la universalidad de la República Dominicana y demás pueblos de América española, forjados por el designio del creador de España, nuestra Patria común.


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Confundido entre la gente, de ingenio en ingenio azucarero, adentrándome en los campos y en la sabana, escuchando muy lejos de la calle El Conde el recio acento del acervo folklórico dominicano, buscando paisaje e inquietudes, he redactado estas páginas a golpazos, sin orden, a veces bajo un cielo pegajoso, tachonado de estrellas rútilas, de estrellas frías; otras, bajo el techo de un menguado bohío, a la luz de una ventruda lámpara de gas, pero siempre con el espíritu alegre, con la ternura de un hijo repelón que ha encontrado una patria nueva, acogedora, amorosa hasta el infinito. Es una modesta aportación mía, liminar, consistente en este fajo de estampas de sabor criollo. Como el poeta, caminante en las noches silentes, en mitad de los senderos, frente al Mar Caribe, Forjé un eslabón un día, otro día forjé otro, y otro. De pronto se me juntaron —eran la cadena– todos. P. Salinas

Son ellas, pues, estampas vividas intensamente en mi caminar y arrobo funambulesco por la República Dominicana. En las mismas barrunta la pretensión de condensar, sin mixtificaciones, el color y el trajín, el alma de este pueblo hidalgo y hermano. Esta «alma plena de inteligencia y de prejuicios, de candor y de malicia, de fiereza y generosidad, de melancolía y de gracia, de arrogancia…», como escribe Elías Brache en el prólogo a las criollas de Ramón E. Jiménez. Me precio de conocer la República Dominicana. Por sus campos adentro, por sus ciudades y pueblos que rezuman a España del centro y del Sur, por los repliegues de su alma desplegada al viento como una bandera triunfante, por las rutas empolvadas de los viejos conquistadores –brisas, pinos,


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fragancia, hidalguía, libertad–, con un grito de admiración en los labios, más ancho que el océano, he podido cotejar todo lo bueno de la tierra madre –y también todo lo malo, ¿por qué ocultarlo?– está aquí, agrandado, multiplicado por el esfuerzo común de los españoles, de los indios, de los mulatos. Está aquí la tierra que, en verdad, más amó nuestro Quijote del Océano. Aquí está el acervo espiritual, artístico, idiomático de una raza nueva, nacional, americana, donde en su fisonomía psíquica, ética, religiosa, estética, siguen estremeciéndose los instintos de las tres viejas razas, con la misma rebeldía independizadora, con las mismas ansias universales de crear, con las sanas intenciones de darle a la vida, a la patria dominicana, lo mejor del hombre. Estas páginas, estas impresiones mías, son el resultado de una mutua convivencia, entrañable, siempre nutrida de enseñanzas. Porque entiendo que los españoles debemos mucho a la República nacional y que a ella, más que a sentar cátedra de sabihondos enremilgados y presumidos mentecatos, hemos venido a aprender para, en contacto con la realidad de la América española, elaborar consecuencias firmes, positivas, que fortalecerán nuestras relaciones fraternas en un porvenir inmediato. Relatos sencillos, escritos a impulsos, sin pretensiones, sin alardes de «snobismo» ni de escritor de cafetín. Estampas de «UNO» que el vendaval de la guerra española esparció como una semilla más por tierras de América, y que la metralla, los campos de concentración –infiernos vivientes de arena, alambre, espinos–; las hileras aborregadas (spahis, senegaleses, botas lucientes, ametralladoras), le enseñaron a callar, a ser sumamente discreto y modesto. Con estos pasquines tan sólo pretendo forjar un modesto eslabón más en la ruta espiritual, fecunda, con que vive la bendita República. Helos aquí, lector hermano, sin orden, pobremente escritos con la pluma entintada en el corazón.



H I G Ü E Y archivo de cortesía

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Pasado Hato Mayor, la carretera se semeja a una columna parda

movida a impulsos de radiadores, polvo y fe. Las embadurnadas chimeneas de los ingenios macorisanos han desaparecido rato ha; en el reflujo de la zafra, la esmeralda ondulante de los cañaverales parece atenazar y engullir el gran desfile. La caravana antes de llegar a El Seybo, se apretuja en desorden. La ventolina de la tarde, la goma de los vehículos rodantes, el patear de las bestias, la riada de gente a pie levantan espesuras de polvo, que cortan la respiración. Hace media hora que hemos salido de la capital del Este. La llanura verde, infinita, ya no es tan desesperante. Hemos pasado de la caña tempranera a la tierra de potreros, bardas y conucos estupendamente cultivados. La arboleda, de sombría espesura, exorna la ruta amarillenta. A la izquierda aparecen tres grandes ojivas de montaña, pelada, rojiza. Unos rodales de maleza encasquetan las lomas bravas. En las hazas, limpias, no se ve ni una piedra y las piñas florecen sobre un fondo de tierra negruzca, ondulante, a veces arenosa. Bancales sembrados de maíz, laberintos de verdura, potreros con yerba de guinea orillan la carretera hasta Higüey.

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 La entrada a Higüey puede muy bien confundirse con la entrada a cualquier pueblo de Castilla. Desde el cementerio al Santuario se siente rotunda la presencia de España, a no ser las techumbres de cana podrida. Por los tapiales cortados asoman las copas de los árboles umbrosos y las enredaderas de un verde desafiante. Ollas, latas y tiestos cocidos con don pedros, albahaca, hortensias, claveles, rosas, alegran los balconajes de las terrazas. Estampa española de patio andaluz. La avenida Bolívar es recta. Las calles son rectas, las casas rectas están. Salvaleón de Higüey, la vieja ciudad del Este, que en nuestras lecturas de infancia tantas veces sonó en lo episódico de la Conquista, constituye a mediados de agosto, un inmenso hormiguero de gente en peregrinación. La población normal de sus tres mil habitantes, pasa a ser la segunda o tercera de la República. Atraídos por el acicate religioso, miles y miles de dominicanos y del exterior se dan cita en Higüey durante los días 15, 16 y 17. Acuden a ella los creyentes y los faltos de fe; los limpiabotas y las rameras de poblaciones limítrofes; los vendedores de litografías sagradas y demás baratijas de los campos; los cuartetos con nombres dulzones y charangas; los viejos toreros de los conucos con sus caballerías, estandartes y banderas, ultimando la recolecta de reses para la Altagracia que, por la tarde, serán rematadas en grupos; los jugadores de cartas, dados y otras, que levantan sus «casinos» a la vera del Santuario; las bandadas de maniseros, vendedores de «fríos» y rico mabí (que sigue en calidad al de El Seybo), con sus cachuchas y alpargatas nuevas; inmensa farándula de toda laya; enjambres de carnes y vestimentas multicolores. La mole del Santuario se encuentra aislada en el Parque. Compacta, recia, durante más de cuatrocientos años ha resistido las inclemencias y los encontronazos civiles. Sólo los goterones de las lluvias han arado gargantas en las coyunturas de la piedra. En los grises paredones crecen matas de jaramago y de arbustos con flores gualda, azuleantes. En el interior se puede admirar un


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magnífico retablo esculpido en madera; las paredes están profusamente adornadas con estampas de asuntos religiosos: santos y milagros que la tradición atribuye a la Patrona de la República. Frente a la masa de la Iglesia se levanta un hermoso parque, limpio, acogedor, y cuya fronda tapa la fachada del Teatro. A su izquierda y derecha no queda un resto colonial. Las casas tienen bajos tejadillos cubiertos de cana. Son viejos bohíos que contrastan con las modernas viviendas de piedra y cemento, tejado y alero. Adosado al Santuario se encuentra un escalerón de piedra. Hemos subido por él a la torre chata, del campanario. Sin catalejos se divisa toda la población y la campiña ubérrima del Duey. En todas las direcciones se levantan tolvaneras. Del Yuma, llegan tropeles de caballistas con sus brutos enjaezados. En dirección opuesta cruzan la vega jinetes endomingados y alazanes andaluces, mientras la cinta sucia del río se transforma en remolinos de cristal en las angosturas de piedra y en las agujas de los pomarrosas. El sol quema el paisaje y ciega las retinas… —Estos campos que ve ahora –me dice un joven historiador nacional, amigo mío–, seductores, estupendos, ubérrimos, fueron el último asilo que codiciaron los españoles en la conquista y destrucción de los cacicazgos de la Isla. El Padre las Casas, con una muestra lujosa de detalles, describe la campaña de Esquivel, secundado por la truhanería de Juan López, contra los últimos focos de resistencia india en la isla Saona. Cada roca, cada angostura de cueva, cada loma verdeante –prosigue– son testigos callados de aquel fin sangriento de las huestes de Cotubanamá (último cacique de Higüey), símbolo de la resistencia indígena, ahorcado en Santo Domingo para deleite de Ovando. —¿…? —En efecto, durante los primeros encuentros, la fortaleza de Higüey cayó al empuje arrollador de los indómitos nacionales. Bajo las ruinas humeantes, hechas ceniza, centenares de tumbas se abrieron en estos pedazos de suelo para enterrar el orgullo castellano. Mas, el grito de independencia india ¡Iyi aya bomgbe! (primero muerto que esclavo); el retumbar guerrero


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de los timbales y los areítos; el udolar de las caracolas grandes llamando al combate por el honor y la existencia; los millares de flechas lanzadas por nuestros indios corajudos (tendían los arcos como nadie de las tributos de Quisqueya); las coronas de fuego en las cumbres bravas para ensanchar los campos de combate; la ferocidad y el patriotismo de nuestros antepasados, no pudieron contener ni aplastar después, la marcha sangrienta de las legiones de Esquivel –el futuro gobernador de Jamaica– que, en aquella ocasión, se distinguió por su ferocidad extremada y vesania contra los indios. —¿…? —Hace muchos años, unos contados siglos, de aquel baldón ignominioso. Pero las leyendas versificadas de J. Joaquín Pérez parecen revivir, contemplando este paisaje, el pasado indígena, sangriento, maléfico, en que el castellano encontró aquí, estérilmente, su tumba. Mirando en dirección a las ruinas del viejo Castillo que Esquivel, camino del mar, hizo construir en 1504, una procesión de cráneos insepultos parecen correr por el viento hasta las manchadas grutas de la Saona, mientras el vértigo de la venganza –fallida ya eternamente– parece correr por los viejos campos de Cotubanamá… Toda la periferia, las calles y el parque de la población están abarrotados. Por la vía Bolívar, que enfila hasta el Santuario, desde las tres cruces, se ven grupos de gente descalza, harapienta, con las carnes nafradas, los que, para cancelar viejas promesas, acude a la Altagracia después de salvar a pie y de rodillas centenares de kilómetros. El fuerteazul y el prusiana de las corbatas, compiten con el añil clásico del cielo. Desalmadamente aguijoneados, los caballos saltan fogosos, babeando, los ijares prietos, la piel tirante, las crines en el aire, las miradas inquietas, las cañas como palos descarnados. Mujeres con las piernas sueltas o ahorcajadas sobre los brutos, jacas alazanas, caballos tordos –escarceos–, constituyen un remedo de amazonas –(vestidos extremosos, formas esbeltas, jocundas)– ¿No os imagináis a Pepita Jiménez sobre este viejo telón tropical? Alguno que otro caballista (diestro, primoroso) blasfema duro al caérsele la espuela, por la rotura de


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la cincha. Las burras –traicioneras y ñoñas– hacen provisiones de agua desde el río, que se desliza a la vera para adormecerse seco antes de arribar a San Rafael del Yuma. Los aljibes y los grandes depósitos de zinc quedan vacíos; tanta ducha, lavado y gargantas han dejado reseco al pueblo. Los revólveres «Colt» y pistolones penden de las cananas trigueñas apuntando sus bocas por sobre el pantalón de las piernas derechas. Sombreros de fieltro y de cana encapuchan un cielo sin nubes, azul, metálico, para impedir la hoguera de sol que se derrama calcinante, asfixiante, como si todo el calor de las fraguas de Vulcano se concentrara en el aire. A pesar de la frescura de las telas (driles blancos, casimires tropicales, tejido de saco) la gente sopla duro pretendiendo desgarfiar de los huesos el calor líquido. Las muchachas del campo y grupos de campesinos transitan por las calles como batracios, descalzos los pies, los zapatos de charol colgando al hombro. Parece están poco avezados a ellos, o ha representado su compra un precio tan astronómico, que no quieren matar la libertad de aquellos pies planos y callosos como la tierra del cafetal, del conuco de víveres. La Tesorería del Santuario está en una casa chiquita, de concreto. Allí se reciben las promesas y las donaciones en metálico. Se ven centenares de kilogramos de cera sin quemar aún. Un cura rechoncho, mofletudo, de porte cansino, se encarga de recibirlas. —¿Dónde diablos se echará tanta cera?–, exclama un borracho del pueblo–. —¡Ay hombe, cuánto torito pa la Virgen! Uf…!! —¡Pero atiéndame a mí! ¡¡Este torito que ta fuera e para la Altagracia, carajo!! La cara desempolvada, azuleante, el tesorero suda como un filtro. El cura ríe enfáticamente, boca abierto, hinchado del alegrón. El cura sale a la calle, paseando su bulto negro bajo un fino quitasol. Higüey es un pueblo comercial de volumen increíble. Higüey es un pueblo de rótulos por excelencia. Y éstos, sobre hojalata pintada, parecen leerse mejor. Unos baños con agua caliente


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habrán desempolvado las fundas mugrientas de las paredes pintadas con Sapolín. Las casas están cinchadas con azul o rojo por debajo. Por la mañana caerá un chubasco y desinfladas las panzas de los nubarrones, el cielo volverá a su quietud añil. Sólo en las calles pedregosas percibiremos las caricias de tierra húmeda, de árboles húmedos, de cabelleras húmedas, con una frescura momentánea de cisterna. El aire está tupidamente cargado, revuelto, con un erizamiento de hojas que arrancan rumores de siemprevivas. Se percibe un olor denso a grasas, aceites fritos, a dulcerías, a «tabú» haitiano que acosa como ramalazos. El «puerco asado», las longanizas, los chicharrones –que los nativos pobres han preparado como negocio y que más tarde habrán de enterrar totalmente– abundan a montones. Al forastero que llega del Cibao, y de los pueblos dominicanos del Occidente, apetecen más los rectángulos de sabrosos dulces envueltos con celofán, populares y famosísimos en todas las Antillas. Archivo de cortesía, de magnanimidad ilimitada, deviene Higüey en estos días de fiesta. Un empeño desmesurado en servir al forastero notamos al contacto con esta laboriosa gente del Este. Gracias, bondades y un refinado culto a la hospitalidad, que son eternos en ellos (tal vez por la influencia marcadamente española) con que Higüey se ha desarrollado a través de su turbulenta historia local. El mayor porcentaje de población es blanca, de trazos finos, elegantes. En Higüey abundan los apellidos Valdez, Soto, Roca, Cedano, Botello. Pueblo culto, gesto caribe, con una preocupación desafiante en conservar la pureza castellana de nuestro idioma. Ambos aspectos son una confirmación rotunda, que deshacen el mito de «el supuesto andalucismo de América», tan debatido por el insigne filólogo nacional D. Pedro Henríquez Ureña. Realmente son los comercios quienes hacen «su agosto». Los activos de los comerciantes aumentan y fácilmente podrán cancelar los vencimientos. Además de despachar todo lo imaginable, terminan con las chucherías sobrantes de diciembreenero. Bandadas de pulgones profesionales –eternos cucos de


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rondas– correrán los patios de las bodegas, muy serios, con chalina y zapatos engrasados; allí se come y se bebe lo indecible pegados a la sombra de los tanques de agua, de los almendros con enredaderas y las vides de playa. En un santiamén las neveras se vaciarán y las botellas de cerveza, de romo y whiski engrosarán los rectángulos de botellas vacías de todos los colores, tamaños y etiquetas. Por la tarde saldrá la procesión. Banderas nacionales, flores del campo sin perfume, pero vistosas; bordados religiosos cargados de sangre; colgaduras multicolores de seda, enriquecen los pocos balcones y muchas ventanas. En los poyos de las casas acomodadas, engalanados con un mar de flores y montañas de verdura se detendrá el desfile religioso. Saldrá la procesión del viejo templo higüeyano –una estupenda y sólida muestra del arte colonial renacentista, la más vieja de Santo Domingo– con un retablo que constituye una maravilla sacra, recorrerá las calles más céntricas del pueblo. La procesión en sí no tiene la fastuosidad y brillantez de las clásicas procesiones españolas, empero de la gran riqueza de colorido de fiesta patronal; el ir y venir de las caravanas de guaguas, camiones descubiertos y carros. La procesión ha terminado. La multitud feligresa se dispersa. Ante mi asombro por la asistencia a ella de tanta gente negra, el joven acompañante me aclara: —No puede escapar a usted esta verdad. En lo espiritual, el negro criollo, nacido en la Dominicana, es completamente español. En su cultura, en sus reacciones místicas, comparado con el negro de Haití e incluso entre el híbrido internacional –los «catisos» del Bahoruco y el mismo Dajabón– media un abismo incomparable. El haitiano –prosigue–, en medio de sus montes agrestes, su selva impenetrable, conserva y cultiva su espíritu eminentemente fetichista, africano. Su mística zoólatra es haitiana. Esta incomunicación, la ausencia de programas religiosos de otro tipo a los suyos, el trato a latigazos ejercido por una aristocracia extranjera, inhumana, hacen del haitiano un negro triste, melancólico, terriblemente huraño, en un mundo en que tan sólo la piel separa a los hombres. Se comprende perfectamente por


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qué ellos prefieren un «voudou» o el permanecer acogotados en su barrancón del ingenio azucarero, o en la caballeriza, antes que presenciar un desfile religioso de tipo católico, contrario a sus sentimientos maltratados, ofendidos. —¿…? —Como en Cuba, aquí el negro criollo es alegre y ríe a carcajadas. La historia hace cambiar de raíz el alma y el paisaje de las colectividades sociales. En el Este, como hace notar nuestro joven escritor y talentoso hombre de leyes Lcdo. Freddy Prestol –el coloniaje español es de tipo eminentemente familiar, un poco democrático. Por esta razón el negro dominicano, más que en ninguna parte, se aleja poco a poco de su pasado místico, ancestral, para sentir y pensar como sus viejos amos españoles, que no saben de tanto látigo como el francés o del mismo rubio americano del Norte. —¿…? —El recuerdo y el sentimiento hacia lo español, hace alejar totalmente, a nuestros negros, de sus mitos fetichistas, africanos. Su cultura es española y el negro dominicano piensa enteramente en España. Sentimental, sus reacciones son estupendamente españolas y su destino lo ha unido a la suerte de nosotros (cultura, armonía política y religiosa, economía) para devenir un buen dominicano, que quiere decir tanto como un buen español. He aquí por qué –termina diciéndome el Sr. Logroño– puede contemplar tanto negro dominicano en las procesiones de Higüey, santuario de la fe y devoción nacionales. Sin orden, a impulsos tan solo del color festivo, yo he redactado en una sala coqueta esta estampa de Higüey, mientras el sol poniente –púrpura, topacio– levanta en los perfiles serranos ascuas de cristal multicolor. Se inicia el gran desfile. Los últimos serán grupos de campesinos, pobremente vestidos, llevando a hombros capillas minúsculas de vírgenes litografiadas y cantando villancicos con una música pobre, de panderos y hojalata. En el largo caminar por la España de mis amores, sólo recuerdo cosa igual en uno de los pueblecitos de las estribaciones del Maestrazgo (Castellón), donde se realizan peregrinaciones a


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la Palma, la misteriosa virgen de las cuevas, y cuya originalidad dio motivo al denso libro «Tres Días con los Endemoniados», del joven periodista y escritor Alardo Prats Beltrán.



La tierra no es tan ingrata como los hombres… J. M. Pichardo

M E R C A D O S calenturas de humanidad

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Voces atrafagadas rompen silencios de cristal. El viento y la es-

trella huyen por la quebrada, con las crines en alto. Y el sol, como un péndulo brillante, se desliza por entre los embudos de azul rasgando las pelucas de neblina. Las guineas apuñalan el cielo con sus aleteos sesgados, de un ruido a madera chocando violentamente. Engullida la nubada, chorrean los zinques, las bestias, los tazones de las flores. Lejos, la carreta que va al campo, cruje volteando por el pedrizal. Despertar norteño en el Caribe… Sábado. Interior de un batey grandísimo. El batey toma vida en contacto con los primeros manchones de luz alimonada. A todas horas y desde direcciones distintas, llegan a su corazón grupos de campesinos. Todos los caminos, cardonales que conducen a la plaza del mercado, están congestionados. De las comarcas vecinas llegan al batey recuas de mulos y caballos. Los latigazos de los arrieros trallan en el aire límpido, que se puebla de gritos, imprecaciones, blasfemias duras. Por todas partes topa uno con peones cocolos, haitianos, mulatos, blancos naturales del país, azafranados de Jafa, del Asia Menor. Otros, del interior de los campos, traen las árganas repletas de productos de la tierra, con los que negocian sus «marchantes» para nivelar sudores. El mercado, con cobertizo de ladrillos rojos, ocupa un rectángulo cercado con alambres y espesuras de flores silvestres a la orilla – 45 –


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de un jacal abreñado. En él, los campesinos acomodan las bestias, asnos, mulos y caballejos. Engurruñado el entrecejo, vengo notando algo de anormal en estos caballejos. Conservan la línea delicada, armoniosa a ratos, la vivacidad de los caballos andaluces. Pero el tamaño es distinto en una gran mayoría. Ante mi asombro, un viejo colega que lleva muchos años en la Dominicana, me ha aclarado: —Ciertamente es así. Estos minúsculos caballos son residuos, tristes remedos apenas de aquellos potros vigorosos que trajeron a tierras dominicanas los colonizadores españoles: alazanes que inmortalizó la recia lira de Santos Chocano y en cuya sangre hervían la fogosidad, la agilidad de los potros árabes del desierto y la fuerza volcánica de los caballos de la Reconquista. El trópico los ha desgastado, arrugándoles el pellejo, acortándoles la osamenta. El trópico los ha embotellado, transformándoles en bestias indolentes, de porte cansino, dormilones siempre, simpáticamente pequeños. —¿…? —Principalmente los efectos del clima, esta temperatura caribe, de un sol siempre bravío, que empuja fatalmente a las bestias y a los hombres también, a la sombra, a la lasitud, al abandono… Las enfermedades, como el artritismo; la falta de piensos adecuados (forrajes y granos harinosos); la carencia en grandes cantidades de sementales de raza, todo ha ido depauperando el organismo de estos caballos, transformándolos en animales flacos, chongos cariacontecidos. Entre la brusquedad de los campos, el mercado resulta una pieza coqueta. No veréis en él, sin embargo, las aglomeraciones en serie de ventorrillos destartalados, con sus torrejas, y las casuchas policromadas del viejo «hospedaje» capitaleño o las azules del mercado al por menor del mísero «Park Avenue». Ni tampoco los saladísimos anuncios con permanito y alquitrán, de trazo temblón y ortografía sin cánones, que a más de uno le hacen batir las quijadas. Junto a los serones de guano, a las latas abarrotadas, a los fardos de ropa, los vendedores pasan toda la


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noche sin dormir, vigilantes. Algunos se turnan y, cuando la luna, redonda y grande como un casabe, teje arabescos de trópico en las hojas carnosas, metálicas, de un pan de fruta, las hamacas penden en un fondo oscuro de ramajes escarchados de luz. El croar de los sapos, que contemplan la nubada, atruena en un cuadro de bambúes… Pasada la noche, en aquella negruzca pieza del campo encontraréis representada toda la producción frutera de la República Dominicana, que es la misma de todas las Antillas: Abalorios, litografías de la Altagracia, medallones de latón de todos los santos católicos, pedrerías de vidrio barato, tazones de loza ramilleada, torres de raíces, bateas con carne (alguna tiznada por el sol y las moscas), libros apolillados con tejuelos comidos totalmente por las cucarachas; anafes rojos, crispantes, y un aire de grasa rancia, cargado de café caliente, humeante. Mujeres sentadas frente a sus puestos brindan los artículos, acompañando sus gestos con cincuenta mil juramentos y ofrézcomes. Los compradores, sin embargo, deshacen los méritos con vainas y pendejos mil. Sin aspaviento, recordando los versos haitianos O simplicité de vie, Quon envie Et deplore tour a tour.

Yo he querido vivir intensamente este aguafuerte de bochorno, trajín y color, rompiendo monotonías de butaca y convencionalismos detestables. He recorrido de un cabo a otro toda la feria, entre empellones, codazos y calado en una atmósfera de tipos, lenguas, faldas y sensaciones. Quiero rendir tributo de admiración, esta vez, a Marrero Aristy recogiendo aquella estampa del Marcé, de trazos gorkianos estupendos: «¡Cuántas voces roncas! —¡Aquí está la raspadura! —¡Tortilla!


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—¡Esto son plátano, caballero! ¡Aquí no se venden ñícaros! —¡Carne fresca! ¡Novilla! —¡Por ma madre que te vendo la mejor muselina! —!Ven acá, compadrito! —¡Compé tut vagai que vini de Haiti sasé bon! ¡Qué mundo! ¡Cuánto ruido! ¡Cuánta gente! Cerca de las enramadas donde la carne de unas cuantas reses chorreaba sangre y donde un carnicero se desgañitaba ponderando la buena calidad de aquélla, estaban las mujeres que hacían comida. Grandes calderos de locrio coloreado con bija enviaban un olor que destrozaba los estómagos hambrientos. —¡Acabe con el plato, amigo! –le decía un vale al comprador que comía en esos momentos. —¡Déqueme una agüita, si e su gusto! –solicitaba el que había terminado, pidiéndole el único jarro a otro que lo tenía en las manos. —¿Y a cómo e jel frito verde? –le inquiría alguien a la vendedora. —¡A chele! —Y eso que lo plátano tan por el suelo. Era muy difícil que en ese caso no se entablara una discusión. —El único fuñío e jel agricultor que no recibe na por lo suyo –rezongaba el inconforme comprador metiendo la mano en una media lata donde estaban los fritos con que se acompañaba el locrio. —Pero critiano –se defendía la vendedora ¿Y la manteca? ¿Y la mala noche? ¿Uté no cuenta eso? —Ma brega da alevanta un conuco, doña. Venía una protesta de otro lado. —No me manosé la venta asina. Coja la pila como tan, pero no me laj debarate decojiendo. Y más allá: —Le doy dié. —El último precio e doce.


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—Antonse, déjele. Y el que había dicho esto echaba a andar. Pero no bien había dado unos pasos, decía la otra voz: —¡Cójalo! ¡Venga! Y mientras el comprador volvía, comentaba el vendedor en voz alta para que aquél lo oyera. —¡Ya eto no sirve. Aquí no se gana na. Se viene por vicio… Rincones donde se abigarra el alma nacional y se palpan calenturas de humanidad. Gente. Gente. Rostros lucientes como el alquitrán: Rostros mediterráneos, sajones, amarillos. Rostros deformados, chafados, árabes, sirio-libaneses. Gente que se mueve a empujones de estómago, armando una algazara que basquea. Voces castizas y seseantes, cimarronas otras –ritmo afroantillano–, inundan constantemente el ambiente, de un gualdo azufre que derrite la brea de los mangos y la sal de la brisa. Buscad un mercado en el campo. Allí está la gente durante el día y la noche con su entera humanidad y llaneza infantil. Comprando unos, vendiendo otros, voceando todos, entre los bidones de basura, rechinares de grasas hirvientes, cachimbos con andullos prendidos, apestantes; gargajos amarillentos que, ¡paf!, clávanse ladeados, sonoros en el fangal podrido. Abigarramiento de historias simples, pero humanas, que no han roto el gentilicio. Sueños que la esperanza edifica en el azul. Resignaciones que hablan de Dios y del diablo en una taciturna confabulación. Gente. Gente. Gente, cuya vida ignora los convencionalismos sociales y que se desarrolla pensando en el tintinear de «nikels». Campesinos dominicanos; titanes de la gleba quisqueyana transportados de un lienzo palpitante de Castilla. Artífices que, en lucha violenta, constante, contra el cielo y los animales, arrancáis sangre al trópico. Hombres del músculo simbólico, únicos capaces de interpretar el secreto dolorido de los campos sin parir. Poetas


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de sensibilidad cimarrona que descifráis, como nadie, las melodías de los astros en su carrera, de los árboles, de las raíces. Que habláis, y lo hacéis con pureza de sentimiento, como si fuera el lenguaje de las flores, de las yerbas que os acuchillan las carnes y producen en vuestras almas coágulos de amargura infinita. Campesinos dominicanos, recia estampa de Sanyell o Yoryi, que sabéis de las borracheras de aguardiente, de las oraciones ingenuas, de las blasfemias acres como los elementos. Campesinos, héroes anónimos del trabajo de mil siglos que, con vuestros músculos, vuestras noches en vigilia, vuestros sudores de sangre y vuestro pensamiento hacéis parir a los terrones ingratos tres veces al año. Campesinos dominicanos, hermanos de una patria nueva, ¡Yo os saludo! También el mercado alégranlo muchachas, paseando su sencilla serpentina rural. Andan despacio (actitudes de diosas paganas), los moños azabache, trenzados frente al azogue del río o sueltos como un astro, brillando al sol con esmerilidad de aceites de aguacate. Cantan dulcemente. Yo he podido aquilatar toda la sinceridad de los versos de Rubén Suro, escuchando en las noches de cal el acento de estas beldades de campo: Muchacha de la sabana, retina para verdores, en tu voz hallaron jaulas golondrinas y ruiseñores…

Compran frutas y arepitas. Esfinges de campo, que la naturaleza de los pies descalzos contrasta con sus rostros a canela, de una quietud y belleza sibilina, perturbadora. Labios macizos, con arcos sangrantes de cerezas maduras españolas, a punto de estallar. Sonrisas índicas, ligeramente manifiestas, parecidas a las de viejos ídolos de razas remotas que, en los valles y arenales del pateado oriente, fundaran imperios y palacios pensiles al conjuro del sol. Carnes maduras, de zapote joven, con sombras espesas en los ojos de una quietud desconcertante, que hacen dar tumbos al corazón. Ondulaciones tornátiles en los hombros desnudos.


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Turgencias de coco, sensuales, cuyo relieve duro encabrita las culebras del deseo. Venden y marchan fugaces a las bodegas más próximas en busca del tisú encantador o del collar con perlas de vidrio coloreado, tintineante; que enroscarán como una serpiente en su cuello de ébano. A no dudar Ramón del Valle Inclán, nuestro don Ramón, también hubiese encontrado aquí para sus Sonatas otras Niña Chole, si el Mayorazgo del Marqués de Bradomín se hubiera deshecho entre legajos y pleitos en las tierras de Quisqueya, que no tienen que envidiar en belleza a las aguas y fauna del Tixul y a las palmeras de Tuxtlán. Unos rapaces dicharacheros comen pencas de aguacate con dos lunas albas de casabe. Una negra caderuda, de magras nalgas, los ojos redondos y salientes como los de un besugo harponeado, me ha ofrecido piñas y mamones; he pagado su importe sin regateos. Después he probado unas rodanchas de batata dulce y bocadillos de plátano, entre otras frituras, para terminar mi andanza sentimental con una borrachera de café negro, frente a una muchacha de los campos que, la lata bajo el brazo, vende pasteles de harina olientes a maní y a azúcar parda. Una muchacha me ha regalado un farolillo silvestre y una sonrisa de cristal… —Joven, lleve este ramo de azucenas a su «amoi». Al caer la tarde del domingo, el mercado presenta un desorden armonioso. Parece como si el viento del país, arremolinado, hubiera presentado batalla a todo. Hoy el perfume de los frutos y raíces me hechiza aún entre espesuras de arbustos despelambrados y bamboleos de faldas con encajes. Frutos y raíces del trópico –nombres indios, españoles–, que dieron motivo preceptístico a viejos relatos y novelerías, harto imaginativa las más de las veces. Frutos raros, en verdad, para el europeo. Singulares en el sabor y en su anatomía, de complejas formas que avivan el curioseo. Raíces del viejo suelo dominicano, con las cuales ha siglos traficaron pacíficas civilizaciones autóctonas. Frutos y raíces, en fin, más imperecederos que la raíz de la sangre, que la necesidad y la quimera enfebrecida transformaban en oro, y por los cuales, los


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hombres de Europa –camino del Sol– clavaron rutas al océano en busca de Cipangos y especias. —¡Qué frutos, Dios mío! Bocas que han saboreado estas mieles, dientes que han mordido la dureza de estas carnes frutosas, narices que han olfateado, sobre todo, estos aromas cargados de trópico –sol, brisa, tierra– jamás serán sorprendidos por otros frutos semejantes. Por los escalones de estrellas, azahar y plata suben las notas de los cocales, de los bambúes, de los grillos. Los campesinos y los girasoles lavan sus rostros en la luna. Yo me duermo, los ojos fatigados de alba tropical…


Ninguna diversión criolla supera en colorido, en animación y fuerza emocional a esta del juego de gallos. R. Emilio Jiménez

LAS PELEAS DE GALLOS su persistencia en la Dominicana

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El origen de las peleas de gallos se pierde en la obscuridad de los

siglos. Sin embargo, el gallo, símbolo de la vigilancia, del orgullo, de la combatividad, es el animal que ha tenido más presencia en todos los tiempos y países. De los tetradracmas de Atenas y los arenales de Rhodas, pasando por las catacumbas del Imperio, el gallo y las peleas llegaron a España (provincia romana), acompañando a las centurias y legiones de los Césares. A partir del siglo x vémosle instalado, en formas metálicas, en la punta de los campanarios del mundo occidental, invadiendo las telas, los barros, los mármoles, la numismática y todas las literaturas nacionales del mundo eurásico. Atravesando el Atlántico, con los primeros conquistadores del continente americano (algunos autores opinan que fue de los galleros filipinos que nacieron en los españoles estas aficiones), los combates de gallos adquirieron carta de naturalidad en todos los países descubiertos y habitados por los peninsulares, sin que jamás lograran, por el contrario, enraizar en lo más íntimo y cerrado de las costumbres indias. Su difusión y arraigo por las ciudades, aldeas y poblados campesinos no se hizo esperar, sobreviviendo hasta hoy con mucha más amplitud e intensidad que en los países de procedencia. En la China, en Flandes, en el archipiélago filipino, en Levante y contados pueblos del Sur de España, es cierto que aún se juega y se apuesta a los gallos; pero – 55 –


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es en Cuba, en Puerto Rico y en la República Dominicana, principalmente, y en todos los países americanos de habla hispana, donde persisten estas lides de gallos con borrachera pasional.  En la República Dominicana –la «Española» de las legiones de Colón, Ojeda y Ovando– los combates de gallos adquirieron muy pronto categoría nacional. Como en los pueblos de Andalucía (donde las costumbres y los giros son más afines) ni el tiempo ni la distancia, ni las influencias afroestadounidenses han podido menguar ni acabar con las peleas de gallos. Los domingos, las fiestas de santos; los grandes días patrios no se conciben sin la organización de grandes peleas. En ellas existen nobleza, simbolismo paganocristiano y una excesiva fiebre colectiva, que a veces acaba con ataques de apoplejía y hasta la muerte de alguno de los jugadores. En las grandes ciudades de importancia del interior, las galleras son punto de cita de todo el vecindario. A ellas acuden la muchachada estrafalaria y mocosa, los campesinos, los «tígueres», el rico hacendado, hasta los licenciados, los diputados y los senadores de la provincia. En los campos, grupos nutridos de hombres de la tierra, abandonan los domingos por la mañana, sus conucos y sus bohíos de «palos parados» para asistir con sus caballos o a pie, después de salvar, largas distancias, a las grandes peleas de gallos organizadas por ellos. Acostumbran a apostar pequeñas sumas. A la hora suprema del juego apuestan su mejor becerra, completando con el alazán o la marrana parida, cuyas calidades –con los ojos chispeantes– hacen recordar al contrincante con mil gestos y palabras. Siempre los animales de su menguada hacienda responden del reto, que unas veces lo salvan y otras los hunden en la desesperación más escalofriante. En las ciudades, por las mañanas, por las tardes mejor, de los días festivos las vías y callejas que conducen a las galleras –olores


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cargados a frituras, a pólvora quemada, a tocino, a locrio, a fiesta– vénse invadidas por olas compactas de gente; abarcas con suela de pneumático, zapatos de charol, camisas listadas, pantalones sobrecortos con el revólver al cinto, brazos entrecruzados agarrando el machete, sombreros con alas, fuerteazul almidonado, planchado para dominar el fuego que cae a chorros. Las galleras son, en verdad, las plazas de toros o los campos de deportes de España en estos pueblos de la República Dominicana. Con más gradación e intimidad popular, con más sencillez, con más pasión si cabe, con una ausencia absoluta de espejos y maneras.  Un pueblo del Oeste: San Juan de la Maguana. A la salida del mismo, y a la izquierda de la carretera, se dibuja un trecho de eriazo. Muy cerca se oye el bramar del río encajonado entre rocas y tierra bermeja ornada de lianas, flores y árboles corpulentos. En medio del eriazo se levanta la gallera. La gallera es un viejo caserón rectangular cubierto con maderas y pencas de caña de bambú. El tejado está recubierto con haces de caña, amarillenta, gris de podridura. En el centro de la gallera un redondel es la cancha donde se ventilan los grandes combates. A su alrededor se empinan las gradas de madera. En el ancho rectángulo, desparramados, los gallos atados por las patas a pequeñas estacas clavadas en el piso arman una algazara que alambrea los nervios. Son gallos indios, de plumas coloradas, obscuras y de pechugas negras; gallos pintos, de plumaje multicolor, de tamaño pequeño, pero airosos. Gallos «guapos», oriundos de España o de Manila, todos adiestrados por galleros a los que consagran su existencia y todo su porvenir. Gallos de una fama a cincuenta leguas a la redonda. Gallos de todos los tipos, de todas las latitudes, de todos los colores, con un infierno de sangre sublevada en el contorno de la piel dura. Ya la cancha está limpia. Los «careadores» han rociado a los gallos con romo. Masaje. En las vallas, en las graderías, los es-


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pectadores, electrizados, esperan el momento del campanillazo judicial. La atmósfera se hace más viscosa y cataratas de sudor invaden los rostros y los espinazos. Frente a frente los gallos erizan las plumas y el cuerpo como si corrieran contra el viento. Sus picos se acercan y sus miradas se confunden en una horizontal. Y es de ver cómo las cabezas dibujan en el añil molinetes complementos de verónica; cómo se estiran las panzas orondas y amojamadas; cómo los cuerpos toman actitudes crapulosas y las caras se hinchan como una pelota; cómo cruje el maderamen y el piso y los huesos; cómo el vacío se llena de una geometría de gritos, muecas y contorsiones de endiablados. La primera pelea ha tocado a su fin. El público se muestra insoportable. Nuevamente, un ejemplar de plumaje sedoso, multicolor como un pavo, soberbio, clava su canto alámbrico y se espulga el buche en la cancha dispuesto a pelear. El de las uñas, se estremece con sacudimientos brutales de su cuello desplumado y de la pechuga. Tan pronto los gallos se ven libres en el suelo, el juez hace sonar la campanilla, los acara para que se picoteen un poco y tomen bríos. El redondel queda vacío. La gritería, desde el principio, es infernal. A los primeros picotazos se oyen imprecaciones como éstas: —¡Jueguen parejos! —¡Yo voy al indio! —Aguaje, mierda de Pico Duro! —¡Voy al pinto! —¡Pago…! —¡Voy a Cara dura! —¡Voy…! —¡Pago…! Vuelven a redoblarse las apuestas. Es la última jugada de la tarde. —¡Voy 100 pesos oro a mi gallo! —¡Juego…! —¡Voy a una becerra…!


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Ya ha pasado el primer revuelo y ninguno de los contrincantes ha logrado hincar el espolón. Los profesionales, los expertos, redoblan las apuestas con una terminología, jerga y galimatías, incomprensibles para el espectador novato: 50, 100, 200 dólares. Cajas de ginebra, de cerveza, de whiski. Nuevamente se oyen voces de altoparlantes machacados. Más imprecaciones a los gallos. Una muchedumbre se alarga, alambicada, sobre las vallas, gesticulando, pataleando, dilatándose como si el mundo se viniera abajo de golpe. —¡Ya…! —¡Yaáa…! —¡Yaaaáa…! Mientras, en el circo óyese un sacudimiento de alas, de arena, de acero, de gritos rotos. A medida que las corridas son más rápidas, los choques de alas y de pechugas se perciben como crujidos de tablas al topetazo violento. Un relampagueo de espuelas dibuja un mundo pagano de líneas y planos. El entusiasmo de los espectadores crece hasta desbordarse cuando saltan en la arena las primeras chispas de sangre y el acero afilado de las medias lunas se ha vuelto rojo. Las apuestas y contrapuestas se suceden aún… Por un momento se oye un silencio de muerte. Parece como si a las bocas las petrificara el aire, líquido. Los cuerpos se alargan, se envuelven como un ovillo. No respiran. Mas cuando uno de los contrincantes muéstrase herido, el simún de voces enloquece el ambiente. ¡Qué tormenta de emociones! ¡Qué estallar de pasiones contenidas! Las apuestas se duplican, las apuestas se triplican. Parece que la sangre pugna por salirse de las cabezas de los espectadores. Las bocas, hediondas de andullo, trituran los cigarros puros y lanzan bramidos. Cuando todo parece que va a terminar, sangrantes los ojos y los buches de los gallos, hay una pequeña tregua. Las cabezas enrojecidas de los contrincantes son introducidas en las bocas de los careadores. Éstos, diligentes, atrafagados, limpian la sangre que chorrea de los ojos de los gallos, nublados por la espesura. Vuelven a la lucha. Esto ya es el colmo del desenfreno humano.


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Después, unos revuelos ágiles, hiperbólicos, de fieras casi ciegas. El espolonazo mortal en el cráneo, cerca del conducto auditivo, ha sido logrado y el cadáver de uno de los contrincantes yace caliente, palpitante, en la arena sucia. Y al final de la pelea, cuando el vencedor, él mismo cerciorado de su victoria, aletea y eleva el canto para proclamar su triunfo a todos los vientos que es, en definitiva, el de su dueño y de sus partidarios, un trueno de voces, de golpes en las vallas, de puñetazos al suelo, de saltos malabares, de pendejos, de torazos, de blasfemias duras, de recuento a gritos de grandes historias de peleas, dan el colofón a la fiesta en la gallera. Las apuestas, curioso fenómeno, se harán todas efectivas a la hora de saldar. Se explica, sin embargo. Un puñado de papeletas, de moneda de plata, un caballo o una becerra no cuentan ante la valentía, por una parte, la nobleza y la técnica por otra, puesto todo a concurso. Después, el ron a botellazos, la cerveza, las cajas vacías rodando, las velloneras invadidas de espuma, las maracas despellejadas, darán el brochazo final a estas estampas singulares. En las curvas de la carretera, en las mesas de los cafés, en las haraganas del Club de la Sociedad durante la noche, no se hablará más que de las peleas celebradas durante la tarde. Unos, contrariados, malhumorados, furibundos porque su gallo o al que apostaban perdió la pelea. —¡Esto no vale! Mi gallo perdió por el maldito espolón! —¡El mío porque estaba flaco, el «condenao»! Otros, con el pelo desensortijado de su cabeza, la cara multicolor y redonda como un globo de jabón, pronuncian discursos, de elogio a su gallo. —¡Esto se acabó! Yo sabía que nadie salvaba al indio malcriado. —¡Un manguito, un verdadero manguito para mi Pico Duro, que sabe meter como un diablo! Y así hasta el amanecer. Lo más singular en estas peleas de gallos es la existencia de toda una técnica profesional y judicial a la vez. La técnica del


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gallero, como criador, preparador, seleccionador y cuidador, es la más importante y decisiva. Es una técnica innata que surge por herencia tradicional, absorbida de la sangre de los antepasados. Una técnica no consignada en las terminologías. Una técnica acumulada, que el gallero va archivando sin ordenaciones alfabéticas y que le hace ser reservado, celoso, enigmático, cerrado a todos los tanteos y sugestiones del profesionalismo. Es la única consigna para saber y poder ganar en los grandes campeonatos, en los que se pone a concurso el honor profesional y el dinero. ¡Y hay que ganar!



El friquitín es un pequeño Congreso donde se reúnen representantes de todas las clases sociales… Rafael Damirón

¡FRIQUITÍN! honduras de acento

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Hijo de tu «mai»…!

¡

—Párate ahí: párate vagabundo, paratéee…! El negrito, apuntalando los pies en el borde de la calzada, con un puñado de fritos en la boca, salió disparado como una centella hacia la trinchera de la calle, de un fango negruzco, resbaladizo. La mujer, una bola de sebo, grandota, pasó la manga de su chal por las narices aplastadas y con el asador removió las fritangas de los calderos, medio crudas, mientras rezongaba indiferente, tal vez por hablar, con este dejo singular de las madres cuando regañan a sus niños. La escena, nueva para nosotros, hizo que nos detuviésemos ante un caserón destartalado, de maderos negruzcos, chamuscados, con forros de latón, por cuyas aberturas saltan los goterones de agua para caer en un barreño –música metálica–, cuando llueve en el desván. La noche está espesa y por las calles rocosas de los suburbios, las pelanduscas de más baja gradación cantan y chillan como unas poseídas: —¡Ven acá, lindo! —¡Qué bien luces, mi Tomás! —¡A ver si te apuras, mi bien! Por el centro, un triunvirato de borrachos aspira al dominio total de la calle, resonando en sus voces cascadas un tartamudeo – 65 –


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obsceno, de aguardiente. Las guaguas no cesan de circular y el arrabal –luz, arcilla, música– se apretuja con el gusaneo de gente mientras en los cafetines se baila duro, enardecidas las cinturas y la sangre. En el friquitín no hallaréis el ramo de aliaga verde «guindado» como en el portalón de la taberna española; ni la puerta alta con vidrieras de colores, frías, sucias; ni el boscaje de begonias en el patio, de los casinos españoles. Sin embargo, un olor espeso, cargado de manteca frita, rechinante; un manoseo de guitarra o acordeones y unos «song», os invitarán a pasar en el menguado establecimiento «al detalle», donde encontraréis de todo: plátanos verdes y maduros, batata, prismas de yuca blanca, pescado, bacalao salado y raciones de carne, todo frito y preparado con gusto en unas limpias bateas. En algunos friquitines de más posición, encontraréis hasta pollo asado y estupendos bocados, que nos recuerdan algo de nuestros piscolabis en aquel Peret els Cantaires, cuando nuestra primavera de la vida, en Barcelona, se esfumaba plácida. Inmediatamente comprendí que, a no ser por su alma, el friquitín no constituiría más que un espectáculo del montón. Mi amigo Aguilar, que nos acompaña, aclara: —No pretendáis comparar el friquitín con un merendero para aplacar el hambre del barrio, o buscarlo en los anafes rojos, ni en las fritangas ni en las mujeres que, a sus lados, comercian cinco «cheles» de amor. ¿Acaso el año del espíritu radica en las hojas del calendario que arrancamos diariamente? La importancia de nuestros friquitines –continúa el excelente Aguilar– radica en su color, en su movimiento, en su vida intensa soberbiamente matizada. Y el friquitín tiene que atraer a los españoles, buceadores del azar, enamorados de lo simple, de la vida. Ciertamente, un puesto de fritos produce escaso interés al visitante que gusta sólo de la epidermis comercial. Pero de momento, a medida que uno participa en la vida del friquitín, observando, estudiando, aquellos luminosos retazos de humanidad, llega a la conclusión que los friquitines, en los suburbios capitaleños, dan la nota de color popular a estas noches maravi-


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llosas del trópico. Hemos entrado a un friquitín. A la luz de los anafes y el chisporroteo de la manteca, las vendedoras cuidan solícitas el negocio, atendiendo con precisión a los parroquianos. Mesas rústicas con bateas de madera, rectangulares, limpias como una patena, repleta de fritos y empanadas, cubren la mitad de la puertecilla principal y la acera. Un tufo húmedo, grasiento, fétido, llena a veces el caserón, produciendo un cosquilleo de narices y de gargantas. Las cucarachas, bigotudas, negras, doradas, tintinean con sus caparazones por entre el maderamen y los tarros de basura. Los parroquianos toman asiento en unos taburetes bajos y sillas de guano y muy pronto se caldea la vida del friquitín: —¡Haga el favor de unas «empanas» calientes. ¡Thank you! —¡Páseme esta «pendejá»! —¡Saque unos plátanos verdes y pollo asado. ¿O. K.? —¡…Estos españoles son unos toros. Gente blanca sabe mucho, carajo! Ya lo oí mentar a mi «pai», que también era español, andaluz de pura sangre, de la tierra de las hembras bonitas y de los bandoleros del tiempo de España, carajo…! Aquí todos hablan de todo, y fuerte, que parece ser una mala cualidad del dominicano. Al conjuro de una empanada rellena, caliente, o de una tacita de café negro, los noctámbulos fraternizan animadamente. El friquitín deviene una «agora» simpática, acogedora, candente, archivo del más amplio acervo popular. Así se habla sobre temas extremadamente dispares. Se hacen grandes disquisiciones sobre el amor, los toros, las fincas, economía política, arte, guerra… Como una generación espontánea surgen los estrategas de tapete, los cuales liquidan en un santiamén los más grandes choques bélicos del momento. Un joven dominicano (corbata desgarbada, sombrero de paja ladeado, la estopa negra suelta) se acerca a nuestra mesa un poco azorado como animal cimarrón. En el rostro ajado se le nota la ira y en sus ojos redondos, metálicos, de pequeño búho, brillan unos estiletes de sangre: —¡Compadre cómo está el mundo! ¡Cuánta candela por los «cuatro» costados, carajo! ¡Esto se acabó, mi viejo! Y dizque la


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gente se divierte… ¿Quién crees tú que va a ganar la guerra: Alemania, Rusia o Inglaterra? ¡Ay, hombre! ésta es una guerra del carajo en la que los dominicanos también tenemos que empujar un poquito con nuestros esfuerzos, porque esto no es ninguna «pendejá» ¡O nos salvamos para siempre al lado de las Naciones Democráticas o nos hundimos para siempre con el Mal…! Y todo ello con gracejo, con madurez, con intención profunda, hiriente como la guazábara. De nuevo a nuestro lado toma asiento un hombre macizo de carnes, bien plantado, la cabeza raspada por los lados y luciente como una bola de celofán. Tiene todo el aspecto de un rico hacendado español. El hombre, al adivinar nuestra procedencia por el acento, se agitó como si toda la piel, a un mismo tiempo, le picase intolerablemente. Cuando empieza a hablar no notamos en sus palabras ni petulancia ni marrullería. Bufa, esto sí, como un animal para secarse los goterones, mientras con sentimiento, con el corazón abierto nos dice: —¡Santo Domingo es bonito, paisano! Ustedes acabarían por aclimatarse bien en esta tierra bendita si no tuvieran en la sangre y en la cabeza tantos líos de política… ¿O. K.? ¡Si lo sabré yo!… A mí me costó mucho trabajo, muchas penalidades el meterme. Pero comparada mi vida aquí con aquella mi infancia en las sierras de León o en las minas de Asturias, esto es jauja… Si alguna vez pasas por Barahona, pregunta por mí. Allí tienes una casa. Cada mes vengo dos y tres veces a la capital para olvidarme de las fincas. Aquí tiene uno su «asuntillo» y ya sabes… ¡Qué hembras, paisano, hay por esta capital! ¡Aquí vive uno bien cuando suelta la plata…! ¡Qué mujeres, qué noches, qué café! –No seáis bobos–, acentuaba, mientras me daba unas palmadas en la espalda. ¡Estas son las tierras mejores del mundo, carajo! Lo demás son «pendejás»… Los refranes, máximo exponente de la sabiduría popular criolla (que no tienen que envidiar nada ni a nadie) salpican las conversaciones dejando un buen sabor de boca y de espíritu. En el friquitín se desahogan los amargados, los de la pena negra, con comentarios a veces cargados de un humanitarismo doliente:


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—A mí me gustan estos españoles porque es gente que no está por «pendejás» de arios o negros. Ellos no comen esto. ¡Y conste, por la virgen de la Altagracia, que son sinceros estos «España»! Se me acerca un joven magro, los ojos hinchados, con unas córneas amarillentas, como de gato campuno, y con la empanada en las manos, me apostrofa: —Dime, paisano, ¿qué es lo que vale en los hombres, el corazón o la piel? Yo he leído a Insúa y vuestro hombre tenía mucha razón… ¡Mundo pendejo! ¡Qué tiene que ver la piel con el trabajo, la bondad, los sacrificios y la vida!… Que la piel sea de uno u otro color, no importa porque todos por igual somos criaturas de Dios… Estos yanquis, carajo. ¡El corazón del hombre, universalmente blanco, es lo que vale…! Cuando hubo terminado asentí con una ligera inclinación de cabeza y me dio un fuerte manotazo en la espalda, como signo tal vez de gratitud, mientras exclamaba enfilando la puerta: —«All right», ¡estos sí son españoles decentes, carajo! —¿Quién ha dicho que somos todos una basura? Los vates de la noche –¡ay, Domingo Moreno Jimenes!– gustan también del friquitín, formando peñas de selectos, para alguien salimos después con los remeros del Volga, los pingüinos del Sur o la Luna finlandesa… Además de plaza y pasatiempo, el friquitín deviene lugar para contratos y transacciones comerciales, a veces de bulto, porque el dominicano tiene palabra de honor. Pero, sobre todo, se gusta del friquitín por los tipos, estos tipos curiosos, únicos, de un gracejo más hiriente que la daga napolitana. Gorki no hubiera podido encontrar otros más originales, vivientes, que «La Negrita». Y por sobre los tipos, sus relatos, sus historias largas de Concho Primo, de gavillería: historias y relatos turbulentos cargados de sal y sabor dominicanos, como el del maravilloso «Balsie». En estos tipos, lo imprevisto y lo pintoresco se funden con una sagacidad tal que produce abobamiento y admiración. Yo he oído a un estudiante, trigueño, la cara manchada de viruelas, sin temblequeos de voz:


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—«…La existencia de un hombre que no tenga su historia es una porquería inadmisible. La vida a estas alturas no se comprende sin ideas e ideales… En la vida puede uno pasar como un hálito, desconocer los «grandes pensamientos», no saber nada de economía o de letras, de todo esto que a nosotros nos explican con marrullería en la universidad. Pero el hombre es un animal bípedo, un ente que piensa, capaz de llorar y de crear… ¡Y un hombre que se agite entre el firmamento y la tierra tiene que aturdirse, rebelarse por los aullidos de este mundo enfermo, que no marcha ni con parches ni con guerra…! Los friquitines permanecen abiertos hasta altas horas de la noche, cuando las estrellas se acuestan. Los últimos concurrentes siempre son: o algún borracho desgarriado que ha perdido el oriente, o jugadores de gallos o «leaders» del «base ball», los cuales conciertan allí los últimos toques a las grandes peleas del domingo. Después, las vendedoras, –muchos años de experiencia, mucha astucia y ojo avizor– que por sí solas llenan una estampa trágica, de esos versos que fluyen estupendamente del cerebrazo y del corazón de Héctor Incháustegui, cierran el friquitín para contar la calderilla a la luz azuleante de un quinqué ventrudo: montón de cobre acuñado que resume y hasta hace surgir todo un pasado de angustias, de penalidades sin fin, de trabajo en cruz, ininterrumpido, para a la postre reventar, con dignidad y todo, como un topo casero. Al amanecer el barrio queda desierto. La noche está fresca. Diríase la recorre un aire tibio, un frío metálico, extraño. Una tenue neblina cose con hilos de agua los árboles con el cielo. A la luz blanca de la última farola dos siluetas espesas se enfundan en un carro. El aire exhala un regusto de guarapo fermentado, orines podridos, un olor cargado a romo que cambia a medida que el centro de la ciudad nos engulle. La brea, el azúcar y el perfume de los frutos tropicales embalsaman la atmósfera ya limpia, tempranera, de cristal… —En estas pequeñeces, en estas historias de friquitín –interrumpe al paso nuestro buen Aguilar, mientras encendemos un «crema»– radica la verdadera substancia de la vida. No es tan


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sólo en los libros donde uno forja su acervo para dar tumbos, sin muletas, por el mundo. Para aprender la vida es preciso salir a la calle, visitar de cuando en cuando el friquitín, ir a los tribunales, a las cárceles, a los campos en días de fiesta… Y como expresaba cierto escritor, «acaso es todo esto más hondamente humano, y, desde luego, más eterno, que el resonante y teatral tumulto de las campañas napoleónicas». —En efecto –interrumpí– ¡Qué mundo de pasiones debajo de todo esto y qué alocamiento de inquietudes se amaga en cada palabra de esta buena gente dominicana! ¡Cuánta borrachera pasional, bullente, en el recodo de estas calles, o al amparo de un árbol corajudo o sentados en las rústicas sillas de un alejado friquitín, chillando suavemente los acordeones, escuchando relatos…!



Por qué te quiero tanto, ¡oh, noche clara!

Tchaikovsky

B A I L E D E P A L O S fiesta pagana de luna y de campo

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a vida, en el interior de los campos, se mide a impulsos de fiesta, sin cálculos gregorianos. Por «Navidad», por la «Virgen del Carmen» –repetirán a cada instante los viejos y las mozas. Pegados como lapas a sus tierras, la vida y la rutina de éstos ruedan con una monotonía cotidiana, terriblemente espantosa en su destino: cárcel, uniformidad de sabana y manigua que deprimen y agarrotan las gargantas. En las vísperas de fiesta anual se comprende por qué los corazones, de una ingenuidad milenaria, se abren y se alegran con torrentes de voluptuosidad. Entonces, todos se olvidan de todo: del trabajo, del fundo de cafetal, del conuco de maíz, de los víveres, de los astros… ¡Y de su pobreza también! El día que comienzan las fiestas, en la colonia hay una especie de inauguración que consiste en un «pasacalle» por el poblado, integrado por los músicos, con sus instrumentos: la gran tambora, sostenida al cuello de quien repica la piel de chivo; otro que sostiene con las manos el extremo inferior de la misma y un tercero que golpea con maderos el tronco hueco. Suena también el rasgueo metálico de la güira y el tintineo de las maracas. Los músicos se ven acompañados por grupos de hembras cogidas de los brazos por las cinturas, jóvenes campesinos de la colonia y de toda la muchachada. Si el pasacalle se alarga, el poblado se ilumina con hachones de tea y farolillos de papel transparente, formando un conjunto lleno de color y de tipismo. – 75 –


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Cuando el sol raya el poniente –desgarrones de cielo, monte, animal– ya en la colonia ha terminado de cenar todo el mundo. Es entonces, después del pasacalle, cuando los deseos apresuran la llegada de la noche. Y también las ansias de fiesta, que se inicia por fin, cuando la luna, como una tajada de melón, brilla en el verdegal de los montes, con tonos de papel. Lejos, óyese el río con chapoteos de selva y rumor de calamares. En tintes espesos se hunde el poblado: las luciérnagas clavan ojos de azufre a las espesuras de tinta china. En la pieza grande, única, de los bohíos empapelados, alumbran la estancia lámparas de gas. Las puertas y ventanas de los mismos permanecen abiertas de par en par, y las barbacoas, y los taburetes patituertos, los cajones sucios y las tinajas de fruto grande sobre bases de tronco con brazos invertidos estampan sombras movedizas, surreales a lo Dalí. Las mujeres han sacado al atardecer los anafes a la calle y la muchachada, desnuda, ríe y juega en el palmar cimarrón de la plazoleta. La colonia se congestiona de campesinos endomingados. Ahorcajadas de las mulas y caballejos, les acompañan las mujeres y los rapaces. Recién llegados al lugar de la fiesta, se les acoge con muestras de verdadera simpatía y familiaridad. —Buenas noches, señore… —Buenas las tenga su merced. —¿Cómo se encuentra su merced? —Así, así, tirandito, como siempre. ¿Y usted? —Así como el tiempo, su merced. El fru frú de los almidones incita en los jóvenes deseos incontenibles de sexo y de césped, de susurros bajos y de luceros altos… Las mozas rurales –bronce y luna, «carcajada de maraca»– avanzan en la noche como esfinges de canela. En los matojos de pelo, lucen «tu-yo», campanillas de azucena y manchones de claveles. Las más jóvenes se detienen frente a un bohío grande, aislado. En él se canta, a la Virgen, litografía envuelta con flores silvestres y cirios, los pies comidos por las cucarachas y la saliva de los besuqueos. Son letanías cadenciosas, décimas, versos cortos, indescifrables a veces, en alabanza a la cartulina divinizada. Coplas sencillas, de un ingenuo misticismo criollo, que han pa-


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sado de boca en boca durante muchas generaciones. Cuartetas con coro de voces, a veces una, con una tonadilla monorrítmica, siempre igual, acompasada: Ella nos defiende, ella nos ampara. Ella nos consuela por sei soberana. Saive, Virgen, saive saive, Virgen bella; hija de Dios padre, Dio te saive, Reina. Fiesta y trabajo; plegaria y cielo; canto y luna… Remedos, tal vez, del «Caballero de la Virgen», de aquel Ojeda descreído y valiente que, en sus andanzas por los bohíos y entre la gente de la isla, imponía su fe con el acero de Toledo y el sonar de sus espuelas de oro, del Cibao… Cuando se ajan por tanto cantar las mujeres salen a la calle. Hablan hasta reventar. Juegan a adivinanzas o cuentan viejos relatos: marrullería y superstición. Cuando dan las soluciones a las primeras, ríen, palmotean, insultan sin desdén como niños. Improvisan a veces, con una agudeza y limpidez, que maravillan: Calabacita bombón que no tiene tapa ni tapón… Muy cerca de la iglesia se levanta un largo rectángulo con travesaños por barandales. El cobertizo es de cana, abultado por los chubascos de mayo y de junio. De él penden bejucales y guirnaldas de follaje. Calabacines de higuera y farolillos ennegrecidos, de hojalata, alumbran tenuemente la pista, donde se va a bailar. Con la llegada de los músicos, aquél va a comenzar. Las muchachas que mejor bailan los palos estarán acaparadas desde el primer momento. Y las de ojos azules como el cielo y


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claros como el agua que beben en sus campos en las fuentes de cristal, también. —¡Linda! —¡María…! —¡Clara…! —–¡Jú, júuu…! —Bueno, buenaso etá e baile. —¿ – ? —¿Anjá? —¡Poi la salad de mi jijo! La dentadura de los güiros empieza a calentarse. Al rasguear tienen un sonido de hojalata vieja. Las maracas tampoco faltan: ovoides cimarrones de higuera con tintineos de madera vaciada. La tambora grande y el balsié, por último, que retumban con lamentos pronunciados, ascendentes de la noche clara: ¡Tum, tum… pru tuum, tuuum…! ¡¡Ta-pin-ta… Ta pin ta, Truuuuuummmm..!! Golpes aristocráticos de los campos, golpes pesados, como mazas de plomo, repicando contra el parche adobado. Golpes milenarios que traen mensajes de selva; golpes de los misterios y de las brisas ancestrales, que se pierden como el remusgueo lejano de los pinos, de los platanares, del polvo de la luna alta… De cuando en cuando óyese un solo instrumento. Calla éste y empieza la güira, y así sucesivamente, a pequeños intervalos. Vuelven a tocar todos. Falla uno, o dos… El romo comienza a escasear. Para el foráneo que cae bruscamente a estas tierras, después de pasar por Madrid en paz, el Montmartre o Londres, le es imposible comprender y puntear estos ritmos, estos sones que se clavan como dardos en las sienes, en el corazón… Hay que llevar la música en los garfios de la sangre para ello. Dos, tres, cuatro parejas abren el espectáculo coreográfico. Más tarde, la pista se achicará hasta resultar imposible. Las muchachas sostienen ligeramente y con gracia sus polleras, levantándolas un poco


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por encima del nivel corriente. Los jóvenes alargan la palma de la mano hacia adelante, los dedos juntos, formando un ángulo recto después de la falange. Verticales los cuerpos, agarrotadas las carnes al palo del espinazo, sólo girarán los cuerpos, que se alargan con sus brazos estirados para buscar la calentura de las espaldas tocándose el cuello, ora unas, ora las otras. Ritmo de sangre que pugna por salir, película carnosa, sangrante, sensual, de los labios enfebrecidos. Asidas ligeramente las faldillas con la punta de los dedos, los hombres en posición hierática, los pies muévense imperceptiblemente como cepillando la tierra y el herbazo ralo de la enramada. Son bailes largos, inacabables, en que tan sólo los hombres y los músicos se turnan, jadeantes, chafados por el cansancio. Las mozas, por el contrario, resisten indeciblemente, hasta que termina la pieza, hasta que termina el baile. En ellas, cuando bailan se trasluce una audacia provocativa, de hembra que sabe a dónde va. Los hombres son más reposados, calculadamente fríos, para, a la postre, devenir más alocados. Compases siempre iguales, fáciles de encuadrar en el pentagrama, pero misteriosos. Oyendo la música, escuchando estos cantos que se pierden por las barrancas, rodeado de un paisaje misterioso cuando el pinar dialoga con la luna y ésta despanzurra en el cielo una nube roja para atrapar a las estrellas, siéntese como un grito forcejea la garganta para apostrofar la vida de quincallería luciente, ficticia, de ciudad, y proclamar las ansias momentáneas de paganizarse. Se toca, se canta, se descorchan botellas de romo malo, apestoso, y de vino con etiquetas de calcomanía, de bodega francesa. Y se fuma «Auroras» y andullo que basquea. De nuevo, se oye una voz central, atenorada, y un acompañamiento macizo: ¡Obée… Ováa…! ¡Oheée… Ováaaa…! Música y cantos arrancados a la selva, que alucinan, exasperan, enervan… Afonía musical de acento emocionado. Conso-


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nancias de ritmos lejanos. Acentos amorosos de areítos de las viejas civilizaciones autóctonas, cantares antaños de los colonizadores españoles, cadencias arrancadas a la selva ignota: Cantos y música en los que reverbera el sentimiento inmortal hacia la Naturaleza de tres pueblos distintos… Yo me he esforzado una, dos, tres noches, concentrada mi sensibilidad, para captar este ritmo brujo, estos movimientos imperceptibles, esta geometría quimérica de carnes bailando «palos», que no puedo, que desisto en dibujar. Reservémoslo a las almas privilegiadas que saben rotular con kilometrajes de términos la pupila de unos ojos fascinantes o el escupitajo amarillo, podrido, de un ex hombre. —El baile de palos –me aclaran– no tiene la suavidad y variedad del de la «yuca», ni el repicar de los estremecimientos totales del «zapateo» de mucho donaire, caballeroso, caricatura mal trazada de vuestros bailes andaluces; ni la agitación del «chenche» ni mucho menos del «merengue» (belleza criolla: sinceridad, gracia y sencillez nacionales), parte del acervo danzante que con tanta profundidad como elegancia nos pinta Ramón Emilio Jiménez en Al amor del bohío. Pero, esto sí: el baile de palos tiene más fascinación pagana que todos nuestros bailes juntos. —¿…? En toda la República el baile de palos tiene una doble significación festiva y religiosa. En las grandes fiestas que se celebran, el sentimiento religioso, muy acentuado en el alma de los campesinos dominicanos, lo manifiesta en los «templos» improvisados. Cuando esta gente abandona el chisporroteo de los cirios, las letanías y los cantos, se agrupa en las enramadas, hablando pendencias de todo el año, comiendo, bebiendo y bailando los más jóvenes. Cuando alguien muere –continúa mi interlocutor– en estos campos se organizan grandes «velorios». Tanto en las «velas de muertos» como en las «velas de ofrecimientos», parece que la gente viene más a comer que a rezar. Estas veladas duran mientras queda en las bateas un pedazo de «puerco asado», las botellas de romo son renovadas y las ganas de celebrarlos con «palos» no se acaban.


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Con turnos de romo y ginebra, de café negro y pasteles aceitosos, el baile de palos se prolongará hasta el amanecer. Es el mes de junio. Mes de las fogatas encendidas. Mes de los cánticos. Mes de la bravura de sexo en éxtasis. Mes de la idolatría en el campo. Mes de la paganización. Cinco, ocho, doce, quince días sin parar. Y así todas las noches… Fiestas paganas de luna y de campo en pleno trópico, de desenfreno en la risa, en las carnes encabritadas por los deseos, en las vísceras. Quince jornadas de jadeo fuerte, voluptuoso, animal. Quince días de sonar de tambora y de noches claras y de esquivar. Y de correr… De cantar y de dejarse atrapar por las cinturas en los manchones de maizales y bambúes, con crujidos de hojas, gemidos de cañas y de voces chafadas al quebrarse… Desenfreno… Luna… Campo… Y un escurrirse por las veredas de los platanales, con canciones sencillas: Ei que quiera sei un hombre necesita poseei buen caballo, su revoive, una silla y su mujei. Lolita tú me va a matai Lolita con ese mirai. Lolita tu me va a matai Lolita con ese andai.



El crimen mayor que podemos cometer con nuestros semejantes no consiste en el odio, sino en la indiferencia. La indiferencia es la esencia de la inhumanidad.

George Bernard Shaw

A Z Ú C A R tragedia y romance

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

Hace más de dos horas que nuestros potros cuatralbos sienten

en los ijares la cuchillada de los aceros. Desde un altonazo con breñales contemplamos la llanura verde, la llanura infinita, el arrugón bermejo de las cañadas, la llanura total que se cose como un inmenso telón en el azul. En el cielo, de un añil profundo; no se vislumbra una nube: sólo a trechos aparece un manchón blanco, errátil, que engulle la lejanía. La tierra está caliente. El cañar despide ramalazos de plomo hervido: es una brisa bullente, cegadora, asfixiante. Por las guardalíneas y trochas que conducen al camino real empezamos a ver los primeros vagones cargados de caña hasta los topes, y las yuntas de bueyes uncidas a las carretas que voltean sobre el pedrizal con las llantas y los bujes enfangados. Llevan la caña a los centrales, a los vagones vacíos del día anterior. A lo lejos se oye el chacháa… hondo, metálico, reposado de una locomotora y el pitazo de gas, robusto, agujereando el cielo hasta perderse en el sol adurente. Los bueyes tienen muchas arrobas; sus carnes son macizas; sus pelajes lucientes. Viéndoles como tiran se adivina el trato. —No se extrañe usted, –me objeta el acompañante–. Durante el “tiempo muerto” estas bestias son atendidas, alimentadas en los potreros de las Compañías. Los bueyes –continúa– resultan los elementos a tener más en cuenta en los ingenios. Ellos – 85 –


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representan una valiosa e imprescindible propiedad. Las yuntas de bueyes, antiguamente, marcaban el barómetro de riqueza de las colonias en plena formación y desarrollo. Y hoy mismo no se concibe la vida de las grandes Compañías sin bueyes. Siempre ha resultado más difícil conseguir un buey que haitianos, estos braceros canijos que arriendan sus músculos por unos “cheles” para cortar durante el día cuatro y hasta cinco toneladas de caña. —¿…? —El trabajo en los cortes sólo dura cuatro o cinco meses. Después, estas bandadas de haitianos arrastran una vida miserable. Cuando el “tiempo muerto” se viene encima, sombrío como un cementerio, negro como una aguaza enturbiada por la vorágine, muchos de ellos se ven obligados a regresar a Haití para trabajar de nuevo en las caballerizas o en las plantaciones de café. A cambio de tanta sangre absorbida, de tanta caña cortada, el trabajo les da muy poco. Los menguados ahorros de la zafra no les permiten pasar unas vacaciones. Esta gente sólo descansa cuando revienta, aplastados por un carril, por los retortijones de sangre podrida o por la tuberculosis y la gangrena. Algunos haitianos prefieren quedarse en el campo, donde gastan sus menguados ahorros, entre bazofia y legalización de papeles, como extranjeros. Otros pasean su miseria por el batey chapeando o verificando los trabajos más degradados. ¿Acaso no es un simulacro de vida lo que conlleva esta gente? ¡Y sin los bueyes y los haitianos, la zafra no podría ser llevada adelante!… ¡La zafra sería un fracaso absoluto! Hemos llegado al camino real. Las herraduras de los caballos chacolotean en los pedruscos de la carretera que une el cerebro de la República con todos los pueblos del Este y provincia de Samaná. La maciza fábrica del Ingenio, grisácea, metálica, se destaca en el horizonte como un manchón de obraje viejo. Antes de llegar a la factoría un galopín, pitarroso aún, ha apartado a un lado del camino nuestros alazanes. Bajo la fronda carnosa de un almendro hemos secado los rostros hirsutos, ajados por la distancia, el polvo y el sol. —¿Cómo van esos ánimos, don José?


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Don José, el pecho aplanado, hundido como si quisiera tocar el espinazo, ha contemplado un largo rato sus piernas, ha ensayado un suspiro hondo y ha dicho: —De mal en pior, Mr. William. —¿Y sus hijos, don José? —Así, así, tirandito, por la Capital trabajando. —¿Anjá? Mientras comemos un “sandwich” con un botellón de cerveza fría al lado, Paredes me aclara: —Estas bodegas rurales son de las Compañías. Sus empleados pertenecen a la plantilla de la bodega central del Ingenio. No se mueren de hambre, realmente, pero estos niños, que han arrancado de sus manos las golosinas, muestran palpablemente que no reciben toda la alimentación debida. El control es tan riguroso –continúa– que es muy difícil, por no decir imposible, el poder sustraer nada. Mensualmente, los contables de la bodega central, acompañados de otros empleados, a veces del mismo administrador, pasan balance de comprobación. Hay muy poca piedad si las cuentas, caja, existencia y venta de mercaderías no cuadran. ¡Y la bodega es un gran negocio! ¡Un estupendo negocio…! ¿Ha leído usted, “Over”, de Marrero Aristy? A medida que avanzamos por la carretera percibimos la sensación de grandeza del Ingenio. Una lengua de humo alargada, gigantesca, negra y espesa al igual que un chorro de chapapote disparado contra las nubes, nos señala el punto exacto donde queda ubicada la factoría. El caminejo, los campos vecinos, las casas, el cañizar tienen manchones finos de bagazo, carboncillo vegetal, tenue, sedoso como la ceniza de papeles, que arrojan las bocas de las chimeneas altas, calculadamente redondas, empotradas en el piso. —¿…? —Este bagazo, durante más de seis meses, durante el tiempo que dura la molienda de azúcar, hace vomitar blasfemias sentidas a las mujeres del batey. El bagazo es su enemigo mortal, el enemigo que todo lo daña y afea; que ennegrece las viviendas,


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las ropas, las carnes, colándose por la tela metálica, por entre las planchas.  Ya estamos frente al Ingenio. Dos recios mojones de piedra nos señalan la entrada. Cruzamos una calle recta de barracas, unas de concreto, la mayoría de madera y zinc. Algunas pintadas de colores discretos, otras blanqueadas con cal. Estadounidenses, ingleses, cocolos, dominicanos y haitianos viven separadamente. Los primeros –ocupados en la administración, dirección técnica, explotación en general–, forman un mundo aparte. Sus viviendas, el Country Club, el hotel, la escuela, o el campo de tennis, constituyen una colonia aislada. Los “cocolos” y dominicanos, a pesar de su ojeriza (fomentada, provocada, impelida por la actitud noble del nativo frente al orgullo del “salakof” y la “kodak”) viven en una calle de casas “standard”. Algunas son construcciones regulares. Otras son más pequeñas, compuestas de dos habitaciones; cocina y comedor, todo junto. Los haitianos ocupan grandes barracones de madera, forrados con tapas de cajones viejos y techados con pencas de zinc. Cada barracón está dividido en muchos aposentos diminutos, estrechos como un ataúd: Viviendas escuálidas, sórdidas, repugnantes. Viviendas espantosamente peladas, sin moblaje, sin servicio sanitario, en las que tan sólo pueden verse colgadas la hamaca, la abombada olla de latón azul, los machetes. Cuando la zafra exige esta gente vive hacinada, durmiendo con la peste de las cucarachas, de los ratones, sobre los tableros duros, de pie. Uno no se explica cómo el porcentaje de tuberculosis no es más elevado. —Los bohíos campesinos en el interior de los cañaverales –me dice Paredes– taladrarían a usted el corazón. ¡Cuánta miseria desconocida en aquellas covachas de latón y maderos podridos…! ¡Almas muertas, carnaza torneada en la que tan sólo se ve flotar un hambre rabiosa de mil siglos!


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Hace una semana empezó la zafra en el Ingenio. ¡La zafra! La zafra es ya como una enfermedad, una obsesión que machaca las cabezas enfebrecidas de esta gente! ¡Cuántas ilusiones envuelve esta palabra, que hace estremecer de contento al hombre, a la tierra, a la ciudad…! Ya el mecanismo se puso en movimiento. Ya los contadores en las grandes hornallas marcan el pulso de los trapiches infernales. Ya rugen las calderas y las chimeneas vomitan bagazo… Y mientras la zafra aplasta a los hombres, absorbiendo energías de titanes, todos tienen el pensamiento en ella como el único asidero, como única tabla de salvación para pasar un año más y un año menos. Junto a las chimeneas se levanta una perspectiva de pabellones disparejos, inmensos, todos de latón. Sus techos a dos aguas, son de zinc; los altos paredones son de zinc; los depósitosalmacén, son de zinc. Por los miradores que rematan la fábrica sale un ruido brutal de maquinaria, en movimiento. Pitazos anchos de gas, voces ininterrumpidas de hierro, de un mecanismo engrasado, infernal. Muy cerca, el agua del refrigerador graba en el aire una sinfonía de cascadas, macizas, calientes: huelen a guarapo; acatarran a los niños, a las bestias. Frente a las chimeneas hay una larga pared de calderas y filas de hornallas, mantenidas constantemente por un fuego de bagazo, loco, rugiente. Una geometría de válvulas, contadores, tubos de escape matizan aquel paredón de hierro y ladrillo. Frente a estas hornallas y los fogoneros –ídolos con contornos de precisión exacta, brillantes por los canales de sudor y lenguazos sangrantes de fuego– yo he evocado la acabada pieza de Papa Presión, en la que el poeta Francisco Domínguez Charro se nos presenta como un cuentista de vanguardia, nacionalmente prometedor. A la entrada, una grúa movediza levanta desde los vagones, las toneladas de caña como si fueran paquetes de corcho. Los conductores de hierro están repletos de carriles y locomotoras, procedentes de los cortes, de los chuchos. Traen millones de kilos de caña deshojada, hecha pedazos: muy pronto será bagazo, melao, azúcar. Por todas partes cables de hierro trenzados. Los


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cilindros de los molinos son de hierro. Los pesadores y las bielas producen alborotos de hierro, chasquidos metálicos, pitazos anchos de gas. Los volantes, las gruesas tuberías conductoras del vapor, las bombas, las bielas, todo es de hierro. Las pesadas máquinas: los tachos ventrudos, olientes a sacarosa; los tanques de cristalización; las centrífugas, en el centro de la pieza, vomitando canales de azúcar parda, todo es de hierro. Hasta los conductores del guarapo son de hierro. Cejijunto, apretados los maxilares por todo aquel movimiento diabólico engullendo centenares de miles de toneladas de caña, saliendo, entrando, levantándose y cayéndose, girando todo con una precisión exacta, que maravilla; y viendo trabajar a aquellos gigantes, no puede uno más que exclamar: ¡Ellos también son de hierro! Frente a la bodega, a la cantina, a la nervadura inmensa de raíles, al pabellón de las oficinas centrales, se levanta una ancha pieza de cocoteros despelambrados, palmeras, jardines y aceras. Los sábados aquí se congrega la gente como las moscas en un panal. Aquello es una Babel humana, imposible, en donde se habla inglés, castellano, creole, patuá, sirio, libanés, chino… ¡Qué sé yo! ¡Qué mundo más desigual! ¡Cuántos estremecimientos, cuántas inquietudes chafadas en la brutal congestión de pieles y de sangre! Los haitianos llegan al batey en grupos, apenas ha comenzado la zafra. Traen las mochas bajo el brazo, dispuestos a cortar caña y pedazos de sol. Se les ve con la olla colgando a la espalda. Vienen de todas direcciones, a todas horas, sudorosos, como si en el agua de una nubada les hubiera venido encima, de golpe. Cubren sus carnes de betún con harapos; camisas de tirillas sucias, agujereadas atrozmente por los abejorros y las ratas y el “sereno” de las noches tropicales; pantalones de fuerte azul pegados al vientre con una cuerda de palma, arremangados a las piernas, sin orden, sujetos por ligaduras de guano. Cuando ríen apuñalan el aire con una carcajada roja, una carcajada de tabaco, hediondo, fétido. Andan descalzos, a zancadas como los batracios, cubriéndose la cabeza con sombreros de copa alta


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y anchas alas, de cogollo amarillento. Por todas partes se ven mujeres desgreñadas, míseras, las bocas sin un canto de muela: el escorbuto, el hambre les ha cepillado la dentadura. Cuando corren como un pato mareado, bríncanles los senos flácidos, viejos, caídos, semejantes a dos zapotes grandes, agusanados en un montón de ruinas vivientes. Son mujeres de “cocolos” que un día llegaron a estos lugares embultadas en las panzas de unos veleros desde las islas del arco antillano, de Jamaica, siguiendo el opio del kaki y las polainas. Llevan sombreros abombados, de color sulfatoso. Hablan como cotorras, como pericos. En la bodega, en la caseta donde efectúan los pagos semanales, arman todos una algazara. Ni Dios se atrevería a imponer silencio cuando se despacha gas u otros artículos que escasean en los bateyes. ¡Cuánta ronquera, cuántas gargantas despellejadas bestialmente, cuántas blasfemias acres; cuánto braceo, gargajos, papelotes corrugados y cartulinas en el aire, rojas, amarillas, agujereadas, timbradas, encasilladas…! Y de entre esta batahola humana, residuos vivientes, cenagal de ansias chafadas, podridero de inquietudes: haitianos “standard” cubriendo temerosos el marco de las puertas de sus barracones. Turbamulta de jíbaros, cabezas redondas, tupidamente lanudas, con una mueca blanca y grande en el rostro. Altos como sombras, de párpados entornados y globos transparentes chocando con una mansedumbre animal. Patizambos, algunos, que arrastran en sus huesos tragedias de Ingenio: verdor dulce, cloroformo y vagonetas; “cocolos” –hijastros de Drake– también de tiznados pigmentos que, como los primeros, ya no esperan en las horas del gran ocio sin albas, la llegada de la zafra ni el vértigo de la caña, ni el chirriar de las carretas volteando por los fangales de las trochas ni la calentura de establos y de gasolina quenada; ni el puñado, en fin, de papeletas verdes por el alquiler de sus músculos, que no entendieron nunca cuentas balanceadas cargadas de sangre podrida, pedazos de blasfemias, escupitajos amarillos. Hombres y mujeres negros como su destino, con interrogantes en los pechos alicaídos, pensando acaso en el cielo, cuando en


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la tierra (arquitectura ideal de ilusiones) se les niega la felicidad. Esta sana felicidad de trabajar dignamente, estudiar, reír, vivir a medias como los demás, aferrados a su costra dura y que han de alcanzar cuando los millones de voces negras, cantadas en toda su tragedia por Richard Wright y Nicolás Guillén, sean escuchadas en el futuro de un nuevo mundo más digno de vivir. —Efectivamente, todo esto es muy “pintoresco”, dice Paredes. Tal vez haya excesiva borrachera de color. Pero toda esta humanidad miserable –continúa– es la protagonista auténtica, real de este poema trágico del azúcar, el romance universal por el que se agita la humanidad entera. Gracias a estos millares de hombres desconocidos, lúmpenes en una colectividad de caña en donde no se ríe, el mundo puede andar, en la paz y en la guerra; el mundo ajeno puede reír a sus anchas. El hombre civilizado puede prescindir del algodón, del caucho. Mas el hombre que viste corbata, la damisela que fuma “chesterfield”, la humanidad entera, no podría prescindir del azúcar. Mientras, los que no saben ni comprenden que el hambre es mala, terriblemente mala, cortan orquídeas en New York… —¿…? —Los chinos usaban el azúcar muchos siglos atrás. Su origen es asiático. La caña de azúcar fue traída de Alejandría a Europa en el siglo III. En el siglo IX los árabes cultivaban azúcar en gran escala. Las Cruzadas divulgaron su uso por toda Europa, como alimento nutritivo. La caña fue cultivada en Chipre, en Sicilia, en Madeira. A principios del siglo XV, en Motril, una población de Granada, había más de quince refinerías de caña de azúcar, cultivándose en el Levante y el Mediodía sarracenos. De las Canarias y de Madeira, Colón trajo la caña de azúcar a esta isla, donde se cultivó entonces en gran escala. Desde aquí, la caña pasó a tierra firme del Continente y durante Cortés, en 1553, fue enviada caña desde México a España. En 1551 llegó la caña de azúcar al Brasil, de donde pasó a las colonias francesas e inglesas. —Hoy, el hombre civilizado, la humanidad entera, no puede prescindir del azúcar. El alcohol, producto directo del azúcar, es el barómetro del mundo. En el presente, cada torpedo alemán,


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cada bomba aérea inglesa, cada proyectil de cañón que disparan los rusos, necesitan del alcohol. Este se emplea como disolvente en la preparación de la gelatina para la dinamita, en la preparación de la pólvora sin humo; los torpedos no tendrían movimiento si no fuera por el alcohol etílico contenido en los mismos. La pólvora, que se emplea para cargar cinco proyectiles de un cañón de dieciseis pulgadas, necesita el producto de alcohol de un acre de la mejor tierra de la República Dominicana, destinada al cultivo de la caña de azúcar. Tengo la seguridad –continúa– de que si no existiera alcohol, la guerra moderna mecanizada sería completamente imposible de llevarla a cabo. Y gracias al azúcar, el hombre desde su cama, apretando un pequeño botón, puede fácilmente endulzar su café o su té caliente todas las mañanas, en New York, en Barcelona, en Moscú, en Pekín. En todo el mundo, ha quedado archi-demostrado que los momentos en que el pueblo se ve obligado a pasar por el período de racionamiento, uno de los artículos que produce más trastornos en el organismo es el bendito azúcar. Este puede motivar el desplome total de la estructura económica del mundo. Y una lucha por la contratación de mercados produce en muchos casos serias convulsiones de orden político que, fatalmente, llevan a las naciones a la única salida: la guerra. Sin el cultivo y transformación de la caña de azúcar, en sus productos derivados, Santo Domingo, Haití, Puerto Rico y Cuba, este arco vital de pueblos del Caribe, no podría vivir. Toda la actualidad, todo el engranaje económico, político y social de estas islas, depende en su mayoría de la capacidad de producción de esta caña, que es una blasfemia para muchos. Por el camino –de doce horas, y cuarenta centavos, en la pulpería– los fogoneros cortan begonias y limones. En sus pechos (hollín y lava) nacen lirios y acentos. Es un canto de frontera, que apagará un grito macizo de mil siglos. Su fatiga une la tierra con la esperanza… El sol se acuesta. Un avión aterriza suavemente en el campo… Por entre una hilera de pinos podados cruza un carro magullando el barrizal.



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

Por toda la América hispano-lusitana, los conquistadores de la

Península divulgaron la afición a las corridas de toros, de origen auténticamente español, en contra de la idea árabe de las mismas. En la vieja Hispaniola, a pesar de ser el país del Nuevo Continente que más fuerte y con persistencia percibió los influjos de la civilización colonial, las grandes lidias no han llegado a alcanzar categorías de tales, como: en México, Venezuela, Colombia y Cuba. La lidia de toros en el Perú es tan antigua como la fundación de Lima. Tal vez el clima costero, los pastos jugosos de los inmensos valles formados en las laderas agrestes de los Andes, imprimieron en las bestias las vigorosas y fuertes cualidades que necesita el toro para ser lidiado, y que tan atinadamente hace notar el escritor Manuel Mendiburu. Desde 1559 se reseñan las lidias de toros en la Plaza de la capital hermana, y poco a poco van extendiéndose por todos los pueblos y haciendas de 1a costa. Al principio se reducían a cuatro corridas al año, pero más tarde se hicieron las fiestas ordinarias por empresarios y alcanzaban la categoría de reales con motivo de la jura del Rey de España, nacimientos de príncipes, entradas de los nuevos virreyes, arzobispos e, incluso, con motivo de las graduaciones de Universidad. Todas ellas con la máxima brillantez. Con la fundación de Santo Domingo, las jugadas de toros eran frecuentes en sus calles, constituyendo una de las más en– 97 –


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tretenidas diversiones del público español-dominicano. Los barrios de la capital se hinchaban de gente, durante las festividades de la Virgen del Rosario, las nombradas fiestas de la Cruz y con motivo de la Patrona de la República. Allá por el 1583, el Arzobispo de esta Diócesis –según nos refiere el historiador nacional Sr. Alemar– notificó al Ayuntamiento que no debía jugarse a los toros con la frecuencia que venía haciéndose. Más tarde, con los hatos, las corridas pasaron al interior.  Hay todavía una parte de la República Dominicana en la que, por una vez al año, se juega a los toros. Tierras del Este. Por los mismos lugares que hace más de cuatro siglos la espada de Esquivel, a las órdenes de Ovando, decretaba la fundación de ciudades, las capeas persisten. Tierras de sabana y de abundantes aguas; de lomas suaves, con verduras; de potreros (gramotes dulces, yerbazos) las vacas y reses bravas afincaron como pez en el agua. Antes que en las grandes maniguas, y sobre papeles sellados se demarcaran propiedades, cuyo desarrollo catastral pinta el Dr. y brillante hombre de letras, Moscoso Puello, en Cañas y Bueyes, los hidalgos, los escribanos arruinados, los aventureros, los hombres de la gleba española relegaron con sus capeas –recuerdos de cortijos remotos– los bateyes indios del cacicazgo de Hicayagua. Vi en cierta ocasión unas capeas en el Seybo. Antes del espectáculo los recuerdos cañonearon mis sienes. Recuerdos de romerías y de avenidas en feria. De los famosos encierros navarros de los fermines. Por curiosidad, pura curiosidad, devine espectador. En Levante, Castilla o Cataluña, lejos del Caribe, me hubiese esfumado entre serrallos o sacrificado la tarde en un chinchorro o en la Casa del Pueblo. Fiestas de Santa Cruz. Al amanecer, ya la muchachada está alerta, invadiendo las calles en espera de ver llegar los toros. Lejos resuenan los gritos de


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¡ooh… eéh! ¡ooooje… eeéh…!! Cuando se oye el trotar de las caballerías, se nota la presencia de los toros, a veces, de dos en dos o de tres en tres, unidas las cornamentas con fuertes sogas. Los más mansos de la bueyada corren sueltos por entre los ribazos de la carretera, con sus crías. Los toros van escoltados por seis o siete jinetes. Son el mayordomo de la ganadería y trabajadores, a los cuales se ha unido algún caballista que ha preparado su alazán cuatralbo para correr y distraerse. Si vienen de la orilla opuesta a la plaza, atraviesan el pueblo levantando una polvareda espesa, sucia, alta. Los gritos de los vaqueros, los pitos y las voces de la muchachada, el gruñido de más de un borracho, las imprecaciones aquérrimas de los adultos levantan un ruido infernal, indescriptible, cuando ven pasar las bestias a su lado, pegadas, corriendo veloces, corneándose, encabritándose. El espectáculo en sí constituye una caricatura borrosa, un remedo inacabado y reformado por influencias de las capeas en los pueblos españoles. La plaza, improvisada en el exterior de la ciudad, sin tendidos ni arena, es más bien rectangular. Toda ella limitada por troncos adosados al piso, de guayacán, espinillo, retoños y travesaños, donde se acomoda el público. El cerebro y los arrabales de la ciudad quedan desiertos. La sangre fluye a la plaza, como en las galleras. Sombreros de paja enfarolillan el cielo. El sol se desploma a chorros, con una infinidad de violencias. Las muchachas lucen flores en la cabeza. Charol. Aceituna. Carmín. De los bateyes cercanos, de los poblados, de todo el Este acuden «vales» al Seybo. Desfiles de caballerías enjalbegadas, de carros elegantes que brillan como cascarones de insectos. En la plaza se dan cita todos: los chocolate o blancos con plata. Los blancos, negros sin palmeta; los del centro y los de la «orilla»,


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los forasteros, los «cocolos», los William. A trechos, la banda de música del pueblo y grupos de charanga –eternos cazadores de romo– amenizan el espectáculo. Pero no esperéis las festivas notas de «Pan y Toros» de Barbieri o los pasodobles toreros de Quiroga y del flamante Oropesa. Las congas, boleros y los merengues –estos calientes «Baile, compadre Juan…», del Cibao, os inundarán de risa todo el cuerpo, comparando viejas estampas de toros, de corridas de gala o de beneficencia. El toril está adosado a la plaza. El toril tiene una construcción tosca de maderas y travesaños fuertemente unidos con ligaduras de bejuco. El toril está repleto de toros de todos los tamaños y colores; negros con rodales blancos; canela, con marchas negras; grandes, con muchas arrobas de carne, africanos que llevan en el redondel de sus ojos paisajes verdes de Haití. Pequeños, de pelaje alargado, con los cuernos afilados, mortales. Por sobre estos bueyes se destacan los «cebúes». Tienen la testuz grande, recta: la cornamenta, desarrollada y en alto. Caminan graves, majestuosos. Toda su arquitectura grisparda es fina y el espinazo ondula como una ojiva achaparrada. Son fuertes y de una bravura sin igual, y unido a sus dimensiones, el cebú es el Miura de estas plazas, cuando abandonan los ingenios. Sacar del toril una res es el momento más espectacular de la fiesta. Para ello, con lazos se va a la caza del bruto acorralado. El nudo escurridizo trallará en el aire, dibujará en el añil un infierno de líneas para caer certeramente sobre la testuz de la víctima. A golpes de látigo, a empellones, se amarrará el toro a uno de los troncos, el que sirve de gozne a la puerta del toril. Escurrida la cuerda empiezan las «faenas». En mi vida he presenciado estampas de pueblo más movidas y pintorescas. Ni en las apoteósicas semifinales de fútbol. La mayoría de las reses, añorando la placidez de la sabana pródiga, no quieren embestir y entonces son los espontáneos que se lanzarán nuevamente contra ellas. El público, exigente, descarriada la pelambre, rotos los varillajes de carey, se despepita, vocifera y patea hasta reventar cuando a los toros, antojadizos, no les viene en gana retirarse al toril o salir a la cancha.


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Grupos más compactos de espontáneos correrán orates por la plaza. Los muchachos saltan también en el rectángulo y los guardias correrán alocados, macana en mano, tras las bandadas de chavales. El «rebú» que se arma es de cincuenta mil diablos. Pero el griterío infernal se apaga cuando aparece en el ruedo algún ejemplar giboso de los Ingenios azucareros de La Romana o Consuelo, especie de búfalo. El cebú, grandote, embiste como un ofuscado hasta su propia sombra. Entonces es cuando se ven lucir algunas chaquetas cortas, pantalones ceñidos y un aire «calé patuá» con los pistolones brillando al cinto. El mozo brinda a la muchacha del campo, lirio de valle y del conuco. Lucen algunas capas rojas, color sifón-azul y molinetes. En «argot» taurino diríamos que la plaza se siembra entonces de un poco de verdad de cementerio. Nuevamente sale un torazo tremendo, careto, rabioso; la testuz negra y listada en alto, la cornamenta en alto, la pelambre erizada, en alto. La multitud estalla en aplausos, silbidos, carcajadas. —¡Compay, que te pilla! —¡Animal, clávale una puya! —¡Corre, carajo, corre! —¡Párate ahí, pendejo! ¡Párate ahí! ¡Hálenle el rabo, carajooo…!! —¡Cohetes… Cohetes!! El mozo ha desaparecido de la cancha para el resto de la tarde. El miedo le ha entrado hasta los huesos. No se le verá más en el redondel, mientras el toro salte bramando. Abundan por doquier los garrotazos de javillo. El toro se detiene fijo en el redondel. Su cola es cogida por unas manotas forzudas y los ojos del animal, redondos, miran con espanto a la multitud desorbitada. Sale al encuentro del toro un mozo «guapo», émulo de las glorias de nuestro Gallo o del gitano Cagancho y grita al bruto, escudado en la capa rasa de seda azul-eléctrico. Afortunadamente no ha ocurrido durante la tarde aquellos lances que Arriaza describe en sus gacetillas del ochocientos y que Azorín nos recuerda trágicamente en Castilla:


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Esas cogidas enormes en que un mozo queda destrozado, agujereado, hecho un ovillo, exangüe, con las manos en el vientre, encogido; esas cogidas al anochecer, acaso con un cielo lívido, ceniciento, tormentoso, que pone sobre la llanura catellana, sobre el caserío mísero de tobas y pedruscos una luz siniestra, desgarradoramente trágica…

Después, ya no esperéis buenas ni malas tardes. La suerte de la coreografía taurina, siempre la misma, no la busquéis en el tronar de un buen par de banderillas. Veréis, eso sí, los pies ligeros, las piernas rápidas, persiguiendo burladores abiertos. No exijáis tampoco grandes pasos ceñidos, éstos en los que la piel se cose temerariamente con el uñazo mortal de los Miura y Veragua. No esperéis el salto de espadas por los aires, atravesando pechos de cocolos y confundiendo sangres con el coágulo herido de la res. Ni pidáis caballos para ser despanzurrados en los manchones de césped. Nada de esto se os dará. Por una sola vez, en un supremo esfuerzo de valores, las muletas imprimen en el perfil de estos hombres de los cañaverales, zapateros de escalerilla y desocupados, posiciones exactas, temerarias, en las que se barrunta un héroe de novela taurina. Entonces con una «mariposa» insuperable el presunto matador se gana la oreja o la rechifla: consigue la ovación más cerrada o el broncazo más tupido de la multitud. Terminada la fiesta, aquel público –sangre trajinada por el trópico– se tranquilizará nuevamente con una indolencia cansina. No serán ellos los que pidan treinta años de indulgencia plenaria para estos viejos Carachos, de Gómez de la Serna. Ni las informaciones cablegráficas dibujarán titanes nacionales y heroísmos de capa y cuerno. Ni los «lances» de marquesas –salando ventanales– llenarán vanguardias o folletines absurdos o lo del Val. Ni necrologías brillantes harán salar en pedazos corazones de niñas, de ojos moruchos. El trabajo, al próximo día, seguirá su curso como si nada, o casi nada, hubiese ocurrido muy cerca de las trochas en fiesta…


G Ü I B I A nocturnal en el trópico

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l capitaleño no puede resistir a la tentación de pasar el domingo en Güibia. El «Ariete», prestancia de café europeo, y el «Hollywood», con todos los programas-reclamo, transpiran ambos una atmósfera de tertulia apergaminada, ñoña, escasamente favorable para los que, lejos de la ciudad o del campo, quieren evadir el fárrago diario y resarcirse de una atmósfera espesa que gravita hasta los sesos y transforma los espinazos en regueros de agua. Güibia, en cambio, por su situación y por el esparcimiento que nos brinda, deviene uno de los mejores y atractivos lugares de la República Dominicana. Contrariamente a «Caney Island» o a las playas brumosas del norte de España, que dependen de los ascensos de mercurio, Güibia, se muestra inmutable. El calendario y el termómetro no cuentan en este paraje maravilloso. Durante los tres cientos sesenta y cinco días del año se goza del mismo cielo, del mismo mar, de la misma fronda y de la misma alegría. Y Güibia, sin ser una playa reservada al privilegio, es un sitio privilegiado. Todo es azul en Güibia: paisaje, banderas y risas, como su vida misma en los momentos emocionales. «Acicate de placeres y alcancía de los ahorros sustraídos a la escuela durante la semana…», calificó a Güibia el crítico y escritor Pedro René Contín y Aybar, apostillando El viaje, de Manuel A. Amiama. Desde los niños hasta los viejos paseantes: desde el mísero dulcero que vocea sus: – 105 –


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—«¡Corazón de oro!» «¡Corazón de oro!», y bandadas de maniseros que ofrecen sus bagatelas; ¡Maní! ¡Maní! «¡ Maní tostao…»! hasta el macanudo profesor; desde la aviesa suegra tolerante o gruñona –así es las más de las veces–, hasta la respetable damisela o el maniquí con una millonada de azul en los cascos, todos tienen cabida en Güibia, confundidos –sin fanfarronías desentonadas– en una atmósfera saturada de respeto, riendo a mandíbula batiente; pisoteándose, hundiéndose en las olas. O bailando merengues y congas en el paraguas de la terraza. El dominicano, el europeo latino, el asiático o el turista anglosajón de barbas de azafrán que por primera vez visitan Güibia, no quedan frustrados después de la propaganda que han recibido. Desde Ramfis a Güibia el trayecto es también maravilloso; con una luminosidad rabiosa, sin comparación. Barandales de arbustos podados y de palmeras desgreñadas por la ventolina de la tarde limitan, hasta Güibia, la aristocrática avenida de Washington. Puñados de avechuchas –blancos y negros sedajes disparados contra el aire– rompen silencios de cristal. La costa es brava, con aristas y alvéolos en las rocas, profundizados por el topar violento y milenario de las aguas. Sólo la línea calcinada, vaporosa, blancuzca del horizonte está quieta, recortada por jirones y velámenes sepia de las nubes… Y la aguja cuadrada piramidal del obelisco, lejos ya –alta, majestuosa al igual que un monumento egipcio, limpia como una pupila salvaje–, proclama a todos los vientos la síntesis de este despertar y enraizamiento constructivo de las Repúblicas de América bajo la égida de la Independencia. El aire, macizo, sólido, está cargado de asfalto y yodo; hasta las agujas de los pinos tienen en sus entrañas carámbanos de sal. Bocanadas de viento embalsaman la atmósfera tibia: aromas sutiles de islas cercanas o de jungla negra. Poco a poco se difumina el sector áureo, sangrante, metálico. Estampas de trópico en que el sol se abisma rápido en la comba del piélago, sin primaveras tornadizas ni atardeceres dilatados con los que tanto soñamos la gente del Mediterráneo. La pantalla de Güibia adquiere entonces un fondo estereotipiado, maravilloso, único.


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Sólo quien por mucho tiempo –viajero de España– paseando por Tarragona haya acercado sus pasos al balconaje de hierro sobre el mar –sombreado por los abanicos de unas palmeras gordas, achaparradas, metálicas, verdes– habrá adivinado aquí un paraje similar. En el atardecer, cuando el sol ha perdido su brillantez y luminosidad cegadora, cuando la tramontana ha cesado y el cielo ha roto su campana de un azul terso, solidificado, inverosímil, asomaros a la vieja capital romana; dejad que a vuestras espaldas ruede el polvillo de oro salido del campo de Marte y, sobre todo, enfocad vuestra retina hacia el occidente para contemplar sus puestas de sol, de fama internacional. Aquella curva que se inicia en la desembocadura del Francolí. en el puerto, y que se pierde hasta la farola de Salou, bordeada por bosquecillos de pinos silvestres y de arenas amarillentas arrancadas al mar y a las cañadas del interior, es la misma curva de Güibia, con el mismo horno de metales; hirviendo, fulgores de un inmenso coral en llamas agarrado al claroscuro de las nubes. Todo ello con una sola diferencia: la lentitud mediterránea, esta lentitud que no acaba punca –al igual que un éxtasis de la naturaleza enamorada de sí misma– y la rapidez del trópico. La playa de Güibia vése constantemente asaltada. Desde la mañana hasta el atardecer, un hormiguero de bañistas marean el cielo con sus trusas de colores y «slips» ceñidos a sus carnes. A lo largo de la arena requemada por el sol desfila una geometría de cuerpos, con elegancia alada, sensual. Epidermis (ébano, bronce, mármol) que respiran salud, bruñidas por el yodo y el sol, y por cuyos poros de magnolia corren hilillos saltones de agua hasta resbalar por las piernas, como lágrimas de plomo fundido. Muchachas capitaleñas, vaporosas, elegantes, que son la sal y la gracia de estas calles de Trujillo paseando su garbo cosmopolita. Ojos amulatados, o verdosos, pero siempre grandes, como una almendra del trópico, y de relieve grácil esculpido en las durezas de la carne torneada. Ojos de negrura morucha y dulzor impenetrables, que al mirar anonadan, alucinan, hipnotizan. Labios entreabiertos, azuleantes o encendidos como una rosa en llamas, que producen una sensación de quemadura voluptuosa. Alguna


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que otra «Yemanjá» surge esbelta de las aguas: lucen mallas color grana, con turbantes rayados en la cabeza, que actualizan la vieja importación de negros del Sudán o imitan a Greta Garbo. Cabelleras trenzadas, azabache, que tienen la dureza y la elegancia disciplinada de mixturas remotas… Pero son los niños, sobre todo, los que completan el espectáculo de una sana satisfacción. Y los niños, en Güibia, después de «Ramfis», tienen un lugar privilegiado de alegría y de esparcimiento sin freno. En la playa, arena para revolcarse y jugar en ella con sus palas, sus cubos y sus aeroplanos de papel colorado que hacen cabucear con el ronquido gangoso de sus bocas y naricillas. Agua para retozar en ella y columpiarse en sus olas hasta el fin de la tarde. Rocas musgosas en las que posan sus cuerpos cansados, grabando figurillas de una elegancia plástica, como arrancados de los frisos del Partenón. Y en la amplia terraza natural, columpios, jardines y árboles grandes (como los de un cuento infantil de Antoniorrobles) para jugar a sus anchas. Y bomberos, secos, mofletudos como el Director, pero siempre vestidos de rojo a semejanza de una granada madura, que amenizan con la Banda de música «su» tarde. ¿Acaso los niños no nacieron para jugar y vivir, a sus anchas en la multiplicidad de parvularios, respirando salud que maraville? ¡Desgraciados los pueblos que estatifican la infancia para educarla exclusivamente en el imperio de la delación, del terror policíaco, de la rapiña mecanizada en escala internacional! Más tarde, la luna, redonda, borracha de ajenjo, chapotea en el lomo ceniza y brillante del mar. Las turbinas tejen claridades verdes, rojas, naranja, lila y las palmeras dibujan abanicos de sombra. La espaciosa terraza de Güibia deviene imposible en este nocturno de otoño. Los altoparlantes escampan música bailable, continua, en una precipitada confusión de claves radiadas. Un programa. Una cortesía. Un reclamo de licores, en fin. Pero lo que anuncia el «spiker» no importa. Lo interesante es bailar hasta avanzadas horas de la noche. Beber. Respirar fuer-


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te, alta la frente, encarándose con la luna llena. En Güibia, como en todas las playas del mundo, existe eso que en el lenguaje pasional llamamos AMOR. Algunos, muy pocos afortunadamente, dicen que el carácter Celestino de Güibia resulta intolerable. ¿Poca familiaridad en el desnudo playero? ¿Hay, realmente, algo más que devaneos amorosos en la frondosidad bullente, jocunda de Güibia? Yo no lo niego –por lo natural– que haya de todo un poco en Güibia. Mas, por el contrario, Güibia no puede devenir en una tertulia ñoña, de señores graves, roqueños preceptores de moral. La juventud, en todo el mundo, es alegría. Y la alegría de la playa tiene una tónica universal. Pero no quiero romper una lanza hidalga en pro de este ángulo de Güibia. Diga la palabra quien pueda y deba porque, en fin de cuentas, repitiendo términos de Apolinar Tejera… «no quiero meter baza en las mieses ajenas». Siguiendo el hilo de mis crónicas modestas, sólo he querido glosar en su justa maravilla, este rincón de que dispone el pueblo dominicano, orgullo nacional, inolvidable para quienes hemos tenido la satisfacción de pasar unos domingos en la singular Güibia, exaltada en sus Criollas por el Byron dominicano.



Cuando el blanco se acercó a ti por primera vez, tú tenías la tierra y él la Biblia. Pero ahora tú tienes la Biblia y él la tierra Axioma negro

V O U D O U una noche con los «endemoniados»

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En las Antillas, lo mismo que en el Brasil y en los Estados del Sur

de Norteamérica, el África traída por la colonización clavóse de raíz para conservar, a través de los siglos, toda su alma, inquietudes y pasiones. Más de tres siglos duró la trata de carne negra. Durante este período fueron cazados unos sesenta millones de hombres. De ellos, cuarenta millones llegaron a poner el pie en las nuevas tierras del continente americano. La tristeza, las enfermedades, el furor desatado durante la inhumana cacería en las selvas del Congo, del Senegal y de Guinea, principalmente, y los viajes accidentados por las largas rutas del Océano se tragaron más de veinte millones de aquellos desdichados, sometidos a la esclavitud por un puñado de tabaco, unas cajas de rifles o unos barriles de aguardiente. Una parte del Africa, pues, quedó en América, como cuajarón viviente. Y arraigó en estos climas y en estos cielos. Brotó de nuevo en esta tierra donde el mordisco de la Biblia, del Evangelio o el dictado del dril emponzoñaron el alma blanca, desencantada, del inmenso injerto negro. Destrozados en muchas partes los contingentes nativos (recuérdese el charco Antillano), engullidos por las plantaciones de algodón, caña dulce y los bosques de caucho (tragedia y romance), el blanco y el autóctono resultaron impotentes en la lucha violenta contra la naturaleza salvaje de América. El negro, por el contrario, fue el único ca– 113 –


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paz, con su músculo y astucia, de calzar bridas a este inmenso tragadero tropical para sujetar la naturaleza salvaje a su antojo, a costa, claro está, de mucha sangre, muchas vidas y tormentos sin fin, cuyos latigazos parecen saltar aún de las páginas de Beecher Stowe para trallar sangrantes en nuestra alma dolorida. Sin el negro, América no hubiese realizado tan fácil y plenamente el milagro de la colonización económica, cima a las inquietudes y deseos de grandeza del blanco aventurero. En este arrancar de cuajo de las selvas madres, el instinto del negro persiste en su afán de subsistir aferrado a sus viejas tradiciones, lo que constituye un proceso lógico, natural, que aumenta en él cuanto más se ve perseguido y maltratado. Los sentimientos ancestrales, folklóricos, religiosos –de una mística salvaje si se quiere– los mantiene en toda su vigencia. Y es que donde el negro hincó la rodilla o levantó la menguada cabaña, sembró profundamente sus mitos. Las Antillas (particularmente en Haití, la parte occidental francesa de la Hispaniola), es un ejemplo, al igual que en Pernambuco, Bahía, Detroit, campos de Cuba, el Este y el Oeste dominicanos, etc., de cómo un pueblo puede hacer que persista lo más intenso de su pasado ancestral, revelador de una existencia que llega al paroxismo de sus instintos. Este mundo anímico, primitivo, que se manifiesta en sus ritmos, su tradición folklórica, religiosa. Sus cantos. Y es que, como sentenciaba un escritor ruso, «en ninguna parte se puede hacer daño a las canciones. Las canciones son como las almas. Todos nosotros moriremos, pero las canciones quedarán. Las canciones duran siempre…» Aherrojados, desposeídos de su «ilu-aiye» –tierra de la vida–, concentrados en toda su tragedia durante centenares de años, lo emocional, la fe, lo subjetivo, lo «bárbaramente» espiritual, fue substituyendo a su mundo físico, perdido para siempre. Unido al trato secular –látigo, lodo y sangre–, de ahí se comprende esta firme supervivencia ritual, vernácula, que se traduce en las «macumbas», de los negros afrobrasileños y en los «zombis» y el «voudou» afroantillanos (credos que piden sangre, incluso humana), tan bien descritas las primeras por Xavier Marques en


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su Feiticiero y, en Jubiaba, de Jorge Amado; así como también los segundos por el periodista americano William Seabruck y los escritores nacionales dominicanos Santiago Peñolguín y González Herrera, este último autor de la recia novela Trementina, clerén y bongó.  El Este. Más allá de un ingenio azucarero. La tarde se había deslizado pesada. Invitaba al bostezo y al tedio. Me hallaba aprisionado en la habitación de un hotel. Había terminado de mala gana mis labores. Cansado ya de tanto mecanismo –factoría, locomotora, corte, gente en movimiento– fue cuando un empleado del Ingenio, me dijo: —¿Tiene Ud. comprometida la noche? ¿Por qué no viene Ud. a ver un «voudou»? —«¡Voudou!», exclamé poniéndome a su lado de un salto. Me creí entonces en la obligación de fingir un poco de incredulidad y de interés, al mismo tiempo. Durante toda la tarde nuestra conversación giró alrededor de historia y de costumbres, de razas y ritos; de luchas fronterizas internacionales, de introducciones pacíficas, de diferencias ético-religiosas en los mismos negros de la parte de Haití y de la sección española de la República Dominicana. Esta noche iremos a ver un «voudou». En algunas secciones próximas a los pueblos del Este está completamente prohibido este rito, como en Río de Janeiro o Pernambuco están prohibidas las «macumbas», ambos de puro fetichismo africano. —¿…? —Sucede que en algunos terrenos y colonias de los ingenios azucareros el ritual del «voudou» acostumbran a celebrarlo en los campos, muy adentro. En los caserones inmundos, colectivos, de los haitianos, bajo enramadas convenientemente preparadas, o al aire libre. —¿…?


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—Las fiestas de «voudou» pueden celebrarse espontáneamente en cualquier momento, y por circunstancias muy diversas; pero en el Este los haitianos las hacen coincidiendo con las fiestas del calendario cristiano: Navidades, Año Nuevo, Semana Santa, etc.  El cielo parece una plancha redonda de latón. Llovizna. Y el agua perlada de las gramas y de los yucatales se clava en las ropas, en el tuétano. Lejos, resplandece un oasis eléctrico, salvaje. Los cocuyos, a miríadas, iluminan el sendero estrecho, como linternas diminutas y flotantes en la noche. El tam-tam levanta un horizonte de hipos: ¡Tum… putupum. Tum…! ¡¡Ta pin ta. Ta pin taaa…» ¡¡¡Ruu… Ruuu… Ruuuu…!!! Cuando llegamos al «balli», una larga enramada, los tambores, cabalísticos, misteriosos, atronaban el espacio. Aquella noche viví el vértigo de una embriaguez. Es que los hombres de formación occidental nos vemos arrastrados por las violencias pasionales. Gustamos del contraste al precio que sea. De momento, la educación y el temperamento latino chocaron bruscamente con las primeras impresiones de aquella esterotipia, con colores salvajes. Ante mi asombro por la enorme multitud congregada allí, Mr. Muller se explicó: —Es natural que acudan tantos haitianos. Esta gente no se duerme. En Semana Santa, en plena zafra, comienzan los preparativos. Lo fundamental, para ellos, es la asistencia de todos: iniciados y neóficos en los ritos del «voudou». Comienzan los organizadores en un batey. Después pasan a otro, marchan a un tercero con la gente: después a otro. Y así sucesivamente, aumentando de forma progresiva los grupos hasta llegar a reunir en el


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lugar «sagrado» donde celebran sus fiestas, más de dos millares de haitianos pertenecientes a distintas Compañías azucareras. —¿…? —Con motivo de las grandes fiestas, y atraídos por la curiosidad, centenares de dominicanos y cocolos –que también tienen sus fiestas de sabor inglés– acuden en grandes grupos al «balli», unos a pie, otros a caballo y los restantes con lucientes carros. Junto a una pira alta tres hombres golpeaban locamente las pieles de tres balsiés, de diferentes tamaños y tonos. Despelambrados, las frentes sudorosas, como en un baño de nafta; los labios resecos al igual que un rayazo amarillento de azufre; borrachos tal vez de jungla lejana los tres, al unísono, movían los pechos y las testas como en un guiñol. Al resplandor de la hoguera, los enormes tambores producían tonalidades profundas, golpeándolos con las manos y los codos. Acaso los golpes más aristocráticos y misteriosos de la sabana. La indumentaria, también haitiana. Hombres y mujeres se adornan el cuello con pañuelos rojos, lila, verdes, todos de raso: polleras de cabuya recortada de los mismos sacos de azúcar: vestidos de una pieza, compuestos por retazos de colores mil, vistosos, chillones, mugrientos, de un olor a manteca rancia, que se masca. Algunos van adornados también con cintas, lentejuelas cosidas en las ropas, trozos de vidrio para fulminar más en la noche. Cada vez que repicaban los atabales con más fuerza se bailaba más violentamente. Ritmo de cadencias brutales, de movimientos libidinosos, de excitaciones y furias agresivas desbordadas muy adentro, que se traslucen en una borrachera epiléptica de sangre y sexo al son de la música bárbara. Ejercicio brutal de unas danzas, en que las contorsiones de los brazos levantados al cielo, las panzas, los muslos, las piernas, como en un estremecimiento de vidrios inyectados en las vísceras, nos hacían pensar profundamente en todo el contenido freudiano acerca del salvaje instinto fálico, de la cultura biológica de los pueblos de hoy y de los que viven aún un ayer lejano. Cerca de nosotros, sudando, las pupilas salpicadas de sangre, los ojos en un extravío animal, revolcándose en el suelo como


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una cucaracha medio aplastada, vomitando palabras incoherentes de un «creol» ininteligible, con unos hilos espesos, pajizos, sucios cayó un cuerpo tambaleante poseído de algo demoníaco. Al instante, otro bulto de mujer bigotuda, enormemente adiposo, repelente, nauseabundo, se desplomó al suelo, poseída por la loca magia del bongó. Y así otro, otro, y otro en una zarabanda animal, de aquelarre selvático. Un ensalmado, ya en posesión de Lúa Candelo –según me dicen– se acercó a las llamas de la pira apretujando las brasas vivas con los pies descalzos, sin proferir un grito. He visto más tarde a un haitiano coger con sus manos un vaso lleno de romo de gordo canto; llevarse a la boca el vaso y el líquido, hincarle los dientes, quebrarlo como una pastilla de caramelo, convertirlo en pequeños trozos, triturar éstos y engullir –la papada saliente– el bolo de vidrios. Medio turbado por el espectáculo, Mr. Muller, rogó que me fijara nuevamente en dirección a la pira de fuego. Era el instante en que un haitiano, agarrando con las manos una larga y pesada cadena de sujetar los bueyes a las carretas, se la enrollaba al rojo vivo por todo el cuerpo desnudo, sin un lamento ni una contorsión. Como un maco borracho, cansado de tanto balsié, embrujado el pecho por la furia de la música, un haitiano gigante, negro, las pupilas fosforescentes (dos grandes cocuyos fijos), el belfo amoratado y brillante por los cordones de baba y espumarajos amarillos, bestialmente chato, dio un cabezazo en el piso y rodó al igual que una bola automática por toda la enramada. Esta excitación y desenfreno duraron más de sesenta minutos. Hechas nuevamente las libaciones de romo y clerén, el Papabocó o Papalúa (sacerdote que dirige los ritos), se acercó a un ángulo del barracón y sacó de su pecho desabrochado un largo puñal. Se iba a proceder al sacrificio de sangre, que los haitianos consideran como un acto de expiación para calmar las furias a Legbá, por las ofensas que sus «fieles» le han inferido durante el año. Nuevamente resonó el balsié más lúgubre que nunca. Otros cantos se elevaron al cielo. La hoja del puñal brilló en el claroscuro y como descargado por una furia superior, con signos misteriosos, se clavó en el pecho de un chivo canela. La sangre de la


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bestia sacrificada colocóse en un recipiente para nuevas libaciones, que más tarde ingirieron todos los que iban a iniciarse, o los mismos ya iniciados, en esta zoolatría auténticamente africana, procedente del Dahomey. Otra vez, con una furia desatada, animal, los haitianos emprendieron sus ritos, ora entonando cantos lúbricos, libidinosos; ora bailando. En esta ocasión, durante las danzas se apuntaron las carnes con afilados cuchillos al objeto de hacer más excitante y salvaje la fiesta. Otros llegaron a traspasarse los brazos con largas agujas y hundir, con fuerza, los cuchillos en los músculos: Las rojas y profundas heridas no derramaron una gota de sangre. Mr. Muller rogóme no me asombrase. —Todo esto es natural –objetó–. El cuerpo de esta gente está influenciado por drogas o bien por un estado cataléptico o hipnótico provocado por la sugestión mística, por la excitación sin límites que Ud. ha podido comprobar. Ahora ha terminado la fiesta. Si le place, podemos regresar.  El recuerdo de aquella noche endemoniada vivirá eternamente en mí. Aun el balsié repiquetea con hipos aristocráticos muy lejos, allá en el horizonte de mi alma…!!



Cuando éramos jóvenes, los viejos lo contaban siempre, al amor de la lumbre.

Geiride

C I U D A D T R U J I L L O enseñanzas del pasado y un presente

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El informe montón de ruinas de San Francisco –ex iglesia y

convento– ha detenido nuestros pasos. Frente a las rocas añejas de la fábrica pálpase de súbito la emoción pretérita de cuatrocientos años, que se inicia con el ciclo homérico de la Colonización. Rabiosamente maltratado por los elementos y los cañonazos está viejo, achacoso. No sé qué sensación de tristeza producen en uno sus piedras al poner las plantas en la burda escalinata. No obstante, pronto nos damos cuenta del por qué del emplazamiento en este lugar del primer monumento franciscano en América. El rico colono español Francisco de Garai no pondría impedimentos a los planes de Fray Alonso de Espinar, arribado al país en la segunda expedición, con objetivos espirituales. Ciertamente el Monasterio y la Iglesia nos revelan, con evidencia de roca, la sefárica rigidez de aquellos hombres que, a partir del siglo XIII, escriben un poema nacional desde los cielos de Calabria hasta el Po, para más tarde pasar a España y devenir la más popular de las órdenes monásticas. Tal vez sin una Rábida influyente los proyectos ambiciosos de Colón no hubieran tenido mejor acogida en la Corte de los Reyes Católicos que en la casa portuguesa de Juan II. Franciscanos fueron los primeros en acompañar al Gran Almirante en busca del Gran Kan, camino del Sol. Y los pies descalzos de cinco – 123 –


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seráficos españoles palparon los primeros verdegales y aguas corrientes del Ozama. Ni del interior ni del exterior queda mucho que admirar de la inmensa mole de piedra, ladrillo y pátina, agamuzado por la yerba. Los muros de mampostería –recios, severos, esbeltos–, nos hablan de la austeridad de esta casa. En la cúspide de los paredones flotan salvajemente matojos de verdura, que hincan sus raíces en el terral negruzco, abonado por los enjambres de palomas y los verdes lagartos. Las flores de jaramago y los globillos «Doña Ana» pintan en el azul de este cielo brujo una borrachera amarilla, roja. De la alta cúpula o cimborio nada queda. El viejo campanario es una columnata rectangular, aislada; sinfonía sillar sin un bordado arquitectónico, sin un canto de bronce. Su desnudez desgarradora, sus tajos y sus grietas nos ponen la carne de gallina. Sólo a trechos, por azar, un codazo de capitel habla de la sólida trabazón de su esqueleto, mientras la puerta luce un acabado cordón, atributo señero de la orden. ¡Cuánta diferencia de aquellas construcciones –riqueza, poderío, orgullo monástica medioeval– de los Jerónimos de Guadalupe o de Yuste, por ejemplo, tan vinculados ambos a la suerte del Nuevo Mundo! ¡Cómo contrastan la austeridad y rigidez de San Francisco, comparadas con el inexplicable poder material de los cartujos españoles de Miraflores, taciturnos, engreídos como cualquier cardenal del Renacimiento, ajenos al dolor y al pus de un mundo sin equilibrio! O con la opulencia a lo francés, de los cistercienses de Santas Creus y Poblet, con sus orgullosos monasterios levantados en los repliegues de maleza y retama de Prades, a unos contados kilómetros de la vieja Tarraco. Los muros de San Francisco invitan al caminante a pensar, retrotrayendo el alma a los tiempos turbulentos de la Conquista y al período floreciente de la colonización, inaugurado por Ovando, el hombre de hierro, en esta Ciudad Primada de las Américas. En la puerta, los pinos machos levantan un murmullo de voces: eterno dialogar con el viento, las cornisas, los pájaros. Desde este altozano y ventanales, los franciscanos contemplarían el surgir de la ciudad, cabeza de la Administración colonial del Nuevo Mundo.


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Desde aquí, aventada la niebla tempranera, otearían la llegada a la Hispaniola (procedentes de la Metrópoli), de nuevas, crujientes y adornadas carabelas repletas de semillas y de implementos, de bestias domésticas, de campesinos, de escribanos, de españoles de toda laya, predispuestos a probar la aventura y a labrarse un porvenir mejor. En la iglesia, construida más tarde, estos franciscanos oficiarían los Sacramentos para los recién llegados, mientras los nuevos cortesanos de «capa prieta» secarían la frente sudorosa bajo un almendro o durazno y aplacarían la sed en la noria conventual, llenos de agua los cangilones rodantes. Desde estas ventanas, los brazos en cruz, la mirada escrutadora en el azul como arrancados de una tela de Zurbarán, despedirían a los intrépidos que, desde el puerto, contra el bramar y la furia de las olas partirían hacia tierra firme, para incorporar, como los Cortés, Pizarro, Velázquez, Ponce de León, Núñez de Balboa, Narváez, nuevos florones de hispanismo y genio creador a la Corona de España, en contacto con nuevos pueblos, nuevas estrellas, nuevas aguas. Desde el Placer de los Estudios, el entrecejo engurruñado, lanzarían una maldición de asco contra los nuevos ricos que, cargados de oro de las minas, regresaban a España para iniciar allá el ciclo antieconómico de los «indianos». Desde la maraña de sus jardines cultivados, con la sinfonía incoherente de las abejas, contemplarían gozosos el resurgir prometedor de la nueva Santo Domingo de Guzmán. Ajenos a las intrigas de palacio, a las aventuras galantes de celosía, a las luchas turbulentas de las primeras Administraciones, los nuevos colonos y los franciscanos marcharían desde aquí para el interior con el objeto, éstos, de levantar nuevas casas de la Orden en Concepción de la Vega, en Lares de Cuajaba. Desde aquí se harían las distribuciones de tierras fecundas, aún no holladas por el español, para fundar ciudades improvisadas, a la sombra de los valles, a la orilla de estos ríos que cruzan la tierra dominicana, como armazón nervioso de una pantera. ¿Os imagináis a estos titanes de la gleba española, símbolo macizo de una raza, acuchillando la manigua, disecando charcales de muerte, arrancando a las playas sus lomas de piedra para abrir los primeros


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puertos; extrayendo oro a las minas para remesar cargamentos a la Metrópoli, fomentando haciendas sembradas de vides, granados, algodón, cañafístola, jengibre, añil, o cortando las ricas salinas de Puerto Hermoso? Desde lo alto del suave declive contemplarían cada día, extasiados, el levantamiento de las primeras calles. La de Las Damas, hoy Colón. La del Comercio, hoy Isabel la Católica. La de los Plateros, hoy Arzobispo Meriño La de las Mercedes... Estas calles anchas, rectas, paralelas de hoy; «estas calles que no sufren comparación con las de Florencia» como, orgulloso, escribía Geraldine: Calles nuevas de ciudad floreciente, en que la lengua metálica de las campanas retumbaría cada jornada llamando a la oración; en que el repicar de los yunques levantaría un himno al trabajo, a la aventura, con el gusaneo de espueleros forjando cobres, mientras las carretas al amanecer, voltearían chirriantes con el miedo en los bujes, camino de los nuevos conucos cercados y chiqueros de cabras. Por estas calles pasearían reciamente los grandes capitanes, enfundados en sus capas hasta los ojos, los rostros hirsutos, amagando las cuchilladas con el azafrán o el chapapote brillante de sus barbas; la empuñadura en la diestra, predispuestos siempre al desafío, al rapto de la hembra jocunda recientemente llegada, al asalto del ventanal donde se escondiera el corazón de una monja mundana. Aquí vagarían los «halcones en rama, ojo avizor y ala tensa», como expresa Madriaga, esperando mejores presas para saciar sus apetitos incontenibles: Mudos testigos de un pasado turbulento, donde la revuelta, la conspiración, el alzamiento estarían a la orden del día en este volcán de intrigas. A pesar del asfalto y de los modernos edificios, aún hoy estas calles guardan todo el sabor renacentista del siglo XVI, a través de un codazo de escudo medio roto, de un bordado de reja o de un balconaje ribeteado con las plumas de unos helechos limón. Más lejos, bajo la sombra de las ceibas achaparradas y de los manglares inmensos, otearían los bancales de verdura, los jardines y labranzas de las márgenes del río, mientras los campesinos, con afanes renovados, lucharían contra la voracidad de


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las hormigas cortadoras; las blancas garzas rasgarían la niebla y el azul; las piraguas indias cruzarían el Hocama (sic) en busca de agua dulce, cristalina, en el mismo chorro frío que el Almirante apagó su sed una tarde de agosto. Por este empedrado de San Francisco sonarían las sandalias de Montesinos, el hombre del verbo y de la pasión de fuego, dirigiéndose desde el Convento Dominico hacia el regio Alcázar de Don Diego Colón para, en los amplios corredores o a la sombra de las ventanas soleadas, apostrofar en la cara de los virreyes la injusticia de nato y los crímenes que se perpetraban contra los indios por mandato de los oficiales reales y oidores tipo Villalobos, Ortiz de Matienzo o Vázquez de Aillón. Aquí, durante tres días, pasearían su pompa extremeña y su orgullo Jerónimo Fray Luis Figueroa, Bernardo de Manzaneda e Ildefonso de Santo Domingo para, más tarde, hacerse cargo de la gobernación de la isla durante tres años, en el momento de más grandeza económica y resurgimiento que conoció Santo Domingo. Después de abandonar las escabrosidades del Bahoruco, bastión de la libertad y del honor nacionales, llegarían a San Francisco, Enriquillo –el último cacique indio– y su inseparable doña Mencía, con los indomables guerreros que le habían acompañado en su gesta rebelde, no a aprender aquél como lo hizo en estos paredones años antes, sino, con su alma de acero fraguada en la lectura de nuestros romances heroicos, la Canción de Rolando o el Poema del Cid, a dar una estupenda lección de civismo y de hidalguía antillana al prestar juramento y fidelidad a España y a su rey ¡Gesto altivo de capitán indio que no mereció el tormento de su glorioso martirio en manos de palurdos endiosados, que no comprendieron nunca la grandeza simbólica de la última flecha en el arco tenso del gran Enriquillo! …Aquí, paragrafeando a Jorge Manrique, vendría el señorío de Ojeda para socavar y consumirse dos veces como lo determinó –con un arranque de orgullo y desafío –en su última voluntad: «Para que todo el mundo le pisara al entrar… Bajo las escalinatas de ladrillo y las tumbas frías de San Francisco vendrían a buscar sepultura los cuerpos ajados, ruinosos,


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de los gobernadores y capitanes generales, Maestre del Campo Ceferino Manzaneda: brigadier Juan José Colomo, cuyos restos se hallan perdidos en la eternidad de la roca, del agua, del árbol. Por estas calles, camino de San Francisco, pasearía su túnica blanca mercedaria y su rostro de Emperador romano nuestro Tirso de Molina, el inmortal autor de El burlador de sevilla y de Los cigarrales de toledo. Aquí el orgullo francés, aplastado en Bailén y en Palo Hincado –pistoletazo simbólico de Ferrand– emplazaría sus cañones sobre las bóvedas sagradas derrumbando gran parte del templo a los primeros estampidos, el cual ya contaba con profundos desgarrones inferidos por el agua y la tierra en iras. Aún hoy, como recuerdo eterno, repiquetean desde lo alto de Santa Bárbara sus campanas, llamando unas veces al recogimiento, otras a la libertad. En la actualidad, San Francisco, en una noche estival, inolvidable, oyó el recio acento de los nuevos capitanes del espíritu intransigente español; la armonía clásica de unos emigrados que escogieron el santo recinto para que, retumbando en la piedra y en la pátina, con la representación de La niña boba llegaran al corazón de los dominicanos como un presente de hispanismo auténtico. ¿Acaso en todas las obras de tipo religioso de Lope de Vega, notamos un constante y singular amor, que es de veneración, hacia los seráficos de San Francisco, tal vez por el sentido teológico de sus doctores y de sus hombres errantes por el mundo…? Los peregrinos de la fe, ayer, fueron reemplazados en su casa por los peregrinos del Arte y de la Cultura española, arrojados aquí por el vendaval de la guerra.  Desde la vieja fortaleza de San Jerónimo, orientad vuestros pasos a lo largo de la avenida Mella. Regodearos por unos minutos en su bullicio trafagoso: Carretillas que avanzan con sus aullidos de hierro; camiones, con estrafalarios anuncios, repletos de hortalizas frescas y pilas de raíces encajonadas; muchachería que


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escribe con sus vozarrones una locura de números en la pizarra alta, azul, de la calle; hileras de burros, que vienen de las huertas vecinas, con los campesinos en el lomo, blasfemando acres; canciones en las fuentes de soda, en los comercios españoles; canciones sirias que traen en su acento añoranzas del Líbano. Y gente. Gente. Gusaneo de gente (camisa desabrochada, el nudo en la nuca, bufando), que deambula con grandes zancadas, sin rumbo fijo, sin saber a dónde van ni por qué camina indolentemente. Después, enfilad la Avenida Trujillo Valdez –ancha, recta, jocundamente española– con su manchón verdinegro de árboles en el centro. Asomaros a los pies de las palmeras del Parque Julia Molina y con vuestro catalejo, procurad abarcar toda la explanada capitaleña. Ante vuestros ojos surge Ciudad Trujillo, ancha, vaporosa, recostada muellemente en las aguas del puerto cual sultana del trópico, con un primer plano secular: las ruinas de San Francisco. Más lejos la Torre del Palacio del Consejo Administrativo, y, por fondo, el mar, azul, blancuzco en el brochazo lineal del horizonte límpido, a veces, con un manchón sepia, errátil. También he deambulado por estos patios –música y flor, remembranza de los patios andaluces–; por estas pavimentadas calles, cubiertas siempre de asfalto; por estas avenidas, hermosos parques y ensanches donde se halla el alma nacional, la idiosincrasia de este pueblo. La ciudad, que durante el día ha permanecido en trajín comercial y en un sopor de tristeza, se ha vuelto alegre por la noche. Las calles, los parques y avenidas se ven invadidos súbitamente, mientras el sol, profundo, acorta las rutas amarillas al Asia. Los ramalazos de fuego han cesado. En los bancos de piedra y cemento se ve la gente arracimada, gesticulando con énfasis, conversando a gritos, espantando de sus huesos la modorra caribe. Parejas de enamorados, que caminan con zapatos de hierro sobre la tierra imantada (como diría León Felipe con su hondo decir), otean y sueñan con un futuro de avatares. Contemplativa durante el día, cansada de bochorno tropical, la población capitaleña se lanza a la calle inundando los cafés, las imperiales de las guaguas, los cinemas. El contacto ahuyenta por unas horas


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maquinaciones grises, mientras el céfiro de la noche trae rumores de gramola, de río, de platanal. Tristeza del día que nosotros hemos notado en la generalidad de pueblos de la Dominicana. Tristeza mil veces justificada, hondamente humana, cuyas raíces hay que buscar en la historia dispareja de la Española, después de cuatro siglos y medio. Cuando ya la capital devino una hermosa ciudad… «que ningún pueblo hay en España tanto por tanto, mejor labrado generalmente, dejando aparte la insigne y muy noble ciudad de Barcelona», a partir de la segunda mitad del siglo xvi, siente la sangría de su cuerpo y la anemia económica y espiritual se agarra a su epidermis. ¿Por qué en 1547 Santo Domingo se halla menos poblado que durante el primer lustro del siglo? Porque Santo Domingo se transforma en el tapete verde de la tierra firme. En torno a él se agrupan los enjambres procedentes de España, capitanes, aventureros, pilotos, escribanos. Y sobre él –grandeza y azar insaciables– juegan la carta de sus ambiciones díscolas, dispuestos a caracolear con la aventura y lo imprevisto en estos mares y estas tierras de fiebre cegadora, de violencias con el espejismo del oro en la retina. La sed de oro, las ansias de enriquecerse sin un trabajo metódico, normal, fueron la ruina económica y espiritual de Santo Domingo, de la isla entera. Esta, por el contrario, esparce amorosamente la sangre, la cultura, el idioma, las formas jurídicas, costumbres españolas aquí enraizadas. La primicia de ser Santo Domingo, la puerta de entrada a América, ha costado muy caro a los dominicanos. Factura insaldable para este pueblo maravilloso, resignado: factura de tristeza inacabable que llevan todos agarrada a la sangre como una maldición, y que se traduce en cada gesto, en cada palabra, en cualquier manifestación anímica. Sobre estas tierras de tránsito se volcaron las ambiciones imperialistas de toda Europa, que pretendía clavar sus hilos en el triángulo colombino. Historia de conquista, de saqueo a mano armada bajo el designio de segundones y aventureros de toda laya. Historia de piratería intrépida, avalada por la inmunidad de sellos reales entrometidos en los asuntos de América. Historia


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de inmigraciones, de luchas intestinas furibundas, de invasiones y pronunciamientos constantes, de bandolerismo internacional que, con pretextos fútiles, se volcó sobre estas costas y estas tierras adentro para extirpar el alma nacional, para arrancar hacia Europa y América misma sus montañas de oro, sus frutos, sus mujeres maravillosas, saqueando y embruteciendo con sus pezuñas y la pólvora, la tierra que más amó nuestro Quijote del Océano. Cuatro siglos y medio de una anemia escalofriante, perenne, han hecho severos a los niños, tristes y desconfiados a sus hombres. Por todo esto, los españoles que hemos llegado a estas tierras, aventados por el huracán de la guerra, en contacto con los dominicanos y el paisaje comprendemos la idiosincrasia del pueblo, al cual desde el mismo día de nuestra llegada nos hemos procurado fundir con orgullo dispuestos a una obra mutua ascendente. Nuestra aportación ha sido modesta. Pero la obra llevada a cabo por un grupo numeroso y selecto de hombres de la cátedra, de la medicina, de las bellas artes, de la técnica, agrandada, enaltecida aquélla por el esfuerzo común de cuatro mil españoles dignos viviendo en la estrechez, en el anonimato –que tienen por símbolo la figura imponderable de Constancio Bernaldo de Quirós, recia encina del pensamiento español desterrado–, constituye el índice del cariño y afecto de la España peregrina hacia la República Dominicana. Durante la noche, la muchedumbre cubre las aceras de las calles, los bancos de los parques. Entonces Ciudad Trujillo se parece a un bosque inmenso de luces parpadeantes, que llega hasta el puerto. Yo he bajado a la ancha ría del Ozama para dar fin a mis correrías. Y errante por las empedradas calles, enfundo en mi alma la carga amorosa de tres años de convivencia intensa. Me acompaña la lujuria de estos paisajes maravillosos, idealizados por la luna caribe y la risa voluptuosa de sus mujeres. El recuerdo imborrable de sus campos, de sus playas con los bosques de lirios donde anida el carey. La hidalguía y el afecto, antillanos, de este pueblo que saluda al español, no con la nota agria, menospreciativa de «gallego» o


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«gachupín», sino con el nombre siempre a flor de labios de «España», «Españita», símbolos de afectos entrañables, compendio de querencia y de amor fraterno a España y a los españoles. La esperanza de este pujante movimiento literario que lleva adelante la juventud dominicana, con su verso y prosa de fuego, puesto el corazón y la mirada en un mundo preñado de inquietudes y de albas nuevas, triunfales. Estrella. Grito. Flor. ¡Puerto inolvidable. Puerto hermoso de Ciudad Trujillo! Contigo llevaré a la República Dominicana en el encanto de mi geografía sentimental. Y cuando mañana, recobrada la Patria común, un chorro de agua saltando en la taza desde un azulejo o un bronce esculpido os diga en la piedra y en el corazón nuestro eterno adiós de españoles; cuando podamos evocar el dolor de un exilio amargo, pero fecundo, maravilloso, yo cantaré esta tierra con pedazos de trópico en la voz para llevar un poco de ámbar y de espigal a vuestros hermanos españoles, a los míos, que esperan el abrazo simbólico de América, vuestro fraternal apretón de manos, hermanos de la República Dominicana.


Publicaciones del Archivo General de la Nación

Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI

Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850, Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. – 133 –


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Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Vol. XII Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Vol. XIII Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Vol. XIV Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XV Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Vol. XVI Escritos dispersos (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVII Escritos dispersos (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XVIII Escritos dispersos (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XIX Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Vol. XX Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXI Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXII Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIII Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXIV Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXV La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVI Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Vol. XXVII Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (16801795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXVIII Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXIX Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXX Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007.


Paisaje y acento Vol. XXXI

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Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. fray Vicente Rubio, O. P., edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIII La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIV Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo XVII. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXV Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVI Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo I. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXVIII Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894), tomo II. Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XXXIX Una carta a Maritain. Andrés Avelino, traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XL Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLI Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLII Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIII La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Vol. XLIV Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLV Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVI Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVII Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. XLVIII Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel,


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Vol. XLIX Vol. L Vol. LI Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII Vol. LIX Vol. LX Vol. LXI Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Vol. LXV Vol. LXVI

J. Forné Farreres tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo II, Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel, tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía, edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz. Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo I. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), tomo II. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D.N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D.N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D.N., 2008. El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D.N., 2008. Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D.N., 2008.


Paisaje y acento Vol. LXVII

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Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D.N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Grego rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Grego rio Billini, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIV Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXV Obras 1. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009.


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J. Forné Farreres

Vol. LXXXVI Obras 2. Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXVII Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXIX Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XC Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCI Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIII Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCV Filosofía dominicana: pasado y presente, tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVI Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVII Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCVIII Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. XCIX Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. C Escritos históricos. Américo Lugo, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CI Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CII Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. CIII Escritos diversos. Emiliano Tejera, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CIV Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Vol. CV Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010.


Paisaje y acento Vol. CVI

Vol. CVII

Vol. CVIII Vol. CIX Vol. CX Vol. CXI

Vol. CXII Vol. CXIII

Vol. CXIV Vol. CXV

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Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 19832008. Consuelo Varela, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas. J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010. Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Cuentos y escritos de Vicenç Riera Lloranca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010. Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias, edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.), edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010. Antología. José Gabriel García. Santo Domingo, D. N., 2010, edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010.

Colección Juvenil Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII

Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007 Heroínas nacionales. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2007. Vida y obra de Ercilia Pepín. Alejandro Paulino Ramos, segunda edición de Dantes Ortiz, Santo Domingo, D. N., 2007. Dictadores dominicanos del siglo xix. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Padres de la Patria. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Pensadores criollos. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2008. Héroes restauradores. Roberto Cassá, Santo Domingo, D. N., 2009.


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J. Forné Farreres

Colección Cuadernos Populares Vol. 1 Vol. 2 Vol. 3

La Ideología revolucionaria de Juan Pablo Duarte. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Mujeres de la Independencia. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Voces de bohío. Vocabulario de la cultura taína. Rafael García Bidó, Santo Domingo, D. N., 2010.


Esta segunda edición de Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana del autor José Forné Farreres terminó de imprimirse en el mes de junio de 2010 en los talleres gráficos de Editora Búho, C. por A., y consta de 1000 ejemplares, Santo Domingo, República Dominicana.


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