«Suspiria» (2018): un aquelarre demencial, un cineasta enfebrecido, un film apabullante y demás cosas de brujas

Imagen: Diamond Films España

La nueva Suspiria de Luca Guadagnino es cualquier cosa menos un remake al uso del clásico de Dario Argento. Por su audacia, riesgo, explosión creativa de verso libre y ambición desacomplejada quizá le aplica más el término rebirth, usado en una escena clave de la película. Es esta una obra salvaje, mordaz, oscurísima, desasosegante, irónica y malsana, de mucha huella futura. También un prodigioso ejercicio de dirección al alcance de los más grandes, una experiencia inmersiva total y un objeto artístico tenebroso que juega a meterte en contacto con el Misterio y sus muchas dimensiones. Hacía mucho tiempo que no iba al cine a ver dos veces la misma película. Estoy evaluando un tercer visionado.

Guadagnino se ha emancipado totalmente del horror gótico cuqui-entrañable en technicolor de la perla original de Argento. Ha evitado todas las tentaciones: uno esperaba, qué sé yo, siquiera un guiño al legendario tema original de Goblin al término de la secuencia final de créditos, pero ni en eso consiente el director. El terreno no es aquí por tanto ni Argento ni el expresionismo con tono cromático a prueba de daltónicos del clásico original, sino más bien Kubrick o Fassbinder, incluso Polanski u Ozu, pasados por un filtro ocre de colores muertos. El escenario no es el Friburgo del original, sino el Berlín de 1977, el de Heroes, David Bowie e Iggy Pop. Pero la banda sonora, a cargo de un Thom Yorke en increíble estado de forma, tiene poco que ver con esos referentes. Tampoco, evidentemente, con Goblin.

Guadagnino retoma la sencilla línea argumental de los apenas 90 minutos de la película original (una heroína que se inscribe a una escuela de danza sin saber que está regentada por un grupo de brujas) y se la lleva a 150 minutos de festival. Añade una subtrama con el trasfondo del «otoño alemán» de la Baader-Meinhof. También un vistazo de soslayo al Holocausto, y da un papel mucho más relevante en la historia a la danza y a la expresión artística en general, presentándolas como mecanismos alternativos, según, de dominación del otro o negación del yo. Subyacen como resultado algunas ideas muy sugerentes sobre la psicología de la transferencia, la violencia o la locura y, de modo análogo a como hacía la nueva Twin Peaks, sobre cómo los horrores reales del pasado siguen latiendo bajo la superficie del presente en un onírico inconsciente colectivo, mostrado aquí sin filtro como una orgía de sangre, magia negra y aquelarres grotescos. «Una alucinación es una mentira que dice la verdad», dice un personaje en un momento determinado, y la frase, que vale como definición del cine, sirve para definir cierto lugar mental en el que late toda la película. Porque Suspiria es cine del grande. Si se cae en su embrujo uno siente pavor, ríe, se divierte, se conmueve, se revuelve por dentro y hasta se queda con alguna imagen traumática sellada en la retina para los restos. Es una película que puede llegar muy adentro. Alternativamente se puede salir del cine mortalmente aburrido, o perdido entre la ambición desmedida de sus mensajes y subtramas. O, también, se puede salir creyendo en las brujas y tratando de identificarlas por la calle camino a casa. Como en los aquelarres más chungos, puede pasarle a uno cualquier cosa.

Muchos están criticando al film esa duración supuestamente excesiva y esos meandros en subtramas cuyo encaje con el tono principal no parece estar muy claro, con el tema Baader-Meinhof al frente. No solo eso: tras los pasajes más terroríficos y el abracadabrante acto final Suspiria hasta se permite un epílogo lacrimógeno con ecos sentimentales de aquel anciano que pelaba una manzana al final de Primavera tardía (1949), de Yasujiro Ozu. Y es que llega un momento de la película en que a Guadagnino le cabe casi cualquier cosa, tal es frenesí creativo en el que se mueve en esos 150 minutos. Y sí, el director y su guionista no son nada literales en lo que pretenden realmente con sus referencias históricas. Pero es que es esta una obra concebida, filmada y vomitada como un sueño enfebrecido. Quien quiera literalidad tiene otras películas. Y si quiere entretenerse, también puede pensar que lo que ha visto no es sino el sueño de dominación de una chica de Ohio, aunque esta no tenga el detalle de explicarnos el truco al despertarse en la escena final como un Resines cualquiera. El desigual y ambicioso edificio de la trama de Suspiria podría hacerse pedazos en manos de un cineasta manirroto, pero a Guadagnino se le nota que lleva esta película dentro desde hace años: la sostiene por puro nervio, por una planificación de escenas, sonido, montaje y música que te saca de la butaca con el regustillo fetén del gran cine. Una secuencia muy concreta, un espectáculo de danza que el director filma con reveladora maestría, es desde ya una de las escenas del siglo, a guardar en el carcaj de grandes recuerdos cinematográficos.

Protagonizan Tilda Swinton, que está imperial como una especie de Pina Bausch con todo el peso del arte y de la magia negra a cuestas, y Dakota Johnson, que hace maravillas con un personaje dificilísimo, en un juego de miradas y expresiones que se valoran mucho más en un segundo visionado. Les acompañan un grupo de actrices alemanas rescatadas de películas de Fassbinder, Schlöndorff y demás, y que interpretan a un aquelarre de brujas guiñolescas, inquietantes, satíricas, corrosivas y malas, muy malas, en el sentido tradicional. Pero que también saben divertirse y se emborrachan como campeonas. Uno quisiera salir a cenar alguna vez con ellas. Y es que es esta una gran película de y sobre mujeres, que contiene ideas de y sobre mujeres mucho más sugerentes y fascinantes que el catálogo perezoso y algo plomizo de tópicos feministas que invade el discurso mayoritario contemporáneo.

Suspiria y sus brujas nos entregan aquí un par de milagros más: de entrada nos han devuelto a Thom Yorke en impecable forma tras varios años en los que Radiohead, la otrora banda fundamental del nuevo milenio, andaba algo perdida en sí misma. Otro milagro: esta obra de arte rarísima, desacomplejadamente vanguardista, arriesgadísima y destinada a cabrear, cuando no a a aburrir y hasta a traumatizar, a buena parte del público, está producida por Amazon. No solo eso: si Dakota Johnson, que es nieta de Tippi Hedren, está a estas cosas, es señal de que el cine está muy vivo, porque si Los pájaros fue importante en 1963 esta película no lo es menos ahora. Las series de televisión lo invaden todo hoy, acechan y amenazan el ritual del cinéfilo, las muy brujas, pero si el séptimo arte sigue regalando cosas así nada está perdido. Corra a su cine de confianza, porque esta experiencia no le cabe en su salón con Netflix. Y si no le gusta, échele la culpa a las brujas, que haberlas haylas, y por ahí andan maquinando contra usted.

Acerca de Iker Zabala

Iker Zabala, ingeniero de telecomunicaciones, aficionado al cine, la música y la literatura y colaborador de la revista Jot Down. Me puse muy estupendo con los amigos, denostando con mucha suficiencia Twitter y otras "redes sociales" y jurando que jamás me abriría una cuenta ahí. He creado este blog para disimular y vencer el mono.
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