Sea La luz de Jochy Herrera

Sea La luz de Jochy Herrera

Juan Carlos Mestre

La ostra del Senegal se comerá el pan tricolor, reza laicamente en la proximidad de los proverbios modernizados uno de los relámpagos del cadáver exquisito que Paul Éluard y Benjamín Peret imaginaron al alimón y publicarían en el número 9 / 10 de La Revolución Surrealista. El enigma ha quedado resuelto, y todo lo que cabría suponer sobre el conjunto de las reglas básicas que rigen el mestizaje del color abandonan la preceptiva de los círculos cromáticos para convertirse en teoría sustancial del origen de la propia condición humana. Y esto, dicho así, como toda producción de hipótesis verbales que es la poesía, no puede decirse, ni entenderse de ninguna otra manera, repito: La ostra del Senegal se comerá el pan tricolor.

Cita Jochy Herrera en la primera página de su libro FIAT LUX, o sea, que se haga la luz, a Vasili Kandinsky citando a su vez a Schumann “Enviar luz a las profundidades del corazón humano es la misión del artista”, y algo más que mucho sabe Jochy Herrera de la conciencia luminosa del corazón y de la oscuridad como epifanía de toda verdad trascendente, la memoria de la luz que aún sigue habitando para el ser contemporáneo el aura de la obra de arte, el resplandor benjaminiano de su naturaleza única e irrepetible.

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Herrera nos propone en este libro SEA LA LUZ una nueva teoría de la visión poética del arte, una estética de la luminosidad frente al daltonismo que no distingue ya, en la sociedad de las cosificaciones del capitalismo avanzado, la identidad individual de la percepción de la heterogénea inexactitud de la masa inobservante. Es la mirada física y por ende espiritual de la persona la que determina el conocimiento del medio, la propia naturaleza de la luz como una sustancia participativa del pensamiento general del mundo, la reflectancia de todo en el absoluto que concibiera Baruch Espinosa, el pulidor de lentes, como negación del dualismo entre alma y cuerpo.

Desde la caverna de Platón, las sombras que siguen las huellas por el sendero por el que se fueron alejando los dioses han ido retornando a la casa del origen, ese misterio visionario de un permanente Génesis en el que el ser y la existencia comparten la razón del sentir, la de reinaugurar permanente la construcción ideológica del mundo, los grados del saber, y el desafío de ampliar los horizontes significativos del conocimiento humano, la herida siempre abierta de la muerte y la súbita presencia del relámpago como iluminación del gran dador cromático, el color del pensamiento que habita las partículas elementales de los aún inconcebibles universos cuánticos.

Jochy Herrera, uno de los escritores más cultos que conozco, ha escrito un libro para desencadenar a Prometeo, diría más, siguiendo la paráfrasis de Bertolt Brecht, para sentir y compartir la felicidad de verlo libre. Rubens, sí, pintando con palabras al animal que llora en los versos cegados por la luz de la misericordia de Gamoneda. Una capacidad única, la de Herrera, para vincular holísticamente las partes del gran relato del vértigo, la voz sin boca de la luz nombrando la conjunción y las consonancias, las correspondencias entre lo visible y cuanto no nombrado es relación imperceptible en el afuera de las poéticas que aspiran al conocimiento de lo otro, la otredad participativa en lo vedado por los códigos de la razón, pero realidades al fin de esa duda que constituye las hipótesis de la certeza. Ahí está María Zambrano, en la aurora de los bienaventurados, por el sendero órfico, hacia la esperanzadora luminosidad de la vida, esa vida que anhelosa da comienzo cuando termina la Historia: la escritura como redención y desciframiento de lo eclipsado por los imperativos de lo ominoso.

Es la sombra de la luz sagrada la que cura a los lisiados en el cuadro de Masaccio, la luminiscencia que fluye como un sueño en los pinceles de Caravaggio y Rembrandt, y de las cañuelas con las que Goya amalgamaba los pigmentos del fuego y el cinabrio, la química de las potencia psíquica que desde Plinio el Viejo delinean la gran fábula del destino como proyecto humano, el “simulacro imaginal” como lo categoriza el autor en este brillante ensayo sobre la belleza hipnotizada por la luz, sin la que no existirían las sombras, sus inquietantes frutos, o la ceguera que concedió a Tiresias el don de ver la eternidad de los mitos del futuro.

Cita Jochy Herrera a Goethe, los colores son actos de la luz, actos y sufrimientos. Y tras ese enunciado bien sabe nuestro autor que existe un vínculo con la ética, el de exponer de nuevo a la luz la herencia kantiana de la ley individual, la coexistencia de la libertad personal del alma subjetiva y la hechura espiritual objetiva que se plasma en la obra, espejo sin reflejo, del arte. Hay en este libro un clarividente ahondamiento en la filosofía y la función humanizadora del arte como ciencia estética, no ya su función social sino su proyección ontológica, de sus propiedades trascendentes como parte constitutiva de la naturaleza misma del ser, instrumento y también manifestación de lo sagrado, sea lo que fuere para cada uno de nosotros, como personas, lo sagrado, sus escisiones científicas o la contradictoria fundamentación de sus arquetipos. Pero habrá que entrar en la apasionante aventura del propio texto de Herrera, este testigo irrefutable de toda la nobleza humana, dicho con palabras de Cernuda, para descubrirlo.

Todo en este ensayo sobre las vibraciones espirituales del color conforma una nueva gramática acerca de la percepción y los fenómenos sinestésicos en el ámbito de la obra plástica y la experiencia psico-emocional ante la representación artística,“los mecanismosbioquímicos, electro-biológicos y celulares”, como escribe Herrera, con los que nos construimos una idea, entre todas las ideas, del mundo.

El dominicano nos habla de los trastornos visuales de Van Gogh, es decir de los conflictos de la percepción que instauran la idea discrepante y siempre heterodoxa del genio, de “la vaga luz, la inextricable sombra / y el oro del principio” de un restituido Homero encarnado en Borges, o de la dualidad creativa de Rafael Alberti y sus liricografías en las que pintabala poesía con el pincel de la pintura. Ciertamente -escribe Herrera-, color es memoria. Y es desde la atávica memoria de los bermellones óxidos de Altamira a los vaporosos blancos de Da Vinci, desde los lapislázulis asirios a los mansas lagunas de Patinir, desde los volátiles rojos de Vermeer a los tulipanes azules que nunca pintó Klee, el lugar distante donde la semiótica de la imaginación del autor despliega su propósito de repoblar espiritualmente el mundo a través del color que contagia más allá de los límites de la naturaleza la esencia misma de la literatura, las vocales del mundo que coloreadas por Rimbaud, el vidente, devuelven la voz moral del arte a las cosas que pueblan el mundo. Es el Azul de Rubén Darío y el espacio en blanco donde Mallarmé cifra el color del silencio, son las sabias disquisiciones de Herrera sobre el cielo sembrado de manzanas marinas de Joan Miró, el color como incitación a la gran aventura poética del habla humana.

La ostra del Senegal se comerá el pan tricolor, comenzaba citando a Paul Éluard y Benjamín Peret, el hoy más que evidente enigma del surrealismo que no dudarían en suscribir desde el absoluto ético de su proclama Rosa Parks y Martin Luther King, vencedores morales sobre toda la oscuridad de la vasta noche de la infamia. De esa gravitación ética del arte sobre la vida, sobre las telas blancas y los sudarios de la historia y de la histeria del dominio, también nos habla Jochy Herrera en este ensayo, de los colores asignados como marcas de clase, de los colores del estigma y las sublimaciones sacras con que se revistieron las épocas, de las modas de la nueva mística y la monocromía de la imaginación moderna, de la verdad, en suma, de cuanto aflora en lo simbólico como realidad del inconsciente.

Un libro literalmente fascinante que solo podría escribir el sanador del gran corazón sin nombre que es el poeta, el que vaticina ante la verdad, el tiempo y la historia, el fiel testigo que rastrea entre los bisontes y el carmín del celuloide la liturgia de los ancestros, es decir, los ritos, es decir, la querencia por las formas que nos vinculan a lo desconocido o fijan la fugacidad en la fotografía, dando permanencia a lo por tal condición sagrado. En este libro está contenido el color de la sangre y del aire, y la esperanza de los derechos civiles a la felicidad en los siete colores que descompone la luz al atravesar la gota esencial del agua.

Es la enseñanza de un hombre que ha sistematizado el saber para socializarlo como salud de un bien, y acaso no haya tarea más noble y alta en este mundo que la de resistir, con tal delicadeza intelectual, como lo hace Herrera, frente a los horrores y las precariedades contingentes de este tantas veces absurdo mundo. La tierra es azul como una naranja, escribió Paul Éluard, hay cosas que solo los poetas en su exactísima aproximación al error saben. Este libro está bautizado por la luz, y solo alguien capaz de conversar con Venus y las nubes, con la duración química del sol y el fugaz rumor de las arterias, alguien hijo de los caballos y los ángeles, alguien del rango “del modesto color de todos los días”, alguien que ve con los ojos cerrados el color de la miel y el sueño, puede, pudo, como Jochy Herrera, nuestro tan querido amigo, pensarlo, verlo y con tanta lucidez, entre las olas, escribirlo. Todo lo demás, que es mucho y como la velocidad inteligente de la luz, de una erudición ya para mí inalcanzable, está en su libro. Ya lo saben: El color de las estrellas hace crecer gratis la esperanza del arte de la vida. Léanlo.

Juan Carlos Mestre, poeta, grabadista y ensayista español. Premio Nacional de Poesía y Premio de la Crítica de Poesía Castellana. Texto publicado en www.zendalibros.com.