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El príncipe Tutmosis no estaba destinado a ser faraón y de no haber sido por la Gran Esfinge jamás lo hubiera conseguido. Era un segundón, nacido de una de las muchas esposas menores del faraón y ante él tenía muchos hermanos mayores mejor situados en la línea sucesoria.
Su suerte cambió un día de caza en la meseta de Gizeh, cuando se echó una siesta a los pies de la Esfinge. Esta se le apareció en sueños como Re-Horakhty (el dios con el que por entonces se identificaba la colosal estatua) y le comunicó que si la liberaba de la arena que la sepultaba ocuparía el trono. Al futuro Tutmosis IV le faltó tiempo para encargarse de ello. Al día siguiente, los obreros estaban manos a la obra.
Poco después, con apenas 20 años, se convirtió en faraón. Su momia presenta un excelente estado de conservación y una delgadez extrema que a lo mejor no se debe solo al desecamiento con natrón, sino también a la enfermedad que causó su temprana muerte.
Los egipcios sabían que la momificación demacraba el cuerpo y se esforzaron por remediarlo para que el difunto luciera lo mejor posible, de modo que era enterrado con los peinados, trenzas y extensiones capilares que llevaba en vida.
La momia de Tutmosis IV conserva el pelo que lució cuando vivía, cuidadosamente peinado con raya a un lado, tal vez para ocultar que había empezado a quedarse calvo.
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Este artículo pertenece al número 242 de la revista Historia National Geographic.