El humilde pero vital oficio de aguador

Antes del siglo XIX, los aguadores llevaban el agua en cántaros desde las fuentes públicas hasta las casas.

Aguadores con carrillos llenos de cántaros

Aguadores con carrillos llenos de cántaros

Aguadores con carrillos llenos de cántaros en la fuente que había en la Alameda de Hércules, en Sevilla. Óleo anónimo. Siglo XVII.

Foto: Oronoz / Album

Antes de la introducción del agua corriente en el siglo XIX, uno de los grandes problemas de quienes vivían en grandes ciudades era el abastecimiento de agua. Las urbes solían situarse a orillas de un río y disponían de canales que alimentaban fuentes públicas, pero, salvo que se contara con aljibes privados, había que llevar el agua a las casas en cántaros. Esa tarea se podía realizar en persona o bien se la podía encargar a un criado, pero era muy habitual recurrir para ello a unos profesionales especializados que se convirtieron en una presencia habitual en las ciudades españolas del Siglo de Oro: los aguadores.

El trabajo de los aguadores consistía en llenar los cántaros de agua en las fuentes y llevarlos en carros o borricos a las casas de los compradores. Eran hombres dotados de fuerza suficiente como para manejar las pesadas cargas de agua diarias. De condición humilde, a menudo se los reconocía por un origen geográfico especial: en Madrid, por ejemplo, era común identificarlos como gallegos o asturianos. En las ciudades del sur se llamaba azacanes a los aguadores de origen morisco, voz más tarde extendida y utilizada también para referirse a cualquier persona que desempeñara un oficio «penoso», es decir, que exigiera mucho esfuerzo. Pese a ello, los aguadores estaban asociados y nombraban portavoces para negociar con las autoridades los asuntos que afectaban a su actividad.

Licencias para ejercer

Ante el rápido crecimiento del número de aguadores, los ayuntamientos de las ciudades impusieron la obligación de contar con licencia municipal. Esta condición tuvo un duro impacto en el colectivo. Por muy sencillo y poco costoso que resultara acceder al oficio de aguador, ahora los aspirantes debían pagar el precio de la licencia y superar una entrevista en el cabildo en la que se les preguntaría por su origen, sus condiciones económicas y sus razones para ejercer.

Por otro lado, como era de esperar, la picaresca estaba a la orden del día en el uso de tales licencias. Los aguadores las intercambiaban o alquilaban para aumentar de ese modo sus bajas ganancias. Para evitar el fraude, en el siglo XIX se impuso en algunas ciudades que los aguadores vistiesen uniformes coloridos que se distinguían de los ropajes y capas comunes en las clases humildes. El uniforme debía incluir la licencia grabada en latón, en la que se hacía constar el nombre del aguador y la fuente a la que estaba asignado.

Cántaros en la fuente

La primera herramienta del oficio de aguador era el cántaro de barro. Su capacidad estaba fijada por ley: en 1594, en Madrid se estableció que debía ser de cinco azumbres, algo más de diez litros. Los alfareros autorizados para hacer estos cántaros ponían un sello acreditativo en cada uno que fabricaban. Si un aguador era descubierto utilizando cántaros sin sellar se enfrentaba a severas multas, e incluso a castigos físicos.

Pilar de carlos V. Fuente de la Alhambra

Pilar de carlos V. Fuente de la Alhambra

Pilar de carlos V. Fuente de la Alhambra de Granada diseñada por Pedro Machuca y esculpida por Niccolò da Corte en 1545.

Foto: Album

Los aguadores tomaban el agua de las fuentes públicas. La calidad del agua solía variar, por lo que estaban obligados a declarar la fuente de procedencia. También existía una normativa para que los aguadores hicieran cola ordenadamente ante la fuente, según el orden de llegada. Su presencia en torno a las fuentes más concurridas en la ciudad provocaba a veces encontronazos con los vecinos.

Si todas las mañanas la fuente se hallaba abarrotada de aguadores haciendo turnos para cargar sus cántaros, ¿cuándo podrían recoger los vecinos su propia agua? En 1613, unos vecinos de Madrid se quejaron porque los aguadores acaparaban los caños de una fuente, «sin dejar de ninguna manera que llenen en ninguno de ellos los criados de los vecinos, y sobre ello hay cada día nuevas cuestiones».

Los aguadores utilizaban burros o mulos para cargar los cántaros, ya fuese en pequeños carros de dos ruedas o a lomos del animal. Pero los animales también suponían una molestia para los vecinos que iban a las fuentes o para los comerciantes instalados en las plazas. En 1617, un habitante de Madrid se quejaba de que «los aguadores que van por agua a las fuentes de la calle de Leganitos, desde mediodía atan sus jumentos a las rejas de las dichas sus casas y en el suelo les echan de comer paja y cebada y manadas, con que ensucian la dicha calle y la ponen hecha una caballeriza».

Mulos y borricos

Los períodos de espera entre cargas y las tardes en que no se hacían repartos eran aprovechados por los aguadores para reunirse entre ellos, conversar y esparcirse. En consecuencia, los vecinos los acusaban de holgazanes, jugadores y ruidosos. Por otra parte, algunos aguadores alquilaban sus borricos para pasear personas o los empleaban para realizar otras tareas que no eran de su oficio, lo que constituía un fraude que una ordenanza madrileña de 1610 castigaba con cien azotes y la entrega del animal como multa. Para prevenir esta infracción se obligaba a colocar elementos identificativos a los animales, como cencerros, de modo que quedara de manifiesto cuándo se usaban para otros fines.

Aguador granadino. Grabado de J. Hoefnagel. 1560.

Aguador granadino. Grabado de J. Hoefnagel. 1560.

Aguador granadino. Grabado de J. Hoefnagel. 1560.

Foto: Oronoz / Album

Los aguadores usaban burros o mulos para cargar los cántaros

Los aguadores llevaban en cada viaje una «carga» de cuatro o seis cántaros. Las autoridades fijaban el precio de cada carga, que podía variar en función de la fuente, pero no de la longitud del trayecto. En 1599, un representante de los aguadores madrileños reclamaba un aumento de tarifa, pues en verano las fuentes estaban muy ocupadas y no podían hacer «tantos caminos como en invierno, para poder sustentar a sí y a sus mujeres y hijos, casa y pollinos; porque aunque hagan doce o catorce caminos cada día es muy poca la ganancia para haberse de sustentar». También se quejaban de que debían subir los cántaros por escaleras hasta tres y cuatro pisos, mientras que las autoridades rechazaban que se pagara ningún suplemento por ello.

Vender agua por la calle

Además de los que usaban carros y asnos, había aguadores que se valían de carrillos o carretas de mano en los que podían llevarse dos o más cántaros. Otros los llevaban al hombro, dos cántaros cada vez. Incluso a ellos les tasaban el precio las autoridades.

Otra modalidad eran los aguadores «de cántaro y vaso» o «de agua y anís», que iban con un cántaro de agua y anís y la ofrecían a los viandantes en un vaso. Eran los más humildes de todos; en la mayoría de los casos, el trabajo era una alternativa a la mendicidad. Uno de estos aguadores pedía a las autoridades de Madrid: «Mande dar licencia para vender agua con un cántaro por las calles, como se da a los más pobres».

El oficio de aguador entró en declive durante la segunda mitad del siglo XIX debido a la construcción de grandes infraestructuras hidráulicas que llevaban agua a los domicilios, como el madrileño canal de Isabel II. Aun así, el oficio de aguador no se extinguió, y en las calles de Granada fue común ver aguadores hasta bien entrado el siglo XX.

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Trabajo de criada

La aguadora. Goya. Museo de Bellas Artes, Budapest.

La aguadora. Goya. Museo de Bellas Artes, Budapest.

La aguadora. Goya. Museo de Bellas Artes, Budapest.

Foto: Album

Aunque el oficio de aguador era masculino, las mujeres también podían desempeñar esa tarea para sus propias casas o como criadas. En este óleo, Francisco Goya quizá representó a una aguadora que servía a las tropas españolas durante la guerra contra Napoleón.

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Un aguador ambulante

El aguador de Sevilla.  Diego Velázquez. 1620.  Museo Wellington, Londres.

El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. 1620. Museo Wellington, Londres.

El aguador de Sevilla. Diego Velázquez. 1620. Museo Wellington, Londres.

Foto: Oronoz / Album

Este famoso cuadro de Velázquez, pintado en 1620, representa a un aguador sevillano. Debía de ser un personaje conocido en la ciudad, porque un documento posterior cita su sobrenombre, «el Corzo». Se trataba de un aguador de cántaro, que iba por la calle con un cántaro asido con una mano mientras que con la otra ofrecía a los paseantes un vaso para que bebieran. En el óleo se ve dentro del vaso un higo, usado seguramente para aromatizar la bebida. El andrajoso vestido del aguador contrasta con el lujo del vaso, tal vez de factura veneciana.

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Los españoles, expertos en saborear el agua

A ojos de los extranjeros, los españoles, y en particular los madrileños, mostraban un gusto especial por el agua. La francesa Madame d’Aulnoy lo consignó así en la crónica que escribió sobre su estancia en España en 1679. En una fiesta popular, Madame d’Aulnoy vio a los burgueses y al pueblo a orillas del Manzanares, en familia, con sus amigos o en pareja, unos comiendo ensalada de ajos o cebollas; otros, huevos duros, jamón y hasta pollos, pero «todos bebiendo agua como patos». Dice también que en la cena de un matrimonio típico, «la señora bebe agua hasta hartarse, y el señor no bebe mucho vino». Eso sí, los españoles eran exigentes con la calidad del agua, que sobre todo les gustaba fría: «No hay en el mundo hombres más delicados que ellos sobre la buena agua».

Este artículo pertenece al número 224 de la revista Historia National Geographic.