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Foto: Thierry le mage / rmn-grand palais

Curiosidades de la Historia: Episodio 64

En busca de la piedra filosofal: la era de la alquimia

Aunque muchos la vieron como una forma de magia, cuando no de pura charlatanería, en los siglos XVI y XVII la alquimia atrajo a científicos tan importantes como Newton y dio lugar a investigaciones que prepararon el terreno para la química moderna

Aunque muchos la vieron como una forma de magia, cuando no de pura charlatanería, en los siglos XVI y XVII la alquimia atrajo a científicos tan importantes como Newton y dio lugar a investigaciones que prepararon el terreno para la química moderna

Foto: Thierry le mage / rmn-grand palais

TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

En 1689, el parlamento de Inglaterra tomó una decisión sorprendente: derogó una ley, vigente desde el siglo XV, que prohibía la multiplicación de oro y plata. En su origen, esa ley pretendía evitar la puesta en circulación de moneda falsa, pero, naturalmente, al abolirla no se trataba de dejar impunes a los falsificadores de moneda. Su impulsor era un ilustre científico, Robert Boyle, miembro, desde su fundación en 1660, de la Royal Society, una de las sociedades científicas más longevas y todavía hoy probablemente la más prestigiosa del mundo, y lo que pretendía era despenalizar los experimentos que realizaban los alquimistas para obtener la Piedra Filosofal, una sustancia capaz de transmutar los metales comunes en oro.

Extraña constatar que la alquimia estaba aún presente a finales del siglo XVII, y de la mano de un influyente representante de la ciencia británica, cuando sólo dos años antes se publicaron los Principios matemáticos de la filosofía natural, de Newton, probablemente la obra científica más importante de la historia. Pero nuestra sorpresa ya no tendrá límites cuando sepamos que también Newton era alquimista, y, tras el paréntesis que le supuso la redacción de esa obra, regresó con más fervor que nunca a sus hornos y matraces alquímicos instalados en su modesto laboratorio de la Universidad de Cambridge.

Y es que si el siglo XVII señala los inicios de lo que se denomina Revolución Científica, también constituye la época dorada de la alquimia. Ésta era la pasión del momento. Nobles y plebeyos, religiosos, miembros de profesiones liberales, médicos, boticarios, artesanos y respetables profesores de universidad, pero también timadores y mercachifles, escudriñaban con avidez esos documentos esperando, unos, acceder a un conocimiento arcano, y otros, a enriquecerse por medios lícitos o al margen de la ley.

La fase de mayor fervor alquimista, a juzgar por el número de libros publicados, puede situarse entre la aparición de la primera y la segunda parte de El Quijote, esto es, entre 1605 y 1615. La mayoría de los tratados alquímicos más emblemáticos vieron la luz entonces. En 1612 lo hizo El libro de las figuras jeroglíficas, atribuido al escribano francés del siglo XIV Nicolas Flamel, que dijo haber encontrado la piedra filosofal, y cuya leyenda perdura en nuestros días en fenómenos culturales como la saga de Harry Potter, salida de la pluma de la escritora británica J. K. Rowling. En 1617 se publicó en Alemania la primera guía audiovisual de la alquimia, La fuga de Atalanta, un original libro de emblemas realizado por el médico alemán Michael Maier, supuesto miembro de la sociedad secreta de los rosacruces.

En vez de enseñarnos paso a paso qué es lo que hacía un alquimista en su laboratorio, todos estos complicados tratados alquímicos son pródigos en expresiones enigmáticas –«León Verde», «Mercurio de los Filósofos», «Cabeza de Cuervo», «Palomas de Diana», «Agua Divina», «Espíritu Universal»– y a menudo están ilustrados con imágenes simbólicas tan atractivas como oscuras. Pese a ello, de estos textos pueden extraerse algunas ideas comunes sobre las concepciones teóricas y las líneas generales de la labor de los alquimistas.

La idea básica es que el trabajo de la alquimia se asemejaba al de la Creación. Se partía de una sustancia de origen mineral que representaba la materia informe, el caos inicial, la cual era sometida a una serie de tratamientos con la finalidad de vitalizarla y purificarla progresivamente. De acuerdo con los textos alquímicos, a lo largo de ese proceso la materia cambiaba tanto de color como de aspecto. Así, se producía una secuencia cromática que era siempre la misma: el color negro de la materia tratada se transformaba al cabo de un tiempo en blanco, después en amarillo intermedio y, finalmente, en rojo resplandeciente. De forma simultánea, la materia adoptaba formas y cualidades biológicas; parecía crecer e hincharse, como si fermentase. La sustancia resultante al final de todo el proceso era, tal como la describen los textos, una materia muy pura, de un color rojo o anaranjado, de aspecto cristalino y muy densa. Era la piedra filosofal, que concentraba en sí misma la energía vital del cosmos y que, según la tradición alquímica, era capaz de transmutar cualquier otro metal en oro.

La transmutación de los metales

En la edad de oro de la alquimia, e incluso hasta bien entrado el siglo XVIII, muchos creyeron en la efectividad de estos procesos alquímicos. De hecho, uno de los aspectos más sorprendentes de la historia de la alquimia lo constituye el gran número de relatos sobre transformaciones en oro y plata de metales, como el mercurio y el plomo. Un libro de 1784 recoge un total de 112 casos. El modus operandi era siempre el mismo. Se envolvía en cera o en un papel un pequeño fragmento de la Piedra Transmutatoria y se arrojaba sobre el metal que se deseaba transmutar, previamente fundido en un crisol, y al cabo de un breve lapso de tiempo, el metal se había transformado en oro. Numerosas transmutaciones se efectuaron ante testigos cualificados, como el científico británico Robert Boyle. Un caso muy comentado en la época fue el del médico Helvetius, a quien en 1667 un desconocido entregó un polvo de color de azufre capaz de «transmutar cuarenta mil libras de plomo en oro».

Dejando aparte la imposibilidad de que fenómenos como estos ocurriesen según los conocimientos científicos actuales, desde un punto de vista estrictamente histórico todas estas noticias contribuyeron a mantener vivo el interés por la alquimia, en un período en el que los círculos académicos y eruditos comenzaban a alejarse de ella.

La piedra filosofal no sólo poseía la capacidad de convertir los metales en oro; también tenía, según los alquimistas, propiedades medicinales. Su efecto «purificador» actuaría también sobre los organismos vivos, en particular sobre el hombre, preservando su salud y prolongando su vida. Fue así como se desarrolló una importante corriente de experimentación alquímica en busca de elixires con propiedades extraordinarias.

Medicina alquímica

El primer autor que se adentró en esta forma de la alquimia fue el franciscano inglés Roger Bacon en el siglo XIII. Bacon creía que aunque la alquimia no confería la inmortalidad, podía prolongar la existencia hasta alcanzar la longevidad de los patriarcas bíblicos, pues sostenía que la humanidad sufría desde entonces un proceso de degeneración que la alquimia podía revertir. A comienzos del siglo XIV, El testamento –uno de los tratados alquímicos más apreciados durante la Edad Media, erróneamente atribuido al filósofo mallorquín Ramon Llull– ya resaltaba la capacidad curativa de la piedra filosofal, de la que afirmaba que podía revivificar las plantas y los árboles.

Si bien las sustancias elaboradas mediante los procesos alquímicos gozaban de la máxima actividad farmacológica, sólo unos afortunados eran capaces de prepararlas. Ésa es una de las razones que condujeron al franciscano Juan de Rupescissa a proponer, a mediados del siglo XIV, su teoría de la quintaesencia para elaborar remedios de alto poder curativo mediante procedimientos más asequibles. Este fraile sostenía que en las sustancias materiales se encuentra –en estado latente o dormido– la quintaesencia o quinto elemento, del que están hechos los astros perfectos e incorruptibles. La manifestación o activación progresiva de esta quintaesencia latente podía lograrse mediante la destilación continuada de una sustancia como el alcohol en un recipiente especial denominado vasija circulatoria o pelícano. El líquido se debía mantener caliente a temperatura moderada («la del estiércol de caballo») durante un mes, evaporándose
y condensándose sucesivamente.

La quintaesencia y el oro potable

El proceso parecía producir cambios perceptibles en las propiedades físicas de las sustancias «circuladas» en el pelícano. En el caso del alcohol, el olor de su quintaesencia era tal que, según un texto del siglo XVI, «los que lo huelen se creen transportados de la Tierra al Paraíso, al captar esta fragancia celestial». Al ingerir esa sustancia quintaesencial, su perfección se propagaba por el organismo enfermo y restablecía su salud. No es extraño que Rupescissa desarrollara estas ideas justo en los años en que Europa era asolada por la peste negra que estalló en 1346; la alquimia, en su opinión, podía ser un remedio en las tribulaciones que estaba viviendo la cristiandad.

Los alquimistas también recurrieron al oro como una sustancia perfecta que debía curar las enfermedades al actuar sobre el organismo. Sin embargo, este metal tiene una gran resistencia química y es muy difícil de alterar o corroer, por lo que los intentos para preparar una sustancia líquida que contuviese oro y que se pudiese beber, a la que se denominó «oro potable», estuvieron condenados al fracaso hasta el descubrimiento del ácido nítrico hacia 1300. Este reactivo, mezclado con cloruro de amonio o con sal común, permite obtener la denominada agua regia, que puede disolver el metal. Por desgracia, esa disolución es muy corrosiva y no puede ingerirse. En los siglos XVI y XVII se publicaron muchas recetas para la preparación del oro potable que intentaban sortear esa dificultad, aunque con poco éxito.

Pese a ello, en el siglo XVIII, en las farmacias de París se vendía un oro potable que gozaba de gran reputación, conocido por el nombre de su inventora, Mademoiselle Grimaldi. El procedimiento para su elaboración era tan sencillo como ingenioso. A una disolución de oro en agua regia se añadía esencia de romero, que sobrenada como lo hace el aceite cuando se añade al agua. Poco a poco, el oro pasaba espontáneamente del agua regia a la esencia de romero, que mezclada con algo de alcohol producía una disolución de color rojo intenso que podía beberse. Este procedimiento se ha replicado recientemente en un laboratorio moderno, y se ha constatado que, efectivamente, el oro está presente en la esencia de romero bajo la forma de partículas microscópicas. Sobre las supuestas propiedades de este remedio, no hay que olvidar que el oro es un metal pesado difícilmente asimilable por el organismo, y acumulado en cantidades excesivas puede perjudicar gravemente la salud.

La redención de la materia

Tan cerca de la ciencia moderna por algunos de sus métodos como lejos de ella por sus fines, la milenaria alquimia constituye un ambicioso proyecto para comprender el proceso de la creación del mundo visible mediante el trabajo de laboratorio. La alquimia no consiste en elaborar pigmentos, aleaciones metálicas o fármacos sintéticos, por más que sean subproductos de este arte. El verdadero objetivo de la alquimia, el que siempre ha seducido, y aún seduce, a generaciones de alquimistas, es despertar la chispa vital que se encuentra latente en la materia para colaborar en su perfeccionamiento. Desde esa perspectiva, no importa tanto alcanzar la meta como recorrer el camino que conduce a ella, el anhelo de ser testigo de la separación de la luz y las tinieblas, de cómo surge la vida del caos informe. En suma, de contribuir a la redención de la materia.