Un reinado breve y convulso

Amadeo I de Saboya, el rey desafortunado

Entre 1870 y 1873 reinó en España Amadeo de Saboya, hijo del rey italiano Víctor Manuel II. El nuevo monarca nunca logró ganarse la confianza ni del pueblo ni de los poderes del Estado y finalmente abdicó, cansado de la imposibilidad de "gobernar un país tan hondamente perturbado".

Amadeo I de Saboya

Amadeo I de Saboya

Antonio Nombela Tomasich/CC

El 30 de diciembre de 1870 desembarcó en el puerto de Cartagena Amadeo de Saboya, segundogénito del rey italiano Víctor Manuel II. Había sido llamado por las Cortes y por el general Prim para convertirse en el nuevo rey de España, vacante desde que en 1868 la Revolución Gloriosa derrocara a Isabel II de Borbón. Italia era un país recién nacido y a la casa Saboya le convenía tejer cuantas alianzas le fuese posible, una oportunidad que Víctor Manuel vio en el trono vacante de España.

Sin embargo, ese trono era un regalo envenenado que no resultaba muy apetecible por la etapa convulsa que atravesaba el país y porque debía ajustarse a dos requisitos –la monarquía constitucional y una moderada laicidad– que muchos candidatos no habrían querido aceptar, pero que la casa Saboya ya había puesto en práctica desde los tiempos del rey Carlos Alberto, abuelo de Amadeo. El príncipe italiano también había recibido una excelente formación militar y había demostrado su valor en el ejército, algo que en principio habría debido ayudarle a entenderse con los militares que gozaban de gran poder en el gobierno de España.

El reinado de Amadeo de Saboya fue descrito como “la tragedia de un hombre que fue llamado para ser rey de un país en el que ninguno de sus súbditos quiso concederle la menor oportunidad”.

Amadeo de Saboya, coronado como Amadeo I, consiguió efectivamente unir a los poderes del Estado, pero no de la manera que se esperaba, sino contra él: en sus poco más de dos años en el trono logró atraer la antipatía de los monárquicos conservadores, los republicanos, los borbónicos, la Iglesia y parte de la cúpula militar. Y a pesar de que dedicó generosas sumas a fundar escuelas y otras instituciones sociales, tampoco logró ganarse el afecto del pueblo por sus dificultades para aprender el idioma, su carácter reservado –a pesar de sus impecables modales, que le valieron el epíteto del “rey caballero”– y la hostilidad que la Iglesia alentó contra él. Su reinado fue descrito por el escritor Juan Eslava Galán como “la tragedia de un hombre que fue llamado para ser rey de un país en el que ninguno de sus súbditos quiso concederle la menor oportunidad”.

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Un reinado conflictivo

Las dificultades de Amadeo I empezaron nada más desembarcar, pues su principal valedor, el general Prim, había sido asesinado tres días antes. Así, el 2 de enero dio inicio su reinado en medio de un clima de hostilidad y desconfianza en el que prácticamente carecía de apoyos. Los monárquicos conservadores no querían una monarquía liberal, los republicanos no querían monarquía en absoluto y los borbónicos aspiraban a restaurar la dinastía precedente. Este último era el sector más hostil al nuevo rey, encabezado por Antonio de Orleans, duque de Montpensier: aspirante a la corona española por su parentesco con los Borbones, es considerado el principal instigador del atentado contra el general Prim.

El hecho de ser hijo de Víctor Manuel II no hacía sino empeorar su posición a ojos de sus enemigos. Antonio de Orleans tenía motivos muy personales para detestarle, por sus propias aspiraciones al trono español y porque que su madre pertenecía a la rama de los Borbones que habían gobernado el Reino de las Dos Sicilias, hasta que el padre de Amadeo lo había anexionado en su conquista de la unidad italiana. Por otra parte, la Iglesia Católica había excomulgado a Víctor Manuel después de que este se hubiera apoderado de Roma y el Vaticano por la fuerza.

Amadeo I de Saboya en el funeral del general Prim

Amadeo I de Saboya en el funeral del general Prim

En la litografía realizada en el siglo XIX vemos como Amadeo I de Saboya presenta sus respetos ante el cadáver del general Prim, expuesto en la basílica de Atocha de Madrid.

Foto: Oronoz / Album

A este clima hostil se sumaron una serie de conflictos internos que el monarca, huérfano de apoyo político tras la muerte de Prim, no tenía capacidad para dirigir: la rivalidad feroz entre las diversas facciones parlamentarias, cada una de las cuales miraba por sus propios intereses, hacía inviable cualquier proyecto; las revueltas populares se sucedían reclamando reformas como la redistribución de tierras, la reducción de los impuestos, la abolición del servicio militar y el final de la esclavitud en las colonias; y en 1872 estalló la Tercera Guerra Carlista, con el objetivo de tumbar las reformas liberales y colocar a su pretendiente Carlos de Borbón en el trono.

Los odios corren como la pólvora

En junio de 1872 la situación de Amadeo I se había vuelto casi insostenible y solo contaba con el apoyo del Partido Radical dirigido por Ruiz Zorrilla, que había presionado al rey para que convocase nuevas elecciones después del fracaso de los conservadores en formar gobierno. Esa acción fue entendida por el resto de fuerzas políticas como un acto de prevaricación por parte del monarca, que no debía actuar a favor de los intereses de ningún partido. El general Serrano, que había sido nombrado presidente apenas dos semanas antes y ahora se veía destituido, resumió en una confidencia a un diplomático la opinión de él y sus diputados afines: “Hay que echar a ese imbécil”.

General Francisco Serrano

General Francisco Serrano

El general Francisco Serrano fue uno de los personajes más importantes de la política española en el siglo XIX. Su capacidad cameleónica para cambiar de bando según le resultara conveniente impulsó su carrera política y militar durante los reinados de Isabel II y Amadeo de Saboya, el interregno entre estos e incluso la Primera República. Llegó a ser presidente en más de una ocasión, además de capitán general del ejército y duque.

Antonio Gisbert/CC

El 18 de julio, el rey y su esposa volvían a palacio tras su paseo en carroza por el Retiro cuando, al pasar por la calle del Arenal, un individuo no identificado les disparó. El tirador falló su objetivo y el carruaje consiguió escapar con la pareja real ilesa, aunque hubo que lamentar la muerte de uno de los caballos. El rey ya había sido avisado por sus pocos aliados de la inminencia de un atentado, pero él desdeñó el peligro alegando: “Si tuviese que hacer caso a todas las amenazas, no podría salir y ya me habrían matado al menos una docena de veces. No quiero que el pueblo diga que el rey se encierra en su palacio porque tiene miedo”. Lo cierto es que, en comparación con su poca fortuna como monarca, Amadeo I siempre había demostrado su valor frente al peligro: al día siguiente se presentó en el mismo lugar del atentado a pie y, por primera y única vez, recibió el apoyo de sus súbditos, impresionados por aquella muestra de coraje. Al volver a palacio se asomó a la Plaza de Oriente para saludar a la multitud que lo vitoreaba, y ante esa situación agridulce exclamó: “Cada día tendríamos que sufrir un atentado para ver esto”. Nunca se encontró al responsable del ataque, aunque por la similitud con el atentado a Prim se rumoreaba que había sido instigado por Antonio de Orleans o incluso por el general Serrano.

En enero de 1873 el rey perdió el último apoyo que le quedaba, el del Partido Radical, a causa de un enfrentamiento por la reforma del ejército. En una carta dirigida a su padre Víctor Manuel, le comunicó que se planteaba abdicar porque sospechaba que su ministro Ruiz Zorrilla, “en vez de trabajar en la consolidación de la dinastía, trabajaba de acuerdo con los republicanos para su caída”. Una delegación de oficiales del ejército le ofreció su apoyo en caso de que quisiera disolver las Cortes, pero esta opción implicaba suspender las garantías constitucionales y el rey se negó. Sin embargo, las Cortes fueron puestas al corriente de este episodio y acordaron finalmente prescindir del monarca saboyano.

La despedida del “rey caballero”

El 11 de febrero, Amadeo se encontraba en el Café de Fornos de Madrid esperando su almuerzo, cuando le llegó un mensaje en el que se le pedía, sin más preámbulos, abandonar el país. El rey anuló su pedido, no sin antes pedir una copa de grapa, y se dirigió con su familia a la embajada italiana, donde redactó su carta de renuncia. Perdida ya la corona, se permitió el lujo de sincerarse en esa carta señalando los motivos de su hastío:

Dos largos años ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados, tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la palabra agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles, todos invocan el dulce nombre de la Patria, todos pelean y se agitan por su bien; y entre el fragor del combate, entre el confuso, atronador y contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males. Lo he buscado ávidamente dentro de la ley y no lo he hallado. Fuera de la ley no ha de buscarlo quien prometió observarla. (…) Estad seguros de que al desprenderme de la Corona no me desprendo del amor a esta España tan noble como desgraciada, y de que no llevo otro pesar que el de no haberme sido posible procurarle todo el bien que mi leal corazón para ella apetecía.

En su carta de renuncia, Amadeo de Saboya expresó su hastío con la situación de un país que juzgaba ingobernable: "Si fueran extranjeros los enemigos de su dicha, entonces sería el primero en combatirlos; pero todos los que agravan y perpetúan los males de la Nación son españoles".

A pesar de todos los desaires que le habían hecho unos y otros, esta renuncia despertó cierto temor por el vacío de poder inmediato que provocaba y las Cortes le dirigieron una carta cuyo lenguaje respetuoso contrastaba con el desdén que le habían mostrado. El propio Ruiz Zorrilla intentó convencer en vano al rey saliente para que aplazara su decisión y lo acompañó hasta Lisboa, desde donde tenía previsto partir en barco hacia Italia. No tuvo éxito y el Saboya regresó a su país natal, donde le esperaba el título de Duque de Aosta que, aunque menor en comparación con el de rey, le procuraría una vida más tranquila.

Los temores de Ruiz Zorrilla sobre lo precipitado de la renuncia se hicieron realidad: el mismo día que el rey abdicó, los republicanos insistieron a la Cámara que en cuanto llegara la carta de Amadeo “aquí no habrá ni dinastía ni monarquía posible, aquí no hay otra cosa posible que la República”, señalando que si la proclamación no se producía antes de las tres de la tarde darían inicio a una insurrección. A esa hora justa se aprobó la proclamación de la Primera República Española por 258 votos a favor y solo 32 en contra.

Amadeo de Saboya con sus hijos

Amadeo de Saboya con sus hijos

A su regreso en Italia, Amadeo asumió el título de Duque de Saboya. Durante el reinado de su hermano Umberto I, sucesor de Víctor Manuel, ocupó cargos simbólicos de representación pública: disgustado por su experiencia como rey, no quiso volver a mezclarse en la política. Murió el 18 de enero de 1890, a los 45 años, a causa de una pulmonía.

Giacomo Di Chirico/CC