El gran soberano de la Ilíada

Agamenón el belicoso rey de Micenas

Rey de reyes de la Grecia de la Edad del Bronce, Agamenón dirigió la inmensa flota que se lanzó a la conquista de la rica Troya, pero no pudo escapar a la maldición que pesaba sobre su linaje

Ambassade Chryses Neapolis

Ambassade Chryses Neapolis

Agameno´n, sentado, contempla al sacerdote troyano Crises mientras le ruega que le devuelva a su hija, tomada como boti´n de guerra. Mosaico hallado en Nea´polis (Tunicia).

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Agamenón, el todopoderoso rey de Micenas, yace desnudo sobre un charco de sangre. Clitemnestra, su esposa, y Egisto, el amante de ésta, acaban de asesinarlo. Se ha cumplido la maldición que pesaba sobre la familia del rey desde que Atreo, padre de Agamenón, había matado a tres hijos de su hermano Tiestes, con quien se disputaba el trono de Micenas, para luego servírselos como manjar en un festín. 

Como narra Esquilo en su obra Agamenón, cuando Tiestes «descubrió que su acción era sacrílega, rompió a llorar y, vomitando la comida, invocó para la estirpe de Atreo esta maldición, al tiempo que pisoteaba el banquete: “¡Que perezca así toda tu descendencia!”». Fue Egisto, otro hijo de Tiestes, quien consumó la sentencia que pesaba sobre los Atridas, la familia de Atreo. 

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En el Círculo A de tumbas (arriba) Schliemann halló la ma´scara de oro atribuida a Agamenón, aunque es muy anterior al siglo XIII a.C., la época de la guerra de Troya.

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Así concluía la historia de quien fue uno de los principales protagonistas de la guerra de Troya, el episodio que inspiró la Ilíada de Homero. No sabemos si Agamenón realmente existió, como tampoco sabemos si la expedición de los griegos a Asia tuvo lugar, al menos en la forma en que la contó Homero. Pero el fascinante relato de la Ilíada permite ver en el rey un ejemplo de lo que era un monarca en la Grecia de la Edad del Bronce

Situado al noreste del Peloponeso, el reino de Micenas ocupaba, en el siglo XIII a.C., una posición estratégica y ejercía una clara preeminencia sobre las fortificaciones rivales de la zona, particularmente Argos, Pilos o el enclave fuertemente amurallado de Tirinto. De ahí que, a pesar de que cada una de estas ciudades fuera independiente, el rey de Micenas fuera considerado el soberano supremo de todos los demás reinos. Ése es el motivo de que en los poemas homéricos Agamenón aparezca como el líder de una poderosa confederación de reinos griegos que lanzó contra aquella ciudad más de mil naves de guerra. 

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Dos leones rampantes de tres metros de alto coronan el dintel de la ciclo´pea puerta de entrada a Micenas. Este monumento se erigio´ en torno a 1250 a.C.

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Según Homero, el pretexto de la guerra lo había dado el hermano de Agamenón, Menelao, rey de Esparta, que exigía a los troyanos que le devolviesen a su esposa, la bella Helena, que se había dejado raptar por el joven Paris. La razón última de la guerra, sin embargo, debió de ser el dominio de las rutas de acceso a los preciados metales del mar Negro y el botín que ofrecía Troya. En todo caso, si había alguien capaz de promover y ejecutar una empresa tan temeraria, ése sólo podía ser el rey de Micenas. Homero, en la Ilíada, lo refleja al especificar que Agamenón contribuyó a la armada griega con cien navíos, además de ceder otros tantos a sus aliados del interior, mientras otros reyes como Néstor de Pilos o Diomedes de Argos aportaban noventa y ochenta cada uno, y Aquiles, rey de los mirmidones, tan sólo cincuenta. 

El duro tributo a los dioses 

En la bahía de Áulide se reunieron 1.186 embarcaciones que, repartidas en veintinueve contingentes, aguardaban las condiciones favorables para partir rumbo a Troya. Con un viento propicio, desde Áulide se podría recorrer el camino en menos de una semana. Pero los vientos que la armada griega esperaba con impaciencia no llegaban. Fue entonces cuando la maldición de los Atridas lanzó su primer ataque sobre Agamenón. Calcante, el adivino de las tropas, declaró que, debido a una antigua afrenta de Agamenón a la diosa Ártemis, los vientos no serían favorables hasta que el rey no sacrificase en el altar de aquella divinidad a su propia hija, Ifigenia. 

BAL 179392

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Este fresco procedente de Pompeya recrea la el sacrificio de Ifigenia, quien en el último momento es salvada por una cierva enviada por Artemisa. Siglo I d.C. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.

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Enfrentado a un terrible dilema, Agamenón terminó inclinándose por la razón de Estado. Atrajo a su hija hasta Áulide bajo una falsa promesa de boda con el héroe Aquiles y allí la sacrificó en el altar de la diosa. Algunas versiones, sin embargo, sostienen que, como en la historia bíblica de Abraham e Isaac, Ifigenia se salvó en el último instante, pues la diosa la sustituyó por un ciervo. En todo caso, el episodio trajo dos consecuencias de signo contrario: un viento favorable para la partida y un odio inextinguible hacia Agamenón en el corazón de su esposa Clitemnestra. 

El asedio a Troya 

Por fin, la coalición griega se hallaba en el límite noroccidental de Asia Menor, ante los muros de Troya, probablemente la ciudad más próspera y cosmopolita de la Edad del Bronce tardío. También era la mejor protegida. Con un sistema de fosos contra los carros de guerra enemigos, un doble dispositivo de murallas y el auxilio de sus aliados licios, tracios, frigios o misios, la ciudadela de Ilión (como también se conocía a Troya) era prácticamente inexpugnable. Por ello no resulta extraño que Homero comience su Ilíada cuando han pasado diez años de infructuosa guerra. El poeta nos presenta entonces a Agamenón en todo su fiero orgullo y esplendor; no en vano es el único de los soberanos griegos al que adorna con el epíteto de ánax andrôn, «soberano de hombres» o «señor de guerreros». Frente al resto de héroes, como Aquiles, Menelao, Áyax o Ulises, llamados basileus, Agamenón es distinguido por Homero con el misterioso título de ánax, que comparte con los mismos dioses. 

MaskAgamemnon

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La máscara de Agamenón. Así llamada por Schliemann, la máscara de oro de la derecha cubría el rostro de un rey de Micenas del siglo XVI a.C. Museo Arqueológico Nacional, Atenas.

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Esta palabra dejó de ser misteriosa cuando a mediados del siglo XX se descifró el contenido de unas tablillas rescatadas en los yacimientos micénicos. Sobre estas tablillas de carácter administrativo se encontraba inscrita, en un sistema de escritura griega previa al alfabeto, la palabra wanaka, el término que designaba a la máxima autoridad micénica. En el mundo micénico el wanaka dirigía el ejército, controlaba el abastecimiento de los palacios y el comercio exterior, y se encargaba de los rituales religiosos y la celebración de fiestas en honor de los dioses. Si esto es lo que nos revela la arqueología, lo que descubre la Ilíada a través de Agamenón es la imagen perfecta de un ánax que con su cetro, entregado a sus antepasados por el mismísimo Zeus, padre de los dioses, exhibe su autoridad real y divina. 

Sin embargo, pronto vemos que la hybris, la soberbia, es una actitud que los dioses no perdonan ni al más poderoso de los reyes. Y Agamenón, cegado por la soberbia, pondrá a su propio ejército al borde de la derrota. Durante los diez años que duró el asedio sobre Troya, el ejército aqueo, con sus lawagetas (capitanes) al frente, llevó a cabo incursiones sobre los territorios adyacentes con el propósito de incrementar sus tesoros y bienes de prestigio: trípodes, calderos, armas, tapices, lingotes de metal, orfebrería y mujeres. De entre el botín conquistado, los héroes obtenían su geras, el «presente de honor» que cada uno escogía por sus hazañas y en virtud de su rango; un premio que constituía la manifestación más inmediata del valor de un guerrero. 

El premio elegido por Agamenón fue una joven a la que convirtió en su concubina: Criseida, hija de Crises, un sacerdote de Apolo. Éste, al saber del destino de su hija, acudió al campamento griego para ofrecer al rey de Micenas un magnífico rescate. Las tropas quedaron admiradas ante la generosidad de Crises, pero Agamenón, víctima de su arrogancia, lo ultrajó y lo expulsó del campamento entre insultos y amenazas. Este acto de hybris provocó la colérica reacción del dios Apolo, quien, «avanzando semejante a la noche», desató una terrible epidemia de peste que diezmó a los griegos, hacinados en su campamento. 

La cólera de Aquiles 

De nuevo fue requerida la intervención del adivino Calcante, quien anunció que la plaga sólo cesaría si Agamenón devolvía la muchacha a su padre. Desde esta perspectiva, el soberano estaba obligado a devolver su premio, pero no quería ver dañada su posición de liderazgo, por lo que exigió que Aquiles le entregase su propio trofeo de guerra, la bella esclava Briseida. Aquiles, que se consideraba el más poderoso de los griegos, se negó y así se inició un tenso pulso entre ambos guerreros que habría de decidir, de un modo u otro, el futuro de la guerra. 

Ante los insultos y las acusaciones de codicia y cobardía que Aquiles dirigió al soberano de Micenas frente a los demás reyes, éste decidió consumar su amenaza: «Presentándome en tu tienda, me llevaré a Briseida, tu premio, para que tengas bien claro cuánto más poderoso soy yo que tú y que tiemble cualquier otro antes de proclamar que es mi igual y rivalizar conmigo cara a cara». En ese momento, Aquiles sintió el impulso de atravesar a Agamenón con su espada, pero la diosa Atenea, que amaba a los dos por igual, se lo impidió. 

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Los embajadores de Agamenón se presentan ante Aquiles para exigirle la entrega de Briseida. Pintura al óleo de Jean Auguste Dominique Ingres, 1801, Escuela Superior de Bellas Artes, París.

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El rey de Micenas ganó el pulso y, para su propia desgracia y la de los griegos, sometió con su autoridad al más violento y poderoso guerrero de su ejército. Lleno de cólera, Aquiles retiró sus fuerzas de élite de la batalla, causando que la marea de la guerra cambiase de sentido. Un escalofrío recorrió la armada griega cuando los héroes troyanos, con los príncipes Héctor y Eneas al frente, tomaron la iniciativa en el combate. 

Uno tras otro, los griegos fueron cayendo heridos ante el fiero empuje de los troyanos, que lograron prender fuego al campamento enemigo y tomar su empalizada defensiva al asalto. En una situación tan crítica, los jefes griegos apenas pudieron convencer a Agamenón para que rogase a Aquiles que renunciara a su cólera a cambio de infinitos presentes: cargamentos de oro, doce caballos, mujeres de Lesbos, siete fortalezas y una de sus tres hijas. Pero Aquiles sabía que un señor de guerreros como Agamenón jamás rogaría, sino que todo este despliegue de dones era tan sólo otro alarde más de su poder y de su soberbia, ya que además le exigía sometimiento. En consecuencia, el héroe se negó a combatir. 

Al asalto de la rica Ilión 

Había llegado la hora de Agamenón, el momento en que el señor de guerreros por fin se vestiría para el combate. Cuenta Homero cómo el rey se ajustó a sus piernas las grebas o espinilleras de bronce, luego una coraza con bandas de oro y tres serpientes de obsidiana reptando hacia el cuello; a continuación se ciñó a los hombros una espada tachonada con clavos de oro y empuñó un escudo sobre el que aparecía representada la gorgona Medusa, flanqueada por el Terror y el Espanto. Finalmente Agamenón se caló un yelmo de doble cimera y empuñó dos recias lanzas cuyos destellos llegaban al cielo; en respuesta, las diosas Hera y Atenea lanzaron un trueno en su honor. Acto seguido, Agamenón ordenó alinear sus carros de guerra en formación de combate y él mismo subió al suyo junto a su fiel auriga. Era la imagen exacta de un soberano al frente del cuerpo de élite de los eqetas, la división de carros de guerra micénica. 

Achilles Lycomedes Louvre Ma2120

Achilles Lycomedes Louvre Ma2120

Aquiles (en el centro) se muestra como un poderoso guerrero ante Agameno´n, que aparece sentado frente a e´l. Detalle de un sarco´fago del siglo III a.C. Museo del Louvre, Pari´s.

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Homero consagró un canto entero a las hazañas de Agamenón: desplegando su orgullo y prestigio sobre su carro, el rey de Micenas despedazaba las falanges de sus adversarios conforme se los encontraba a su paso. Tan grande fue la masacre que el soberano causó en las filas del enemigo, que los dioses comenzaron a temer por la vida del príncipe troyano Héctor, que avanzaba a su encuentro. El mismo Zeus prohibió a éste que retara a Agamenón a un combate singular, y le ordenó que se mantuviese al margen de la batalla hasta que el rey de Micenas fuera herido. Cuando Agamenón, en efecto, cayó malherido, el ejército griego, sin Aquiles y con el resto de héroes en retirada, se convirtió en un juguete en manos de Héctor. 

Pero Héctor puso fin a la vida de Patroclo, el protegido de Aquiles, quien volvió al combate y dio muerte al príncipe de los troyanos para vengarle. Es en este punto donde Homero pone fin a su Ilíada, con Troya aparentemente condenada. Sin embargo, las puertas de Ilión seguían cerradas para el enemigo, pues Aquiles cayó a manos de Paris, el raptor de Helena, cuando el dios Apolo guió su flecha hasta el talón del héroe griego, su único punto vulnerable. La muerte de Aquiles volvió a dejar la escena como al principio: un ejército extenuado y unas murallas que aún resistían. 

De la victoria a la traición 

Agamenón parecía resuelto a aceptar la derrota y ordenó preparar las naves para volver a Grecia, pero entonces apareció Ulises, el artífice de la inmortal estratagema del caballo de madera. Los griegos fingieron la retirada y, dejando en la playa un caballo gigante con guerreros ocultos en su seno, se emboscaron en una isla vecina, donde aguardaron a que el enemigo cayera en la trampa. En efecto, los troyanos tomaron el caballo como un regalo de los dioses y derribaron parte de la muralla para introducirlo en su ciudadela.

Sólo Casandra, la princesa troyana con el don de la profecía y la maldición de no ser creída, sabía que la ciudad iba a ser pasto de las llamas y que su propio destino sería convertirse en concubina del destructor de su pueblo, Agamenón. Y así sucedió: Troya fue tomada por las tropas griegas, que sembraron la muerte y saquearon implacablemente toda la ciudad. 

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La muerte del rey. Acompañada de su amante Egisto, Clitemnestra, la esposa de Agamenón, contempla a su marido antes de darle muerte. Óleo por P.- N. Guérin. Siglo XIX. Museo del Louvre, París.

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Agamenón regresó triunfalmente a Micenas en compañía de su esclava Casandra. Pero no terminaron aquí sus vicisitudes. Durante su ausencia, Clitemnestra estuvo maquinando un plan para librarse de su esposo: quería vivir libremente con su amante Egisto y, a la vez, vengar la muerte de su hija Ifigenia. Los dos amantes diseñaron una trampa perfecta. Ya en su mansión, Agamenón se despojó de sus armas para tomar un baño; al salir del agua vistió su túnica, pero apenas tuvo tiempo de advertir que ni su cabeza ni sus brazos podían pasar por las aberturas del cuello y las mangas, que estaban cosidas. Con el todopoderoso señor de guerreros desnudo, cegado y atrapado por una débil tela, los conspiradores atravesaron su cuerpo con una espada. Así se cumplía, por fin, la ancestral maldición que pesaba sobre los Atridas.