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MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

EDUARDO ZEPEDA-HENRÍQUEZ

MITOLOGÍA
..
NICARAGUENSE

Managua
Academia de Geografía e Historia de Nicaragua
Octubre, 2003
N
860
Z57 Zepeda Henríquez, Eduardo
Mitología nicaragüense / Eduardo Zepeda-Enrí-
quez. -la. ed.- Managua: Academia de Geografía e
Historia de Nicaragua, 2003.
216p.,Il.
ISBN: 99924-846-0-8
l. ZEPEDA HENRÍQUEZ, EDUARDO-ENSAYOS
2. NICARAGUA-VIDA SOCIAL Y COSTUMBRES 3.
MITOLOGÍA INDÍGENA 4. LITERATURA NICARA-
GÜENSE-CRÍTICA E INTERPRETACIÓN.

Mitología nicaragüense
Segunda edición
18 • ed.: Managua, Editorial Manolo Morales, 1989.
Autor: Eduardo Zepeda-Henriquez

Ilustraciones: Carlos Sánchez Arias


Diseño computarizado: Fernando Solís B.
Impresión: Litografía Nicaragüense

Hecho el depósito legal: Mag-0157, 2003

© Eduardo Zepeda-Henríquez
® Academia de Geografía e Historia de Nicaragua
® Todos los derechos reservados
a la memoria de María de la Concepción;
a mis hijas Enriqueta y Esperanza
Eduardo Zepeda-Henríquez.
Retrato a plumilla del pintor guatemalteco Ramón Banús, 1964.
ÍNDICE

Obra pionera ... (A manera de prólogo)


por Álvaro Urtecho ................................. 9

Nota preliminar .................................. 13

l. Mitos puros o escatológicos


1. Tamagastad, "Padre y maestro mágico"
de la mitología nicaragüense ...................... 19
2. Una carreta de leyenda .......................... 29
3. El cadejo, mito del psicopompo ................... 41
4. Tres mitos femeninos, entre el odio y el desamor ...... 53
5. Una nostalgia mítica: el cacaste ................... 63

11. Mitos de la historia


6. El mito mercurial y afortunado del Canal por Nicaragua .. 77
7. León Viejo, ciudad fantasma ...................... 89
8. Dos familias carismáticas ....................... 101
9. "Siete Pañuelos" ¿mito de Bemabé Somoza? ........ 113
10. Sandino en vida y su mito ...................... 125

111. Mitos Literarios


11. El Güegüense, folklore y mestizaje ............... 139
12. El mito dariano de la infanta, las doncellas y
los mancebos ................................ 151
13. El hombre-símbolo, pájaro del dulce encanto ....... 161
14. Tola y la novia de los nicaragüenses .............. 173
15. El Cifar de los cantos .......................... 185
Epílogo para una genealogía de la vocación
nicaragüense .................................... 197

Bibliografía..................................... 207
Nota sobre el autor ............................... 216
Índice de nombres citados ......................... 217
Índice de obras citadas ............................ 222
OBRA PIONERA...
(A manera de prólogo)

Por Á/varo Urtecho

S OMOS absolutamente conscientes de que nuestra cultura


-pese a toda su riqueza en el campo de la poesía, la pintura
y la música popular- carece, debido fundamentalmente a la no
existencia de una tradición filosófica y a la crisis de nuestras
descoyuntadas universidades, de una crítica y de una ensayísti-
ca, de un pensamiento crítico que vaya a la par de nuestras crea-
ciones artísticas y nuestro quehacer político.
De ahí que ahora más que nunca, la valoración de Zepeda-
Henríquez se nos impone para auscultar nuestras carencias, las
fallas y fisuras de nuestra cultura. Personalmente soy de los que
pienso que su presencia y residencia entre nosotros contribuiría
a desarrollar una hermenéutica de pensamiento más moderno,
más crítico, más acorde con los nuevos enfoques y perspectivas
de la filosofía y la teoría cultural y antropológica contemporá-
nea.
Al respecto, su libro Mitología Nicaragüense, publicado
casi clandestinamente en 1987, por la Editorial Manolo Mora-
les, con el concurso siempre afectuoso y entusiasta de Jorge
Eduardo Arellano, es simplemente contundente en el sentido de
establecer las bases de una interpretación auténticamente mo-
derna de nuestros mitos y nuestra identidad como pueblo, una
lectura crítica del pasado y del presente para definir el futuro.
Mitología Nicaragüense no es, como su título podría indicar, un
10 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

so científico de raíz positivista. Lejos, pues, de la mitografía


puramente erudita, esta obra admirable es nada menos que el
primer intento riguroso de fundamentar una filosofía del mito
en nuestro país. Un trabajo pionero de interpretación y reflexión
sostenida en una profusa y profunda erudición (no la fácil erudi-
ción del coleccionista de datos empíricos que no rebasa la sim-
ple información, sino la del crítico que piensa, la del analista
que produce pensamiento a partir de la captación de las fuentes,
asistido a la vez por la sensibilidad y la gracia poética), un traba-
jo pionero no sólo en Nicaragua sino en América Latina.
Zepeda, provisto de un riguroso aparato conceptual (filosó-
fico, antropológico, histórico y psicológico), intenta desentra-
ñar las claves de nuestra identidad nacional a partir de una inter-
pretación actualizada del pensamiento mítico. De ahí que su
obra se inscriba dentro de ese tipo de reflexión ontológica (bús-
queda del ser, en este caso, el ser nacional) inaugurado por
Samuel Ramos y Octavio Paz en México (Perfil del hombre y la
cultura en México, 1934; El laberinto de la soledad, 1950) y
desarrollado entre nosotros por PAC. No es exagerado afirmar
que Zepeda desarrolla su interpretación del mito con una mayor
precisión y una más afinada hermenéutica que la de los autores
anteriormente citados. En este sentido, se trata de un trabajo que
abre un camino para la elaboración de una moderna teoría cultu-
ral hispanoamericana a partir de la confrontación entre el mito y
la historia. Zepeda, siguiendo a Eliade, Uscatescu, Cassirer,
Ricoeur, Levi-Strauss, Barthes, Caro Baroja, Jesi y otros repre-
sentativos filósofos y teóricos del mito, consideran que las
estructuras del pensamiento mítico subyacen en las estructuras
del pensamiento racional. O sea, que el mito, lo mítico, lo mito-
lógico, está presente no sólo en las manifestaciones simbólicas
del arte y la religión, sino en el mismo cuerpo conceptual de la
filosofía y de la mismísima ciencia experimental. De ahí que la
historia, y en nuestro caso la historia nacional (no la de nuestros
historiógrafos tradicionales, en cuyos apolillados mamotretos
prima el vicio de la anécdota y la narrativa lineal) sea interpreta-
da a la luz ancestral de la memoria mítica, es decir, a la luz del
eterno retomo de lo mismo: la luz del pensamiento circular
OBRA PIONERA ... 11

mantenido siempre en tensión por la presencia totalizadora y


vital del mito. Un ejemplo de esta interpretación lo tenemos en
el espléndido ensayo "Sandino en vida y su mito".
"Sandino es un centauro nicaragüense: un personaje his-
tórico cabalgando en el mito. Y la pronta "mitificación" del
guerrillero se creó madura ---con ese acabado de las obras
perdurables-, durante la guerrilla de los años 1927-1932.
Porque es el mito de Sandino vivo lo único que explica su ver-
dadera supervivencia. Incluso el sandinismo de hoy no es el
de la historia sino el mítico. La vida pública de aquel hombre
se dio, pues, en dos planos: el correspondiente al guerrillero
histórico y el plano del mítico guerrillero. En efecto, el Sandi-
no de la historia ha sido objeto de discusiones sin medida,
como desmedidos fueron, hacia él, la adhesión o el odio de los
nicaragüenses enfrentados en aquella guerra de guerrillas. De
ahí que su condición de rebelde y su causa se echaran a cara o
cruz: héroe o bandido, patriotismo o protagonismo. No obs-
tante, puede afirmarse que el mito de Sandino ha seducido a
nuestro pueblo" (pág. 119).
Zepeda es concreto en cuanto a la validez del mito como
interpretación del mundo. Su prólogo es especialmente rico en
formulaciones teóricas plenas de actualidad y sugerencias vita-
les. Así, refiriéndose acertadamente a la poesía, como principal
expresión del pueblo nicaragüense, nos dice:
"El único pensamiento original del hombre nicaragüense
es el pensamiento mítico, lo cual puede explicar la pródiga
cosecha de la imaginación entre nosotros. Con ello quiere
decirse que sólo hemos expresado nuestra idea del universo a
través de la imagen, y que allí la realidad no se concibe sin las
formas simbólicas. Por eso la filosofía propia de Nicaragua es
la poesía, si vale sustituir una por otra. Y lo cierto es que sólo
llegaremos a la primera por la vía de los mitos, porque éstos
un modo elemental de indagación sobre el principio del mun-
do" (pág. 7).
Con esta precisión filosófica, encamada en una prosa digna
e impecable, llena de resonancias culturales y pródiga en erudi-
ción viva y razonada, Zepeda nos lleva de la mano por las diver-
sas vertientes del mito: mitos puros o escatológicos (Tamagas-
12 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

tad, La Carretanagua, El Cadejo, La Mocuana, El Cacaste),


mitos de la historia (el Canal por Nicaragua, León Viejo, Saca-
sas y Chamorros, Siete Pañuelos, Sandino) y mitos literarios (El
Güegüense, los mitos darianos de la infanta, las doncellas y los
mancebos, el hombre-símbolo, la novia de Tola y el Cifar de los
Cantos). Un libro importante no sólo por su profundidad analíti-
ca, sino por su intento de ordenar y alumbrar los oscuros labe-
rintos del ser y la historia nacional.
En realidad, la profundidad analítica y la vigorosa exposi-
ción de temas y obsesiones demostrada en este ensayo-tratado
no extraña al conocedor de la ya vasta obra zepediana.
Managua, 1988
NOTA PRELIMINAR

E L ÚNICO pensamiento original del hombre nicaragüense


es el pensamiento mítico, lo cual puede explicar la pródiga
cosecha de la imaginación entre nosotros. Con ello quiere decir-
se que sólo hemos expresado nuestra idea del universo a través
de la imagen, y que allí la realidad no se concibe sin las formas
simbólicas. Por eso la filosofía propia de Nicaragua es la poesía,
si vale sustituir una por otra. Y lo cierto es que sólo llegaremos a
la primera por la vía de los mitos, porque éstos representan un
modo elemental de indagación sobre el principio del mundo. En
alguna medida, todos los mitos son cosmogónicos y, por 10 tan-
to, supuestos de una visión cosmológica. Pero, además, por su
carácter básico, universal y de síntesis, la mitología debe consi-
derarse como una concepción arcaica -pero viva- del propio
ser de las cosas. Y este estado germinal es lo que hace, precisa-
mente, que no sea una concepción clara y distinta, sino un modo
de pensamiento en lo que predomina lo afectivo. De ahí que el
"logos" y el "mithos" no se excluyan entre sí, como quería el
racionalismo. Se trata, en definitiva, de manifestaciones com-
plementarias del espíritu del hombre, y por ello es preciso tomar
en serio el estudio de los mitos, como si fuese una verdadera teo-
ría del conocimiento.
La paradójica verdad de los mitos responde a la verdad uni-
versal de la fe mítica, que entre nosotros tiene la categoría de
una vivencia totalizadora. Porque nadie puede negar que la
"conciencia mágica" es el lado en penumbra de la conciencia. Y
así se entiende que el nicaragüense no sepa de sí mismo sino lo
que aparenta. Conoce, pues, su imagen a fuerza de reflejarla en
un tiempo de utopía o, si se quiere, a destiempo, y de ahí que
desconozca su ser entero. Por lo mismo, en nuestro país se hace
la historia deshaciéndola. Y es posible que el terremoto político
más reciente sepulte los mitos tradicionales, sustituyéndolos
14 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

por otros, y convirtiendo las presentes páginas en un testamento


de lo más genuino de la cultura nicaragüense: de ese embrión de
un pensamiento filosófico en el que, al fin, lograríamos recono-
cemos. Sin embargo, lo que allí nunca podrá desaparecer es la
capacidad mítica de aquel pueblo, esto es, su potencia creadora
de arquetipos, de símbolos de lo real, de toda una "metafísica
popular", que diría Martín Sagrera, en el capítulo noveno de sus
Mitos y Sociedad.
Hay una obra de mitología salida de las manos de un poeta
nicaragüense. Se trata ciertamente de un libro de saberes mito-
lógicos y de una "evocación" del universo griego. Es claro que
aludimos a la Ilustre Familia, de Salomón de la Selva; una
"familia" sin antepasados en Nicaragua, y que tampoco allí ten-
drá descendientes. Por otra parte, no resulta nada casual el
hecho de que Grecia, paisaje filosófico por excelencia, sea la
patria de los grandes mitos de la cultura occidental. Por algo la
"caverna" mítica de Platónles el eterno modelo de túnel o pasa-
dizo entre el mundo de las ideas y el mundo de lo sensible. La
verdad es que el mito aparece entretejido en el curso de todo el
pensamiento científico, como acaba de confirmarlo José Luis
Abellán, contemplando los mitos sobre el Cid o Santiago dentro
de una capital Historia Crítica del Pensamiento Español. ¿Aca-
so las hipótesis mismas de que se sirve la ciencia, no son criatu-
ras de naturaleza mítica? En Nicaragua es un mito -y muy her-
moso, por cierto- la teoría vulcanológica que, en 1843, dio
prestigio científico a D. Miguel Larreynaga, y según la cual el
estado de ignición de los volcanes sería un efecto de la refrac-
ción y la convergencia de los rayos solares en las aguas marinas;
ya "que la superficie esférica del mar es una verdadera lente
ustoria que quiebra y reúne los rayos del sol del mismo modo
que lo hace una lente común de las que usamos... " (Memoria
sobre el Fuego de los Volcanes, p. 24). Y hasta en la propia filo-
sofía política de nuestro tiempo, ¿qué son, sino mitos eficacísi-
mos, ese gobierno de los gobernados, o aquel "reino de la liber-
tad" de una futura sociedad sin clases, e incluso el "redentoris-
mo" o "mesianismo" del proletariado?
Tres son aquí las familias de mitos analizadas. La del mito
NOTA PRELIMINAR 15

"en el origen", que es el propiamente dicho, y que hemos llama-


do "puro o escatológico", porque no tiene asidero histórico, y
sólo simboliza el "más allá". Por el contrario, la clase mítica
denominada "de la historia" es aquella de los mitos por exten-
sión, vale decir, de los que participan sólo a medias en la escato-
logía, y que, en vez de remontarse, simplemente se montan en
los hechos, que son el lomo de la realidad. En efecto, se trata de
algo histórico que, no obstante, ha ganado altura mítica. Y, por
último, los mitos como puras creaciones literarias son justa-
mente los menos puros, en sentido original; o sea, los que no
nacen del pueblo mismo, aunque en el pueblo renazcan, porque
siempre superan la obra que les dio vida. Son seres poéticos que
gritan su independencia: síntesis poderosas que surgen "al con-
juro" de intuiciones personales, y que suelen representar lo que
resulta posible en la medida de lo arquetípico, pero no en la de lo
real. Estos mitos encaman, pues, la "esencia" de lo humano. "El
hecho de que los personajes ficticios y el mundo imaginario
-observaba Maeztu-sean menos complejos que los reales no
amengua, sino que subraya su esencialidad" (Don Quijote,
Don Juan y la Celestina, p. 17). A ello se debe también su tras-
cendencia mitológica; ya que, en tales personajes, lo ficticio
puede creerse, no por ser solamente verosímil, sino porque su
propia verosimilitud se da asimismo en el grado de "materia de
fe".
Igualmente, son tres los espacios en que se mueven estos
ensayos, porque de "ensayos" se trata, desde luego. En princi-
pio, nos sedujo el "aire libre" de una teoría del mito, consistente
en la búsqueda de un equilibrio entre el rigor epistemológico y
la suma libertad de la "oculta filosofia", entendida en buena par-
te, como en el título de Nieremberg. Y este vuelo, por añadidu-
ra, ha sido hecho en escalas de aprovisionamiento, que van des-
de los amables tratados mitológicos, hasta los que interpretan la
materia como una verdadera ontología rústica; desde aquellos
que versan sobre lo que podría designarse como "simbólica" del
psicoanálisis, hasta los dedicados a la semiología o la semiótica.
Fuimos tentados luego por ese ámbito "de interiores" que es la
creación mágica de nuestro pueblo, como un ejemplar vivo de
16 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

mito cuyo estudio apenas comienza ahora. De ahí la dimensión


experimental-la más propia y entrañable- de estos ensayos.
Porque estamos ante una experiencia vital y, asimismo, ante la
observación de la propia "virtud" de los mitos nicaragüenses,
contrastados por supuesto con los clásicos. Pero el producto de
la conciencia mítica de aquel pueblo nos ha situado en el borde
de las operaciones de esa misma conciencia colectiva. De igual
modo, nuestros mitos, por dar una proyección "ab-origen" del
mundo, facilitan el tránsito al mundillo de relaciones de la vida
nicaragüense. Y todo ello completa la figura de nuestro ser
nacional: una figura dinámica y en grupo, sobre fondo socioló-
gico, y, al mismo tiempo, calada por la psicología.
Por lo demás, una albor de ensayos de "antropología cultu-
ral" necesita pedir auxilio a la historia y a la etnología, a las
ciencias del lenguaje y al folklore (con "k", de "kirie", señor
teclista, porque lo de "fo1clor" me sabe a "güisqui"); pero siem-
pre bajando ese volumen propio de la amplificación didáctica,
como pedía Ortega para este género literario, al decir que "el
ensayo es la ciencia, menos la prueba explícita" (Meditaciones
del Quijote, O. e., t. 1, p. 318). He aquí, pues, el otro ambiente,
el estilístico, que debe ser el medio natural de la energía poética
de los mitos. Porque las tentaciones de nuestra obra, precisa-
mente, se cierran con el ritual de un ejercicio de estilo.

E. Z.- H.
En Burgos de Osma, septiembre, 1978 - Madrid, marzo, 1981
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS
1. TAMAGASTAD, "PADRE y MAESTRO
MÁGICO" DE LA MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

No CAEREMOS en la tentación de empezar con la fórmula


genesíaca: "En el principio ... "; pero sí entraremos en los
misterios de Tamagastad -mito supremo de nuestros aoríge-
nes- a través de aquella advertencia de Plutarco, al comenzar
sus Vidas Paralelas: "de aquí arriba no hay más que sucesos
prodigiosos y trágicos, materia propia de poetas y mitólogos,
en la que no se encuentra garantía ni claridad". Se trata, pues,
de hacer pie en el origen fabuloso del pueblo nicaragüense, en
esa falla sísmica de la historia que es la leyenda, y donde vale
más la nesciencia que la ciencia, como diría Carlyle. Porque hoy
Tamagastad, entre nosotros, es el dios desconocido y el héroe
remotísimo. Habrá que recurrir, por lo tanto, más que al saber
riguroso, a su punto de partida, que es la "docta ignorantia" o el
"ars nesciendi". La verdad es que las señales enigmáticas de
este mito son una cura de humildad para el intelecto. Y eso que
tales presagios no nos han llegado en vivo, por tradición popu-
lar, sino por el "medio" y el "canal" de la crónica de Indias; con-
ductor y conducto de aquella historia, sin más, y de una historia
sagrada, al mismo tiempo.
Tamagastad (¿"benefactor"?) es el mito del "saber y go-
bierno"; es el hombre hecho dios, con la sabiduría y el poder de
una divinidad, pero conservando los límites del poder y la sabi-
duría del héroe. Y ya se sabe que, en las lenguas clásicas,
"héroe" vale tanto como "semidiós". Estamos, en efecto, ante
un claro varón o un varón fuerte; ante el arquetipo de los nica-
raos. Porque aquellos primitivos lo sentían como su máximo
representante. Es dificil pensar que aquel hombre existiese
alguna vez; pero resulta más dificil aún entender que su forma
divina correspondiera, exactamente, a todos los caracteres ra-
ciales de aquel pueblo. Y no queremos decir que el personaje
20 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

mítico estaba hecho a la medida de los primeros nicaragüenses,


sino que éstos se veían en él como en un espejo de esos que alar-
gan y ensanchan las figuras. Nuestros aborígenes, con asombro,
se miraban engrandecidos en la imagen de Tamagastad; pero lo
que hacían, al fin de cuentas, era mirarse a sí mismos. Además,
reflejados en este mito, los nicaraos o niquiranos se aclaraban,
clarificando su propio ser y, a la vez, quedando claros en que los
problemas de su existencia eran asunto del arquetipo. De ahí
que ellos comiesen lo mismo que los dioses, y que los alimentos
tuviesen origen divino.
No perdamos de vista, sin embargo, la faceta humana de
Tamagastad: en él se rendía culto a la organización tribal, por-
que él había combatido por la unidad de su pueblo; había orde-
nado el abandono del solar mítico (Tic omega y Maguatega) y
elegido la patria de adopción; fue quien rehizo a la comunidad
después de la gran catástrofe, y enseñó a los suyos las artes y los
oficios: la adivinación, la magia, la guerra, la artesanía, el
comercio, la agricultura y la caza. Era, por consiguiente, un
héroe espiritual y épico; maestro y campeador. Él estaba huma-
namente en el secreto de esta vida y la otra, porque en las dos
podía vivir como hombre. Los primitivos nicaragüenses fueron,
según eso, antropomorfistas y, en tal sentido, parece que tuvie-
ron una visión antropocéntrica del universo; sólo que ese "anth-
ropas" era un superhombre, o sea, un dechado humano y, por
ende, un ejemplo digno de reverencia "a lo divino". Por algo
aquí resultan evidentes los pasos intermedios que iban de una
admiración a una adoración. Pero ese antropomorfismo no
cerraba la salida a la ultratumba; antes bien, hacía familiar la
vida escatológica. Y adviértase, además, que nuestros nicaraos
concibieron la "salvación" asociada al heroísmo y al recuerdo
dejado entre los vivos, a la manera que lo hizo la mente clásica.
Como persona divina, Tamagastad era el padre del olimpo
niquirano, y sin él no se explicaban las otras figuras de aquella
poblada mitología, como Mixcoa (dios del comercio), Quiateot
(dios del agua, la lluvia o el aguacero), Chiquinaut o Herat (dios
del aire, el viento y la borrasca), Masat o Marat (dios de los cuer-
vos o de la caza del venado), Toste o Tost (dios de la caza de los
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 21

conejos y las liebres), Bisteot o Vitzeot (dios del hambre) ... Y


así hasta completar una deslumbrante jerarquía de dioses mayo-
res o "teotes" y de divinidades menores. Pero Tamagastad no se
mostraba solo, sino formando pareja con Cipattonal, la diosa
madre. Ambos, a dos, eran los creadores y las manos providen-
ciales, auxiliados por Oxomogo, Calchitgüegüe y Chicociagat.
Los atributos de Cipattonal eran los mismos de Tamagastad,
hasta el grado de hacer probable la idea de un solo mito que se
representaba como en doble frente, varonil y femenino. Se diría
que el papel desempeñado por la gran madre de los nicaraos era
apenas explicativo: el de hacer entender la creación como
reproducción bisexual. Y conste que no se indica una "duplici-
dad", sino una precisa "duplicación", la cual no puede reducirse
fácilmente al consabido dualismo, como en el probable caso de
Omeyateite y Omeyatecigoat, padres de Quiateot. Es cuestión,
por lo tanto, de analogía, que también libra de pensar en una
concepción andrógina de la divinidad niquirana. En Cipatonal,
la magia del nombre creó al personaje acompañante, porque el
acompañado, sin duda, era Tamagastad, y lo más probable es que
tal circunstancia determinara el cambio de sexo; pero no hasta el
punto de definir una personalidad divina con mito propio. Según
los nahualistas, en la etimología misma del nombre de la diosa
está contenida su doble naturaleza terrestre y celeste (lo heroico y
lo divino): "cipactli" (caimán o lagarto de Indias) es el elemento
que da idea del reptil o el monstruo que se arrastra por la tierra;
"tonalli", en cambio, es algo así como una disposición "ardente
spiritu", por intensidad divina o por influencia astral. En efecto,
la diosa resulta igual a Tamagastad, por las perfecciones que se le
atribuyen, aunque no sea idéntica a él, sino su par, por correspon-
dencia con la natural pareja humana. Y aquí vale recordar 10 que
Frazer llamó "creencia teórica en la influencia simpatética de los
sexos en la vegetación", precisamente al hablar de nuestros ritos
indígenas, en los que tanto se relacionaba la condición sexual con
el auxilio sagrado: "Los indios de Nicaragua, desde el momento
mismo en que sembraban el maíz hasta el de recolectarlo vivían
castamente, manteniéndose apartados de sus mujeres y durmien-
do en lugar separado" (La rama dorada, p. 174).
22 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Ahora bien, la señalada reiteración no se daba únicamente


en los atributos de esos dioses mayores, sino también en sus
obras, hechas como al alimón. El caso es que dicho mito conte-
nía una creación del mundo repetida: la inmemorial o primige-
nia, y aquella otra que siguió a una calamitosa desaparición
-por agua o fuego, o por causa ignorada- de toda vida sobre
la tierra. Y la redundancia del génesis, en la religión primitiva
de Nicaragua, revela esa característica vuelta al origen que
encierra todo mito, o tal vez una forma del "mito del eterno
retomo". En la misma línea habría que situar el frecuente "epi-
demiai" de héroe-dios en los primeros tiempos, esto es, la reite-
rada visita a su pueblo antes del total desastre; así como el regre-
so a la vida y a la casa paterna de los niños muertos antes de
comer maíz o al ser destetados. Por añadidura, los niquiranos
hacían memoria póstuma de los buenos, entre los que se halla-
ban los caídos en combate, y cuyas almas o "yulios" iban "arri-
ba", que era el oriente y la morada de los "teotes"; mientras que
a la tierra que está bajo tierra la llamaban "miktanteot", y era el
lugar del olvido y la aniquilación de las almas de quienes no se
habían acordado de lo divino. Tamagastad era, pues, una divini-
dad que habitaba en donde nace el sol, vale decir, un dios solar.
Y, no obstante, nuestros aborígenes no lo imaginaron con el
cabello encendido o la tez rojiza, sino moreno y con el mismo
color de piel que ellos tenían. Eso sí, se lo figuraban siempre
joven, con la perenne juventud del héroe, con el heroico y juve-
nil empuje del sol que se renueva. Pero el renacimiento solar ya
es una repetición, y ello mismo simboliza la "imago" del dios
que retoma y se duplica. Tamagastad era, de algún modo, el
"eterno masculino" o la inmortalizada virilidad de un pueblo.
Por eso los nicaraos guardaban la fama de sus guerreros muertos
en batalla. De tal modo, aquel pueblo primitivo parecía emerger
de su propio fondo oscuro, como buscando salida en la salida
del sol, y lleno de "ese anhelo insaciado y raras veces saciable
de luz de la conciencia", de que nos habla Jung, en sus Símbolos
de Transformación.
En un canto solar, Rubén Darío celebra a Helios como
doble símbolo del poder y del saber. Allí nuestro poeta lo llama
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 23

"dominador", casando esa fuerza vivificante con aquel viejo


emblema del poder político que es el águila:
"Giran muchedumbres
de águilas bajo el vuelo
de tu poder fecundo ... "
y asimismo Rubén lo canta como el despertar de la con-
ciencia y el ojo de la sabiduría:
.....pueblas
de amor y de virtud las humanas conciencias,
riegas todas las artes, brindas todas las ciencias ... "
Pues bien, la coincidencia de tal simbolismo griego con el
mito de Tamagastad se vuelve natural. Podría imaginarse que
los versos darianos están dedicados al héroe-dios, si en verdad
no fuera así. Pero sucede que los significados míticos del sol se
hallan entre los más universales. De ahí que Darío, al invocar a
Helios, llamara a la puerta de los misterios de Tamagastad,
como lo hizo expresamente en otro poema:
"hay jóvenes robustos de fieros aires regios,
ancianos centenarios que saben sortilegios,
brujos que invocar osan al gran Tamagastad. "
("Tutecotzimí")
y esta divinidad solar había sido el caudillo que encabezó
la marcha de los antepasados del pueblo niquirano hacia nuestro
país, y él era igualmente el capitán divino que auxiliaba a los
suyos en la guerra, para defender aquel territorio como una
"patria" definitiva.
Aun a riesgo de simplificar en demasía, puede vislumbrar-
se ya en Tamagastad un símbolo del poder del caudillaje que
aspira a legitimarse -digámoslo asÍ- por la sacralización.
Pero esa especie germinal del "dominador" por derecho divino,
cuando es llevada hasta sus últimas consecuencias, resulta una
consagración del "derecho de la fuerza". Y tal "identificación
del poder con el derecho" (Cassirer) tiende a proyectarse-de
algún modo, también en su estado más primitivo- en unajusti-
24 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

ficación de dominio por el linaje sagrado o "la ilustre familia",


para darle el nombre de un tratado de mitología del nicaragüen-
se Salomón de la Selva. Originariamente, pues, la religión de
los nicaraos estaba religada, a su vez, con el poder del caudilla-
je. y ese lazo político de origen respondía a un"sentido étnico
sacralizado, e incluso a un ideal de "casta". Los nicaraos creye-
ron en una relación mágica entre el pueblo y el caudillo, en vir-
tud de la "magia personal" de éste, precisamente porque se tra-
taba del arquetipo de sus caracteres raciales, cuya divinización
hizo, a la inversa, que ellos se sintiesen del linaje del dios. Por lo
demás, no se olvide que los predecesores de los niquiranos
habían emigrado a causa de la discriminación de que fueron
objeto, como pueblo abatido por el hambre, la peste y las gue-
rras pero sin resignarse a ser esclavos de sus enemigos; todo lo
cual debió fomentar en ellos un sentimiento defensivo de "cas-
ta". Y no en vano es una realidad el carácter familiar o "totémi-
ca" de la historia nicaragüense; la endogamia de su "clase polí-
tica", y, por supuesto, el hecho de ser el caudillaje una verdadera
institución en Nicaragua; un fenómeno constante y decisivo que
no tiene paralelo en los demás países de Hispanoamérica.
Se ofreCÍan a Tamagastad sacrificios humanos, seguidos de
prácticas ancestrales de canibalismo. Pero estas últimas no
tenían carácter ritual propiamente dicho, sino más bien "gastro-
nómico", puesto que se condimentaba y cocinaba la carne
humana; salvo en el caso de la sangre -por lo general, sangre
enemiga-, que bebía el hechicero o "tamagast" y con la cual
también rociaba los ídolos de piedra, aunque nadie estuviese
muy seguro de que el dios la tomara. La verdadera excepción, al
respecto, era el corazón, especialmente de adolescentes, que los
caciques -y no siempre el "tamagast"- compartían con la
divinidad, como los otros alimentos. Comer corazones jóvenes
--conforme la interpretación de Jung- era un modo de apro-
piarse de la vitalidad juvenil, o acaso, de vivir el mito de la eter-
na juventud del héroe hecho dios; pero, a la vez, el compartir esa
comida con la deidad, era como afirmar la propia filiación divi-
na. Tamagastad, por lo tanto, no exigía imperiosamente vícti-
mas humanas, porque no era un dios al estilo de sanguinario
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 25

Huitzilopochtli de los aztecas. Pero aquí nos interesa, sobre


todo, la naturaleza mítica del padre de los dioses niquiranos,
más que el ritual en honor suyo. Sugestionados por el credo de
aquellos aborígenes nicaragüenses, hemos tentado, en lo posi-
ble, el misterio del mito; es decir, su dintorno significativo,
antes que su continente ceremonial y expresivo, ya delineado
por Lothrop, en Pottery o/Costa Rica and Nicaragua. El mismo
autor, aunque su verdadero propósito era modelar el conoci-
miento de nuestra cerámica precolombina, incursionó en la
semántica de aquella mitología. En este campo, su rotunda afir-
mación "de divinis nominibus" del panteón mexicano, es casi
un homenaje a las peculiaridades del dios mayor de los nica-
raos: "Entre los nombres de los dioses mexicanos, no hay nin-
guno que se parezca a Tamagastad, a pesar de que hay mucho
parecido en los términos religiosos aztecas." Y Lothrop, en este
punto, iba más allá de un puro "nominalismo", al oponerse a la
tesis de Eduard Seler, según la cual la pareja celestial niquirana
corresponde a divinidades creadoras de los aztecas: "Las deida-
des creadoras -argumenta Lothrop-- en las religiones primi-
tivas, son usualmente diferentes de los dioses que se ocupan de
los negocios humanos, y tal era el caso entre los aztecas. Empe-
ro, en Nicaragua, lo que sucedía era todo lo contrario, ya que se
hacían sacrificios humanos en honor a Tamagastad y Cippato-
na!. "
No es ocioso buscar parentescos entre las deidades de
Nicaragua y las mexicanas, siempre que se advierta que la
semejanza entre los nombres no basta para identificar unos
mitos con otros. El arqueólogo nicaragüense César A. Sáenz, en
su estudio Quetzalcóatl en Centroamérica (1961), ha creído
hallar en nuestro Tamagastad una versión niquirana de aquel
dios de México, aunque tomando más en cuenta las variantes
lingüísticas que el fenómeno de la metamorfosis de los mitos en
sí, al que ya alude, sin embargo, el mismo arqueólogo. Y no es
suficiente señalar que ambas deidades fueron héroes culturales.
Porque Tamagastad era, sobre todo, un dios prístino o creador
del mundo y, en cambio, nunca fue divinidad del viento; mien-
tras que, Quetzalcóatl, en una de sus principales advocaciones,
26 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

era el dios del viento, pero en ninguna, el creador. En lo que no


parece haber duda es que el dios niquirano del aire Chiquinaut o
Hecat tenía tanto de Chicnahui-Echecatl ("nueve-viento") co-
mo de Quetza1cóatl-Echécatl. Por lo demás, César A. Sáenz
aduce, a favor de las innegables correspondencias de nombres
sagrados primitivos en Nicaragua y México, el testimonio de un
elocuente y sagaz religioso franciscano del siglo XVII: "Para
reafirmar lo anterior tenemos los informes que nos suministra
Fray N. de la Concepción Zapata, en su libro Los Caciques
Heroicos ... "Pero la verdad es que el inexistente padre Nemesio
de la Concepción no pudo escribir ningún libro con ese título,
sino una crónica apócrifa llamada "Vida del Guerrero Bárbaro
Nicaroguán", la cual, según los editores, se conservaba inédita
en la Biblioteca Nacional de Madrid, hasta que la Editorial
América, dirigida por Blanco Fombona, la incluyó al final de
una recopilación de tres supuestos manuscritos del también
mítico Maestre Juan de Ocampo, bajo el título común de Los
Caciques Heroicos (Madrid, Biblioteca Americana de Historia
Colonial, 1918). Un procedimiento parecido -de mitología
comparada en base a una comparación nominal, aunque viendo
a Tamagastad en Tláloc-Tlamacazqui, dios mexicano de la llu-
via, y no en Quetza1cóatl- es el que se ha empleado en la obra
Religión de los Nicaraos, de Miguel León-Portilla, cuya indis-
cutible autoridad de nahualista le llevó principalmente a cotejar
por etimologías los mitos de nuestros indios con los de los
nahuas del altiplano de México; ya que su "análisis de los testi-
monios" es más bien una síntesis de lo que se halla en Oviedo.
Quizás lo más seguro sería pensar que en Tamagastad se unie-
ron armónicamente diversos símbolos de la fe indígena de los
mexicanos, y que, por consiguiente, se trataba de una quintae-
sencia, de un mito nuevo y singular.
Por otra parte, el magisterio solar de Tamagastad fecunda-
ba la mente de su pueblo; una mente a presión de fantasía y des-
pierta como el oriente. El gran cacique Nicaragua "era agudo y
sabio en sus dichos y antigüedades"; expresado con palabras de
Gómara, quien refiere mejor que nadie la entrevista de Nicara-
gua y Gil González, en la cual el conquistador se llenó de asom-
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 27

bro ante la sutileza de nuestro cacique, cuyas preguntas giraron


en tomo al problema de la inmortalidad, en su pura vertiente
escatológica del destino de las almas, y en el sentido de la super-
vivencia temporal de los hombres poderosos y ejemplares, a los
que Nicaragua veía como divinizados. Pero el pueblo, que había
producido aquel jefe y pensador, era igualmente heredero de la
sabiduría de Tamagastad. El falso padre Zapata, en su ya men-
cionado apócrifo, elogia sí las artes y las dotes intelectuales de los
nicaraos: "Estos indios habitadores de tales regiones eran extre-
mosamente discurridores y despejados de entendimiento; veía-
seles en todo su artificio, su industria, su trabajo de sabiduría, un
grande modo de hacer" (Edic. cit., p. 229. Dicho texto fue repro-
ducido en el número 57 de la Revista Conservadora del Pensa-
miento Centroamericano, de Managua, julio de 1965).
No es seguro que nuestros aborígenes conociesen la escri-
tura; pero ese otro "árbol de la ciencia", que es la tradición oral,
estaba fieramente arraigado en su espíritu, debido tal vez a su fe,
su buena fe en los misterios; a su respeto por los antepasados, y a
su cerrado sentimiento de pueblo. En cierto modo, esa tradición
podía suplir a la dicción escrita, y el "diccionario" niquirano
sería, pues, la palabra de los padres; así como su "biblia" era una
traducción de la voz de Tamagastad en los labios del adivino.
Re aquí, en fin, algo de lo que dice el interrogatorio que, por
mandato de Pedrarias Dávila, hizo Fray Francisco de Bobadilla,
mercedario, agente principal de los primitivos nicaragüenses;
verdadera encuesta de estilo periodístico, que reproduce Ovie-
do:
"F. ¿Cómo sabéis eso?
1. Porque así lo tenemos por cierto entre nosotros, e así
nos lo dijeron nuestros padres.
F. ¿ Tenéis libros donde eso esté por memoria como este
que te muestro? (que era una Biblia).
1. No.
F. Pues que no tenéis libros ¿ cómo os acordáis de lo que
has dicho?
1. Nuestros antepasados lo dijeron, e de unos en otros dis-
28 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

curriendo, se platica, como he dicho; e así nos acordamos de


ello.
F. ¿Hazlo dicho tú a tus hijos así?
l Sí, dicho se lo he, e mandádoles tengo que así lo tengan
ellos en la memoria para que lo digan a sus hijos, cuando los
tengan, e aquellos lo digan después a mis nietos; por manera
que no se pierda la memoria. E así lo supe yo e los que son
vivos de nosotros los indios" (Historia General y Natural de
las Indias, XLII, 2).
Y en ese informe de Bobadilla -preguntas y respuestas a
palo seco-, que hemos usado en estas páginas como carta de
navegación en los misterios de Tamagastad, hay todavía un dato
significativo: el de una "revelación" interrumpida. Porque la
divinidad, que en otro tiempo revelaba sus designios al "tama-
gast" y a los "teites" o caciques, había enmudecido desde la
muerte, ya remota, del cacique Xostoval, padre de Cuylomegil-
te: "Mucho tiempo ha de que nuestros dioses no vienen ni les
hablan; pero antes lo solían hacer, según nuestros antepasados
nos dijeron ... ". Dicha precisión es importante, porque un corto
circuito en los hilos conductores de aquella voluntad divina
suponía la soledad, cercada por las fuerzas naturales ocultas, y
suponía el "ensimismamiento" de aquel pueblo, ya refugiado en
la sola tradición. Sin los dictados del dios en cada circunstancia
adversa, nuestros aborígenes debían sentirse un tanto descon-
certados. Pero, además, habían perdido la fascinación ante lo
revelado y, por lo mismo, el don adivinatorio de la vida inmortal
-las vidas paralelas de los dioses-, para quedarse sólo con las
visiones en la muerte: "Cuando se quiere morir, ven visiones, e
personas, e culebras e lagartos, e otras cosas temerosas de que
se espantan e han mucho miedo, yen aquello ven que se quieren
morir; e aquello que ven, no hablan ni les dicen nada más que
espantarlos ... "
2. UNA CARRETA DE LEYENDA

L A CARRETA nicaragüense representa la edad antigua en la


formación de nuestra nacionalidad mestiza, o acaso, la
mayor antigüedad del progreso en aquella tierra. Porque la vida
agrícola de Nicaragua comenzó a rodar, esto es, a progresar por
medio de las ruedas de la carreta. La carreta dice, cuando
menos, "acarreo" y camino "carretero". Suponía, pues, un
auténtico adelanto en el transporte de los productos de nuestro
campo, y también una vía, por supuesto, más expedita que el
sendero --camino propio de la "fila india"- e, incluso, que la
cañada. Se dijera que la carreta "descargó" a nuestros indígenas
y les hizo, a la vez, comerciantes "agresivos"; vocablo hoy tan
en boga, cuya raíz latina es "gradi", que significa "andar", y la
cual, curiosamente, se halla asimismo en el término "progreso",
como que "gradación" y "progresión" dan, al unísono, la idea de
avanzar de grado en grado. Y nuestra carreta es todavía fiel al
progreso que en un tiempo significara o, si se quiere, fiel a su
primitivismo, como diría Pablo Antonio Cuadra. De ahí que
siga siendo un medio rústico, en el doble sentido de tosco y cam-
pesino; pero cuya fidelidad a su origen progresista se revela allí,
sobre todo, en la persistencia de su utilidad, que ha resistido a la
ofensiva del vehículo de motor.
En vista de ello, ¿sería lícito describir a nuestro pueblo
como "acarreado?" Lo cierto es que tal denominación resulta,
en sí, demasiado descriptiva. Mejor dígase que, al parecer, los
nicaragüenses hablamos o "cantamos" al ritmo de la carreta,
seguramente por aquello que dice nuestro refrán: "Lo que no
canta el carro, lo canta la carreta" o, lo que es igual, el carretero.
y no es aventurado pensar que el "tempo" de nuestra historia es
marcado también por la carreta. Ahí está, para demostrarlo, ese
ritmo provinciano de nuestra vida nacional, que reiteradamente
nos hace partir de cero; así como está el hecho de que nosotros
30 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

entendemos la palabra "carretada" como medida de capacidad,


usándola comúnmente, por ejemplo, en el comercio de leña o de
arena. El propio Darío cuenta, en su Autobiografia, lo que
sigue: "A veces los tíos disponían viajes al campo, a la hacien-
da. Íbamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes, cubiertas
con toldo de cuero crudo. En el viaje se cantaban canciones ...
Otras veces eran los viajes a la orilla del mar, en la costa de
Poneloya, en donde estaba la fabulosa Peña del Tigre. Íbamos
en las mismas carretas de ruedas rechinantes ... " (cap. 5). Todo
lo cual indica que, en Nicaragua, la carreta no ha sido solamente
un medio de trabajo, sino también un vehículo para el ocio. Val-
ga, pues, la expresión de que aquel pueblo se ha divertido "a
carretadas", porque, además, las carretas suelen estar presentes
en nuestras fiestas folklóricas.
La carreta nicaragüense es un vehículo descapotable o
"convertible": con toldo de quita y pon. Vestida, por lo tanto, da
la impresión de ser una cuna; ya que asimismo tiene, a cada
lado, una hilera de estacas verticales, a modo de barandas, y, por
añadidura, se acompaña con cantos monocorde s y se mece.
Pues bien, ese inequívoco aspecto de cuna es todo un símbolo,
precisamente, del origen de nuestra carreta y, desde luego, de su
constante imagen originaria. Así, ante nuestros ojos, la carreta
pasea el principio de nacionalidad de los nicaragüenses y, a la
vez, el arquetipo de un primario "desarrollo" de la genuina con-
dición rural que ha definido nuestra vida, acaso por contraste
con el subdesarrollo posterior. En cierto modo, pues, el toldo de
la carreta es --como ahora se dice- el "techo" del esfuerzo de
nuestro pueblo por la propia subsistencia o, mejor, el nivel de lo
contingente, que por algo es todo aquello que está "de tejas aba-
jo". En efecto, es posible adivinar en el pueblo nicaragüense una
especie de centauro, como hecho de trascendencia y de tragedia
cotidiana, vale decir, mitad ideales y mitad carreta.
Las dos ruedas de aquel vehículo nacional no son aros con
radios, sino discos macizos. Y es curiosa la coincidencia de que
a una cultura solar, como la niquirana, se le diera una carreta
-semejante a la gallega- cuyas ruedas sugieren el símbolo
del sol, es decir, aquel disco que se halla en el costado de un ído-
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 31

lo con cuerpo de varón en cuclillas; pero con poderosa cabeza


de felino, y que Carlos Bovallius, por cierto, dibujó en nuestra
isla de Zapatera (Nicaraguan Antiquities, lám. 23). Ahora bien,
si el disco alado representa, desde tiempos remotos, la purifica-
ción y ascensión del mundo material, y de ahí que aparezca tam-
bién como emblema del aire o del cielo; todo disco que rueda en
la tierra puede simbolizar, como en nuestra carreta, la utilidad
de la materia o su naturaleza práctica misma, además del domi-
nio de la tierra por el hombre y su índole de hacedor.
Se trata, incluso, de un medio de "transporte pesado", como
queriendo sembrarse en la tierra, y, por ello, lentísimo, con esa
lentitud del tiempo que se pierde, o quizá del terreno ganado a
nuestra historia por tantas ilusiones. Porque si aquel vehículo,
con sus ruedas herradas, hace profundos surcos en nuestra vida
histórica; pareciera que los sueños del hombre de Nicaragua se
empeñasen en borrarlos. La verdad es que somos un pueblo
fronterizo entre las realidades y los mitos. Por eso, de seguro,
nos inventamos la Carretanagua; una carreta fantasma, que es
como la sombra de nuestra carreta. "Nagual" o "nahualli" quie-
re decir "brujo". De ahí que esa carreta mitológica sea, substan-
cialmente, una carreta embrujada que salía por las noches,
haciendo un ruido infernal, antes de que llegaran a nuestras
calles el asfalto y los nuevos adoquines. Y adviértase que el
mito de la Carretanagua es, sobre todo, auditivo, como que los
vecinos de nuestras ciudades, ya asustados por el estruendo,
casi no se atrevían a contemplar el paso de aquel espectro. En
realidad, las calles nicaragüenses eran entonces empedradas,
con unbs cantos tan irregulares, que se llegó a decir que la
Carretanagua tenía, al parecer, las ruedas cuadradas. Pero el
caso es que sólo la fe mítica pudo dar, en Nicaragua, con esa ver-
dadera cuadratura del círculo.
Aquel pueblo es muy poco marinero, como puede indicarlo
el eterno, abandono de nuestros viejos puertos en dos océanos.
Pero sería más exacto decir únicamente que sí somos, en cam-
bio, marineros de agua dulce. Y la prueba es que el mito de
Cifar, navegante del Gran Lago -en los versos de Cuadra-, es
nuestro único mito literario embarcado. Allí, en ese poema, sur-
32 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

ge un barco fantasma; imagen nada corriente en la credulidad de


nuestro pueblo, por lo cual dicho barco resulta, entre nosotros,
doblemente "fantasma". Y así cabe pensar que la Carretanagua,
inédito fantasma de carreta, puede ser la versión popular nicara-
güense de ese barco espectral -y ya clásico en tantas latitu-
des-, a falta de un soporte marino auténtico en las vivencias de
aquel pueblo o, mejor, en el fondo milagrero donde nacen las
imágenes. Además, la ecuación carreta-barco no es nada nuevo,
pues se sabe que, en principio, las carrozas de carnaval eran
carretas engalanadas que, justamente, fingían formas de nave.
Podría objetarse, sin embargo, que el contenido simbólico de la
nave reside en una pura "conexión de aguas" con el seno mater-
no; mientras que la carreta de Nicaragua es, por definición, un
resumen telúrico y terrestre, unos ejes que chirrían y un madera-
men que cruje. Pero ya vimos cómo nuestra carreta da testimo-
nio permanente de los orígenes de un pueblo, reclamando con
fuerza los signos y los símbolos de la maternidad, porque, al fin
y al, cabo, es la madre-carreta de los nicaragüenses. Decid si en
Nicaragua no está viva, al respecto, esa mítica historia de que
Rubén Darío -sin duda el más despierto de nosotros- nació
en una carreta, cuando Rosa Sarmiento, llena de gracia poética,
iba precisamente siguiendo el Norte: hacia tierras de Honduras.
y fue, en verdad, entonces que el poeta vino a los suyos; pero no
propiamente en aquella carreta, sino en la casa de Metapa, en
una simple casa del camino.
Por otra parte, la Carretanagua es un fantasma que rueda; lo
cual no debe olvidarse, porque la rotación genera siempre pode-
res mágicos. "Guirnalda del Año" -o sea, rueda del tiempo-
llamó Pablo Antonio Cuadra a una colección de sus poemas,
usando un simbolismo zodiacal y, por tanto, de origen esotéri-
co. En este sentido --que es, en rigor, el sentido de la supersti-
ción-, nuestro fantasma rodante se asocia a la fortuna, es decir,
a la "rueda de la vida", cuyo equilibrio consiste en una corres-
pondencia de los términos del binomio vida-muerte. Las rue-
das, pues, de aquella carreta bruja serían nuestras ruletas; ya que
por algo la suerte o la "tuerce" -la mala fortuna- no se le caen
de los labios al pueblo nicaragüense. Los bueyes mismos que
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 33

tiran de la carreta son animales fundacionales, como lo fueron


en Roma. Y todo ello nos remite a esa otra Edad Media de la
conquista y la colonización americanas. Por eso puede hablarse,
de algún modo, hasta del "goticismo" de la carreta, como que en
realidad se trata de un vestigio noble -"estilo" popular ni cara-
güense-; verdadero vestigio de la construcción artesana de
espíritu medieval y, por 10 mismo, simplificada y comunitaria.
Pero Dios nos libre de aducir aquello de que la arquitectura góti-
ca parece inspirada en la arquitectura naval, o que en las cate-
drales de la Edad Media se ha visto la forma de un casco de
navío vuelto hacia abajo. Porque aquí sólo estamos ante los res-
tos de un naufragio histórico y, en consecuencia, nos movemos
en el terreno del mito, en una tierra de señales mágicas, como la
nuestra. ¿Hasta qué punto, pues, se pisa en firme cuando se dis-
cute la legitimidad de cualquier simbolismo? Y, según eso,
¿habría que relacionar con signos ancestrales incluso el hecho
de colgar, a veces, en la pared las ruedas de carreta, como si fue-
sen rosetones góticos?
El hecho mágico nace del instinto de conservación. Es una
forma de defender la vida en su secreto, por las buenas o las
malas. Yen el secreto de la vida juega un principio binario, solar
y lunar, diurno y nocturno, que es el principio de disyunción,
cuyo símbolo, además, es la inicial de nuestro "yugo". El yugo
de la carreta indica, por supuesto, sacrificio o cruz -la cruz
entrecerrada de la "Y" griega-; pero también disciplina de los
contrarios o armonía de fuerzas. De ahí que los dos bueyes, bajó
el yugo, desempeñen en la carreta una sola función, como si se
tratara de animales siameses. Es la misma función que cumplen
las dos ruedas, y éstas igualmente participan del impulso vital
simbolizado por los bueyes. Pero la fuerza de la vida tiene signo
solar, ante todo. Por eso la carreta embrujada, nuestra Carreta-
nagua, se distingue primero por su nocturnidad. Es, en efecto, el
polo negativo del sistema binario; es el revés de la carreta que
trabaja de sol a sol en el campo nicaragüense; es, en definitiva,
una carreta que conduce la Muerte. Nuestro pueblo dice tam-
bién que la pareja de bueyes de la Carretanagua es una yunta de
esqueletos. Y esta conversión del buey en una fuerza lunar y
34 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

pasiva puede explicarse por la clásica "paciencia" del animal,


en el mundo de las realidades, y, desde luego, en virtud de su
género neutro. Porque, en verdad, el buey tiene una imagen con-
servadora, y sólo el mito lo levanta a la categoría simbólica del
progreso, o acaso lo eleve también la "yunta" misma, que repre-
senta lo opuesto a la "disyunción", esto es, el desequilibrio de la
muerte. La yunta es, por lo tanto, correspondencia, integración
de la vida agrícola del hombre nicaragüense; una vida turbada,
en la noche, por los mitos de la muerte, pero ilusionada en el tra-
bajo por los mitos de la vida.
¿No es acaso revelador que la poesía de Nicaragua celebre
al buey asociándolo con el sol, como si la virtud poética realiza-
ra la asunción de las formas vitales inferiores a un destino más
alto? He aquí el famoso ejemplo de Rubén Darlo, predicando
solares evocaciones en la plenitud de su vida:
"Buey que vi en mi niñez echando vaho un día
bajo el nicaragüense sol de encendidos oros,
en la hacienda fecunda, plena de la armonía
del trópico ... "
("Allá Lejos")
Y, unos versos después, como quien se da cuenta de haber
dado en el clavo, el poeta remacha la imagen luminosa, esta vez
con el sol naciente:
"Pesado buey, tú evocas la dulce madrugada
que llamaba a la ordeña de la vaca lechera ... "
Pero también Pablo Antonio Cuadra ha cantado al sol nues-
tro de cada día o al buey nicaragüense con nuestro sol al fondo:
"... este sol corpulento y anciano
amigo de nuestros muertos, agricultor desde la edad
{ de nuestros padres,
propietario de la primavera y de sus grandes bueyes
{mansos.
("Introducción a la Tierra Prometida")
Por consiguiente, el buey de nuestra poesía es el diurno y
L MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 35

laboral; no el de la Carretanagua, que es un buey de la noche y la


superstición. Sin embargo, en la mente de aquel pueblo, uno y
otro forman con la carreta una sola pieza. Alfonso Cortés llega
incluso a imaginar a nuestro buey como astilla de tal palo, o sea,
de la misma madera que la carreta:
"¿Es de cocido barro o de maderas toscas
este buey que en la calle he visto más de un día
arrastrar la carreta y espantarse las moscas
con el cansancio inútil de la monotonía?"
("El Buey")
y en el propio Darío aparece también el buey uncido a la
carreta y, encima, diciendo -o maldiciendo- tenebrosos au-
gurios para el hombre, a manera de miedos nocturnos. Habla el
buey:
"Mi testuz sabe resistir, y llevo
sobre los pedregales la carreta
cuyas ruedas rechinan, y en cuya alta
carga de pasto crujidor, a veces
cantan versos los fuertes campesinos.

El azul es en veces negro. El astro


se oculta, desaparece, muere. El hombre
es aquí el poderoso traicionero.
Para él, temor. "
("Gesta del Coso")

Ahora sólo queda por contrastar este análisis con la presen-


tación de la Carretanagua que ha hecho el profesor Enrique
Peña Hernández, en su utilísimo Folklore de Nicaragua. Ya de
entrada, él nos cuenta que aquella aparición lunar o pasi va y, por
ende, femenina-verdadera "dama duende" de los nicaragüen-
ses- "sale como a la una de la mañana, en las noches oscuras y
tenebrosas" (p. 129). Aquí conviene observar, que esa noche
cerrada no se contradice con el carácter lunar, pues la luna tiene
"fases", precisamente, y de ahí que se la considere voluble,
cambiante o huidiza, como se dice de la mujer, hasta el grado de
36 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

hacerse invisible por etapas; pese a lo cual no deja de asociarse a


la oscuridad de la noche. Es, por esencia, un astro "ocultante" y,
además, no tiene luz propia. Por ello se habla, rigurosamente, de
su pasividad, que, en determinado sentido, equivale a la muerte.
La luna es lo mudable, lo perecedero, lo mortal, y así lo ha con-
firmado la astronáutica. Es, al mismo tiempo, Selene, arriba, y
Hécate -la hechicera, la maga-, en las regiones inferiores. La
luna representa, pues, el inconsciente, que es la patria de los
mitos. Pero también ella, en su arisca forma terrestre de Diana o
Artemisa -como personificación de la caza-, fue quien dio
muerte a Búfago, cuyo nombre significa "devorador de bue-
yes", y quizá por esa razón algunas de las estatuas de la diosa, en
la parte inferior del cuerpo, tenían esculpido ese animal, junto
con otros; así como, en honor suyo, se sacrificaban igualmente
bueyes. Por 10 demás, Peña Hernández habla, sintomáticamen-
te, de la una de la "mañana" y, desde luego, emplea el verbo
"salir", que 10 mismo puede aplicarse a la luna que a los espec-
tros. No resulta, por 10 visto, muy aventurado pensar que acaso
nuestro fantasma sea, una carreta tirada "por los cuernos de la
luna".
A continuación, el citado folklorista señala que nuestra
carreta bruja "al caminar hace un gran ruidaje; pareciera que
rueda sobre un empedrado y que va recibiendo golpes y sacudi-
das violentas a cada paso. También pareciera que las ruedas
tuvieran chateaduras." Pues bien, el expresivo nicaragüeñismo
"ruidaje", como ruido ensordecedor y sostenido, describe exac-
tamente -aunque tal vez le sobre el adjetivo "gran"-la tradi-
ción de catástrofes naturales recibida por nuestro pueblo, en for-
ma de memoria auditiva, y expresa, por supuesto, la clásica voz
de la furia de poderes superiores, o sea, la voz de la conciencia
mítica, cuyo arquetipo es el trueno. Y debe añadirse que, según
se ha visto, Rubén mismo da a entender que allí los típicos cami-
nos de carreta son verdaderos "pedregales"; amén de que nues-
tras vías urbanas, hasta muy entrado este siglo, cuando no eran
empedradas de modo desigual, exhibían los baches de las calles
"de aluvión".
y Peña Hernández sigue en estos térnlinos su minuciosa
1. MITOS PUROS. O ESCATOLÓGICOS 37

pintura: "es una carreta desvencijada y floja, más grande que las
corrientes, cubierta con una sábana blanca a manera de tolda.
Va conducida por una Muerte Quirina (véase nuestro capítulo
sobre el Cadejo), envuelta en un sudario blanco, con una guada-
ña sobre el hombro izquierdo." Hay que destacar, en principio,
la frase: "más grande que las corrientes", porque encierra el
carácter insólito del hecho mágico y, a la vez, su gigantismo o
desmesura, como imagen característica del miedo y de la propia
imaginación suelta. Por lo que respecta a la figura de la muerte,
con el oficio de conductora, acaso pueda vincularse a un atavis-
mo sacrifical, que implicaba la inmolación hasta del destino
indígena; ya que el resto de los pom1enores de la descripción
responde al simbolismo universal, pues la "guadaña" peculiar
de nuestro pueblo es el machete, y no aquella consabida de las
viejas estampas de la muerte. Por añadidura, en las ilustraciones
del Tarot -popularizadas en Nicaragua a través del juego de
naipes que llamamos "chalupa"-, la Muerte, que pertenece al
arcano decimotercero, lleva asimismo la guadaña al lado iz-
quierdo, tal como corresponde a una "siniestra" guadaña. Pero,
en los pintorescos detalles de la cita, llama también nuestra
atención la insistencia en el color blanco, que, sin duda, es el
plata heráldico y lunar.
Un paso más, y Peña Hemández se refiere al tiro de la
Carretanagua y a ciertas particularidades de su ruta macabra:
"Va tirada por dos bueyes encanijados y flacos, con las costi-
llas casi defuera; uno color negro y el otro overo ... No da vuel-
tas en las esquinas. Pues si al llegara una tiene que doblar,
desaparece; y luego se la oye caminando sobre la otra calle."
Empecemos, pues, por el aspecto de la yunta de bueyes. El texto
que reproducimos coincide casi con la versión adoptada por
Pablo Antonio Cuadra, en El Nicaragüense, al precisar que
estamos ante una carreta "conducida por esqueletos de bueyes"
(p. 36). Sin embargo, Peña Hemández hace luego una curiosa
advertencia, a saber: "No son pocos los indios que aseguran que
la Carretanagua no va tirada por bueyes, ni por ningún otro ani-
mal. Dicen que camina sola, es decir, por su propia virtud."
Esta última frase, subrayada por el mismo autor, nos da la medi-
38 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

da de la conciencia mágica de nuestro pueblo. Y, en tal sentido,


interesa más la especificación del color de cada uno de aquellos
animales. Hagamos gracia del negro, que, como se sabe, simbo-
liza generalmente la negación, las tinieblas, el maleficio y, ade-
más, el estado de putrefacción. Pero sí importa mucho fijarse en
el buey "overo" y, concretamente, en las manchas de su piel.
Porque "overear" significa, entre nosotros, producirle por vida
manchas blancas a una persona, mediante prácticas de brujería.
Y, debido a ello, existe la creencia popular de que la enfermedad
que allí conocemos como "bienteveo" -por semejanza con las
hojas de una planta del mismo nombre y acaso también por irri-
sión- se presenta a causa de un bebedizo o del simple mal de
ojo. "¿Qué me mirás vos?", pregunta con demasiada frecuencia
nuestro pueblo desconfiado. El caso es que el "overo" --o el
"manchado"- no sólo es mal visto en Nicaragua, sino alguien,
sobre todo, a quien "se ha mirado mal". En cuanto al hecho de
que la Carretanagua no dobla en las esquinas, se trata segura-
mente de un indicio de su embrujamiento y, por lo mismo, de su
filiación diabólica. Nuestra carreta bruja, en efecto, sólo se
mueve en línea recta, porque dar la vuelta en un cruce de calles
sería, justamente, "cruzar" a otra calle y, en cierto modo, hacer
la señal de la cruz.
Y, una vez más, Peña Hernández escribe: "No saben los
indios a ciencia cierta qué objetivo tengan las andanzas de la
Carretanagua. Creen algunos que pasa anunciando la próxima
muerte de alguien; pues ya se ha visto que al siguiente día de
haber pasado, alguna persona enferma, se pone mala y muere.
De ésa dice la gente que se la llevó la Carretanagua -por el
hecho de que habiendo estado sana, enfermó y murió por el
pase de la mortífera carreta. " Por supuesto que nuestro pueblo
no puede saber "a ciencia cierta" el móvil de aquella carreta; ya
que inclusive las llamadas "ciencias ocultas" se sitúan al mar-
gen de la verdadera ciencia. Alfonso Valle refiere, por su parte,
"que la imaginación popular suponía que vagaba por las no-
ches" (Diccionario del Habla Nicaragüense); lo cual quiere
decir que la Carretanagua no tenía rumbo fijo. Sea de ello lo que
fuere, la verdad es que la interpretación de la misma como
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 39

"coche fúnebre" está generalizada en Nicaragua, como lo esta-


ba entre los etruscos el carro tirado por caballos con alas, pareci-
do al que Hades usara para llevar a Perséfone al país de los
muertos. Pero la imagen más difundida universalmente, como
vehículo de la muerte, es la de una barca. Vale decir, por consi-
guiente, que no anda descaminada nuestra fantasmagórica na-
ve-carreta. Y debemos hacer una precisión final. Peña Hernán-
dez recuerda, con relación a la persona que muere, aquel dicho
nicaragüense: "se la llevó la Carretanagua"; frase que, en un cli-
ma todavía de magia negra, puede tener algo de "se la llevó el
diablo". Por lo menos, en razón .de los "demonios de la muer-
te", que dice van Franz, o quizá por aquello de que desearle la
muerte a alguien se entiende, a todas luces, como desearle el
mal.
3. EL CADEJO, MITO DEL PSICOPOMPO

E L PUEBLO de Nicaragua es "todo oídos" porque aún "se


deja llevar de la corriente" de la oralidad. Su genuina cultu-
ra sigue siendo mitología, ficciones que se cuentan de padres a
hijos. Yesos cuentos "de nunca acabar" estimulan la inventiva de
los nicaragüenses, hasta ser habitual entre nosotros "salir con un
cuento", en el sentido de justificarnos con fábulas ante los demás.
Culturalmente, pues, aquel pueblo suele "tocar de oído", y, desde
luego, sólo por culpa, por la máxima culpa de quienes no le
enseñaron a leer. Pero aquí se alude --con tristeza, por cierto--
a lo que dice nuestro refranero: "No tiene la culpa el loro, sino
quien le enseñó a hablar. " Y, justamente, el loro o la lora -en
femenino, como nosotros la nombramos, acaso para galantear-
la- podría ser nuestro animal heráldico, símbolo vivo de la tra-
dición oral nicaragüense; ya que también la lora es el animal
doméstico por excelencia en Nicaragua. ¿No es lícito, además,
relacionar un especial cultivo de ese sentido estético que es el
oído con la invencible vocación poética de nuestra gente? i Si
hasta por paradoja, la mejor defensa de aquel pueblo está en
"hacerse el sordo", parapetándose, como otro Minotauro, en el
laberinto del oído! "No, tatifa, serán los oídos que le chillan" le
contestan los hijos, en son de reproche, a nuestro Güegüense
-máscara de comedieta folklórica, pero criatura primigenia
del ser nicaragüense-, cuya fingida sordera es más que un
medio para complicar la trama o atar el "enredo" y, por supues-
to, bastante más que un truco para desatar el humor. Vale añadir,
entre paréntesis, que el Güegüense es el peor sordo, o sea, "el
que no quiere oír". Se trata, por ello, de una voluntad de conser-
vación y no de un instinto; de una salvación consciente de la
propia personalidad, que no debe asociarse a la del "gracioso"
de la comedia clásica española, mero contrapunto del personaje
central. Porque la sordera de aquel mito de nuestra nacionalidad
42 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

es todo un carácter, un protagonismo y un modo de ser; nunca


un hábil recurso destinado sólo al entretenimiento.
Estábamos, sin embargo, en eso de que el nicaragüense
necesita aparentar que no oye, porque se halla condenado a
escuchar como nadie. En efecto, una de las muletillas más
características de nuestro lenguaje es el "te cuento", y así no
queda más remedio que aprender a escuchar. Pero el colmo de
quien sabe escuchar es fingirse "duro de oído", para que le repi-
tan el cuento. Y no se olvide que la tradición oral es, por esencia,
repetitiva. De ahí que al nicaragüense lo que le entra por un
oído, "no" le sale por el otro, sino por la boca. Diríase que el des¡..
tino de aquel pueblo, constantemente amenazado en su identi-
dad histórica, es permanecer atento; ser un pueblo que "se fija",
como allí decimos de la lora. El nicaragüense, por otra parte, no
suele ser locuaz. Como hombre que vive escuchando, no es de
los que hablan sin parar; pero sí puede reconocérse1e como
dichero o dicharachero. Porque el dicharacho y el dicho tien-
den, precisamente, a volver a decirse. En este sentido, nuestro
pueblo se repite a sí mismo, con la monotonía de aquella Natu-
raleza de dos estaciones. Y así se explica el abuso que hay en
Nicaragua de la partícula "re", que hasta cuando lleva intención
ponderativa equivale a mencionar algo dos o más veces. Allí
también usamos, como en España, "requemado" o "rebueno";
pero, además, se dice "remaduro" o "retemp1ado" (por "alenta-
do", "confortado" ... ), e incluso la palabrota nacional, que entre
nosotros tiene únicamente la significación de "fastidiado", se
convierte con frecuencia en "rejodido"
Todo ello viene a cuento de que no debe resultar extraño
que muchos de los mitos nicaragüenses que llamaremos "esca-
talógicos" sean mitos típicamente auditivos. Ahí están, por vía
de ejemplo, la Llorona, con sus quejidos de "quijongo" -el
contrabajo nativo de nuestra música popular-, o bien la Cegua,
con sus "chirridos infernales", "voces y maullidos", "horrendas
carcajadas" y "silbidos", de los cuales habló Rubén Darío en el
poema que tiene el nombre de este fantasma de mujer. Es cierto
que en todos los países hay espantajos que se oyen, además de
verse; pero es raro que asimismo se den, como sucede en Nica-
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 43

ragua, "aparecidos" que no aparecen por ninguna parte; "fantas-


mas" que no son tales, conforme la etimología griega, que sólo
significa "visión" fantástica, "imagen" o "espectro". Es el caso
de nuestro Cadejo, "que todos hablan de él, pero nadie 10 ha vis-
to", según el refrán nicaragüense.
El hecho mismo de que el Cadejo ande en Nicaragua de
boca en boca o "de dicho en dicho", corrobora su carácter de
mito puro, como verdad existencial comunitaria y permanente.
y esto a pesar de su "naturaleza" escatológica, es decir, aquella
que pertenece al "plus ultra" de la condición humana, a la ultra-
tumba; la "naturaleza", en fin, de todo mito originario y no de
aquéllos por extensión. El Cadejo es un mito de la muerte nica-
ragüense y, por lo tanto, vinculado a una realidad concreta, por-o
que nuestra muerte "está ahí"; esa "muerte-quirina" con que
nuestro pueblo expresa su mestizaje, sin darse cuenta de la
redundancia. Pero tal mito responde también a un impulso
metafisico ancestral, seguramente el mismo que había movido
al cacique Nicaragua a preguntar a Gil González esto que trans-
cribe Gómara: "Dónde habían de estar las almas, y qué habían
de hacer una vez fuera del cuerpo, pues vivían tan poco, siendo
inmortales" (Historia General de las Indias, la parte). Y, por
añadidura, se trata de un mito arraigado en la moral de nuestra
sociedad provinciana. Porque el Cadejo -escribe Alfonso
Val1e, en su Diccionario del Habla Nicaragüense- "salía a
asustar a los trasnochadores callejeros." Su presencia, pues,
parece una forma de escarmiento ejemplar para la "gente de
mala vida".
Ahora bien: así como las cargas eléctricas de distinto signo,
se atraen; esas verdaderas cargas de profundidad que son la vida
y la muerte, también "se tocan". Por e110, nuestro mito de la
muerte resulta, de algún modo, un mito vital, en la medida de la
creación, de 10 ab-origen. A decir verdad, el Cadejo, para los
nicaragüenses, es un pecado de originalidad o un remordimien-
to de conciencia histórica. Ese mito es el pasado hecho presente,
y vale la pena vivirlo, en tiempos de furiosa desmitificación,
puesto que su presencia casi genética condiciona nuestras cos-
tumbres. Más aún: modifica nuestra cultura, que tiene mucho de
44 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

"misterios", de habladurías y de consejas. "Para no cansarte el


cuento", es una frase habitual del nicaragüense, que vive "cuen-
teando" y que, por lo mismo, teme aburrir a su interlocutor.
Nuestra cultura es ritual, en el sentido de la costumbre. Es, sobre
todo, un "culto" a la fabla y la fábula, que están, precisamente,
en la raíz etimológica del mito. Por algo, "mito" y "rito" se dife-
rencian sólo en una letra. Así, en aquellos relatos, los hechos tie-
nen apariencia de hechizos, de diabólica ceremonia. No se sabe
si el Cadejo puede presentarse en forma de hombre, bestia o
demonio, por la sencilla razón de que "nadie lo ha visto". Sin
embargo, en una versión de esta leyenda, nuestro mito adopta
casi la figura de un animal híbrido del macho cabrío que preside
los aquelarres y del can Cerbero, guardián de los Infiernos, del
imperio de Hades. Fernando Buitrago Morales, en sus Pasadas
--o relatos de 10 que él ha visto al pasar y, a la vez, imagina-, 10
llama indistintamente "perro del Malo", "cabro malo" o "ani-
mal desconocido", el cual se anuncia con "el ruido sordo y
arrastrante de su trote cabruno". Y el mismo autor nicaragüense
llega a describirlo como "ofreciendo la brillantez de una piel
netamente negra con el capricho de una barriga y de un pecho
nítidamente blancos y un par de carbunclos, vastas brasas, por
ojos ". Pero Buitrago Morales tiene buen cuidado de advertimos
que "por 10 menos ese parecido le encontró" y que "sólo poquí-
simas personas alcanzan a conocerlo". Y, al respecto, conviene
asimismo citar lo que nos recuerda Alexander Eliot: "La fun-
ción de guía de almas (psicopompos) fue también asumida por
animales como el perro o el lobo; del mismo modo, Anubis cum-
plió una tarea similar en la mitología egipcia y los demonios
buenos y malos, que acompañaban al hombre a través de su
vida, defendían el alma ante el juez de los muertos" (Mitos).
A su vez, Pablo Antonio Cuadra, en un ensayo titulado
"Los Toros en el Arte Popular Nicaragüense" (Cuaderno del
Taller San Lucas, No. 4), vio en el Cadejo un caso de licantro-
pía, asociándolo a una variante del mito de Licaón, el sanguina-
rio rey de Arcadia que Zeus convirtió en lobo. Homero no habla
de esa metamorfosis, pero pone en labios del personaje una fra-
se terrible: "Debo ser odioso al padre Zeus". (11., XXI, 74-96).
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 45

Ovidio, en cambio, sí nos cuenta la leyenda del hombre-lobo,


del cual dice que "sigue siendo la imagen de la ferocidad"
(Met., 1, 230-239). Pero es en la mitología nórdica, en el lobo
Fenris, donde se halla relacionada esa bestia con lo demoníaco,
como símbolo del desorden y del espíritu del mal. Y si hubiese
que buscarle figura corporal a nuestro Cadejo, no sería exacta-
mente la del lobo, sino la de un perro, ya mencionado por Ovie-
do, cuando refiere las prácticas' de brujería en Nicaragua: "e tie-
nen por averiguado entre los indios, que estos TEXOXES se
transforman en lagarto o perro o tigre, o en lá forma del animal
que quieren" (Hist. Gral. y Nat. de las Ind., XLII, 12). El cronis-
ta añade que, al interrogar a un indio sobre el rapto de un niño
español, "dijo que sí, que TEXOXES eran; porque ... los había
visto, que eran dos animales grandes, el uno blanco y el otro
negro ... e halló el rastro de las pisadas de los dichos animales,
como de perros grandes ... " (ídem). Por supuesto, esos "perros
grandes" no se parecían a los "perros mudos" indígenas (nues-
tros "xulos", es decir, "xúlot" o "xólot") que tanto interesaron a
Oviedo, aunque sí a los temidos perros de presa de Pedrarias
Dávila, probablemente lebreles y mastines. La imaginación del
pueblo haría con facilidad lo demás, pasando del mastín o
"perro lobo" al lobo de "hocico diabólico" -que dice Darío-,
de éste al hombre-lobo, dado el precedente de los primitivos
"texoxes". Un nuevo paso, y se caería en la confusión entre el
Cadejo y el "infame lobo del demonio". ¿Y por qué no mejor el
coyote, que es el lobo americano? Así tendríamos un coyote
fantasmagórico, además de un Tío Coyote, que es también el
personaje tradicional de muchos cuentos de los indios de Esta-
dos Unidos; personaje hispanizado por Coronel Urtecho, como
"el animal-Quijote". Pero el caso es que ya tenemos en Nicara-
gua un coyote "aparecido" y, por añadidura, vinculado a ritos
infernales, en la leyenda de la Teodora Coyota, muy distinta de
la del Cadejo. Nos la relata Nicolás Buitrago Matus, en su obra
León, la Sombra de Pedrarias. Se trata de un curioso mito,
según el cual una vecina de León de Nicaragua, Teodora Mora-
ga, se descamaba -literalmente- de sus formas femeninas, en
la embrujada noche, quedándose en puro esqueleto, para luego
46 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

vestir la carne, la piel y los instintos del coyote. En cierta oca-


sión, sin embargo, el agua bendita y unas reliquias colocadas
sobre aquellos verdaderos despojos de su imagen de mujer, la
dejaron para siempre transformada en coyote mitológico:
"Dormite, niñito,
cabeza de ayate,
si no te dormís
te come el coyote. "
Todas estas leyendas son mestizas, y se remontan, cuando
más, a mediados del siglo XVIII o al despertar del XIX, como
señala Buitrago Matus. La contemporaneidad entre las mismas
hace, pues, que tiendan a barajarse. Es lo natural y, por tanto,
ello no debe desnaturalizar unos mitos que, como el del Cadejo,
nos conducen al manantial común de la muerte y la vida. N o tra-
temos de ver en nuestro Cadejo una reproducción de los anima-
les totémicos, a no ser que se tome el sustantivo "animal" por su
revés etimológico de "ánima". Dijérase que el Cadejo es un
"alma en pena", con esa entidad platónica, incorpórea, de un
más allá de "aquí no más". Porque el mito puro es pura poesía,
nombre en el origen, conjuro y ensalmo. El mito se clarea y se
recita como un exorcismo. Cuando nuestro pueblo dice "Cade-
jo", sube el nivel de su credulidad, de su fe mítica, donde se
hacen presentes el maleficio y el beneficio. Por consiguiente, la
palabra "Cadejo" (con mayúscula) está conectada, al menos, a
una realidad moral. Pero, antes que nada, el Cadejo opera como
una realidad lingüística en Nicaragua, con fuerza de evocación
coral o comunitaria, que ha influido, sin duda, en el comporta-
miento histórico de los nicaragüenses y que sigue creando ver-
dades objetivas en el orden de la sabiduría de la vida, lo mismo
que en el artístico. Aún más: "El proceso mediante el cual las
imágenes míticas afloran del inconsciente a la conciencia
--como indica Furio Jesi- constituye, cuando se trata de mitos
genuinos, también una determinante de equilibrio humanista
entre inconsciente y conciencia" (Literatura y Mito).
Por lo demás, al Cadejo se le atribuye igualmente el poder
estar en varios sitios a un tiempo, como para aseguramos de que
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 47

no aparece en ninguno. Y acaso por ello se inventó la palabra


"encadejado", la cual designa, literalmente, al poseído por el
Cadejo, al que lo lleva consigo, como en el caso del "endemo-
niado", En cambio, si se hubiese querido dar la idea de una
"visión" quimérica, podríamos haber usado la expresión '1uga-
do de Cadejo" -o algo por el estilo--, así como decimos "juga-
do de Cegua", y no "enceguado", para referirnos a la persona a
quien "le ha salido" este otro personaje mítico de largos dientes
y de cabellera larguísima de vieja. Y el ser invisible del Cadejo o
su propio estar dentro del "encadejado", adquieren pleno senti-
do en el hecho de que al general Emiliano Chamarra se le cono-
ciera en Nicaragua por "El Cadejo", no a manera de un simple
apodo, sino porque, en cierta época, la gente rústica de nuestro
pueblo creyó de veras que ese caudillo de guerras civiles y Pre-
sidente de aquella República tenía poderes mágicos, los cuales
le permitían no ser localizado por quienes iban con la orden de
capturarle; hallarse de modo simultáneo en varios frentes de
batalla, o estar en primera línea de combate sin ser alcanzado
por el fuego del enemigo. "A tal señor, tal honor". Al burlador
de la muerte, un mito de la muerte, que produjo, paradójicamen-
te, aquel grito popular que más ha surcado los aires nicaragüen-
ses: " ¡Viva Chamorro!" Porque allí se abusa del grito callejero
como para compensar nuestros "oídos sordos". Y recuérdese
que pronunciar un mito en voz alta es una forma ceremonial de
reclamar su existencia misma; de crearlo de nuevo en su verdad
de origen, y de que tenga vida en lo más íntimo del hombre o que
se manifieste. De cualquier forma, se trata de desentrañar el
mundo y de apropiárselo: "El hombre de las sociedades en que
el mito es algo vivo -escribe Mircea Eliade- vive en un mun-
do abierto, aunque cifrado y misterioso. El mundo habla al
hombre y, para comprender este lenguaje, basta conocer los
mitos y descifrar los símbolos" (Mito y Realidad).
El lenguaje y el mito funcionan iluminándose mutuamente,
por ser los dos --como ha precisado Cassirer- "formas idea-
doras" u "órganos de la realidad" que nos imponen el esfuerzo
"de comprenderlos en su interacción, de entenderlos en su
dependencia y en su independencia, ambas relativas" (Mito y
48 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Lenguaje). Por eso, no es ocioso contrastar cualquier "icono-


grafia" del Cadejo en el propio signo lingüístico, que es tal sig-
no, precisamente, por tener en propiedad y asociar en nuestro
espíritu una significación y un "significante"; en este caso, el
sentido de la voz "cadejo" y la imagen sonora de la misma, las
cuales, a su vez, se asocian por atracción recíproca, aunque se
distingan entre si rotundamente. Pues bien, Corominas sospe-
cha que el término "cadejo" --de 'dudosa etimología- se deri-
va de "cadarzo" ("seda basta de los capullos enredados"), en
virtud de un cruce de éste con la palabra "madeja". Sea de ello lo
que fuere, la verdad es que "cadejo" significa en lengua españo-
la "parte del cabello muy enredada", "madeja pequeña" y "con-
junto de muchos hilos para hacer borlas". Está claro que esas
acepciones no pueden emparentarse ni remotamente con la car-
ga semántica del Cadejo de la mitología nicaragüense. Allí el
Cadejo se ha caracterizado como un ser invisible y extrahuma-
no, o se le ha confundido con el perro negro (los "sobos de man-
teca de perro negro") de nuestra brujería.
y aquí conviene apuntar que las dicciones terminadas en
"ejo" -sean rigurosamente diminutivos o no-- resultan típicas
del lenguaje vulgar nicaragüense. Basta saber que abusamos del
término "pendejo", hasta volverlo palabrota corriente, confor-
me las acepciones 2a. y 3a, que trae el Diccionario de la Acade-
mia ("El que va para viejo va para pendejo"); que al muchacho
inquieto o travieso le llamamos con el diminutivo mestizo "pil-
guanejo"; que allí decimos "berrejo", aplicando tal vocablo a la
persona de aspecto débil y de mal color o verdosa, y que
empleamos "alicrejo" a manera del despectivo peninsular "bi-
chejo", referido asimismo a la persona de mala índole. Otro
ejemplo sería el adjetivo castellano "parejo", al que nosotros
recurrimos con inusitada frecuencia, y que abunda en nuestros
dichos: "Duro, tieso y parejo" (modo de referirse a una forma de
proceder enérgica) o "No hay que dar brincos estando el suelo
parejo" (para advertir que no existe motivo de alarma).
En cuanto a la versión del Cadejo con figura de cánido, hay
que observar que es producto de un error fonético. Como del
latín "catellus" ("cachorro") se derivó el arcaísmo "cadiello",
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 49

que el Diccionario de Autoridades, en 1726, había definido


como "perro", y que, en su forma "cadillo", tiene en la última
edición del léxico oficial el significado de "perro de poco tiem-
po"; se cometió la equivocación de creer que "cadejo" también
procedía, como una variante, de aquel término latino. Con dicho
antecedente, incluso es posible que en Nicaragua se haya parti-
do de otra falsa etimología popular: un imaginario cambio de
"caNejo" en "caDejo". Pero resultaría demasiado caprichosa la
transformación de esa "n" intervocálica y simple en una "d" fri-
cativa ---{fe suyo vacilante-, porque ya se sabe que suelen per-
manecer intactas las consonantes nasales y líquidas, como en el
caso del hipotético "caNejo". Por lo demás, el propio Lazare
Sainéan supuso que la palabra "cadejo" (en portugués, con el
sufijo "exo") provenía de "catellus", aunque sin explicar ~o­
mo apunta certeramente Corominas- la transformación de
"ellus" en "ejo".
Pese a lo dicho, nuestro Cadejo sigue siendo un misterio,
una maraña, como de "muerte-quirina" que asusta, sin dejarse
ver. "Cadaverejo" y Cadejo, a un tiempo. Y permítaseme la bro-
ma de ese vocablo despectivo y de la arbitraria síncopa o "fuga"
de sonidos, que se ha quedado en aliteración. Al fin de cuentas,
lo de "cadaverejo" se inspira en la intencionalidad con que
Rubén usara -en su Autobiografía- el latinismo "cadaveri-
na". Mas también responde a la quintaesencia del Cadejo que
nos da el refranero de Nicaragua, como si se tratara de una ceñi-
da definición. Según eso, el Cadejo tiene el rostro de la muerte:
un inconfundible rostro en hueco. Y por algo le acompaña el
perro de la muerte, ése que Jung dice haber visto en una pesadi-
lla, y que es apenas la sombra que proyecta la misma muerte, un
aullido apenas, como en el verso dariano:
"una ilusión que aullaba como un perro a la Muerte. "
("Marina")
He aquí, pues, un mito y su sombra. Porque a los dominios
de la muerte se les llama, precisamente, "el reino de las som-
bras"; reino del cual el hombre de Nicaragua sólo ha podido
regresar a medias: como un ser inmaterial o adoptando una terri-
50 MITOLOGIA NICARAGÜENSE

ble forma, tanto más espantosa cuanto más deshumanizada. Así


se han multiplicado, entre nosotros, las versiones del mito del
Cadejo, pues cada campesino cuenta su "historia de encadeja-
dos". Aquel pueblo se desvive por relatar leyendas de ultratum-
ba, y en esa paradoja del "desvivirse" está la vida de nuestra
muerte, la de llevarla con nosotros, pero exhibiéndola a diario,
como impúdico "vademecum". Ello equivale casi a vivir doble-
mente sentenciados a muerte, a destrucción y muerte. ¿Será
acaso el Cadejo quien desata nuestras catástrofes? Lo cierto es
que tal mito puede ser el vencedor de sí mismo -por mucho
que nos ronde y nos aceche con puntualidad-, siempre que sea
verdadero mito, creación poética, vale decir, "canto de esperan-
za". Puesto que no somos nicaragüenses por estar expresados en
esos mitos, sino por haberlos creado.
Pero, en el estudio de las huidizas formas culturales que son
los aritos -aunque resulte más adecuada una morfología co-
rrespondiente a la metamorfosis de los mismos, como si se tra-
tara de seres vivos-, conviene fijar también los aspectos pro-
piamente fisonómicos; y, en tal sentido, el mito del Cadejo no
debe quedarse sólo en una genérica imagen mortuoria, sino en
la ya concreta del "acompañante", o sea, del psicopompo, cuya
figura más universal es la de un perro, según anota José María
Blázquez: "La presencia del perro en escenas de indudable sig-
nificaciónfuneraria ( ... ) indicaría que los etruscos, al igual que
los griegos y los romanos, creían que estos animales, tan liga-
dos a las personas en vida, las acompañaban más allá de la
muerte en su viaje a los infiernos, donde seguirían prestándoles
su compañía" (Imagen y Mito, c. 7 p. 123). ¿Y, por ventura, no
es fama que nuestro Cadejo, las más de las veces, se limita a
seguir al viajero nocturno y solitario? ¿No decimos, además,
que hay un Cadejo bueno y otro malo, como relacionados con
los méritos o deméritos de la conducta personal? ¿Qué son, si
no, aquellos "texoxes" -de que habla Oviedo--, reveladora-
mente transformados en un animal blanco y otro negro? En
esencia, por lo tanto, es cuestión de vida o muerte. Yeso pone de
manifiesto el calado de la poesía que alienta en nuestro mito,
como si éste hubiera salido de las propias Mitologías del poeta
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 51

Yeats: "una noche vi con enceguecedora nitidez, y en estado de


duermevela, a un animal negro, medio perro, que se deslizaba
al borde de un muro de piedra. Y de pronto el negro animal se
desvaneció y del otro extremo del muro se puso a avanzar un
perro mezclado con tejón de color blanco, la piel rosa lustrosa
a través de su pelo blanco y todo él sumido como en un fulgor de
luz, y recordé la experiencia de una campesina sobre un par de
perros encantados que van por ahí de continuo simbolizando el
día y la noche, el bien y el mal, y me sentí reconfortado por el
excelente presagio" (c. 33, p. 155). Y nada cabe añadir, como no
sea el asombro nicaragüense.
Pablo Antonio Cuadra: liLa vieja del volcán de Masaya".
4. TRES MITOS FEMENINOS,
ENTRE EL ODIO Y EL DESAMOR

E L VERDADERO mito del Amor es el amor mentido: esa


moneda falsa de la lujuria, o acaso, el desamor con antifaz
de amor. La lujuria "está en su charco" en un ámbito de indife-
renciación entre el espíritu y la materia, el cual es su medio pro-
pio y, en general, el medio ambiente mítico. El amor, por el con-
trario, nace, crece y se reproduce en una conciencia personal
ingenua o, mejor, "aniñada"; pero conciencia, al cabo, que no se
encadena al orden material. De ahí el balbuceo del enamorado y
su frecuente uso de los diminutivos. En este sentido, el amor es
un "artículo de fe" y, por lo tanto, de primera necesidad; mien-
tras que la lujuria es, literalmente, un artículo de lujo, como lo
fantasmagórico. Y no debe confundirse la "fe mítica" que es
pura superstición, con la buena fe del amor. Esta tiene un senti-
do tectónico, porque crea un sentimiento de armonía o concier-
to; aquélla, en cambio, se muestra desmedida, desorbitada,
como en ese caos de las bajas pasiones que llamamos "orgía" o
"bacanal", cuya primitiva significación de ceremonia religiosa
se convirtió en algo opuesto, precisamente debido a los excesos
de las bacantes. Pero si la lujuria es caótica, el amor es un "mun-
do", aunque parecido al mundo infantil, que, no obstante ser un
"país de las maravillas", tiene una estructura de signo ético,
todo lo elemental que se quiera, pero una estructura innegable, y
en la cual se distinguen rotundamente las encamaciones del
bien y del mal. Porque las creaciones de la niñez, en tal aspecto,
resultan insobornables; a diferencia de la vena mítica, de suyo
confusa entre el beneficio y el maleficio, y, desde luego, difumi-
nada psíquicamente por el influjo de la realidad objetiva o por el
"ahuizote", como llama nuestro pueblo al mal agüero.
El frenesí de la lujuria es estéril, lo mismo que el caos, por
contraposición al amor, que se define por sus obras o sus frutos.
54 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Se trata, además, de un orden, porque el amor es fecundo más


allá de la pura fecundidad, es decir, como creación en sentido
cosmológico, ya que procrear es casi crear. Por eso toda crea-
ción comienza en el amor, y en la semántica del amor está la fer-
tilidad. El amor tiene, pues, vocación de "universo", pero no
sólo en su dimensión cosmológica, sino también en la psicoló-
gica. En esta última, el amor aparece como el triunfo de la con-
cordia. Es el acompañamiento musical de la vida humana; no
"la soledad sonora" --cantada por el poeta-, sino la rítmica
compañía de ese verdadero compás del "dos en uno". Y tal
corriente unificadora es, sobre todo, una vía de perfección,
entendida estéticamente, porque ya se sabe que lo bien formado
es, en rigor, lo "fermoso". Pero esta idea platónica sólo se expli-
ca por entero en comparación -o contraste- con los mitos del
amor, e incluso con el odio, que también abre un abismo, es
decir, un caos. Y el caos indica, antes que desorden y confusión,
una carencia o un defecto, como ocurre en todas esas falsifica-
ciones del amor que puso a flote el psicoanálisis. Porque Freud
y sus parciales enfocaron la privación, no tanto aquello de que
adolecen las dolencias amorosas, cuanto la propia falta, que dis-
tingue a las formas enfermizas de la realidad erótica, y dejando
casi intacto el centro del amor, esto es, el amor centrado, como
gravitación universal.
Ya en las teogonías arcaicas, el mito clásico del Amor pro-
cedía del Caos y, con valiente imagen expresionista, se le repre-
sentaba como una piedra en bruto, la cual resulta una especie
-y valga el término-- de "microcaos". En otra versión, ese
mito del Amor aparecía como ciego, más que para no ver los
defectos de lo amado, por ser acaso el defecto mismo. Pero los
griegos distinguían entre Eros y Anteros, aunque éste no era
siempre el "anti-amor", sino también -por contraposición-
un estímulo del amor en primera persona, o un competidor que
servía de acicate al desarrollo del dios conciliador por excelen-
cia. En cambio, el deseo violento (en griega "imeros") fue divi-
nizado por la suntuaria mitología de los latinos, en la ingenua y,
a un tiempo, maliciosa figurilla de Cupido, que, si bien era el
símbolo del Amor --como sentimiento y medida de capacidad
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 55

humana-, se veía sobre todo como encamación de los apetitos,


las pasiones excéntricas y desbordadas, los placeres venusinos
y, en suma, lo que cae en las "cupiditas", que decía Spinoza.
¿Y no es significado que Maeztu, al manejar los "mitos lite-
rarios" españoles, pusiera a Don Quijote -sin dudas el menos
mítico de ellos- en el cuadrante del Amor, y no a Don Juan o a
la Celestina? Lo cierto es que Don Juan ha resultado un persona-
je equívoco o, más exactamente, "híbrido"; pero, antes que por
ser un caso patológico, por constituir el mito de sí mismo, la fal-
sificación del propio ser. Don Juan no es Don Amor, sino todo
lo demás: la demasía o la "hybris". Se trata, cuando menos, de
un derrochador o un amador frustrado, que sabe únicamente de
las sobras del amor, porque desperdicia la plenitud de éste como
realización del ser. A su vez, la Celestina simboliza el amor uti-
litario, que es el colmo del desamor, y asimismo las malas artes,
que justamente se oponen a las llamadas bellas. De ahí que la
Celestina -"madre por irrisión"- sea, en definitiva, la imagen
de la esterilidad. Ramiro de Maeztu la presentó como mito del
Saber, y es verdad que "se las sabe todas". Pero ese saber suyo
no tiene nada de la sabiduría del amor, como la más perfecta for-
ma de conocimiento. Es apenas unjuego de astucia, movido por
el interés o la "codicia"; término que por algo se encuentra en el
origen de la "concupiscencia". En efecto, el "don de consejo" de
la Celestina no supone un espíritu de "conciliación", sino de
"confabulación", y por eso se alimenta de la fábula o el engaño.
El saber celestinesco, pues, también es lo contrario del amor
intelectual., que sólo se entiende como amor a la verdad.
Ahora, bien, existe un mito nicaragüense indígena que,
como la Celestina, participa de esa endiablada sabiduría tan
próxima al desamor. Se trata del "numen loco" del volcán de
Masaya, que no era un genio celeste, por razón de habitar en la
más alta geografia, sino un personaje infernal, como si hablara
por la "boca del infierno" del cráter de aquel volcán. Era una
fuerza primaria, con horrible figura de bruja de cuento, mezcla
de erinia y pitonisa. Y adviértase que, ya en la mitología medite-
rránea, los genios de las profundidades solían estar familiariza-
dos con el poder de la adivinación. Además, hay que situar a la
56 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

vieja del volcán de Masaya entre el odio y el desamor. Su ima-


gen, hecha "de bulto" por Oviedo, revela indudablemente la
esterilidad misma: "que bien vieja era e arrugada, e las tetas
hasta el ombligo, y el cabello poco e alzado hacia arriba ... "
Pero la vieja también "enseña los dientes", cobrando el aspecto
de una furia: "e los dientes luengos e agudos, como perro, e la
color más escura e negra que los indios, e los ojos hundidos y
encendidos ... " Y, como el cronista pone "en cristiano" lo que al
respecto le había referido el cacique Lenderí, cierra la descrip-
ción de esta manera: "yen fin él la pintaba en sus palabras como
debe ser el diablo" (1. XLII, c. V).
A nuestros aborígenes no les bastó con adular a la espanto-
sa vieja, como hacían los griegos con las Erinias o "vengado-
ras", llamándolas "benévolas" (Euménides); sino que intenta-
ban aplacar la cólera de aquélla arrojando vidas humanas a la
fragua del volcán. Y este inhumano rito se halla tan vivo en el
doble fondo de la memoria nacional, que en nuestra propia épo-
ca, tuvo lugar en Nicaragua un sonado juicio en cual se dio la
presunción, al no aparecer el cuerpo de la víctima, de que éste
pudiera haber sido echado en el mismo volcán de Masaya; ver-
dadero "sacromonte" nicaragüense, cuya negrísima leyenda se
hizo luego "dorada", precisamente asociándose a la "codicia",
pues hasta el, dominico Fray BIas del Castillo llegó a creer que
había oro fundido en las entrañas de aquella cima. Oviedo, en
cambio, supo que pisaban en falso -en una tierra mítica-
quienes veían toda la riqueza del mundo en la masa ígnea de
nuestro volcán, lo mismo que los indios embrujados por la vieja
de marras. De ahí que calificara tales relatos de "fábulas" y
"vanidades". Sin embargo, se nota que el cronista iba despierto
incluso al encarar aquellos mitos. Porque no sólo se fijó en el
rostro volcánico --de furia- de la vieja de Masaya, sino tam-
bién en las luces de su oráculo; luces de claroscuro, donde la
sombra de la venganza -que vindica siempre el odio y no la
honra- rebajarla sabiduría a una pura sagacidad. Y tal vez haya
sido esa claridad engañosa -verdadera penumbra- lo que
pudo sugestionar a mitólogos como Guiraud, que identifica a
nuestra vengadora como "diosa de los volcanes", deteniéndose
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 57

en el personaje: en su cara y su cruz. "Se acudía a ella a través


de sus oráculos, a los que se concedía gran valor", escribe el
mismo Guiraud, en lo que atañe al saber o al vaticinio. Y ha
aquí, finalmente, el reverso de tapiz de este mito nicaragüense:
"Cuando había terremotos, era aplacada con sacrificios huma-
nos, en los cuales las víctimas eran arrojadas a los cráteres"
(Mitología. General, p. 595).
La sabiduría de nuestra vieja del volcán estaba arraigada en
lo escatológico, o sea, en los misterios de aquella religión primi-
tiva; pero tenía, a la vez, una proyección civil y hasta política, en
el plano institucional. El caso es que la vieja presidía los "mone-
xicos", que, en el cuestionario del padre Bobadilla, se definen
como "concejos o ayuntamientos secretos", hablándose inclusi-
ve de "casas de cabildo" (o "galpones"). Oviedo cuenta, ade-
más, que nuestros indios consultaban con ese demonio femeni-
no "si harían guerra o la excusarían, o si otorgarían treguas a
sus enemigos; e que ninguna cosa de importancia hacían ni
obraban sin su parescer e mandado; e que ella les decía si
habían de vencer o ser vencidos, o si había de llover e cogerse
mucho maíz, e qué tales habían de ser los temporales e subcesos
del tiempo que estaba por venir... " (Id.). Pero, a decir verdad,
dichos concilios tenían mucho de conciliábulos o aquelarres,
seguramente con todas las connotaciones orgiásticas de ese últi-
mo vocablo. Los decires de la vieja no serían, pues, "razones"
en sentido estricto, sino también dictados de la embriaguez o la
enajenación. Y estar fuera de sí, precisamente, es el estado pro-
pio del que maldice, así como la maldición y hasta las buenas
razones están emparentadas con el desamor, al menos por aque-
llo de que "obras son amores ... "
Pero en la polisemía del amor --que dijo Ortega- halla-
mos, además, un sentimiento indeciso y como falto de sentido,
que es más bien un resentimiento. Se trata de ese amor que falla
o se resiente en el sentido de la confianza, es decir, un amor
hecho "duda metódica". Es el amor del recelo y, por tanto, de los
celos; el que sólo se guía por las apariencias, al no saberse ver-
dadero amor; el que si no "las usa, se las imagina, y, por supues-
to, un amor mitológico. Porque los celos no viven de la verdad,
58 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

sino de visos de la misma; pero también de un amor enajenado,


presuntamente enajenado por alguien. De ahí que se hable de
"locura" con relación a los celos, porque éstos, más que formas
del amor, son ya deformaciones amorosas, que Calderón llama-
ba "el mayor monstruo", como apuntando a un sentido mítico.
Lo cierto es que los celos conducen, por pasiva, al desamor, y al
odio, por activa. Pues cuando, en Nicaragua, las mujeres celo-
sas recurren a las prácticas de brujería, ya -por el mismo
hecho-- están deseando el mal a quienes así intentan retener a
su lado. El maleficio es, en efecto, un modo de malquerer, y toda
malquerencia cabe en el odio.
Tal es, pues, el origen de la Cegua, como de otros fantas-
mas nicaragüenses. Son las "apariciones" de los celos o los
mitos del odio, en figura de mujer. La Cegua es una vieja de
aspecto horrible, precisamente para lograr su fin, que es el de
aleccionar al enamoradizo, o sea, de espantar a los hombres que
buscan diversiones en la noche. Pretende ser un remedio de la
lujuria, mostrándose ella misma lujuriosa. Es, por tanto, una
vieja "encelada", en el doble sentido de ser celosa y estar "en
celo". Porque lo que hace es "jugar" -en términos de amor-
con el hombre asustado por se presencia. Sucede, sin embargo,
que es peor el remedio que la enfermedad, pues el 'jugado de
Cegua" no queda convidado a tener amoríos, pero también se
vuelve un mentecato. Y por eso, a cualquier atontado le decimos
allí, simplemente, "jugado". Buitrago Morales describe ese jue-
go de amor de la Cegua como un sádico ritual: "La cegua se le
aproximó, le pasó el brazo por el hombro, lo estrechó contra su
cuerpo, sacó una enorme lengua y se la metió en la boca, lo
jugó, le zampó una danteada, lo echó al suelo, lo arrastró en el
pantano hasta que los peteras perdieron el color... " (Pasadas,
p.14).
Suele silbar la Cegua junto al oído de su víctima, y dicen
que el "enceguado" pierde el sentido, por aquellos silbidos
estridentes. Pero aquí no se trata del consabido vértigo de quien
se queda sordo; se trata de quedarse sin ese otro sentido que es la
sensatez. El insensato, en rigor, es el que dice contrasentidos,
porque está lejos de tener razón -está "ido", decimos en Nica-
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 59

ragua-, O porque ha entregado su mente a alguien, que es el


caso del "enceguado". Y es que los celos exigen, para ser apla-
cados, vender el alma a la Cegua, ser su cautivo en mente y cora-
zón, así como aquella Vieja del Volcán ordenaba la entrega de
vidas a su infierno. Por lo tanto, el "jugado de Cegua" no es, pro-
piamente, un hombre cautivado, sino el que tiene la mente cauti-
va, o sea, el mentecato. Y así nuestra Cegua es heredera de
aquella furia de la Vieja; pero padece, por añadidura, la peor de
todas las furias, que es la del sexo.
La imagen más tradicional de la Cegua nicaragüense es la
que ha transmitido Rubén Darío, en un poema de juventud. Allí
el poeta le llama "monstruo horrendo", "que por andar va volan-
do", y, asimismo, Rubén nos habla de carcajadas y silbidos. Por
otra parte, la figura de la Cegua que da Buitrago Morales corro-
bora esa imagen rubeniana. Y él nos la pinta como "una estanti-
gua enorme con dientes vastos" "una cara tan larga que rayaba
en un triángulo desmesurado y horripilante" y "una cabellera
blanca, lacia y gruesa que le cobijaba casi todo el cuerpo hasta
rozar el suelo ... " (idem). En cambio, una Cegua en forma de
mujer joven -descrita así por Peña Hernández-, más bien
coincidiría con la versión hondureña de Pompeyo del Valle. En
Honduras la nombran Siguanaba (corruptela de "cihuanahua-
lli": mujer hechicera) o, sencillamente, la Sucia; y allí se conci-
be como "una hermosa muchacha", pero el caso es que, si un
hombre "acierta a verla y osa acercársele, creyéndola una de
las mozas del pueblo, ésta se transforma en una horrible vie-
ja ... " (Alabanza de Honduras. Antología, p. 214).
Ahora bien, si esa Cegua joven se convierte en vieja, nues-
tra vieja Cegua, a su vez, puede volverse una mujer joven, como
la ha presentado Peña Hernández. Pero, en verdad, este último
no describe una cara, sino una máscara: "Sus vestidos -dice-
son de hojas de guarumo; sus cabelleras, que les llegan hasta la
cintura, de cabuya; y sus dientes están recubiertos de cáscaras
de plátano verde, de manera que, cuando hablan se les oye la
voz cavernosa y hueca" (Folklore de Nicaragua, p. 121). Por lo
demás, este disfraz de Cegua también se diferencia de la propia
Siguanaba, que no lleva ninguno, por no llevar nada, como que
60 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

es una muchacha "que se baña a la luz, de la luna o lava sus


ropas ... " (del Valle). De ahí que la Siguanaba sea considerada,
en Honduras, como un "fantasma ribereño" o un "mito fluvial".
Mientras que la Cegua nicaragüense parece un mito de los vien-
tos, "que por andar va volando", como expresivamente señala-
ba Darío. Es una vieja, por lo tanto, de pies ligeros o alados; sím-
bolo que sugiere, no la sola capacidad de desplazamiento en el
espacio, sino también el poder de transformarse en el tiempo,
como indudable mito cosmológico, por aquello de la cambiante
naturaleza del mundo. Pero esos pies alados -las conocidas
"alas de la imaginación"- revelan igualmente, por su nocturni-
dad, la diabólica fantasía que engendra nuestros fantasmas. Los
pies alados, además, se mueven en virtud de un principio mas-
culino, por contraposición a la pasividad, y por eso la Cegua es
lo menos femenino que puede imaginarse en figura de mujer.
Muchas veces, el mito de la Cegua se conjuga en plural, por
existir la creencia de que suele atacar en grupo, como nuestro
coyote. Las varias Ceguas, entonces, van cercando a su víctima,
con el clásico "cerco de hechicero", que sólo puede romperse
por la virtud de granos de mostaza arrojados al suelo. Rubén
dijo que se trataba de granos bendecidos al efecto; Peña Hemán-
dez, por el contrario, cita una expresión del pueblo en la cual se
asegura que la mostaza es bendita, vale decir, en si misma. Lo
cierto es que los granos de mostaza parecen tener aún la propie-
dad evangélica de multiplicarse. Y sólo así comprendemos que
la Ce gua se distraiga en recogerlos hasta ser aniquilada por la
luz del amanecer. He ahí, pues, una curiosa forma de engañar a
la Cegua, haciéndola "ir al grano", que es, precisamente, lo que
se opone a los rodeos de quien pretende ocultar algo. Se diría,
mejor, que la Cegua, cuando recoge la mostaza, se ha "jugado" a
sí misma o que, en definitiva, "se la ha jugado". Y todo ello
demuestra que la Cegua no tiene ni un grano de aquella sagaci-
dad característica de la Vieja del Volcán. Por eso, de seguro, se
han dado en Nicaragua cazadores de ceguas, que ciertamente
exhiben su valor; paro cuyas hazañas siempre van a parar al
caso proverbial del cazador cazado, que suele ir asimismo "a la
caza de brujas".
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 61

Pero, si nuestra Ce gua es la vengadora -la que vindica la


venganza misma-; la Mocuana es, en cambio, un mito supli-
cante. Porque la Cegua es desalmada -y hasta se dice que
vomita el alma-; mientras que la Mocuana -valga la frase-
es una enamorada del desamor. Aquélla sólo es engaño, y de ahí
su perversa risotada; ésta, por el contrario, si no representara la
busca del desamor, sería un símbolo del desengaño. En efecto,
la Cegua tiene el rostro de una furia y, a un tiempo, resulta des-
carada, como que el pueblo cree que si se la apresara moriría de
vergüenza. A su vez, la Mocuana es apenas descarada en senti-
do literal, porque no da la cara, y quizá hasta pudiera morirse de
vergüenza; pero nunca por ser descubierta en la perfidia, sino,
sencillamente, por "amor propio". La una no quiere ni puede
querer; la otra, sin embargo, quiere pero no puede, por ser la
abandonada o el abandono mismo de la locura. Y a eso se debe
que la Mocuana convierta el amor en delirio, y en excentricidad,
la búsqueda. Se trata, pues, de un fantasma de mujer doliente, y
no de un espantajo maligno, como la Cegua, que se define por
sus maquinaciones. Por su parte, la Mocuana es toda instinto,
con la espontaneidad de lo caótico, pero también con esa sinra-
zón que fecunda, y que denominamos amor perdido.
La Mocuana nos da la espalda, no por hacerse la loca, al
estilo de la Cegua, ni sólo por el misterio que personifica, ya que
la espalda es el revés de la expresión o incluso el dorso de lo
revelado; sino porque su cara oculta de "lunática" es un rostro
burlado; acaso el verdadero rostro de lo dificil, y que, sin duda,
se opone a 10 que fácilmente puede alcanzarse: al amor como
triunfo del placer; a la codicia, al interés, a la ambición de este
mundo, y, en suma, a la corrupción; puesto que, por la espalda
de la Mocuana, se adivina una joven y hermosa mujer, siempre
idéntica a su hermosura, celosa únicamente de su tesoro enaje-
nado, y soñando recuperarlo cuando recobre su amor. Porque el
tesoro de la Mocuana es el oro solar y no el utilitario; es la razón
y la conciencia, que, si son fáciles de perder, no resultan nada
fáciles de ganar. Ella fue depositaria del oro como cualidad,
como propiedad de la luz del sol; no del oro cuantitativo, que es
el contante y sonante.
62 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

No se le busque, pues, el patrón oro al tesoro de la Mocua-


na, sino el patrón verdadero que es el principio rector, simboli-
zado por el padre. Porque, fue el padre de la Mocuana quien
depositó en ella el secreto de ese tesoro. Pero, además, estamos
ante un cacique de la antigua Villa de Sébaco, es decir, ante un
arquetipo de lo nicaragüense. Su propia situación de predomi-
nio es solar, y entre sus atributos está el juicio, en el sentido de
impartir justicia y asimismo de tener más luces o, si se quiere,
mayor lucidez. Y el cacique no sólo es un rey, sino igualmente
el as de oros; el príncipe cuya elección es una auténtica selec-
ción, y el que representa, desde luego, la leyenda dorada de su
pueblo y la coronación de la obra de muchas generaciones. Por
consiguiente, el tesoro de esa princesa india que es la Mocuana
tenía que ser áureo, y el amor que le fue prometido, una triste
equivocación, como que solamente respondía al afán de rique-
zas materiales.
y este mito es mestizo por excelencia, porque nuestra
Mocuana fue encerrada, por su amante español, en una cueva: la
cueva típica de los tesoros, la misma Cueva de la Mocuana que
está en la toponimia nicaragüense, tal como existe en Honduras
el Paso de la Siguanaba. La cueva, para el psicoanálisis, repre-
senta la introversión, y acaso también por ello nos esconda su
rostro la Mocuana, como queriendo ampararse en los propios
orígenes. Porque, en rigor, la cueva es lo aborigen y, además, la
introversión tiene mucho de regresión. Al fin, pudo la prisione-
ra escapar de aquella cueva, a modo de un renacimiento en las
entrañas maternas, para vagar por los caminos, invitando a los
caminantes a seguirla hasta su refugio: La Mocuana es, por lo
tanto, una visión renacida constantemente, como su propia bús-
queda de un amor que no vuelve; ese amor de "conquista" al
que, siglos atrás, ella misma le confiara la clave del tesoro, para
ya perder éste definitivamente. Pero también nuestra Mocuana
es la mujer que escapa de su conciencia, al escapar de la razón
paterna, tras un amor que la aleja de las "virtudes del indio"
--como decía Palafox- y de las tradiciones caudales de su
pueblo, o sea, del tesoro de sí misma.
5. UNA NOSTALGIA MÍTICA: EL CACASTE

No JUEGA el nicaragüense a vida o muerte, sino sólo a


muerte. No se plantea, pues, aquella alternativa -la más
radical de todas-, porque allí se trata de sobrevivir, antes que
de vivir. Nuestro pueblo, en efecto, concibe la vida en términos
de muerte, o sea, casi como un "no morir". Y hay mucho de fata-
1idad en esa opción anticipada; pero hay más todavía de irrealis-
mo. De ahí que el hombre de Nicaragua se sitúe ante la vida -lo
que él cree que es la vida- encristalado en su conciencia mítica
o tal vez fuera de si; pero siempre asomándose detrás de unos
cristales que, rigurosamente, no son prejuicios, sino presenti-
mientos y, a veces, augurios. Lo cierto es que unos y otros son
auténticas formas del instinto de conservación, y por ello aquel
pueblo ve la vida como si fuese una postrimería, vale decir, en
vecindad con lo que hay después de la muerte.
Parecemos agresivos y, en realidad, lo que hacemos es
derrochar defensa propia. De igual manera se explica nuestra
apariencia de ser indiferentes a las señales del "nivel de vida",
dando una imagen de sobrios, y hasta quizá de llevar una exis-
tencia descuidada. Lo que ocurre, de veras, es que el "nivel de
vida" nos importa en lo que se refiere a mantenemos a flote. Así
el nicaragüense vive pendiente del oráculo de la "güija" ("oui" -
"ja"), del "zajurín (o zahorí) y del "ahuizote" (o mal augurio); lo
cual, precisamente, es uno de los modos más expresivos de vivir
muriendo. No estamos, por lo tanto, frente al clásico dilema de
ser o no ser, sino ante una paradoja que consiste, a la vez, en ese
decidido ser a la defensiva y esa no ser aún lo que se defiende.
Tal es, en definitiva, el destino de nuestro pueblo, que ha prote-
gido su vida, sobreviviendo -es decir, sin vivirla de veras-;
que se' ha librado de ser otro, pero no de perder lo que era suyo, y
que, además, ha defendido su libertad, sin conocerla del todo.
Como el hombre nicaragüense vive en peligro de muerte,
64 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

no se propone escoger entre la dilogía muerte-vida, ni se pone


delante de los cuernos de "la suerte o la muerte". Y así se com-
prende su vaga nostalgia del arte taurino; arte en el cual se
arriesga la propia vida, pero siempre en el grado de poder asi-
mismo burlar a la muerte. Nuestro pueblo, al contrario, tiene el
presentimiento de que el toro le cogería, y por eso, sin duda,
cuando se halla ante un grave problema sólo ve la salida forzosa
de la muerte: " ¡Qué me cornee el toro!", es la expresión-nada
estoica, pero sí temeraria- del hombre de aquel pueblo tan
familiarizado con la tragedia. El caso es que el lenguaje nicara-
güense, por ser básicamente campesino, está plagado de refe-
rencias a las suertes del toreo y, sin embargo, allí no han arraiga-
do las corridas de toros. Es un hecho que en Nicaragua "se ven
los toros de largo", o en plazas improvisadas para espectáculos
bufos. Todo ello, pues, indica que los nicaragüenses entende-
mos apenas a manera de juego la lidia de toros, lo cual es sim-
plemente no entenderla. Y no es otro el motivo de aquella
imprecisa nostalgia taurina; verdadera nostalgia de poder deci-
dirse ante una dualidad trascendental, y que por boca del indio
de Joaquín Pasos -un indio poético, desde luego- se muestra
ya consciente de sí misma:
"Y no te estés preocupando,
no llorés, Juana Carey,
que aprendí a sortear cantando
en tiempos de mi amo el Rey.
Ahí viene el buey, el buey, el buey... "
("Corrido de la Corrida")
Y, en el asunto de la tauromaquia, la poesía nicaragüense
llega incluso a la heterodoxia con el propio Darío, imaginando
en el toro bravo la aspiración de ser buey, cuando aquél le dice al
manso:
"i Y bien! Para ti el fresco
pasto, tranquila vida, agua en el cubo,
esperada vejez... A mí, la roja
capa del diestro, reto y burla ...
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 65

¡Oh, nada más amargo! A mí, los labios


del arma fría que me da la muerte;
tras el escarnio, el crudo sacrificio,
el horrible estertor de la agonía ... "
("Gesta del Coso")
Pues bien, al "sorteador" de nuestro pueblo le da 10 mismo,
como a Joaquín Pasos, que el "toro moro" sea "ternero fiero" o
"vaca flaca" o solamente buey, como ese descastado toro de
lidia en los endecasílabos darianos. Por eso aquella frase fami-
liar de "echarle a uno el toro" o "soltarle el toro", en Nicaragua
se convierte en "echarle la vaca"; pero no en el sentido de expre-
sarle bruscamente algo desagradable a una persona, sino en el
nuestro de actuar en grupo con el propósito de fastidiarla. Por
otra parte, el toro lúdico de la mentalidad nicaragüense es el
mismo del juego con un dado que nosotros llamamos "toro-ra-
bón", o del "Torito bravo, vení corneame ... " de nuestros juegos
infantiles, y hasta de aquel "hacer toritos", que decimos del niño
cuando sólo anda a gatas. Allí el toro se vuelve, pues, un gastar
pólvora en salvas o un "toro-encuetado" (de "cohete" como
nosotros llamamos a un armazón peculiar de fuegos artificiales.
De ahí que sea corriente la representación taurina y "táurica" en
bailes populares de Nicaragua, al estilo del "Toro-guaco", de la
ciudad de Diriamba, o en desfiles carnavalescos, como el
"Torovenado", de Masaya, y cuyo nombre armoniza con el vivo
acompañamiento de sus sones toreros o "de cacho".
Nuestro primer Gobernador, Pedrarias Dávila, fue el pri-
mer ganadero en Nicaragua. Es verdad que perdimos entonces,
por orden suya, la cabeza de Hernández de Córdoba, fundador
por antonomasia de las ciudades nicaragüenses. Pero acaso
Pedrarias pensaba que se fuera 10 uno por 10 otro; ya que, en
cambio, recibíamos cabezas de ganado. El caso es que los toros
nos llegaron con aquella Gobernación, y que han sido la base de
nuestra economía agropecuaria. Además, es posible que bajo el
mandato del yerno de Pedrarias, Rodrigo de Contreras, nos lle-
gase también la carreta de bueyes, con 10 que ya se establecían
66 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

definitivamente las haciendas nicaragüenses, en las cuales se


prolongó nuestra vida ciudadana, a través de la casa-hacienda, de
aquella institución civilizadora en el medio campesino. Y, por
añadidura, los llamados "hijos de casa" -verdaderos aprendices
de urbanidad- procedían generalmente de las mismas hacien-
das.
El toro, pues, entraba en nuestra vida con prestigio de
minotauro o, si se quiere, de animal totémico, y, por lo mismo,
con su carga mágica y todo su cortejo de mitología. Pero no hay
que olvidar que el toro nicaragüense no es el "toro bravo", sino
el salvaje o bien el casi doméstico; no el animal del sacrificio,
sino el del solo poder, aunque uno y otro representen la misma
fecundación. El toro constituye, literalmente, una fuerza de la
naturaleza, Y de ahí que aparezca en el centro de aquellas dan-
zas folklóricas, que son vestigios, sin duda, de un ritual ya mes-
tizo, pero de inconfundible sello agrícola, como que, en nuestro
baile del Toro-guaco, el corifeo se denomina "mandador", lo
mismo que el capataz de las haciendas nicaragüenses. Y convie-
ne advertir que el símbolo del toro posee una virtud indiferen-
ciada entre el agua y el fuego, lo celeste y lo terrestre, lo creador
y lo creado, lo genérico y lo específico, o la vida y la muerte.
Quiere decirse que el toro viene a ser un intermediario entre el
agua del cielo y los frutos de la tierra. Por algo, pues, el toro
corresponde al segundo de los signos zodiacales, o sea, a la dua-
lidad y, por si fuera poco, aparece colocado entre Aries, que es
la agresión: el impulso creador mismo, y Géminis, que simboli-
za la concepción y la objetivación. Por consiguiente, el toro par-
ticipa de un doble dinamismo hacia arriba y hacia abajo, que es,
en último término, ese ascenso y descenso de entendimiento de
que habla Ramón Llull.
Ya se sabe, por lo demás que la "bravura" del toro es cues-
tión de naturaleza y no de modo de crianza; así como que los
toros de lidia mansurrones, no lo son por amansamiento, sino
por falta de casta. Es evidente, pues, la diferencia que hay entre
ese toro de la tauromaquia, sometido a los máximos cuidados
-desde su ya lejana desacralización-, y el toro que en Nicara-
gua conocemos como salvaje o "juidor". Suponiendo que este
I. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 67

último llegara a tener mansedumbre, sería por haberlo amansa-


do; el toro bravo, en cambio, si sale manso, es simplemente un
toro descastado. Y hacemos tal distinción -que no debe ser
obvia en donde sólo nos embiste el toro más o menos salvaje-,
porque Darío habló, precisamente, de los "toros salvajes" de
nuestro campo, asociándolos a la imposible primavera nicara-
güense:
".. .paloma de los bosques sonoros
del viento, de las hachas, de pájaros y toros
salvajes, yo os saludo, pues sois la vida mía. "
("Allá Lejos")
Al final del poema, Darío evoca, en efecto, "la divina Pri-
mavera", acaso como un simple motivo culturalista; puesto que
el toro ocupa en el zodíaco, la primera de las cuatro divisiones
ternarias, correspondientes a las estaciones, las cuales dan
comienzo, por supuesto, con la embestida de la primavera.
Pero Rubén Darío también alude, en los citados versos, a la
señal sonora de ese animal en nuestros bosques, a esa verdadera
imagen auditiva del poderío y la amenaza, como que en la fe
mítica se vinculan el mugido y el trueno. Ello explica, asimis-
mo, la costumbre mimética de hacer sonar el cuerno o el
"cacho", que en aquel pueblo de campesinos adquiere un espe-
cial valor simbólico, no sólo como remedo del mugido del toro,
sino con relación a todo lo cotidiano, como faltarle a uno el
tiempo ("ir contra el cacho"), pertenecer al conservatismo ("ser
cacho o cachureco"), llevarse un chasco ("coger cacho"), tomar
aguardiente ("echarle al cacho") o arriesgarlo todo ("irse a
enderezar cachos": a intentar lo imposible), puesto que ya se
dijo que allí nos jugamos siempre el todo por el todo. Y en esa
misma línea de imitaciones "taúricas", se halla el disfraz del
baile del Toro-guaco, hecho de un esqueleto de cañas o de tallos
de bejuco y con cabeza de toro o, mejor dicho, con la calavera de
ese mismo animal. Pues bien, ese armazón en forma de disfraz,
más que un puro tejido vegetal, parece el esqueleto de un toro
verdadero. Porque, en nuestro país, todo hay que referirlo a un
mundo de fantasmas, de muertos aparecidos, hombres o bestias.
68 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

Ahí está, por ejemplo, esa nostalgia mítica que los nicaragüen-
ses llaman "cacaste".
El Cacaste de la leyenda, sin duda alguna, es mucho más
que una leyenda negra del nombre mismo: se trata de un esque-
leto de toro o vaca, pero de un esqueleto redivivo que embiste
por las noches a nuestros campesinos, pues ya su propio nombre
dice "esqueleto", y también lo aplicamos, por extensión, a toda
persona o cosa con aspecto de tal. En la mente de aquel pueblo,
la palabra "cacaste" tiene, por tanto, estrecha conexión con los
mitos de la muerte, y así, en Nicaragua, "dejar el cacaste" signi-
fica morir. Ese Cacaste mítico, en una sociedad sin tauroma-
quia, es la nostalgia nuestra del ruedo ibérico, del arte de esco-
ger o, mejor dicho, de alternar en la suerte, porque "tomar la
alternativa", precisamente, se llama la iniciación del torero en la
plaza. Y el Cacaste, además, es la propia armadura de la razón
de la fuerza que nunca hemos tenido, o al revés, el hueco mismo
de esa nostalgia que seguimos siendo. Pues los mitos de anima-
les son recíprocamente atributivos, esto es, que los hombres
traspasan a los mismos sus maneras de ser y, a la vez, toman de
ellos los caracteres míticos: esos poderes extraordinarios de la
imaginación en que consisten las criaturas simbólicas con vida.
Hay, pues, en el Cacaste, como hubiese apuntado Lévy-Bruhl,
una indudable "base de antropomorfismo"; ya que los animales
de los mitos y también aquellos otros de los cuentos folklóricos
--que por algo se conocen como "fábulas"- no son del todo
animales, porque son hombres a medias. De ahí que el antropó-
logo francés haya observado lo siguiente: "Esos gamos, esos
leones, esos buitres, etcétera, cuya naturaleza es originalmente
doble, al mismo tiempo humana y animal, nunca han sido ani-
males puros y simples, tales como nosotros los concebimos, a
los que se les pudiera haber vestido con unos atributos huma-
nos. Su naturaleza propia, muy distinta de lo que nosotros
denominamos animalidad, no tenía ninguna necesidad de ser
recubierta por un barniz de humanidad" (La Mitología Primiti-
va, c. VIII-9, p. 267).
Hay quienes todavía, sin embargo, ponen en duda el mesti-
zaje de la cultura hispánica en los pueblos de América; un mes-
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 69

tizaje que, en Nicaragua, se muestra claramente en el Cacaste,


que no es en puridad el esqueleto de los toros de lidia de la
Península, sino el de una nostalgia del hombre indígena. Por
consiguiente, ese esqueleto mítico es sólo "colonial" por parti-
cipación y, desde luego, aborigen en la medida en que el nicara-
güense no conoce de veras el toro propio de la tauromaquia.
Nuestro Cacaste, en resumen, es la muerte del auténtico animal
del toreo y, a la vez, la fabulosa resurrección de un sentimiento
primitivo y mágico ante el poder colonial. Porque, si el símbolo
de la Conquista puede ser el caballo, el toro simboliza la Coloni-
zación. Y resulta curioso que quien hizo llegar el toro a Nicara-
gua, Pedrarias Dávila, fuese conquistador en el Perú y coloniza-
dor entre nosotros. El Cacaste vale, pues, como mito existencial
de la nostalgia de una disyuntiva que implica la libertad -por
aquello de elegir-, y como mito histórico de ese poder paternal
que supone la patria. Por eso, en realidad, la libertad y la patria
son valores unitarios -en sí mismos y entre sí-, lo cual sólo
significa que no tienen alternativa; en cambio, en el orden míti-
co, hacen el Juego a la muerte, que es, en rigor, la disyunción.
En esencia, los mitos nicaragüenses resultan añoranzas o, si se
prefiere, realidades en hueco que alternan con la muerte y que,
al fin, son imágenes de la propia muerte. Y así lo prueban inclu-
so nuestros mitos menos puros -los menos escatológicos-,
como en el caso de Sandino, entre la historia y la leyenda; ya que
esta última, reveladoramente, se restauró delante de los cuernos
de una nostalgia dual, contenida en la nueva dilogía de "Patria
Libre o Morir", grito de guerra y ensalmo del hombre nicara-
güense.
Pero ya es tiempo de que todas las paradojas desaparezcan,
como por arte de magia, con una sola reflexión: en la historia,
nuestro pueblo no da la cara a lo dual y, en consecuencia, lo año-
ra; en la mitología, por el contrario, parece enfrentarse a ello. Lo
que ocurre, sin embargo, es que tal añoranza se transforma, con-
virtiéndose entonces en fe mítica. Y esa creencia lleva a nues-
tros campesinos a sentirse condenados, literalmente, pues el
Cacaste nunca se levanta por su propia virtud, sino por una
intervención diabólica. Estamos, por lo mismo, ante un hecho
70 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

de brujería que requiere también la presencia. del hechicero,


como el bailante que, en el Toro-guaco, levanta el armazón de
aquel disfraz en forma de cacaste, metiéndose debajo. Pues
bien, esa diabólica ceremonia, manejada por el brujo, resulta
pavorosa en la conciencia mágica, hasta el punto de contarse
que el terror campesino termina de modo sucio, como la fábula
nicaragüense del Pájaro del Dulce Encanto. Y, aunque siempre
hay un valiente que torea al Cacaste, lo cierto es que quienes
sufren la embestida fantasma se suelen ensuciar ridículamente.
Porque es característica de nuestro pueblo buscar el lado ridícu-
lo de su propio temor. De ahí que aquel poema de Joaquín
Pasos, "Corrido de la Corrida", haya que interpretarlo, desde su
título, como imagen de la vergüenza del torero avergonzado, y
tal vez hasta como una reminiscencia del mito del Cacaste, pues
tiene un resultado semejante al de la fúnebre corrida y,además,
la "vaca flaca" que aparece en los versos, según nuestro lengua-
je popular, es un puro "cacaste":
"No es por eso la llorona!
Vergüenza es lo que me estaca,
es que tenés la cotona
todita llena de caca!
La vaca flaca, la vaca flaca, la vacaflaca!"
También Femando Buitrago, en su versión del Cacaste, nos
habla de los restos de una vaca y, no obstante, señala que "están
en el toro" los campesinos amenazados con la aparición del
Cacaste: "-No es tan chiche la cosa, pero estamos en el toro y
no hay más remedio que agarrarse del pretal..." (Pasadas, p.
21). Allí se alude, en efecto, a la dificultad de la monta de toros;
diversión al estilo del rodeo, y que en nuestro país, curiosamen-
te, se ha llamado "corrida" Pero Buitrago Morales, en su leyen-
da, sitúa la salida del Cacaste en la noche de San Juan, una noche
embrujada universalmente, con la particularidad nicaragüense
de ser noche de primeros aguaceros, lo cual quiere decir que allí
el ambiente lluvioso hace aún más propicio el escenario para
cualquier fenómeno de ultratumba. El mismo autor describe al
brujo -"que había hecho promesa de levantar el cacaste que
1. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 71

estaba en la quebrada del pueblo"- como "cegüero" y "cade-


jero" (metido en el comercio de Ceguas, de Cadejos y demás
espantajos), "con fama de ser intimo del Diablo" y "que con
sólo rezar oraciones al revés abria las puertas de cualquier
casa ... " Y, a la media noche, el hechicero, desafiante, sorprende
en el camino a los peones de la hacienda con una pintoresca
imprecación. En resumidas cuentas, se trata de un reto: el de que
esos campistos toreen al Cacaste ("allí está el cacaste parado,
sortéyenlo o los desquebraja"). Por fin, uno de los mozos se
atreve a entrar en suerte, mientras que los otros, enfermos de
pánico, han huido al galope de sus cabalgaduras.
La descripción que hace Buitrago del Cacaste puesto de
pie, tiene todo el gracejo del habla popular nuestra: "Mallorquin
con el curtido en la mano jugándose el todo por el todo frente a
la cuerazón huesamentosa (sic) del cacaste bien parado, espu-
mareado de gusanos yen actitud de embestir... se oyó un hondo
mugido, temblaron los paredones del cauce, un viento helado y
fragoso batió los ramajes de las veras, en el ranchito maltrecho
de El Copel, aullaron los perros y las aves de corral cacara-
quearon, un tufo a azufre inundó la cañada y una rara y nunca
vista fosforescencia de infierno, de olla mayor en fritanga, a
todo fuI, dio transparencia de penumbra a la oscurana ... " pp.
22 Y23). La leyenda se cierra, naturalmente, con la triste reali-
dad de que a la pobre ña Anselma le costará lo suyo lavar los
"peleros" (trapos que se ponen sobre el lomo de las bestias, en el
sitio de la albarda) de todos los campesinos que habían hecho el
ridículo en aquella "taurina sorteadera insospechada", que dice
el autor.
Aquí no vamos a exprimir los deliciosos nicaragüensismos
de la cita --donde también se cuela algún pecado, que no es
exactamente del narrador-; pero sí nos seduce el acercamos a
ciertas expresiones de ese texto, con el sólo propósito de pasar-
les la mano y dar fe de sus puros relieves. Se habla allí de que,
"jugándose el todo por el todo", el macabro torero improvisado
lidiaba el hecho mágico. Pero realmente no es en ocasiones
como ésa que nuestro pueblo se las juega todas, sino cuando
peligra su ser histórico. Porque en la perspectiva imaginaria, el
72 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

hechicero mismo le ofrece la disyuntiva de sortear el Cacaste o


ser "desquebrajado", como suele decirse en nuestra tierra,
seguramente por "descalabrado". Y la verdad es que esto ya
resulta otra cosa, pues consiste enjugarse la parte por el todo.
Asimismo se expresa que el Cacaste estaba "bien parado" (o
"levantado" bien), lo cual se halla más cerca del sentido de
mantenerse o de tenerse firme ("tenir bon"), que del castizo
"bien plantado". El caso es que parece, por lo visto, que el
Cacaste puede a veces "pararse bien" y, en otras ocasiones,
estar "mal parado"; distinción que recuerda aquella tan pere-
grina que hizo el autor de cierta "Crotalogía", al indicar que las
castañuelas se podían tocar bien, así como podían tocarse mal.
Y, en fin, igualmente se lee aquello de que "aullaron los perros
y las aves de corral cacaraquearon ... ". El subrayado es nues-
tro; pero, en realidad, lo más interesante no es ese abuso de la
onomatopeya, sino el dato concreto de que los animales del
entorno contribuyen a darle vida al clima de embrujamiento,
denunciando por anticipado la presencia del mal; como que los
animales, en las catástrofes de verdad, suelen ser los primeros
en librarse del peligro o en "'salvar el cacaste", que diríamos
en Nicaragua, lo cual es, por supuesto, algo menos superficial
que "salvar el pellejo".
Y todavía queda por apuntar esto: nuestro Cacaste se apro-
xima a una encamación del demonio o el brujo; pero es, riguro-
samente, una "descarnadura", que, por lo tanto, se aleja de toda
idea de reencarnación. Sin embargo, allí se da comúnmente la fe
supersticiosa en esta última; ya que no sólo tenemos el prece-
dente de los "naguales" y los "texoxes" indios -formas las más
antiguas del "alter ego" nicaragüense-, sino que también con-
tamos con leyendas en que la brujería se presenta como una
especie de reencarnación "táurica", al estilo de aquella de Chico
Largo de Ometepe, que ha mencionado Pablo Antonio Cuadra,
en "Los Toros en el Arte Popular Nicaragüense", y según la cual
dicho personaje se convertía en toro para atacar a sus enemigos.
Con Rubén, además, nuestra poesía misma tomó en propiedad
el tema de la reencarnación:
l. MITOS PUROS O ESCATOLÓGICOS 73

"Yo, fui coral primero,


después hermosa piedra,
después fui de los bosques verde y colgante hiedra ... "
("Reencarnaciones")
Pero el colmo, al respecto, es que en "La Muerte del Hom-
bre-Símbolo", noveleta de José Coronel Urtecho, no bastan,
como en Darío, las reencarnaciones literarias, sino que éstas, a
su vez, resultan "reencarnaciones" de la propia literatura, usa-
das a manera de motivo o situación recurrente:
"Te dije que he dejado los clásicos antiguos en que se for-
mó mi juventud y se regocijó mi madurez por las novelas poli-
cíacas en que se entretiene mi edad senil. Pásame, a ver, la
obra de Marco Tulio Cicerón ...
"Hice como me dijo, bajando varios volúmenes del más
alto anaquel de uno de los estantes, para descubrir que bajo la
encuadernación ciceroniana se hallaban las Aventuras de
Sherlock Holmes por Conan Doyle.
"Había infinidad de interesantes reencarnaciones litera-
rias, pero la que me pareció más peregrina fue la de Platón
convertido en Tarzán de los Monos."
\
,,- ,1 'So.
,
'.
....
....
;.'"
"
/ "
~

.... -
II. MITOS DE LA HISTORIA
6. EL MITO MERCURIAL Y AFORTUNADO
DEL CANAL POR NICARAGUA

E N UN nivel popular, la significación del mito se identifica


con su interpretación. Todo mito es una forma simbólica, y
el símbolo es un signo que opera "en virtud de una ley ---con
palabras de Peirce-, usualmente una asociación de ideas
generales" (La Ciencia de la Semiótica). De ahí que, según
dicho autor, el símbolo sea, "en sí mismo, un tipo general o ley,
esto es, un legisigno." Y es, además, un "plurisigno", en el que
suelen jugar las leyes de semejanza y de contigüidad, las cuales
se prestan por igual a la sinonimia que a la homonimia, en ese
punto en que el símbolo mítico y el lenguaje se dan la mano. En
efecto, la pluralidad del mito suele ser de doble vía: dos o más
arquetipos para el mismo significado, o bien, varios significa-
dos para un solo arquetipo. Pero, en ambos casos, diríase que la
significación es siempre "convencional", puesto que responde a
una convención, a modo de convenio popular; o sea, a una inter-
pretación colectiva, que puede variar de una región a otra y
según las épocas históricas. Añádase a ello la inseguridad de la
transmisión oral de los mitos, y se llegará al resultado de que no
es dificil que una forma mitológica pierda la pureza de su conte-
nido originario, a saber: el sentido de la emoción que lo creó; así
como es posible que no mantenga la sola imagen que, en un
principio, había expresado tal sentimiento. El mito persiste, sin
embargo. Lo que sucede es que enriquece su figuración y su mar
de fondo. Eso ha pasado con el mito nicaragüense del Cadejo,
por ejemplo. Abundan los relatos sobre el mismo; se multipli-
can las figuras que lo representan, y nuestro pueblo "no lo ve", o
ve en él al demonio o -acaso con más acierto-- al "psicopom-
po", al nocturno y puntual acompañante de quien va por cami-
nos donde no hay ni un alma, y que se limita a guiar o a seguir al
viajero, conforme la tradición mítica universal y más genuina,
78 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

que no es otra cosa sino una verdadera sabiduría "a muerte" y,


más explícitamente, un arte que, en definitiva, puede reducirse a
interpretar el misterio de la muerte.
Distinto sería si el intérprete fuese un escritor que transfor-
mara el mito original en personaje y tema literarios, con todas
las variaciones que se quiera, como ha ocurrido entre nosotros
con la Novia de Tola, en la obra teatral del mismo nombre. Un
caso similar es el de las minorías intelectuales de una genera-
ción que busca nuevas perspectivas y, por lo mismo, otro alcan-
ce de los mitos, como hicieron nuestros poetas de vanguardia
con su explicación del legendario Canal Interocéanico por
Nicaragua. Pero, tanto aquella versión dramática como el resul-
tado de esta exégesis, también pueden arraigar algún día en el
pensamiento mítico del pueblo nicaragüense, como una renova-
da forma de mito literario, la primera, y la segunda como una
variante del mito con base histórica. El Canal es un mito nuestro
que substituye -por aquello de "Omne symbolum, symbo-
10"- a dos mitos españoles de la época del Descubrimiento y la
Conquista; mitos "desmitificados" que también se vincularon
entre si por una relación de reemplazo: el Estrecho Dudoso y el
Desaguadero de la Mar Dulce. Del uno sólo queda en Nicaragua
el nombre, evocado en un poema de Ernesto Cardenal; del otro,
en cambio, tenemos el soporte objetivo, la verdad geográfica de
nuestro río San Juan. El mito del Estrecho comenzó a tomar
cuerpo ya en la fantasía de Cristóbal Colón. Dice Las Casas que
éste pensaba que por Veragua podía llegarse a la tierra del Gran
Khan, "cuasi entendiendo que la una estuviese a una mar y la
otra a la otra,· y así parece que imaginaba el Almirante haber
otra mar, que agora llamamos del Sur, en lo cual no se engaña-
ba, puesto que en todo lo demás sí" (Historia de las Indias, 11,
20).
Con estilo más preciso, viene a declarar lo mismo un huma-
nista de raza, Pedro Mártir de Anglería: "El propio Almirante,
que exploró antes que nadie las cimas de Veragua, afirma que
se levantan más de cincuenta millas; dice además que al pie de
esas montañas hay camino abierto para el océano austral... "
(Década Segunda, IV, 4). Pero adviértase que el prestigio de
n. MITOS DE LA HISTORIA 79

Veragua, entre indios y españoles, era el de "ser rica de oro",


porque su fama "de riqueza volaba más que la de Ura1á"; amén
de que estaba por medio, antes que lo "dudoso" del Estrecho, lo
que Gómara denomina "empeño de la especiería" o "pleito y
negocio de la especiería caliente". Se trata, pues, de un mito que
tuvo desde el principio una fisonomía comercial, como la de
Mercurio. Y, justamente, de ese carácter mercurial se contagia-
ría el mito de relevo que fue el Desaguadero. Por lo demás, no
era otra cosa la que podía remover la zona mítica de la concien-
cia del Emperador, y hasta encandilar a los mejores capitanes,
como Hemán Cortés, que escribía en su Cuarta Carta de Rela-
ción: "más como yo sea informado del deseo que vuestra majes-
tad tiene de saber el secreto des te estrecho, y el gran servicio
que en le descubrir su real corona recibiría, dejo atrás todos los
otros provechos e intereses que por acá me estaban muy noto-
rios, por seguir este otro camino ..." Y conste que esa disposi-
ción de renunciar a "otros provechos e intereses" la hizo Cortés
el15 de octubre de 1524, es decir, cuando ya el mito del Estre-
cho iba dejando de ser "dudoso", para dar paso al emotivo dina-
mismo del Desaguadero. Porque, un año antes, Gil Gonzá1ez
Dávi1a había descubierto la Mar Dulce o Gran Lago de Nicara-
gua, tomando posesión de esas aguas del bautismo nicaragüen-
se e112 de abril de 1523. Los hombres de Gil Gonzá1ez se aden-
traron apenas media legua, en una canoa, sin poder hallar indi-
cios de que aquello fuese un río; pero los pilotos de la expedi-
ción dieron por seguro que el secreto del Desagüadero en el
Atlántico estaba en esa "tercera e dubdosa laguna", que dice
Oviedo; puesto que la realidad de nuestro Lago tuvo asimismo
un origen mítico. Lo cierto es que Gil González había empren-
dido aquel viaje de exploración y conquista ya con los ojos fijos
en el fantasma del Estrecho. Así lo afirma Gómara: "costeó la
tierra que digo, y aún algo más, buscando estrecho por allí que
viniese a este otro mar del Norte, pues llevaba instrucción y
mandato para ello del Consejo de Indias" (Historia General de
las Indias, Ira. parte).
Una decisiva peripecia "desmitificadora" -también ante-
rior a los referidos propósitos de Cortés- fue la que salió de las
80 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

manos de Hernández de Córdoba, el poblador por excelencia en


Nicaragua quien entonces no buscaba precisamente el Estre-
cho, sino el Desaguadero de la Mar Dulce. A tal efecto, había
llevado "un Vergantín en pieyas", en el que envió lago adentro a
Ruiz Díaz y otros hombres bajo su mando, los cuales estuvieron
a punto de disipar del todo hasta el propio misterio del Desagua-
dero. Nos lo cuenta Antonio de Herrera, en su Historia General
de los Hechos de los Castellanos: " ... hizo descubrir, y bajar
toda la Laguna, y hallóse salida a un Río por donde sangra, y no
pudo navegar adelante el Vergantín, por haber muchas pie-
dras, y dos Raudales, o Saltos muy grandes; pero confirmáron-
se en que salía a la Mar del Norte" (lV-285). No obstante, la
consistencia mitológica de nuestro Desaguadero siguió inquie-
tando a lo largo de una generación más, seguramente por culpa
de Fray Bartolomé, quien amenazaba penas infernales a los que
participasen en la exploración íntegra de aquella vía de agua,
sólo porque el gobernador Rodrigo de Contreras no accedió a la
pretensión del fraile dominico de ir en solitario al frente de esa
empresa. Por fin, el 6 de abril de 1539, fue desvelado lo que aun
quedaba oculto del mito del Desaguadero, cuando los capitanes
Calero y Machuca, uno navegando y el otro por tierra, alcanza-
ron con la, vista, como quien despierta de un dilatado sueño, la
desembocadura -verdaderamente atlántica, en todo sentido--
de aquel río San Juan del destino nicaragüense. "Esto está ya
averiguado ... ", afirmaba dos años después Gonzalo Fernández
de Oviedo. Y el mismo cronista añadía: "E por tierra, ese capi-
tán Diego Machuca, con hasta doscientos hombres siguió su
camino, e la fusta e bergantín e algunas canoas por el agua
hicieron lo mesmo; e salieron los de los navíos a esta nuestra
mar del Norte, donde paresce que las dichas lagunas desa-
guan" (Historia General y Natural de las Indias, XLII, 4).
Pero las aguas de aquel río no sólo llevan nuestro destino,
sino también el desatino de una criatura mítica, la cual -por
expresar esa vida oscura, se hace ilógica, como si fuese un dis-
parate de raíz emocional-o Efectivamente, el mito del Canal
Interoceánico, vivido en un medio subdesarrollado, parece un
contrasentido. Y sin embargo, aquel arquetipo de la prosperidad
II. MITOS DE LA HISTORIA 81

es la viva imagen de una carencia. Diríase que nuestro pueblo ha


transferido al dechado o ejemplar soberano su afán de aparen-
tar, su necesidad de progreso, su ilusión de bienestar y hasta su
apetito de lucro; es decir, los sentimientos más simples de una
sociedad agraria y con la fe del símbolo. Porque la credulidad es
la simplicidad por excelencia. De ahí que las potencias extranje-
ras, interesadas en adquirir una situación de "privilegios exclu-
sivos" ante todo proyecto de Canal por Nicaragua, intentaran
aprovecharse de nuestra resistencia al desengaño. En este senti-
do, es muy revelador el texto de las instrucciones que llevaron a
Centroamérica los representantes diplomáticos de Estados Uni-
dos, Rise y Squier, a raíz del segundo desembarco de tropas,
inglesas en nuestro puerto de San Juan del Norte. Allí se habla
de que se nos desea "prosperidad" y "bienestar", como si tales
palabras fuesen conjuros, llegando inclusive a decir que el
enviado oficial norteamericano "no omitirá ocasión para im-
presionarlos (a los hombres de Estado del Istmo) con nuestro
ejemplo ...": Se pretendía, pues, usar con nosotros una política
"impresionista", según el principio del arquetipo. Y conste que
en ese documento (citado extensamente por Octavio Aguilar, en
su estudio "Centroamérica bajo el Impacto del Imperialismo
Británico en el Siglo XIX") se denuncia a Gran Bretaña en Tér-
minos de "usurpaciones" y de "máscara", Pero, como en el fon-
do era cuestión de substituir una supremacía por otra, lo mismo
los norteamericanos que los ingleses apuntaron a nuestra imagi-
nación mítica, que tenía en propiedad la quimera del Canal.
y a en 1739, por parte de Inglaterra, "Nicaragua fue objeto
de plan de conquista por separado", dicho con palabras del
referido Octavio Aguilar. Menudearon, desde entonces, las
incursiones británicas en suelo nicaragüense. Pero el más furio-
so ataque de los invasores en la centuria décimoctava, fue el
segundo que hicieron al Castillo de la Inmaculada Concepción
(1780), precisamente bajando por el viejo Desaguadero, y con
la idea de consolidar posiciones en ese Gran Lago que Gómara
llamaba "cosa notable", porque "crece y mengua" y "por la
grandeza, poblaciones e islas que tiene". Y es evidente que todo
aquello se encauzaba en la aspiración británica de controlar lo
82 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

relacionado con una comunicación interoceánica por la Provin-


cia de Nicaragua; aspiración que se agigantó a mediados del
siglo XIX, manifestándose en lo que Vega Bolaños denominara
"los atentados del Superintendente de Belice", en los cuales los
indios mosquitos o moscos "iban a desempeñar papel de im-
portancia en el escabroso campo de lasfabulaciones ..." (Agui-
lar). Así, pues, en tomo al mito del Canal, los propios ingleses
urdieron unos legendarios derechos, invocando un pacto -no
menos ilusorio- "de protección celebrado por él, o los jefes de
las tribus nómadas de la Costa de los Mosquitos y la corona bri-
tánica, doscientos años antes ... " (Vega Bolaños). De tal manera
y como por arte de magna, la figura mítica de ese pacto o "per-
fecta alianza" se convirtió en un bochornoso "protectorado"
británico en "el litoral izquierdo de la boca del San Juan"-pro-
tectorado que siguió "de hecho", a pesar de la convención
anglo-nicaragüense de 1860, como explicó Pedro J. Cuadra
Ch., en su libro La Reincorporación de la Mosquitia- hasta el
verdadero restablecimiento de la soberanía de Nicaragua, ya en
1894 y después de amenazas y humillaciones sin cuento, con el
posterior reconocimiento de Gran Bretaña (1905).
Por lo demás, la imagen misma del Canal encierra el signi-
ficado de una "alianza" de rutas o destinos; auténtica unión vital
que tiende a proyectarse en un nacimiento o renacimiento, es
decir, en un proyecto de vida nueva. Por ello, los nicaragüenses
hemos visto en el nivel de las aguas mitológicas de ese Canal
una subida de nuestro propio "nivel de vida". Y tal simbolismo
de la prosperidad y la abundancia es la nota común entre el anti-
guo sueño del Estrecho Dudoso y el mito del Canal por Nicara-
gua. La diferencia, en cambio, reside en que sólo éste tiene "fun-
damentum in re", que se halla, curiosamente, en la "desmitifica-
ción" de nuestro río Desaguadero. Porque nada más que así pue-
den explicarse las siguientes frases de López de Gómara, donde
se traza el primer boceto de aquel Canal fantasmagórico, ya
conectándolo con la realidad de dicho río nicaragüense: "Es tan
dificultosa y larga la navegación a las molucas de España por
el Estrecho de Magallanes, que... hemos oído un buen paso,
aunque costoso, el cual no solamente sería provechoso, sino
11. MITOS DE LA HISTORIA 83

honroso para el ejecutor si se hiciese. Este paso se habría de


hacer en tierra firme de Indias, abriendo de un mar a otro por
una de sus cuatro partes... o por el desaguadero de la laguna de
Nicaragua, por donde suben y bajan grandes barcas, y la lagu-
na no está del mar sino a tres o cuatro leguas: por cualquiera de
estos dos ríos (el otro a que el cronista se refiere es el Chagre o
Lagartos, en Panamá) está guiado y medio hecho el paso" (Id.).
Toda creación mítica es producto de un esfuerzo de objeti-
vación. Nótese, al respecto, la distancia de grados de condensa-
ción simbólica que hay del mito del Estrecho al de nuestro
Canal, yeso que uno y otro han sido considerados, a su tiempo,
más como realidades probables que como símbolos. Sigmund
Freud, al descubrir en la formación de los mitos los mecanismos
psíquicos del sueño, señaló en primer término "la condensa-
ción", agregando que él concebía los mitos "como los residuos
deformados de fantasías optativas de naciones enteras ... " (La
Interpretación de los Sueños). El mismo autor, citando a Stu-
cken, opinaba que los mitos son, en definitiva, "mitos de crea-
ción". Ahora bien, no debe olvidarse que, dentro del pensa-
miento mítico, para nacer hay que morir, porque allí la muerte
se confunde con la reencarnación o cambio de vida en "esta
vida". Y la opción que nos presentaban las potencias extranjeras
era, exactamente, mejorar de vida o morir, casi como una ver-
sión de aquello de "la bolsa o la vida". Por eso Estados Unidos
se nos mostró como "salvavidas" frente a la Gran Bretaña y,
además, como ejemplo vital o modelo de progreso. Pero, a decir
verdad, desde que el2 de diciembre de 1823 se ponía en marcha
la Doctrina de Momoe, la suerte de Hispanoamérica estaba
echada. Y, específicamente, cuando en 1845 se llevó a cabo la
incorporación de Texas, el Istmo de Centroamérica quedaba a la
intemperie de las ambiciones norteamericanas. No es una mera
casualidad el hecho de que sólo cuatro años después (agosto de
1849) Nicaragua firmara con una compañía de Norteamérica el
primer contrato canalero, y celebrara también, con el propio
Gobierno de Washington, el tratado "de protección" Selva-Hi-
se. Ese tratado y ese contrato hicieron rebosar más que nunca la
figura mítica de nuestro Canal; Verdadera cornucopia Nicara-
84 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

güense, que, como la de la fortuna, es también un conducto de la


abundancia. Porque el cuerno acanalado de los latinos está, lo
mismo que el nuestro, en las manos de una diosa ciega, junto
con el timón que, a su vez, simboliza una ruta por agua, a través
de la cual se conduce una vida humana. Pero el mito del Canal
por Nicaragua tiene muchas "historias" o relatos fabulosos; a
diferencia del personaje de Fortuna y su cuerno de la abundan-
cia que, más que mítico, es puramente simbólico. Pareciera,
pues, que nuestro mito completa y desarrolla aquel símbolo clá-
sico o, mejor aún, que éste se hizo verdadero mito en el Canal
nicaragüense.
Desde entonces, nuestro pueblo dividió su conciencia míti-
ca, que había adoptado la forma del Canal, en dos orillas enfren-
tadas: la de los que anhelaban la realización del mito, y la de
quienes preferían el mito de la realización. Los primeros quisie-
ron "hacer conciencia" --como ahora se dice-, hasta el colmo
de fundar un periódico, El Correo del Istmo; como si no les bas-
tara aquella conciencia popular que, a un lado y al otro, partici-
paba de un sólo fantasma. Pero la emoción canalera de los nica-
ragüenses tiene una serie de esclusas o, si se quiere, una cadena
de volcanes: 1884, fecha en que Nicaragua y Estados Unidos
concertaron un nuevo tratado --que no llegó a ratificarse-,
con el estimulo de la concesión hecha a Lesseps para construir
el Canal de Panamá, en beneficio de una compañía francesa;
1897, año en que una misión oficial de ingenieros norteamerica-
nos llegó a estudiar sobre el terreno la legendaria ruta; 1900, en
que Norteamérica y Gran Bretaña firmaron el tratado Hay-
Pauncefote, que consagró la hegemonía de aquélla en la región,
como que al año siguiente nuestro Gobierno otorgaba otra con-
cesión canalera, por medio del convenio Sánchez-Merry; 1907,
fecha de las gestiones de Nicaragua ante Inglaterra y Japón
-precedidas de alguna en Alemania-, para la construcción de
la vía interoceánica, y todo a causa de una decepción por los
hechos consumados del Canal de Panamá, y -abreviando esta
reseña- 1914, año en que se firmó en Washington el tratado
Chamorro-Bryan, por el que se concedían "a perpetuidad" los
derechos a manejar aquel mito; cesión que no se justifica ni ape-
II. MITOS DE LA HISTORIA 85

lando a "los antecedentes históricos y las circunstancias que le


dieron fundamento", sin las cuales -según Álvarez Lejarza-
"no se podría apreciar este convenio" (Constituciones de Nica-
ragua).
Estando ya nuestro símbolo mítico de la prosperidad y
abundancia en las solas manos de Estados Unidos, éstos conta-
ron con el mismo como incorporado a la política general norte-
americana para los pueblos de habla española. Norteamérica lo
había alimentado cuanto le fue posible, a lo largo de más de
sesenta años, y ella siguió moviéndolo ante nuestra vista según
lo que, en cada circunstancia, le parecía conveniente para su sis-
tema de penetración. Se pretendió, pues, transformar aquel mito
en un instrumento de dominación pacífica. Pero lo cierto es que
en Nicaragua no siempre ha podido funcionar el "indirect
Rule", literalmente, el mando indirecto, o sea, una especie de
control remoto. Y ello, seguramente, por la probada resistencia
de los nicaragüenses a todo lo que pueda poner en peligro la
autenticidad de nuestra vida mítica, cuya adulteración implica
una pérdida de la propia identidad y, por tanto, de lo que somos.
Para nosotros era harto dificil reconocemos en aquella manipu-
lación que hicieron de nuestro mito, precisamente quienes no
tenían idea-porque en Nicaragua las ideas "se tienen", en sen-
tido piatónico- de que la metamorfosis de los mitos resulta efi-
caz sólo a escala del pensamiento mítico; pero nunca de un
método de pensamiento, encaminado a realizar, en este caso,
una política de intervención. Georg StadmüIler, en su obraPen-
samiento Jurídico en la Historia de Estados Unidos de Nortea-
mérica, señala que, entre los medios de que se ha valido el siste-
ma norteamericano de penetración pacífica en nuestros países,
figuran "las intervenciones en calidad de árbitro", en las cuales
ve dicho autor una aplicación original de aquella tradición
anglosajona de una "particular estima de la jurisdicción arbi-
tral" .
En Nicaragua, sin embargo, las intervenciones arbitrales
de Estados Unidos fueron acompañadas siempre de la acción
armada, que nos colocó, más tarde o más temprano, en situación
de país vencido. Aunque, desde las conferencias centroameri-
86 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

canas de 1923, en Washington, "Nicaragua --como observaba


Carlos Cuadra Pasos- no era una república vencida sino sim-
plemente intervenida", conforme la doctrina Tobar, que predi-
caba una forma de intervención pacífica, a favor de la legitimi-
dad constitucional (Vide C. Cuadra Pasos y F. Rodríguez Serra-
no: La Intervención). Por lo demás, la mejor prueba de que, la
administración extranjera del mito del Canal era un problema
de identidad nicaragüense, es que todos reclamamos, a coro, la
abrogación del tratado Chamorro-Bryan -incluso el propio
general Chamorro, firmante del mismo-, hasta conseguirla el
14 de julio de 1971, durante el primer período presidencial del
general Somoza Debayle. Y esa muestra de identificación
nacional en el mito, se reveló de nuevo en el de Sandino creado
al filo, justamente, de una intervención armada, en son de arbi-
traje, en la cual Norteamérica también hacía una maniobra
canalera, como se advierte por un suelto publicado en broma en
esos años de ocupación, y que se cita en el Ensayo Preliminar de
la antología Nueva Poesía Nicaragüense: INVITACIÓN / Se
invita a todos los vanguardistas para reunirse a las dos de la
tarde del domingo 18 en la torre de la Merced, para celebrar la
noticia traída por cable de que ya no se construirá el Canal por
Nicaragua.
Resulta curioso que los mismos poetas de vanguardia que
habían insertado en la prensa esa invitación irónica, con el pro-
pósito de irritar "a la burguesía capitalista" (Cardenal), después
interpretaran de distinta manera aquel sueño del Canal por
Nicaragua, viéndolo como signo de nuestra universalidad o, al
menos, enmarcándolo en una "teoría del universalismo nicara-
güense". Pero ya Rubén Darío, al distinguir entre el sentido uni-
versalista de la influencia europea y el apetito de lucro que nos
amenazaba desde Norteamérica con motivo del Canal, le dio a
éste la significación que siempre ha tenido en la mente mítica de
nuestro pueblo: "de Europa, del universo -precisaba Ru-
bén-, nos llega un vasto soplo cosmopolita que ayudará a
vigorizar la selva propia. Mas he ahí que del Norte parten ten-
táculos de ferrocarriles, brazos de hierro, bocas absorbentes.
Esas pobres repúblicas de la América Central no será con el
II. MITOS DE LA HISTORIA 87

bucanero Walker con quien tendrán que luchar, sino con los
canalizadores yankees de Nicaragua ..." ("El Triunfo de Cali-
bán"). Estamos, pues, dentro de una dinámica de la ambición
comercial.
El Comercio, con mayúscula, pertenece al mundo psíqui-
co, y tiene un objeto propio que es la mercancía, la cual da razón
de todas sus características. Por eso el Comercio se ha objetiva-
do "fisicamente" en tantos símbolos que le son habituales,
como la bolsa (de las ganancias) de Mercurio o el propio cadu-
ceo, a modo de varita mágica que convierte en oro lo que toca Y
tampoco es dificil adjudicarle símbolos como las pesas de la
balanza, como la vía férrea o como el Estrecho Dudoso. Ade-
más, están asociados al Comercio otros objetos generales del
tipo de la Abundancia y la Prosperidad, con sus respectivas
series simbólicas, como serían la cornucopia o nuestro mito del
Canal; mito que parece también inspirado en el clásico de la
Edad de Oro o "tempus aureum", que dice Horacio, en su Epodo
XVI, siguiendo la tradición hesiodea del mito de las razas, en
Los Trabajos y los Días: "Fue de oro la primera raza de hom-
bres perecederos ... Tenian a su alrededor todos los bienes ...".
(Vv. 105-119). Sólo que el mito nicaragüense de la prosperidad
y la abundancia no se conjuga en pretérito, como en Hesíodo, o
en la Poesía 64 de Catulo ("Presentes namque ante domos inui-
sere castas ... "), o en el libro 1 de las Metamorfosis, de Ovidio
("Aurea prima sata est aetas ... "); sino que aguardamos esos
tiempos felices como un futuro próximo, al estilo de Virgilio, en
la Egloga 1V ("magnus ab integro saeclorum nascitur ordo"), y
acaso como el "dulce retorno" horaciano ("haec et quae pote-
runt reditus abscindere dulcis ... "). Prueba de ello es que en
nuestras modernas Constituciones Políticas, a partir de la de
1939, se contempla la apertura de un Canal por Nicaragua, con
éstas o parecidas palabras: "podrán celebrarse tratados ... que
tengan por objeto la construcción, saneamiento, operación y
defensa de un canal interoceánico a través del territorio nacio-
nal" (Arto. 4°).
La Universalidad, por el contrario, es, uno de los objetos
morales menos "objetivos" y más "irrepresentables", porque da
88 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

la impresión de que esconde sus notas diferenciales. En efecto,


cualquier símbolo en tomo suyo tendría que prescindir de las
"claves" metodológicas para el fenómeno de la representación.
El grado de abstracción de la Universalidad o el Universalismo
es casi como el de lo perfecto, y valga la comparación, en un
intento de acotar un problema de peculiaridades. La verdad es
que todo símbolo obedece a un presentimiento o adivinación
que, por lo mismo, se concreta en un presagio, esto es, en un sig-
no. y tal presentimiento es una experiencia social que antecede
a la concreción del signo. En el proceso general de la simboliza-
ción, se da por supuesto un vínculo primario, ''un rudimento de
lazo natural" (Saussure) entre lo simbolizado y el símbolo;
''pero --como escribe Jeanne Marinet- también hay análisis
de los objetos puestos en correspondencia, y sobre la base de
las características puestas de relieve se basa la, corresponden-
cia" (Claves para la Semiología). La primera fase está reserva-
da a la "iniciación" en los misterios; mientras que la segunda se
presta al empleo de un verdadero método de interpretación, que
necesita partir de notas distintivas. Las formas simbólicas tie-
nen, según eso, dos maneras de llamar la atención, como dando
señales de vida: la que emite información sobre una coinciden-
cia por "sympathia", que atañe a la fe mítica, y aquella que
comunica un nexo de particularidades, capaz de despertar la
curiosidad intelectual. Por consiguiente, y ya que "Sólo la indi-
viduación produce diferencias" (Jung), la universalidad del
mito no es, ni por asomo, el mito de la universalidad, aunque
ello tenga la apariencia de un malabarismo de lenguaje.
7. LEÓN VIEJO, CIUDAD FANTASMA

M UCHOS FACTORES -que son legión y que se enfilan


en varios órdenes- condicionan los arquetipos de una
cultura popular. Pero "condicionar" no significa alterar subs-
tancialmente las facultades humanas --o, si se quiere, el espíri-
tu creador-, hasta diferenciar en absoluto las creaciones ejem-
plares de un pueblo determinado, con respecto a los otros que en
el mundo han sido. Esto debía pasarse por alto, en virtud de su
evidencia; pero acaso convenga partir de una certeza cuando se
aborda lo incierto, vale decir, lo que es esencialmente proble-
mático. El caso es que en el mapa cultural no existen islas, ni
siquiera tratándose de pueblos primitivos; puesto que solamen-
te la condición humana -única condición decisiva en la "con-
sistencia" de las obras del espíritu- interviene en las leyes uni-
versales que determinan, en substancia, el hecho cultural. Ahí
está, para muestra, la ley de semejanza, por la cual generalmen-
te la creación primigenia ha sido asociada a la reproducción
bisexual, dando vida a la imagen mitológica de una pareja divi-
na, que lo mismo aparece entre los griegos antiguos que en las
figuraciones de los nicaraos.
Hasta aquí, hemos hablado de una pura relación. Pero el
asunto, además, hay que plantearlo como una relación por
transmisión. Y es entonces cuando surgen los problemas inson-
dables. ¿Qué rasgos en un mito corresponden a la sola naturale-
za de las operaciones "poéticas" del hombre, por lo que éstas
resultan virtualmente universales? O al revés, ¿cuáles son los
caracteres mitológicos recibidos a través del espacio y el tiem-
po, en razón de que la cultura tiene horror al vacío? ¿Cómo esos
elementos transmitidos se adaptan a la índole de un pueblo, en
un medio social y geográfico diferente del suyo originario?
¿Por qué una comunidad acepta como en Nicaragua, el mito de
Tío Coyote, de los indios norteamericanos, y deja pasar otros
90 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

más sugestivos o, acaso, más afines a su visión del mundo?


¿Dónde empiezan y tenninan, la creación mitológica o su adop-
ción? ¿Dónde las realidades que se toman por mitos? Por el con-
trario, el mito en estado puro es, en principio, una fábula tomada
por realidad, porque precisamente no ha nacido en la historia,
sino en la prehistoria de los pueblos, o sea, en esa vida colectiva
donde nada es seguro y todo se difumina. Por tanto, nuestros
mitos coloniales son más persistentes que los indígenas, a cam-
bio de ser menos puros, en el sentido de lo escatológico.
La originalidad pertenece a la definición de los mitos; pero
no como "brecha cultural" o vana desconexión con la mitología
del mundo, sino como principio de universalidad, sin el cual
ningún mito se habría "originado". Porque el mito dice origen y,
con ello, validez universal. En Nicaragua, es comprobable el
hecho de que mitos mestizos de nacimiento han ido ajustando su
fisonomía a las viejas leyendas aborígenes, y, en consecuencia,
es presumible que éstas, en las crónicas de Indias, hayan segui-
do, a su vez, el proceso inverso; no ciertamente por retoques
intencionados, sino atendiendo a un fenómeno de comprensión,
de natural acercamiento a la mente española de la época. Este
es, en suma, el problema de los mitos en tránsito, es decir, de las
transmisiones de "hechos culturales", a cuya explicación -se-
gún Caro Baroja- "no puede aplicarse un fonnalismo rígido
desde el punto de vista ideológico"; ya que existe "la posibili-
dad de formular unas teorías estructurales que se apoyen don-
de menos se piensa hoy que pueden apoyarse: en la investiga-
ción histórica precisamente" (Ritos y Mitos Equívocos, pp. 24 Y
28). Es claro que dicho autor abre una perspectiva de profesio-
nal de la historia, quedando desenfocada la poesía de los mitos
y, desde luego, su consistencia como visión del universo o cor-
no verdadera "ontología arcaica", que dice Mircea Eliade. Sin
embargo, ese método propuesto por Caro Baroja es utilísimo en
el estudio de los mitos con base histórica, siempre que vaya
asistido por la sensibilidad estética y, además, por un sentido de
trascendencia; puesto que los mitos representan una escatología
y, en especial, una interrogación sobre el principio de las cosas.
¿Cómo no recurrir al "simbolismo de nivel" cuando se habla,
n. MITOS DE LA HISTORIA 91

por ejemplo, de una ciudad sumergida? Y así nos encontramos con


el fantasma de León Viejo. En realidad, era aquélla una ciudad
construida junto al agua y, asimismo, a la sombra del volcán
Momotombo, que nuestro poeta veía "Como una vasta tienda"
cuya fom1a "se duplica en el am1onioso espejo". Pues bien, la
doble imagen de esa cúpula a orillas del lago Xolotlán y en el fondo
del mismo, ya es casi nuestro mito de una ciudad sumergida o
cubierta por las aguas. Y, además, precisamente al Momotombo se
culpó de la catástrofe que había hecho desaparecer del "mundo de
los vivos" a la ciudad que luego sería sólo un fantasma. He aquí lo
que escribe Jaime Incer, explicando el fenómeno en su verdad
científica; pero, a la vez, sugiriendo su dimensión mitológica: "El
terremoto que destruyó León Viejo, en 1610, fue atribuido a la
actividad -especie de divina venganza- del Momotombo. Las
ruinas de este primer asiento han sido excavadas de las arenas de
posteriores erupciones, no reportadas durante la época colonial,
durante las cuales el antiguo volcán de Pedrarias y de Oviedo
ajustó su perfil a la presente forma" (Imágenes de Occidente, p.
24). Como vemos, el mismo naturalista nicaragüense alude tam-
bién a la "desmitificación" de León Viejo, hace apenas quince
años. Sin embargo, en Nicaragua, seguiremos hablando de León,
el "viejo", como algo que sabemos estropeado o perdido sin reme-
dio, y no del "antiguo" León, como una ciudad clásica detenida en
el tiempo, al estilo de la Antigua Guatemala, salvando la distancia
"Monumental". Y, por si sola, ya la diferencia de matiz lingüístico
resulta interesante, considerando el fatalismo indígena o nuestra
posterior manera desdeñosa de ver lo propio. Pero importa, sobre
todo, en razón de que el mito se vuelve más puro en la medida en
que decrece su apoyo real, o sea, que el mito de ese León exigía lo
viejo como decrépito, como historia menguante, y, sin duda, por-
que lo viejo es también lo muy sabido, lo que es ya canto rodado en
la corriente de la tradición.
El viejo León fue destruido para la historia, defmitivamente, y
hasta sus propias ruinas, desenterradas, resultan dolorosas y como
empobrecidas en contraste con. el mito de una hermosa ciudad en
lo profundo de aquellas aguas. "¿León Viejo dónde está?", se pre-
guntaba Ernesto Cardenal en 1966, esto es, al año siguiente de que
92 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

empezaran las excavaciones en la costa nor-occidental de dicho


lago. Y la respuesta de Cardenal, como respuesta de la poesía, se
daba naturalmente al hilo de nuestro mito:
"Hay ladrillos, ruinas rojas, en la orilla.
Los pescadores dicen que han visto torres bajo el agua
en las tardes serenas.
y han oído campanas.
Campanas tocando solas movidas por las olas.
La capital de Nicaragua está allí espectral
bajo el agua. Un borroso sueño... ".
(El Estrecho Dudoso, pp. 111 Y 112)
Por lo demás, el mito de la ciudad sumergida se halla en las
tradiciones de varios pueblos, con variantes curiosas, y está lo
mismo en la "Historia del Joven Encantado y de los Peces" de
Las Mil y una Noches, que en la leyenda céltica de la Dama del
Lago, contenida en la Historia del Cavallero Cifar. Así, en el
cuento de origen persa, se trata del embrujo que padecen cuatro
islas de un reino y los habitantes de la ciudad, al convertirse
aquéllas en montañas, con un lago en el centro, y los hombres,
en peces: "Esos peces del lago, los habitantes de la antigua ciu-
dad y de las cuatro islas no cesan de sacar la cabeza del agua y
lanzar imprecaciones ... " Pero, al fin, se deshace el maleficio:
"Los Peces comenzaron a agitarse, irguiendo la cabeza, y en
aquella hora y punto se desató la rnagia que pesaba sobre los
habitantes de la ciudad. Y la ciudad se convirtió en una pobla-
ciónfloreciente... " (Ob. cit., t. 1, pp. 62-73). Por otra parte, en el
referido libro de caballerías se describe morosamente una ciu-
dad en el fondo de un lago y sometida al hechizo de una Dama:
"e entraron en la cibdat e fueronse a los palacios do moraba
aquella dueña, que eran muy grandes e muy fermosos; ca asy le
parescieron aquel cavallero atan noblemente obrados, que
bien le semejava que en todo el mundo non podrien ser mejores
palacios nin mas nobles, nin mejormente obrados que aquellos;
ca encima de las coberturas de las casas parescie que avie rru-
bies e esmeraldas e f;afires, todos fechas a un talle atan grandes
coman la cabeza de un amen; en manera que de noche asy
n. MITOS DE LA HISTORIA 93

alumbravan todas las casas, que non avie camara nin logar por
apartado que fuese, que tan lumbroso non fuese, comon sy esto-
viese lleno de candelas" (Historia del Cavallero Cifar, la. par-
te, cap. CXIl, p. 160). Sin embargo, es la leyenda nórdica de
Staverne -ciudad hundida en el mar y supuestamente localiza-
da en la región de Frisia-la que, en detalle, se asemeja más a la
versión que ha dado Cardenal del mito de León Viejo. Porque en
el Mar del Norte, cuando se hace la calma, se escuchan asimis-
mo las campanas de la ciudad fantasmagórica; pero tales cam-
panas no suenan en virtud del vaivén de las olas, sino que son
tocadas por quienes aún pueblan esa misma ciudad, transforma-
dos en peces.
León Viejo es casi mítico de nacimiento. El más autorizado
y reciente estudio sobre su fundación, debido al costarricense
Carlos Meléndez, deja aún nebulosa la fecha en que Hernández
de Córdoba fundó aquella ciudad: "De ser cierta esta afirma-
ción (la de que Granada de Nicaragua se fundó, a su vez, el8 de
diciembre de 1524), tendríamos necesariamente que conside-
rar ya a León como fundada y establecida, por el hecho de
haber sido la primera. El argumento nos lleva forzosamente a
una sola conclusión, la de que en el mes de noviembre responde
a las mayores posibilidades para que haya correspondido al
mes del año de 1524 en que sefundó la ciudad de León." Y el
historiador añade, como deteniéndose peligrosamente al borde
del mito: "Hasta aquí debemos llegar en nuestras considera-
ciones; la documentación que hasta ahora nos es conocida, no
nos permite sobrepasar esta línea, de modo que debemos resig-
narnos a la idea de que, sin otros elementos de juicio, resultará
imposible una mayor determinación cronológica que la que
hemos intentado aquz'" (Hernández de Córdoba, Capitán de
Conquista en Nicaragua, c. IV, pp. 137 y 138).
Pero no es sólo cuestión de fechas --o es eso también-,
sino un problema, igualmente, de lugares nada comunes o,
mejor dicho, de localización. Se sabe documentalmente que
Pedrarias Dávila, primer Gobernador y Capitán General, de la
Provincia de Nicaragua, habiendo fallecido el 6 de marzo de
1531, fue enterrado en la iglesia de La Merced de aquella primi-
94 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

tiva ciudad de León. Sin embargo, esa misma sepultura parece


participar del mito de la ciudad y, sin duda alguna, del propio
mito de Pedrarias. Lo cierto es que hasta hoy ha sido infructuoso
el esfuerzo de los excavadores en busca de la tumba de aquel
Gobernador, como lo confesaba en su oportunidad uno de los
jefes de tal operación. Y aquí se alude, por supuesto, a lo que
dijo Alfonso Argüello, en su Historia de León Viejo, como
resultado de sus exploraciones en el sitio donde estuvo, proba-
blemente, la Capilla Mayor de La Merced: "En conclusión
podemos decir que hasta que se haya explorado toda la Ciudad
y estén plenamente identificadas las construcciones principa-
les sobre todo las iglesias y de entre ellas la de la Merced y ésta
a su vez haya sido totalmente explorada en su interior es que se
podrá tener una mayor seguridad en lo que respecta al sitio que
ocupa la tumba del tantas veces mencionado Gobernador" (c.
v. pp. 62 Y 63).
De cualquier modo, Pedrarias, no obstante ser el hombre de
hierro, el forjador del sentido nacional de nuestra historia, para-
dójicamente se escapa de la historia misma. Ya su Gobernación,
además de unipersonal, era "absoluta", como la ha calificado
Carlos Molina Argüello, y, precisamente, porque Pedrarias
Dávila hizo del Poder -o quizá de una peculiar "razón de Esta-
do"- un auténtico mito. Y su propia persona había llegado a
Nicaragua "mitificada", desde su mercurial gobernación de
Castilla del Oro. Era incansable, ambicioso, sagaz, emprende-
dor, temerario y temido, rencoroso, desconfiado, decidido,
dominante y hasta cruel. Molina Argüello, hablando del perío-
do que él llama "segoviano" "por estar fundamentalmente ocu-
pado por los Gobiernos de Pedrarias y Rodrigo de Contreras",
anota con razón que éstos "imprimieron en este periodo un sello
caracteristico y único en la vida de la Provincia. Con lo que
Pedrarias y Contreras se colocan en la Historia de ella, pese a
sus detractores, como los legitimas fundadores de la nacionali-
dad nicaragüense" (El Gobernador de Nicaragua en el Siglo
XVI, p. 17, n. 5). El hecho es que allí el nombre de Pedrarias
sigue viéndose a través de una luz espectral. Se repite que, en
vida, nuestro Gobernador solía ensayar su muerte en un ataúd
11. MITOS DE LA HISTORIA 95

de hierro; que su tumba, llena de joyas, fue profanada y saquea-


da, y que, por añadidura, los indios se estremecían de verdadero
pánico a la sola mención de los perros de Pedrarias, que así
cobraban el aspecto de animales mitológicos. Y es significativo
que Nicolás Buitrago Matus haya escrito una obra titualada
León, la Sombra de Pedrarias, en la cual se expresa lo que
sigue, al consignar el hecho del segundo establecimiento de
nuestra ciudad de León: "la nueva ciudad que se inyectaba de
ideales y respiraba esperanzas en una risueña visión al porve-
nir, surgía en sí misma, emergía por su propio designio, huma-
nizada y vivida la trágica sombra de Pedrarias Dávila, ejem-
plar humano que proyectaba desde suféretro de hierro hundido
en las aguas del lago hacia ella, su espíritu que como el blasón
de los Arias es águila, castillo y cruz" (c. l, p. 8).
Pero también es revelador que Buitrago Matus aproveche,
justamente en el párrafo citado, los símbolos heráldicos de Pedra-
rías -al fin y al cabo, "símbolos"-, pensando de seguro en esa
cruz del ajusticiamiento de Hernández de Córdoba -verdadera
cruz sin cabeza o de San Antonio-, quien fue degollado por orden
del Gobernador, en 1526, y exactamente en aquella plaza en tomo
a la cual él mismo había fundado la ciudad de León Viejo, dos años
antes. Cardenal ha sintetizado, con la síntesis propia de la poesía,
las circunstancias de la ejecución, que, en su injusticia monda y
lironda, adquiere visos de irrealidad:
"Le dijeron
a Córdoba que huyera. Que se acordara de Balboa.
Pero él no quiso huir. Dijo soy inocente.
Espero a Pedrarias.
Pedrarias lo puso preso en su fortaleza de León.
Hernández de Córdoba atravezó (sic) tristemente la plaza
que él habla trazado; miró por última vez su lago
(el lago de León) y fue degollado. "
(El Estrecho Dudoso, pp. 105 Y 106).
Y el caso es que la poesía no tiene sólo el poder de convertir
lo imaginario en real, sino también el de transfigurar el hecho
histórico en mito. Por ello, cuando el mismo Cardenal, en ese
96 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

poema, sugiere un paralelismo ~e vidas y haciendas parale-


las- entre el ya mítico Pedrarias Dávila y un Presidente de
nuestra República, en cierto modo está mitificando al último.
Veinticuatro años después de la crudelísima muerte del
fundador de aquella ciudad, yen la misma plaza donde se alzó el
patíbulo, un nieto de Pedrarias, Remando de Contreras, era pro-
clamado "Príncipe del Cuzco" por una pandilla de rebeldes a la
autoridad de la Corona, quienes, encabezados por el propio Fer-
nando, acababan de asesinar al Obispo de Nicaragua, el domini-
co Fray Antonio Valdivieso. Ese crimen sacrílego está rodeado
de leyenda, igual que todo lo que se refiere a nuestra ciudad fan-
tasma, y la rebelión misma de los hermanos Contreras tiene ras-
gos tan fabulosos como el título principesco inventado para F er-
nando. El obispo Valdivieso era un lascasiano de raíz y, en
varias ocasiones, se había enfrentado a funcionarios poderosos
y a personas pudientes, en especial a Rodrigo de Contreras, que
había sido Gobernador de la Provincia y era padre deljefe de los
conjurados. La razón principal de tales pugnas se hallaba en la
aplicación de las Leyes Nuevas, de 1542, cuya defensa asumía
el obispo contra los propietarios de Encomiendas, los cuales se
quejaban, como Remando de Contreras, de que "a los vecinos
les quitaban los repartimientos de indios que habían conquista-
do y ganado con su propia sangre" (Cfr. Marqués de Lozoya,
Vida del Segoviano Rodrigo de Contreras, p. 114). Y aquel ase-
sinato, a cuchilladas, seguido de saqueo de la casa del obispo,
estimuló tanto la conciencia mítica del pueblo nicaragüense
que, todavía en nuestro siglo, Arturo Aguilar ha descrito así la
muerte del mismo prelado: "Según declaración muy antigua
puso su mano en la charca de sangre que manchaba el suelo y
dicha señal se veía aún muchos años después, habiéndose con-
servado la sangre tan fresca como en el momento de la muerte"
(Reseña Histórica de la Diócesis de Nicaragua, p. 65).
Remando y Pedro de Contreras, con sus secuaces "piza-
rristas", embarcaron por asalto en El Realejo, después de que
algunos de ellos prendieron fuego a unos cuantos navíos, en ese
puerto y en el de Granada, como un rito cargado de simbolismo
primitivo. Porque, a veces, quemar las naves propias significa
Ir. MITOS DE LA HISTORIA 97

tomar una decisión extrema; pero quemar las ajenas es siempre


un acto de fe vandálica o, si se prefiere, de pura barbarie. Pero
aquÍ no vamos a seguir el hilo de los hechos ni de las fechorías
de los dos Contreras fuera de Nicaragua. Nos bastará anotar los
signos mágicos de esa triste aventura, como el de que los navíos
"Espíritu Santo" y "El Chile", capitaneados por Pedro -al que,
también ilusoriamente, habían nombrado "Almirante"- se
volvieron entonces casi míticos, como lo cuenta Alfonso Ar-
güello: "Fue enviada una pequeña escuadra al mando de Nico-
lás Zamorano en persecución de los dos navíos fantasmales que
frecuentemente eran vistos por los aterrorizados vecinos de la
costa a corta distancia de las mismas" (ob. cit., c. XIII, p. 152).
O bien, la propia desaparición de ambos fugitivos, como traga-
dos por la tierra, literalmente; desaparición sobre la cual se die-
ron distintas versiones, en un intento vano de explicar la magia
del hecho misterioso, como es el de "esfumarse". Así se ha
dicho que Remando se ahogó en una ciénaga (Aguilar) o que
fue devorado por un cocodrilo (Argüello).
El mismo Arturo Aguilar refiere que Remando de Contreras,
ya cometido el crimen en la persona del obispo, le envió de inme-
diato a Pedro, que aún se hallaba en Granada, el puñal ensangrenta-
do; detalle simbólico a todas luces, puesto que el puñal --como
advierte Cirlot- es un arma propicia para ser ocultada y, por lo
tanto, para la traición, o sea, un arma vergonzante; por lo cual ese
gesto de exhibirla es una forma de mitificarla. Y no digamos nada
del rojo de la sangre derramada; color que simboliza las pasiones
-las bajas y las nobles-, con todo su cortejo sangriento y sacrifi-
cal. De ahí que el envío del puñal homicida sea un signo de falso
triunfo, que es sólo un triunfo del mito, para aplacar la ira de los
demonios familiares o acaso disimular el abatido orgullo de una
familia. Por lo demás, con el asesinato de Fray Antonio Valdivieso
se redondea el mito, de León Viejo, porque la furia volcánica del
Momotombo ----que, según los vecinos de la ciudad, había causado
la destrucción de la misma- fue interpretada como castigo divino
por aquel crimen; con lo que nuestro León tomaba forma de ciudad
fantasma, pero sólo en virtud de ser primero una ciudad maldita.
De ese modo, asociando en un verso la muerte del obispo y el final
98 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

de León Viejo, resume el poeta el abandono histórico de aquella


capital de Nicaragua y, por consiguiente, su incorporación al mito:
"Pedrarias enterrado con todas sus banderas.
Después un Asesinato y un terremoto ... "
(Cardenal: El Estrecho Dudoso, p. 112)
Y por algo también Buitrago Matus ha presentado unidos los
dos hechos ---que, en realidad, están separados por un lapso de
sesenta años-, expresando la mítica vinculación de los mismos en
estos términos: "un hondo terror de miedo y espanto martirizaba
sin descanso el corazón de los leoneses, cual si vieran constante-
mente acercarse a ellos la figura ensangrentada del Obispo Valdi-
vieso exigiendo el cumplimiento de las Leyes que hicieron clavar
en su pecho el puñal del asesino. De ahí que, cuando cayeron
sobre los leoneses múltiples calamidades, y sobre todo, cuando el
Momotombo, volcán rebelde a la bendición divina levantaba
columnas de fuego y hacía temblar el suelo con sus retumbos
pavorosos; y las aguas del Xolotlán en grandes oleajes amenaza-
ban hundir en su seno a la ciudad, lo atribuían al sacrílego asesi-
nato del 16 de Febrero de 1550, y quisieron dejar el lugar... "
(León, La Sombra de Pedrarias, c. 1, p. 6). En efecto, el traslado de
la ciudad se hizo apenas a nueve leguas hacia el oeste. Los docu-
mentos oficiales y los testimonios de la época -sobre el éxodo
mismo o el actual emplazamiento-- sólo refieren, a simple vista,
que aquellos leoneses llevaron de un sitio a otro "el santísimo
sacramento e ynsignias e canpanas", así como "materiales para la
nueva ciudad"; pero también es cierto que nos dicen, sin proponér-
selo, que igualmente se trasladaron los mitos de León Viejo. Y con
éstos, recibían los venideros un estilo de ver la vida como dejándo-
se ver por la misma muerte; una tradición mágico-religiosa y, por
10 tanto, para ser vivida, pero vivida frente a lo que muere, y una
forma de muerte en común, que, paradójicamente, es un ejemplo
de cultura vital.
Pero no hay que olvidar que aquellos mitos fueron edifica-
dos en la ceniza, es decir, que son mitos con base histórica, la
cual siempre rebaja la consistencia mítica. Y, en este sentido, el
propio mito arquitectónico de una ciudad con "torres bajo el
n. MITOS DE LA HISTORIA 99

agua", tienen un punto de apoyo en el bajo nivel de vida nicara-


güense, y hasta en la misma sobriedad rural de nuestros núcleos
urbanos. Ya Ernesto La Orden observó lúcidamente "que León
de Nicaragua en el primer siglo de su existencia fue una ciudad
modestísima, construida solamente de ladrillo y de tierra, sin
ningún lujo arquitectónico, pero sus edificios tanto civiles
como eclesiásticos marcaron un modelo para las construccio-
nes posteriores de Nicaragua ... " (Catálogo Provisional del
Patrimonio Histórico-Artístico de Nicaragua, p. 79). Por eso,
en este mito de ciudad reconocernos 10 que ahora somos; ya que,
en alguna medida, la realidad de nuestro presente es asimismo
el mito de nuestro pasado. Y por eso también importa restaurar,
en su mayor pureza mitológica, nuestro fantasma de ciudad,
recitando corno un ensalmo los versos postrimeros de El Estre-
choDudoso:
"Allá lejos junto al lago de Momotombo
de cuando en cuando seguía bramando.
El agua seguía subiendo
y la ciudad maldita
con la mano de sangre en el muro todavía pintada
se iba hundiendo
y hundiendo
en el agua"
8. DOS FAMILIAS CARISMÁTICAS

S IEMPRE SE ha dicho que nuestro pueblo hace gracia de su


desgracia. Pareciera, en efecto, que los nicaragüenses inver-
timos los términos de la gracia, como si antes nos ocupásemos
de concederla que de recibirla. ¿Acaso no preferimos "caer en
gracia" --o hacerla-, que "estar en gracia" y ser de verdad gra-
ciosos? De ahí que el hombre de Nicaragua, no obstante su con-
dición de agricultor, casi nunca se fije en el mal tiempo, sino en
la buena cara. Porque seguramente nos importa, más que la rea-
lidad de las cosas, el aspecto de las mismas. Lo cierto es que
confundimos el cariz con el carisma. Y ya resulta sintomático el
hecho de que, precisamente, nuestras minorías selectas se ha-
yan alucinado con ese discutible movimiento inter-cristiano y,
desde luego, primitivista de los llamados "carismáticos".
La raíz griega de "carisma" se hinca solamente en la teolo-
gía, con la significación de gracia divina, de don extraordinario
del Espíritu, que abundaba en la Iglesia primitiva "para común
utilidad", como enseña la Epístola 1 a los fieles de Corinto (12,
7). Pero el mismo término, en su trasplante latino, adquiere ade-
más una extensión de sentido profano. Y en este ámbito natural
se hallarían las virtudes del caudillo, especialmente su "don de
mando", que, más que un "don de gentes", viene a ser una
"magia personal". Ello, desde luego, es un decir; pero, en el
pensamiento mítico, tal fuerza gravitatoria de la voluntad se
interpreta como una moción de origen sobrehumano. Es lo que
Max Weber, en sus Estructuras de Poder llamaba "carisma
político", esto es, un carisma adjetivado, al que se le atribuye,
sólo por relación, el concepto originario. Y el mismo autor
habló de otros tipos de carisma, como el "artístico", advirtiendo
al respecto: "Aquí emplearnos con sentido valorativo entera-
mente neutral el concepto de "carisma" (id., p. 79); lo cual equi-
vale a no reconocer la propiedad teológica del término, y a situar
102 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

el carisma rigurosamente sustantivo --que, casi con redundan-


cia, Weber llamó "religioso"- a la par de esos otros carismas
por ampliación de significado. Así, pues, con el calificativo de
"neutral", el pensador alemán no quiso decir "indiferente" cor-
no debería entenderse, sino todo lo contrario: "plurivalente".
Porque él también aplicó dicho adjetivo a la disciplina, añadien-
do que ésta, sin embargo, "está al servicio de cualquier poder
que la requiera y sepa cómo promoverla" (p. 86). Por consi-
guiente, todo carisma -concebido únicamente como "'neu-
tral"- pertenecía, en la mente de Max Weber a una sola "cate-
goría de estructura de poder". Aquí y ahora, en cambio, distin-
guimos categóricamente los carismas que suelen tomarse por
tales, de aquellas genuinas inspiraciones, a cuyo carácter sagra-
do conviene el vocablo con la mayor exactitud.
Haciendo gracia -literalmente- del carisma que es mate-
ria de fe cristiana, hay que precisar que también el de naturaleza
mítica se presenta como un depósito personal. Es posible, sin
embargo, que este carisma llegue a sucederse a sí mismo, es
decir, a establecerse con raíces de verdadera institución, siem-
pre que exista un caldo social donde los estados, las clases o los
estamentos sean más o menos impermeables, propiciando así la
sacralización de familias o de- castas. Un ejemplo de familias
míticas dominantes aparece en la epopeya narta, cuyo manan-
tial se remonta a los osetos, específicamente los septentrionales;
pueblo del linaje de los escitas, arraigado en el corazón del Cáu-
caso y lingüísticamente comprendido en el grupo iranio del
indoeuropeo. Georges Dumézil nos aclara, en su Mito y Epope-
ya, que el apelativo genérico de "narto", a pesar de sus oscila-
ciones etimológicas, puede traducirse como "héroe". De ese
modo, los nartos de la leyenda serían "Héroes fabulosos, gue-
rreros de tiempos muy antiguos, en los que el análisis interpre-
tativo ha revelado más de un rasgo mitológico" (ob. cit., t. 1, p.
432). Pues bien, en la epopeya referida emergen tres familias;
número que responde a la "ideología tripartita", cuya marca de
fuego se halla también en el mito de los orígenes de muchos
pueblos indoeuropeos. Y esas familias nartas "funcionales"
--que dice Dumézil- son la de los Boratae, caracterizada por
Il. MITOS DE LA HISTORIA 103

su riqueza; la de los Aexsaetaegkatae, encamación del heroÍs-


mo por antonomasia, que es el de la guerra, y la de los Alaega-
tae, cuyo poder estaba cimentado en el don de sabiduría.
Sirva ese precedente mitológico y épico para iniciamos en
los misterios del poder político de signo familiar que se ha dado
en Nicaragua. Porque, francamente, lo único que no es misterio
para nadie es que los nudos de nuestra historia no son los de un
tapiz, cuyo revés queda oculto a la contemplación admirativa,
sino los evidentes nudos de la madera de dos árboles genealógi-
cos. Sabemos que es un riesgo simplificar la realidad nicara-
güense; pero, en un estado de alerta intelectual, los nudos sólo
existen para ser desatados, que es, lógicamente, el paso de lo
complejo a lo simple. El hecho es que, entre nosotros, dos fami-
lias carismáticas han marcado el itinerario vital de la política
posterior a nuestra Independencia. Está claro que se alude a los
Sacasas y los Chamorros, cuyos linajes pueden reconocerse, al
estilo romano, como la familia Crisanta y la familia Pedrojoa-
quina; pero no por razón de los nombres de sus santos patronos
familiares, ni por los de sus primeros antepasados con raíces en
Nicaragua -don Francisco Sacasa o don Diego Chamarra-,
sino en virtud de los nombres más constantes entre los principa-
les dirigentes de aquellas dinastías de políticos. Los Chamorros
llegan a nuestra "tierra de promisión" entre 1729 y 1731; los
Sacasas; algo después. Aquéllos cimentan su fortuna en la agri-
cultura, y éstos, en el comercio. Los unos se distinguen por ser
inflexibles; los otros, en cambio, por su ductilidad. Los prime-
ros son granadinos y conservadores a machamartillo; mientras
que los segundos, originariamente conservadores y granadinos,
han sido luego los "patriarcas" de nuestro liberalismo leonés. El
caso es que ambas familias dan la imagen histórica por antono-
masia del paralelismo existencial de nuestro pueblo. Porque la
historia de Nicaragua es, en definitiva, una síntesis, como triun-
fo del mestizaje Es la armonía del angustioso ser o no ser nacio-
nal; la unificada proyección de dos ciudades rivales -León y
Granada-, el sólo reguero de pólvora de un tradicional biparti-
dismo político, y hasta una vía de agua para salvar la incomuni-
cación entre nuestros litorales atlántico y pacífico.
104 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Pero las vidas paralelas de aquellas dos familias tienen,


además, una quinta dimensión, que es la del mito. Y, ante la
galería de nuestros Presidentes de la República, resulta inevita-
ble pensar en un fenómeno de magnetismo familiar; ya que, en
la danza ritual de la política nicaragüense los electos suelen ser,
precisamente, los "elegidos", los miembros de las mismas fami-
lias carismáticas. ¿No es harto revelador el hecho de que, a par-
tir de Fruto Chamorro, primer presidente de Nicaragua en 1853,
cada una de nuestras generaciones históricas -salvo la del
nacimiento de Rubén Darío de 1867- haya visto gobernar a
hombres pertenecientes a esos linajes? Así, en el grupo genera-
cional de 1882, ocupa la Jefatura del Estado Pedro Joaquín Cha-
morro: en el de 1897, es electo Roberto Sacasa, después de
desempeñar las funciones ejecutivas como senador designado;
en la siguiente generación, que es la de 1912, sube al poder Emi-
liano Chamorro; luego, en la de 1927, gobierna por segunda vez
Emiliano, pero también Diego Manuel Chamorro y Juan Bau-
tista Sacasa, aunque el período de mando de éste se interne
igualmente en el grupo generacional de 1942, que es asimismo
testigo del efímero ejercicio presidencial de Benjamín Lacayo
Sacasa, por designación legislativa, y ya en las dos últimas
generaciones, las de 1957 y 1972, ejercen la presidencia de
aquella República, respectivamente, Luis y Anastasio Somoza,
que son Debayle Sacasa por línea materna.
Los propios Somozas acentuaron su "sacasismo" -tal vez
deliberadamente- por virtud de la endogamia, al casarse la
hermana mayor con Guillermo Sevilla Sacasa, y Anastasio, el
menor, con su prima hermana por la rama Debayle Sacasa; con
la excepción de Luis, que no precisaba reforzar su imagen natu-
ral de hombre moderado, cordial y, por lo mismo, de concordia,
de buen "ojo político", diestro en lo que aún entonces se llamaba
"trato social" y, a la vez, desconcertante y convincente, pero,
sobre todo, convencido de que la política no era un saber puro,
sino aplicado. Los Sacasas, pues, se definen por su pragmatis-
mo y sus muchos recursos políticos, que, paradójicamente, tie-
nen algo de prestidigitación.
¿Será casual, por ventura -por la buenaventura-, el
n. MITOS DE LA HISTORIA 105

hablar en español de "artes" mágicas y de "prácticas" de bruje-


ría? Y es aquí, en este "punto muerto" de la razón que es el mis-
terio, donde aquellas paralelas familiares dejan de serlo, para
integrarse en una misma figura mítica. En 10 que atañe al clan de
los Sacasas, ahí están las Reflexiones sobre la Historia de Nica-
ragua, de José Coronel Urtecho, en las cuales el autor, frente al
realismo historiográfico de José Dolores Gámez y de Chester
Zelaya Goodman, dedica cientos de páginas a la urbanidad y,
especialmente, "ocultismo" político de don Crisanto Sacasa
Parodi; a su tacto social y su táctica de "cortina de humo".
Según eso, el primer don Crisanto parecía fomentar el misterio
en tomo a los acontecimientos de los que él era protagonista,
como la proclamación granadina del Imperio de Iturbide; y, de
ese modo, también alimentaba su propio carisma, que habría de
culminar con un destino de sangre. La verdad es que don Crisan-
to, como casi todos los de su estirpe, tenía de "El Discreto", de
Gracián, aquella mágica virtud "de dorar el no, de suerte que se
estime más que un sí desazonado". Una notable excepción, al
respecto, era la de su hijo Don José Sacasa, "El Pepe", quien no
tuvo esa vocación de alquimista del modo de hablar, porque
tampoco la tenía del modo de ser. Supo crearse, por el contrario,
un halo de "enfant terrible" de las Cortes de Cádiz. y no diga-
mos nada del cariz mitológico que le dio algún historiador cen-
troamericano, presentándole como artífice de una "independen-
cia moral" de Centroamérica, la cual se había anticipado siete
meses a nuestra verdadera Independencia.
Por su parte, los Chamorros son hombres de pasión; pero
apasionados por los principios, y no por aquellos fines que justi-
fican los medios. Su arquetipo del estadista puede reflejarse en
esta frase radical de don Pedro Joaquín Chamorro Alfaro, citada
por Esteban Escobar: "en política no debe tomarse en cuenta la
calidad de las personas, sino que debe atenderse al manda-
miento de los principios" (Biografía ... , p. 318). Y ese hombre de
principios llevados a rajatabla, que fue don Pedro Joaquín, apa-
recía a los ojos de sus contemporáneos como "un profesor de
Energía"; de energía y, por supuesto, de patriotismo, que, en el
orden humano, era el más inamovible -si cabe- de sus princi-
106 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

pios. La viva imagen, pues, que de él nos transmitieron Ansel-


mo H. Rivas o Jerónimo Pérez es la de un hombre enérgico "en
grado heroico", hasta en el tono de su voz y en sus ademanes,
según las circunstancias. Pero "el brujo" de la familia Chamorro
ha sido Emiliano; verdadero "hombre invisible", como nuestro
Cadejo mitológico. La voz del pueblo llegó a decir que el gene-
ral Emiliano Chamorro -y valga la tradición de nuestra familia
materna, emparentada con él a través del matrimonio- regre-
saba de la línea de fuego con la ropa agujereada y la carne ilesa,
porque había la creencia de que las balas se enfriaban antes de
tocar su cuerpo, quedando el plomo, "hecho tortilla", alojado en
los bolsillos de su chaqueta. ¿Estimulaba esas leyendas el pro-
pio Emiliano, sacándose de la manga proyectiles machacados?
Nadie podría asegurarlo; pero es indudable que el aire silencio-
so de aquel caudillo ~uyos ojos entrecerrados le espesaban el
misterio-, su estela de hombre que "se las sabía todas" y, desde
luego, su ruralismo de vocación, no eran ajenos a la conciencia
mítica de los nicaragüenses.
Todo carisma es una carga de legitimidad. Porque el poder
carismático se legitima a sí mismo, en virtud -digámoslo así-
de su naturaleza sobrenatural. Se trata, por consiguiente, de una
legitimidad de origen; pero también de destino, por aquello de
la predestinación. Y el carisma tiene, además, otra forma de
legitimarse, que es la de los signos. Un poder carismático que
carece de signos, no posee ninguna significación. De ahí que el
poder político, que, literalmente, "vive pendiente" de la legiti-
midad, se halle tentado con frecuencia por el carisma y, sobre
todo, por sus signos o señales. Pues bien, el santo y seña de don
Fruto Chamorro era, precisamente, "Legitimidad o Muerte".
Ante la amenaza de la anarquía, don Fruto identificaba la legiti-
midad política con la vida. No es extraño, por tanto, que la
muerte de otro Chamorro haya sido la espoleta de una revolu-
ción. Y sólo así cobra pleno significado el destino del hombre
carismático, o sea, por la magia de los signos. En realidad, las
circunstancias del asesinato de Pedro Joaquín Chamorro Carde-
nal han quedado nebulosas; sin embargo, la voz coral de nuestro
pueblo afirma rotundamente que fue un crimen político. El caso
II. MITOS DE LA HISTORIA 107

es que la fe mítica necesita el heroísmo, cuya revelación más


ejemplar es una muerte heroica. Y, por lo visto, cabe sospechar
que la revolución nicaragüense de 1979 no ha hecho desapare-
cer el esquema histórico de un paralelismo familiar que, al pare-
cer, sale reforzado en su dimensión carismática. Lo verdadera-
mente peculiar, en Nicaragua, es esa condición hereditaria del
carisma. Una "señal" de historia sagrada se ha vuelto, allí, de
historia genética, y al revés. De cualquier modo, se trata de la
historia que tenemos o, al menos, de la más característica, por la
sencilla razón de que el carisma "imprime carácter". En los
Chamorros, la "marca" hereditaria se remonta al mismo don
Fruto, primer Presidente nicaragüense. Y no es una invención
nuestra, sino algo que declara su propia familia. He aquí el testi-
monio del historiador Pedro Joaquín Chamorro Zelaya, en su
obra Fruto Chamarra: "En el desarrollo de los estados siempre
hay transformaciones iniciadas o llevadas a cabo por persona-
jes que traen desde la cuna los caracteres necesarios de su
misión ... Fruto Chamarra fue el hombre escogido por la Provi-
dencia para oponerse a esos males ... " (1, 1). Y el prologuista del
libro, Carlos Cuadra Pasos -cuya autoridad no sufre mengua
por el hecho de ser pariente político del autor-, abunda en las
mismas apreciaciones: "ha sido dibujada lafigura de don Fruto
como uno de esos predestinados históricos por designios de la
Providencia, para caracterizar una época en los anales de una
nación." Cuadra Pasos añade que, al personaje biografiado, "de
una manera impalpable le tira el hilo mágico de la sangre", que
aquí resulta un hilo, precisamente, "mágico". A decir verdad, la
política se ha tomado entre nosotros, por arte de magia, como si
fuese una cosa familiar. Y así, en el citado prólogo, se hace notar
que el historiador "Explica cómo desde la administración de
unafamilia va penetrando (Fruto Chamarra) en el caos políti-
co y social de Nicaragua. "
En todas las llamadas "familias principales" nicaragüen-
ses, el peso específico es la tradicional "conciencia de criollo" o
de hijo de españoles nacido en aquella tierra cuando aún se ges-
taba nuestra nacionalidad. Y conste que, al hablar de "concien-
cia", nos referimos a un criollo "de espíritu" o, más concreta-
108 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

mente, a una manera de entender la vida. De ahí el prestigio que


tiene entre nosotros el europeo, en general, quien fácilmente se
incorpora a ese grupo social o "sociedad" por excelencia, a tra-
vés del matrimonio, sobre todo, De ahí también la costumbre de
llamar "indio" --{), si se prefiere, "indito"- a nuestro campesi-
no, a pesar del mestizaje característico del pueblo de Nicaragua;
lo cual indica, a su vez, que, en la actualidad, la condición social
del nicaragüense no obedece propiamente a un principio racial,
sino, más bien, a modos de ser. Por lo demás, en aquellas fami-
lias relevantes se dan también los rasgos del mestizo, y es fre-
cuente, en las mismas, el reconocimiento de bastardos, que en
más de una ocasión han tenido en sus manos el poder familiar y
hasta la Presidencia de la República.
Tampoco resulta determinante, en nuestra jerarquía de
valores sociales, el grado de cultura -si exceptuamos el pavo-
roso analfabetismo, que no es, exactamente, un "grado", sino el
cero absoluto-; ya que, hasta muy entrado el presente siglo,
sólo pocos miembros de dichas "familias principales" hacían
estudios superiores. Pero hay aún más: en nuestra historia inde-
pendiente, casi todos los generales ilustres no han sido militares
de profesión, sino que obtuvieron tal rango por sus hazañas en
guerras civiles. Significativamente, allí se conoce por "culto" al
que sólo es "educado" respondiendo seguramente al mismo
principio que hemos denominado "conciencia de criollo", y que
supone una típica forma de convivencia. Por algo, asimismo,
suele llamarse popularmente "doctor" a cualquier nicaragüense
de aspecto distinguido; en cambio, de quien pierde el respeto
social se dice que "busca el monte" ("La que se ha de perder,
desde chiquita busca el monte"), no obstante el hecho de ser
Nicaragua, por definición, un país rural, donde el círculo de
"notables" alterna la vida urbana con las actividades agrícolas.
A causa de ello, precisamente, surgió nuestra "casa-hacienda",
como una prolongación de la casa hogareña y ciudadana. En
efecto, la "casa-hacienda" nicaragüense es una verdadera insti-
tución civilizadora.
Pero estábamos en eso de que el nivel de cultura no ha
influido decisivamente en la distribución jerárquica de la socie-
Il. MITOS DE LA HISTORIA 109

dad de Nicaragua; sociedad todavía provinciana, en la que


incluso el profesionalismo "liberal" de las últimas décadas sólo
ha propiciado el "acomodo" de personas o grupos familiares
modestos, pero no su ascenso a otra "posición" social, en el sen-
tido clásico de las clases. Y esto, sin duda, se ilumina en la
siguiente declaración del personaje Narciso -biznieto de ita-
liano e impenitente "clubman"-, que modeló Coronel Urtecho
en una "noveleta" del mismo nombre: "¡Doctor, doctor! ¡Qué
horrible! ¿De dónde saca Fonteclara que un título semejante
pueda manchar la pureza de mi nombre? ¿No sospecha qué el
profesionalismo mercenario repugna a mi independencia de
amateur, a mi elegancia de diletante?". Se pensará que esa men-
talidad es quizá la del propio narrador y, por ende, la de muchos
escritores y artistas; pero el pueblo nicaragüense obedece a un
atavismo comercial, como que nuestros reducidos núcleos ur-
banos gravitan en la plaza del mercado. Y ello resulta admisible,
siempre que el análisis de aquella sociedad no se adapte a figu-
ras socio-económicas preconcebidas, sino todo lo contrario. Lo
cual quiere decir que, ante una sociedad casi pre-industrial,
como la nicaragüense --donde no se habla para nada de "facto-
rías" y poco, de "fábricas", pero sí mucho aún de "beneficios" y
de "ingenios"-, no puede ser primordial un esquema ideológi-
co lanzado a modo de máquina de guerra contra el Capitalismo,
con mayúscula.
No se crea, pues, que los grupos sociales de Nicaragua
están "determinados principal pero no exclusivamente por su
lugar en el proceso de producción, es decir, en la esfera econó-
mica"; dicho con palabras de Nicos Pulantzas, al definir las
"clases" (Las Clases Sociales en el Capitalismo Actual, pp. 12 Y
13). Hay que reconocer, desde luego, que el factor eeanómico
interviene, más que el racial o el estrictamenté cultural, en la
definición de las categorías de aquella comunidad nacional;
pero nunca en primer término, ni en igual medida que la viven-
cia histórica -hecha de ejemplos, estilos, costumbres y hasta
prejuicios-; verdadero ángulo de nuestra perspectiva existen-
cial, cuya mayor o menor apertura, en un país de acusada orali-
dad, se tiene, antes que nada, por tradición familiar. Lleva
110 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

razón, pues, Julián Marias cuando observa que "los hombres se


instalan en figuras o estilos de vida, sólo en parte condiciona-
dos por la riqueza, y la sociedad se articula funcionalmente en
vista de esos estilos... " (La Estructura Social, p. 242). Y basta
recordar la pasión de los Chamarras por los "principios" o la
"urbanidad" de los Sacasas, para saber que se trata de "criollos
de espíritu", que han servido de punto de referencia -si no de
metro o unidad- en nuestra organización social; puesto que
allí jamás tuvimos una "nobleza criolla", como en Guatemala,
ni hubo en rigor una sensibilidad de "clase media" sino hasta los
años cuarenta de nuestro siglo.
Ya hemos visto, en relación con los Sacasas y los Chama-
rras, cómo el propio factor mágico-religioso determina, mejor
que la situación económica, el grupo social al que ellos pertene-
cen. Además, todas nuestras "familias principales" tienen ra-
mas que no son "pudientes", en el sentido de la economía, pero
sí con poder de "notables". Hay, sin embargo, un refrán nicara-
güense que parece dar primacía al dinero en el reparto de la con-
dición social y, por supuesto, en la definición de los órdenes de
aquella sociedad. Pues bien, cuando nuestro pueblo dice: "El
que tiene plata, platica", no cabe duda de que usa el verbo "plati-
car" en su matiz económico de estar "en pláticas" (o "en tratos")
para realizar un negocio. Lo cual significa que, en Nicaragua,
también al simplemente "enriquecido" se le da la palabra -voz
y voto-- en cualquier operación lucrativa de "criollos a con-
ciencia"; pero eso no implica que se le acepte como contertulio
de club. Es admitido, por tanto, en el negocio, y no en el ocio de
"los ricos", que curiosamente son, en muchos casos, asalaria-
dos. Se trata, en fin de cuentas, de una "relación diferencial" de
expresiones colectivas del ser nicaragüense o, si se quiere, de
farolas vitales de la tradición nacional.
Así se explica que, en Nicaragua, los estamentos políticos
coincidan con los estamentos sociales, y de ahí la índole patriar-
cal de nuestro Estado, que ha sido apenas "padrazo", cuando no
"padrastro", o sea, una estructura política siempre vulnerable
por su parcialidad, entendida ésta como nepotismo. Pero lo que
se opone de veras a lo "parcial" no es la imparcialidad, sino lo
II. MITOS DE LA HISTORIA 111

"totalitario". Y, por todos los indicios, sólo el resultado de ese


forcejeo decidirá el futuro de la nueva revolución nicaragüense.
Por ahora, 10 cierto es que "lafuerza del grupo social-según
escribe Jacques Heers- compensa la debilidad del Estado" (El
Clan Familiar en la Edad Media, p. 14). Pero, además, entre
nosotros es posible la paradoja de que la fuerza mítica del Esta-
do --como diría Cassirer- sirva para compensar, a su vez, la
división política de nuestro grupo social prominente. Porque
allí la lucha por el poder político se ha dado, más que como un
bipartidismo de güelfos y gibelinos, como trágica rivalidad de
Montescos y Capuletos.
-- •
.....
~
- =- .....
9. "SIETE PAÑUELOS",
¿MITO DE BERNABÉ SOMOZA?

E L SOLO nombre de "Siete Pañuelos" está cargado de reso-


nancias míticas, porque el número siete, como se sabe, es el
modelo espacio-temporal, vale decir, las tres dimensiones y sus
contrarios, más el centro; los cuales corresponden a su vez, a los
días de la semana. Siete eran, asimismo, los antiguos planetas
mitológicos, que regían el curso de las vidas humanas. El septe-
nario simboliza, pues, la conjunción de cielo y tierra; pero, ade-
más, la transformación, por la cuenta periódica de las fases
lunares, y conforme la misma idea astrobiológica. En efecto, el
apodo del bandolero nicaragüense "Siete Pañuelos" tenía que
calar hondo en la fe mágica de nuestro pueblo, que aún lo escu-
cha como si oyese mencionar al demonio, o al mismísimo dra-
gón de las siete cabezas; de igual manera que suena en los oídos
chinos el zorro de siete colas.
La verdad es que todas las fechorías de nuestro legendario
forajido, acaso ya desde fines de 1845, se volvieron pañuelos o
sea, verdaderos "paños de lágrimas" para los habitantes del nor-
te de Nicaragua. El malhechor, en cambio, agitaba sus pañuelos
como banderas de victoria, hasta que ellO de marzo del año
siguiente las tropas del Directorio derrotaron, al parecer defini-
tivamente, al propio "Siete Pañuelos" y a sus secuaces. El caso
es que bastaron unos meses de vandalismo para que tal indivi-
duo quedase en la conciencia popular como la sola encamación
de los siete pecados capitales. Y no puede asegurarse que el ban-
dido muriese en aquella ocasión. Es claro que oficialmente se le
dio por muerto; pero su mito maléfico seguiría viviendo en el
medio social nicaragüense, donde los mitos tienen siete vidas,
como los gatos. De ahí que todos los bandidos de la época,
cuyos nombres han sido casi olvidados, como los de Juan Gón-
gora y el Chato Lara, se resumieran en "Siete Pañuelos", a quien
114 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

se le achacaban los crímenes ajenos, como si los suyos propios


no eran ya suficientes. Por eso aquel forajido es el símbolo triste
de los quince años de anarquía que vivió nuestro pueblo entre
1838 y 1851.
"Siete Pañuelos" efectuaba sus tropelías, sobre todo, en la
región montañosa de Las Segovias. Estaba, pues, "enmontaña-
do", literalmente, y había decidido hacer la guerra por su cuenta
-la guerra sucia del bandolerismo--, puesto que en un princi-
pio formaba parte de movimientos revolucionarios de signo
liberal y agrarista, cuyos caudillos fueron el coronel José María
Valle, alias "El Chelón", y Bemabé Somoza Martínez, "liberal
de grande importancia para el partido", según Ortega Aranci-
bia, historiador coetáneo de los hechos. Fuera de toda ley huma-
na o divina, el bandolero resultaba escurridizo en aquella zona
de Nicaragua, como que sus pañuelos parecían de ilusionista;
pero, cuando bajaba de la montaña para saquear las poblacio-
nes, eran "los siete contra Tebas", cometiendo verdaderos
"atropellos --como escribe Chamorro Zelaya-;fríos asesina-
tos, aún de tiernos niños, robos de toda clase de intereses, sin
exceptuar los bienes del culto, violación de doncellas ... " (Fruto
Chamorro, c. VI, p.91).
No se trataba por consiguiente, de un bandolero romántico,
sino de un desalmado, o de una mala hierba que se oculta, como
trágico sino, en el alma de nuestra historia. De ese modo se
explican los brotes de anarquía posteriores, tan frecuentes en la
vida de. Nicaragua; así como se explica la leyenda del mismo
malhechor. Porque "Siete Pañuelos" se escapa de la historia,
hasta casi volverse invisible, o sea, un puro sobrenombre míti-
co. y es así cómo el verdadero nombre de aquel bandido se
escurre de los puntos de la pluma de los historiadores nicara-
güenses; ya que Orlando Cuadra Downing, siguiendo a Tomás
Ayón, le llama Trinidad Gallardo, mientras que Pedro Joaquín
Chamorro Zelaya nos habló de Natividad, como alguna vez le
nombra el Registro Oficial, citado por el propio Pedro Joaquín.
La realidad histórica, ciertamente, se rompe en Nicaragua por
este mito de "Siete pañuelos", y no exactamente a causa de que
las roturas mismas sean ''un siete", sino porque la imagen del
Il. MITOS DE LA HISTORIA 115

bandolero -imagen proverbial entre nosotros- se ha refugia-


do en la magia de 10 desconocido, en esa "guaca" funeraria de la
que salen los fantasmas, por aquello de los "siete pies de tierra"
(o "siete cuartas"); ya que por algo la "guaca", de origen que-
chua, es voz corriente en Nicaragua, con el significado de lugar
oculto, es decir, de escondrijo bajo tierra o vaso de ultratumba.
Ahí está nuestra danza del esquelético Toro-guaco, al que el
pueblo nicaragüense, llamándolo "Toro-guaco", ha dado un
aire ocultista y, por ello, relacionado con los mitos de la muerte.
Por 10 demás, resulta significativo que en las pirámides de
Mocha, precisamente en la guaca (o "huaca") del sol indígena
peruano, se cuenten siete gradas, siete peldaños rituales.
Pero el mote cabalístico de aquel forajido no sólo encubrió
los crímenes de otros malvados que, aprovechando el mito de
"Siete Pañuelos", lograron la impunidad a la sombra de éste;
sino que el mismo serviría también de máquina de guerra o de
arma arrojadiza en la lucha política de Timbucos y Calandracas,
como se conocía entonces a nuestros partidos de filiación con-
servadora y de tinte liberal, respectivamente. El caso es .que las
historias partidistas "le echaron el muerto" de las correrías de
"Siete Pañuelos" al jefe revolucionario Bernabé Somoza, libe-
ral centroamericanista o morazánico, y "verdadero enemigo del
gobierno existente", dicho con palabras de José Dolores Gá-
mezo De ahí que tales atribuciones tendenciosas --que deben
calificarse, al menos, de falsificación histórica- arraigaran en
la conciencia mítica de nuestro pueblo en forma de confusión
entre aquellos dos personajes, hasta el punto de fundirlos en uno
solo. Así Bernabé Somoza participó de un mito que era el más
alejado, en realidad, de su estampa "caballeresca". El mito,
pues, de un facineroso nos hizo perder de vista quizá la única
imagen nicaragüense que la verdad histórica presenta como
tocada por la fantasía de la épica medieval. Pero aquí no se trata
de refutar los mitos -empeño parecido al de la caza de bru-
jas-, sino de perfilarlos, en 10 posible, deslindando su verdad
poética de la veracidad prosaica de nuestra historia. Y sólo por
eso hay que hacer notar que trece días después - j exactamente
13!- de que el Director Supremo, don José León Sandoval,
116 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

comunicara al país la aniquilación de "Siete Pañuelos" y su ban-


da, Bemabé Somoza tomaba sin resistencia la ciudad de El Vie-
jo, iniciando así, el 23 de marzo de 1846, su principal ofensiva
revolucionaria.
Dos son los trabajos monográficos dedicados a fijar históri-
camente la figura de Bemabé Somoza, aunque el primero de los
mismos, de Hildebrando A. Castellón, sólo pueda considerarse
como intento, en lo que no tiene de panegírico. El más reciente,
en cambio, de Orlando Cuadra Downing, es notable por su
ecuanimidad y por su cauteloso manejo de las fuentes. El autor
lo subtitula "Vida y Muerte de un Hombre de Acción", con lo
cual nos indica que va derechamente al curso de los hechos, y a
atar los cabos mismos del desborde vital de un "hombre históri-
co", de ese nicaragüense de acción y de pasión que era Bernabé
Somoza. Cuadra Downing recorta al personaje sobre un fondo
de historia; nosotros, al revés, lo destacamos en un contorno
mítico. El Bernabé de aquél, por consiguiente, es una auténtica
resurrección; el nuestro, por su parte, una recreación en el ori-
gen: aquélla en que consiste todo mito. Porque Somoza tuvo su
mito propio, genuino y original; no el que se le endosó de "Siete
Pañuelos", el cual le sienta como un disfraz y no como la sola
encamación de un símbolo. Pero, además, tenía que venirle
pequeño, porque a Somoza, en vida, le llamaban "El Somozón",
debido a su corpulencia y también, seguramente, a su estatura
mítica; ya que toda realidad mitificada comienza por parecer de
tamaño "heroico".
El Bernabé Somoza histórico fue, por línea paterna, nieto
de españoles, hijo de la ciudad de Jinotepe y hermano de padre
del poeta granadino Juan Iribarren. El Somoza mítico, a su vez,
era hijo de su coraje, su fuerza fisica y su destreza en el manejo
de las armas del caballero: la lanza y la espada. Era un hombre
de duelos y torneos, cantor y galanteador, jinete consumado
que, cabalgando en un "Relámpago" -así era el nombre de una
de sus cabalgaduras-, cazaba tigres y se ganaba la admiración
de todos. Arancibia nos dice que, en Jinotepe, los Somoza,
como los Mora, "eran esgrimistas notables", y que Bernabé,
concretamente, "tenía una fuerza muscular prodigiosa, adqui-
n. MITOS DE LA HISTORIA 117

rida en ejercicios gimnásticos y al que ponía encima su pujante


brazo, quedaba fuera de combate" (Nicaragua. Cuarenta Años,
pp. 61 Y62). El mismo historiador, testigo de la época, describe
a Somoza, ya de oficial en el ejército morazanista, en 1844,
como si se tratara del héroe de un libro de caballerías (Id., p. 64).
Por eso el propio Cuadra Downing, que no pretende hacer mito-
logía, no duda en oonfesas que así "se fue forjando la leyenda
del héroe y del hombre de acción, aureola de leyenda que exal-
taba su valor temerario, puesto mil veces a prueba ... " (Bernabé
Somoza, p. 24).
He allí, pues, la sola figura "gótica" de toda nuestra vida
independiente, porque el mito de Somoza, antes que olor a pól-
vora, tiene brillo de acero. Y esa figura evoca -como apunta
Squier- al caballero de la Conquista, que era, sin duda, medie-
val a ultranza. Pero, en el orden mítico, es fácil remontarse de lo
caballeresco a lo típicamente heroico, en sentido greco-latino.
Lo cierto es que en Bemabé no se daban ni por asomo, aquellos
siete pañuelos de nuestro Romanticismo, y sí los doce trabajos
del heroísmo clásico. Estamos, en efecto, ante una imagen míti-
ca de la caballería, pero también con rasgos mitológicos del
mundo antiguo. Ya los seis años de vida pública de nuestro per-
sonaje --que terminaron con su ejecución cuando él apenas
tenía treinta y cuatro de edad-, por sí solos dibujan la estampa
ideal de quienes mueren jóvenes: esa envidiable estampa que
celebró Menandro. Y no digamos nada del hecho mágico -no
obstante su absoluto rigor histórico-- que refiere Cuadra Dow-
ning, hablándonos de aquel fusilamiento y como una prueba
más de lo que él mismo llama "tintes de mártir" de Bemabé: "Su
cadáver con un dogal al cuello fue colgado en la plaza de Rivas,
en la esquina del predio de la casa, que es hoy de la viuda de
Don Joaquín Reina, esquina en la que nadie, aún en nuestros
días, construyó habitación alguna por considerar que el sitio
había sido execrado por un acto de lesa humanidad" (Id., p.
112).
Pero a Bemabé Somoza, más que la injusticia, le había con-
denado a muerte su carisma, el mesianismo suyo que ponía en
pie de guerra a los barrios indígenas, despertando incontables
118 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

adhesiones a la causa liberal, unionista y agraria. Y el carácter


popular de su rebelión se pone de manifiesto en un testimonio
del general Isidro Urtecho, que reproduce integro Chamorro
Zelaya, con distinto propósito, en su obra citada (p. 152):
"Aquella ráfaga de tempestad no puede llamarse propiamente
revolución ... Aquello fue un alzamiento repentino de masas, un
desbordamiento de barrios contra centros de poblaciones,
localizado solamente en Granada y Rivas... " Pues bien, ¿qué
entendería por "revolución" el general Urtecho? Lo cierto es
que Bernabé, en las jornadas de 1"849, había establecido su cuar-
tel general en San Jorge, con lo cual podía tener en jaque al pro-
pio corazón de la oligarquía granadina. Todo ello afectaba la
hegemonía y los intereses conservadores; y de ahí que surgiera
la leyenda negra de Bernabé Somoza y, con ésta, la substitución
de su mito auténtico por el más estrecho de "Siete Pañuelos". En
efecto, los primeros nubarrones de esa leyenda salieron de las
proclamas y los comunicados oficiales. "El Boletín Oficial
informaba -dice el mismo Chamorro- que Somoza había
matado a todos los heridos, saqueando hasta los templos que
privó de sus vasos sagrados; que estaba a punto de acabar por el
incendio con el resto de la ciudad; que había exhumado el cadá-
ver del Capitán Martínez, y 10 había arrastrado desnudo por las
calles, luego lo colgó de un poste y finalmente lo quemó en la
plaza" (Ob. cit., p. 153). ¿Acaso no resultan intercambiables
esta descripción de horrores y aquella otra del autor relativa a
"Siete Pañuelos", en la que hablaba de "robos de toda clase de
intereses, sin exceptuar los bienes del culto"?
Pero aquí no deslindamos dos historias, sino dos mitos, y,
por lo tanto, no se trata de argumentar en favor de los pecados
mortales de Bernabé Somoza --que los tuvo, naturalmente-
ni, mucho menos, de abultar la culpa de los "timbucos" --que,
desde luego, la hubo- en la invención de la referida leyenda
negra. Porque, si pretendiéramos otra cosa, tendríamos que
hacer notar, por ejemplo, que, en lo que atañe a los asesinatos
alevosos de don Bernardo Venerio y don Sebastián Saborlo
-en El Viejo y en Chinandega, respectivamente-, quienes se
los atribuyen a Bernabé suelen aducir una "proclama" del
II. MITOS DE LA HISTORIA 119

Director Supremo señor Sandoval, o sea, un documento político


--que comúnmente supone intencionalidad del mismo género y
hasta connotación persuasiva-; mientras que los que acusan al
Chato Lara, aquel malhechor ya mencionado, han recurrido a lo
que testifica Ortega Arancibia, en la página 121 de sus Cuaren-
ta Años, es decir, a la autoridad de un historiador que vivió los
acontecimientos. Y cabría, por supuesto, añadir que no vale
como prueba contra Somoza lo que dice Squier, porque éste lle-
gó a Nicaragua tres años después de ocurridos, aquellos críme-
nes.
Además, la historia nos revela que Bernabé Somoza fue
hombre de singular sensibilidad no sólo para la música, sino
también para las letras. Uno de sus autores predilectos era
Rousseau, y en él fortalecía su credo liberal. Se sabe igualmente
que Bernabé, cuando residía en León en 1844 y principios del
año siguiente, era contertulio --con José María Valle y otros
centroamericanistas- de doña Bernarda Sarmiento Darío, la
tía abuela de Rubén, en su casa de Las Cuatro Esquinas, en la
Calle Real. Muchos años después, el propio poeta describiría
esas tradicionales reuniones presididas por doña Bernarda, yen
las que Somoza había lucido su buen trato y su amena conversa-
ción: "Por las noches -escribe Darío- había tertulia en la
puerta de la calle, una calle mal empedrada de redondos y pun-
tiagudos cantos. Llegaban hombres de política y se hablaba de
revoluciones. La señora me acariciaba en su regazo. La conver-
sación y la noche cerraban mis párpados. Pasaba el vendedor de
arena ... Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el ruedo de
la maternal falda, como un gozquejo" (Autobiografia, c. 2).
Ortega Arancibia, por su parte, luego de mencionar a Bernabé y
demás concurrentes, destaca la categoría de aquellas veladas:
"La casa en que había esta tertulia, no sólo servía de recreo,
sino también de centro político. La dueña era señora de talento
y estaba en contacto con el pueblo y con las personas del mundo
político" (ob. cit., pp. 69 y 70).
La leyenda negra, sin embargo, nos habla del "bárbaro Ber-
nabé Sornoza", como se le llamaba en la Gaceta del Gobierno,
en un documento fechado el19 de junio de 1849, y que transcri-
120 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

be Squier (Nicaragua, sus Gentes y Paisajes; c. V. pp. 114-


117). Esa misma leyenda nos dice que el rebelde se había puesto
al servicio del imperialismo británico. Ahora bien, Pedro Joa-
quín Chamorro hace, al respecto, una pura insinuación que no
llega a ser argumento: "Por lo menos estaba patente la sospe-
chosa coincidencia de que su terrible facción debilitaba a Nica-
ragua en el preciso momento en que los ingleses le usurpaban
parte de su territorio" (Ob. cit., e. VIII, p. 150). Pero Squier, el
diplomático, nos cuenta algo que él tenía por qué saber, y que
contradice tal conjetura. Y estas son sus palabras que se ajustan
al hecho, sin que puedan distraemos los comentarios que dedica
el mismo: "desde el comienzo de sus operaciones envió (Somo-
za) un mensajero a nuestro cónsul con una carta plena de mani-
festaciones de buena voluntad, y expresando además en ella
que, después de regular el gobierno marcharía sobre San Juan
del Norte a expulsar de allí a los ladrones ingleses" (p. 112).
A decir verdad, lo objetivo en Squier no tiene precio; ya
que muestra una excelente memoria "fotográfica". Sin embar-
go, entre sus juicios -especialmente en el asunto de Somoza-
hay para todos los gustos. Ello quizá pueda explicarse por su
condición de diplomático norteamericano, o bien porque conta-
ba apenas veintiocho años cuando llegó a Nicaragua, aunque su
libro saliera a la luz algo más tarde. El caso es que él confiesa,
con entusiasmo juvenil: "Al igual que las riendas de mi fantasía
iban sueltas las de mi caballo que, siendo el de más rápido
paso, me había alejado un poco de mis compañeros. De pronto,
al quebrar un recodo, topé con un grupo de hombres armados ...
El que parecía jefe salió alfrente cerrándonos el paso al tiempo
que gritaba: "¿Quién vive?" Tratábase de un oficial de las
fuerzas del gobierno ... Yo, ilusionado, me había olido ya una
aventura, y hasta abrigué la esperanza de que su jefe no fuese
otro que el propio Somoza. Aquello fue, pues, un desencanto ... "
(pp. 108 Y 109). En otra parte, Squier se refiere a su primera
noche granadina, revelando hasta qué punto le había impresio-
nado la imagen de Bemabé, a través de la imaginación de nues-
tro pueblo. "Cuarenta noches en camarotes cerrados y estre-
chos, en hamacas, y sobre cajones y baúles, nos autorizaban a
n. MITOS DE LA HISTORIA 121

gozar alfin de las deliciosamente frescas y, nítidamente limpias


camas que esa noche nos invitaron a conciliar el sueño. Me
apropié de una sin ninguna ceremonia, y en menos de lo que
canta un gallo me eché a dormir soñando con Somoza ... " (c. IV,
p.92).
Las citas anteriores son sabrosas y, sobre todo, necesarias
para dejar muy clara la buena fe de su autor y, además, entender
cómo, en su obra, es posible encontrar una buena dosis de la
mitología nicaragüense o, más concretamente, el modo en que
ese libro ha servido para ilustrar, a un tiempo, la leyenda dorada
y la leyenda negra de Bemabé Somoza. Incluso podría decirse
que la leyenda negra, en Squier, es consciente de si misma. Así,
hablando del asalto de Somoza a la ciudad de Rivas, aquel viaje-
ro escribe: "Según los relatos que de su acción oímos, la ciudad
entera fue incendiada y sus habitantes asesinados inmisericor-
demente, sin respeto a edad ni sexo. Tales noticias sin embargo,
así como las referentes al número de sus secuaces, resultaron
ser burdas exageraciones ... " (p. 84). La leyenda dorada, por el
contrario, parece contar con el auxilio del arrebato y la fantasía
del escritor, inspirado por el demonio de la aventura, en benefi-
cio de su estilo literario. Porque el mito genuino de Bemabé
Somoza tampoco sirve de alegato histórico en pro de aquel
rebelde; pero sí como contraste del espíritu creador de nuestro
pueblo y, desde luego, del valor de aquello que no ha enriqueci-
do dicho mito, y que se usó para despoetizarlo, atribuyéndole
los caracteres de un mito en absoluto negativo. Esto equivale a
traicionar la obra de la conciencia mágica popular, es decir, a
burlar por sistema esa misma conciencia, con el mero artificio
("deus ex machina") de aquella propaganda que maneja las
imágenes públicas o los códigos propios del inconsciente colec-
tivo. Pero el estudio de tal fenómeno nos situaría en la frontera
donde se tocan los mitos y lo que ahora se conoce como produc-
to publicitario. De ahí que nos limitemos, en la leyenda de Ber-
nabé, a subrayar el hecho de que una tradición manipulada se
vuelve una traición: una traición a la cria.tura mítica, que, para-
dójicamente, requiere ser traicionada en su destino mismo, lo
cual tiene Guiraud por "uno de los temas mayores de toda la lite-
122 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

ratura épica" (La Semiología, p. 128). ¿Será, pues, la vieja cam-


paña desmitificadora contra Somoza nada más que una habilísi-
ma falsificación de su mito, o asimismo el acompañamiento de
una traición histórica que hizo posible ese mito, y que sólo se
mueve por inercia, como un remordimiento?
Squier sigue, en cambio, otro camino: el de arrimar el de
Somoza -aunque tiznado, a veces, de leyenda negra- a las
míticas y románticas estampas caballerescas del español uni-
versal, según las cuales lo mismo el bandolero que el mendigo
tienen porte de señor. Pero dejemos que el viajero nos presente a
Somoza con esa imagen de guardarropía: "Por lo que llegara a
nuestros oídos, pues, me lo figuraba algo así como uno de esos
galantes salteadores de los Apeninos o de Sierra Morena, o un
gentil bandolero español, y casi me consideraba un hombre
afortunado ante la posibilidad de verme envuelto en un lance
personal con él apenas llegado al interior del país" (p. 86). Más
adelante narra extensamente el encuentro que tuvo con un com-
patriota suyo, quien estaba poseído por el mito: "No esperó a
que le preguntásemos nada; allí no más soltó la lengua: "i Vi a
Somoza, lo vi, lo vi! ". Le había vuelto la voz y supimos toda la
historia, relatada con tal candor y buena fe que, sólo ello, aparte
de las peripecias pasadas, era para morirse de risa." El norte-
americano del cuento viajaba en un bongo, que Bemabé y sus
hombres habían abordado desde una lancha. Y Squier continúa:
"De pie, junto al mástil del bongo, un hombre alto y garboso
con una pluma en el sombrero. De uno de sus hombros colgaba
una roja capa española, un par de pistolas sin funda en la cintu-
ra, y en su mano tenía la espada desnuda clavada la punta en el
banco de un remero. El hombre interrogaba al trémulo patrón,
y lo hacia frunciendo el ceño y clavándole los ojos aquilinos...
... Somoza dio ciertas órdenes a sus hombres y se dirigió a la
chapa. Nuestro pobre paisano creyó de veras que le había
sonado su última hora se incorporó, ante lo cual Somoza dejó
caer la espada, y echándosele encima le dio un caluroso abrazo
"a la española ", pero tan fuerte que al sólo recordarlo le volvía
a doler la espalda. Y eso se repitió una y otra vez, hasta que el
dolor, superando en mucho el susto, le hizo implorar entre ago-
n. MITOS DE LA HISTORIA 123

nías: "¡No más, señor, no más!" Pero ese tormento acabó sólo
para dar comienzo a otro nuevo, pues ahora, agarrándolo por
las manos con la fuerza de un titán, se las guiñó tan reciamente
que estuvo a punto de desgajarle el hombro. Somoza, entre tan-
to, entonaba un fogoso discurso, ininteligible por demás para
su oyente, quien sólo se atrevía a decir, silabeando: " ¡Sí,
señor, sí, sí, señor!" Terminada su alocución, quitóse Somoza
del dedo un rico anillo, insistiendo en dejárselo a nuestro ami-
go ... (que, por supuesto, no lo aceptó). Vio a Somoza por última
vez en la popa de su barco, destacándose entre sus semidesnu-
dos hombres por su capa y su pluma al viento llevadas a la
manera de aquellos legendarios conquistadores de yelmo y
cota de malla" (pp. 110-112).
Lo cierto es que Bemabé Somoza era cortés en la vida real,
y hasta en el campo de batalla mismo. Así lo afirma Ortega
Arancibia, sin temor de que sus frases adquieran brillos míticos:
"Su fuerte era la lanza; y montado, fascinaba a la tropa por su
apuesto continente y lo bien manejado de su armafavorita. Era
bondadoso y sagaz con el soldado; se captó las simpatías de
todos y lo seguían con entusiasmo cuando iba a batirse saliendo
siempre ileso de los combates, por lo cual lo creía el vulgo un
hombre sobrehumano. Iban con él al peligro porque peleando a
su lado se creían los hombres inmortales" (Ob. cit., c. VIII, pp.
96 Y97). Según ese texto, el mito de buena ley de nuestro perso-
naje hacía reconocible, en alguna medida, su propia figura his-
tórica. Pero si ahora se preguntase al típico nicaragüense qué
opina acerca de Bemabé Somoza, empezaría respondiendo con
esta inevitable exclamación: ¡Ah, "Siete Pañuelos"!
10. SANDINO EN VIDA Y SU MITO

S ANDINO ES un centauro nicaragüense: un personaje histó-


rico cabalgando en el mito. Y la pronta "mitificación" del
guerrillero se creó madura ---con ese acabado de las obras per-
durables-, durante la guerrilla de los años 1927-1932. Porque
es el mito de Sandino vivo lo único que explica su verdadera
supervivencia. Incluso el sandinismo de hoy -digámoslo de
una vez- no es el de la historia, sino el mítico. La vida pública
de aquel hombre se dio, pues, en dos planos: el correspondiente
al guerrillero histórico y el plano del mítico guerrillero. En efec-
to, el Sandino de la historia ha sido objeto de discusiones sin
medida, como desmedidos fueron, hacia él, la adhesión o el
odio de los nicaragüenses enfrentados también en aquella gue-
rra de guerrillas. De ahí que su condición de rebelde y su causa
se echaran a cara o cruz: héroe o bandido, patriotismo o protago-
nismo. No obstante, puede afirmarse que el mito de Sandino ha
seducido a nuestro pueblo. Y, en este sentido, su gesto resulta
indiscutible. Es una fuerza oculta (la "occulta vis" de la filosofia
medieval), un golpe de pasión y un revulsivo de nuestro "yo-
quepierdismo"; ese "ismo" nicaragüense que es como el tercero
de nuestros partidos históricos. Lo cierto es que aquel pueblo se
ha emparentado siempre con el mito sandinista, identificándolo
con sus propias virtudes o justificando en el mismo los defectos
nacionales. Si, ingenuamente, .allí se dijo durante muchas déca-
das que "todos" éramos sandinistas, ¿no será lícito pensar que
ese mito constituye, de algún modo, un principio de identidad?
Nunca Sandino dio la impresión de un personaje pirande-
liano en busca de autor, sino la de un autor que, a veces, buscaba
ser el personaje de sí mismo: "No es posible manifestar, por
escrito, los trascendentales proyectos que en mi imaginación
llevo, para garantizar el futuro de nuestra gran América Lati-
na" (Carta al Presidente interino de México Lcdo. Portes Gil, 6-
126 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

1-1929). Él era, sin duda, el típico nicaragüense que graciosa-


mente dice: "Ninguno me ningunea"; el mismo nicaragüense
engallado que ha querido retratarse, precisamente, en el gallo de
nuestra paremiología: "Amarrá tus pollos, que mi gallo anda
suelto". Y tal vez lo que tenemos de pendencieros se excuse en
el coraje de Augusto C. Sandino. Pero si acaso es verdad que
somos "creídos", será porque somos crédulos. En Nicaragua no
se habla de "meigas", y, sin embargo, seguimos edificando
nuestra realidad --como el que más- en el suelo volcánico de
la conciencia mítica:
"Cuando el tecolote canta,
el indio muere;
esto no será verdad,
pero sucede"
(Copla nicaragüense de origen mexicano)
Sandino, por su parte, asumía con aires espiritistas las
supersticiones de aquel pueblo, que tienen cabal sentido en el
mesianismo del guerrillero: "Tenga Ud. presente y los demás
hermanos que se encuentran en esta lucha, de (sic) que yo soy
simplemente, nada más, que (sic) un instrumento de la justicia
divina para redimir a este pueblo ... " (Carta a su lugarteniente
Pedro Altamirano, 2-1-1930).
Ahora bien: en contraposición a las fonnirs del pensamien-
to lógico, "el mito --como escribe Cassirer- sólo sabe de lo
inmediatamente existente y operante" (Filosofa de las Formas
Simbólicas 11) Por eso en el mito cuenta, sobre todo, lo sensible,
la "aparición'" o la apariencia. "El plumaje hace al gallo''', diría
nuestro pueblo, invirtiendo el sentido de otro refrán español.
Así resulta importante considerar "la imagen" del jefe rebelde,
como un hombre a caballo, con lo mucho que ello tiene de esta-
tua ecuestre, y hasta con el prestigio que se le da en el habla
nicaragüense al buen jinete: "No es para todos chiflar a caba-
110". Y esa figura de Sandino se redondea con el aire vaquero del
sombrero "Stetson" o acaso el de estilo "bóer" de la Constabula-
ria nicaragüense -fuerza amlada .que organizaron oficiales
norteamericanos y germen de la extinta Guardia Nacional-, y
TI. MITOS DE LA HISTORIA 127

también con las cananas en bandolera, al modo de Pancho Villa.


La verdad es que a Sandino le preocupó bastante la propia ima-
gen, pues ordenaba a su gente: "Desvanecer la idea de los que
creen que somos bandoleros y no hombres de ideales" (Mensa-
je del 17 de julio de 1927). Incluso es posible que dicha preocu-
pación tuviera que ver algo con la conocida metamorfosis del
nombre del guerrillero (Augusto Calderón - Augusto C. -
Augusto César), cuya eufonía quedó, al fin, consagrada como
un octosílabo (Augusto César Sandino), que es, justamente, el
ritmo básico de nuestro idioma. Pero no era difícil que en la ima-
ginación popular se confundiesen los límites entre "caudillo" y
"cabecilla" --como términos que vienen de la misma raíz lati-
na-, fundiéndose definitivamente en una sola figura de héroe
primitivo y bandolero romántico. Y ese carácter anárquico y, a
la vez,justiciero del mito de Sandino, tiene algún punto de apo-
yo en la realidad histórica, como en el caso paradójico de las
siguientes instrucciones: "nuestras fuerzas estarán en la obli-
gación de decomisar cualquier cargamento, sea de quien sea, y
distribuir todo lo decomisado entre los vecinos más cercanos ....
La tropa tomará solamente lo necesario para su consumo del
momento ... " (Circular a los jefes, 16-X-1930).
A pesar de que aquella guerrilla se presentara lo mismo
como anti-norteamericana que como agraria y obrerista, no
puede hablarse con rigor de su "contenido", por la simple razón
de que el verdadero continente de Sandino era el de un auténtico
personaje del campo nicaragüense, el de unjefe rústico que tras-
lucía vagos ideales, aunque su porte legendario fuese el del
hombre de acción épica levantado sobre un pedestal de ideas
universales. Por lo demás, está claro que el pensamiento mítico
no sabe de ideologías, y, sin embargo, también Sandino "es san-
to de la devoción" marxista, con lo cual se invalidan su ser histó-
rico de "sandinista" convencido, su aventura de independencia,
su espiritualismo mestizo de fe rural y nebulosas "teosofías", y
hasta su mito originario, hecho palabra poética nicaragüense, o
contagioso y elemental nacionalismo. Y es la poesía la que pri-
mero ha careado a nuestro personaje con su propia figura míti-
ca, y la que igualmente ha revelado a ese nicaragüense anónimo
128 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

que Sandino llevaba consigo, como en estos versos de Carde-


nal:
"Había dos rostros superpuestos en su rostro:
una fisonomía sombría y a la vez iluminada;
tristes como un amanecer en la montaña"
("Un Nica de Niquinohomo")
Pablo Antonio Cuadra, por su parte, ha visto al guerrillero
surgir de sí mismo, en compañía de los suyos, y como regresan-
do de la muerte, en un doble salto "mortal": del anonimato, a la
historia, y de la historia, al mito:
"¡Cuántos tuvieron nombre
-sarmientos de su vid espesa
duraron-
por el caliente cañón de su revólver,
por su mano
poderosa
llamando al fuego,
o su grito
que llenó el calendario de batallas! "
("Noviembre")
Pero ha sido ese poeta desconocido que es nuestro pueblo,
el que de veras forjó la leyenda sandinista como tenía que ser
forjada, esto es, cantándola; una leyenda, de la soberanía nacio-
nal, que también ha servido de estímulo a nuestra peculiar alta-
nería:
"Y cantando este corrido,
hemos pasado un buen rato;
en Nicaragua, señores,
le pega el ratón al gato. "
("Somos los Libertadores", versión cit. por Belausteguigoitia)
Se trata del nicaragüense que, aun reconociendo su peque-
ñez como pueblo, proclama su osadía personal, su individualis-
mo de origen hispánico, pero caldeado por el trópico; su visión
ll. MITOS DE LA HISTORIA 129

egocéntrica del mundo, que riñe con la tutela extranjera y, por


supuesto, con el colectivismo. Porque la igualdad, entre noso-
tros, sólo se concibe en función de la libertad individual: "Cada
uno es cada uno, y ninguno es más que naide", dice el refrán
nicaragüense, con sobrada claridad. Y eso aclara el hecho de
que el mortal problema de aquella intervención norteamericana
se convirtiera en otro mayor, si cabe: el de una verdadera guerra
civil, que -aunque localizada- es el colmo de la anarquía, o
sea, que la campaña sandinista "hizo de un clavo un machete",
como cumpliendo -y hasta literalmente- esa locución popu-
lar de Nicaragua. Entre paréntesis, cabe advertir que el machete
es la herramienta habitual y, además, el arma de nuestros cam-
pesinos ("Machete caído, indio muerto"); un arma especial-
mente sangrienta, como que propicia la mutilación.
Así nacieron las mutuas y odiosas acusaciones entre los
nicaragüenses que luchaban "contra Sandino en la montaña"
---que dijo Manolo Cuadra- y los nicaragüenses partidarios
del mismo, que, como es evidente, hablaban sobre todo de "trai-
ción":
"Somos los libertadores
que con sangre y no con flores
venimos a conquistar
la segunda independencia
que traidores sin conciencia
han querido profanar."
(Id., versión recogida por Ildo Sol y cit. por Mejía Sánchez)
"Sandino se ha defendido
con un puñado de gente,
y dicen que él morirá
pero que nunca se vende ".
("A Cantarles Voy, Señores", cit. por Belausteguigoitia)
Lo que más salta a la vista, en los dos últimos versos trans-
critos, es que al general Sandino casi se le da por muerto ("y
dicen que él morirá"). Pero allí está el secreto, precisamente, de
su "mito en vida", que consistió en ver al personaje vivo como
130 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

situado en un "más allá" de su presente o, mejor, en un destino


anticipado y, por tanto, ya inmutable. Estamos, pues, ante un
presagio de muerte que produjo su efecto inmediato de ejempla-
ridad. Y nótese que tenemos entre manos un caso contrario al
del "muerto en vida". Porque, en el orden de las creencias popu-
lares, este mito era más vivo que la vitalidad personal que le ser-
vía de punto de partida. Queremos decir, sencillamente, que
"vivía Sandino su vida", pero además vivía en las vidas de todos
los suyos, con esa actualidad operante del mito. Y sabemos de
sobra que con las palabras no se juega. Por eso abordamos el
tema desde la realidad del lenguaje de nuestro pueblo; lenguaje
que no sólo alimenta los mitos propios, sino que salva la objeti-
vidad de la historia nicaragüense. Amén de que no debe olvidar-
se, al respecto, lo que nos advierte Jesi, refiriéndose a las varias
acepciones de "mito": "Ceñirse al estudio del mito presupone
que uno o más de esos significados, o todos ellos, separadamen-
te o en conjunto, están en relación con una verdad objetiva, aun
cuando sólo fuere quizá, para negarla" (Mito).
Otra perspectiva de la alusión a la muerte en aquel "corri-
do", vale decir, a la muerte en la conciencia mítica de los hom-
bres de Sandino, se ilumina en dos nuevas estrofas de "Somos
los Libertadores":
"Tenemos armas potentes
para seguir el destino
que Augusto César Sandino
nos enseñó a defender.
Debemos de proceder
como soldados valientes
¡Preferir mejor la muerte
y no dejarnos vencer!"
(Versión de Ildo Sol)
Se trata, pues, de seguir y defender "el destino" marcado
por el jefe guerrillero y, asimismo, de preferir "la muerte" a la
derrota. Sucede, sin embargo, que ese destino es bicorne, por-
que equivale tanto a la independencia de la patria como a la
muerte por la misma. No queda, por consiguiente, más elección
II. MITOS DE LA HISTORIA 131

que triunfar en el empeño o morir. Pero hasta aquí todo resulta


terreno conocido. Lo verdaderamente curioso reside en esa
"previsión" del destino ---que se ha conjugado siempre en futu-
ro-- yen no considerar la muerte como un "darse por vencido",
puesto que expresamente allí se distingue una idea de la otra. Y
así la muerte deja de ser alternativa de la victoria, para confun-
dirse con ésta, como una salida única. Morir no es, por lo tanto,
una mera victoria futura, sino también actual, en la medida en
que ya se sabe de esa victoria, porque el destino está ordenado
de antemano por los poderes míticos, conforme una típica men-
talidad agraria; en este caso, por la magia del jefe, cuya paradó-
jica "muerte viva" es, definitivamente, una forma de vivir el
triunfo y, desde luego, de conocerlo. Si la clásica "mors triun-
phalis" era una victoria del pasado ilustre (la "ilustre familia"
evocada por Salomón de la Selva, ferviente partidario de aquel-
la causa sandinista), y si la muerte cristiana es un triunfo de "la
Vida Futura"; para los hombres de Sandino -en quienes el pre-
térito se identificaba con el anonimato, y el porvenir, con "la
suerte" fatalista-, la muerte no podía ser sino una victoria del
presente o, tal vez, un modo de "cantar victoria":
HA cantarles voy, señores,
un verso de actualidad,
haciéndole los honores
a un valiente general. "
Aún queda por ilustrar el verso final de aquella estrofa per-
teneciente a este mismo romance y citada más arriba; verso que
allí se empareja con el relativo a una premonición de la muerte
de Sandino, ya comentada. Nos referimos al que reza de este
modo, tan familiar para nosotros:
"pero que nunca se vende."
En efecto, el verbo "vender" o "venderse" es uno de los
más usuales en el habla de nuestro pueblo, no tanto por los
ancestros mercantiles de los nicaragüenses, cuanto por "estar
vendidos" en la vecindad de los comerciantes por antonomasia.
Curiosamente, hace más de cuarenta años, nuestro poeta -ya
clásico-- Joaquín Pasos escribió, en la revista Opera Bufa, de
132 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Managua, un ingenioso y erizado artículo, donde las expresio-


nes "se comercia" y "se vende" iban repitiéndose en cadena,
como unjuego anafórico, el cual se remataba con este "más difí-
cil todavía": "Y mientras todo se vende y se comercia, Nicara-
gua está en quiebra. " Pero adviértase que lo peculiar no es que
el nicaragüense "se venda caro" --o barato-, sino que viva
acusando a sus compatriotas de "venderse". De ahí que la pala-
bra "vendepatria" haya sido el arma arroj adiza más contundente
en las luchas políticas de Nicaragua. Y si acaso no fuimos noso-
tros los que acuñamos dicho vocablo; somos, sin lugar a dudas,
los que más lo han empleado. "Vendepatria", llamaron los san-
dinistas a los compatriotas suyos que les combatieron como a
"bandidos". Pero esa clase de oposiciones encarnizadas -posi-
ciones del momento, al fin de cuentas- siempre terminan
encauzándose en ese sólo cauce de la historia de un pueblo. En
nuestra vida nacional, hoy nos queda de Sandino la fuerza gra-
vitatoria del símbolo; el deslumbramiento ante el carácter "sa-
cra" de su mito, que es, necesariamente, mito con nosotros
--con los nicaragüenses todos-, y nos queda, en, definitiva,
su, gesto de independencia, ya también independiente de la
actuación histórica del propio Sandino; es decir, el gesto y su
misterio, como "soplos agrarios de primaverales retornos",
según el vflrso de Rubén Darío.
Su~ repetirse, en Nicaragua, lo de que son el poeta y el
guerrilÍero nuestros paisanos más universales. Asimismo, aso-
ciarnos fácilmente la rebeldía en armas del general Sandino y el
gesto rubeniano de la oda "A Roosevelt"; puesto que aquella
rebeldía, sin duda, tenía más de gesto que de gesta. Pero Darío,
sobre todo, es el nicaragüense que tiene la palabra, el que habla
por nosotros. De ahí que en Nicaragua no sea familiar la frase
"Como dijo el otro" y, en cambio, es corriente usar ésta: "Ya lo
dijo Rubén" (o el "maitro"). Porque allí el maestro no es "otro"
sino el mismo pueblo que le cita. Y la prueba es que los nicara-
güenses vamos teniendo, cada vez más, conciencia de ello.
Pablo Antonio Cuadra ha confesado, al respecto: "descubrí que
Rubén decía a Nicaragua". Pues bien, esa confesión equivale a
reconocer que Darío, como quien no dice nada, ha dicho todo lo
II. MITOS DE LA HISTORIA 133

nuestro, y que para nosotros, de alguna ma.nera, con eso está


dicho todo. No obstante, seguimos sin acostumbramos al vatici-
nio rubeniano, lo mismo como adivinanza de inspiración divi-
na, que como canto de encantador. Y, precisamente, Rubén es el
"optimista", el profeta que únicamente no predice nuestro
desencanto. Pero si él es la voz entera, Sandino es, por su parte,
la expresión primaria; no el silencio de Nicaragua, sino su gesto.
Hemán Robleto (citado por Somoza García) habló de las "fra-
ses cansadas" del joven guerrillero, y Belausteguigoitia, de sus
"términos irreales". Por lo visto, parece que en Sandino el
"ideal" se confundía con lo "irreal", como en los niños. Y así se
explica el paso lógico -y no sólo míticcr- de reducir su acción
a un gesto, porque hasta las "gestiones" de Sandino en el extran-
jero tenían algo de infantiles; adjetivo que se atribuye, con pro-
piedad de origen, al que no sabe hablar. El hecho es que nuestro
personaje se dejó explotar, incluso en la pura significación
monetaria del término. Su desprendimiento daba, pues, la ima-
gen del que no sabe administrarse. Pero esa personal carencia de
sentido de los valores económicos se sumaba al comportamien-
to nada burocrático del pueblo nicaragüense, que suele ver la
administración de la cosa pública como un asunto privado. De
ahí que nuestro vocabulario cuente con el despectivo "remetáli-
cas", para designar todos aquellos trámites o formalidades que
nos fastidian. Y, entre paréntesis, no es extraño que en un país
de legendaria explotación aurífera, como Nicaragua, se hable
casi "De Re Metállica", que es el título de la obra de Bernal
Pérez de Vargas, el más célebre y antiguo de los metalurgistas
que han publicado en castellano.
Ahora cabe observar que entre los nombres de Darío y de
Sandino hay asonancia, lo cual quiere decir -al menos, para
oídos nicaragüenses- que mutuamente se reclaman. Y tal evo-
cación a través del oído, que es el mejor conducto de la populari-
dad, parece sugerir que la muerte de Rubén -la cual era ''un
vacío" nacional aún once años después- acaso propiciara,
entre nosotros, la "mitificación" en vida de Augusto C. Sandi-
no. Pero la verdad es que no hay que olvidar, al respecto, el ori-
gen campesino del rebelde, su condición de "hombre del pue-
134 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

blo"; como tampoco el hecho de que, después de 1912 -fecha


negrísima de la primera intervención de los marines norteame-
ricanos en Nicaragua-, él fuese la encarnadura o, más bien lo
contrario, la "carne viva" de nuestro sentimiento nacionalista.
y el guerrillero no se detuvo en una fe nacional, sino que vis-
lumbró en su causa algo así como el destino de aquella "raza"
del Día de la Raza. Lo confesaba en una carta recogida por Sel-
ser: "nuestra lucha es nacional y racial. .. " (a Henry Barbusse,
31-VII -1928). Dicha aspiración, además, fue compartida por
escritores hispanoamericanos que, paradójicamente, creían que
nuestro mestizaje era una piedra de toque, en vez de un crisol.
Por eso, en un artículo de Gabriela Mistral, del 14 de abril del
mismo año, la acción de Sandino se presentaba -muy siglo
XIX- como "un choque de razas" (en Repertorio Americano,
de San José de Costa Rica, referencia que trae Macaulay). Así el
mito de la Raza mezclaba su sangre con el mito sandinista,
como en un soneto del Ordóñez Argüello que menciona el cerro
El Chipote, donde se ubicaba el cuartel general de Sandino; ver-
dadera "fortaleza del misterio", como lo llama el citado Macau-
lay, quien asimismo cuenta que sólo el teniente O'Shea, frente a
lo creído por la oficialidad norteamericana, "no podía asegurar
( ... ) que El Chipote fuese un mito. " Y he aquí uno de los tercetos
de Alberto Ordóñez:
"Alta en El Chipote, su figura
habrá de perpetuar en escultura
el espíritu antiguo de la raza. "
("A Augusto César Sandino")
También Darío se inspiró en la "Raza". Pero, mientras la
pasión del poeta había sido "Vida y Esperanza", la acción del
guerrillero se amparó bajo el lema de "Patria y Libertad", cuyos
términos armonizaban la tradición y la independencia. Sin
embargo, no consta que Sandino entendiese la patria como un
"patrimonio", ni que, por tanto, la vinculara a un sentido conser-
vador, como el de toda etimología; vale decir, al "patriciado" y a
lo "patriarcal", que imprimieron carácter a nuestra vida nicara-
güense. Sabemos, en cambio, que el general Sandino procedía
D. MITOS DE LA HISTORIA 135

de las filas de la revolución "constitucionalista" liberal, aunque


su agreste liberalismo era, sobre todo, antiimperialismo o sim-
ple voluntad de liberación. El caso es que la divisa "Patria y
Libertad" podía convocar a hombres de esos polos de la política
de Nicaragua que son nuestros partidos históricos: liberal y con-
servador. Pero todo ello a costa de enrojecer la vida y la Espe-
ranza, cantadas por el poeta. Y el propio Darío, ya a tiro de
muerte, hizo esta profecía estremecedora, donde el "grito de
guerra" de Sandino se vuelve, anticipadamente, grito de paz:
"No busquéis las tinieblas, no persigáis el caos,
y no reguéis con sangre nuestra tierra feraz.
Ya luch(lron bastante los antiguos abuelos por Patria
[ y Libertad. .. "
("Pax")
Roberto de la Selva: "Sandino" (cabeza en bronce).
III. MITOS LITERARIOS
"Don Forsico", personaje de El GÜegüense.
[Tintachina de Carlos Montenegro, 1983].
11. EL GÜEGÜENSE, FOLKLORE y MESTIZAJE

C ON LENGUAJE hiperbólico y mordaz; con lenguaje pica-


resco hasta lo soez y apoyado en el equívoco, como en un
bastón-estoque, recorre, "burla burlando", los caminos del fol-
klore nicaragüense ese viejo mestizo, embustero, jactancioso y
de picante ingenio que se llama el GÜegüense. Estamos ante el
más ''vivo'' -en el sentido biológico y en el de "pasarse de lis-
to"- de todos los personajes de la mitología de mi país. Porque
el Güegüense, protagonista de la comedieta bailada que lleva su
nombre o el de Macho-ratón, es también un antagonista de sí
mismo y, por ello, agonista y agónico a la vez. Pero, además,
nuestro personaje es el símbolo -y como tal, desmesurado--
del modo de ser del pueblo de Nicaragua; el pueblo del más per-
fecto mestizaje entre los de Hispanoamérica, y que parece esca-
pado de nuestra literatura oral. Es cierto que al nicaragüense le
gusta hacerse el gracioso, a imagen y semejanza del héroe sin
heroísmo de esa comedieta indohispánica -teatro callejero y
drama íntimo, al mismo tiempo--; pero con ello se abre una
sola perspectiva al observador. Porque también es verdad que
tenemos mucho del gracioso en desgracia. Ahí están las tradi-
cionales andanzas de Tío Coyote, cuyos hurtos y glotonería aca-
ban siempre en paliza, en chamusquina o en la trampa definitiva
de la muerte. Y otro ejemplo similar-aunque éste sea propio, y
el anterior, apropiado--- se halla en nuestro popularísimo cuen-
to "El Pájaro del Dulce Encanto", llamado así por irrisión, pues-
to que trata, precisamente, del más cruel de los desencantos: de
que ese pájaro de la ilusión, al ser atrapado, se transforma en
estiércol.
Nicaragua es cruce de caminos de los "cuentos de camino"
del folklore hispanoamericano, así como su historia más remota
está signada por el encuentro de los toltecas y aztecas, que baja-
ron del norte, con los chibchas llegados del sur. Y ese "mestiza-
140 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

je" primitivo se da igualmente en nuestra geografia, donde


-según las observaciones de Standley y de Bates-la fauna y
la flora septentrionales y meridionales de América se unen en
dramática mixtura. En la raíz nicaragüense hay, pues, una ago-
nía vernácula que, al recibir el ingrediente hispánico, se hizo
lucha universal y, especialmente, mezcla por excelencia. De
aquí que Nicaragua sea una angustiosa, pero completa asimila-
ción de distintas fuerzas telúricas y una asimilación completa de
lo español, no menos angustiosa. Y no pongo el acento, como
Pablo Antonio Cuadra, en una "dualidad", que, al fin, es lo uni-
forme de todo mestizaje. Insisto, por el contrario, en la "unidad"
verdadera que distingue al nuestro; en un cruzamiento doloroso,
pero de una sola cruz: la del ser nicaragüense; en una total inte-
gración y, por lo mismo, íntegra y como sin doblez.
El propio Güegüense, maestro de altanería, no es una cria-
tura dual, como Hamlet, sino que muestra una sola cara: el ser
descarado. Su personalidad resulta lineal, porque es la de un
contestatario que se resigna cuando le conviene. Es realmente
pretencioso y no sólo en apariencia, aunque le guste "aparen-
tar". Su irrespeto a la autoridad, que le echa a él la culpa de la
situación, es un modo de ser inconforme o, mejor, un desenten-
derse de lo establecido en lo que esto tiene de convencionalis-
mos. De aquí que se haga el sordo, el desentendido ("pues,
háblame recio, que, como soy viejo y sordo, no oigo lo que me
dicen ..."). Pero adviértase que ese recurso en él es constante y,
por ello, le imprime al personaje un carácter definido. Porque el
equívoco, paradójicamente, se vuelve unitario cuando sólo da
opción a equivocarse. El doble sentido es el único sentido del
Güegüense, como significación y corno dirección. Su ironía
misma consiste en el equívoco sistemático y voluntario, tam-
bién acaso como una válvula de escape a su tragedia existencial.
A nuestro personaje "se le ve venir" el chiste. Es un dicharache-
ro, un "charlatán" de oficio. Y obsérvese que, en la obra, nadie
celebra sus dichos. Por el contrario, los demás personajes se
encocoran con las ocurrencias suyas, lo cual es una forma de
tomarle en serio. El Güegüense es más trágico que risible. Es un
marido burlado o complaciente, un "consentidor" --como dice
III. MITOS LITERARIOS 141

el texto-- a quien encima, le dan palos ("Después que te he


pagado me has azotado").
El viejo mestizo es siempre un rebelde, incluso contra la
lógica; un rebelde sin ideales, pero con una causa muy concreta:
la de "ir a lo suyo". Porque se trata, además, de un personaje que
"vive del cuento", es decir, de su astucia ("tráigame a ese inútil
GÜegüense... "). Es un vividor, que utiliza a los demás en benefi-
cio de sus propios intereses; un vividor más que sagaz, puesto
que sólo confia en sí mismo. Es el típico "mañoso", también con
la acepción nicaragüense de autor de raterías ("¿ Y pues no es
verdad que usted enseña a malas mañas a su hijo?"). Y el éxito
de su ingenio reside en su voluntad de ser él mismo: un cínico
chistoso e impenitente ("Y como soy un hombre de tan grace-
jo ... "). No hay, pues, hipocresía en el Güegüense, salvo en el
sentido etimológico griego, por ser un personaje de comedia;
pero un personaje que nunca disimula su insolencia, puesto que
son insolentes hasta sus aires de modestia ("¿Cómo quiere que
corra y vuele un pobre viejo... ?") Y no debe olvidarse que esta-
mos ante un mito de la prehistoria de nuestra literatura nacional.
Sus rasgos son, por lo tanto, primitivos. Tienen más de caricatu-
ra que de arquetipo. Sin embargo, allí está --desfigurado o
"desfavorecido" en extremo-- el pueblo nicaragüense, por lo
menos en su inclinación a "pasarlo bien", aunque le culpen de
todo ("¡Pues nosotros, a la gorra, muchachos!").
El Güegüense no es mal hablado, en ningún sentido. Es
cierto que maldice, pero nunca dice mal ni suelta palabrotas.
Sus dicharachos son simplemente eso: dichos vulgares, con car-
ga de malicia. No emplea, pues, palabras detonantes, y, sin
embargo, su lenguaje tiene connotación sexual. Exactamente,
nuestro personaje es un "mal pensado" y, desde luego, soez por
la intención. Diríase que sabe dar el rodeo justo para no ensu-
ciarse la lengua. Pero no usa circunloquios, precisamente, sino
eufemismos, que tienen la ventaja de ser un disfraz más ceñido a
las ideas. Conforme la etimología, el eufemismo es un quiebro a
las "malas palabras" y, antes que nada, un modo de hablar bien.
y el Güegüense habla, sin duda, estupendamente. Su lengua,
sin ser directa, es rica en matices y de fuerte expresividad. Los
142 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

propios eufemismos sirven para realzar la intencionalidad del


hablante, como en una técnica de claroscuro. El Güegüense
aporta al lenguaje de Nicaragua una raza de eufemismos que
nada tiene que ver con la imagen de una expresión desleída y
ñoña. Pero hay todavía más en este admirable decir mestizo: el
personaje salta, con limpieza de acróbata, del habla popular a
una suerte de lengua imitativa de aquella afectada y formularia
de los ambientes oficiales de la época. Y parece que no sólo se
pretende ridiculizar el convencionalismo de aquel lenguaje
ceremonioso; trátase también, por lo visto, de contrastar con el
habla viva del pueblo la eficacia de una lengua que nació muerta
("si éstos son mis lenguajes, debo yo obtener un libro de roman-
ce... ")
Nuestro Güegüense no llega a ser soberbio, pero sí vanido-
so. Es "un creído", que intenta jugar con ventaja ("Don Forsico
dará un verdadero informe al Cabildo Real sobre mis riquezas
y tesoros abundantes"). Su pecado es venial, a pesar de ser un
pecado de la inteligencia. Porque le resta gravedad la gracia--o
el "gracejo""-y sobre todo, su casi irresponsable atrevimiento
("Válgame Dios, señor Gobernador Tastuanes, pues qué, ¿es
menester licencia?"). Yen esto último se halla, definitivamen-
te, la unicidad del personaje, que no admite duda en cuanto a
que viene a "salirse con la suya". Es un ser dramático porque es
teatral, en toda la extensión del término; pero su dramatismo no
resulta bifronte, sino que se da, lo mismo que su mestizaje,
como una violenta fusión o un enlace con sacudida ferroviaria.
El drama esencial del personaje se resuelve, pues, en la unidad
de un ser angustioso, que produce la impresión de distraer esa
angustia a costa del prójimo. Es la rebelión del mestizaje, que
también se rebela contra el mismo GÜegüense.
Yen ese punto crucial, precisamente, es cuando se define el
folklore de Nicaragua como sabiduría popular: como un saber
hacer y un saber decir. Allí en nuestra agonía original, surge el
Güegüense, como el corifeo de una teoría de fantasmas (la
Carreta-nagua, la Ce gua, el Mosmo, el Cadejo y la Mocuana),
de personajes de bestiario medieval (Tío Coyote, Tío Conejo,
Tío Tigre) y de jerarquías demonológicas (Diablo Mayor, Dia-
III. MITOS LITERARIOS 143

blo Común, Mantudos, Diablitos y Diablesas). Porque Nicara-


gua hace participar a Satanás en las fiestas de sus santos patro-
nos y le pone a bailar en medio del pueblo:
"A la pobre mama Ramona
la gran vaina le pasó,
por andar de chinvarona
el diablo se la llevó. "
("La Mama Ramona")
Los nicaragüenses somos eminentemente fabuladores
("Margarita, te voy a contar / un cuento", dijo el mejor de
nosotros), y no se olvide que el diablo es la mentira misma, la
fábula por antonomasia. Pero, además, Satán significa adver-
sario, es decir, antagonista, en este caso, el folklórico antagonis-
ta de ese protagonista que es nuestro pueblo, tan crédulo como
creyente. Es también entonces cuando los sones rústicos del ata-
bal, el pito de barro o caña, eljuco, la sonaja y el quijongo armo-
nizan con los de la marimba, de incierta procedencia, y los del
tacto de amor de la guitarra española de nuestras serenatas y
"amanesqueras". Y ése es el momento, asimismo, en que el
romance español, de temática universal, engendra el corrido
autóctono, que canta especialmente los animales de aquellas
latitudes, el zopilote, la iguana o el garrobo:
"Iguana, si te corrés
no te vayás al icaco,
no vaya a ser que te saquen
los huevos por el sobaco. "
("La Canción del Garrobo")
De ese tenso alumbramiento saldrían luego tantos persona-
jes híbridos de hombre y bestia en aquel folklore nacional,
como el Toro-venado, el Toro-guaco y el Macho-ratón; verda-
deros minotauros o centauros, que acreditan la casta de la gana-
dería poética de mi país agropecuario.
A Menéndez Pidal se debe el rastreo del romance tradicio-
nal español en América, que, con naturales variantes, arraigó en
144 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

aquellas tierras y legítimamente pertenece también el folklore


hispanoamericano. Pero mi propósito es llamar la atención, no
tanto sobre ese trasplante, como sobre el fruto mestizo que, ya
en "El Güegüense", se denomina "corrido". Se trata, en suma,
de tentar vuestra curiosidad, más que hacia una trans-posición,
hacia una composición. Porque nuestro corrido, como el ro-
mance tradicional, es una "composición" poética popular, que
suele cantarse; pero es, además, un "compuesto" de ingredien-
tes españoles y nativos. Resultan comunes al romance y al corri-
do los hemistiquios octosilábicos con rima en los pares, la fre-
cuente forma narrativa, la oralidad y el anonimato. Sin embar-
go, son notas peculiares del corrido el lenguaje procaz, los nica-
ragüensismos morfológicos, sintácticos y fonológicos, la ma-
yor intencionalidad y el tema local, especialmente animalístico:
"-Muchacho, ¿ qué hacés allí,
orillado a ese chiquero?
-Componiendo mi calzón,
que me lo rompió el ternero. "
("El Temerito")
y acaso sea este protagonismo zoológico su elemento
"capital", su más característico elemento aborigen. De aquí que
nuestro corrido parezca un romance con máscara de animal,
como las de esos nicaragüenses que "bailan al santo" patrono.
Todo ello induce a pensar en el "alter ego" de la escultura choro-
tega, en la cual el ídolo antropomórfico aparece coronado por
una cabeza de águila o de serpiente, dando la impresión de una
estatuaria a la que "se le sube el indio".
Aquí cabe recordar que la estructura musical de nuestro
corrido es la misma del romance hispánico, y consiste --con-
forme las precisiones del maestro mejicano Vicente T. Mendo-
za- en "treinta y dos sonidos esenciales", que constan de dos
semiperíodos de dieciséis sonidos cada uno, "con el carácter de
antecedente y consecuente", los cuales, a su vez, están "dividi-
dos en incisos de ocho sonidos". La palabra "corrido" parece
referirse al ritmo musical. Pero, aunque también aludiese, con el
significado de "seguido", a una tirada de versos sin sucesión
1lI. MITOS LITERARIOS 145

estrófica, como es por definición el romance; de hecho, los


octosílabos del corrido se agrupan de cuatro en cuatro, a veces
con intermitentes estribillos, que repiten, al menos, las ocho
últimas notas de la frase musical o tienen música aparte. Así es,
en definitiva, el corrido que anda en labios de nuestro pueblo y
también en los pies de sus "bailantes":
"Ya el zopilote murió,
ya lo llevan a enterrar,
échenle bastante tierra
no vaya a resucitar. "
("El Zopilote")
Los instrumentos básicos de nuestros bailes populares son los
de percusión, porque éstos, ante todo, marcan el ritmo en que se
fundamenta el arte de la danza, en especial tratándose de bailes
más o menos primitivos. Por ello, Serge Lifar escribió lo que sigue:
"El ritmo es inseparable de la danza. Es la danza en su más remoto
instante, toda vez que el hombre ha bailado antes, incluso, de
aprender a servirse de la palabra... El ritmo musical nace del rit-
mo danzante" (La Danza, c. 1, p. 19). Ahí están los bailesintrodu-
cidos en "El Güegüense", como el de "Macho-ratón", ejecutado
-según dice Brinton, en su edición de aquella comedieta- por
doce o más personajes disfrazados de Machos, que responden más
que nada al compás de la marimba, del tambor y de las sonajas que
llevan en las manos los propios danzantes, De ahí que resulte
curioso que la partitura de "Melodies from Güegüence" (sic) que
reproduce Brinton, escrita en Sol Mayor, no lo haya sido en Do
Mayor, que sería lo más apropiado para nuestra marimba, la cual
sólo tiene tres octavas sin escala cromática como explicaba autori-
zadamente Salvador Cardenal, respecto de otra música f01klórica
nicaragüense: "Como las marimbas en que se ejecuta esta clase de
música, se construyen solamente en diatónica, todas las piezas las
tocan en Do Mayor' ("Música indígena para Marimba", en Cua-
dernos del Taller San Lucas No. 3). Por 10 demás, la misma música
ejemplificada por Brinton tiene un movimiento moderadamente
vivo ("alegro moderato"), y está compuesta en compás de 6/8, que
es más complejo que el binario de nuestras danzas más rústicas.
146 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Pero quédese para nuestros musicólogos el privilegio de ir más


adelante en esta materia que, indudablemente, "tiene muchos
bemoles".
Cuando el Gobernador Tastuanes pregunta al Güegüense si
los hijos de éste pueden bailar el "Macho-ratón", nuestro personaje
principal responde que saben toda clase de movimientos: mudan-
zas, zapatetas, remates y "corcobios". El texto original mestizo
dice así: "tin mudanzas, tin zapatetas, tin remates, tin corcobios
semula macho-ratón." Por tanto, los sustantivos de esa enumera-
ción son perfectamente cervantinos, salvo la forma acanallada de
"corcobios", por "corcovos", a semejanza de los saltos caracterís-
ticos del caballo; ya que el Diccionario de Autoridades define
dicho término, por extensión, de este modo: "Dícese también así el
movimiento que se hace encorvando el cuerpo, saltando o andando
violenta o apresuradamente". Sin embargo, los autores de dos ver-
siones de "El Güegüense" decidieron ingenuamente "traducir"
tales palabras. De esa manera, "mudanzas" (que se refiere a la
variedad de pasos o, lo que es igual, a cierto número de movimien-
tos que se hacen a compás en las danzas) se convierte en "bailes" y
en "danzas"; cuando ya Cervantes había distinguido meridiana-
mente el significado de las primeras: "Comenzaba la danza de
Cupido, y habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos y flecha-
ba el arco contra una doncella... " (El Quijote, parte 2a, c. XX)
Igualmente, el clásico, vocablo "zapatetas" (cuya primera acep-
ción es, la de golpes o palmadas que se dan en el pie, saltando al
mismo tiempo) puede incluso tomarse por "zapateos"; pero según
los traductores aludidos equivale asimismo a "zapateados", que es
el nombre, en plural, de un baile español ejecutado en compás
temario, a pesar de que ahora en Nicaragua se aplique ese nombre
exclusivamente a los golpes rítmicos dados en el suelo con los pies
y, por supuesto, sin distinguir que no todas las "zapatetas" son
meros "zapateados", como lo vemos en El Quijote, donde aquéllas
aparecen con su significación más rigurosa: ''y luego, sin más ni
más, dió dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y los
pies en alto..." (parte la c. XXV). En cuanto a la voz "remates", uno
de los intérpretes nicaragüenses la entiende sólo como ''toques
finales", aunque también debía haberle dado el sentido de "ador-
III. MITOS LITERARIOS 147

no" que corona la obra artística o, en nuestro caso, las figuras y los
pasos de la danza. A su vez, el otro intérprete dejó intactos los
"remates", pero también el barbarismo "corcobios", que el prime-
ro, en cambio, puso en cristiano ("corcovos").
El no traducir oportunamente y, sobre todo, el hacerlo con
ocasión o sin ella puede ser la causa de que algún nahualista nues-
tro, haya querido ver indigenismos en el subtítulo de "Macho-ra-
tón" que ostenta la comedieta de "El GÜegüense". Y, aunque reco-
nozcamos que los andamios etimológicos al respecto resultan
admirables por su ingenio, el hecho en sí de buscar origen náhuatl a
dos palabras españolísimas como "macho-ratón" es, desde luego,
una simpleza. Porque, en este caso, "macho" es una metáfora de
origen ladino aplicada al indio o, si se prefiere, un disfraz del mis-
mo; pues no debe olvidarse que, para ese ladino en todo sentido
que es el Güegüense, el indio tenía que ser un "macho de carga",
conforme lo que apunta Alfonso Valle. Así se explican los grose-
ros menosprecios y burlas que hace el Güegüense a costa de los
Machos. Precisamente, es característica la idea despectiva que el
nicaragüense se ha formado de ese animal híbrido, como lo prueba
hasta la saciedad nuestro refranero. Por su parte, "ratón" es otro
insulto, ya que, en germanía, significa "ladrón cobarde"; lo cual es
natural en boca del Güegüense, por aquello de que "el que las usa,
se las imagina". Y tal acepción casi coincide con la que había dado
Juan Hidalgo, en su Vocabulario Latino, a saber: "furunculus seg-
nes" (literalmente, "ladronzuelo perezoso o cansado"). Además, el
Güegüense dice con claridad que sus machos "están algo mata-
dos", "desde la cruz hasta el rabo", como consecuencia de mis
energías ... " Pero, casualmente, uno de los mismos tiene una espe-
cie de "furúnculo" -que "furta" la savia vital-, una tumoración
"muy hinchada" ("Reviéntala, muchacho.") y producida por la
"baticola", o sea, en el tronco del rabo. Pues bien, en Nicaragua lla-
mamos "ratonera" a la enfermedad que consiste en un tumor en la
cruz de las bestias caballares y, analógicamente, conocemos como
"ratón" al bíceps contraído o abultado. De ahí que, si imitásemos a
los referidos traductores, "macho-ratón" sería también "mulo
enfermo" o "tumefacto" de la cruz al rabo.
En una ocasión hablé de la danza como "rito del ritmo", y
148 MITOLOGÍA. NICARAGÜENSE

ambos términos, al referirlos ahora a los bailes típicos de Nicara-


gua, adquieren su máxima expresividad. Porque las danzas de
nuestro folklore están asociadas a ceremonias devotas, como las de
San Jerónimo, en la ciudad de Masaya, o las de San Sebastián, en
Diriamba. Pero esto no significa que hoy se tengan por bailes de
contenido religioso, equivalentes a los llamados "míticos", de la
época precolombina, que figuran en los Anales de los Cakchique-
les. Los nuestros, pues, son "rituales" en el sentido de no haberse
desarrollado a la sombra de celebraciones de carácter civil. Y, en
cuanto a lo del ritmo, los bailes nicaragüenses, en general, se dis-
tinguen por su cadencia regular y no por sus cambios rítmicos. Son
casi danzas sin mudanzas, que, consideradas respecto de los dos
puntos de apoyo de la música: repetición y variación, tienen más
del primero que del último. Pero hay también una gracia de la
monotonía, cuando nace de esa verdadera originalidad en que con-
siste lo primitivo. Y, precisamente, nuestros bailes, que suelen
mezclarse con el canto y hasta con la recitación de diálogos, tienen
sabor de corea griega; son salvaciones en el tiempo o ecos de aquel
estado originario anterior a la separación de las artes musicales.
Los solos nombres de esos bailes de Nicaragua ("La Y egüita", "La
Vaca", "El Zanatillo", "El Garañón" ... ), revelan el espíritu indíge-
na que los anima. Y recuérdese que nombres semejantes tienen las
danzas quichés de que habla el Popal Vuh: danza de la comadreja,
del búho, del armadillo y del ciempiés; danzas de inspiración
mágica o suertes de sortilegio, que vincularon al indio con los ani-
males místicos y misteriosos de un culto fatalista a la naturaleza.
De allí brotó, asimismo, la creencia de los primitivos nicaragüen-
ses en los ''texoxes'', es decir, los hombres que se encarnaban en
animales; típico hecho de hechicería, que tiene el embrujo de una
fe de infancia y el encanto de todo encantamiento.
Ello no quiere decir que nuestros bailes folklóricos sean los
mismos que ejecutaban los indios nicaragüenses. Porque las
danzas populares que hoy tenemos resultan hijas de la normal
evolución de la música. Son expresiones mestizas en la mímica
o el gesto; pero acaso conserven bastante pura la emoción indí-
gena, como una atmósfera del inconsciente en la que aflorasen
las fuerzas elementales. En aquellos bailes primitivos, con
III. MITOS LITERARIOS 149

acompañamiento monocorde, se identificaban el ritmo corporal


y el ritmo vital. Así se explican las danzas propiciatorias moti-
vadas por la fertilidad, en la recolección del cacao, de que nos
habla Gonzalo Femández de Oviedo, o aquellas otras de inicia-
ción guerrera, que eran todo un "ars moriendi", en el cual nues-
tro viejo cacique Agateyte ponía a prueba el valor de los dan-
zantes. En los bailes del folklore nicaragüense destacan, en
cambio, el carácter, estético sobre el totémico, la coreografia
sobre el ceremonial supersticioso, el arte sobre la naturaleza.
Pero no se trata de la pasión o el sentido que puedan separar a
nuestras danzas primitivas de las propiamente folklóricas. Por-
que cualquier distancia se vuelve más, visible en la dimensión
plástica: en la vibración de las imágenes, en los movimientos y
en las figuras. Los bailes de nuestro folklore son ya, sin duda,
muy evolucionados respecto de aquellos "areitos" o "mitotes",
descritos en la Historia General y Natural de las Indias. N o hay
que buscarle tres pies al baile de nuestros aborígenes. Así el
"contrapás", que dice Oviedo, debe entenderse literalmente, tal
como lo entendió Girolamo Benzoni, al expresar que el corifeo
de nuestras borrosas danzas arcaicas "va siempre caminando de
espaldas, dándose vueltas de vez en cuando, y lo mismo hacen
todos los otros, en grupos de tres o y cuatro con un orden regu-
lar". Aquel contrapaso está lejos de ese paso cruzado que mar-
ca, por ejemplo, el compás de base binaria de "El Zanatillo".
Oviedo también da testimonio de que, en las danzas precolom-
binas de Nicaragua, existía el ritual en el que dos muchachos,
colgados de cuerdas, giraban en tomo a un mástil, al estilo de los
voladores mejicanos. Pero lo más curioso es que el mismo cro-
nista refiere con precisión que nuestros indígenas bailaban indi-
vidualmente' como en los citados bailes de prueba militar, o que
otros danzantes, en número de sesenta, eran "hombres todos, y
entre ellos ciertos hechos mujeres", o bien, que danzaban en
corros, en diferente ocasión, yendo "las mujeres asidas de las
manos, e otras de los brazos, e los hombres en torno de ellas,
más afuera, así asidos... " Todo lo cual parece indicar que la pre-
sencia habitual de la pareja de ambos sexos en nuestros bailes
folklóricos fue una innovación mestiza, aunque se diera en otras
150 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

culturas prehispánicas, eso sí, con más frecuencia entre los


incas que entre los aztecas. De aquí que las parejas de bailarines
en el folklore nicaragüense no sólo tengan aires de iniciación
amorosa, como en todos los tiempos y lugares, sino que tal vez
sugieran, no obstante su naturaleza popular, ciertas maneras de
las danzas trovadorescas y mediterráneas; danzas "corteses", en
el doble sentido de la cortesía y del cortejar.
Pero el pueblo nicaragüense baila con traje de faena, que
es, en parte, el mismo atuendo de los aldeanos más austeros de
Castilla, adaptado a las exigencias del clima tropical y hasta de
la botánica, como en nuestro sombrero de palma, trasunto del de
esparto o "sombrero de segador" de los españoles. Y debe
exceptuarse la creación nativa del güipil, como blusa femenina
estilizada, y los caites, de origen nicarao, que calzan él y ella.
Ese traje de diario -y ningún otro-- es el verdaderamente típi-
co de Nicaragua, si por tipismo se entiende un estilo y no, con
ligereza, lo vistoso. El modo de vestir de nuestros campesinos
es,justamente, la imagen de su lucha con el medio y, sobre todo,
consigo mismos. Por eso, en las fiestas mayores, como disimu-
lando su agónico mestizaje, suelen ellos también vestirse, lite-
ralmente, "de máscaras": máscaras de ojos azules y trajes corte-
sanos de época y sombreros de plumas y abanicos de encaje.
Nuestro pueblo no tiene, pues, un traje nacional de fiesta; pero sí
un uniforme cotidiano y sudoroso, vinculado a la tierra y al dra-
mático nacimiento de la nacionalidad.
12. EL MITO DARIANO DE LA INFANTA,
LAS DONCELLAS Y LOS MANCEBOS

L A GRAN paradoja del ser nicaragüense es que su identidad


reside en su ambivalencia, porque las paralelas de nuestro
mestizaje se encuentran en un punto: el de una agonía que signi-
fica la salvación o la pérdida de la existencia nacional. De algu-
na manera, pues, la historia de Nicaragua es el resultado de una
rara y peculiar superación de ese paralelismo genérico, ante el
peligro de dejar de ser. Todo mestizaje implica una especie de
dilema, y el nuestro se traduce en un constante juego de la con-
ciencia y el inconsciente, cuya puerta de escape se da siempre en
el segundo, como una forma casi voluntariosa del "instinto de
conservación". Pero tal carácter nicaragüense no consiste, ni
remotamente, en una "duda metódica", sino en un "qué me
importa", frente a cualquier alternativa que no sea la del propio
existir o no existir. Y, desde luego, se trata de un desdén, más
que de una indiferencia. De ahí que aquel pueblo, tentado simul-
táneamente por la realidad y el irrealismo, se haga con frecuen-
cia el desentendido, como quien no pierde nada, lo cual equiva-
le, en último término, a salirse por lo irreal.
La verdad es que las perspectivas de nuestra gente suelen
ser irreales, porque se deben sobre todo a una conciencia mítica.
O sea que, no obstante la despótica realidad de nuestro paisaje
natural-y quizá por ello mismo--, el nicaragüense destaca en
un contorno de irrealismo, casi de tapicería, como los fondos de
Botticelli. Por añadidura, nuestro universo está cruzado por
aires sibilinos, y hasta podría hablarse del "hechizo" de Nicara-
gua, en un sentido más literal que el de aquello del "embrujo de
Sevilla". Pero adviértase que, en Nicaragua, la fiebre de la
superstición no convierte lo verdadero en fantasía, como en el
caso de aquel cristiano Caballero; sino que, al revés, hace de lo
imaginario una verdad de bulto. Y "bultos" llamamos precisa-
152 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

mente, a nuestros fantasmas callejeros y nocturnos: "El que no


quiere ver bultos, que no salga a la calle". Tan obsesionantes
fueron, por otra parte, los ancestrales ritos demoníacos, que los
nicaragüenses tienen la festiva costumbre de disfrazarse de
demonios, masculinos y femeninos, como los satanes de Verlai-
ne; que usan el nombre del diablo en apodos muy tradicionales,
y que recitan coplas "endiabladas" en las cuales admiten haber
pecado contra la Ley de Dios, y acaso también contra las más
típicas tradiciones, al abandonar sus artes populares:
"En diablo me he convertido
desde que era artesano,
por hablar muy escondido
con la mujer de mi hermano. "
(Cít. por Peña Hemández)
Diríase, pues, que allí "muchos son lo diablos y poca el
agua bendita" -como predica un refrán-, si ello no fuese un
recurso fácil para escuchar lo inaudito.
Hay algo de balbuceo en el alma de aquel pueblo, como
alma que es sorprendida con las manos en el misterio. Y ya se
sabe que el vocablo "misterio" tiene una proyección religiosa o
mística, pero también otra de mistificación, es decir, de engaño
o equívoco. La propia deidad creadora de los viejos nicaraguas
se presenta, en superficie, como una duplicidad, como una pare-
ja celestial, varón y hembra (Tamagastad y Cipattonal), dentro
de la unidad de sus atributos de dioses mayores y héroes cultura-
les. Sin embargo, no se piense en un maniqueísmo, sino, al con-
trario, en un sólo principio como cantado a dúo. Todavía el espí-
ritu nicaragüense está sumido en aquel "misterio indio" de que
habló nuestro Joaquín Pasos, o en una perplejidad que recuerda
la infancia y, por supuesto, a la Infanta de "El Reino Interior",
de Darío. Nos hallamos, por fin, en el plano de la conducta, que,
entre nosotros, no es corriente que sea un plano inclinado
resueltamente hacia el beneficio o hacia el maleficio. Damos la
impresión de ser "irresolutos" ante virtudes y pecados, lo cual
no es sinónimo de ser "indiferentes". Pero ese mismo hombre
nicaragüense que, por lo general, no se compromete moralmen-
III. MITOS LITERARIOS 153

te con facilidad, quiere ser el primero en jugarse la vida cuando


se trata de sobrevivir en la historia, y hasta de hacer valer aquel-
la incertidumbre como hombría, en una sintomática exaltación
de la identidad personal. Por eso nuestro pueblo ha pretendido
dividirse, antes que nada, en "gallos" y "pendejos", o sea, en
nicaragüenses genuinos, camorristas o rebeldes hasta la subver-
sión y, por otro lado, en "entreguistas", pusilánimes o "servi-
les"; calificativo que incluso fue aplicado, ya a raíz de la Inde-
pendencia, a una de las banderías de nuestro bipartidismo.
De las siete Virtudes, las que faltan más en Nicaragua son,
sin duda, las cardinales, esto es, las que atañen directamente a
nuestra relación con el prójimo. Ahí está el hecho de que segui-
mos midiendo nuestro tiempo histórico por guerras civiles y
guerrillas. Y está el subdesarrollo, con máscaras y disfraces
como de carnaval --o "camal", que decía el Arcipreste de
Hita-, en todas nuestras fiestas folklóricas. Por algo, pues, el
nicaragüense Rubén Darío tiene en propiedad ese mito de la
Carne que Y caza Tigerino llamó "carnalismo". Pero hay otro
mito rubeniano que, específicamente, encama la perplejidad
ética de nuestro pueblo y, a la vez, aquel mundo de duermevela,
hermoso y terrible, donde las "figuraciones" andan sueltas, y
donde la figura humana y su sombra tienden a unificarse en una
sola paradoja existencial-la del mestizaje-, que, como toda
paradoja, es solamente una apariencia de contradicción. Aludi-
mos al mito de la Infanta misteriosa, las blancas Doncellas y los
Mancebos de escarlata, en el ya mencionado poema "El Reino
Interior", de Rubén. Es claro que no se trata de un mito puro,
sino por extensión. Nos hallamos ante un gran mito literario,
ante un desarrollo más que alegórico del "mito de la metáfora"
-que dijera Turbayne-, y posiblemente ante el más cegador y
enterizo de todos los mitos creados por Darío. Esta raza mítica
es definida por el mismo Turbayne como "la pretensión de que
algo es lo que en realidad no es" (El Mito de la Metáfora); defi-
nición que, a simple vista, parece idéntica a esta precisión de
Jesi, referida al mito en sentido estricto: "lo que paradójicamen-
te es porque no es" (Mito). La verdad, sin embargo, es que hay
una diferencia radical entre ambas fórmulas. En el primer caso,
1~ MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

el querer que el mito sea, es la razón de su no ser; en el segundo,


por el contrario, el no ser es -justamente- la razón de ser del
mito. El llamado "mito de la metáfora" es, en principio, una
pura realidad lingüística; pero, en su "personificación" de mito
literario, se nos vuelve una realidad cultural en toda la extensión
del término, como la de los "mitos vivos" -de que hablan
Huizinga y Eliade-, los cuales tienen, evidentemente, vida
propia en nosotros. Porque el verdadero mito responde a esa
realidad humana que es la experiencia de una necesidad. De ahí
que el mito nos afecte en lo más hondo, y que Furio Jesi conside-
re su estudio como una rigurosa ciencia de lo que él ha denomi-
nado "las formas en hueco". Pero, además, aquí cabe recordar
que la primera nota distintiva del mito auténtico es su vincula-
ción a la génesis de una sociedad concreta; distinción que resul-
ta insalvable para otra clase de mitos.
Estábamos, sin embargo, en aquella creación que personi-
fica la incertidumbre del alma nicaragüense, característicamen-
te rubeniana (la Infanta), al presenciar el desfile de las siete vir-
tudes (las Doncellas) y de otros tantos vicios (los Mancebos).
Marasso vio únicamente la decoración de dicho mito, y no su
arraigo en el ser de nuestro pueblo. Por eso el crítico argentino
lo atribuía a una mera inspiración culturalista, y ni siquiera
logró palpar el mito, sino apenas una suerte de alegorías. El pro-
pio Marasso ha señalado como principales fuentes de la misma
el "Crimen Amoris", de Paul Verlaine, y la "Alegoría de la Pri-
mavera", de Sandro Botticelli (Rubén Daría y su Creación Poé-
tica). Pero, como veremos enseguida, entre el mito literario de
Rubén y el poema verlainiano o ese cuadro renacentista, conser-
vado en los Uffizzi, hay todo lo que va de una realización a una
fabulación. En efecto, el mito dariano es una fábula que el hom-
bre de Nicaragua vive "realizando". El poema de Verlaine, en
cambio, es una versión metafórica de aquel drama bíblico del
orgullo y la caída de los ángeles rebeldes. O sea que el autor de
"Jadis et Naguere" sitúa su "Crimen Amoris" en una perspecti-
va teológica -valga la expresión-; mientras que "El Reino
Interior" del poeta nicaragüense se da en un plano ético. Aquél
es el poema de la trascendencia, y éste, de la vida interior, como
IlI. MITOS LITERARIOS 155

un poema hecho, exactamente, "a conciencia". El primero fue


concebido sin el hombre; el segundo, con él. Y podría decirse
que, en cierto modo, uno termina donde el otro comienza. Por-
que la clave de "Crimen Amoris" está en el castigo divino a los
espíritus del mal, cuando un espantoso trueno enmudece la fies-
ta satánica:
"Quand retendit un affreux coup de tonnerre,
Et c'est lafin de l'allégresse et du chant. "
y es entonces cuando el palacio del orgullo se hunde ose
desvanece ("Et du palais aux cena tours aucun vestige ... "), por
fa mano fuerte y justa del Único que pone en evidencia el enga-
ño:
"Quelqu 'un de fort et juste assurément
Sans peine avait su déméler la malice... "
Por su parte, el mito rubeniano gira en torno de aquella
estrofa en que la "pobre infanta misteriosa" no se decide, al ser
interrogada por el poeta sobre "la blanca teoría" de doncellas y
la de "brillantes mancebos":
"Ella no me responde.
Pensativa se aleja de la oscura ventana
-pensativa y risueña,
de la Bella-durmiente-del-Bosque tierna hermana-
y se adormece en donde
hace treinta años sueña. "
Pues bien, esos versos de Dario revelan nuestra típica osci-
lación entre la conciencia y el inconsciente. Se dijera que aquel
pueblo nunca está despierto del todo -ni, mucho menos, total-
mente dormido--, sino más bien en un estado "proconsciente",
asimilable al que define Freud en La Interpretación de los Sue-
ños. Y ese permanente juego psíquico hace pensar en un modo
de ser especialmente lúdico del hombre nicaragüense, con sus
mitos a cuestas, hasta el punto de que parecen escritas para él las
siguientes palabras de Huizinga: "En cada una de esas capri-
chosas fantasías con que el mito reviste lo existente juega un
espíritu inventivo, al borde de la seriedad y de la broma"
156 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

(Homo Ludens). ¿Qué otra cosa declara Rubén de su Infanta


"pensativa y risueña", sino que "se adonnece" -precisamen-
te-, es decir, que prefiere sumirse en ensoñaciones a responder
con claridad? Pero conste que esa vida de crisálida de la infanta
dariana no aparece aislada en el poema, sino con el contrapunto
de la realidad, con ese verdadero testimonio de la conciencia de
haberse entrado en la plenitud vital; vital y poética, a la vez, si se
conjuga en singular por referencia al alma del propio Darío:
"y se adormece en donde
hace treinta años sueña. "
No hay duda, pues, de que aquella metáfora lingüística de
Verlaine se muestra distinta y, además, alejada de esta "metáfo-
ra mítica" del poeta nicaragüense. Pero debemos insistir ahora
en que el mito rubeniano aparece como un trípode, pues no
podría tenerse en pie con la sola imagen de la infanta. De ahí que
la carga mítica de "El Reino Interior" no consista en la tradicio-
nal representación del alma como prisionera del cuerpo, sino en
la recreación de un alma perpleja que sólo puede concebirse res-
pecto de una dilogía: las virtudes y los vicios. Doncellas y Man-
cebos son, por lo tanto, los otros puntos de sustentación de este
mito del alma nicaragüense, ebria de tantas "adorables visio-
nes", como en el poema dariano. Allí habitamos, con Rubén,
una "terra incognita", un misterioso y encantado país, donde
posan las Doncellas el pie breve sobre un "rosado suelo", con
insólitas flores "de la flora gloriosa de los cuentos azules", y
donde los Mancebos llenan el aire "de hechiceros veneficios",
con sus "dos carbunclos mágicos de fulgor sibilino". ¿Qué más
da que el propio Darío indicara en su poema las fuentes cultura-
les del mismo, si la mayoría son de carácter ilustrativo, y si nin-
guna prefigura en plenitud el mito dariano? Es cierto que Fra
Domenico Cavalca le evocó "la libertad de la inocencia", que
dice nuestro poeta en Los Raros; así como "The Blessed Damo-
zel" ("La Doncella Bienaventurada"), de Dante Gabriel Ro-
ssetti, le pudo estimular la visión onírica, la entonación interro-
gativa y el sentido plástico de un arte de la vida interior, todo
sinceridad y profunda sencillez. Pero lo curioso sería que, en
1lI. MITOS LITERARIOS 157

dicha ocasión, el poeta nicaragüense no hubiese pedido auxilio


al primitivismo de Cava1ca o al medievalismo de Rossetti. Por-
que uno y otro eran guías seguros en ese mundo en que la irreali-
dad se vuelve normal.
Pues bien, aunque ya Rodó hacia notar que allí el alma es
"igualmente sensible a los halagos de la Virtud y a los halagos
del Pecado" y "que los sigue desde su soledad", ni Marasso, ni
Salinas, ni López Estrada insistieron en la trinidad estructural
de este mito, como tampoco en la evidencia de que la Infanta
rubeniana no se queda en una simple indecisión, sino que final-
mente parece como si le diera igual la teoría de Doncellas que la
de Mancebos. Salinas escribe que "Rubén acertó magistralmen-
te con un símbolo de objetivación del dualismo espiritual" (La
Poesía de Rubén Daría); pero no se fija en que la. Infanta acaba
desentendiéndose de la dualidad como talo, al menos, hace que
se desentiende:
"-¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos!
-¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!"
López Estrada, a su vez, apuntó lo que sigue: "El poema
está dispuesto a la manera de una Sicomaquia (o lucha entre el
Bien y el Mal en el alma), sólo que en este caso las dos potencias
no se enfrentan en combate, sino que quedan paralelas, a un lado
y al otro del camino" (Rubén Daría y la Edad Media). Lo subs-
tancial, sin embargo, del mito dariano no está en un alma escin-
dida que, como en el "Responso" a Verlaine -traído a cuento
por el mismo López Estrada- da una faz a las virtudes y la otra,
a los, vicios, "paralelamente". Porque lo esencial del mito nica-
ragüense consiste en la unidad o la persistencia de una conduc-
ta, cuya vacilación resulta un modo de expresar que a la con-
ciencia rubemana personal-y colectiva-le tiene sin cuidado
la posibilidad de escoger uno de los términos de la doble opción,
como si se tratara de superar el paralelismo con una conducta
que tiene mucho de irreal. ¿Acaso no es revelador que, en Histo-
ria de mis Libros, Darío --como la Infanta del mito- no diga
nada del contenido o la significación del simbolismo de su poe-
ma, limitándose a dar pistas de algunas influencias literarias
158 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

generales y de una alusión de importancia mínima? En este


mito, pues, las paralelas de Doncellas y Mancebos, como ele-
mentos de composición, deben completarse con el personaje de
la Infanta, en una definitiva forma triangular, sin más ejemplos
culturales conocidos.
Por 10 demás, es lógico que nuestro poeta recordara entonces
los satanes de ambos sexos de Verlaine, seguramente asociándolos
a los Diablitos y Diablesas del folklore de Nicaragua. Lo que ya no
parece tan acertado es afirmar, como hace Marasso, que Rubén
transformó en pecado al Mercurio (o Hermes) de "La Primavera"
-botticeliana -figura semidesnuda y con un corto y encamado
manto--; sobre todo, teniendo en cuenta el precedente de los Man-
tudos nicaragüenses, bailantes callejeros que fingen la imagen dia-
bólica de la desesperanza, y que suele vestir de rojo encendido y de
otros colores detonantes. Pero si los Mancebos, "ambiguos prínci-
pes decadentes", sugieren "máscaras"; las Doncellas también, a su
manera, son personajes sin rostro. Aquéllos muestran la máscara v
éstas no dan la cara:
"Y los cuellos se inclinan, imparciales, en una
manera que lo excelso pregonan de su origen. "
Darío las concibió deslumbradoras, como siete "manchas"
de un blanco hiriente o, si se prefiere, como la propia luz, sin
mancha:
"¡Alabastros celestes habitados por astros:
Dios se refleja en esos dulces alabastros! "
Y es natural que el poeta haya situado sus huidizas apari-
ciones --como "bultos" nicaragüenses que parecen escurrir el
bulto-- en un escenario de irrealidad, y que asimismo pensara
en el "desnaturalizado" tratamiento del paisaje en las obras de
Botticelli. Por eso, las reminiscencias del pintor florentino en
"El Reino Interior" hay que buscarlas en el irrealismo de los
fondos y en el motivo de la danza; motivo que al arte alegórico
de Botticelli le venía, precisamente, de su inspiración en los
mitos, pues "aunque la danza no pretenda o no sea capaz a
veces de lograr la expresión de un mito -según advierte Luis
III. MITOS LITERARIOS 159

Bonilla-, su contenido es siempre simbólico ... o constituirá un


simbolo inconsciente de ritual ancestral tantas veces sentido
por generaciones pasadas" (La Danza en el Mito y en la Histo-
ria).
Todo ello, sin embargo, no justifica el deseo de ver en las
Doncellas darianas un trasunto de esas Gracias de la "Alegoría
de la Primavera", como unas Gracias en Gracia Divina, paro-
diando a Letamendi. Y la objeción se impone no por razón de la
anécdota de que las figuras de Botticelli danzan en corro, mien-
tras que las de Darío desfilan danzando, como formadas en "fila
india"; sino porque, en las referidas Gracias, la intensidad fiso-
nómica, la nitidez de los desnudos, como cincelados bajo las
gasas que flotan, y su presencia misma de formas plenas, tienen
poco o nada que ver con las "visiones" femeninas de nuestro
poeta, tan inasibles, tan etéreas en su luminosidad. Que Rubén
evocara los "graciosos gestos" o la actitud de baile del trío botti-
celiano que se toma las manos, no resulta nada extraño; lo ver-
daderamente raro es que Marasso, sabiendo que la representa-
ción doncellil de las virtudes se remonta muy lejos dentro de la
propia tradición cristiana, tuviera que apelar a una metamorfo-
sis de las Gracias de Botticelli,. Y hay todavía, en el mito daria-
no, un cuarto tipo de personajes, las Tentaciones, que se distin-
guen rotundamente de los Mancebos, y que "de sus liras meli-
fluas arrancan vagos sones". Se trata, pues, de un tipo marginal,
que se limita a ser una imagen de las Tentaciones como pura
música, y que, por lo mismo, no interfiere en el equilibrio de la
construcción mítica, de base ternaria. Las Tentaciones son, en
definitiva, la "música ambiental" del mito, y, en cuanto a perso-
nificación, ocupan el grado de mayor enrarecimiento, en esa
escala que va de ellas a los Mancebos, donde la presencia de
éstos resulta la más detallada y corpórea entre todas:
La geografia poética de "El Reino Interior" es una "selva
suntuosa", tan diferente de aquella "selva oscura" en la que
Dante se extraviara, como de la "campiña evangélica" que se
extiende al final del "Crimen Amoris", de Verlaine. En cambio,
la suntuosidad característica de aquella selva dariana es tan
mítica y encantada como el paisaje de la alegoría del "divino
160 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Sandro"; sólo que el último no parece propiamente una selva,


sino un bosque, con árboles dispuestos de manera geométrica y
cuyas ramas incluso forman un arco sobre la cabeza de la Prima-
vera. Tendremos que acogemos, por consiguiente, a la sospecha
de que lo de la "selva", en Rubén, se corresponde con una voca-
ción estética que abrió los ojos en la Naturaleza del trópico, lo
cual no invalida la irrealidad del ambiente descrito por el poeta,
ya que en todo mito -y, por ende, en el literario- hay un
soporte de verdad. Y aquí lo verdadero es la densidad de sortile-
gio de la vida nicaragüense, que nos hace pisar una tierra nada
firme o dejar en suspenso el presente. Pero si el hoy se queda
para después, es porque la suerte se ha disfrazado de voluntad
cotidiana, y se muestra como dispensadora de los bienes y los
males que a nuestro pueblo le llegan vivos. De tal modo, cre-
emos estar viviendo de cara al futuro, cuando ese futuro sólo es
un fantasma de nuestro pensamiento mítico. A ello se debe que
gran parte de la historia de Nicaragua gire en tomo a un Canal
Interoceánico por nuestro territorio o, mejor, a un Canal siem-
pre en futuro, tan espectral y tentador como el más poderoso
mito clásico de la prosperidad o la "edad de oro" de un pueblo.
El caso es que los mitos se presentan como soluciones de lo
venidero; pero su auténtica eficacia responde a una fuerza de
recuperación del pasado. Y ésta se hace necesaria para vivir la
propia actualidad, porque así como el pretérito de la historia no
es recuperable en sus "funciones vitales" -y, por lo mismo,
decisivas-; el mitológico se vive, sin duda, como una verdade-
ra "presencia de espíritu", que los nicaragüenses no deberíamos
confundir con todo el presente ni, muchísimo menos, con nues-
tro porvenir.
13. EL HOMBRE-SÍMBOLO,
PÁJARO DEL DULCE ENCANTO

S IMULACIÓN y desencanto son los polos del mito. Porque,


de un lado, la criatura mítica ---que, esencialmente, es fingi-
da- llega a ser el supremo· encantamiento. Por otro lado, en
cambio, el mito corre el peligro de todo simulacro, que es des-
mitificarse, lo cual siempre equivale al desengaño. Pero el col-
mo del mito es que se mitifique, como sucede en Nicaragua, la
propia desilusión. Ahí está nuestro "cuento de camino" del
pájaro que disimula su tristísima realidad, y al que nosotros lla-
mamos, con amarga ironía, Pájaro del Dulce Encanto, porque
desaparece entre las manos y de forma brutal, convertido en
excremento. Ese pájaro encantado es, pues, el mito del desen-
canto, es decir, de la rota ilusión nicaragüense, y acaso también
la figura de nuestro peculiar simbolismo político. Así parece
haberlo visto José Coronel Urtecho, en su relato "La Muerte del
Hombre-Símbolo" (1938), que es como un mito del mito nacio-
nal por excelencia y, además, consciente de su ser mítico, por su
propio carácter literario.
El Hombre-Símbolo, de Coronel, es en el fondo un pájaro
de cuenta, que vive el dulce encanto de la política, y cuya muer-
te representa la desmitificación. Pero esto no significa que mue-
re con él su mito, porque se trata de la muerte de la ilusión ajena,
del desengaño en los otros, y porque, en definitiva, el Pájaro del
Dulce Encanto renace de su estiércol, que sólo es atrapado en
apariencia. Y, el Hombre-Símbolo tiene el encanto de un verda-
dero encantador de serpientes: "el disimulo -dice- es, la pie-
dra angular de la civilización y la cultura." Él da la imagen
nicaragüense del político civilista que se finge civilizado; pero
cuya conciencia, en realidad, es la pura conciencia mítica, como
él mismo nos enseña: "el licor es uno de los consuelos del hom-
bre civilizado. Pero esta verdad hay que ocultarla al pueblo,
162 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

pues constituye uno de los grandes secretos de la civilización.


No olvides que toda cultura se basa en pensamientos esotéri-
coso "
Este Hombre-Símbolo, no obstante, es sólo un mito litera-
rio, y, por ello, se da cuenta de lo que es. En efecto, no desea
pasar a la posteridad como producto del inconsciente colectivo,
o por su magia personal de "ocultista", sino que aspira a la
inmortalidad entre su pueblo, pero dejando de ser mito, o sea,
que él entiende como una paradoja el mito de su propia "desmi-
tificación": "Deseo que la juventud y las generaciones futuras
no me tengan como una estantigua. Quiero que sepan que he
sido un ser humano." Lo que en verdad pretende el Hombre-
Símbolo es no ser hombre a medias, y, sin embargo, la mitad
simbólica que le confiere su valor de mito es lo que ya perdura,
entre nosotros, después de muerto el hombre.
Todo lo que predica nuestro personaje va dirigido a su ahi-
jado --que, sin duda, es el pueblo nicaragüense-, a quien
aquél intenta formar a su imagen, únicamente a su imagen, por-
que, en substancia, el arquetipo no tiene semejanza. De ahí que
en nuestra política no exista el "otro yo", pues el yo paternalista
es sólo uno. Coronel nos habla, precisamente, de la "paternal
vigilancia" de su Hombre-Símbolo, que actúa como un dómine
rousseauniano: "Considero mi obligación sagrada velar por el
desarrollo de su inteligencia y ocuparme de la formación moral
de su corazón." Y adviértase que dice "obligación sagrada" o, lo
que para el caso da lo mismo, mágico-religiosa. Se explica,
pues, que el personaje mítico sea también "padrino" y, por lo
tanto, "patricio", como que en él "se reflejaban las inflexibles
tradiciones de la virtud republicana"; así como es "patriarca"
("A sus años que eran setenticinco ... ") y hasta "patrón" de su
hacienda "Las Limas" o del Partido Moderado o del Poder en la
sombra: "Tres veces me ofrecieron la Presidencia en condicio-
nes inaceptables, pero ahora comprendo que no debí haberla
rechado." La verdad es que el Hombre-Símbolo resulta más
eminente que una "eminencia gris"; pero se halla, eso si, "a la
sombra" del Poder. Se trata, más bien, de un hombre blanquea-
do, como los sepulcros; hombre de "manos blancas", que apare-
III. MITOS LITERARIOS 163

ce como fundador del "partido de la gente honrada", y que por


dentro es apenas un "viejo verde": "Creo que tú serás un marido
correcto. Yo en cambio si me casara ahora sucumbiría a las
tentaciones del adulterio".
Para sus partidarios, es un genuino conservador; para los
otros, algo más: un político en conserva. La prensa de oposición
dice de él que, "aunque contrario a los avances de la evolución
social y apegado a costumbres arcaicas, ha sido un hombre hon-
rado de verdad. .. "De ahí que tenga validez el mito también entre
los miembros del Partido Avanzado. El personaje, pues, no se hace
sospechoso para unos, como Tartufo, y tampoco simboliza el dul-
ce encanto de la hipocresía, sino, por el contrario, el desencanto
que trae la caída de una máscara. El Hombre-Símbolo, como hom-
bre -si cabe tal distinción-, personifica igualmente nuestro
bipartidismo; en cambio, como símbolo es la sola desilusión de
que avanzados y moderados forman, en realidad, una y la misma
clase de "guatuceros", que dice nuestro pueblo, con expresión
hiperbólica sin duda. Porque aquella "guatuza" que atribuye el
nicaragüense a los políticos de oficio es algo más que un signo de
burla o desprecio: es la higa que se hace en el bolsillo para engañar
al pueblo, falsificando su desgracia.
Pero el caso es que ese símbolo del Hombre-Símbolo no
tiene piezas de recambio, y si alguna vez, en público, diera su
brazo a torcer, éste se rompería sin remedio. Por ello, únicamen-
te se confiesa con su ahij ado, que es agente comercial y paciente
simbólico. Pues ocurre que el ahijado va influyendo, a su vez, en
el padrino, hasta casi cambiarse los papeles, apareciendo al
final el Hombre-Símbolo como un dómine dominado, o atrapa-
do en apariencia como aquel Pájaro del Dulce Encanto. A la
hora de la muerte, el Hombre-Símbolo revela su "ars moriendi"
al oído del joven confidente: "Deseo hacer mi confesión al dia-
blo." Y no es que el padrino sea precisamente un escéptico,
puesto que nos hallamos ante un monumento vivo, o ante ese
muerto en vida que pone su fe en la vida; que cree, por 10 tanto,
"en el amor a las cosas bellas" y en el amor, en general, empe-
zando desde luego por el amor a sí mismo.
Sin embargo, parece que el Hombre-Símbolo teme hablar
164 MITOLOGÍA NICARAGUENSE

del más allá, como si fuese tabú. Ese silencio se debe, probable-
mente, a su conciencia mágica, que así, con el pretexto del puro
más acá, pretende disimular hasta su propia agonía: "Sólo te he
hablado del mundo que vaya deja. Del otro mundo te hablaré
cuando llegues acompañarme." No dijo más el Hombre-Sím-
bolo. Pero su testamento -oral, como la sola tradición- es una
burla sucia, con riesgo de su símbolo; una burla semejante a la
del pájaro del cuento. Porque aquel Hombre-Símbolo, agoni-
zante, había hecho prometer a su ahijado que éste divulgaría el
secreto del mito del padrino, es decir, la verdad de su engaño:
"No creo una palabra de todas mis doctrinas políticas y socia-
les. No creo en el Partido de la Gente Honrada, que es un parti-
do de fariseos. No creo en la honradez de los que se hacen lla-
mar la gente honrada. No creo en la virtud republicana que he
predicado, porque no es más que un traje de ceremonias. No
creo en la democracia que he difundido porque es la peor de las
opresiones: la opresión de las masas ignorantes. No creo en las
campañas moralizadoras ... Enfin, hijo mío, no creo en nada de
lo que he defendido."
Pero el mito sigue en pie -fénix o pájaro que resucita de su
asqueroso juego-, en perjuicio del ahijado, que resulta ser la
víctima de esa burla sangrienta del padrino: "Yd. puede caer a la
cárcel por calumniar la sagrada memoria del Prócer", le amena-
zan los dirigentes del partido. El miserable cae en desgracia,
obligado a retractarse en aras del hombre mítico. Y las mismas
letras suyas de rectificación traslucen el espíritu de un pueblo
que se escuda en la burla cuando ha sido burlado: "Por broma
únicamente me permití atribuirle ciertas frases absurdas, in-
compatibles con su carácter, en la seguridad de que no serían
tomadas en serio por los que conocieron a aquel grande hom-
bre." No basta, sin embargo la sola humillación del sacrificio,
sino que se le impone también el exilio, que es como el sacrifi-
cio de a humillación. Y menos mal que el nicaragüense suele ver
el exilio como una forma creadora de aislarse o la pura de ensi-
mismarse y hasta de cultivar su típico narcisismo: "En mis ratos
de ocio, leo los clásicos -más no los clásicos de mi padrino
sino los verdaderos."
III. MITOS LITERARIOS 165

El narcisismo, lógicamente, es propiedad privada; pero


está claro que opera en función de la colectividad, y hasta puede
considerarse, por extensión, como nota distintiva de la idiosin-
crasia de un determinado pueblo. Concretamente, entre noso-
tros es posible referirse a un narcisismo familiar y también del
nicaragüense en general. Sucede algo semejante con la literatu-
ra, que es una fe de vida personal y, además, social. Pero aquí no
tratamos de nuestra "fe" -la del nicaragüense en el propio
"yo"-, sino del "símbolo de la fe" nuestra, del narcisismo por
pasiva, que propicia el fenómeno del Hombre-Símbolo en el
caudillaje o en ese narcisismo del Estado que son los regímenes
dictatoriales. Eso explica el caso de verdadera supervivencia de
Sandino, así como el hecho de que el general Emiliano Chamo-
rro fuese en Nicaragua "el Caudillo" por antonomasia durante
más de medio siglo, sin que se haya dado algo parecido en los
demás países de Centroamérica. Por si fuera poco, nuestro pue-
blo suele llamar "el hombre" al gobernante o al líder, y así no
resulta extraño que José Coronel escribiera la noveleta del
Hombre-Símbolo.
El dinamismo peculiar de cualquier símbolo no sólo llega a
transmitirse en Nicaragua por vía familiar, sino que también
logra una vigencia especial, de tipo contagioso o extensivo, en
la familia a que pertenece el Hombre-Símbolo. El más antiguo
hombre-símbolo entre los Chamorros -no el arquetípico de
Coronel, por supuesto- fue don Fruto, primer Presidente de
aquella República, caudillo legitimista y hombre de carácter
enérgico, esto es, el típico "hombre de una sola pieza". Por ello,
Jerónimo Pérez, su contemporáneo, comienza describiéndole
de este modo: "Tenía un valor extralimitado, y cuando adopta-
ba una determinación, era tan resuelto y firme, que nada podía
hacerle ceder cualquiera que fuese el éxito que se le presenta-
se..." (Memoria para la Historia de la Revolución de Nicara-
gua, la parte, c. 1, p. 4). Significativamente, la divisa blanca del
Partido Legitimista -la "divisa", que es ya un símbolo y que
parece aquí también una prolongación del Hombre-Símbolo-
ostentaba este rotundo, lema: "Legitimidad o Muerte", el cual
es aún más radical que el del Escudo N acional de Chile: "Por la
166 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Razón o la Fuerza". La inflexibilidad -a veces con rasgos de


heroísmo-- que ha sido frecuente en los Chamorros, contrasta
con la elegante ductilidad de la familia Sacasa.
Interesa ahora precisar que el Hombre-Símbolo se mueve
en esa frontera cosmo-psicológica que, a un tiempo, separa y
une la realidad de la vida y la vida de lo misterioso, abierta a la
pura idealización. A ello se debe que se conociese igualmente a
Emiliano Chamorro por "el Cadejo", personaje fantasmal de la
mitología nicaragüense. Porque todo símbolo es "plurisigno"
(Caudillo y Cadejo), y, además, "vive" en nosotros por partici-
pación: participando de nuestra vida. El símbolo no es de este
mundo de los "quanta", sino del "otro" cualitativo y axiológico.
De aquí que el Hombre-Símbolo no sea un símbolo "química-
mente puro", sino una especie de centauro, que tiene la existen-
cia verdadera -acompañada de eficacia- y, a la vez, esa ver-
dad eficacísima del "mito", el cual, etimológicamente, significa
"mentira"; pero "una mentira sin mácula, / hecha verdad a fuer-
za de pureza", según escribió Martínez Rivas, definiendo la
poesía. No estamos, pues, ante lo "ex(s)istente", sino ante lo
poco que ya puede sugerir el vocablo "in-sistente", en su senti-
do original de permanecer o tenerse una cosa en otra. Porque el
símbolo, como la poesía, es símbolo con nosotros. Y dígase si
no es revelador el hecho de que el Simbolismo, en literatura,
adquiriera la ciudadanía castellana por obra y gracia del nicara-
güense Rubén Darío.
El símbolo es una imagen, todo lo arquetípica que se quie-
ra, pero "imagen", al cabo. Una imagen que, aunque esté en
nosotros, "se mete por los ojos". Ello supone una auténtica
borrachera de la vista (¿no se han empeñado en hablar allí de
"exteriorismo"?), y quizá por eso nuestro pueblo dice de conti-
nuo "Yo lo vide" (siempre el "yo" de Narciso), como si fuese un
permanente "testigo de vista". Sin embargo, lo más importante,
al respecto, es que en Nicaragua confundimos el "ver" con el
"mirar", y así solemos decir "Volvé a ver", por el imperativo
"Mira", o viceversa: "He mirado a Nicasio", por "He visto a
Nicasio". Y el nicaragüense, que tiene la "fe del símbolo" -"fe
del ciego", al revés- "se muere por sus propios ojos" (Ovid.,
III. MITOS LITERARIOS 167

III, 440), como Narciso o como Rubén:


"Ay, triste del que un dia en su esfinge interior
pone los ojos e interroga! Está perdido. "
(Cantos de Vida y Esperanza, XXII)
Dicho de otro modo: el nicaragüense -prácticamente, sin
historia escrita- se va muriendo para la historia, ¿o será que
todavía no ha llegado a la misma, por hallarse a medio camino,
en donde están los símbolos? Efectivamente, todo simbolismo
tiene algo de primitivismo y, por supuesto, de ocultismo y
magia. Sólo así es posible entender lo de la "magia personal" o
el "magnetismo" del Hombre-Símbolo. Y también -por refe-
rencia a los misterios de Deméter, entre cuyos atributos figura-
ba el narciso, o acaso a los del Tamagastad de los nicaraos-
pueden explicarse títulos de libros como Poemas Eleusinos, de
Alfonso Cortés; Ensalmos y Conjuros, de Mejía Sánchez; Enig-
ma y Esfinge, de Octavio Robleto, o bien, Oráculo sobre Mana-
gua, de Ernesto Cardenal. El mismo Cardenal, refiriéndose a un
grupo de poemas neo-surrealistas de José Coronel, llegó al
extremo de dar entre paréntesis la explicación siguiente. como
una prueba más de misticismo primitivo -¿y por qué no hasta
de oráculo y pitonisa?-: "Coronel ha llamado LENGUAS a
esta nueva poesía, nombre que daban los primitivos cristianos a
ciertos discursos ininteligibles ... " (Nueva Poesía Nicaragüense
-Antología-). Ese terreno es también el de los "augurios" (así
se llama un poema de Cantos de Vida y Esperanza), que igual-
mente pisó Diego Manuel Sequeira, al asociar el nacimiento de
Darío en Metapa con la noticia periodística de que entonces
había aparecido un águila real en aquella región (Rubén Daría
Criollo). Y hasta Carlos Martínez, tan poco crédulo, tiene unos
versos titulados "Dichos de Augur". Pero los símbolos no subs-
tituyen a la historia y, en cambio, sí pueden, como imágenes que
son, ocupar el sitio de las ideas o, más, exactamente, disfrazarse
de las mismas. El símbolo antecede a la historia; no "hace las
veces" de ésta, pero "le cede la vez" e, incluso, puede sucederla,
como en las culturas decadentes.
Nicaragua es el reino del símbolo, aquel "reino interior" de
168 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

Darío, con sus doncellas de blanco y sus mancebos de escarlata:


hombres-símbolo: banderas-banderías-de los partidos polí-
ticos (verde o colorada), por cuyos colores murieron tantos
nicaragüenses hasta el primer tercio de nuestro siglo; "flor
nacional" (el sacuanjoche); "árbol nacional" (el madroño, co-
mo el del escudo de Madrid); "Musa y Gracias de Rubén
Darío", en la celebración anual de la Semana Dariana; legión de
mitos folklóricos (desde la Cegua y el Mosmo, hasta el Cadejo y
la Mocuana; desde los Mantudos y el Macho-ratón, hasta Tío
Coyote, Tío Conejo y el propio Güegüense), y también libros
como verdaderos emblemas o divisas: Entre la Cruz y la Espa-
da, El Jaguar y la Luna, ambos de Pablo Antonio Cuadra;
Terrestre y Celeste, de Ernesto Gutiérrez; De Tierra y Agua, de
Fernando Silva; La Libertad y el Amor, de Juan Francisco
Gutiérrez; La Soledad y el Desierto, de Horacio Peña; De Tro-
peles y Tropelías, de Sergio Ramírez ... inclusive la revista El
Pez y la Serpiente, que dirige Pablo Antonio. Pero hay aún más:
el Hombre-Símbolo, al ser un repertorio de valores ideales,
posee una "in-sistencia" que trasciende a lo universal, pues no
debe olvidarse que lo cósmico juega un papel importante en lo
simbólico, como apuntó Cirlot (Diccionario de Símbolos). Es el
caso del "Patriarca", de García Márquez. Lo peculiar, en cam-
bio, de nuestro Hombre-Símbolo es que, además de darse con-
fornle esa versión que nos integra en el universo, lo tenemos en
otra familiar -como "para andar por casa" o para integrarnos
en la propia familia-, que es la del "Patrón" (recordemos la
biografia de Justo Rufino Barrios, por Pedro Joaquín Chamorro
Zelaya) y, sobre todo, la paternalísima del "Comandante", de
Fernando Silva, sin contar la de Coronel, cuyo Hombre-Símbo-
lo, al mismo tiempo, es padrino, patricio, patriarca y patrón.
Téngase en cuenta, por añadidura, que el símbolo se produ-
ce en el inconsciente colectivo, por medio de una asociación
elemental de índole analógica, en base a una función óptica, e,
incluso, auditiva. Y tampoco debe prescindirse de la comunidad
de origen del propio término "símbolo" con cierto vocabulario
de connotación fálica, a través de las voces griegas "émblema"
y "émbolos". Pues bien, a la vista de todo eso, tal vez tenga sen-
III. MITOS LITERARIOS 169

tido el que la palabra "simbólico" sea clave en un chiste popular


y sucio, con juego de palabras, que se cuenta en Nicaragua. De
igual modo cabe interpretar lo de la "jeringuita de oro" de nues-
tro Güegüense, que Carlos Mántica entiende como jeringa de
lavativa, y que Cuadra pone como ejemplo de "burlona procaci-
dad", ya que ese símbolo se apoya en la ecuación "jeringa-ém-
bolo". Porque el lenguaje eufemístico del Güegüense tiene un
fundamento simbólico; queremos decir, el lenguaje de los nica-
ragüenses. Pareciera que nuestro pueblo, al hablar con imáge-
nes, camufla las ideas. Y téngase presente que los símbolos son
imágenes de ideas paradigmáticas. En la misma línea -si-
guiendo el "hilo azul" del Güegüense o de Rubén- estaría el
centenar de "voces de connotación sexual" que Peña Hemández
e y caza Tigerino incluyeron en su ponencia de ese nombre, pre-
sentada ante el VI Congreso de Academias de la Lengua (Cara-
cas, 1972). En efecto, allí aparecen los vocablos "pringadora" y
"aceitera", que, como es evidente, equivalen a la "jeringuita"
contenida en El GÜegüense. Pero ya Clemente Hemando Bal-
mori había subrayado el "carácter fálico original" de esta come-
dieta bailada.
En Nicaragua, la tradición literaria; desde Rubén Daría, no
ha restado fuerza de creación a la oralidad, acaso por el alto índi-
ce de analfabetismo -índice acusatorio- que padecemos. Sin
embargo, esa tradición nicaragüense por vía oral se halla en
estado fragmentario, entre otras causas, por nuestra pesada
cadena de guerras civiles, a partir de la Independencia. "Sangre
de Abel. Clarín de las batallas", cantó Rubén. Sangre en el Tró-
pico y Sangre Santa, dirían, respectivamente, Hemán Robleto y
Calero Orozco, haciendo bueno el principio de que el drama de
nuestro pueblo, sin teatro apenas, se demuestra novelando.
Estamos ante un pueblo fecundo y creador; pero que rompe la
mayoría de sus producciones. Dijérase un caso colectivo de lo
que el psico-análisis pudo haber llamado, por alusión al titán
devorador de sus hijos, "complejo de Crono" y cuyo personaje
no debe confundirse con el Tiempo, pero, en esta ocasión, tal
vez sí con el "destiempo". Todo indica que también se trata de
un pueblo insolidario, salvo en los círculos familiares; o sea, un
170 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

pueblo radicalmente insolidario como pueblo. De ahí que pueda


hablarse más de "tradición familiar" -la de cada familia-,
que de una tradición nacional. Nuestros mitos poéticos más
populares, como el Güegüense, han ido perdiendo vigencia y ya
casi no "salen a la calle". Somos celulares, pero no orgánicos ni
nacionalmente organizados, y por algo ha sido constante en
nosotros el sufrir la amenaza del despojo de nuestra nacionali-
dad.
Nuestras obras, lo mismo en el nivel del gobierno que en el
plano popular, y hasta en el literario, parecen creaciones "ex
nihilo", como si cada vez que hacemos algo partiéramos de
cero. Así, una de las primeras disposiciones del Gobierno del
doctor Juan Bautista Sacasa, en 1933, fue la de "que ninguna
deuda ni compromiso contraído por el Estado durante el Go-
bierno de Moneada obligaba al nuevo." ¡Yeso que se trataba de
dos gobiernos del mismo partido político! Por su lado, el Güe-
güense -arquetipo de nuestro pueblo- llega incluso a no ser
solidario con sus propios compromisos ni con los de sus hijos,
prometiendo primero casarse con doña Suche-Malinche ("Pues,
señor gobernador Tastuanes, ¿ haremos un trato y un contrato
entre este tuno sin tunal y doña Suche-Malinche?"), y olvidan-
do luego su promesa ("Yo no he hecho trato ni contrato con el
señor gobernador Tastuanes; sólo, que sea mi muchacho.") Y
nuestro refranero está plagado de referencias al "mata-mama"
-típica expresión que nos retrata en eso de ir contra lo nues-
tro-, o al desagradecido ("Indio comido, puesto en camino"),
que es un modo de ser insolidario, o al nicaragüense para quien
sus compatriotas mismos son únicamente "paisanos inevita-
bIes", como en la "Oda a Rubén Darío", del mismo Coronel
Urtecho:
"En fin, Rubén,
paisano inevitable, te saludo
con mi bombín,
que se comieron los ratones en
mil novecientos veinte y cinco.
Amén. "
III. MITOS LITERARIOS 171

Jorge Eduardo Arellano hizo notar (Panorama de la Lite-


ratura Nicaragüense) que la novela Trágame Tierra, de Lizan-
dro Chávez Alfaro, se presentó en portada, como expresión de
que "la muerte de los hijos salda cuentas con el pasado y abre
una nueva etapa de la vida nacional." Vivimos, pues, "entre dos
filos" -como diría el doctor Chamorro Zelaya-: entre liqui-
dar el pasado, es decir, la tradición, e improvisar "cantos de vida
y esperanza". Y la cita que hace Arellano suena a frase coral, sin
duda por resumir el modo de ser nuestro y, por ende, nuestro
paradójico "ser y no ser". Porque, así como el narcisismo con-
duce a la muerte, ésta, a su vez, puede llevar al narcisismo; CÍr-
culo vicioso o CÍrculo familiar de nuestro destino. ¿Sería dema-
siado sugerir que el "ser nicaragüense" -o su verdad- ha con-
sistido en resistir en el enfrentamiento con los otros, y que, antes
que un ser "vital", es un "ser ante el peligro"? Nuestra historia
está sembrada de ejemplos de lo que pudiera llamarse "patrio-
tismo instintivo", que nos parecería instinto de conservación si
no fuese nuestro. Cuando se da entre nosotros el patriotismo, a
secas, llegamos hasta verlo como contrario y, por ello, se ha
vuelto tantas veces motivo de diferencias. El Hombre-Símbolo
nuestro también es símbolo, aunque adverso, para sus adversa-
rios. Lo cierto es que, nunca somos indiferentes, y así nuestra
consistencia --en el sentido de "ser en la patria"- es resisten-
cia a la idea del "no ser" de Nicaragua; pero no a la de "ser dife-
rentes", en lo individual, de los nicaragüenses como tales. Por lo
demás, ya dimos a entender que el Hombre-Símbolo no tiene
sustitutos; puesto que nace del narcisismo, aunque, a la vez,
necesite de un clima simbólico, semejante al nuestro. Pero
cabría decir, por paradoja, que el Hombre-Símbolo ha sido, en
Nicaragua, acaso el único signo de solidaridad. La verdad es
que, a falta de sustitutos, allí tiene sucesores. Porque el hecho
mágico surge por contraposición a la amenaza de muerte en
común. Y el Hombre-Símbolo, en efecto, siempre es un caso de
mesianismo, estimulado entre nosotros por una tradición fami-
liar exclusiva y por un natural simbolismo socio-político.
14. TOLA Y LA NOVIA DE LOS NICARAGÜENSES

L A VILLA de Tola y las comarcas del municipio de ese nom-


bre, en el departamento nicaragüense de Rivas, poseen por
si mismas un "aura" de leyenda. Por lo pronto, hemos sido cau-
tivados por la magia del nombre, que asociamos al prestigio
universal de la clásica Thule, a través de la Tula mexicana. He
aquí lo que dice al respecto el arqueólogo nicaragüense César
A. Sáenz: "en el actual Departamento de Rivas, lugar habitado
por los nicaraos, se encuentra el pueblecito de Tola -a veinte
kilómetros de la costa del Pacifico-, atravesado por un río que
lleva ese mismo nombre. Lo que nos muestra una gran semejan-
za con la Tallan [TulaJ histórica del Estado de Hidalgo, y pare-
ce probar que estos toltecas quisieron perpetuar el nombre de
su gran ciudad en la semejanza que encontraron con ésta de
Nicaragua y con el nombre del río que pasa por ella" (Quetzal-
cóatl en Centroamérica, 1961). Está claro que el autor de las
frases anteriores ha tenido el cuidado de apuntar solamente el
carácter histórico de la ciudad de Tula, como si dependiera la
universalidad del mito de su particular ubicación en el plano de
lo real, o acaso de prestarle muletas geográficas, las cuales
siempre serían una versión de aquello que el ser mítico no es, y
jamás un apoyo de su existencia poética. Pero el caso es que la
Tula mexicana seguirá siendo una ciudad ideal, hecha a imagen
de Quetzalcóatl, y la misma que recrea López Portillo: "El pue-
blo estaba admirado y trabajaba con gusto en levantar la gran
mansión de Quetzalcóatl, que se alzaba sobre una loma, de
modo que podía verse y era vista desde cualquier punto de
Tula" (Quetzalcóatl, c. IIl, p. 41). Porque la Tula de hoyes asi-
mismo una añoranza de aquella otra ciudad por excelencia, que
es todavía tierra de promisión y santuario del dios.
También Pablo Antonio Cuadra -esta vez un poeta nues-
tro-- se ha referido a Tola, pero sin salirse de la esfera mitológi-
174 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

ca; o sea, sin desorbitarla: "La ciudad mítica de la nostalgia del


paraíso, por otra coincidencia, tenía el mismo nombre para el
mundo latino que para el mundo nahuatl de Mesoamérica:
Thule o Tula (Tola para los nicaragüenses)" ("América o El
Purgatorio", 1965-66). Yesos tres lugares, en efecto, resultan
uno sólo: la ciudad "eminente", la acrópolis que se alza sobre
todo 10 inferior, la pura permanencia que nos salva; esa ciudad
de los dioses y los padres que es, por 10 tanto, la ciudad del sol,
habitada por la propia claridad, es decir, por las ideas. Se trata,
pues, de una comarca ideal, de la sola república ejemplar, como
una patria del espíritu que cada día más se echa de menos. De
ahí, que suenen las palabras a cosas muy sabidas, porque el mito
consiste en una paradoja por medio de la cual el único lugar del
mundo que todos añoramos es un "lugar común": el país de uto-
pía que cada hombre quisiera que fuese el suyo real. Y así tiene
sentido, por ejemplo, la identificación de Tule con la Atlántida,
que, como cuenta Platón, tenía "una llanura situada no lejos del
mar, hacia el medio de la isla, la más bella, según se dice, y la
más fértil de las llanuras. A cincuenta estadios, poco más o
menos de esta llanura, también en medio de la isla, había una
montaña muy poco elevada. Allí habitaba uno de estos hom-
bres, que en el origen de las cosas nacieron de la tierra ... " (Cri-
tias o La Atlántida). Dígase si allí Platón no describe, a la vez, la
Tola nicaragüense. Y es asunto de considerar que aquella pobla-
ción nuestra tiene más de utopía que de verdad histórica y geo-
gráfica; pero no 10 es, en cambio, de empeñarse en localizar
concretamente la misma utopía. Tola es, en realidad, una peque-
ña villa que no ha crecido mucho desde que la viera don Pedro
Agustín More1 de Santa Cruz, esto es, al año siguiente de tomar
él posesión del Obispado de Nicaragua el 11 de septiembre de
1751. Por consiguiente, es Tola, de algún modo, un pueblo "ais-
lado" de la vida actual nicaragüense, y por ello participa, en
medio del oleaje de nuestro mundo, de la inmunidad de aquella
isla platónica.
Pero sigamos adelante en este delicado análisis cualitativo,
pues 10 dificil es contrastar la mitología de lo histórico; no limi-
tarse a escudriñar en ese lado flaco de los mitos que es su impu-
IIL MITOS LITERARIOS 175

reza o su dosis de realidad. Y es ya revelador que Tola asimismo


tenga un valle mítico junto al mar, y tan fértil y bello como la
celebrada llanura de la Atlántida. Lo cierto es que se cree que tal
valle, de casi dos kilómetros de largo, fue en el origen una gran
bahía, que hoy se ha quedado realmente en las modestas dimen-
siones de la bahía de Brito. Por 10 demás, lo mismo que en el pai-
saje platónico, en la demarcación municipal de Tola hay monta-
ñas de poca altura, cuyos nombres jugosos de simbolismo místi-
co' como La Estrella o El Cielo, evocan sin duda alguna los
tiempos originales, cuando el oriente mitológico o la región
solar, morada de los dioses, se hallaba más abajo, más cerca de
la tierra, y la línea del horizonte no era "barrera", sino peldaño.
Pero el mito geográfico de Tola desemboca en ese otro del
Canal Interoceánico en suelo nicaragüense, que es nuestro mito
de la abundancia y, a la vez, de la prosperidad. El hecho es que,
en el proyecto de Mr. O'Childs, el trazado de dicha ruta incluye
en su terminal la desembocadura del río Tola y la citada bahía de
Brito. Con 10 cual la riqueza de aquel valle resultó doblemente
mitificada y reforzada la buenaventura del destino insular de
nuestra, villa, que nos lleva a la imagen de los fértiles campos o
de las islas bienaventuradas que buscaba también Horacio
("arva, beata / petamus arva, divites et insulas ... ").
Ahora bien, a la apariencia o representación de isla llena de
gracia y "afortunada", en Tola se ha sumado la idea de creación,
porque 10 cierto es que en las mismas tierras de aquel istmo de
Rivas empezó la aventura nicaragüense: ''podemos afirmar
-escribe León-Portilla-que la migración de los nicaraos y su
establecimiento en el istmo de Rivas, tenían, al tiempo de la
conquista, una muy considerable antigüedad." "Si tal cosa ocu-
rrió desde fines del siglo VIIIo tal vez hacia el siglo XI d. c., es
asunto que, por el momento, no creemos poder dilucidar en
definitiva. " "De cualquier modo la estancia de los nicaraos en
esa región centroamericana -alejados casi dos mil kilómetros
del altiplano central de Méxiccr- había tenido ya larga dura-
ción cuando ocurrieron sus primeros contactos con los españo-
les" (Religión de los Nicaraos, c. 1, p. 34). Samuel K. Lothrop, a
su vez, había conjeturado que el "génesis" de Nicaragua era
176 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

menos remoto: ''podemos aceptar como verdad que vinieron de


la meseta mexicana, probablemente en la época de la disper-
sión tradicional del imperio tolteca, que parece haber sido
seguido de grandes desórdenes étnicos. De Soconusco partie-
ron a Nicaragua como un siglo antes que llegaran los españo-
les" (Pottery o/Costa Rica and Nicaragua, la parte). El caso es
que ambos autores nos hablan de aquella época sencillamente
por aproximación, dejándola nebulosa, lo cual quiere decir que
el principio se supone en un tiempo indefinido, "in illo tempo-
re", que es nota característica de los pueblos arcaicos -por su
-"ser" o por su "estado"-, como indica Mircea Eliade.
y esa época primigenia o tiempos áureos, en los cuales se
dio la creación, aparecen conectados al lugar paradisíaco, o sea,
la isla mítica, que, por supuesto, se ha concebido como el centro
del mundo. "La nostalgia del Paraíso --explica George Usca-
tescu-, del estado primordial es, al mismo tiempo, una nostal-
gia de eternidad. Por ello, la naturaleza del simbolismo del
Centro es esencialmente religiosa" (Utopía y Plenitud Históri-
ca, p. 197). Eso aclara, seguramente, el hecho de que a los tolte-
cas de Tula se les conociese como los Constructores o los
Arquitectos, porque siempre "construir" está a un paso de
"crear". "Las nobles ruinas de los edificios religiosos o públi-
cos que hoy se han hallado en diferentes partes de Nueva Espa-
ña --decía Prescott- se atribuyen a este pueblo, cuyo apelati-
vo, tolteca, se ha convertido en sinónimo de arquitecto. Su his-
toria, envuelta en tinieblas, nos recuerda a aquellas razas pri-
mitivas que precedieron a los egipcios en el camino de la civili-
zación ..." (El Mundo de los Aztecas, c. 1, p. 10). A eso mismo se
debe que los caudillos prístinos, los cuatro primeros padres del
pueblo quiché fueran a Tulán (o Tula), la ciudad legendaria de
los Constructores, en busca de sus lares y sus símbolos religio-
sos; lo cual equivalía a retomar al origen sagrado, a fin de purifi-
carse en la propia fe. Así lo ha relatado esa verdadera cosmolo-
gía mística y épica que es el Popol Vuh: "Y habiendo llegado a
sus oídos la noticia de una ciudad, se fueron allá." "Ahora bien,
el nombre del lugar a donde se dirigieron ... era Tulán-Zuivá,
Vucub-Pec (siete cuevas), Vucub-Ziván (siete barrancos). Este
III. MITOS LITERARIOS 177

era el nombre de la ciudad a donde fueron a recibir a sus dioses."


"Así pues, llegaron todos a Tulán. No era posible contar los
hombres que llegaron; eran muchísimos y caminaban ordena-
damente" (3 a parte, c. IV, pp. 196 Y 197).
Y, por fin, de tal modo se explica que en nuestra Tola se
haya vertido la primera sangre nicaragüense en ese intento de
esclavizamos que fue la intervención filibustera de William
Walker; hecho que Jerónimo Pérez, en su narración de los suce-
sos de 1855, simplifica demasiado: "Unos espías dieron parte
de haber divisado un buque aproximándose a la costa: enton-
ces mandaron un piquete de caballería a situarse en Brito, el
cual pernoctaba el 28 dejunio en Tola, tres leguas distante de
Rivas, cuando fue dispersado por la columna de Walker que lo
sorprendió" (Memorias para la Historia de la Revolución de
Nicaragua, c. x, p. 138). Y es oportuno señalar que ese episodio
sacrifical de Tola insinúa la figura, de cruz o encrucijada del ser
nicaragüense y, asimismo, de punto de creación de la vida
nacional, de nacimiento o renacimiento de nuestra soberanía, y
hasta de "umbilicus mundi" o de centro místico. Porque, ade-
más de que el simbolismo asocia a 1a salud el sacrificio y la san-
gría, los misterios de la sangre derramada nos sugieren el vino
de la embriaguez, entendida como un don o un estado de acerca-
miento a lo divino. Y de ahí que la vendimia simbolice el sacrifi-
cio, pero también la fertilidad y la creación. ¿No es acaso reve-
lador, por añadidura, que en esas ricas tierras del departamento
de Rivas, nuestro cacique Nicaragua y el conquistador Gil Gon-
zález, al encontrarse, hablasen precisamente de la Creación y la
Epifanía, y que allí mismo, en la linde occidental de Tola, exis-
tan un municipio y una villa con el nombre de Belén?
Aquel gran valle de Tola -el valle mítico--, como imagen
del centro cosmológico, da por supuesto un eje imaginario que,
conforme la idea polar, une el cenit y el nadir o, para nuestro
caso, las regiones más altas y las inferiores -aquéllas "hiper-
bóreas" de la mente clásica-o Se trata, en último término, de
una sencilla aplicación del simbolismo de nivel, que, por su par-
te, obedece a la ley de contrariedad. Por eso nuestro valle nos
trae a la memoria la "llanura uniforme" o campo de la verdad
178 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

que aparece en el mito de Crono; llanura que era un cruce de


caminos, desde la cual se podía, según el juicio de Hadas, ir a los
Campos Elíseos o ir al Tártaro, situado --como precisa Mario
Menieur- "muy debajo de los más hondos abismos del mar",
como que constituía "una región húmeda y desolada, llena de
espesos vapores y envuelta en noche eterna" (La Leyenda
Dorada de los Dioses y de los Héroes, p. 44). Pero la misma
"simbólica" del centro induce a concebir también dichos con-
trarios a manera de límites, y a ello se debe que Hesíodo se refie-
ra a la condena de los Titanes como a un verdadero "confina-
miento", pues coloca el lugar del castigo "junto a los confines de
la anchurosa tierra" (Teogonía, vv. 725-729). Por contraposi-
ción, la nueva tierra, la del renacimiento de la "edad de oro",
donde serían presente puro el vaticinio y la nostalgia, es igual-
mente una región extrema: la "última Thule" cantada a coro en
la "Medea" hispanorromana ("Tetis revelará un nuevo mundo y
Tule ya no será la postrera de las tierras"), o acaso la última
Tola, ubicada, ciertamente, en los confines geográficos e histó-
ricos de Nicaragua, y hecha drama por un poeta nicaragüense, o
tal vez sólo voces en acción, es decir, literatura que parece orali-
dad, como si fuese destinada al auditorio fronterizo de la misma
Tola nuestra.
Aludimos, es claro, a La Novia de Tola, de Alberto Or-
dóñez Argüello, cuyo lenguaje vernáculo dificulta su comuni-
cación literaria en el ámbito de nuestro idioma, hasta el punto de
parecer un lenguaje cifrado en labios de los personajes de condi-
ción más popular. Sin embargo, esa misma nota críptica sirve
para sellar el mundo secreto y misterioso de la pieza de teatro en
cuestión; lo cual, precisamente, constituye su carácter más dra-
mático, soslayado o no estudiado debidamente por la crítica.
Porque el asunto y el personaje que da nombre a este drama par-
ticipan del manoseo del dicho popular, germen del mismo: "Se
quedó como la novia de Tola", esto es, "compuesta y sin novio",
que dicen los españoles. Y si es verdad que nuestro dicho ha
convertido a la Novia de Tola en la novia del pueblo nicara-
güense, en virtud de lo que se llama "el mito de la metáfora";
también lo es que, en la obra, no tiene el personaje envergadura
III. MITOS LITERARIOS 179

de protagonista. Por lo demás, el tema y el hilo de la acción


resultan triviales, a menos que todo ello sea visto desde la pers-
pectiva de la conciencia mágica de Nicaragua, como que 10 más
valioso, dramáticamente, se halla en las dos escenas del cuadro
tercero, con su clima de aquelarre, la tensión psicológica de la
Trigueña y los ensalmos ceremoniales de la bruja:
"Oy lo es viernes y reviernes,
la medianoche así creyo.
Ya cantó la cocoroca
y anda que te anda el cadejo.
La luna saldrá en la punta
del cerrito 'e las Maderas,
pa hacerse leche en las vacas
y polvillo en la calera.
El diablo monta una cegua
con ajos en las orejas.
Yo le llamo mi compadre
y viene todos los viernes. "
El propio desenlace de la obra sólo puede valorarse plena-
mente en una pura dimensión mítica, porque lo peculiar del mis-
mo no reside en la burla corriente de quedarse la Novia "vestida
y alborotada" --como allí también decimos-, sino en el hecho
de que los conjuros surten efecto, en el sentido de que el don
Juan nicaragüense no se casa con la Novia --que es hija del
A1calde- para fugarse con la Trigueña, su amante campesina.
De ahí que sea raro que Jorge Eduardo Arellano mismo escriba
al respecto: "Pero no se sabe exactamente si lo hace (nuestro
don Juan) por haber dudado de la virginidad de su novia o por
haberse conmovido por el sufrimiento de la Trigueña, por la
efectividad de los poderes de la bruja o por una reflexión a últi-
ma hora de sus actitudes" (Panorama de la Literatura Nicara-
güense, p. 133). Lo cierto es que ese drama no se resuelve por la
compasión, ni por las dudas o las reflexiones de un personaje,
como aquel don Juan, que teatralmente no se tiene en pie, sino
por obra y desgracia de un maleficio de categoría. Sin duda, la
equivocación de Ordóñez Argüello es haber bautizado como
180 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

don Juan a su personaje masculino; ya que éste no resiste la


comparación -que pudo evitarse- con el gran mito literario
español. Porque la obra de Ordóñez Argüello es el triunfo del
amor como rapto sobre el amor como burla. El don Juan nicara-
güense, pues, tiene más de raptor que de "burlador" propiamen-
te dicho. En efecto, no estamos ante el clásico caballero de la
"deshonra", sino ante un hijo de comerciante "hechizado" por la
aventura de la unión ilícita, que es el sustrato familiar de nuestro
pueblo.
El caso es que en esta obra, como en la realidad nicaragüen-
se, el embrujado es don Juan, y no la dama o la humilde mujer de
su conquista. Porque los hechizos de nuestra bruja resultan más
eficaces y, desde luego, más "teatrales" que los famosos polvos
de la madre Celestina. En el drama de Ordóñez Argüello, el
papel de alcahueta no le corresponde a esa "encantadora" sin
encantos que es la hechicera, sino a la Moza, la amiga de la Tri-
gueña que contrata los servicios de la bruja. Pero ocurre que el
cometido celestinesco de la Moza es apenas ocasional y se con-
funde con un propósito de vengar los desengaños ajenos: el de
una hermana de leche suya, seducida por don Juan, y, antes del
desenlace de la obra, el desencanto de la Trigueña. Por lo visto,
la Moza está en el secreto del resultado fatal de las artes mági-
cas, que habrá de ser el abandono de la Novia en beneficio de la
Trigueña ("dirnos ni me digás, que va a complirse el imbrujo e
ña Serapia ... "), y, sin embargo, en principio se opone violenta-
mente a los amores de don Juan con la misma (¡Dejate de don
Juan ... ! ¡ Ya te lo advertí que es un bandido, un perro, un repe-
rro! ... ¡Pensá en el desquite). Se trata, por lo tanto, de una ven-
gadora "oficiosa" y no de una celestina de oficio, aunque su
intervención sea, en definitiva, de una clara eficacia celestines-
ca. A decir verdad, la Moza representa, cuando menos, una figu-
ra paradójica, esfumándose después de la escena primera del
último cuadro, ya con "un vestido de zaraza negra", para luego
volverse sólo una sombra que, "disimuladamente, sale por la
próxima puerta", como indica el autor.
Por otra parte, el mito de la Novia de Tola, en su versión
literaria, no se concibe sin la Trigueña, pues el amor invencible
III. MITOS LITERARIOS 181

de ésta da testimonio del desengaño de la primera. Y es preciso


seguir hablando de la obra de Ordóñez Argüello en términos de
victoria y derrota, porque también debemos interpretarla como
un triunfo del mestizaje. No se olvide que "Chinta, la Novia, es
blanca", en un pueblo de mestizos, ni que por algo la Trigueña,
lleva tal nombre: ".Ágora deseyo una ebra (sic) e pelo e la more-
na", dice la bruja, imperativamente, en pleno rito diabólico y en
la atadura misma de aquel drama. El amor entre don Juan y la
Trigueña simboliza, pues, la continuidad del mestizaje, al modo
"conquistador" e ilegítimo del rapto, que es el mismo con el
cual empezó a formarse la nacionalidad nicaragüense. La N 0-
via, a su vez, encama el desencanto, es decir, la desmitificación.
Ella sería, como la Mocuana, un mito de la búsqueda del desa-
mor, si no representara el puro desengaño. Porque es ella la que
nunca verá la Tola mítica, el valle del encanto, la isla de la eterna
primavera, a la cual el esposo invita a ir a su amada, como en el
"Cántico" de la Escritura (2, 12 Y 13):
"Ya se muestran en la tierra los brotesfloridos, /ya ha lle-
gado el tiempo de la poda / y se deja oír en nuestra tierra el
arrullo de la tórtola.
"Ya ha echado la higuera sus brotes, / ya las viñas en flor
esparcen su aroma. / Levántate, amada mía, /hermosa mía, y
ven! "
Por lo tanto, la Novia del drama es una imagen del amor
frustrado, del fracaso del juramento al borde mismo del altar, y
una figura insular que va desvaneciéndose ante la sola victoria
del amor como "hechizo", como hecho mitológico genuino y
también como regreso a la tierra paradisíaca. No cabe otra
explicación, y así se entiende que la Novia literaria sea inferior a
su mito, que es la Novia popular; ya que ésta solamente es, la
arquetípica, la que no tiene rival, la que "se quedó" como ella
misma, sin ninguna Trigueña que le hiciera mala sombra o la
desdibujase.
y el autor, por supuesto, lo ha visto de ese modo, hasta
hacerlo acto de fe en el epílogo de la obra, con el "teatro a oscu-
ras"; con aquellos personajes de don Juan y la Trigueña ya con-
182 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

vertidos en puras voces, esto es, en lo que son de veras, y con la


convicción de que la magia ha coronado la obra, a pesar de que
la Trigueña reniegue, al fin, de esas prácticas o, sin duda, por
ello mismo:
"¡Pero yo le quiero a usté
y este imbrujo me sonroja!
De malas no quiero nada,
por mala dejame sola ... "
Ya pesar, igualmente, de-que don Juan procure convencer-
la de que las malas artes son un mito sin validez y que el único
mito valioso es el embrujo del amor:
"que hay solamente un embrujo
con una flecha famosa:
el puro hechizo de amor
que tiene labios por copa
y maleficio en el ser
que al sólo verlo enamora ... "
La verdad es que ese encanto del amor no se rompe por el
lado del mito, y sí, en cambio, por su intento de verosimilitud;
ya que pretende ser el verdadero encanto. Pero el triunfo, segu-
ramente, es del mítico maleficio, porqué don Juan acaba en
soledad -solo ante 10 fatal-, aunque siga hechizado por el
amor de la Trigueña o, mejor dicho, por la nostalgia de su amor
brujo:
"Era Trigueña su nombre
y su natural graciosa,
y yo le cantaba en veces
lo que ahora canto a solas,
lo que siempre le ha cantado
mi corazón, amoroso!"
Pues bien, ese amor prohibido es el mito del amor nicara-
güense y el que hace universal a nuestra Tola:
"pues nadie puede en el mundo
poner o quitar amores;
III. MITOS LITERARIOS 183

sólo el amor que lo puede


desde Tola al mismo Roma... "
He allí cómo todos los caminos de este mito llevan a Roma,
es decir; al centro del mundo o a la tierra de promisión, que tam-
bién se describe en el epílogo del drama, y a la cual, si no fuese
la propia Tola, siempre sería posible llegar desde ésta:
"Del otro lado del lago
la tierra es ancha, es hermosa;
y la casa de nosotros
será entre campos y montes,
más que nido de paloma,
más merecida que rosa. "
15. EL CIFAR DE LOS CANTOS

E N LA tradición de los nicaraos destacan tres imágenes,


como regidas por un principio de vasos comunicantes: el
exilio original o mito de la liberación de aquél pueblo, el gran
desastre de un diluvio o mito del viejo y el nuevo mundo, y la no
definitiva muerte de los lactantes o mito del renacimiento. Está
claro que el exilio, verdadero "discurso del éxodo", es un cami-
no, una "salida" quijotesca; pero, sobre todo, el peregrinaje es la
suprema aventura de quien "vive su vida", o sea, del hombre
libre, que resulta, a su vez, el viajero por antonomasia y la pro-
pia figura del caballero andante. Por otro lado, el diluvio partici-
pa, universalmente, de la "simbólica" del agua, que regenera, y
más en una "tierra de lagos", como la nuestra, donde llueve, por
añadidura, seis meses al año. Esa virtud salutífera del agua ---o
de las aguas- era lo que pedían con más insistencia aquellos
primitivos de Nicaragua, como buenos agricultores, en el tiem-
po de sequía. Yeso, constituyó, en efecto, el motivo principal de
sus sacrificios rituales. Pero el diluvio supone, además, inunda-
ción, que es la catástrofe del abismo; a la cual se ha sumado,
paradójicamente, el poder bautismal de las aguas. Porque el
diluvio produce la destrucción de las formas de un mundo ya
caduco, pero también el medio preciso para navegar hacia la
renovación de ese mundo. Así el viaje, aventura de la libertad,
se complementa con la ruta de agua, que es purificación o resur-
gimiento de la patria, Y, por último, el niño de pecho que muere
y vuelve a nacer de sus mismos padres significa, sin duda, el ser
humano restaurado para una tierra que ha reverdecido. Y debe
advertirse que tal renacimiento del hombre sólo es posible
cuando éste no abandona sus orígenes o, más concretamente, al
retornar a ellos.
Se diría que nuestros niquiranos entendieron la marcha de
la vida ---con la visibilidad que les permitía la luz entre la niebla
186 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

de los mitos- como un periplo de navegante o, mejor, un


"período", que por algo tiene parentesco etimológico con el
"éxodo" y, a la vez, la imagen circular de aquello que regresa al
punto de partida. Por consiguiente, se trata de ese período en
que consiste la travesía biográfica -y hasta biológica- del
hombre, en singular, cuyo arquetipo está en "La Odisea", y no
exactamente del "mito del eterno retomo", por la razón sufi-
ciente de que nuestros aborígenes creían en la inmortalidad del
alma, es decir, en la trascendencia. Pero hay un modo íntimo y
creador de hacer que incluso la historia llegue a morderse la
cola; ya que, en realidad, "la historia se repite" sólo en el dicho
popular. Y ese modo se da, ciertamente, en la evocación o la
nostalgia, que son la espalda de la profecía, y no su esencial
anticipación, como Nietzsche quería que fuese aquel círculo
vicioso de su "eterno retomo". Pese, pues, a la simbología del
movimiento cíclico, no tiene nada de "eterno" el circuito que
establecen la nostalgia o la evocación, porque la eternidad, jus-
tamente, no necesita de la memoria.
Ahora bien, al decir de Eliade, existe en el hombre actual
una especie de memoria de solidaridad con lo aborigen: "La
desacra!ización ininterrumpida del hombre moderno -son
palabras del autor rumano-- ha alterado el contenido de su vida
espiritual, pero no ha roto las matrices de su imaginación: un
inmenso residuo mitológico perdura en zonas mal controla-
das." (Imágenesy Símbolos, p. 18). Y tal vez así pueda explicar-
se la creación del mito literario del Cifar nicaragüense, cantor y
navegante de agua dulce, en el que Pablo Antonio Cuadra ha
unificado -deliberadamente o no-- aquella trinidad de mitos
indígenas: el de la liberación del pueblo nicarao, el de una vieja
y una nueva tierra de los padres, y el del renacimiento del hom-
bre desde su misma originalidad. Todo ello, por supuesto,
conectado al universo, empezando por el nombre del personaje,
que, inevitablemente, reclama al caballero andante de la prime-
ra novela del género en español, y siguiendo por la estela de su
lancha de ida y vuelta, con las reminiscencias -también inevi-
tablemente- de esa auténtica navegación de imágenes que es
la de Ulises, cuya aventura de un hombre cercado por el misterio
III. MITOS LITERARIOS 187

tentó, de una vez -y hasta la seducción-, al poeta nicaragüen-


se de los Cantos de CiJar. y nótese, desde ahora, que la circun-
navegación de Ulises representa para Cuadra, antes que la per-
fecta unidad interior de lo clásico, un abrazo cristiano del hom-
bre con su más acendrada humanidad.
El Cifar mestizo del poema se halla situado frente a sí mis-
mo o, lo que es igual, ante el espejo del Gran Lago de Nicaragua;
el lago de nuestra infancia -la de la historia nicaragüense y la
mía-; aquel Lago que Onésimo y Elíseo Reclús describieron,
hace un siglo, como una realidad geográfica de puros contras-
tes, la cual hace y deshace constantemente su imagen, definién-
dose, al estilo de los mitos primitivos, por su indefinición. Y los
citados geógrafos destacaron "los animales de origen marino
que lo pueblan aún"; animales -como el tiburón- que, fuera
de su medio propio y original, parecen mitológicos. También
pusieron de relieve que, hacia el oriente, las aguas de nuestro
lago se muestran apacibles, y que, por el contrario, "rompen
incesantemente las olas", en la parte occidental; que el nivel de
las mismas aguas cambia notablemente del día a la noche, pre-
sentando un fenómeno "que los escritores españoles confundie-
ron en otro tiempo con el flujo y el reflujo", y que hasta los riba-
zos dan un "completo contraste", pues "los que bate la resaca
son una playa de arena y de guijarros, mientras que la playa
oriental es baja y pantanosa" (Novísima Geografía Universal,
t. V, pp. 94 y 95).
Pero el lago Cocibolca -llamado así en lengua indígena-
es, además, un hervidero de islas y, acaso por ello, el punto de
condensación de la soledad humana, o bien, el clásico lugar de
los refugios, puesto que siempre "asilarse" es, de algún modo,
"aislarse". De ahí que el nombre de Calipso, la ninfa de la isla
Ogigia, signifique, literalmente, "la que oculta" (Odisea, V. 13-
281), y aquella muchedumbre de islas tiene también el sentido
tradicional de arquetipos o muestras de la creación genesíaca,
porque el Espíritu, precisamente, "empollaba sobre las aguas".
Nuestras islas, en efecto, pueden simbolizar el nacimiento nica-
ragüense, como surgidas de aquellas aguas dulces; pero, asimis-
mo, el riesgo de perder la propia identidad, que equivaldría a la
188 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

muerte. Como es sabido, la hechicera Circe, habitante de la isla


Ea, convirtió en animales a los hombres de Ulises. Las islas lle-
gan a confundirse, pues, con los mitos femeninos y hasta con las
mujeres de tales mitos:
"Las mujeres de la islas
cruzan de noche las aguas,
De lejos sus hombres -los jugados
de cegua- ven arder la isla del Encanto
por sus cuatro costados. "
(Cantos de Cifar, "La isla del Encanto")
El caso es que, en Nicaragua, el amor de la mujer sigue
siendo, popularmente, "hechizo" o "embrujo". Y por eso hay
que saber distinguir "la isla del Encanto" --que dice nuestro
poeta-, o sea, la ínsula maldita, entre las islas bienaventuradas.
No parece casual que en la Historia del Cavallero de Dios
que avía por nombre Cifar, la cual data del siglo XIV, salte a la
vista la leyenda céltica de la Dama del Lago, "una dueña muy
fermosa" que "llama a los que están de fuera por los engañar,
así comon acontescio a un cavallero quefue a ver estas maravi-
llas ..." (la. parte, cap. XIX) El anónimo autor añade que la dama
del sortilegio "lo fue tomar (al "Cavallero atrevido") por la
mano, e dio con el dentro en aquel lago, e fuelo a levar por el
agua, fasta que lo abaxo ayuso, e metiolo en una tierra muy
entraña" (id., c. CX). Nos enfrentamos, pues, a la típica ciudad
sumergida, semejante a la del mito nicaragüense de León Viejo,
antes de su desmitificación por los excavadores en 1965. Yes
preciso caer en la cuenta de que el misterio de toda ciudad en el
fondo de las aguas hace sugerencia directa al de las islas, por la
correspondencia simbólica que existe entre el nivel de la super-
ficie y el nivel de profundidad de las mismas aguas. La ciudad
bajo el lago es, por lo tanto, equivalente a la isla de los encanta-
mientos, aunque la primera acentúe su relación con las zonas
más oscuras de la conciencia mítica, por aludir seguramente a la
puesta del sol, "que por la noche se hundía en el Océano para
efectuar, en una barquilla, otro viaje -invisible para noso-
tros- de Occidente a Oriente" (Zielinski).
m. MITOS LITERARIOS 189

Por otra parte, no debe olvidarse que el Cifar de ese libro de


caballerías resulta, en cierto modo, un caballero descabalgado,
por aquella fatalidad de morírsele, sucesivamente, todas sus
cabalgaduras. Y una impresión análoga nos da Cifar Guevara,
el del mito nicaragüense, pues parece que en él se ha desmonta-
do al jinete campesino de los versos de juventud de Pablo Anto-
nio Cuadra, para "embarcarlo" en el negocio de vida o muerte
del Gran Lago de Nicaragua. Así la conexión entre Cifar, el
caballero, y Cifar, el navegante, no es nada caprichosa, y ya el
propio Pablo Antonio aludía- a la misma, en su "Códice de
Abril", genealogía poética de nuestra independencia:
"". el hijo de Septiembre
a quien engendró Amadís, el Caballero
a quien engendró Cifar el Navegante. "
Pero hay aún más: en el poema del mito nicaragüense, se
canta a los caballos de tiro que bajan a bañase, contra la amane-
cida, en nuestro lago. Y el cantor nos dice que esos caballos sue-
ñan con tiempos hazañosos, escenarios de fábula y combates
caballerescos:
"se remontan
a los días heroicos
cuando el hierro
devolvía al sol sus lanzas
potros blancos
escuadrones de plata ... "
Ce. de e., "Caballos en el Lago")
Sin duda, el arquetipo del caballero es una versiónjerárqui-
ca del mito del centauro, así como el navegante -esa razón que
gobierna el vehículo del cuerpo-- desarrolla, a su vez, el simbo-
lismo del caballero. Sin embargo, la barca de nuestro Cifar no se
queda solamente en un medio de transporte para la odisea vital,
sino que agota la magia de la representación, asumiendo, igual-
mente, el papel consabido de cuna o tal vez el de seno materno.
Porque ya se apuntó que este Cifar de Cuadra es el nicaragüense
según naturaleza, pero que evoluciona en humanidad, con el
190 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

soplo del espíritu en las velas de su lancha, y, por supuesto, sin


renunciar a la identidad de sus orígenes, esto es, a reconocerse.
El es el navegante que se crea a sí mismo, renovándose en la
aventura, y que, no obstante, jamás pierde de vista el puerto de
salida. Es el aborigen que se libera por la gracia del agua; pero el
agua, precisamente, no le hace libre del origen -ya que, por
algo, suele hablarse de "fuente" o "manantial"-, sino, al con-
trario, de todo aquello que le aleja de sí mismo. Y es, Cifar, el
nuevo nicaragüense que continúa siendo, por su propia univer-
salidad de mito, hombre de esa Nicaragua que él lleva siempre
consigo. O como escribe el poeta:
"Dijo la madre a Cifar
-¡Deja las aguas!
Sonó Cifar el caracol
y riéndose exclamó:
-El lago es aventura.

Otra vez un niño


salía del vientre de su madre
al mundo ... "
(c. de c., "La Partida")
Se diría que la madre, para nuestro navegante, es la nostal-
gia de la patria, la "pasión de la tierra", la madre-tierra. De ahí
que Cifar no sea el navegante absoluto, ese que entiende su nave
como la pura acción de "navegar", sino aquel que la ve como
una auténtica proyección de su casa. También la madre encarna
el más genuino saber nicaragüense: nuestro secreto a voces, que
es la superstición. Es ella -la madre- la oralidad de nuestro
pueblo y la lengua materna y la propia tradición. Por lo tanto,
volver a la madre significa, en este mito, avanzar en ella. Porque
si alguna compañera de viaje tiene Cifar, no es otra que su
madre, que, al menos, sigue siendo la fuente de su vida. Ella es
la que rescata el ser del navegante, anticipándose a la muerte. Y
es la mujer que Cifar, en vano, intenta prolongar en las demás
mujeres: en Ubaldina, la esposa, que fue doncella a la boda; en
Fidelia, la del rapto, que le había dado un hijo "que ya remaba en
IlI. MITOS LITERARIOS 191

las islas"; en Eufemia, la de los engaños, con el furor en sus ojos;


en Angelina, la agradecida, "descalza en las hirientes rocas del
acantilado"; en aquella fascinante muchacha vestida de rojo,
"que aparecía y desaparecía", y que "no llega con las mazor-
cas"; en Rosa Reyes, "hennosa y alunada"; en Inés ("Siempre
hablo de Inés"), que "su desnudo ardor baña en las aguas", o en
"la pobre Mima", la prostituta. Cifar es "débil con las hembras",
como su hijo Rugel, porque el nicaragüense suele ser "ojo-ale-
gre" --dicho así, en singular, como nosotros lo decimos-o Y
aquellas mujeres son, precisamente, quienes "le comprometen"
en pleitos de cantina, cuando se halla inspirado por la "Cususa",
ese aguardiente clandestino que le hace "caer preso", en el abu-
rrimientode los sábados:
"Es en la celda, amigos,
donde nacen los tangos!
Ahora mis queridos
Compañeros
se avergüenzan.
Eufemia
no quiere ni saber cómo me llamo
Fidelia está muy lejos
y mi madre muerta.
Sólo Mirna
se escapa del burdel
y me trae comida. "
(e de c., "La Desgracia")
Por lo visto, Cifar no conoció a su padre. Es un hijo del pue-
blo, de ese pueblo que entiende todavía el amor como rapto.
Pero Cifar es un hombre a ciencia y conciencia. Pprque, si la
madre es quien le transmite la oculta sabiduría, quien le ha ini-
ciado en los viejos misterios; la "luz de la conciencia" le viene
del Maestro de Tarea, que le enseña la práctica de navegar y
también la experiencia de vivir. El Maestro de Tarca, en efecto,
hace las veces de padre, poniendo, en los impulsos de nuestro
héroe, el "dominio" de sí mismo, y en sus fantasías, los "dicta-
dos" de la conciencia. El Maestro de Tarca es la imagen -la
192 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

viva imagen paterna- del orden moral; es el control y la caute-


la, anta toda irreflexión, y, desde luego, el principio masculino
del gobierno de la nave. "Maestro en nubes", le llama el poeta,
rigurosamente, porque aquí se trata, en serio, de un "hombre del
tiempo". Sus entradas, verdaderos "episodios", dan la réplica,
sin antagonismo, a la humanidad de Cifar, y son, además, el
contrapunto en la música de sus "Cantos". Y el Maestro de Tar-
ca hubiera podido decir a su discípulo, parodiando la conocida
frase latina que se atribuye a Pompeyo el Grande: -Sólo nave-
gando se vive, porque vivir es trascender-o Yeso es, en fin de
cuentas, 10 que viene a decirle en el poema de Cuadra:
"Maestro, dijo Cifar,
seguí tu consejo
y crucé el Lago
buscando la isla desconocida.

Sonrió el maestro y dijo:


Lo conocido es lo desconocido. "
(C de e, "El Maestro de Tarea", III)
o bien esto otro:
"En el verano la tierra es seca
y el agua está en su reino:
toda aventura te permite
el espejeante lago
todo alimento te ofrece
benévolo
(aunque teme
siempre
su inmotivada furia). "
(C de e, "El M de T.", VI)
El poeta tiene la clave, pero, a los ojos de la gente, sólo
ordena los signos del misterio, sin dar el misterio mismo. Yese
"estar en el secreto" es lo que hace que el poema sea el auténtico
estado de perfección de los mitos. Porque el mito es un enigma
que va dejando pistas, como para que luego la poesía pueda
IlI. MITOS LITERARIOS 193

armar el sutil rompecabezas. He aquí, pues, los signos organiza-


dos del "culto oculto" de nuestros indígenas, y están aquí por
obra y gracia -por gracia únicamente- de los "Cantos" de
Cuadra, es decir, de Cifar, "El Arpero", que deja el arpa en la
proa, antes de levar el ancla:
"Los dedos en el arpa
y ya me empieza
el mal de lontananza. "
(c. de c., "El Mal")
Porque en el canto de Cifar se contrasta la profecía de Alfa-
quí a los nicaragüenses primitivos; aquella verdadera "profecía
del agua" que Pablo Antonio puso de epígrafe a su mito. Nació
Cifar en una isla pequeña, "como la mano de un dios indígena".
Es, por naturaleza, un navegante y, en consecuencia, jamás un
"marinero en tierra". Malinowski describía, irónicamente, a los
melanesios de la provincia de Tilataula, en el archipiélago de las
Trobriand, con una expresión indígena que significa "verdade-
ros marineros de agua dulce", por el hecho de que aquella pro-
vincia "no practicaba ninguna clase de pesca", ya que se hallaba
situada en el centro de la zona más amplia de Bayowa, la mayor
de dichas islas de Oceanía (El Cultivo de la Tierra y los Ritos
Agrícolas en las Islas Trobriand, pp. 34 y 35). Cifar, en cambio,
es la síntesis de una marinería de agua dulce que es "verdadera"
en verdad, y no por paradoja. Cifar canta desde el fondo, lo mis-
mo que nuestro Lago. Y Cifar es el poeta en la patria de los poe-
tas. Cifar podría, sin duda, llamarse Rubén.
Esas son las primeras señales del misterio aborigen. Pero
también en la dedicatoria misma de los Cantos aparece otro sig-
no: el del apodo como institución tradicional, como nota socio-
lógica. Pareciera que la índole poética de aquel pueblo no se
conformase con los nombres recibidos y necesitara, por tanto,
inventar sobrenombres. Porque muchos de esos motes resultan
puras creaciones léxicas. Ello implica, a la vez, una técnica de
"transformismo", una especie de ocultaci6n de la personalidad,
como que allí tales apodos proceden comúnmente de las propias
familias de quienes los llevan. Suelen, por lo demás, estar aso-
194 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

ciados a fisonomías de animales, 10 cual no es nada extraño,


dado el antecedente de los "texoxes", que eran aquellos indios
que tomaban la figura de cualquier animal; contagiosas imáge-
nes que, aún hoy, aletean en nuestra fe campesina. ¿Acaso las
historias coloniales del Cadejo no se han adaptado a la leyenda
indígena de dos grandes animales embrujados, blanco y negro,
en aquellas versiones que hablan de un Cadejo bueno y otro
malo? Pues bien, el alias de Cifar es un nicaragüensismo de ori-
gen ilegítimo: "El Cacho", que labra y pule cachos o cuernos, o
bien, el que "se aprovecha", el que utiliza a los demás, el nicara-
güense de la ocasión utilitaria, pese a su dominante vocación
poética. Cachero, además, puede ser el "vivo" que vive de su
lancha y que comercia con ella, aunque no con su canto.
Una seña más, y llegamos a la encrucijada del propio ser
nicaragüense, del niño superviviente que es nuestro pueblo. Y
aquel pueblo elemental-en tantas acepciones-, que nunca ha
renunciado al corazón, ni a los sentidos, ni a la fantasía, aún
aguarda -mientras canta- la amnistía de amor comunitario
que le descargue de la muerte en vida o de la compañía a solas de
la muerte:
"En este puerto desvencijado
soportando la soledad
y la lluvia.
En este puerto
muerto
esperando mi liberación. "
(e. de e., "La Noche")
Por eso, tal vez, se refugia en el canto --que siempre es una
forma de libertad-, se acoge a su medio original -a la, aguas
maternas-, donde la cárcel, al menos, es "cárcel de amor", y
donde las primarias condiciones de vida no son miseria, sino
esperanza. y no se trata de retroceder, ni de esconder la cabeza
bajo la vela, como un pariente pobre del mundo del consumo,
sino de consumar el propio destino de originalidad, de recrea-
ción humana, por la vía más cordial:
III. MITOS LITERARIOS 195

"El niño
que yo fui
no ha muerto
queda
en elpecho
toma el corazón
como suyo
y navega dentro ... "
(c. de c., "El Niño")
De ahí que Cifar sea un rebelde, pero rebelde a su mane-
ra. Porque no es que se tome las cosas a pecho; es que se las
toma a juego, es decir, a la suerte. El cumple su destino a 10
que salga, sintiendo como el que más; a corazón abierto; pero
rondando la fatalidad de vivir en la mera supervivencia de la
aventura:
"Cifar espera
la señal en las lejanas
serranías. Antes del alba
encenderán sus fogatas
los rebeldes.
Les lleva peces
y armas. "
(c. de c., "El Rebelde")
Es el suyo un destino lúdico y trágico, al mismo tiempo,
que le hace ver fantasmas, como dando la cara a la muerte: islas
encantadas, que "son tumbas de mujeres"; viejas sirenas; An-
selmos aparecidos, que se le meten en su propio lecho; cantos
ciegos de Marcela, con ojos devorados por las sardinas, y hasta
una mendiga solitaria -símbolo del hambre en común- que
puede ser lo mismo una "figura desgreñada y trémula", que una
alucinación que toma cuerpo en la "hermosa muchacha de ojos
dorados". Son los fantasmas de la sangre, porque, a Cifar, el
mestizaje mismo se le vuelve un espectro, un "barco negro",
que hace siglos navega, sin hallar tierra firme, por el sueño de
nuestro pueblo:
196 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

"-Si la luna
ilumina sus rostros
cenizas y barbudos.
Si te dicen
-Marinero dónde vamos?
Si te imploran:
-¡Marinero, enséñanos
el puerto!
dobla el timón
y huye!"
(c. de c., "El Barco Negro")
Al ordenar el caos del misterio, el poeta crea un silencio
misterioso, entre vivencial y legendario, que es el caldo de culti-
vo de nuestro mito. "Todo parece griego", declara el mismo
poeta; pero la realidad es que aquellos signos resultan familia-
res a los nicaragüenses, o sea, que Cifar está en su elemento,
porque no se decide a ser del todo cotidiano, ni a ser heroico del
todo. Es, sin embargo, "todo un hombre" y, por lo mismo, nunca
un semidiós helénico. El es el típico nicaragüense --o, si se
quiere, arquetípico-, que saca hombría de la superstición; epo-
peya, de su fondo sentimental y su voz lírica; trascendencia, del
"vivir al día"; riesgo, de la añoranza, y fuerzas, de flaquezas.
Que nadie se quede, pues, en las vinculaciones universales o en
las alusiones culturalistas del mito de Cifar de Nicaragua. Por-
que lo peculiar de este mito literario no es la clásica aventura de
liberación de un hombre, ni su retomo a los orígenes, sino el
arraigo en el antiguo mito que ha protagonizado todo un pueblo:
el de nuestra independencia en la originalidad y por renovación
del entrañable solar nicaragüense.
EPÍLOGO PARA UNA GENEALOGÍA
DE LA VOCACIÓN NICARAGÜENSE
(N arcisismo Literario)

L A PALABRA "teoría", no obstante su carga especulativa o


de pura intelección, es una de las más plásticas en nuestro
idioma, acaso por sus reminiscencias griegas de procesión reli-
giosa, o simplemente por la idea de serie que sugiere, con todas
sus referencias temporales y espaciales. Valga, pues, el uso del
término "teoría" como más eficaz que el de "interpretación"
para precisar ciertas leyes de la literatura nicaragüense como
fenómeno sociológico o, mejor, como manifestación de aquel
medio social concreto, Nicaragua es principalmente un país
agropecuario y, por tanto, su vida urbana ha estado condiciona-
da por la vida rústica. De aquí que el campo sea nuestra verdade-
ra originalidad. Rubén Darío, el nicaragüense por antonomasia,
empieza por ser exclusivamente un poeta "civil", en sus años de
imitación y de asimilación; pero luego su descubrimiento de la
tierra, "bajo el nicaragüense sol de encendidos oros" ("Allá
Lejos"), coincide con el punto más alto de su originalidad.
Sin embargo, nuestra poesía telúrica propiamente dicha
apareció casi treinta años después de la publicación de Cantos
de Vida y Esperanza, ya con la generación conocida entre noso-
tros como de Vanguardia. Ello significa que la conquista poéti-
ca -no el descubrimiento- del campo nicaragüense ha sido
tardía en la historia de aquella literatura, no porque el ambiente
rural y el paisaje de Nicaragua fuesen una vivencia estética poco
arraigada en el hombre culto de nuestras ciudades, sino porque
nuestras "generaciones literarias" posteriores al Modernismo
surgieron con retraso respecto de sus correspondientes en el
mundo. Y así como la "Beat Generation", que pertenece a los
años cincuenta, fue imitada por un grupo de poetas de Nicara-
gua en la década siguiente; tampoco hubo sincronía entre la ver-
198 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

tiente neo-popularista del movimiento de vanguardia español y


la del nicaragüense, corno que el futuro autor del libro que inau-
guró nuestra poesía vernácula (Poemas Nicaragüenses) tenía
ap~nas doce años de edad cuando García Lorca terminaba sus
Canciones y comenzaba el Romancero Gitano. Era duro, para
el gusto literario de los nicaragüenses, pasar de una poesía
"civilizada" -de tantas civilizaciones-, corno el Modernis-
mo, a otra de exaltación nacional y campesina. Necesitábamos
el estímulo de una corriente popular en la poesía universal de la
época, para que en Nicaragua se hiciese palabra poética todo el
acervo vital de una sociedad nutrida de experiencias rurales y de
sabiduría folklórica. Pero había que adaptar la sensibilidad
nicaragüense a una diferente visión de la poesía, yeso se realizó
gracias a quienes han sido, casi por tradición familiar, los árbi-
tros de la cultura en Nicaragua.
Porque, entre las familias históricamente influyentes en la
configuración de nuestra nacionalidad, es fácil ejemplificar
determinados linajes con predominio intelectual, y otros que
tienden a la acción. Concretamente, en las ciudades nicaragüen-
ses más antiguas, León y Granada, esas familias han destacado
por el cultivo de las letras o bien por el ejercicio de la política,
aunque algunos de sus miembros se hayan dedicado a ambos
menesteres, o incluso a ocupaciones ancestrales de índole dis-
tinta, corno el comercio. Lo curioso es que observarnos constan-
tes familiares en una u otra de las direcciones señaladas; el pro-
pio Rubén Darío podría encabezar la genealogía intelectual de
los Mayorga, pues no se olvide que el Darlo es un patronímico
proveniente de don Darío Mayorga, antepasado del poeta. Si, en
cambio, dijésemos que las familias próceres de Nicaragua se
han inclinado a la agricultura, ello no tendría especial significa-
ción, considerando que es 10 natural en un país de naturaleza
semejante a la nuestra y, sobre todo, en un tipo de sociedad,
corno la nicaragüense.
Cuando alguien perteneciente a una de nuestras "castas"
intelectuales no resulta un puro hombre de letras, suele consa-
grarse a la variante de letrado, que, además, escribe por afición.
y sería inapreciable saber en qué proporción han intervenido
EPÍLOGO PARA UNA GENEALOGÍA DE LA VOCAOÓN NICARAGÜENSE 199

las leyes genéticas y la tradición familiar para que allí se produ-


jeran esas verdaderas dinastías de escritores o de políticos. Pero
el hechos es que, así como los Sacasas y los Chamorros -in-
cluidos sus respectivos parientes consanguíneos- han dado la
tercera parte de los Presidentes de aquella República, y hay ape-
llidos que aparecen con frecuencia -a veces como segundos
apellidos- en el curso de nuestra literatura, aunque, en ciertos
casos, a quienes han llevado esos nombres familiares no se les
reconozca vinculación con las familias tradicionales de los mis-
mos apellidos. Pero también conviene advertir que la mayoría
de la población nicaragüense no ha estado condicionada, desde
sus orígenes, por un fenómeno de bastardía, común en Hispa-
noamérica.
Precisando aún más, habría que señalar que la vocación
intelectual y la actividad política corresponden a dos psicolo-
gías familiares perfectamente diferenciados entre nosotros. De-
cir Sacasa en nuestro país equivale, popularmente, a definir una
mentalidad conciliadora y práctica, con mezcla de persuasión y
habilidad en el campo de las relaciones humanas. Por el contra-
rio, los miembros de linajes literarios que han actuado en la
política nacional lo hicieron con una concepción idealista del
Poder, el cual se les volvió, unas veces, algo soñado y, por lo
mismo, inalcanzable, y otras desengaño y pobreza, cuando
tuvieron alguna ocasión de gobernar. Yeso tal vez haya hecho
que sea proverbial la honradez del único Presidente Cuadra que
hubo en Nicaragua.
Puede hablarse pues del carácter dinástico de la literatura
nicaragüense -verdadera "familia de cuentos", como el título
de un libro de Mario Cajina- en la cual ha sido posible que dos
autores firmasen añadiendo a su nombre de Rubén Darío las
identificaciones de "hijo" y de "nieto" o III. Por que es raro que
esto se diese en lo literario hasta la tercera generación, al modo
de lo que ocurre en Estados Unidos por razones sociales o eco-
nómicas. Todo ello ha propiciado una suerte de nepotismo inte-
lectual, así como en nuestra historia política es corriente ese
vicio del Poder. Pero debe reconocerse que aquí llamado nepo-
tismo intelectual o literario también ha tenido una vertiente
200 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

positiva fomentando una conciencia de equipo o "taller" de


escritores; estimulando, a un tiempo, el trabajo de creación de
los mismos, en un clima de promoción personal mutua, y, sobre
todo, facilitando a difusión internacional de buena parte de lite-
ratura nicaragüense. Baste el ejemplo -para escogerlo entra
nuestros poetas más conocidos- de que Joaquín Pasos era
pariente de Pablo Antonio Cuadra; que éste, a su vez, es primo
hermano de Ernesto Cardenal, y que Cardenal asimismo es
sobrino en segundo grado de José Coronel Urtecho.
Por otra parte, es sabido que la "vocación" esencialmente,
es de orden personal. Pero podemos considerar una forma de
vocación colectiva, que se presenta como vocación de servicio.
Y, en Nicaragua, esta vocación suele entenderse más en el
ámbito de la familia, que como "servicio social" propiamente
dicho. Concretamente, en nuestra legislación orgánica y ordina-
riano se ha contemplado (hasta julio de 1979) este tipo de servi-
cio como obligatorio para todos los ciudadanos. Vale señalar,
pues, que la vocación de nuestro pueblo es, sobre todo, un lla-
mado genealógico, que acaso tenga, en cuanto servicio de espí-
ritu familiar, un sentido originario en el propio término "fami-
lia", que por algo está vinculado a "fámula". Y ya no se diga de
las profesiones liberales, donde la vocación nicaragüense sigue
dándose a modo de sucesión hereditaria o sea, a la antigua usan-
za artesanal, paradójicamente. Pero el caso es que, de algún
modo, en nuestra historia misma se toma, como "lugar de los
hechos", la familia por la sociedad en general. Pareciera que
nuestra "base de operaciones" históricas fuese la veta de los
antepasados, el linaje, y no el destino común de nuestro pueblo.
Si nos atuviéramos al Diccionario del Habla Nicaragüense, de
Alfonso Valle, el propio "voseo" nacional sería un uso lingüísti-
co nacido como un fenómeno de discriminación, de parte de los
miembros de familia linajudas, los cuales daban el tratamiento
de "vos" a quienes no tenían su misma condición social (¿y no
es el nicaragüense Salomón de la Selva autor de una recreación
de la mitología clásica titulada, curiosamente Ilustre Familia?).
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que actualmente el "vos",
entre nosotros, denota "familiaridad", precisamente; a diferen-
EPÍLOGO PARA UNA GENEALOGÍA DE LA VOCACIÓN NICARAGÜENSE 201

cia del "usted" y, por supuesto, de la connotación respetuosa de


aquél en su empleo clásico, Y no es lógico esperar otra cosa en
una sociedad todavía provinciana como la nicaragüense, donde
hasta la función pública se hace familiar. Pero lo importante es
que ese provincialismo, con sus virtudes y sus defectos, ha dado
el resultado paradójico de ensanchar nuestro universo literario,
que es la única universalidad nuestra.
Es cierto que las dos principales ramas de la vocación nica-
ragüense, ya señaladas, son a manera de vasos comunicantes, o
sea, que se influyen recíprocamente, en virtud de su instalación
en un mismo substrato nacional. Pero conviene, ante exigencias
de método, poner el acento en el aspecto literario, que es el obje-
tivo propio de este análisis; el "objetivo", precisamente, porque
aquí procuramos que la teoría misma, devanándose casi por si
sola de la naturaleza y la consistencia de los hechos o los datos,
enfoque con exactitud las realizaciones -la concreción- del
genio de nuestro país.
En su libro El Nicaragüense, Pablo Antonio Cuadra, tra-
tando de o que él llama la "singular dualidad" nuestra, y que no
es sino la genérica del mestizaje, da como ejemplo a Darío,
transcribiendo íntegro el soneto "En las Constelaciones", al que
pertenecen estos versos:
"Pero qué vaya hacer, si estoy atado al potro
en que, ganado el premio, siempre quiero ser otro,
y en que, dos en mi mismo, triunfa uno de los dos? "
Cuadra se queda en la dualidad ("dos en mi mismo"), sin
advertir que, a continuación, el propio Rubén nos pone en la pis-
ta para interpretar plenamente el sentido de ese poema ("triunfa
uno de los dos"). Lo cual quiere decir que, además de la duali-
dad general y como superándola, hay, un principio, específico,
que al fin la resuelve. Se trata, en efecto, de la expresión de una
forma del principio de identidad, que Coronel Urtecho tampoco
vio en su "Oda a Rubén Darío", citada asimismo por Pablo
Antonio:
"Tú que dijiste tantas veces "Ecce
Hamo" frente al espejo
202 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

¡no sabías cuál de los dos era


el verdadero, si acaso era alguno. "
Pero el espejo no sólo duplica nuestra imagen, sino que
también la hace idéntica a nosotros: la identifica. Por eso bario
sabe -y lo dice en el mismo poema- que en él se funden o se
confunden ("se han confundido dentro del alma mía") los tér-
minos de toda dualidad. Y esto no es una interpretación capri-
chosa, ya que el poeta, rotundamente, declara saberlo ("Sé que
soy ..."); él, precisamente, que sufría por "no saber adónde
vamos, / ni de dónde venimos", sí está seguro de saber quién es
o, más exactamente, cree saberlo: De ahí que el poema no sea
dubitativo en el propio "ser", sino en el "hacer" ("Pero qué voy
a hacer....?") .
Siempre nos impresionó esa seguridad "onto-psicológica"
de Rubén acerca de su conocimiento del "yo". Y siempre hemos
pensado que los nicaragüenses caemos habitualmente en la ten-
tación de afirmar nuestro "ego" o, al menos, creemos conocer-
nos bien. Prueba de ello es el título de la misma obra El Nicara-
güense, así como aquella expresión, tan grosera y tan gráfica, de
"Ya escupe en rueda", para dar a entender que alguien ya mere-
ce ser tomado en cuenta en una reunión. Y adviértase que "escu-
pir en rueda" no sería la medida, sino el colmo de la afirmación
del "yo". Por lo demás, al "autorretrato" ("auto-soneto", diría
Pablo Antonio) ha sido una de las tendencias predilectas de
nuestra literatura. Pero aquí no se habla de superficialidades o
de honduras, de "exteriorismos" o de intimidades, sino de un
característico exceso de confianza en el "sí mismo", traducido a
lo literario; grado de confianza que, a fin de cuentas, no es más
que "desconfianza" respecto de los otros. Suele repetirse que el
nicaragüense es "confianzudo", esto es, que en su trato abusa de
la confianza de los demás, y seguramente porque él no la tiene.
Así se explica que nuestro pueblo use corrientemente la frase
exclamativa "¡Esta, dijo Mena!", aludiendo a un general a quien
se le frustraron sus aspiraciones presidenciales, y lo dijo hacien-
do, a la vez, la higa (la "guatuza" nicaragüense), en señal de des-
confianza o desprecio. "Quien anda con indio, anda solo", dice
EPÍlOGO PARA UNA GENEALOGÍA DE LA VOCACIÓN NICARAGÜENSE 203

un refrán citado por Ycaza Tigerino con diferente propósito


(Sociología de la Política Hispanoamericana), y Cuadra, en su
referido libro, incluye el ser "desconfiado" entre los caracteres
del Güegüense, el más antiguo protagonista de la Literatura de
Nicaragua. El Güegüense es también "un creído", justamente
porque sólo cree en él mismo. ¿Y acaso no responde a esa línea
el hecho de que las Reflexiones sobre la Historia de Nicaragua,
de Coronel Urtecho, sean "reflexiones" --o espejos de una sub-
jetividad- y no "historia" -es decir, 10 objetivo-- del aconte-
cer nicaragüense? El caso es que aún no hemos escrito nuestra
historia, sin duda porque la entendemos como "autobiografia".
Hay en Rubén, sobre todo, un comienzo verdaderamente
sinfónico, y es cuando el poeta, nada menos que en los versos
que abren Cantos de Vida y Esperanza, nos introduce en un
autorretrato interior con las siguientes palabras: "Yo soy
aqueL .. " Pues bien, ese pronombre personal destacado (y ya
se sabe que "Las desinencias personales de la conjugación
española son tan claras y vivaces, que casi siempre hacen
innecesario y redundante el empleo del pronombre sujeto");
ese pronombre -repetimos- antepuesto a la afirmación de
"ser aquel" y no otro, sólo puede recordar el "Iste ego sum!"
del verso 463, libro III, de las Metamorfosis, de Ovidio. Pero
sucede que esa exclamación, en Ovidio, es el triunfo del nar-
cisismo, ya que el poeta latino la puso, precisamente, j en
labios de Narciso! Y el empleo casi redundante e innecesario
del "yo", a veces disimulado en formas posesivas o demos-
trativas, ha sido usual en los títulos de obras nicaragüenses,
como La Juventud que Yo Busco y La Vida en Mí (de Santiago
Argüello), Yo Con ocia Algo Hace Tiempo (de Ernesto Gutié-
rrez), Este que Habla (de Iván Uriarte) y hasta Nicaragua
Canta en Mí (del P. Ángel Martínez, nicaragüense por dere-
cho doble de conquista y adopción); sin contar los nombres
de poemas, al estilo de "Sum", también de Darío. Entre
paréntesis, sólo Alfonso Cortés tiene, por lo menos, "Mi Pro-
pio Yo", "La Canción de mi Yo Propio" y dos sonetos titula-
dos "Yo". Rubén, por otra parte, nos orienta con claridad
sobre la dirección que seguía en el referido "Yo Soy Aquel":
204 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

"quise encerrarme dentro de mí mismo ... "


Igualmente en su "Epístola a la Señora de Leopoldo Lugo-
nes", de tono casi confidencial, como por paradoja:
"confiando sólo en mí y resguardando el yo. "
¿Y quizá no se manifiesta asimismo, el sentido egocéntrico
de nuestra literatura en el título La insurrección Solitaria, de
Martínez Rivas, quien antes ya había sido el edénico poeta de El
Paraíso Recobrado? Pero ~onste que no se apunta a un espíritu
"centrical" ni "concentrador", sino "egocéntrico". De todos
modos, por algo el autor de El Nicaragüense ha insistido en la
idea de Nicaragua como "un país de agitación mediterránea" y
"ombligo y centro nervioso" de la voz "amerhispánica" -valga
el término-- de Rubén Darío. Porque allí donde hay un nicara-
güense solitario, está el "centro" del mundo. ¿Qué significa si
no, el que Azarías H. Pallais firmase en Nicaragua sus escritos
con la coletilla de "vive en Brujas de Flandes ... "; que Coronel
Urtecho se haya retirado a su hacienda en la frontera con Costa
Rica, o que Cardenal se "aislara" -literalmente- en el archi-
piélago de Solentiname?
No se diga que aquellos títulos de libros indican poco;
puesto que, por definición, todo título tiene por objeto anunciar
y dar a conocer nada menos que el contenido o el motivo de la
obra. Y no es casual, por ejemplo, que José Coronel Urtecho,
transmisor y traductor de la poesía de Estados Unidos, para titu-
lar su libro de vivencias y lecturas norteamericanas, haya tradu-
cido, como Rápido Tránsito, el "rapid transit" del "subway".
Ahora bien, cuando Pierre Grimal, en su insuperable Dicciona-
rio de la Mitología Griega y Romana, habla de un "joven que
despreciaba el amor", pareciera aludir a nuestro Joaquín Pasos,
que pensaba ordenar una parte de su obra bajo este título: "Poe-
mas de un Joven que no Ha amado Nunca". Joaquín fue, sin
embargo, un "amador"de veras, y tal vez era un "espejo" el que
le volvía del revés su imagen. Naturalmente, a quien describe
Grimal es a Narciso, que "a la sombra del agua" --como
hubiera dicho el P. Pallais- contempla y ama su propia y her-
mosa imagen. En el País de los Lagos no sería rara cualquier for-
EPÍLOGO PARA UNA GENEALOGÍA DE LA VOCACIÓN NICARAGÜENSE 205

ma de narcisismo literario. Por eso allí se cultiva con insistencia


el epigrama, el cual, por su estructura lapidaria y por definirse
como resultado de una pugna de la individualidad del poeta con
el mundo en tomo, resulta ser la forma más individualista de la
lírica. Y vale la pena pensar seriamente en que nuestro pueblo
substituyó el pronombre de segunda persona "tú", por la arcai-
zante forma del plural, "vos", y, en cambio, dejó intacto el "yo",
cuando éste podía haber seguido, por natural correspondencia,
idéntico proceso de conversión hacia el "nos", al estilo de anti-
cuados usos regios y episcopales. Y lo último no hubiese resul-
tado tan raro considerando que nuestro lenguaje popular, como
en la totalidad de Hispanoamérica, está sembrado de arcaísmos.
Por algo allí lo "extraordinario" se vuelve "normal" --o tal vez
sólo se vea de ese modo---, como lo ha revelado para siempre la
novelística del colombiano García Márquez.
Ovidio nos cuenta que el sabio Tiresias, al ser consultado
sobre si Narciso alcanzaría la vejez, respondió: "Si no llega a
conocerse a sí mismo." Los nicaragüenses no nos conocemos en
realidad, porque somos "desmemoriados" para la historia pa-
tria. De aquí, nuestras continuas improvisaciones. Y, a pesar de
ello, creemos conocemos:
"El conocerme a mí mismo,
ya me va costando
muchos momentos de abismo
y el cómo y el cuándo ... "
(Darío, "Eheu!")
Porque Narciso "cree que es cuerpo lo que es agua", como
precisa Ovidio. "Lo que ansío lo tengo en mi; la abundancia me
ha hecho indigente", se queja el propio Narciso, amado de lejos
por la ninfa Eco. Y Rubén, en "La Fuente":
"Guíete el misterioso eco de su murmullo,
asciende por los riscos ásperos del orgullo;
baja por la constancia y desciende al abismo ...

Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo. "


206 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

y Narciso es el mito por excelencia de aquel problema del


"otro yo"; pero, como en Rubén Darío, también en él "triunfa uno
de los dos": "¡Oh, ojalá pudiera yo separarme de mi propio cuer-
po!" Narciso moría, pues, por haberse dado cuenta de que se ama-
ba en su identidad, y "por ninguna parte aparecía su cuerpo!"
-concluye el poeta de las "Metamorfosis"-; En vez de su cuerpo
encuentran una flor ..."; Curiosamente, el autor del presente ensayo
escribió en Nicagua al comienzo de los años cincuenta:
"Como Narciso, de quien, sabemos,
predijo el adivino Tiresias
que viviría mientras no se viese,
así tú has nacido con la prohibición de mirarte... "
("Salmo de tus Cinco Sentidos", en Mástiles)
Antes, en la década de los cuarenta, había cantado Joaquín
Pasos:
"con el pedazo de pecho donde está sembrado el musgo
del resentimiento y el narciso... "
("Canto de Guerra de las Cosas")
y de 1938 data la noveleta "Narciso", de José Coronel
Urtecho: "Sólo soy yo en mí mismo. Mis actos me traicionan, me
falsifican. El deseo, la emoción, el sentimiento, tampoco son al
yo, sino reflejos provocados por la realidad exterior, por el no-
yo" Se debe, pues, reconocer a Narciso como un personaje-sím-
bolo de aquella literatura nacional, como una especie de Güe-
güense culto y, si se quiere, hasta helenizado, o como definición
de la poesía misma en Nicaragua, porque así entendió la poesía
también nuestro Salomón de la Selva, en su "Evocación de
Horacio":
"Reflejo de un espejo
Que el verso enmarca y delimita.
Misterio de Narciso. Sacramento
de la ninfa
Eco. "
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primera parte ("Historical Background") debida a Luciano Cuadra,
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Hay traducción de la obra completa de Gonzalo Maneses Ocón
(Managua, Colección Cultural del Banco de América). MACAU-
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Heroicos. Madrid, Editorial América, 1918 (Biblioteca Americana
de Historia Colonial); crónica reproducida en Revista Conservado-
ra del Pensamiento Centroamericano, Managua, Núm. 57, Julio
de 1965. ZEPEDA HENRÍQUEZ, Eduardo: Folklore Nicaragüense
mestizaje. Madrid, Aldus, S.A., 1976, reproducido en Boletín Nica-
ragüense de Bibliografía y Documentación, Managua, Núm. 18,
Julio-Agosto, 1977 y Mástiles. Santiago de Chile, Pino, 1952. ZIE-
LINSKI, Th.: Historia de la Civilización Antigua. Madrid, Aguilar,
1944.
NOTA SOBRE EL AUTOR
Eduardo Zepeda-Henríquez (Granada, Nicaragua, 6 de marzo,
1930) es uno de los grandes poetas e intelectuales nicaragüenses a
quien no se le ha reconocido en su tierra como merece, pese a ser
declarado Hijo Predilecto de su ciudad natal y recibir la Medalla Pre-
sidencial en julio de 1998. Reside en Madrid a raíz del terremoto de
Managua en 1972. Sin embargo, sus once años de experiencia en su
patria (1961-1972), como catedrático y funcionario, más su forma-
ción con los jesuitas y sus inicios dentro de la llamada "Generación
de 1950", determinaron su carrera literaria.
Ésta ha sido marcada por un equilibrio que articula en su lengua-
je totalizador un máximo rigor mental y una deslumbrante capacidad
de intuición. Entre ambos polos oscila su obra, especialmente su poe-
sía iniciada con El principio del canto (1951), poema inaugurador del
tono conversacional, que se intensifica en Mástiles (Santiago de Chi-
le, 1952), Poema campal del prójimo (Madrid, 1956), Como llanuras
(1958) y A mano alzada (dos ediciones: 1964 y 1970), Premio Inter-
nacional "Juan Boscán" de Barcelona.
Durante su segunda y ya definitiva etapa española, su poesía
trascendió a una madurez orgánica. En 1987 obtuvo el Premio
"Angaro" de Sevilla. Y ha editado los libros En el nombre del mundo
(1980), Horizonte que nunca cicatriza (1988), Mejores poemas
(1988),AI aire de la vida y otras señales de tránsito (1992), Responso
por el siglo vigésimo (1996), Concierto nacional de la gesta de San-
dino (2000) y Amor del tiempo venidero (2001).
Como dariísta, es autor de numerosos análisis dispersos y coau-
tor de Estudio de la poética de Rubén Daría (1967); como crítico, se
le debe un libro capital: Linaje de la poesía nicaragüense (1996).
Pero su obra modelo en el género del ensayo es su Mitología nicara-
güense (1997), hoy reeditada. Zepeda-Henríquez es el único nicara-
güense miembro de número de la Academia Nicaragüense de la Len-
gua, correspondiente de la Real Academia de la Historia en Madrid y
honorario de la Academia de Geografia e Historia de Nicaragua.

Jorge Eduardo Arel/ano


ÍNDICE DE NOMBRES CITADOS

ABELLÁN, José Luis: 14,207


ACOSTA, Osear: 207
AGUILAR, Arturo: 97, 207
ALEMÁN BOLAÑOS, Gustavo: 207
ÁLV AREZ DE MIRANDA, Ángel: 207
ÁLVAREZ LEJARZA: Emilio: 85
ALTAMIRANO, Pedro: 126
ANGLERÍA, Pedro Mártir de: 78
ARCIPRESTE DE HITA: 153
ARELLANO, Jorge Eduardo: 9, 171, 179,207
ARGÜELLO, Alfonso: 94, 97, 207
A YÓN, Alfonso: 207
AYÓN, Tomás: 114,207
BALMORI, Clemente Hernando: 169
BARBUSSE, Henry: 134
BATRES, Roland: 10, 207
BLANCO FOMBONA, Rufino: 26
BLAZQUEZ, José María: 50, 207
BELAUSTEGUIGOITIA,Ramón de: 207
BENZONI, Girolamo: 149
BOBADILLA, Francisco de: 27
BONILLA, Luis: 158,207
BONILLA Y SAN MARTÍN, Adolfo: 207
BOVALLIUS, Carl: 31, 207
BRINTON, Daniel G.: 145
BUITRAGO MATUS, Nicolás: 45, 70,95,98,207
BUITRAGO MORALES, Fernando: 44,46,58,70,71,208
CAJINA VEGA, Mario: 149, 199
CALERO OROZCO, Adolfo: 169
CARDENAL, Ernesto: 78, 86, 92, 95, 96, 98, 167,200,204,208
CARDENAL, Salvador: 145,208
CARLYLE, Tomás: 19,208
CARO BAROJA, Julio: 10, 90
CASAS, Fray Bartolomé de las: 78, 211
CASSIRER, Ernesto: 10,23, 111, 116
CASTELLÓN, Hildebrando A.: 208
218 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

CASTILLO, Fray BIas del: 56


CAVALCA, Domenico: 156
CHAMORRO ALFARO, Pedro Joaquín: 105,106
CHAMORRO, Diego: 103
CHAMORRO, Emiliano: 47, 106
CHAMORRO, Fruto: 104,106,165
CHAMORRO ZELAYA, Pedro Joaquín: 107,114,118,168,171,
209
CHÁVEZ ALFARO, Lizandro: 171
COLÓN, Cristóbal: 78
CONTRERAS, Hemando de: 97
COROMINAS, Joan: 208
CORONEL URTECHO, José: 45, 105, 109, 161, 165,203,209
CORTÉS, Alfonso: 79
CORTÉS, Hemán: 209
CUADRA CH., Pedro Joaquín: 82
CUADRA DOWNING, Orlando: 114,209
CUADRA, Manolo: 129
CUADRA, Pablo Antonio: 29, 31, 37,44,72, 128, 132, 140, 186,
187,189,193,200,209
CUADRA PASOS, Carlos: 86,209
DARÍO, Rubén: 22,23,30,34,35,42,45,49,60,64,67,86, 104,
132,135,155,156,159,160,166,167,173,186,189,192,
193,199,200,201,205,209
DUZEMIL, Georges: 102, 209
DÁVILA, Pedrarias: 27, 65, 69, 91, 93, 94, 197, 199,202
ECO, Humberto: 209
ELIADE, Mircea: 10,47,90, 186,209
ELIOT, Alexander: 44, 210
ESCOBAR, Esteban: 105,210
FRAZER, James George: 21,23,210
FREUD, Sigmund: 54
GÁMEZ, José Dolores: 115
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel: 168, 205
GIROLAMO, Benzoni: 149
GUIRAUD, Pierre: 56,57, 121,210
HEERS, Jacques: 111,211
HERNÁNDEZ DE CÓRDOBA, Francisco: 65, 95
HESÍODO: 211
HIDALGO, Juan: 147
ÍNDICE DE NOMBRES CITADOS 219

HIZE: 81,83
HUIZINGA: Johan: 155
INCER, Jaime: 91,211
JESI, Furio: 10,46,53, 164,211
JUNG, Carl Gustav: 24,49,211
LACAYO SACASA, Benjamín: 104
LA ORDEN MlRACLE, Ernesto: 99,211
LARREYNAGA, Miguel: 14,211
LEÓN-PORTILLA, Miguel: 25, 175,211
LIFAR, Sergio: 145 _
LEVI-STRAUSS, Claude: 10,211
LÓPEZ DE GÓMARA, Francisco: 26, 43, 79, 81, 82, 211
LÓPEZ ESTRADA, Francisco: 157,212
LÓPEZ PORTILLO, José: 173
LOTHROPH, Samuel Kirtland: 25, 175,212
LOZOY A, Marqués de: 96
LLULL, Ramón: 66
MACAULAY, Neill: 134,212
MAETZU, Ramiro de: 15,55,212
MALINOWSKY, Bronistán: 212
MARASSO, Arturo: 154, 158
MARÍAS, Julián: 110,212
MARlNET, Jeanne: 88,212
MARTÍNEZ RlVAS, Carlos: 166,204
MEJÍA SÁNCHEZ, Ernesto: 129, 167,212
MELÉNDEZ, Carlos: 93,212
MENÉNDEZ PIDAL, Ramón: 144
MENIER, Mario: 178,212
MENDOZA, Vicente T.: 144
MOLINA ARGÜELLO, Carlos: 212
MOREL DE SANTA CRUZ, Pedro Agustín: 174
MOREL, Héctor: 212
OCAMPO, Maestre Juan de: 26
ORDÓÑEZ ARGÜELLO, Alberto: 134, 178, 180, 181,212
ORTEGA ARANCIBIA, Francisco: 114, 116, 123,212
ORTEGA Y GASSET, José: 16,57,212
OVIDIO: 203,213
OVIEDO, Gonzalo Fernández de: 26,27,50,56,57,80,91, 149
PAC [Pablo Antonio Cuadra]: 10
PALAFOX Y MENDOZA, Juan de: 62, 213
220 MITOLOGÍA NICARAGÜENSE

PALLAIS, Azarías H.: 204


PASOS, Joaquín: 64,65, 70, 131,200,204
PAZ,Octavio: 10
PÉREZ ESTRADA, Francisco: 213
PÉREZ, Jerónimo: 165, 177,213
PEÑA HERNÁNDEZ, Enrique: 35, 36, 37, 38, 39, 59, 60, 152, 169,
213
PLUTARCO: 19,213
PORTER, Thomas E.: 213
POULANTZAS, Nico: 109,213
RAMOS,Samuel: 10
RECLÚS, Elíseo: 187, 213
RECLÚS,Onésimo: 187,213
RICOEUR: 10
ROBLETO, Hernán: 133
ROBLETO,Octavio: 167
RODRÍGUEZ SERRANO, Felipe: 86
SACAS A, Crisanto: 105
SACASA, José: 105
SACASA, Juan Bautista: 104, 170
SÁENZ, César: 26, 173,213
SAGRERA, Martín: 14,213
SAINÉAN, Lazare: 49
SALINAS, Pedro: 157
SÁNCHEZ DRAGO, femando: 213
SANDINO, Augusto c.: 11, 12, 125, 126, 127, 128, 130, 132, 133,
134, 165,213
SANDOVAL, José León: 115
SAUSSURE, Ferdinand de: 88
SELER, Eduard: 25
SELVA, Salomón de la: 14, 24, 131, 200, 206, 214
SEVILLA SACASA, Guillermo: 104
SEQUEIRA, Diego Manuel: 167,214
SOL, Ildo: 129, 130
SOMOZA, Bemabé: 114, 115, llG, 118, 119, 120, 121, 122, 123
SOMOZA DEBAYLE, Anastasio: 104
SOMOZA DEBAYLE, Luis: 104
SOMOZA GARCÍA, Anastasio: 133,214
SQUIER, Ephraim George: 81, 120, 121, 122,214
TURBAYNE,Golier Murray: 153,214
ÍNDICE DE OBRAS CITADAS 221

URTECHO, Álvaro: 9
URTECHO, Isidro: 118
USCATESCU, George: 10,214
Valdivieso, Antonio de: 96, 97
Valle, Alfonso: 38,43, 147,200,214
VALLE, Alfonso: 38,43,147,200,214
VALLE, José María: 114, 119
VALLE, Pompeyo del: 59
VILLEGAS, Juan: 214
W ALKER, William: 87, 177
WEBER, Max: 101, 102,214
YEATS, William Butler: 215
YCAZA TIGERINO, Julio: 169,203,213,214
ZAP ATA, Fray Nemesio de la Concepción: 26, 27
ZEPEDA-HENRÍQUEZ, Eduardo: 9, 10, 11, 125
ZIELINSKY, Th.: 215
ÍNDICE DE OBRAS CITADAS

Alabanza de Honduras: 59
Autobiografía: 119
Bernabé Somoza: 117
Biografía del general Pedro Joaquín Chamorro: 105
Cantos de vida y esperanza: 167, 197, 203
Claves para la mitología: 88
Catálogo provisional del patrimonio histórico-artístico de Nicara-
gua: 99
Claves para la mitología: 88
Constituciones de Nicaragua: 85
Críticas a la Atlántida: 174
De tierra yagua: 186
Diccionario del habla nicaragüense: 43, 202
Diccionario de símbolos y mitos: 168, 213
Diccionario de autoridades: 213
Don Quijote, don Juan y la Celestina: 15
El clan familiar en la Edad Media: 111
El cultivo de la tierra y los ritos agrícolas en las islas Trobriand: 193
El estrecho dudoso: 92,95,98,99
El mito de la metáfora: 153
El mundo de los aztecas: 176,213
El nicaragüense: 37, 201, 202, 204
Enigma y esfínge: 167
Ensalmos y conjuros: 167
El pez y la serpiente: 168
Este que habla: 203
Estructuras del poder: 101
Folklore de Nicaragua: 35,213
Filosofía de las formas simbólicas: 126
Fruto Chamorro: 114
Hernández de Córdoba, Capitán de conquista de Nicaragua: 93
Historia crítica del pensamiento español: 14
Historia de las Indias: 77
Historia del cavallero Cifar: 92, 188
Historia de León Viejo: 94, 207
Historia general de las Indias: 79
ÍNDICE DE OBRAS CITADAS 223

Historia general de los hechos de los castellanos: 80


Historia general y natural de las Indias: 80, 149
Ilustrefamilia: 14,200
Imagen y mito: 50
Interpretación de los sueños: 155
Imágenes y símbolos: 186
La ciencia de la semiótica: 77
La danza en el mito y en la historia: 159
La estructura social: 110
La intervención: 86
La interpretación de los sueños: 83, 155
La leyenda dorada de los dioses y de los héroes: 178
La metamorfosis: 87, 203
La mitología primitiva: 68
La rama dorada: 22
La reincorporación de la Mosquitia: 82
Las clases sociales en el capitalismo actual: 109
La semiología: 121
La vida en mí: 203
León, la sombra de Pedrarias: 46, 95, 98
Meditaciones del Quijote: 16
Memoria sobre elfuego de los volcanes: 14
Memorias para la historia de la Revolución de Nicaragua y de la
Guerra Nacional: 165, 177
Metamorfosis: 87
Mito: 153
Mitología general: 67
Mitología griega: 213
Mitología nicaragüense: 9
Mito y cultura: 207
Mito y epopeya: 102
Mito y realidad: 47, 47-48
Mitos y sociedad: 14
Nicaragua canta en mí: 203
Nicaragua. Cuarenta años de historia ... : 117
Novísima geografía universal: 187,213
Nueva poesía nicaragüense: 167
Oráculo sobre Managua: 167
Panorama de la literatura nicaragüense: 171, 179,207
Pasadas: 44,58, 70
224 MITOLOGíA NICARAGÜENSE

Pensamiento jurídico en la historia de los Estados Unidos: 85


Poemas eleusinos: 167
Poemas nicaragüenses: 198
Popol Vuh: 176
Pottery of Costa Rica and Nicaragua: 25
Quetzalcóatl en Centroamérica: 25, 173
Reflexiones sobre la historia de Nicaragua: 105,203
Refranero zoológico popular: 213
Religión de los nicaraos: 26, 175
Reseña histórica de la diócesis de Nicaragua: 96
Ritos y mitos equívocos: 90
Romancero gitano: 198
Rubén Darío criollo: 167
Rubén Darío y la Edad Media: 213
Rubén Darío y su creación poética: 154
Sangre en el trópico: 169
Símbolos de transformación: 22
Sociología de la política latinoamericana: 203
Teogonía: 203
Terrestre y celeste: 168
Vida del segoviano Rodrigo de Contreras: 96
Vidas paralelas: 19
Virtudes del indio: 213
Vocabulario latino: 147
Yo conocía algo hace tiempo: 203
Secretario !. A GHN,

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