Ilustración de Marcin Bondarowicz

Ilustración del polaco Marcin Bondarowicz

Ya Eliseo Diego nos había dicho del terror de ese papel tendido ante nosotros, de ese abismo. La hoja en blanco. Semejante a una venus esperando las caricias de su amante. Total invitación y absoluto desdén. Atracción que nos invita a poner  nuestra escritura en su piel; desprecio, por la torpeza de nuestras inexpertas palabras. Desnudez que nos enceguece, divinidad que no podemos mirar de frente. Sin embargo, algo aprendimos de Tiresias.

Se trata de comenzar por cualquier lado, de emborronar esas cuartillas, de mancillarlas. Hay que tener cierta actitud de “violador” cuando nos encontramos con la seductora página en blanco. Se trata de no huir de sus hechizos, de aceptarlos como Ulises recibió los filtros de Circe. Puede que la mejor manera sea destrozando sus vestidos con algún dibujo o algunas frases sueltas. No importa. Se trata de perder el miedo, de pasar ese vado, de tener el suficiente vigor para tocarle algunos de sus miembros. Así era como trataba a la hoja en blanco Juan Rulfo: se ponía a escribir y a escribir, en su máquina, hasta que de pronto, de entre ese reguero de letras emergía la sonrisa o el gesto delicado de algún cuento. Tenía que ir hasta el fondo de aquel abismo –porque la página en blanco, a pesar de no tener aparentemente sino dos dimensiones, en verdad tiene tres: la página en blanco tiene fondo–, zambullirse, fondear, bucear en esas aguas blanquísimas, y traer a la superficie una frase, algunas líneas, algún tesoro. 

En mi caso, a veces me gusta empezar ese diálogo con el papel mediante un dibujo. El dibujo es más hábil que yo para establecer relaciones; debe ser porque es más espontáneo, más juguetón. Además, el dibujo puede llegar a ser irresponsable; hay un rasgo de abstracción que sólo él puede permitirse. Bueno, eso hago a veces. Otras, me lanzo como un kamikase a escribir la primera línea; aunque reconozco que este bombardeo no es azaroso; ha sido pacientemente planeado, meditado. Ya con esa primera línea, con ese primer boquete en la hoja en blanco, puedo seguir rompiendo con otras palabras, un tanto más abajo o hacia los lados de su cuerpo. Empiezo a horadar la página, a dinamitarle su celeste y virginal forma. No digo con esto que ya el trabajo escritural quede listo; apenas insinúo que para empezar a escribir hay que atreverse a mancillar la hoja en blanco. Detrás de toda esa pureza, lo que en verdad espera la hoja en blanco es que el escritor se le arroje encima con la pasión propia de los raptores o los sátiros.

Otra estrategia que también yo practico –aunque he leído que es empleada por muchos escritores de oficio– es manchar la hoja con algunas líneas y dejarla abandonada por algún tiempo. Luego, en esas esporádicas revisiones de papeles, volver a retomarla, para así –con la perspectiva del tiempo–, poder completarla, afinarla o cambiarle radicalmente su fisonomía. Yo diría que esta actitud con la página en blanco es muy donjuanesca. Si la página en blanco nos seduce, la mejor manera de estar con ella, es acercándosele un tiempo, flirteando con ella, llenándola de halagos, para luego, abandonarla. Ignorarla por un tiempo. No sobra recordar que grandes obras de escritura se compusieron así. Sometiéndolas a la prueba aparente del olvido, prodigándoles añejamiento. Escritura curada, deberíamos llamarla.

Algunos escritores, pienso ahora en García Márquez, prefieren enfrentar la hoja en blanco con otros artificios. Empiezan a escribir y si no les gusta lo que han hecho, botan esa hoja y comienzan otra. La primera hoja va al cesto de la basura. O se rompe. Es una actitud más radical, más definitiva con el papel. Una relación como la de El último Tango en Paris. Nada de pasado, nada de memoria; lo válido es el encuentro. Y si se da, si fluye, pues nace la relación; caso contrario, lo que existe es la ruptura total. Insisto en este punto: el escritor va buscando en cada hoja algo particular, una característica que le posibilite poner en comunión su adentro con un afuera. Pica aquí y allá; ésta no, aquélla tampoco. Vuelve a insistir con la misma entrada pero cambiando de papel; cambia la sintaxis pero mantiene la misma idea; más hojas, más hojas. Las páginas en blanco se sienten horrorizadas ante este tipo de tratamiento, se sienten mujeres de harem. Hasta que, una de ellas, logra ser la elegida para que aflore definitivamente la escritura: Scherezada gestora de mundos.

Página en blanco. Cielo vastísimo del escritor. Mar de nieve… Invisible escenario del que escribe, en donde –a pesar de los extensos y repetidos ensayos– siempre debutan las manchas de tinta.

 (De mi libro Escritores en su tinta. Consejos y técnicas de los escritores expertos, Kimpres, Bogotá, 2008, pp. 550-553).