Opinión

Desvergonzados, cínicos e insolentes

Los políticos están potenciando el sustantivo desvergüenza; olvidan que, en su primera acepción, es insolencia o atrevimiento, dos cuestiones que, dependiendo del prisma con el que se mire, bien podrían ser un halago.

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03
enero
2024

En la batalla por demarcar el marco conceptual en el debate público, los políticos han potenciado el sustantivo desvergüenza. Su variante adjetival, desvergonzado/a, la usan como calificativo despectivo, adjudicándolo a todo aquel que no asuma un determinado credo. A la intención de socavar la imagen del contrincante se le une la pretensión de erigirse en adalides de la moral y cancerberos de las buenas maneras.

Olvidan que, según el diccionario de la Real Academia Española, la primera acepción de la palabra desvergüenza es: insolencia o atrevimiento, dos cuestiones que, dependiendo del prisma con el que se mire, bien podrían ser un halago.

Sospecho que la pretensión de fondo pasa por acusar al adversario de sinvergüenza, de zaherirlo con la intención de minar el valor de sus palabras y de sus actos. A fin de cuentas, un sinvergüenza es una persona cuya presencia genera desconcierto, incomodidad. El sinvergüenza elimina el lazo de confianza con el que se configura el ámbito de lo social. El único criterio que usa es su propio interés. Al menospreciar los vínculos que le ligan a las personas, se desentiende del peso que conlleva la mirada evaluadora del otro.

Aristóteles, en la Retórica, apuntaba que la vergüenza es una fantasía que concierne a la pérdida de reputación. Ahora que el léxico se ha impregnado del tamiz de la productividad, si tenemos en cuenta la definición del estagirita, podríamos concluir que al sinvergüenza no le importa la pérdida de su capital reputacional.

Al sinvergüenza no le importa la pérdida de su capital reputacional

Sin embargo, el desvergonzado no carece de vergüenza, sino que prescinde de ella con un fin determinando que no suele recaer en su propio beneficio. Requiere de atrevimiento y valor desde el momento en el que sabe que tendrá que pagar un precio social por sus actos: la impopularidad (adoxia). Abraza la insolencia y se posiciona ante los ídolos a modo de desafío. Se niega a rendir pleitesía a los códigos de respetabilidad que se erigen como verdades incontestables. Es impertinente desde el momento en el que pone en entredicho las costumbres.

Quienes mejor han usado la desvergüenza como ariete filosófico con el que derribar lugares comunes han sido los filósofos cínicos que, con arrojo, se atrevieron a denunciar la razón de la masa. Ahora que se habla de superioridad moral, de cancelación y blanqueamiento, la desvergüenza es, más que nunca, una utopía.

A este respecto, escribía Sloterdijk: «En una cultura en la que la mentira es una forma de vida, el proceso de la verdad depende de si se encuentran gentes que sean bastante agresivas, frescas y desvergonzadas para decir la verdad».

La pregunta que resta por hacer es: ¿dónde están esas gentes?

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