Espíritu y Vida: El espíritu es el que da la vida. Reflexión sobre la Admonición 7 de San Francisco.

admonicion-7-muertos-x-la-letraSabemos cuánto se inspiró Francisco, en toda su vida, oración y acción, en la palabra divina, la letra «sagrada», el Evangelio. Orando y meditando la letra o palabra evangélica, el Pobrecillo descubre a su Señor, el Cristo pobre y crucificado (cf. 2 Cel 105; LP 79), cuyas huellas quiere seguir. Estas letras o palabras divinas son para él espíritu y vida (Jn 6,64), puesto que le inspiran vida y llegan a ser el espíritu de su vida o la vida de su espíritu, o, de un modo aún más profundo, son el Espíritu y la vida de nuestro Señor Jesucristo en él, según Jn 6,63: «El Espíritu es el que da vida», y también 2 Cor 3,6: «Mas el Espíritu da vida». Francisco describe esta su experiencia «vital» en una Admonición, la séptima, a la que se llama «tratado de hermenéutica», y en la que el Santo nos revela cómo la lectura de la Biblia o la meditación de la Sagrada Escritura fue para él verdaderamente un estudio «espiritual», es decir, una oración que se le hizo «espíritu y vida», por cuanto su oración se transformó en vida y su vida en oración, siendo inspiradas la una y la otra por el único Espíritu que da la vida.

Veamos primero la doctrina de Francisco, y luego su práctica. La Admonición 7 dice: «Dice el Apóstol: «La letra mata, mas el espíritu da vida» (2 Cor 3,6). Están muertos por la letra aquellos que únicamente desean saber las solas palabras, para ser tenidos por más sabios entre los otros y poder adquirir grandes riquezas que dar a los consanguíneos y amigos. Y están muertos por la letra aquellos religiosos que no quieren seguir el espíritu de la divina letra, sino que sólo desean saber más las palabras e interpretarlas a los otros».

Por tanto, la palabra divina, la letra de la Sagrada Escritura, mata a aquellos que la buscan y la estudian sólo por motivos egoístas (soberbia, avaricia) o puramente humanos (ciencia, enseñanza), sin querer seguir en la propia vida el espíritu de la divina Escritura. En cambio, prosigue Francisco:

«Están vivificados por el espíritu de la divina letra [es decir, reciben vida del espíritu de la divina escritura, o sea, del autor-inspirador de la divina palabra] aquellos que no atribuyen al cuerpo toda la letra que saben y desean saber, sino que con la palabra y el ejemplo devuelven esas cosas al altísimo Señor Dios, de quien es todo bien».

Así pues, quienes se dejan inspirar o vivificar por el Espíritu Santo en la letra o palabra, la reciben como bien o don o inspiración-operación de Dios (gracia, vida), de quien proviene todo bien, y no se la atribuyen a sí mismos, al propio yo, sino que, siguiendo o practicando la palabra divina en la vida (=«con el ejemplo»), la devuelven al único Autor-dador de todo bien, Dios, el Espíritu, alabándolo y dándole gracias (=«con la palabra»).

Para Francisco, pues, orar significa abrirse a la palabra divina, escuchándola, y, aceptando esa palabra, espíritu y vida, con puro corazón, o sea, vacío de amor propio y de espíritu de la carne, dejarse llenar de espíritu y vida. En otras palabras: orar significa hacerlo en espíritu y verdad, o en el Espíritu de la verdad (cf. 1 R 22,31; 2CtaF 19-20). Y el mismo Francisco propone como principio vital a todos los hermanos, tanto si oran como si trabajan, o sea, siempre y en todas partes, que se opongan al espíritu de la carne y sigan al Espíritu del Señor que los introduce en la vida trinitaria (1 R 17).

Esta es la práctica del espíritu de oración y devoción, a cuyo servicio quedan todas las cosas temporales; ésta es la santa operación del Espíritu del Señor, que hace orar con puro corazón y nos da todas las virtudes, hasta el amor a los enemigos; de este modo los hermanos podrán agradar siempre al Señor, orando con puro corazón (cf. CtaO 42), haciendo su voluntad (cf. 1 R 22,9), y sirviéndole, amándole, honrándole y adorándole «con limpio corazón y mente pura, que es lo que Él busca sobre todas las cosas», en la intimidad trinitaria (1 R 22,26-27).

Una síntesis franciscana de esta vida de oración y de esta oración de vida nos la ofrece el Santo en el último período de su existencia humana: llegado a la madurez en el sufrimiento y en la alegría de una vida extremadamente atormentada por el amor crucificado, vive en íntima unión con su Señor: «Un compañero suyo, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte, le dijo una vez: «Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han proporcionado siempre alivio en los dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor»» (2 Cel 105; cf. LP 79).
Aquí aparece como un hecho ordinario el regocijo de Francisco en el Espíritu: ¡reminiscencia del Magnificat! ¿Quizás también una prueba segura de que meditaba los Profetas? – El Santo respondió al hermano:
«Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellos al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado».

Aquí encontramos una prueba clara de cómo las palabras divinas habían llegado a ser, para Francisco, «espíritu y vida», es decir, el Espíritu y la vida de nuestro Señor Jesucristo pobre y crucificado. El mismo Celano, cuando habla de que, después de la muerte del Santo, a muchos hermanos les parecía que la persona de Cristo y la del bienaventurado Francisco era la misma (otro Cristo), explica con prudencia:
«Para quien quiera entender bien, esto no es temerario, pues quien se adhiere a Dios se hace un solo espíritu con Él y el mismo Dios será todo en todas las cosas» (2 Cel 219; cf. 1 Cor 6,17; 12,6).
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Basado y adaptado de: SAN FRANCISCO, MAESTRO DE ORACIÓN Y CONTEMPLACIÓN de Fray Optato van Asseldonk, OfmCap. [En Selecciones de Franciscanismo, vol. XIX, núm. 56 (1990) 230-240]

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