Política literaria, Luis Franco

El periódico La Vida Literaria se distribuyó en Argentina entre julio de 1928 y julio de 1932. Los primeros dos años fue dirigido por Samuel Glusberg, luego se integraron a la dirección Arturo Cancela y Ezequiel Martínez Estrada. Entre sus colaboradores figuran los nombres de Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, José Carlos Mariátegui, Waldo Frank, Francisco Romero, Alfonso Reyes, Alberto Grchunoff y muchos otros nombres entre los que se destaca la participación del poeta Luis Franco. En un diálogo a través del tiempo entre Escritores del Mundo y La Vida Literaria, compartimos con nuestros lectores esta proyecto para un «código penal literario». La contribución de Franco a LVL apareció en la tapa del número 5 en noviembre de 1928.

Tengo la sospecha de que somos el pueblo más político de la tierra. La política nos comprende a todos, acaparando nuestra ocupación, nuestra preocupación y nuestro sueño, nuestro interés y nuestro desinterés. Es a un tiempo el deporte, la industria y la teología nacionales. Lo prueban nuestra breve y accidentada vida democrática y singularmente los últimos sucesos públicos de tan marcado carácter apocalíptico. ¿Qué mucho, pues, que siendo el argentino una alimaña esencialmente política no pierda sus rasgos determinantes, ni mucho menos, en sus incursiones por la literatura, o sea este largo y reiterado esfuerzo por divertir aburridamente al público por medio de la palabra erudita o florida?

En efecto, en nuestro lugar y momento, profesionalmente, el homo litteratus pone en juego recursos y expedientes de impecable filiación comitiquera y electoralista. Es la regla, por lo menos, en que no faltan, claro está, unas cuantas pobres excepciones que me avergüenzo de citar aquí, por contarse algunos de mis amigos entre ellas.

  Contrariamente a lo que podría suponer algún sobreviviente romántico, el argentino actual cree –y lo demuestra patéticamente– que el cultivo de la literatura no requiere vocación: basta con proponérselo o si se quiere, con que la necesidad lo exija. Desde luego, la preparación profesional, técnica, es absolutamente innecesaria. Sé del caso de un aprendiz de pintor que en una revista ejerce con pintoresca eficacia la crítica de libros. Sé también del caso de un mozalbete que recomendado al director del diario como aventajado ascensorista, hubo, por inconvenientes de acomodo inmediato, de conformarse con ocupar sólo una vacante de redactor.

  No faltará quien se crea obligado a indignarse ante la reiterada comprobación de que el secreto profesional del escritor consista en no saber escribir, pero a mí permitidme enrostrar severamente a la literatura –vieja cortesana– el fracaso o la perdición de más de un hacendoso empleado de Banco o un joven tendero de brillante porvenir.

No es incompatible –¡qué va a ser!– el ejercicio de la literatura con una magnífica ignorancia de caballero feudal. Es cuestión, eso sí, de contar con una resolución y una voluntad a prueba de leones.

  Hay al respecto, casos que pueden interesar de veras. Pero prefiero concluir estas aéreas divagaciones, incluyendo un proyecto de inmediato carácter práctico.

  Se trata de lo siguiente, expuesto con la brevedad del caso. Creo que el innegable incremento de nuestra vida literaria y sobre todo el carácter especialísimo que va cobrando de un tiempo a esta parte, están solicitando premiosamente una legislación literaria. La sociedad de escritores, que cuenta con varios días de longevidad, podría abordar concienzudamente el problema: Yo, por mi parte, abogo desde ya por la creación de un derecho penal ad-hoc, es decir, de un derecho penal literario.

  He aquí, según la autorizada incompetencia de un ex-desertor de la Facultad de Derecho, parte del articulado de mi proyecto de código –es decir, de uno de los tantos que podría presentarse como contribución al benemérito intento de poner un poco de orden, precisando deberes y derechos, en esta enrevesada vida literaria argentina.

  Artículo 1. – La mayoría de edad literaria empezará para el sexo taciturno a los veinticuatro años cumplidos, si bien las autoridades correspondientes podrían conceder excepciones en casos sospechados de excepcionales, aunque para ello se debe contar con la totalidad más uno de sus miembros. Los derechos literarios no le serán concedidos a la mujer, sin excepción que valga, hasta no haber cumplido los treinta años. (Este requisito draconiano busca impedir el ingreso a la literatura de las mujeres que no tengan una vocación suicida por ella, ya que la mayoría preferiría todo a despejar la incógnita de sus años mortales).

  Art. 2. – Queda prohibida la publicación de un libro primogénito o segundón. El escritor nacerá a la vida editorial y a los peligros de la fama solo con el tercer libro.

  Art. 3. – Para el reconocimiento oficial del título de literato, con sus privilegios y responsabilidades consiguientes, el interesado demostrará su conocimiento de la lectura y la escritura, sin que pueda eximirlo de dicha prueba la presentación de títulos universitarios u otras condecoraciones.

  Art. 4. – Queda prohibido todo acto de adulación pública o privada por parte de un literato hacia un colega mayor y sobre todo hacia un político – visto que el panegírico es la más ripiosa de las especies retóricas.

  Art. 5. – Será asimismo mal visto por los jueces cualquier acto de poco gusto o elegancia literarios: por ejemplo: comprar o vender críticas turiferarias, alquilar prólogos que no dejen ver el libro; firmar por casualidad una página redactada por otro…

Art. 6. – Los individuos que con mayor o menor inspiración cultivasen la difamación y el insulto, géneros literarios completamente desprestigiados, serán entregados a la justicia común. En caso de reincidencia deberá destinárseles al barrido vitalicio de las calles.

  Art. 7. – El escritor que dejase por lo menos un espacio de cinco años entre la publicación de cada uno de sus libros, se hará acreedor del premio Estímulo a la continencia y sus obras serán adquiridas por el Estado con destino al Museo Histórico Nacional. Por el contrario, el autor que por la frecuencia y magnitud de sus partos editoriales revelase claramente un tesonero espíritu de agresión, será castigado según el quantum de la gravedad, con penas que podrán ir por ejemplo desde la copia manuscrita o dactilográfica del Enciclopédico Hispano Americano, hasta la lectura completa de su propia opera omnia.

Luis Franco
Buenos Aires, La Vida Literaria,  noviembre de 1928