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Si te agarran                   Escribir con verdad la histo-




                                                                              Si te agarran te van a matar
                                          ria hoy es posible. Diciendo
                                          ahora cada uno su verdad,
                                          contribuiremos a que maña-
                     historia
                                          na se conozca este pre-
                                          sente. Cada silencio de los
protagonistas de hechos trascendentes de hoy es una oportuni-
dad para que los mentirosos de mañana escriban una historia falsa.
       Decir la verdad suele ser peligroso. Así ocurrió en 1968. “Si te
agarran, te van a matar”, me advirtió Lázaro Cárdenas una noche en mi
refugio al que acudió a brindarme apoyo solidario, supe entonces que
mi verdad había irritado a Gustavo Díaz Ordaz, el genocida, al grado de
quererme matar.
       Todos los relatos de esta obra fueron consecuencia de una necesi-
dad vital. Quiero decir que no pude dejar de hacerlos, tenía que hacer-
los. Cuento aquí vivencias personales que, además, tienen que ver con
el quehacer político de miles de compañeros que ahora militan en el
Partido Mexicano de los Trabajadores.




                                                                                  HEBERTO CASTILLO
       En la búsqueda de la verdad, tenemos que criticar a todos los sis-
temas de gobierno establecidos. Ninguno es perfecto, ni puede serlo.
Decirlo es quedar mal con todos, con Dios y con el diablo. Y es que
a pocos gusta que les nieguen sus privilegios. Sobre todo cuando los
consideran merecidos o necesarios.
       Algunos de los polémicos relatos que tienes en tus manos,
fueron publicados en Proceso o en El Universal. Otros aparecen por
primera vez, como “Mejor la verdad”, “El principio” y “Tierra y papel”. En
ellos encontrarás razones que explican mi obsesión, primero, por defen-
der la verdad y, segundo, por insistir, espero, hasta el último instante de
mi existencia, en esta lucha por hacer la revolución en México.

                                        Heberto Castillo, mayo de 1983




                                                                                CONOCER
                                                                                PARA DECIDIR
                                                                                EN APOYO A LA
                                                                                INVESTIGACIÓN
                                                                                ACADÉMICA




CONOCER
PARA DECIDIR
E N A P OYO A L A
INVESTIGACIÓN
A C A D É M I C A
Laura Itzel Castillo Juárez
                      Prólogo




                CONOCER
                PARA DECIDIR
                E N A P OYO A L A
                INVESTIGACIÓN
                A C A D É M I C A




                MéxicO • 2012
Conocer para Decidir

Coeditores de la presente edición
  H. Cámara de Diputados, LXI Legislatura
   Consejo Editorial, Cámara de Diputados
  Fundación Heberto Castillo Martínez A.C.
  Miguel Ángel Porrúa, librero-editor


1a. edición, junio del año 1983
2a. edición, octubre del año 1983
3a. edición, noviembre del año 1983
4a. edición, noviembre del año 1998
5a. edición, marzo del año 2012


© 1983-2012
   Fundación Heberto Castillo Martínez A.C.

© 2012
   Por características tipográficas y de diseño editorial
   Miguel Ángel Porrúa, librero-editor

   Derechos reservados conforme a la ley
   ISBN 978-607-401-564-5

Imagen de portada: Autorretrato, Heberto Castillo.
Fotografías: Cortesía de la Fundación Heberto
   Castillo Martínez A.C.

Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indi-
recta del contenido de la presente obra, sin contar previamente
con la autorización expresa y por escrito de los editores, en tér-
minos de lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor
y, en su caso, por los tratados internacionales aplicables.

IMPRESO EN MÉXICO                               PRINTED IN MEXICO
libro impreso sobre papel de fabricación ecológica con bulk a   80 gramos
w w w. m a p o r r u a . c o m . m x
Amargura 4, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 México, D.F.
Prólogo
                     Laura Itzel Castillo Juárez




Hace más de una década que murió el ingeniero Heberto Castillo
Martínez, el que persiguió incansablemente la verdad durante su
vida entera; quien cuestionaba todo para seguir aprendiendo día
con día; el que decía que la mejor manera de conocer México es
conociéndolo con la mirada de su gente: colectivamente.
    “Hay que ver con los propios ojos, pero también a través de los
ojos de los demás” insistía, pues aseguraba que solamente la suma
de todas las verdades individuales construían, al final, esa verdad
colectiva por la que siempre luchó. Si te agarran te van a matar
inicia con el hermoso relato denominado: “Mejor la verdad”, que
nos recuerda, a golpe de honestidad, que la ética también existe.
    El libro que tienes entre tus manos, estimado lector, recoge 15
singulares narraciones que nos llevan por el México profundo del
brazo de su autor. Hazañas que nos trasladan de la clandestinidad
a la escapatoria; de roca en roca y de barda en barda, ya sea con-
vertido en sombra para confundirse en la noche tras los tinacos de
la azotea, o bien convaleciente en la Facultad de Medicina de la
UNAM, tras la golpiza propinada por los agentes policiacos en su


                                ›7‹
›9‹
Introducción
                            Heberto Castillo




“Mejor la verdad” es el título que puse al primer relato de este con-
junto. Pensé que también debería ser el del libro que tienes en tus
manos. A los editores pareció más atractivo el que lleva. “Jalará más”,
dijeron. Tal vez.
    Mi brújula inseparable en el quehacer científico y político ha
sido esa, preferir siempre la verdad. Desde muy niño aprendí a en-
frentarme a la naturaleza, a la vida, con la verdad. La amo entraña-
blemente aunque a veces sea dolorosa. Miento sólo a los enfermos
que sé incurables, y ello dependiendo de su personalidad. Tampoco
digo la verdad a los agentes policiacos que me interrogan. Para ellos
mi verdad suele ser mentira.
    Andar tras de la verdad es la más hermosa de las empresas. Y
quizá la más difícil. Encontrar la verdad histórica es a veces imposi-
ble. La historia la escriben los vencedores. A su manera.
    Escribir con verdad la historia hoy es posible. Diciendo ahora
cada uno su verdad, contribuiremos a que mañana se conozca este
presente. Cada silencio de los protagonistas de hechos trascendentes



                                 › 11 ‹
de hoy es una oportunidad para que los mentirosos de mañana
escriban una historia falsa.
    Somos testigos de los empeños de los falsificadores de la his-
toria para dejar constancias mentirosas a través de la prensa, la ra-
dio y la TV, faltando a la verdad o torciéndola. A diario.
    Contra esta tendencia lucho. Y contribuyo a derrotarla relatan-
do mi verdad, aunque moleste.
    Decir la verdad suele ser peligroso. Así ocurrió en 1968. “Si te
agarran, te van a matar”, me advirtió Lázaro Cárdenas una noche en
mi refugio al que acudió a brindarme apoyo solidario, supe enton-
ces que mi verdad había irritado a Gustavo Díaz Ordaz, el genocida,
al grado de quererme matar.
    Pero la verdad molesta a todos. A veces también a los com-
pañeros de lucha, sobre todo cuando lastima sus vanidades o sus pri-
vilegios. Así ocurrió con el relato que contiene confesiones de Alfon-
so Martínez Domínguez cuando fue publicado en Proceso. Provocó
una tormenta. La izquierda y la derecha enviaron a la palestra buenas
plumas para condenarme. Unas, atribuyéndome afanes exculpato-
rios del exregente de la capital en torno de los sangrientos sucesos
del Jueves de Corpus de 1971; los otros, indignados, porque exhibía
una pobre condición humana de mi confidente. La polémica que se
suscitó quedó consignada en el libro La investigación, editado por
Proceso. Ahora ese relato se presenta en otro contexto, inserto en
un conjunto que explica mejor la conveniencia de contarlo.
    Todos los relatos fueron consecuencia de una necesidad vital.
Quiero decir que no pude dejar de hacerlos, tenía que hacerlos.
    Cuento aquí vivencias personales que, además, tienen que ver
con el quehacer político de miles de compañeros que ahora militan

12 ›› Heberto Castillo
en el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT). Esas vivencias
explican por ellas mismas la razón a la organización de los trabajado-
res, convencido hasta la médula de la necesidad y urgencias de la
toma del poder por éstos, para hacer la revolución, violenta o no,
que transforme radicalmente las estructuras económicas, políticas y
sociales de la nación para poner los recursos y los destinos de Méxi-
co en manos de los trabajadores manuales o intelectuales del campo
y de la ciudad, que son indiscutible mayoría absoluta en el país.
    La nueva sociedad por la que luchamos no es solamente una
sociedad socialista, si por tal se entiende aquella en donde los me-
dios e instrumentos de producción y cambio son de propiedad so-
cial. No. En esa sociedad, el poder político debe ser también de
propiedad social. Pues cuando el poder político permanece en ma-
nos de unos cuantos como propiedad privada, así sea la sociedad
socialista, surge la corrupción y el abandono de las causas popula-
res. Como en Polonia.
    El poder personal corrompe. Y el poder personal absoluto
corrompe absolutamente.
    En la nueva sociedad que anhelamos no será suficiente dar a
cada quien según su necesidad y exigir de cada quien según su capa-
cidad. Será vital determinar quiénes serán los que decidan qué nece-
sita cada quien y qué se debe exigir a cada cual. Precisarlo con justi-
cia y equidad, no será fácil, porque ello requerirá de implementar
una verdadera democracia, un verdadero gobierno de la mayoría de
la población. E implantar esa democracia no es fácil. Ni ha sido po-
sible hacerlo hasta ahora plenamente en ningún confín de la Tierra.
    En la búsqueda de la verdad, tenemos que criticar a todos los
sistemas de gobierno establecidos. Ninguno es perfecto, ni puede

                                                       Introducción   ›› 13
serlo. Decirlo es quedar mal con todos, con Dios y con el diablo. Y
es que a pocos gusta que les nieguen sus privilegios. Sobre todo
cuando los consideran merecidos o necesarios.
     Caminar tras la verdad y querer alcanzarla suele ser una empre-
sa utópica. La verdad no existe, dicen algunos. Cada quien tiene la
suya, afirman otros. ¿Cuál verdad buscamos?, la de todos. La que
se integra, se integrará con el transcurso del tiempo, con el devenir
de la historia, con la aportación y el consenso de todos.
     Nuestro caminar por México nos ha mostrado verdades encon-
tradas. La del campesino sin tierra y la del terrateniente, la del jorna-
lero y la del patrón, la del empresario y la del obrero, la de la mujer
oprimida y la del macho opresor, la del gobernante y la del gobernado,
la del observado y la del observador. Todas son verdades y ninguna
lo es definitivamente. La verdad no es absoluta. Como no lo es la
vida o la muerte. Vivimos porque estamos muriendo. La confronta-
ción de aquellos caballeros de edad media que se trenzaron a duelo
por considerar cada uno que el otro mentía al decir el color de sus
respectivos escudos que tenían uno hacia adentro y otro hacia fuera,
es un ejemplo trivial de que la verdad es, en ese sentido, relativa.
Alberto Einstein lo demuestra con su famosa teoría al hacernos en-
tender que ni siquiera el tiempo es el mismo para todos.
     Perseguir a la verdad, pero a la verdad colectiva, ha sido mi
empeño consciente de los últimos 20 años. He aprendido en este
lapso que la mejor manera de conocer es conocer con los demás,
colectivamente; ver con mis ojos, pero también con los ojos de los
demás, y he aprendido que para hacerlo debo empezar por decir mi
verdad sin tapujos, sin inhibiciones de cualquier especie. Si al hacer-
lo involucro a otros, como lo hago, quizás ellos entrarán al debate

 14 ›› Heberto Castillo
Muy jóvenes, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y Heberto Castillo.
Mejor la verdad




El cascarón del Centro Asturiano (CA) era una obra maestra. Así la
sentía yo. Había trabajado duramente en su diseño durante tres
meses, Los cálculos habían sido fatigosos, a veces angustiosos. Las
nervaduras diagonales eran arcos parabólicos de 66 metros. La es-
tructura consistía en dos paraboloides hiperbólicos que se intersec-
taban. Las cuatro patas estaban en las esquinas de un rectángulo de
59 por 30 metros. El espesor de la cáscara era de seis centímetros.
Parecía una hoja de papel, visto de lejos.
    Ingenieros y arquitectos del país y extranjeros iban a visitar la
obra. Era la más grande cáscara construida hasta la fecha en el
mundo. Sería el salón principal del Centro Asturiano de México.
El logotipo futuro del club sería un dibujo de la cáscara, visto de
perfil. Todo mundo admiraba la obra, allá por Tlalpan.
    Los constructores habían sido varios. Una empresa colocó los
tensores en la cimentación, formando una especie de ring de boxeo.
De esos cables de alta resistencia dependía de estabilidad de la
estructura. Otra compañía había construido la cáscara. La obra falsa
de ésta había sido toda una obra de arte de carpintería. La cimbra


                                › 19 ‹
de madera estaba formada por duelas que constituían una super-
ficie de las que se llaman regladas, esto es, una superficie curva
alabeada que se trenza haciendo desplazar en el espacio una línea
recta. Eran dos paraboloides hiperbólicos.
     Los contratistas expertos en ese tipo de estructuras estaban
molestos. No aceptaban que un ingeniero novel empezara a diseñar
ese tipo de cubiertas comenzando con las más grandes de todas.
Había apuestas pronosticando lo que pasaría al descimbrarlo “se
caerá sin remedio”. “Explotará casi instantáneamente”, decía otro.
Pero nada pasó al retirar la obra falsa. La estructura quedó ahí, ma-
jestuosa, imponente, como una paloma gigantesca en vuelo.
     El director de la obra era arquitecto. Los constructores ingenieros.
Yo, ingeniero calculista. La paga es inversamente proporcional a la
responsabilidad profesional. El contratista es el que más gana, el cal-
culista el que menos. Siempre así. Era el último año de los cincuenta.
     Cuando no se sabía el resultado de mis cálculos, todos me atri-
buían la responsabilidad de la criatura. Cuando estuvo terminada y
pensaron que ya nada ocurriría, los directores de la obra y los arqui-
tectos que habían colaborado en el proyecto la hicieron suya. Pasé
a ocupar un lugar secundario. Llegó una delegación de arquitectos
europeos que subieron e incluso a la cubierta. Escuchaba los elo-
gios, marginado. Ni siquiera me presentaron. Se tomaban fotogra-
fías, películas. Serían publicadas en las revistas especializadas.
     De pronto fui avisado de que habían aparecido grietas en una
de las cuatro patas de la estructura. Acudí presuroso y entendí el
problema. Estaba fallando un tensor. Bajé a la cimentación median-
te el registro que se había dejado y observé roto el soporte de
concreto de una de las cabezas de los tensores. Alguien había

 20 ›› Heberto Castillo
cincelado esa parte. Salí a buscar un gato hidráulico para tensar de
nuevo el cable. Los contratistas que habían colocado esas piezas se
habían llevado la maquinaria. Di instrucciones de que no se usara la
estructura y salí presuroso a buscar un gato. Pasé a casa a buscar
algunos datos para localizar esa herramienta y allí recibí la noticia.
El ala mayor norte, se había caído completamente. Quedaban en
pie las otras tres. No hubo lastimados.
    Era mi ruina. Ganaba en la Facultad de Ingeniería apenas para
subsistir dando 32 horas de clases a la semana. Había cobrado 17 mil
pesos por el cálculo que compartí entre mis colaboradores. Rehacer
la cubierta significaba, de menos, un gasto de 450 mil pesos. Yo ga-
naba entonces en la UNAM 2 mil pesos mensuales, tenía cuatro hijos
pequeñitos, el mayor de cinco años y el menor de uno. Mi capital lo
constituía un Volkswagen a medio pagar y algunos libros. Nada más.
    Se armó la grande. Todos los apostadores en mi contra querían
cobrar. El desprestigio tenía que ser grande.
    Los directivos del ca exigieron una reunión. Estaban llenos de
indignación. Opiné que la cubierta debería ser derruida por com-
pleto. Exigí. No podía ser reparada. Yo no tendría confianza. Al-
guien propuso ponerle más apoyos. Rechacé la solución. Iba con-
tra la estética más que contra la estática. Y hubo la reunión.
    En una mesa grande nos sentamos todos. Había alrededor de
20 personas en esa sala de juntas. En el mismo terreno donde se
construía el cascarón. El salón era inmenso. A mí me sentaron al
centro, frente a los directivos. Caruz era el presidente.
    Empezaron las explicaciones. Habló el director de la obra:
    —Aunque soy el director y por consiguiente el responsable ante
las autoridades del Distrito Federal, ustedes saben que contraté los

                                                     Mejor la verdad   ›› 21
servicios de un estructurista, el ingeniero Heberto Castillo, y que en
el contrato se hace responsable de la estructura. Quiero manifestar
que me consta la profesionalidad, al celo científico con el cual He-
berto calculó la estructura y la dedicación que puso en la supervi-
sión de la misma. Pero debe estar claro para ustedes que yo no soy
el responsable de esta desgracia. —Tocó el turno al constructor:
     —La capacidad como estructurista de Heberto está fuera de
toda duda para nosotros. Ha hecho un trabajo de cálculo cuidadoso.
La supervisión fue muy responsable. Varias veces estuvo en la obra
24 horas seguidas. No sabemos lo que habrá fallado. Nosotros hici-
mos estrictamente lo que Heberto indicó. Ejecutamos al pie de la
letra sus instrucciones. No es nuestra responsabilidad. Lamentamos lo
que pasó porque fuimos los constructores, porque sabemos los per-
juicios que esto causa al Centro Asturiano y porque estimamos mucho
al ingeniero Castillo, que fue nuestro maestro en la escuela.
     Yo observaba a los directivos del CA. Echaban lumbre por los
ojos. Cada palabra de quienes negaban su responsabilidad los encen-
día más. Yo reflexionaba. No habían siquiera charlado conmigo antes
de la reunión quienes habían sido mis compañeros en la aventura,
porque aventura había sido ponerse a calcular y construir esa cáscara.
En esos tiempos no había las computadoras electrónicas de ahora y
que vuelven casi cosa de juego el diseño de estas estructuras. Re-
flexionaba y concluía que la cáscara había fallado porque dependía
sólo de dos piezas clave, los tensores que salían de las patas uniéndo-
las entre sí. No volvería a hacer una cosa de ese tipo. Eso si podía
volver a calcular. Asumir la responsabilidad implicaba volverme escla-
vo de los directivos del CA. Era imposible para mí reunir tal cantidad de
dinero. Los bancos sólo prestan al que tiene con qué pagar. Mis perte-

 22 ›› Heberto Castillo
nencias eran nulas. ¿Podría ir a la cárcel? No lo sabía. No había tenido
tiempo de consultar con un abogado. Todos llevaban uno, menos yo.
El que representaba al CA estaba frente a mí, al lado de Caruz. Por
andar en esos pensamientos casi no oí las palabras del responsable de
la cimentación, de los tensores, era doctor de ingeniería. Dijo lo mis-
mo casi: Ellos sólo habían colocado los tensores que yo había pedido.
No tenían responsabilidad. Yo supe un par de horas antes de la reu-
nión, por boca del propio trabajador encargado de ajustar los tenso-
res, que los había hecho él, sin que le supervisara nadie el trabajo.
Encontró, me dijo, inclinada la base de donde debía asentarse la placa
de la cabeza de los tensores y con un cincel la había “rebajado” para
que quedara bien. Fracturó así el concreto que más necesitaba estar
firme. Y el tensor cedió 12 centímetros causando la falla. Pero en mis
adentros entendí que la culpa era mía por confiar en otros la supervi-
sión de una parte de la estructura que de fallar haría ceder el resto, el
total. Estaba triste, muy triste, por la caída del cascarón, pero más por
la actitud de todos los que habían participado en la obra. Reconocían
mi preparación, mi capacidad, pero nadie se solidarizaba conmigo,
para nada. Ninguno de ellos tenía responsabilidad. Seguramente sus
abogados les habían aconsejado declarar así. El de Caruz, de vez en
cuando me echaba una mirada escrutadora. Cuando terminaron de
hablar, Caruz, casi burlón, me dijo: “¿Y qué tiene que explicarnos
ahora el eminente ingeniero Castillo? ¿Con qué excusa nos va a
salir él?”.
     —Señores —dije tratando de aparentar la mayor serenidad po-
sible— ustedes han escuchado ya muchas razones técnicas, con-
tractuales de la manera en que fue hecha esta estructura. Yo tengo
poco que decir, aunque podría contarles aquí, por ejemplo, que la

                                                       Mejor la verdad   ›› 23
fluencia plástica del hormigón empleado no coincidió con la fluen-
cia elástica del acero importado que debe emplearse en los tenso-
res y otras tonterías por el estilo. Pero después de escuchar a quie-
nes construyeron el cascarón, no tengo otra cosa que decirles que
ustedes firmaron un contrato para el cálculo de la estructura con
alguien que aspira a ser algo más que ingeniero, que aspira a ser
hombre. Estoy a sus órdenes, soy el único responsable de la estruc-
tura. Ustedes me dirán cómo debo pagarles.
    La reacción fue sorprendente, el abogado de Caruz se dirigió a
sus representados y les dijo:
    —Permitan que me retire. Nada tengo que hacer frente a un
hombre como el ingeniero Castillo. Sólo decirle que me honra
conocerle.
    Caruz encaró entonces al director de la obra diciéndole:
    —Debería darle vergüenza estar sentado junto al ingeniero.
    Otro socio, con acento español inconfundible, propuso:
    —Este hombre no debe pagar nada, rediez. Propongo que no-
sotros rehagamos la estructura, que cada quien aporte lo que pueda.
Entre todos, vamos.
    Los constructores de la superestructura ofrecieron entonces
trabajar sin percibir utilidades. Todo mundo empezó a discutir. Yo
estaba atónito. Un hombre de edad se me acercó y me dijo:
    —Yo vine a México a hacer la América, de alpargatas. Pero
quiero decirle, ingeniero, que no sé cuánto hubiera dado yo por
tener un hijo como usted —alguien más propuso:
    —Vamos al centro de Puebla para brindar con este hombre.




24 ›› Heberto Castillo
A espaldas, del lado derecho de Lázaro Cárdenas del Río, Heberto Castillo.
Tierra o papel




En 1962, Lázaro Cárdenas iniciaba los trabajos para desarrollar la
cuenca del río Balsas y caminamos con él por brechas y caminos de
tierra por el estado de Guerrero. Saliendo de Iguala pasamos por
Ichcateopan, Arcelia, Tlapehuala, Placeres del Oro y Altamirano (antes
Pungarabato). La miseria y desamparo de los habitantes de los ca-
seríos por los que pasamos era ostensible.
    Como Cárdenas era portador de esperanzas, los campesinos se
apiñaban a su paso para contarle el abandono, los engaños y des-
pojos de que eran víctimas. Un campesino relató una y otra vez su
problema hasta que se cansó sin que el general pestañeara siquiera.
Le oía y oía tanto como el otro hablaba y hablaba. Que alguien los
oyera —dijo a quien pidió explicación por su paciente proceder—
les da aliento para seguir adelante y luchar. Siquiera que los oyeran.
Cárdenas escuchaba mucho y hablaba poco.
    Llegamos a Ciudad Altamirano, en donde hacía un calor infer-
nal. Un lugareño pudiente nos recibió y nos dio en su casa comida
y reposo. Entre tanto, aguardaban campesinos que deseaban plan-
tear sus problemas al general. Fuimos con ellos a una escuela en


                                 › 27 ‹
construcción y después, al caer la tarde, a la orilla del río, bajo una
frondosa ceiba, los campesinos dejaron oír sus quejas. Un decreto
presidencial les dio tierras y los ingenieros que hicieron el deslinde,
coludidos con el terrateniente, se las quitaron.
    Los campesinos traían, además de su enojo, hambre y miseria,
unos papeles que el más viejo sacó de un morral. Los entregó a
don Lázaro y éste me pidió que los leyera. Era el decreto presiden-
cial dotando la tierra que, de tanto doblarse y desdoblarse, estaba
casi destruido. Extendí el amarillento papel y comencé a leerlo a la
luz de un quinqué traído por alguien porque había oscurecido. En
silencio escucharon hombres y mujeres viejos, muy viejos, jóvenes
y niños, éstos semidesnudos, prendidos a las enaguas de sus ma-
dres campesinas.
    Oían y veían. Oían lo que se leía y veían, escudriñaban a Tata
Lázaro, el que — ¡al fin!— les daría la tierra. El documento no se
prestaba a confusión, pese a estar medio destruido. Los campesi-
nos debieron recibir la tierra. Pero el dinero del terrateniente hizo
que el deslinde lo favoreciera. A los campesinos tocó un cerro
pelón donde, me dijo uno de ellos, las lagartijas al pasar levanta-
ban la cola para no quemársela. Los campesinos despojados vivían
en la vega del río, donde sembraban sandía dulce, jugosa y fresca.
Cuando el agua subía, abandonaban sus chozas y se iban por los
caminos a pedir ayuda.
    Al terminar de leer, miré al general Cárdenas que estaba a mi
lado. Creí ver humedad en sus ojos y enojo en su rostro. El decreto
era de 1938 y llevaba su firma. Habían pasado 24 años durante los
cuales los campesinos conservaron los papeles y el terrateniente
las tierras. El campesino más viejo, todo arrugas, todo años, se

28 ›› Heberto Castillo
levantó y dijo en tono de reclamo que el terrateniente que les ha-
bía quitado sus tierras era el mismo lugareño pudiente que nos
había invitado a comer horas antes.
    En enero de 1976, volvimos a Ciudad Altamirano. Fuimos a hacer
asambleas populares en Iguala, Altamirano, Arcelia y Zirándaro. Para
viajar usamos autobuses de la línea Flecha Roja, que siempre van
repletos. Viajamos como sardinas enlatadas y no pudimos movernos
de Iguala a Arcelia, pues el camino era sinuoso y los profundos barran-
cos parecían esperar el descuido —frecuente— de choferes somno-
lientos y cansados que manejan hasta 18 horas seguidas, choferes
que luchan contra el calor sofocante, con las curvas del camino y con
el pasaje.
    “¡Pásele pa’tras!, ¿no ve que estorba?”.
    Los pasajeros mareados con tanta curva abundan, los vómitos
también. Nos tocó viajar amontonados, acalorados y vomitados. El
cobrador se enfada con un enfermo: “Me está ensuciando el carro,
¡mejor se baja!”. Hay ruegos, súplicas. Una mujer ofrece remedio:
un limón. Otro pregunta si alguien trae pastillas contra el mareo. Al
fin, la solución, una bolsa de plástico que guardaba antes un bonito
pantalón. Una pasajera por allá se marea también. Apenas oímos:
“Nos sea cochina, mire cómo me puso”.
    Y así seguimos hasta llegar. Tres horas sufriendo codazos, ca-
lor, malos olores, empujones y remojones. Al abandonar el camión,
otro coraje; pudimos leer en la puerta: “Carro con aire acondiciona-
dor y música estereofónica”. Lo único de este servicio es el negocio
que hacen sus concesionarios, nos dijo alguien.
    A donde fuimos formamos comités municipales del PMT. Partici-
paron en ellos campesinos, obreros, estudiantes, maestros y pequeños

                                                       Tierra o papel   ›› 29
comerciantes. En Zirándaro, al terminar el mitin, encarcelaron a José
Hernández Pineda, hermano de Camilo, presidente del comité munici-
pal. En la cárcel nos dijeron que es “consigna”. Tuvimos que ir con el
presidente municipal para liberarlo.
    Aunque muchos campesinos participaron en nuestras asambleas,
hubo temor a las autoridades locales, a la arbitrariedad con que pro-
ceden casi siempre. Los campesinos que estuvieron con Cárdenas
en 1962 nos señalaron que siguen luchando por sus tierras después
de 36 años. Ahora las tierras son mejores, pues las presas Vicente
Guerrero, Amuco y de La Calera las riegan. Las tierras de Arcelia,
Altamirano y Zirándaro valen ahora diez veces más y los terratenientes
—por supuesto— las pelean con mayor decisión. Los campesinos
dicen que no creen ya en la ley ni en el gobierno. Ya no tienen
esperanzas, ya murió Cárdenas. Tienen, sí, descontento y hambre,
mucha hambre.
    El secretario de la Reforma Agraria informa que después de
Cárdenas se repartió papel en vez de tierra. Que ahora hay 15
millones de hectáreas entregadas sólo en el papel. Dice a la prensa:
“Hay amparos interpuestos”. Y los campesinos vienen y dicen con
toda justicia: “Tengo 40 años luchando; ¿o qué no vale la firma del
presidente?”. Así parece.
    Expresamos a los campesinos calentenses que la solución a sus
problemas no podían venir de arriba, de un mandatario generoso o
de un gestor diligente, así sea de la talla de Lázaro Cárdenas. Don
Lázaro mismo me dijo cuando le pregunté, en 1962, qué podía
hacerse para resolver las injusticias del campo si los problemas que
él había resuelto en derecho continuaban de hecho 25 años des-
pués de su gestión, si los funcionarios no cumplían en provincia las

30 ›› Heberto Castillo
La captura




Fui aprehendido con lujo de fuerza, como si mis armas fueran otras
que la Constitución. Tratando de escapar salté bardas y alarmé veci-
nos inútilmente, para quedar al fin a merced de las armas cortas y lar-
gas que desde múltiples vehículos surgieron empuñadas por “celosos
guardianes del orden”. Las amenazas de tormento o de muerte ce-
saron cuando ellos comprendieron la firmeza de mi decisión. Las
armas de que hice acopio durante los meses de mi persecución
quedaron en mi último refugio de Coyoacán: la Constitución General
de la República Mexicana, sin lomos que destruyó la lluvia que cayó
durante las noches que pasé en los pedregales de la Ciudad Univer-
sitaria cuando en septiembre la mancilló el ejército; los planes polí-
ticos de México, algunos libros sobre la reforma agraria y sobre
Emiliano Zapata, y un libro que me gusta leer y releer: El ingenioso
Hidalgo don Quijote de la Mancha. Se me informó que dichas armas
fueron anexadas a mi expediente como pruebas en mi contra.
    Más tarde pude conocer los delitos que se me imputan, lo que
resultó difícil fue precisar los hechos en que se fundamenta la acu-
sación. El agente del Ministerio Público los enumeró. Ellos son:


                                 › 33 ‹
Haber fundado el Movimiento de Liberación Nacional [MLN]
cumpliendo una de las resoluciones de la Conferencia Latinoamericana
por la Soberanía Nacional, la emancipación Económica y la Paz, cele-
brada en México en 1961. Haber hecho labor de proselitismo desde
esa organización sosteniendo una doctrina nacionalista antiimperialista.
Haber cometido actos “probablemente delictuosos” al acudir a mu-
chas ciudades de la República para dialogar con campesinos, obreros,
maestros y estudiantes en cumplimiento de comisiones que me enco-
mendaba la dirección del MLN. Haber acudido a la Conferencia Tri-
continental y a la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad, cele-
bradas en Cuba en 1966 y en 1967. Haber hecho dos viajes a la URSS
y haber asistido al Congreso Estudiantil, celebrado en Morelia, hechos
estos últimos, por desgracia, falsos. Haber escrito artículos, dictado
conferencias, tomando parte en mesas redondas, pronunciando dis-
cursos y compareciendo ante la TV para apoyar al movimiento estu-
diantil exigiendo el respeto a la Constitución. Haber participado en la
creación de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior
Pro-Libertades Democráticas. Haber dicho, el 27 de agosto en el Zó-
calo, que era necesario y urgente que las autoridades “escucharan la
voz del pueblo y que la voz del pueblo debía ser acatada”. Haber
“señalado como objetivo del Movimiento Estudiantil el hacer respetar
la Constitución exigiendo el cumplimiento de dicho documento e in-
citando a las masas hasta lograr el triunfo del Movimiento”. Haber
pretendido consignar a cuatro altos funcionarios ante el Congreso de
la Unión por flagrantes violaciones a la Constitución, haciendo uso
de la acción popular que concede el Artículo 111 constitucional.
     Y apoyándose en estos hechos y otros semejantes, la Procura-
duría me acusa de haber cometido 10 delitos: incitación a la rebelión,

 34 ›› Heberto Castillo
sedición, asociación delictuosa, daños a las vías generales de comu-
nicación, daños en propiedad ajena, robo de uso, despojo, acopio
de armas, lesiones a agentes de la autoridad y homicidio.
    Por supuesto que rechacé los cargos y negué terminantemente
haber participado en la comisión de esos delitos. Se puede ver con
facilidad que los delitos que se me imputan no tienen relación con los
hechos que enumeró la Procuraduría y que dieron base para el auto
de mi formal prisión.
    Es importante destacar que mis actividades políticas en el
seno del MLN no parecieron delictivas en su tiempo (1961, 1963,
1965, etcétera) y que ahora ya lo son. Resulta entonces que los
derechos políticos constitucionales se pueden ejercer siempre y
cuando las autoridades en el día y hora que consideren conve-
niente, no decidan lo contrario. Si mi actividad política era delic-
tuosa y las autoridades la conocían, ¿por qué no me aprehendie-
ron entonces?
    Es de notar que las acusaciones que se me hacen, de mantener
relaciones amistosas con ciudadanos de los países socialistas, coin-
ciden con el arribo a México del señor Rockefeller, representante de
Nixon y de los más grandes intereses monopolistas norteamerica-
nos. El señor Rockefeller fue recibido no sólo por los más altos
funcionarios del país, sino que sus asesores se reunieron repentina-
mente con los jerarcas de la iniciativa privada mexicana y hasta con
los llamados representantes de los movimientos obrero y campesi-
no del país. Hubo múltiples encuentros en que convivieron mexicanos
de las finanzas, la industria y el comercio con Rockefeller y con su
séquito. Quedó claro que dialogaban no sólo los buenos amigos de
Rockefeller, sino también los socios y los prestanombres de los in-

                                                        La captura   ›› 35
tereses monopolistas norteamericanos. Sin embargo, a ninguna auto-
ridad pareció conspirativa y sediciosa la actividad de los prósperos
hombres que se reunieron con Rockefeller.
    Quizás a las autoridades preocupen las relaciones de mexicanos
como yo con ciudadanos de los países socialistas y no consideran
peligrosa las relaciones de otros con los representantes de los gran-
des monopolios norteamericanos por razones históricas que yo
desconozco. Tal vez, las autoridades conozcan una historia distinta
a la que a mí me enseñaron en la escuela. Es probable que ellos
piensen que “las innumerables agresiones que México ha sufrido de
parte de los países socialistas, lesionando su integridad territorial,
su independencia económica y su soberanía, no pueden echarse en
saco roto” (aun cuando debo manifestar mi ignorancia y confesar
que no tengo conocimiento alguno de semejantes agresiones).
    Por otro lado, las autoridades que me acusan y me juzgan de-
ben pensar que dicha actitud de los países socialistas contrasta con
la disposición siempre amistosa y desinteresada de los gobiernos y
de los empresarios del país del norte. Buena disposición a la que
corresponden tocando fanfarrias, echando la casa por la ventana y
llegando al extremo de, al conmemorar el 27 de abril la defensa
heroica del puerto de Veracruz en 1914, sólo mencionar a los agre-
didos, pero no a los agresores norteamericanos.
    Por mi desgracia fui a escuelas oficiales, en donde me enseñaron
otra versión de la historia. De 1936 a 1941 aprendí en la primaria una
historia que ahora parece falsa, insidiosa y bien distinta a la que pro-
bablemente estudiaron las autoridades: aprendí con mis maestros y
con mis libros que los intereses expansionistas e imperialistas de los
gobiernos del norte habrían agredido a México y a los países latinoa-

36 ›› Heberto Castillo
mericanos no una, sino muchas veces. Supe que en una de las guerras
más injustas de la historia, Estados Unidos nos había despojado de más
de la mitad de nuestro territorio. Me contaron también que mi Re-
volución había sido difamada por los norteamericanos y que el pre-
sidente Madero había sido villanamente asesinado con la complici-
dad manifiesta del embajador de Estados Unidos. Conocí de la
violación a nuestra soberanía cometida por los “marines” al invadir el
puerto de Veracruz. Supe que nos agredían económicamente todos los
días y que nos llamaron ladrones cuando el presidente Cárdenas expro-
pió el petróleo en 1938, año en que cientos de miles de niños como yo
fuimos a entregar emocionados nuestros ahorros escolares para con-
tribuir al pago de la deuda petrolera.
    Esa fue la historia que me enseñaron, y jamás supe de agresiones de
la URSS ni más tarde conocí de actos inamistosos de los países socialistas.
    Aprendí a querer a mi patria y a desear que las riquezas de su
suelo fueran para los mexicanos y no para los extranjeros. Me
enseñaron también que los obreros y los campesinos son los prin-
cipales productores de la riqueza y que tienen derecho a disfrutar
de ella y a decidir el destino de sus esfuerzos para crear un México
más justo, más digno y más libre.
    También aprendí que la Constitución General de la República es
el resultado de la lucha heroica de nuestros antepasados y que ha-
bía costado la vida de más de un millón de mexicanos, la inmensa
mayoría humildes hombres del campo, campesinos. Me enseñaron
que los mexicanos deberíamos respetar y hacer respetar la Consti-
tución; que los universitarios no deberíamos dar la espalda a nues-
tros deberes cívicos; que respetar y hacer respetar las leyes no sólo
era indeclinable derecho sino ineludible deber.

                                                            La captura   ›› 37
Comprendí que el nacionalismo sano es aquel que propaga los va-
lores autóctonos y los valores tradicionales sin menosprecio de los que
surgieron en otros rincones del mundo, sino que pondera y justiprecia
la importancia que para el desarrollo óptimo de la humanidad tiene el
internacionalismo y la solidaridad con todos los pueblos de la Tierra
que luchan por su independencia. Entendí que pretender un México
aislado, eludir el análisis racional de los problemas de nuestro tiempo,
evitar el contacto, la comunicación y la discusión con los grupos revo-
lucionarios del mundo es no sólo torpe, sino cobarde y vil.
     Pero resulta ahora que el Ministerio Público y el juez afirman
que soy delincuente o que hay base para creerlo porque he actuado
como las leyes del país lo permiten y lo exigen.
     He defendido en la medida de mis posibilidades el derecho de
los mexicanos para ejercer irrestrictamente sus derechos constitu-
cionales.
     He luchado con todas mis fuerzas por acabar con la corrupción
administrativa que corroe las entrañas de la nación: por eso me
solidaricé con los estudiantes.
     He clamado, angustiado, advirtiendo el peligro evidente de que
la penetración económica del imperialismo acabe con nuestra inde-
pendencia y nos haga prospectos para que los “marines” y los tanques
norteamericanos vengan a cuidar los intereses de Estados Unidos en
nuestro suelo: por eso acudí al llamado de patriotas como Lázaro
Cárdenas y Heriberto Jara para asistir a la Conferencia Latinoamerica-
na por la Soberanía Nacional y la Paz, para cambiar impresiones con
hombres y mujeres de toda América. Por ello acudí a las reuniones
de los mexicanos que crearon el Movimiento de Liberación Nacional
en cumplimiento de uno de los acuerdos de la Conferencia Latinoa-

 38 ›› Heberto Castillo
mericana, por ello también recorrí el país explicando nuestra tesis
nacionalista y antiimperialista que ahora parece “probablemente delic-
tuosa” a las autoridades y al juez que me siguen proceso.
    Qué debo concluir. ¿Que se engañó a mi generación desde la
niñez? ¿Que he vivido equivocado? ¡No. Mil veces no!
    Se me puede calumniar, ya que la represión que sufrimos estu-
diantes y maestros no tiene límites, pero quiero afirmar que ante la
calumnia infame no tengo para avalar mi palabra que la niega, otra
cosa que mi vida entregada al trabajo, al estudio, a la investigación
y a la práctica de la solidaridad con mis semejantes.
    Se me acusa en realidad de buscar que la riqueza sea justamente
distribuida entre los mexicanos y no sea usufructuada por extranjeros
de oponerme a la penetración creciente de los intereses monopolis-
tas norteamericanos. Se me acusa de buscar que México mantenga
relaciones amistosas con todos los pueblos del mundo y no sólo con
los que convienen a Estados Unidos. Se me acusa de pretender ejer-
cer con otros mexicanos la acción popular que consagra el Artículo
111 de la Constitución al consignar ante el Congreso de la Unión a
cuatro altos funcionarios que participaron en flagrantes violaciones
a la Constitución. Se me acusa de haber ejercido mis derechos cons-
titucionales al escribir artículos, dictar conferencias y comparecer
ante la TV apoyando a los estudiantes, denunciando las violaciones a
nuestra Carta Magna. Se me acusa de incitar al pueblo para que luche
porque se cumpla la Constitución. Se me acusa de defender las ga-
rantías individuales, los derechos del hombre; se me acusa, en suma,
de ser mexicano defensor de la vigencia de la Constitución de 1917.
    Y yo me declaro culpable. Culpable de no aceptar que nuestra
Carta Magna sea letra muerta. Me declaro culpable de mi convicción

                                                        La captura   ›› 39
antiimperialista, que no antinorteamericana, pues ese pueblo, como
todos los pueblos, merece mi respeto. Me declaro culpable de pro-
fesar convicción nacionalista. Me declaro culpable de ser solidario
con todos los pueblos que luchan por su independencia respetan-
do la forma y los métodos que ellos y sólo ellos decidan emplear
para conquistar su libertad. Me declaro culpable de exigir “que la
voz del pueblo se escuche, que la voz del pueblo se acate”.
    ¡Culpable, sí, mil veces culpable!
    Sufrir prisión por estos motivos y no puede sino constituir un
alto honor para mi persona.
    Estoy consciente que no hay posibilidad de que se imparta
justicia, de que quienes me acusan y me juzgan procedan recta-
mente. El gobierno ha decidido hacer caer todo su poder sobre
mi persona, como lo hacen también con otros mexicanos, estu-
diantes y maestros, que luchan por la vigencia de los derechos
constitucionales.
    Por mí, no importa. Comprendo y conozco los riesgos que corre-
mos quienes estamos dispuestos a ser libres, a pesar de todo.
    Rechazo la afirmación de que me convertí en guía, mentor y
líder del movimiento estudiantil, no porque pretenda rehuir ninguna
responsabilidad, sino porque no es cierto. No se quiere entender
que el movimiento luchó, entre otras cosas, por acabar con el cau-
dillismo. En esta lucha no hubo caudillos, hubo consignas emana-
das de principios en torno de las cuales nos unimos todos: yo, uno
más entre cientos de miles. Ello debe quedar claro, pues me daría
vergüenza que los estudiantes y el pueblo que les apoyó pudieran
pensar que me atribuyo los méritos de los cientos de jóvenes que
democráticamente dirigieron el movimiento.

40 ›› Heberto Castillo
El principio




           MWLW
   Fue un estallar de cristales, sordo, confuso, inexplicable. Des-
   pués, el vacío la oscuridad. La noche. Yo caía sin saber cómo
   ni a dónde.


     Genaro luchaba en su terruño al lado de los campesinos. En
Iguala un día cundió la represión. Hubo muertos y heridos, Genaro
fue acusado por un testigo presencial que juraban haber visto cómo
la bala que salió de su escuadra iba a dar en el pecho de un agente
judicial. Vista de Supermán le decían.
     Había orden de aprehensión contra Genaro. Por eso andaba fuera
de Guerrero, su estado natal. Pero hacía incursiones. Y participaba en
el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) coincidiendo, primero,
con Alfonso Garzón Santibáñez y Humberto Serrano en la organización
campesina. Después, éstos se escondieron, se fueron al PRI. Ramón
Danzós, cofundador con Garzón y Serrano de la Central Campesina

      n.e.: En el presente capítulo, el autor narra dos historias que se entrelazan en una
sola. Para mayor comprensión del lector, una de ellas quedó resaltada en recuadros.


                                          › 43 ‹
Independiente, se quedó en la izquierda, en el Partido Comunista de
México (PCM). Genaro permaneció en el MLN y desde ahí organiza-
mos algunos mítines en el mero Chilpancingo sin que lo molestaran.
Pero no teníamos confianza. Sabíamos de la orden de aprehensión.
     Una mañana de 1966, charlábamos en las oficinas del MLN en
la calle de República de El Salvador. Genaro no veía posibilidades a la
lucha abierta, legal. Había sufrido en carne propia la represión y visto cómo
el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz reprimía a los obreros y campesi-
nos. En toda la República había agresiones sistemáticas en contra de
quienes osaban actuar fuera de las organizaciones populares socialis-
tas. Era imposible registrar un sindicato nuevo, independiente. Y no
había manera de que se atendieran las quejas campesinas hechas
desde organizaciones al margen de las oficialistas.
     Genaro Vázquez Rojas era hijo de campesinos, maestro norma-
lista. No olvidó su origen y siempre estuvo en la lucha, como estu-
diante o como maestro. Participó activamente en el Frente Cívico
Guerrerense y dio la batalla electoral. La represión violenta fue la
respuesta. Ahora la espada de la “justicia” pendía sobre su cabeza.
     Esa mañana me enseñaba documentos relacionados con el
caso. Conocía las acusaciones y había acumulado pruebas para de-
fenderse. Tenía en su portafolio fotografías de la refriega. Amigos
de la prensa se las habían proporcionado. Eran imágenes de esce-
nas impresionantes. La muerte y el dolor se retrataba en ellas.
     En el fondo del portafolio traía una pistola automática. Una
Brownie.
     —Esta es la escuadra de la que dice Supermán que salió la bala
que mató al agente. Sus ojos de rayos X la siguieron hasta que dio
en el blanco.
     —Sonrió pícaramente.

 44 ›› Heberto Castillo
— ¿Alguien lo creerá? —me preguntó.
    —El juez, seguramente —respondí.
    Guardó la pistola. Pregunté si le daría tiempo de sacarla en caso
de agresión. Sonrió como respuesta. Quería regresar a Guerrero,
abiertamente. Le hice ver que era del todo inconveniente.
    —Había estado allá y nada había pasado —me dijo.
    —La confianza mató al gato —repuse.
    —Así es —respondió.
    Salimos a la calle.

         MWLW
  En derredor todo era oscuro, ningún ruido turbaba el silencio
  de la noche. Yo caía en el vacío, negro, hondo. ¿Soñaba? ¿Qué
  había pasado? En fracciones de segundo trataba de recons-
  truir los hechos. Nada recordaba. ¿Había explotado el avión?
  Con frecuencia viajaba a Sudamérica, a Lima para dar confe-
  rencias en la Universidad. Supe, sí, que caía desde el cielo
  ¿Hacia dónde? ¿Mar o tierra? ¡Caía al vacío, negro, infinito!
  Como en algunas pesadillas. ¿Era ésta otra? Caía, caía, inexpli-
  cablemente no sentía miedo. Sólo caía al vacío, negro, negro.

Ángel Gutiérrez Peralta tomaba fotografías en el mercado de Coat-
zacoalcos. La policía agredía a locatarios. Entretenido en su labor
fotográfica no vio cuando los agentes le echaron mano por la es-
palda. Sabían que era un buen boxeador. En sus años mozos,
profesional. “¡Puta madre!, cuando subía al ring traía los huevos en
la garganta, Heberto —me decía— sólo cuando te dan los primeros
chingadazos se te va el miedo. ¡Pinche profesión tan cabrona!”.


                                                       El principio   ›› 45
La nariz quebrada, aplastada, sus ojos vivos, inquietos, le baila-
ban como tal vez él lo hiciera en el ring. Había perdido mucho pelo.
Frisaba los 40. Todo vitalidad, entusiasmo. Los deseos de hacer la
revolución en México se le atropellaban en la mente ”¿Cómo, He-
berto? Hay que entrarle a los chingadazos”, me decía.
    Ángel era mal hablado. No podía expresarse sin echar picardías.
En casa, al principio casi no decía palabra. Apenas si saludaba a
Tere. Un día comíamos los tres en casa. Tere nos servía. Opinó que
Ángel era muy callado. Él me miró malicioso.
    —Perdone señora —dijo— y tomándome del hombro, explicó:
    —Yo quiero mucho a este hijueputa, pero no puedo hablar si
no digo maldiciones. ¿Me perdona?
    Tere explotó en risas.
    —Claro Ángel, hable como quiera. —Y habló.
    Los agentes lo golpearon a placer. Le traían ganas desde hacía
muchos años. Les había dado mucha guerra.
    Y cuando nació el MIN, Ángel fue de los primeros en afiliarse. Nos
conocimos en Coatzacoalcos, en un mitin organizado por él y los
compañeros del MLN. Fui al acto con el doctor Guillermo Montaño,
miembro como yo del Comité Nacional. Había entusiasmo y muchos
campesinos, Ángel habló sobre la necesidad de luchar por la libertad
de los presos políticos. Y como él, hablaron otros. Demetrio Vallejo y
Valentín Campa estaban en prisión. Y cientos de ferrocarrileros. Pero
los campesinos poco sabían de ellos. Tenían problemas específicos de
su clase. Tomé la palabra y expliqué los objetivos del MLN. Su progra-
ma económico, en especial el campesino. La necesidad de organizarse
para luchar por derogar el amparo agrario, por conquistar la tierra


46 ›› Heberto Castillo
para los campesinos. No tenían créditos ni agua ni aperos de la
labranza ni asesoría técnica. Había que sumar fuerzas.
    Dije, después, en privado, a los dirigentes del MLN en Coatzacoal-
cos, Ángel entre ellos, que no era una buena táctica hablar primero a
los campesinos de los presos políticos. Eso debería venir después.
Ellos se sumarían al MLN si encontraban planteamientos que les inte-
resan. Discutimos. Les dije que en la cárcel los presos tenían comida.
Los campesinos no.
    Ángel escribió molesto a la dirección del MLN acusándome de
no simpatizar con los presos políticos. Había afirmado yo, decía en
su carta, que estaban mejor los presos que los campesinos. Resu-
maba indignación. Se trató el asunto en la dirección del MLN. Mon-
taño y yo explicamos los hechos.
    Semanas después, Ángel vino a México. Aclaramos paradas. En-
tendió mis puntos de vista e hicimos buena amistad, entrañable.
    Ante los ojos de centenares de marchantes del mercado de
Coatzacoalcos, Ángel fue metido a empujones en un automóvil sin
placas. Ahí lo amarraron de las manos y las piernas haciéndolo arco
hacia atrás. Lo echaron al piso del automóvil y se fueron. Lo llevaron
rumbo a Jalapa.
    Sonó el timbre del teléfono. Era ya de noche. La telefonista
preguntó si aceptaba una llamada por cobrar de Coatzacoalcos, de
parte de Ángel Gutiérrez, sí, dije. Una voz distinta a la de Ángel me
habló:
    —Soy amigo de don Ángel Gutiérrez. Iba rumbo a Coatzacoal-
cos de Veracruz y me bajé en Jáltipa a comer. Pasé junto a un auto-
móvil y vi unos pies que asomaban por la ventanilla. Me acerqué y vi
a don Ángel en el piso del carro. Me pidió que le llamara por teléfo-

                                                        El principio   ›› 47
no a usted y le dijera que lo habían aprehendido y que seguramente
lo llevaban a Jalapa. Estaba muy golpeado.
     El informador no me dio su nombre. Tenía miedo. Le agradecí
el aviso. Al otro día, muy temprano, denuncié el caso. Dos abogados
amigos nuestros, Armando Castillejos y Guillermo Calderón, hicie-
ron la denuncia en Jalapa. Dos semanas después logramos sacarlo.
     —Me dijeron que te van a joder. Los pinches guaruras nomás me
preguntaban por ti. López Arias te trae ganas. Estaban muy sorpren-
didos de cómo te habías enterado tan pronto de mi detención. ¡De
pendejo les digo que yo te había mandado avisar por mi cuate! Les
hice sentir que estamos bien organizados, que tenemos una muy bue-
na red de comunicación, fregona. ¡Los tarugos se la creyeron! Pero te
van a chingar si no te cuidas. ¡No te rías cabrón! ¡Te van a chingar!
     Genaro quería hacer un recorrido por el estado de Guerrero.
Me había llevado con amigos en Iguala. Las autoridades no se ente-
raban de su presencia. Tenía muchos seguidores. Una tarde me
presentó a una anciana, toda arrugas. Los ojos le centellaban en la
cara verdaderamente delgada. “Mire ingeniero —me dijo Genaro—
esta madrecita es valiente como pocas”.
     Vi que la anciana tenía un brazo baldado, no podía estirarlo,
estaba permanentemente flexionado en forma de escuadra, hacien-
do un ángulo recto. “Ella estuvo en la refriega —dijo Genaro— y
viera usted que buena es disparando”.
     Miré su brazo derecho y cariñosamente le pregunté: “¿Y con su
brazo malo puede disparar?” “¡Pero como no!”, respondió. A continua-
ción, enderezó el antebrazo poniéndolo horizontal para mostrarme que
así, la mano, contrahecha también, le quedaba a la altura de los inquie-
tos ojos. Pegó el codo a la cintura y con el índice me demostró cómo

 48 ›› Heberto Castillo
accionaba el gatillo. “¿Ve?” —me dijo entusiasta—. Asentí: “Claro, ma-
drecita”, le dije usando el cariñoso término que empleaba Genaro.
    Al salir de las oficinas del MLN en las calles de República de El
Salvador, Genaro me confiaba sus intenciones de recorrer el estado
para visitar a sus compañeros. Me recordaba alguno de los amigos que
en anteriores giras me había presentado. Todos ellos hombres de fiar,
me decía. En especial, a diez, les tenía mucha confianza, su cuñado entre
ellos. Previendo algún rechazo mío a sus opiniones radicales, me dijo:
    —El gobierno compra y compra conciencias, ingeniero. Vea usted
nada más cuántos intelectuales se han ido del MLN a las filas del PRI.
A los que no se venden los margina. Y si muy tercos se ponen, los
encarcela o los elimina. Recuerde los casos de Siqueiros y de Filo-
meno Mata. A los obreros rebeldes los ponen en la lista negra para que
no les den trabajo. A los dirigentes sindicales independientes los man-
dan a la cárcel. Y a los campesinos los matan. Desde que mataron a
Zapata, la vida de los campesinos no vale nada —asentí. Serían las dos
de la tarde. Cruzamos Bolívar. Ahí está una cantina. Alguna vez entra-
mos a ella con otro compañero para cambiar impresiones. La miró
Genaro, me vio y dijo: “usted no toma otra cosa que refrescos. Si no
fuera así nos echábamos una”. “Gracias”, contesté. Nos despedimos.
    Había muchos transeúntes. Le eché una mirada a su portafolio.
Lo apretaba bajo el brazo. Vi que saludó a unos compañeros. De
eso al menos les vi traza, pues parecían costeños y se fueron cami-
nando juntos.
    Los perdí en la muchedumbre.
    Ángel andaba caliente. Quería organizar a los campesinos para
luchar en la sierra. Había platicado con Genaro en la cárcel de Iguala.



                                                           El principio   ›› 49
—Ahora conozco a dos chaparros muy huevones —me dijo— los
dos están en la cárcel. Tú me llevaste con Genaro. Yo te voy a llevar con
Vallejo. Está en Santa Marta Acatitla, ¿Vamos? —Vamos— respondí.
     —El día de visita es el domingo. Voy a pedir dos lugares para
éste. —Bueno.
     —Genaro me dijo que tenías razón. Le preguntaste al salir del
MLN en México si pensaba que podría sacar la pistola a tiempo y
dijo que sí.
     —Nomás se rió. —Le contesté:
     —Pero dice que lo aprehendieron en tus narices y ni cuenta te
diste.
     —Así fue.
     —Se lo llevaron los judiciales de Guerrero y Genaro ni gestos
hizo. Supe que lo habían aprehendido al otro día, por su esposa.
     —Cómo le iba a avisar, ingeniero. Cuando nos despedimos se
me pegaron como lapas y me pusieron dos pistolas en las costillas.
Una de cada lado. “Si haces ruido te lleva la chingada cabrón”. Eran
tres. Así que caminé derechito. ¿Qué otra cosa hacía? Envíe una
protesta a la Procuraduría de la República. Era un secuestro. Viola-
ción de la soberanía del Distrito Federal por judiciales de Guerrero.
“Nada de eso —me dijeron— lo aprehendieron en Guerrero. Si us-
ted dice que no, demuestre lo contrario”.
     Ahí quedó todo. En un acta de protesta.


            MWLW
   Mi caída al vacío terminó en el agua. Pronto topé con el fondo
   lodoso, de cabeza. Pude impulsarme hacia arriba. El contacto
   con el agua templada me revivió, pero no me devolvió la me-

 50 ›› Heberto Castillo
moria. Seguía sin saber qué pasaba. Busqué ansioso la superfi-
   cie y, al fin, tras segundos que me parecieron siglos, pude sentir
   el aire en la cara. Aspiré profundamente y busqué a mi alrede-
   dor, sus restos. Los salvavidas que dicen que hay debajo de los
   asientos. Nada. Ni un ruido Ni una voz. Nada. Me ahogaba.


    Llegamos Ángel y yo a la sala de visitas de la prisión de Santa
Marta. Llamaron a Vallejo. Llegó con su uniforme azul, limpio, im-
pecable. La cuartelera en la cabeza, ladeada. Los zapatos negros
relucientes. Pequeñito. Vivaz. Nos sentamos y tomamos un re-
fresco. Escuchó paciente las razones de Ángel que le pedía direccio-
nes de compañeros ferrocarrileros de confianza para organizar con
ellos comités del MLN. No se pensaba en el partido, sino en un
organismo amplio.
    —No compañeros —dijo impaciente Demetrio— hay que for-
mar un partido de masas. Los campesinos luchan por sus tierras,
los obreros por sus derechos. No hay organización en un frente.
Hay que formar un partido
    —¡Chaparrito de oro! —clamó Ángel— hay que organizar a los
campesinos para luchar por sus tierras y a los obreros por sus dere-
chos. El MLN puede ser la alternativa. Desde el partido no se puede
hacer.
    —Hay que formar un partido de masas —sentenció finalmente
Vallejo.
    Se despidió y no nos proporcionó dirección alguna. Le ofreci-
mos publicar una segunda edición de su libro Yo acuso. Yo escribiría
un prólogo. El anterior era de Siqueiros. Pero éste, nos dijo Vallejo,
se había quebrado al salir de prisión, había aceptado el indulto pre-

                                                          El principio   ›› 51
sidencial. Vallejo no se llevaba ya con ninguno de los presos políti-
cos. Con algunos no se hablaba siquiera.
     —Vallejo no nos tiene confianza —le dije a Ángel— cree que
estamos buscando crear una organización medio clandestina o
guerrillera.
     —Eso deberíamos hacer, cabrón. Te lo he dicho muchas veces.
     Otra vez razoné con Ángel que si actuando con la ley en la
mano los obreros y los campesinos y las amas de casa tenían miedo
de incorporarse, más difícil sería hacerlo llamándolos a la lucha ar-
mada revolucionaria.
     —Cuando decidamos eso, Ángel, llamaremos desde la sierra.
     —¿Cuándo, cabrón?
     La cárcel de Iguala era un patio grande y un corralón inhóspito,
con piso de tierra. Dormían hacinados ahí más de 100 presos.
     Para entrar como visita hay que hacerlo a gatas, pues la puerta
es baja y primero entra uno a una especie de jaula. La ficha para iden-
tificarse a la salida es un tarjetón donde pone uno su nombre y sus
huellas en tinta verde. También se marca el brazo del visitante con el
mismo sello. La sala de visitas es una pequeña enramada donde una
mujer hace tortillas, huevos fritos, carne asada. Eso los domingos y
jueves, días de visita. Genaro estudia en la cárcel, me pide libros de
historia, de teoría revolucionaria. Mis informes se vuelven rutinarios.
Nuestro amigo Lázaro Cárdenas no puede hacer mayor cosa.
     —Por la buena no hay esperanzas, ingeniero. Los abogados ha-
cen lo que pueden, pero nada pueden. No hay más que esos tres
soldados allá arriba, —me dice Genaro, señalándolos con la vista
penetrante de sus oscuros ojos.



 52 ›› Heberto Castillo
La barda de unos seis metros de altura remata en dos casetas
de vigilancia. Veo, en efecto, tres soldados con el rifle terciado al
hombro.
    —¿No hay más? —pregunto.
    —A veces. No siempre. A un lado está la calle. Al otro, el cine. No
es difícil escalarlo. Los sábados y domingos hay mucha gente. Se pue-
de escapar entonces. Hay mucha gente y no dispararían sobre ella.
    A Genaro lo quieren matar. Han llegado presos con instruccio-
nes de hacerlo. Pero la mayoría lo protege. Todo mundo lo estima.
Le han compuesto corridos en la cárcel. Escucho algunos.
    —Si me salgo me voy para el monte. No hay otra. Por la buena
nada se puede hacer ya; entiéndalo, ingeniero.
    —Este chaparro sí se sale a la brava. Hablé con él. Me dijo Ge-
naro que fuiste a visitarlo y te contó su plan. Te vio escéptico. El
dice que aunque la barda está alta él podrá hacerlo.
    —Me contó que lo ayudas en lo que puedes, pagando los
gastos de los abogados, la impresión de algunos volantes y carte-
les, para los gastos de algunas reuniones de sus compañeros en
Guerrero.
    —Así es —le dije— pero el MLN no crece en Guerrero. Siento
que organizan una agrupación filial del MLN, pero no siguiendo los
lineamientos del MLN. Eso ha ocurrido en otros estados del país.
Por eso nos lanzamos y vamos de más a menos.
    —Hay que cambiar de táctica —me dice Ángel.
    —Todo lo que sea necesario. Pero tenemos principios, Ángel.
Entiéndelo.
    —Son los mismos principios, cabrón. No le saques a los chin-
gadazos.

                                                         El principio   ›› 53
—Eso es provocación, Ángel.
    —Hay que ayudarlo más de todas maneras. Necesita dinero. Lo
que de vez en cuando le das no le alcanza. Le ofrecí conseguirle 50
mil pesos. Que tú ayudarías.
    —¿Cómo? ¿De dónde saco yo esa cantidad?
    —La mueblería puede responder, Heberto. Pedimos al banco y
luego conseguimos con los amigos. Le invento a mi vieja que te
presté dinero porque andabas apurado. Firmas una letra por 50 mil
pesos a mi favor. Yo la descuento en el banco.
    —Bueno.
    Ángel era dueño de una mueblería próspera. Su esposa le ayu-
daba a administrarla.


           MWLW 
  Todo alrededor era negro. El agua fresca. Recordé que un día
  en el río Balsas, el general Lázaro Cárdenas se dio cuenta de
  que yo no sabía nadar. “Todos podemos flotar. Sólo mueve las
  manos así”, dijo, haciendo con las suyas movimientos circula-
  res horizontales. ”Mueve los pies y avanza braceando”.
        Traté de zafarme los zapatos, pues había leído que hay
  que hacerlo para flotar mejor. En el intento me hundí. Desistí
  de quitármelos. Empecé a mover las manos haciendo círculos
  horizontales. Floté. Vertical casi. ¿Habría algún otro sobrevi-
  viente? Grité con todas mis fuerzas a la noche oscura, sin
  luna, sin estrellas, negra, negra:
        —¿Hay alguien por aquí? —Me contestaron:
        —¡Acá, nade para acá! —A lo lejos distinguí una luz.
        —¿Dónde estoy? —Pregunté angustiado.

54 ›› Heberto Castillo
—¡En el ejido Francisco Villa! —Respondió la voz.
       —¿Dónde?


En Tabasco y Yucatán Ángel tenía amigos. Decidimos hacer el re-
corrido en busca de dinero. Fuimos primero a Veracruz. Ahí se nos
agregó Daniel Cabrera, sobrino de Ángel, de 18 años. En nuestro
recorrido algunos amigos ofrecieron ayuda. En Veracruz, Alvarado y
San Andrés Tuxtla, también. Estábamos optimistas. Ángel había ob-
tenido el dinero en el banco. Ahora yo debía 50 mil pesos, que eran
muchos. Suficientes para comprar un automóvil grande, nuevo.
“No te apures”, me decía Ángel. “Si no conseguimos el dinero yo
pago. Le diré a mi vieja que no has podido juntarlos. Lo arreglo de
alguna manera”, insistía en eso cada que me veía preocupado.
    Genaro recibió el dinero pero no volvió a comunicarme plan
alguno. No deseaba involucrarnos. Me parecía suicida su empeño
en saltar la barda. Yo seguía viendo frecuentemente a sus hombres
de confianza, que nada me decían. Sólo que la organización avan-
zaba. La Asociación Cívica.
    Llegamos a Minatitlán, en donde di una charla a ingenieros pe-
troleros. Estaban interesados en el MLN, pero Ángel no había podi-
do incorporarlos. Sabíamos de la explotación que sufrían los trabaja-
dores eventuales y las enormes cuotas que debían cubrir para
obtener una plaza. El sindicato era una mafia. Se sostenía y crecía
porque la represión estaba a la orden del día. De todas las formas:
aislamiento, despido, agresión, cárcel.
    Raúl Solezzi tomó vivo interés en el MLN. Era ingeniero y aca-
baba de participar en una lucha electoral. Había sido candidato a la
presidencia municipal por un frente independiente en el que había

                                                       El principio   ›› 55
intervenido entusiasta Ángel. Fueron derrotados, pero conquista-
ron gran simpatía en la población. Los caciques de la región los te-
nían en la mira. Para Raúl la vida se complicaba cada vez más por-
que vivía de hacer trabajos a Pemex. Y el sindicato lo hostilizaba de
todas maneras. En especial por su participación en las elecciones.
Sus discursos habían sido fuertes, condenando a los caciques y al
gobierno de López Arias, el Bocachula, como le decían.
    Raúl nos invitó a su casa, pues tenía la intención de incorporarse
a la gira por Yucatán, primero, y a Chiapas, después. Tenía una her-
mosa familia solidaria con su lucha. Quería consultarlo con ella. Tras
la cena, charlamos. Su esposa Aída y sus hijos coincidieron en que si
Raúl lo decidía debería incorporarse al grupo. El MLN podría ser la
organización del futuro en México. La que hiciera la revolución.
    La señora Solezzi nos despidió amablemente deseándonos
buen éxito en nuestra empresa. “Han conquistado ustedes un gran
compañero —me dijo— Raúl es un hombre de una sola pieza”.
    Al día siguiente, muy temprano, salimos rumbo a Villahermosa.
Ahí había más amigos. Ocupábamos el Volskwagen cuatro com-
pañeros: Ángel, Raúl, Daniel y yo. El hijo mayor de Ángel, del mis-
mo nombre, se quedó en el puerto. Y aunque ardía en deseos de
acompañarnos, tenía que atender algunos problemas de la mue-
blería de su padre.


           MWLW 
  La voz en la oscuridad me guiaba. Y también la luz que se
  movía de un lado a otro. Nada para acá, repetía. Para mí la
  distancia era enorme. Yo no sabía nadar, apenas podía cruzar
  una alberca por lo angosto, diez metros. Y aquí había muchos

56 ›› Heberto Castillo
metros. No sé cuántos. Traté de no ponerme nervioso. “Ahora
   es cuando necesitas calma”, me dije. Y busqué avanzar hacia
   la luz. Algo tibio, espeso, me corría por la cara. Sangre, pensé.
   Sin embargo, nada me dolía. Avanzaba hacia la luz. Y la voz
   amiga me alentaba. “¡Nade, nade, falta poco!”.
       “Si te pones nervioso, pensé, te ahogas”, Heberto, ¡calma!


Genaro organizaba desde la cárcel. Sus compañeros de mayor con-
fianza trabajaban en la capital y se conectaban por todos lados. Fi-
liberto, Roque, Antonio, Isaías, Pedro, Toño, pudieron comunicarse
con amigos mutuos en la frontera de Estados Unidos. Supe que
habían adquirido armas. Pero nada me decían. Sólo expresaban
que todo iba bien. Había descartado la posibilidad de que Genaro
saliera de prisión por la buena. Los abogados, sin embargo, trabajan
y me tenían al tanto de sus esfuerzos. Y yo les proporcionaba recur-
sos. Escasos, pero constantes. Aún tenía esperanzas de sacar a Ge-
naro antes de que decidiera escapar. No me sentía con derecho de
pedirle que esperara. Él trataba de no involucrarme. Así entendí la
falta de confianza para informarme de lo que hacían.
    En Villahermosa di una charla en la Universidad, en la Escuela de
Ingeniería. La prensa era tan dependiente del gobierno que sólo bo-
letines oficiales publicaba, y reseñas de bodas, bautismos y defuncio-
nes. Pero la Voz del Soconusco recogía verdades. Y circulaba en Ta-
basco. Javier Zea Salas publicaba otro periódico de combate y
sorteaba la represión. También en sus páginas aparecieron nuestras
opiniones. “Miembros del MLN recorren el sureste buscando recur-
sos y afiliados”, decían. “La tierra para los campesinos, el viejo anhelo
de Zapata, es bandera de esta organización”, señalaban. Algunos pro-

                                                           El principio   ›› 57
fesores y alumnos de la Universidad Benito Juárez de Tabasco plati-
caron con nosotros. Más que desear incorporarse les intrigaba que yo
anduviera en esas tareas pudiendo dedicarme a explotar la tridilosa,
que ya se usaba en algunas obras importantes. El puente sobre la
presa Morelos en la desembocadura del río Balsas estaba terminado,
y se había hecho con tridilosa, gracias a la decisión del general Lázaro
Cárdenas. Era el primero que se construía con esa técnica. ¿Por qué
andaba en esas correrías? ¿Estaba amargado? ¿Resentido? Les extra-
ñó, como a muchos, que mi contestación fuera que luchaba contra
los opresores del pueblo mexicano porque amaba a mis semejantes,
a mis hermanos, no por odio a los opresores. “Amar —les decía— es
más fuerte, más vigoroso más revolucionario, que odiar. Algunos lu-
chan contra el gobierno y concentran su odio en él por amor al po-
der. Quien lucha por amor al pueblo rechaza la injusticia porque ésta
perjudica a la mayoría, no sólo porque beneficia a los menos”.
     Nada conseguimos de los universitarios. Sólo simpatía. Y nece-
sitábamos dinero. Dinero. La fotografía en el periódico de Zea Salas
retrataba a los viajeros y los simpatizantes. El pie expresaba la ad-
miración por quienes pudiendo dedicarse a hacerse ricos, camina-
ban por el país sumando fuerzas para hacer una revolución que
acabaría con los ricos. Esa misma foto sería publicada dando a co-
nocer la muerte de los viajeros.

            MWLW 
   Tere recibió la noticia por la noche.
   —Señora habla la secretaría del señor Gutiérrez. Hubo un ac-
   cidente. Todos murieron. Vaya por el cadáver de su esposo a
   Campeche.
         —¿Allá los llevaron?

 58 ›› Heberto Castillo
—Sí señora, todos murieron.
       Tere colgó y prorrumpió en sollozos. Los niños a su lado,
  también. Al verlos llorar entendió que era necesario serenarse.
  Lo hizo y calmó a sus hijos. Les dijo que horas antes, un des-
  conocido había hablado desde Escárcega para informarle que
  su esposo estaba a salvo: “Le habla el Campechanito. Así me
  conocen por acá. Sí, señora, el Campechanito”.
       Había esperanzas. Los cuatro niños, Heberto, Javier, Héc-
  tor y Laura, el mayor de 13 años, lo entendieron, Héctor cum-
  plía 11 años al día siguiente.
       Tere fue a ver a Armando Castillejos.
       —Ya sabes que a los familiares le dicen siempre que el
  accidentado sólo está herido —le advirtió— vete conformando.
  Yo te acompaño a Campeche. Esperamos que esté vivo. Pero
  no te hagas ilusiones.


    —Detuvieron a dos compañeros que pasaban armas en la fron-
tera, me dijeron los compañeros de Genaro. —¿Qué hicieron ustedes?
—pregunté— nada —respondieron—. Ellos dijeron contrabandeaban
para ganar dinero. Dieron mordida y todo arreglado. Ahora hasta algu-
nos aduaneros cooperan.
    Pregunté si las armas eran para lograr la fuga de Genaro, pero
nada contestaron. Ante mi insistencia dijeron:
    —Si la va haber, sabe sólo Genaro. Nadie más. Me explicaron
que las armas las adquirían fuera porque aquí se denunciaban. No
estaban organizando ningún grupo armado.
    —Sabe usted —me decían— que en nuestro terruño el que
anda desarmado está a merced de todos.


                                                        El principio   ›› 59
—No se preocupe ingeniero. Estamos con el MLN también.
    Necesitaban dinero, como siempre. Cooperé con alguna pe-
queña cantidad. Genaro, formal, ordenado siempre, me envió un
recibo agradeciendo la ayuda económica que daba para su familia.
Entendí que lo hacía para dejar constancia de que yo no participaba
en sus planes, aunque lo sospechaba. Conservé el mensaje. Me po-
dría servir después. Nadie sabe lo que vendrá, me dije.


           MWLW 
  Desfalleciendo casi, alcancé la orilla. El campesino estaba a
  pocos metros de mí. Tenía un quinqué en la mano.
        —Espere ahí —me dijo— la orilla es pantanosa y se puede
  hundir. Voy por una tabla para sacarlo. No tardo. —Y se fue
  corriendo.
        ¡Me quedé en la orilla! Me dije “no podré más”. Pero reflexioné:
  pudiste nadar, flotar bien, con todo y zapatos. ¡Sigue flotando! Al
  fin, apareció mi amigo con una tabla. Me acerqué entonces. No
  había lodo sino hasta la mera orilla. El campesino se metió un
  poco y me tendió la tabla. Me arrastró. Y toqué tierra firme.
        —¿Con quienes venía? —preguntó—. No sé, no sé, ¿Qué
  pasó?
        —Todos murieron —me dijo.
        ¿Con quiénes venía? Pensé angustiado. ¿Con quiénes?


Temprano, salimos de Villahermosa. Había que visitar a un amigo de
Ángel que vendía muebles tropicales. Era simpatizante y posible-
mente ayudará económicamente. Vio algunos de sus proveedores,
yucatecos nacionalistas, con posibilidades económicas. Nada en fir-

60 ›› Heberto Castillo
me conseguimos. Comiendo en una fonda yucateca hicimos balance.
Hasta ese momento Ángel estaba condenado a pagar la mayor parte
del dinero entregado a Genaro. “No le hace —decía riéndose—
sé ganar dinero. Vengo de abajo. No se apuren”.
    Raúl hablaba poco. Observaba. Inteligente, se preguntaba de qué
viviría si se oponía abiertamente contra el sistema. Ángel sugería:
    —Te pones a hacer tridilosas, ¿verdad Heberto? Él gana dinero
construyendo y Heberto y yo nos partimos la madre contra el gobierno.
Mi vieja a lo mejor no jala y quiere la mueblería. Pero mi’jo Ángel pue-
de ayudar en la administración. Aunque el cabrón está chiquito todavía.
Ni tanto, —reflexionó mirando a Daniel— ¿Tu tienes…?. —Daniel
interrumpió. —Mañana cumplo 18 años, tío”.
    —¡Pinche cabrón! Ya estoy viejo. Heberto, mi’jo Ángel anda en
los 20. ¡Pa’su puta madre!”.
    Expliqué a Raúl cómo trabajaba el MLN e hice un poco de bro-
ma de lo acelerado de Ángel.
    Salimos de Mérida ya tarde. Un último contacto nos entretuvo.
“Cabrón, culero. Te he de convencer. Y a ti Raúl. La lucha armada es
el camino”, decía a Ángel. La idea era llegar a Villahermosa de un
tirón. Había que tomar una avioneta en esa ciudad para ir a Tapa-
chula en donde nos esperaba Ovidio de la Rosa.
    —Ya está avisado Ovidio. Nos espera en el aeropuerto antes de
las 12. Las avionetas sólo vuelan de mañana. Acuérdate cabrón
—me decía.
    Terco en hacer el recorrido en una sola etapa. Viajaríamos casi
toda la noche. Podíamos manejar Raúl, Ángel y yo.
    —Así no se hace pesado —señaló Raúl.
    Tomé el volante en Mérida. A la hora de camino, un tráiler inva-
dió mi carril y se nos vino encima. No pude hacer otra cosa que

                                                          El principio   ›› 61
salirme de la carretera. Logré controlar el Volkswagen y quedar pa-
rado fuera de la pista asfaltada. El chofer del tráiler ni se detuvo.
    —Eso fue adrede, les dije a mis compañeros. Ese hijueputa no
iba dormido. Se me echó encima.
    —Pinche Heberto, no veas moros con tranchetes, cabrón. Si
estuviéramos en Veracruz te lo creería. Pero esto es Campeche.
El Bocachula no tiene influencias acá.
    —Yo iba durmiendo —reflexionó Raúl— no vi qué pasó. Sólo
que dábamos brincos.
    Miré alrededor. La carretera estaba medio metro arriba del piso
donde quedamos. Era un largo trayecto. El camino apenas levanta-
ba del nivel medio; por eso pude controlar el auto; no había un ár-
bol cerca de la carretera, puro pastizal. Proseguimos el camino. Yo
iba preocupado. “El tráiler se me echó encima adrede. ¡Carajo!”.
    El puente había quedado bien, yo, mal. Nunca fui buen cons-
tructor. Siempre perdía. Sabía diseñar las estructuras, pero no ac-
tuar como contratista. Y el puente sobre el vertedor de la presa
había tenido que construirse personalmente. Contratar obreros,
tener residente. Odio tener empleados. Pocas veces en la vida los
he tenido. Perdí en el puente de tridilosa, pero gané una enorme
satisfacción.
    A media construcción, me fui a la conferencia en La Habana
para formar la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas),
a mediados de 1967. Me fui preocupado, aunque al frente de la obra
estaba Manolo Yeffal. Pero creo que la política está por encima de
todo. Yo propuse la creación de la Olas. Con Salvador Allende y con
Cheddi Jagan. No podía salir ahora con que no voy. Y me fui. Nada
pasó. El puente trabajó a pesar de la casi unánime condena a su

62 ›› Heberto Castillo
estructura. “Esa araña se va a caer. ¿Cómo se construye un puente
para ferrocarril y para carretera con una estructura que nadie conoce,
que nunca se ha usado. Son las locuras de Heberto. ¡Cómo le fue a
confiar el general! ¡Y Cuauhtémoc que tan bien lo conoce! Es un
buen teórico, matemático, pero, ¿puentero? ¡No, hombre!” Todos
estaban en contra menos el general y Cuauhtémoc, residente de
las obras de la presa La Villita. A la postre, el puente quedó bien.
Muy bien. El primero en el mundo con tridilosa. Y en la ciudad
Lázaro Cárdenas.
    —Mire maestro, véndame la patente de la tridilosa. Usted no
puede dedicarse a construir ni a calcular. Cada vez más emboletado
en la polaca. Le pagamos una regalía y se dedica a organizar a los
campesinos y a los obreros, como quiere. Pero Tere y los niños
tendrán lo suficiente para vivir. Ellos deben poder ir a la escuela.
    Era Manolo Yeffal quien así hablaba. Fue mi alumno. Era mi
amigo. Había dirigido la construcción del puente. Supo en carne
propia las consecuencias de mi militancia política. Por meterme al
MLN hube de cerrar mi despacho y vender hasta mi escritorio y mi
regla de cálculo para salir del apuro. Me contrataron para calcular
los cascarones de las puertas de entrada en la frontera con Esta-
dos Unidos y los de un centro comercial en Veracruz. Y no me
pagaron un centavo después de un año de trabajo. En la Secretaría
del Patrimonio Nacional me dijeron, después de terminar el pro-
yecto, que no había partida. “Sólo la partida de madre que me
pusieron”, les dije. Manolo sabía del asunto, porque entonces tra-
bajó conmigo. El tenía ahora una empresa próspera. Como casi
todos mis exalumnos. Los había enseñado a ser buenos contratistas.
Yo, que no sabía serlo.

                                                         El principio   ›› 63
En América proliferaba la guerrilla. Ernesto “Che” Guevara recorría
alguna sierra de algún lado organizando la lucha armada revolucio-
naria. Se decía que en el corazón de América del Sur. En verdad nada
se sabía con precisión. Luis Augusto Turcios moría en Guatema-
la luchando en la guerrilla. Camilo Torres en Colombia. La revolu-
ción en la revolución, de Regis Debray, era el libro de cabecera de
muchos revolucionarios. Genaro estaba convencido, y buscaba
escapar de la prisión para remontarse a la sierra. La de Guerrero.
Tierra brava. Como la más. Aunque no me lo decía.


            MWLW 
   A la luz del quinqué pregunté a mi salvador quitándome del
   rostro cuajarones de sangre: —¿Tengo este ojo? —Sí, todavía
   se le ve. Está muy herido, señor. Venga a mi casa. ¡Levántese!
         Sentado en la orilla de la laguna, angustiado, me preguntaba
   ¿quiénes venían conmigo? ¿Tere, mis hijos? ¿Todos murieron?
         —¡Dónde están los muertos?, pregunté.
         —Debajo de la laguna. No se ve nada. Sólo un caballo
   muerto en la carretera. ¿En qué venía, en camioneta, en auto-
   móvil?.
         —No sé. No recuerdo nada.
         ¿Qué me había pasado? ¿Por qué no recordaba? Había per-
   dido la memoria. Pedí alcohol para echarme en la herida. Por
   más que hacía esfuerzos no recordaba qué hacía allí, por qué
   había ido a ese ejido Francisco Villa, a dónde iba, de dónde venía.


Al llegar a Campeche eran más de las doce de la noche. Yo seguía
terqueando acerca de la mala intención del chofer del tráiler. Ya había

 64 ›› Heberto Castillo
tejido una historia bajo la hipótesis de que las conferencias en Coat-
zacoalcos, Minatitlán y Villahermosa habían alertado a López Arias de
que andábamos por ahí, dando guerra. Era probable que se hubiera
contratado a un chofer para que nos pegara. Sabían de nuestro
recorrido. Yo estaba acostumbrado a ser vigilado en México. Mis te-
léfonos estaban intervenidos. Echeverría había echo gala de ello algu-
na ocasión en que los visitamos en gobernación para exigir la libertad
de un compañero del MLN, arbitrariamente detenido. “Usted tuvo
una reunión en su casa con Fulano, Zutano y Mengano. Oímos todo
lo que discutieron, ingeniero, A su edad no se vale ser imperialista ni
guadalupano. Esto está bien a los 20, no a los 35”.
    Hay teléfonos, les decía a mis compañeros, que perciben lo que
uno habla a unos metros de distancia sin estar descolgados, Saben
de nuestro recorrido. Entiéndalo. No me creyeron. En especial Án-
gel que me dijo: “¿Qué te pasa, cabrón, te me estás rajando?”.
Acepté la provocación. Seguimos el viaje. Logré, sí, que Ángel no
festejara a su sobrino por los 18 años en un bar de Campeche. Ce-
namos cualquier cosa y continuamos el viaje. Ángel manejaba. Rápi-
do y bien. Tenía gran experiencia. En Escárcega cargamos gasolina.
Estábamos fatigados. “Cuando lleguemos a Villahermosa descansa-
mos un rato. Ahora me siento bien”, decía Ángel.
    Yo iba en el asiento delantero derecho y le pedí a Raúl Solezzi
me dejara el lugar de atrás, para ver si podía dormir un poco. “Re-
solvámoslo democráticamente —respondió— yo estoy cansado
también y quiero dormir. Después tendré que relevar a Ángel. Eche-
mos un volado”.
    La suerte decidió. Raúl ganó. Me quedé adelante. Eran ya las
dos de la mañana del 27 de octubre. Daniel dormía en el asiento
trasero detrás del volante. Seguimos.

                                                         El principio   ›› 65
En la Conferencia Tricontinental participaron organizaciones
revolucionarias de tres continentes: Asía, África y América Latina.
Desde la delegación mexicana, que yo presidía, buscamos contac-
tos con todos los grupos. En cada delegación venían representados
varios partidos y organizaciones revolucionarias, en la mayoría los
partidos comunistas. La delegación chilena fue presidida por Salva-
dor Allende, del Partido Socialista. Hicimos buenas migas. Habla-
mos con la mayor parte de los delegados que pertenecían a orga-
nizaciones no comunistas. Eran revolucionarios en verdad casi
todos. Había una corriente importante que entendía que los pue-
blos subdesarrollados han sido penetrados por la ideología domi-
nante y rechazan los clichés tradicionales del movimiento comunis-
ta internacional. Los partidos comunistas rechazaron furiosos todo
intento de cambiar el lenguaje. De usar la teoría en vez de recitarla.
Se lanzaron en contra nuestra. Pero logramos ganar la batalla en
cuanto a la designación de representantes permanentes. Por eso
éramos anticomunistas, agentes de la cia. Al terminar la conferen-
cia, Fidel Castro nos invitó a los delegados latinoamericanos a dia-
logar. En una posición absurda, la mayoría de las delegaciones
comunistas se oponían a una propuesta hecha por Salvador Allende,
Cheddi Jagan y yo para constituir la Organización Latinoamericana
de Solidaridad (Olas). No hacía falta, decía la mayoría. Bastaba con
la Tricontinental. Dijimos que teníamos que unirnos más en América,
conocernos mejor. En Argentina y Uruguay sabían más de la vida coti-
diana de Francia que de nosotros. La organización debería estar
abierta a todos los grupos que quisieran luchar contra la domina-
ción imperialista y hacer que los medios e instrumentos de producción
fueran de propiedad social. Y el poder político. También, sí. Fue

66 ›› Heberto Castillo
una sesión de diez horas. Todos nos atacaron. En especial los co-
munistas argentinos. Los más conservadores de todos. Salvador
Allende defendió brillantemente la idea. Sufría de animadversión
porque se le criticaba no haber sacado a la población de Chile en
protesta por la ruptura de relaciones con Cuba hecha por el go-
bierno demócrata-cristiano. Ya había sido dos veces candidato a la
presidencia de Chile de los partidos Comunistas y Socialista. Su
intervención fue decisiva. En mi discurso precisé que no aceptaba
que los chinos, los soviéticos o los cubanos supieran más de los
problemas de México que nosotros. Cada organización nacional
debería conducir la revolución en sus patrias. El marxismo no debía
ser una religión como muchos asistentes la consideraban. No tenía-
mos a los calificativos que nos pudieran. Más temor teníamos se-
guir a ciegas las consignas de revolucionarios de otras naciones
que apenas si conocían nuestra realidad económica, política y so-
cial. Fidel Castro intervino otra vez al final de la sesión. Él había
abierto el debate mostrando preocupación por los rumores que le
habían llegado de una cierta posición anticomunista. Pero ahora,
dijo, entendía que no había tal. Que se trataba de una sana discu-
sión de ideas fundamentales. Y propuso cambios. Y también apoyó
la formación de la Olas. Habría que realizar una conferencia para
lograrla. Y restableció la armonía. Al salir del salón me tomó del
hombro y me dijo: “Me convenciste, rubio”.


         MWLW 
  Tere estaba desconcertada. Primero le habían hablado dicién-
  dole que aunque habíamos sufrido un accidente, yo estaba
  bien. ¿Quién fue el que habló? Después, la secretaría de Ángel

                                                       El principio   ›› 67
Gutiérrez le había llamado para decirle que no había sobrevi-
  vientes. “Todos murieron”, escuchó. Armando compró los
  boletos para viajar en avión a Mérida. Ahí estaba una familia
  tabasqueña amiga. Conseguirían un automóvil para ir a Campeche.
  Tere dijo a sus hijos que iba a verme. Los niños sabían que iba
  a recoger mi cadáver. Pero simularon creer que su papá vivía.
  Y Tere salió con Armando rumbo a Mérida.
        De pronto recordé. Ángel, Raúl, Daniel. ¿Dónde estaban?
        El campesino trajo alcohol y me llevó a su choza.
        —Venían conmigo tres compañeros, en un Volkswagen.
  ¿Dónde están?
        —Bajo el agua señor. Creímos que era un coche grande.
  Se oyó mucho ruido. El caballo muerto está ahí —dijo seña-
  lando hacia la carretera—. Del automóvil no se ve nada. Todo
  está quieto. Todos murieron.
        Me ayudó a quitarme la ropa. Me prestó una suya. Me
  quedaba chica, pero estaba seca y me cubría. Me recosté en
  su cama, de carrizo, con una estera encima, como colchón.
  Encima una sábana limpia. Sangraba mucho. El alcohol que
  me echaba en la cara ni siquiera me ardía. Tenía la cara des-
  trozada. La mano izquierda cortada. ¿Cómo habría salido del
  automóvil? Ninguna otra herida descubrí en mi cuerpo. Perdí
  los anteojos. La compañera del campesino —nunca supe su
  nombre— daba razones afuera de la choza a los pobladores
  del ejido que habían salido a preguntar. “¡Se está muriendo!”, de-
  cía impresionada por lo abundante de la hemorragia que man-
  chaba su cama. “¡No me estoy muriendo!”, recuerdo que gritaba
  yo infantilmente, como si el decirlo impidiera mi muerte. Mi

68 ›› Heberto Castillo
salvador me vació el resto del alcohol en el rostro. Sentí un
poco de ardor. Y me dio gusto. La pequeña comunidad pre-
guntaba por el herido. Toda la noche hubo actividad en el
poblado. El lecho que me prestaron quedó tinto en sangre. La
atención de aquel matrimonio fue generosa y desinteresada.
    Amanecí cuando asomó al cuarto un viajero. “Soy el Cam-
pechanito, señor. Pasé por aquí y supe del accidente. ¿Le puedo
servir en algo? Voy a Campeche, donde vivo”.
    Pregunté al campesino por mi ropa. Ahí traía dinero.
Pronto la dio. Había sacado la cartera, una pluma fuente, mi
agenda y las había envuelto en un paliacate. También me en-
tregó el reloj, de oro macizo. Se había parado a las 2 horas
con 23 minutos. Se lo di cuando las heridas de la mano iz-
quierda me molestaron. Saqué de la cartera un billete de 100
pesos y pedí al Campechanito que hablara por teléfono a mi
esposa. “Dígale sólo que tuve un accidente, pero que estoy
vivo, que estoy bien. Por favor”. Salió presto el viajero. Y llegó
la policía.
    Reloj de oro macizo. Recordé a José María, mi alumno en
estructuras hiperestáticas en la Facultad de Ingeniería. Mucha-
cho acomodado, estudioso. Le dirigí su tesis profesional.
Cuando terminó de hacerla después de grandes trabajos, me
fue a ver. Me entregó una copia de los originales. “Voy a man-
darla a imprimir, maestro. Aprovecho el tiempo de impresión
para descansar. Me voy a Acapulco. ¿Se le ofrece algo?” “Que
se divierta”, le dije. Días después tocó a la puerta de mi casa
un hombre maduro.



                                                       El principio   ›› 69
—Soy el padre de José María —se presentó cuando le
  abrí. Lo pasé.
        —¿Qué dice José María? ¿Ya está impresa la tesis?
        —La tesis sí, maestro. José María murió. Iba rumbo a Aca-
  pulco, en el asiento trasero del automóvil. Hubo una poncha-
  dura. Salieron de la carretera, sin mayores problemas. Pero
  José María estaba reclinado en el asiento, aparentemente dor-
  mido. Se desnucó.
        Gran entereza del padre. El relato fue así, Pero en sus
  ojos aprecié inmenso dolor.
        —Le traigo una tesis, no pudo recibirse. Pero aquí está la
  prueba de su dedicación.
        —Le puse una líneas en el ejemplar que el padre conser-
  varía. Sacó entonces de la bolsa un estuche.
        —Ingeniero, José María lo estimaba mucho. Nosotros en
  casa también. Con motivo de su recepción yo le había com-
  prado un reloj. Éste —dijo mostrándome el estuche abierto,
  hermoso reloj.
        —¡Qué pena, dije, que José María no lo haya recibido!
        —En casa hemos decidido que usted es quien debe te-
  nerlo. Tiene inscrito atrás el nombre de mi hijo y la fecha en
  que sería la recepción. ¿Lo acepta?
        Lo tomé.


Ángel iba contento.
    —Este tramo es muy fácil. Hay que tener cuidado sólo de no
meterle mucho al acelerador. Verás que llegamos bien a Villahermosa
para dormir un poco. A las diez de la mañana nos vamos para Tapa-

70 ›› Heberto Castillo
chula. Ya separé la avioneta. Es chiquita, pero jala bien. ¿No tienes
miedo al avión, verdad? ¡Cabrón, te estás durmiendo! Canta, a ti te
gusta.
    —Yo no sé cantar, Pero dicen que es bueno para no dormirse.
Canta tú, no tienes que saber hacerlo —le dije.
    El cráneo esférico, la frente abultada, la nariz chata, el bigote
negro, sus ojos bailadores, así era Ángel Gutiérrez Peralta. Su rostro
se perfilaba apenas gracias a la luz del tablero. Noche sin luna, sin
estrellas, negra, negra. El camino recto. “¡No te duermas cabrón!”
Me dijo. Y empezó a cantar. Me dormí.

           MWLW 
  Un agente de la Policía Federal de Caminos irrumpió en el jacal
  “Usted venía en el Volkswagen”, dijo poniéndose en jarras, las
  manos sobre la cintura, todopoderoso, omnipotente. “Está
  detenido. Póngase su ropa”. “Está mojada”, dijo el campesino.
  “No le hace. ¡Póngasela!”, me exigió.
         Cambié de ropas. Espere, le dije cuando me jalaba. Bus-
  qué el puente dental que había metido en la pequeña bolsa
  delantera de mi chamarra, Me lo puse. Lastimó de nuevo. Me lo
  quité. La policía me miró extrañado. Casi a empujones me
  sacó de la choza. Ya había sol. Me dolía mucho la cabeza. Ape-
  nas pude despedirme de mis protectores. Gracias, gracias.
         —Tendrá que identificar los cadáveres.
         Los hombres rana sacaron el Volkswagen del fondo de la
  laguneta.
         —Tuvo usted mucha suerte. Voló setenta metros. —Me
  indicó el lugar del impacto con el caballo que yacía a un lado
  de la carretera, con un cordel al pescuezo.

                                                        El principio   ›› 71
—Aquí el Volkswagen dio la maroma. Usted salió por el
  parabrisas. De cabeza, recorrió el auto unos 100 metros y
  aplastado de frente se fue al agua.
        Ángel sufrió fracturas múltiples del cráneo. El capacete
  bajó más de medio metro. Raúl y Daniel quedaron atrás. Raúl,
  fuerte, rompió con los puños la ventanilla trasera y trató de
  salir. La ventanilla era muy pequeña. Quedó atrapado de la
  cintura, con medio cuerpo fuera del auto. El puño derecho
  crispado, en alto. La desesperación reflejada en el rostro.
        —¿Quién es él? —Raúl Solezzi.
        —¿Y éste? —Daniel— dije mirando al joven casi niño que
  había quedado reclinado en el asiento. Frágil, quizá quedó des-
  mayado con el impacto, no había sufrido. Su rostro era apacible.
        —¿Ángel Gutiérrez es éste? —Sí— respondí.
        Quedé anonadado. ¡Todos muertos! ¡Todos muertos! El
  policía me hizo recorrer el trayecto.
        —Tuvo suerte. Apenas pasa su cuerpo por el espacio en-
  tre el marco del parabrisas y el espejo. ¡Y pasó! Mucha suerte,
  ingeniero. Pero ahora, me dijo, está usted detenido.
        —¿Por qué?
        —Usted manejaba.
        Iba a replicar que el cuerpo de Ángel estaba al volante, cuan-
  do vi que lo sacaban y los montaban en una camioneta de volteó.
        —Usted sabe que no —contesté.
        El agente había llegado al sitio del accidente en una avio-
  neta que aterrizó en el camino. Me subió a ella y despegamos.
  Por radio avisó:



72 ›› Heberto Castillo
—Tres muertos, un herido. Éste con golpes en la cabeza.
Cortadas múltiples. Había un sobre con polvo blanco. Sí, dro-
ga tal vez.
    —Es bicarbonato de sodio —le dije—. No me hizo caso.
    —En media hora estamos allá. Sí. —Volvió el rostro.
    —No sabe en la que se metió.
    Tere viajaba en avión rumbo a Mérida con Armando. Este
no hacia otra cosa que tratar de prepararla para cuando lle-
gara al hospital de Campeche. A medio vuelo, la aeromoza la
llamó a la cabina. El capitán le informó que por radio habían
dicho desde México que su esposo estaba herido pero a sal-
vo. Regresó y lo comentó con Armando. Este siguió escéptico.
    —Así dicen. No te lo creas mucho.
    En Mérida, los esperaban amigos. Mario Menéndez ya
sabía del accidente. Quería mucho a Ángel. Y aunque estaba
en México. Tenía su familia en Mérida. Ofreció ayuda. Tam-
bién los Trujillo, amigos de Armando, estaban por ahí. Ofre-
cieron un automóvil para ir a Campeche. Tere vio cansado a
Armando.
    —Mejor alquilemos un taxi, Armando. ¿Sí? —Lo alquilaron.
    Era noche. Cerca de las 10. El taxi los condujo a Campeche.
En el trayecto, Tere platicaba con el chofer. Lo notaba som-
noliento
    —¿Hubo algún accidente aquí hace poco?
    —Sí, varios. Pero un Volkswagen se estrelló de frente con
un tráiler. Nadie quedó vivo en el carrito.
    Tere calló.



                                                    El principio   ›› 73
—Yo sé hacer esas trampas, ingeniero. Esa yerba se hace rollito,
como supositorio se le mete a la bestia cuando se ve la luz del auto-
móvil a lo lejos. Se suelta al animal y éste se va contra la luz. No hay
escapatoria. Eso les hicieron. Nada de accidente. Usted tenía razón
cuando señaló que el tráiler se le echó encima intencionadamente.
¿Cómo se siente?
     —Ya bien de salud, Genaro, pero lleno de problemas. Ahora
debo pagar la letra y la vida no espera.
     —¡Cuídese afuera, ingeniero. Yo me cuido aquí, mientras salgo!
     Corría el mes de noviembre de 1967.


            MWLW 
   En el hospital me desnudaron. Me revisaron y me pusieron un
   camisón. Como pedí que me cuidaran mi puente dental, el
   doctor me preguntó intrigado cuándo lo había puesto en la
   bolsa. Al decirle que al caer el agua porque me molestaba,
   preguntó si me acordaba de todo.
         —Ahora sí
         —¿Antes no? Al principio no.
         —¿Cuánto tiempo tuvo amnesia?
         —No sé.
         Entró a la sala una secretaria, quizá del Ministerio Público
   porque el doctor comenzó a dictarle. Me llamó la atención, en
   medio de mis dolencias y mi somnolencia que hablara de un
   individuo de tales y cuales características, en estado comatoso
   y con probable fractura en la base del cráneo. Reclamé
         —¿Fractura en la base del cráneo? ¿Está usted loco?
         —Usted qué sabe, contestó el médico.

 74 ›› Heberto Castillo
Si te agarran te van a matar - Heberto Castillo
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Si te agarran te van a matar - Heberto Castillo

  • 1. Si te agarran Escribir con verdad la histo- Si te agarran te van a matar ria hoy es posible. Diciendo ahora cada uno su verdad, contribuiremos a que maña- historia na se conozca este pre- sente. Cada silencio de los protagonistas de hechos trascendentes de hoy es una oportuni- dad para que los mentirosos de mañana escriban una historia falsa. Decir la verdad suele ser peligroso. Así ocurrió en 1968. “Si te agarran, te van a matar”, me advirtió Lázaro Cárdenas una noche en mi refugio al que acudió a brindarme apoyo solidario, supe entonces que mi verdad había irritado a Gustavo Díaz Ordaz, el genocida, al grado de quererme matar. Todos los relatos de esta obra fueron consecuencia de una necesi- dad vital. Quiero decir que no pude dejar de hacerlos, tenía que hacer- los. Cuento aquí vivencias personales que, además, tienen que ver con el quehacer político de miles de compañeros que ahora militan en el Partido Mexicano de los Trabajadores. HEBERTO CASTILLO En la búsqueda de la verdad, tenemos que criticar a todos los sis- temas de gobierno establecidos. Ninguno es perfecto, ni puede serlo. Decirlo es quedar mal con todos, con Dios y con el diablo. Y es que a pocos gusta que les nieguen sus privilegios. Sobre todo cuando los consideran merecidos o necesarios. Algunos de los polémicos relatos que tienes en tus manos, fueron publicados en Proceso o en El Universal. Otros aparecen por primera vez, como “Mejor la verdad”, “El principio” y “Tierra y papel”. En ellos encontrarás razones que explican mi obsesión, primero, por defen- der la verdad y, segundo, por insistir, espero, hasta el último instante de mi existencia, en esta lucha por hacer la revolución en México. Heberto Castillo, mayo de 1983 CONOCER PARA DECIDIR EN APOYO A LA INVESTIGACIÓN ACADÉMICA CONOCER PARA DECIDIR E N A P OYO A L A INVESTIGACIÓN A C A D É M I C A
  • 2.
  • 3.
  • 4.
  • 5. Laura Itzel Castillo Juárez Prólogo CONOCER PARA DECIDIR E N A P OYO A L A INVESTIGACIÓN A C A D É M I C A MéxicO • 2012
  • 6. Conocer para Decidir Coeditores de la presente edición H. Cámara de Diputados, LXI Legislatura Consejo Editorial, Cámara de Diputados Fundación Heberto Castillo Martínez A.C. Miguel Ángel Porrúa, librero-editor 1a. edición, junio del año 1983 2a. edición, octubre del año 1983 3a. edición, noviembre del año 1983 4a. edición, noviembre del año 1998 5a. edición, marzo del año 2012 © 1983-2012 Fundación Heberto Castillo Martínez A.C. © 2012 Por características tipográficas y de diseño editorial Miguel Ángel Porrúa, librero-editor Derechos reservados conforme a la ley ISBN 978-607-401-564-5 Imagen de portada: Autorretrato, Heberto Castillo. Fotografías: Cortesía de la Fundación Heberto Castillo Martínez A.C. Queda prohibida la reproducción parcial o total, directa o indi- recta del contenido de la presente obra, sin contar previamente con la autorización expresa y por escrito de los editores, en tér- minos de lo así previsto por la Ley Federal del Derecho de Autor y, en su caso, por los tratados internacionales aplicables. IMPRESO EN MÉXICO PRINTED IN MEXICO libro impreso sobre papel de fabricación ecológica con bulk a 80 gramos w w w. m a p o r r u a . c o m . m x Amargura 4, San Ángel, Álvaro Obregón, 01000 México, D.F.
  • 7.
  • 8.
  • 9. Prólogo Laura Itzel Castillo Juárez Hace más de una década que murió el ingeniero Heberto Castillo Martínez, el que persiguió incansablemente la verdad durante su vida entera; quien cuestionaba todo para seguir aprendiendo día con día; el que decía que la mejor manera de conocer México es conociéndolo con la mirada de su gente: colectivamente. “Hay que ver con los propios ojos, pero también a través de los ojos de los demás” insistía, pues aseguraba que solamente la suma de todas las verdades individuales construían, al final, esa verdad colectiva por la que siempre luchó. Si te agarran te van a matar inicia con el hermoso relato denominado: “Mejor la verdad”, que nos recuerda, a golpe de honestidad, que la ética también existe. El libro que tienes entre tus manos, estimado lector, recoge 15 singulares narraciones que nos llevan por el México profundo del brazo de su autor. Hazañas que nos trasladan de la clandestinidad a la escapatoria; de roca en roca y de barda en barda, ya sea con- vertido en sombra para confundirse en la noche tras los tinacos de la azotea, o bien convaleciente en la Facultad de Medicina de la UNAM, tras la golpiza propinada por los agentes policiacos en su ›7‹
  • 10.
  • 12.
  • 13. Introducción Heberto Castillo “Mejor la verdad” es el título que puse al primer relato de este con- junto. Pensé que también debería ser el del libro que tienes en tus manos. A los editores pareció más atractivo el que lleva. “Jalará más”, dijeron. Tal vez. Mi brújula inseparable en el quehacer científico y político ha sido esa, preferir siempre la verdad. Desde muy niño aprendí a en- frentarme a la naturaleza, a la vida, con la verdad. La amo entraña- blemente aunque a veces sea dolorosa. Miento sólo a los enfermos que sé incurables, y ello dependiendo de su personalidad. Tampoco digo la verdad a los agentes policiacos que me interrogan. Para ellos mi verdad suele ser mentira. Andar tras de la verdad es la más hermosa de las empresas. Y quizá la más difícil. Encontrar la verdad histórica es a veces imposi- ble. La historia la escriben los vencedores. A su manera. Escribir con verdad la historia hoy es posible. Diciendo ahora cada uno su verdad, contribuiremos a que mañana se conozca este presente. Cada silencio de los protagonistas de hechos trascendentes › 11 ‹
  • 14. de hoy es una oportunidad para que los mentirosos de mañana escriban una historia falsa. Somos testigos de los empeños de los falsificadores de la his- toria para dejar constancias mentirosas a través de la prensa, la ra- dio y la TV, faltando a la verdad o torciéndola. A diario. Contra esta tendencia lucho. Y contribuyo a derrotarla relatan- do mi verdad, aunque moleste. Decir la verdad suele ser peligroso. Así ocurrió en 1968. “Si te agarran, te van a matar”, me advirtió Lázaro Cárdenas una noche en mi refugio al que acudió a brindarme apoyo solidario, supe enton- ces que mi verdad había irritado a Gustavo Díaz Ordaz, el genocida, al grado de quererme matar. Pero la verdad molesta a todos. A veces también a los com- pañeros de lucha, sobre todo cuando lastima sus vanidades o sus pri- vilegios. Así ocurrió con el relato que contiene confesiones de Alfon- so Martínez Domínguez cuando fue publicado en Proceso. Provocó una tormenta. La izquierda y la derecha enviaron a la palestra buenas plumas para condenarme. Unas, atribuyéndome afanes exculpato- rios del exregente de la capital en torno de los sangrientos sucesos del Jueves de Corpus de 1971; los otros, indignados, porque exhibía una pobre condición humana de mi confidente. La polémica que se suscitó quedó consignada en el libro La investigación, editado por Proceso. Ahora ese relato se presenta en otro contexto, inserto en un conjunto que explica mejor la conveniencia de contarlo. Todos los relatos fueron consecuencia de una necesidad vital. Quiero decir que no pude dejar de hacerlos, tenía que hacerlos. Cuento aquí vivencias personales que, además, tienen que ver con el quehacer político de miles de compañeros que ahora militan 12 ›› Heberto Castillo
  • 15. en el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT). Esas vivencias explican por ellas mismas la razón a la organización de los trabajado- res, convencido hasta la médula de la necesidad y urgencias de la toma del poder por éstos, para hacer la revolución, violenta o no, que transforme radicalmente las estructuras económicas, políticas y sociales de la nación para poner los recursos y los destinos de Méxi- co en manos de los trabajadores manuales o intelectuales del campo y de la ciudad, que son indiscutible mayoría absoluta en el país. La nueva sociedad por la que luchamos no es solamente una sociedad socialista, si por tal se entiende aquella en donde los me- dios e instrumentos de producción y cambio son de propiedad so- cial. No. En esa sociedad, el poder político debe ser también de propiedad social. Pues cuando el poder político permanece en ma- nos de unos cuantos como propiedad privada, así sea la sociedad socialista, surge la corrupción y el abandono de las causas popula- res. Como en Polonia. El poder personal corrompe. Y el poder personal absoluto corrompe absolutamente. En la nueva sociedad que anhelamos no será suficiente dar a cada quien según su necesidad y exigir de cada quien según su capa- cidad. Será vital determinar quiénes serán los que decidan qué nece- sita cada quien y qué se debe exigir a cada cual. Precisarlo con justi- cia y equidad, no será fácil, porque ello requerirá de implementar una verdadera democracia, un verdadero gobierno de la mayoría de la población. E implantar esa democracia no es fácil. Ni ha sido po- sible hacerlo hasta ahora plenamente en ningún confín de la Tierra. En la búsqueda de la verdad, tenemos que criticar a todos los sistemas de gobierno establecidos. Ninguno es perfecto, ni puede Introducción ›› 13
  • 16. serlo. Decirlo es quedar mal con todos, con Dios y con el diablo. Y es que a pocos gusta que les nieguen sus privilegios. Sobre todo cuando los consideran merecidos o necesarios. Caminar tras la verdad y querer alcanzarla suele ser una empre- sa utópica. La verdad no existe, dicen algunos. Cada quien tiene la suya, afirman otros. ¿Cuál verdad buscamos?, la de todos. La que se integra, se integrará con el transcurso del tiempo, con el devenir de la historia, con la aportación y el consenso de todos. Nuestro caminar por México nos ha mostrado verdades encon- tradas. La del campesino sin tierra y la del terrateniente, la del jorna- lero y la del patrón, la del empresario y la del obrero, la de la mujer oprimida y la del macho opresor, la del gobernante y la del gobernado, la del observado y la del observador. Todas son verdades y ninguna lo es definitivamente. La verdad no es absoluta. Como no lo es la vida o la muerte. Vivimos porque estamos muriendo. La confronta- ción de aquellos caballeros de edad media que se trenzaron a duelo por considerar cada uno que el otro mentía al decir el color de sus respectivos escudos que tenían uno hacia adentro y otro hacia fuera, es un ejemplo trivial de que la verdad es, en ese sentido, relativa. Alberto Einstein lo demuestra con su famosa teoría al hacernos en- tender que ni siquiera el tiempo es el mismo para todos. Perseguir a la verdad, pero a la verdad colectiva, ha sido mi empeño consciente de los últimos 20 años. He aprendido en este lapso que la mejor manera de conocer es conocer con los demás, colectivamente; ver con mis ojos, pero también con los ojos de los demás, y he aprendido que para hacerlo debo empezar por decir mi verdad sin tapujos, sin inhibiciones de cualquier especie. Si al hacer- lo involucro a otros, como lo hago, quizás ellos entrarán al debate 14 ›› Heberto Castillo
  • 17.
  • 18.
  • 19.
  • 20. Muy jóvenes, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y Heberto Castillo.
  • 21. Mejor la verdad El cascarón del Centro Asturiano (CA) era una obra maestra. Así la sentía yo. Había trabajado duramente en su diseño durante tres meses, Los cálculos habían sido fatigosos, a veces angustiosos. Las nervaduras diagonales eran arcos parabólicos de 66 metros. La es- tructura consistía en dos paraboloides hiperbólicos que se intersec- taban. Las cuatro patas estaban en las esquinas de un rectángulo de 59 por 30 metros. El espesor de la cáscara era de seis centímetros. Parecía una hoja de papel, visto de lejos. Ingenieros y arquitectos del país y extranjeros iban a visitar la obra. Era la más grande cáscara construida hasta la fecha en el mundo. Sería el salón principal del Centro Asturiano de México. El logotipo futuro del club sería un dibujo de la cáscara, visto de perfil. Todo mundo admiraba la obra, allá por Tlalpan. Los constructores habían sido varios. Una empresa colocó los tensores en la cimentación, formando una especie de ring de boxeo. De esos cables de alta resistencia dependía de estabilidad de la estructura. Otra compañía había construido la cáscara. La obra falsa de ésta había sido toda una obra de arte de carpintería. La cimbra › 19 ‹
  • 22. de madera estaba formada por duelas que constituían una super- ficie de las que se llaman regladas, esto es, una superficie curva alabeada que se trenza haciendo desplazar en el espacio una línea recta. Eran dos paraboloides hiperbólicos. Los contratistas expertos en ese tipo de estructuras estaban molestos. No aceptaban que un ingeniero novel empezara a diseñar ese tipo de cubiertas comenzando con las más grandes de todas. Había apuestas pronosticando lo que pasaría al descimbrarlo “se caerá sin remedio”. “Explotará casi instantáneamente”, decía otro. Pero nada pasó al retirar la obra falsa. La estructura quedó ahí, ma- jestuosa, imponente, como una paloma gigantesca en vuelo. El director de la obra era arquitecto. Los constructores ingenieros. Yo, ingeniero calculista. La paga es inversamente proporcional a la responsabilidad profesional. El contratista es el que más gana, el cal- culista el que menos. Siempre así. Era el último año de los cincuenta. Cuando no se sabía el resultado de mis cálculos, todos me atri- buían la responsabilidad de la criatura. Cuando estuvo terminada y pensaron que ya nada ocurriría, los directores de la obra y los arqui- tectos que habían colaborado en el proyecto la hicieron suya. Pasé a ocupar un lugar secundario. Llegó una delegación de arquitectos europeos que subieron e incluso a la cubierta. Escuchaba los elo- gios, marginado. Ni siquiera me presentaron. Se tomaban fotogra- fías, películas. Serían publicadas en las revistas especializadas. De pronto fui avisado de que habían aparecido grietas en una de las cuatro patas de la estructura. Acudí presuroso y entendí el problema. Estaba fallando un tensor. Bajé a la cimentación median- te el registro que se había dejado y observé roto el soporte de concreto de una de las cabezas de los tensores. Alguien había 20 ›› Heberto Castillo
  • 23. cincelado esa parte. Salí a buscar un gato hidráulico para tensar de nuevo el cable. Los contratistas que habían colocado esas piezas se habían llevado la maquinaria. Di instrucciones de que no se usara la estructura y salí presuroso a buscar un gato. Pasé a casa a buscar algunos datos para localizar esa herramienta y allí recibí la noticia. El ala mayor norte, se había caído completamente. Quedaban en pie las otras tres. No hubo lastimados. Era mi ruina. Ganaba en la Facultad de Ingeniería apenas para subsistir dando 32 horas de clases a la semana. Había cobrado 17 mil pesos por el cálculo que compartí entre mis colaboradores. Rehacer la cubierta significaba, de menos, un gasto de 450 mil pesos. Yo ga- naba entonces en la UNAM 2 mil pesos mensuales, tenía cuatro hijos pequeñitos, el mayor de cinco años y el menor de uno. Mi capital lo constituía un Volkswagen a medio pagar y algunos libros. Nada más. Se armó la grande. Todos los apostadores en mi contra querían cobrar. El desprestigio tenía que ser grande. Los directivos del ca exigieron una reunión. Estaban llenos de indignación. Opiné que la cubierta debería ser derruida por com- pleto. Exigí. No podía ser reparada. Yo no tendría confianza. Al- guien propuso ponerle más apoyos. Rechacé la solución. Iba con- tra la estética más que contra la estática. Y hubo la reunión. En una mesa grande nos sentamos todos. Había alrededor de 20 personas en esa sala de juntas. En el mismo terreno donde se construía el cascarón. El salón era inmenso. A mí me sentaron al centro, frente a los directivos. Caruz era el presidente. Empezaron las explicaciones. Habló el director de la obra: —Aunque soy el director y por consiguiente el responsable ante las autoridades del Distrito Federal, ustedes saben que contraté los Mejor la verdad ›› 21
  • 24. servicios de un estructurista, el ingeniero Heberto Castillo, y que en el contrato se hace responsable de la estructura. Quiero manifestar que me consta la profesionalidad, al celo científico con el cual He- berto calculó la estructura y la dedicación que puso en la supervi- sión de la misma. Pero debe estar claro para ustedes que yo no soy el responsable de esta desgracia. —Tocó el turno al constructor: —La capacidad como estructurista de Heberto está fuera de toda duda para nosotros. Ha hecho un trabajo de cálculo cuidadoso. La supervisión fue muy responsable. Varias veces estuvo en la obra 24 horas seguidas. No sabemos lo que habrá fallado. Nosotros hici- mos estrictamente lo que Heberto indicó. Ejecutamos al pie de la letra sus instrucciones. No es nuestra responsabilidad. Lamentamos lo que pasó porque fuimos los constructores, porque sabemos los per- juicios que esto causa al Centro Asturiano y porque estimamos mucho al ingeniero Castillo, que fue nuestro maestro en la escuela. Yo observaba a los directivos del CA. Echaban lumbre por los ojos. Cada palabra de quienes negaban su responsabilidad los encen- día más. Yo reflexionaba. No habían siquiera charlado conmigo antes de la reunión quienes habían sido mis compañeros en la aventura, porque aventura había sido ponerse a calcular y construir esa cáscara. En esos tiempos no había las computadoras electrónicas de ahora y que vuelven casi cosa de juego el diseño de estas estructuras. Re- flexionaba y concluía que la cáscara había fallado porque dependía sólo de dos piezas clave, los tensores que salían de las patas uniéndo- las entre sí. No volvería a hacer una cosa de ese tipo. Eso si podía volver a calcular. Asumir la responsabilidad implicaba volverme escla- vo de los directivos del CA. Era imposible para mí reunir tal cantidad de dinero. Los bancos sólo prestan al que tiene con qué pagar. Mis perte- 22 ›› Heberto Castillo
  • 25. nencias eran nulas. ¿Podría ir a la cárcel? No lo sabía. No había tenido tiempo de consultar con un abogado. Todos llevaban uno, menos yo. El que representaba al CA estaba frente a mí, al lado de Caruz. Por andar en esos pensamientos casi no oí las palabras del responsable de la cimentación, de los tensores, era doctor de ingeniería. Dijo lo mis- mo casi: Ellos sólo habían colocado los tensores que yo había pedido. No tenían responsabilidad. Yo supe un par de horas antes de la reu- nión, por boca del propio trabajador encargado de ajustar los tenso- res, que los había hecho él, sin que le supervisara nadie el trabajo. Encontró, me dijo, inclinada la base de donde debía asentarse la placa de la cabeza de los tensores y con un cincel la había “rebajado” para que quedara bien. Fracturó así el concreto que más necesitaba estar firme. Y el tensor cedió 12 centímetros causando la falla. Pero en mis adentros entendí que la culpa era mía por confiar en otros la supervi- sión de una parte de la estructura que de fallar haría ceder el resto, el total. Estaba triste, muy triste, por la caída del cascarón, pero más por la actitud de todos los que habían participado en la obra. Reconocían mi preparación, mi capacidad, pero nadie se solidarizaba conmigo, para nada. Ninguno de ellos tenía responsabilidad. Seguramente sus abogados les habían aconsejado declarar así. El de Caruz, de vez en cuando me echaba una mirada escrutadora. Cuando terminaron de hablar, Caruz, casi burlón, me dijo: “¿Y qué tiene que explicarnos ahora el eminente ingeniero Castillo? ¿Con qué excusa nos va a salir él?”. —Señores —dije tratando de aparentar la mayor serenidad po- sible— ustedes han escuchado ya muchas razones técnicas, con- tractuales de la manera en que fue hecha esta estructura. Yo tengo poco que decir, aunque podría contarles aquí, por ejemplo, que la Mejor la verdad ›› 23
  • 26. fluencia plástica del hormigón empleado no coincidió con la fluen- cia elástica del acero importado que debe emplearse en los tenso- res y otras tonterías por el estilo. Pero después de escuchar a quie- nes construyeron el cascarón, no tengo otra cosa que decirles que ustedes firmaron un contrato para el cálculo de la estructura con alguien que aspira a ser algo más que ingeniero, que aspira a ser hombre. Estoy a sus órdenes, soy el único responsable de la estruc- tura. Ustedes me dirán cómo debo pagarles. La reacción fue sorprendente, el abogado de Caruz se dirigió a sus representados y les dijo: —Permitan que me retire. Nada tengo que hacer frente a un hombre como el ingeniero Castillo. Sólo decirle que me honra conocerle. Caruz encaró entonces al director de la obra diciéndole: —Debería darle vergüenza estar sentado junto al ingeniero. Otro socio, con acento español inconfundible, propuso: —Este hombre no debe pagar nada, rediez. Propongo que no- sotros rehagamos la estructura, que cada quien aporte lo que pueda. Entre todos, vamos. Los constructores de la superestructura ofrecieron entonces trabajar sin percibir utilidades. Todo mundo empezó a discutir. Yo estaba atónito. Un hombre de edad se me acercó y me dijo: —Yo vine a México a hacer la América, de alpargatas. Pero quiero decirle, ingeniero, que no sé cuánto hubiera dado yo por tener un hijo como usted —alguien más propuso: —Vamos al centro de Puebla para brindar con este hombre. 24 ›› Heberto Castillo
  • 27.
  • 28. A espaldas, del lado derecho de Lázaro Cárdenas del Río, Heberto Castillo.
  • 29. Tierra o papel En 1962, Lázaro Cárdenas iniciaba los trabajos para desarrollar la cuenca del río Balsas y caminamos con él por brechas y caminos de tierra por el estado de Guerrero. Saliendo de Iguala pasamos por Ichcateopan, Arcelia, Tlapehuala, Placeres del Oro y Altamirano (antes Pungarabato). La miseria y desamparo de los habitantes de los ca- seríos por los que pasamos era ostensible. Como Cárdenas era portador de esperanzas, los campesinos se apiñaban a su paso para contarle el abandono, los engaños y des- pojos de que eran víctimas. Un campesino relató una y otra vez su problema hasta que se cansó sin que el general pestañeara siquiera. Le oía y oía tanto como el otro hablaba y hablaba. Que alguien los oyera —dijo a quien pidió explicación por su paciente proceder— les da aliento para seguir adelante y luchar. Siquiera que los oyeran. Cárdenas escuchaba mucho y hablaba poco. Llegamos a Ciudad Altamirano, en donde hacía un calor infer- nal. Un lugareño pudiente nos recibió y nos dio en su casa comida y reposo. Entre tanto, aguardaban campesinos que deseaban plan- tear sus problemas al general. Fuimos con ellos a una escuela en › 27 ‹
  • 30. construcción y después, al caer la tarde, a la orilla del río, bajo una frondosa ceiba, los campesinos dejaron oír sus quejas. Un decreto presidencial les dio tierras y los ingenieros que hicieron el deslinde, coludidos con el terrateniente, se las quitaron. Los campesinos traían, además de su enojo, hambre y miseria, unos papeles que el más viejo sacó de un morral. Los entregó a don Lázaro y éste me pidió que los leyera. Era el decreto presiden- cial dotando la tierra que, de tanto doblarse y desdoblarse, estaba casi destruido. Extendí el amarillento papel y comencé a leerlo a la luz de un quinqué traído por alguien porque había oscurecido. En silencio escucharon hombres y mujeres viejos, muy viejos, jóvenes y niños, éstos semidesnudos, prendidos a las enaguas de sus ma- dres campesinas. Oían y veían. Oían lo que se leía y veían, escudriñaban a Tata Lázaro, el que — ¡al fin!— les daría la tierra. El documento no se prestaba a confusión, pese a estar medio destruido. Los campesi- nos debieron recibir la tierra. Pero el dinero del terrateniente hizo que el deslinde lo favoreciera. A los campesinos tocó un cerro pelón donde, me dijo uno de ellos, las lagartijas al pasar levanta- ban la cola para no quemársela. Los campesinos despojados vivían en la vega del río, donde sembraban sandía dulce, jugosa y fresca. Cuando el agua subía, abandonaban sus chozas y se iban por los caminos a pedir ayuda. Al terminar de leer, miré al general Cárdenas que estaba a mi lado. Creí ver humedad en sus ojos y enojo en su rostro. El decreto era de 1938 y llevaba su firma. Habían pasado 24 años durante los cuales los campesinos conservaron los papeles y el terrateniente las tierras. El campesino más viejo, todo arrugas, todo años, se 28 ›› Heberto Castillo
  • 31. levantó y dijo en tono de reclamo que el terrateniente que les ha- bía quitado sus tierras era el mismo lugareño pudiente que nos había invitado a comer horas antes. En enero de 1976, volvimos a Ciudad Altamirano. Fuimos a hacer asambleas populares en Iguala, Altamirano, Arcelia y Zirándaro. Para viajar usamos autobuses de la línea Flecha Roja, que siempre van repletos. Viajamos como sardinas enlatadas y no pudimos movernos de Iguala a Arcelia, pues el camino era sinuoso y los profundos barran- cos parecían esperar el descuido —frecuente— de choferes somno- lientos y cansados que manejan hasta 18 horas seguidas, choferes que luchan contra el calor sofocante, con las curvas del camino y con el pasaje. “¡Pásele pa’tras!, ¿no ve que estorba?”. Los pasajeros mareados con tanta curva abundan, los vómitos también. Nos tocó viajar amontonados, acalorados y vomitados. El cobrador se enfada con un enfermo: “Me está ensuciando el carro, ¡mejor se baja!”. Hay ruegos, súplicas. Una mujer ofrece remedio: un limón. Otro pregunta si alguien trae pastillas contra el mareo. Al fin, la solución, una bolsa de plástico que guardaba antes un bonito pantalón. Una pasajera por allá se marea también. Apenas oímos: “Nos sea cochina, mire cómo me puso”. Y así seguimos hasta llegar. Tres horas sufriendo codazos, ca- lor, malos olores, empujones y remojones. Al abandonar el camión, otro coraje; pudimos leer en la puerta: “Carro con aire acondiciona- dor y música estereofónica”. Lo único de este servicio es el negocio que hacen sus concesionarios, nos dijo alguien. A donde fuimos formamos comités municipales del PMT. Partici- paron en ellos campesinos, obreros, estudiantes, maestros y pequeños Tierra o papel ›› 29
  • 32. comerciantes. En Zirándaro, al terminar el mitin, encarcelaron a José Hernández Pineda, hermano de Camilo, presidente del comité munici- pal. En la cárcel nos dijeron que es “consigna”. Tuvimos que ir con el presidente municipal para liberarlo. Aunque muchos campesinos participaron en nuestras asambleas, hubo temor a las autoridades locales, a la arbitrariedad con que pro- ceden casi siempre. Los campesinos que estuvieron con Cárdenas en 1962 nos señalaron que siguen luchando por sus tierras después de 36 años. Ahora las tierras son mejores, pues las presas Vicente Guerrero, Amuco y de La Calera las riegan. Las tierras de Arcelia, Altamirano y Zirándaro valen ahora diez veces más y los terratenientes —por supuesto— las pelean con mayor decisión. Los campesinos dicen que no creen ya en la ley ni en el gobierno. Ya no tienen esperanzas, ya murió Cárdenas. Tienen, sí, descontento y hambre, mucha hambre. El secretario de la Reforma Agraria informa que después de Cárdenas se repartió papel en vez de tierra. Que ahora hay 15 millones de hectáreas entregadas sólo en el papel. Dice a la prensa: “Hay amparos interpuestos”. Y los campesinos vienen y dicen con toda justicia: “Tengo 40 años luchando; ¿o qué no vale la firma del presidente?”. Así parece. Expresamos a los campesinos calentenses que la solución a sus problemas no podían venir de arriba, de un mandatario generoso o de un gestor diligente, así sea de la talla de Lázaro Cárdenas. Don Lázaro mismo me dijo cuando le pregunté, en 1962, qué podía hacerse para resolver las injusticias del campo si los problemas que él había resuelto en derecho continuaban de hecho 25 años des- pués de su gestión, si los funcionarios no cumplían en provincia las 30 ›› Heberto Castillo
  • 33.
  • 34.
  • 35. La captura Fui aprehendido con lujo de fuerza, como si mis armas fueran otras que la Constitución. Tratando de escapar salté bardas y alarmé veci- nos inútilmente, para quedar al fin a merced de las armas cortas y lar- gas que desde múltiples vehículos surgieron empuñadas por “celosos guardianes del orden”. Las amenazas de tormento o de muerte ce- saron cuando ellos comprendieron la firmeza de mi decisión. Las armas de que hice acopio durante los meses de mi persecución quedaron en mi último refugio de Coyoacán: la Constitución General de la República Mexicana, sin lomos que destruyó la lluvia que cayó durante las noches que pasé en los pedregales de la Ciudad Univer- sitaria cuando en septiembre la mancilló el ejército; los planes polí- ticos de México, algunos libros sobre la reforma agraria y sobre Emiliano Zapata, y un libro que me gusta leer y releer: El ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Se me informó que dichas armas fueron anexadas a mi expediente como pruebas en mi contra. Más tarde pude conocer los delitos que se me imputan, lo que resultó difícil fue precisar los hechos en que se fundamenta la acu- sación. El agente del Ministerio Público los enumeró. Ellos son: › 33 ‹
  • 36. Haber fundado el Movimiento de Liberación Nacional [MLN] cumpliendo una de las resoluciones de la Conferencia Latinoamericana por la Soberanía Nacional, la emancipación Económica y la Paz, cele- brada en México en 1961. Haber hecho labor de proselitismo desde esa organización sosteniendo una doctrina nacionalista antiimperialista. Haber cometido actos “probablemente delictuosos” al acudir a mu- chas ciudades de la República para dialogar con campesinos, obreros, maestros y estudiantes en cumplimiento de comisiones que me enco- mendaba la dirección del MLN. Haber acudido a la Conferencia Tri- continental y a la Conferencia Latinoamericana de Solidaridad, cele- bradas en Cuba en 1966 y en 1967. Haber hecho dos viajes a la URSS y haber asistido al Congreso Estudiantil, celebrado en Morelia, hechos estos últimos, por desgracia, falsos. Haber escrito artículos, dictado conferencias, tomando parte en mesas redondas, pronunciando dis- cursos y compareciendo ante la TV para apoyar al movimiento estu- diantil exigiendo el respeto a la Constitución. Haber participado en la creación de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior Pro-Libertades Democráticas. Haber dicho, el 27 de agosto en el Zó- calo, que era necesario y urgente que las autoridades “escucharan la voz del pueblo y que la voz del pueblo debía ser acatada”. Haber “señalado como objetivo del Movimiento Estudiantil el hacer respetar la Constitución exigiendo el cumplimiento de dicho documento e in- citando a las masas hasta lograr el triunfo del Movimiento”. Haber pretendido consignar a cuatro altos funcionarios ante el Congreso de la Unión por flagrantes violaciones a la Constitución, haciendo uso de la acción popular que concede el Artículo 111 constitucional. Y apoyándose en estos hechos y otros semejantes, la Procura- duría me acusa de haber cometido 10 delitos: incitación a la rebelión, 34 ›› Heberto Castillo
  • 37. sedición, asociación delictuosa, daños a las vías generales de comu- nicación, daños en propiedad ajena, robo de uso, despojo, acopio de armas, lesiones a agentes de la autoridad y homicidio. Por supuesto que rechacé los cargos y negué terminantemente haber participado en la comisión de esos delitos. Se puede ver con facilidad que los delitos que se me imputan no tienen relación con los hechos que enumeró la Procuraduría y que dieron base para el auto de mi formal prisión. Es importante destacar que mis actividades políticas en el seno del MLN no parecieron delictivas en su tiempo (1961, 1963, 1965, etcétera) y que ahora ya lo son. Resulta entonces que los derechos políticos constitucionales se pueden ejercer siempre y cuando las autoridades en el día y hora que consideren conve- niente, no decidan lo contrario. Si mi actividad política era delic- tuosa y las autoridades la conocían, ¿por qué no me aprehendie- ron entonces? Es de notar que las acusaciones que se me hacen, de mantener relaciones amistosas con ciudadanos de los países socialistas, coin- ciden con el arribo a México del señor Rockefeller, representante de Nixon y de los más grandes intereses monopolistas norteamerica- nos. El señor Rockefeller fue recibido no sólo por los más altos funcionarios del país, sino que sus asesores se reunieron repentina- mente con los jerarcas de la iniciativa privada mexicana y hasta con los llamados representantes de los movimientos obrero y campesi- no del país. Hubo múltiples encuentros en que convivieron mexicanos de las finanzas, la industria y el comercio con Rockefeller y con su séquito. Quedó claro que dialogaban no sólo los buenos amigos de Rockefeller, sino también los socios y los prestanombres de los in- La captura ›› 35
  • 38. tereses monopolistas norteamericanos. Sin embargo, a ninguna auto- ridad pareció conspirativa y sediciosa la actividad de los prósperos hombres que se reunieron con Rockefeller. Quizás a las autoridades preocupen las relaciones de mexicanos como yo con ciudadanos de los países socialistas y no consideran peligrosa las relaciones de otros con los representantes de los gran- des monopolios norteamericanos por razones históricas que yo desconozco. Tal vez, las autoridades conozcan una historia distinta a la que a mí me enseñaron en la escuela. Es probable que ellos piensen que “las innumerables agresiones que México ha sufrido de parte de los países socialistas, lesionando su integridad territorial, su independencia económica y su soberanía, no pueden echarse en saco roto” (aun cuando debo manifestar mi ignorancia y confesar que no tengo conocimiento alguno de semejantes agresiones). Por otro lado, las autoridades que me acusan y me juzgan de- ben pensar que dicha actitud de los países socialistas contrasta con la disposición siempre amistosa y desinteresada de los gobiernos y de los empresarios del país del norte. Buena disposición a la que corresponden tocando fanfarrias, echando la casa por la ventana y llegando al extremo de, al conmemorar el 27 de abril la defensa heroica del puerto de Veracruz en 1914, sólo mencionar a los agre- didos, pero no a los agresores norteamericanos. Por mi desgracia fui a escuelas oficiales, en donde me enseñaron otra versión de la historia. De 1936 a 1941 aprendí en la primaria una historia que ahora parece falsa, insidiosa y bien distinta a la que pro- bablemente estudiaron las autoridades: aprendí con mis maestros y con mis libros que los intereses expansionistas e imperialistas de los gobiernos del norte habrían agredido a México y a los países latinoa- 36 ›› Heberto Castillo
  • 39. mericanos no una, sino muchas veces. Supe que en una de las guerras más injustas de la historia, Estados Unidos nos había despojado de más de la mitad de nuestro territorio. Me contaron también que mi Re- volución había sido difamada por los norteamericanos y que el pre- sidente Madero había sido villanamente asesinado con la complici- dad manifiesta del embajador de Estados Unidos. Conocí de la violación a nuestra soberanía cometida por los “marines” al invadir el puerto de Veracruz. Supe que nos agredían económicamente todos los días y que nos llamaron ladrones cuando el presidente Cárdenas expro- pió el petróleo en 1938, año en que cientos de miles de niños como yo fuimos a entregar emocionados nuestros ahorros escolares para con- tribuir al pago de la deuda petrolera. Esa fue la historia que me enseñaron, y jamás supe de agresiones de la URSS ni más tarde conocí de actos inamistosos de los países socialistas. Aprendí a querer a mi patria y a desear que las riquezas de su suelo fueran para los mexicanos y no para los extranjeros. Me enseñaron también que los obreros y los campesinos son los prin- cipales productores de la riqueza y que tienen derecho a disfrutar de ella y a decidir el destino de sus esfuerzos para crear un México más justo, más digno y más libre. También aprendí que la Constitución General de la República es el resultado de la lucha heroica de nuestros antepasados y que ha- bía costado la vida de más de un millón de mexicanos, la inmensa mayoría humildes hombres del campo, campesinos. Me enseñaron que los mexicanos deberíamos respetar y hacer respetar la Consti- tución; que los universitarios no deberíamos dar la espalda a nues- tros deberes cívicos; que respetar y hacer respetar las leyes no sólo era indeclinable derecho sino ineludible deber. La captura ›› 37
  • 40. Comprendí que el nacionalismo sano es aquel que propaga los va- lores autóctonos y los valores tradicionales sin menosprecio de los que surgieron en otros rincones del mundo, sino que pondera y justiprecia la importancia que para el desarrollo óptimo de la humanidad tiene el internacionalismo y la solidaridad con todos los pueblos de la Tierra que luchan por su independencia. Entendí que pretender un México aislado, eludir el análisis racional de los problemas de nuestro tiempo, evitar el contacto, la comunicación y la discusión con los grupos revo- lucionarios del mundo es no sólo torpe, sino cobarde y vil. Pero resulta ahora que el Ministerio Público y el juez afirman que soy delincuente o que hay base para creerlo porque he actuado como las leyes del país lo permiten y lo exigen. He defendido en la medida de mis posibilidades el derecho de los mexicanos para ejercer irrestrictamente sus derechos constitu- cionales. He luchado con todas mis fuerzas por acabar con la corrupción administrativa que corroe las entrañas de la nación: por eso me solidaricé con los estudiantes. He clamado, angustiado, advirtiendo el peligro evidente de que la penetración económica del imperialismo acabe con nuestra inde- pendencia y nos haga prospectos para que los “marines” y los tanques norteamericanos vengan a cuidar los intereses de Estados Unidos en nuestro suelo: por eso acudí al llamado de patriotas como Lázaro Cárdenas y Heriberto Jara para asistir a la Conferencia Latinoamerica- na por la Soberanía Nacional y la Paz, para cambiar impresiones con hombres y mujeres de toda América. Por ello acudí a las reuniones de los mexicanos que crearon el Movimiento de Liberación Nacional en cumplimiento de uno de los acuerdos de la Conferencia Latinoa- 38 ›› Heberto Castillo
  • 41. mericana, por ello también recorrí el país explicando nuestra tesis nacionalista y antiimperialista que ahora parece “probablemente delic- tuosa” a las autoridades y al juez que me siguen proceso. Qué debo concluir. ¿Que se engañó a mi generación desde la niñez? ¿Que he vivido equivocado? ¡No. Mil veces no! Se me puede calumniar, ya que la represión que sufrimos estu- diantes y maestros no tiene límites, pero quiero afirmar que ante la calumnia infame no tengo para avalar mi palabra que la niega, otra cosa que mi vida entregada al trabajo, al estudio, a la investigación y a la práctica de la solidaridad con mis semejantes. Se me acusa en realidad de buscar que la riqueza sea justamente distribuida entre los mexicanos y no sea usufructuada por extranjeros de oponerme a la penetración creciente de los intereses monopolis- tas norteamericanos. Se me acusa de buscar que México mantenga relaciones amistosas con todos los pueblos del mundo y no sólo con los que convienen a Estados Unidos. Se me acusa de pretender ejer- cer con otros mexicanos la acción popular que consagra el Artículo 111 de la Constitución al consignar ante el Congreso de la Unión a cuatro altos funcionarios que participaron en flagrantes violaciones a la Constitución. Se me acusa de haber ejercido mis derechos cons- titucionales al escribir artículos, dictar conferencias y comparecer ante la TV apoyando a los estudiantes, denunciando las violaciones a nuestra Carta Magna. Se me acusa de incitar al pueblo para que luche porque se cumpla la Constitución. Se me acusa de defender las ga- rantías individuales, los derechos del hombre; se me acusa, en suma, de ser mexicano defensor de la vigencia de la Constitución de 1917. Y yo me declaro culpable. Culpable de no aceptar que nuestra Carta Magna sea letra muerta. Me declaro culpable de mi convicción La captura ›› 39
  • 42. antiimperialista, que no antinorteamericana, pues ese pueblo, como todos los pueblos, merece mi respeto. Me declaro culpable de pro- fesar convicción nacionalista. Me declaro culpable de ser solidario con todos los pueblos que luchan por su independencia respetan- do la forma y los métodos que ellos y sólo ellos decidan emplear para conquistar su libertad. Me declaro culpable de exigir “que la voz del pueblo se escuche, que la voz del pueblo se acate”. ¡Culpable, sí, mil veces culpable! Sufrir prisión por estos motivos y no puede sino constituir un alto honor para mi persona. Estoy consciente que no hay posibilidad de que se imparta justicia, de que quienes me acusan y me juzgan procedan recta- mente. El gobierno ha decidido hacer caer todo su poder sobre mi persona, como lo hacen también con otros mexicanos, estu- diantes y maestros, que luchan por la vigencia de los derechos constitucionales. Por mí, no importa. Comprendo y conozco los riesgos que corre- mos quienes estamos dispuestos a ser libres, a pesar de todo. Rechazo la afirmación de que me convertí en guía, mentor y líder del movimiento estudiantil, no porque pretenda rehuir ninguna responsabilidad, sino porque no es cierto. No se quiere entender que el movimiento luchó, entre otras cosas, por acabar con el cau- dillismo. En esta lucha no hubo caudillos, hubo consignas emana- das de principios en torno de las cuales nos unimos todos: yo, uno más entre cientos de miles. Ello debe quedar claro, pues me daría vergüenza que los estudiantes y el pueblo que les apoyó pudieran pensar que me atribuyo los méritos de los cientos de jóvenes que democráticamente dirigieron el movimiento. 40 ›› Heberto Castillo
  • 43.
  • 44.
  • 45. El principio   MWLW Fue un estallar de cristales, sordo, confuso, inexplicable. Des- pués, el vacío la oscuridad. La noche. Yo caía sin saber cómo ni a dónde. Genaro luchaba en su terruño al lado de los campesinos. En Iguala un día cundió la represión. Hubo muertos y heridos, Genaro fue acusado por un testigo presencial que juraban haber visto cómo la bala que salió de su escuadra iba a dar en el pecho de un agente judicial. Vista de Supermán le decían. Había orden de aprehensión contra Genaro. Por eso andaba fuera de Guerrero, su estado natal. Pero hacía incursiones. Y participaba en el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) coincidiendo, primero, con Alfonso Garzón Santibáñez y Humberto Serrano en la organización campesina. Después, éstos se escondieron, se fueron al PRI. Ramón Danzós, cofundador con Garzón y Serrano de la Central Campesina n.e.: En el presente capítulo, el autor narra dos historias que se entrelazan en una sola. Para mayor comprensión del lector, una de ellas quedó resaltada en recuadros. › 43 ‹
  • 46. Independiente, se quedó en la izquierda, en el Partido Comunista de México (PCM). Genaro permaneció en el MLN y desde ahí organiza- mos algunos mítines en el mero Chilpancingo sin que lo molestaran. Pero no teníamos confianza. Sabíamos de la orden de aprehensión. Una mañana de 1966, charlábamos en las oficinas del MLN en la calle de República de El Salvador. Genaro no veía posibilidades a la lucha abierta, legal. Había sufrido en carne propia la represión y visto cómo el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz reprimía a los obreros y campesi- nos. En toda la República había agresiones sistemáticas en contra de quienes osaban actuar fuera de las organizaciones populares socialis- tas. Era imposible registrar un sindicato nuevo, independiente. Y no había manera de que se atendieran las quejas campesinas hechas desde organizaciones al margen de las oficialistas. Genaro Vázquez Rojas era hijo de campesinos, maestro norma- lista. No olvidó su origen y siempre estuvo en la lucha, como estu- diante o como maestro. Participó activamente en el Frente Cívico Guerrerense y dio la batalla electoral. La represión violenta fue la respuesta. Ahora la espada de la “justicia” pendía sobre su cabeza. Esa mañana me enseñaba documentos relacionados con el caso. Conocía las acusaciones y había acumulado pruebas para de- fenderse. Tenía en su portafolio fotografías de la refriega. Amigos de la prensa se las habían proporcionado. Eran imágenes de esce- nas impresionantes. La muerte y el dolor se retrataba en ellas. En el fondo del portafolio traía una pistola automática. Una Brownie. —Esta es la escuadra de la que dice Supermán que salió la bala que mató al agente. Sus ojos de rayos X la siguieron hasta que dio en el blanco. —Sonrió pícaramente. 44 ›› Heberto Castillo
  • 47. — ¿Alguien lo creerá? —me preguntó. —El juez, seguramente —respondí. Guardó la pistola. Pregunté si le daría tiempo de sacarla en caso de agresión. Sonrió como respuesta. Quería regresar a Guerrero, abiertamente. Le hice ver que era del todo inconveniente. —Había estado allá y nada había pasado —me dijo. —La confianza mató al gato —repuse. —Así es —respondió. Salimos a la calle.   MWLW En derredor todo era oscuro, ningún ruido turbaba el silencio de la noche. Yo caía en el vacío, negro, hondo. ¿Soñaba? ¿Qué había pasado? En fracciones de segundo trataba de recons- truir los hechos. Nada recordaba. ¿Había explotado el avión? Con frecuencia viajaba a Sudamérica, a Lima para dar confe- rencias en la Universidad. Supe, sí, que caía desde el cielo ¿Hacia dónde? ¿Mar o tierra? ¡Caía al vacío, negro, infinito! Como en algunas pesadillas. ¿Era ésta otra? Caía, caía, inexpli- cablemente no sentía miedo. Sólo caía al vacío, negro, negro. Ángel Gutiérrez Peralta tomaba fotografías en el mercado de Coat- zacoalcos. La policía agredía a locatarios. Entretenido en su labor fotográfica no vio cuando los agentes le echaron mano por la es- palda. Sabían que era un buen boxeador. En sus años mozos, profesional. “¡Puta madre!, cuando subía al ring traía los huevos en la garganta, Heberto —me decía— sólo cuando te dan los primeros chingadazos se te va el miedo. ¡Pinche profesión tan cabrona!”. El principio ›› 45
  • 48. La nariz quebrada, aplastada, sus ojos vivos, inquietos, le baila- ban como tal vez él lo hiciera en el ring. Había perdido mucho pelo. Frisaba los 40. Todo vitalidad, entusiasmo. Los deseos de hacer la revolución en México se le atropellaban en la mente ”¿Cómo, He- berto? Hay que entrarle a los chingadazos”, me decía. Ángel era mal hablado. No podía expresarse sin echar picardías. En casa, al principio casi no decía palabra. Apenas si saludaba a Tere. Un día comíamos los tres en casa. Tere nos servía. Opinó que Ángel era muy callado. Él me miró malicioso. —Perdone señora —dijo— y tomándome del hombro, explicó: —Yo quiero mucho a este hijueputa, pero no puedo hablar si no digo maldiciones. ¿Me perdona? Tere explotó en risas. —Claro Ángel, hable como quiera. —Y habló. Los agentes lo golpearon a placer. Le traían ganas desde hacía muchos años. Les había dado mucha guerra. Y cuando nació el MIN, Ángel fue de los primeros en afiliarse. Nos conocimos en Coatzacoalcos, en un mitin organizado por él y los compañeros del MLN. Fui al acto con el doctor Guillermo Montaño, miembro como yo del Comité Nacional. Había entusiasmo y muchos campesinos, Ángel habló sobre la necesidad de luchar por la libertad de los presos políticos. Y como él, hablaron otros. Demetrio Vallejo y Valentín Campa estaban en prisión. Y cientos de ferrocarrileros. Pero los campesinos poco sabían de ellos. Tenían problemas específicos de su clase. Tomé la palabra y expliqué los objetivos del MLN. Su progra- ma económico, en especial el campesino. La necesidad de organizarse para luchar por derogar el amparo agrario, por conquistar la tierra 46 ›› Heberto Castillo
  • 49. para los campesinos. No tenían créditos ni agua ni aperos de la labranza ni asesoría técnica. Había que sumar fuerzas. Dije, después, en privado, a los dirigentes del MLN en Coatzacoal- cos, Ángel entre ellos, que no era una buena táctica hablar primero a los campesinos de los presos políticos. Eso debería venir después. Ellos se sumarían al MLN si encontraban planteamientos que les inte- resan. Discutimos. Les dije que en la cárcel los presos tenían comida. Los campesinos no. Ángel escribió molesto a la dirección del MLN acusándome de no simpatizar con los presos políticos. Había afirmado yo, decía en su carta, que estaban mejor los presos que los campesinos. Resu- maba indignación. Se trató el asunto en la dirección del MLN. Mon- taño y yo explicamos los hechos. Semanas después, Ángel vino a México. Aclaramos paradas. En- tendió mis puntos de vista e hicimos buena amistad, entrañable. Ante los ojos de centenares de marchantes del mercado de Coatzacoalcos, Ángel fue metido a empujones en un automóvil sin placas. Ahí lo amarraron de las manos y las piernas haciéndolo arco hacia atrás. Lo echaron al piso del automóvil y se fueron. Lo llevaron rumbo a Jalapa. Sonó el timbre del teléfono. Era ya de noche. La telefonista preguntó si aceptaba una llamada por cobrar de Coatzacoalcos, de parte de Ángel Gutiérrez, sí, dije. Una voz distinta a la de Ángel me habló: —Soy amigo de don Ángel Gutiérrez. Iba rumbo a Coatzacoal- cos de Veracruz y me bajé en Jáltipa a comer. Pasé junto a un auto- móvil y vi unos pies que asomaban por la ventanilla. Me acerqué y vi a don Ángel en el piso del carro. Me pidió que le llamara por teléfo- El principio ›› 47
  • 50. no a usted y le dijera que lo habían aprehendido y que seguramente lo llevaban a Jalapa. Estaba muy golpeado. El informador no me dio su nombre. Tenía miedo. Le agradecí el aviso. Al otro día, muy temprano, denuncié el caso. Dos abogados amigos nuestros, Armando Castillejos y Guillermo Calderón, hicie- ron la denuncia en Jalapa. Dos semanas después logramos sacarlo. —Me dijeron que te van a joder. Los pinches guaruras nomás me preguntaban por ti. López Arias te trae ganas. Estaban muy sorpren- didos de cómo te habías enterado tan pronto de mi detención. ¡De pendejo les digo que yo te había mandado avisar por mi cuate! Les hice sentir que estamos bien organizados, que tenemos una muy bue- na red de comunicación, fregona. ¡Los tarugos se la creyeron! Pero te van a chingar si no te cuidas. ¡No te rías cabrón! ¡Te van a chingar! Genaro quería hacer un recorrido por el estado de Guerrero. Me había llevado con amigos en Iguala. Las autoridades no se ente- raban de su presencia. Tenía muchos seguidores. Una tarde me presentó a una anciana, toda arrugas. Los ojos le centellaban en la cara verdaderamente delgada. “Mire ingeniero —me dijo Genaro— esta madrecita es valiente como pocas”. Vi que la anciana tenía un brazo baldado, no podía estirarlo, estaba permanentemente flexionado en forma de escuadra, hacien- do un ángulo recto. “Ella estuvo en la refriega —dijo Genaro— y viera usted que buena es disparando”. Miré su brazo derecho y cariñosamente le pregunté: “¿Y con su brazo malo puede disparar?” “¡Pero como no!”, respondió. A continua- ción, enderezó el antebrazo poniéndolo horizontal para mostrarme que así, la mano, contrahecha también, le quedaba a la altura de los inquie- tos ojos. Pegó el codo a la cintura y con el índice me demostró cómo 48 ›› Heberto Castillo
  • 51. accionaba el gatillo. “¿Ve?” —me dijo entusiasta—. Asentí: “Claro, ma- drecita”, le dije usando el cariñoso término que empleaba Genaro. Al salir de las oficinas del MLN en las calles de República de El Salvador, Genaro me confiaba sus intenciones de recorrer el estado para visitar a sus compañeros. Me recordaba alguno de los amigos que en anteriores giras me había presentado. Todos ellos hombres de fiar, me decía. En especial, a diez, les tenía mucha confianza, su cuñado entre ellos. Previendo algún rechazo mío a sus opiniones radicales, me dijo: —El gobierno compra y compra conciencias, ingeniero. Vea usted nada más cuántos intelectuales se han ido del MLN a las filas del PRI. A los que no se venden los margina. Y si muy tercos se ponen, los encarcela o los elimina. Recuerde los casos de Siqueiros y de Filo- meno Mata. A los obreros rebeldes los ponen en la lista negra para que no les den trabajo. A los dirigentes sindicales independientes los man- dan a la cárcel. Y a los campesinos los matan. Desde que mataron a Zapata, la vida de los campesinos no vale nada —asentí. Serían las dos de la tarde. Cruzamos Bolívar. Ahí está una cantina. Alguna vez entra- mos a ella con otro compañero para cambiar impresiones. La miró Genaro, me vio y dijo: “usted no toma otra cosa que refrescos. Si no fuera así nos echábamos una”. “Gracias”, contesté. Nos despedimos. Había muchos transeúntes. Le eché una mirada a su portafolio. Lo apretaba bajo el brazo. Vi que saludó a unos compañeros. De eso al menos les vi traza, pues parecían costeños y se fueron cami- nando juntos. Los perdí en la muchedumbre. Ángel andaba caliente. Quería organizar a los campesinos para luchar en la sierra. Había platicado con Genaro en la cárcel de Iguala. El principio ›› 49
  • 52. —Ahora conozco a dos chaparros muy huevones —me dijo— los dos están en la cárcel. Tú me llevaste con Genaro. Yo te voy a llevar con Vallejo. Está en Santa Marta Acatitla, ¿Vamos? —Vamos— respondí. —El día de visita es el domingo. Voy a pedir dos lugares para éste. —Bueno. —Genaro me dijo que tenías razón. Le preguntaste al salir del MLN en México si pensaba que podría sacar la pistola a tiempo y dijo que sí. —Nomás se rió. —Le contesté: —Pero dice que lo aprehendieron en tus narices y ni cuenta te diste. —Así fue. —Se lo llevaron los judiciales de Guerrero y Genaro ni gestos hizo. Supe que lo habían aprehendido al otro día, por su esposa. —Cómo le iba a avisar, ingeniero. Cuando nos despedimos se me pegaron como lapas y me pusieron dos pistolas en las costillas. Una de cada lado. “Si haces ruido te lleva la chingada cabrón”. Eran tres. Así que caminé derechito. ¿Qué otra cosa hacía? Envíe una protesta a la Procuraduría de la República. Era un secuestro. Viola- ción de la soberanía del Distrito Federal por judiciales de Guerrero. “Nada de eso —me dijeron— lo aprehendieron en Guerrero. Si us- ted dice que no, demuestre lo contrario”. Ahí quedó todo. En un acta de protesta.   MWLW Mi caída al vacío terminó en el agua. Pronto topé con el fondo lodoso, de cabeza. Pude impulsarme hacia arriba. El contacto con el agua templada me revivió, pero no me devolvió la me- 50 ›› Heberto Castillo
  • 53. moria. Seguía sin saber qué pasaba. Busqué ansioso la superfi- cie y, al fin, tras segundos que me parecieron siglos, pude sentir el aire en la cara. Aspiré profundamente y busqué a mi alrede- dor, sus restos. Los salvavidas que dicen que hay debajo de los asientos. Nada. Ni un ruido Ni una voz. Nada. Me ahogaba. Llegamos Ángel y yo a la sala de visitas de la prisión de Santa Marta. Llamaron a Vallejo. Llegó con su uniforme azul, limpio, im- pecable. La cuartelera en la cabeza, ladeada. Los zapatos negros relucientes. Pequeñito. Vivaz. Nos sentamos y tomamos un re- fresco. Escuchó paciente las razones de Ángel que le pedía direccio- nes de compañeros ferrocarrileros de confianza para organizar con ellos comités del MLN. No se pensaba en el partido, sino en un organismo amplio. —No compañeros —dijo impaciente Demetrio— hay que for- mar un partido de masas. Los campesinos luchan por sus tierras, los obreros por sus derechos. No hay organización en un frente. Hay que formar un partido —¡Chaparrito de oro! —clamó Ángel— hay que organizar a los campesinos para luchar por sus tierras y a los obreros por sus dere- chos. El MLN puede ser la alternativa. Desde el partido no se puede hacer. —Hay que formar un partido de masas —sentenció finalmente Vallejo. Se despidió y no nos proporcionó dirección alguna. Le ofreci- mos publicar una segunda edición de su libro Yo acuso. Yo escribiría un prólogo. El anterior era de Siqueiros. Pero éste, nos dijo Vallejo, se había quebrado al salir de prisión, había aceptado el indulto pre- El principio ›› 51
  • 54. sidencial. Vallejo no se llevaba ya con ninguno de los presos políti- cos. Con algunos no se hablaba siquiera. —Vallejo no nos tiene confianza —le dije a Ángel— cree que estamos buscando crear una organización medio clandestina o guerrillera. —Eso deberíamos hacer, cabrón. Te lo he dicho muchas veces. Otra vez razoné con Ángel que si actuando con la ley en la mano los obreros y los campesinos y las amas de casa tenían miedo de incorporarse, más difícil sería hacerlo llamándolos a la lucha ar- mada revolucionaria. —Cuando decidamos eso, Ángel, llamaremos desde la sierra. —¿Cuándo, cabrón? La cárcel de Iguala era un patio grande y un corralón inhóspito, con piso de tierra. Dormían hacinados ahí más de 100 presos. Para entrar como visita hay que hacerlo a gatas, pues la puerta es baja y primero entra uno a una especie de jaula. La ficha para iden- tificarse a la salida es un tarjetón donde pone uno su nombre y sus huellas en tinta verde. También se marca el brazo del visitante con el mismo sello. La sala de visitas es una pequeña enramada donde una mujer hace tortillas, huevos fritos, carne asada. Eso los domingos y jueves, días de visita. Genaro estudia en la cárcel, me pide libros de historia, de teoría revolucionaria. Mis informes se vuelven rutinarios. Nuestro amigo Lázaro Cárdenas no puede hacer mayor cosa. —Por la buena no hay esperanzas, ingeniero. Los abogados ha- cen lo que pueden, pero nada pueden. No hay más que esos tres soldados allá arriba, —me dice Genaro, señalándolos con la vista penetrante de sus oscuros ojos. 52 ›› Heberto Castillo
  • 55. La barda de unos seis metros de altura remata en dos casetas de vigilancia. Veo, en efecto, tres soldados con el rifle terciado al hombro. —¿No hay más? —pregunto. —A veces. No siempre. A un lado está la calle. Al otro, el cine. No es difícil escalarlo. Los sábados y domingos hay mucha gente. Se pue- de escapar entonces. Hay mucha gente y no dispararían sobre ella. A Genaro lo quieren matar. Han llegado presos con instruccio- nes de hacerlo. Pero la mayoría lo protege. Todo mundo lo estima. Le han compuesto corridos en la cárcel. Escucho algunos. —Si me salgo me voy para el monte. No hay otra. Por la buena nada se puede hacer ya; entiéndalo, ingeniero. —Este chaparro sí se sale a la brava. Hablé con él. Me dijo Ge- naro que fuiste a visitarlo y te contó su plan. Te vio escéptico. El dice que aunque la barda está alta él podrá hacerlo. —Me contó que lo ayudas en lo que puedes, pagando los gastos de los abogados, la impresión de algunos volantes y carte- les, para los gastos de algunas reuniones de sus compañeros en Guerrero. —Así es —le dije— pero el MLN no crece en Guerrero. Siento que organizan una agrupación filial del MLN, pero no siguiendo los lineamientos del MLN. Eso ha ocurrido en otros estados del país. Por eso nos lanzamos y vamos de más a menos. —Hay que cambiar de táctica —me dice Ángel. —Todo lo que sea necesario. Pero tenemos principios, Ángel. Entiéndelo. —Son los mismos principios, cabrón. No le saques a los chin- gadazos. El principio ›› 53
  • 56. —Eso es provocación, Ángel. —Hay que ayudarlo más de todas maneras. Necesita dinero. Lo que de vez en cuando le das no le alcanza. Le ofrecí conseguirle 50 mil pesos. Que tú ayudarías. —¿Cómo? ¿De dónde saco yo esa cantidad? —La mueblería puede responder, Heberto. Pedimos al banco y luego conseguimos con los amigos. Le invento a mi vieja que te presté dinero porque andabas apurado. Firmas una letra por 50 mil pesos a mi favor. Yo la descuento en el banco. —Bueno. Ángel era dueño de una mueblería próspera. Su esposa le ayu- daba a administrarla.   MWLW  Todo alrededor era negro. El agua fresca. Recordé que un día en el río Balsas, el general Lázaro Cárdenas se dio cuenta de que yo no sabía nadar. “Todos podemos flotar. Sólo mueve las manos así”, dijo, haciendo con las suyas movimientos circula- res horizontales. ”Mueve los pies y avanza braceando”. Traté de zafarme los zapatos, pues había leído que hay que hacerlo para flotar mejor. En el intento me hundí. Desistí de quitármelos. Empecé a mover las manos haciendo círculos horizontales. Floté. Vertical casi. ¿Habría algún otro sobrevi- viente? Grité con todas mis fuerzas a la noche oscura, sin luna, sin estrellas, negra, negra: —¿Hay alguien por aquí? —Me contestaron: —¡Acá, nade para acá! —A lo lejos distinguí una luz. —¿Dónde estoy? —Pregunté angustiado. 54 ›› Heberto Castillo
  • 57. —¡En el ejido Francisco Villa! —Respondió la voz. —¿Dónde? En Tabasco y Yucatán Ángel tenía amigos. Decidimos hacer el re- corrido en busca de dinero. Fuimos primero a Veracruz. Ahí se nos agregó Daniel Cabrera, sobrino de Ángel, de 18 años. En nuestro recorrido algunos amigos ofrecieron ayuda. En Veracruz, Alvarado y San Andrés Tuxtla, también. Estábamos optimistas. Ángel había ob- tenido el dinero en el banco. Ahora yo debía 50 mil pesos, que eran muchos. Suficientes para comprar un automóvil grande, nuevo. “No te apures”, me decía Ángel. “Si no conseguimos el dinero yo pago. Le diré a mi vieja que no has podido juntarlos. Lo arreglo de alguna manera”, insistía en eso cada que me veía preocupado. Genaro recibió el dinero pero no volvió a comunicarme plan alguno. No deseaba involucrarnos. Me parecía suicida su empeño en saltar la barda. Yo seguía viendo frecuentemente a sus hombres de confianza, que nada me decían. Sólo que la organización avan- zaba. La Asociación Cívica. Llegamos a Minatitlán, en donde di una charla a ingenieros pe- troleros. Estaban interesados en el MLN, pero Ángel no había podi- do incorporarlos. Sabíamos de la explotación que sufrían los trabaja- dores eventuales y las enormes cuotas que debían cubrir para obtener una plaza. El sindicato era una mafia. Se sostenía y crecía porque la represión estaba a la orden del día. De todas las formas: aislamiento, despido, agresión, cárcel. Raúl Solezzi tomó vivo interés en el MLN. Era ingeniero y aca- baba de participar en una lucha electoral. Había sido candidato a la presidencia municipal por un frente independiente en el que había El principio ›› 55
  • 58. intervenido entusiasta Ángel. Fueron derrotados, pero conquista- ron gran simpatía en la población. Los caciques de la región los te- nían en la mira. Para Raúl la vida se complicaba cada vez más por- que vivía de hacer trabajos a Pemex. Y el sindicato lo hostilizaba de todas maneras. En especial por su participación en las elecciones. Sus discursos habían sido fuertes, condenando a los caciques y al gobierno de López Arias, el Bocachula, como le decían. Raúl nos invitó a su casa, pues tenía la intención de incorporarse a la gira por Yucatán, primero, y a Chiapas, después. Tenía una her- mosa familia solidaria con su lucha. Quería consultarlo con ella. Tras la cena, charlamos. Su esposa Aída y sus hijos coincidieron en que si Raúl lo decidía debería incorporarse al grupo. El MLN podría ser la organización del futuro en México. La que hiciera la revolución. La señora Solezzi nos despidió amablemente deseándonos buen éxito en nuestra empresa. “Han conquistado ustedes un gran compañero —me dijo— Raúl es un hombre de una sola pieza”. Al día siguiente, muy temprano, salimos rumbo a Villahermosa. Ahí había más amigos. Ocupábamos el Volskwagen cuatro com- pañeros: Ángel, Raúl, Daniel y yo. El hijo mayor de Ángel, del mis- mo nombre, se quedó en el puerto. Y aunque ardía en deseos de acompañarnos, tenía que atender algunos problemas de la mue- blería de su padre.   MWLW  La voz en la oscuridad me guiaba. Y también la luz que se movía de un lado a otro. Nada para acá, repetía. Para mí la distancia era enorme. Yo no sabía nadar, apenas podía cruzar una alberca por lo angosto, diez metros. Y aquí había muchos 56 ›› Heberto Castillo
  • 59. metros. No sé cuántos. Traté de no ponerme nervioso. “Ahora es cuando necesitas calma”, me dije. Y busqué avanzar hacia la luz. Algo tibio, espeso, me corría por la cara. Sangre, pensé. Sin embargo, nada me dolía. Avanzaba hacia la luz. Y la voz amiga me alentaba. “¡Nade, nade, falta poco!”. “Si te pones nervioso, pensé, te ahogas”, Heberto, ¡calma! Genaro organizaba desde la cárcel. Sus compañeros de mayor con- fianza trabajaban en la capital y se conectaban por todos lados. Fi- liberto, Roque, Antonio, Isaías, Pedro, Toño, pudieron comunicarse con amigos mutuos en la frontera de Estados Unidos. Supe que habían adquirido armas. Pero nada me decían. Sólo expresaban que todo iba bien. Había descartado la posibilidad de que Genaro saliera de prisión por la buena. Los abogados, sin embargo, trabajan y me tenían al tanto de sus esfuerzos. Y yo les proporcionaba recur- sos. Escasos, pero constantes. Aún tenía esperanzas de sacar a Ge- naro antes de que decidiera escapar. No me sentía con derecho de pedirle que esperara. Él trataba de no involucrarme. Así entendí la falta de confianza para informarme de lo que hacían. En Villahermosa di una charla en la Universidad, en la Escuela de Ingeniería. La prensa era tan dependiente del gobierno que sólo bo- letines oficiales publicaba, y reseñas de bodas, bautismos y defuncio- nes. Pero la Voz del Soconusco recogía verdades. Y circulaba en Ta- basco. Javier Zea Salas publicaba otro periódico de combate y sorteaba la represión. También en sus páginas aparecieron nuestras opiniones. “Miembros del MLN recorren el sureste buscando recur- sos y afiliados”, decían. “La tierra para los campesinos, el viejo anhelo de Zapata, es bandera de esta organización”, señalaban. Algunos pro- El principio ›› 57
  • 60. fesores y alumnos de la Universidad Benito Juárez de Tabasco plati- caron con nosotros. Más que desear incorporarse les intrigaba que yo anduviera en esas tareas pudiendo dedicarme a explotar la tridilosa, que ya se usaba en algunas obras importantes. El puente sobre la presa Morelos en la desembocadura del río Balsas estaba terminado, y se había hecho con tridilosa, gracias a la decisión del general Lázaro Cárdenas. Era el primero que se construía con esa técnica. ¿Por qué andaba en esas correrías? ¿Estaba amargado? ¿Resentido? Les extra- ñó, como a muchos, que mi contestación fuera que luchaba contra los opresores del pueblo mexicano porque amaba a mis semejantes, a mis hermanos, no por odio a los opresores. “Amar —les decía— es más fuerte, más vigoroso más revolucionario, que odiar. Algunos lu- chan contra el gobierno y concentran su odio en él por amor al po- der. Quien lucha por amor al pueblo rechaza la injusticia porque ésta perjudica a la mayoría, no sólo porque beneficia a los menos”. Nada conseguimos de los universitarios. Sólo simpatía. Y nece- sitábamos dinero. Dinero. La fotografía en el periódico de Zea Salas retrataba a los viajeros y los simpatizantes. El pie expresaba la ad- miración por quienes pudiendo dedicarse a hacerse ricos, camina- ban por el país sumando fuerzas para hacer una revolución que acabaría con los ricos. Esa misma foto sería publicada dando a co- nocer la muerte de los viajeros.   MWLW  Tere recibió la noticia por la noche. —Señora habla la secretaría del señor Gutiérrez. Hubo un ac- cidente. Todos murieron. Vaya por el cadáver de su esposo a Campeche. —¿Allá los llevaron? 58 ›› Heberto Castillo
  • 61. —Sí señora, todos murieron. Tere colgó y prorrumpió en sollozos. Los niños a su lado, también. Al verlos llorar entendió que era necesario serenarse. Lo hizo y calmó a sus hijos. Les dijo que horas antes, un des- conocido había hablado desde Escárcega para informarle que su esposo estaba a salvo: “Le habla el Campechanito. Así me conocen por acá. Sí, señora, el Campechanito”. Había esperanzas. Los cuatro niños, Heberto, Javier, Héc- tor y Laura, el mayor de 13 años, lo entendieron, Héctor cum- plía 11 años al día siguiente. Tere fue a ver a Armando Castillejos. —Ya sabes que a los familiares le dicen siempre que el accidentado sólo está herido —le advirtió— vete conformando. Yo te acompaño a Campeche. Esperamos que esté vivo. Pero no te hagas ilusiones. —Detuvieron a dos compañeros que pasaban armas en la fron- tera, me dijeron los compañeros de Genaro. —¿Qué hicieron ustedes? —pregunté— nada —respondieron—. Ellos dijeron contrabandeaban para ganar dinero. Dieron mordida y todo arreglado. Ahora hasta algu- nos aduaneros cooperan. Pregunté si las armas eran para lograr la fuga de Genaro, pero nada contestaron. Ante mi insistencia dijeron: —Si la va haber, sabe sólo Genaro. Nadie más. Me explicaron que las armas las adquirían fuera porque aquí se denunciaban. No estaban organizando ningún grupo armado. —Sabe usted —me decían— que en nuestro terruño el que anda desarmado está a merced de todos. El principio ›› 59
  • 62. —No se preocupe ingeniero. Estamos con el MLN también. Necesitaban dinero, como siempre. Cooperé con alguna pe- queña cantidad. Genaro, formal, ordenado siempre, me envió un recibo agradeciendo la ayuda económica que daba para su familia. Entendí que lo hacía para dejar constancia de que yo no participaba en sus planes, aunque lo sospechaba. Conservé el mensaje. Me po- dría servir después. Nadie sabe lo que vendrá, me dije.   MWLW  Desfalleciendo casi, alcancé la orilla. El campesino estaba a pocos metros de mí. Tenía un quinqué en la mano. —Espere ahí —me dijo— la orilla es pantanosa y se puede hundir. Voy por una tabla para sacarlo. No tardo. —Y se fue corriendo. ¡Me quedé en la orilla! Me dije “no podré más”. Pero reflexioné: pudiste nadar, flotar bien, con todo y zapatos. ¡Sigue flotando! Al fin, apareció mi amigo con una tabla. Me acerqué entonces. No había lodo sino hasta la mera orilla. El campesino se metió un poco y me tendió la tabla. Me arrastró. Y toqué tierra firme. —¿Con quienes venía? —preguntó—. No sé, no sé, ¿Qué pasó? —Todos murieron —me dijo. ¿Con quiénes venía? Pensé angustiado. ¿Con quiénes? Temprano, salimos de Villahermosa. Había que visitar a un amigo de Ángel que vendía muebles tropicales. Era simpatizante y posible- mente ayudará económicamente. Vio algunos de sus proveedores, yucatecos nacionalistas, con posibilidades económicas. Nada en fir- 60 ›› Heberto Castillo
  • 63. me conseguimos. Comiendo en una fonda yucateca hicimos balance. Hasta ese momento Ángel estaba condenado a pagar la mayor parte del dinero entregado a Genaro. “No le hace —decía riéndose— sé ganar dinero. Vengo de abajo. No se apuren”. Raúl hablaba poco. Observaba. Inteligente, se preguntaba de qué viviría si se oponía abiertamente contra el sistema. Ángel sugería: —Te pones a hacer tridilosas, ¿verdad Heberto? Él gana dinero construyendo y Heberto y yo nos partimos la madre contra el gobierno. Mi vieja a lo mejor no jala y quiere la mueblería. Pero mi’jo Ángel pue- de ayudar en la administración. Aunque el cabrón está chiquito todavía. Ni tanto, —reflexionó mirando a Daniel— ¿Tu tienes…?. —Daniel interrumpió. —Mañana cumplo 18 años, tío”. —¡Pinche cabrón! Ya estoy viejo. Heberto, mi’jo Ángel anda en los 20. ¡Pa’su puta madre!”. Expliqué a Raúl cómo trabajaba el MLN e hice un poco de bro- ma de lo acelerado de Ángel. Salimos de Mérida ya tarde. Un último contacto nos entretuvo. “Cabrón, culero. Te he de convencer. Y a ti Raúl. La lucha armada es el camino”, decía a Ángel. La idea era llegar a Villahermosa de un tirón. Había que tomar una avioneta en esa ciudad para ir a Tapa- chula en donde nos esperaba Ovidio de la Rosa. —Ya está avisado Ovidio. Nos espera en el aeropuerto antes de las 12. Las avionetas sólo vuelan de mañana. Acuérdate cabrón —me decía. Terco en hacer el recorrido en una sola etapa. Viajaríamos casi toda la noche. Podíamos manejar Raúl, Ángel y yo. —Así no se hace pesado —señaló Raúl. Tomé el volante en Mérida. A la hora de camino, un tráiler inva- dió mi carril y se nos vino encima. No pude hacer otra cosa que El principio ›› 61
  • 64. salirme de la carretera. Logré controlar el Volkswagen y quedar pa- rado fuera de la pista asfaltada. El chofer del tráiler ni se detuvo. —Eso fue adrede, les dije a mis compañeros. Ese hijueputa no iba dormido. Se me echó encima. —Pinche Heberto, no veas moros con tranchetes, cabrón. Si estuviéramos en Veracruz te lo creería. Pero esto es Campeche. El Bocachula no tiene influencias acá. —Yo iba durmiendo —reflexionó Raúl— no vi qué pasó. Sólo que dábamos brincos. Miré alrededor. La carretera estaba medio metro arriba del piso donde quedamos. Era un largo trayecto. El camino apenas levanta- ba del nivel medio; por eso pude controlar el auto; no había un ár- bol cerca de la carretera, puro pastizal. Proseguimos el camino. Yo iba preocupado. “El tráiler se me echó encima adrede. ¡Carajo!”. El puente había quedado bien, yo, mal. Nunca fui buen cons- tructor. Siempre perdía. Sabía diseñar las estructuras, pero no ac- tuar como contratista. Y el puente sobre el vertedor de la presa había tenido que construirse personalmente. Contratar obreros, tener residente. Odio tener empleados. Pocas veces en la vida los he tenido. Perdí en el puente de tridilosa, pero gané una enorme satisfacción. A media construcción, me fui a la conferencia en La Habana para formar la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas), a mediados de 1967. Me fui preocupado, aunque al frente de la obra estaba Manolo Yeffal. Pero creo que la política está por encima de todo. Yo propuse la creación de la Olas. Con Salvador Allende y con Cheddi Jagan. No podía salir ahora con que no voy. Y me fui. Nada pasó. El puente trabajó a pesar de la casi unánime condena a su 62 ›› Heberto Castillo
  • 65. estructura. “Esa araña se va a caer. ¿Cómo se construye un puente para ferrocarril y para carretera con una estructura que nadie conoce, que nunca se ha usado. Son las locuras de Heberto. ¡Cómo le fue a confiar el general! ¡Y Cuauhtémoc que tan bien lo conoce! Es un buen teórico, matemático, pero, ¿puentero? ¡No, hombre!” Todos estaban en contra menos el general y Cuauhtémoc, residente de las obras de la presa La Villita. A la postre, el puente quedó bien. Muy bien. El primero en el mundo con tridilosa. Y en la ciudad Lázaro Cárdenas. —Mire maestro, véndame la patente de la tridilosa. Usted no puede dedicarse a construir ni a calcular. Cada vez más emboletado en la polaca. Le pagamos una regalía y se dedica a organizar a los campesinos y a los obreros, como quiere. Pero Tere y los niños tendrán lo suficiente para vivir. Ellos deben poder ir a la escuela. Era Manolo Yeffal quien así hablaba. Fue mi alumno. Era mi amigo. Había dirigido la construcción del puente. Supo en carne propia las consecuencias de mi militancia política. Por meterme al MLN hube de cerrar mi despacho y vender hasta mi escritorio y mi regla de cálculo para salir del apuro. Me contrataron para calcular los cascarones de las puertas de entrada en la frontera con Esta- dos Unidos y los de un centro comercial en Veracruz. Y no me pagaron un centavo después de un año de trabajo. En la Secretaría del Patrimonio Nacional me dijeron, después de terminar el pro- yecto, que no había partida. “Sólo la partida de madre que me pusieron”, les dije. Manolo sabía del asunto, porque entonces tra- bajó conmigo. El tenía ahora una empresa próspera. Como casi todos mis exalumnos. Los había enseñado a ser buenos contratistas. Yo, que no sabía serlo. El principio ›› 63
  • 66. En América proliferaba la guerrilla. Ernesto “Che” Guevara recorría alguna sierra de algún lado organizando la lucha armada revolucio- naria. Se decía que en el corazón de América del Sur. En verdad nada se sabía con precisión. Luis Augusto Turcios moría en Guatema- la luchando en la guerrilla. Camilo Torres en Colombia. La revolu- ción en la revolución, de Regis Debray, era el libro de cabecera de muchos revolucionarios. Genaro estaba convencido, y buscaba escapar de la prisión para remontarse a la sierra. La de Guerrero. Tierra brava. Como la más. Aunque no me lo decía.   MWLW  A la luz del quinqué pregunté a mi salvador quitándome del rostro cuajarones de sangre: —¿Tengo este ojo? —Sí, todavía se le ve. Está muy herido, señor. Venga a mi casa. ¡Levántese! Sentado en la orilla de la laguna, angustiado, me preguntaba ¿quiénes venían conmigo? ¿Tere, mis hijos? ¿Todos murieron? —¡Dónde están los muertos?, pregunté. —Debajo de la laguna. No se ve nada. Sólo un caballo muerto en la carretera. ¿En qué venía, en camioneta, en auto- móvil?. —No sé. No recuerdo nada. ¿Qué me había pasado? ¿Por qué no recordaba? Había per- dido la memoria. Pedí alcohol para echarme en la herida. Por más que hacía esfuerzos no recordaba qué hacía allí, por qué había ido a ese ejido Francisco Villa, a dónde iba, de dónde venía. Al llegar a Campeche eran más de las doce de la noche. Yo seguía terqueando acerca de la mala intención del chofer del tráiler. Ya había 64 ›› Heberto Castillo
  • 67. tejido una historia bajo la hipótesis de que las conferencias en Coat- zacoalcos, Minatitlán y Villahermosa habían alertado a López Arias de que andábamos por ahí, dando guerra. Era probable que se hubiera contratado a un chofer para que nos pegara. Sabían de nuestro recorrido. Yo estaba acostumbrado a ser vigilado en México. Mis te- léfonos estaban intervenidos. Echeverría había echo gala de ello algu- na ocasión en que los visitamos en gobernación para exigir la libertad de un compañero del MLN, arbitrariamente detenido. “Usted tuvo una reunión en su casa con Fulano, Zutano y Mengano. Oímos todo lo que discutieron, ingeniero, A su edad no se vale ser imperialista ni guadalupano. Esto está bien a los 20, no a los 35”. Hay teléfonos, les decía a mis compañeros, que perciben lo que uno habla a unos metros de distancia sin estar descolgados, Saben de nuestro recorrido. Entiéndalo. No me creyeron. En especial Án- gel que me dijo: “¿Qué te pasa, cabrón, te me estás rajando?”. Acepté la provocación. Seguimos el viaje. Logré, sí, que Ángel no festejara a su sobrino por los 18 años en un bar de Campeche. Ce- namos cualquier cosa y continuamos el viaje. Ángel manejaba. Rápi- do y bien. Tenía gran experiencia. En Escárcega cargamos gasolina. Estábamos fatigados. “Cuando lleguemos a Villahermosa descansa- mos un rato. Ahora me siento bien”, decía Ángel. Yo iba en el asiento delantero derecho y le pedí a Raúl Solezzi me dejara el lugar de atrás, para ver si podía dormir un poco. “Re- solvámoslo democráticamente —respondió— yo estoy cansado también y quiero dormir. Después tendré que relevar a Ángel. Eche- mos un volado”. La suerte decidió. Raúl ganó. Me quedé adelante. Eran ya las dos de la mañana del 27 de octubre. Daniel dormía en el asiento trasero detrás del volante. Seguimos. El principio ›› 65
  • 68. En la Conferencia Tricontinental participaron organizaciones revolucionarias de tres continentes: Asía, África y América Latina. Desde la delegación mexicana, que yo presidía, buscamos contac- tos con todos los grupos. En cada delegación venían representados varios partidos y organizaciones revolucionarias, en la mayoría los partidos comunistas. La delegación chilena fue presidida por Salva- dor Allende, del Partido Socialista. Hicimos buenas migas. Habla- mos con la mayor parte de los delegados que pertenecían a orga- nizaciones no comunistas. Eran revolucionarios en verdad casi todos. Había una corriente importante que entendía que los pue- blos subdesarrollados han sido penetrados por la ideología domi- nante y rechazan los clichés tradicionales del movimiento comunis- ta internacional. Los partidos comunistas rechazaron furiosos todo intento de cambiar el lenguaje. De usar la teoría en vez de recitarla. Se lanzaron en contra nuestra. Pero logramos ganar la batalla en cuanto a la designación de representantes permanentes. Por eso éramos anticomunistas, agentes de la cia. Al terminar la conferen- cia, Fidel Castro nos invitó a los delegados latinoamericanos a dia- logar. En una posición absurda, la mayoría de las delegaciones comunistas se oponían a una propuesta hecha por Salvador Allende, Cheddi Jagan y yo para constituir la Organización Latinoamericana de Solidaridad (Olas). No hacía falta, decía la mayoría. Bastaba con la Tricontinental. Dijimos que teníamos que unirnos más en América, conocernos mejor. En Argentina y Uruguay sabían más de la vida coti- diana de Francia que de nosotros. La organización debería estar abierta a todos los grupos que quisieran luchar contra la domina- ción imperialista y hacer que los medios e instrumentos de producción fueran de propiedad social. Y el poder político. También, sí. Fue 66 ›› Heberto Castillo
  • 69. una sesión de diez horas. Todos nos atacaron. En especial los co- munistas argentinos. Los más conservadores de todos. Salvador Allende defendió brillantemente la idea. Sufría de animadversión porque se le criticaba no haber sacado a la población de Chile en protesta por la ruptura de relaciones con Cuba hecha por el go- bierno demócrata-cristiano. Ya había sido dos veces candidato a la presidencia de Chile de los partidos Comunistas y Socialista. Su intervención fue decisiva. En mi discurso precisé que no aceptaba que los chinos, los soviéticos o los cubanos supieran más de los problemas de México que nosotros. Cada organización nacional debería conducir la revolución en sus patrias. El marxismo no debía ser una religión como muchos asistentes la consideraban. No tenía- mos a los calificativos que nos pudieran. Más temor teníamos se- guir a ciegas las consignas de revolucionarios de otras naciones que apenas si conocían nuestra realidad económica, política y so- cial. Fidel Castro intervino otra vez al final de la sesión. Él había abierto el debate mostrando preocupación por los rumores que le habían llegado de una cierta posición anticomunista. Pero ahora, dijo, entendía que no había tal. Que se trataba de una sana discu- sión de ideas fundamentales. Y propuso cambios. Y también apoyó la formación de la Olas. Habría que realizar una conferencia para lograrla. Y restableció la armonía. Al salir del salón me tomó del hombro y me dijo: “Me convenciste, rubio”.   MWLW  Tere estaba desconcertada. Primero le habían hablado dicién- dole que aunque habíamos sufrido un accidente, yo estaba bien. ¿Quién fue el que habló? Después, la secretaría de Ángel El principio ›› 67
  • 70. Gutiérrez le había llamado para decirle que no había sobrevi- vientes. “Todos murieron”, escuchó. Armando compró los boletos para viajar en avión a Mérida. Ahí estaba una familia tabasqueña amiga. Conseguirían un automóvil para ir a Campeche. Tere dijo a sus hijos que iba a verme. Los niños sabían que iba a recoger mi cadáver. Pero simularon creer que su papá vivía. Y Tere salió con Armando rumbo a Mérida. De pronto recordé. Ángel, Raúl, Daniel. ¿Dónde estaban? El campesino trajo alcohol y me llevó a su choza. —Venían conmigo tres compañeros, en un Volkswagen. ¿Dónde están? —Bajo el agua señor. Creímos que era un coche grande. Se oyó mucho ruido. El caballo muerto está ahí —dijo seña- lando hacia la carretera—. Del automóvil no se ve nada. Todo está quieto. Todos murieron. Me ayudó a quitarme la ropa. Me prestó una suya. Me quedaba chica, pero estaba seca y me cubría. Me recosté en su cama, de carrizo, con una estera encima, como colchón. Encima una sábana limpia. Sangraba mucho. El alcohol que me echaba en la cara ni siquiera me ardía. Tenía la cara des- trozada. La mano izquierda cortada. ¿Cómo habría salido del automóvil? Ninguna otra herida descubrí en mi cuerpo. Perdí los anteojos. La compañera del campesino —nunca supe su nombre— daba razones afuera de la choza a los pobladores del ejido que habían salido a preguntar. “¡Se está muriendo!”, de- cía impresionada por lo abundante de la hemorragia que man- chaba su cama. “¡No me estoy muriendo!”, recuerdo que gritaba yo infantilmente, como si el decirlo impidiera mi muerte. Mi 68 ›› Heberto Castillo
  • 71. salvador me vació el resto del alcohol en el rostro. Sentí un poco de ardor. Y me dio gusto. La pequeña comunidad pre- guntaba por el herido. Toda la noche hubo actividad en el poblado. El lecho que me prestaron quedó tinto en sangre. La atención de aquel matrimonio fue generosa y desinteresada. Amanecí cuando asomó al cuarto un viajero. “Soy el Cam- pechanito, señor. Pasé por aquí y supe del accidente. ¿Le puedo servir en algo? Voy a Campeche, donde vivo”. Pregunté al campesino por mi ropa. Ahí traía dinero. Pronto la dio. Había sacado la cartera, una pluma fuente, mi agenda y las había envuelto en un paliacate. También me en- tregó el reloj, de oro macizo. Se había parado a las 2 horas con 23 minutos. Se lo di cuando las heridas de la mano iz- quierda me molestaron. Saqué de la cartera un billete de 100 pesos y pedí al Campechanito que hablara por teléfono a mi esposa. “Dígale sólo que tuve un accidente, pero que estoy vivo, que estoy bien. Por favor”. Salió presto el viajero. Y llegó la policía. Reloj de oro macizo. Recordé a José María, mi alumno en estructuras hiperestáticas en la Facultad de Ingeniería. Mucha- cho acomodado, estudioso. Le dirigí su tesis profesional. Cuando terminó de hacerla después de grandes trabajos, me fue a ver. Me entregó una copia de los originales. “Voy a man- darla a imprimir, maestro. Aprovecho el tiempo de impresión para descansar. Me voy a Acapulco. ¿Se le ofrece algo?” “Que se divierta”, le dije. Días después tocó a la puerta de mi casa un hombre maduro. El principio ›› 69
  • 72. —Soy el padre de José María —se presentó cuando le abrí. Lo pasé. —¿Qué dice José María? ¿Ya está impresa la tesis? —La tesis sí, maestro. José María murió. Iba rumbo a Aca- pulco, en el asiento trasero del automóvil. Hubo una poncha- dura. Salieron de la carretera, sin mayores problemas. Pero José María estaba reclinado en el asiento, aparentemente dor- mido. Se desnucó. Gran entereza del padre. El relato fue así, Pero en sus ojos aprecié inmenso dolor. —Le traigo una tesis, no pudo recibirse. Pero aquí está la prueba de su dedicación. —Le puse una líneas en el ejemplar que el padre conser- varía. Sacó entonces de la bolsa un estuche. —Ingeniero, José María lo estimaba mucho. Nosotros en casa también. Con motivo de su recepción yo le había com- prado un reloj. Éste —dijo mostrándome el estuche abierto, hermoso reloj. —¡Qué pena, dije, que José María no lo haya recibido! —En casa hemos decidido que usted es quien debe te- nerlo. Tiene inscrito atrás el nombre de mi hijo y la fecha en que sería la recepción. ¿Lo acepta? Lo tomé. Ángel iba contento. —Este tramo es muy fácil. Hay que tener cuidado sólo de no meterle mucho al acelerador. Verás que llegamos bien a Villahermosa para dormir un poco. A las diez de la mañana nos vamos para Tapa- 70 ›› Heberto Castillo
  • 73. chula. Ya separé la avioneta. Es chiquita, pero jala bien. ¿No tienes miedo al avión, verdad? ¡Cabrón, te estás durmiendo! Canta, a ti te gusta. —Yo no sé cantar, Pero dicen que es bueno para no dormirse. Canta tú, no tienes que saber hacerlo —le dije. El cráneo esférico, la frente abultada, la nariz chata, el bigote negro, sus ojos bailadores, así era Ángel Gutiérrez Peralta. Su rostro se perfilaba apenas gracias a la luz del tablero. Noche sin luna, sin estrellas, negra, negra. El camino recto. “¡No te duermas cabrón!” Me dijo. Y empezó a cantar. Me dormí.   MWLW  Un agente de la Policía Federal de Caminos irrumpió en el jacal “Usted venía en el Volkswagen”, dijo poniéndose en jarras, las manos sobre la cintura, todopoderoso, omnipotente. “Está detenido. Póngase su ropa”. “Está mojada”, dijo el campesino. “No le hace. ¡Póngasela!”, me exigió. Cambié de ropas. Espere, le dije cuando me jalaba. Bus- qué el puente dental que había metido en la pequeña bolsa delantera de mi chamarra, Me lo puse. Lastimó de nuevo. Me lo quité. La policía me miró extrañado. Casi a empujones me sacó de la choza. Ya había sol. Me dolía mucho la cabeza. Ape- nas pude despedirme de mis protectores. Gracias, gracias. —Tendrá que identificar los cadáveres. Los hombres rana sacaron el Volkswagen del fondo de la laguneta. —Tuvo usted mucha suerte. Voló setenta metros. —Me indicó el lugar del impacto con el caballo que yacía a un lado de la carretera, con un cordel al pescuezo. El principio ›› 71
  • 74. —Aquí el Volkswagen dio la maroma. Usted salió por el parabrisas. De cabeza, recorrió el auto unos 100 metros y aplastado de frente se fue al agua. Ángel sufrió fracturas múltiples del cráneo. El capacete bajó más de medio metro. Raúl y Daniel quedaron atrás. Raúl, fuerte, rompió con los puños la ventanilla trasera y trató de salir. La ventanilla era muy pequeña. Quedó atrapado de la cintura, con medio cuerpo fuera del auto. El puño derecho crispado, en alto. La desesperación reflejada en el rostro. —¿Quién es él? —Raúl Solezzi. —¿Y éste? —Daniel— dije mirando al joven casi niño que había quedado reclinado en el asiento. Frágil, quizá quedó des- mayado con el impacto, no había sufrido. Su rostro era apacible. —¿Ángel Gutiérrez es éste? —Sí— respondí. Quedé anonadado. ¡Todos muertos! ¡Todos muertos! El policía me hizo recorrer el trayecto. —Tuvo suerte. Apenas pasa su cuerpo por el espacio en- tre el marco del parabrisas y el espejo. ¡Y pasó! Mucha suerte, ingeniero. Pero ahora, me dijo, está usted detenido. —¿Por qué? —Usted manejaba. Iba a replicar que el cuerpo de Ángel estaba al volante, cuan- do vi que lo sacaban y los montaban en una camioneta de volteó. —Usted sabe que no —contesté. El agente había llegado al sitio del accidente en una avio- neta que aterrizó en el camino. Me subió a ella y despegamos. Por radio avisó: 72 ›› Heberto Castillo
  • 75. —Tres muertos, un herido. Éste con golpes en la cabeza. Cortadas múltiples. Había un sobre con polvo blanco. Sí, dro- ga tal vez. —Es bicarbonato de sodio —le dije—. No me hizo caso. —En media hora estamos allá. Sí. —Volvió el rostro. —No sabe en la que se metió. Tere viajaba en avión rumbo a Mérida con Armando. Este no hacia otra cosa que tratar de prepararla para cuando lle- gara al hospital de Campeche. A medio vuelo, la aeromoza la llamó a la cabina. El capitán le informó que por radio habían dicho desde México que su esposo estaba herido pero a sal- vo. Regresó y lo comentó con Armando. Este siguió escéptico. —Así dicen. No te lo creas mucho. En Mérida, los esperaban amigos. Mario Menéndez ya sabía del accidente. Quería mucho a Ángel. Y aunque estaba en México. Tenía su familia en Mérida. Ofreció ayuda. Tam- bién los Trujillo, amigos de Armando, estaban por ahí. Ofre- cieron un automóvil para ir a Campeche. Tere vio cansado a Armando. —Mejor alquilemos un taxi, Armando. ¿Sí? —Lo alquilaron. Era noche. Cerca de las 10. El taxi los condujo a Campeche. En el trayecto, Tere platicaba con el chofer. Lo notaba som- noliento —¿Hubo algún accidente aquí hace poco? —Sí, varios. Pero un Volkswagen se estrelló de frente con un tráiler. Nadie quedó vivo en el carrito. Tere calló. El principio ›› 73
  • 76. —Yo sé hacer esas trampas, ingeniero. Esa yerba se hace rollito, como supositorio se le mete a la bestia cuando se ve la luz del auto- móvil a lo lejos. Se suelta al animal y éste se va contra la luz. No hay escapatoria. Eso les hicieron. Nada de accidente. Usted tenía razón cuando señaló que el tráiler se le echó encima intencionadamente. ¿Cómo se siente? —Ya bien de salud, Genaro, pero lleno de problemas. Ahora debo pagar la letra y la vida no espera. —¡Cuídese afuera, ingeniero. Yo me cuido aquí, mientras salgo! Corría el mes de noviembre de 1967.   MWLW  En el hospital me desnudaron. Me revisaron y me pusieron un camisón. Como pedí que me cuidaran mi puente dental, el doctor me preguntó intrigado cuándo lo había puesto en la bolsa. Al decirle que al caer el agua porque me molestaba, preguntó si me acordaba de todo. —Ahora sí —¿Antes no? Al principio no. —¿Cuánto tiempo tuvo amnesia? —No sé. Entró a la sala una secretaria, quizá del Ministerio Público porque el doctor comenzó a dictarle. Me llamó la atención, en medio de mis dolencias y mi somnolencia que hablara de un individuo de tales y cuales características, en estado comatoso y con probable fractura en la base del cráneo. Reclamé —¿Fractura en la base del cráneo? ¿Está usted loco? —Usted qué sabe, contestó el médico. 74 ›› Heberto Castillo