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INDICE
Macario 2
Nos han dado la tierra 5
La Cuesta de las Comadres 8
Es que somos muy pobres 13
El hombre 15
En la madrugada 21
Talpa 24
El Llano en llamas 29
¡Diles que no me maten! 39
Luvina 43
La noche que lo dejaron solo 49
Acuérdate 51
No oyes ladrar los perros 53
Paso del Norte 56
Anacleto Morones 59
El día del derrumbe 68
La herencia de Matilde Arcángel 72
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MACARIO
Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas.
Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y
no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la
gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por
eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con
una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera,
la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo menos en la
panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las
ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero
yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las
ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos
verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina
cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas.
Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer las cosas... Yo quiero
más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su
bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la
cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la
conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender
el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la
comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno
para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y
entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque
yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida
de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno
por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en
la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha
oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la
calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa.
Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su
rebozo. Yo no sé por qué me amarrará mis manos; pero dice que porque
dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a
alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por no más. Yo no
me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella
nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte
de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego
que me les acercaba, me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni
nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa.
Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La
leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de
chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la
leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los
bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le
sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el
almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde
yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a
un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche
dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces
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he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa
era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más porque, al mismo tiempo que
me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego
sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada.
Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún
miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche...
A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta
darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día
de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra
lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace
cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que
tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando
tiene ganas de estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis pecados.
Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda
la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me
perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días.
No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios,
y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los
días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese
favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la
cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del
corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y
uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y
aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía,
cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la
iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi
madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es
porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al
suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella
debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir
pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta
lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: «El
camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es
oscuro.» Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando
todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes
que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo
descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas
por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a
que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez
que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra
del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también
tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa...
Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En
seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la
puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a
oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan
subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis
costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas
por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No
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vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el
ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi
cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa.
Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los
grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los
gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se
acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y
todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta
mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto
hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de
los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan
caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su
recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se
mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor
del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a
llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le
echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé
untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se
aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo
lo que puede... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si
anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente.
Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea
comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella
sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me
acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas
aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que
me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco
que le doy a los puercos flacos. Así que ella sabe con cuánta hambre ando
desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de
comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que
deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito
al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena
conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en
el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las
ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan
más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de
matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye
cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera
de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me
lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el
purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí
donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de
volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y
dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...
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NOS HAN DADO LA TIERRA
Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol,
ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada
habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta
llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo.
Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se
saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como
las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde
está colgado el sol y dice:
—Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo.
Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y
no veo a nadie. Entonces me digo: «Somos cuatro.» Hace rato, como a eso de
las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido desperdigando
hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:
—Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa
por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: «Puede que sí.»
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las
ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en
otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se
calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua
hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da
por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y
dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a
que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más.
No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy
lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola
contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se
la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar, nos habíamos detenido para ver llover. No llovió.
Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de
lo que llevamos andando. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me
ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi
llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay
nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita
de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y
traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien.
Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo
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a toda hora con «la 30» amarrada a las correas. Pero los caballos son otro
asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y
paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la
comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que
teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada.
Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas
cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y
luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una
piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para
enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate
para que la sembráramos. Nos dijeron:
—Del pueblo para acá es de ustedes. Nosotros preguntamos:
— ¿El Llano?
—Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que
queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde
están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No
este duro pellejo de vaca que se llama el Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a
conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
—No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
—Es que el llano, señor delegado...
—Son miles y miles de yuntas.
—Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
— ¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de
riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
—Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el
arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que
hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo
que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.
—Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que
tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
—Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra
el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede.
Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a
comenzar por donde íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que
sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se
levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba,
volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco
terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como
reculando. Melitón dice:
—Ésta es la tierra que nos han dado. Faustino dice:
— ¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: «Melitón no tiene la cabeza en su lugar ha de
ser el calor el que lo hace hablar así. El calor que le ha traspasado el sombrero
y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos
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han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para
jugar a los remolinos.»
Melitón vuelve a decir:
—Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
— ¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en
él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la
cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le
ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:
—Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
— ¡Es la mía! —dice él.
—No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
—No la merqué, es la gallina de mi corral.
—Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
—No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le
diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
—Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda
debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
—Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila
para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la
gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza
contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros
como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta
llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la
dureza del llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que
brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan
parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el
viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus
ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las
primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su
gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.
— ¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.
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LA CUESTA DE LAS COMADRES
Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en
Zapotlán no los quisieran; pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos
amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en
Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y
tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres
nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos
tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban
bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir,
ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la
tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las
Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos,
a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más,
pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la
Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era
también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas
verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué
averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se
había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el
guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no
volvía aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan
atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de
la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener
elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la
ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba
a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como
troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba
bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para
todo lo que se comía necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no;
nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de
los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran
mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino
por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese viento lleno de olor de los
encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni
pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de pelearse con los
Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no
tuvieron ánimos. Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió
más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus
casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes;
pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no
dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados de año, y esos
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ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato.
De vez en cuanto, también, venían los cuervos volando muy bajito y
graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía después de que se murieron los Torricos.
Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente
Zapotlán. En cualquier hora del día y de la noche podía verse la manchita
blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y,
por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de
nada.
Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sentarse aquí también
y se estaban acuclillando horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá
sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote
de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso.
Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se
podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los
ocotes del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vista como el de
Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba
parecía acercar tanto las cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a
saber qué bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así,
cuando su ojo se sentía a gusto teniendo en quién recargar la mirada, los dos
se levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres
por algún tiempo.
Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La
gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en
sus corrales. Entonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver
cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en
los patios. El viento que atravesaba los cerros era más frío que otras veces;
pero, no se sabía por qué, todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno
oía en la madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar
tranquilo, y aquello parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta
de las Comadres.
Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran,
porque sus perros salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta
encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el
rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra
vez sus cosas.
Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que
regresaban a la Cuesta de las Comadres.
Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a
veces hubiera querido ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos
en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta
aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de
que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy
desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron
para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado.
Primero, porque estaba cayendo una tormenta de esas en que el agua parece
escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no sabía adonde iba.
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De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en
andanzas.
Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar donde íbamos. «En
cosa de un cuarto de hora estamos allá», me dijeron. Pero cuando alcanzamos
el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos adonde
estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a
los Torricos y por eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero
todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el
arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los
Torricos. Les dije:
—Ése que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
—No, nada más ha de estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos
aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada en las costillas para que despertara; pero el
hombre siguió igual de tirante.
—Está bien muerto —les volví a decir.
—No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con
un leño en la cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga
el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su
casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —Fue todo lo que me dijeron.
Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la
hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine
por delante. Los Torricos me venían siguiendo. Los oí que cantaban durante
largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que
sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no
pude saber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos
encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas las tardes los
Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se
habían ido de uno en uno; pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron
y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron
las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año
también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que al año siguiente sería
lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las
calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el
tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaba bien vacía de gente
la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy
grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar
un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó
el Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de
un lado para otro, tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la
luna.
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—Ir ladereando no es bueno —me dijo después de mucho rato—. A mí me
gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahi te lo haiga, porque yo he
venido aquí a enderezarlas.
Yo seguí remendado mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los
agujeros, y la aguja de arría trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de
la luna. Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
—A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a
lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca
de jarro. Sin embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su
coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había
que agarrarla desprevenida.
—Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que hiciste —me
dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a
verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte de Odilón.
Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin
hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero
no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho,
aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las
cosas.
—Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces —siguió diciéndome—.
Era algo duro de entendederas y le gustaba encararse con todos, pero no
pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero
saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo, o qué fue lo que pasó. Pudo ser
que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber
sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no tenía nada que ver...
—Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la
bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce
pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían
muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por
eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par
de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la
compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se debió a
que tuve que llevarme al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía
caminar como yo quería.
—Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a
Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi
encima de mi cabeza.
— ¿De modo que fui yo? —le pregunté.
— ¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y
no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco.
Eso sí te lo digo a ti.
La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba
hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en
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dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía
recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de
arría, que yo había clavado en el costal.
Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en
aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la
aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí
hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a
acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en
el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que se iba a enderezar para darme un
machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer,
soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a
sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste
y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arría del
ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí,
allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado
y luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
—Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron
los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de
que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le
dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y
¿sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán.
Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde
había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo
querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con ellos.
»Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi zarape y ya iba
de salida cuando tu hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de
los Alcaraces. Él lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse,
porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los
Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y
se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera.
De eso murió.
«Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta
de que yo no me entrometí para nada.
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé
a la Cuesta de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla
a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le
enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera
gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.
Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de
Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán
estaban quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio
se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los
cohetes. De eso me acuerdo.
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ES QUE SOMOS MUY POBRES
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y
el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la
tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque
toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó
de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder
aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa,
fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía
del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años,
supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había
llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo
estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse
me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la
mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa.
Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese
sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que
había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más
fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a
podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba
subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la
casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al
entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba
y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus
gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la
corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber
llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi
tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había
en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta
que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos
años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de
agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por
encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin
cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca,
porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay
un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y
como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la
barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios
que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la
Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la
regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra
colorada y muy bonitos ojos.
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No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este,
cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La
Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber
venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces
me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su
cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y
suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió
despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez
entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró
entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra
corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios
sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había
visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no
sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy
cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver
ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos
troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña,
de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de
su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de
mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con
muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla,
para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se
fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy
pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran
rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo
peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían
muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después
salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno
menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas
encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que
pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la
calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no
quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó
muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué
entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno,
que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca
era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con
ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo.
Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue,
mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no
quiere.
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Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de
ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido
gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y
no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de
dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se
acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal
o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se
acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a
las dos.»
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la
que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya
tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas:
puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y
acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa era la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el
río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la
barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como
si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más
ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del
río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue
subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha
y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de
repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.
EL HOMBRE
Los pies del hombre se hundieron en la arena, dejando una huella sin
forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras,
engarruñándose al sentir la inclinación de la subida, luego caminaron hacia
arriba, buscando el horizonte.
«Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el
dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que
será fácil.»
La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malasmujeres.
Parecía un camino de hormigas de tan angosto. Subían sin rodeos hacia el
cielo. Se perdía allá y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más
lejano.
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose
en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies,
rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin:
«No el mío, sino el de él», dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había
hablado.
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Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas.
Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta
la respiración: «Voy a lo que voy», volvió a decir. Y supo que era él el que
hablaba.
«Subió por aquí, rastrillando el monte —dijo el que lo perseguía—. Cortó
las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia
deja huellas siempre. Eso lo perderá.»
Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un
horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. Sacó el
machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz.
Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se chupó los
dientes y volvió a escupir. El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto,
trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era
tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y
silvestres. Golpeaba con ansia sobre los matojos con el machete: «Se amellará
con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas.»
Oyó allá atrás su propia voz.
«Lo señaló su propio coraje —dijo el perseguidor—. Él ha dicho quién es,
ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió,
después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me
detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un
balazo en la nuca... Eso sucederá cuando yo te encuentre.»
Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón
de la noche. La tierra se había caído para el otro lado. Miró la casa enfrente de
él, de la que salía el último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda,
recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un
perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la
cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.
El que lo perseguía dijo: «Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó.
Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando
comienzan los sueños; después del "Descansen en paz", cuando se suelta la
vida en manos de la noche y cuando el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas
de la desconfianza y las rompe.»
«No debí matarlos a todos —dijo el hombre—. Al menos no a todos.» Eso
fue lo que dijo.
La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado,
resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en
la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como
un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el
monte.
Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos;
meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo.
Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace
ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno,
pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el
agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún
tiempo.
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El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No
lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La
tarde anterior se habían ido siguiendo el sol, volando en parvadas detrás de la
luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se persignó hasta tres veces. «Discúlpenme», les dijo. Y comenzó su
tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era
sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga
a la resignación. Y el machete estaba mellado: «Ustedes me han de perdonar»,
volvió a decirles.
«Se sentó en la arena de la playa —eso dijo el que lo perseguía—. Se
sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las
nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo
aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos
tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que
llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.»
«El hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido
que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la
tierra húmeda.»
«No debí haberme salido de la vereda —pensó el hombre—. Por allá ya
hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre
todo llevando este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo
que me mire; se ha de ver como si juera una hinchazón rara. Yo así lo siento.
Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta
después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo
siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó.» Luego añadió: «No debí
matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero
estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les
costará menos el entierro.»
«Te cansarás primero que yo. Llegaré adonde quieres llegar antes que tú
estés allí —dijo el que iba detrás de él—. Me sé de memoria tus intenciones,
quién eres y de dónde eres y adonde vas. Llegaré antes que tú llegues.»
«Éste no es el lugar —dijo el hombre al ver el río—. Lo cruzaré aquí y
luego más allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado,
donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego
caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca.»
Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que
ensordecían.
«Caminaré más abajo. Aquí el río se hace un enredijo y puede devolverme
a donde no quiero regresar.»
«Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací
antes que tú y mis huesos se endurecieron primero que los tuyos.»
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar
como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O
tal vez no. «Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en
nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino
por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la
cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada
hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice
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cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y
temblabas de miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a
buscarme. Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que
llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo
también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién
nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores
en la mano.»
«No debí matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No valía le pena
echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los
vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta
dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera
sabido dónde pegarle antes que se levantara... Después de todo, así estuvo
mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para
irme de aquí antes que me agarre la noche.»
El hombre entró a la angostura del río por la tarde. El sol no había salido
en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso
supo que era después del mediodía.
«Estás atrapado —dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado
a la orilla del río—. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu
fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso
que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te
esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde
te voy a colocar la bala. Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi
ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el
tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición. Ésa es también mi
ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho
días. No importa el tiempo. Tengo paciencia.»
El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo.
«Tendré que regresar», dijo.
El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra.
Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se
traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún
quejido.
«Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga
que el que te mató está muerto desde ahora. ¿Acaso yo ganaré algo con eso?
La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba
contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. No estaba con nadie; porque el
recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo.»
El hombre recorrió un largo tramo río arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. «Creí que el primero iba a
despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa.» «Discúlpenme la
apuración», les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al
ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la
noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.
Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni
se sabía cuál era el color de sus pantalones.
Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó
ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando en el fondo.
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Después rebalsó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío.
Hacía aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el
patrón al encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él
se maliciara que alguien lo estaba espiando.
Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su
humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la
camisa y los pantalones agujerados. Vi que no traía machete ni ningún arma.
Sólo la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana.
Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para
arriar mis borregos, cuando lo vi volver con la misma traza de desorientado.
Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.
«¿Qué trairá este hombre?», me pregunté.
Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo
como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por
fin no pudo pasar y salió allá abajo, echando buches de agua hasta
desentriparse.
Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba
por el rumbo de donde había venido.
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera
apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.
Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy
adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta si usted
quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude
muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo
hubiera dejado allí tieso. Usted ni quién se lo quite que tiene la razón.
Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de
efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted. No es la
costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos
hijos del mal.
La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día
siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi venir más flaco que el día antes, con los güesos afuerita del pellejo,
con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.
Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban.
Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca;
pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque
el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes.
Debía de tener hambre.
Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva.
Se me arrimó y me dijo: « ¿Son tuyas esas borregas?» Y yo le dije que
no. «Son de quien las parió», eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más
ovachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y
le sorbió el pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la
soltaba, seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle que
tuve que echarle criolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le
fueran a infestar los mordiscos que el hombre le había dado.
20
¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo
sabido lo atajo a puros leñazos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que
los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos
en amistad.
Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que
no podía andar ya porque le fallaban las piernas: «Camino y camino y no ando
nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá
de aquellos cerros.» Me contó que se había pasado dos días sin comer más que
puros yerbajos. Eso me dijo.
¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los
Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta
mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.
Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos. Y de lo
lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba re flaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de
animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro
por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que
yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los güesos hasta
dejarlos pelones.
«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.
Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo
que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en
más no sé nada. ¡Con decirle que se comía mis mismas tortillas y que las
embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos
ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese
individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle
que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde
cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ora que yo se lo digo, salgo
encubridor. Pos ora sí.
Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel
hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdedizo. ¿Pero yo qué
sabía? Yo no soy adivino. Él solo me pedía de comer y me platicaba de sus
muchachos, chorreando lágrimas.
Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre
las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la
cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre
el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a
resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la
nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado. Yo no voy a averiguar
eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero
y no sé de otras cosas.
21
EN LA MADRUGADA
San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche
durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el
sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras
blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los
árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en
seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino
quemado, cubriendo el cielo de cenizas. Allá lejos los cerros están todavía en
sombras.
Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque del alba.
Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al
pueblo, que siguió roncando un poco más, adormecido en el color del
amanecer.
Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene
montado en el lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha
subido allí para que no le brinquen a la cara los chapulines. Se espanta los
zancudos con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin
dientes, a las vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan
rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana está aclarando.
Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca,
arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los brazos
extendidos.
Una lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces él brinca de
nuevo al lomo de la vaca; se quita la camisa para que con el aire se le vaya el
susto, y sigue su camino.
«Una, dos, diez», cuenta las vacas al estar pasando el guardaganado que
hay a la entrada del pueblo. A una de ellas la detiene por las orejas y le dice
estirando la trompa: «Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero
es el último día que verás a tu becerro.» La vaca lo mira con sus ojos
tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia delante.
Están dando la última campanada del alba.
No se sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel;
sólo se sabe que van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho en el lodo de
los charcos sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo
con las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose en el
sombrío horizonte.
Las nubes están ya sobre las montañas, tan distantes, que sólo parecen
parches grises prendidos a las faldas de aquellos cerros azules.
El viejo Esteban mira las serpentinas de colores que corren por el cielo:
rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las
últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la
punta de la hierba.
«Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué.
Llegué al zaguán del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra con la que
estuve tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo
se había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué nada;
me fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué donde
estuviera bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los
22
becerros. Y ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don
Justo que salía de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en
sus brazos y que atravesaba el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme
perdedizo arrejolándome contra la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso
creí.»
El viejo Esteban dejó entrar las vacas una por una, mientras las ordeñaba.
Dejó al último a la desahijada, que se estuvo brame y brame, hasta que por
pura lástima la dejó entrar. «Por última vez —le dijo—; míralo y lengüetéalo;
míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este
grandullón.» Y a él: «Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta
de que esta leche es leche tierna como para un recién nacido.» Y le dio de
patadas cuando vio que mamaba de las cuatro tetas. «Te romperé las jetas,
hijo de res.»
«Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don
Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta
de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos
tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día
entelerido y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y
por el mucho dolor que todavía me dura.
»¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni
nadie, porque ese mismo día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo vinieron a
decir a mi casa, mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi
lado poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que
dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser; pero yo no me
acuerdo. ¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de
dejar, y más tratándose de un superior de uno. Pero desde el momento que
me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree usted? Aunque, mire,
yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de
cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria;
después todo está borroso. Siento que me quedé dormido de a tiro y que
cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja allí a mi lado consolándome
de mis dolencias como si yo fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que
yo soy. Hasta le dije: ¡Ya cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo
no iba a acordarme de que había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen
que maté a don Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una
piedra, verdad? Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido con un
cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo cuchillo desde que era muchacho
y de eso hace ya una buena hilera de años.»
Justo Brambila dejó a su sobrina Margarita sobre la cama, cuidando de no
hacer ruido. En la pieza contigua dormía su hermana, tullida desde hacía dos
años, inmóvil, con su cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta.
Solamente tenía un rato de sueño, al amanecer; entonces se dormía como si
se entregara a la muerte.
Despertaba al salir el sol, ahora. Cuando Justo Brambila dejaba el cuerpo
dormido de Margarita sobre la cama, ella comenzaba a abrir los ojos. Oyó la
respiración de su hija y preguntó: « ¿Dónde has estado anoche, Margarita?» Y
antes que comenzaran los gritos que acabarían por despertarla. Justo Brambila
abandonó el cuarto, en silencio.
Eran las seis de la mañana.
23
Se dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo Esteban. Pensó también
en subir al tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita habían
pasado la noche. «Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella;
pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un
incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto.» En
eso iba pensando cuando se encontró al viejo Esteban peleándose con el
becerro, metiendo sus manos como de alambre en el hocico del animal y
dándole de patadas en la cabeza. Parecía que el becerro ya estaba derrengado
porque restregaba sus patas en el suelo sin poder enderezarse.
Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole
de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance.
Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotado contra el
empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se
quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los
ojos. No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el
pensamiento hasta la oscuridad total.
El viejo Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando a tientas,
quejándose. No se supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No se supo
cómo llegó a su casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero de
sangre por todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse.
Serían las once de la mañana cuando entró Margarita en el corral,
buscando a Justo Brambila, llorando porque su madre le había dicho después
de mucho sermonearla que era una prostituta.
Encontró a Justo Brambila muerto.
«Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se
haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que
estaban sucios los pesebres; que las pilas no tenían agua; que las vacas
estaban re flacas. Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le
gustaba. Y cómo no iba a estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un
puro viaje con las vacas: las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un
potrero de pasturas; esperaba a que comieran y luego me las traía de vuelta
para llegar con ellas de madrugada. Aquello parecía una eterna peregrinación.
»Y ahora ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel y que me van a
juzgar la semana que entra porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo;
pero bien pudo ser. Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de
que nos matábamos uno al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad mía,
es engañosa; por eso yo le doy gracias a Dios, porque si acaban con todas mis
facultades, ya no pierdo mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en
cuanto a mi alma, pues ahi también a Él se la encomiendo.»
Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los cerros azules
brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la
oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el
dueño de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores
de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los cirios,
mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el
semisueño de la noche: «Salgan, salgan, salgan, ánimas de penas», con voz
de falsete. Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta
el amanecer, hasta que fueron cortadas por el toque del alba.
24
TALPA
Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con
un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta
ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con
ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando
tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie
nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos
pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras
manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que
no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—,
entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin
conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que
parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía
estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de
ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que
supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí
ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de
nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo
llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no
aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los
dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero
que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde
hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas
repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le
convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla
como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo
muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso
quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus
llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar
mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo
quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que
nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de
nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían
sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que
acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de
todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo,
sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él
arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de
ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como
piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo
eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo
25
nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros
y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre
mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo
estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya
nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos
modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá
tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o
quizá tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el
camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas
juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo
lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era
inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del
suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver
atrás.
«Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.» Eso le decíamos. Pero entonces
Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso
era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las
noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender
ahora; pero entonces era lo que queríamos. Me acuerdo muy bien.
Me acuerdo muy bien de esas noches. Primero nos alumbrábamos con
ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego
buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del
cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo
y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A
mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de
remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se
quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y
la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida
con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo
hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella;
iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero
suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la
sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada
y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y
yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen
lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir
nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como
emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura
de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían
despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de
cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia
llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran
remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de
Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de
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Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para
aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose
entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que
le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor.
«Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo», dizque eso le
dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en
aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes
los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se
destiñeron, se le borró la mirada como si la hubieran revolcado en la tierra. Y
pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que
ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que
morirse.
Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta
entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos
con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros
en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a
rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con
hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un
polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los
pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas
estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra
estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna
sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz
blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de
Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía
muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a
despertar el sol, el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar
entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de
gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo
que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como
acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si
tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como
una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a
veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro.
Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un
momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de
la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez
entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol, de aquel calor del
sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos
pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como
sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que
tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa
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detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya
descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos
por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros
hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no
quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón
aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso, bueno.
Pero, así y todo, ya no quería seguir:
«Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.»
Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos
dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a
Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso
mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le
deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría.
Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada
más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le
decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el
sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le
limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo le
levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la
noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia
y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como
si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos
caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los
hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y
lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos
hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por
todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la
peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo
de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo,
hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso
de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros.
Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.
Entramos a Talpa cantando el Alabado.
Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos
días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que
Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que
llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en
llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su
camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso
llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde,
en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre
los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa
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aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de
cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un
olor agrio como de animal muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si
nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros
golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo
enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde
hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir
vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a
Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus
huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso
revivir su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los
brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando
entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando
defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies
que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que
algo se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia.
Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la
Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima
grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto
entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas
prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de
lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos
para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
«...desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en
el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su
ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella
sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para
recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no
quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros
pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la
vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades
del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que
cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios...»
Eso decía el señor cura desde allá arriba del pulpito. Y después que dejó
de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual
al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado
quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió
para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el
repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver
tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos
su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo como si fuera un estorbo. Me dio
tristeza.
29
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se
me olvida.
Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de
Natalia no me ha preguntado nada; ni qué hice con mi hermano Tanilo, ni
nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa
manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte;
que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos
caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí
estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no
decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los
dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado;
lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban
como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca
que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que
parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien
ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies
engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por
aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel
dolor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se
estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre
de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel
Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y
yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los
animales del cerro.
EL LLANO EN LLAMAS
Ya mataron a la perra, pero quedan los
perritos...
(Corrido popular)
«¡Viva Petronilo Flores!»
El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta
donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.
Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de
voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida
cuando rueda sobre pedregales. En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito
torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó
todavía con fuerza junto a nosotros:
«¡Viva mi general Petronilo Flores!»
Nosotros nos miramos.
30
La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y
se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban «los
Cuatro» y les dijo: «¡Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos
toreamos!» Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados;
solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por
encima de la cerca.
Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del
lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.
La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y
ellos, la Perra y «los Cuatro», iban también culebreando como si fueran con los
pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara
para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amóles que
nos daban tantita sombra.
Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amóles podridos.
Se sentía el sueño del mediodía.
La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y
nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír,
parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos,
como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al
pasar por un callejón pedregoso.
De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuvieran
derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos,
esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amóles. En
seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también
despertaron llenando la tierra de rechinidos.
—¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la
siesta.
Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera
un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido.
—Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose también como los otros.
El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y
no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando
menos acordamos aquí estaban ya, mero en frente de nosotros, todos
desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para
este de ahorita.
Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras.
Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo
echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor,
como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo.
Siguieron pasando.
Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracalera allá lejos,
por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí.
Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo
que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño
respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta.
Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga.
Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se
veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si
31
alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después
volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí.
Para la siguiente descarga tuvimos que esperar.
Algunos de nosotros gritó: «¡Viva Pedro Zamora!»
Del otro lado respondieron, casi en secreto: «¡Sálvame patroncito!
¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!»
Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros
hacia los cerros.
La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos
brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que
nosotros habíamos matado.
Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales.
Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos
caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más
seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con
un crujido de huesos.
Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por
allí como si nos despeñáramos.
Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que
habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la
lumbre.
«¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!», nos gritaron
otra vez. Y el grito fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca
abajo.
Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas,
todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro
Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él
también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el
habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los
pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo.
Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los
ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera
siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los
que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía; por eso nos
repasaba una vez y otra y otra.
Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila y a los
que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera
horquetado arriba de algún amolé, acostado sobre su retrocarga, aguardando
a que se fueran los federales.
Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la
cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que
Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo:
—Otro agarre como éste y nos acaban.
En seguida, atragantándose como si se tragara un buche de coraje, les
gritó a los Joseses: « ¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense
tantito! ¡Iremos por él!»
Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera
de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca
32
de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando
contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente.
Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio.
Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el
Chihuila acompañado de uno de «los Cuatro». Nos dijeron que venían de allá
abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los
federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuanto se
oían los aullidos de los coyotes.
—¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda
de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la
Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los
heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se
traigan a nadie.
—Eso haremos.
Y nos fuimos.
Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde
habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos, sólo estaba un burro
trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los
federales habían cargado con los caballos.
Encontramos al resto de «los Cuatro» detracito de unos matojos, los tres
juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les
alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba
todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro
de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y
recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá,
casi todos con la cara renegrida.
—A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses.
Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de
encontrar a la mentada Perra.
No dimos con él.
«Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado
para enseñárselo al gobierno»; pero, aun así, seguimos buscando por todas
partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando.
Siguieron aullando toda la noche.
Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a
encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue
como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel
macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y
detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los
caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto
porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos
arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena.
Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores.
Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún
tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos
remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para escondernos
de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie
nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: «¡Allí vienen los de Zamora!»
Había vuelto la paz al Llano Grande. Pero no por mucho tiempo.
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el llano en llamas

  • 1. INDICE Macario 2 Nos han dado la tierra 5 La Cuesta de las Comadres 8 Es que somos muy pobres 13 El hombre 15 En la madrugada 21 Talpa 24 El Llano en llamas 29 ¡Diles que no me maten! 39 Luvina 43 La noche que lo dejaron solo 49 Acuérdate 51 No oyes ladrar los perros 53 Paso del Norte 56 Anacleto Morones 59 El día del derrumbe 68 La herencia de Matilde Arcángel 72
  • 2. 2 MACARIO Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros. Las ranas son buenas para hacer de comer con ellas. Los sapos no se comen; pero yo me los he comido también, aunque no se coman, y saben igual que las ranas. Felipa es la que dice que es malo comer sapos. Felipa tiene los ojos verdes como los ojos de los gatos. Ella es la que me da de comer en la cocina cada vez que me toca comer. Ella no quiere que yo perjudique a las ranas. Pero, a todo esto, es mi madrina la que me manda hacer las cosas... Yo quiero más a Felipa que a mi madrina. Pero es mi madrina la que saca el dinero de su bolsa para que Felipa compre todo lo de la comedera. Felipa sólo se está en la cocina arreglando la comida de los tres. No hace otra cosa desde que yo la conozco. Lo de lavar los trastes a mí me toca. Lo de acarrear leña para prender el fogón también a mí me toca. Luego es mi madrina la que nos reparte la comida. Después de comer ella, hace con sus manos dos montoncitos, uno para Felipa y otro para mí. Pero a veces Felipa no tiene ganas de comer y entonces son para mí los dos montoncitos. Por eso quiero yo a Felipa, porque yo siempre tengo hambre y no me lleno nunca, ni aun comiéndome la comida de ella. Aunque digan que uno se llena comiendo, yo sé bien que no me lleno por más que coma todo lo que me den. Y Felipa también sabe eso... Dicen en la calle que yo estoy loco porque jamás se me acaba el hambre. Mi madrina ha oído que eso dicen. Yo no lo he oído. Mi madrina no me deja salir solo a la calle. Cuando me saca a dar la vuelta es para llevarme a la iglesia a oír misa. Allí me acomoda cerquita de ella y me amarra las manos con las barbas de su rebozo. Yo no sé por qué me amarrará mis manos; pero dice que porque dizque luego hago locuras. Un día inventaron que yo andaba ahorcando a alguien; que le apreté el pescuezo a una señora nada más por no más. Yo no me acuerdo. Pero, a todo esto, es mi madrina la que dice lo que yo hago y ella nunca anda con mentiras. Cuando me llama a comer, es para darme mi parte de comida, y no como otra gente que me invitaba a comer con ellos y luego que me les acercaba, me apedreaban hasta hacerme correr sin comida ni nada. No, mi madrina me trata bien. Por eso estoy contento en su casa. Además, aquí vive Felipa, Felipa es muy buena conmigo. Por eso la quiero... La leche de Felipa es dulce como las flores del obelisco. Yo he bebido leche de chiva y también de puerca recién parida; pero no, no es igual de buena que la leche de Felipa... Ahora ya hace mucho tiempo que no me da a chupar de los bultos esos que ella tiene donde tenemos solamente las costillas, y de donde le sale, sabiendo sacarla, una leche mejor que la que nos da mi madrina en el almuerzo de los domingos... Felipa antes iba todas las noches al cuarto donde yo duermo, y se arrimaba conmigo, acostándose encima de mí o echándose a un ladito. Luego se las ajuareaba para que yo pudiera chupar de aquella leche dulce y caliente que se dejaba venir en chorros por la lengua... Muchas veces
  • 3. 3 he comido flores de obelisco para entretener el hambre. Y la leche de Felipa era de ese sabor, sólo que a mí me gustaba más porque, al mismo tiempo que me pasaba los tragos, Felipa me hacía cosquillas por todas partes. Luego sucedía que casi siempre se quedaba dormida junto a mí, hasta la madrugada. Y eso me servía de mucho; porque yo no me apuraba del frío ni de ningún miedo a condenarme en el infierno si me moría yo solo allí, en alguna noche... A veces no le tengo tanto miedo al infierno. Pero a veces sí. Luego me gusta darme mis buenos sustos con eso de que me voy a ir al infierno cualquier día de éstos, por tener la cabeza tan dura y por gustarme dar de cabezazos contra lo primero que encuentro. Pero viene Felipa y me espanta mis miedos. Me hace cosquillas con sus manos como ella sabe hacerlo y me ataja el miedo ese que tengo de morirme. Y por un ratito hasta se me olvida... Felipa dice, cuando tiene ganas de estar conmigo, que ella le contará al Señor todos mis pecados. Que irá al cielo muy pronto y platicará con Él pidiéndole que me perdone toda la mucha maldad que me llena el cuerpo de arriba abajo. Ella le dirá que me perdone, para que yo no me preocupe más. Por eso se confiesa todos los días. No porque ella sea mala, sino porque yo estoy repleto por dentro de demonios, y tiene que sacarme esos chamucos del cuerpo confesándose por mí. Todos los días. Todas las tardes de todos los días. Por toda la vida ella me hará ese favor. Eso dice Felipa. Por eso yo la quiero tanto... Sin embargo, lo de tener la cabeza así de dura es la gran cosa. Uno da de topes contra los pilares del corredor horas enteras y la cabeza no se hace nada, aguanta sin quebrarse. Y uno da de topes contra el suelo; primero despacito, después más recio y aquello suena como un tambor. Igual que el tambor que anda con la chirimía, cuando viene la chirimía a la función del Señor. Y entonces uno está en la iglesia, amarrado a la madrina, oyendo afuera el tum tum del tambor... Y mi madrina dice que si en mi cuarto hay chinches y cucarachas y alacranes es porque me voy a ir a arder en el infierno si sigo con mis mañas de pegarle al suelo con mi cabeza. Pero lo que yo quiero es oír el tambor. Eso es lo que ella debería saber. Oírlo, como cuando uno está en la iglesia, esperando salir pronto a la calle para ver cómo es que aquel tambor se oye de tan lejos, hasta lo hondo de la iglesia y por encima de las condenaciones del señor cura...: «El camino de las cosas buenas está lleno de luz. El camino de las cosas malas es oscuro.» Eso dice el señor cura... Yo me levanto y salgo de mi cuarto cuando todavía está a oscuras. Barro la calle y me meto otra vez en mi cuarto antes que me agarre la luz del día. En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes. Y luego hay que remendar la camisa y esperar muchos días a que se remienden las rajaduras de la cara o de las rodillas. Y aguantar otra vez que le amarren a uno las manos, porque si no ellas corren a arrancar la costra del remiendo y vuelve a salir el chorro de sangre. Ora que la sangre también tiene buen sabor, aunque, eso sí, no se parece al sabor de la leche de Felipa... Yo por eso, para que no me apedreen, me vivo siempre metido en mi casa. En seguida que me dan de comer me encierro en mi cuarto y atranco bien la puerta para que no den conmigo los pecados mirando que aquello está a oscuras. Y ni siquiera prendo el ocote para ver por dónde se me andan subiendo las cucarachas. Ahora me estoy quietecito. Me acuesto sobre mis costales, y en cuanto siento alguna cucaracha caminar con sus patas rasposas por mi pescuezo le doy un manotazo y la aplasto. Pero no prendo el ocote. No
  • 4. 4 vaya a suceder que me encuentren desprevenido los pecados por andar con el ocote prendido buscando todas las cucarachas que se meten por debajo de mi cobija... Las cucarachas truenan como saltapericos cuando uno las destripa. Los grillos no sé si truenen. A los grillos nunca los mato. Felipa dice que los grillos hacen ruido siempre, sin pararse ni a respirar, para que no se oigan los gritos de las ánimas que están penando en el purgatorio. El día en que se acaben los grillos, el mundo se llenará de los gritos de las ánimas santas y todos echaremos a correr espantados por el susto. Además, a mí me gusta mucho estarme con la oreja parada oyendo el ruido de los grillos. En mi cuarto hay muchos. Tal vez haya más grillos que cucarachas aquí entre las arrugas de los costales donde yo me acuesto. También hay alacranes. Cada rato se dejan caer del techo y uno tiene que esperar sin resollar a que ellos hagan su recorrido por encima de uno hasta llegar al suelo. Porque si algún brazo se mueve o empiezan a temblarle a uno los huesos, se siente en seguida el ardor del piquete. Eso duele. A Felipa le picó una vez uno en una nalga. Se puso a llorar y a gritarle con gritos queditos a la Virgen Santísima para que no se le echara a perder su nalga. Yo le unté saliva. Toda la noche me la pasé untándole saliva y rezando con ella, y hubo un rato, cuando vi que no se aliviaba con mi remedio, en que yo también le ayudé a llorar con mis ojos todo lo que puede... De cualquier modo, yo estoy más a gusto en mi cuarto que si anduviera en la calle, llamando la atención de los amantes de aporrear gente. Aquí nadie me hace nada. Mi madrina no me regaña porque me vea comiéndome las flores de su obelisco, o sus arrayanes, o sus granadas. Ella sabe lo entrado en ganas de comer que estoy siempre. Ella sabe que no se me acaba el hambre. Que no me ajusta ninguna comida para llenar mis tripas aunque ande a cada rato pellizcando aquí y allá cosas de comer. Ella sabe que me como el garbanzo remojado que le doy a los puercos gordos y el maíz seco que le doy a los puercos flacos. Así que ella sabe con cuánta hambre ando desde que me amanece hasta que me anochece. Y mientras encuentre de comer aquí en esta casa, aquí me estaré. Porque yo creo que el día en que deje de comer me voy a morir, y entonces me iré con toda seguridad derechito al infierno. Y de allí ya no me sacará nadie, ni Felipa, aunque sea tan buena conmigo, ni el escapulario que me regaló mi madrina y que traigo enredado en el pescuezo... Ahora estoy junto a la alcantarilla esperando a que salgan las ranas. Y no ha salido ninguna en todo este rato que llevo platicando. Si tardan más en salir, puede suceder que me duerma, y luego ya no habrá modo de matarlas, y a mi madrina no le llegará por ningún lado el sueño si las oye cantar, y se llenará de coraje. Y entonces le pedirá, a alguno de toda la hilera de santos que tiene en su cuarto, que mande a los diablos por mí, para que me lleven a rastras a la condenación eterna, derechito, sin pasar ni siquiera por el purgatorio, y yo no podré ver entonces ni a mi papá ni a mi mamá, que es allí donde están... Mejor seguiré platicando... De lo que más ganas tengo es de volver a probar algunos tragos de la leche de Felipa, aquella leche buena y dulce como la miel que le sale por debajo a las flores del obelisco...
  • 5. 5 NOS HAN DADO LA TIERRA Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros. Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza. Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice: —Son como las cuatro de la tarde. Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: «Somos cuatro.» Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos; pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más este nudo que somos nosotros. Faustino dice: —Puede que llueva. Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: «Puede que sí.» No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar. Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed. ¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a caminar, nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andando. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover. No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada. Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina. Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo
  • 6. 6 a toda hora con «la 30» amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina. Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tepetate para que la sembráramos. Nos dijeron: —Del pueblo para acá es de ustedes. Nosotros preguntamos: — ¿El Llano? —Sí, el llano. Todo el Llano Grande. Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama el Llano. Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo: —No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos. —Es que el llano, señor delegado... —Son miles y miles de yuntas. —Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua. — ¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran. —Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá. —Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra. —Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos... Pero él no nos quiso oír. Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice: —Ésta es la tierra que nos han dado. Faustino dice: — ¿Qué? Yo no digo nada. Yo pienso: «Melitón no tiene la cabeza en su lugar ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos
  • 7. 7 han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos.» Melitón vuelve a decir: —Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas. — ¿Cuáles yeguas? —le pregunta Esteban. Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina. Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto: —Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina? — ¡Es la mía! —dice él. —No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh? —No la merqué, es la gallina de mi corral. —Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no? —No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella. —Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice: —Estamos llegando al derrumbadero. Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras. Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra. Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos. Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites. — ¡Por aquí arriendo yo! —nos dice Esteban. Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba.
  • 8. 8 LA CUESTA DE LAS COMADRES Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran; pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos. Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casi todas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era. Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo. Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos. El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro. El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comía necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no; nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro. Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese viento lleno de olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos. Seguro eso pasó. La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados de año, y esos
  • 9. 9 ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez en cuanto, también, venían los cuervos volando muy bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar deshabitado. Así siguieron las cosas todavía después de que se murieron los Torricos. Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de nada. Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban acuclillando horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los ocotes del cerro de la Media Luna. Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber qué bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto teniendo en quién recargar la mirada, los dos se levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo. Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por qué, todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres. Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas. Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres. Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta. Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no sabía adonde iba.
  • 10. 10 De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en andanzas. Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar donde íbamos. «En cosa de un cuarto de hora estamos allá», me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos adonde estaba el arriero era ya alta la noche. El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije: —Ése que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo. —No, nada más ha de estar dormido —me dijeron ellos—. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se durmió. Yo fui y le di una patada en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante. —Está bien muerto —les volví a decir. —No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! —Fue todo lo que me dijeron. Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían siguiendo. Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros. De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de las Comadres. A Remigio Torrico yo lo maté. Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno; pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que al año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo. Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaba bien vacía de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores. Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico. Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
  • 11. 11 —Ir ladereando no es bueno —me dijo después de mucho rato—. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahi te lo haiga, porque yo he venido aquí a enderezarlas. Yo seguí remendado mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arría trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía: —A ti te estoy hablando —me gritó, ahora sí ya corajudo—. Bien sabes a lo que he venido. Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro. Sin embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido. Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida. —Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que hiciste —me dijo—; pero era tan amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte de Odilón. Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa. Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas. —Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces —siguió diciéndome—. Era algo duro de entendederas y le gustaba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo, o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido. Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no tenía nada que ver... —Oye —me atajó el Torrico—, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada. Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería. —Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé quién fue —oí que me decía casi encima de mi cabeza. — ¿De modo que fui yo? —le pregunté. — ¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti. La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en
  • 12. 12 dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano. Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arría, que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé. Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo. Por un momento pareció como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo. Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arría del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto. Ya debía haber estado muerto cuando le dije: —Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. Y ¿sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con ellos. »Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi zarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. Él lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió. «Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada. Eso le dije al difunto Remigio. Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato. Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes. De eso me acuerdo.
  • 13. 13 ES QUE SOMOS MUY POBRES Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaban, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada. Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río. El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño. Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta. A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente. Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años. Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
  • 14. 14 No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral, porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen. Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo. Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba. Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos. La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas las más grandes. Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima. Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para donde; pero andan de pirujas. Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita. La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
  • 15. 15 Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vuelta a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: «Que Dios las ampare a las dos.» Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención. —Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera donde quiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal. Ésa era la mortificación de mi papá. Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí, a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella. Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición. EL HOMBRE Los pies del hombre se hundieron en la arena, dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida, luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte. «Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil.» La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malasmujeres. Parecía un camino de hormigas de tan angosto. Subían sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allá y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano. Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: «No el mío, sino el de él», dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.
  • 16. 16 Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: «Voy a lo que voy», volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba. «Subió por aquí, rastrillando el monte —dijo el que lo perseguía—. Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja huellas siempre. Eso lo perderá.» Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba. Sacó el machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz. Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje. Se chupó los dientes y volvió a escupir. El cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia sobre los matojos con el machete: «Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas.» Oyó allá atrás su propia voz. «Lo señaló su propio coraje —dijo el perseguidor—. Él ha dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca... Eso sucederá cuando yo te encuentre.» Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche. La tierra se había caído para el otro lado. Miró la casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo. Se enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche. El que lo perseguía dijo: «Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños; después del "Descansen en paz", cuando se suelta la vida en manos de la noche y cuando el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe.» «No debí matarlos a todos —dijo el hombre—. Al menos no a todos.» Eso fue lo que dijo. La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas. El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte. Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo.
  • 17. 17 El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se habían ido siguiendo el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo. Se persignó hasta tres veces. «Discúlpenme», les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación. Y el machete estaba mellado: «Ustedes me han de perdonar», volvió a decirles. «Se sentó en la arena de la playa —eso dijo el que lo perseguía—. Se sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.» «El hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.» «No debí haberme salido de la vereda —pensó el hombre—. Por allá ya hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si juera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó.» Luego añadió: «No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro.» «Te cansarás primero que yo. Llegaré adonde quieres llegar antes que tú estés allí —dijo el que iba detrás de él—. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde eres y adonde vas. Llegaré antes que tú llegues.» «Éste no es el lugar —dijo el hombre al ver el río—. Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca.» Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían. «Caminaré más abajo. Aquí el río se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar.» «Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron primero que los tuyos.» Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido. ¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. «Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice
  • 18. 18 cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme. Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano.» «No debí matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No valía le pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara... Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche.» El hombre entró a la angostura del río por la tarde. El sol no había salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era después del mediodía. «Estás atrapado —dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río—. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala. Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición. Ésa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días. No importa el tiempo. Tengo paciencia.» El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. «Tendré que regresar», dijo. El río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido. «Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto desde ahora. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. No estaba con nadie; porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo.» El hombre recorrió un largo tramo río arriba. En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. «Creí que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa.» «Discúlpenme la apuración», les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada. Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones. Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando en el fondo.
  • 19. 19 Después rebalsó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía aire y estaba nublado. Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que alguien lo estaba espiando. Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones agujerados. Vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana. Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo vi volver con la misma traza de desorientado. Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso. «¿Qué trairá este hombre?», me pregunté. Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá abajo, echando buches de agua hasta desentriparse. Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido. Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento. Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta si usted quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí tieso. Usted ni quién se lo quite que tiene la razón. Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted. No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal. La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido! Lo vi venir más flaco que el día antes, con los güesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido. Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre. Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrimó y me dijo: « ¿Son tuyas esas borregas?» Y yo le dije que no. «Son de quien las parió», eso le dije. No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más ovachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar. Con decirle que tuve que echarle criolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre le había dado.
  • 20. 20 ¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos. Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes. Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad. Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las piernas: «Camino y camino y no ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.» Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas. Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos. Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos. Y estaba re flaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los güesos hasta dejarlos pelones. «El animalito murió de enfermedad», le dije yo. Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre. Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no sé nada. ¡Con decirle que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato! ¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora sí. Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdedizo. ¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino. Él solo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas. Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado. Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.
  • 21. 21 EN LA MADRUGADA San Gabriel sale de la niebla húmedo de rocío. Las nubes de la noche durmieron sobre el pueblo buscando el calor de la gente. Ahora está por salir el sol y la niebla se levanta despacio, enrollando su sábana, dejando hebras blancas encima de los tejados. Un vapor gris, apenas visible, sube de los árboles y de la tierra mojada atraído por las nubes; pero se desvanece en seguida. Y detrás de él aparece el humo negro de las cocinas, oloroso a encino quemado, cubriendo el cielo de cenizas. Allá lejos los cerros están todavía en sombras. Una golondrina cruzó las calles y luego sonó el primer toque del alba. Las luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo, que siguió roncando un poco más, adormecido en el color del amanecer. Por el camino de Jiquilpan, bordeado de camichines, el viejo Esteban viene montado en el lomo de una vaca, arreando el ganado de la ordeña. Se ha subido allí para que no le brinquen a la cara los chapulines. Se espanta los zancudos con su sombrero y de vez en cuando intenta chiflar, con su boca sin dientes, a las vacas, para que no se queden rezagadas. Ellas caminan rumiando, salpicándose con el rocío de la hierba. La mañana está aclarando. Oye las campanadas del alba en San Gabriel y se baja de la vaca, arrodillándose en el suelo y haciendo la señal de la cruz con los brazos extendidos. Una lechuza grazna en el hueco de los árboles y entonces él brinca de nuevo al lomo de la vaca; se quita la camisa para que con el aire se le vaya el susto, y sigue su camino. «Una, dos, diez», cuenta las vacas al estar pasando el guardaganado que hay a la entrada del pueblo. A una de ellas la detiene por las orejas y le dice estirando la trompa: «Ora te van a desahijar, motilona. Llora si quieres; pero es el último día que verás a tu becerro.» La vaca lo mira con sus ojos tranquilos, se lo sacude con la cola y camina hacia delante. Están dando la última campanada del alba. No se sabe si las golondrinas vienen de Jiquilpan o salen de San Gabriel; sólo se sabe que van y vienen zigzagueando, mojándose el pecho en el lodo de los charcos sin perder el vuelo; algunas llevan algo en el pico, recogen el lodo con las plumas timoneras y se alejan, saliéndose del camino, perdiéndose en el sombrío horizonte. Las nubes están ya sobre las montañas, tan distantes, que sólo parecen parches grises prendidos a las faldas de aquellos cerros azules. El viejo Esteban mira las serpentinas de colores que corren por el cielo: rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de la hierba. «Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué. Llegué al zaguán del corral y no me abrieron. Se quebró la piedra con la que estuve tocando la puerta y nadie salió. Entonces creí que mi patrón don Justo se había quedado dormido. No les dije nada a las vacas, ni les expliqué nada; me fui sin que me vieran, para que no fueran a seguirme. Busqué donde estuviera bajita la barda y por allí me trepé y caí al otro lado, entre los
  • 22. 22 becerros. Y ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don Justo que salía de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo arrejolándome contra la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí.» El viejo Esteban dejó entrar las vacas una por una, mientras las ordeñaba. Dejó al último a la desahijada, que se estuvo brame y brame, hasta que por pura lástima la dejó entrar. «Por última vez —le dijo—; míralo y lengüetéalo; míralo como si fuera a morir. Estás ya por parir y todavía te encariñas con este grandullón.» Y a él: «Saboréalas nomás, que ya no son tuyas; te darás cuenta de que esta leche es leche tierna como para un recién nacido.» Y le dio de patadas cuando vio que mamaba de las cuatro tetas. «Te romperé las jetas, hijo de res.» «Y le hubiera roto el hocico si no hubiera surgido por allí el patrón don Justo, que me dio de patadas a mí para que me calmara. Me zurró una sarta de porrazos que hasta me quedé dormido entre las piedras, con los huesos tronándome de tan zafados que los tenía. Me acuerdo que duré todo ese día entelerido y sin poder moverme por la hinchazón que me resultó después y por el mucho dolor que todavía me dura. »¿Qué pasó luego? Yo no lo supe. No volví a trabajar con él. Ni yo ni nadie, porque ese mismo día se murió. ¿No lo sabía usted? Me lo vinieron a decir a mi casa, mientras estaba acostado en el catre, con la vieja allí a mi lado poniéndome fomentos y cataplasmas. Me llegaron con ese aviso. Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser; pero yo no me acuerdo. ¿No cree usted que matar a un prójimo deja rastros? Los debe de dejar, y más tratándose de un superior de uno. Pero desde el momento que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso. Siento que me quedé dormido de a tiro y que cuando desperté estaba en mi catre, con la vieja allí a mi lado consolándome de mis dolencias como si yo fuera un chiquillo y no este viejo desportillado que yo soy. Hasta le dije: ¡Ya cállate! Me acuerdo muy bien que se lo dije, ¿cómo no iba a acordarme de que había matado a un hombre? Y, sin embargo, dicen que maté a don Justo. ¿Con qué dicen que lo maté? ¿Que dizque con una piedra, verdad? Vaya, menos mal, porque si dijeran que había sido con un cuchillo estarían zafados, porque yo no cargo cuchillo desde que era muchacho y de eso hace ya una buena hilera de años.» Justo Brambila dejó a su sobrina Margarita sobre la cama, cuidando de no hacer ruido. En la pieza contigua dormía su hermana, tullida desde hacía dos años, inmóvil, con su cuerpo hecho de trapo; pero siempre despierta. Solamente tenía un rato de sueño, al amanecer; entonces se dormía como si se entregara a la muerte. Despertaba al salir el sol, ahora. Cuando Justo Brambila dejaba el cuerpo dormido de Margarita sobre la cama, ella comenzaba a abrir los ojos. Oyó la respiración de su hija y preguntó: « ¿Dónde has estado anoche, Margarita?» Y antes que comenzaran los gritos que acabarían por despertarla. Justo Brambila abandonó el cuarto, en silencio. Eran las seis de la mañana.
  • 23. 23 Se dirigió al corral para abrirle el zaguán al viejo Esteban. Pensó también en subir al tapanco, para deshacer la cama donde él y Margarita habían pasado la noche. «Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella; pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto.» En eso iba pensando cuando se encontró al viejo Esteban peleándose con el becerro, metiendo sus manos como de alambre en el hocico del animal y dándole de patadas en la cabeza. Parecía que el becerro ya estaba derrengado porque restregaba sus patas en el suelo sin poder enderezarse. Corrió y agarró al viejo por el cuello y lo tiró contra las piedras, dándole de puntapiés y gritándole cosas de las que él nunca conoció su alcance. Después sintió que se le nublaba la cabeza y que caía rebotado contra el empedrado del corral. Quiso levantarse y volvió a caer, y al tercer intento se quedó quieto. Una nublazón negra le cubrió la mirada cuando quiso abrir los ojos. No sentía dolor, sólo una cosa negra que le fue oscureciendo el pensamiento hasta la oscuridad total. El viejo Esteban se levantó ya alto el sol. Se fue caminando a tientas, quejándose. No se supo cómo abrió la puerta y se echó a la calle. No se supo cómo llegó a su casa, llevando los ojos cerrados, dejando aquel reguero de sangre por todo el camino. Llegó y se recostó en su catre y volvió a dormirse. Serían las once de la mañana cuando entró Margarita en el corral, buscando a Justo Brambila, llorando porque su madre le había dicho después de mucho sermonearla que era una prostituta. Encontró a Justo Brambila muerto. «Que dizque yo lo maté. Bien pudo ser. Pero también pudo ser que él se haya muerto de coraje. Tenía muy mal genio. Todo le parecía mal: que estaban sucios los pesebres; que las pilas no tenían agua; que las vacas estaban re flacas. Todo le parecía mal; hasta que yo estuviera flaco no le gustaba. Y cómo no iba a estar flaco si apenas comía. Si me la pasaba en un puro viaje con las vacas: las llevaba a Jiquilpan, donde él había comprado un potrero de pasturas; esperaba a que comieran y luego me las traía de vuelta para llegar con ellas de madrugada. Aquello parecía una eterna peregrinación. »Y ahora ya ve usted, me tienen detenido en la cárcel y que me van a juzgar la semana que entra porque criminé a don Justo. Yo no me acuerdo; pero bien pudo ser. Quizá los dos estábamos ciegos y no nos dimos cuenta de que nos matábamos uno al otro. Bien pudo ser. La memoria, a esta edad mía, es engañosa; por eso yo le doy gracias a Dios, porque si acaban con todas mis facultades, ya no pierdo mucho, ya que casi no me queda ninguna. Y en cuanto a mi alma, pues ahi también a Él se la encomiendo.» Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla. En los cerros azules brillaba todavía el sol. Una mancha de tierra cubría el pueblo. Después vino la oscuridad. Esa noche no encendieron las luces, de luto, pues don Justo era el dueño de la luz. Los perros aullaron hasta el amanecer. Los vidrios de colores de la iglesia estuvieron encendidos hasta el amanecer con la luz de los cirios, mientras velaban el cuerpo del difunto. Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: «Salgan, salgan, salgan, ánimas de penas», con voz de falsete. Y las campanas estuvieron doblando a muerto toda la noche, hasta el amanecer, hasta que fueron cortadas por el toque del alba.
  • 24. 24 TALPA Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo. Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos —dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte—, entonces no lloró. Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima. Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados. Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos. La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él. Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza. Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo
  • 25. 25 nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo. Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizá tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás. «Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.» Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días. Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos. Me acuerdo muy bien. Me acuerdo muy bien de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio. Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara. Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados. Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de
  • 26. 26 Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. «Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo», dizque eso le dijo. Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo. Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubieran revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse. Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra. Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino. Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol, el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato. Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol, de aquel calor del sol repartido entre todos. Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa
  • 27. 27 detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos. En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros. Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso, bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir: «Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla.» Eso nos dijo. Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia. Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo le levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche. Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa. Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa. Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera. Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa
  • 28. 28 aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto. Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más. Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza. Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos. A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba. Pero no le valió. Se murió de todos modos. «...desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios...» Eso decía el señor cura desde allá arriba del pulpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo. Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto. Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
  • 29. 29 Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida. Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni qué hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó. Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte; que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo. Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel dolor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire. Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro. EL LLANO EN LLAMAS Ya mataron a la perra, pero quedan los perritos... (Corrido popular) «¡Viva Petronilo Flores!» El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo. Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales. En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros: «¡Viva mi general Petronilo Flores!» Nosotros nos miramos.
  • 30. 30 La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban «los Cuatro» y les dijo: «¡Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!» Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca. Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol. La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y «los Cuatro», iban también culebreando como si fueran con los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amóles que nos daban tantita sombra. Olía a eso: a sombra recalentada por el sol. A amóles podridos. Se sentía el sueño del mediodía. La boruca que venía de allá abajo se salía a cada rato de la barranca y nos sacudía el cuerpo para que no nos durmiéramos. Y aunque queríamos oír, parando bien la oreja, sólo nos llegaba la boruca: un remolino de murmullos, como si se estuviera oyendo de muy lejos el rumor que hacen las carretas al pasar por un callejón pedregoso. De repente sonó un tiro. Lo repitió la barranca como si estuvieran derrumbándose. Eso hizo que las cosas despertaran: volaron los totochilos, esos pájaros colorados que habíamos estado viendo jugar entre los amóles. En seguida las chicharras, que se habían dormido a ras del mediodía, también despertaron llenando la tierra de rechinidos. —¿Qué fue? —preguntó Pedro Zamora, todavía medio amodorrado por la siesta. Entonces el Chihuila se levantó y, arrastrando su carabina como si fuera un leño, se encaminó detrás de los que se habían ido. —Voy a ver qué fue lo que fue —dijo perdiéndose también como los otros. El chirriar de las chicharras aumentó de tal modo que nos dejó sordos y no nos dimos cuenta de la hora en que ellos aparecieron por allí. Cuando menos acordamos aquí estaban ya, mero en frente de nosotros, todos desguarnecidos. Parecían ir de paso, ajuareados para otros apuros y no para este de ahorita. Nos dimos vuelta y los miramos por la mira de las troneras. Pasaron los primeros, luego los segundos y otros más, con el cuerpo echado para adelante, jorobados de sueño. Les relumbraba la cara de sudor, como si la hubieran zambullido en el agua al pasar por el arroyo. Siguieron pasando. Llegó la señal. Se oyó un chiflido largo y comenzó la tracalera allá lejos, por donde se había ido la Perra. Luego siguió aquí. Fue fácil. Casi tapaban el agujero de las troneras con su bulto, de modo que aquello era como tirarles a boca de jarro y hacerles pegar tamaño respingo de la vida a la muerte sin que apenas se dieran cuenta. Pero esto duró muy poquito. Si acaso la primera y la segunda descarga. Pronto quedó vacío el hueco de la tronera por donde, asomándose uno, sólo se veía a los que estaban acostados en mitad del camino, medio torcidos, como si
  • 31. 31 alguien los hubiera venido a tirar allí. Los vivos desaparecieron. Después volvieron a aparecer, pero por lo pronto ya no estaban allí. Para la siguiente descarga tuvimos que esperar. Algunos de nosotros gritó: «¡Viva Pedro Zamora!» Del otro lado respondieron, casi en secreto: «¡Sálvame patroncito! ¡Sálvame! ¡Santo Niño de Atocha, socórreme!» Pasaron los pájaros. Bandadas de tordos cruzaron por encima de nosotros hacia los cerros. La tercera descarga nos llegó por detrás. Brotó de ellos, haciéndonos brincar hasta el otro lado de la cerca, hasta más allá de los muertos que nosotros habíamos matado. Luego comenzó la corretiza por entre los matorrales. Sentíamos las balas pajueleándonos los talones, como si hubiéramos caído sobre un enjambre de chapulines. Y de vez en cuando, y cada vez más seguido, pegando mero en medio de alguno de nosotros que se quebraba con un crujido de huesos. Corrimos. Llegamos al borde de la barranca y nos dejamos descolgar por allí como si nos despeñáramos. Ellos seguían disparando. Siguieron disparando todavía después que habíamos subido hasta el otro lado, a gatas, como tejones espantados por la lumbre. «¡Viva mi general Petronilo Flores, hijos de la tal por cual!», nos gritaron otra vez. Y el grito fue rebotando como el trueno de una tormenta, barranca abajo. Nos quedamos agazapados detrás de unas piedras grandes y boludas, todavía resollando fuerte por la carrera. Solamente mirábamos a Pedro Zamora preguntándole con los ojos qué era lo que nos había pasado. Pero él también nos miraba sin decirnos nada. Era como si se nos hubiera acabado el habla a todos o como si la lengua se nos hubiera hecho bola como la de los pericos y nos costara trabajo soltarla para que dijera algo. Pedro Zamora nos seguía mirando. Estaba haciendo sus cuentas con los ojos; con aquellos ojos que él tenía, todos enrojecidos, como si los trajera siempre desvelados. Nos contaba de uno en uno. Sabía ya cuántos éramos los que estábamos allí, pero parecía no estar seguro todavía; por eso nos repasaba una vez y otra y otra. Faltaban algunos: once o doce, sin contar a la Perra y al Chihuila y a los que habían arrendado con ellos. El Chihuila bien pudiera ser que estuviera horquetado arriba de algún amolé, acostado sobre su retrocarga, aguardando a que se fueran los federales. Los Joseses, los dos hijos de la Perra, fueron los primeros en levantar la cabeza, luego el cuerpo. Por fin caminaron de un lado a otro esperando que Pedro Zamora les dijera algo. Y dijo: —Otro agarre como éste y nos acaban. En seguida, atragantándose como si se tragara un buche de coraje, les gritó a los Joseses: « ¡Ya sé que falta su padre, pero aguántense, aguántense tantito! ¡Iremos por él!» Una bala disparada de allá hizo volar una parvada de tildíos en la ladera de enfrente. Los pájaros cayeron sobre la barranca y revolotearon hasta cerca
  • 32. 32 de nosotros; luego, al vernos, se asustaron, dieron media vuelta relumbrando contra el sol y volvieron a llenar de gritos los árboles de la ladera de enfrente. Los Joseses volvieron al lugar de antes y se acuclillaron en silencio. Así estuvimos toda la tarde. Cuando empezó a bajar la noche llegó el Chihuila acompañado de uno de «los Cuatro». Nos dijeron que venían de allá abajo, de la Piedra Lisa, pero no supieron decirnos si ya se habían retirado los federales. Lo cierto es que todo parecía estar en calma. De vez en cuanto se oían los aullidos de los coyotes. —¡Epa tú, Pichón! —me dijo Pedro Zamora—. Te voy a dar la encomienda de que vayas con los Joseses hasta Piedra Lisa y vean a ver qué le pasó a la Perra. Si está muerto, pos entiérrenlo. Y hagan lo mismo con los otros. A los heridos déjenlos encima de algo para que los vean los guachos; pero no se traigan a nadie. —Eso haremos. Y nos fuimos. Los coyotes se oían más cerquita cuando llegamos al corral donde habíamos encerrado la caballada. Ya no había caballos, sólo estaba un burro trasijado que ya vivía allí desde antes que nosotros viniéramos. De seguro los federales habían cargado con los caballos. Encontramos al resto de «los Cuatro» detracito de unos matojos, los tres juntos, encaramados uno encima de otro como si los hubieran apilado allí. Les alzamos la cabeza y se la zangoloteamos un poquito para ver si alguno daba todavía señales; pero no, ya estaban bien difuntos. En el aguaje estaba otro de los nuestros con las costillas de fuera como si lo hubieran macheteado. Y recorriendo el lienzo de arriba abajo encontramos uno aquí y otro más allá, casi todos con la cara renegrida. —A éstos los remataron, no tiene ni qué —dijo uno de los Joseses. Nos pusimos a buscar a la Perra; a no hacer caso de ningún otro sino de encontrar a la mentada Perra. No dimos con él. «Se lo han de haber llevado —pensamos—. Se lo han de haber llevado para enseñárselo al gobierno»; pero, aun así, seguimos buscando por todas partes, entre el rastrojo. Los coyotes seguían aullando. Siguieron aullando toda la noche. Pocos días después, en el Armería, al ir pasando el río, nos volvimos a encontrar con Petronilo Flores. Dimos marcha atrás, pero ya era tarde. Fue como si nos fusilaran. Pedro Zamora pasó por delante haciendo galopar aquel macho barcino y chaparrito que era el mejor animal que yo había conocido. Y detrás de él, nosotros, en manada, agachados sobre el pescuezo de los caballos. De todos modos la matazón fue grande. No me di cuenta de pronto porque me hundí en el río debajo de mi caballo muerto, y la corriente nos arrastró a los dos, lejos, hasta un remanso bajito de agua y lleno de arena. Aquél fue el último agarre que tuvimos con las fuerzas de Petronilo Flores. Después ya no peleamos. Para decir mejor las cosas, ya teníamos algún tiempo sin pelear, sólo de andar huyendo el bulto; por eso resolvimos remontarnos los pocos que quedamos, echándonos al cerro para escondernos de la persecución. Y acabamos por ser unos grupitos tan ralos que ya nadie nos tenía miedo. Ya nadie corría gritando: «¡Allí vienen los de Zamora!» Había vuelto la paz al Llano Grande. Pero no por mucho tiempo.