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¿QUÉ ES EL DERECHO? LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO
JURÍDICO
UNA INTRODUCCIÓN AL DERECHO TERCERA EDICIÓN
Javier Hervada
Profesor Ordinario de Filosofía del Derecho Catedrático de Derecho Canónico y
Derecho Eclesiástico del Estado
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Nota a la segunda edición
El libro que el lector tiene en sus manos es un pequeño clásico de la ciencia jurídica.
Su mérito principal radica en exponer de un modo meridianamente claro los puntos
fundamentales de la comprensión realista del derecho, de la que Hervada es uno de los
más conocidos exponentes y el primer sintetizador moderno.
En este libro de modestas proporciones y sencilla lectura, Hervada intenta esbozar las
líneas básicas de la definición del derecho y de la ciencia jurídica desde una perspectiva
que, siendo muy antigua, estuvo mucho tiempo olvidada y que hoy se sostiene todavía
minoritariamente en el mundo académico. Con ello el autor no pretende resucitar fósiles
viejos o abolir todos los logros de la ciencia jurídica moderna sino simplemente liberar al
saber jurídico de una serie de defectos de fundamentación (el desconocimiento de la
razón práctica, la separación absoluta entre el ser y el deber ser o entre lo jurídico y lo
humano, la negación de la dignidad, el excesivo formalismo, etc.) que inevitablemente lo
conducen a aporías insalvables y ponen en entredicho la justificación del oficio del
jurista. Así pues, en este libro se compendia una verdadera propuesta de revolución
jurídica, que al reconsiderar los cimientos mismos de la comprensión moderna del
derecho, supone una reconstrucción de la ciencia jurídica, que rescata los elementos
valiosos de la tradición moderna y brindándoles un fundamento mucho más sólido los
hace más funcionales y coherentes.
Hay que notar, además, que aunque el sistema realista hervadiano que se plasma en
esta obra es ciertamente un intento de restauración de la concepción del derecho recogida
en la filosofía jurídica aristotélico tomista y seguida como práctica común por la mayor
parte de los juristas hasta el siglo XVII, no es por ello una mera repetición de los textos
jurídicos clásicos. Por el contrario, el pensamiento jurídico hervadiano es original en
muchísimos aspectos ya que el talante auténticamente realista de su autor lo mueve a
contemplar ante todo la realidad y a partir siempre de la experiencia jurídica.
Consiguientemente, ya que el fenómeno jurídico no se manifiesta de modo
absolutamente igual en el siglo XXI que en el siglo XIII y ya que los tópicos más
acuciantes de la ciencia jurídica hoy en día no son exactamente los que preocuparon a
los antiguos y medievales, la comprensión verdaderamente realista del derecho –que es
la que defiende Hervada– no puede ignorar dichos cambios ni las dimensiones de lo
jurídico puestas de relieve en la modernidad (ej., los derechos subjetivos y los derechos
humanos) dado que de lo contrario se convertiría en arqueología conceptual. Esta
preocupación fundamental por la realidad jurídica es probablemente una de las razones
de la originalidad y pertinencia del pensamiento hervadiano así como una de sus notas
distintivas frente a otros intentos de exposición del realismo jurídico clásico más
centrados en la exposición casi textual del pensamiento clásico.
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Dicho lo anterior parece importante intentar esbozar los rasgos más prominentes del
realismo que Hervada propone como alternativa al normativismo y al subjetivismo que
han dominado la ciencia jurídica moderna en los últimos siglos. Para hacerlo, es preciso
señalar por una parte los supuestos filosóficos en los que dicha comprensión está basada
y luego mencionar los elementos definitorios del derecho y lo jurídico en clave realista.
Como su nombre lo insinúa el realismo jurídico clásico se asienta en las premisas del
realismo filosófico cuyas tesis fundamentales se podrían resumir en las afirmaciones de
que la realidad (dentro de la que se incluye la estructura del ser humano) existe con
independencia del hecho de ser conocida, afirmada o deseada por el hombre, que por el
contrario, es principio y fundamento del conocimiento y finalmente, de que ni la realidad
ni su cognosibilidad se agotan en el plano de lo meramente fenoménico o sensible.
Igualmente, es propio de dicho realismo aceptar una dimensión de moralidad en la
realidad humana, asequible a la razón práctica. El reconocimiento de estos supuestos
filosóficos implica necesariamente una ruptura con las filosofías del derecho
mayoritariamente aceptadas en la actualidad, dado que estas se sustentan casi siempre en
tesis idealistas y positivistas.
Las más importantes tesis jurídicas que se recogen en este libro se podrían resumir a
su vez en la aseveración de que, en su significado principal, el derecho se identifica con
lo justo (to dikaion, la misma cosa debida) cuya determinación corresponde a un saber
práctico. Esta forma original de realismo jurídico se caracteriza además por una
comprensión analógica del concepto de derecho que permite integrar ciertos significados
secundarios o extensivos de lo jurídico (la norma, la facultad) en virtud de su relación
con el significado primigenio antes expuesto y por la aceptación de que la naturaleza
humana (en sentido metafísico y dinámico) es fuente efectiva de derecho vigente, tan
aplicable como el que procede de la autoridad humana.
El mérito más importante de esta tesis realista consiste en sustraer a «lo justo» y a «la
justicia» del plano de los nobles e inalcanzables ideales, mostrándolos como realidades y
acciones realizables y verdaderamente exigibles en la sociedad.
Por último, es justo destacar algunas de las virtudes específicas de esta obra en
particular. De ella ya se ha dicho en líneas anteriores que es una obra sencilla y de
inusual claridad en trabajo académico. Esta cualidad no debe dejar de ser elogiada puesto
que gracias a ella conceptos bastante elaborados y que implican una cierta dificultad son
puestos al alcance de todos, incluyendo a quienes son todavía legos en el arte del
derecho.
Es bien sabido que el mérito de un maestro no radica en su destreza para hablar con
otros sabios sino en la capacidad de transmitir la verdad de modo diáfano y sencillo a
todos los que la buscan, así no sean doctos o letrados. Con esta pequeña obra, que
renuncia a veces al tecnicismo en aras de la claridad, Javier Hervada demuestra una vez
más que es un verdadero maestro.
Camila Herrera Pardo
Universidad de la Sabana
Bogotá, Colombia
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Prólogo
Este libro es una introducción al derecho. Ello quiere decir que va orientado en gran
medida a personas que, o bien están en los comienzos de sus estudios de derecho (sea en
una Facultad de Derecho, sea en una Facultad de Derecho Canónico) o que siendo ya
juristas o canonistas con experiencia, desean recordar y reexaminar los fundamentos de
su oficio.
Es, pues, un libro en cierto sentido elemental, pero está lejos de ser de divulgación.
Por eso he intentado ser claro, pero no garantizo que siempre sea fácil.
Además, me atrevería a decir que no es una introducción al uso. En algo puede
calificarse de original. Es una introducción al derecho desde la perspectiva del realismo
jurídico clásico (el derecho como lo justo), que si bien es una perspectiva tan antigua
como los juristas romanos, prácticamente fue sustituida a partir del siglo XIV por el
subjetivismo (el derecho como el derecho subjetivo) y seguidamente por el
normativismo (el derecho como la norma), que es todavía hoy la perspectiva dominante.
Por eso, volver al realismo jurídico es un intento de renovación y modernización de la
ciencia jurídica. No es volver la vista atrás, es despejar a la ciencia del Derecho de una
visión caduca y anticuada, que ha mostrado suficientemente su esterilidad y la
deformación que ha impreso al oficio de jurista. En este sentido, este libro puede
considerarse como una exposición sintética y propedéutica del realismo jurídico clásico,
una forma distinta de lo habitual de comprender el derecho. Por ello creo que puede
interesar a juristas y canonistas indistintamente.
De todo cuanto se dice en esta introducción, pienso que lo principal es que una idea
quede bien grabada: la ciencia del derecho tiene como finalidad fundamental que la
sociedad sea justa, con esa justicia real y concreta que consiste en que se respete y se dé
a cada hombre su derecho, aquello que es suyo. Tarea importante y de incalculable
trascendencia social, aunque a veces cueste grandes esfuerzos conseguirlo. En todo caso,
es una tarea en la que vale la pena empeñarse.
Pamplona, a 9 de enero de 2002
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1. Toda la verdad sobre la carrera de Derecho
1. Introducción
La carrera de Derecho presenta una singularidad respecto a otras carreras. Si se
pregunta a un estudiante de Medicina qué va ser cuando termine la carrera, responderá
sin dudarlo: médico. Es verdad que unos pocos que estudian Medicina no ejercerán de
médico —esto es, no se dedicarán a ver y curar enfermos— sino a otras actividades —
principalmente de investigación—, relacionadas con la Medicina. Conozco a un
prestigioso investigador, catedrático de una Facultad de Medicina, que suele enfadarse
cuando alguien le presenta como médico o le pregunta qué hacer para curar tal o cual
enfermedad: yo no soy médico, es su invariable respuesta. Estos casos son excepciones.
La Facultad de Medicina enseña a sus alumnos cómo ser médicos, y aunque es verdad
que resulta prudente no intentar que un recién graduado le cure a uno —mejor es esperar
a que adquiera algo de experiencia—, no es menos cierto que el licenciado en Medicina
tiene los conocimientos básicos para ser médico. Lo mismo ocurre con otras carreras
como la de Arquitectura o las distintas ramas de la Ingeniería.
En cambio, si se pregunta a un estudiante de Derecho qué piensa ser al terminar la
carrera, pueden recibirse una multitud de respuestas, tantas cuantas salidas tiene la
carrera, que pasan de un centenar. Eso, si el preguntado no se encoge de hombros y
responde, ante el asombro del que pregunta: «no sé todavía qué voy a hacer».
¿Qué ocurre entonces? ¿La carrera de Derecho es un conglomerado de conocimientos
con poca conexión entre unas y otras asignaturas? ¿O será que enseña un poco de todo?
Si esto fuese verdad, a los graduados en Derecho se les podría aplicar aquel dicho de que
«hombre de muchos oficios, maestro en ninguno». Sin embargo, la experiencia nos dice
todo lo contrario: entre los mejores de una serie de profesiones, desde políticos a
diplomáticos, se encuentran graduados en Derecho. La carrera de Derecho no enseña
muchos oficios o saberes; enseña un solo oficio o saber, que habilita —eso sí— para una
gran diversidad de profesiones.
Por los menos hace algunos años eran muchos los que pensaban que la Facultad de
Derecho enseña a ser abogado, que sería ese oficio o saber del que hablamos. Esta idea
sobre la carrera de Derecho sólo tiene un pequeño inconveniente: en las Facultades de
Derecho —esto debe quedar muy claro— no se enseña a ser abogado; entre otras cosas,
de sus planes de estudio están ausentes la dialéctica y la retórica que son dos artes
imprescindibles para el abogado.
Sobre la carrera de Derecho y lo que se enseña en una Facultad de Derecho se debe
saber de antemano toda la verdad: a la Facultad de Derecho se va a aprender a ser
jurista. Y no se alarme nadie ante esta verdad; lo que significa el nombre de jurista es un
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saber o un arte que abrirá las puertas de una multitud de profesiones, más que cualquier
otra carrera. Algunas consisten en ser juristas sin más, juristas por antonomasia: jueces y
magistrados; otras representan algunas facetas o derivaciones, como ser abogado o
notario; y otras son profesiones para las cuales es necesario o conveniente ser jurista:
diplomático, político o inspector de Hacienda.
2. Ser jurista
¿Qué quiere decir jurista? Esta palabra viene del latín, lengua de los juristas romanos,
que fueron quienes transformaron el saber derecho en un arte o ciencia. El derecho se
llamaba en latín ius (o jus; la letra «j» no es más que una «i» alargada) y de ahí se
denominaron juristas quienes se dedican al derecho (al ius), como se llaman futbolistas
los profesionales del fútbol o artistas quienes se dedican al arte. Al lector le está
permitido pensar que, puesto que en castellano se usa la palabra derecho, sería preferible
que los juristas recibieran un nombre derivado de esta palabra y así se evitarían
extrañezas. El caso es que, en la Edad Media, cuando el castellano comenzó a formarse,
ya hubo ese intento, pero la palabra que salió fue derechurero, que todavía aparece en
algunos diccionarios; a la justicia la llamaron derechuría y así ocurrió con otros términos
derivados de derecho. Se comprende que derechurero y derechuría fuesen palabras
pronto olvidadas y hoy sigamos agradecidos al buen sentido de nuestros antepasados,
hablando de jurista y de justicia.
3. Hombre de leyes
Jurista es, sencillamente, el hombre de derecho, el hombre que sabe derecho.
También se dice con frecuencia que es hombre de leyes. Esta segunda expresión, hombre
de leyes, es más comprensible para los no especialistas y no pocos juristas están
convencidos de que es la mejor. De estos juristas se dice que son normativistas, porque
afirman que el derecho es la ley (también llamada norma, de donde viene normativismo).
En las páginas que siguen, veremos que la ley y el derecho no son lo mismo, pero el
normativismo es la concepción del derecho dominante.
No son de extrañar estas diferencias en la noción misma de derecho, es que la noción
de derecho depende de la noción del hombre y de la sociedad. Y hemos llegado a una
sociedad tan pluralista que los hombres llegamos a poner en tela de juicio hasta las ideas
más elementales.
Sin embargo, lo que pretendemos en este libro es justamente mostrar que ni el
derecho se confunde con la ley, ni el jurista es propiamente un hombre de leyes, aunque
el conocimiento de éstas sea de primordial importancia para él.
Llegados a este punto nos toca pasar a explicar en qué consiste el derecho y, en
consecuencia, en qué consiste ser jurista.
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2. Por qué existe el arte del derecho
1. Saber derecho es una ciencia práctica
Saber derecho, conocerlo, es una ciencia práctica. Hoy es muy frecuente que se tenga
un concepto muy reducido de lo práctico. Se llama práctico a lo que produce una
utilidad inmediata: dinero, placer, bienes de consumo, un puesto de trabajo o —de forma
más extrema— lo que sirve a la reforma de las estructuras o a la revolución social. Esto
es lo práctico, lo demás son teorías, filosofías o, con una expresión menos académica,
historias. Con este sentido tan restringido de lo práctico resulta difícil entender qué se
quiere decir con que saber derecho es una ciencia práctica. Y no es extraño que haya
estudiantes que se quejen de que las explicaciones de los profesores son, a veces, poco
«prácticas»: lo que no les sirve directamente para preparar los exámenes o las
oposiciones, o ganar los futuros pleitos, o hacer las liquidaciones de impuestos, se les
antoja cosa abstracta o demasiado teórica: lo que hace falta, dicen, son clases prácticas.
Personalmente soy un convencido de que nada hay tan útil como las cosas inútiles.
Nada tiene más utilidad ni sirve tanto para realizarse plenamente en la vida como la
sabiduría que da la metafísica, la parte más abstracta y menos «práctica» de la poco
«práctica» filosofía, por no hablar de la religión, que decide el destino eterno del
hombre. Pero no voy a seguir por este derrotero. Si medimos lo práctico por sus
utilidades inmediatas, no cabe duda de que la carrera de Derecho es muy práctica,
porque tiene muchas salidas profesionales y es una de las que menos se resiente del
problema del paro, aunque sin verse libre de él. No es, sin embargo, en este sentido en el
que decimos que saber derecho es una ciencia práctica.
2. Determinar lo justo
De las ciencias —o conocimientos sistemáticamente organizados— se dice que son
especulativas o prácticas en un sentido que tiene poco que ver con lo práctico al que
acabamos de aludir. La palabra especulativa viene de speculum o espejo; quiere decir
que se trata de un conocimiento que refleja la realidad sin hacerla o construirla. Si una
persona se dedica al estudio del arte, llegará a conocer los cuadros de los pintores
estudiados en sus más mínimos detalles; puede ser que lo sepa todo o casi todo de los
cuadros, desde las sustancias que el pintor usó como pinturas, hasta la dirección de cada
una de las pinceladas. Pero todo esto es conocimiento especulativo; estos conocimientos
no le habilitarán para pintar, si no tiene el arte de la pintura. Este arte consiste en saber
pintar cuadros y es una ciencia práctica. Ciencia práctica y arte es lo mismo; es arte toda
ciencia práctica y no sólo las llamadas Bellas Artes. Es claro, pues, que una cosa es
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conocer los cuadros (ciencia especulativa) y otra cosa es saber pintarlos (arte o ciencia
práctica). Un crítico taurino, que sabe distinguir una buena chicuelina de otra defectuosa,
puede ser incapaz de coger bien la muleta. ¿Qué es, pues, un arte o ciencia practica? Es
saber hacer las distintas cosas.
Por otra parte, para saber hacer una cosa hacen falta muchas veces conocimientos al
parecer inútiles, es decir, que no son inmediatamente prácticos. Un ejemplo bien claro
son las matemáticas; la matemática es una ciencia especulativa y de las más abstractas:
nada se hace inmediatamente con las matemáticas; después de una operación aritmética
nada nuevo se ha hecho, simplemente se conoce un dato. Incluso las cifras escritas en el
papel pertenecen al arte de escribir y no a las matemáticas. Sin embargo, son muy pocas
las cosas que se pueden hacer sin usar las matemáticas. Lo que antes decía: nada más útil
que lo «inútil». También para saber derecho hacen falta conocimientos especulativos —
poco o nada «prácticos»—, pero esencialmente es un arte o ciencia práctica. ¿Y qué es lo
que de práctico sabe el jurista? Sabe algo tan fundamental y tan importante para las
relaciones sociales como es lo justo. El jurista se dedica a desvelar qué es lo justo en las
relaciones sociales, en la sociedad; es, por así decirlo, el técnico de la justicia, el que
sabe de lo justo y de lo injusto.
Probablemente algún lector, ante estas afirmaciones, sienta un movimiento de
escepticismo o de protesta. ¿Quién sabe qué es lo justo? Esto de lo justo suena más a
política que a derecho. Además algunos juristas —precisamente aquellos que llamamos
normativistas—, si llegan a leer estas páginas, afirmarán: demasiado pretencioso,
bastante hace el jurista con averiguar lo que es legal e ilegal. Sin embargo, ya hemos
dicho que quienes del saber derecho hicieron un arte fueron los juristas romanos; y es de
suponer que —si tal hazaña hicieron con el derecho— lo conocerían bastante bien. Por
otra parte, es sabido que el genio romano fue eminentemente práctico, poco dado a
especulaciones o a utopías. Pues bien, son los romanos quienes definieron el arte del
derecho como la ciencia de lo justo y de lo injusto. A lo mejor la justicia y lo justo
resultan ser menos pretenciosos o utópicos de lo que parece y no es más o menos difícil
conocer lo justo que averiguar lo legal. O resulta que la justicia es bastante menos propia
de la política de lo que puede dar a entender la frecuencia con que los políticos la usan y
pronuncian ese latiguillo de la «sociedad justa y solidaria». ¿No se habrá idealizado la
justicia? Pudiera ser que hubiésemos confundido el popular pollo al alcance de todos los
bolsillos con un faisán dorado. Quién sabe si la justicia no es esa utopía propia del
«mejor de los mundos» o es algo bastante mas asequible que la «sociedad justa y
solidaria». Por lo menos se reconocerá que es sospechoso que los juristas romanos
tuviesen de lo justo y de lo injusto un sentido tan utópico e idealizado como parecen
tener nuestros contemporáneos, si es verdad —como dicen todos los historiadores— que
los romanos, a causa de su genio práctico, no legaron grandes especulaciones, pero sí
hicieron —por su genio práctico— una decisiva contribución a la civilización occidental:
el arte del derecho, o sea la ciencia de lo justo.
Por cierto que, después de decir que el jurista es hombre de derecho, hemos descrito
su saber como la ciencia de lo justo. ¿No es esto un ejemplo de incongruencia? El saber
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del jurista ¿es la ciencia de lo justo o la ciencia del derecho? No hay que precipitarse en
pretender descubrir incongruencias: lo justo es justamente el derecho; decir lo justo es
nombrar al derecho, porque son lo mismo. Cuando, por ejemplo, decimos que es derecho
del arrendatario ocupar el piso alquilado, estamos diciendo que esto es lo justo, supuesto
el contrato de arrendamiento. Correlativamente, si se interfiere o ataca un derecho,
decimos que eso es injusto. Lo injusto es la lesión del derecho.
Quizás con esta breve aclaración se pueda intuir que la justicia y lo justo no son tan
utópicos como parecen, a menos que entendamos que el derecho es una utopía.
3. Por qué existe el derecho
Pero dejemos de momento la identidad entre derecho y lo justo y comencemos ya a
explicar qué son la justicia y el derecho. Para ello hemos de remontamos a la raíz del
derecho, a su origen, resumiendo la cuestión en esta pregunta: ¿por qué existe el
derecho?
Puede resultar útil, para responder a esta pregunta, plantearla de otra manera, que no
es equivalente, pero que nos puede conducir a encontrar la contestación por un camino
más simple. ¿Por qué ha nacido el arte del derecho?
Todo arte responde a una necesidad. Unas veces se trata de ese tipo de necesidades
que se llaman primarias o primeras; así existen los llamados artículos de primera
necesidad. En el polo opuesto están necesidades que nos hemos creado los hombres, de
las cuales podríamos prescindir con un poco de sentido común o, simplemente, siendo
más temperantes y sobrios. Pero en cualquier caso, como el arte consiste en saber hacer,
saber producir y cosas similares, es claro que todo arte nace para satisfacer una
necesidad. Depende, pues, de hechos o factores de la vida humana. Y así ocurre con el
derecho.
¿Cuál es la necesidad que satisface el arte del derecho, de qué hecho social o factor de
la vida humana depende?
Ante todo —para que no nos perdamos en la jungla de opiniones o descarriemos el
camino— vamos a delimitar con la mayor precisión posible el aspecto de la vida humana
que es propio del jurista. Obsérvese bien, no del político, ni del ciudadano, ni del
Parlamento. Juristas son los jueces, los abogados, los letrados del Consejo de Estado, los
notarios, etc. No son juristas —no es ese su oficio propio, aunque acaso posean el arte
del derecho por haberlo aprendido— ni los diputados, ni los gobernadores civiles, ni el
Presidente del Gobierno. Si, dentro de las funciones o poderes del Estado, queremos
delimitar el arte del derecho, no acudiremos al Parlamento o Poder Legislativo, ni al
Gobierno o Poder Ejecutivo; acudiremos al Poder Judicial. Efectivamente, los jueces y
magistrados son juristas, cuya misión es ejercer el arte del derecho. Lo ejercen también
quienes tienen relación inmediata con la función judicial; si la misión del juez es resolver
controversias, también son juristas quienes mantienen la controversia ante el juez como
letrados de las partes: los abogados y el fiscal.
Centrémonos, como ejemplo más representativo del arte del derecho, en quienes
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intervienen en un juicio. Las demás profesiones u oficios, en cuanto tienen de jurídicas,
no son mas que variantes.
¿Qué plantea el letrado del actor, esto es, de quien interpone una petición —una
demanda— ante el juez o tribunal? Se dice que acude en demanda de justicia; bien, pero
¿qué pide? Es claro que no habla en términos de la «sociedad justa y solidaria»; quienes
hablan en estos términos —téngalo el lector muy presente— no acuden a los jueces;
acuden al Parlamento, a la opinión pública o al Gobierno. Cuando se acude al juez en
demanda de justicia, los términos son mucho más modestos y, si se quiere, prosaicos. Al
juez se le pide que declare que de la herencia de X le corresponde tanto o cuanto a Y,
que es el actor; o que A debe a B tal cantidad de dinero y que, en consecuencia, se le
obligue a pagar lo debido; que C tiene derecho a pasar por el fundo (el campo) de D (lo
que se llama una servidumbre de paso); que el alcalde de la ciudad E se ha extralimitado
en sus poderes al ordenar el derribo del edificio construido por F, etc., etc. ¿Qué es lo
que se pide? Sencillamente se pide que el juez dicte sentencia, que diga con autoridad —
una sentencia es un dicho y sentenciar equivale a decir— qué es lo que corresponde a
cada una de las partes del proceso judicial. Se le pide que sentencie o diga que tal parte
de la herencia de X corresponde a Y, que tal cantidad de dinero debe ser entregada a B
por A, que el alcalde de E no tenía el poder que se arrogó, etc. Incluso en procesos en los
cuales parece que se pide sólo comparar dos leyes entre sí —v. gr. la
inconstitucionalidad de una ley— lo que, en definitiva, dirá el juez, al declarar
inconstitucional la ley, es que quien la dictó carecía de poder para dar una ley contraria o
no congruente con la Constitución. El juez sentencia o dice lo que corresponde a cada
uno, sentencia sobre lo suyo de cada cual. También el abogado dice y defiende lo que
cree que es de su cliente (lo suyo de su cliente), aunque procure —sin por ello faltar a la
ética profesional— defender la solución más favorable. Del mismo modo puede
describirse la tarea del fiscal y, de una u otra forma, la de los demás juristas. Otra cosa
distinta es que, en la realidad, no hay oficios puros, esto es, sólo y exclusivamente
dedicados a la función de jurista. El juez también modera el proceso, dicta providencias
y autos y ordena la ejecución de la sentencia; en algunos casos es el encargado del
Registro Civil.
Lo suyo, lo de cada uno, éste es el objeto del saber del jurista. A la cosa de cada uno
—a lo suyo— le llamamos derecho, el derecho de cada cual; de donde determinar lo
suyo, lo de cada uno, es determinar el derecho. El arte de lo suyo, de lo de cada uno, es
el arte del derecho. Y como el jurista no es un benefactor o mecenas ni un cicatero, lo
que determina no es lo que a cada uno le conviene, lo que le gusta o desea, o lo menos
posible o cualquier otra cosa, sino su derecho, ni menos ni más, exactamente lo que le
está atribuido; el jurista señala lo justo que hay que darle a cada uno. De donde resulta
que lo suyo, lo justo y derecho son tres modos de nombrar lo mismo.
4. El reparto de las cosas
Pero con esto nos hemos apartado del discurso emprendido. Estábamos intentando
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ver a qué necesidad responde el arte del derecho o a qué aspecto de la vida social debe su
origen. El aspecto de la vida social a la que el arte del derecho responde nos viene dado
por cuanto acabamos de exponer. Si hay cosas que corresponden a uno o a otro, si hay
cosas suyas —de cada uno—, si lo justo o derecho son cosas que pertenecen a sujetos
determinados, es claro que ello obedece a que no todo es de todos o, dicho de otra
manera, a que las cosas están repartidas.
Algunos han dicho que este fenómeno reside mas bien en la escasez de las cosas, que
es lo que hace que los hombres se las disputen o haya necesidad de asignarlas a unas
personas y no a otras. Pero esta posición no nos parece correcta. Por ejemplo, aunque
hubiese superabundancia de alimentos y todos pudiesen tomar tantos cuantos quisieran,
cada hombre se apropiaría de una cantidad determinada —luego los alimentos
quedarían repartidos—; que nadie le disputase su parte, lo único que indica es que no
habría riñas y, en el plan general de todas las cosas, quiere decir que los juzgados no
existirían, como no existirían los abogados, etc.; mas esto no significa la desaparición del
derecho. Podemos poner otro ejemplo, la superabundancia de automóviles. ¿Qué
ocurriría si por esa superabundancia ningún automóvil estuviese asignado a nadie? Cada
ciudadano, al salir de su casa, cogería el primer coche que encontrase y se iría al lugar de
trabajo; al salir haría lo propio. De momento parece una situación paradisíaca si no fuese
por pequeños detalles; por ejemplo, ¿qué haría con las maletas que lleva, si en lugar de
volver a casa debe ir directamente al aeropuerto para realizar un viaje? Como nada
estaría asignado a nadie, no habría problema: si alguien se llevó el coche con las maletas,
cogería las primeras maletas que encontrase —los bienes se suponen superabundantes—
y los enseres que otros habrían dejado aquí y allí y se los llevaría... ¿Para qué continuar?
Esto no sería un paraíso, sería un manicomio. Lo suyo, la atribución de las cosas —el
derecho— no deriva de la escasez de los bienes, sino de otra cosa distinta: el hombre se
mueve en las dimensiones de cantidad y espacio e igualmente ocurre con las cosas de las
que se sirve. En otro orden, el hombre es finito y la sociedad humana implica una
división de funciones y tareas (no todos pueden ser al mismo tiempo Jefe de Estado,
gobernador civil, coronel, juez, panadero, fontanero, etc.). La vida humana exige que las
cosas —bienes, funciones, cargas, etc.—, estén repartidas y, en consecuencia, atribuidas
a distintos sujetos; de ahí nace lo mío, lo tuyo, lo suyo.
Si las cosas están repartidas, no todo es de todos. Y esto es una necesidad social.
Supongamos que todo fuese de todos. Si esto ocurriese, el dinero que uno tiene para sus
gastos le podría ser arrebatado por otro, pues tanto sería de uno como de otro. Si el
propio cuerpo perteneciese a todos, ante un enfermo de los dos riñones, se podría coger
al primer hombre sano que se encontrase y sacarle un riñón para trasplantarlo al enfermo.
Si las viviendas no estuviesen atribuidas y repartidas, cada cual podría invadir la que se
le antojase, etc., etc. La vida humana sería un infierno; el normal desarrollo de la vida
del hombre pide que exista alguna atribución de las cosas, que no todo sea de todos, al
menos en el sentido de respetar el pacífico uso de las cosas; aunque sea esa mínima
atribución que supone que si un ciudadano se sienta en un banco público, otro ciudadano
no pueda echarle para sentarse él. El hombre tiene, al menos, que poder decir que,
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mientras está sentado en un banco público, el estar sentado es algo suyo, que se le
atribuye y, por lo tanto, es derecho suyo.
Que no todo esté atribuido a todos es una necesidad social, que da origen al hecho de
que las cosas estén repartidas. Y, al estar las cosas repartidas, hay derechos. Habiendo
derechos, existe el arte del derecho.
De lo dicho, se desprende que la necesidad que subviene el arte del derecho es de las
llamadas primeras o fundamentales. El derecho es un artículo de primera necesidad.
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3. La justicia
1. El orden social justo
Ya hemos señalado que el derecho surge con el hecho de que las cosas están
repartidas. Lo que venimos llamando derecho es la cosa justa, la cosa atribuida a una
persona. Pero no sería correcto dejar de advertir que a la ley se la denomina también
derecho, por traslación de lenguaje: ese fenómeno lingüístico en virtud del cual usamos
la misma palabra para designar dos cosas relacionadas entre sí; por ejemplo, decimos
«una radio» para referirnos tanto a la empresa que emite programas radiofónicos como al
aparato receptor, o se llama «café» al local donde se va a tomar la infusión de café.
Cuando el derecho se toma como ley, el principio no es el del reparto de las cosas,
sino la ordenación de las conductas. El hecho originario no es el reparto, sino el orden
del obrar humano; pues, en efecto, la ley tiene por función propia ordenar racionalmente
las conductas humanas. Pero no se debe olvidar que ordenar o regular la vida social
según criterios racionales no es lo propio del jurista, sino del gobernante. Por eso, las
leyes no las hacen los órganos judiciales, las hacen los órganos políticos: el Parlamento,
el Gobierno o el propio pueblo por costumbre o por plebiscito o referéndum. Hacer leyes
es un arte que corresponde a los políticos; es parte del arte de la política, que es quien
tiene que construir la sociedad según justicia, libertad y solidaridad.
Si el jurista dice qué conducta social es ordenada, lo hace siempre en relación con el
orden establecido por la naturaleza o por la política y en tanto esa conducta es lo justo,
esto es, pertenece al campo de la libertad o del deber de alguien: obrar o no obrar en un
sentido determinado porque es lo justo en relación a otro o al cuerpo social. Ordenar
conductas sociales es, propiamente, arte político. Por eso, hay que insistir en que el
concepto clave del arte del derecho es el del reparto, no el del orden. Pero, cabría
objetar, ¿no se dice que la finalidad del arte del derecho es el orden social justo? Sí, en
efecto, la finalidad del arte del jurista es el orden social justo. Ahora bien, ¿qué se quiere
significar con orden social justo? No, desde luego, las utopías o las prácticas políticas,
sino aquel estado de la sociedad en la que cada cual tiene lo suyo y lo usa sin
interferencias. Mas aquí el concepto clave sigue siendo el del reparto.
2. La justicia
Hemos hablado repetidamente de justicia y de lo justo y acabamos de referirnos al
orden justo. ¿Qué es, pues, la justicia?
Ante esta pregunta los normativistas suelen mostrarse un tanto remisos; podría
decirse que la pregunta les incomoda. No es extraño. Pretender definir la justicia desde la
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norma —como valor o dimensión original de la ley— es tiempo perdido. Siempre que
desde la perspectiva de la ley se ha pretendido definir la justicia —y algunos intentos
vienen de la Antigüedad griega—, se ha caído en una nueva torre de Babel. En los
últimos tiempos han aparecido más de doscientas definiciones de la justicia, hasta el
punto de que puede observarse una creciente dosis de escepticismo sobre la noción de
justicia. Y es que se ha errado la perspectiva. La justicia no es originariamente un efecto
de la norma, no nace de la ley y, por eso, no es una dimensión originaria —nacida— de
la política. A la política y, por lo tanto, a la ley, la justicia les es dada. Y se las da el
derecho (las cosas justas). No es algo puesto originariamente por la ley y la política. Por
eso, hacer derivar todo derecho de la ley, impide entender la justicia. Porque la justicia
depende del derecho y, por lo tanto, sólo si se admite algún derecho preexistente a la ley
y al arte de la política, se puede introducir la justicia en la ley y en la política. Más
adelante volveremos sobre este punto. Basten de momento estas consideraciones previas.
3. Dar a cada uno lo suyo
Los juristas romanos —recordemos que ellos transformaron el conocimiento del
derecho en arte— definieron la justicia como dar a cada uno lo suyo, o también dar a
cada uno su derecho. Ambas fórmulas son idénticas, pues lo suyo y su derecho —
decíamos— son la misma cosa.
Esta definición no tiene nada de utópica, de imprecisa o vacía de contenido. Mucho
menos es absurda o tautológica como han pretendido algunos filósofos o teóricos del
derecho (normativistas). Es sumamente práctica y realista, está llena de contenido y si
algún defecto se le quiere encontrar, será el de no representar ningún ideal o mesianismo
político. Para los partidarios de la «sociedad justa, libre y solidaria» esta fórmula es
incolora, inodora e insípida. En cambio, es reconfortante para el jurista y, sobre todo, lo
es para la multitud de los ciudadanos, que viven de realidades cotidianas y no de
grandiosos ideales siempre irrealizados.
Pese a algunas incomprensiones, la justicia —dar a cada uno lo suyo— es tan práctica
como lo es la cotidiana labor de los jueces y de los demás juristas; es tan realista como
para ser asequible a todo hombre de buena voluntad. Y está tan llena de contenido que
Aristóteles dijo de esta virtud que era más hermosa que el lucero de la mañana (en boca
de un griego antiguo esta expresión no tiene nada de cursi) y Dante afirmó —expresando
un hecho de experiencia— que, si la justicia se guarda, la sociedad humana se conserva
y, si se desprecia, la sociedad se corrompe. Esta justicia, que parece tan modesta y tan
apegada al suelo —parece que le faltan los grandes vuelos del espíritu— es aquella
justicia cuyo fruto es la paz, tan anhelada por los hombres de todas las épocas. ¿Cuándo
hay paz sino cuando a cada hombre, a cada colectividad, a cada pueblo y a cada nación
se le reconocen y se le respetan sus derechos?
Si a algunos de nuestros contemporáneos les parece poco práctica, poco realista o
vacía de contenido, es porque, para conjugar la sencillez de su fórmula con los resultados
tan importantes que se le atribuyen, hace falta estar en posesión de un secreto. La
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fórmula tiene su truco. De este secreto estaba en posesión Aristóteles, lo estaban los
juristas romanos y lo estaban los juristas en general, hasta que en el siglo XIX
aparecieron los positivistas, o sea aquellos que niegan que el hombre tenga derechos
inherentes a su condición de persona. Porque este es el secreto, una paladina verdad, que
convirtieron en oculta quienes pusieron sobre la ciencia jurídica el velo de la oscuridad
positivista (el positivismo es una de las más sutiles formas de estar voluntariamente
ciego a la luz). Sí, el secreto es el derecho natural. Por si algún lector no ha oído hablar
del derecho natural y como ahora no es el momento de explicar lo que es —lo haremos
en su oportuno momento—, me limitaré a decir que derecho natural es todo derecho que
tiene el hombre en virtud de su naturaleza —de su condición de persona—, o sea, aquel
conjunto de cosas suyas, de derechos, que el hombre tiene por sí mismo y no por
concesión de los Parlamentos, de los Gobiernos o de la sociedad: su vida, su integridad
física y moral, sus libertades naturales, etc. Quizás el lector piense: los derechos
humanos. Bien, de momento podemos aceptar la equivalencia; cuando lleve varios años
de estudio ya será capaz de distinguir lo que hay de común o de diferente entre los
derechos naturales y los derechos humanos.
El secreto o truco de la fórmula de la justicia está en el derecho natural, porque sin el
derecho natural sólo quedan los derechos dados por las leyes dictadas por los hombres.
Entonces la justicia —consistiendo en dar a cada uno su derecho— se reduciría a darle a
la persona humana estos derechos. Y por ahí nadie pasa. Son tan notorias las
insuficiencias y las injusticias que se ven en tantas leyes humanas que nadie puede
admitir —salvo los marxistas para los cuales la justicia es un producto burgués— que la
justicia se reduzca a eso. El derecho natural es el secreto, porque la insuficiencia y la
injusticia de una ley se miden por su adecuación al derecho natural, el cual es un derecho
tan concreto como el derecho positivo (el que debe su origen a la concesión de la
sociedad); por lo tanto, todo posible contenido de la justicia es concreto, práctico y
realista. En cambio, si se olvida o se rechaza el derecho natural, lo que representa la
justicia en relación a él se torna vacío o se transforma en ideales inconcretos y relativos;
la fórmula de la justicia habrá perdido su practicidad y su realismo. Pero no carguemos
sobre la fórmula los defectos del positivismo.
4. La justicia sigue al derecho
Una vez establecido en qué consiste la justicia —la virtud de dar a cada uno lo suyo
— es conveniente descender a algunos detalles. El primero de ellos puede enunciarse
mediante una proposición, que es evidente por sí misma. Sin embargo, a muchos les
resulta escandalosa cuando la oyen, lo cual da la razón a Santo Tomás de Aquino,
cuando decía que no siempre las proposiciones evidentes por sí mismas son evidentes
para todos. Y no resultan evidentes cuando no se han entendido totalmente los términos
de la proposición.
La proposición aludida es ésta: la justicia sigue al derecho, no le antecede, es
posterior a él, en el sentido de que obra en relación al derecho existente. ¿Por qué es
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evidente por sí misma esta proposición? Por lo que es evidente toda proposición: porque
está contenida en la fórmula de la justicia. Si la justicia es la virtud de dar a cada uno lo
suyo, su derecho, para que pueda actuar es preciso que exista lo suyo de alguien, su
derecho; si no, ¿cómo dar lo suyo, su derecho? Daría otra cosa. Por lo tanto, allí donde
no hay un derecho existente, la justicia no es invocable. Elemental. Pongamos un
ejemplo: si patrono y obreros de una empresa han concertado un salario mensual de
1.200 euros ¿a quien acudirán los obreros si el patrono les da sólo 720 euros? Acudirán
al juez y éste obligará al patrono a dar a los obreros lo suyo, su derecho, que son 1.200
euros. Y para ello, si es necesario, embargará los bienes del patrono. ¿Qué ocurrirá si en
lugar de esto los obreros hacen una manifestación ante el Gobierno Civil? Que el
gobernador les dirá, con sobrada razón, que acudan a los tribunales. El patrono, al pagar
tan sólo 720 euros, comete una injusticia.
Veamos ahora la situación contraria: el contrato fija el salario en 720 euros al mes, y
los obreros, alegando el aumento del costo de la vida, comparecen ante el juez y solicitan
que se obligue al patrono a elevar el salario. El juez se inhibirá; a él no le compete la
cuestión, porque el derecho de los obreros son 720 euros, mientras que los 1.200 euros
son una aspiración. El medio para obtener la elevación del salario es un nuevo convenio
colectivo, la huelga, la acción sindical o la manifestación. Las aspiraciones no son
cuestiones de justicia, sino de política. Nadie puede, en serio, invocar la justicia en este
caso, porque no hay nada en cuya virtud el estricto derecho del obrero —lo justo, ni más
ni menos— sea el salario de 1.200 euros. Y si hay algo, v. gr. una cláusula del convenio
colectivo o una disposición legal que prevea las correcciones salariales automáticas,
entonces es claro que interviene la justicia y puede comparecerse ante el juez.
Pero, podemos preguntamos: ¿no hay aspiraciones de los hombres que son justas en
sentido propio? Puede haberlas, pero en tal caso se trata de verdaderos derechos.
Determinarlos es función del jurista y, en el supuesto de que no se respeten, puede y
debe intervenir el juez. ¿No lo hacen? Aparecen, entonces, las figuras del juez y del
jurista que conocen mal su oficio o son, al menos en parte, injustos. Si no son
personalmente injustos (injusticia formal), al menos están aherrojados por un sistema de
garantía y aplicación del derecho que contiene injusticias.
Cuando las aspiraciones son verdaderos derechos, y en consecuencia interviene la
justicia, es obvio que se trata de derechos preexistentes y anteriores al derecho positivo;
es decir, de derecho natural. Con ello topamos con el tema de la ley injusta.
Indudablemente hay leyes injustas, hay cosas atribuidas (podemos llamarlas derechos
para entendemos) injustamente. Pero esto sólo significa que la justicia preexiste al
derecho positivo, al derecho dado por los hombres, no que preexiste sin más al derecho.
En otras palabras, existen —¡vaya si existen!— leyes injustas; pero son injustas porque
lesionan el derecho natural, o sea, porque atribuyen cosas a personas distintas de
aquellas a quienes están atribuidas anteriormente por derecho natural, o niegan la
titularidad de algo a quienes lo tienen por derecho natural o atribuyen cosas a quienes
por derecho natural les está negado.
En suma, si existe un derecho injusto no es porque la justicia anteceda al derecho,
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sino porque existe un derecho natural anterior al derecho positivo, que éste no puede
debilitar o anular. O si se quiere decir lo mismo con otras palabras, la justicia antecede al
derecho positivo como consecuencia de la existencia del derecho natural.
5. La igualdad
A la justicia se la suele representar como una matrona con los ojos vendados y una
balanza en las manos con los platillos igualados. Los ojos vendados y el fiel de la
balanza recto son dos símbolos de que la justicia trata a todos por igual.
¡La igualdad! Palabra mágica y mítica en nuestro tiempo. El latiguillo político de la
«sociedad libre, solidaria e igual» vuelve sin duda a asomarse cuando la justicia se ve
como igualdad. Y también aquí hay que saber desprenderse del latiguillo. Bien entendido
que hay que desprenderse del latiguillo, no porque una tal sociedad no sea una meta
digna de luchar por ella (asunto en el que no entramos, porque este libro no tiene nada de
político). La libertad, la solidaridad y la igualdad pueden ser valores por los que valga la
pena comprometerse, si se los entiende correctamente; es más, para un jurista son bienes
y valores especialmente queridos, porque, además de ser soporte de los ordenamientos
jurídicos más progresivos, compendian aspectos muy importantes del derecho natural.
¿Entonces, qué pasa? Pasa que el latiguillo «sociedad libre, solidaria e igual» es un
slogan político y pocas cosas dañan tanto al arte del derecho como confundirlo o
entremezclarlo con la política.
La igualdad de la justicia no es la igualdad a la que aspiran los políticos igualitaristas.
La igualdad, en términos políticos actuales, designa a veces la aspiración de dar a todos
lo mismo. Aspiración que —al menos en algunas materias— podemos mirar con
simpatía —libres somos— en clave política, pero debemos tener muy claro que ésta no
es la igualdad de la justicia (No quiere decir esto que siempre sea injusta, simplemente
quiere decir que es una aspiración política, no una exigencia de justicia). ¿Cuál es la
igualdad propia de la justicia? Es aquella que se contiene en su fórmula: dar a cada uno
lo suyo. A todos se trata igual porque a todos se da lo que les corresponde.
Quizá el lector se sienta un tanto decepcionado; la igualdad de la justicia parece
quedar desmitificada y puesta a ras de tierra. ¿Es que acaso no es justa —de estricta
justicia— la eliminación de las clamorosas y sangrantes diferencias sociales que existen
en tantos lugares? ¿Será lo justo que, en estas situaciones de desigualdades tremendas, se
siga dando a cada uno lo suyo, lo que dicen los títulos de propiedad, lo que fijan los
decretos gubernamentales o las situaciones consolidadas de privilegio? Bien está este
alud de preguntas, pero mejor será no precipitarse. Ya dije que la noción de justicia —la
que dieron los juristas romanos y nadie ha sido capaz de cambiar por otra más
convincente— tiene un truco. Y este truco es el derecho natural. A lo mejor resulta que,
en los casos a los que se refieren las preguntas, y en virtud del derecho natural, los
títulos, los decretos o las situaciones privilegiadas son menos firmes de lo que se supone
y no configuran una cosa tan suya como parece. A lo mejor si, en lugar de quedarse en el
derecho positivo como hacen los positivistas, los juristas interpretasen ese derecho a la
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luz del derecho natural se constituirían en un factor dinámico hacia una sociedad más
justa. De ello, estoy convencido, pero no se trata de hablar de este extremo. Lo que
interesa poner de relieve es que la igualdad de la justicia aparece desmitificada y, por
eso, es practicable y posible en cualquier tiempo, lugar y situación, que no ha de esperar
al triunfo de un partido político o a la toma del poder por parte de algún redentor
político.
La igualdad de la justicia tiene un primer aspecto, que se representa por los ojos
vendados: la justicia no discrimina, no hace acepción de personas. Dicho de otra manera,
la justicia no se fija en la persona, se fija exclusivamente en el derecho de cada cual. No
atiende más al rico que al pobre, no asigna puestos de trabajo por favoritismo, no decide
por recomendaciones, no atiende a simpatías o antipatías, no tiene una doble medida, etc.
Será suficiente darse cuenta de esto que aquí queda simplemente apuntado para advertir
cuánto falta a nuestro mundo para ser justo y cuánto puede hacer el jurista. La
discriminación racial y el apartheid, la discriminación por razones de sexo, nacionalidad
o nacimiento y cualquier otra forma de acepción de personas son una injusticia. Para
cambiar este estado de cosas no hace falta esperar a las decisiones de los políticos si los
juristas aplican el derecho, que no es sólo el derecho positivo, sino también el derecho
natural. Estas situaciones son injustas y está en manos de los juristas —especialmente los
jueces— cambiarlas; basta que se lo propongan. Si los juristas se ponen al lado de las
discriminaciones con la excusa de que así están establecidas las leyes por los hombres,
son inexcusables y no son leales a su arte u oficio, salvo que ellos mismos sean víctimas
de un sistema injusto.
El otro aspecto de la igualdad, representado por el fiel de la balanza, es que la justicia
—lo decíamos antes— no da a todos las mismas cosas, sino a cada uno lo suyo (según el
peso que se pone en un platillo, así es la cantidad que debe ponerse en el otro, para
igualar el fiel de la balanza). Quizás a primera vista esto no parezca igualdad y, sin
embargo, lo es. Recurramos a un ejemplo clásico. ¿Cuándo se dice que en un hospital o
clínica se da a todos los enfermos el mismo trato, cuando se da a todos ellos las mismas
medicinas, o cuando se da a cada uno la medicina que requieren su enfermedad y las
reacciones de su organismo? Es evidente que la igualdad que todos deseamos es la
segunda, y la deseamos porque la primera es sencillamente absurda. Saque el lector sus
propias conclusiones. Lo justo es tratar a todos igual en lo que son iguales y de modo
diferente —pero proporcional, ésta es la clave— en lo que son diferentes. Aparece así
un elemento corrector de las exageraciones del igualitarismo, que es una forma de
injusticia. Dar a cada uno lo suyo es la expresión exacta de la igualdad justa: trato igual
en lo que se es igual y trato proporcional en lo que se es diferente. Puede apreciarse así
cuán saludable resulta desmitificar la igualdad de la justicia; en su practicidad y realismo
esta igualdad es la que funda sobre bases sólidas la convivencia humana.
6. Un pequeño detalle
Habrá podido observarse que la justicia lleva a dar lo suyo a cada uno. He aquí un
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pequeño detalle al que no se le suele conceder la gracia de un comentario, como si
careciese de importancia. Sin embargo, ¡cuantas veces vienen deseos de llamar la
atención sobre él! No sé si el lector ha advertido la facilidad con que ciertos
movimientos políticos y sociales, que hacen de la justicia su bandera y su justificación,
olvidan ese «pequeño detalle». La mentalidad colectivista ha ido calando tan fuertemente
que se pretende aplicar la justicia a grandes bloques, a clases sociales, a grupos. Y se
olvida al individuo.
¿Qué importa una persona frente a los intereses de las grandes masas? Se clama y se
lucha por la justicia para los campesinos o para el pueblo o para tal o cual grupo de
marginados. Si para obtener la «causa justa» que se defiende hace falta «liquidar» a los
«opresores», ¿no es esto una secuela de la justicia popular? ¿Qué importa la vida de los
opresores? Si para conseguir la justicia hace falta el «impuesto revolucionario», el
secuestro, el terrorismo o el atraco, ¿no está todo esto justificado por la «causa de la
justicia»?
A veces la forma de presentar este modo de pensar es más sutil y «civilizado». Se
habla, entonces, de la necesidad de superar la contraposición entre libertad e igualdad
(justicia, según hemos visto). No siendo posible obtener ambas, se dice, hay que
sacrificar la libertad —y con ella ciertos derechos individuales— en aras de una sociedad
más justa o igual. Lo que importa es la justicia para la clase social, para el pueblo, para
los grupos y colectividades.
Pues bien, esto no es lo justo, ni pueden tales modos de pensar y de actuar imputarse
a la parte de la justicia. Por el contrario, estas actuaciones proceden de la injusticia.
Hablar de la justicia en estos casos es una manipulación del término.
Aquí aparece el pequeño detalle de dar su derecho a cada uno. Por supuesto que la
justicia mira a la sociedad entera. Lo veíamos antes en palabras de uno de los más
grandes poetas de la humanidad: guardada, la justicia conserva la sociedad, y su
destrucción la arruina. Pero la justicia —que tiende a edificar la sociedad— da su
derecho a cada uno, persona por persona, individuo por individuo, colectividad por
colectividad. Es como esos grandes pintores capaces de hacer cuadros gigantescos, pero
no a grandes brochazos, sino detalle por detalle, punto por punto. Es, digámoslo así, una
virtud puntillosa; no se conforma con los grandes rasgos, no se conforma con el pueblo o
la clase social o el grupo: edifica la sociedad individuo por individuo, persona por
persona. En cada hombre ve la dignidad humana, en cada hombre contempla el ser
exigente dotado de derechos —la imagen y semejanza de Dios— y atiende a cada
hombre. Por eso la justicia pide paciencia y la injusticia es el vicio de los impacientes.
He aquí por qué la justicia, que es también virtud de los políticos, no está dejada a las
realizaciones de éstos. Los políticos suelen gustar más de los grandes trazos y de la
celeridad en la obtención de los frutos que de la paciencia de la justicia. En toda
sociedad mínimamente organizada, el control de la justicia y la función de garantizarla
está en manos del Poder Judicial. Este poder no actúa por medio de grandes directrices o
planes más o menos ambiciosos. Oye a los ciudadanos uno por uno, controversia por
controversia, proceso por proceso. Atiende a cada uno, dicta sentencia para cada caso,
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protege a cada ciudadano. Eso es la justicia: dar su derecho a cada uno.
Por eso es disparatada esa «justicia del grupo» que no duda en atacar derechos de los
individuos. Digámoslo con su nombre propio: eso es hipocresía que encubre una
injusticia.
Pero este «pequeño detalle» de la justicia tiene también su lección para los juristas. El
arte o ciencia del derecho no es, en última instancia, una ciencia de conceptos, de
sistemas o de teorías generales. Ni los conceptos, ni los sistemas. ni las teorías generales
sirven, si no están al servicio de lo que es justo en cada caso. Sirven si ayudan a
descubrir y declarar lo justo en cada relación social concreta. Son detestables si dan
rigidez a la solución de los casos, si enmascaran lo justo en lugar de descubrirlo.
7. Justicia y reparto
Es posible —no lo creo— que a estas alturas esté rondando por la cabeza de alguno
de quienes hayan tenido la paciencia de leer las páginas anteriores una pregunta: si la
justicia consiste en dar a cada uno su derecho y el derecho preexiste a la justicia, ¿cómo
dar algo a quien ya lo tiene? Si lo tiene, ¿cómo dárselo? Esta misma pregunta se la hizo
uno de los más grandes filósofos, Kant. Pero no se enorgullezca ese hipotético lector de
haber coincidido en preguntarse lo mismo que una de las mayores inteligencias
conocidas. Como todos los hombres erramos, los más inteligentes, cuando se equivocan,
suelen hacerse a veces las preguntas más absurdas. Y esa pregunta es un ejemplo —lo
digo con todo respeto— de «patinazo» mental. Esta pregunta le dio pie a Kant para decir
que la definición de justicia que estamos desarrollando —dar a cada uno lo suyo— era
absurda, pero el que cayó en el absurdo fue él.
En efecto, la justicia no consiste en crear u otorgar derechos, sino en dar lo que a
ellos atañe —es decir, devolver, restituir, compensar— cuando se han interferido o
lesionado. Para reflejar con más exactitud la fórmula, recordemos que el derecho es una
cosa, que recibe ese nombre en la medida en que está atribuida a una persona. Por
ejemplo, mi propiedad —mi derecho de propiedad— es la casa que he comprado o he
recibido en herencia, es derecho mío el uso eventual de un parque público para pasearme
por él, o el dinero que poseo. Pues bien, las cosas —los derechos— pueden dejar de estar
dentro de la esfera de poder de su titular. Por ejemplo, un amigo puede pedirme un
dinero prestado, supongamos cinco euros; estos cinco euros siguen contando como
propiedad mía y sin embargo ya no están en mi poder, sino en el de mi amigo. Es claro
que mi amigo no tenía derecho a que yo le prestase los cinco euros, ha sido por mi parte
un acto de amistad. Pero al no ser un regalo —una donación—, sino un préstamo, esos
cinco euros me son debidos por mi amigo; al dármelos, al devolvérmelos, no hará un
acto de amistad sino de justicia. Cuando después de ganar unas oposiciones el Estado me
dé la posesión de la plaza ganada, estará haciendo un acto de justicia.
No se trata, pues, de crear u otorgar un derecho, sino de dar lo que corresponde al
derecho: respeto, devolución, compensación, restitución, etc. El acto de crear u otorgar
el derecho —lo que presupone su inexistencia anterior— no es de justicia, sino de
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dominio o de poder. Ese acto creador o constituyente de un derecho es —en relación con
la justicia— un acto primero y, anterior, el originario del derecho. En cambio, la justicia,
como dice Pieper, es un acto segundo, porque presupone el acto primero que constituye
el derecho. Por eso, siendo Dios creador del hombre, el acto de creación no es un acto de
justicia para con el hombre, como no lo son los beneficios que de Él se reciben; la acción
de Dios respecto del hombre es de amor y misericordia. De modo similar ocurre con los
padres: al colaborar para que se engendren los hijos, no cumplen un deber de justicia
para con ellos, sino de amor, que genera el deber de gratitud.
Tiene este punto del que estamos tratando relación con el hecho básico a que
responde el derecho: las cosas están repartidas. La justicia actúa en relación al reparto ya
hecho, pero hacer el reparto —asignar cosas a los distintos sujetos— no es propio de la
justicia: la justicia no reparte originariamente las cosas. También esta afirmación es
evidente por sí misma, pues está contenida en la misma noción de justicia. Sin embargo,
puede extrañar, porque nos damos perfecta cuenta —es tan notorio— de que hay cosas
que están mal repartidas, injustamente distribuidas y, por lo tanto, aspiramos
coherentemente a que se haga un reparto justo. Cierto, es verdad, pero volvemos a lo de
antes: si el actual reparto de bienes tiene aspectos injustos, ello es debido a que los
hombres nos hemos repartido las cosas, contraviniendo unos derechos preexistentes: los
que componen el derecho natural. Esto supone que, en lo que al derecho natural atañe,
hay cosas que están ya repartidas por naturaleza. Luego el nuevo reparto no será una
redistribución primera, sino segunda. Ese nuevo reparto, esa redistribución será obra de
la justicia en la medida en que existen derechos naturales, y en ese caso se tratará de un
acto segundo.
Si se habla de un actual reparto injusto de bienes y se postula una redistribución justa,
a la vez que se niega el derecho natural, una de dos: o se trata de una incongruencia, o
representa un intento de sustituir lo justo por ideologías. En ambos casos, la justicia
queda malparada.
Para aclarar más lo que acabamos de decir pongamos un ejemplo. Si la persona A, sin
tener obligaciones legales o naturales con sus posibles herederos, reparte sus bienes por
testamento entre B, C y D, este reparto es un reparto primero. Al hacerlo, A no ejerce la
justicia, pues nada debe a sus herederos. Una vez muerto A, los bienes serán de hecho —
lo estaban ya de derecho— repartidos ente B, C y D, conforme al testamento; este
reparto, que es cumplimiento de la voluntad del fallecido, es de justicia, pero es un
reparto segundo.
Si A, al hacer el testamento, tuviese con alguno de sus herederos ciertas obligaciones
legales, naturales o contractuales, su reparto, en lo afectado por las obligaciones, no seria
primero, sino segundo, porque antecedentemente la parte de la herencia afectada por las
obligaciones estaba ya asignada al heredero de que se trate. Por eso, en este aspecto A, al
cumplir su obligación, estará obrando justamente. Pero siempre se llegará a un reparto
primero (hecho por la ley, la costumbre, el pacto o la obligación natural), que no es
propio de la justicia. La justicia de suyo no reparte las cosas, sino que presupone un
reparto ya establecido por la naturaleza, por ley humana o por pacto.
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8. Lo de cada uno, ni más ni menos
El último aspecto a considerar en torno a la justicia es lo que respecta a lo suyo. La
justicia da a cada uno lo suyo, ni más ni menos.
Dos son los comentarios que pueden hacerse sobre este punto. En primer lugar, que la
justicia da lo suyo nos recuerda, una vez más, que la justicia presupone que lo que da ya
sea de alguien, que sea derecho de aquel a quien se da. El derecho preexiste a la justicia.
De esto ya hemos hablado suficientemente y no es del caso volver sobre lo dicho. Como
diría un amigo mío «es una tesis suficientemente proclamada».
Vale la pena, en cambio, detenerse algo en el segundo comentario. La justicia no
consiste en dar a cada cual lo que necesita, ni lo que conduce a la felicidad, ni al
desarrollo, ni a... La justicia da a cada cual lo suyo y no más. Tampoco menos, porque
eso sería injusticia.
La conclusión que de ahí se deduce es que no se ve por ningún lado que la «sociedad
justa» sea un ideal de sociedad, ni que la justicia pueda ser la ansiada meta que traiga la
felicidad a los hombres. Entendámonos bien, sin justicia la sociedad se derrumba. Cierto,
por eso hay que luchar para que la sociedad sea justa. Y entre los medios de esa lucha
está el arte del derecho y quienes más pueden y deben hacer para que la justicia se
implante son —sin ser los únicos— los juristas. Pero una sociedad solamente justa, es
una sociedad insufrible. Si a la persona sólo se le da lo que es justo, no habrá amistad, ni
cariño, ni liberalidad, ni ayuda, ni solidaridad, ni nada de cuanto permite el desarrollo
normal y adecuado de la vida social. Por eso, la sociedad justa, la justicia, son puntos de
partida, no metas políticas; son principio o base, no ideal.
La justicia es a la sociedad lo que la estructura de hormigón o de acero para los
edificios. Sin la estructura el edificio no se mantendrá, pero con la sola estructura sería
inhabitable. La sociedad, sin justicia, se destruye, pero con sólo la justicia es insufrible.
¿Nueva desmitificación de la justicia? Sí, porque es preciso ser realistas y
fundamentar la acción en la verdad. La justicia no es ningún ideal, sino una base; es un
principio, no una meta. ¿Comprometerse por la justicia? Desde luego, pero ese
compromiso lo tenemos todos los hombres, porque la justicia es un deber —un
compromiso— que constituye un artículo de primera necesidad, no es ningún ideal
especial. Es algo así como si alguien hiciese voto de no asesinar a nadie. ¡Vaya voto!
Pues lo mismo podemos decir del compromiso por la justicia. ¡Vaya compromiso! O
vaya sociedad en la que ser justo aparezca como algo especial, capaz de justificar un
compromiso particular; sería una sociedad injustamente organizada, es decir, bajo
mínimos. No es la justicia lo que justifica un compromiso, sino el amor a los hombres.
El amor, la fraternidad, la donación a los otros, con sacrificio de uno mismo, son
compromisos que vale la pena asumir, sobre todo si ese amor a los hombres tiene su raíz
en el amor a Dios. La justicia es lo mínimo a lo que todos estamos obligados en las
relaciones entre hombres. Y lo mínimo no puede ser un ideal.
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4. El derecho
1. Aclaración sobre el derecho subjetivo
Estas páginas no se han escrito principalmente para los juristas, sino para quienes
están pensando en serlo y también para quienes quieren volver a reflexionar sobre el
derecho en breves trazos. Pero si por curiosidad las lee algún jurista, puede ocurrir que
piense que me he equivocado al describir el derecho en las páginas anteriores. He dejado
escrito que el derecho es la cosa justa, o cosa debida en justicia. He dicho que la casa que
me pertenece, el uso de la vía pública, el viajar libremente, el dinero que tengo a mi
disposición —poco, por eso el ejemplo del préstamo de dinero que puse no se elevaba
más allá de unos modestos cinco euros—, reclamar ante los tribunales, etc., son mis
derechos. Si el jurista curioso no recuerda el realismo jurídico o ha sido educado en el
normativismo, probablemente se sentirá llamado a corregirme: la casa no es el derecho
de propiedad, sino su objeto, o dicho de otra manera, habría que decir que yo tengo el
derecho de propiedad sobre la casa; el derecho de usar un bien no es el uso mismo, sino
el derecho al uso y así sucesivamente. En otras palabras, he estado confundiendo a cada
paso el derecho con su objeto.
No, no hay tal confusión. El derecho, lo suyo, lo justo, son una misma e idéntica cosa.
Y lo de cada uno, lo justo (su derecho) son cosas, bienes corporales e incorporales. Eso
del derecho sobre o el derecho a no es el derecho del que vengo hablando, sino lo que se
llama derecho subjetivo.
El derecho subjetivo es una facultad de hacer, omitir o exigir algo. Sobre todo, se
dice, es una facultad de exigir. Para muchos juristas —desde el siglo XIX hasta nuestros
días—, derecho no sería la cosa justa —que sería objeto del derecho—, sino la facultad
sobre la cosa o en relación a ella. Así, por ejemplo, el derecho de propiedad sobre una
casa sería un conjunto de facultades: de exigir su devolución si es ilegalmente requisada,
de venderla, de derruirla para construir una nueva casa, de vivir en ella, etc. Pues bien,
¿existen estas facultades? Indudablemente existen; pero, desde el punto de vista del
derecho, no forman una categoría propia —como han pretendido tantos juristas a partir
del siglo XIX—, no son una nueva forma de ser el derecho y mucho menos desplazan a
la cosa justa como derecho. Son derecho porque esas facultades son cosas justas, lo suyo
del titular en cuanto derivaciones del hecho principal, constituido por ser —siguiendo el
ejemplo puesto— la cosa propiedad —un tipo de derecho— de ese titular. En otras
palabras, el derecho subjetivo no es derecho de modo distinto a como lo es la cosa justa.
Me ha parecido razonable hacer esta aclaración por cuatro motivos. Uno, por
defender mi reputación, no me he confundido y conozco la doctrina moderna del derecho
subjetivo; simplemente no la comparto, antes bien, creo que la ciencia jurídica debe
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corregir la perspectiva desde la que contempla el derecho subjetivo.
Otro es la lealtad para con los futuros estudiantes de Derecho que lean estas páginas.
Oirán hablar mucho de derecho subjetivo y, por lo tanto, resultaba conveniente que en
esta introducción se aludiese a él.
El tercer motivo es para contribuir a la causa de los marginados. El derecho subjetivo
—al que dio empuje y vitalidad en el siglo XIV el espiritualismo de un fraile inglés,
Guillermo de Ockham, que deseaba ser tan pobre que ni lo que comía pudiese llamarse
derecho suyo— es una trampa abierta por el individualismo decimonónico para
adormecer la conciencia de los poderosos frente a los desposeídos. En efecto, si el
derecho de una persona es, radicalmente, el derecho subjetivo, existe el derecho en la
medida en que se tiene la facultad moral, independientemente de que en la realidad se
tengan o no cosas sobre las que ejercerla. Por ejemplo, se reconoce a todo obrero libertad
para contratar. Ahora bien, el que ese obrero se encuentre en situación de inferioridad
frente al patrono para discutir el salario —como ocurría a fines del siglo XVIII y
principios del XIX— por la necesidad de trabajar y la escasez de oportunidades, de
modo que tendrá que aceptar el salario de hambre que se le ofrece, resulta indiferente
respecto del derecho. Como el derecho consiste en la libertad formal (esto es, en la
simple facultad moral), con tal de que las leyes no impongan un salario ni se ejerza sobre
el obrero un acto de coacción física, ya se le reconoce la libertad de contratar. Otro
ejemplo: la ley reconoce la libertad de enseñanza, o sea, permite —y el Estado no lo
impide— que los padres creen y dirijan centros de enseñanza. Que luego eso resulte
prohibitivo económicamente, no es una cuestión jurídica según la doctrina del derecho
subjetivo. Igualmente se reconoce el derecho a la salud a todo hombre; si un hombre no
tiene dinero y no puede comprar los medicamentos necesarios es una desgracia que
habrá que paliar por la beneficencia, pero no es cuestión de justicia. Y así hasta el
infinito.
El realismo jurídico rechaza semejante concepción del derecho como falsa e injusta.
Como el derecho no es primariamente la facultad moral, sino la cosa en cuanto es
debida, se reconoce al obrero y al patrono libertad de contratar cuando se les coloca en
situación de discutir los términos del contrato en un real pie de igualdad y sin coacciones
(lo cual, a la vez que defiende al obrero, también defiende al patrono —recordemos que
la justicia no discrimina— frente a coacciones de los sindicatos). En términos similares,
se reconoce el derecho a la libertad de enseñanza, cuando el Estado —en las actuales
circunstancias no se ve otra solución— ayuda a los padres y a las instituciones docentes
a mantener decorosamente los centros de enseñanza por ellos creados. Y se reconoce a
todos el derecho a la salud cuando los medios sanitarios se ponen al alcance de todos.
Que el derecho no se quede en el plano meramente formal, sino que se realice en el
plano real, es una cuestión jurídica, lo que, dicho en otros términos, es afirmar que se
trata de una cuestión de justicia. Y constituye tarea de los juristas, entre ellos los jueces.
Como el derecho no es simplemente una facultad moral —aunque haya facultades
morales que son derecho—, los juristas y, entre ellos, los jueces deben interpretar las
leyes en función, no del derecho en sentido formal, sino del derecho en sentido real (o
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mejor, realista). De acuerdo con que esta interpretación, debe hacerse en función de las
circunstancias concretas, pero no es aceptable quedarse en una interpretación meramente
formal. Por ejemplo, si la Constitución reconoce la libertad de enseñanza, no es correcto
admitir como constitucional una ley que permita crear centros de enseñanza y, a la vez,
impida al Estado otorgar las ayudas pertinentes. Las leyes que rigen el mercado de
alimentos han de interpretarse de modo que los alimentos lleguen a todos —alimentarse
es un derecho natural de todo hombre— y si resulta que la economía de mercado que se
halla instaurada conduce a que unos pasen hambre y otros tengan superabundancia de
alimentos, tales leyes deben ser objeto de interpretación correctiva por parte de los
juristas. Por otro lado, la huelga es un derecho de los asalariados, pero debe interpretarse
de modo que, defendiendo los derechos de éstos, no suponga una coacción injusta para
los empresarios, etc., etc.
El cuarto motivo es sencillamente que el derecho es el objeto de la justicia y lo que la
justicia da —respeta, restituye, compensa— son cosas.
2. Las cosas externas
El derecho es, como hemos dicho repetidamente, la cosa que, por estar atribuida a un
sujeto, le es debida en justicia.
Puestos ahora a analizar más particularmente el derecho, lo primero que conviene
conocer es qué tipo de cosas pueden ser derechos. En principio, la palabra cosa tiene un
sentido genérico, para señalar que las realidades que pueden constituir un derecho son de
muy diversa naturaleza. Pueden ser cosas materiales (res corporales), como fundos,
casas, productos agrícolas, objetos de arte, vestidos, etc.; y pueden ser cosas inmateriales
(res incorporales), como cargos, poderes, facultades, etc.
Sin embargo, todas ellas deben tener una característica: ser cosas que tengan una
dimensión externa (res exteriores), que en sí o en sus manifestaciones salgan de la esfera
íntima del sujeto. La razón es obvia: como la justicia consiste en dar lo que respecta al
derecho, sólo si la cosa propia de alguien puede ser objeto de actividad por parte de los
demás, podrá ser objeto de la justicia. Lo que permanece en el santuario de la conciencia
o de los pensamientos de la persona, lo que se mantiene dentro del arcano de su
intimidad, no entra en las relaciones con los otros y, en consecuencia, no es objeto de la
virtud de la justicia.
3. La razón de deuda
La cosa se constituye en derecho por su condición de debida, por recaer sobre ella
una deuda en sentido estricto. Podría pensarse que esta afirmación es poco exacta, ya que
parece que deber y derecho son cosas contrarias. Parece más bien que la cosa es derecho
porque está atribuida a un sujeto, independientemente de que otro le adeude esa cosa.
Por ejemplo, mi encendedor es derecho mío, tanto cuando lo tengo en mi poder como
cuando, por haberlo prestado, me es debido por otro.
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Para comprender este aspecto del derecho es preciso recordar que una cosa es
derecho, no desde la perspectiva del dominio, sino desde la perspectiva de la justicia.
Robinson Crusoe, solitario en su isla, tenía sin duda una serie de cosas suyas, pero en esa
situación el derecho no tenía razón de ser. Llamar a esas cosas su derecho resultaba
perfectamente inútil. ¿Cuándo comienza la razón o índole de derecho de esas cosas?
Empieza en el momento en que aparece Viernes y, después, cuando Robinson se
relaciona con otros hombres. En efecto, antes era inútil hablar de derecho, pero en el
momento en que Robinson entra en relación con Viernes, las cosas que Robinson ha
hecho suyas deben ser respetadas por Viernes. En la perspectiva de la justicia las cosas
atribuidas a otro aparecen como debidas. Este rasgo es lo que colorea a las cosas que,
por su relación con el sujeto al que están atribuidas, reciben el nombre de derecho.
Obsérvese bien que la justicia no es la perspectiva del titular del derecho ante las cosas
que le están atribuidas, sino la perspectiva de los otros ante esas cosas, y ante los otros,
lo que aparece es la deuda de respeto, de restitución, de compensación, etc.
En este sentido, mi encendedor es derecho mío, tanto si está en mi poder como si lo
he prestado. Pero si está en mi poder es derecho mío en tanto que los demás deben
respetar mi dominio sobre él. Si perdiese toda posibilidad de relación con los demás,
seguiría dominando el encendedor y usando de él, pero llamarlo derecho sería una
denominación sin significado específico. Me lo podrán quitar las urracas, unos monos u
otro animal, pero respecto de los animales no juegan los derechos.
Precisamente porque el derecho se origina en la perspectiva de la justicia y, en
consecuencia, desde la perspectiva de los otros, el derecho es antes debido que exigible.
Porque los demás me lo deben —aunque sea en su aspecto de respeto y no interferencia
—, puedo exigirlo. Sin deuda no hay exigencia. Una consecuencia no despreciable de
esto es que, para ser justos, no hay que esperar a que el otro exija el respeto, la
restitución, la compensación, etc. La justicia no espera a la exigencia, da las cosas
cuando debe darlas, sin esperar a que el titular del derecho tenga que ejercer su facultad
de exigirlas.
4. Variedad de derechos
Las cosas están atribuidas a las personas de muy diversas maneras. Cuando en la
fórmula de la justicia se dice que esta virtud da a cada uno lo suyo, con suyo se quiere
decir genéricamente atribución, englobando así a todas las formas de atribución. Con
ello se sigue el lenguaje vulgar, en el que el pronombre posesivo designa muchas formas
de relación entre una persona y una cosa o incluso entre personas.
Cuando alguien habla de su piso, no quiere decir necesariamente que sea el
propietario, puede tener el piso en alquiler. No significa lo mismo el término suyo
referido al nombre, a unos objetos o a unos parientes.
Pues bien, como las cosas están atribuidas a las personas de muy distinta manera, hay
muchas clases de derechos. No es el momento de enumerarlas. Basta tener en cuenta que
las cosas pueden ser derecho de alguien según distintas posibilidades.
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5. El título y la medida del derecho
El arte del derecho tiene por objeto decir el derecho (iuris dictio), determinar los
derechos de las personas y su extensión. En otras palabras, tiene por objeto determinar el
título y la medida del derecho.
El título es aquello en lo que tiene origen el derecho, o, dicho de otra manera, es lo
que causa la atribución de la cosa a un sujeto determinado. Hay muchas clases de títulos,
pero pueden resumirse en la naturaleza humana, la ley, la costumbre y los pactos o
contratos. Por ejemplo, el título de los poderes y funciones del Defensor del Pueblo en
España es la Constitución de 1978. Muchos de nuestros derechos tienen por título un
contrato: compraventa, contrato de transporte, arrendamiento, préstamo, contrato de uso,
etc.
Lo primero que hay que ver para saber si algo es derecho, es el título. Y como el
derecho y lo justo son lo mismo —según hemos visto repetidamente—, para saber
cuándo algo sea lo justo, hay que ir al título. Si no hay título, por mucho que se diga que
«eso es lo justo», no es verdad; se esta utilizando el término «lo justo» en sentido
impropio. Bien conocida es la frecuencia con que actualmente —y probablemente lo
mismo haya ocurrido siempre— se dice que lo justo es tal o cual cosa. El jurista —para
eso es el que sabe de lo justo y de lo injusto— separa cuidadosamente lo justo de lo
deseable o cosas similares. Ya hemos dicho antes —el lector no puede llamarse a engaño
— que lo deseable, lo que hace feliz al hombre o lo conveniente no se identifica
necesariamente con lo justo. Podrá ser deseable que los obreros cobren más, pero lo justo
es que cobren lo que está indicado en la ley, los convenios colectivos o el contrato de
trabajo. Si el salario es lo que se llama el salario del hambre, ciertamente será injusto,
aunque esté marcado por ley, por contrato o por costumbre, porque, por título natural
(por la naturaleza humana), el salario debe cubrir las necesidades vitales del asalariado y
de su familia. Pero fuera de este caso extremo —que afortunadamente se da poco en
países como el nuestro—, lo justo es que cada uno cobre lo estipulado. Decir que el
salario es injusto, porque tal o cual categoría debería tener una equiparación mayor con
otra, o que lo es por cualquier otra razón (salvo la indicada y alguna otra, como la
desproporción entre los réditos del capital y los del trabajo), tiene por causa confundir lo
justo con lo deseable o con las lícitas aspiraciones a una vida mejor. ¿Que siendo así la
justicia, resulta ser claramente insuficiente para una vida social más humana? Desde
luego, la sola justicia —hemos de repetir— torna insufrible la sociedad. Pero esto no
legitima para confundir las cosas. Y el jurista lo sabe; por eso, ante la invocación a lo
justo, pide por el título y, si no se prueba el título, se desentiende —en cuanto jurista—
del asunto.
Junto con el título, el jurista debe conocer la medida del derecho. No existe ningún
derecho ilimitado ni todos los derechos son iguales. La propiedad comprende más
facultades que el usufructo o el uso. Tanto las leyes como los contratos que otorgan unos
derechos pueden contener cláusulas que les den mayor o menor amplitud. Por ejemplo,
el Parlamento no tiene las mismas facultades en un régimen presidencialista que en el
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régimen parlamentario. Según las distintas Constituciones, el Jefe del Estado puede tener
más o menos poderes. En España, la libertad de testar no es igual en el derecho común
que en los distintos derechos forales. Y así sucesivamente.
Con el título y la medida, el jurista descubre lo justo, lo que corresponde al titular del
derecho, ni más ni menos.
6. El fundamento del derecho
Una cosa es el título y otra cosa distinta es el fundamento del derecho. El título es lo
que atribuye una cosa a un sujeto como derecho. En cambio, el fundamento es aquello en
cuya virtud un sujeto puede ser sujeto de derecho o de determinados derechos. Por
ejemplo, para ser Rey de España, según el art. 57 de la actual Constitución, hace falta ser
sucesor, según el orden regular de primogenitura y representación de S.M. Don Juan
Carlos I de Borbón. Esta condición de sucesor es el fundamento para ser Rey, pero no es
el título, el cual es, en el derecho vigente, el citado artículo de la Constitución.
La principal consecuencia de las diferencias entre fundamento y título es que el
fundamento posibilita para ser titular de un derecho, pero no otorga el derecho, el cual
nace con el título. Punto este digno de ser tenido en cuenta, porque no faltan quienes, por
tener el fundamento se creen que ya tienen el derecho.
Puestos a tratar del fundamento de los derechos, cabe preguntarse cuál es el
fundamento último de todo derecho, es decir, qué es lo que posibilita al hombre para ser
sujeto de derecho. ¿Por qué el hombre puede poseer derechos y, en cambio, no tienen
derechos los animales o las piedras? Es ésta una pregunta elemental y, al mismo tiempo,
de las más profundas que pueden hacerse respecto del derecho. Vale la pena intentar
contestarla. Tanto más cuanto que en nuestra época hay quienes hablan de los derechos
de los animales, algo tan plausible en la intención como absurdo en la expresión.
El derecho presupone el dominio sobre las cosas. De una u otra forma significa que
las cosas son del titular y, por lo tanto, que caen bajo su dominio. Pero, además, que las
cosas estén repartidas y sean al mismo tiempo debidas, implica no sólo un verdadero
dominio, sino también que el titular de las cosas no sea meramente una parte del todo.
Veamos el primer aspecto. Parece claro que para poder dominar el entorno, lo
primero es que se tenga dominio sobre el propio ser. Es pensable que un ser tuviese
dominio sobre sí y no sobre su entorno, pero es impensable lo contrario, porque si no
tiene dominio sobre sí, menos dominará otros seres. Éste es el caso de los animales; hay
animales que parecen dominar cosas de su entorno, pero no hay tal. Todo animal se
mueve por medio de fuerzas e instintos de los que no es dueño; más que dominar es
dominado. Cuanto hace el animal es una parte del movimiento del cosmos, regido por un
conjunto de fuerzas. El animal no se pertenece a sí mismo —pertenece al universo— y,
por ello, nada le pertenece, nada es propiamente suyo. Entre los animales no hay
ladrones, ni asesinos; lo que parece pertenecer a uno le es arrebatado por otro y todo ello
no es más que el juego del conjunto de fuerzas que mueven el universo. El hombre, en
cambio, domina su propio ser, es dueño de sí, característica esta que le constituye en
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persona. El hombre no se mueve exclusivamente por fuerzas e instintos biológicos; en
suprema instancia, el hombre es responsable de sus actos personales, porque por la
razón y la voluntad decide libremente. Por eso es capaz de hacer una cosa o no hacerla,
de elegir entre distintas posibilidades. Domina su propio ser y, por ello, es capaz de
dominar su entorno, luego es capaz de apropiarse de cosas, que le son debidas. El
fundamento del derecho es que el hombre es persona.
A la misma conclusión se llega observando el segundo aspecto señalado. Para que las
cosas estén repartidas de modo que esta atribución genere una deuda, es preciso que el
titular no sea simplemente parte del todo. La parte, en cuanto es parte, tiene razón de ser
en cuanto integrada en el todo, está a su servicio. En tal caso las cosas son del todo y la
parte participa de ellas: la parte no tiene esferas de apropiación autónomas respecto del
todo. Aunque las partes tengan atribuidas funciones, en realidad la función pertenece al
todo. Por ejemplo, quien ve es el hombre a través del ojo; el ojo no tiene esa función
como esfera de atribución autónoma respecto del hombre que ve. De ahí que el ojo no
tenga razón de ser separado del cuerpo humano. Al ser pura materia, los animales —y
los demás seres— son meras partes del universo. Su razón de ser reside en el bien del
cosmos, de forma que están al servicio del conjunto. Por eso hay animales que se
alimentan de plantas y animales que se alimentan de otros animales. Para eso están
animales y plantas. Al no ser distintos del universo ni otra cosa que partes del universo,
no cabe apropiación ni deuda, porque no cabe un verdadero reparto de cosas. Todo es
del conjunto.
El hombre no es pura materia; en virtud de su alma espiritual que lo constituye como
persona, no es una mera parte del universo, porque en lo espiritual no se puede ser parte
de otro ser o conjunto, pues el espíritu es simple, no tiene partes ni puede constituirse en
parte. Por eso se dice que la persona es incomunicable, palabra que significa aquí que no
puede hacerse común en el ser con otros seres. La persona se abre en comunión con los
demás por el conocimiento y el amor, pero no por la integración ontológica (confusión
en el ser). El resultado es que el hombre, al no ser una mera parte del todo, necesita del
reparto de las cosas del universo; se proyecta sobre su entorno también como
incomunicable y, por lo tanto, se apodera de las cosas como suyas, no del conjunto. Con
ello llegamos a la misma conclusión que antes: el derecho se funda en que el hombre es
persona, esto es, en que es dueño de sí.
Por lo que acabamos de decir puede observarse que las posiciones materialistas no
explican suficientemente el derecho y, cuando el materialismo se radicaliza —como
ocurre con el marxismo—, el derecho es entendido como una superestructura, que
deberá desaparecer cuando el hombre se desprenda de sus alienaciones. A su vez, el
materialismo, desdibujando la singularidad del hombre y la originalidad del derecho,
termina por atribuirlo también a los animales. Claro que lo que se atribuye a hombres y
animales, más que el derecho, es una sombra suya. Sólo así resulta mínimamente
comprensible que se defienda, al mismo tiempo, el «derecho» de las focas y el aborto,
que es un homicidio.
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5. Derecho natural y derecho positivo
1. Dos clases de derecho
Varios siglos antes de la era cristiana se encuentran ya testimonios de una tradicional
división del derecho: el derecho es en parte natural y en parte positivo. En realidad, el
adjetivo «positivo» no se usó hasta la Edad Media, pero con anterioridad se utilizaron en
su lugar otros adjetivos como legal (lo propio de las leyes humanas); tal es el caso de
Aristóteles, que distinguió entre lo justo natural y lo justo legal. Los juristas romanos
usaron una división bimembre (derecho de gentes o natural y derecho civil) o trimembre
(derecho natural, derecho de gentes y derecho civil). A partir del siglo XIX, se extendió
el positivismo jurídico, conjunto de teorías para las cuales sólo sería propiamente
derecho el positivo. El derecho natural, más que derecho sería o moral o valores
relativos, o estructuras lógicas o la naturaleza de las cosas, etc., o simplemente no
existiría. No es éste el lugar adecuado para entrar en un asunto que escapa a un libro
elemental como éste; bástenos dejar constancia de la existencia del fenómeno positivista.
2. El derecho positivo
Por derecho positivo se entiende todo derecho cuyo título y cuya medida deben su
origen a la voluntad humana, bien sea la ley, bien sea la costumbre, bien sea el contrato.
No hace falta repetir que estamos hablando del derecho en su sentido propio —la cosa
justa, lo suyo—, no de las leyes o, en general, de las normas.
¿Qué significa la existencia del derecho positivo? Significa que hay cosas repartidas
por el hombre mismo. O dicho de otro modo, que hay cosas cuya atribución es obra de la
voluntad humana. Es esto una experiencia cotidiana. Cuando un Ayuntamiento, al
regular la circulación, señala unas calles de dirección única y otras de doble circulación,
pone semáforos, marca pasos para peatones, etc., está repartiendo el uso de la superficie
de las calles de la ciudad entre los distintos usuarios, está asignando y regulando
espacios y tiempos a quienes circulan, en coche o sin él, por la ciudad. Está regulando
derechos. Circular por la derecha (o por la izquierda en Gran Bretaña) es derecho del
automovilista frente a quienes circulan en dirección contraria, como es derecho del
peatón circular con preferencia en un paso para peatones de los llamados «de cebra», etc.
Otro ejemplo lo hemos vivido en la elaboración de la Constitución. A través de los
medios de comunicación, pudimos asistir a los debates sobre los poderes y funciones que
debían asignarse a los principales órganos del Estado y, antes, cuáles debían ser estos
órganos. Se discutió sobre el reparto de los poderes y funciones estatales y sobre sus
titulares, como se discutió la distribución de funciones entre el Estado y las
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Comunidades Autónomas. Obtenido el consenso y, en todo caso, tras las votaciones de
rigor, se estableció como proyecto la opinión prevalente, que, al final, tuvo fuerza
jurídica tras la entrada en vigor de la Constitución.
Este mismo fenómeno se da en las relaciones entre particulares. Toda compraventa
supone una redistribución del producto vendido y del dinero pagado, que cambian de
titular. Reparto es cada testamento, cada contrato de trabajo, etc. Las relaciones humanas
comportan un ininterrumpido trasiego de cosas, que suponen una continua redistribución
de bienes. Los derechos que se originan o modifican por esa acción humana son los
derechos positivos.
3. Los límites del derecho positivo
Positivo significa puesto, no dado al hombre, sino instituido —puesto— por el
hombre. Al respecto cabe preguntarse por los límites de esa capacidad del hombre. ¿Es
ilimitada la capacidad del hombre para constituir y regular derechos o, al menos, abarca
todo el ámbito de la vida social humana? En caso contrario, ¿cuál es el criterio que
señala los límites?
Cuando quieren mostrar gráficamente cuáles son los poderes de que goza el
Parlamento de su país, los británicos suelen decir que su Parlamento lo puede hacer todo,
a excepción de que un varón, sea mujer o una mujer sea varón; es decir, puede hacer
todo lo que es posible que el hombre haga. Aunque no lo digan los británicos, es
evidente que hay otras cosas, además de hacer de un varón una mujer, que su Parlamento
no puede obrar.
El dicho es humorístico y hay que interpretarlo en su justo sentido. No se refiere al
hecho físico de que un varón sea transformado en mujer. Los británicos no dirían eso de
su Parlamento ni en broma, sino, acaso, de sus médicos. Lo que quiere decir la humorada
es que el Parlamento británico no tiene facultades para dar un bill en virtud del cual un
varón sea tratado socialmente como mujer y viceversa. Para tamaño absurdo no tiene
poderes el Parlamento. Pero observemos bien, ¿sería una tal ley un absurdo o sería
también una injusticia? No cabe duda de que ese absurdo sería una injusticia.
Hay ahí algo de lo que, todos, en el fondo, estamos convencidos: el hombre no puede
ser tratado como quieran y deseen los demás o los titulares del poder, porque hay cosas
que son injustas de suyo. En otras palabras, hay cosas que no son indiferentes en relación
a la justicia. Que los coches circulen por la derecha o por la izquierda, con tal de que
circulen por uno u otro lado, es de suyo indiferente. Los ingleses pueden pensar que
circular por la derecha es una cabezonada del resto del mundo; y el resto del mundo está
en el perfecto derecho de pensar que circular por la izquierda es una extravagancia de los
ingleses. Ambas son opiniones respetabilísimas, porque el hecho cierto es que circular
por uno u otro lado no es, de suyo, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto: es una opción
libre. Pero no es una opción libre que dos trenes circulen, sin limitaciones ni desvíos, por
la misma vía y en dirección contraria, porque, o se pararán en el punto donde se
encuentran y entonces se habrá lesionado el derecho de los usuarios a viajar (que incluye
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llegar a su destino), o se pararán por la fuerza del choque, en cuyo caso se habrá
lesionado el derecho a la vida y a la integridad física de los viajeros. Lo observaba
Aristóteles cuatro siglos antes de nuestra era: en derecho hay cosas de suyo indiferentes
y hay cosas que no lo son.
El hombre puede —se entiende según justicia— crear derechos y regularlos en la
esfera de lo indiferente. ¿Qué quiere decir indiferente? No quiere decir que una opción
no sea mejor o peor que otra desde el punto de vista técnico; puede ser que un estudio
técnico demuestre que circular por la derecha o por la izquierda sea técnicamente mejor
que su contrario. Indiferente quiere decir que, en definitiva, por lo que a la justicia y a la
moral se refiere, lo mismo da adoptar una solución que otra, porque ninguna de ellas
lesiona la justicia o cualquier otra esfera de la moralidad. Que los escoceses lleven faldas
podrá ser más o menos chocante, pero es indiferente: robar dinero no es indiferente.
Al respecto conviene saber distinguir dos cosas: una es lo justo o injusto, lo
moralmente correcto o incorrecto, y otra cosa es la pauta de comportamiento socialmente
aceptada, En un ambiente puede resultar marginal o no aceptada socialmente una forma
de obrar; eso suele dar origen a una conciencia de obrar bien o mal, que ha de
distinguirse claramente de la conciencia de lo justo o de lo injusto, del bien y del mal
morales. La pauta de obrar sociológica produce la captación de lo sociológicamente
normal o anormal y, en consecuencia, el juicio de conveniencia de adaptarse a lo normal
o la reacción de inconformismo; en cambio, la captación de lo justo o injusto, de lo
bueno y de lo malo en sentido moral, produce la conciencia de conformidad o
disconformidad con lo que la naturaleza del hombre postula. En otras palabras, las
pautas de comportamiento socialmente aceptadas pertenecen al campo de lo indiferente.
Por el contrario, lo que atañe a la justicia no siempre es indiferente.
Por lo tanto, el campo del derecho positivo se delimita de un modo claro: su materia
posible es lo indiferente. Por lo mismo, para distinguir si una norma es de derecho
positivo o de derecho natural, hay que ver su grado de indiferencia respecto de la
naturaleza humana. En cuanto tenga de indiferente, tanto tendrá de derecho positivo.
Hemos dicho que la materia posible del derecho positivo es lo indiferente. Se habla
de posibilidad porque la materia es indiferente hasta que es instituida como derecho por
un acto del hombre. Una vez convertida en derecho ya no es indiferente, sino lo justo
respecto de su titular; v.gr. es indiferente que tal parcela de tierra, destinada a
colonización se asigne a este o aquel colono; nada hay en cuya virtud, por naturaleza, esa
parcela deba ser ocupada por tal o cual persona. Pero una vez asignada, pasa a estar
atribuida a su titular y ya no resulta indiferente que otro colono invada esa parcela y se
apodere de ella: sería injusto.
4. El derecho natural
Acabamos de ver, en trazos breves, qué es el derecho positivo; veamos ahora qué es
el derecho natural. Entendemos por derecho natural todo derecho cuyo título no es la
voluntad del hombre, sino la naturaleza humana, y cuya medida es la naturaleza del
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hombre o la naturaleza de las cosas.
Hace un momento decía que la materia posible del derecho positivo es lo indiferente.
Al explicarlo hemos visto también que hay cosas que no son indiferentes en relación con
la justicia. No es lógico pensar o decir que, en orden a lo justo, da lo mismo respetar la
vida de un hombre inocente o matarlo, que resulta indiferente estafar al prójimo o ser
honrado, que es igual criar y educar a los hijos que abandonarlos en la calle o
maltratarlos. En cuanto a estas cosas, ciertas mentalidades e ideologías modernas
parecen pretender desafiar al sentido común.
Ruego al lector que haga un esfuerzo por olvidarse de tópicos y manipulaciones
ideológicas y que intente ser razonable. ¿Puede alguien en serio y en su fuero personal
pensar que es indiferente, que no es injusto por sí mismo, o que es sólo un valor relativo
que unos padres, para poder irse tranquilos de vacaciones, maten a sus hijos y los echen
al cubo de la basura? No nos precipitemos y usemos de la lógica: ¿qué implicaría afirmar
que éstas y otras conductas semejantes, más o menos graves que la aludida, quebrantan
tan sólo un valor relativo (como dice el relativismo) o una pauta de comportamiento
socialmente aceptada (según afirma el sociologismo)? Un valor relativo, por definición,
es algo que es bien o valor, no en sí mismo, sino tan sólo porque así lo aprecia o estima
un hombre o un conjunto de hombres. Una pauta social de comportamiento es una norma
de conducta, indiferente en sí, pero aceptada por consenso de la mayoría. Sostener que
conductas como la aludida sólo quebrantan un valor relativo o una norma meramente
sociológica, implicaría —por definición— que tales conductas no son malas o injustas
en sí mismas, sino únicamente que los demás o la mayoría las ven, las aprecian como
malas. Quien las hace, nada verdaderamente malo haría, sino que realizaría una cosa de
suyo ni buena ni mala. La conclusión lógica se impone con toda claridad y rotundidad:
los delincuentes no cometen nada malo en sí, sino que hacen cosas que otros opinan que
son malas; en otras palabras, si son castigados con penas, el castigo no es merecido en
sentido propio, sino que sólo representa una reacción violenta de la mayoría. Los
delincuentes son, en realidad, marginados de la sociedad, sin otra culpa que realizar
conductas que la mayoría no ve con buenos ojos. Si el lector piensa que quien asesina,
atraca, injuria, calumnia, hiere a otros, etc., es algo más que un extravagante, que una
persona que se comporta de modo distinto a la mayoría, resulta evidente que se da cuenta
de que hay cosas que son justas de suyo y cosas de suyo injustas. Pues bien, éste es el
punto clave del derecho natural.
He pedido antes al lector un esfuerzo por ser razonable. En efecto, decir que hay
cosas en sí mismas justas y cosas de suyo injustas significa, desde la Antigüedad griega,
que hay cosas conformes con postulados naturales de la recta razón (conformes con la
razón natural) y postulados contrarios a ella. Por eso se dice que es de derecho natural o
contrario a él lo que la razón natural dicta como justo o como injusto (dictados de la
recta razón o razón natural). Así hablaban los estoicos varios siglos antes de Jesucristo y
así se sigue diciendo hasta hoy. El derecho natural no quiere decir otra cosa sino que, en
determinadas esferas del obrar humano, hay conductas racionales y conductas
irracionales, hay conductas acordes con la recta razón y conductas contrarias a ella.
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¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
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¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.
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¿QUE ES EL DERECHO?: LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURIDICO ( 2ª ED.) de JAVIER HERVADA.

  • 1.
  • 2. ¿QUÉ ES EL DERECHO? LA MODERNA RESPUESTA DEL REALISMO JURÍDICO UNA INTRODUCCIÓN AL DERECHO TERCERA EDICIÓN Javier Hervada Profesor Ordinario de Filosofía del Derecho Catedrático de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado 2
  • 3. Nota a la segunda edición El libro que el lector tiene en sus manos es un pequeño clásico de la ciencia jurídica. Su mérito principal radica en exponer de un modo meridianamente claro los puntos fundamentales de la comprensión realista del derecho, de la que Hervada es uno de los más conocidos exponentes y el primer sintetizador moderno. En este libro de modestas proporciones y sencilla lectura, Hervada intenta esbozar las líneas básicas de la definición del derecho y de la ciencia jurídica desde una perspectiva que, siendo muy antigua, estuvo mucho tiempo olvidada y que hoy se sostiene todavía minoritariamente en el mundo académico. Con ello el autor no pretende resucitar fósiles viejos o abolir todos los logros de la ciencia jurídica moderna sino simplemente liberar al saber jurídico de una serie de defectos de fundamentación (el desconocimiento de la razón práctica, la separación absoluta entre el ser y el deber ser o entre lo jurídico y lo humano, la negación de la dignidad, el excesivo formalismo, etc.) que inevitablemente lo conducen a aporías insalvables y ponen en entredicho la justificación del oficio del jurista. Así pues, en este libro se compendia una verdadera propuesta de revolución jurídica, que al reconsiderar los cimientos mismos de la comprensión moderna del derecho, supone una reconstrucción de la ciencia jurídica, que rescata los elementos valiosos de la tradición moderna y brindándoles un fundamento mucho más sólido los hace más funcionales y coherentes. Hay que notar, además, que aunque el sistema realista hervadiano que se plasma en esta obra es ciertamente un intento de restauración de la concepción del derecho recogida en la filosofía jurídica aristotélico tomista y seguida como práctica común por la mayor parte de los juristas hasta el siglo XVII, no es por ello una mera repetición de los textos jurídicos clásicos. Por el contrario, el pensamiento jurídico hervadiano es original en muchísimos aspectos ya que el talante auténticamente realista de su autor lo mueve a contemplar ante todo la realidad y a partir siempre de la experiencia jurídica. Consiguientemente, ya que el fenómeno jurídico no se manifiesta de modo absolutamente igual en el siglo XXI que en el siglo XIII y ya que los tópicos más acuciantes de la ciencia jurídica hoy en día no son exactamente los que preocuparon a los antiguos y medievales, la comprensión verdaderamente realista del derecho –que es la que defiende Hervada– no puede ignorar dichos cambios ni las dimensiones de lo jurídico puestas de relieve en la modernidad (ej., los derechos subjetivos y los derechos humanos) dado que de lo contrario se convertiría en arqueología conceptual. Esta preocupación fundamental por la realidad jurídica es probablemente una de las razones de la originalidad y pertinencia del pensamiento hervadiano así como una de sus notas distintivas frente a otros intentos de exposición del realismo jurídico clásico más centrados en la exposición casi textual del pensamiento clásico. 3
  • 4. Dicho lo anterior parece importante intentar esbozar los rasgos más prominentes del realismo que Hervada propone como alternativa al normativismo y al subjetivismo que han dominado la ciencia jurídica moderna en los últimos siglos. Para hacerlo, es preciso señalar por una parte los supuestos filosóficos en los que dicha comprensión está basada y luego mencionar los elementos definitorios del derecho y lo jurídico en clave realista. Como su nombre lo insinúa el realismo jurídico clásico se asienta en las premisas del realismo filosófico cuyas tesis fundamentales se podrían resumir en las afirmaciones de que la realidad (dentro de la que se incluye la estructura del ser humano) existe con independencia del hecho de ser conocida, afirmada o deseada por el hombre, que por el contrario, es principio y fundamento del conocimiento y finalmente, de que ni la realidad ni su cognosibilidad se agotan en el plano de lo meramente fenoménico o sensible. Igualmente, es propio de dicho realismo aceptar una dimensión de moralidad en la realidad humana, asequible a la razón práctica. El reconocimiento de estos supuestos filosóficos implica necesariamente una ruptura con las filosofías del derecho mayoritariamente aceptadas en la actualidad, dado que estas se sustentan casi siempre en tesis idealistas y positivistas. Las más importantes tesis jurídicas que se recogen en este libro se podrían resumir a su vez en la aseveración de que, en su significado principal, el derecho se identifica con lo justo (to dikaion, la misma cosa debida) cuya determinación corresponde a un saber práctico. Esta forma original de realismo jurídico se caracteriza además por una comprensión analógica del concepto de derecho que permite integrar ciertos significados secundarios o extensivos de lo jurídico (la norma, la facultad) en virtud de su relación con el significado primigenio antes expuesto y por la aceptación de que la naturaleza humana (en sentido metafísico y dinámico) es fuente efectiva de derecho vigente, tan aplicable como el que procede de la autoridad humana. El mérito más importante de esta tesis realista consiste en sustraer a «lo justo» y a «la justicia» del plano de los nobles e inalcanzables ideales, mostrándolos como realidades y acciones realizables y verdaderamente exigibles en la sociedad. Por último, es justo destacar algunas de las virtudes específicas de esta obra en particular. De ella ya se ha dicho en líneas anteriores que es una obra sencilla y de inusual claridad en trabajo académico. Esta cualidad no debe dejar de ser elogiada puesto que gracias a ella conceptos bastante elaborados y que implican una cierta dificultad son puestos al alcance de todos, incluyendo a quienes son todavía legos en el arte del derecho. Es bien sabido que el mérito de un maestro no radica en su destreza para hablar con otros sabios sino en la capacidad de transmitir la verdad de modo diáfano y sencillo a todos los que la buscan, así no sean doctos o letrados. Con esta pequeña obra, que renuncia a veces al tecnicismo en aras de la claridad, Javier Hervada demuestra una vez más que es un verdadero maestro. Camila Herrera Pardo Universidad de la Sabana Bogotá, Colombia 4
  • 5. Prólogo Este libro es una introducción al derecho. Ello quiere decir que va orientado en gran medida a personas que, o bien están en los comienzos de sus estudios de derecho (sea en una Facultad de Derecho, sea en una Facultad de Derecho Canónico) o que siendo ya juristas o canonistas con experiencia, desean recordar y reexaminar los fundamentos de su oficio. Es, pues, un libro en cierto sentido elemental, pero está lejos de ser de divulgación. Por eso he intentado ser claro, pero no garantizo que siempre sea fácil. Además, me atrevería a decir que no es una introducción al uso. En algo puede calificarse de original. Es una introducción al derecho desde la perspectiva del realismo jurídico clásico (el derecho como lo justo), que si bien es una perspectiva tan antigua como los juristas romanos, prácticamente fue sustituida a partir del siglo XIV por el subjetivismo (el derecho como el derecho subjetivo) y seguidamente por el normativismo (el derecho como la norma), que es todavía hoy la perspectiva dominante. Por eso, volver al realismo jurídico es un intento de renovación y modernización de la ciencia jurídica. No es volver la vista atrás, es despejar a la ciencia del Derecho de una visión caduca y anticuada, que ha mostrado suficientemente su esterilidad y la deformación que ha impreso al oficio de jurista. En este sentido, este libro puede considerarse como una exposición sintética y propedéutica del realismo jurídico clásico, una forma distinta de lo habitual de comprender el derecho. Por ello creo que puede interesar a juristas y canonistas indistintamente. De todo cuanto se dice en esta introducción, pienso que lo principal es que una idea quede bien grabada: la ciencia del derecho tiene como finalidad fundamental que la sociedad sea justa, con esa justicia real y concreta que consiste en que se respete y se dé a cada hombre su derecho, aquello que es suyo. Tarea importante y de incalculable trascendencia social, aunque a veces cueste grandes esfuerzos conseguirlo. En todo caso, es una tarea en la que vale la pena empeñarse. Pamplona, a 9 de enero de 2002 5
  • 6. 1. Toda la verdad sobre la carrera de Derecho 1. Introducción La carrera de Derecho presenta una singularidad respecto a otras carreras. Si se pregunta a un estudiante de Medicina qué va ser cuando termine la carrera, responderá sin dudarlo: médico. Es verdad que unos pocos que estudian Medicina no ejercerán de médico —esto es, no se dedicarán a ver y curar enfermos— sino a otras actividades — principalmente de investigación—, relacionadas con la Medicina. Conozco a un prestigioso investigador, catedrático de una Facultad de Medicina, que suele enfadarse cuando alguien le presenta como médico o le pregunta qué hacer para curar tal o cual enfermedad: yo no soy médico, es su invariable respuesta. Estos casos son excepciones. La Facultad de Medicina enseña a sus alumnos cómo ser médicos, y aunque es verdad que resulta prudente no intentar que un recién graduado le cure a uno —mejor es esperar a que adquiera algo de experiencia—, no es menos cierto que el licenciado en Medicina tiene los conocimientos básicos para ser médico. Lo mismo ocurre con otras carreras como la de Arquitectura o las distintas ramas de la Ingeniería. En cambio, si se pregunta a un estudiante de Derecho qué piensa ser al terminar la carrera, pueden recibirse una multitud de respuestas, tantas cuantas salidas tiene la carrera, que pasan de un centenar. Eso, si el preguntado no se encoge de hombros y responde, ante el asombro del que pregunta: «no sé todavía qué voy a hacer». ¿Qué ocurre entonces? ¿La carrera de Derecho es un conglomerado de conocimientos con poca conexión entre unas y otras asignaturas? ¿O será que enseña un poco de todo? Si esto fuese verdad, a los graduados en Derecho se les podría aplicar aquel dicho de que «hombre de muchos oficios, maestro en ninguno». Sin embargo, la experiencia nos dice todo lo contrario: entre los mejores de una serie de profesiones, desde políticos a diplomáticos, se encuentran graduados en Derecho. La carrera de Derecho no enseña muchos oficios o saberes; enseña un solo oficio o saber, que habilita —eso sí— para una gran diversidad de profesiones. Por los menos hace algunos años eran muchos los que pensaban que la Facultad de Derecho enseña a ser abogado, que sería ese oficio o saber del que hablamos. Esta idea sobre la carrera de Derecho sólo tiene un pequeño inconveniente: en las Facultades de Derecho —esto debe quedar muy claro— no se enseña a ser abogado; entre otras cosas, de sus planes de estudio están ausentes la dialéctica y la retórica que son dos artes imprescindibles para el abogado. Sobre la carrera de Derecho y lo que se enseña en una Facultad de Derecho se debe saber de antemano toda la verdad: a la Facultad de Derecho se va a aprender a ser jurista. Y no se alarme nadie ante esta verdad; lo que significa el nombre de jurista es un 6
  • 7. saber o un arte que abrirá las puertas de una multitud de profesiones, más que cualquier otra carrera. Algunas consisten en ser juristas sin más, juristas por antonomasia: jueces y magistrados; otras representan algunas facetas o derivaciones, como ser abogado o notario; y otras son profesiones para las cuales es necesario o conveniente ser jurista: diplomático, político o inspector de Hacienda. 2. Ser jurista ¿Qué quiere decir jurista? Esta palabra viene del latín, lengua de los juristas romanos, que fueron quienes transformaron el saber derecho en un arte o ciencia. El derecho se llamaba en latín ius (o jus; la letra «j» no es más que una «i» alargada) y de ahí se denominaron juristas quienes se dedican al derecho (al ius), como se llaman futbolistas los profesionales del fútbol o artistas quienes se dedican al arte. Al lector le está permitido pensar que, puesto que en castellano se usa la palabra derecho, sería preferible que los juristas recibieran un nombre derivado de esta palabra y así se evitarían extrañezas. El caso es que, en la Edad Media, cuando el castellano comenzó a formarse, ya hubo ese intento, pero la palabra que salió fue derechurero, que todavía aparece en algunos diccionarios; a la justicia la llamaron derechuría y así ocurrió con otros términos derivados de derecho. Se comprende que derechurero y derechuría fuesen palabras pronto olvidadas y hoy sigamos agradecidos al buen sentido de nuestros antepasados, hablando de jurista y de justicia. 3. Hombre de leyes Jurista es, sencillamente, el hombre de derecho, el hombre que sabe derecho. También se dice con frecuencia que es hombre de leyes. Esta segunda expresión, hombre de leyes, es más comprensible para los no especialistas y no pocos juristas están convencidos de que es la mejor. De estos juristas se dice que son normativistas, porque afirman que el derecho es la ley (también llamada norma, de donde viene normativismo). En las páginas que siguen, veremos que la ley y el derecho no son lo mismo, pero el normativismo es la concepción del derecho dominante. No son de extrañar estas diferencias en la noción misma de derecho, es que la noción de derecho depende de la noción del hombre y de la sociedad. Y hemos llegado a una sociedad tan pluralista que los hombres llegamos a poner en tela de juicio hasta las ideas más elementales. Sin embargo, lo que pretendemos en este libro es justamente mostrar que ni el derecho se confunde con la ley, ni el jurista es propiamente un hombre de leyes, aunque el conocimiento de éstas sea de primordial importancia para él. Llegados a este punto nos toca pasar a explicar en qué consiste el derecho y, en consecuencia, en qué consiste ser jurista. 7
  • 8. 2. Por qué existe el arte del derecho 1. Saber derecho es una ciencia práctica Saber derecho, conocerlo, es una ciencia práctica. Hoy es muy frecuente que se tenga un concepto muy reducido de lo práctico. Se llama práctico a lo que produce una utilidad inmediata: dinero, placer, bienes de consumo, un puesto de trabajo o —de forma más extrema— lo que sirve a la reforma de las estructuras o a la revolución social. Esto es lo práctico, lo demás son teorías, filosofías o, con una expresión menos académica, historias. Con este sentido tan restringido de lo práctico resulta difícil entender qué se quiere decir con que saber derecho es una ciencia práctica. Y no es extraño que haya estudiantes que se quejen de que las explicaciones de los profesores son, a veces, poco «prácticas»: lo que no les sirve directamente para preparar los exámenes o las oposiciones, o ganar los futuros pleitos, o hacer las liquidaciones de impuestos, se les antoja cosa abstracta o demasiado teórica: lo que hace falta, dicen, son clases prácticas. Personalmente soy un convencido de que nada hay tan útil como las cosas inútiles. Nada tiene más utilidad ni sirve tanto para realizarse plenamente en la vida como la sabiduría que da la metafísica, la parte más abstracta y menos «práctica» de la poco «práctica» filosofía, por no hablar de la religión, que decide el destino eterno del hombre. Pero no voy a seguir por este derrotero. Si medimos lo práctico por sus utilidades inmediatas, no cabe duda de que la carrera de Derecho es muy práctica, porque tiene muchas salidas profesionales y es una de las que menos se resiente del problema del paro, aunque sin verse libre de él. No es, sin embargo, en este sentido en el que decimos que saber derecho es una ciencia práctica. 2. Determinar lo justo De las ciencias —o conocimientos sistemáticamente organizados— se dice que son especulativas o prácticas en un sentido que tiene poco que ver con lo práctico al que acabamos de aludir. La palabra especulativa viene de speculum o espejo; quiere decir que se trata de un conocimiento que refleja la realidad sin hacerla o construirla. Si una persona se dedica al estudio del arte, llegará a conocer los cuadros de los pintores estudiados en sus más mínimos detalles; puede ser que lo sepa todo o casi todo de los cuadros, desde las sustancias que el pintor usó como pinturas, hasta la dirección de cada una de las pinceladas. Pero todo esto es conocimiento especulativo; estos conocimientos no le habilitarán para pintar, si no tiene el arte de la pintura. Este arte consiste en saber pintar cuadros y es una ciencia práctica. Ciencia práctica y arte es lo mismo; es arte toda ciencia práctica y no sólo las llamadas Bellas Artes. Es claro, pues, que una cosa es 8
  • 9. conocer los cuadros (ciencia especulativa) y otra cosa es saber pintarlos (arte o ciencia práctica). Un crítico taurino, que sabe distinguir una buena chicuelina de otra defectuosa, puede ser incapaz de coger bien la muleta. ¿Qué es, pues, un arte o ciencia practica? Es saber hacer las distintas cosas. Por otra parte, para saber hacer una cosa hacen falta muchas veces conocimientos al parecer inútiles, es decir, que no son inmediatamente prácticos. Un ejemplo bien claro son las matemáticas; la matemática es una ciencia especulativa y de las más abstractas: nada se hace inmediatamente con las matemáticas; después de una operación aritmética nada nuevo se ha hecho, simplemente se conoce un dato. Incluso las cifras escritas en el papel pertenecen al arte de escribir y no a las matemáticas. Sin embargo, son muy pocas las cosas que se pueden hacer sin usar las matemáticas. Lo que antes decía: nada más útil que lo «inútil». También para saber derecho hacen falta conocimientos especulativos — poco o nada «prácticos»—, pero esencialmente es un arte o ciencia práctica. ¿Y qué es lo que de práctico sabe el jurista? Sabe algo tan fundamental y tan importante para las relaciones sociales como es lo justo. El jurista se dedica a desvelar qué es lo justo en las relaciones sociales, en la sociedad; es, por así decirlo, el técnico de la justicia, el que sabe de lo justo y de lo injusto. Probablemente algún lector, ante estas afirmaciones, sienta un movimiento de escepticismo o de protesta. ¿Quién sabe qué es lo justo? Esto de lo justo suena más a política que a derecho. Además algunos juristas —precisamente aquellos que llamamos normativistas—, si llegan a leer estas páginas, afirmarán: demasiado pretencioso, bastante hace el jurista con averiguar lo que es legal e ilegal. Sin embargo, ya hemos dicho que quienes del saber derecho hicieron un arte fueron los juristas romanos; y es de suponer que —si tal hazaña hicieron con el derecho— lo conocerían bastante bien. Por otra parte, es sabido que el genio romano fue eminentemente práctico, poco dado a especulaciones o a utopías. Pues bien, son los romanos quienes definieron el arte del derecho como la ciencia de lo justo y de lo injusto. A lo mejor la justicia y lo justo resultan ser menos pretenciosos o utópicos de lo que parece y no es más o menos difícil conocer lo justo que averiguar lo legal. O resulta que la justicia es bastante menos propia de la política de lo que puede dar a entender la frecuencia con que los políticos la usan y pronuncian ese latiguillo de la «sociedad justa y solidaria». ¿No se habrá idealizado la justicia? Pudiera ser que hubiésemos confundido el popular pollo al alcance de todos los bolsillos con un faisán dorado. Quién sabe si la justicia no es esa utopía propia del «mejor de los mundos» o es algo bastante mas asequible que la «sociedad justa y solidaria». Por lo menos se reconocerá que es sospechoso que los juristas romanos tuviesen de lo justo y de lo injusto un sentido tan utópico e idealizado como parecen tener nuestros contemporáneos, si es verdad —como dicen todos los historiadores— que los romanos, a causa de su genio práctico, no legaron grandes especulaciones, pero sí hicieron —por su genio práctico— una decisiva contribución a la civilización occidental: el arte del derecho, o sea la ciencia de lo justo. Por cierto que, después de decir que el jurista es hombre de derecho, hemos descrito su saber como la ciencia de lo justo. ¿No es esto un ejemplo de incongruencia? El saber 9
  • 10. del jurista ¿es la ciencia de lo justo o la ciencia del derecho? No hay que precipitarse en pretender descubrir incongruencias: lo justo es justamente el derecho; decir lo justo es nombrar al derecho, porque son lo mismo. Cuando, por ejemplo, decimos que es derecho del arrendatario ocupar el piso alquilado, estamos diciendo que esto es lo justo, supuesto el contrato de arrendamiento. Correlativamente, si se interfiere o ataca un derecho, decimos que eso es injusto. Lo injusto es la lesión del derecho. Quizás con esta breve aclaración se pueda intuir que la justicia y lo justo no son tan utópicos como parecen, a menos que entendamos que el derecho es una utopía. 3. Por qué existe el derecho Pero dejemos de momento la identidad entre derecho y lo justo y comencemos ya a explicar qué son la justicia y el derecho. Para ello hemos de remontamos a la raíz del derecho, a su origen, resumiendo la cuestión en esta pregunta: ¿por qué existe el derecho? Puede resultar útil, para responder a esta pregunta, plantearla de otra manera, que no es equivalente, pero que nos puede conducir a encontrar la contestación por un camino más simple. ¿Por qué ha nacido el arte del derecho? Todo arte responde a una necesidad. Unas veces se trata de ese tipo de necesidades que se llaman primarias o primeras; así existen los llamados artículos de primera necesidad. En el polo opuesto están necesidades que nos hemos creado los hombres, de las cuales podríamos prescindir con un poco de sentido común o, simplemente, siendo más temperantes y sobrios. Pero en cualquier caso, como el arte consiste en saber hacer, saber producir y cosas similares, es claro que todo arte nace para satisfacer una necesidad. Depende, pues, de hechos o factores de la vida humana. Y así ocurre con el derecho. ¿Cuál es la necesidad que satisface el arte del derecho, de qué hecho social o factor de la vida humana depende? Ante todo —para que no nos perdamos en la jungla de opiniones o descarriemos el camino— vamos a delimitar con la mayor precisión posible el aspecto de la vida humana que es propio del jurista. Obsérvese bien, no del político, ni del ciudadano, ni del Parlamento. Juristas son los jueces, los abogados, los letrados del Consejo de Estado, los notarios, etc. No son juristas —no es ese su oficio propio, aunque acaso posean el arte del derecho por haberlo aprendido— ni los diputados, ni los gobernadores civiles, ni el Presidente del Gobierno. Si, dentro de las funciones o poderes del Estado, queremos delimitar el arte del derecho, no acudiremos al Parlamento o Poder Legislativo, ni al Gobierno o Poder Ejecutivo; acudiremos al Poder Judicial. Efectivamente, los jueces y magistrados son juristas, cuya misión es ejercer el arte del derecho. Lo ejercen también quienes tienen relación inmediata con la función judicial; si la misión del juez es resolver controversias, también son juristas quienes mantienen la controversia ante el juez como letrados de las partes: los abogados y el fiscal. Centrémonos, como ejemplo más representativo del arte del derecho, en quienes 10
  • 11. intervienen en un juicio. Las demás profesiones u oficios, en cuanto tienen de jurídicas, no son mas que variantes. ¿Qué plantea el letrado del actor, esto es, de quien interpone una petición —una demanda— ante el juez o tribunal? Se dice que acude en demanda de justicia; bien, pero ¿qué pide? Es claro que no habla en términos de la «sociedad justa y solidaria»; quienes hablan en estos términos —téngalo el lector muy presente— no acuden a los jueces; acuden al Parlamento, a la opinión pública o al Gobierno. Cuando se acude al juez en demanda de justicia, los términos son mucho más modestos y, si se quiere, prosaicos. Al juez se le pide que declare que de la herencia de X le corresponde tanto o cuanto a Y, que es el actor; o que A debe a B tal cantidad de dinero y que, en consecuencia, se le obligue a pagar lo debido; que C tiene derecho a pasar por el fundo (el campo) de D (lo que se llama una servidumbre de paso); que el alcalde de la ciudad E se ha extralimitado en sus poderes al ordenar el derribo del edificio construido por F, etc., etc. ¿Qué es lo que se pide? Sencillamente se pide que el juez dicte sentencia, que diga con autoridad — una sentencia es un dicho y sentenciar equivale a decir— qué es lo que corresponde a cada una de las partes del proceso judicial. Se le pide que sentencie o diga que tal parte de la herencia de X corresponde a Y, que tal cantidad de dinero debe ser entregada a B por A, que el alcalde de E no tenía el poder que se arrogó, etc. Incluso en procesos en los cuales parece que se pide sólo comparar dos leyes entre sí —v. gr. la inconstitucionalidad de una ley— lo que, en definitiva, dirá el juez, al declarar inconstitucional la ley, es que quien la dictó carecía de poder para dar una ley contraria o no congruente con la Constitución. El juez sentencia o dice lo que corresponde a cada uno, sentencia sobre lo suyo de cada cual. También el abogado dice y defiende lo que cree que es de su cliente (lo suyo de su cliente), aunque procure —sin por ello faltar a la ética profesional— defender la solución más favorable. Del mismo modo puede describirse la tarea del fiscal y, de una u otra forma, la de los demás juristas. Otra cosa distinta es que, en la realidad, no hay oficios puros, esto es, sólo y exclusivamente dedicados a la función de jurista. El juez también modera el proceso, dicta providencias y autos y ordena la ejecución de la sentencia; en algunos casos es el encargado del Registro Civil. Lo suyo, lo de cada uno, éste es el objeto del saber del jurista. A la cosa de cada uno —a lo suyo— le llamamos derecho, el derecho de cada cual; de donde determinar lo suyo, lo de cada uno, es determinar el derecho. El arte de lo suyo, de lo de cada uno, es el arte del derecho. Y como el jurista no es un benefactor o mecenas ni un cicatero, lo que determina no es lo que a cada uno le conviene, lo que le gusta o desea, o lo menos posible o cualquier otra cosa, sino su derecho, ni menos ni más, exactamente lo que le está atribuido; el jurista señala lo justo que hay que darle a cada uno. De donde resulta que lo suyo, lo justo y derecho son tres modos de nombrar lo mismo. 4. El reparto de las cosas Pero con esto nos hemos apartado del discurso emprendido. Estábamos intentando 11
  • 12. ver a qué necesidad responde el arte del derecho o a qué aspecto de la vida social debe su origen. El aspecto de la vida social a la que el arte del derecho responde nos viene dado por cuanto acabamos de exponer. Si hay cosas que corresponden a uno o a otro, si hay cosas suyas —de cada uno—, si lo justo o derecho son cosas que pertenecen a sujetos determinados, es claro que ello obedece a que no todo es de todos o, dicho de otra manera, a que las cosas están repartidas. Algunos han dicho que este fenómeno reside mas bien en la escasez de las cosas, que es lo que hace que los hombres se las disputen o haya necesidad de asignarlas a unas personas y no a otras. Pero esta posición no nos parece correcta. Por ejemplo, aunque hubiese superabundancia de alimentos y todos pudiesen tomar tantos cuantos quisieran, cada hombre se apropiaría de una cantidad determinada —luego los alimentos quedarían repartidos—; que nadie le disputase su parte, lo único que indica es que no habría riñas y, en el plan general de todas las cosas, quiere decir que los juzgados no existirían, como no existirían los abogados, etc.; mas esto no significa la desaparición del derecho. Podemos poner otro ejemplo, la superabundancia de automóviles. ¿Qué ocurriría si por esa superabundancia ningún automóvil estuviese asignado a nadie? Cada ciudadano, al salir de su casa, cogería el primer coche que encontrase y se iría al lugar de trabajo; al salir haría lo propio. De momento parece una situación paradisíaca si no fuese por pequeños detalles; por ejemplo, ¿qué haría con las maletas que lleva, si en lugar de volver a casa debe ir directamente al aeropuerto para realizar un viaje? Como nada estaría asignado a nadie, no habría problema: si alguien se llevó el coche con las maletas, cogería las primeras maletas que encontrase —los bienes se suponen superabundantes— y los enseres que otros habrían dejado aquí y allí y se los llevaría... ¿Para qué continuar? Esto no sería un paraíso, sería un manicomio. Lo suyo, la atribución de las cosas —el derecho— no deriva de la escasez de los bienes, sino de otra cosa distinta: el hombre se mueve en las dimensiones de cantidad y espacio e igualmente ocurre con las cosas de las que se sirve. En otro orden, el hombre es finito y la sociedad humana implica una división de funciones y tareas (no todos pueden ser al mismo tiempo Jefe de Estado, gobernador civil, coronel, juez, panadero, fontanero, etc.). La vida humana exige que las cosas —bienes, funciones, cargas, etc.—, estén repartidas y, en consecuencia, atribuidas a distintos sujetos; de ahí nace lo mío, lo tuyo, lo suyo. Si las cosas están repartidas, no todo es de todos. Y esto es una necesidad social. Supongamos que todo fuese de todos. Si esto ocurriese, el dinero que uno tiene para sus gastos le podría ser arrebatado por otro, pues tanto sería de uno como de otro. Si el propio cuerpo perteneciese a todos, ante un enfermo de los dos riñones, se podría coger al primer hombre sano que se encontrase y sacarle un riñón para trasplantarlo al enfermo. Si las viviendas no estuviesen atribuidas y repartidas, cada cual podría invadir la que se le antojase, etc., etc. La vida humana sería un infierno; el normal desarrollo de la vida del hombre pide que exista alguna atribución de las cosas, que no todo sea de todos, al menos en el sentido de respetar el pacífico uso de las cosas; aunque sea esa mínima atribución que supone que si un ciudadano se sienta en un banco público, otro ciudadano no pueda echarle para sentarse él. El hombre tiene, al menos, que poder decir que, 12
  • 13. mientras está sentado en un banco público, el estar sentado es algo suyo, que se le atribuye y, por lo tanto, es derecho suyo. Que no todo esté atribuido a todos es una necesidad social, que da origen al hecho de que las cosas estén repartidas. Y, al estar las cosas repartidas, hay derechos. Habiendo derechos, existe el arte del derecho. De lo dicho, se desprende que la necesidad que subviene el arte del derecho es de las llamadas primeras o fundamentales. El derecho es un artículo de primera necesidad. 13
  • 14. 3. La justicia 1. El orden social justo Ya hemos señalado que el derecho surge con el hecho de que las cosas están repartidas. Lo que venimos llamando derecho es la cosa justa, la cosa atribuida a una persona. Pero no sería correcto dejar de advertir que a la ley se la denomina también derecho, por traslación de lenguaje: ese fenómeno lingüístico en virtud del cual usamos la misma palabra para designar dos cosas relacionadas entre sí; por ejemplo, decimos «una radio» para referirnos tanto a la empresa que emite programas radiofónicos como al aparato receptor, o se llama «café» al local donde se va a tomar la infusión de café. Cuando el derecho se toma como ley, el principio no es el del reparto de las cosas, sino la ordenación de las conductas. El hecho originario no es el reparto, sino el orden del obrar humano; pues, en efecto, la ley tiene por función propia ordenar racionalmente las conductas humanas. Pero no se debe olvidar que ordenar o regular la vida social según criterios racionales no es lo propio del jurista, sino del gobernante. Por eso, las leyes no las hacen los órganos judiciales, las hacen los órganos políticos: el Parlamento, el Gobierno o el propio pueblo por costumbre o por plebiscito o referéndum. Hacer leyes es un arte que corresponde a los políticos; es parte del arte de la política, que es quien tiene que construir la sociedad según justicia, libertad y solidaridad. Si el jurista dice qué conducta social es ordenada, lo hace siempre en relación con el orden establecido por la naturaleza o por la política y en tanto esa conducta es lo justo, esto es, pertenece al campo de la libertad o del deber de alguien: obrar o no obrar en un sentido determinado porque es lo justo en relación a otro o al cuerpo social. Ordenar conductas sociales es, propiamente, arte político. Por eso, hay que insistir en que el concepto clave del arte del derecho es el del reparto, no el del orden. Pero, cabría objetar, ¿no se dice que la finalidad del arte del derecho es el orden social justo? Sí, en efecto, la finalidad del arte del jurista es el orden social justo. Ahora bien, ¿qué se quiere significar con orden social justo? No, desde luego, las utopías o las prácticas políticas, sino aquel estado de la sociedad en la que cada cual tiene lo suyo y lo usa sin interferencias. Mas aquí el concepto clave sigue siendo el del reparto. 2. La justicia Hemos hablado repetidamente de justicia y de lo justo y acabamos de referirnos al orden justo. ¿Qué es, pues, la justicia? Ante esta pregunta los normativistas suelen mostrarse un tanto remisos; podría decirse que la pregunta les incomoda. No es extraño. Pretender definir la justicia desde la 14
  • 15. norma —como valor o dimensión original de la ley— es tiempo perdido. Siempre que desde la perspectiva de la ley se ha pretendido definir la justicia —y algunos intentos vienen de la Antigüedad griega—, se ha caído en una nueva torre de Babel. En los últimos tiempos han aparecido más de doscientas definiciones de la justicia, hasta el punto de que puede observarse una creciente dosis de escepticismo sobre la noción de justicia. Y es que se ha errado la perspectiva. La justicia no es originariamente un efecto de la norma, no nace de la ley y, por eso, no es una dimensión originaria —nacida— de la política. A la política y, por lo tanto, a la ley, la justicia les es dada. Y se las da el derecho (las cosas justas). No es algo puesto originariamente por la ley y la política. Por eso, hacer derivar todo derecho de la ley, impide entender la justicia. Porque la justicia depende del derecho y, por lo tanto, sólo si se admite algún derecho preexistente a la ley y al arte de la política, se puede introducir la justicia en la ley y en la política. Más adelante volveremos sobre este punto. Basten de momento estas consideraciones previas. 3. Dar a cada uno lo suyo Los juristas romanos —recordemos que ellos transformaron el conocimiento del derecho en arte— definieron la justicia como dar a cada uno lo suyo, o también dar a cada uno su derecho. Ambas fórmulas son idénticas, pues lo suyo y su derecho — decíamos— son la misma cosa. Esta definición no tiene nada de utópica, de imprecisa o vacía de contenido. Mucho menos es absurda o tautológica como han pretendido algunos filósofos o teóricos del derecho (normativistas). Es sumamente práctica y realista, está llena de contenido y si algún defecto se le quiere encontrar, será el de no representar ningún ideal o mesianismo político. Para los partidarios de la «sociedad justa, libre y solidaria» esta fórmula es incolora, inodora e insípida. En cambio, es reconfortante para el jurista y, sobre todo, lo es para la multitud de los ciudadanos, que viven de realidades cotidianas y no de grandiosos ideales siempre irrealizados. Pese a algunas incomprensiones, la justicia —dar a cada uno lo suyo— es tan práctica como lo es la cotidiana labor de los jueces y de los demás juristas; es tan realista como para ser asequible a todo hombre de buena voluntad. Y está tan llena de contenido que Aristóteles dijo de esta virtud que era más hermosa que el lucero de la mañana (en boca de un griego antiguo esta expresión no tiene nada de cursi) y Dante afirmó —expresando un hecho de experiencia— que, si la justicia se guarda, la sociedad humana se conserva y, si se desprecia, la sociedad se corrompe. Esta justicia, que parece tan modesta y tan apegada al suelo —parece que le faltan los grandes vuelos del espíritu— es aquella justicia cuyo fruto es la paz, tan anhelada por los hombres de todas las épocas. ¿Cuándo hay paz sino cuando a cada hombre, a cada colectividad, a cada pueblo y a cada nación se le reconocen y se le respetan sus derechos? Si a algunos de nuestros contemporáneos les parece poco práctica, poco realista o vacía de contenido, es porque, para conjugar la sencillez de su fórmula con los resultados tan importantes que se le atribuyen, hace falta estar en posesión de un secreto. La 15
  • 16. fórmula tiene su truco. De este secreto estaba en posesión Aristóteles, lo estaban los juristas romanos y lo estaban los juristas en general, hasta que en el siglo XIX aparecieron los positivistas, o sea aquellos que niegan que el hombre tenga derechos inherentes a su condición de persona. Porque este es el secreto, una paladina verdad, que convirtieron en oculta quienes pusieron sobre la ciencia jurídica el velo de la oscuridad positivista (el positivismo es una de las más sutiles formas de estar voluntariamente ciego a la luz). Sí, el secreto es el derecho natural. Por si algún lector no ha oído hablar del derecho natural y como ahora no es el momento de explicar lo que es —lo haremos en su oportuno momento—, me limitaré a decir que derecho natural es todo derecho que tiene el hombre en virtud de su naturaleza —de su condición de persona—, o sea, aquel conjunto de cosas suyas, de derechos, que el hombre tiene por sí mismo y no por concesión de los Parlamentos, de los Gobiernos o de la sociedad: su vida, su integridad física y moral, sus libertades naturales, etc. Quizás el lector piense: los derechos humanos. Bien, de momento podemos aceptar la equivalencia; cuando lleve varios años de estudio ya será capaz de distinguir lo que hay de común o de diferente entre los derechos naturales y los derechos humanos. El secreto o truco de la fórmula de la justicia está en el derecho natural, porque sin el derecho natural sólo quedan los derechos dados por las leyes dictadas por los hombres. Entonces la justicia —consistiendo en dar a cada uno su derecho— se reduciría a darle a la persona humana estos derechos. Y por ahí nadie pasa. Son tan notorias las insuficiencias y las injusticias que se ven en tantas leyes humanas que nadie puede admitir —salvo los marxistas para los cuales la justicia es un producto burgués— que la justicia se reduzca a eso. El derecho natural es el secreto, porque la insuficiencia y la injusticia de una ley se miden por su adecuación al derecho natural, el cual es un derecho tan concreto como el derecho positivo (el que debe su origen a la concesión de la sociedad); por lo tanto, todo posible contenido de la justicia es concreto, práctico y realista. En cambio, si se olvida o se rechaza el derecho natural, lo que representa la justicia en relación a él se torna vacío o se transforma en ideales inconcretos y relativos; la fórmula de la justicia habrá perdido su practicidad y su realismo. Pero no carguemos sobre la fórmula los defectos del positivismo. 4. La justicia sigue al derecho Una vez establecido en qué consiste la justicia —la virtud de dar a cada uno lo suyo — es conveniente descender a algunos detalles. El primero de ellos puede enunciarse mediante una proposición, que es evidente por sí misma. Sin embargo, a muchos les resulta escandalosa cuando la oyen, lo cual da la razón a Santo Tomás de Aquino, cuando decía que no siempre las proposiciones evidentes por sí mismas son evidentes para todos. Y no resultan evidentes cuando no se han entendido totalmente los términos de la proposición. La proposición aludida es ésta: la justicia sigue al derecho, no le antecede, es posterior a él, en el sentido de que obra en relación al derecho existente. ¿Por qué es 16
  • 17. evidente por sí misma esta proposición? Por lo que es evidente toda proposición: porque está contenida en la fórmula de la justicia. Si la justicia es la virtud de dar a cada uno lo suyo, su derecho, para que pueda actuar es preciso que exista lo suyo de alguien, su derecho; si no, ¿cómo dar lo suyo, su derecho? Daría otra cosa. Por lo tanto, allí donde no hay un derecho existente, la justicia no es invocable. Elemental. Pongamos un ejemplo: si patrono y obreros de una empresa han concertado un salario mensual de 1.200 euros ¿a quien acudirán los obreros si el patrono les da sólo 720 euros? Acudirán al juez y éste obligará al patrono a dar a los obreros lo suyo, su derecho, que son 1.200 euros. Y para ello, si es necesario, embargará los bienes del patrono. ¿Qué ocurrirá si en lugar de esto los obreros hacen una manifestación ante el Gobierno Civil? Que el gobernador les dirá, con sobrada razón, que acudan a los tribunales. El patrono, al pagar tan sólo 720 euros, comete una injusticia. Veamos ahora la situación contraria: el contrato fija el salario en 720 euros al mes, y los obreros, alegando el aumento del costo de la vida, comparecen ante el juez y solicitan que se obligue al patrono a elevar el salario. El juez se inhibirá; a él no le compete la cuestión, porque el derecho de los obreros son 720 euros, mientras que los 1.200 euros son una aspiración. El medio para obtener la elevación del salario es un nuevo convenio colectivo, la huelga, la acción sindical o la manifestación. Las aspiraciones no son cuestiones de justicia, sino de política. Nadie puede, en serio, invocar la justicia en este caso, porque no hay nada en cuya virtud el estricto derecho del obrero —lo justo, ni más ni menos— sea el salario de 1.200 euros. Y si hay algo, v. gr. una cláusula del convenio colectivo o una disposición legal que prevea las correcciones salariales automáticas, entonces es claro que interviene la justicia y puede comparecerse ante el juez. Pero, podemos preguntamos: ¿no hay aspiraciones de los hombres que son justas en sentido propio? Puede haberlas, pero en tal caso se trata de verdaderos derechos. Determinarlos es función del jurista y, en el supuesto de que no se respeten, puede y debe intervenir el juez. ¿No lo hacen? Aparecen, entonces, las figuras del juez y del jurista que conocen mal su oficio o son, al menos en parte, injustos. Si no son personalmente injustos (injusticia formal), al menos están aherrojados por un sistema de garantía y aplicación del derecho que contiene injusticias. Cuando las aspiraciones son verdaderos derechos, y en consecuencia interviene la justicia, es obvio que se trata de derechos preexistentes y anteriores al derecho positivo; es decir, de derecho natural. Con ello topamos con el tema de la ley injusta. Indudablemente hay leyes injustas, hay cosas atribuidas (podemos llamarlas derechos para entendemos) injustamente. Pero esto sólo significa que la justicia preexiste al derecho positivo, al derecho dado por los hombres, no que preexiste sin más al derecho. En otras palabras, existen —¡vaya si existen!— leyes injustas; pero son injustas porque lesionan el derecho natural, o sea, porque atribuyen cosas a personas distintas de aquellas a quienes están atribuidas anteriormente por derecho natural, o niegan la titularidad de algo a quienes lo tienen por derecho natural o atribuyen cosas a quienes por derecho natural les está negado. En suma, si existe un derecho injusto no es porque la justicia anteceda al derecho, 17
  • 18. sino porque existe un derecho natural anterior al derecho positivo, que éste no puede debilitar o anular. O si se quiere decir lo mismo con otras palabras, la justicia antecede al derecho positivo como consecuencia de la existencia del derecho natural. 5. La igualdad A la justicia se la suele representar como una matrona con los ojos vendados y una balanza en las manos con los platillos igualados. Los ojos vendados y el fiel de la balanza recto son dos símbolos de que la justicia trata a todos por igual. ¡La igualdad! Palabra mágica y mítica en nuestro tiempo. El latiguillo político de la «sociedad libre, solidaria e igual» vuelve sin duda a asomarse cuando la justicia se ve como igualdad. Y también aquí hay que saber desprenderse del latiguillo. Bien entendido que hay que desprenderse del latiguillo, no porque una tal sociedad no sea una meta digna de luchar por ella (asunto en el que no entramos, porque este libro no tiene nada de político). La libertad, la solidaridad y la igualdad pueden ser valores por los que valga la pena comprometerse, si se los entiende correctamente; es más, para un jurista son bienes y valores especialmente queridos, porque, además de ser soporte de los ordenamientos jurídicos más progresivos, compendian aspectos muy importantes del derecho natural. ¿Entonces, qué pasa? Pasa que el latiguillo «sociedad libre, solidaria e igual» es un slogan político y pocas cosas dañan tanto al arte del derecho como confundirlo o entremezclarlo con la política. La igualdad de la justicia no es la igualdad a la que aspiran los políticos igualitaristas. La igualdad, en términos políticos actuales, designa a veces la aspiración de dar a todos lo mismo. Aspiración que —al menos en algunas materias— podemos mirar con simpatía —libres somos— en clave política, pero debemos tener muy claro que ésta no es la igualdad de la justicia (No quiere decir esto que siempre sea injusta, simplemente quiere decir que es una aspiración política, no una exigencia de justicia). ¿Cuál es la igualdad propia de la justicia? Es aquella que se contiene en su fórmula: dar a cada uno lo suyo. A todos se trata igual porque a todos se da lo que les corresponde. Quizá el lector se sienta un tanto decepcionado; la igualdad de la justicia parece quedar desmitificada y puesta a ras de tierra. ¿Es que acaso no es justa —de estricta justicia— la eliminación de las clamorosas y sangrantes diferencias sociales que existen en tantos lugares? ¿Será lo justo que, en estas situaciones de desigualdades tremendas, se siga dando a cada uno lo suyo, lo que dicen los títulos de propiedad, lo que fijan los decretos gubernamentales o las situaciones consolidadas de privilegio? Bien está este alud de preguntas, pero mejor será no precipitarse. Ya dije que la noción de justicia —la que dieron los juristas romanos y nadie ha sido capaz de cambiar por otra más convincente— tiene un truco. Y este truco es el derecho natural. A lo mejor resulta que, en los casos a los que se refieren las preguntas, y en virtud del derecho natural, los títulos, los decretos o las situaciones privilegiadas son menos firmes de lo que se supone y no configuran una cosa tan suya como parece. A lo mejor si, en lugar de quedarse en el derecho positivo como hacen los positivistas, los juristas interpretasen ese derecho a la 18
  • 19. luz del derecho natural se constituirían en un factor dinámico hacia una sociedad más justa. De ello, estoy convencido, pero no se trata de hablar de este extremo. Lo que interesa poner de relieve es que la igualdad de la justicia aparece desmitificada y, por eso, es practicable y posible en cualquier tiempo, lugar y situación, que no ha de esperar al triunfo de un partido político o a la toma del poder por parte de algún redentor político. La igualdad de la justicia tiene un primer aspecto, que se representa por los ojos vendados: la justicia no discrimina, no hace acepción de personas. Dicho de otra manera, la justicia no se fija en la persona, se fija exclusivamente en el derecho de cada cual. No atiende más al rico que al pobre, no asigna puestos de trabajo por favoritismo, no decide por recomendaciones, no atiende a simpatías o antipatías, no tiene una doble medida, etc. Será suficiente darse cuenta de esto que aquí queda simplemente apuntado para advertir cuánto falta a nuestro mundo para ser justo y cuánto puede hacer el jurista. La discriminación racial y el apartheid, la discriminación por razones de sexo, nacionalidad o nacimiento y cualquier otra forma de acepción de personas son una injusticia. Para cambiar este estado de cosas no hace falta esperar a las decisiones de los políticos si los juristas aplican el derecho, que no es sólo el derecho positivo, sino también el derecho natural. Estas situaciones son injustas y está en manos de los juristas —especialmente los jueces— cambiarlas; basta que se lo propongan. Si los juristas se ponen al lado de las discriminaciones con la excusa de que así están establecidas las leyes por los hombres, son inexcusables y no son leales a su arte u oficio, salvo que ellos mismos sean víctimas de un sistema injusto. El otro aspecto de la igualdad, representado por el fiel de la balanza, es que la justicia —lo decíamos antes— no da a todos las mismas cosas, sino a cada uno lo suyo (según el peso que se pone en un platillo, así es la cantidad que debe ponerse en el otro, para igualar el fiel de la balanza). Quizás a primera vista esto no parezca igualdad y, sin embargo, lo es. Recurramos a un ejemplo clásico. ¿Cuándo se dice que en un hospital o clínica se da a todos los enfermos el mismo trato, cuando se da a todos ellos las mismas medicinas, o cuando se da a cada uno la medicina que requieren su enfermedad y las reacciones de su organismo? Es evidente que la igualdad que todos deseamos es la segunda, y la deseamos porque la primera es sencillamente absurda. Saque el lector sus propias conclusiones. Lo justo es tratar a todos igual en lo que son iguales y de modo diferente —pero proporcional, ésta es la clave— en lo que son diferentes. Aparece así un elemento corrector de las exageraciones del igualitarismo, que es una forma de injusticia. Dar a cada uno lo suyo es la expresión exacta de la igualdad justa: trato igual en lo que se es igual y trato proporcional en lo que se es diferente. Puede apreciarse así cuán saludable resulta desmitificar la igualdad de la justicia; en su practicidad y realismo esta igualdad es la que funda sobre bases sólidas la convivencia humana. 6. Un pequeño detalle Habrá podido observarse que la justicia lleva a dar lo suyo a cada uno. He aquí un 19
  • 20. pequeño detalle al que no se le suele conceder la gracia de un comentario, como si careciese de importancia. Sin embargo, ¡cuantas veces vienen deseos de llamar la atención sobre él! No sé si el lector ha advertido la facilidad con que ciertos movimientos políticos y sociales, que hacen de la justicia su bandera y su justificación, olvidan ese «pequeño detalle». La mentalidad colectivista ha ido calando tan fuertemente que se pretende aplicar la justicia a grandes bloques, a clases sociales, a grupos. Y se olvida al individuo. ¿Qué importa una persona frente a los intereses de las grandes masas? Se clama y se lucha por la justicia para los campesinos o para el pueblo o para tal o cual grupo de marginados. Si para obtener la «causa justa» que se defiende hace falta «liquidar» a los «opresores», ¿no es esto una secuela de la justicia popular? ¿Qué importa la vida de los opresores? Si para conseguir la justicia hace falta el «impuesto revolucionario», el secuestro, el terrorismo o el atraco, ¿no está todo esto justificado por la «causa de la justicia»? A veces la forma de presentar este modo de pensar es más sutil y «civilizado». Se habla, entonces, de la necesidad de superar la contraposición entre libertad e igualdad (justicia, según hemos visto). No siendo posible obtener ambas, se dice, hay que sacrificar la libertad —y con ella ciertos derechos individuales— en aras de una sociedad más justa o igual. Lo que importa es la justicia para la clase social, para el pueblo, para los grupos y colectividades. Pues bien, esto no es lo justo, ni pueden tales modos de pensar y de actuar imputarse a la parte de la justicia. Por el contrario, estas actuaciones proceden de la injusticia. Hablar de la justicia en estos casos es una manipulación del término. Aquí aparece el pequeño detalle de dar su derecho a cada uno. Por supuesto que la justicia mira a la sociedad entera. Lo veíamos antes en palabras de uno de los más grandes poetas de la humanidad: guardada, la justicia conserva la sociedad, y su destrucción la arruina. Pero la justicia —que tiende a edificar la sociedad— da su derecho a cada uno, persona por persona, individuo por individuo, colectividad por colectividad. Es como esos grandes pintores capaces de hacer cuadros gigantescos, pero no a grandes brochazos, sino detalle por detalle, punto por punto. Es, digámoslo así, una virtud puntillosa; no se conforma con los grandes rasgos, no se conforma con el pueblo o la clase social o el grupo: edifica la sociedad individuo por individuo, persona por persona. En cada hombre ve la dignidad humana, en cada hombre contempla el ser exigente dotado de derechos —la imagen y semejanza de Dios— y atiende a cada hombre. Por eso la justicia pide paciencia y la injusticia es el vicio de los impacientes. He aquí por qué la justicia, que es también virtud de los políticos, no está dejada a las realizaciones de éstos. Los políticos suelen gustar más de los grandes trazos y de la celeridad en la obtención de los frutos que de la paciencia de la justicia. En toda sociedad mínimamente organizada, el control de la justicia y la función de garantizarla está en manos del Poder Judicial. Este poder no actúa por medio de grandes directrices o planes más o menos ambiciosos. Oye a los ciudadanos uno por uno, controversia por controversia, proceso por proceso. Atiende a cada uno, dicta sentencia para cada caso, 20
  • 21. protege a cada ciudadano. Eso es la justicia: dar su derecho a cada uno. Por eso es disparatada esa «justicia del grupo» que no duda en atacar derechos de los individuos. Digámoslo con su nombre propio: eso es hipocresía que encubre una injusticia. Pero este «pequeño detalle» de la justicia tiene también su lección para los juristas. El arte o ciencia del derecho no es, en última instancia, una ciencia de conceptos, de sistemas o de teorías generales. Ni los conceptos, ni los sistemas. ni las teorías generales sirven, si no están al servicio de lo que es justo en cada caso. Sirven si ayudan a descubrir y declarar lo justo en cada relación social concreta. Son detestables si dan rigidez a la solución de los casos, si enmascaran lo justo en lugar de descubrirlo. 7. Justicia y reparto Es posible —no lo creo— que a estas alturas esté rondando por la cabeza de alguno de quienes hayan tenido la paciencia de leer las páginas anteriores una pregunta: si la justicia consiste en dar a cada uno su derecho y el derecho preexiste a la justicia, ¿cómo dar algo a quien ya lo tiene? Si lo tiene, ¿cómo dárselo? Esta misma pregunta se la hizo uno de los más grandes filósofos, Kant. Pero no se enorgullezca ese hipotético lector de haber coincidido en preguntarse lo mismo que una de las mayores inteligencias conocidas. Como todos los hombres erramos, los más inteligentes, cuando se equivocan, suelen hacerse a veces las preguntas más absurdas. Y esa pregunta es un ejemplo —lo digo con todo respeto— de «patinazo» mental. Esta pregunta le dio pie a Kant para decir que la definición de justicia que estamos desarrollando —dar a cada uno lo suyo— era absurda, pero el que cayó en el absurdo fue él. En efecto, la justicia no consiste en crear u otorgar derechos, sino en dar lo que a ellos atañe —es decir, devolver, restituir, compensar— cuando se han interferido o lesionado. Para reflejar con más exactitud la fórmula, recordemos que el derecho es una cosa, que recibe ese nombre en la medida en que está atribuida a una persona. Por ejemplo, mi propiedad —mi derecho de propiedad— es la casa que he comprado o he recibido en herencia, es derecho mío el uso eventual de un parque público para pasearme por él, o el dinero que poseo. Pues bien, las cosas —los derechos— pueden dejar de estar dentro de la esfera de poder de su titular. Por ejemplo, un amigo puede pedirme un dinero prestado, supongamos cinco euros; estos cinco euros siguen contando como propiedad mía y sin embargo ya no están en mi poder, sino en el de mi amigo. Es claro que mi amigo no tenía derecho a que yo le prestase los cinco euros, ha sido por mi parte un acto de amistad. Pero al no ser un regalo —una donación—, sino un préstamo, esos cinco euros me son debidos por mi amigo; al dármelos, al devolvérmelos, no hará un acto de amistad sino de justicia. Cuando después de ganar unas oposiciones el Estado me dé la posesión de la plaza ganada, estará haciendo un acto de justicia. No se trata, pues, de crear u otorgar un derecho, sino de dar lo que corresponde al derecho: respeto, devolución, compensación, restitución, etc. El acto de crear u otorgar el derecho —lo que presupone su inexistencia anterior— no es de justicia, sino de 21
  • 22. dominio o de poder. Ese acto creador o constituyente de un derecho es —en relación con la justicia— un acto primero y, anterior, el originario del derecho. En cambio, la justicia, como dice Pieper, es un acto segundo, porque presupone el acto primero que constituye el derecho. Por eso, siendo Dios creador del hombre, el acto de creación no es un acto de justicia para con el hombre, como no lo son los beneficios que de Él se reciben; la acción de Dios respecto del hombre es de amor y misericordia. De modo similar ocurre con los padres: al colaborar para que se engendren los hijos, no cumplen un deber de justicia para con ellos, sino de amor, que genera el deber de gratitud. Tiene este punto del que estamos tratando relación con el hecho básico a que responde el derecho: las cosas están repartidas. La justicia actúa en relación al reparto ya hecho, pero hacer el reparto —asignar cosas a los distintos sujetos— no es propio de la justicia: la justicia no reparte originariamente las cosas. También esta afirmación es evidente por sí misma, pues está contenida en la misma noción de justicia. Sin embargo, puede extrañar, porque nos damos perfecta cuenta —es tan notorio— de que hay cosas que están mal repartidas, injustamente distribuidas y, por lo tanto, aspiramos coherentemente a que se haga un reparto justo. Cierto, es verdad, pero volvemos a lo de antes: si el actual reparto de bienes tiene aspectos injustos, ello es debido a que los hombres nos hemos repartido las cosas, contraviniendo unos derechos preexistentes: los que componen el derecho natural. Esto supone que, en lo que al derecho natural atañe, hay cosas que están ya repartidas por naturaleza. Luego el nuevo reparto no será una redistribución primera, sino segunda. Ese nuevo reparto, esa redistribución será obra de la justicia en la medida en que existen derechos naturales, y en ese caso se tratará de un acto segundo. Si se habla de un actual reparto injusto de bienes y se postula una redistribución justa, a la vez que se niega el derecho natural, una de dos: o se trata de una incongruencia, o representa un intento de sustituir lo justo por ideologías. En ambos casos, la justicia queda malparada. Para aclarar más lo que acabamos de decir pongamos un ejemplo. Si la persona A, sin tener obligaciones legales o naturales con sus posibles herederos, reparte sus bienes por testamento entre B, C y D, este reparto es un reparto primero. Al hacerlo, A no ejerce la justicia, pues nada debe a sus herederos. Una vez muerto A, los bienes serán de hecho — lo estaban ya de derecho— repartidos ente B, C y D, conforme al testamento; este reparto, que es cumplimiento de la voluntad del fallecido, es de justicia, pero es un reparto segundo. Si A, al hacer el testamento, tuviese con alguno de sus herederos ciertas obligaciones legales, naturales o contractuales, su reparto, en lo afectado por las obligaciones, no seria primero, sino segundo, porque antecedentemente la parte de la herencia afectada por las obligaciones estaba ya asignada al heredero de que se trate. Por eso, en este aspecto A, al cumplir su obligación, estará obrando justamente. Pero siempre se llegará a un reparto primero (hecho por la ley, la costumbre, el pacto o la obligación natural), que no es propio de la justicia. La justicia de suyo no reparte las cosas, sino que presupone un reparto ya establecido por la naturaleza, por ley humana o por pacto. 22
  • 23. 8. Lo de cada uno, ni más ni menos El último aspecto a considerar en torno a la justicia es lo que respecta a lo suyo. La justicia da a cada uno lo suyo, ni más ni menos. Dos son los comentarios que pueden hacerse sobre este punto. En primer lugar, que la justicia da lo suyo nos recuerda, una vez más, que la justicia presupone que lo que da ya sea de alguien, que sea derecho de aquel a quien se da. El derecho preexiste a la justicia. De esto ya hemos hablado suficientemente y no es del caso volver sobre lo dicho. Como diría un amigo mío «es una tesis suficientemente proclamada». Vale la pena, en cambio, detenerse algo en el segundo comentario. La justicia no consiste en dar a cada cual lo que necesita, ni lo que conduce a la felicidad, ni al desarrollo, ni a... La justicia da a cada cual lo suyo y no más. Tampoco menos, porque eso sería injusticia. La conclusión que de ahí se deduce es que no se ve por ningún lado que la «sociedad justa» sea un ideal de sociedad, ni que la justicia pueda ser la ansiada meta que traiga la felicidad a los hombres. Entendámonos bien, sin justicia la sociedad se derrumba. Cierto, por eso hay que luchar para que la sociedad sea justa. Y entre los medios de esa lucha está el arte del derecho y quienes más pueden y deben hacer para que la justicia se implante son —sin ser los únicos— los juristas. Pero una sociedad solamente justa, es una sociedad insufrible. Si a la persona sólo se le da lo que es justo, no habrá amistad, ni cariño, ni liberalidad, ni ayuda, ni solidaridad, ni nada de cuanto permite el desarrollo normal y adecuado de la vida social. Por eso, la sociedad justa, la justicia, son puntos de partida, no metas políticas; son principio o base, no ideal. La justicia es a la sociedad lo que la estructura de hormigón o de acero para los edificios. Sin la estructura el edificio no se mantendrá, pero con la sola estructura sería inhabitable. La sociedad, sin justicia, se destruye, pero con sólo la justicia es insufrible. ¿Nueva desmitificación de la justicia? Sí, porque es preciso ser realistas y fundamentar la acción en la verdad. La justicia no es ningún ideal, sino una base; es un principio, no una meta. ¿Comprometerse por la justicia? Desde luego, pero ese compromiso lo tenemos todos los hombres, porque la justicia es un deber —un compromiso— que constituye un artículo de primera necesidad, no es ningún ideal especial. Es algo así como si alguien hiciese voto de no asesinar a nadie. ¡Vaya voto! Pues lo mismo podemos decir del compromiso por la justicia. ¡Vaya compromiso! O vaya sociedad en la que ser justo aparezca como algo especial, capaz de justificar un compromiso particular; sería una sociedad injustamente organizada, es decir, bajo mínimos. No es la justicia lo que justifica un compromiso, sino el amor a los hombres. El amor, la fraternidad, la donación a los otros, con sacrificio de uno mismo, son compromisos que vale la pena asumir, sobre todo si ese amor a los hombres tiene su raíz en el amor a Dios. La justicia es lo mínimo a lo que todos estamos obligados en las relaciones entre hombres. Y lo mínimo no puede ser un ideal. 23
  • 24. 4. El derecho 1. Aclaración sobre el derecho subjetivo Estas páginas no se han escrito principalmente para los juristas, sino para quienes están pensando en serlo y también para quienes quieren volver a reflexionar sobre el derecho en breves trazos. Pero si por curiosidad las lee algún jurista, puede ocurrir que piense que me he equivocado al describir el derecho en las páginas anteriores. He dejado escrito que el derecho es la cosa justa, o cosa debida en justicia. He dicho que la casa que me pertenece, el uso de la vía pública, el viajar libremente, el dinero que tengo a mi disposición —poco, por eso el ejemplo del préstamo de dinero que puse no se elevaba más allá de unos modestos cinco euros—, reclamar ante los tribunales, etc., son mis derechos. Si el jurista curioso no recuerda el realismo jurídico o ha sido educado en el normativismo, probablemente se sentirá llamado a corregirme: la casa no es el derecho de propiedad, sino su objeto, o dicho de otra manera, habría que decir que yo tengo el derecho de propiedad sobre la casa; el derecho de usar un bien no es el uso mismo, sino el derecho al uso y así sucesivamente. En otras palabras, he estado confundiendo a cada paso el derecho con su objeto. No, no hay tal confusión. El derecho, lo suyo, lo justo, son una misma e idéntica cosa. Y lo de cada uno, lo justo (su derecho) son cosas, bienes corporales e incorporales. Eso del derecho sobre o el derecho a no es el derecho del que vengo hablando, sino lo que se llama derecho subjetivo. El derecho subjetivo es una facultad de hacer, omitir o exigir algo. Sobre todo, se dice, es una facultad de exigir. Para muchos juristas —desde el siglo XIX hasta nuestros días—, derecho no sería la cosa justa —que sería objeto del derecho—, sino la facultad sobre la cosa o en relación a ella. Así, por ejemplo, el derecho de propiedad sobre una casa sería un conjunto de facultades: de exigir su devolución si es ilegalmente requisada, de venderla, de derruirla para construir una nueva casa, de vivir en ella, etc. Pues bien, ¿existen estas facultades? Indudablemente existen; pero, desde el punto de vista del derecho, no forman una categoría propia —como han pretendido tantos juristas a partir del siglo XIX—, no son una nueva forma de ser el derecho y mucho menos desplazan a la cosa justa como derecho. Son derecho porque esas facultades son cosas justas, lo suyo del titular en cuanto derivaciones del hecho principal, constituido por ser —siguiendo el ejemplo puesto— la cosa propiedad —un tipo de derecho— de ese titular. En otras palabras, el derecho subjetivo no es derecho de modo distinto a como lo es la cosa justa. Me ha parecido razonable hacer esta aclaración por cuatro motivos. Uno, por defender mi reputación, no me he confundido y conozco la doctrina moderna del derecho subjetivo; simplemente no la comparto, antes bien, creo que la ciencia jurídica debe 24
  • 25. corregir la perspectiva desde la que contempla el derecho subjetivo. Otro es la lealtad para con los futuros estudiantes de Derecho que lean estas páginas. Oirán hablar mucho de derecho subjetivo y, por lo tanto, resultaba conveniente que en esta introducción se aludiese a él. El tercer motivo es para contribuir a la causa de los marginados. El derecho subjetivo —al que dio empuje y vitalidad en el siglo XIV el espiritualismo de un fraile inglés, Guillermo de Ockham, que deseaba ser tan pobre que ni lo que comía pudiese llamarse derecho suyo— es una trampa abierta por el individualismo decimonónico para adormecer la conciencia de los poderosos frente a los desposeídos. En efecto, si el derecho de una persona es, radicalmente, el derecho subjetivo, existe el derecho en la medida en que se tiene la facultad moral, independientemente de que en la realidad se tengan o no cosas sobre las que ejercerla. Por ejemplo, se reconoce a todo obrero libertad para contratar. Ahora bien, el que ese obrero se encuentre en situación de inferioridad frente al patrono para discutir el salario —como ocurría a fines del siglo XVIII y principios del XIX— por la necesidad de trabajar y la escasez de oportunidades, de modo que tendrá que aceptar el salario de hambre que se le ofrece, resulta indiferente respecto del derecho. Como el derecho consiste en la libertad formal (esto es, en la simple facultad moral), con tal de que las leyes no impongan un salario ni se ejerza sobre el obrero un acto de coacción física, ya se le reconoce la libertad de contratar. Otro ejemplo: la ley reconoce la libertad de enseñanza, o sea, permite —y el Estado no lo impide— que los padres creen y dirijan centros de enseñanza. Que luego eso resulte prohibitivo económicamente, no es una cuestión jurídica según la doctrina del derecho subjetivo. Igualmente se reconoce el derecho a la salud a todo hombre; si un hombre no tiene dinero y no puede comprar los medicamentos necesarios es una desgracia que habrá que paliar por la beneficencia, pero no es cuestión de justicia. Y así hasta el infinito. El realismo jurídico rechaza semejante concepción del derecho como falsa e injusta. Como el derecho no es primariamente la facultad moral, sino la cosa en cuanto es debida, se reconoce al obrero y al patrono libertad de contratar cuando se les coloca en situación de discutir los términos del contrato en un real pie de igualdad y sin coacciones (lo cual, a la vez que defiende al obrero, también defiende al patrono —recordemos que la justicia no discrimina— frente a coacciones de los sindicatos). En términos similares, se reconoce el derecho a la libertad de enseñanza, cuando el Estado —en las actuales circunstancias no se ve otra solución— ayuda a los padres y a las instituciones docentes a mantener decorosamente los centros de enseñanza por ellos creados. Y se reconoce a todos el derecho a la salud cuando los medios sanitarios se ponen al alcance de todos. Que el derecho no se quede en el plano meramente formal, sino que se realice en el plano real, es una cuestión jurídica, lo que, dicho en otros términos, es afirmar que se trata de una cuestión de justicia. Y constituye tarea de los juristas, entre ellos los jueces. Como el derecho no es simplemente una facultad moral —aunque haya facultades morales que son derecho—, los juristas y, entre ellos, los jueces deben interpretar las leyes en función, no del derecho en sentido formal, sino del derecho en sentido real (o 25
  • 26. mejor, realista). De acuerdo con que esta interpretación, debe hacerse en función de las circunstancias concretas, pero no es aceptable quedarse en una interpretación meramente formal. Por ejemplo, si la Constitución reconoce la libertad de enseñanza, no es correcto admitir como constitucional una ley que permita crear centros de enseñanza y, a la vez, impida al Estado otorgar las ayudas pertinentes. Las leyes que rigen el mercado de alimentos han de interpretarse de modo que los alimentos lleguen a todos —alimentarse es un derecho natural de todo hombre— y si resulta que la economía de mercado que se halla instaurada conduce a que unos pasen hambre y otros tengan superabundancia de alimentos, tales leyes deben ser objeto de interpretación correctiva por parte de los juristas. Por otro lado, la huelga es un derecho de los asalariados, pero debe interpretarse de modo que, defendiendo los derechos de éstos, no suponga una coacción injusta para los empresarios, etc., etc. El cuarto motivo es sencillamente que el derecho es el objeto de la justicia y lo que la justicia da —respeta, restituye, compensa— son cosas. 2. Las cosas externas El derecho es, como hemos dicho repetidamente, la cosa que, por estar atribuida a un sujeto, le es debida en justicia. Puestos ahora a analizar más particularmente el derecho, lo primero que conviene conocer es qué tipo de cosas pueden ser derechos. En principio, la palabra cosa tiene un sentido genérico, para señalar que las realidades que pueden constituir un derecho son de muy diversa naturaleza. Pueden ser cosas materiales (res corporales), como fundos, casas, productos agrícolas, objetos de arte, vestidos, etc.; y pueden ser cosas inmateriales (res incorporales), como cargos, poderes, facultades, etc. Sin embargo, todas ellas deben tener una característica: ser cosas que tengan una dimensión externa (res exteriores), que en sí o en sus manifestaciones salgan de la esfera íntima del sujeto. La razón es obvia: como la justicia consiste en dar lo que respecta al derecho, sólo si la cosa propia de alguien puede ser objeto de actividad por parte de los demás, podrá ser objeto de la justicia. Lo que permanece en el santuario de la conciencia o de los pensamientos de la persona, lo que se mantiene dentro del arcano de su intimidad, no entra en las relaciones con los otros y, en consecuencia, no es objeto de la virtud de la justicia. 3. La razón de deuda La cosa se constituye en derecho por su condición de debida, por recaer sobre ella una deuda en sentido estricto. Podría pensarse que esta afirmación es poco exacta, ya que parece que deber y derecho son cosas contrarias. Parece más bien que la cosa es derecho porque está atribuida a un sujeto, independientemente de que otro le adeude esa cosa. Por ejemplo, mi encendedor es derecho mío, tanto cuando lo tengo en mi poder como cuando, por haberlo prestado, me es debido por otro. 26
  • 27. Para comprender este aspecto del derecho es preciso recordar que una cosa es derecho, no desde la perspectiva del dominio, sino desde la perspectiva de la justicia. Robinson Crusoe, solitario en su isla, tenía sin duda una serie de cosas suyas, pero en esa situación el derecho no tenía razón de ser. Llamar a esas cosas su derecho resultaba perfectamente inútil. ¿Cuándo comienza la razón o índole de derecho de esas cosas? Empieza en el momento en que aparece Viernes y, después, cuando Robinson se relaciona con otros hombres. En efecto, antes era inútil hablar de derecho, pero en el momento en que Robinson entra en relación con Viernes, las cosas que Robinson ha hecho suyas deben ser respetadas por Viernes. En la perspectiva de la justicia las cosas atribuidas a otro aparecen como debidas. Este rasgo es lo que colorea a las cosas que, por su relación con el sujeto al que están atribuidas, reciben el nombre de derecho. Obsérvese bien que la justicia no es la perspectiva del titular del derecho ante las cosas que le están atribuidas, sino la perspectiva de los otros ante esas cosas, y ante los otros, lo que aparece es la deuda de respeto, de restitución, de compensación, etc. En este sentido, mi encendedor es derecho mío, tanto si está en mi poder como si lo he prestado. Pero si está en mi poder es derecho mío en tanto que los demás deben respetar mi dominio sobre él. Si perdiese toda posibilidad de relación con los demás, seguiría dominando el encendedor y usando de él, pero llamarlo derecho sería una denominación sin significado específico. Me lo podrán quitar las urracas, unos monos u otro animal, pero respecto de los animales no juegan los derechos. Precisamente porque el derecho se origina en la perspectiva de la justicia y, en consecuencia, desde la perspectiva de los otros, el derecho es antes debido que exigible. Porque los demás me lo deben —aunque sea en su aspecto de respeto y no interferencia —, puedo exigirlo. Sin deuda no hay exigencia. Una consecuencia no despreciable de esto es que, para ser justos, no hay que esperar a que el otro exija el respeto, la restitución, la compensación, etc. La justicia no espera a la exigencia, da las cosas cuando debe darlas, sin esperar a que el titular del derecho tenga que ejercer su facultad de exigirlas. 4. Variedad de derechos Las cosas están atribuidas a las personas de muy diversas maneras. Cuando en la fórmula de la justicia se dice que esta virtud da a cada uno lo suyo, con suyo se quiere decir genéricamente atribución, englobando así a todas las formas de atribución. Con ello se sigue el lenguaje vulgar, en el que el pronombre posesivo designa muchas formas de relación entre una persona y una cosa o incluso entre personas. Cuando alguien habla de su piso, no quiere decir necesariamente que sea el propietario, puede tener el piso en alquiler. No significa lo mismo el término suyo referido al nombre, a unos objetos o a unos parientes. Pues bien, como las cosas están atribuidas a las personas de muy distinta manera, hay muchas clases de derechos. No es el momento de enumerarlas. Basta tener en cuenta que las cosas pueden ser derecho de alguien según distintas posibilidades. 27
  • 28. 5. El título y la medida del derecho El arte del derecho tiene por objeto decir el derecho (iuris dictio), determinar los derechos de las personas y su extensión. En otras palabras, tiene por objeto determinar el título y la medida del derecho. El título es aquello en lo que tiene origen el derecho, o, dicho de otra manera, es lo que causa la atribución de la cosa a un sujeto determinado. Hay muchas clases de títulos, pero pueden resumirse en la naturaleza humana, la ley, la costumbre y los pactos o contratos. Por ejemplo, el título de los poderes y funciones del Defensor del Pueblo en España es la Constitución de 1978. Muchos de nuestros derechos tienen por título un contrato: compraventa, contrato de transporte, arrendamiento, préstamo, contrato de uso, etc. Lo primero que hay que ver para saber si algo es derecho, es el título. Y como el derecho y lo justo son lo mismo —según hemos visto repetidamente—, para saber cuándo algo sea lo justo, hay que ir al título. Si no hay título, por mucho que se diga que «eso es lo justo», no es verdad; se esta utilizando el término «lo justo» en sentido impropio. Bien conocida es la frecuencia con que actualmente —y probablemente lo mismo haya ocurrido siempre— se dice que lo justo es tal o cual cosa. El jurista —para eso es el que sabe de lo justo y de lo injusto— separa cuidadosamente lo justo de lo deseable o cosas similares. Ya hemos dicho antes —el lector no puede llamarse a engaño — que lo deseable, lo que hace feliz al hombre o lo conveniente no se identifica necesariamente con lo justo. Podrá ser deseable que los obreros cobren más, pero lo justo es que cobren lo que está indicado en la ley, los convenios colectivos o el contrato de trabajo. Si el salario es lo que se llama el salario del hambre, ciertamente será injusto, aunque esté marcado por ley, por contrato o por costumbre, porque, por título natural (por la naturaleza humana), el salario debe cubrir las necesidades vitales del asalariado y de su familia. Pero fuera de este caso extremo —que afortunadamente se da poco en países como el nuestro—, lo justo es que cada uno cobre lo estipulado. Decir que el salario es injusto, porque tal o cual categoría debería tener una equiparación mayor con otra, o que lo es por cualquier otra razón (salvo la indicada y alguna otra, como la desproporción entre los réditos del capital y los del trabajo), tiene por causa confundir lo justo con lo deseable o con las lícitas aspiraciones a una vida mejor. ¿Que siendo así la justicia, resulta ser claramente insuficiente para una vida social más humana? Desde luego, la sola justicia —hemos de repetir— torna insufrible la sociedad. Pero esto no legitima para confundir las cosas. Y el jurista lo sabe; por eso, ante la invocación a lo justo, pide por el título y, si no se prueba el título, se desentiende —en cuanto jurista— del asunto. Junto con el título, el jurista debe conocer la medida del derecho. No existe ningún derecho ilimitado ni todos los derechos son iguales. La propiedad comprende más facultades que el usufructo o el uso. Tanto las leyes como los contratos que otorgan unos derechos pueden contener cláusulas que les den mayor o menor amplitud. Por ejemplo, el Parlamento no tiene las mismas facultades en un régimen presidencialista que en el 28
  • 29. régimen parlamentario. Según las distintas Constituciones, el Jefe del Estado puede tener más o menos poderes. En España, la libertad de testar no es igual en el derecho común que en los distintos derechos forales. Y así sucesivamente. Con el título y la medida, el jurista descubre lo justo, lo que corresponde al titular del derecho, ni más ni menos. 6. El fundamento del derecho Una cosa es el título y otra cosa distinta es el fundamento del derecho. El título es lo que atribuye una cosa a un sujeto como derecho. En cambio, el fundamento es aquello en cuya virtud un sujeto puede ser sujeto de derecho o de determinados derechos. Por ejemplo, para ser Rey de España, según el art. 57 de la actual Constitución, hace falta ser sucesor, según el orden regular de primogenitura y representación de S.M. Don Juan Carlos I de Borbón. Esta condición de sucesor es el fundamento para ser Rey, pero no es el título, el cual es, en el derecho vigente, el citado artículo de la Constitución. La principal consecuencia de las diferencias entre fundamento y título es que el fundamento posibilita para ser titular de un derecho, pero no otorga el derecho, el cual nace con el título. Punto este digno de ser tenido en cuenta, porque no faltan quienes, por tener el fundamento se creen que ya tienen el derecho. Puestos a tratar del fundamento de los derechos, cabe preguntarse cuál es el fundamento último de todo derecho, es decir, qué es lo que posibilita al hombre para ser sujeto de derecho. ¿Por qué el hombre puede poseer derechos y, en cambio, no tienen derechos los animales o las piedras? Es ésta una pregunta elemental y, al mismo tiempo, de las más profundas que pueden hacerse respecto del derecho. Vale la pena intentar contestarla. Tanto más cuanto que en nuestra época hay quienes hablan de los derechos de los animales, algo tan plausible en la intención como absurdo en la expresión. El derecho presupone el dominio sobre las cosas. De una u otra forma significa que las cosas son del titular y, por lo tanto, que caen bajo su dominio. Pero, además, que las cosas estén repartidas y sean al mismo tiempo debidas, implica no sólo un verdadero dominio, sino también que el titular de las cosas no sea meramente una parte del todo. Veamos el primer aspecto. Parece claro que para poder dominar el entorno, lo primero es que se tenga dominio sobre el propio ser. Es pensable que un ser tuviese dominio sobre sí y no sobre su entorno, pero es impensable lo contrario, porque si no tiene dominio sobre sí, menos dominará otros seres. Éste es el caso de los animales; hay animales que parecen dominar cosas de su entorno, pero no hay tal. Todo animal se mueve por medio de fuerzas e instintos de los que no es dueño; más que dominar es dominado. Cuanto hace el animal es una parte del movimiento del cosmos, regido por un conjunto de fuerzas. El animal no se pertenece a sí mismo —pertenece al universo— y, por ello, nada le pertenece, nada es propiamente suyo. Entre los animales no hay ladrones, ni asesinos; lo que parece pertenecer a uno le es arrebatado por otro y todo ello no es más que el juego del conjunto de fuerzas que mueven el universo. El hombre, en cambio, domina su propio ser, es dueño de sí, característica esta que le constituye en 29
  • 30. persona. El hombre no se mueve exclusivamente por fuerzas e instintos biológicos; en suprema instancia, el hombre es responsable de sus actos personales, porque por la razón y la voluntad decide libremente. Por eso es capaz de hacer una cosa o no hacerla, de elegir entre distintas posibilidades. Domina su propio ser y, por ello, es capaz de dominar su entorno, luego es capaz de apropiarse de cosas, que le son debidas. El fundamento del derecho es que el hombre es persona. A la misma conclusión se llega observando el segundo aspecto señalado. Para que las cosas estén repartidas de modo que esta atribución genere una deuda, es preciso que el titular no sea simplemente parte del todo. La parte, en cuanto es parte, tiene razón de ser en cuanto integrada en el todo, está a su servicio. En tal caso las cosas son del todo y la parte participa de ellas: la parte no tiene esferas de apropiación autónomas respecto del todo. Aunque las partes tengan atribuidas funciones, en realidad la función pertenece al todo. Por ejemplo, quien ve es el hombre a través del ojo; el ojo no tiene esa función como esfera de atribución autónoma respecto del hombre que ve. De ahí que el ojo no tenga razón de ser separado del cuerpo humano. Al ser pura materia, los animales —y los demás seres— son meras partes del universo. Su razón de ser reside en el bien del cosmos, de forma que están al servicio del conjunto. Por eso hay animales que se alimentan de plantas y animales que se alimentan de otros animales. Para eso están animales y plantas. Al no ser distintos del universo ni otra cosa que partes del universo, no cabe apropiación ni deuda, porque no cabe un verdadero reparto de cosas. Todo es del conjunto. El hombre no es pura materia; en virtud de su alma espiritual que lo constituye como persona, no es una mera parte del universo, porque en lo espiritual no se puede ser parte de otro ser o conjunto, pues el espíritu es simple, no tiene partes ni puede constituirse en parte. Por eso se dice que la persona es incomunicable, palabra que significa aquí que no puede hacerse común en el ser con otros seres. La persona se abre en comunión con los demás por el conocimiento y el amor, pero no por la integración ontológica (confusión en el ser). El resultado es que el hombre, al no ser una mera parte del todo, necesita del reparto de las cosas del universo; se proyecta sobre su entorno también como incomunicable y, por lo tanto, se apodera de las cosas como suyas, no del conjunto. Con ello llegamos a la misma conclusión que antes: el derecho se funda en que el hombre es persona, esto es, en que es dueño de sí. Por lo que acabamos de decir puede observarse que las posiciones materialistas no explican suficientemente el derecho y, cuando el materialismo se radicaliza —como ocurre con el marxismo—, el derecho es entendido como una superestructura, que deberá desaparecer cuando el hombre se desprenda de sus alienaciones. A su vez, el materialismo, desdibujando la singularidad del hombre y la originalidad del derecho, termina por atribuirlo también a los animales. Claro que lo que se atribuye a hombres y animales, más que el derecho, es una sombra suya. Sólo así resulta mínimamente comprensible que se defienda, al mismo tiempo, el «derecho» de las focas y el aborto, que es un homicidio. 30
  • 31. 5. Derecho natural y derecho positivo 1. Dos clases de derecho Varios siglos antes de la era cristiana se encuentran ya testimonios de una tradicional división del derecho: el derecho es en parte natural y en parte positivo. En realidad, el adjetivo «positivo» no se usó hasta la Edad Media, pero con anterioridad se utilizaron en su lugar otros adjetivos como legal (lo propio de las leyes humanas); tal es el caso de Aristóteles, que distinguió entre lo justo natural y lo justo legal. Los juristas romanos usaron una división bimembre (derecho de gentes o natural y derecho civil) o trimembre (derecho natural, derecho de gentes y derecho civil). A partir del siglo XIX, se extendió el positivismo jurídico, conjunto de teorías para las cuales sólo sería propiamente derecho el positivo. El derecho natural, más que derecho sería o moral o valores relativos, o estructuras lógicas o la naturaleza de las cosas, etc., o simplemente no existiría. No es éste el lugar adecuado para entrar en un asunto que escapa a un libro elemental como éste; bástenos dejar constancia de la existencia del fenómeno positivista. 2. El derecho positivo Por derecho positivo se entiende todo derecho cuyo título y cuya medida deben su origen a la voluntad humana, bien sea la ley, bien sea la costumbre, bien sea el contrato. No hace falta repetir que estamos hablando del derecho en su sentido propio —la cosa justa, lo suyo—, no de las leyes o, en general, de las normas. ¿Qué significa la existencia del derecho positivo? Significa que hay cosas repartidas por el hombre mismo. O dicho de otro modo, que hay cosas cuya atribución es obra de la voluntad humana. Es esto una experiencia cotidiana. Cuando un Ayuntamiento, al regular la circulación, señala unas calles de dirección única y otras de doble circulación, pone semáforos, marca pasos para peatones, etc., está repartiendo el uso de la superficie de las calles de la ciudad entre los distintos usuarios, está asignando y regulando espacios y tiempos a quienes circulan, en coche o sin él, por la ciudad. Está regulando derechos. Circular por la derecha (o por la izquierda en Gran Bretaña) es derecho del automovilista frente a quienes circulan en dirección contraria, como es derecho del peatón circular con preferencia en un paso para peatones de los llamados «de cebra», etc. Otro ejemplo lo hemos vivido en la elaboración de la Constitución. A través de los medios de comunicación, pudimos asistir a los debates sobre los poderes y funciones que debían asignarse a los principales órganos del Estado y, antes, cuáles debían ser estos órganos. Se discutió sobre el reparto de los poderes y funciones estatales y sobre sus titulares, como se discutió la distribución de funciones entre el Estado y las 31
  • 32. Comunidades Autónomas. Obtenido el consenso y, en todo caso, tras las votaciones de rigor, se estableció como proyecto la opinión prevalente, que, al final, tuvo fuerza jurídica tras la entrada en vigor de la Constitución. Este mismo fenómeno se da en las relaciones entre particulares. Toda compraventa supone una redistribución del producto vendido y del dinero pagado, que cambian de titular. Reparto es cada testamento, cada contrato de trabajo, etc. Las relaciones humanas comportan un ininterrumpido trasiego de cosas, que suponen una continua redistribución de bienes. Los derechos que se originan o modifican por esa acción humana son los derechos positivos. 3. Los límites del derecho positivo Positivo significa puesto, no dado al hombre, sino instituido —puesto— por el hombre. Al respecto cabe preguntarse por los límites de esa capacidad del hombre. ¿Es ilimitada la capacidad del hombre para constituir y regular derechos o, al menos, abarca todo el ámbito de la vida social humana? En caso contrario, ¿cuál es el criterio que señala los límites? Cuando quieren mostrar gráficamente cuáles son los poderes de que goza el Parlamento de su país, los británicos suelen decir que su Parlamento lo puede hacer todo, a excepción de que un varón, sea mujer o una mujer sea varón; es decir, puede hacer todo lo que es posible que el hombre haga. Aunque no lo digan los británicos, es evidente que hay otras cosas, además de hacer de un varón una mujer, que su Parlamento no puede obrar. El dicho es humorístico y hay que interpretarlo en su justo sentido. No se refiere al hecho físico de que un varón sea transformado en mujer. Los británicos no dirían eso de su Parlamento ni en broma, sino, acaso, de sus médicos. Lo que quiere decir la humorada es que el Parlamento británico no tiene facultades para dar un bill en virtud del cual un varón sea tratado socialmente como mujer y viceversa. Para tamaño absurdo no tiene poderes el Parlamento. Pero observemos bien, ¿sería una tal ley un absurdo o sería también una injusticia? No cabe duda de que ese absurdo sería una injusticia. Hay ahí algo de lo que, todos, en el fondo, estamos convencidos: el hombre no puede ser tratado como quieran y deseen los demás o los titulares del poder, porque hay cosas que son injustas de suyo. En otras palabras, hay cosas que no son indiferentes en relación a la justicia. Que los coches circulen por la derecha o por la izquierda, con tal de que circulen por uno u otro lado, es de suyo indiferente. Los ingleses pueden pensar que circular por la derecha es una cabezonada del resto del mundo; y el resto del mundo está en el perfecto derecho de pensar que circular por la izquierda es una extravagancia de los ingleses. Ambas son opiniones respetabilísimas, porque el hecho cierto es que circular por uno u otro lado no es, de suyo, ni bueno ni malo, ni justo ni injusto: es una opción libre. Pero no es una opción libre que dos trenes circulen, sin limitaciones ni desvíos, por la misma vía y en dirección contraria, porque, o se pararán en el punto donde se encuentran y entonces se habrá lesionado el derecho de los usuarios a viajar (que incluye 32
  • 33. llegar a su destino), o se pararán por la fuerza del choque, en cuyo caso se habrá lesionado el derecho a la vida y a la integridad física de los viajeros. Lo observaba Aristóteles cuatro siglos antes de nuestra era: en derecho hay cosas de suyo indiferentes y hay cosas que no lo son. El hombre puede —se entiende según justicia— crear derechos y regularlos en la esfera de lo indiferente. ¿Qué quiere decir indiferente? No quiere decir que una opción no sea mejor o peor que otra desde el punto de vista técnico; puede ser que un estudio técnico demuestre que circular por la derecha o por la izquierda sea técnicamente mejor que su contrario. Indiferente quiere decir que, en definitiva, por lo que a la justicia y a la moral se refiere, lo mismo da adoptar una solución que otra, porque ninguna de ellas lesiona la justicia o cualquier otra esfera de la moralidad. Que los escoceses lleven faldas podrá ser más o menos chocante, pero es indiferente: robar dinero no es indiferente. Al respecto conviene saber distinguir dos cosas: una es lo justo o injusto, lo moralmente correcto o incorrecto, y otra cosa es la pauta de comportamiento socialmente aceptada, En un ambiente puede resultar marginal o no aceptada socialmente una forma de obrar; eso suele dar origen a una conciencia de obrar bien o mal, que ha de distinguirse claramente de la conciencia de lo justo o de lo injusto, del bien y del mal morales. La pauta de obrar sociológica produce la captación de lo sociológicamente normal o anormal y, en consecuencia, el juicio de conveniencia de adaptarse a lo normal o la reacción de inconformismo; en cambio, la captación de lo justo o injusto, de lo bueno y de lo malo en sentido moral, produce la conciencia de conformidad o disconformidad con lo que la naturaleza del hombre postula. En otras palabras, las pautas de comportamiento socialmente aceptadas pertenecen al campo de lo indiferente. Por el contrario, lo que atañe a la justicia no siempre es indiferente. Por lo tanto, el campo del derecho positivo se delimita de un modo claro: su materia posible es lo indiferente. Por lo mismo, para distinguir si una norma es de derecho positivo o de derecho natural, hay que ver su grado de indiferencia respecto de la naturaleza humana. En cuanto tenga de indiferente, tanto tendrá de derecho positivo. Hemos dicho que la materia posible del derecho positivo es lo indiferente. Se habla de posibilidad porque la materia es indiferente hasta que es instituida como derecho por un acto del hombre. Una vez convertida en derecho ya no es indiferente, sino lo justo respecto de su titular; v.gr. es indiferente que tal parcela de tierra, destinada a colonización se asigne a este o aquel colono; nada hay en cuya virtud, por naturaleza, esa parcela deba ser ocupada por tal o cual persona. Pero una vez asignada, pasa a estar atribuida a su titular y ya no resulta indiferente que otro colono invada esa parcela y se apodere de ella: sería injusto. 4. El derecho natural Acabamos de ver, en trazos breves, qué es el derecho positivo; veamos ahora qué es el derecho natural. Entendemos por derecho natural todo derecho cuyo título no es la voluntad del hombre, sino la naturaleza humana, y cuya medida es la naturaleza del 33
  • 34. hombre o la naturaleza de las cosas. Hace un momento decía que la materia posible del derecho positivo es lo indiferente. Al explicarlo hemos visto también que hay cosas que no son indiferentes en relación con la justicia. No es lógico pensar o decir que, en orden a lo justo, da lo mismo respetar la vida de un hombre inocente o matarlo, que resulta indiferente estafar al prójimo o ser honrado, que es igual criar y educar a los hijos que abandonarlos en la calle o maltratarlos. En cuanto a estas cosas, ciertas mentalidades e ideologías modernas parecen pretender desafiar al sentido común. Ruego al lector que haga un esfuerzo por olvidarse de tópicos y manipulaciones ideológicas y que intente ser razonable. ¿Puede alguien en serio y en su fuero personal pensar que es indiferente, que no es injusto por sí mismo, o que es sólo un valor relativo que unos padres, para poder irse tranquilos de vacaciones, maten a sus hijos y los echen al cubo de la basura? No nos precipitemos y usemos de la lógica: ¿qué implicaría afirmar que éstas y otras conductas semejantes, más o menos graves que la aludida, quebrantan tan sólo un valor relativo (como dice el relativismo) o una pauta de comportamiento socialmente aceptada (según afirma el sociologismo)? Un valor relativo, por definición, es algo que es bien o valor, no en sí mismo, sino tan sólo porque así lo aprecia o estima un hombre o un conjunto de hombres. Una pauta social de comportamiento es una norma de conducta, indiferente en sí, pero aceptada por consenso de la mayoría. Sostener que conductas como la aludida sólo quebrantan un valor relativo o una norma meramente sociológica, implicaría —por definición— que tales conductas no son malas o injustas en sí mismas, sino únicamente que los demás o la mayoría las ven, las aprecian como malas. Quien las hace, nada verdaderamente malo haría, sino que realizaría una cosa de suyo ni buena ni mala. La conclusión lógica se impone con toda claridad y rotundidad: los delincuentes no cometen nada malo en sí, sino que hacen cosas que otros opinan que son malas; en otras palabras, si son castigados con penas, el castigo no es merecido en sentido propio, sino que sólo representa una reacción violenta de la mayoría. Los delincuentes son, en realidad, marginados de la sociedad, sin otra culpa que realizar conductas que la mayoría no ve con buenos ojos. Si el lector piensa que quien asesina, atraca, injuria, calumnia, hiere a otros, etc., es algo más que un extravagante, que una persona que se comporta de modo distinto a la mayoría, resulta evidente que se da cuenta de que hay cosas que son justas de suyo y cosas de suyo injustas. Pues bien, éste es el punto clave del derecho natural. He pedido antes al lector un esfuerzo por ser razonable. En efecto, decir que hay cosas en sí mismas justas y cosas de suyo injustas significa, desde la Antigüedad griega, que hay cosas conformes con postulados naturales de la recta razón (conformes con la razón natural) y postulados contrarios a ella. Por eso se dice que es de derecho natural o contrario a él lo que la razón natural dicta como justo o como injusto (dictados de la recta razón o razón natural). Así hablaban los estoicos varios siglos antes de Jesucristo y así se sigue diciendo hasta hoy. El derecho natural no quiere decir otra cosa sino que, en determinadas esferas del obrar humano, hay conductas racionales y conductas irracionales, hay conductas acordes con la recta razón y conductas contrarias a ella. 34