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QUERIDAS PALABRAS
   Grupo literario Encuentros
Casa de la Cultura de Tres Cantos
           Coordinación:


         José Luis Álvarez

              Prólogo:


         G.L. Encuentros



       Bohodón Ediciones
Coordinación: José Luis Álvarez
Edición y maquetación: José Luis Muñoz Sáez
Corrección: Marisa Carbajo Lobo
Diseño de cubierta: Bohodon Ediciones
Imagen de cubierta: Juan María Van Drell
Primera edición: febrero de 2008

© De la edición: Bohodón Ediciones
© De los relatos y prólogo, sus autores
© De la imagen de portada: Juan María Van Drell

        Asociación Cultural Bohodón. Bohodón Ediciones
                  Plaza del Ayuntamiento Nº 2
                   28760 Tres Cantos (Madrid)
                 E-mail: ediciones@bohodon.net
                    http://www.bohodon.net



ISBN: 978-84-935552-2-1
ISBN: 84-935552-2-3
Depósito legal:

Impreso en España por PUBLIDISA.


No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, sin el
permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
QUERIDAS PALABRAS
Queridas palabras


                                                     INTROITO

    Este, que en sus manos hoy reposa, no es un cofre al uso de
piratas locos. No es una caja de nogal y hueso, donde duermen
golondrinas llenas de agua, esperando una mano prisionera de ilu-
sión que levante la luna.
    Este pequeño talismán para transitar desiertos de pereza,
encierra toda la realidad de los sueños de unos buscadores de
belleza. De unos creadores de caminos nuevos, que nos pueden
despertar de los sueños mustios que nos llueven diariamente.
    Cuando escribir es un regalo del alma para todos los elegidos,
leer se convierte en la tierra fértil de la que se evaporan luciérna-
gas con palabras tiernas, mariposas de algodón y un dibujo de
Platero en la espalda, o un dinosaurio azul durmiendo en la alfom-
bra mientras llueve.
    Este, que en sus manos hoy reposa, no es un arlequín con el
sombrero en la acera, ni una trenza de mimbre dispuesta para las
madreselvas y los abalorios balsámicos de los desheredados. Es un
corazón hendido a cielo abierto, con los surcos más débiles cubier-
tos de petirrojos encendidos, con una lágrima de duda.Es el últi-
mo nido de papel, cubierto de algas retorcidas con vocales radian-
tes de suspiros, que se acerca a la orilla de nuestra vida.
    El fermento, con el que el Grupo Literario Encuentros teje el
pan de cada Jueves, florece otro año en las hojas frescas de un
libro compartido.
    Tomad y leed.
    Este, que en sus manos hoy reposa, es el cuenco de nuestros
silencios imposibles. Llevadlo con ternura.

                                     Grupo Literario Encuentros

                                                                   7
GRUPO LITEARIO ENCUENTROS




          UX
Queridas palabras




                                      AZUL PROFUNDO


                                                     M.H.Tuda

    Lo que voy a contar sucedió hace muchos años y, en aquel
momento, no le di la menor importancia; podría decirse
incluso que no tuve conocimiento del mismo, aunque yo fui
el sujeto paciente y, en cierto modo, también el agente.
    En aquella época, yo trabajaba en una compañía de segu-
ros y, si bien el trabajo no era complicado y estaba bien retri-
buido, la verdad es que estaba algo harto del asunto. En pri-
mer lugar, porque estaba todo el día de la ceca a la meca y
terminaba la jornada realmente cansado y, cuando llegaba a
casa, después de una buena sesión de transporte público,
estaba, más que cansado, derrotado.
    Otro de los temas que me molestaba en el trabajo, era la
arbitrariedad con que mi jefa distribuía las tareas; a veces te
estabas trabajando alguna póliza durante meses y, al final,
cuando tenías que rematar, se la asignaba a cualquier otro
que no había hecho nada y que se llevaba la prima, por
supuesto. Esto me sacaba de quicio y dio lugar a algunas bue-
nas discusiones y llevó a que me fuera de la empresa pocos
meses después, aprovechando un expediente de regulación
de empleo.



                                                             11
Queridas palabras



    Vivía en una ciudad pequeña, o en un pueblo grande,
como se quiera y, a pesar de que mi barrio era bullicioso y
animado, mi calle era bastante tranquila, ya que la habían
hecho peatonal y sólo se veía perturbada la tranquilidad por
alguna ambulancia o algún otro vehículo de urgencias.
Tiempo atrás, habría tenido días más gloriosos (todavía se
podían ver las vías del tranvía debajo del asfalto en algunos
tramos de la calle), pero en esa época, como decía, era tran-
quila y confiada. No era muy larga, pero lo suficiente para
que hubiera tres bares, además de una tienda de ultramari-
nos y algún pequeño negocio con escasa y dudosa actividad;
al fondo de la calle, donde se recogía la calleja en una peque-
ña placita, había una hornacina, de noche iluminada, con
una especie de Virgen o Santo (ya que nunca llegué a identi-
ficarlo), pero al que la gente del barrio tenía devoción, pues
nunca faltaban flores frescas en una especie de búcaro que
había en una repisa que semejaba una mesa limosnera con-
tenía una ranura por donde los fieles echarían sus dádivas.
    Yo vivía en una pequeña casita que había alquilado a uno
de los dueños del bar que estaba frente a mi casa, donde ce-
naba algunas noches que no tenía ganas de cocinar nada,
pues yo vivía solo. Junto a mi casa, que era baja, había un
minúsculo jardín donde languidecían unos arbustos espino-
sos que parecían acacias. Durante el verano, cuando tenía las
ventanas abiertas, el monocorde canto de los gorriones lo
inundaba todo.



12
Queridas palabras



    Cercano a la entrada de mi casa, había una tiendita de un
chamarilero. Al pasar por la calle se podía apreciar a través
de la ventana los innumerables cachivaches que guardaba en
la covachuela que tenía por establecimiento: ya muebles, ya
libros y cualquier otro objeto que pudiéramos imaginar. El
dueño, que con frecuencia estaba asomado a la puerta de la
calle, tenía rasgos achinados (aunque yo juraría que de chino
tenía poco), y una edad indefinida; era de esas personas con
las cuales te equivocas siempre: no sabes si tiene cuarenta
años o setenta. Pues este individuo era de esos, jamás me
hubiera atrevido a calcular su edad.
    Nunca le vi hablar con nadie ni sonreír a nadie, ni vi que
nadie entrara en la tienda. Tampoco te saludaba ni contesta-
ba al saludo si alguna vez, por descuido, le decías hola o
adiós. Si no estaba asomado a la puerta, estaba al fondo del
cuchitril, inclinado sobre una mesa amarillenta y, como era
de noche cuando yo solía pasar, se veía una luz mortecina
que proporcionaría una lámpara de veinticinco vatios; en
fin, que no era un tipo al que quisieras tener por amigo; ni
siquiera tenerlo a tu espalda.
    Yo no tenía muchas aficiones, entre otras razones, porque
costaban dinero y lo necesitaba para otras cosas más peren-
torias, pero de vez en cuando me permitía alguna licencia y
compraba alguna cosilla que me llamaba la atención. Así
tenía la casa llena de trastos (muchos de ellos no servían para
nada), bien fueran regalos o comprados por mí.



                                                            13
Queridas palabras



    Una noche, cuando iba para casa, me llamó la atención en
el escaparate esmirriado y cutre del mercachifle, un hermoso
espejo que ocupaba casi todo el espacio del mismo; haciendo
de tripas corazón, por la poca gracia que me hacía el indivi-
duo, pasé a la covacha y me acerqué hasta el sancta sanctorum
del tipo, sorteando numerosos objetos viejos y destartalados
que estaban arrumbados por todo el tabuco; me sorprendió
que diera muestras de conocerme, ya que nunca habíamos
hablado una palabra, y esto me dio más repugnancia aún,
pero, en fin, le pregunté por el precio del espejo, pensando
que sería inaccesible para mí, pero me dijo un precio insigni-
ficante y lo compré.
    Me lo llevé bajo el brazo, sin envoltura alguna, pensando
que el tipo no tenía ni idea del precio de las cosas y que quizá
era robado y por eso se quería deshacer de él. El espejo me
parecía una joya: era circular, el marco estaba torneado con
gubia y muy bien esmaltado. Tenía labrados a lo largo de todo
el marco pequeñas figuritas mitológicas. El vidrio era de un
azul profundo y parecía que hubiera sido grabado a la arena
por un buen artesano.
    No sé lo que tardé en colgarlo en un recibidor que había al
entrar en casa, y no tardó en ser el objeto más apreciado de mi
modesta casita. Raro era el día que no me peinaba ante él y, al
salir y volver a casa, para él era mi último y primer vistazo.
    Al cabo de un tiempo, empecé a notar que el espejo ejer-
cía sobre mí una extraña fascinación, a veces me despertaba



14
Queridas palabras



sobresaltado pensando en él y no me tranquilizaba hasta que
me miraba en el azogue que mostraba en lo profundo duran-
te un buen rato.
   Cada vez dormía peor, me levantaba numerosas veces y
además parecía que no descansaba lo poco que dormía. Esto
repercutía en el trabajo de manera que cada vez el asunto iba
a peor en mi empresa.
   Habíamos empezado una campaña de aproximación a las
bodegas y viticultores de la comarca, reacios a hacer un segu-
ro contra el pedrisco o la helada, porque siempre esperaban
que la tormenta cayera en el pueblo vecino, y yo no era capaz
de hacer ni la mitad de las visitas programadas que hacían
los demás compañeros. Me llamaron al orden de distintas
formas, creo que esta es la única vez que tenían razón, pero
no tenía respuesta ni solución. No se puede poner como dis-
culpa de forma permanente que te has dormido o que no
descansas.
   Me costó trabajo encontrar las respuestas al problema
—pensad que estoy escribiendo mucho tiempo después,
cuando ya tengo la solución—, pero en aquel momento, le di
vueltas y vueltas el asunto sin ver la luz por ningún lado. Lo
único evidente, era que mi relación con la empresa se iba
deteriorando a marchas forzadas, al igual que mi salud.
   Dejé de ir al trabajo y sólo salía a hacer la compra por el
barrio cuando no tenía más remedio y, una vez hecha la com-
pra, me arrastraba quejumbroso hasta mi cama.



                                                           15
Queridas palabras



    Fue en una de estas salidas de casa, llamémoslas de super-
vivencia, cuando vi al tendero apoyado en el quicio de su
garito, luciendo una sonrisa entre desvergonzada y malicio-
sa. Ello me hizo pensar en la razón, ya que no teníamos veci-
nos comunes y yo no había contado a nadie mis desdichas.
De pronto, la luz me golpeó como un mazo en la cabeza; me
tiré de la cama según estaba y me acerqué al espejo: ¡¡¡ME
ESTABA MIRANDO!!! ¡Santo Cielo! ¡Esto era cosa del
Diablo! ¡Este espejo debía de haber sido fundido en un cri-
sol del Infierno! Me quedé en suspenso sin saber qué hacer.
No era capaz de mover un solo músculo y me derrumbé
sobre un sillón ocultando la cara entre mis brazos. Estaba
aterrorizado y no podía reaccionar de ninguna manera.
    No sé el tiempo que estuve de ese modo. Cuando volví
en mí, me aproximé al espejo con temor y asco; conseguí, no
sé cómo, arrancarlo de la pared donde estaba colgado y, lo
arrojé debajo de un armario que había en un cuarto de la
casa. Cerré la puerta de esa habitación, en la que no volví a
penetrar hasta que me fui de esa casa días después y, el día
de la escasa mudanza, sólo en presencia de otras personas,
para recoger los pocos enseres que allí tenía.
    Mi debilidad fue desapareciendo paulatinamente y, cuan-
do pude, me reincorporé al trabajo —el tiempo justo para
desvincularme de la empresa—, e inmediatamente me alejé
de aquella casa, de aquel barrio y de aquel trabajo que tan-
tos sinsabores me habían proporcionado.



16
Queridas palabras



    Inicié una nueva vida sin ningún contacto con la anterior
y, poco a poco, pasó la nube de dolor.
    El tiempo, que todo lo gobierna, hizo que me olvidara
por completo de estos acontecimientos que me habían suce-
dido en aquellos días, si no fuera que algo me lo trajo a la
memoria como un fogonazo: un día leí en el periódico que
la policía estaba intrigada y confundida con un suceso que
llamaba la atención a todo el mundo. Parece ser que un indi-
viduo había desaparecido EN SU CASA, puesto que al derri-
bar la puerta de la casa a instancia de algunos familiares,
ante la ausencia del individuo, pudieron observar que la casa
tenía las ventanas y la puerta de la calle ¡CERRADAS
DESDE DENTRO!
    Querido lector: ¿he de decirte cuál era la dirección de
aquella casa?




                                                          17
Queridas palabras




                                         PINCELADAS


                             Antonio Fernández de Tena



SONETO DE LA ESPERA

Esta noche sin sueño son balcones
inútiles mis ojos. Madrugada,
leves pasos, murmullos, sombras… nada.
Silencio y sólo yo. ¿Qué te propones,

latido, en mi estatura desolada,
sin encontrar tu sitio? No traiciones
mi sed con tu ansiedad: dos ecuaciones
que buscan solución en tu llegada.

Parva sombra —palmera en el desierto
para marcar un punto—, te adivino
cuando estás sin estar… Pero es incierto

mi vuelo de inquietud; largo camino
sin reposar el pie; soñar despierto
bordón, sandalias, vieiras: peregrino.



                                                    19
Queridas palabras


            EL AMOR

            El amor —sí, señor—
            Tiene olor, y color, y sabor.

            Para amar —sí, señor—
            con fervor
            hay que estar…
            muy peor.

            El amor —sí, señor—
            es dolor, no vivir,
            esperar, sucumbir
            ensoñar lo mejor,
            aguantar lo peor,
            empezar, concluir,
            agostar, verdecer
            requemar, arrecir,
            y llorar, y reír…

            Sí, señor: esto es
            el AMOR.




20
Queridas palabras


EN UN PATIO DE GUADALUPE

Aquí, el tiempo, vencido, se remansa
como las aguas quietas de la alberca.

Los verdes limoneros
y los pintos naranjos,
las arcadas
que soportan el techo artesonado
sueñan —duermen— un sueño de otros siglos.

¡Qué blanda paz...! El alma se te aquieta
como el tiempo, el agua de la alberca,
los naranjos en oro punteados,
los limoneros pródigos…
Como este cielo azul,
azul puro de tanta Extremadura.



Dejo vagar la mente, como otrora,
por el sopor silente de la tarde
y a duermevela pienso… Pienso
si este parvo lugar, si Guadalupe
—preñada de la Virgen Morenita
junto a la mole gris de Las Villuercas—
no es paradigma, síntesis,
razón de ser de nuestra adusta tierra.


                                                         21
Queridas palabras


     TÚ

     Una ráfaga de viento ungida de verde mar.
     Un cristal de agua marina que hiere como un puñal.
     Un jirón de niebla antigua cruzando la inmensidad.
     Un arrebato de lluvia que no sabe adónde va.
     Una columna de fuego mordiendo la oscuridad.
     Un corazón de bolsillo que marca mi soledad…

     Mi amiga, mi compañera, mi estro, mi totalidad…
     eres tú.




22
Queridas palabras


   Una querida amiga, dulce como los albérchigos maduros,
hermosa como las primaveras extremeñas y, además, inteli-
gente, se nos fue en la flor de su madurez, después de una
dura, valiente y serena lucha contra los hados no propicios.
Sean estos versos sentidos un homenaje a su memoria y un
paliativo a su ausencia.


      ASCENSIÓN

      Asciendes en volutas vaporosas
      Sola, alada, querida de los dioses;
      Convocada al principio de las cosas
      En blanca comunión con los adioses.
      No precisa tu nombre de adjetivo,
      Sólo decirlo invita a trascendencia:
      Ínclito, etéreo, azul, definitivo.
      ¡Oh, tu lucha, tu fe! Retablo vivo,
      No más, de tu pasión de permanencia…



      Ahora que comprendí que puedo, quiero
      Mientras el sino ciego no decida—
      Implicarme en tu lid. Y persevero,
      Ganoso de sentirte, porque espero
      A los hados que ganes la partida.
                                       (Abril, 2.004)



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Queridas palabras


         NO PUDO SER

         No pudo ser. Un hado traicionero
         envidió de tus dones la hermosura
         y a remolque, con él —taimado y fiero—
         te hundiste en procelosa noche oscura.

         Pero tu luz superará al abismo
         como a las sombras vence la alborada:
         surgirás, como espléndido espejismo,
         de jubilosos mirtos coronada…

                                      (Junio, 2.006)




24
Queridas palabras


                CUENTO DE VERANO: El GALEÓN


                               Germán Ojeda Méndez-Casariego

    El buen ciudadano salió de casa, aquella tarde de fiestas, y
dirigió sus pasos hacia lo que parecía la fuente de la música
machacona que flotaba sobre los árboles, entre nubes sonro-
sadas y quietas, más allá del espacio urbano que transitaba
habitualmente para comprar el pan o charlar con los vecinos.
    El hombre se había sentido atraído por la llamada sono-
ra que manaba sin cesar desde la hondonada entre los cam-
pos de fútbol y el lago, mezclada con el denso y agrio humo
de las que supuso parrillas de pinchitos morunos y el rumor
fragoroso del transitar de la multitud entre las casetas. Se
había puesto un traje de media estación, ni demasiado grue-
so, por el calor previsible, ni demasiado fino, por la noción
arraigada de la traicionera brisa nocturna de las mesetas. En
el fondo, latía en su memoria un recuerdo de fiestas de pue-
blo, cuando los labradores sacaban de los arcones sus mejo-
res galas para desfilar en alegre confraternidad por la calle
mayor, después de honrar a la Patrona en su ermita, o a
hombros en la romería, y antes de la copiosa cena en el me-
jor restaurante del pueblo.
    Llamó a los nietos, que jugaban en los jardines comunes
a policías y ladrones, y les propuso ir con ellos a la Feria de
San Juan, que de eso se trataba. Los chavales, por supuesto,


                                                             25
Queridas palabras


dieron un salto de alegría, no sin antes aclarar con el abuelo
los términos del contrato: cuatro veces en los coches de cho-
que, una en la olla, dos en el tren de la bruja, cocacolas y
manzanas caramelizadas, y más tarde un bocata de jamón. Y
la promesa central, sin la cual no había posible acuerdo: el
abuelo debía montarse con ellos en el barco pirata, siquiera
una vez.
    Bajaron por el centro del parque, a medida que iba ano-
checiendo, y se iban haciendo más fuertes, cálidas, dulzonas,
embriagadoras las luces de neón del otro lado de las alambra-
das. Poco a poco, el sonido que desde lejos parecía un susu-
rro cadencioso se fue convirtiendo en un aullido múltiple y
premioso, por mucho que, según había leído, el Ayunta-
miento había intentado uniformizar la salvaje propalación,
en aras del sueño del sector Foresta y de la deseada comu-
nión en músicas blandas, consorciables, metódicas, de dise-
ño fin de siglo, liberal conservadoras.
    Entraron por fin al recinto, luego de pasar junto al lago,
donde los peces resignados dormían panza arriba, ahítos de
restos de cerveza bebidos de las latas hundidas.
    Caminaron por la calle central, y a poco de andar, los cha-
vales se encontraron con sus colegas, y bastó la condescen-
dencia, en forma de billete de diez euros a cada uno, para
que dejaran al ciudadano solo, con un vasito de fino entre
las manos, acodado en la barra de una caseta política donde,
por mucho que esforzaba los ojos, no lograba discernir quién
de los presentes era la alcaldesa, y quiénes los invitados de
honor.

26
Queridas palabras


    Pasaron uno, dos vasitos de fino. Cantaron los del Canto
del Loco, hicieron pases mágicos las Women DJ para que lo
suyo pareciera música, y se fue cerrando la noche sobre las
casetas, agobiadas de gente. El hombre pensaba que ya era
hora de retirarse, con los oídos retumbantes de tanto decibe-
lio mezclado, cuando comprendió que la realidad le reserva-
ba la mejor de las experiencias: sintió un pequeño tirón de
la manga, y una vocecita chillona que decía: “abuelo, al
barco pirata”.
    A navegar, se dijo. Pensó, apaciblemente, en un artilugio
que surcara las aguas del lago, barriendo con la proa la mu-
gre acumulada en blandos círculos. Pero no: como Peter Pan,
su nieto mayor lo guió hacia un barco que tenía todo el ame-
nazante aspecto de querer levantar vuelo sobre las colinas de
la ciudad, las chimeneas, la torre del agua, el parque entero,
los asombros y las vivencias cotidianas de la gente de a pie.
    Pensó en cómo se vería el mundo desde allí arriba, junto
a las nubes ahora indiscernibles en lo oscuro, o brevemente
iluminadas al pasar bajo el corral blanco de la luna.
    Tres Cantos, ensombrecido, cerraba sus puertas. Los esca-
sos vestidos de faralaes dibujaban sus últimas ondas de colo-
res llameantes en la Casa de Andalucía. Vetusta Morla atro-
naba en el escenario. Más allá de todo, aturdido por el tro-
pel de sensaciones, el abuelo se abrochó el cinturón metáli-
co, dispuesto a subir a los cielos, rumbo al país de Nunca
Jamás.



                                                           27
Queridas palabras


CUENTO DE VERANO II:
SIMÓN DEL DESIERTO
                                         (In memoriam L. Buñuel)


   Primero se fueron los vecinos de enfrente. A través de la
mirilla de la puerta, el ciudadano, intrigado por el ruido
múltiple de trastos que provenía del pasillo y el ascensor a
esa hora desacostumbrada, contempló la huida madrugado-
ra de sus vecinos en pos de un poco de aire fresco, lejos de
la canícula del terrible verano tricantino. Era de esperar,
reflexionó. Al fin y al cabo, el huyente trabajaba todo el año
de profesor de instituto, con la frustración de sentirse
incomprendido por lo que llamaba “pequeña horda de ado-
lescentes teleadictos”, y pocas cosas anhelaba más que la lle-
gada del verano para irse a descansar a su pueblo de origen,
en la costa andaluza. Y ella, como solía lamentarse, limitaba
su profesión de psicóloga en paro a consolar las depresiones
vespertinas del enseñante.
   Así que lo vio lógico. Los vecinos se van de veraneo, feli-
ces ellos. Abrió una rendija de la puerta, para que no se le
viera en pijama, y les deseó buen viaje con una sonrisa y un
ademán de despedida.
   Luego, tres días más tarde, se fueron los del 4º izquierda.
El hombre los conocía poco más que de vista, por lo que no
juzgó necesario despedirlos. Se dio cuenta de que se iban por
el repentino silencio que invadió el bloque, acallados los
berrinches del pequeñín que solía estremecer los cristales.


28
Queridas palabras


    No pasó una semana sin que se fueran también los ami-
gos del chalet. Verás, le dijeron, no tenemos corazón para
dejar el perro en una residencia, por otra parte carísima, así
que si pudieras ir por las tardes a darle un paseíto, y poner-
le de comer...
    Al día siguiente bajó a tomar el aperitivo, como todos los
fines de semana, al barcillo con terraza junto al nuevo pues-
to de prensa, pero mesas y sillas estaban atadas con cadenas,
y los periódicos viejos se pudrían como hojas de otoño anti-
cipado. Qué pena, con lo buena que estaba la cazuelita de
callos, y la lectura reposada.
    Pues iré a la peluquería, se dijo, que tengo la azotea como
los matojos del Parque Central. Pero el parque siguió deco-
lorando su embravecido matorral, pasto de futuros fuegos,
tal como su melena indómita frente a la reja dura y caliente
de la peluquería.
    Luego tocó la epidemia a su propia puerta. Su hijo y su
nuera optaron por el apartamentito en la playa, como única
forma de contener la algarabía continuada de los retoños
hiperactivos. Vente con nosotros, le propusieron, podrás
dormir en el cuarto de los niños, pero él prefirió sus libros
tantas veces hojeados y sus pequeñas caminatas por el pue-
blo-ciudad.
    Me compraré un pollo asado para el almuerzo, pensó,
pero desde lejos comprendió que era imposible al no llegar-
le el aroma cálido y sabroso. Iré a jugar al mus, pero el tape-
te solitario se perfiló oscuro desde la ventana. Iré a ver cine


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Queridas palabras


a la plaza del Ayuntamiento, pero los proyectores desgrana-
ban solos una ininteligible comedia con los rollos intercam-
biados.
    Siguió caminando, y pronto se dio cuenta de lo que ya era
evidente: estaba solo. Los pocos coches aparcados habían
criado raíces, y el caucho de las cubiertas se derretía y se mez-
claba con el asfalto reblandecido. Los chopos se mecían sin
viento, con su propia fuerza interior, asfixiados en el aire
candente. El salón de plenos municipal lucía las cortinillas
echadas, oscuro y vasto, con alguna telaraña empecinada en
los alféizares. Todo estaba hueco y vacío, escaso de vida, lan-
guideciente.
    Decidió entonces dirigirse hacia el parque. Bajó lenta-
mente las calles desiertas, espiando en los buzones por si
alguna carta perdida le revelaba el sentido de tanta ausencia.
Siguió andando, protegido del sol por las paredes inhóspitas,
saludado por moscas taciturnas, hasta llegar al gran lago que
había sido hasta poco antes punto de encuentro de jóvenes
y espejo de fuegos artificiales. El agua se evaporaba a borbo-
tones de niebla, y los peces dormían amodorrados en las ori-
llas de sombra.
    Fue hasta la gran torre del agua, el mayor monumento del
pueblo. Vio una escalera adosada al muro circular.
Inmediatamente, comenzó a trepar; con dificultad al princi-
pio, con férrea determinación y ágiles zancadas cuando se
acostumbró al esfuerzo.



30
Queridas palabras


   Cuando llegó arriba, el aire enrarecido de la altura le hizo
aspirar grandes bocanadas, mientras luchaba por vencer el
mareo. Sus ropas estaban chorreando sudor, por lo que, ante
la consciencia de estar absolutamente solo en el mundo, se
despojó de ellas. Abrió los ojos, y miró hacia abajo.
   Todo el ancho mundo se extendía a sus pies. El parque
amarillento, punteado del verde de los pinos y las encinas
solitarias. Los pisos vacíos, como colmenares en desuso,
secos de miel endurecida. El parque del este, con su amena-
za de muerte en forma de privatización del ocio, futuro cam-
po de golf. La raya ominosa del TAV hendiendo el monte
secular. El arroyo convertido en una acequia hedionda, y,
más atrás, las vaquerías prestas a ser arrasadas por el PGOU.
   Sintió una voz melosa a sus espaldas, mientras una som-
bra oscilante parecía querer materializarse. Percibió un fuer-
te olor a manos untuosas de sudor rancio, el reconocible
olor del dinero. Y oyó con claridad la añeja propuesta: “Te
daré todo eso si postrado me adoras”.
   Al día siguiente, un pastor que guiaba un rebaño sedien-
to y escuálido lo encontró sentado en el borde del lago, des-
nudo, con los pies en el agua, murmurando frases incohe-
rentes. Un golpe de calor, dijo el médico.




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Queridas palabras




                 LA CASA DEL PESCADOR


                              Marina Barrio Alonso

A Claude Monet, in memoriam


Imagino su presencia…

…donde el aire entre las ramas
se desliza insinuante,
ya rozando las retamas
o silbando suavemente.

En el risco envirotado…
…donde el sol del mediodía
refleja sus fantasías
y se ofrece complaciente.

Y en lo alto su morada…

A lo lejos los veleros…
…como blancas mariposas,
que aletean jubilosas
y se posan mansamente.



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Queridas palabras


               Tonos verdes primavera,
               ocres, tierras, amarillos
               mezclados uno por uno,
               blanco y azul, cielo y mar.

               Los colores que me llevan
               al pescador silencioso,
               a imaginar su presencia
               y a sentir su libertad.




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Queridas palabras


RETRATO INTERIOR

                           ¡Cuando cesa el beso, brota el canto!
                                            PAUL CLAUDEL


La música lo cubre e inunda todo,
le atrapa el corazón en dulce sueño,
cuando el genio le despierta a medianoche
y vaga por la estancia aún en silencio.

Ha cruzado el umbral entre penumbras
y ha rozado su cuerpo suavemente,
traspasando el misterio de la vida,
penetrando en el mundo de su mente.

Donde habitan promesas de sonidos,
que aún abstractos, sin leyes e inconstantes,
toman forma y se ordenan en escalas,
dirigidos por la magia de unas manos,
del espíritu que crea, al pentagrama.




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Queridas palabras


         SILENCIO DE UN POETA

         …Y de acuerdo con el intelecto humano nuestro poeta es el soberano,
         pues no sólo muestra el camino, sino que ofrece una perspectiva tan
         placentera del mismo que tentará a cualquiera a entrar en él.
                       Defensa de la Poesía (SIR PHILIP SYDNEY, 1554)


         Poeta, ¡oh poeta...!
         ¿El sueño se acabó?
         ¿Te ha vencido el desánimo?
         ¿Ya enmudeció tu lira?
         ¿Tu musa te dejó?

         Acércate, poeta,
         tomemos la palabra,
         juntemos nuestras manos,
         sintamos a Calíope
         nacer de nuestros labios.

         Poeta, ¡oh poeta...!
         Escucha en el silencio…
         Contempla en mi mirada,
         el dulce despertar
         de tu recuerdo.




36
Queridas palabras


FANTASÍA

   Para ver el mundo en un grano de arena
   y el cielo en una flor silvestre,
   ten el infinito en la palma de la mano
   y la eternidad en una hora.
                                  WILLIAM BLAKE, 1757


Tú, que te dedicas a buscar
granitos de arena en el desierto,
estrellas perdidas en el cielo
y conchas olvidadas en el mar.

Tú, que te dedicas a crear
mitológicas sirenas en la tierra,
libélulas brillantes en el aire
y sonrisas en bocas de besar.

Tú, que te dedicas a soñar
luminosas primaveras en invierno,
inocente candidez en unos ojos
y miradas complacientes retornar.

Tú eres el poeta de la noche,
el genio de la lámpara encantada,
el mago de los cuentos de mi infancia,
el lucero que brilla sin cesar.



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Queridas palabras




         NATURALEZA MIA

         El mundo se hace sueño,
         el sueño se hace mundo.
                                   NOVALIS


         Camino despacio por senderos nuevos
         llenos de misterio…
         A mi paso el aire, silente me envuelve y…
         respiro hondo…
         Las sombras que extienden su tupido velo,
         sutiles y etéreas inundan mi cuerpo y…
         respiro hondo…
         No estrecho los brazos tibios de la tierra,
         no sueño con ella…
         ni siento la lluvia mojar mis cabellos,
         ni rodar por ellos…
         En mi mente habita un silencio denso…
         No oigo mis latidos, no escucho mis venas.
         …Casi entre penumbras y en un duermevela
         una fuerza inmensa, me empuja… me eleva…




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Queridas palabras




                                               GRAN VÍA


                                                  XL Ferreiro

Madrid, 12 de Enero 2003

   Mi querida ausente, me animo a escribirte esta carta
abierta porque sé que la leerás; a diario tu mirada se oculta
tras “El País” mientras te observo.
   Tenías unos dieciocho años, el pelo recogido en una tren-
za azabache, los ojos brillantes y oscuros, cubriendo de luz
una sonrisa tímida. De tu bolsón de cuero sacabas un libro
forrado en el que te sumergías, abandonando a todos los
náufragos de sueños que esperábamos una mirada.
   La dulzura amarga de tu primer embarazo, la alegría del
segundo y aquel viernes que te presentaste con dos niños
charlatanes y felices, cruzan el pasado de mi memoria arras-
trando los más de cuarenta años que ahora nos cubren.
   Hoy, después de veinticinco años compartiendo mañanas
de sueño y tardes de urgencia, después de eludir cambios de
horario, posibles ascensos e inmejorables destinos, que me
impedirían tu encuentro, me veo obligado a aceptar lo irre-
mediable.
   Cuando acabes de leer esta carta, podrás bajar el periódi-
co, mirar a tu alrededor y yo no estaré observándote. Tal vez


                                                          39
Queridas palabras


no me eches de menos, tal vez sí, pero ya se habrán separa-
do para siempre nuestros caminos.
   Ningúna mañana, a las 7,15 h., estaré esperando tus
pasos rápidos en el andén del Metro, para entrar junto a ti
en el segundo vagón, estación Gran Vía.




40
Queridas palabras


LAS LETRAS DEL AMOR

Yo sé que el amor
tiene letras diferentes,
como las canciones gastadas
y las palabras de los cuentos olvidados.

Algunas veces decimos lo imposible
para que TÚ, que estás al otro lado,
sepas de mi dolor recién abierto.
Para que de las hojas abrasadas
mastiques el olor a sol de Marzo
mientras la primavera se derrama.

Yo sé que el amor
tiene pasos a destiempo
y se cruza de brazos cuando sueñas
y te despiertas siempre al otro lado
de una cama desierta y en ruinas.

Miramos tercos abajo y de soslayo
esperando que lluevan maravillas.
Dejamos que nos cubra el calendario,
que las hojas mustias mueran en invierno.
Es luego que asomamos la cabeza,
vemos a lo lejos el tren del último suspiro
y no tenemos billete de regreso.


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Queridas palabras


               LOS AMIGOS VIEJOS

               Al otro lado del espejo,
               donde no hay tiempo,
               donde no hay días para contar:
               tal vez resida el paraíso.

               Tal vez los deseos
               no sean necesarios,
               ni la satisfacción
               que da un regreso.

               Tal vez no exista olvido
               y los recuerdos
               no puedan sorprendernos,
               como los niños.

               Al otro lado del espejo,
               donde las manos son tibias,
               como de espuma celestial
               y pájaros de nieve.

               Tal vez los amigos
               sean centenares
               y los apartes, para dormir
               a pierna suelta.



42
Queridas palabras




Tal vez no sean necesarios,
ni un vino tierno, el fin de semana,
nos acerque a la guerra fugaz
de los veinte años.

Aquí abajo, muy abajo,
donde la tierra duele,
y las sombras se mueren
cada noche de invierno.

No existe otra vacuna
contra los golpes canallas,
que la presencia tenaz
de los Amigos viejos.




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Queridas palabras


               ÍCARO DE SUEÑOS

               Deja que yo vuelva
               al camino mustio
               por donde galopan
               vientos de secano.

               Deja que mi mano
               pierda la ternura
               y sangren las uñas
               por amar la piedra.

               Deja que la hiedra
               del dolor amargo
               cuaje mi garganta
               por decir tu nombre.

               Dejo de ser hombre
               para ser ausencia,
               para ser herida,
               cicatriz, olvido.

               Tulipán herido
               por la primavera
               fue mi corto vuelo
               hasta tu mirada.



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Queridas palabras




Arranqué la nada
de tu paraíso,
Ícaro de sueños,
pedante de amor.




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Queridas palabras




                                  CUENTO DE OTOÑO


                                                  José Aceituno


    Aquel bosque era perfecto. Cientos, miles de esbeltas
hayas se extendían en aquella altiplanicie de la sierra, y bajo
sus ramas extendidas, como brazos protectores, un suelo
tamizado de hojas doradas se prolongaba hasta donde mi
vista podía alcanzar. Todo invitaba a pasear: el piso mullido
por varias capas de hojas, la ausencia de brezos o retamas,
que son tan frecuentes en otros lugares y que hacen tan tra-
bajoso el caminar, la perfecta separación entre los árboles,
cual si ellos mismos respetasen la intimidad del vecino mejor
que la previsora planificación de un jardinero. Aquel día de
otoño había comenzado un tanto desapacible, pero ahora,
cruzando el bosque por aquella carretera secundaria, apenas
si se notaba el viento, seguramente detenido por aquella
inmensa masa de árboles. La lluvia también había amainado
hasta no ser más que un débil chirimiri. No pude resistir la
tentación, detuve mi vehículo, tomé la cámara fotográfica y
placenteramente me dispuse a explorar aquel paraje.
   Al internarme bajo la espesa capa de ramas fue como si
traspasase el telón que daba paso a un escenario infinito. La
luz allí no bajaba del cielo plomizo, sino que brotaba cálida


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Queridas palabras


y tenue del mismo suelo, del anaranjado tapiz de hojas caí-
das que ahora brillaban con la lluvia. Lentamente mis ojos
se fueron acostumbrando a la suave penumbra, comencé a
distinguir los detalles de cada tronco, las suaves ondulacio-
nes del suelo, el acompasado vaivén de las hojas cuando el
viento lograba escurrirse entre los árboles. De vez en cuando
formas caprichosas de roca caliza emergían de la hojarasca y
llenaban de misterio el horizonte, dividiendo el espacio en
íntimos rincones. De entre la capa de suave musgo que las
cubría quedaba a veces al descubierto la roca desnuda, con
un blanco fantasmal que fosforescía bajo las sombras del ra-
maje. Me senté en una de aquellas piedras para sentir el
silencio. No se escuchaban los pájaros en aquel día de lluvia.
Antes sí los había visto en grandes bandadas sobre el asfalto
de la carretera, muy excitados y peligrosamente remisos a
levantar el vuelo al paso de mi vehículo, alborotados por el
regalo de multitud de hayucos que el fuerte viento de la
noche anterior había depositado sobre la carretera y las rue-
das de los coches al pasar abrían como cascanueces. Tan sólo
quedaba roto el silencio por el crujir esporádico de alguno
de aquellos troncos tan rectos que seguían subiendo y su-
biendo hasta perderse de vista entre las espesas ramas.
Quedé sorprendido al comprobar que no era un ruido sordo
y monótono, como el del mástil de una embarcación que
resiste los embates del viento, no, aquel crujido era el de
alguien vivo, era más bien un chillido diferente en cada
árbol. Pensé que las hayas se hablaban entre sí, o tal vez que-


48
Queridas palabras


rían decirme algo. Su tronco, con el sudor de la humedad
que lo impregnaba todo, parecía ahora mas plateado y her-
moso. Toda la base de los troncos se cubría también de
musgo como el de las rocas a las que se abrazaban sus pode-
rosas raíces. Junto a mí, el tocón de un antiguo árbol, corta-
do varios años atrás, servía de pequeño universo vital para
toda una familia de musgos, diminutos plantones de nuevas
hayas y un rosario de pequeñas setas. Acaricié con la mano
las suaves campanillas anaranjadas de estas últimas procu-
rando no romper sus delicados pies.
    Estaba eufórico y lleno de paz al mismo tiempo. Me le-
vanté decidido a recorrer mi nueva casa, quería conocer
todos sus secretos, estar en todas sus habitaciones, abrir cada
ventana a un patio diferente y desde cada balcón volver la
vista atrás sobre mis pasos anteriores. Sonreí al recordar
cuando en mi infancia corría tras las mariposas para conse-
guir atrapar para siempre aquellos colores tan increíbles de
sus alas. Aquello de mi niñez terminó con una insolación,
así que ahora iba a ser sensato, me dije a mí mismo. Con-
sulté la brújula y sopesé la posibilidad de volver al coche para
alejarme a lugares diferentes o quedarme allí y no perder el
embrujo del momento mágico. Acababa de ver los indicios
de una senda, ahora toda cubierta por las hojas, y al final
pudo más la atracción de mi curiosidad que me empujaba a
seguirla. Rápidamente tracé planes para el recorrido, recor-
dando la topografía del terreno que anteriormente había
consultado en el plano “... Sí, seguiré la senda hasta llegar a


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Queridas palabras


la carretera principal que atraviesa el bosque de norte a sur,
de modo que bastará seguir hacia el oeste para encontrarla,
luego bastará retroceder hasta llegar a la intersección con la
carretera secundaria y desde allí sólo es cuestión de andar
hasta regresar al coche”. Todo está en orden y feliz me pongo
a andar, ahora a paso más vivo para entrar en calor.
    El camino da vueltas y más vueltas de forma caprichosa y,
cuando se eleva por una ladera tras la que ya se atisba la cla-
ridad del cielo, me supongo que al otro lado voy a encontrar
esa maldita carretera que hace rato debería haber aparecido.
Pero al otro lado nada, de nuevo el camino desciende sumer-
giéndose en el bosque tomando una nueva dirección de
forma anárquica. Consulto mi reloj. Aún me queda tiempo
suficiente para volver antes de que anochezca, pero la vuelta
me parece ahora demasiado pesada. ¡Bah! Estoy tranquilo.
No pasa nada. Pero noto que mi paso se acelera cada vez más
y esa condenada carretera hacia la que me dirijo parece
haber desaparecido tragada por una de esas misteriosas
simas que antes había observado entre las rocas. Caigo en la
cuenta de que después de tantos cambios de dirección en
este camino puedo estar dirigiéndome de forma paralela a la
carretera, de forma que nunca llegaré a ella. Pero aún no
estoy dispuesto a perder la confianza y lanzarme a atravesar
el bosque en línea recta, a la desesperada. Copiosas gotas de
sudor descienden por mi frente hasta los ojos nublándome
la visión. Me limpio la frente y los labios con la mano, sin
dar tregua a lo que ya se ha convertido claramente en una


50
Queridas palabras


apresurada carrera. Finalmente el camino desemboca en un
enorme raso donde unas decenas de ovejas comen con prisa,
en medio del tintineo constante de sus esquilas. Miro a un
lado y a otro y el bosque lo rodea todo.
    Me siento ya desanimado, pero pienso que el camino ha
de salir por algún sitio del raso para seguir hasta la carretera
o algún otro camino principal, porque los pastores lo han de
utilizar. Un poco más allá descubro unas rodadas sobre el
barrizal de un charco y lo sigo hasta recobrar de nuevo la
pista del camino. El rodal entre el bosque se hace ahora muy
marcado y vuelvo a tranquilizarme. Descubro en la lejanía la
silueta de otra persona que camina en la misma dirección
que yo. Bueno, finalmente no estoy solo, me digo con alivio.
Ya sabía yo que sucedería como otras veces, tarde o tempra-
no acabo encontrando la senda que también recorren otras
personas.
    Es curioso, la persona que me antecede también lleva un
chubasquero del mismo color que el mío. Yo diría que su
silueta me resulta familiar. Tonterías, ¡cómo voy a encontrar
una persona conocida en estos parajes solitarios y tan aleja-
dos de mi ciudad! A estas horas de la tarde mi miopía me
gasta ya bromas pesadas y sin gafas más que ver las cosas yo
diría que las adivino. Esa persona parece ir al mismo ritmo
que yo y cuando apresuro el paso para darle alcance parece
también acelerar el suyo. A veces tras una cuesta me deten-
go para recuperar el aliento y observo con estupor que él
también se detiene, yo diría que me espera.


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Queridas palabras


    La situación cada vez es más extraña y una idea alucinan-
te empieza a perforarme el cerebro. ¡Pero eso no puede ser!
No me puede estar pasando a mí y justo en este momento
tan inoportuno.
    Pero las sospechas son cada vez más evidentes. Creo que
estoy teniendo una alucinación. Ahora recuerdo que antes
acaricié con mi mano unas setas del bosque y después, al lim-
piarme el sudor de la cara, también las pasé por mis labios.
He oído decir que algunos hongos aunque no llegan a ser
mortales producen alucinaciones. Lo que yo creía estar vien-
do desde hacía un buen rato era tan sólo un espejismo; mi
mente, ayudada por el alucinógeno, estaba proyectando mi
propia imagen en el fondo del bosque, plasmando un deseo
inconsciente de encontrar compañía.
    Así que había malgastado inútilmente mis energías tras
una imagen inexistente. Me dejé desplomar sobre el lecho de
hojas y, recostado sobre el grueso tronco de un haya, me
sentí desfallecer. Ausente, mi vista comenzó a recorrer el bos-
que. La fina lluvia había terminado por transformarse en
una suave neblina que ahora ocupaba todos los huecos del
bosque haciéndolo si cabe más íntimo y acogedor.
    Tras la cortina de niebla de pronto surgió aquella figura.
Pero ahora no podía ser un espejismo, porque lentamente
avanzaba hacia mí. Sí, no cabía duda, yo le reconocía, aque-
lla figura me era algo más que familiar. Desde hacía algún
tiempo, a menudo al afeitarme por las mañanas y mientras
estudiaba mi cara tras el espejo, recordaba vivamente el ros-
tro de mi padre y añoraba su figura risueña y pacífica.

52
Queridas palabras


    Ahora en la madurez nuestro rostro se parece cada vez
más al que recordamos de nuestros padres. Sí, aquella figura
que se acercaba hasta mí no podía ser otro que mi padre, ya
adivinaba su pelo canoso que rodeaba su calva tan brillante.
Pronto oiría su voz familiar: “Hijo mío, ¿qué haces aquí?”. El
corazón me dio un vuelco y comenzó a latir aceleradamente.
Porque aquel rostro que ya se inclinaba hacia mí para tender-
me la mano no era el de mi padre. ¡Aquel rostro era YO! Al
cerrar los ojos sentí que un calor súbito ascendía hacia mi
cabeza y que toda mi mente se hundía vertiginosamente en
un hoyo sin forma y sin final.
    No puedo precisar el tiempo que duró mi desmayo, pero
sí recuerdo la placentera sensación de flotar sobre el suelo y,
cogido de mi propia mano, sentirme arrastrado a través de
los árboles, entre los troncos, saltando por encima de las
rocas, deslizándome por entre las hermosas ramas de las
hayas que se extendían paralelas al suelo, hasta tocar las de
sus vecinas; ascendiendo hasta las copas más altas para ver-
las mecerse y sentir la fuerza del viento que, libre de atadu-
ras, se desplazaba por encima de ellas.
    El frescor de la brisa me despertó. Al abrir los ojos, con-
templé como esa misma brisa empujaba la niebla más y más
lejos hasta hacerla desaparecer. Tras unos momentos de des-
concierto, acerté a ver el talud de la carretera. Sí, allí estaba
mi tan ansiada carretera asfaltada. Me incorporé rápidamen-
te y en unos cuantos pasos llegué hasta ella. Grande fue mi
sorpresa al reconocer el lugar. Efectivamente a poco más de


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Queridas palabras




cien metros encontré mi coche aparcado en el lugar de
donde había partido. Habían transcurrido casi cinco horas
desde que me interné en el bosque. Pero..., ¿realmente había
estado deambulando por el bosque todo ese tiempo o todo
había sido un sueño?
   Ha transcurrido bastante tiempo desde aquellos sucesos,
pero los recuerdos siguen aún muy vivos en mi mente. A
veces, cuando al despertar consigo recordar el sueño, descu-
bro que he estado de nuevo allí. Veo el bosque, pero no exac-
tamente como entonces, sino que percibo cómo cambia su
aspecto con el paso de las estaciones. Me veo entre las hayas
desnudas, sobre el suelo blanco de nieve y otras veces veo
también como al llegar la primavera miles de brotes viran
lentamente del color pardo hacia un verde esperanzador, dis-
fruto del frescor de su sombra durante el calor del verano,
para de nuevo ilusionarme con la explosión de color del
otoño. Es como si alguien desde allí me narrase todos los
sucesos desvelándome todos los secretos del bosque.
   Creo haber leído en alguna parte que los consumidores
de drogas alucinógenas sufren un desdoblamiento de la per-
sonalidad que a veces persiste durante mucho tiempo. En
cualquier caso es una tontería pensar que los sucesos de
aquella tarde tan extraordinaria fuesen fruto de un leve roce
con la mano sobre un hongo venenoso. Más bien supongo
que fueron fruto del cansancio.
   Pero... y si no fuese así, ¿cuál de mis dos yo se quedó para
siempre en el bosque?

54
Queridas palabras




                        CANCIÓN DE CUNA


                           Juan María Van Drell

La noche estrellada
de diamantes dormidos,
la niña que duerme
sus anhelos de lirios.

¡Ay que viene el coco!
Y se lleva a las niñas
que duermen poco.

La cuna es goleta
con velas de sueños.
La madre es la nube,
sus manos, el viento.

Ángeles dormidos
del cielo bajaros,
la niña se duerme
por no despertaros.




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Queridas palabras


               ¡Ay, que viene el coco!
               y se lleva a las niñas
               que duermen poco.

               Olores de nardos,
               se durmió la nena.
               Murmullos de hojas.
               ¡Hablad en voz queda!

               La niña se duerme
               con anhelos de lirio,
               las ramas son alas
               de un ángel dormido.

               Se durmió la niña,
               el coco no viene.
               La luna es de jade,
               se durmió la madre.




56
Queridas palabras


ENERO 1939

Encuentro en la plaza,
el repique alegre de una campana
volaba tímidamente
sobre la plaza silenciosa,
huera, vacía, callada, polvorienta y vieja.
Unos ojos misteriosos, ávidos y oscuros,
atisbaban curiosos
a través de la celosía
de las ventanas cerradas.
Por el callejón, con paso cansino,
apareció un mozalbete hastiado y triste,
cubierto con un tabardo gris
de joven miliciano,
soñador de quimeras
y equilibrios sociales,
que por soñar demasiado
se perdio en la batalla
y se quedó solo.
Al otro lado de la plaza, caracoleó un jinete
altivo, soberbio, engreído.
Adornado con estrellas y galones,
cargado de amuletos y medallas de hojalata,
seguido de una horda
de famélicos soldados



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Queridas palabras




         harapientos y sucios,
         invasores de cien pueblos
         del camino retorcido de la guerra.
         Portadores de oriflamas y pendones,
         y banderas negras manchadas de sangre roja.
         ¡Ellos son los vencedores!
         Y el joven, que se quedó solo en la batalla.
         ¡El vencido!




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Queridas palabras




                            MI NOMBRE ES MARLOWE


                                             José Miguel González

   Mi nombre es Christopher Marlowe. Mis amigos me lla-
man Kit. Nací en 1564 en Canterbury, fuí un niño listo y
pobre. Gracias a ello pude estudiar con una beca. También
canté en el coro de mi pueblo, dirigido por un amable músi-
co que venía de unas islas afortunadas. Luego, la experiencia
del coro me fue de gran utilidad para entrar en la Univer-
sidad de Cambridge, dado que en el examen de ingreso
había que cantar una canción en latín.
   Entré en uno de los colleges más prestigiosos, el del Corpus
Christi, aunque, la verdad siempre me tiró más el corpus.
   Desde muy joven sentí auténtica pasión por la literatura.
Estando aún en Cambridge, traduje entre otros El arte de
amar de Ovidio, una obra deliciosa; le he pedido a José
Miguel, un admirador mío, que os tradujera algunos párra-
fos de mi traducción:

   ¡Qué aptos sus pechos para que yo los acaricie con ahínco, que
suave su vientre, qué largas sus piernas, qué deliciosos sus muslos!

   Ovidio decía cosas que me convirtieron en poeta para
siempre:


                                                                 59
Queridas palabras


    Que la fama de los poetas dure para siempre porque la
poesía es inmortal y el poder del poeta es infinito y no se puede
medir con las medidas de este mundo. Que los reyes dejen sitio al
verso, buscadme en el pecho de los amantes tristes.

   Y luego toma un tema que va a perseguirme a lo largo de
mi breve existencia: dios. Dice nuestro poeta:

    Dios es un nombre temido en vano, porque no es algo real y, si
hay un dios, seguro que le gustan las chicas armoniosas y ardien-
tes. Los dioses tien ojos y corazón como los hombres. Si yo fuera dios,
dejaría que las mujeres me engañaran con ojos mentirosos.

   El arzobispo de Canterbury quedó escandalizado con mi
traducción del Arte de Amar y ordenó que se quemaran to-
dos los ejemplares. Pero aquel incidente no impidió que yo
siguiera cultivando mi vena lírica. Con veinte años compuse
una obra que llamé El pastor apasionado:

         Ven y te procuraré lechos de rosas
         y si estos placeres te conmueven,
         ven y sé mi amor.

   Más tarde escribí un poema basado en la historia de Hero
y Leandro, un amor imposible:

   ¿Alguien amó sino a primera vista? No se ganan doncellas usan-
do fuerza bruta, sino con palabras plenas de gusto y delicadeza.

60
Queridas palabras


En aquellos día de intrigas políticas y enfrentamientos entre
católicos y protestantes, el Servicio Secreto jugaba un papel
clave. Yo fui reclutado en Cambridge por Sir Francis
Walsingham.
   Mi primer trabajo fue en Francia, cuando tenía 21 años.
Puse mi granito de arena para frustrar las intenciones de
Mendoza, el embajador español en París, que había urdido
un plan para eliminar a la reina Isabel y poner en su lugar a
María de Escocia.
   En París había tenido lugar en 1572 la terrible noche de
San Bartolomé en la que 3.000 hugonotes, niños, mujeres,
ancianos incluidos, fueron masacrados por los católicos y las
aguas del Sena bajaban rojas de sangre. Yo conocía bien esta
historia, porque siendo niño, muchos refugiados franceses
fueron a vivir a Canterbury.
   Con 23 años me trasladé a Londres y empecé a moverme
en el ambiente de actores y dramaturgos. Años más tarde
escribí una obra sobre la noche de San Bartolomé que llamé
La masacre de París, protagonizada por el duque de Guisa, el
líder de los católicos, cuyas palabras revelan al personaje:

   El peligro es el auténtico camino a la felicidad. Cortad las cabe-
zas y las manos de los hugonotes y se las mandaremos al Papa de
regalo.

   El enfrentamiento entre Inglaterra y Francia es el autén-
tico telón de fondo de la obra:


                                                                  61
Queridas palabras


    España es la antecámara del Papa, allí se decide la paz y la gue-
rra. Yo, duque de Guisa y el rey Felipe de España, haremos que los
indios arranquen las doradas entrañas de América.

   Yo había nacido el mismo año que Sir Walter Raleigh,
pirata y poeta excelente, entre otras muchas cosas; él me invi-
tó a unirme a un grupo de nobles e intelectuales, donde
había matemáticos, astrónomos, exploradores, filósofos y
poetas. Nos apodaban La escuela de la noche, porque amába-
mos el conocimiento esotérico y nos reuníamos en secreto.
   El teatro fue para mí como un salón con mil ventanas que
me permitió asomarme al exterior, fue una fuerza libérrima
que dió rienda suelta a la jauría de mastines que llevaba den-
tro. Rienda suelta a toda la belleza convulsa y al lirismo
ardiente que crecía en silencio en mi interior.
   Escribí dos obras sobre Tamerlán, el pastor que conquistó
Asia, un artista de la crueldad, que sacrifica a todas la jóve-
nes de Damasco, quema la ciudad en que su amante muere,
mata a sus propios hijos por cobardes, conquista Babilonia y
ahoga a todos sus habitantes en un lago, marcha triunfal-
mente en un carro tirado por reyes cautivos y se pega un
magnífico banquete frente a un sultán que ha encerrado en
una jaula. En fin, una joya.
   Tamerlán estaba orgulloso de su apodo El verdugo y la cóle-
ra de dios y se pregunta “¿de qué molde o metal he sido
hecho, qué estrella me gobierna?”.



62
Queridas palabras


   Me gusta mucho el personaje del hijo pacifista (Caifás):

    Ni me produce placer asesinar, ni me interesa la sangre, cuando
el vino puede saciar mi sed. Mi sabiduría excusará mi cobardía.
Temo sus espadas y sus cañones tan poco como a una muchacha
desnuda en una red de oro.

   Cuando apareció mi Doctor Fausto, mis contemporáneos
dijeron que era mi autobiografía y que yo había vendido mi
alma al diablo. Es cierto que me gustaba blasfemar, era un
ateo de corazón y cuando bebía una copa de más, decía, sin
cortapisas, lo que se me pasaba por la cabeza. Me acusaron
de haber dicho que Cristo no era hijo legítimo, que su ma-
dre era poco casta, que los milagros de Jesús eran humo y
que Juan era algo más que su discípulo favorito. También
hubo quien dijo que yo había declarado:

   Todo aquel al que no le gustan el tabaco y los chicos es un idiota.

   Como acabo de sugerir, puede que dijera algunas de esas
cosas, pero desde luego, después de haber tomado muchas
pintas de cerveza. Otros sostuvieron que mi máscara blasfe-
ma no era más que una tapadera para encubrir mis activida-
des secretas.
   Pero sea Fausto quien sea, siempre me sentiré orgulloso
de aquel monólogo en que dice:



                                                                         63
Queridas palabras


    Sólo te queda una hora de vida y luego estarás condenado para
siempre. Detenéos, esferas del cielo, que cese el tiempo y no llegue
jamás la medianoche, que esta hora sea un año, un mes, una sema-
na, un día. ¡Montañas y colinas, venid y cubridme, escondedme de
la cólera del cielo, que Fausto viva en el infierno mil años, cien mil
años y al final se salve! Las bestias son felices, pues nada más morir
sus almas vuelven a transformarse en elementos ¡Alma mía, conviér-
tete en moléculas de agua y cae al océano, para que nadie te
encuentre.

    Luego escribí El judío de Malta y tuve que escribirla con
cuidado, porque la censura tenía la fea costumbre de rom-
perle los dedos a los escritores si sus obras eran peligrosas.
    Barrabás, el protagonista, no se anda con chiquitas.
Cuando le viene bien, envenena a la monjas de un conven-
to. Es un cínico:

    El dinero no puede comprar el amor, pero mejora tu posición
negociadora. Su criado dice de él: mi amo esconde el dinero como
las perdices esconden los huevos, bajo la tierra.

    Pero dejemos que sea el propio Barrabás el que nos cuen-
te sus hazañas:

   Paseo por las noches, remato a los enfermos que se quejan y, a
veces, enveneneno pozos. En la guerra entre Francia y Alemania,
bajo el pretexto de ayudar a Carlos V, asesiné amigos y enemigos.


64
Queridas palabras


Luego me hice usurero y en un año, gracias a mí, rebosaban las cár-
celes de gente arruinada, los hospitales de huérfanos y los manico-
mios de locos. Más de una vez logré que alguno se ahorcara de pena.
En fin, gracias a mis buenas obras tengo tanto dinero que podría
comprar la ciudad entera.

   Como habréis comprendido fácilmente yo soy Tamerlán,
Fausto y Barrabás. Pero también soy Eneas cuando le dice a
Dido, reina de Cartago:

    Tus radiantes ojos serán mi espejo, tus labios el altar donde ofre-
ceré tantos besos como las innúmerables arenas del mar, tus palabras
serán más dulces que la música, tus miradas serán mi biblioteca.

   Una de las mejores cosas que me pasó en la vida fue la
oportunidad de ser amigo de Will Shakespeare. Aunque
nacimos el mismo año, yo empecé a escribir poesía y teatro
unos pocoa años antes que él. El reconoció mi huella en
algunas de sus primeras obras, como en la refinadamente
cruel Titus Andronicus o en el malvado Ricardo III, deudor de
algunos de mis mejores malvados. Pero Will supo volar luego
con sus propias alas hasta alturas nunca imaginadas. Fue el
mejor de todos nosotros y, a lo mejor, este pequeño planeta
no volverá a conocer otro tan grande como él. Me consta
que usó en Hamlet una metáfora mía sobre “la muerte, ese
país desconocido”, y eso me llena de satisfacción.
   Como podéis imaginar escribo estas líneas desde el infier-
no, que, por cierto, es un sitio lleno de gente interesante.

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Queridas palabras


   Hasta aquí me han llegado noticias de que tras mi muer-
te el único que habló bien de mí fue Will. Dijo una cosa
inolvidable:

   Cambiaría todas las obras que voy a escribir por una sóla de las
que Kit Marlowe nunca escribirá.

    En Mayo de 1593, cuando tenía 29 años, después de un
largo día en una taberna al sur de Londres y estando en no
muy buena compañía, se produjo una discusión entre
Ingram, uno de los presentes, y yo. Salieron a relucir los
puñales y, según se dijo, Ingram me mató en defensa propia.
Naturalmente, esa versión era una farsa. Me mató el Servicio
Secreto porque sabía demasiado. O lo que es más triste, a lo
mejor me mataron mis propios amigos porque podría hablar
más de la cuenta después de una dosis adecuada de tortura.
Algunos dicen que no me dieron muerte sino que logré huir
a Italia, dondé escribí los sonetos de amor de Will (a él tam-
bién le gustaban las chicas y los chicos) y algunas de sus
mejores obras, desde luego las que transcurren en Italia. Ni
caso.
    Ingram fue perdonado al cabo de ¡28 días! por la reina.
¡Admirable! Volvió inmediatamente al servicio de
Walsingham, el que me reclutó para el Servicio Secreto en
Cambridge. Algo huele a podrido en Inglaterra.




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Queridas palabras


                                 LA TIERRA


                        Lorenzo Martín Cantera

Aún quedan palabras
para construir algo nuevo,
para montar un poema
para escribir una canción,
habrá que buscar razones
miradas y gestos,
que pongan razón en locura,
que abracen el agua y el viento.
Podemos volar sobre las nubes,
podemos fundir el hielo con las manos,
y no podemos curar el mar.
Cuando la nieve no cubra mi casa,
cuando el viento no seque mi cara,
buscaré el final de la llama,
acariciaré la raíz del espejo del lago,
de la mirada encontrada.
La tierra surgirá de nuevo
cuando nosotros
no podamos hacer nada,
cuando se relaje la noche,
cuando se apague el aire,
cuando el agua peine la hierba,
de los secados valles.
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Queridas palabras


         PARA TI
                       Para Menchu. (28.01.2007)

         Eres el brillo en la gota del mar

         Eres la huella que dejo en la arena al pisar.
         Eres la última hoja del otoño en caer.
         Eres el copo de nieve que toca mi piel.
         Eres el día de otoño que tanto soñé.
         Eres el último rayo de sol.
         Llevo en mis manos el frescor de tu piel.
         Me robas la prisa y me quitas la sed.
         Al mirarte recuerdo mi lejana niñez.
         Espero impaciente la mañana para volverte a ver.




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Queridas palabras


LA LUNA EN LAS MANOS

En las aguas de aquel lago
se esta la luna bañando,
escondido tras las ramas
muy quieto la estoy mirando.
Que no se vaya la luna
que no se esconda llorando,
se perfuma su cabello
con flor de olivo y castaño.
Su esponja son suaves nubes
su jabón rizos de nardo.
Con las palmas de mis manos
a la luna le pongo un lago,
para que lave su cara
para que bañe su encanto.
Le comprare una goleta
para que no canse,
sus pies descalzos.




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Queridas palabras




         CANCION FUTURA

         Tengo pendiente escribir una canción,
         para negar que te amo, que te amé, que te amaré,
         para negar que me arrancaste la piel
         para negar tu olvido.
         Tengo pendiente escribir una canción,
         para contar que te amo, que te amé, que te amaré,
         para contar cómo me arrancaste la piel
         para contar con tu olvido.
         Me confundes, me abrumas, me trastornas.
         Te confundes, exageras, te equivocas.
         Tengo pendiente tomar un tren,
         para alejarme, para alejarte, para acercarme a ti,
         para unirme, para soldarme, para fundirme a ti.




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Queridas palabras




     ANTONIO MUÑOZ MOLINA NO LO SABE


                                             Ana Vicioso Ruiz

    Antonio Muñoz Molina no lo sabe, pero él ha contado
mi vida en sus libros. Ni siquiera sabe que existo y, sin
embargo, parece conocerme tan bien como si fuéramos ami-
gos de la infancia. A veces creo que ha penetrado en mi cere-
bro robándome hasta el último pensamiento.
    Lamentablemente, nunca he podido acercarme a él para
decirle que me he alimentado de sueños; aunque no hacía
falta, porque Antonio confiesa exactamente lo mismo en
“Sefarad”. Soñando me he trasladado a mi Cádiz natal,
cuando aún era una niña y caminaba de la mano de mis
padres volviendo a casa después de haber pasado el domin-
go en la de mis abuelos maternos, mientras mis ojos percibí-
an con toda claridad las bombillas débiles en algunas esquinas y
lámparas que colgaban de cables tendidos en las plazas. Antonio
recorría las calles de su Mágina-Úbeda y yo hacía el camino
desde la calle de José de Dios hasta la de Conde de O’Reilly,
después de atravesar la plaza de España, tan impresionante
por la noche desde la solidez blanca y pétrea del monumen-
to a las Cortes de 1812.
    Como ese Antonio niño que narra sus vivencias en “El
viento de la Luna”, era retraída y a la vez capaz de entusias-


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Queridas palabras


marme por casi todo. Los años de colegio y, más tarde, de
instituto fueron de los más felices de mi vida. Tuve unos pro-
fesores magníficos a los que sigo recordando y agradeciendo
que despertaran en mí una insaciable curiosidad por apren-
der. Además de mi familia, llenaban mi vida las amigas, pri-
mero como compañeras de juegos y luego como cómplices y
confidentes en los años de adolescencia. Tan locas por el
cine como Muñoz Molina, veíamos todas las películas que
podíamos en salas que fueron desapareciendo poco a poco y
que jamás olvidaré, como el cine Gades, el Andalucía…
    También me apasionaba leer por la noche en la cama,
apurando los minutos hasta el momento en que mi madre
aparecía para ordenarme que apagara ya la luz, que era muy
tarde y mañana tenía que madrugar. Y la omnipresencia de
la radio durante toda mi niñez: me recuerdo sentada junto
a mi abuela materna, con su pelo entrecano de grandes
ondas, aún tan espeso, recogido en un moño sobre la nuca,
siempre vestida de medio luto, tan alegre, absorta en uno de
sus seriales favoritos mientras apretaba la flexible y larguísi-
ma antena propia de los aparatos de radio de la época. Para
mi imaginación infantil, eran unos artefactos mágicos en
cuyo interior existía un mundo en miniatura poblado de
seres minúsculos de los que procedían las voces y las músicas.
    Muñoz Molina no lo sabe, pero vuelve a plasmar mi vida
en “Sefarad” porque siendo una adolescente también me
encerraba en una habitación de mi casa para estar a solas
con mis discos, mis libros y mis primeros y torpes poemas.


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Queridas palabras


En ese cuarto y sin tener ni idea de su existencia ni de sus
estados de ánimo, compartía con él la doble sensación de
sentirme apartada y protegida. Desde mi balcón podía aso-
marme a la anchura del mundo, hacia donde yo quería huir cuan-
to antes para ser completamente libre.
    No podría decir desde cuándo y por qué nuestras vidas
han discurrido de forma paralela, pero sí que al sentir en mi
rostro “El viento de la Luna” me he visto, como el escritor,
sentada frente al televisor en blanco y negro aquella madru-
gada del 21 de julio de 1969, sin perder ni un ápice de entu-
siasmo por el espectáculo inédito al que iba a asistir a pesar
de los continuos retrasos debidos a complicaciones técnicas.
Con anginas, febril y arrebujada en una manta aunque está-
bamos en pleno verano, contemplaba fascinada un aconteci-
miento que no podía perderme por nada. Han tenido que
transcurrir muchos años para enterrarme de que Antonio y
yo nos hacíamos mutua compañía a pesar de que creyéramos
estar solos, mientras veíamos en la paleta rectangular de
blancos, grises y negros cómo el astronauta Neil Armstrong
saltaba por fin desde la escalerilla del módulo lunar y posa-
ba los pies en el Mar de la Tranquilidad, a la vez que pronun-
ciaba su famosísima frase, otro hito para la Historia.
    De verdad que el escritor y yo jamás nos hemos visto,
pero nadie me ha conmovido como él al relatar sus prime-
ros años en Madrid, recién llegado de Andalucía, porque sus
vivencias eran las mías propias. Sobre las líneas de “Sefarad”
he viajado hacia atrás en el tiempo y experimentado hasta el


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Queridas palabras


dolor esa desolación de los domingos por la tarde, cuando
abandonaba mi habitación alquilada y, acompañada por las
primeras amigas que había hecho en la capital, llamaba por
teléfono a mi familia desde una cabina del locutorio de
Telefónica en la Gran Vía, por aquel entonces Avenida de
José Antonio. Era el tiempo en que mi madre me daba áni-
mos para enfrentarme a mi nueva vida madrileña y mi padre
me llamaba cariñosamente “muchachita”.
    Igual que el chico de provincias que era Muñoz Molina,
yo, otra chica de provincias, acudía a una agencia de trans-
portes del sur de la ciudad para recoger el esperado paquete
que mis padres me enviaban por Todos los Santos, los
“Tosantos” gaditanos. Cuando llegaba a mi habitación lo
abría con tanta impaciencia y emoción, que derramaba por
el suelo la voluminosa cosecha de almendras, nueces y casta-
ñas. Y claro que también soñaba con esos trenes que inicia-
ban su trayecto en la estación de Atocha, tan lentos, siempre
retrasados. Esos más de 700 kilómetros que debían recorrer
hasta Cádiz les llevaba de 12 a 14 horas y es que, en palabras
de Antonio, es como si los kilómetros fueran más largos en aque-
lla época.
    ¿Y es sólo casualidad que estudiáramos los dos Perio-
dismo en Madrid? ¡Quién sabe si no nos habremos cruzado
por los atestados pasillos de la Facultad de Ciencias de la
Información, antes de convertirse en el escritor famoso y
premiado que es hoy! O tal vez hayamos coincidido en el bar
de la facultad tomándonos un café o en la biblioteca, prepa-


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Queridas palabras


rando algún trabajo o estudiando para un examen. ¡Qué
orgullo haber compartido con él cinco años de una juventud
que iba convirtiéndose en madurez mientras España cambia-
ba tanto y a tal velocidad que nada podía detenerla!
    Jamás he podido contarle que me he dedicado a enseñar
durante demasiado tiempo, mucho más del que mi cuerpo y
mi mente podían soportar. Lo he entregado todo a ese bellí-
simo y durísimo oficio: juventud, entusiasmo, esperanza, fe
en lo que hacía, pasión, amor… Sin embargo, Antonio ya lo
sabía, porque cuando describía a Susana Grey, la maestra
protagonista de “Plenilunio”, me estaba describiendo a mí.
También era permanente, imborrable, la huella que la fatiga
de toda una vida con niños había dejado en mi rostro. En mis
últimos años de docencia, igual que le sucedía a Susana
Grey, sólo podía respirar un aire gastado y cansado desde el
momento exacto en que me despertaba cada mañana, tan
exhausta como si no hubiera dormido en toda la noche, des-
esperada por la perspectiva de una nueva jornada escolar.
    No siempre había sido así, cuando ese olor a tinta y sudo-
res infantiles servían para insuflarme una energía nueva que
me ayudaba a vaciarme de todos mis conocimientos y expe-
riencias para volcarlos en tantas niñas primero —la enseñan-
za no era mixta— y tantos niños después, muchos de los cua-
les sentían mi misma pasión por aprender. En sus artículos
periodísticos Muñoz Molina me ofrecía sus palabras afiladas
y precisas, ungüento maravilloso que me calmaba el dolor de
maestra quemada hasta la médula cuando la sociedad, las


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Queridas palabras


autoridades académicas y los teóricos de la educación nos
culpaban del deterioro de la enseñanza.
    En “Sefarad”, a Evgenia Ginzburg, dirigente comunista
rusa y profesora de la universidad de Kazán, le comunican
sus propios camaradas el 1 de septiembre de 1936 que ten-
drá que abandonar sus clases. A partir de entonces la inte-
rrogan, le dan a entender que será sancionada. En cuanto a
mí, el sufrimiento y la persecución que tuve que soportar
durante varios años se convirtieron en una enfermedad que
me ha apartado para siempre de mi trabajo. Pero sé que la
vida que entregué como profesora late hoy en esos antiguos
alumnos con los que a veces me encuentro y veo en sus ojos
esa chispa de reconocimiento, que me consuela y hace pen-
sar que valió la pena.
    Antonio, mi amigo platónico, con la magia de sus manos
de escritor me devuelve a la luz y la felicidad de esa semana
en Nueva York, tan intensa, tan parecida al tiempo que él
mismo vivió. Si en ese otoño de 2002 hubiera permanecido
unos días más en la ciudad, habríamos compartido el frío de
diciembre. Asomada a sus “Ventanas de Manhattan”, des-
cansando de la feroz travesía por los desiertos de nieve en que
se había convertido mi carrera profesional, experimenté con
él la sensación de tener por delante toda la vida y toda la literatu-
ra, la que me entusiasma leer y la que quisiera escribir.
    ¡Qué alegría si nos hubiéramos encontrado bajo las bóve-
das altísimas y en los vestíbulos de mármoles resonantes de la
Grand Central Station, repleta de tiendas rebosantes de la


76
Queridas palabras


Navidad ya tan cercana! Es cierto que nunca tuve la oportu-
nidad de quedar con él para sentarnos en un café y pasarnos
la tarde charlando de nuestra experiencia neoyorkina, pero
me imagino la escena: los dos sentados a una mesa en un
Starbucks cualquiera de Manhattan y, en otra silla, su
mochila de caminante por Nueva York. Hablaríamos de
“Calle 42”, el mismo musical que los dos habíamos visto en
Broadway; de la catedral gótica de John the Divine o tal vez
de la impresión que produce contemplar por primera vez la
enorme ciudad, con el vacío inquietante dejado por las
Torres gemelas, desde la altura del Empire State, sintiendo
un viento tan afilado como las esquinas de los edificios…
    Todo lo que Antonio conoce de mí se lo podría haber
contado paseando por el Central Park, bajo los árboles ya
completamente pelados en ese otoño agonizante, mientras
las confiadas ardillas nos rodeaban. O tal vez recorriendo las
salas dedicadas a Egipto del Metropolitan Museum o deteni-
dos para admirar las esculturas de granito rosa que represen-
tan a Hatshepsut, la extraordinaria mujer faraón. O en el
Rockefeller Center y sus ángeles de luz con la trompeta en
los labios. Incluso a bordo del barco que nos habría llevado
hasta la estatua de la Libertad, en una mañana soleada y con
un viento tan fuerte y helado que nos habría hecho llorar.
    Jamás pude recurrir a una llamada telefónica para contar-
le mis preocupaciones o escuchar las suyas. No he podido
oír su voz, ni sentir su mirada en mi rostro ni sus gestos de
comprensión ante todo lo que me estaba pasando. Porque


                                                           77
Queridas palabras


estoy segura de que él, con esa sensibilidad que se derrama
por todo lo que escribe, se habría preocupado por mí como
un auténtico amigo, me habría consolado y aconsejado y
hecho sentir la impresión halagadora de que la vida puede ser un
dejarse llevar por ocupaciones gustosas, de caminatas dominicales
por calles soleadas y regresos a una casa cálida y compartida, qui-
zás con la expectativa del amor lentamente gozado mientras va
pasando la tarde…
    No, aún no he tenido la suerte de conocerlo a pesar de
que aún hoy me sucede cómo a él, cuando repentinamente
un sabor o un olor o una música de la radio me hacen ser quien fui
hace treinta o cuarenta años, con una intensidad mucho mayor que
la conciencia de mi vida de ahora. También vienen a mí las
sombras de quienes se fueron para siempre y cuyo recuerdo
me sigue doliendo tanto: a él, la ausencia de su padre; a mí,
la de mi madre. Ella se marchó en silencio, sin molestar a
quienes la rodeábamos y amábamos, igual que había hecho
siempre. Cuando sueño la veo viva, sonriente, con esa ale-
gría y optimismo que eran sus señas de identidad. Mi madre
falleció un día de verano hace años, pero no ha muerto: es
mi madre eterna que vive en el mar acunada por las mareas
del Atlántico gaditano.
    Reconozco una vez más que Antonio Muñoz Molina no
lo sabe, pero si he tomado prestadas algunas de sus frases,
tan perfectas como no hay otras, es porque son para mí fór-
mulas mágicas que pueden exorcizar mi alma y mi cuerpo de
todos los monstruos y fantasmas que siguen empeñados en


78
Queridas palabras


perseguirme y torturarme. Tampoco le he explicado nada
sobre esta vida nueva que ahora comienzo y en la que no
debe haber lugar para los sucesos tan destructivos que con-
virtieron mi existencia en un infierno. Me veo obligada a
decirle, aunque quizá lo adivine, que tengo que salir de este
aislamiento, olvidar miedos, enterrar obsesiones y ansieda-
des… Entonces sí que podré acercarme a él para que conoz-
ca a esta mujer anónima que soy y cuya vida ha contado tan
fielmente en sus libros y artículos sin él sospecharlo jamás.




                                                          79
Queridas palabras




                                              TENGO


                                         Menchu Martín

…Tengo un libro por escribir,
pero tengo mis poesías para compartir.

…Tengo un cuadro por pintar,
pero tengo unos bocetos para colorear.

…Tengo una melodía por componer,
pero tengo muchas canciones para responder.

…Tengo un árbol por plantar,
pero tengo algunas flores para poder regar.

…Tengo una amistad por entregar,
pero tengo una vida para poderle dedicar.

...Tengo unos recuerdos por olvidar,
pero tengo una vida que no quiero desperdiciar.

…Tengo mucha ilusión por entregar,
y tengo mil caricias para regalar.



                                                   81
Queridas palabras


               LUNA

               Soy amiga de la Luna
               para explicarle mis recuerdos
               para que sepa mis angustias
               para llorar mis tristezas y
               cantarle mis alegrías,

               Para compartir mi felicidad.
               para expresarle mi agradecimiento,
               mi tranquilidad,
               por los sentimientos,
               por la amistad.

               Soy amiga de la Luna
               para contarle mis secretos
               para decirle que lo siento.




82
Queridas palabras


SI NO ESTÁS

Si un día me faltaras,
mi vida no tendría sentido,
no habría mañanas para empezar
y no sería el día una primavera.

Si un día yo estoy sola,
estaré muerta en vida,
me abrazaré a la tristeza
en mis noches de soledad,
mis latidos serán lentos
y mis lágrimas escocerán
por el dolor de tu ausencia.

Si acaso tú me faltaras,
no tendría alma
para el bien y el mal,
todo daría igual

Si tú no estas,
no sabré si es otoño o invierno
pero nunca,
volverá a ser primavera.




                                              83
Queridas palabras


               TE SIENTO

               Quiero escribir algo
               y no sé qué es
               lo llevo muy dentro
               me aprieta en la sien,
               me duele en los ojos
               me quema en la piel.

               Brota en mis dedos
               como la tinta
               que sale de la pluma
               y pasa al papel.

               Leo poemas
               para que me ayuden a aprender,
               necesito tu presencia
               y poder escucharte otra vez.

               Cierro los ojos y te puedo ver
               tengo tu imagen grabada en mi ser.




84
Queridas palabras


AMISTAD

Pensando en ti, amigo mío,
brotan las palabras,
nacen los mejores
y más nobles pensamientos,
quisiera tu facilidad de palabra
y poder escribir
unos humildes versos.

Déjame ser,
pañuelo que seque tu llanto,
música que acompañe tu canto,
tinta para tus poemas,
oído para tus quejas,
caricias para tus penas.

Quisiera poder plasmar en papel
todas las sensaciones
que me recorren la piel

Quisiera ser tu amiga más fiel.




                                                 85
Queridas palabras




         QUE EMPIECE LA TARDE OTRA VEZ

         Estamos construyendo una canción
         con los versos de nuestros amigos,
         llena de momentos robados
         de sentimientos encontrados.

         Te debo un millón de caricias
         te debo mil besos mi amor.
         Te llevo en el alma como una nube
         que sacia mi sed.
         Tenemos razones de sobra
         para seguir, para vivir, para soñar.

         Compongo los versos mas bellos
         cuando estoy pensando en ti.

         Déjame,
         déjame soñar.
         Vuélvete,
         vuélveme a mirar.
         Bésame,
         volveré a llorar.




86
Queridas palabras




El mar escribe con olas el canto del atardecer,
el río le pone a la orilla la menta para crecer,
el canto que yo te ofrezco, sincero,
te juro que así seré.

Que no se ponga el sol
que las estrellas no te puedan ver,
que me roban tus palabras, tu música, tus versos.

No quiero que llegue la noche,
que empiece la tarde otra vez.




                                                     87
Queridas palabras




   AÑO 2300: MUSEO DE HISTORIA NATURAL


                                       Andrés Acosta González

    —Hijo, hoy toca museo.
    —No papá, no tengo ganas. He quedado con Alex en la
aeroestación nº 7. Han montado allí unos holojuegos nue-
vos, muy bonitos.
    —Lo siento hijo. Acuérdate de lo que nos dijo tu profesor
el viernes. En los nuevos planes de educación tenemos que
ir los padres con los hijos a museos. Y para hacerlo de acuer-
do con el esquema de tu colegio, hoy debo llevarte al Museo
de Historia Natural.
    —Vaya rollo. ¿Y qué le digo yo a mis amigos? Me esperan
en la aeroestación, ¿sabes?
    —Lo que tú quieras, lo que se te ocurra. Pero te vienes al
museo, porque si no, el colegio da parte al ministerio y a mí
me llaman la atención. Por escrito, ¿sabes? Lo peor es que
puede tener consecuencias en mi trabajo. Y además, para
colmo, me ponen una multa fuerte, eso seguro. Otra cosa:
ese chico..., ¿cómo se llama?
    —Alex
    —Eso, Alex. ¿A ese muchacho no le pasa lo mismo, su
padre no le tiene que acompañar a las actividades que le
indica el colegio?


                                                           89
Queridas palabras


   —No sé papá, nosotros no hablamos de esas cosas. Lo que
creemos es que los colegios y los museos no sirven para
nada.
   —¿Y cómo crees que debéis estudiar entonces? ¿Suponéis
que podréis vivir sin saber leer, escribir, sin aprender
Matemáticas o Ciencias?
   —Para todo eso no hace falta ni ir al colegio ni visitar
museos. Deberían suprimirlos. En las aeroestaciones, jugan-
do, aprendemos todo lo que necesitamos.
   —Bueno, pues puede ser, pero hijo, yo tengo que cumplir
con los deberes que me impone el Estado. Así que, sintién-
dolo mucho, llama a tu amigo y dile que le ves mañana en la
aeroestación.
   —Vale papá, ya le llamo. ¡Y que conste que hago esto para
que no te ocurra nada, pero no porque esté convencido!

    El padre y el hijo surcaron las aerovías de la ciudad hasta
llegar a un espacio amplio en tierra, situado en el sector nor-
deste de la megalópolis. Desde la aeroestación nº 15 se acce-
día al Museo de Historia Natural a través de un ascensor.
    La taquillera leyó la orden escolar y la pasó por una lecto-
ra óptica. Comprobada la autenticidad del sello, obtuvieron
un pase para el módulo 4, que era el que el profesor reco-
mendaba.

   —Vamos a ver hijo, el papel que nos ha dado tu profesor
dice que debemos visitar las áreas 1, 2 y 3 correspondientes
a este módulo.

90
Queridas palabras


   Recorrieron varios senderos, perfectamente indicados, y
accedieron por fin al módulo nº 4. Ya dentro del mismo,
empujaron una puerta que ponía “Área 1”. Traspasado el
umbral, el chico puso una cara de espanto y se agarró a su
padre. Contemplaba horrorizado lo que allí se exhibía.

   —Papá, ¿qué es esto tan espantoso?, ¿para qué se guardan
estas cosas tan horribles en los museos? Tengo miedo.
   —Hijo mío, yo no creo que sea tan feo. Es curioso y muy
interesante. Me parece bien que se conserven para que los
conozcáis. Vosotros y las siguientes generaciones.
   —No sé. A mí no me gusta ver estos monstruos; son restos
de un mundo primitivo lleno de peligros y de seres terribles.
   —El planeta, hijo mío, estaba antes poblado por estos
seres vivos.
   —¿Y cómo es que se le puede considerar un ser vivo, si
está quieto?
   —No importa. Tiene todos los atributos de un ser vivo:
nace, crece, se nutre, se reproduce y muere.
   —¿Y qué nombre tiene esta monstruosidad viva?
   —Es un árbol, hijo mío. Esto que contemplas es un árbol.
   —Sí, el profesor nos ha hablado de ellos. Nos los ha nom-
brado a veces. Pero nunca había visto uno. ¿Para qué servían?
   —Lo importante, hijo mío, no es que sirvieran o no sirvie-
ran, sino que formaban parte de la naturaleza.
   —Ya, pero ahora no están y vivimos tan felices. ¿Para qué
los había puesto ahí la naturaleza?
   —Formaban amplios conjuntos llamados bosques, o bien,

                                                          91
Queridas palabras


domesticados, se les plantaba como adorno en ciudades y
pueblos. Además, oxigenaban la atmósfera.
   —Pero si el oxígeno lo fabricamos sin problemas.
   —Bueno, pero entonces no conocíamos esas técnicas. La
naturaleza suplía nuestra ignorancia. La gran revolución quí-
mica de 2050 dio un cambio gigante a la historia de la huma-
nidad.
   —¿Y estos engendros... son todos iguales?
   —No hijo, éste que ves aquí se llama olivo y produce un
fruto con el que durante mucho tiempo, en determinados
lugares del planeta, se hacía aceite, aceite comestible.
   —¿Ácido oleico?
   —Sí, sí.
   —Otra tontería. En los laboratorios podemos hacer ácidos
orgánicos con la textura, acidez y aroma que queramos, ¿ver-
dad?
   —Claro que sí, hijo, pero vuelvo a decirte lo mismo.
Hemos tardado muchos años en adquirir estas capacidades
tecnológicas. Hoy somos capaces de fabricar todo lo que
necesitemos a partir de materia inorgánica. Eso era impensa-
ble hace 100 años. Habla con tu bisabuelo, aún está bien de
la cabeza, te responderá a todo lo que le preguntes. Y te
harás una idea de cómo era el mundo entonces.

     Accedieron al área 2 a través de una gran puerta metálica.

     —Estos bichos, ¿cómo dices que se llaman, papá?


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Queridas palabras


    —Árboles, hijo, árboles. Mira, esto que ves es otro árbol.
Este es un chopo. Crecía cerca de zonas húmedas. Por eso lo
han plantado junto a un canal con agua permanente.
    — ¡Qué alto! Es más grande, pero me da menos miedo.
    — Tiene una forma más esbelta. Quizás sea por eso.
    —¿Cómo se llaman estas cosas que les salen a los árboles
al final?
    — Se llaman hojas, y cuelgan de las ramas, esas tiras largas
que brotan del tronco.

   Dentro del área 3 contemplaron el tercer y último de los
árboles que el profesor había aconsejado que viesen juntos,
de acuerdo con las directrices del Ministerio de Educación:
un enorme ejemplar de pino, un pinus canariensis.

    — Papá, éste me da mucho miedo.
    — No te hace nada, hijo, tranquilo. Los árboles no pue-
den moverse.
    —Bueno, vámonos ya, ya hemos cumplido. Ya no pueden
multarte. Es que no estoy a gusto aquí dentro. Papá, quiero
hacerte una pregunta.
    —Dime, hijo.
    —Supongo que tendrán mucho cuidado los conservado-
res para que estos seres tan horribles no puedan reproducir-
se fuera de los muros del museo.
    —Claro, hijo, hay inspecciones periódicas. No hay peligro.



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Queridas palabras


   Y así, tras haber cumplido con los deberes educativos,
retornaron tranquilos a casa por aerovías que discurrían
paralelas a edificios o muros decorados. Todo era cemento,
hormigón, ladrillo, suelo y cielo. Felicidad suprema en un
mundo sin criaturas informes y espantosas.

                                       (Tacoronte, agosto 2006)




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Queridas palabras


SONETO CALEIDOSCÓPICO

La vida es una brizna entre dos olvidos,
un soplo de tiempo al trasluz cazado,
estúpido esperpento de un azar callado,
con émbolos y paños en espacio herido.

La luz taladra el vacío maniatado,
huecos del aire, palabra sin boca,
canto sin guitarra y viento que toca
las teclas de un instrumento desbocado.

La infinita quietud se desvanece
y se deshace al instante en un suspiro,
es un baile que grita a las estrellas,

es un canto dolido que estremece,
jeroglífico extraño en un papiro,
tu desnudo gozoso: la imagen bella.

                            (Tres Cantos, octubre 2005)




                                                          95
Queridas palabras




         EL COSMOS MATEMÁTICO
         Y EL NÚMERO “pi ”
                      p

         La esfera celeste brillaba entera
         aquella noche mágica entre las olas
         que batían la orilla como amapolas.
         Sobre la arena el sabio griego espera

         poder trazar circunferencias perfectas.
         Al salir la Luna redonda y moruna,
         dibuja con su compás las mil y una
         redondeces todas cruzadas por rectas.

         En el cenit el Cisne aguarda callado
         mientras el sabio divide y divide.
         Todas sus anotaciones van cuadrando.

         Siempre obtiene el mismo exacto resultado.
         Y así un grito exultante la noche mide:
         ¡Es pi! ¡El número! Y alegre huye saltando.

                              (Tres Cantos, marzo 2004)




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Queridas palabras




          SONETOS DE AMOR DE VARIADA
             INTENSIDAD Y CORDURA (5)

                             Eduardo Fernández-Fournier

DIECISÉIS AÑOS

Tener dieciséis años, pudo ser muy hermoso,
con tu hermosa, irritada, distraída sonrisa
(¿qué quiere este pesado, no ve que tengo prisa?),
cuando te acompañaba, tenaz, voluntarioso.

Te reías, si, a veces, decía algo gracioso.
Te olvidabas de mí, si me callaba un rato.
Un día me detuve, sujetando un zapato,
y ni te diste cuenta. Seguiste, paso airoso.

Hoy veo tu mirada, también algo irritada,
cuando, a veces, en noches sin sueño, te acompaño
(¿Qué hace este pesado, recordándome tánto?).

Porque nunca tu ausencia nos fue bien explicada,
te pregunto...
                 Tú, airosa (tienes dieciséis años),
te vas. Y, a mí, me dejas sujetando mi llanto.



                                                       97
Queridas palabras


         SONETOS DE AMOR DE VARIADA
         INTENSIDAD Y CORDURA (6)

         ENAMORADO (II)

         He lanzado a mis perros tras tu huella.
         Han saltado, encelados, de mi pecho,
         y ahora siguen tu rastro. Ya está hecho.
         Te cercarán en monte, mar o estrella.

         Te cercarán, y el miedo no hará mella
         en ti, cuando aparezcan en tu lecho.
         Sólo tienen sus bocas al acecho
         para lamer tu mano, ayer doncella.

         Ahora soy cazador, y soy la flecha
         dirigida a tu rastro, y la jauría
         que al fin te alcanzará, no sé en qué fecha.

         Ya no habrá cazador, desde ese día;
         Cazado seré yo, rendido y preso,
         en el lazo tan suave de tu beso.

         Escrito hacia 1960

         José Hierro me invitó, entonces, a leer éste y otros sonetos en el
         Ateneo de Madrid.




98
Queridas palabras


SONETOS DE AMOR DE VARIADA
INTENSIDAD Y CORDURA (7)

A MI ABUELA ANGELITA.
(TRISTE POEMA DE AMOR)

Después de ver LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE, de Alejandro
Casona, hace muchos años, me dio por pensar que la figura central de la
familia, en Asturias, es la abuela.


Cuando estuve sin tí, fui niño triste,
me llevó, el coco, un día, de tu lado.
Volvió contigo un niño atribulado,
¡Cuánta paciencia, cuánto amor me diste!

De mi barco pequeño, puerto fuiste.
¿Que le da al puerto, el barco fondeado?
Sería poco, decir que me quisiste.
Decir que yo te quise, demasiado.

Desigual, nuestro amor. Con barco y puerto,
quiero expresar que tanto me quisiste.
No digo “me quisiste”, sería poco.

Y, pues zarpé y volé hacia mar abierto,
y ni pensé si tú quedabas triste,
“yo te quise”, no diré yo, tampoco.


                                                                   99
Queridas palabras




SONETOS DE AMOR DE VARIADA
INTENSIDAD Y CORDURA (8)

POEMA DE AMOR
QUE NUNCA PUDO SER ESCRITO

Aunque no eran dos pájaros, se marcharon volando.
Eran mis manos, tristes por dejar tu cintura.
No eran ojos de un águila rotos por la hermosura
del sol, los que volaban. Eran míos, llorando

sangre por ya no verte. ¿Estaba comenzando
el fin del mundo? ¿Traca en una noche oscura?
El mundo continuaba, y era de día, cuando
ocurrió este poema de horror y de locura.

Tus manos en mis manos, muy juntos nuestros cuerpos.
Estos gestos hermosos son cosa del pasado,
amor, por una simple razón: Estamos muertos.

Muertos y separados, tras un instante unidos.
¿Fue siquiera un instante, amor? Cuando ha estallado
la bomba, y nos ha roto en mil pájaros perdidos.




100
Queridas palabras




                                   DETRÁS DEL ESPEJO


                                    Rodrigo García—Quismondo

    Clara también había sido una niña, pero no había
muchas cosas que lo probasen, porque mamá nunca había
sido aficionada a conservar sus recuerdos. No estaban ya las
muñecas, ni los libros, ni los cuadernos del colegio, ni el ves-
tido blanco con el que había estrenado la primavera en un
Domingo de Ramos. Ya no estaban los cuentos de papá, ni
las flores silvestres que cogían en el campo para llevarle a ma-
má, de vez en cuando. Ni siquiera estaba ya papá.
    Sólo unas cuantas fotografías, reían aún, entre las páginas
de un álbum de cartulina, la sonrisa en blanco y negro de
una niña morena y alegre de grandes ojos negros. Y ese mila-
gro de la alquimia, era la única prueba de que ella también
había sido una niña.
    También estaban los recuerdos, el olor de los libros nue-
vos y los borradores de nata. El sabor de las minas de los lápi-
ces y el sabor de las lágrimas. La suavidad de la piel los
domingos por la mañana después del baño, y el brillo del
pelo bajo la luz del sol que filtraban las cortinas del salón.
También estaba el abrazo de los besos de papá, y el calor pro-
tector de su mano cuando iban de paseo. Y el recuerdo del



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Queridas Palabras 2008
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  • 2.
  • 3. QUERIDAS PALABRAS Grupo literario Encuentros Casa de la Cultura de Tres Cantos Coordinación: José Luis Álvarez Prólogo: G.L. Encuentros Bohodón Ediciones
  • 4. Coordinación: José Luis Álvarez Edición y maquetación: José Luis Muñoz Sáez Corrección: Marisa Carbajo Lobo Diseño de cubierta: Bohodon Ediciones Imagen de cubierta: Juan María Van Drell Primera edición: febrero de 2008 © De la edición: Bohodón Ediciones © De los relatos y prólogo, sus autores © De la imagen de portada: Juan María Van Drell Asociación Cultural Bohodón. Bohodón Ediciones Plaza del Ayuntamiento Nº 2 28760 Tres Cantos (Madrid) E-mail: ediciones@bohodon.net http://www.bohodon.net ISBN: 978-84-935552-2-1 ISBN: 84-935552-2-3 Depósito legal: Impreso en España por PUBLIDISA. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.
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  • 7. Queridas palabras INTROITO Este, que en sus manos hoy reposa, no es un cofre al uso de piratas locos. No es una caja de nogal y hueso, donde duermen golondrinas llenas de agua, esperando una mano prisionera de ilu- sión que levante la luna. Este pequeño talismán para transitar desiertos de pereza, encierra toda la realidad de los sueños de unos buscadores de belleza. De unos creadores de caminos nuevos, que nos pueden despertar de los sueños mustios que nos llueven diariamente. Cuando escribir es un regalo del alma para todos los elegidos, leer se convierte en la tierra fértil de la que se evaporan luciérna- gas con palabras tiernas, mariposas de algodón y un dibujo de Platero en la espalda, o un dinosaurio azul durmiendo en la alfom- bra mientras llueve. Este, que en sus manos hoy reposa, no es un arlequín con el sombrero en la acera, ni una trenza de mimbre dispuesta para las madreselvas y los abalorios balsámicos de los desheredados. Es un corazón hendido a cielo abierto, con los surcos más débiles cubier- tos de petirrojos encendidos, con una lágrima de duda.Es el últi- mo nido de papel, cubierto de algas retorcidas con vocales radian- tes de suspiros, que se acerca a la orilla de nuestra vida. El fermento, con el que el Grupo Literario Encuentros teje el pan de cada Jueves, florece otro año en las hojas frescas de un libro compartido. Tomad y leed. Este, que en sus manos hoy reposa, es el cuenco de nuestros silencios imposibles. Llevadlo con ternura. Grupo Literario Encuentros 7
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  • 11. Queridas palabras AZUL PROFUNDO M.H.Tuda Lo que voy a contar sucedió hace muchos años y, en aquel momento, no le di la menor importancia; podría decirse incluso que no tuve conocimiento del mismo, aunque yo fui el sujeto paciente y, en cierto modo, también el agente. En aquella época, yo trabajaba en una compañía de segu- ros y, si bien el trabajo no era complicado y estaba bien retri- buido, la verdad es que estaba algo harto del asunto. En pri- mer lugar, porque estaba todo el día de la ceca a la meca y terminaba la jornada realmente cansado y, cuando llegaba a casa, después de una buena sesión de transporte público, estaba, más que cansado, derrotado. Otro de los temas que me molestaba en el trabajo, era la arbitrariedad con que mi jefa distribuía las tareas; a veces te estabas trabajando alguna póliza durante meses y, al final, cuando tenías que rematar, se la asignaba a cualquier otro que no había hecho nada y que se llevaba la prima, por supuesto. Esto me sacaba de quicio y dio lugar a algunas bue- nas discusiones y llevó a que me fuera de la empresa pocos meses después, aprovechando un expediente de regulación de empleo. 11
  • 12. Queridas palabras Vivía en una ciudad pequeña, o en un pueblo grande, como se quiera y, a pesar de que mi barrio era bullicioso y animado, mi calle era bastante tranquila, ya que la habían hecho peatonal y sólo se veía perturbada la tranquilidad por alguna ambulancia o algún otro vehículo de urgencias. Tiempo atrás, habría tenido días más gloriosos (todavía se podían ver las vías del tranvía debajo del asfalto en algunos tramos de la calle), pero en esa época, como decía, era tran- quila y confiada. No era muy larga, pero lo suficiente para que hubiera tres bares, además de una tienda de ultramari- nos y algún pequeño negocio con escasa y dudosa actividad; al fondo de la calle, donde se recogía la calleja en una peque- ña placita, había una hornacina, de noche iluminada, con una especie de Virgen o Santo (ya que nunca llegué a identi- ficarlo), pero al que la gente del barrio tenía devoción, pues nunca faltaban flores frescas en una especie de búcaro que había en una repisa que semejaba una mesa limosnera con- tenía una ranura por donde los fieles echarían sus dádivas. Yo vivía en una pequeña casita que había alquilado a uno de los dueños del bar que estaba frente a mi casa, donde ce- naba algunas noches que no tenía ganas de cocinar nada, pues yo vivía solo. Junto a mi casa, que era baja, había un minúsculo jardín donde languidecían unos arbustos espino- sos que parecían acacias. Durante el verano, cuando tenía las ventanas abiertas, el monocorde canto de los gorriones lo inundaba todo. 12
  • 13. Queridas palabras Cercano a la entrada de mi casa, había una tiendita de un chamarilero. Al pasar por la calle se podía apreciar a través de la ventana los innumerables cachivaches que guardaba en la covachuela que tenía por establecimiento: ya muebles, ya libros y cualquier otro objeto que pudiéramos imaginar. El dueño, que con frecuencia estaba asomado a la puerta de la calle, tenía rasgos achinados (aunque yo juraría que de chino tenía poco), y una edad indefinida; era de esas personas con las cuales te equivocas siempre: no sabes si tiene cuarenta años o setenta. Pues este individuo era de esos, jamás me hubiera atrevido a calcular su edad. Nunca le vi hablar con nadie ni sonreír a nadie, ni vi que nadie entrara en la tienda. Tampoco te saludaba ni contesta- ba al saludo si alguna vez, por descuido, le decías hola o adiós. Si no estaba asomado a la puerta, estaba al fondo del cuchitril, inclinado sobre una mesa amarillenta y, como era de noche cuando yo solía pasar, se veía una luz mortecina que proporcionaría una lámpara de veinticinco vatios; en fin, que no era un tipo al que quisieras tener por amigo; ni siquiera tenerlo a tu espalda. Yo no tenía muchas aficiones, entre otras razones, porque costaban dinero y lo necesitaba para otras cosas más peren- torias, pero de vez en cuando me permitía alguna licencia y compraba alguna cosilla que me llamaba la atención. Así tenía la casa llena de trastos (muchos de ellos no servían para nada), bien fueran regalos o comprados por mí. 13
  • 14. Queridas palabras Una noche, cuando iba para casa, me llamó la atención en el escaparate esmirriado y cutre del mercachifle, un hermoso espejo que ocupaba casi todo el espacio del mismo; haciendo de tripas corazón, por la poca gracia que me hacía el indivi- duo, pasé a la covacha y me acerqué hasta el sancta sanctorum del tipo, sorteando numerosos objetos viejos y destartalados que estaban arrumbados por todo el tabuco; me sorprendió que diera muestras de conocerme, ya que nunca habíamos hablado una palabra, y esto me dio más repugnancia aún, pero, en fin, le pregunté por el precio del espejo, pensando que sería inaccesible para mí, pero me dijo un precio insigni- ficante y lo compré. Me lo llevé bajo el brazo, sin envoltura alguna, pensando que el tipo no tenía ni idea del precio de las cosas y que quizá era robado y por eso se quería deshacer de él. El espejo me parecía una joya: era circular, el marco estaba torneado con gubia y muy bien esmaltado. Tenía labrados a lo largo de todo el marco pequeñas figuritas mitológicas. El vidrio era de un azul profundo y parecía que hubiera sido grabado a la arena por un buen artesano. No sé lo que tardé en colgarlo en un recibidor que había al entrar en casa, y no tardó en ser el objeto más apreciado de mi modesta casita. Raro era el día que no me peinaba ante él y, al salir y volver a casa, para él era mi último y primer vistazo. Al cabo de un tiempo, empecé a notar que el espejo ejer- cía sobre mí una extraña fascinación, a veces me despertaba 14
  • 15. Queridas palabras sobresaltado pensando en él y no me tranquilizaba hasta que me miraba en el azogue que mostraba en lo profundo duran- te un buen rato. Cada vez dormía peor, me levantaba numerosas veces y además parecía que no descansaba lo poco que dormía. Esto repercutía en el trabajo de manera que cada vez el asunto iba a peor en mi empresa. Habíamos empezado una campaña de aproximación a las bodegas y viticultores de la comarca, reacios a hacer un segu- ro contra el pedrisco o la helada, porque siempre esperaban que la tormenta cayera en el pueblo vecino, y yo no era capaz de hacer ni la mitad de las visitas programadas que hacían los demás compañeros. Me llamaron al orden de distintas formas, creo que esta es la única vez que tenían razón, pero no tenía respuesta ni solución. No se puede poner como dis- culpa de forma permanente que te has dormido o que no descansas. Me costó trabajo encontrar las respuestas al problema —pensad que estoy escribiendo mucho tiempo después, cuando ya tengo la solución—, pero en aquel momento, le di vueltas y vueltas el asunto sin ver la luz por ningún lado. Lo único evidente, era que mi relación con la empresa se iba deteriorando a marchas forzadas, al igual que mi salud. Dejé de ir al trabajo y sólo salía a hacer la compra por el barrio cuando no tenía más remedio y, una vez hecha la com- pra, me arrastraba quejumbroso hasta mi cama. 15
  • 16. Queridas palabras Fue en una de estas salidas de casa, llamémoslas de super- vivencia, cuando vi al tendero apoyado en el quicio de su garito, luciendo una sonrisa entre desvergonzada y malicio- sa. Ello me hizo pensar en la razón, ya que no teníamos veci- nos comunes y yo no había contado a nadie mis desdichas. De pronto, la luz me golpeó como un mazo en la cabeza; me tiré de la cama según estaba y me acerqué al espejo: ¡¡¡ME ESTABA MIRANDO!!! ¡Santo Cielo! ¡Esto era cosa del Diablo! ¡Este espejo debía de haber sido fundido en un cri- sol del Infierno! Me quedé en suspenso sin saber qué hacer. No era capaz de mover un solo músculo y me derrumbé sobre un sillón ocultando la cara entre mis brazos. Estaba aterrorizado y no podía reaccionar de ninguna manera. No sé el tiempo que estuve de ese modo. Cuando volví en mí, me aproximé al espejo con temor y asco; conseguí, no sé cómo, arrancarlo de la pared donde estaba colgado y, lo arrojé debajo de un armario que había en un cuarto de la casa. Cerré la puerta de esa habitación, en la que no volví a penetrar hasta que me fui de esa casa días después y, el día de la escasa mudanza, sólo en presencia de otras personas, para recoger los pocos enseres que allí tenía. Mi debilidad fue desapareciendo paulatinamente y, cuan- do pude, me reincorporé al trabajo —el tiempo justo para desvincularme de la empresa—, e inmediatamente me alejé de aquella casa, de aquel barrio y de aquel trabajo que tan- tos sinsabores me habían proporcionado. 16
  • 17. Queridas palabras Inicié una nueva vida sin ningún contacto con la anterior y, poco a poco, pasó la nube de dolor. El tiempo, que todo lo gobierna, hizo que me olvidara por completo de estos acontecimientos que me habían suce- dido en aquellos días, si no fuera que algo me lo trajo a la memoria como un fogonazo: un día leí en el periódico que la policía estaba intrigada y confundida con un suceso que llamaba la atención a todo el mundo. Parece ser que un indi- viduo había desaparecido EN SU CASA, puesto que al derri- bar la puerta de la casa a instancia de algunos familiares, ante la ausencia del individuo, pudieron observar que la casa tenía las ventanas y la puerta de la calle ¡CERRADAS DESDE DENTRO! Querido lector: ¿he de decirte cuál era la dirección de aquella casa? 17
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  • 19. Queridas palabras PINCELADAS Antonio Fernández de Tena SONETO DE LA ESPERA Esta noche sin sueño son balcones inútiles mis ojos. Madrugada, leves pasos, murmullos, sombras… nada. Silencio y sólo yo. ¿Qué te propones, latido, en mi estatura desolada, sin encontrar tu sitio? No traiciones mi sed con tu ansiedad: dos ecuaciones que buscan solución en tu llegada. Parva sombra —palmera en el desierto para marcar un punto—, te adivino cuando estás sin estar… Pero es incierto mi vuelo de inquietud; largo camino sin reposar el pie; soñar despierto bordón, sandalias, vieiras: peregrino. 19
  • 20. Queridas palabras EL AMOR El amor —sí, señor— Tiene olor, y color, y sabor. Para amar —sí, señor— con fervor hay que estar… muy peor. El amor —sí, señor— es dolor, no vivir, esperar, sucumbir ensoñar lo mejor, aguantar lo peor, empezar, concluir, agostar, verdecer requemar, arrecir, y llorar, y reír… Sí, señor: esto es el AMOR. 20
  • 21. Queridas palabras EN UN PATIO DE GUADALUPE Aquí, el tiempo, vencido, se remansa como las aguas quietas de la alberca. Los verdes limoneros y los pintos naranjos, las arcadas que soportan el techo artesonado sueñan —duermen— un sueño de otros siglos. ¡Qué blanda paz...! El alma se te aquieta como el tiempo, el agua de la alberca, los naranjos en oro punteados, los limoneros pródigos… Como este cielo azul, azul puro de tanta Extremadura. Dejo vagar la mente, como otrora, por el sopor silente de la tarde y a duermevela pienso… Pienso si este parvo lugar, si Guadalupe —preñada de la Virgen Morenita junto a la mole gris de Las Villuercas— no es paradigma, síntesis, razón de ser de nuestra adusta tierra. 21
  • 22. Queridas palabras TÚ Una ráfaga de viento ungida de verde mar. Un cristal de agua marina que hiere como un puñal. Un jirón de niebla antigua cruzando la inmensidad. Un arrebato de lluvia que no sabe adónde va. Una columna de fuego mordiendo la oscuridad. Un corazón de bolsillo que marca mi soledad… Mi amiga, mi compañera, mi estro, mi totalidad… eres tú. 22
  • 23. Queridas palabras Una querida amiga, dulce como los albérchigos maduros, hermosa como las primaveras extremeñas y, además, inteli- gente, se nos fue en la flor de su madurez, después de una dura, valiente y serena lucha contra los hados no propicios. Sean estos versos sentidos un homenaje a su memoria y un paliativo a su ausencia. ASCENSIÓN Asciendes en volutas vaporosas Sola, alada, querida de los dioses; Convocada al principio de las cosas En blanca comunión con los adioses. No precisa tu nombre de adjetivo, Sólo decirlo invita a trascendencia: Ínclito, etéreo, azul, definitivo. ¡Oh, tu lucha, tu fe! Retablo vivo, No más, de tu pasión de permanencia… Ahora que comprendí que puedo, quiero Mientras el sino ciego no decida— Implicarme en tu lid. Y persevero, Ganoso de sentirte, porque espero A los hados que ganes la partida. (Abril, 2.004) 23
  • 24. Queridas palabras NO PUDO SER No pudo ser. Un hado traicionero envidió de tus dones la hermosura y a remolque, con él —taimado y fiero— te hundiste en procelosa noche oscura. Pero tu luz superará al abismo como a las sombras vence la alborada: surgirás, como espléndido espejismo, de jubilosos mirtos coronada… (Junio, 2.006) 24
  • 25. Queridas palabras CUENTO DE VERANO: El GALEÓN Germán Ojeda Méndez-Casariego El buen ciudadano salió de casa, aquella tarde de fiestas, y dirigió sus pasos hacia lo que parecía la fuente de la música machacona que flotaba sobre los árboles, entre nubes sonro- sadas y quietas, más allá del espacio urbano que transitaba habitualmente para comprar el pan o charlar con los vecinos. El hombre se había sentido atraído por la llamada sono- ra que manaba sin cesar desde la hondonada entre los cam- pos de fútbol y el lago, mezclada con el denso y agrio humo de las que supuso parrillas de pinchitos morunos y el rumor fragoroso del transitar de la multitud entre las casetas. Se había puesto un traje de media estación, ni demasiado grue- so, por el calor previsible, ni demasiado fino, por la noción arraigada de la traicionera brisa nocturna de las mesetas. En el fondo, latía en su memoria un recuerdo de fiestas de pue- blo, cuando los labradores sacaban de los arcones sus mejo- res galas para desfilar en alegre confraternidad por la calle mayor, después de honrar a la Patrona en su ermita, o a hombros en la romería, y antes de la copiosa cena en el me- jor restaurante del pueblo. Llamó a los nietos, que jugaban en los jardines comunes a policías y ladrones, y les propuso ir con ellos a la Feria de San Juan, que de eso se trataba. Los chavales, por supuesto, 25
  • 26. Queridas palabras dieron un salto de alegría, no sin antes aclarar con el abuelo los términos del contrato: cuatro veces en los coches de cho- que, una en la olla, dos en el tren de la bruja, cocacolas y manzanas caramelizadas, y más tarde un bocata de jamón. Y la promesa central, sin la cual no había posible acuerdo: el abuelo debía montarse con ellos en el barco pirata, siquiera una vez. Bajaron por el centro del parque, a medida que iba ano- checiendo, y se iban haciendo más fuertes, cálidas, dulzonas, embriagadoras las luces de neón del otro lado de las alambra- das. Poco a poco, el sonido que desde lejos parecía un susu- rro cadencioso se fue convirtiendo en un aullido múltiple y premioso, por mucho que, según había leído, el Ayunta- miento había intentado uniformizar la salvaje propalación, en aras del sueño del sector Foresta y de la deseada comu- nión en músicas blandas, consorciables, metódicas, de dise- ño fin de siglo, liberal conservadoras. Entraron por fin al recinto, luego de pasar junto al lago, donde los peces resignados dormían panza arriba, ahítos de restos de cerveza bebidos de las latas hundidas. Caminaron por la calle central, y a poco de andar, los cha- vales se encontraron con sus colegas, y bastó la condescen- dencia, en forma de billete de diez euros a cada uno, para que dejaran al ciudadano solo, con un vasito de fino entre las manos, acodado en la barra de una caseta política donde, por mucho que esforzaba los ojos, no lograba discernir quién de los presentes era la alcaldesa, y quiénes los invitados de honor. 26
  • 27. Queridas palabras Pasaron uno, dos vasitos de fino. Cantaron los del Canto del Loco, hicieron pases mágicos las Women DJ para que lo suyo pareciera música, y se fue cerrando la noche sobre las casetas, agobiadas de gente. El hombre pensaba que ya era hora de retirarse, con los oídos retumbantes de tanto decibe- lio mezclado, cuando comprendió que la realidad le reserva- ba la mejor de las experiencias: sintió un pequeño tirón de la manga, y una vocecita chillona que decía: “abuelo, al barco pirata”. A navegar, se dijo. Pensó, apaciblemente, en un artilugio que surcara las aguas del lago, barriendo con la proa la mu- gre acumulada en blandos círculos. Pero no: como Peter Pan, su nieto mayor lo guió hacia un barco que tenía todo el ame- nazante aspecto de querer levantar vuelo sobre las colinas de la ciudad, las chimeneas, la torre del agua, el parque entero, los asombros y las vivencias cotidianas de la gente de a pie. Pensó en cómo se vería el mundo desde allí arriba, junto a las nubes ahora indiscernibles en lo oscuro, o brevemente iluminadas al pasar bajo el corral blanco de la luna. Tres Cantos, ensombrecido, cerraba sus puertas. Los esca- sos vestidos de faralaes dibujaban sus últimas ondas de colo- res llameantes en la Casa de Andalucía. Vetusta Morla atro- naba en el escenario. Más allá de todo, aturdido por el tro- pel de sensaciones, el abuelo se abrochó el cinturón metáli- co, dispuesto a subir a los cielos, rumbo al país de Nunca Jamás. 27
  • 28. Queridas palabras CUENTO DE VERANO II: SIMÓN DEL DESIERTO (In memoriam L. Buñuel) Primero se fueron los vecinos de enfrente. A través de la mirilla de la puerta, el ciudadano, intrigado por el ruido múltiple de trastos que provenía del pasillo y el ascensor a esa hora desacostumbrada, contempló la huida madrugado- ra de sus vecinos en pos de un poco de aire fresco, lejos de la canícula del terrible verano tricantino. Era de esperar, reflexionó. Al fin y al cabo, el huyente trabajaba todo el año de profesor de instituto, con la frustración de sentirse incomprendido por lo que llamaba “pequeña horda de ado- lescentes teleadictos”, y pocas cosas anhelaba más que la lle- gada del verano para irse a descansar a su pueblo de origen, en la costa andaluza. Y ella, como solía lamentarse, limitaba su profesión de psicóloga en paro a consolar las depresiones vespertinas del enseñante. Así que lo vio lógico. Los vecinos se van de veraneo, feli- ces ellos. Abrió una rendija de la puerta, para que no se le viera en pijama, y les deseó buen viaje con una sonrisa y un ademán de despedida. Luego, tres días más tarde, se fueron los del 4º izquierda. El hombre los conocía poco más que de vista, por lo que no juzgó necesario despedirlos. Se dio cuenta de que se iban por el repentino silencio que invadió el bloque, acallados los berrinches del pequeñín que solía estremecer los cristales. 28
  • 29. Queridas palabras No pasó una semana sin que se fueran también los ami- gos del chalet. Verás, le dijeron, no tenemos corazón para dejar el perro en una residencia, por otra parte carísima, así que si pudieras ir por las tardes a darle un paseíto, y poner- le de comer... Al día siguiente bajó a tomar el aperitivo, como todos los fines de semana, al barcillo con terraza junto al nuevo pues- to de prensa, pero mesas y sillas estaban atadas con cadenas, y los periódicos viejos se pudrían como hojas de otoño anti- cipado. Qué pena, con lo buena que estaba la cazuelita de callos, y la lectura reposada. Pues iré a la peluquería, se dijo, que tengo la azotea como los matojos del Parque Central. Pero el parque siguió deco- lorando su embravecido matorral, pasto de futuros fuegos, tal como su melena indómita frente a la reja dura y caliente de la peluquería. Luego tocó la epidemia a su propia puerta. Su hijo y su nuera optaron por el apartamentito en la playa, como única forma de contener la algarabía continuada de los retoños hiperactivos. Vente con nosotros, le propusieron, podrás dormir en el cuarto de los niños, pero él prefirió sus libros tantas veces hojeados y sus pequeñas caminatas por el pue- blo-ciudad. Me compraré un pollo asado para el almuerzo, pensó, pero desde lejos comprendió que era imposible al no llegar- le el aroma cálido y sabroso. Iré a jugar al mus, pero el tape- te solitario se perfiló oscuro desde la ventana. Iré a ver cine 29
  • 30. Queridas palabras a la plaza del Ayuntamiento, pero los proyectores desgrana- ban solos una ininteligible comedia con los rollos intercam- biados. Siguió caminando, y pronto se dio cuenta de lo que ya era evidente: estaba solo. Los pocos coches aparcados habían criado raíces, y el caucho de las cubiertas se derretía y se mez- claba con el asfalto reblandecido. Los chopos se mecían sin viento, con su propia fuerza interior, asfixiados en el aire candente. El salón de plenos municipal lucía las cortinillas echadas, oscuro y vasto, con alguna telaraña empecinada en los alféizares. Todo estaba hueco y vacío, escaso de vida, lan- guideciente. Decidió entonces dirigirse hacia el parque. Bajó lenta- mente las calles desiertas, espiando en los buzones por si alguna carta perdida le revelaba el sentido de tanta ausencia. Siguió andando, protegido del sol por las paredes inhóspitas, saludado por moscas taciturnas, hasta llegar al gran lago que había sido hasta poco antes punto de encuentro de jóvenes y espejo de fuegos artificiales. El agua se evaporaba a borbo- tones de niebla, y los peces dormían amodorrados en las ori- llas de sombra. Fue hasta la gran torre del agua, el mayor monumento del pueblo. Vio una escalera adosada al muro circular. Inmediatamente, comenzó a trepar; con dificultad al princi- pio, con férrea determinación y ágiles zancadas cuando se acostumbró al esfuerzo. 30
  • 31. Queridas palabras Cuando llegó arriba, el aire enrarecido de la altura le hizo aspirar grandes bocanadas, mientras luchaba por vencer el mareo. Sus ropas estaban chorreando sudor, por lo que, ante la consciencia de estar absolutamente solo en el mundo, se despojó de ellas. Abrió los ojos, y miró hacia abajo. Todo el ancho mundo se extendía a sus pies. El parque amarillento, punteado del verde de los pinos y las encinas solitarias. Los pisos vacíos, como colmenares en desuso, secos de miel endurecida. El parque del este, con su amena- za de muerte en forma de privatización del ocio, futuro cam- po de golf. La raya ominosa del TAV hendiendo el monte secular. El arroyo convertido en una acequia hedionda, y, más atrás, las vaquerías prestas a ser arrasadas por el PGOU. Sintió una voz melosa a sus espaldas, mientras una som- bra oscilante parecía querer materializarse. Percibió un fuer- te olor a manos untuosas de sudor rancio, el reconocible olor del dinero. Y oyó con claridad la añeja propuesta: “Te daré todo eso si postrado me adoras”. Al día siguiente, un pastor que guiaba un rebaño sedien- to y escuálido lo encontró sentado en el borde del lago, des- nudo, con los pies en el agua, murmurando frases incohe- rentes. Un golpe de calor, dijo el médico. 31
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  • 33. Queridas palabras LA CASA DEL PESCADOR Marina Barrio Alonso A Claude Monet, in memoriam Imagino su presencia… …donde el aire entre las ramas se desliza insinuante, ya rozando las retamas o silbando suavemente. En el risco envirotado… …donde el sol del mediodía refleja sus fantasías y se ofrece complaciente. Y en lo alto su morada… A lo lejos los veleros… …como blancas mariposas, que aletean jubilosas y se posan mansamente. 33
  • 34. Queridas palabras Tonos verdes primavera, ocres, tierras, amarillos mezclados uno por uno, blanco y azul, cielo y mar. Los colores que me llevan al pescador silencioso, a imaginar su presencia y a sentir su libertad. 34
  • 35. Queridas palabras RETRATO INTERIOR ¡Cuando cesa el beso, brota el canto! PAUL CLAUDEL La música lo cubre e inunda todo, le atrapa el corazón en dulce sueño, cuando el genio le despierta a medianoche y vaga por la estancia aún en silencio. Ha cruzado el umbral entre penumbras y ha rozado su cuerpo suavemente, traspasando el misterio de la vida, penetrando en el mundo de su mente. Donde habitan promesas de sonidos, que aún abstractos, sin leyes e inconstantes, toman forma y se ordenan en escalas, dirigidos por la magia de unas manos, del espíritu que crea, al pentagrama. 35
  • 36. Queridas palabras SILENCIO DE UN POETA …Y de acuerdo con el intelecto humano nuestro poeta es el soberano, pues no sólo muestra el camino, sino que ofrece una perspectiva tan placentera del mismo que tentará a cualquiera a entrar en él. Defensa de la Poesía (SIR PHILIP SYDNEY, 1554) Poeta, ¡oh poeta...! ¿El sueño se acabó? ¿Te ha vencido el desánimo? ¿Ya enmudeció tu lira? ¿Tu musa te dejó? Acércate, poeta, tomemos la palabra, juntemos nuestras manos, sintamos a Calíope nacer de nuestros labios. Poeta, ¡oh poeta...! Escucha en el silencio… Contempla en mi mirada, el dulce despertar de tu recuerdo. 36
  • 37. Queridas palabras FANTASÍA Para ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, ten el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora. WILLIAM BLAKE, 1757 Tú, que te dedicas a buscar granitos de arena en el desierto, estrellas perdidas en el cielo y conchas olvidadas en el mar. Tú, que te dedicas a crear mitológicas sirenas en la tierra, libélulas brillantes en el aire y sonrisas en bocas de besar. Tú, que te dedicas a soñar luminosas primaveras en invierno, inocente candidez en unos ojos y miradas complacientes retornar. Tú eres el poeta de la noche, el genio de la lámpara encantada, el mago de los cuentos de mi infancia, el lucero que brilla sin cesar. 37
  • 38. Queridas palabras NATURALEZA MIA El mundo se hace sueño, el sueño se hace mundo. NOVALIS Camino despacio por senderos nuevos llenos de misterio… A mi paso el aire, silente me envuelve y… respiro hondo… Las sombras que extienden su tupido velo, sutiles y etéreas inundan mi cuerpo y… respiro hondo… No estrecho los brazos tibios de la tierra, no sueño con ella… ni siento la lluvia mojar mis cabellos, ni rodar por ellos… En mi mente habita un silencio denso… No oigo mis latidos, no escucho mis venas. …Casi entre penumbras y en un duermevela una fuerza inmensa, me empuja… me eleva… 38
  • 39. Queridas palabras GRAN VÍA XL Ferreiro Madrid, 12 de Enero 2003 Mi querida ausente, me animo a escribirte esta carta abierta porque sé que la leerás; a diario tu mirada se oculta tras “El País” mientras te observo. Tenías unos dieciocho años, el pelo recogido en una tren- za azabache, los ojos brillantes y oscuros, cubriendo de luz una sonrisa tímida. De tu bolsón de cuero sacabas un libro forrado en el que te sumergías, abandonando a todos los náufragos de sueños que esperábamos una mirada. La dulzura amarga de tu primer embarazo, la alegría del segundo y aquel viernes que te presentaste con dos niños charlatanes y felices, cruzan el pasado de mi memoria arras- trando los más de cuarenta años que ahora nos cubren. Hoy, después de veinticinco años compartiendo mañanas de sueño y tardes de urgencia, después de eludir cambios de horario, posibles ascensos e inmejorables destinos, que me impedirían tu encuentro, me veo obligado a aceptar lo irre- mediable. Cuando acabes de leer esta carta, podrás bajar el periódi- co, mirar a tu alrededor y yo no estaré observándote. Tal vez 39
  • 40. Queridas palabras no me eches de menos, tal vez sí, pero ya se habrán separa- do para siempre nuestros caminos. Ningúna mañana, a las 7,15 h., estaré esperando tus pasos rápidos en el andén del Metro, para entrar junto a ti en el segundo vagón, estación Gran Vía. 40
  • 41. Queridas palabras LAS LETRAS DEL AMOR Yo sé que el amor tiene letras diferentes, como las canciones gastadas y las palabras de los cuentos olvidados. Algunas veces decimos lo imposible para que TÚ, que estás al otro lado, sepas de mi dolor recién abierto. Para que de las hojas abrasadas mastiques el olor a sol de Marzo mientras la primavera se derrama. Yo sé que el amor tiene pasos a destiempo y se cruza de brazos cuando sueñas y te despiertas siempre al otro lado de una cama desierta y en ruinas. Miramos tercos abajo y de soslayo esperando que lluevan maravillas. Dejamos que nos cubra el calendario, que las hojas mustias mueran en invierno. Es luego que asomamos la cabeza, vemos a lo lejos el tren del último suspiro y no tenemos billete de regreso. 41
  • 42. Queridas palabras LOS AMIGOS VIEJOS Al otro lado del espejo, donde no hay tiempo, donde no hay días para contar: tal vez resida el paraíso. Tal vez los deseos no sean necesarios, ni la satisfacción que da un regreso. Tal vez no exista olvido y los recuerdos no puedan sorprendernos, como los niños. Al otro lado del espejo, donde las manos son tibias, como de espuma celestial y pájaros de nieve. Tal vez los amigos sean centenares y los apartes, para dormir a pierna suelta. 42
  • 43. Queridas palabras Tal vez no sean necesarios, ni un vino tierno, el fin de semana, nos acerque a la guerra fugaz de los veinte años. Aquí abajo, muy abajo, donde la tierra duele, y las sombras se mueren cada noche de invierno. No existe otra vacuna contra los golpes canallas, que la presencia tenaz de los Amigos viejos. 43
  • 44. Queridas palabras ÍCARO DE SUEÑOS Deja que yo vuelva al camino mustio por donde galopan vientos de secano. Deja que mi mano pierda la ternura y sangren las uñas por amar la piedra. Deja que la hiedra del dolor amargo cuaje mi garganta por decir tu nombre. Dejo de ser hombre para ser ausencia, para ser herida, cicatriz, olvido. Tulipán herido por la primavera fue mi corto vuelo hasta tu mirada. 44
  • 45. Queridas palabras Arranqué la nada de tu paraíso, Ícaro de sueños, pedante de amor. 45
  • 46.
  • 47. Queridas palabras CUENTO DE OTOÑO José Aceituno Aquel bosque era perfecto. Cientos, miles de esbeltas hayas se extendían en aquella altiplanicie de la sierra, y bajo sus ramas extendidas, como brazos protectores, un suelo tamizado de hojas doradas se prolongaba hasta donde mi vista podía alcanzar. Todo invitaba a pasear: el piso mullido por varias capas de hojas, la ausencia de brezos o retamas, que son tan frecuentes en otros lugares y que hacen tan tra- bajoso el caminar, la perfecta separación entre los árboles, cual si ellos mismos respetasen la intimidad del vecino mejor que la previsora planificación de un jardinero. Aquel día de otoño había comenzado un tanto desapacible, pero ahora, cruzando el bosque por aquella carretera secundaria, apenas si se notaba el viento, seguramente detenido por aquella inmensa masa de árboles. La lluvia también había amainado hasta no ser más que un débil chirimiri. No pude resistir la tentación, detuve mi vehículo, tomé la cámara fotográfica y placenteramente me dispuse a explorar aquel paraje. Al internarme bajo la espesa capa de ramas fue como si traspasase el telón que daba paso a un escenario infinito. La luz allí no bajaba del cielo plomizo, sino que brotaba cálida 47
  • 48. Queridas palabras y tenue del mismo suelo, del anaranjado tapiz de hojas caí- das que ahora brillaban con la lluvia. Lentamente mis ojos se fueron acostumbrando a la suave penumbra, comencé a distinguir los detalles de cada tronco, las suaves ondulacio- nes del suelo, el acompasado vaivén de las hojas cuando el viento lograba escurrirse entre los árboles. De vez en cuando formas caprichosas de roca caliza emergían de la hojarasca y llenaban de misterio el horizonte, dividiendo el espacio en íntimos rincones. De entre la capa de suave musgo que las cubría quedaba a veces al descubierto la roca desnuda, con un blanco fantasmal que fosforescía bajo las sombras del ra- maje. Me senté en una de aquellas piedras para sentir el silencio. No se escuchaban los pájaros en aquel día de lluvia. Antes sí los había visto en grandes bandadas sobre el asfalto de la carretera, muy excitados y peligrosamente remisos a levantar el vuelo al paso de mi vehículo, alborotados por el regalo de multitud de hayucos que el fuerte viento de la noche anterior había depositado sobre la carretera y las rue- das de los coches al pasar abrían como cascanueces. Tan sólo quedaba roto el silencio por el crujir esporádico de alguno de aquellos troncos tan rectos que seguían subiendo y su- biendo hasta perderse de vista entre las espesas ramas. Quedé sorprendido al comprobar que no era un ruido sordo y monótono, como el del mástil de una embarcación que resiste los embates del viento, no, aquel crujido era el de alguien vivo, era más bien un chillido diferente en cada árbol. Pensé que las hayas se hablaban entre sí, o tal vez que- 48
  • 49. Queridas palabras rían decirme algo. Su tronco, con el sudor de la humedad que lo impregnaba todo, parecía ahora mas plateado y her- moso. Toda la base de los troncos se cubría también de musgo como el de las rocas a las que se abrazaban sus pode- rosas raíces. Junto a mí, el tocón de un antiguo árbol, corta- do varios años atrás, servía de pequeño universo vital para toda una familia de musgos, diminutos plantones de nuevas hayas y un rosario de pequeñas setas. Acaricié con la mano las suaves campanillas anaranjadas de estas últimas procu- rando no romper sus delicados pies. Estaba eufórico y lleno de paz al mismo tiempo. Me le- vanté decidido a recorrer mi nueva casa, quería conocer todos sus secretos, estar en todas sus habitaciones, abrir cada ventana a un patio diferente y desde cada balcón volver la vista atrás sobre mis pasos anteriores. Sonreí al recordar cuando en mi infancia corría tras las mariposas para conse- guir atrapar para siempre aquellos colores tan increíbles de sus alas. Aquello de mi niñez terminó con una insolación, así que ahora iba a ser sensato, me dije a mí mismo. Con- sulté la brújula y sopesé la posibilidad de volver al coche para alejarme a lugares diferentes o quedarme allí y no perder el embrujo del momento mágico. Acababa de ver los indicios de una senda, ahora toda cubierta por las hojas, y al final pudo más la atracción de mi curiosidad que me empujaba a seguirla. Rápidamente tracé planes para el recorrido, recor- dando la topografía del terreno que anteriormente había consultado en el plano “... Sí, seguiré la senda hasta llegar a 49
  • 50. Queridas palabras la carretera principal que atraviesa el bosque de norte a sur, de modo que bastará seguir hacia el oeste para encontrarla, luego bastará retroceder hasta llegar a la intersección con la carretera secundaria y desde allí sólo es cuestión de andar hasta regresar al coche”. Todo está en orden y feliz me pongo a andar, ahora a paso más vivo para entrar en calor. El camino da vueltas y más vueltas de forma caprichosa y, cuando se eleva por una ladera tras la que ya se atisba la cla- ridad del cielo, me supongo que al otro lado voy a encontrar esa maldita carretera que hace rato debería haber aparecido. Pero al otro lado nada, de nuevo el camino desciende sumer- giéndose en el bosque tomando una nueva dirección de forma anárquica. Consulto mi reloj. Aún me queda tiempo suficiente para volver antes de que anochezca, pero la vuelta me parece ahora demasiado pesada. ¡Bah! Estoy tranquilo. No pasa nada. Pero noto que mi paso se acelera cada vez más y esa condenada carretera hacia la que me dirijo parece haber desaparecido tragada por una de esas misteriosas simas que antes había observado entre las rocas. Caigo en la cuenta de que después de tantos cambios de dirección en este camino puedo estar dirigiéndome de forma paralela a la carretera, de forma que nunca llegaré a ella. Pero aún no estoy dispuesto a perder la confianza y lanzarme a atravesar el bosque en línea recta, a la desesperada. Copiosas gotas de sudor descienden por mi frente hasta los ojos nublándome la visión. Me limpio la frente y los labios con la mano, sin dar tregua a lo que ya se ha convertido claramente en una 50
  • 51. Queridas palabras apresurada carrera. Finalmente el camino desemboca en un enorme raso donde unas decenas de ovejas comen con prisa, en medio del tintineo constante de sus esquilas. Miro a un lado y a otro y el bosque lo rodea todo. Me siento ya desanimado, pero pienso que el camino ha de salir por algún sitio del raso para seguir hasta la carretera o algún otro camino principal, porque los pastores lo han de utilizar. Un poco más allá descubro unas rodadas sobre el barrizal de un charco y lo sigo hasta recobrar de nuevo la pista del camino. El rodal entre el bosque se hace ahora muy marcado y vuelvo a tranquilizarme. Descubro en la lejanía la silueta de otra persona que camina en la misma dirección que yo. Bueno, finalmente no estoy solo, me digo con alivio. Ya sabía yo que sucedería como otras veces, tarde o tempra- no acabo encontrando la senda que también recorren otras personas. Es curioso, la persona que me antecede también lleva un chubasquero del mismo color que el mío. Yo diría que su silueta me resulta familiar. Tonterías, ¡cómo voy a encontrar una persona conocida en estos parajes solitarios y tan aleja- dos de mi ciudad! A estas horas de la tarde mi miopía me gasta ya bromas pesadas y sin gafas más que ver las cosas yo diría que las adivino. Esa persona parece ir al mismo ritmo que yo y cuando apresuro el paso para darle alcance parece también acelerar el suyo. A veces tras una cuesta me deten- go para recuperar el aliento y observo con estupor que él también se detiene, yo diría que me espera. 51
  • 52. Queridas palabras La situación cada vez es más extraña y una idea alucinan- te empieza a perforarme el cerebro. ¡Pero eso no puede ser! No me puede estar pasando a mí y justo en este momento tan inoportuno. Pero las sospechas son cada vez más evidentes. Creo que estoy teniendo una alucinación. Ahora recuerdo que antes acaricié con mi mano unas setas del bosque y después, al lim- piarme el sudor de la cara, también las pasé por mis labios. He oído decir que algunos hongos aunque no llegan a ser mortales producen alucinaciones. Lo que yo creía estar vien- do desde hacía un buen rato era tan sólo un espejismo; mi mente, ayudada por el alucinógeno, estaba proyectando mi propia imagen en el fondo del bosque, plasmando un deseo inconsciente de encontrar compañía. Así que había malgastado inútilmente mis energías tras una imagen inexistente. Me dejé desplomar sobre el lecho de hojas y, recostado sobre el grueso tronco de un haya, me sentí desfallecer. Ausente, mi vista comenzó a recorrer el bos- que. La fina lluvia había terminado por transformarse en una suave neblina que ahora ocupaba todos los huecos del bosque haciéndolo si cabe más íntimo y acogedor. Tras la cortina de niebla de pronto surgió aquella figura. Pero ahora no podía ser un espejismo, porque lentamente avanzaba hacia mí. Sí, no cabía duda, yo le reconocía, aque- lla figura me era algo más que familiar. Desde hacía algún tiempo, a menudo al afeitarme por las mañanas y mientras estudiaba mi cara tras el espejo, recordaba vivamente el ros- tro de mi padre y añoraba su figura risueña y pacífica. 52
  • 53. Queridas palabras Ahora en la madurez nuestro rostro se parece cada vez más al que recordamos de nuestros padres. Sí, aquella figura que se acercaba hasta mí no podía ser otro que mi padre, ya adivinaba su pelo canoso que rodeaba su calva tan brillante. Pronto oiría su voz familiar: “Hijo mío, ¿qué haces aquí?”. El corazón me dio un vuelco y comenzó a latir aceleradamente. Porque aquel rostro que ya se inclinaba hacia mí para tender- me la mano no era el de mi padre. ¡Aquel rostro era YO! Al cerrar los ojos sentí que un calor súbito ascendía hacia mi cabeza y que toda mi mente se hundía vertiginosamente en un hoyo sin forma y sin final. No puedo precisar el tiempo que duró mi desmayo, pero sí recuerdo la placentera sensación de flotar sobre el suelo y, cogido de mi propia mano, sentirme arrastrado a través de los árboles, entre los troncos, saltando por encima de las rocas, deslizándome por entre las hermosas ramas de las hayas que se extendían paralelas al suelo, hasta tocar las de sus vecinas; ascendiendo hasta las copas más altas para ver- las mecerse y sentir la fuerza del viento que, libre de atadu- ras, se desplazaba por encima de ellas. El frescor de la brisa me despertó. Al abrir los ojos, con- templé como esa misma brisa empujaba la niebla más y más lejos hasta hacerla desaparecer. Tras unos momentos de des- concierto, acerté a ver el talud de la carretera. Sí, allí estaba mi tan ansiada carretera asfaltada. Me incorporé rápidamen- te y en unos cuantos pasos llegué hasta ella. Grande fue mi sorpresa al reconocer el lugar. Efectivamente a poco más de 53
  • 54. Queridas palabras cien metros encontré mi coche aparcado en el lugar de donde había partido. Habían transcurrido casi cinco horas desde que me interné en el bosque. Pero..., ¿realmente había estado deambulando por el bosque todo ese tiempo o todo había sido un sueño? Ha transcurrido bastante tiempo desde aquellos sucesos, pero los recuerdos siguen aún muy vivos en mi mente. A veces, cuando al despertar consigo recordar el sueño, descu- bro que he estado de nuevo allí. Veo el bosque, pero no exac- tamente como entonces, sino que percibo cómo cambia su aspecto con el paso de las estaciones. Me veo entre las hayas desnudas, sobre el suelo blanco de nieve y otras veces veo también como al llegar la primavera miles de brotes viran lentamente del color pardo hacia un verde esperanzador, dis- fruto del frescor de su sombra durante el calor del verano, para de nuevo ilusionarme con la explosión de color del otoño. Es como si alguien desde allí me narrase todos los sucesos desvelándome todos los secretos del bosque. Creo haber leído en alguna parte que los consumidores de drogas alucinógenas sufren un desdoblamiento de la per- sonalidad que a veces persiste durante mucho tiempo. En cualquier caso es una tontería pensar que los sucesos de aquella tarde tan extraordinaria fuesen fruto de un leve roce con la mano sobre un hongo venenoso. Más bien supongo que fueron fruto del cansancio. Pero... y si no fuese así, ¿cuál de mis dos yo se quedó para siempre en el bosque? 54
  • 55. Queridas palabras CANCIÓN DE CUNA Juan María Van Drell La noche estrellada de diamantes dormidos, la niña que duerme sus anhelos de lirios. ¡Ay que viene el coco! Y se lleva a las niñas que duermen poco. La cuna es goleta con velas de sueños. La madre es la nube, sus manos, el viento. Ángeles dormidos del cielo bajaros, la niña se duerme por no despertaros. 55
  • 56. Queridas palabras ¡Ay, que viene el coco! y se lleva a las niñas que duermen poco. Olores de nardos, se durmió la nena. Murmullos de hojas. ¡Hablad en voz queda! La niña se duerme con anhelos de lirio, las ramas son alas de un ángel dormido. Se durmió la niña, el coco no viene. La luna es de jade, se durmió la madre. 56
  • 57. Queridas palabras ENERO 1939 Encuentro en la plaza, el repique alegre de una campana volaba tímidamente sobre la plaza silenciosa, huera, vacía, callada, polvorienta y vieja. Unos ojos misteriosos, ávidos y oscuros, atisbaban curiosos a través de la celosía de las ventanas cerradas. Por el callejón, con paso cansino, apareció un mozalbete hastiado y triste, cubierto con un tabardo gris de joven miliciano, soñador de quimeras y equilibrios sociales, que por soñar demasiado se perdio en la batalla y se quedó solo. Al otro lado de la plaza, caracoleó un jinete altivo, soberbio, engreído. Adornado con estrellas y galones, cargado de amuletos y medallas de hojalata, seguido de una horda de famélicos soldados 57
  • 58. Queridas palabras harapientos y sucios, invasores de cien pueblos del camino retorcido de la guerra. Portadores de oriflamas y pendones, y banderas negras manchadas de sangre roja. ¡Ellos son los vencedores! Y el joven, que se quedó solo en la batalla. ¡El vencido! 58
  • 59. Queridas palabras MI NOMBRE ES MARLOWE José Miguel González Mi nombre es Christopher Marlowe. Mis amigos me lla- man Kit. Nací en 1564 en Canterbury, fuí un niño listo y pobre. Gracias a ello pude estudiar con una beca. También canté en el coro de mi pueblo, dirigido por un amable músi- co que venía de unas islas afortunadas. Luego, la experiencia del coro me fue de gran utilidad para entrar en la Univer- sidad de Cambridge, dado que en el examen de ingreso había que cantar una canción en latín. Entré en uno de los colleges más prestigiosos, el del Corpus Christi, aunque, la verdad siempre me tiró más el corpus. Desde muy joven sentí auténtica pasión por la literatura. Estando aún en Cambridge, traduje entre otros El arte de amar de Ovidio, una obra deliciosa; le he pedido a José Miguel, un admirador mío, que os tradujera algunos párra- fos de mi traducción: ¡Qué aptos sus pechos para que yo los acaricie con ahínco, que suave su vientre, qué largas sus piernas, qué deliciosos sus muslos! Ovidio decía cosas que me convirtieron en poeta para siempre: 59
  • 60. Queridas palabras Que la fama de los poetas dure para siempre porque la poesía es inmortal y el poder del poeta es infinito y no se puede medir con las medidas de este mundo. Que los reyes dejen sitio al verso, buscadme en el pecho de los amantes tristes. Y luego toma un tema que va a perseguirme a lo largo de mi breve existencia: dios. Dice nuestro poeta: Dios es un nombre temido en vano, porque no es algo real y, si hay un dios, seguro que le gustan las chicas armoniosas y ardien- tes. Los dioses tien ojos y corazón como los hombres. Si yo fuera dios, dejaría que las mujeres me engañaran con ojos mentirosos. El arzobispo de Canterbury quedó escandalizado con mi traducción del Arte de Amar y ordenó que se quemaran to- dos los ejemplares. Pero aquel incidente no impidió que yo siguiera cultivando mi vena lírica. Con veinte años compuse una obra que llamé El pastor apasionado: Ven y te procuraré lechos de rosas y si estos placeres te conmueven, ven y sé mi amor. Más tarde escribí un poema basado en la historia de Hero y Leandro, un amor imposible: ¿Alguien amó sino a primera vista? No se ganan doncellas usan- do fuerza bruta, sino con palabras plenas de gusto y delicadeza. 60
  • 61. Queridas palabras En aquellos día de intrigas políticas y enfrentamientos entre católicos y protestantes, el Servicio Secreto jugaba un papel clave. Yo fui reclutado en Cambridge por Sir Francis Walsingham. Mi primer trabajo fue en Francia, cuando tenía 21 años. Puse mi granito de arena para frustrar las intenciones de Mendoza, el embajador español en París, que había urdido un plan para eliminar a la reina Isabel y poner en su lugar a María de Escocia. En París había tenido lugar en 1572 la terrible noche de San Bartolomé en la que 3.000 hugonotes, niños, mujeres, ancianos incluidos, fueron masacrados por los católicos y las aguas del Sena bajaban rojas de sangre. Yo conocía bien esta historia, porque siendo niño, muchos refugiados franceses fueron a vivir a Canterbury. Con 23 años me trasladé a Londres y empecé a moverme en el ambiente de actores y dramaturgos. Años más tarde escribí una obra sobre la noche de San Bartolomé que llamé La masacre de París, protagonizada por el duque de Guisa, el líder de los católicos, cuyas palabras revelan al personaje: El peligro es el auténtico camino a la felicidad. Cortad las cabe- zas y las manos de los hugonotes y se las mandaremos al Papa de regalo. El enfrentamiento entre Inglaterra y Francia es el autén- tico telón de fondo de la obra: 61
  • 62. Queridas palabras España es la antecámara del Papa, allí se decide la paz y la gue- rra. Yo, duque de Guisa y el rey Felipe de España, haremos que los indios arranquen las doradas entrañas de América. Yo había nacido el mismo año que Sir Walter Raleigh, pirata y poeta excelente, entre otras muchas cosas; él me invi- tó a unirme a un grupo de nobles e intelectuales, donde había matemáticos, astrónomos, exploradores, filósofos y poetas. Nos apodaban La escuela de la noche, porque amába- mos el conocimiento esotérico y nos reuníamos en secreto. El teatro fue para mí como un salón con mil ventanas que me permitió asomarme al exterior, fue una fuerza libérrima que dió rienda suelta a la jauría de mastines que llevaba den- tro. Rienda suelta a toda la belleza convulsa y al lirismo ardiente que crecía en silencio en mi interior. Escribí dos obras sobre Tamerlán, el pastor que conquistó Asia, un artista de la crueldad, que sacrifica a todas la jóve- nes de Damasco, quema la ciudad en que su amante muere, mata a sus propios hijos por cobardes, conquista Babilonia y ahoga a todos sus habitantes en un lago, marcha triunfal- mente en un carro tirado por reyes cautivos y se pega un magnífico banquete frente a un sultán que ha encerrado en una jaula. En fin, una joya. Tamerlán estaba orgulloso de su apodo El verdugo y la cóle- ra de dios y se pregunta “¿de qué molde o metal he sido hecho, qué estrella me gobierna?”. 62
  • 63. Queridas palabras Me gusta mucho el personaje del hijo pacifista (Caifás): Ni me produce placer asesinar, ni me interesa la sangre, cuando el vino puede saciar mi sed. Mi sabiduría excusará mi cobardía. Temo sus espadas y sus cañones tan poco como a una muchacha desnuda en una red de oro. Cuando apareció mi Doctor Fausto, mis contemporáneos dijeron que era mi autobiografía y que yo había vendido mi alma al diablo. Es cierto que me gustaba blasfemar, era un ateo de corazón y cuando bebía una copa de más, decía, sin cortapisas, lo que se me pasaba por la cabeza. Me acusaron de haber dicho que Cristo no era hijo legítimo, que su ma- dre era poco casta, que los milagros de Jesús eran humo y que Juan era algo más que su discípulo favorito. También hubo quien dijo que yo había declarado: Todo aquel al que no le gustan el tabaco y los chicos es un idiota. Como acabo de sugerir, puede que dijera algunas de esas cosas, pero desde luego, después de haber tomado muchas pintas de cerveza. Otros sostuvieron que mi máscara blasfe- ma no era más que una tapadera para encubrir mis activida- des secretas. Pero sea Fausto quien sea, siempre me sentiré orgulloso de aquel monólogo en que dice: 63
  • 64. Queridas palabras Sólo te queda una hora de vida y luego estarás condenado para siempre. Detenéos, esferas del cielo, que cese el tiempo y no llegue jamás la medianoche, que esta hora sea un año, un mes, una sema- na, un día. ¡Montañas y colinas, venid y cubridme, escondedme de la cólera del cielo, que Fausto viva en el infierno mil años, cien mil años y al final se salve! Las bestias son felices, pues nada más morir sus almas vuelven a transformarse en elementos ¡Alma mía, conviér- tete en moléculas de agua y cae al océano, para que nadie te encuentre. Luego escribí El judío de Malta y tuve que escribirla con cuidado, porque la censura tenía la fea costumbre de rom- perle los dedos a los escritores si sus obras eran peligrosas. Barrabás, el protagonista, no se anda con chiquitas. Cuando le viene bien, envenena a la monjas de un conven- to. Es un cínico: El dinero no puede comprar el amor, pero mejora tu posición negociadora. Su criado dice de él: mi amo esconde el dinero como las perdices esconden los huevos, bajo la tierra. Pero dejemos que sea el propio Barrabás el que nos cuen- te sus hazañas: Paseo por las noches, remato a los enfermos que se quejan y, a veces, enveneneno pozos. En la guerra entre Francia y Alemania, bajo el pretexto de ayudar a Carlos V, asesiné amigos y enemigos. 64
  • 65. Queridas palabras Luego me hice usurero y en un año, gracias a mí, rebosaban las cár- celes de gente arruinada, los hospitales de huérfanos y los manico- mios de locos. Más de una vez logré que alguno se ahorcara de pena. En fin, gracias a mis buenas obras tengo tanto dinero que podría comprar la ciudad entera. Como habréis comprendido fácilmente yo soy Tamerlán, Fausto y Barrabás. Pero también soy Eneas cuando le dice a Dido, reina de Cartago: Tus radiantes ojos serán mi espejo, tus labios el altar donde ofre- ceré tantos besos como las innúmerables arenas del mar, tus palabras serán más dulces que la música, tus miradas serán mi biblioteca. Una de las mejores cosas que me pasó en la vida fue la oportunidad de ser amigo de Will Shakespeare. Aunque nacimos el mismo año, yo empecé a escribir poesía y teatro unos pocoa años antes que él. El reconoció mi huella en algunas de sus primeras obras, como en la refinadamente cruel Titus Andronicus o en el malvado Ricardo III, deudor de algunos de mis mejores malvados. Pero Will supo volar luego con sus propias alas hasta alturas nunca imaginadas. Fue el mejor de todos nosotros y, a lo mejor, este pequeño planeta no volverá a conocer otro tan grande como él. Me consta que usó en Hamlet una metáfora mía sobre “la muerte, ese país desconocido”, y eso me llena de satisfacción. Como podéis imaginar escribo estas líneas desde el infier- no, que, por cierto, es un sitio lleno de gente interesante. 65
  • 66. Queridas palabras Hasta aquí me han llegado noticias de que tras mi muer- te el único que habló bien de mí fue Will. Dijo una cosa inolvidable: Cambiaría todas las obras que voy a escribir por una sóla de las que Kit Marlowe nunca escribirá. En Mayo de 1593, cuando tenía 29 años, después de un largo día en una taberna al sur de Londres y estando en no muy buena compañía, se produjo una discusión entre Ingram, uno de los presentes, y yo. Salieron a relucir los puñales y, según se dijo, Ingram me mató en defensa propia. Naturalmente, esa versión era una farsa. Me mató el Servicio Secreto porque sabía demasiado. O lo que es más triste, a lo mejor me mataron mis propios amigos porque podría hablar más de la cuenta después de una dosis adecuada de tortura. Algunos dicen que no me dieron muerte sino que logré huir a Italia, dondé escribí los sonetos de amor de Will (a él tam- bién le gustaban las chicas y los chicos) y algunas de sus mejores obras, desde luego las que transcurren en Italia. Ni caso. Ingram fue perdonado al cabo de ¡28 días! por la reina. ¡Admirable! Volvió inmediatamente al servicio de Walsingham, el que me reclutó para el Servicio Secreto en Cambridge. Algo huele a podrido en Inglaterra. 66
  • 67. Queridas palabras LA TIERRA Lorenzo Martín Cantera Aún quedan palabras para construir algo nuevo, para montar un poema para escribir una canción, habrá que buscar razones miradas y gestos, que pongan razón en locura, que abracen el agua y el viento. Podemos volar sobre las nubes, podemos fundir el hielo con las manos, y no podemos curar el mar. Cuando la nieve no cubra mi casa, cuando el viento no seque mi cara, buscaré el final de la llama, acariciaré la raíz del espejo del lago, de la mirada encontrada. La tierra surgirá de nuevo cuando nosotros no podamos hacer nada, cuando se relaje la noche, cuando se apague el aire, cuando el agua peine la hierba, de los secados valles. 67
  • 68. Queridas palabras PARA TI Para Menchu. (28.01.2007) Eres el brillo en la gota del mar Eres la huella que dejo en la arena al pisar. Eres la última hoja del otoño en caer. Eres el copo de nieve que toca mi piel. Eres el día de otoño que tanto soñé. Eres el último rayo de sol. Llevo en mis manos el frescor de tu piel. Me robas la prisa y me quitas la sed. Al mirarte recuerdo mi lejana niñez. Espero impaciente la mañana para volverte a ver. 68
  • 69. Queridas palabras LA LUNA EN LAS MANOS En las aguas de aquel lago se esta la luna bañando, escondido tras las ramas muy quieto la estoy mirando. Que no se vaya la luna que no se esconda llorando, se perfuma su cabello con flor de olivo y castaño. Su esponja son suaves nubes su jabón rizos de nardo. Con las palmas de mis manos a la luna le pongo un lago, para que lave su cara para que bañe su encanto. Le comprare una goleta para que no canse, sus pies descalzos. 69
  • 70. Queridas palabras CANCION FUTURA Tengo pendiente escribir una canción, para negar que te amo, que te amé, que te amaré, para negar que me arrancaste la piel para negar tu olvido. Tengo pendiente escribir una canción, para contar que te amo, que te amé, que te amaré, para contar cómo me arrancaste la piel para contar con tu olvido. Me confundes, me abrumas, me trastornas. Te confundes, exageras, te equivocas. Tengo pendiente tomar un tren, para alejarme, para alejarte, para acercarme a ti, para unirme, para soldarme, para fundirme a ti. 70
  • 71. Queridas palabras ANTONIO MUÑOZ MOLINA NO LO SABE Ana Vicioso Ruiz Antonio Muñoz Molina no lo sabe, pero él ha contado mi vida en sus libros. Ni siquiera sabe que existo y, sin embargo, parece conocerme tan bien como si fuéramos ami- gos de la infancia. A veces creo que ha penetrado en mi cere- bro robándome hasta el último pensamiento. Lamentablemente, nunca he podido acercarme a él para decirle que me he alimentado de sueños; aunque no hacía falta, porque Antonio confiesa exactamente lo mismo en “Sefarad”. Soñando me he trasladado a mi Cádiz natal, cuando aún era una niña y caminaba de la mano de mis padres volviendo a casa después de haber pasado el domin- go en la de mis abuelos maternos, mientras mis ojos percibí- an con toda claridad las bombillas débiles en algunas esquinas y lámparas que colgaban de cables tendidos en las plazas. Antonio recorría las calles de su Mágina-Úbeda y yo hacía el camino desde la calle de José de Dios hasta la de Conde de O’Reilly, después de atravesar la plaza de España, tan impresionante por la noche desde la solidez blanca y pétrea del monumen- to a las Cortes de 1812. Como ese Antonio niño que narra sus vivencias en “El viento de la Luna”, era retraída y a la vez capaz de entusias- 71
  • 72. Queridas palabras marme por casi todo. Los años de colegio y, más tarde, de instituto fueron de los más felices de mi vida. Tuve unos pro- fesores magníficos a los que sigo recordando y agradeciendo que despertaran en mí una insaciable curiosidad por apren- der. Además de mi familia, llenaban mi vida las amigas, pri- mero como compañeras de juegos y luego como cómplices y confidentes en los años de adolescencia. Tan locas por el cine como Muñoz Molina, veíamos todas las películas que podíamos en salas que fueron desapareciendo poco a poco y que jamás olvidaré, como el cine Gades, el Andalucía… También me apasionaba leer por la noche en la cama, apurando los minutos hasta el momento en que mi madre aparecía para ordenarme que apagara ya la luz, que era muy tarde y mañana tenía que madrugar. Y la omnipresencia de la radio durante toda mi niñez: me recuerdo sentada junto a mi abuela materna, con su pelo entrecano de grandes ondas, aún tan espeso, recogido en un moño sobre la nuca, siempre vestida de medio luto, tan alegre, absorta en uno de sus seriales favoritos mientras apretaba la flexible y larguísi- ma antena propia de los aparatos de radio de la época. Para mi imaginación infantil, eran unos artefactos mágicos en cuyo interior existía un mundo en miniatura poblado de seres minúsculos de los que procedían las voces y las músicas. Muñoz Molina no lo sabe, pero vuelve a plasmar mi vida en “Sefarad” porque siendo una adolescente también me encerraba en una habitación de mi casa para estar a solas con mis discos, mis libros y mis primeros y torpes poemas. 72
  • 73. Queridas palabras En ese cuarto y sin tener ni idea de su existencia ni de sus estados de ánimo, compartía con él la doble sensación de sentirme apartada y protegida. Desde mi balcón podía aso- marme a la anchura del mundo, hacia donde yo quería huir cuan- to antes para ser completamente libre. No podría decir desde cuándo y por qué nuestras vidas han discurrido de forma paralela, pero sí que al sentir en mi rostro “El viento de la Luna” me he visto, como el escritor, sentada frente al televisor en blanco y negro aquella madru- gada del 21 de julio de 1969, sin perder ni un ápice de entu- siasmo por el espectáculo inédito al que iba a asistir a pesar de los continuos retrasos debidos a complicaciones técnicas. Con anginas, febril y arrebujada en una manta aunque está- bamos en pleno verano, contemplaba fascinada un aconteci- miento que no podía perderme por nada. Han tenido que transcurrir muchos años para enterrarme de que Antonio y yo nos hacíamos mutua compañía a pesar de que creyéramos estar solos, mientras veíamos en la paleta rectangular de blancos, grises y negros cómo el astronauta Neil Armstrong saltaba por fin desde la escalerilla del módulo lunar y posa- ba los pies en el Mar de la Tranquilidad, a la vez que pronun- ciaba su famosísima frase, otro hito para la Historia. De verdad que el escritor y yo jamás nos hemos visto, pero nadie me ha conmovido como él al relatar sus prime- ros años en Madrid, recién llegado de Andalucía, porque sus vivencias eran las mías propias. Sobre las líneas de “Sefarad” he viajado hacia atrás en el tiempo y experimentado hasta el 73
  • 74. Queridas palabras dolor esa desolación de los domingos por la tarde, cuando abandonaba mi habitación alquilada y, acompañada por las primeras amigas que había hecho en la capital, llamaba por teléfono a mi familia desde una cabina del locutorio de Telefónica en la Gran Vía, por aquel entonces Avenida de José Antonio. Era el tiempo en que mi madre me daba áni- mos para enfrentarme a mi nueva vida madrileña y mi padre me llamaba cariñosamente “muchachita”. Igual que el chico de provincias que era Muñoz Molina, yo, otra chica de provincias, acudía a una agencia de trans- portes del sur de la ciudad para recoger el esperado paquete que mis padres me enviaban por Todos los Santos, los “Tosantos” gaditanos. Cuando llegaba a mi habitación lo abría con tanta impaciencia y emoción, que derramaba por el suelo la voluminosa cosecha de almendras, nueces y casta- ñas. Y claro que también soñaba con esos trenes que inicia- ban su trayecto en la estación de Atocha, tan lentos, siempre retrasados. Esos más de 700 kilómetros que debían recorrer hasta Cádiz les llevaba de 12 a 14 horas y es que, en palabras de Antonio, es como si los kilómetros fueran más largos en aque- lla época. ¿Y es sólo casualidad que estudiáramos los dos Perio- dismo en Madrid? ¡Quién sabe si no nos habremos cruzado por los atestados pasillos de la Facultad de Ciencias de la Información, antes de convertirse en el escritor famoso y premiado que es hoy! O tal vez hayamos coincidido en el bar de la facultad tomándonos un café o en la biblioteca, prepa- 74
  • 75. Queridas palabras rando algún trabajo o estudiando para un examen. ¡Qué orgullo haber compartido con él cinco años de una juventud que iba convirtiéndose en madurez mientras España cambia- ba tanto y a tal velocidad que nada podía detenerla! Jamás he podido contarle que me he dedicado a enseñar durante demasiado tiempo, mucho más del que mi cuerpo y mi mente podían soportar. Lo he entregado todo a ese bellí- simo y durísimo oficio: juventud, entusiasmo, esperanza, fe en lo que hacía, pasión, amor… Sin embargo, Antonio ya lo sabía, porque cuando describía a Susana Grey, la maestra protagonista de “Plenilunio”, me estaba describiendo a mí. También era permanente, imborrable, la huella que la fatiga de toda una vida con niños había dejado en mi rostro. En mis últimos años de docencia, igual que le sucedía a Susana Grey, sólo podía respirar un aire gastado y cansado desde el momento exacto en que me despertaba cada mañana, tan exhausta como si no hubiera dormido en toda la noche, des- esperada por la perspectiva de una nueva jornada escolar. No siempre había sido así, cuando ese olor a tinta y sudo- res infantiles servían para insuflarme una energía nueva que me ayudaba a vaciarme de todos mis conocimientos y expe- riencias para volcarlos en tantas niñas primero —la enseñan- za no era mixta— y tantos niños después, muchos de los cua- les sentían mi misma pasión por aprender. En sus artículos periodísticos Muñoz Molina me ofrecía sus palabras afiladas y precisas, ungüento maravilloso que me calmaba el dolor de maestra quemada hasta la médula cuando la sociedad, las 75
  • 76. Queridas palabras autoridades académicas y los teóricos de la educación nos culpaban del deterioro de la enseñanza. En “Sefarad”, a Evgenia Ginzburg, dirigente comunista rusa y profesora de la universidad de Kazán, le comunican sus propios camaradas el 1 de septiembre de 1936 que ten- drá que abandonar sus clases. A partir de entonces la inte- rrogan, le dan a entender que será sancionada. En cuanto a mí, el sufrimiento y la persecución que tuve que soportar durante varios años se convirtieron en una enfermedad que me ha apartado para siempre de mi trabajo. Pero sé que la vida que entregué como profesora late hoy en esos antiguos alumnos con los que a veces me encuentro y veo en sus ojos esa chispa de reconocimiento, que me consuela y hace pen- sar que valió la pena. Antonio, mi amigo platónico, con la magia de sus manos de escritor me devuelve a la luz y la felicidad de esa semana en Nueva York, tan intensa, tan parecida al tiempo que él mismo vivió. Si en ese otoño de 2002 hubiera permanecido unos días más en la ciudad, habríamos compartido el frío de diciembre. Asomada a sus “Ventanas de Manhattan”, des- cansando de la feroz travesía por los desiertos de nieve en que se había convertido mi carrera profesional, experimenté con él la sensación de tener por delante toda la vida y toda la literatu- ra, la que me entusiasma leer y la que quisiera escribir. ¡Qué alegría si nos hubiéramos encontrado bajo las bóve- das altísimas y en los vestíbulos de mármoles resonantes de la Grand Central Station, repleta de tiendas rebosantes de la 76
  • 77. Queridas palabras Navidad ya tan cercana! Es cierto que nunca tuve la oportu- nidad de quedar con él para sentarnos en un café y pasarnos la tarde charlando de nuestra experiencia neoyorkina, pero me imagino la escena: los dos sentados a una mesa en un Starbucks cualquiera de Manhattan y, en otra silla, su mochila de caminante por Nueva York. Hablaríamos de “Calle 42”, el mismo musical que los dos habíamos visto en Broadway; de la catedral gótica de John the Divine o tal vez de la impresión que produce contemplar por primera vez la enorme ciudad, con el vacío inquietante dejado por las Torres gemelas, desde la altura del Empire State, sintiendo un viento tan afilado como las esquinas de los edificios… Todo lo que Antonio conoce de mí se lo podría haber contado paseando por el Central Park, bajo los árboles ya completamente pelados en ese otoño agonizante, mientras las confiadas ardillas nos rodeaban. O tal vez recorriendo las salas dedicadas a Egipto del Metropolitan Museum o deteni- dos para admirar las esculturas de granito rosa que represen- tan a Hatshepsut, la extraordinaria mujer faraón. O en el Rockefeller Center y sus ángeles de luz con la trompeta en los labios. Incluso a bordo del barco que nos habría llevado hasta la estatua de la Libertad, en una mañana soleada y con un viento tan fuerte y helado que nos habría hecho llorar. Jamás pude recurrir a una llamada telefónica para contar- le mis preocupaciones o escuchar las suyas. No he podido oír su voz, ni sentir su mirada en mi rostro ni sus gestos de comprensión ante todo lo que me estaba pasando. Porque 77
  • 78. Queridas palabras estoy segura de que él, con esa sensibilidad que se derrama por todo lo que escribe, se habría preocupado por mí como un auténtico amigo, me habría consolado y aconsejado y hecho sentir la impresión halagadora de que la vida puede ser un dejarse llevar por ocupaciones gustosas, de caminatas dominicales por calles soleadas y regresos a una casa cálida y compartida, qui- zás con la expectativa del amor lentamente gozado mientras va pasando la tarde… No, aún no he tenido la suerte de conocerlo a pesar de que aún hoy me sucede cómo a él, cuando repentinamente un sabor o un olor o una música de la radio me hacen ser quien fui hace treinta o cuarenta años, con una intensidad mucho mayor que la conciencia de mi vida de ahora. También vienen a mí las sombras de quienes se fueron para siempre y cuyo recuerdo me sigue doliendo tanto: a él, la ausencia de su padre; a mí, la de mi madre. Ella se marchó en silencio, sin molestar a quienes la rodeábamos y amábamos, igual que había hecho siempre. Cuando sueño la veo viva, sonriente, con esa ale- gría y optimismo que eran sus señas de identidad. Mi madre falleció un día de verano hace años, pero no ha muerto: es mi madre eterna que vive en el mar acunada por las mareas del Atlántico gaditano. Reconozco una vez más que Antonio Muñoz Molina no lo sabe, pero si he tomado prestadas algunas de sus frases, tan perfectas como no hay otras, es porque son para mí fór- mulas mágicas que pueden exorcizar mi alma y mi cuerpo de todos los monstruos y fantasmas que siguen empeñados en 78
  • 79. Queridas palabras perseguirme y torturarme. Tampoco le he explicado nada sobre esta vida nueva que ahora comienzo y en la que no debe haber lugar para los sucesos tan destructivos que con- virtieron mi existencia en un infierno. Me veo obligada a decirle, aunque quizá lo adivine, que tengo que salir de este aislamiento, olvidar miedos, enterrar obsesiones y ansieda- des… Entonces sí que podré acercarme a él para que conoz- ca a esta mujer anónima que soy y cuya vida ha contado tan fielmente en sus libros y artículos sin él sospecharlo jamás. 79
  • 80.
  • 81. Queridas palabras TENGO Menchu Martín …Tengo un libro por escribir, pero tengo mis poesías para compartir. …Tengo un cuadro por pintar, pero tengo unos bocetos para colorear. …Tengo una melodía por componer, pero tengo muchas canciones para responder. …Tengo un árbol por plantar, pero tengo algunas flores para poder regar. …Tengo una amistad por entregar, pero tengo una vida para poderle dedicar. ...Tengo unos recuerdos por olvidar, pero tengo una vida que no quiero desperdiciar. …Tengo mucha ilusión por entregar, y tengo mil caricias para regalar. 81
  • 82. Queridas palabras LUNA Soy amiga de la Luna para explicarle mis recuerdos para que sepa mis angustias para llorar mis tristezas y cantarle mis alegrías, Para compartir mi felicidad. para expresarle mi agradecimiento, mi tranquilidad, por los sentimientos, por la amistad. Soy amiga de la Luna para contarle mis secretos para decirle que lo siento. 82
  • 83. Queridas palabras SI NO ESTÁS Si un día me faltaras, mi vida no tendría sentido, no habría mañanas para empezar y no sería el día una primavera. Si un día yo estoy sola, estaré muerta en vida, me abrazaré a la tristeza en mis noches de soledad, mis latidos serán lentos y mis lágrimas escocerán por el dolor de tu ausencia. Si acaso tú me faltaras, no tendría alma para el bien y el mal, todo daría igual Si tú no estas, no sabré si es otoño o invierno pero nunca, volverá a ser primavera. 83
  • 84. Queridas palabras TE SIENTO Quiero escribir algo y no sé qué es lo llevo muy dentro me aprieta en la sien, me duele en los ojos me quema en la piel. Brota en mis dedos como la tinta que sale de la pluma y pasa al papel. Leo poemas para que me ayuden a aprender, necesito tu presencia y poder escucharte otra vez. Cierro los ojos y te puedo ver tengo tu imagen grabada en mi ser. 84
  • 85. Queridas palabras AMISTAD Pensando en ti, amigo mío, brotan las palabras, nacen los mejores y más nobles pensamientos, quisiera tu facilidad de palabra y poder escribir unos humildes versos. Déjame ser, pañuelo que seque tu llanto, música que acompañe tu canto, tinta para tus poemas, oído para tus quejas, caricias para tus penas. Quisiera poder plasmar en papel todas las sensaciones que me recorren la piel Quisiera ser tu amiga más fiel. 85
  • 86. Queridas palabras QUE EMPIECE LA TARDE OTRA VEZ Estamos construyendo una canción con los versos de nuestros amigos, llena de momentos robados de sentimientos encontrados. Te debo un millón de caricias te debo mil besos mi amor. Te llevo en el alma como una nube que sacia mi sed. Tenemos razones de sobra para seguir, para vivir, para soñar. Compongo los versos mas bellos cuando estoy pensando en ti. Déjame, déjame soñar. Vuélvete, vuélveme a mirar. Bésame, volveré a llorar. 86
  • 87. Queridas palabras El mar escribe con olas el canto del atardecer, el río le pone a la orilla la menta para crecer, el canto que yo te ofrezco, sincero, te juro que así seré. Que no se ponga el sol que las estrellas no te puedan ver, que me roban tus palabras, tu música, tus versos. No quiero que llegue la noche, que empiece la tarde otra vez. 87
  • 88.
  • 89. Queridas palabras AÑO 2300: MUSEO DE HISTORIA NATURAL Andrés Acosta González —Hijo, hoy toca museo. —No papá, no tengo ganas. He quedado con Alex en la aeroestación nº 7. Han montado allí unos holojuegos nue- vos, muy bonitos. —Lo siento hijo. Acuérdate de lo que nos dijo tu profesor el viernes. En los nuevos planes de educación tenemos que ir los padres con los hijos a museos. Y para hacerlo de acuer- do con el esquema de tu colegio, hoy debo llevarte al Museo de Historia Natural. —Vaya rollo. ¿Y qué le digo yo a mis amigos? Me esperan en la aeroestación, ¿sabes? —Lo que tú quieras, lo que se te ocurra. Pero te vienes al museo, porque si no, el colegio da parte al ministerio y a mí me llaman la atención. Por escrito, ¿sabes? Lo peor es que puede tener consecuencias en mi trabajo. Y además, para colmo, me ponen una multa fuerte, eso seguro. Otra cosa: ese chico..., ¿cómo se llama? —Alex —Eso, Alex. ¿A ese muchacho no le pasa lo mismo, su padre no le tiene que acompañar a las actividades que le indica el colegio? 89
  • 90. Queridas palabras —No sé papá, nosotros no hablamos de esas cosas. Lo que creemos es que los colegios y los museos no sirven para nada. —¿Y cómo crees que debéis estudiar entonces? ¿Suponéis que podréis vivir sin saber leer, escribir, sin aprender Matemáticas o Ciencias? —Para todo eso no hace falta ni ir al colegio ni visitar museos. Deberían suprimirlos. En las aeroestaciones, jugan- do, aprendemos todo lo que necesitamos. —Bueno, pues puede ser, pero hijo, yo tengo que cumplir con los deberes que me impone el Estado. Así que, sintién- dolo mucho, llama a tu amigo y dile que le ves mañana en la aeroestación. —Vale papá, ya le llamo. ¡Y que conste que hago esto para que no te ocurra nada, pero no porque esté convencido! El padre y el hijo surcaron las aerovías de la ciudad hasta llegar a un espacio amplio en tierra, situado en el sector nor- deste de la megalópolis. Desde la aeroestación nº 15 se acce- día al Museo de Historia Natural a través de un ascensor. La taquillera leyó la orden escolar y la pasó por una lecto- ra óptica. Comprobada la autenticidad del sello, obtuvieron un pase para el módulo 4, que era el que el profesor reco- mendaba. —Vamos a ver hijo, el papel que nos ha dado tu profesor dice que debemos visitar las áreas 1, 2 y 3 correspondientes a este módulo. 90
  • 91. Queridas palabras Recorrieron varios senderos, perfectamente indicados, y accedieron por fin al módulo nº 4. Ya dentro del mismo, empujaron una puerta que ponía “Área 1”. Traspasado el umbral, el chico puso una cara de espanto y se agarró a su padre. Contemplaba horrorizado lo que allí se exhibía. —Papá, ¿qué es esto tan espantoso?, ¿para qué se guardan estas cosas tan horribles en los museos? Tengo miedo. —Hijo mío, yo no creo que sea tan feo. Es curioso y muy interesante. Me parece bien que se conserven para que los conozcáis. Vosotros y las siguientes generaciones. —No sé. A mí no me gusta ver estos monstruos; son restos de un mundo primitivo lleno de peligros y de seres terribles. —El planeta, hijo mío, estaba antes poblado por estos seres vivos. —¿Y cómo es que se le puede considerar un ser vivo, si está quieto? —No importa. Tiene todos los atributos de un ser vivo: nace, crece, se nutre, se reproduce y muere. —¿Y qué nombre tiene esta monstruosidad viva? —Es un árbol, hijo mío. Esto que contemplas es un árbol. —Sí, el profesor nos ha hablado de ellos. Nos los ha nom- brado a veces. Pero nunca había visto uno. ¿Para qué servían? —Lo importante, hijo mío, no es que sirvieran o no sirvie- ran, sino que formaban parte de la naturaleza. —Ya, pero ahora no están y vivimos tan felices. ¿Para qué los había puesto ahí la naturaleza? —Formaban amplios conjuntos llamados bosques, o bien, 91
  • 92. Queridas palabras domesticados, se les plantaba como adorno en ciudades y pueblos. Además, oxigenaban la atmósfera. —Pero si el oxígeno lo fabricamos sin problemas. —Bueno, pero entonces no conocíamos esas técnicas. La naturaleza suplía nuestra ignorancia. La gran revolución quí- mica de 2050 dio un cambio gigante a la historia de la huma- nidad. —¿Y estos engendros... son todos iguales? —No hijo, éste que ves aquí se llama olivo y produce un fruto con el que durante mucho tiempo, en determinados lugares del planeta, se hacía aceite, aceite comestible. —¿Ácido oleico? —Sí, sí. —Otra tontería. En los laboratorios podemos hacer ácidos orgánicos con la textura, acidez y aroma que queramos, ¿ver- dad? —Claro que sí, hijo, pero vuelvo a decirte lo mismo. Hemos tardado muchos años en adquirir estas capacidades tecnológicas. Hoy somos capaces de fabricar todo lo que necesitemos a partir de materia inorgánica. Eso era impensa- ble hace 100 años. Habla con tu bisabuelo, aún está bien de la cabeza, te responderá a todo lo que le preguntes. Y te harás una idea de cómo era el mundo entonces. Accedieron al área 2 a través de una gran puerta metálica. —Estos bichos, ¿cómo dices que se llaman, papá? 92
  • 93. Queridas palabras —Árboles, hijo, árboles. Mira, esto que ves es otro árbol. Este es un chopo. Crecía cerca de zonas húmedas. Por eso lo han plantado junto a un canal con agua permanente. — ¡Qué alto! Es más grande, pero me da menos miedo. — Tiene una forma más esbelta. Quizás sea por eso. —¿Cómo se llaman estas cosas que les salen a los árboles al final? — Se llaman hojas, y cuelgan de las ramas, esas tiras largas que brotan del tronco. Dentro del área 3 contemplaron el tercer y último de los árboles que el profesor había aconsejado que viesen juntos, de acuerdo con las directrices del Ministerio de Educación: un enorme ejemplar de pino, un pinus canariensis. — Papá, éste me da mucho miedo. — No te hace nada, hijo, tranquilo. Los árboles no pue- den moverse. —Bueno, vámonos ya, ya hemos cumplido. Ya no pueden multarte. Es que no estoy a gusto aquí dentro. Papá, quiero hacerte una pregunta. —Dime, hijo. —Supongo que tendrán mucho cuidado los conservado- res para que estos seres tan horribles no puedan reproducir- se fuera de los muros del museo. —Claro, hijo, hay inspecciones periódicas. No hay peligro. 93
  • 94. Queridas palabras Y así, tras haber cumplido con los deberes educativos, retornaron tranquilos a casa por aerovías que discurrían paralelas a edificios o muros decorados. Todo era cemento, hormigón, ladrillo, suelo y cielo. Felicidad suprema en un mundo sin criaturas informes y espantosas. (Tacoronte, agosto 2006) 94
  • 95. Queridas palabras SONETO CALEIDOSCÓPICO La vida es una brizna entre dos olvidos, un soplo de tiempo al trasluz cazado, estúpido esperpento de un azar callado, con émbolos y paños en espacio herido. La luz taladra el vacío maniatado, huecos del aire, palabra sin boca, canto sin guitarra y viento que toca las teclas de un instrumento desbocado. La infinita quietud se desvanece y se deshace al instante en un suspiro, es un baile que grita a las estrellas, es un canto dolido que estremece, jeroglífico extraño en un papiro, tu desnudo gozoso: la imagen bella. (Tres Cantos, octubre 2005) 95
  • 96. Queridas palabras EL COSMOS MATEMÁTICO Y EL NÚMERO “pi ” p La esfera celeste brillaba entera aquella noche mágica entre las olas que batían la orilla como amapolas. Sobre la arena el sabio griego espera poder trazar circunferencias perfectas. Al salir la Luna redonda y moruna, dibuja con su compás las mil y una redondeces todas cruzadas por rectas. En el cenit el Cisne aguarda callado mientras el sabio divide y divide. Todas sus anotaciones van cuadrando. Siempre obtiene el mismo exacto resultado. Y así un grito exultante la noche mide: ¡Es pi! ¡El número! Y alegre huye saltando. (Tres Cantos, marzo 2004) 96
  • 97. Queridas palabras SONETOS DE AMOR DE VARIADA INTENSIDAD Y CORDURA (5) Eduardo Fernández-Fournier DIECISÉIS AÑOS Tener dieciséis años, pudo ser muy hermoso, con tu hermosa, irritada, distraída sonrisa (¿qué quiere este pesado, no ve que tengo prisa?), cuando te acompañaba, tenaz, voluntarioso. Te reías, si, a veces, decía algo gracioso. Te olvidabas de mí, si me callaba un rato. Un día me detuve, sujetando un zapato, y ni te diste cuenta. Seguiste, paso airoso. Hoy veo tu mirada, también algo irritada, cuando, a veces, en noches sin sueño, te acompaño (¿Qué hace este pesado, recordándome tánto?). Porque nunca tu ausencia nos fue bien explicada, te pregunto... Tú, airosa (tienes dieciséis años), te vas. Y, a mí, me dejas sujetando mi llanto. 97
  • 98. Queridas palabras SONETOS DE AMOR DE VARIADA INTENSIDAD Y CORDURA (6) ENAMORADO (II) He lanzado a mis perros tras tu huella. Han saltado, encelados, de mi pecho, y ahora siguen tu rastro. Ya está hecho. Te cercarán en monte, mar o estrella. Te cercarán, y el miedo no hará mella en ti, cuando aparezcan en tu lecho. Sólo tienen sus bocas al acecho para lamer tu mano, ayer doncella. Ahora soy cazador, y soy la flecha dirigida a tu rastro, y la jauría que al fin te alcanzará, no sé en qué fecha. Ya no habrá cazador, desde ese día; Cazado seré yo, rendido y preso, en el lazo tan suave de tu beso. Escrito hacia 1960 José Hierro me invitó, entonces, a leer éste y otros sonetos en el Ateneo de Madrid. 98
  • 99. Queridas palabras SONETOS DE AMOR DE VARIADA INTENSIDAD Y CORDURA (7) A MI ABUELA ANGELITA. (TRISTE POEMA DE AMOR) Después de ver LOS ÁRBOLES MUEREN DE PIE, de Alejandro Casona, hace muchos años, me dio por pensar que la figura central de la familia, en Asturias, es la abuela. Cuando estuve sin tí, fui niño triste, me llevó, el coco, un día, de tu lado. Volvió contigo un niño atribulado, ¡Cuánta paciencia, cuánto amor me diste! De mi barco pequeño, puerto fuiste. ¿Que le da al puerto, el barco fondeado? Sería poco, decir que me quisiste. Decir que yo te quise, demasiado. Desigual, nuestro amor. Con barco y puerto, quiero expresar que tanto me quisiste. No digo “me quisiste”, sería poco. Y, pues zarpé y volé hacia mar abierto, y ni pensé si tú quedabas triste, “yo te quise”, no diré yo, tampoco. 99
  • 100. Queridas palabras SONETOS DE AMOR DE VARIADA INTENSIDAD Y CORDURA (8) POEMA DE AMOR QUE NUNCA PUDO SER ESCRITO Aunque no eran dos pájaros, se marcharon volando. Eran mis manos, tristes por dejar tu cintura. No eran ojos de un águila rotos por la hermosura del sol, los que volaban. Eran míos, llorando sangre por ya no verte. ¿Estaba comenzando el fin del mundo? ¿Traca en una noche oscura? El mundo continuaba, y era de día, cuando ocurrió este poema de horror y de locura. Tus manos en mis manos, muy juntos nuestros cuerpos. Estos gestos hermosos son cosa del pasado, amor, por una simple razón: Estamos muertos. Muertos y separados, tras un instante unidos. ¿Fue siquiera un instante, amor? Cuando ha estallado la bomba, y nos ha roto en mil pájaros perdidos. 100
  • 101. Queridas palabras DETRÁS DEL ESPEJO Rodrigo García—Quismondo Clara también había sido una niña, pero no había muchas cosas que lo probasen, porque mamá nunca había sido aficionada a conservar sus recuerdos. No estaban ya las muñecas, ni los libros, ni los cuadernos del colegio, ni el ves- tido blanco con el que había estrenado la primavera en un Domingo de Ramos. Ya no estaban los cuentos de papá, ni las flores silvestres que cogían en el campo para llevarle a ma- má, de vez en cuando. Ni siquiera estaba ya papá. Sólo unas cuantas fotografías, reían aún, entre las páginas de un álbum de cartulina, la sonrisa en blanco y negro de una niña morena y alegre de grandes ojos negros. Y ese mila- gro de la alquimia, era la única prueba de que ella también había sido una niña. También estaban los recuerdos, el olor de los libros nue- vos y los borradores de nata. El sabor de las minas de los lápi- ces y el sabor de las lágrimas. La suavidad de la piel los domingos por la mañana después del baño, y el brillo del pelo bajo la luz del sol que filtraban las cortinas del salón. También estaba el abrazo de los besos de papá, y el calor pro- tector de su mano cuando iban de paseo. Y el recuerdo del 101