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Nacional de España.
Cuentos de amor
Emilia Pardo Bazán
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
Cuentos de amor
PREFACIO
EL AMOR ASESINADO
EL VIAJERO
EL CORAZÓN PERDIDO
MI SUICIDIO
LA ÚLTIMA ILUSIÓN DE DON JUAN
DESQUITE
EL DOMINÓ VERDE
LA AVENTURA DEL ÁNGEL
EL FANTASMA
LA PERLA ROSA
UN PARECIDO
MEMENTO
LA CAJA DE ORO
LA SIRENA
ASÍ Y TODO...
LA CABELLERA DE LAURA
DELINCUENTE HONRADO
PRIMER AMOR
LA INSPIRACIÓN
CHAMPAGNE
SOR APARICIÓN
¿JUSTICIA?
MÁS ALLÁ
LA CULPABLE
LA NOVIA FIEL
AFRA
CUENTO SOÑADO
LOS BUENOS TIEMPOS
SARA Y AGAR
MALDICIÓN DE GITANA
LA BICHA
SANGRE DEL BRAZO
CONSUELO
LA NOVELA DE RAIMUNDO
EL ENCAJE ROTO
MARTINA
APÓLOGO
A SECRETO AGRAVIO...
LA RELIGIÓN DE GONZALO
EL PANORAMA DE LA PRINCESA
REMORDIMIENTO
TEMPRANO Y CON SOL...
SÍ, SEÑOR
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PREFACIO

TRANQUILÍZATE, lector: no se trata de un prólogo grave pegado á un


libro de entretenimiento, lastre de plomo de algo tan leve como el ala de la
mariposa: sólo encontrarás aquí unas cuantas advertencias, por otra parte
innecesarias si para mí no rigiesen distintas leyes que para los demás
autores, y si en mí no se calificase de delito lo que en ellos es acción
indiferente, cuando no gracia merecedora de aplauso.
No ignorarás que he escrito á estas fechas gran número de cuentos,
pero acaso te sorprenda si digo que pasan de cuatrocientos, y á todo correr
se acercan á quinientos ya. No pocos, antes de ser recogidos en volumen,
andan vertidos á varias lenguas en tierras muy lejanas, á pesar del descuido
de una autora que no por indiferencia ni por desdén, sino por falta de
tiempo, suele no contestar á las amables cartas de sus bondadosos
traductores.
De estos cuatrocientos y pico de cuentos hay tres ó cuatro de los cuales
se murmuró; para decir más verdad, de quien se murmuró no fué de ellos,
sino de mí, negándome la propiedad del asunto. Ninguno de los incluídos
en el presente volumen ha sido discutido, que yo sepa, en concepto tal; pero
me adelanto, lector, á advertirte que tres de los que aquí te ofrezco no son
míos por el asunto, y cinco ó seis tampoco son patrimonio de mi inventiva,
sino narraciones de casos auténticos y reales—lo que Fernán Caballero
llamaba sucedidos.—Yo los vestí y arreglé á mi manera, unas veces por
gusto y capricho, otras, sobre todo cuando se trata de sucesos recientes, por
respetos á la vida privada ajena.
Al ver la luz en El Imparcial el cuento titulado La sirena, consigné en
nota que su asunto estaba tomado de un lindo y breve apólogo de Leopoldo
Trenor, La gata blanca. Después hubo quien me aseguró que el apólogo, á
su vez, se funda en una poesía alemana. No he podido comprobar la
aserción, y queda rectificada de antemano, si fuese inexacta y si el señor
Trenor, en vez de hacer como yo hice, hubiese concebido la idea primera
del apólogo.
La cabellera de Laura es libre glosa de un ejemplo que refiere el
franciscano Padre Juan Laguna en sus Casos raros de vicios y virtudes para
escarmiento de pecadores.—Mi suicidio y Cuento soñado, son
pensamientos que me sugirió platicando el ilustre y venerable Campoamor;
y aunque él, á fuer de opulento, no reclamaría nunca esas dos perlitas, me
complazco en agradecerle el donativo y en pedirle excusas por el engarce.
Y pues se trata de perlas, vamos á La perla rosa. Verdaderamente me
asombra, lector entendido, que mis vigilantes aduaneros y agentes del
resguardo no hayan gritado ¡matute! cuando inserté ese cuento en El
Liberal. Me denuncio, ya que ellos se duermen. A los pocos meses de
aparecer en El Liberal La perla rosa, ví en el mismo diario un cuento ajeno,
firmado por León de Tinseau, y titulado La perla negra, que, además de la
semejanza del título, ofrecía coincidencias de asunto. En ambos cuentos, la
pérdida de una perla descubre la falta de una mujer. Leído el cuento de
Tinseau, tuve esperanzas de que fuese posterior en fecha al mío, y escribí á
Miguel Moya rogándole me dijese dónde lo había encontrado. Al saber que
en un libro que lleva por epígrafe Mon oncle Alcide, lo encargué á Francia,
y ví que estaba impreso hacía tres ó cuatro años. Por lo tanto, á la letra, yo
soy quien ha aprovechado una idea de Tinseau. Los que no den crédito á mi
afirmación de que ni sospechaba la existencia de La perla negra cuando
escribí La perla rosa, dueños son de afirmar á su vez que ésta es hija de
aquélla. Sin falsa modestia, debo añadir que La perla rosa tiene mejor
oriente.
Con igual sinceridad declaro que si el cuento de Tinseau resultase
escrito después que el mío, no por eso creería yo á ojos cerrados que era
imitación ó copia. Algún celebrado escritor español podría atestiguar que no
padezco la obsesión de tomar las coincidencias fortuitas por atentados
contra mi propiedad; algún francés podría dar fe de lo mismo. Ideas
análogas se les ocurren á escritores contemporáneos sujetos á influencias
similares, y no lo dudará nadie que conozca la historia literaria. No insisto,
porque he prometido no cansarte, lector, al menos á sabiendas.
Supongo que no necesita apología el hecho de que varios cuentos míos
se funden en sucesos reales. Las corrientes vienen y van; hace veinte años,
tal vez incurriría en censura de los doctores de la iglesia crítica, no por
basar en la realidad ciertos cuentos, sino por inventar de pies á cabeza la
inmensa mayoría de los que escribo. Ambos procedimientos, á mi entender,
son igualmente lícitos, como lo es el refundir asuntos ya tratados, ó el
buscarlos en la tradición y la sabiduría popular ó folklore. No hay género
más amplio y libre que el cuento; no hay, entre los más insignes, cuentista
algo fecundo que no explote todas las canteras y filones, empezando por el
de su propia fantasía y siguiendo por los variadísimos que le ofrecen las
literaturas antiguas y modernas, escritas y orales. De chascarrillos que
corrían de boca en boca se hizo recientemente un libro, redactado por
ilustres escritores, y en el Prólogo que lo encabeza, una pluma famosísima
consignó el principio de que al cuentista le basta la propiedad de la forma
de que sabe revestir el cuento más resobado, trillado y vulgar. El principio
estaba ya sancionado por la práctica, y no era necesario el nuevo ejemplo
para legitimar lo que de tiempo inmemorial venía practicándose.
Por otra parte, quizás nunca como ahora ha sobreabundado la
invención en los cuentistas. Antaño era usual apoderarse de una colección
de apólogos ó fábulas orientales—persas ó chinas, árabes ó indianas—y, sin
más ceremonias, traduciéndolas y adaptándolas en lenguaje castizo, se
graduaba un escritor de cuentista y de moralista. El cuento literario original
es relativamente novísimo en las literaturas occidentales: procede de la
transformación de la poesía épico-lírica, y tiene precedentes, no sólo en los
fabliaux y en los ejemplos de los libros devotos (aun hoy mina inagotable
para el cuentista) sino en ciertas composiciones poéticas con argumento;
verbi-gracia, las Cantigas de Alfonso el Sabio y las baladas alemanas. Noto
particular analogía entre la concepción del cuento y la de la poesía lírica:
una y otra son rápidas como un chispazo, y muy intensas—porque á ello
obliga la brevedad, condición precisa del cuento.—Cuento original que no
se concibe de súbito, no cuaja nunca. Días hay—dispensa, lector, estas
confidencias íntimas y personales—en que no se me ocurre ni un mal
asunto de cuento, y horas en que á docenas se presentan á mi imaginación
asuntos posibles, y al par siento impaciencia de trasladarlos al papel.
Paseando ó leyendo; en el teatro ó en ferrocarril; al chisporroteo de la llama
en invierno y al blando rumor del mar en verano, saltan ideas de cuentos
con sus líneas y colores, como las estrofas en la mente del poeta lírico, que
suele concebir de una vez el pensamiento y su forma métrica. De las ideas
que en tropel me acuden, no aprovecho la mitad; desecho infinitas, no sólo
por creerlas desde el primer instante indignas de vivir, sino porque algunas
me parecen atrevidas, peligrosas y capaces de horripilarte, ¡oh lector no
siempre benévolo! Si esto pasa con las ideas de cosecha propia, en mayor
proporción quizás acontece con las que me sugieren los libros viejos, y
sobre todo, las que se fundan en datos de la vida real. Por fuerte y viva que
supongamos la fantasía de un escritor, jamás llega al límite de la realidad
posible. Cuanto pudiésemos fingir, queda muy por bajo de lo verdadero.
Llamamos inverosímil á lo inusitado; pero no hay acaecimiento extraño,
monstruoso, espeluznante y peregrino que no conozcamos por la realidad.
Lo saben los de mi profesión: nunca se puede incorporar á la literatura toda
la verdad observada, so pena de ser tildado de extravagante, de escritor
descabellado y de bárbaro sin gusto ni delicadeza; y sin embargo, las
mayores osadías y crudezas de la pluma, aunque sea de hierro y la mojemos
en ácido sulfúrico, son blandenguerías para lo que escribe en caracteres de
fuego la realidad tremenda.
He observado el estremecimiento del público ante ciertos cuentos
verdaderos. Ahí están, para ejemplo en el presente tomo, Los buenos
tiempos y Sor Aparición. De Sor Aparición se espantó mucha gente. Releo
el cuento despacio y no puedo explicarme tal horror, sino por la crueldad de
lo real que palpita en él. La narración pienso que está hecha en términos
bien honestos, con el mayor recato y decoro posible; además, he modificado
la historia, y presentado á la infeliz enamorada del burlador Camargo
cuando ejercita la más rigurosa y ejemplar penitencia. Tantos años de
mortificación y de lágrimas la impuse, que deben bastar para sosiego del
más asombradizo. La verdad estricta es que ignoro el paradero de la víctima
de esa broma infame, dada por uno de nuestros mayores poetas románticos.
No sé si entró en un convento, si se entregó á la disipación, ó si vegetó en la
indiferencia; pero me ha parecido que, dentro de la concepción ideal del
cuento, tenía que expiar su yerro para ennoblecer su desventura. Y cátate
que, así y todo, bastante gente se persignó, como se persignó al leer Los
buenos tiempos, historia trágica de la cual se conservan testimonios y
recuerdos todavía. Acaso el público sea hoy mas nervioso é impresionable
que en otras épocas; sólo así se comprende que de libros de devoción
clásicos y venerables no se pueda extraer un cuento sin que se alborote el
cotarro y se desquicie la bóveda celeste. De esto volveremos á hablar, oh
lector, cuando publique mis Cuentos sacro-profanos.

EMILIA PARDO BAZÁN.


EL AMOR ASESINADO

NUNCA podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de
zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto de
reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo
que sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el
Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á la
zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se
deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la viajera.
En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa
y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos
juntos».
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien
resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y
claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un
anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar la
apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la
estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos
pinchos, y se encarceló voluntariamente,—sólo consiguió Eva que el Amor
entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado ó por el
agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose
á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo ducho que es en
tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del
aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva
se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante á
la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor,
Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á toda
costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y
Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo
obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque
poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de
suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y
desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de
miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole
sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz
velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se
destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca fuente.
Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle
golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vió
calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á extrangularle,
apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves
instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una
lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca
purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus
dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas,
entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos
instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas
color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada,
libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos
enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del
quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni
se rebullía: estaba muerto,—tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un
dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su
pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su
mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.

EL VIAJERO

FRÍA, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia


caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó tres veces
que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver si aplacaba la
tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el
rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la
casa.
Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó
Marta distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento
plañidero y apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia
aconsejaba á Marta desoirlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún
vecino honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los
perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de
aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un
hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que le
consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni llama
á puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y
recogidas. Mas la reflexión, persona dignísima y muy señora mía, tiene el
maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos
y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera
según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el
corazón de la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo, preguntase
compadecida: «¿Quién llama?» Voz de tenor dulce y vibrante respondió en
tono persuasivo: «Un viajero.» Y la bienaventurada de Marta, sin meterse
en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la
llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortesmente; y quitándose con gentil
desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la
capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca
de la lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía á mirarle,
porque en aquel punto la consabida tardía reflexión empezaba á hacer de las
suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero que llama, es ligereza
notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los ojos, vió de soslayo que
su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste,
aire de señor acostumbrado al mando y á ocupar alto puesto. Sintióse Marta
encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y
la decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á
fin de disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al
viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese á dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el
sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para
que se ausentase el huésped. Y sucedió que éste, cuando bajó, ya
descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni
tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y
embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor para decirle que ella
no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más
dueño ni más amo que aquel viajero á quien en una noche tempestuosa tuvo
la imprevisión de acoger. El mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda,
veloz como el pensamiento.
No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía
en continua zozobra y pena. He calificado de amo al viajero, y tirano debí
llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían á
Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente, afectuoso,
zalamero, humilde; pero fué creciéndose y tomando fueros, hasta no haber
quien le soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el
deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía
temerse ó esperarse, estaba frenético ó contentísimo, pasando, en menos
que se dice, del enojo al halago y de la risa á la rabia. Padecía arrebatos de
furor y berrinches injustos é insensatos, que á los dos minutos se convertían
en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba como
un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba á Marta de
improperios, ya la prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más
rendidas.
Sus extravagancias eran á veces tan insufribles, que Marta, con los
nervios de punta, el alma de través y el corazón á dos dedos de la boca,
maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo
malo es que cuando justamente Marta, apurada la paciencia, iba á saltar y á
sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una
sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba
instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar,
sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Qué en olvido las tenía puestas,... cuando el huésped, á medias
palabras y con precauciones y rodeos, anunció que ya había llegado la
ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que
la arrancó la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que sonreía
tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas consoladoras, promesas de
escribir, de volver, de recordar. Y como Marta, en su amargura, balbucía
reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por
vía de disculpa: «Bien te dije, niña, que soy un viajero. Me detengo, pero no
me estaciono; me poso, no me fijo.» Y habéis de saber que sólo al oir esta
declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas
de su sér, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el
Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del
orbe.
Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está él!),
sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el
Amor se fué, embozado en su capa, ladeado el chambergo—cuyas plumas,
secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente—en busca de nuevos
horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y defendidas. Y Marta
quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de sustos, de temores, de alarmas,
y entregada á la compañía de la grave y excelente reflexión, que tan bien
aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado;
sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa,
cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta,
apoyando la mano sobre su corazón, que la duele á fuerza de latir
apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama á la puerta el huésped.

EL CORAZÓN PERDIDO

YENDO una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un


objeto rojo: me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí
cuidadosamente. Debe de habérsele perdido á alguna mujer—pensé al
observar la blandura y delicadeza de la tierna víscera que, al contacto de
mis dedos, palpitaba como si estuviese todavía dentro del pecho de su
dueña.—Lo envolví con esmero en un blanco paño, lo abrigué, lo escondí
bajo mi ropa, y me dediqué á averiguar quien era la mujer que había
perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos
maravillosos anteojos, que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa
interior, de la carne y de las costillas—como por esos relicarios que son el
busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal—el lugar
que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente á la
primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro! la mujer no tenía corazón. Ella
debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fué que, al
decirla yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba á sus órdenes
por si gustaba recogerlo, la mujer indignada juró y perjuró que no había
perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía
perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de
la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios
santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado,
sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando la
ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso
admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que ó la
faltaba el corazón, ó era tan descuidada que había podido perderlo así en la
vía pública sin que lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas,
morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y á todas las eché los
anteojos y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el
órgano, ó no había existido nunca, ó se había perdido tiempos atrás. Y
todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de
que carecían, negábanse á aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin
él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la
oferta, ya porque no se atrevían á arrostrar el peligro de poseer un corazón.
—Iba desesperando de restituir á un pecho de mujer el pobre corazón
abandonado, cuando por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes,
acerté á ver que pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho ¡por fin!
distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y
sentía. No sé por qué—pues reconozco que era un absurdo brindar corazón
á quien lo tenía tan vivo y tan despierto—se me ocurrió hacer la prueba de
presentarla el que habían desechado todas; y he aquí que la niña, en vez de
rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en
mi fatiga, iba á dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más
pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían
hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la
amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en
ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse á suprimir uno
de sus dos corazones, ó los dos á un tiempo, diríase que se complacía en
vivir doble vida espiritual queriendo, gozando y sufriendo por duplicado,
sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura
era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves
instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y
tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y
aseguraron que, lo que la arrebataba de este mundo era la ruptura de un
aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno
comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar
asilo en su pecho á un corazón perdido en la calle.
MI SUICIDIO

A Campoamor.

Muerta ella; tendida, inerte, en el horrible ataúd de barnizada caoba


que aun me parecía ver con sus doradas molduras de antipático brillo, ¿qué
me restaba en el mundo ya? En ella cifraba yo mi luz, mi regocijo, mi
ilusión, mi delicia toda... y desaparecer así, de súbito, arrebatada en la flor
de su juventud y de su seductora belleza, era tanto como decirme con
melodiosa voz—la voz mágica, la voz que vibraba en mi interior
produciendo acordes divinos: «Pues me amas, sígueme.»
¡Seguirla! Sí; era la única resolución digna de mi cariño, á la altura de
mi dolor, y el remedio para el eterno abandono á que me condenaba la
adorada criatura huyendo á lejanas regiones. Seguirla, reunirme con ella,
sorprenderla en la otra orilla del río fúnebre... y estrecharla delirante,
exclamando: «Aquí estoy. ¿Creías que viviría sin ti? Mira como he sabido
buscarte y encontrarte y evitar que de hoy más nos separe poder alguno de
la tierra ni del cielo.»

............

Determinado á realizar mi propósito, quise verificarlo en aquel mismo


aposento donde se deslizaron insensiblemente tantas horas de ventura,
medidas por el suave ritmo de nuestros corazones... Al entrar olvidé la
desgracia, y pareciome que ella, viva y sonriente, acudía como otras veces á
mi encuentro, levantando la cortina para verme más pronto, y dejando
irradiar en sus pupilas la bienvenida, y en sus mejillas el arrebol de la
felicidad.—Allí estaba el amplio sofá donde nos sentábamos tan juntos
como si fuese estrechísimo; allí la chimenea hacia cuya llama tendía los
piececitos, y á la cual yo, envidioso, los disputaba abrigándolos con mis
manos, donde cabían holgadamente; allí la butaca donde se aislaba, en los
cortos instantes de enfado pueril que duplicaban el precio de las
reconciliaciones; allí la gorgona de irisado vidrio de Salviati, con las
últimas flores, ya secas y pálidas, que su mano había dispuesto
artísticamente para festejar mi presencia... Y allí, por último, como
maravillosa resurrección del pasado, inmortalizando su adorable forma,
ella, ella misma... es decir, su retrato, su gran retrato de cuerpo entero, obra
maestra de célebre artista, que la representaba sentada, vistiendo uno de mis
trajes preferidos, la sencilla y cándida bata de blanca seda que la envolvía
en una nube de espuma. Y era su actitud familiar, y eran sus ojos verdes y
lumínicos que me fascinaban, y era su boca entreabierta, como para
exclamar, entre halago y reprensión, el «¡qué tarde vienes!» de la
impaciencia cariñosa; y eran sus brazos redondos, que se ceñían á mi cuello
como la ola al tronco del náufrago, y era, en suma, el fidelísimo trasunto de
los rasgos y colores, al través de los cuales me había cautivado un alma;
imagen encantadora que significaba para mí lo mejor de la existencia... Allí,
ante todo cuanto me hablaba de ella y me recordaba nuestra unión; allí, al
pie del querido retrato, arrodillándome en el sofá, debía yo apretar el gatillo
de la pistola inglesa de dos cañones—que lleva en su seno el remedio de
todos los males y el pasaje para arribar al puerto donde ella me aguardaba...
—Así no se borraría de mis ojos ni un segundo su efigie: los cerraría
mirándola, y volvería á abrirlos, viéndola no ya en pintura, sino en
espíritu...
La tarde caía; y como deseaba contemplar á mi sabor el retrato al
apoyar en la sien el cañón de la pistola, encendí la lámpara y todas las
bujías de los candelabros. Uno de tres brazos había sobre el secreter de palo
de rosa con incrustaciones, y al acercar al pábilo el fósforo, se me ocurrió
que allí dentro estarían mis cartas, mi retrato, los recuerdos de nuestra
dilatada é íntima historia. Un vivaz deseo de releer aquellas páginas me
impulsó á abrir el mueble.
Es de advertir que yo no poseía cartas de ella: las que recibía
devolvíalas una vez leídas, por precaución, por respeto, por caballerosidad.
Pensé que acaso ella no había tenido valor para destruirlas, y que de los
cajoncitos del secreter volvería á alzarse su voz insinuante y adorada,
repitiendo las dulces frases que no habían tenido tiempo de grabarse en mi
memoria. No vacilé—¿vacila el que va á morir?—en descerrajar con
violencia el primoroso mueblecillo. Saltó en astillas la cubierta, y metí la
mano febrilmente en los cajoncitos, revolviéndolos ansioso.
Sólo en uno había cartas.—Los demás los llenaban cintas, joyas,
dijecillos, abanicos y pañuelos perfumados.—El paquete, envuelto en un
trozo de rica seda brochada, lo tomé muy despacio, lo palpé como se palpa
la cabeza del ser querido antes de depositar en ella un beso, y acercándome
á la luz, me dispuse á leer. Era letra de ella: eran sus queridas cartas. Y mi
corazón agradecía á la muerta el delicado refinamiento de haberlas
guardado allí, como testimonio de su pasión, como codicilo en que me
legaba su ternura.
Desaté, desdoblé, empecé á deletrear... Al pronto creía recordar las
candentes frases, las apasionadas protestas y hasta las alusiones á detalles
íntimos, de esos que sólo pueden conocer des personas en el mundo. Sin
embargo, á la segunda carilla, un indefinible malestar, un terror vago,
cruzaron por mi imaginación, como cruza la bala por el aire antes de herir.
Rechacé la idea; la maldije; pero volvió, volvió... y volvió apoyada en los
párrafos de la carilla tercera, donde ya hormigueaban rasgos y pormenores
imposibles de referir á mi persona y á la historia de mi amor... A la cuarta
carilla, ni sombra de duda pudo quedarme: la carta se había escrito á otro, y
recordaba otros días, otras horas, otros sucesos, para mí desconocidos...
Repasé el resto del paquete; recorrí las cartas una por una, pues todavía
la esperanza terca me convidaba á asirme de un clavo ardiendo... Quizá las
demás cartas eran las mías, y sólo aquella se había deslizado en el grupo
como aislado memento de una historia vieja y relegada al olvido... Pero al
examinar los papeles; al descifrar, frotándome los ojos, un párrafo aquí y
otro acullá, hube de convencerme: ninguna de las epístolas que contenía el
paquete había sido dirigida á mí... Las que yo recibí y restituí con
religiosidad, probablemente se encontraban incorporadas á la ceniza de la
chimenea; y las que, como un tesoro, ella había conservado siempre, en el
oculto rincón del secreter, en el aposento testigo de nuestra ventura...
señalaban, tan exactamente como la brújula señala el norte, la dirección
verdadera del corazón que yo juzgara orientado hacia el mío... ¡Más dolor,
más infamia! De los terribles párrafos, de las páginas surcadas por
rengloncitos de una letra que yo hubiese reconocido entre todas las del
mundo saqué en limpio que tal vez... al mismo tiempo ó muy poco antes... Y
una voz irónica gritábame al oído: «Ahora sí... ahora sí que debes
suicidarte, desdichado!»
Lágrimas de rabia escaldaron mis pupilas; me coloqué, según había
resuelto, frente al retrato; empuñé la pistola, alcé el cañón... y apuntando
fríamente, sin prisa, sin que me temblase el pulso... con los dos tiros...
reventé los dos verdes y lumínicos ojos, que me fascinaban.

LA ÚLTIMA ILUSIÓN DE DON JUAN

LAS gentes superficiales, que nunca se han tomado el trabajo de observar al


microscopio la complicada mecánica del corazón, suponen buenamente que
á don Juan, el precoz libertino, el burlador sempiterno, le bastan para su
satisfacción los sentidos y á lo sumo la fantasía, y que no necesita ni gasta
el inútil lujo del sentimiento, ni abre nunca el dorado ajimez donde se
asoma el espíritu para mirar al cielo cuando el peso de la tierra le oprime. Y
yo os digo en verdad que eses gentes superficiales se equivocan de medio á
medio y son injustas con el pobre don Juan, á quien sólo hemos
comprendido los poetas, los que tenemos el alma inundada de caridad y
somos perspicaces... cabalmente porque, cándidos en apariencia, creemos
en muchas cosas.
A fin de poner la verdad en su punto, os contaré la historia de cómo
alimentó y sostuvo don Juan su última ilusión... y cómo vino á perderla.
Entre la numerosa parentela de don Juan—que dicho sea de paso, es
hidalgo como el Rey—se cuentan unas primitas provincianas muy
celebradas de hermosas. La más joven, Estrella, se distinguía de sus
hermanas por la dulzura del carácter, la exaltación de la virtud y el fervor de
la religiosidad, por lo cual en su casa la llamaban la beatita. Su rostro
angelical no desmentía las cualidades del alma: parecíase á una Virgen de
Murillo, de las que respiran honestidad y pureza (porque algunas, como la
morena de la servilleta, llamada Refitolera, sólo respiran juventud y vigor).
Siempre que el humor vagabundo de don Juan le impulsaba á darse una
vuelta por la región donde vivían sus primas, iba á verlas, frecuentaba su
trato, y pasaba con Estrella pláticas interminables. Si me preguntáis qué
imán atraía al perdido hacia la santa, y más aún á la santa hacia el perdido,
os diré que era quizás el mismo contraste de sus temperamentos... y después
de esta explicación, nos quedaremos tan enterados como antes.
Lo cierto es que mientras don Juan galanteaba por sistema á todas las
mujeres, con Estrella hablaba en serio, sin permitirse la más mínima
insinuación atrevida; y que mientras Estrella rehuía el trato de todos los
hombres, veníase á la mano de don Juan como la mansa paloma, confiada,
segura de no mancharse el plumaje blanco. Las conversaciones de los
primos podía oirlas el mundo entero: después de horas de charla inofensiva,
reposada y dulce, levantábanse tan dueños de sí mismos, tan tranquilos, tan
venturosos, y Estrella volaba á la cocina ó á la despensa á preparar con
esmero algún plato de los que sabía que agradaban á don Juan. Saboreaba
éste, más que las golosinas, el mimo con que se las presentaban, y la
frescura de su sangre y la anestesia de sus sentidos le hacían bien, como un
refrigerante baño al que caminó largo tiempo por abrasados arenales.
Cuando don Juan levantaba el vuelo, yéndose á las grandes ciudades
en que la vida es fiebre y locura, Estrella le escribía difusas cartas, y él
contestaba en pocos renglones,—pero siempre.—Al retirarse á su casa al
amanecer, tambaleándose, aturdido por la bacanal ó vibrantes aún sus
nervios de las violentas emociones de la profana cita; al encerrarse para
mascar, entre risa irónica, la hiel de un desengaño—porque también don
Juan los cosecha;—al prepararse al lance de honor templando la voluntad
para arrostrar impávido la muerte; al reir, al blasfemar, al derrochar su
mocedad y su salud cual pródigo insensato de los mejores bienes que nos
ofrece el cielo, don Juan reservaba y apartaba, como se aparta el dinero para
una ofrenda á Nuestra Señora, diez minutos que dedicar á Estrella. En su
ambición de cariño, aquella casta consagración de un ser tan delicado y
noble representaba el sorbo de agua que se bebe en medio del combate y
restituye al combatiente fuerzas para seguir lidiando. Traiciones, falsías,
perfidias y vilezas de otras mujeres podían llevarse en paciencia, mientras
en un rincón del mundo alentase el leal afecto de Estrella la beatita. A cada
carta ingenua y encantadora que recibía don Juan, soñaba el mismo sueño;
se veía caminando difícilmente por entre tinieblas muy densas, muy frías,
casi palpables, que rasgaban por intervalos la luz sulfurosa del relámpago y
el culebreo del rayo; pero allá lejos, muy lejos, donde ya el cielo se
esclarecía un poco, divisaba don Juan blanca figura velada, una mujer con
los ojos bajos, sosteniendo en la diestra una lamparita encendida y
protegiéndola con la izquierda. Aquella luz no se apagaba jamás.
En efecto, corrían años; don Juan se precipitaba más, despeñado por la
pendiente de su delirio, y las cartas continuaban con regularidad inalterable,
impregnadas de igual ternura latente y serena. Eran tan gratas á don Juan
estas cartas, que había determinado no volver á ver á su prima nunca,
temeroso de encontrarla desmejorada y cambiada por el tiempo, y no tener
luego ilusión bastante para sostener la correspondencia. A toda costa
deseaba eternizar su ensueño, ver siempre á Estrella con rostro murillesco,
de santita virgen de veinte años. Las epístolas de don Juan, á la verdad,
expresaban vivo deseo de hacer á su prima una visita, de renovar la charla
sabrosa; pero como nadie le impedía á don Juan realizar este propósito, hay
que creer, pues no lo realizaba, que no debía de apretarle mucho.
Eran pasados dos lustros, cuando un día recibió don Juan, en vez del
ancho pliego acostumbrado, escrito por las cuatro carillas y cruzado
después, una esquelita sin cruzar, grave y reservada en su estilo, y en que
hasta la letra carecía del abandono que imprime la efusión del espíritu
guiando la mano y haciéndola acariciar, por decirlo así, el papel. ¡Oh mujer,
oh agua corriente, oh llama fugaz, oh soplo de aire! Estrella pedía á don
Juan que ni se sorprendiese ni se enojase, y le confesaba que iba á casarse
muy pronto... Se había presentado un novio á pedir de boca, un caballero
excelente, rico, honrado, á quien el padre de Estrella debía atenciones sin
cuento; y los consejos y exhortaciones de todos habían decidido á la santita,
—que esperaba, con la ayuda de Dios, ser dichosa en su nuevo estado y
ganar el cielo.
Quedó don Juan absorto breves instantes; luego arrugó el papel y lo
lanzó con desprecio á la encendida chimenea. ¡Pensar que si alguien le
hubiese dicho dos horas antes que podía casarse Estrella, al tal le hubiese
tratado de bellaca calumniador! ¡Y se lo participaba ella misma, sin rubor,
como el que cuenta la cosa más natural y lícita del mundo!
Desde aquel día don Juan, el alegre libertino, ha perdido su última
ilusión; su alma va peregrinando entre sombras, sin ver jamás el
resplandorcito de la lámpara suave que una virgen protege con la mano; y el
que aún tenía algo de hombre, es solo fiera, con dientes para morder y
garras para destrozar sin misericordia. Su profesión de fe es una carcajada
cínica, su amor un latigazo que quema y arranca la piel haciendo brotar la
sangre...
Me diréis que la santita tenía derecho á buscar felicidades reales y
goces siempre más puros que los que libaba sin tregua su desenfrenado
ídolo. Y acaso diréis muy bien, según el vulgar sentido común y la enana
razoncilla práctica. ¡Que esa enteca razón os aproveche! En el sentir de los
poetas, menos malo es ser galeote, del vicio que desertor del ideal. La
santita pecó contra la poesía y contra los sueños divinos del amor
irrealizable.—Don Juan, creyendo en su abnegación eterna, era, de los dos,
el verdadero soñador.

DESQUITE

TRIFÓN Liliosa nació raquítico y contrahecho, y tuvo la malaventura de no


morirse en la niñez. Con los años creció más que su cuerpo su fealdad, y se
desarrolló su imaginación combustible, su exaltado amor propio y su
nervioso temperamento de artista y de ambicioso. A los quince, Trifón,
huérfano de madre desde la cuna, no había escuchado una palabra cariñosa;
en cambio había aguantado innumerables torniscones, sufrido continuas
burlas y desprecios, y recibido el apodo de Fenómeno; á los diez y siete se
escapaba de su casa, y, aprovechando lo poco que sabía de música, se
contrataba en una murga, en una orquesta después. Sus rápidos adelantos le
entreabrieron el paraíso: esperó llegar á ser un compositor genial, un Weber,
un Listz. Adivinaba en toda su plenitud la magnificencia de la gloria, y ya
se veía festejado, aplaudido, olvidada su deformidad, disimulada y cubierta
por un haz de balsámicos laureles. La edad viril—¿pueden llamarse así los
treinta años de un escuerzo?—disipó estas quimeras de la juventud. Trifón
Liliosa hubo de convencerse de que era uno de los muchos llamados y no
escogidos; de los que ven cercana la tierra de promisión, pero no llegan
nunca á pisar sus floridos valles. La pérdida de ilusiones tales deja el alma
muy negra, muy ulcerada, muy venenosa. Cuando Trifón se resignó á no
pasar nunca de maestro de música á domicilio, tuvo un ataque de ictericia
tan cruel, que la bilis le rebosaba hasta por los amarillentos ojos.
Lecciones le salían á docenas, no sólo porque era en realidad un
excelente profesor, sino porque tranquilizaba á los padres su ridícula facha
y su corcova. ¿Qué señorita, ni la más impresionable, iba á correr peligro
con aquel macaco, cuyo talle era un jarrón, cuyas manos desproporcionadas
parecían, al vagar sobre las teclas, arañas pálidas á medio despachurrar? Y
se lo espetó en su misma cara, sin reparo alguno—al llamarle para enseñar á
su hija canto y piano,—la madre de la linda María Vega. Sólo á un sujeto
«así como él», le permitiría acercarse á niña tan candorosa y tan
sentimental. ¡Mientras mayor inocencia en las criaturas, más prudencia y
precaución en las madres!
Con todo, no era prudente, y menos aún delicada y caritativa la
franqueza de la señora. Nadie debe ser la gota de agua que hace desbordar
el vaso de amargura, y por muy convencido que esté de su miseria el
miserable, recia cosa es arrojársela al rostro. Pensó sin duda la
inconsiderada señora que Trifón, habiéndose mirado al espejo, sabría de
sobra que era un monstruo; y ciertamente, Trifón se había mirado y conocía
su triste catadura; y así y todo le hirió, como hiere el insulto cobarde, la
frase que le excluía del número de los hombres; y aquella noche misma,
revolviéndose en su frío lecho, mordiendo de rabia las sábanas, decidió
entre sí: «Esta pagará por todas: ésta será mi desquite. ¡La necia de la
madre, que sólo ha mirado mi cuerpo, no sabe que con el espíritu se puede
seducir á las mujeres que tienen espíritu también!»
Al día siguiente empezaron las lecciones de María, que era en efecto
una niña celestial, fina y lánguida como una rosa blanca, de esas que para
marchitarlas basta un soplo de aire. Acostumbrado Trifón á que sus
discípulas sofocasen la carcajada cuando le veían por primera vez, notó que
María, al contrario, le miraba con lástima infinita, y la piedad de la niña, en
vez de conmoverle, ahincó su resolución implacable. Bien fácil le fué
observar que la nueva discípula poseía un alma delicada, una exquisita
sensibilidad, y la música producía en ella impresión profunda,
humedeciéndose sus azules ojos en las páginas melancólicas, mientras las
melodías apasionadas apresuraban su aliento. La soledad y retiro en que
vivía hasta que se vistiese de largo y recogiese en abultado moño su
hermosa mata de pelo de un rubio de miel, la hacían más propensa á
exaltarse y á soñar. Por experiencia conocía Trifón esta manera de ser, y
cuanto predispone á la credulidad y á las aspiraciones novelescas.
Cautamente, á modo de criminal reflexivo que prepara el atentado,
observaba los hábitos de María, las horas á que bajaba al jardín, los sitios
donde prefería sentarse, los tiestos que cuidaba ella sola; y prolongando la
lección sin extrañeza ni recelo de los padres, eligiendo la música mas
perturbadora, cultivaba el ensueño enfermizo á que iba á entregarse María.
Dos ó tres meses hacía que la niña estudiaba música, cuando una
mañana, al pie de cierta maceta que regaba todos los días, encontró un
billetito doblado. Sorprendida, abrió y leyó. Más que declaración amorosa,
era un suave preludio de ella: no tenía firma, y el autor anunciaba que no
quería ser conocido, ni pedía respuesta alguna: se contentaba con expresar
sus sentimientos, muy apacibles y de una pureza ideal. María, pensativa,
rompió el billete; pero al otro día, al regar la maceta, su corazón quería
salirse del pecho y temblaba su mano, salpicando de menudas gotas de agua
su traje. Corrida una semana, nuevo billete,—tierno, dulce, poético, devoto;
—pasada otra más, dos pliegos rendidos, pero ya insinuantes y abrasadores.
La niña no se apartaba del jardín, y á cada ruido del viento en las hojas
pensaba ver aparecerse al desconocido, bizarro, galán, diciendo de perlas lo
que de oro escribía. Mas el autor de los billetes no se mostraba, y los
billetes continuaban, elocuentes, incendiarios, colocados allí por invisible
mano, solicitando respuestas y esperanzas. Después de no pocas
vacilaciones, y con harta vergüenza, acabó la niña por trazar unos
renglones, que depositó en la maceta, besándola;—eran la ingenua
confesión de su amor virginal.—Varió entonces el tono de las cartas: de
respetuosas se hicieron arrogantes y triunfales; parecían un himno; pero el
incógnito no quería presentarse; temía perder lo conquistado; ¿á qué ver la
envoltura física de un alma? ¿qué le importaba á María el barro en que se
agitaba un corazón? Y María, entregado ya completamente el albedrío á su
enamorado misterioso, ansiaba contemplarle, comerle con los ojos, segura
de que sería un dechado de perfecciones, el sér más bello de cuantos pisan
la tierra. Ni cabía menos en quien de tan expresiva manera y con tal calor se
explicaba, que María, sólo con releer los billetes, se sentía morir de
turbación y gozo. Por fin, después de muchas y muy regaladas ternezas que
se cruzaron entre el invisible y la reclusa, María recibió una epístola, que
decía en substancia: «Quiero que vengas á mí»; y después de una noche de
desvelo, zozobra, llanto y remordimiento, la niña ponía en la maceta la
contestación terrible: «Iré cuando y como quieras.»
¡Oh! ¡Qué temblor de alegría maldita asaltó á Trifón, el monstruo, el
ridículo Fenómeno, al punto en que, dentro del carruaje sin faroles donde la
esperaba, recibió á María con los brazos! La completa obscuridad de la
noche—escogida, de boca de lobo—no permitía á la pobre enamorada ni
entrever siquiera las facciones del seductor... Pero, balbuciente,
desfallecida, con explosión de cariño sublime, entre aquellas tinieblas,
María pronunció bajo, al oído del ser deforme y contrahecho, las palabras
que éste no había escuchado nunca, las rotas frases divinas que arranca á la
mujer de lo más secreto de su pecho la vencedora pasión... y una gota de
humedad deliciosa, refrigerante como el manantial que surte bajo las
palmeras y refresca la arena del Sahara, mojó la mejilla demacrada del
corcovado... El efecto de aquellas palabras, de aquella sagrada lágrima
infantil, fué que Trifón, sacando la cabeza por la ventanilla, dió en voz
ronca una orden, y el coche retrocedió, y pocos minutos después María,
atónita, volvía á entrar en su domicilio por la misma puerta del jardín que
había favorecido la fuga.
Gran sorpresa la de los padres de María cuando se enteraron de que
Trifón no quería dar más lecciones en aquella casa; pero mayor la
incredulidad de los contados amigos que Trifón posee, cuando le oyen decir
alguna vez, torvo, suspirando y agachando la cabeza:
—También á mí me ha querido, ¡y mucho! ¡y desinteresadamente!, una
mujer preciosa...

EL DOMINÓ VERDE
INCREÍBLE me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no
intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase á
todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena de
su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio
jurado y mortal.
Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá
por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á
atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos
agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é
insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer que le
brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el
sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las
señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan á la mofa y al
desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que
sabemos que ha de palpitar y verter sangre bajo nuestros crueles pies.
Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María,
cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y
húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo
con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é instinto de
renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la existencia.
Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí á saraos
y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, á manera de
hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté, movido por
un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo
de regalar á cualquier mujer, á la primera que tropezase casualmente, los
momentos de fugaz embriaguez que negaba á María—á María triste y
pálida, á María medio loca por mi abandono, á María enferma, desesperada,
herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.
Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que
si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un ojo de
la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por distintas esferas
sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me tentase; y ya mi capricho
se exaltaba, cuando el domingo de Carnestolendas, aburrido y por matar el
tiempo, entré en el insípido baile de máscaras del Teatro Real.
Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y
reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre
sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo que
cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta en
amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y trazas
señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con singular
insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y no se
atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de las pupilas
ardientes de la máscara determinó en mí un repentino interés, una especie
de emoción de la cual me reí por dentro, pero que me impulsó á hendir la
multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir consiguiéndolo, me convencí
más y más de que la del verde dominó era dama, y dama muy principal, y
que sólo la curiosidad ó algún empeño más hondo, debía de haberla
arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande será el interés que la trajo
aquí—pensé—y muy visible su posición en la sociedad, para que se venga
así, sin la compañía de una amiga, sin el brazo protector de un hombre. A
toda costa quiere que se ignore el lance; que nadie la pueda delatar.» Y al
advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban enmedio del
gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo.
Con tal suposición dió un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las
rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada. La
multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, formando
viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar la cabeza
del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que disimulaba la
forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero insensiblemente
deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se escabullese me espoleaba.
Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me llevaba gran ventaja sin
duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que después de derramar en mi
alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, se volvía
duende para evaporarse como una visión... Este temor que sentí fué
ardoroso incentivo del deseo de reunirme á la máscara. Con sobrehumano
esfuerzo rompí la valla que me oprimía, y aprovechando un resquicio, me
hallé poco distante del dominó verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso
y desapareció por una de las puertas del salón.
Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca,
ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la
mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí
velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer, buscando
donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había adivinado con
sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en desesperarme, y
si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo de hombres ó se
paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me acercaba,
levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba por medio de
impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el fresco color verde
del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba jadeante á la puerta del
palco, la desconocida no estaba ya en él, sino en otro de más arriba, para
subir al cual había que invertir cinco minutos, tiempo suficiente á que la
máscara se enhebrase por un pasillo, saliendo enfrente de mí á buena
distancia. Desalado, loco, con la imaginación caldeada y secas las fauces
por el afán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas
de mi cuerpo y de mi espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que
(ya era evidente) se complacía en burlarme.
La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso.
Comprendiendo que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el
baile pasadas las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las
cenas y de las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para
marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su
estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la salida la
atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más solitario, por
la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más fácil saltar
furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar rastro. Mis
cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con tal fortuna, que al
cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del verde dominó, la
cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa, exploraba el terreno. Me
arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras palabras suplicantes y rendidas
contestó con el chillón falsete habitual en las máscaras, rogándome, por
Dios, que la dejase, que no me opusiese á su marcha y que no insistiese en
acosarla así.
La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más
crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me
mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel
súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me dejo
caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é inspirado,
y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y dominadoras, con
el acento y la expresión que presta un sentimiento real, aunque sólo dure
minutos.
—Si querías huir de mí—dije á la máscara estrechándola de cerca—
¿por qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué
me clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás
viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi
voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, no me
ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo te
presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la seguridad
de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees que voy á
dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré hasta el infierno? Si
no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y sigue delatándose en tu
actitud, en tu agitación, máscara mía.
Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su
cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al
través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro
terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se oía,
y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, cual si
desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:
—Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado
este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué extraño
caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras de amor. Por
oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, que acabas de jurar
que me adoras, ahora que me ves envuelta en este trapo verde, tú... huirías
de mí si me presentase sin careta. Me has perseguido, me has dado caza,
sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame
y comprenderás! ¡Mírame y después... ya no tendrás que volver á mirarme
nunca!
Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi
abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi
estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme precipitar
detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el empedrado.
Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos
trastorna es un trapo verde—la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta
que siempre huye, la que todo lo promete...—la que bajo su risueño disfraz
oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.
LA AVENTURA DEL ANGEL

POR falta menos grave que la de Luzbel, que no alcanzó proporciones de


caída, un ángel fué condenado á pena de destierro en el mundo. Tenía que
cumplirla por espacio de un año, lo cual supone una inmensa suma de
perdida felicidad: un año de beatitud es un infinito de goces y bienes, que
no pueden vislumbrar ni remotamente nuestros sentidos groseros y nuestra
mezquina imaginación. Sin embargo, el ángel, sumiso y pesaroso de su
yerro, no chistó: bajó los ojos, abrió las alas, y con vuelo pausado y seguro
descendió á nuestro planeta.
Lo primero que sintió al poner en él los pies, fue dolorosa impresión
de soledad y aislamiento. A nadie conocía, y nadie le conocía á él tampoco
bajo la forma humana que se había visto precisado á adoptar. Y se le hacía
pesado é intolerable, pues los ángeles ni son hoscos ni huraños, sino
sociables en grado sumo, como que rara vez andan solos, y se juntan y
acompañan y amigan para cantar himnos de gloria á Dios, para agruparse al
pie de su trono, y hasta para recorrer las amenidades del Paraíso: además,
están organizados en milicias y los une la estrecha solidaridad de los
hermanos de armas.
Aburrido de ver pasar caras desconocidas y gente indiferente, el ángel,
la tarde del primer día de su castigo, salió de una gran ciudad, se sentó á la
orilla del camino, sobre una piedra miliaria, y alzó los ojos hacia el
firmamento que le ocultaba su patria, y que estaba á la sazón teñido de un
verde luminoso, ligeramente franjeado de naranja á la parte del Poniente. El
desterrado gimió, pensando cómo podría volver á la deleitosa morada de
sus hermanos: pero sabía que una orden divina no se revoca fácilmente, y
entre la melancolía del crepúsculo apoyó en las manos la cabeza, y lloró
hermosas lágrimas de contrición, pues aparte del dolor del castigo, pesábale
de haber ofendido á Dios por ser quien es, y por lo mucho que le amaba. Ya
he cuidado de advertir, que, á pesar de su desliz, este ángel era un ángel
bastante bueno.
Apenas se calmó su aflicción, ocurrióle mirar hacia el suelo, y vió que
donde habían caído las gotas de su llanto, nacían y crecían y abrían sus
cálices con increíble celeridad muchas flores blancas, de las que llaman
margaritas, pero que tenían los pétalos de finas perlas y el corazoncito de
oro. El ángel se inclinó, recogió una por una las maravillosas flores, y las
guardó cuidadosamente en un pliegue de su manto. Al bajarse para la
recolección, distinguió en el suelo un objeto blanco,—un pedazo de papel,
un trozo de periódico.—Lo tomó también y empezó á leerlo, porque el
ángel de mi cuento no era ningún ignorante á quien le estorbase lo negro
sobre lo blanco; y con gozo profundo, vió que ocupaban una columna del
periódico ciertos desiguales renglones, bajo este epígrafe:
Á UN ÁNGEL
¡A un ángel! ¡Qué coincidencia!—Leyó afanosamente, y, por el
contexto de la poesía, dedujo que el ángel vivía en la tierra y habitaba una
casa en la ciudad, cuyas señas daba minuciosamente el poeta, describiendo
la reja de la ventana tapizada de jazmín, la tapia del jardín de donde se
desbordaban las enredaderas y los rosales, y hasta el recodo de la calle, con
la torre de la iglesia á la vuelta. «Alguno de mis hermanos—pensó el
desterrado—ha cometido, sin duda, otro delito igual al mío, y le han
aplicado la misma pena que á mí. ¡Qué consuelo tan grande recibirá su alma
cuando me vea! ¡Qué felicidad la suya, y también la mía, al encontrar un
compañero! Y no puedo dudar que lo es. La poesía lo dice bien claro: que
ha bajado del cielo, que está aquí, en el mundo, por casualidad, y teme el
poeta que se vuelva el día menos pensado á su patria... ¡Oh ventura! A
buscarle inmediatamente.»
Dicho y hecho. El ángel se dirigió hacia la ciudad. No sabía en qué
barrio podría vivir su hermano, pero estaba seguro de acertar pronto. Hasta
suponía que de la casa habitada por el ángel se exhalaría un perfume
peculiar que delatase su celestial presencia. Empezó, pues, a recorrer calles
y callejuelas. La luna brillaba, y á su luz clarísima el ángel podía examinar
las rejas y las tapias, y ver por cuál de ellas se enramaba el jazmín y se
desbordaban las rosas.
Al fin, en una calle muy solitaria, un aroma que traía la brisa hizo latir
fuertemente el corazón del ángel; no olía á gloria, pero sí olía á jazmín; y el
perfume era embriagador y sutil como un pensamiento amoroso. A la vez
que percibía el perfume, divisó tras los hierros de una reja una cara muy
bonita, muy bonita, rodeada de una aureola de pelo obscuro... No cabía
duda; aquel era el otro ángel desterrado, el que debía aliviarle la pena de la
soledad. Se acercó á la reja trémulo de emoción.
No archivan las historias el traslado fiel de lo que platicaron al través
de los hierros el ángel verdadero y el supuesto ángel, que escondía su faz
entre el follaje menudo y las pálidas flores del fragante jazmín. Sin duda
desde el primer momento, sin más explicaciones, se convino en que,
efectivamente, era un ángel la criatura resguardada por la reja; habituada á
oírselo llamar en verso, no extrañó que una vez más se le atribuyese en
prosa naturaleza angélica.—Así es como los ripios falsean el juicio, y los
poetas chirles hacen más daño que la langosta.
Lo que también comprendió el ángel desterrado, fué que el otro ángel
era doblemente desdichado que él, pues se quejaba de no poder salir de allí,
de que le guardaban y vigilaban mucho, de que le tenían sujeto entre cuatro
paredes, y de que su único desahogo era asomarse á aquella reja á respirar
el aire nocturno y á echar un ratito de parrafeo. El desterrado prometió
acudir fielmente todas las noches á dar este consuelo al recluso, y tan á
gusto cumplió su promesa, que desde entonces lo único que le pareció largo
fué el día, mientras no llegaba la grata hora del coloquio.
Cada noche se prolongaba más, y por último, sólo cuando blanqueaba
el alba y se apagaban las dulces estrellas, se retiraba de la reja el ángel, tan
dichoso y anegado en bienestar sin límites, como si nadase todavía en la luz
del Empíreo, y le asistiese la perfecta bienaventuranza. Sin embargo, el
recluso iba mostrándose descontento y exigente. Sacando los dedos por la
reja y cogiendo los de su amigo, preguntábale, con asomos de mal humor,
cuándo pensaba libertarle de aquel cautiverio.
El ángel, para entretenerle, fué regalándole las margaritas de corazón
de oro y pétalos de perlas; hasta que, muy estrechado ya, hubo de decir que
sin duda el encierro era disposición de Dios, y que no se debían contrariar
sus decretos santos. Una carcajada burlona fué la respuesta del encerrado, y
á la otra noche, al acudir á la reja, el ángel vió con sorpresa que por la
puertecilla del jardín salía una figura velada y tapada, que un brazo se cogía
de su brazo, y una voz dulce, apasionada y melodiosa le decía al oído: «Ya
somos libres... Llévame contigo... escapemos pronto, no sea que me echen
de menos.»
El ángel, sobrecogido, no acertó á responder: apretó el paso y huyeron,
no sólo de la calle, sino de la ciudad, refugiándose en el monte. La noche
era deliciosa, del mes de Mayo: acogiéronse al pie de un árbol frondoso, él
saboreando plácidamente, como ángel que era, la dicha de estar juntos; ella
—porque ya habrán sospechado los lectores que se trataba de una mujer—
nerviosa, sardónica, soltando lagrimitas y haciendo desplantes.
No podía explicarse—ahora que ya no se interponía entre ellos la reja
—cómo su compañero de escapatoria no se mostraba más vehemente, cómo
no formaba planes de vida; cómo no hablaba de matrimonio y otros temas
de indiscutible actualidad. Nada: allí se mantenía tan sereno, tan contento al
parecer, extasiado, sonriendo, abrigándola con su manto de anchos pliegues,
y mirando al cielo, lo mismo que si de la luna fuese á caerle en la boca
algún bollo. La mujer, que empezó por extrañarse, acabó por indignarse y
enfurecerse; alejóse algunos pasos, y como el ángel preguntase
afectuosamente la causa del desvío, alzó la mano de súbito y descargó en la
hermosa mejilla angélica solemne y estruendoso bofetón... después de lo
cual rompió á correr como una loca en dirección de la ciudad. Y el
abandonado, sin sentir el dolor ni la afrenta, murmuraba tristemente:
—¡El poeta mentía! ¡No era un ángel! ¡No era un ángel!
Al decir esto vió abrirse las nubes y bajar una legión de ángeles, pero
de ángeles reales y efectivos, que le rodearon gozosos. Estaba perdonado:
había vencido la mayor tentación, que es la de la mujer, y Dios le alzaba el
destierro. Mezclándose al coro luminoso, ascendió el ángel al cielo, entre
resplandores de gloria; pero al ascender, volvía la cabeza atrás para mirar á
la tierra á hurtadillas, y un suspiro hinchaba y oprimía su corazón. Allí se le
quedaba un sueño... ¡Y olía tan bien el jazmín de la reja!

EL FANTASMA
CUANDO estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en
casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer
día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban
marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario
de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa, romántica, perseguidora
del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor.
Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la
poesía.
Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis
golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida
cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede
apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana cáscara
de huevo, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor,
del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café, se fijaban en mí de
un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con
mi alma.
Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de
cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este mundo.
Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan
distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.
Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la
bondad y á su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me
lo revelarían las pupilas color café?
Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la
solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer insensible
ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á turbarse y á
flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba
al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y
yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez
ó conversando. A veces, las vecinas del segundo bajaban á pasar un ratito;
otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba á retirarme,
antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que
era bien ridículo que no tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.
Una de las noches en que no bajaron las vecinas,—noche de Mayo,
tibia y estrellada,—estando el balcón abierto y entrando el perfume de las
acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví
declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no precisamente de
pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó
diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme
algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones
para oir las de la dama, y me fué poco grato escuchar de sus labios,
trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso. «Mi único
remordimiento, mi único yerro—murmuró acongojada doña Leonor—se
llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un
espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio.
Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi, á la luz de los brilladores astros, que
se deslizaba de las pupilas obscuras una lágrima lenta...
Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués
de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución.
El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico
fumoir, y á las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita,
se encogió de hombros y pronunció afablemente:
—No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y
le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle.
Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha
sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que esa
señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...—porque gusto
sería—de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!
Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad
absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.
—Veo que no me cree usted—añadió el Marqués entonces.—No me
doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni
usted ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por
medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es
pendencia, me tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver
esta cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He
dicho al señor. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta
que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que
teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el
influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido todo... es
decir, nada... pero todo para ella; y el marido ha venido aquí, como usted,
sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á querer beber mi
sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas pesa sobre mi
conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría matado á mí (no digo
que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando á
Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar
nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente
que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó en Londres. Con
igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña
Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que
retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico
suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa señora, á quien después
he procurado conocer (por la memoria de mi madre le juro á usted que
antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad moral..., y ha tenido una
visión...; vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor..., y ese
espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha tomado mi forma. Y no hay más...
No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas
mujeres, se habituará á no admirarse casi de nada.
Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había
medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía.
Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del
dandy, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino á
observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí sacando,
hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad conyugal, á los lances
que pueden originar un error, á las alucinaciones que á veces sufrimos, á los
estragos que causa la fantasía... Por fin, un día, como al descuido, dejé
deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión á sus
conquistas... Y entonces Cardona, mirándome cara á cara, con gesto entre
burlón y grave, preguntó:
—¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está
visto que no tiene cura!
No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona,
sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:
—Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya
llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la
cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se
diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque la
quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo
me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una
fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una falta
imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento la
sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor,
viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas... ¡Y no volvamos á
hablar de esto en la vida!
Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con
Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la
quimera.

LA PERLA ROSA

SÓLO el hombre que de día se encierra y vela muchas horas de la noche


para ganar con qué satisfacer los caprichos de una mujer querida (díjome en
quebrantada voz mi infeliz amigo) comprenderá el placer de juntar á
escondidas una regular suma, y así que la redondea, salir á invertirla en el
más quimérico, en el más extravagante é inútil de los antojos de esa mujer.
Lo que ella contempló á distancia como irrealizable sueño, lo que apenas
hirió su imaginación con la punzada de un deseo loco, es lo que mi
iniciativa, mi laboriosidad y mi cariño van á darla dentro de un instante... y
ya creo ver la admiración en sus ojos, y ya me parece que siento sus brazos
ceñidos á mi cuello, para estrecharme con delirio de gratitud.
Mi único temor, al echarme á la calle con la cartera bien lastrada y el
alma inundada de júbilo, era que el joyero hubiese despachado ya las dos
encantadoras perlas color de rosa que tanto entusiasmaron á Lucila la tarde
que se detuvo, colgada de mi brazo, á golosinear con los ojos el escaparate.
Es tan difícil reunir dos perlas de ese raro y peregrino matiz, de ese
hermoso oriente, de esa perfecta forma globulosa, de esa igualdad absoluta,
que juzgué imposible que alguna señora antojadiza como mi mujer, y más
rica, no las encerrase ya en su guardajoyas. Y me dolería tanto que así
hubiese sucedido, que hasta me latió el corazón cuando vi sobre el limpio
cristal, entre un collar magnífico y una cascada de brazaletes de oro, el fino
estuche de terciopelo blanco donde lucían misteriosamente las dos perlas
rosa orladas de brillantes.
Aunque iba preparado á que me hiciesen pagar el capricho, me
desconcertó el alto precio en que el joyero tasaba las perlas. Todas mis
economías, y un pico, iban á invertirse en aquel par de botoncitos, no más
gruesos que un garbanzo chiquitín. Me asaltó la duda—¡soy tan poco
experto en compras de lujo!—de si el joyero pretendería explotar mi
ignorancia pidiéndome, sólo por pedir, un disparate, creyendo tal vez que
mi pelaje no era el de un hombre capaz de adquirir dos perlas rosa. A
tiempo que pensaba así, observé, al través del alto y diáfano vidrio de la
tienda, que pasaba por la acera mi antiguo condiscípulo y mejor amigo
Gonzaga Llorente. Ver su apuesta figura y salir á llamarle fué todo uno.
¿Quién mejor para ilustrarme y aconsejarme que el elegante Gonzaga, tan al
corriente de la moda, tan lanzado al mundo, tan bien relacionado, que cada
visita que hacía á nuestra modesta y burguesa casa—y hacía bastantes desde
algún tiempo acá—yo la estimaba como especialísima prueba de afecto?
Manifestando cordial sorpresa, Gonzaga se volvió y entró conmigo en
la joyería, enterándose del asunto. Inmediatamente se declaró admirador de
las perlas rosa, y añadió que sabía que andaban bebiendo los vientos por
adquirirlas ciertas empingorotadas señoras, entre las cuales citó á dos ó tres
de altisonantes títulos. En un discreto aparte me aseguró que el precio que
exigía el joyero no tenía nada de excesivo, en atención á la singularidad de
las perlas. Y como yo recelase aún, molestado por el piquillo que en aquel
momento no me era posible abonar, Gonzaga, con su simpática franqueza,
abrió la cartera y me entregó varios billetes, bromeando y jurando que si yo
no admitiese tan pequeño servicio, en todos los días de su vida volvería á
mirarme á la cara. ¡Qué miserables somos! No debí aceptar el préstamo; no
debí llevar á mi casa sino lo que pudiese pagar al contado... pero la pasión
me dominaba, y hubiese besado de rodillas la mano que me ofrecía medio
de satisfacerla. Convinimos en que Gonzaga almorzaría con nosotros al día
siguiente, en celebración del estreno de las perlas rosa, y con el estuche en
el bolsillo me dirigí á mi casa disparado; quisiera tener alas.
Lucila trasteaba cuando yo entré, y al verme plantado delante de ella,
diciéndola con cara de beatitud «Regístrame», comprendió y murmuró
«Regalo tenemos». Viva y traviesa (¡su manera de ser!) revolvió mis
bolsillos haciéndome cosquillas deliciosas, hasta acertar con el estuche. El
grito que exhaló al ver las perlas, es de eso que no se olvida jamás. En la
efusión de su agradecimiento, me sobó la cara y hasta me besó... ¡Puede que
en aquel instante me quisiese un poco! No acertaba á creer que joya tan
codiciada y espléndida fuese suya; no podía convencerse de que iba á
ostentarla. Y yo mismo, desabrochando los sencillos aretes de oro que
Lucila llevaba puestos, enganché las perlas rosa en las orejitas pequeñas,
encendidas de placer. Me hace mucho daño acordarme estas tonterías, pero
me acuerdo siempre.
Al otro día, que era domingo, almorzó en casa Gonzaga y estuvimos
todos bulliciosos y decidores. Lucila se había puesto el vestido de seda gris,
que la sentaba muy bien, y una rosa en el pecho,—una rosa del mismo color
de las perlas.—Gonzaga nos convidó al teatro y nos llevó á Apolo, á una
función alegre, en que sin tregua nos reímos. Al otro día volví con afán á
mis quehaceres, pues deseaba saldar cuanto antes el pico, resto de las
perlas. Regresé á mi casa á la hora de costumbre, y al sentarme á la mesa,
mi primera mirada fué para las orejas de Lucila. Dí un salto y lancé una
interjección al ver que faltaba del diminuto cerco de brillantes una de las
perlas rosa.
—¡Has perdido una perla!—exclamé.
—¿Cómo una perla?—tartamudeó mi mujer echando mano á sus
orejas y palpando los aretes.—Al ver que era cierto, quedóse tan aterrada,
que me alarmé, no ya por la perla, sino por el susto de Lucila.
—Calma—la dije.—Busquemos, que parecerá.
Excuso decir que empezamos á mirar y registrar por todas partes,
recorriendo la alfombra, sacudiendo las cortinas, alzando los muebles,
escudriñando hasta cajones que Lucila afirmaba no haber abierto desde un
mes antes. A cada pesquisa inútil, los ojos de Lucila se arrasaban de
lágrimas. Mientras revolvíamos, se me ocurrió preguntarla:
—¿Has salido esta tarde?
—Sí... creo que sí...—respondió titubeando.
—¿A dónde?
—A varios sitios... es decir... Fuí... por ahí... á compras...
—Pero... ¿á qué tiendas?
—¡Qué sé yo! A la calle de Postas... á la plazuela del Angel... á la
Carrera...
—¿A pie ó en coche?
—A pie... Luego tomé un cochecillo.
—¿No recuerdas el punto... el número?
—¿Cómo quieres que lo recuerde? ¡Válgame Dios! Si era un coche
que pasaba—objetó nerviosamente Lucila, que rompió á sollozar con
amargura.
—Pero las tiendas sí las recordarás... Dímelas, que iré una por una, á
ver si en el suelo ó en el mostrador... Pondremos anuncios...
—¡Si no me acuerdo! ¡Por Dios, déjame en paz!—exclamó tan
afligida, que no me atreví á insistir, y preferí aguardar á que se calmase.
Pasamos una noche de inquietud y desvelo; oí á Lucila suspirar y dar
vueltas en la cama, como si no consiguiese dormir. Yo, entretanto, discurría
modos de recuperar la perla rosa. Levantéme temprano, me vestí, y á las
ocho llamaba á la puerta de Gonzaga Llorente. Había oído decir que la
policía, en casos especiales, averigua fácilmente el paradero de los objetos
perdidos ó robados, y esperaba que Gonzaga, con su influencia y sus altas
relaciones, me ayudaría á emplear este supremo recurso.
—El señorito está durmiendo, pero pase usted al gabinete, que dentro
de diez minutos le entraré el chocolate y preguntaré si puede usted verle—
dijo el criado, al notar mi insistencia y mi premura.
Me avine á esperar. El criado abrió las maderas del gabinete, en cuyo
ambiente flotaban esencias y olor de cigarro. ¡Cuando pienso en lo distinta
que sería mi suerte si aquel criado me hace pasar inmediatamente á la
alcoba...!
Lo cierto es... que al primer alegre rayo de sol que cruzó las vidrieras,
y antes de que el criado me dijese «tome usted asiento», yo había visto
brillar sobre el ribete de paño azul de la piel de oso blanco, tendida al pie
del muelle diván turco, ¡la perla, la perla rosa!
Si esto que me sucedió le sucede á usted, y usted me pregunta qué
debe hacerse en tales circunstancias, yo respondo de seguro con gran
energía: «Coger una espada de la panoplia que supera el diván, y
atravesársela por el pecho al que duerme ahí al lado, para que nunca más
despierte.»
¿Sabe usted lo que hice? Me bajé; recogí la perla; la guardé en el
bolsillo; salí de aquella casa; subí á la mía; encontré á mi mujer levantada y
muy desencajada; la miré, y no la ahogué; con voz tranquila la ordené que
se pusiese los pendientes; saqué la perla del bolsillo... y cogiéndola entre
dos dedos, la dije: «Aquí está lo que perdiste. ¿Qué tal, lo encontré
pronto?»
Es cierto que al acabar me dió no sé qué arrechucho ó qué vértigo de
locura; eché mano á aquellas orejas diminutas, arranqué de ellas los
pendientes, y todo lo pisoteé. Por fortuna, pude dominarme en el acto... y
bajar la escalera y refugiarme en el café más próximo, donde pedí cognac...
¿Que si he vuelto á ver á Lucila?... Una vez... Iba del brazo de otro,
que ya no era Gonzaga. Por cierto que me fijé en que el lóbulo de la oreja
izquierda lo tiene partido. Sin duda se lo rasgué yo... involuntariamente.

UN PARECIDO

NO hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la


entablamos, en aquella especie de senadillo de gentes al par desengañadas y
curiosas, donde se agitaban tantos problemas á un tiempo atractivos é
insolubles; y siempre,—aunque no escaseaban las disertaciones,—
quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la belleza era la
corrección de líneas; otro, que la armonía del color; éste, que la fusión de
ambos elementos; aquél, que la juventud; el de más allá, que la salud y
robustez, ó el donaire, chiste y garabato, ó el arte del tocador, ó la melodía
de la voz, y hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con
la inteligencia... Y el original de Donato Abreu, que solía escuchar
callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:—La belleza no es
nada.
Acostumbrados á sus salidas, callamos para ver cómo se desenredaba,
y fué así:
—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca á los presentes una
oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud, adorno... Todo
eso estaba en nuestra retina... y en ninguna parte más.
—¡Vaya una gracia!—exclamamos.—Si empieza usted por dejarnos
ciegos...
—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no
existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos. Ante
todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?
—¡Ah, pícaro!—protestó el escultor.—¡Se refugia usted ahí... porque
es donde menos refutación tienen sus herejías! A los escultores no vale
cegarnos: acuérdese usted de aquel que privado de la vista admiraba con las
yemas de los dedos el torso de una estatua griega...
—¡Bah! Tampoco ustedes reconocen ley fija, tipo inalterable... La
Venus dormida en su concha, que presentó usted hace dos años y se llevó la
medalla, no se asemeja á la Venus clásica, y no por eso deja de ser
hermosa... es decir, de parecerlo... Pero no nos salgamos del terreno general,
porque el arte es patrimonio de pocos. ¿Hablábamos de mujeres, sí ó no?
—¿De mujeres? ¡Siempre!—afirmó el Vizconde de Tresmes, el cual,
según malas lenguas, tenía un pasado asaz borrascoso.—¿Qué otra cosa
merece la pena de discutirse en este mundo?
—Entonces, pleito ganado—insistió Donato recalcándose en la butaca.
—¿Sostienen ustedes que la hermosura de determinada mujer es la causa de
los sentimientos especiales que esa mujer nos inspira?
—¿Pues qué había de ser?—repuso Tresmes.—¿Su fealdad? O es
hermosa, ó hermosa la creemos, y de esa belleza nos enamoramos... más ó
menos... ¡que en eso cabe una escala infinita de grados y matices!
—Oigan—suplicó Donato—no mis razones, sino la historia muy
verdadera de un amigo mío que se ha muerto en el extranjero, porque no
logrando aliviarse de un delirio amoroso, se dedicó á viajar, y en Roma una
fiebre palúdica—lo que allí conocen por malaria—le curó de la enfermedad
de vivir...
Mi amigo era el hijo de segundas nupcias de un señor bastante rico; los
otros, fruto del primer tálamo, le adoraban, y le ampararon como padres,
cuando todos quedaron huérfanos. Casóse el mayor de sus hermanos con
una señorita llamada Jacinta, y mi amigo—Marcelo le diremos, por no
divulgar su verdadero nombre—fué á vivir á Madrid con el nuevo
matrimonio, para terminar la carrera de arquitecto. Era muy bella la
cuñadita Jacinta—ya ven ustedes que me sirvo del lenguaje usual—y
Marcelo, un día tras otro, confianza va y halago viene, se prendó de Jacinta
con la pasión más tirana. Cuando comprendió su estado, cuando interpretó
su afán, se horrorizó de una inclinación tan culpable y se propuso
esconderla, como se esconde la mancha y la vergüenza, y no dejar asomar
por ningún resquicio ni reflejos de la hoguera que le consumía la médula de
los huesos. Y hubiese cumplido su propósito, á no suceder cosa más terrible
aún: que la señora, objeto de tan reprobable afición—ó porque la adivinó ó
porque se contagió con ella sin adivinarla—al cabo dió en padecer del
mismo achaque, y, menos cauta, lo descubrió con indicios tan claros, que
Marcelo, sintiéndose débil y vencido antes de pelear, apeló á poner tierra en
medio... Dijo á su hermano que se encontraba enfermo—y esto no era sino
relativa mentira—y que necesitaba respirar, por receta del médico, aires
puros, aires de campo; y el hermano, solícito y compadecido, le envió á un
cortijo que había heredado de su suegro, y que por encontrarse en lo más
florido y frondoso de la serranía de Córdoba y ser entonces el mes de Abril,
debía de estar convertido en vergel delicioso.
—Habrá comodidad suficiente para ti—advirtió—porque el padre de
mi Jacinta tenía cariño á ese sitio y lo visitaba de vez en cuando, aunque
Jacinta nunca ha puesto allí los pies, ni yo tampoco. He oído susurrar no sé
qué de la mujer del capataz...; ¡pero si se creyese cuanto se oye! En fin, lo
esencial es que no te faltarán ropas ni muebles... Y si algo te falta, pídelo en
seguida.
Marchó Marcelo asaz desesperado á su Tebaida, y el capataz le recibió
con agasajo, encargando á su hija, mocita como de veinte años de edad, que
sirviese y atendiese al forastero. ¡Imagínense la conmoción que sufriría
éste, cuando, al fijar los ojos en el rostro de la hija del capataz, vió en él una
copia perfectísima, un acabado trasunto del de Jacinta! Era semejanza, no
sólo de facciones, sino de expresión, modales y gesto, y—lo que más turbó
á Marcelo—hasta de metal de voz, con un ceceo andaluz que hacía
encantador el de Manuelita la cortijera.—Reconoció el enamorado los
negros ojos que llevaba clavados en el corazón, el talle cuyas ondulaciones
le causaban vértigos, el color quebrado de la suave tez, que le enloquecía, y
acordándose de las indicaciones de su hermano acerca de la mujer del
capataz, no se asombró de encontrar una nueva Jacinta en la sierra. Al pasar
días fue notando que la serrana poseía mil cualidades preciosas: limpia, fina
á su modo, viva y lista como nadie; ya alegre, ya melancólica; oportuna en
replicar, aguda en comprender, sensible á ratos y arisca á tiempo, sabía
además rasguear la guitarra y entonar el polo con un salero que quitaba el
sentido. Marcelo, embelesado, pensó que la misma Providencia le deparaba
tan sabroso remedio á sus enfermedades morales, y se dedicó á la serrana,
galanteándola y persiguiéndola sin tregua, á favor de aquella libertad que da
el campo y de las rodadas ocasiones que brinda el vivir bajo un techo
mismo. Manuelita se defendió; pero al cabo fue ablandándose, y consintió
en acudir á una reja baja, donde sin peligro para su recato podía conversar
largamente con Marcelo. Mas lo que suele costar trabajo en estas lides es el
primer triunfo, que los restantes vienen fatalmente á su hora, y Manuelita,
aunque se hizo muy de rogar, acabó por conceder á Marcelo que una noche,
en vez de hablarse por la reja, se hablasen dentro del aposento que la reja
defendía...
El narrador se detuvo un instante, como preparando el efecto de lo que
le faltaba por contar.
—Marcelo entró en aquel cuarto temblando de gozo, paladeando con
la imaginación el bien que esperaba. No se había atrevido Manuelita á
encender luz, pero la de la luna entraba á oleadas por la reja—en la cual se
apoyaba la muchacha ruborizada y acaso medio arrepentida ya—y
alumbraba de lleno su rostro, haciéndolo parecer más descolorido, del tono
de los jazmines que lucía apiñados en el negro rodete. Marcelo se adelantó
como el que camina en sueños, y al aproximarse á Manuelita, al rodear con
los brazos el talle curvo que se doblegaba, al respirar con los labios el
perfume de las blancas flores tan próximas á la mejilla fresca y á la garganta
tornátil, su boca exhaló, entre hondo suspiro, un nombre... ¡el nombre de
Jacinta! Y al oirse, al repetir involuntariamente tal nombre, espantado,
como si viese á una sierpe, se desprendió, retrocedió, se tambaleó y al fin
huyó, subiendo la escalera á tientas y encerrándose en su dormitorio...
donde pasó la noche entre remordimientos y lágrimas, para salir á la
madrugada camino de Córdoba, y desde Córdoba á París...—¿Comprenden
ustedes el motivo de la conducta de Marcelo?
—Que para él sólo existía Jacinta; Manuelita no había existido nunca,
sino por la pasajera realidad que le comunicó su parecido con la otra...—
respondimos algo impresionados, reflexionando á pesar nuestro.
—Exactamente... Veo que son ustedes perspicaces... Al pensar
Marcelo que se libertaba de su criminal pasión, lo que hacía era recaer en
ella de plano, satisfacerla, entregarse... ¿Y la belleza? Tan guapa era
Manuela la cortijerita, como Jacinta la dama. ¡Acaso más!
—Marcelo se me figura demasiado idealista—indicó Tresmes en tono
desdeñoso.
—Todos lo somos...—declaró Donato.—Y la belleza, una idea, unas
gotas de ilusión, para uso interno...

MEMENTO

EL recuerdo más vivaz de mis tiempos estudiantiles—dijo el doctor


sonriendo á la evocación—no es el de varios amorcillos y lances parecidos
á los que puede contar todo el mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas
rosas embalsamaron mis sueños. Lo que no olvido, lo que á cada paso veo
con mayor relieve, es... la tertulia de mi tía Gabriela, doncella machucha, á
quien acompañaban todas las tardes otras tres viejas apolilladas, igualmente
aspirantes á la palma sobre el ataud.
Reuníanse las cuatro, según he dicho, por la tarde—pues de noche las
cohibían miedos, achaques y devociones—en el gabinetito, desde cuyas
ventanas se divisaban los ricos ajimeces góticos y los altos muros de la
Catedral; y yo solía abandonar el paseo—á tal hora lleno de muchachas
deseosas de escuchar piropos—para encerrarme entre aquellas cuatro
paredes vestidas de un papel rameado que fué verde y ya era blancuzco,
sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y blandufa, al cabo
también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca, cubierta por la
rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro, mientras una
cascada voz murmuraba: «Hola, ¿ya viniste, calamidad? Hoy se muere de
gozo Candidita».
De las solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido
los sesenta y tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita
lozaneaba, jamás descolló por su belleza. Siempre tuvo el ojo izquierdo
algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en ella pudo
agradar fué su seráfica condición. Poseía Candidita, en relación con su
nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. Cuanta paparrucha
inverosímil se me antojase inventar, la tragaba Candidita sin esfuerzo; en
cambio no había quien la convenciese de la realidad de picardía ninguna. Su
alma rechazaba la maledicencia como se rechaza un elemento extraño, de
imposible asimilación. Yo me divertía infinito disputando con Candidita
cuando se negaba á dar crédito á maldades notorias... y al hacerlo, sentía
germinar en mi corazón una especie de ternura, un misterioso respeto por la
inocente, que sin quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja,
subiría al cielo al momento menos pensado.
Mi tía Gabriela, en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su
vida retirada, en una soñolienta ciudad de provincia, la impedía conocer á
fondo el mundo, y quizás exageraba las trastadas y gatuperios que en él se
cometen, pero acercándose á la realidad y juzgando mil veces con maligno
acierto. Preciada de su linaje, con pergaminos y sin talegas, la tía Gabriela
era una señora á la vez modesta é imponente, chapada á la antigua, de alma
más enhiesta que un lanzón; las otras tres solteronas parecían sus damas de
honor, antes que sus amigas.
Doña Aparición era la curiosidad de aquel museo arqueológico.
Hermosa y mundana en sus verdores, conservaba, á los setenta y seis,
golpes de coquetería y manías de adorno que hacían fruncir los labios á mi
tía Gabriela, tan majestuosa con su liso hábito del Carmen. El peluquín de
doña Aparición, con bucles y sortijillas de un rubio angelical; su calzado
estrecho; sus guantes claros de ocho botones; sus trajes de seda á rayas
verde y rosa; sus abanicos de gasa azul, y el grupo de flores artificiales que
prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto que reir.
Como estaba semiciega y casi sorda y la vestía su fámula, á lo mejor
traía la peluca del revés, ó en la nariz el toque de carmín de las mejillas, ó
los guantes uno lila y otro pajizo; y como padecía de gota, el cepo de las
botitas prietas llegaba á mortificarla tanto, que mi tía la prestaba unas
holgadas pantuflas. En caso tal exclamaba infaliblemente doña Aparición:
«¡Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un pliegue de la media me desolló el
talón... Es un fastidio tener tan fino el cutis.»
No sería doña Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese
torturas para presumir de pie. Al contrario: se declaraba sans façon.
Reducida á mezquina orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas
color de ala de mosca. Por lo demás, era mujer de empuje y brío, alta,
gruesa, de una frescura rancia—si es lícito expresarse así—viva de ojos y
arrebatada de color, amiga de la broma, pero gazmoña á ratos, siempre
dentro de la nota del buen humor y la marcialidad.
¡Cómo me festejaban aquellas cuatro señoras! Hay sitios adonde
vamos atraídos, no por nuestro gusto, sino por el que damos á los demás.
Diez años haría tal vez que las solteronas no veían de cerca un semblante
juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un rasgo de galantería de
incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida vanidad sentimental
de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea amable con las
viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del juego. Las muchachas
nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su manso charloteo, me
crearon una reputación fabulosa de discreto, de galán, de simpático, de
estudioso. A su manera, me allanaban el camino de una lucida posición y de
una boda brillante. En los exámenes yo podía contestar mal ó bien, que
segura tenía la nota: tal labor subterránea hacían mis solteronas con los
catedráticos. En mi salud no cesaban de pensar. «Vienes descolorido,
Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo con las bribonas!» Y me enviaban remedios
caseros, y piperetes, y vinos cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta
sábanas, por si las de la posada no eran «de confianza» y «bien lavaditas».
A fin de animar la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas
románticas. Auditorio semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase que,
para escuchar, hasta la respiración suspendían. Según avanzaba la lectura,
crecía el interés. Una indignación, cómica á fuerza de ser ingenua, contra
los traidores; un terror vivísimo cuando los buenos iban á caer en las
emboscadas de los malos; un gozo pueril cuando la virtud salía triunfante...
Las exclamaciones me interrumpían. «¿Ese pillo se equivoca y toma el
veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si Gontrán entra en el bosque
encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que no entre!» «¡Jesús, al fin
le da la puñalada!» «¡Infame!» «Ve usted cómo el niño que robó el titiritero
era hijo de la princesa?» etc.—En los episodios vehementes, cuando los
amantes se dicen ternezas al claror de la luna, las solteronas se deshacían.
Un leve sonrosado animaba las mejillas amarillentas; se humedecían los
áridos ojos; los encogidos pechos anhelaban; aparecíase el bello fantasma
de la lejana juventud, y un aura dulce y tibia agitaba un momento aquellos
espíritus resignados, como el aire primaveral agita el polvo de una tierra
seca y estéril.
Llegó el plazo en que yo tenía que emprender mi viaje á la corte, para
cursar el doctorado. Dí la noticia á mis solteronas, y aunque no podía
sorprenderlas, no fué menor el efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin
perder el compás de la dignidad, se puso temblona, y me advirtió, en frases
que revelaban verdadera ternura, que era preciso excusar á los viejos si se
afectaban en las despedidas, porque no estaban seguros de volver á ver á los
que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó, bufó, me insultó, y al fin se
echó á llorar como una fuente. Doña Aparición suspiró, alzó la vista al cielo
y dijo haciendo monerías: «Un joven de estas prendas... naturalmente, ¡va á
lucir en la corte! Mañana recibirá usted un alfiler de esmeraldas... que fué
de mi papá». Por su parte, Candidita guardó silencio, y á poco se levantó,
asegurando que tenía que hacer una visita urgente. Aproveché el pretexto
para abreviar la escena; salí con ella, la ayudé á ponerse el mantón, y la
ofrecí el brazo por la escalera de peldaños carcomidos.
De repente, en el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos
brazos endebles me rodearon el cuello, y una cara fría como la nieve se
pegó á mis barbas. Comprendí de súbito... y, créanlo ustedes, ¡me quedé
más volado y más compadecido que si viese á mi propia madre de rodillas
ante mí! Noté que Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la
supuse desmayada y la arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de piedad:
«Adiós, adiós, ya sabe que se la quiere». Mas como no me soltaba, me
encontré ridículo y la rechacé... Al hacerlo, me pareció que estaba
degollando á una ovejuela enferma, y la lástima me obligó á volver atrás y
corresponder al abrazo de Candidita con una caricia rápida y violenta, filial
y santa en la intención. Después eché á correr, y salí á la calle resuelto á no
volver por la tertulia. ¡Ah, eso sí! La caridad tiene sus límites...—Y ahora,
que también soy viejo yo, suelo acordarme de Candidita... ¡Pobre mujer!

LA CAJA DE ORO

SIEMPRE la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que á


veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible
averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con esmaltes
finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo
escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata, ó en
lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así inaccesible.
Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme
de lo que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el
artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si
encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿á qué venía la ocultación?
¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales prendas, ó se
llevan mucho más cerca ó se custodian mucho más lejos: ó descansan sobre
el corazón, ó se archivan en un secreter bien cerrado, bien seguro... No eran
despojos de amorosa historia los que dormían en la cajita de oro, esmaltada
de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacanto.
Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista á
una historia, tal vez á una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto,
antojadizo, y por contera, entrometido y fisgón impertinente. Lo cierto es
que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en
juego los ilícitos y heroicos... Mostréme perdidamente enamorado de la
dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia á una
mujer, cuando sólo cortejaba á un secreto; hice como si persiguiese la
dicha... cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte,
que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me
la concedió... por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un
remordimiento.
No obstante, después de mi triunfo, la que ya me entregaba cuanto
entrega la voluntad rendida, defendía aún, con invencible obstinación, el
misterio de la cajita de oro. Desplegando zalameras coqueterías ó repentinas
y melancólicas reservas; discutiendo ó bromeando; apurando los ardides de
la ternura ó las amenazas del desamor, suplicante ó enojado, nada obtuve; la
dueña de la caja persistió en negarse á que me enterase de su contenido,
como si dentro del lindo objeto existiese la prueba de algún crimen.
Repugnábame emplear la fuerza y proceder como procedería un patán,
y además, exaltado ya mi amor propio (á falta de otra exaltación más dulce
y profunda), quise deber al cariño y sólo al cariño de la hermosa la clave del
enigma. Insistí, me sobrepujé á mí mismo, desplegué todos los recursos, y
como el artista que cultiva por medio de las reglas la inspiración, llegué á
tal grado de maestría en la comedia del sentimiento, que logré arrebatar al
auditorio. Un día en que algunas fingidas lágrimas acreditaron mis celos, mi
persuasión de que la cajita encerraba la imagen de un rival, de alguien que
aún me disputaba el alma de aquella mujer, la vi demudarse, temblar,
palidecer, echarme al cuello los brazos, y exclamar, por fin, con sinceridad
que me avergonzó:
—¡Qué no haría yo por ti! Lo has querido... pues sea. Ahora mismo
verás lo que hay en la caja.
Apretó un resorte; la tapa de la caja se alzó, y divisé en el fondo unas
cuantas bolitas tamañas como guisantes, blanquecinas, secas. Miré sin
comprender, y ella, reprimiendo un gemido, dijo solemnemente:
—Esas píldoras me las vendió un curandero que realizaba curas casi
milagrosas en la gente de mi aldea. Se las pagué muy caras, y me aseguró
que, tomando una al sentirme enferma, tengo asegurada la vida. Sólo me
advirtió que si las apartaba de mí ó las enseñaba á alguien, perdían su
virtud. Será superstición ó lo que quieras; lo cierto es que he seguido la
prescripción del curandero, y no sólo se me quitaron achaques que padecía
(pues soy muy débil), sino que he gozado salud envidiable. Te empeñaste en
averiguar... Lo conseguiste... Para mí vales tú más que la salud y que la
vida. Ya no tengo panacea, ya mi remedio ha perdido su eficacia: sírveme
de remedio tú; quiéreme mucho, y viviré.
Quédeme frío. Logrado mi empeño, no encontraba dentro de la cajita
sino el desencanto de una superchería y el cargo de conciencia del daño
causado á la persona que al fin me amaba. Mi curiosidad, como todas las
curiosidades, desde la fatal del Paraíso hasta la no menos funesta de la
ciencia contemporánea, llevaba en sí misma su castigo y su maldición.
Daría entonces algo bueno por no haber puesto en la cajita los ojos. Y tan
arrepentido que me creí enamorado; cayendo de rodillas á los pies de la
mujer que sollozaba, tartamudeé:
—No tengas miedo... Todo eso es una farsa, un indigno embuste... El
curandero mintió... Vivirás, vivirás mil años... Y aunque hubiesen perdido
su virtud las píldoras, ¿qué? Nos vamos á la aldea y compramos otras...
Todo mi capital le doy al curandero por ellas.
Me estrechó, y sonriendo en medio de su angustia, balbuceó á mi oído:
—El curandero ha muerto.
Desde entonces la dueña de la cajita—que ya no la ocultaba ni la
miraba siquiera, dejándola cubrirse de polvo en un rincón de la estantería
forrada de felpa azul—empezó á decaer, á consumirse, presentando todos
los síntomas de una enfermedad de languidez, refractaria á los remedios.
Cualquiera que no me tenga por un monstruo supondrá que me instalé á su
cabecera y la cuidé con caridad y abnegación. Caridad y abnegación digo,
porque otra cosa no había en mí para aquella criatura de quien había sido
verdugo involuntario. Ella se moría, quizás de pasión de ánimo, quizás de
aprensión, pero por mi culpa; y yo no podía ofrecerla, en desquite de la vida
que le había robado, lo que todo lo compensa: el don de mí mismo,
incondicional, absoluto. Intenté engañarla santamente para hacerla dichosa,
y ella, con tardía lucidez, adivinó mi indiferencia y mi disimulado tedio, y
cada vez se inclinó más hacia el sepulcro.
Y al fin cayó en él, sin que ni los recursos de la ciencia ni mis cuidados
consiguiesen salvarla. De cuantas memorias quiso legarme su afecto, sólo
recogí la caja de oro. Aún contenía las famosas píldoras, y cierto día se me
ocurrió que las analizase un químico amigo mío, pues todavía no se daba
por satisfecha mi maldita curiosidad. Al preguntar el resultado del análisis,
el químico se echó á reir.
—Ya podía usted figurarse—dijo—que las píldoras eran de miga de
pan. El curandero (¡si sería listo!) mandó que no las viese nadie... para que
á nadie se le ocurriese analizarlas. ¡El maldito análisis lo seca todo!

LA SIRENA

NO es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió á


su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos y
con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo: y no queriendo dejar
lo divino por lo humano, prodigó á sus vástagos avisos morales sabios y
rectos, y les puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro
mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona,
al ver cuán atentamente la oían, y cómo fruncían plácidamente el hociquito
en señal de gustosa aprobación.
Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se
mostraban tan formales, porque aún no habían asomado la cabeza fuera del
agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la
madriguera, les cobijaba á maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en
verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni
sospechaban que allí habitase una familia ratonil.
Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba á desear sacar
el hocico, á soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado, que
al pie del árbol se extendía alegre é incitante, esmaltado de varias flores y
bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares
bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse á decirlo en voz alta, de
puro miedo á su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la
madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no
quieres que me disguste mucho, no vuelvas á hablar de salir al prado.»
¿Creeréis que la prohibición le quitó al ratoncillo las ganas? ¡Bah! Ya
sabéis que las prohibiciones son espuela del antojo.—No atreviéndose á
bajar aún el antojadizo, se pasaba las horas muertas mirando al prado
deleitable. ¡Qué bueno sería trotar por entre aquella hierba suave y
perfumada! ¡Qué simpático remojarse en el limpio arroyuelo que bañaba de
aljófar las raíces de sauces y mimbreras! ¡Qué divertido dar caza á los
viboreznos y lagartijas que se deslizaban estremeciendo el follaje y
haciendo relumbrar al sol los tonos metálicos de su elegante cuerpo! ¿Por
qué, vamos á ver, por qué prohibía tan inocentes recreos la madre ratona?
Un día que la mamá había salido, según costumbre, en busca de
sustento para su prole, el hijo se asomó al agujero, echando más de la mitad
del tronco fuera. De pronto sintió como un choque eléctrico y vió cruzar por
el prado un ser encantador. Era ni más ni menos que una gatita blanca como
la nieve, que fijaba en el ratoncillo sus anchas pupilas de esmeralda.
Quedóse el ratón fascinado, absorto. Nunca había visto cosa más linda
que la tal gata blanca. ¡Qué gracia y gentileza en sus movimientos, qué
soltura en su flexible andar, qué monería en su cara picaresca, y qué virginal
candor en su ropaje de armiño! ¡Y qué decir de aquellos ojos verdes con
reflejos áureos, aquellos ojos cuyo mirar derretía, incendiaba el corazón!
A no estar tan próxima la hora en que solía regresar á la guarida la
madre, el ratón se hubiese arrojado sin vacilar de su nido para acercarse á la
preciosa gata. Le contuvieron el temor y el hábito de obedecer, que siempre
reprimen un tanto, al principio, los ímpetus rebeldes; pero lo que no acertó á
sujetar fué su lengua, y loco de entusiasmo, refirió á la mamá cómo le tenía
fuera de sí la aparición de la gata celeste.
—Qué, ¿has visto á ese monstruo?—exclamó la madre.
—¡Monstruo una criatura tan encantadora!—suspiró el ratoncillo.
—Monstruo horrible, el más funesto, el más sanguinario, el más atroz
que, por tu negra suerte, pudiste encontrar. Huye de él, hijo mío, como del
fuego: mira que en huir te va la vida; mira que tu padre pereció en las garras
de esa maldita fiera, y que todas mis lágrimas son obra suya.
—Madre—repuso atónito el ratoncillo—apenas puedo creer lo que me
aseguras. El agua que corre limpia y clara entre las flores del prado no tiene
los matices de aquellos cándidos ojos ya verdes, ya azulados, siempre
dulces, donde siempre juega misteriosamente la luz. Los pétalos de las
azucenas y de los lirios del valle ceden en blancura á su nevada piel, que
debe de ser más suave que el terciopelo y más flexible que la seda. ¿Cómo
quieres que vea un monstruo sanguinario y horrible en la gata? ¡Ay, madre!
desde que la contemplé, sólo en ella pienso. Cuanto no es ella, me parece
indigno de existir. Antes me gustaban el prado y el cielo y los árboles.
Ahora todo me cansa y todo lo desprecio. Madre, cúrame de este mal,
porque me siento tan triste, que creo que se me va á acabar la vida.
Ya supondréis que la pobre ratona haría cuanto cabe para distraer y
aliviar á su retoño. A fin de cambiar sus pensamientos en otros más lícitos,
llevóle al agujero de unas ratas algo parientas suyas, jóvenes, ricas y
honradas, que vivían royendo el trigo de repleto granero; pero el ratón se
aburría de muerte entre los montones de grano, en la obscuridad de la troj, y
echaba de menos el prado, que iluminaba, antes que el sol, la presencia de
la gata blanca. Porque ya varias veces la había visto pasar juguetona y
ligera, fijando sus radiantes pupilas en las inaccesibles alturas del árbol, y
siempre que la gata aparecía, el ratón sentía ensanchársele la vida y
escapársele el alma—sí, el alma, porque el amor hasta en las bestias la
infunde—detrás de aquella maga de los verdes ojos.
No hubiese querido la ratona en tan críticas circunstancias separarse un
minuto de su hijo, pero era forzoso salir á cazar, á procurar subsistencia
para la familia, y llegó una mañana en que habiendo madrugado la ratona á
dejar el nido antes de que amaneciese, el joven ratón, pensativo y
melancólico, se asomó al agujero para ver nacer el día. Recta faja dorada
franjeó el horizonte; poco á poco la bruma se rasgó y fué absorbiéndose en
la clara pureza del cielo, por donde el sol ascendía como una rosa de oro
pálido; los pajaritos saludaron su gloriosa luz con un himno de alegría
alborozado y triunfal, y sobre la hierba, aljofarada aún de rocío, como sobre
una red de diamantes, mostróse pasando con aristocrática delicadeza y
remilgada precaución, la hermosa gata blanca.
Exhaló el ratón un chillido de júbilo; la gata le miraba, parecía
llamarle, invitarle á que descendiese.—¿Quieres jugar conmigo?—
preguntóla él, sin reflexionar, sin acordarse para nada de las maternales
advertencias.—Baja—pareció contestar con sus ojos misteriosos la gatita. Y
el ratón bajó aprisa, disparado, ebrio de felicidad, y el juego dió principio,
con muchos saltos y carreras. Fingía huir la gata; escondíase entre sauces y
mimbres, y cuando el ratón se cansaba de perseguirla, ella se dejaba caer
sobre la muelle alfombra del prado, y escondiendo las uñas recibía con las
patitas de terciopelo al ratón, y ya le despedía, en broma, ya le estrechaba,
retozando, en deleitosa mezcla é indescifrable confusión de tratamientos
ásperos y dulces.
Nunca sabía el ratón, en aquel juego de veleidades, si iba á ser acogido
con demostración tierna y mimosa ó con fiero y desdeñoso zarpazo; y en los
amados ojos de la esfinge tan pronto veía piélagos de voluptuosidad y
relámpagos de risa, como destellos de ferocidad y chispazos sombríos y
crueles. Más de una vez creyó notar que las patitas blandas y muertas se
crispaban de súbito, y que bajo lo afelpado de la piel surgían uñas de acero.
Y ¡cosa rara! no bien pensaba advertir síntomas tan alarmantes, el ratón
cerraba los párpados y volvía gozoso y tembloroso á solazarse con la gata
blanca.
Duraba aún el juego, cuando por la tarde regresó la ratona y vió de
lejos la escena y á su hijo mano á mano con el monstruo. Llorando y
desesperada gritóle desde lejos:—Hijo mío, que te pierdes.—El ratón, por
supuesto, no la hizo maldito caso. ¡Sí, para oir consejos estaba él! Subido al
quinto cielo, nunca el juego le había encantado más. La gata, por el
contrario, empezaba á fatigarse y á sospechar que había perdido bastante
tiempo con un ratoncillo de mala muerte; y al notar que iba á ponerse el sol,
que se hacía tarde—sin modificar apenas su actitud, siempre graciosa y
juguetona, como el que no hace nada—torció la cabeza, aseguró con la boca
al ratoncillo, hincó los agudos dientes... y le lanzó al aire palpitante y
moribundo, para recibirle en las uñas, tendidas con violencia feroz...
A punto que una nube de sangre cubría ya los ojos del desdichado, y el
delirio de la agonía ofuscaba sus sentidos, todavía pudo oirse cómo
murmuraba débilmente:—¿Quieres jugar conmigo, gatita blanca?
Por eso su madre hizo mal en llorar amargamente al incauto ratón. ¡El
espiró tan satisfecho, tan á gusto!
ASÍ Y TODO...

LA sanción penal para la mujer—dijo en voz incisiva Carmona, aficionado


á referir casos de esos que dan escalofríos—es no encontrar hombre
dispuesto á ofrecerla mano de esposo. Una imperceptible sombra, un
pecadillo de coquetería ó de ligereza, cualquier genialidad, la más leve
impremeditación, bastan para empañar el buen nombre de una doncella, que
podrá ser honestísima, pero que, cargada con el sambenito, ya se queda
soltera hasta la consumación de los siglos, sin remedio humano. Sucediendo
así, ¿cómo se explica que infinitas mujeres notoriamente infames, y con
razón difamadas, si cien veces enviudan, otras ciento hallan quien las lleve
al altar? Para probarles este curioso fenómeno, les contaré un suceso
presenciado allá en mis mocedades, que me produjo impresión tan
indeleble, que jamás en toda mi vida me ocurrió la idea de casarme. Sí; por
culpa de aquella historia moriré solero,—y no me pesa, bien lo sabe Dios.
El lance pasó en M***, donde estaba de guarnición uno de los
regimientos más lucidos del ejército español, que por su arrojo y decisión
en atacar había merecido el glorioso sobrenombre de El Adelantado. Era yo
entrañable amigo del teniente Ramiro Quesada, mozo de arrogante figura y
ardorosa cabeza, uno de esos atolondrados simpáticos, á quienes queremos
como se quiere á los niños. No salía Ramiro sin mí; juntos íbamos al teatro,
á los saraos, á las juergas—que ya existían entonces aunque las llamásemos
de otro modo;—juntos dábamos largos paseos á caballo, y juntos hacíamos
corvetear á nuestras monturas ante las floridas rejas. Nos confiábamos
nuestros amoríos, nuestros apurillos de dinero, nuestras ganancias al juego,
nuestros sueños y nuestras esperanzas de los veinticinco años. No éramos él
ni yo precisamente unos anacoretas, pero tampoco unos perdidos:
muchachos alegres, y nada más.
De repente noté que Ramiro se volvía huraño, y retrayéndose de mi
trato y compañía se daba á andar solo, como si tuviese algo que le
importase encubrir. Vano intento, porque en M*** no caben tapujos. Poco
tardamos en averiguar la razón del cambio de carácter del teniente. La clave
del enigma no era sino la esposa del Capitán Ortiz, una de esas hembras que
no calificaré de muy hermosas, pero peores que si lo fuesen: morena,
menuda, salerosa al andar, descolorida, de ojos que parecían candelas del
infierno y una cintura redonda de las que se pueden rodear con una liga.
Ortiz, al parecer (y con motivo, pero sin fruto), era extremadamente celoso,
y Ramiro, para avistarse con su tormento, necesitaba emplear ardides de
prisionero ó de salvaje. El día en que se le frustraba una cita ó se le
malograba furtivo coloquio en la reja que abría sobre una callejuela obscura
y solitaria, estaba el pobre muchacho como demente: ni contestaba si le
hablábamos. Aunque yo no alardease de moralista, ni tuviese autoridad para
aconsejar, y menos en tales materias, declaro que las relaciones ilícitas de
mi amigo me desazonaban mucho, y un presentimiento—le llamo así,
porque no sé cómo definir el disgusto y la inquietud que sentía—me
anunciaba que algo grave, algo penoso debían acarrearle á Ramiro aquellos
malos pasos. Con todo, lejos estaba—á mil leguas de suponer la tragedia
que aconteció.
Cierta mañana esparcióse por M*** la nueva de que el Capitán Ortiz
había sido encontrado muerto, con un balazo en el pecho y otro en la
cabeza, casi á las puertas de su domicilio, cerca de la esquina donde se abría
la callejuela lóbrega. En los primeros momentos no me asaltó la terrible
sospecha: creía á Ramiro noble y leal, y sólo cuando el rumor público le
señaló, comprendí que únicamente él, poseído del demonio, podía haber
realizado la obra de tinieblas...
A las pocas horas de descubrirse el cadáver, Ramiro fué preso.
Reunióse el Consejo de guerra, y la causa marchó con la fulminante rapidez
que caracteriza á la justicia militar, estimulada por la voluntad expresa del
Capitán General, que deseaba se cumpliesen á rajatabla las prescripciones
legales y se enterrasen á la vez la víctima y el asesino. Al pronto Ramiro
intentó negar; pero dos ó tres frases de indignación del Fiscal provocaron en
él un arranque de altiva franqueza, y confesó de plano que á traición había
disparado dos pistoletazos, la noche anterior, al Capitán Ortiz. En cuanto á
los móviles del crimen, juró y perjuró que no eran otros sino ofensas de jefe
á subalterno, rencores por cuestiones de servicio. Llamada á declarar la
esposa de Ortiz, compareció de negro, impávida, y aseguró que apenas
conocía al asesino de vista. Este, sin pestañear, confirmó la declaración de
la señora; y hallándose el reo convicto y confeso, y no habiendo tiempo ni
necesidad de más averiguaciones, se pronunció la sentencia de muerte, y
Ramiro entró en capilla á las tres de la tarde, para ser arcabuceado al rayar
el siguiente día, á las veinticuatro horas justas del crimen.
No necesito decir que en la capilla me constituí al lado de mi amigo,
que demostraba estoica entereza. Sabiendo cuánto alivia una confidencia,
un desahogo, le dirigí preguntas afectuosas, llenas de interés; pero el reo se
encerró en un silencio sombrío, y noté que tenía los ojos tenazmente fijos
en la puerta de la capilla como en espera de que diese paso á alguien... ¡Lo
que esperaba el sin ventura—no necesité para adivinarlo gran perspicacia—
era la llegada de la mujer por quien iba á beber el amargo trago! Sin duda
que ella no podía faltar; no podía negarle el supremo consuelo de la
despedida; sin duda, el sordo ruido de pasos que resonaba en la antecámara
era el de los suyos, que hacían vacilantes el miedo y el dolor... Pero corrió
la tarde, empezaron á transcurrir lentas y solemnes las horas de la última
noche, y la esperanza abandonó al sentenciado. El sacerdote que le
exhortaba y había de absolverle y darle la sagrada comunión antes que el
sol asomase en el horizonte, se retiró un momento á descansar, y solo yo
con Ramiro, comprendí que por fin se abrían sus lívidos labios.
—Hace un momento sentía que ella no viniese—murmuró
cogiéndome las manos entre las suyas abrasadoras.—Ahora me alegro. Ya
que me cuesta la vida, que no me cueste también el alma. ¿Que cómo hice
la atrocidad, el cobarde asesinato de Ortiz? Mira, casi no lo sé. Me parece
que quien cometió esa acción villana no fué Ramiro Quesada, sino otra
persona, un hombre distinto de mí, que se me entró en el cuerpo. ¿Te
acuerdas de lo alegre, de lo franco que era yo? Desde que me acerqué á...
esa mujer... me volví otro. Estaba embrujado... Su marido, á quien
ofendíamos, me parecía mi enemigo personal, el obstáculo á nuestra
felicidad; le odiaba... creo que más de lo que la amaba á ella. Así que ella lo
notó... ¡guárdame siempre el secreto! ¡no lo digas ni á tu madre! empezó á
insinuarme, con medias palabras, la posibilidad del crimen. No hablábamos
claro de ese asunto, pero nos entendíamos perfectamente; formábamos
planes de retirarnos al campo después, y hasta—mira qué detalle—ella se
compró un traje negro nuevo, diciendo que eso siempre sirve. Como un
tornillo se fijó en mi cerebro el propósito del crimen. Y así que ella me vió
resuelto, se franqueó, me exaltó más, me ofreció que compartiría mi
destino, fuese el que fuese...
Aquí se detuvo Ramiro, y vi que se alteraba más profundamente su
rostro. Con voz húmeda murmuró:
—Yo no quería tanto... ¡Compartir mi destino! Ya ves que ante el
Consejo he logrado salvarla... Prefiero morir solo... Pero verla aquí, un
momento... antes de... Al fin, si fuí asesino, lo fuí por ella, sólo por ella...
¡Maldita sea mi suerte! Si no conozco á esa mujer, soy siempre honrado y
tal vez me matan defendiendo á la Patria. ¡El sino del hombre!

............

—¿Y le fusilaron?—preguntamos ansiosos.


—¡Pues no! Según deseaba el General, á un tiempo se cavó la hoya del
marido y la del amante. Yo, después del horrible día, me marché de M***,
donde me consumía el tedio. Al volver, pasados cinco años, tuve curiosidad
de saber qué había sido de la esposa del Capitán Ortiz... y aquí de lo que
decíamos: supe que vivía tranquila, casada en segundas nupcias con un
acaudalado caballero. Sin embargo, en M*** era pública la causa del triste
fin de Ramiro...
Acabó así su relato Carmona, y vimos que inclinaba la cabeza,
abrumado por memorias crueles.

LA CABELLERA DE LAURA

MADRE é hija vivían, si vivir se llama aquello, en húmedo zaquizamí, al


cual se bajaba por los raídos peldaños de una escalera abierta en la tierra
misma: la claridad entraba á duras penas, macilenta y recelosa, al través de
un ventanillo enrejado; y la única habitación les servía de cocina,
dormitorio y cámara.
Encerrada allí pasaba Laura los días, trabajando afanosamente en sus
randas y picos de encaje, sin salir nunca ni ver la luz del sol, cuidando á su
madre achacosa, y consolándola siempre que renegaba de la adversa
fortuna. ¡Hallarse reducidas á tal extremidad dos damas de rancio abolengo,
antaño poseedoras de haciendas, dehesas y joyas á porrillo! ¡Acostarse á la
luz de un candil ellas, á quienes habían alumbrado pajes con velas de cera
en candelabros de plata! No lo podía sufrir la hoy menesterosa señora, y
cuando su hija, con el acento tranquilo de la resignación, la aconsejaba
someterse á la divina voluntad, sus labios exhalaban murmullos de
impaciencia y coléricas maldiciones.
Como siempre los males pueden crecer, llegó un invierno de los más
rigurosos, y faltó á Laura el trabajo con que ganaba el sustento. A la
decente pobreza sustituyó la negra miseria; á la escasez, el hambre de
cóncavas mejillas y dientes amarillos y largos.
Entonces, con acerba ironía, la madre se mofó de Laura, que pensaba,
la muy ñoña y la muy necia, asegurar el pan por medio de la labor y las
constantes vigilias. ¡Valiente pan comería así que se quedase ciega! Saldría
con un perrito á pedir limosna... ¡Ah, si no fuese tan boba y tan mala hija—
teniendo aquel talle, aquel rostro y aquella mata de pelo como oro
cendrado, que llegaba hasta los pies—no dejaría que su madre se
desmayase por falta de alimento! Al oir estas insinuaciones, Laura se
estremeció de vergüenza y quiso responder enojada; pero recordando que su
madre estaba en ayunas desde hacía muchas horas, se cubrió el rostro con
las manos y rompió á sollozar. De pronto, como quien adopta una
resolución súbita y firme, púsose en pie, se envolvió en un ancho capuchón
de lana obscura, y salió á la calle, que raras veces pisaba, convencida de que
el retiro es la salvaguardia del recato. Sin titubear fué en dirección de un
tenducho que había entrevisto y donde creía poder feriar el solo tesoro de
que estaba secretamente envanecida y orgullosa. Era dueña del baratillo la
astuta vieja Brasilda,—gran componedora de voluntades con ribetes de
hechicera,—y, muy encubierto el rostro, entró Laura en la equívoca
mansión.
Como Brasilda preguntase maliciosamente qué traía á vender la tapada
y gallarda moza, Laura, sin dejar de esconder el semblante en los pliegues
del capuz, se volvió de espaldas y mostró tendida la espléndida cabellera
rubia, brillante y suave más que la seda, y que, con magnífico alarde,
rebosando de la orla de la saya, barría el suelo. «Esto vendo en diez escudos
—exclamó—y córtese ahora mismo.» Convenía la proposición á la vieja,
porque la mata de pelo daba para muchas pelucas y postizos, y asiendo unas
tijeras segó y tonsuró la copiosa melena. Al observar que la moza seguía
encubriendo el rostro, y creyendo advertir que lloraba muy bajo, silbó á su
oído: «Si eres doncella y tan hermosa como promete tu cabello, aquí te
esperan, no diez escudos, sino cien ó doscientos, cuando te venga en
voluntad.»
Recogió Laura el dinero y alejóse sin responder palabra; en la puerta
se cruzó con un caballero, de buen talle y porte, que no reparó en ella:
Laura sí le miró á hurtadillas y sin querer le encontró galán. El caballero
que penetraba en la mansión de la bruja era don Luis de Meneses, el mozo
más rico, libre y desenfrenado de toda la ciudad, el cual no visitaba á humo
de pajas á la madre Brasilda, sino que acudía allí como el cazador á que se
le señalen do está la caza, y que se la ojeen y acorralen para asegurarla y
matarla á gusto.
Después de un rato de conversación, don Luis divisó la soberana
cabellera rubia, que sobre un paño blanco había extendido la vieja, y en la
cual los destellos del velón, siempre encendido en las obscuridades del
tenducho, rielaban como en lago de oro. «¿De qué mujer es ese pelo?»—
preguntó sorprendido el galán.—«A fe que no lo sé, hijo»—contestó la
vieja.—«Una moza acaba de estar aquí, muy airosa de cuerpo, pero
tapadísima de cara, que no logré vérsela; vendióme esa mata, cobró y con
extraño misterio se fué un minuto antes que entrases...»
—«¿Por qué no la seguiste, buena pieza?»—«Porque sin duda ella está
más pobre que las arañas, y volverá á ganar los cien escudos que la
ofrecí...»—«¡Bruja condenada! Ese pelo es mío, y la mujer también, si
parece.» Y don Luis aflojó la bolsa, cogió delicadamente el paño y el tesoro
que contenía, y ocultándolo bajo el capotillo, se volvió á su casa.
Desde aquel día realizóse en don Luis un cambio sorprendente.
Renunciando á sus galanteos y aventuras, olvidando el juego, las burlas y
los desafíos, pareció otro hombre. Se le veía, eso sí, en la calle, en el paseo,
en la iglesia; sus ojos ávidos registraban y escudriñaban sin cesar, buscando
algo que le importaba mucho; pero al anochecer se recogía, y en vida
honesta y arreglada no tenían que reprenderle los devotos viejos, de grave
apostura y rosario gordo. No faltó quien dijese que el mozo, tocado de la
gracia, andaba en meterse capuchino; y es que ni sabían, ni podían
sospechar que don Luis estaba enamorado, ciegamente enamorado, de la
cabellera rubia.
Habiéndola colocado respetuosamente sobre un cojín de tisú de plata,
se pasaba ante ella las horas muertas, ya besándola en ideal éxtasis de
devoción, como á venerada reliquia, ya estrujándola con frenesí de amante
que quisiera despedazar y morder lo mismo que adora. Exaltada la
imaginación de don Luis por la vista de aquella cascada de oro, de aquella
crin en que Febo parecía haber dejado presos sus rayos juguetones, y de la
cual se desprendía un aroma vivo, un olor de juventud y de pureza,
fantaseaba el tronco á que tal follaje correspondía y adivinaba la mata
larguísima, caudalosa, perfumada, cayendo en crenchas y vedijas sobre unas
espaldas de nieve, sobre unas formas virginales de rosa y nácar, ó rodeando,
como nimbo de santa imagen, un rostro de angelical expresión en que se
abrían las flores azules de los luminosos ojos. Había ideas y recelos que
enloquecían al soñador amante. ¿Quién sabe si la infeliz hermosa, después
de vender su cabello por conservar la honestidad, había tenido que perder la
honestidad por conservar la vida?
Con la fatiga de tal pensamiento, don Luis aborrecía el comer, se
consumía de rabia y se abrasaba en extraños celos. Hecho un azotacalles, no
cesaba de inquirir, pretendiendo ver al través de todos los postigos y calar
todas las rejas y celosías. ¡Trabajo perdido! Ninguna cabeza juvenil cubierta
de sortijas doradas y cortas de aquel matiz único, incomparable, se ofrecía á
sus ojos. Don Luis adelgazaba, se desmejoraba, estaba á pique de desvariar,
cada vez que la vieja hechicera Brasilda, aturdida y desconsolada, repetía
alzando las manos secas:
—Bruja será también la del cabello de oro, y habráse untado y volado
por la chimenea... No parece, hijo, no parece por más que me descuajo
buscándola...
Perdido ya de amores don Luis, como hombre á quien le han dado
extraño bebedizo, llegó al caso de temer morirse de pasión y furia celosa, y
apretando al corazón la cabellera, cuyas roscas le acariciaban las manos
febriles, hizo un voto.—«Que encuentre á tu dueña, y sea rica ó pobre,
buena ó mala, noble ó de plebeya estirpe, con ella me casaré. Pongo por
testigo á este Crucifijo que me escucha.»—Después del voto, lleno de
esperanza y de ilusión salió don Luis á la calle, y al obscurecer, como fuese
muy embozado, le paró cerca de su puerta una pobre, envuelta y cubierta
con un viejísimo capuz de lana.
—Señor caballero—decía en voz lastimera y humilde,—¿necesitan por
casa de su merced una labrandera buena y diligente? No hay donde trabajar,
y mi madre no tiene qué comer.
—Esa es mi casa—respondió distraidamente don Luis, que pensaba en
sus fantásticos amores;—ven mañana, que tendrás harta labor... Toma á
cuenta,—y dejó en la mano tendida un escudo.
Al otro día, Laura, sentada en el hueco de una reja de la casa de don
Luis, con una canastilla de ropa blanca delante, cosía en silencio, sin tomar
parte en la charla de las dueñas; sufría al dejar su morada, su enferma, su
retiro; la fatiga encendía sus mejillas antes pálidas. Entraban por la reja los
dardos del sol, y se prendían en los anillos, cortos y sedosos como plumón
de pajarito nuevo, de la cabeza descubierta, que no velaba el capuz. Y,
casualmente, pasó don Luis tan absorto, que ni miró á la joven labrandera.
Pero ella, reconociendo en don Luis al caballero galán de quien no había
cesado de acordarse,—el que vió cuando salía de vender su cabellera en
casa de la bruja,—exhaló un grito involuntario... Al oirlo, volvióse don
Luis, y cruzando las manos, creyó que alguna aparición del cielo le visitaba,
pues reconoció el matiz único de la melena rubia en la ensortijada testa que
bañaba el sol... Y dirigiéndose á las dueñas y á las mozas de servicio con
imperio y ufanía, dijo solemnemente:
—No labréis más; hoy es día de fiesta; saludad á vuestra señora...

DELINCUENTE HONRADO
DE todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes—nos
dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—el que me
infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El
crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido á la pobre
muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de
reprenderla por asomarse á la ventana; después de maltratarla, pegándola
por leves descuidos, acabó llegándose una noche á su cama, y clavándola en
la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo
tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos
son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la
muchacha pasó, sin transición, del sueño á la eternidad.
La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el
cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente
sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y
parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que
ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar, detrás de
un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos monstruosos y
salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos cabellos, cara
demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que
poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y á veces paraban en
los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su
amargor.
Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda
se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión,
rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia, hiciese
públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su
memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedente
acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los invoco, y me autorizan
para contarles á ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de
que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su
mísera cabeza:
»—Padre confesor—empezó por decir,—ante todo sepa usted que yo
soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al
año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo!
preciosa, que daba gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y ella, una
moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor;
digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así
como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras cosas... Usted,
que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á caballero no me ha
ganado nadie!
La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según
corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche
para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo...
¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo
de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de haberla escatimado
un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y á mí se me quitaban
las penas de oirla. Lo malo fué que como la celebraron la voz y las coplas, y
empezaron á remolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se
pega, y éste que encaja una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin,
ví que se ponía aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted
lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir
cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la
cabeza con sermones... De allí á un mes—no se me olvida la fecha, el día de
la Candelaria—desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la niña... que
tenía sus cinco añitos y era como un sol.»
—Aquí—intercaló el Padre Téllez—tuvo una crisis de sollozos, y por
poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á los
reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber un trago
de anís, y el desdichado prosiguió.
«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios
cómo... y lo que más me barajaba los sesos—¡porque la honra trabaja
mucho!—era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:—
No tienes vergüenza... Yo que tú, la mato.—De tanto oirlo, se me pegó el
estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en alto:—No tengo
vergüenza... ¡Había que matarla!—Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve
ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me
venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la
llevaron á América... ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve
como murió su hija...!» El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le
sosegué otra vez á fuerza de exhortaciones y consejos.
«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de
la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no
había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal.
Aunque me dijese, es un verbigracia:—«Padre, tengo ganas de correr» ó
—«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»—nada, yo sujetándola, que se
divirtiese con su canario, ó con los pliegos de aleluyas, ó con la maceta de
albahaca, ¡pero sin sacar un dedo fuera! Y así que fué espigando, y me hice
cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida á ella
como una gota á otra gota... y con una voz de ángel también, se me abrieron
los ojos de á cuarta, y dije:—No, lo que es tú... no has de echarme el
borrón.—Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con
guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana,
á ver si andaba por allí algún zángano; tanto que la castañera de la esquina
me dijo así:—Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su
propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!—Pero no lo podía remediar. Toda
cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía
desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se
perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar; y
me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me jurase que no
cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró: sólo que, como ya
no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas, acechando desde la
esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á regar las macetas, y que
al mismo tiempo, á competencia con el canario, rompe á cantar... Me dió la
sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví á casa,
entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarla
bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda. ¿Creerá
usted, Padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo á rondar y vuelve á
asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se
para y la dice muchos olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde,
mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo
que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes:—No tienes
vergüenza... Había que matarla.—Cené muy triste, y después de que me
acosté, la misma voz, erre que erre: Matarla, matarla...—Entonces me
levanté despacio, cogí la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la
cama, y de un solo golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo
mi honra desempeñada.»
—¿Creerán ustedes,—añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la
tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á porfiar
que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar... En este
terreno casi murió impenitente...
—Estaría loco—dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había
quedado muy abatido al terminar su relato.

PRIMER AMOR

¿QUÉ edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
culpa de semejantes trastornos.
Si no recuerdo bien el cuándo, por lo menos puedo decir con completa
exactitud el cómo empezó mi pasión á revelarse. Gustábame mucho—
después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus devociones
vespertinas—colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la
cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para
mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que
exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el aroma de los abanicos de
sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso
descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda;
estampitas de santos; enseres de costura; un ridículo de terciopelo azul
bordado de canutillo; un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por
los rincones: yo los curioseaba y los volvía á su sitio. Pero un día—me
acuerdo lo mismo que si fuese hoy—en la esquina del cajón superior y al
través de unos cuellos de rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí
las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura
sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por
la vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse del
fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo no
la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los primeros
estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, vagas
tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato frisar en los
veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á medio abrir, sino una
mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de la belleza. Tenía la cara
oval, pero no muy prolongada; los labios carnosos, entreabiertos y risueños;
los ojos lánguidamente entornados, y un hoyuelo en la barba, que parecía
abierto por la yema del dedo juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y
gracioso: un grupo compacto, á manera de piña de bucles al lado de las
sienes y un cesto de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo,
que remangaba en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta,
donde el hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al
vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos
recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de antaño
gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer esto
último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de
cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta alguna
señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín; pues desde el
talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves ondas de gasa
diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de nieve, por entre
los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar antes en la tersa
superficie del satinado escote. Con el propio impudor se ostentaban los
brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos esculturales..... Al
decir manos no soy exacto, porque en rigor, sólo una mano se veía, y esa
apretaba un pañuelo rico.
Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de
aquella miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí y
acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en las
Ilustraciones, en los grabados mitológicos del comedor, en los escaparates
de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno armonioso y
elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero la miniatura
encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran gentileza, se me figuraba
como animada de sutil aura vital; advertíase en ella que no era el capricho
de un pintor, sino imagen de persona real, efectiva, de carne y hueso. El rico
y jugoso tono del empaste, hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la
sangre tibia; los labios se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y,
completando la ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos
naturales, castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes
del original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él, lo
calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa deidad
se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en esto,
sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus rezos. Oí su tos
asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve tiempo no más que de dejar
la miniatura en el cajón, cerrarlo, y arrimarme á la vidriera, adoptando una
actitud indiferente y nada sospechosa.
Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me preguntó
si le había revuelto los cajones, según costumbre.
Después, sonriéndose con picardía:
—Aguarda, aguarda—añadió—voy á darte algo, que te chuparás los
dedos.
Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
infundieron asco.
La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se
zampase el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos
enternecidos más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la
hundida boca, la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias
revoloteando sobre las sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como
el moco del pavo cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba
las bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó
en mí, y declaré con energía:
—No quiero, no quiero.
—¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
—Ya no soy ningún chiquillo—exclamé creciéndome, empinándome
en la punta de los pies—y no quiero dulces.
La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se
besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos arrugas, ó
mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en mejillas y
párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le columpiaban con las
sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á interrumpir las carcajadas,
y entre risas y tos, involuntariamente, la vieja me regó la cara con un rocío
de saliva... Humillado y lleno de repugnancia, huí á escape y no paré hasta
el cuarto de mi madre, donde me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en
la dama del retrato.
Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar
la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A fuerza de
mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la voluptuosa
penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su blanco pecho
respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla, imaginando que
se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el corazón, ó arrimaba á
ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos se referían á la dama;
tenía con ella extraños refinamientos y delicadezas nimias. Antes de entrar
en el cuarto de mi tía y abrir el codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me
componía, como ví después que suele hacerse para acudir á las citas
amorosas.
Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad,
muy armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también mi niña con
quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la lengua,
y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedían
parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía de hombros y
las calificaba desdeñosamente de feas y fachas. Ocurrió cierto domingo que
fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy graciosas en verdad, y que la
mayor no llegaba á los quince. Estábamos muy entretenidos en ver un
estereóscopo, y de pronto una de las chiquillas, la menor, doce primaveras á
lo sumo, disimuladamente me cogió la mano, y conmovidísima, colorada
como una brasa, me dijo al oído:
—Toma.
Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y
fresca, y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:
—¡Toma!
Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.
Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas
que entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin á
guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día escondiéndome
de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se me antojaba
que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía todas mis acciones, y
llegué al ridículo extremo de que si quería rascarme una pulga, atarme un
calcetín ó cualquiera otra cosa menos conforme con el idealismo de mi
amor purísimo, sacaba primero la miniatura, la depositaba en sitio seguro y
después me juzgaba libre de hacer lo que más me conviniese. En fin, desde
que hube consumado el robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la
almohada y me dormía en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto
hacia la pared, yo hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor
de que viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla izquierda,
donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados adornos del
marco.
El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La
dama del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su palacio,
en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me hacía
sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la cabeza,
acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un gran
misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse, agradeciéndome el
placer que la causaban mis canciones y lecturas. En fin, las reminiscencias
románticas me bullían en el cerebro, y ya era paje, ya trovador.
Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un
modo notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.
—En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante—dijo
mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las ojeras
obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre todo, la
completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
—Juega, chiquillo; come, chiquillo—solían decirme.
Y yo les contestaba con abatimiento:
—No tengo ganas.
Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al
teatro; me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién
ordeñada y espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda
duchas de agua fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la
mesa ó por las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me
miraba fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En librándome
de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi dama del retrato.
Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir el frío cristal: vacilé al
ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el amor que el vago miedo que
semejante profanación me inspiraba, y con gran destreza logré arrancar el
vidrio y dejar patente la plancha de marfil.
Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona viviente la
que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se apoderó de
mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la miniatura.
Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro y el
susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
—Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
—Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!—exclamaba ella.
¿No ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré
cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.
—Déjaselo—suplicaba mi madre—el niño está malito.
—¡Pues no faltaba más!—contestó la solterona.—¡Dejarlo! ¿Y quién
hace otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos? ¡Hoy
en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y no
soy lo que ahí aparece!
Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
cómo pude articular:
—Usted... el retrato... es usted...
—¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más
bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; nadie ha
de robármelos!
Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
Oporto.
Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.

LA INSPIRACIÓN

TEMPORADA fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una
serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía
mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes
y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su
alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le
abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su
imaginación fecunda.
Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba;
aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad
de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel
antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés y
sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia
le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se
repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes,
que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí,
rebajado á sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico,
embebido de la ingrata convicción de que su mente ya no volvería á crear
obra de arte, ni su corazón á destilar sentimiento.
Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos
tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su propia
fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes,
paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto llamaba á la musa;
pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los
jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía á la
cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano—
actitud familiar para todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde
—no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras,
áridos arenales caldeados por el sol del desierto.
En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole
que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la
poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía volver á
amar, tampoco podría volver á aparear versos—como quien unce parejas de
corzas blancas al mismo carro de oro.—Las mujeres que le habían burlado
y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero tampoco él—
Fausto, el poeta, el soñador, el ave—se había tomado el trabajo de quererlo
inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era su alma;
quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe que el
viajero cansado no se siente á reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta,
como la que se duerme á la sombra de las palmeras verdes, al lado del
fresco pozo...
Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una
de las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas
divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo interés,
algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro salían
exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin hacer caso;
pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó al remolino.
Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces del incidente más
vulgar salta la chispa generadora. No sin algún trabajo consiguió abrirse
camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que causaba el asombro de aquel
gentío humilde.
Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno
arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La
palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que
imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto de
mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. El
pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la boca,
entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los descoloridos y puros
labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo de la joven, y sus ropas
conservaban decente compostura. Estaba echada de lado. Una faja de lana
unía su cintura á la de un mocetón feo y tosco, muerto también, de un
balazo que, entrando por el oído, había roto el cráneo. Sin duda en la agonía
de los dos enamorados la faja debió de aflojarse, pues la mujer aparecía
algo vuelta hacia la derecha, y el mozo á la izquierda, como desviándose de
su compañera en el morir.
Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los
guardias de orden público comentaban el trágico suceso.—Tratábase de un
doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del
mozo, en una taberna, la noche anterior.—La oposición de los padres de
ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la causa.
Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer apasionada,
había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por el hombre
celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde Dios dispusiese; no apartarse
ya nunca; pese á quien pese, desposarse en el ataúd... Sin dilación adquirió
el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en un
ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde,
arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había
tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre
el corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que
aún conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de
nácar entre los descoloridos y puros labios!
Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre singular
que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que se
renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa
señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de su vida moral.
La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se anunciaban
igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud del corazón,
que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta el síncope. Las
horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía apartar del
pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras volvía á ver el
solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los amantes que abrazados
emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de rimas, un surgir de
estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros ascendía de su
corazón palpitante á su cerebro, y bajaba después, á manera de corriente
impetuosa, á su mano impaciente ya de asir la pluma...
Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la
plana al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno
izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del
perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la faja antes
de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía querer y
morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de su boca de
virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, y que al
encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el sello de lo irreparable tan
magnífica pasión.
¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la
acción sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los
hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la
ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de la ronda
madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía; él era quien
había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la heroína, no sólo
tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte que une eternamente,
sin separación posible, á los que se quisieron con delirio... Y la sugestión
fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas, encendió luz y empezó á
emborronar papel...

............

Tal fué el origen del poema Juntos, el mejor timbre de gloria de


Fausto, lo que consagrará ante la posteridad su nombre, porque Juntos es
(lo afirma la crítica) una maravilla de sentimiento verdadero, y se
comprende que está escrito con lágrimas vivas del poeta, que corresponde á
penas y goces no fingidos,—á algo que no se inventa, porque no puede
inventarse.

CHAMPAGNE

AL destaparse la botella de dorado casco, se obscurecieron los ojos de la


compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor ó
de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por
qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía demostrar
sentimientos tristes, lujo reservado solamente á las mujeres honradas,
dueñas y señoras de su espíritu y de su corazón.
Solicitó una confidencia y, sin duda, la prójima se encontraba en uno
de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que
llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni
remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:
—Me conmueve siempre ver abrir una botella de Champagne, porque
ese vino me costó muy caro... el día de mi boda.
—¿Pero tú te has casado alguna vez... ante un cura?—preguntó
Raimundo con festiva insolencia.
—Ojalá no—repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza
impetuosa.—Por haberme casado ando como me veo.
—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?
—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene, y posee miles de
duros... miles, sí, ó cientos de miles.
—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso... ¿te daba mala vida? ¿Tenía
líos? ¿Te pegaba?
—Ni me dió mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa...
¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para
darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de
horas nada más.
—¡Ah!—murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.
—Verás lo que pasó, prenda. Mis padres fueron personas muy
regulares, pero sin un céntimo. Papá tenía un empleíllo, y con el angustiado
sueldo se las arreglaban. Murió mi madre; á mi padre le quitaron el
destino... y como no podía mantenernos el pico á mi hermano y á mí, y era
bastante guapo, se dejó camelar por una jamona muy rica, y se casó con ella
en segundas. Al principio mi madrastra se portó... vamos, bien: no nos
miraba á los hijastros con malos ojos. Pero así que yo fuí creciendo y
haciéndome mujer, y que los hombres, dieron en decirme cosas en la calle,
comprendí que en casa me cobraban ojeriza. Todo cuanto yo hacía era mal
hecho, y tenía siempre detrás al juez y al alguacil... la madrastra. Mi padre
se puso muy pensativo, y comprendí que le llegaba al alma que se me
tratase mal. Y lo que resultó de estas trifulcas, fué que se echaron á
buscarme marido para zafarse de mí. Por casualidad lo encontraron pronto,
sujeto acomodado, cuarentón, formal, recomendable, seriote... En fin, mi
mismo padre se dió por contento y convino en que era una excelente
proporción la que se me presentaba. Así es que ellos en confianza trataron y
arreglaron la boda, y un día, encontrándome yo bien descuidada... ¡á
casarse! y no vale replicar.
—¿Y qué efecto te hizo la noticia? ¿Malo, eh?
—Malísimo... porque yo tenía la tontuna de estar enamorada hasta los
tuétanos, como se enamora una chiquilla, pero chiquilla forrada de mujer...
de uno de infantería, un teniente pobre como las ratas... y se me había
metido en la cabeza que aquel había de ser mi marido apenas saliese á
capitán. Las súplicas de mi padre; los consejos de las amigas; las órdenes y
hasta los pescozones de mi madrastra—que no me dejaba respirar—me
aturdieron de tal manera, que no me atreví á resistir. Y vengan regalos, y
desclávense cajones de vestidos enviados de Madrid, y cuélguese usted los
faralaes blancos, y préndase el embelequito de la corona de azahar, y á la
iglesia, y ahí te suelto la bendición, y en seguida gran comilona, los amigos
de la familia y la parentela del novio que brindan y me ponen la cabeza
como un bombo, á mí que más ganas tenía de lloriquear que de probar
bocado...
—Hija, por ahora no encuentro mucho de particular en tu historia.
Casarse así, rabiando y por máquina, es bastante frecuente.
—Aguarda, aguarda—advirtió amenazándome con la mano.—Ahora
entra lo ridículo, la peripecia... Pues señor, yo en mi vida había probado el
tal Champagne... Me sirvieron la primera copa para que contestase á los
brindis, y después de vaciarla me pareció que me sentía con más ánimos,
que se me aliviaban el malestar y la negra tristeza. Bebí la segunda, y el
buen efecto aumentó. La alegría se me derramaba por el cuerpo... Entonces
me deslicé á tomar tres, cuatro, cinco, quizás media docena...
Los convidados bromeaban celebrando la gracia de que bebiese así, y
yo bebía buscando en la especie de vértigo que causa el Champagne un
olvido completo de lo que había de suceder y de lo que me estaba
sucediendo ya. Sin embargo, me contuve antes de llegar á trastornarme por
completo, y sólo podían notar en la mesa que reía muy alto, que me relucían
los ojos, y que estaba sofocadísima.
Nos esperaba un coche á mi marido y á mí, coche que nos había de
llevar á una casa de campo de él, á pasar la primer semana después de la
boda.—Chiquillo, no sé si fué el movimiento del coche ó si fué el aire libre,
ó buenamente que estaba yo como una uva,—pero lo cierto es que apenas
me ví sola con el tal hombre y él pretendió hacerme garatusas cariñosas, se
me desató la lengua, se me arrebató la sangre, y le solté de pe á pa lo del
teniente, y que sólo al teniente quería, y teniente va y teniente viene, y dale
con si me han casado contra mi gusto, y toma conque ya me desquitaría y le
mataría á palos... Barbaridades, cosas que inspira el vino á los que no
acostumbran... Y mi esposo, más pálido que un muerto, mandó que volviese
atrás el coche, y en el acto me devolvió á mi casa.—Es decir, esto me lo
dijeron luego, porque yo, de puro borrachina... de nada me enteré.
—¿Y nunca más te quiso recibir tu marido?
—Nunca más. Parece que le espeté atrocidades tremendas. Ya ves;
quien hablaba por mi boca era el maldito espumoso...
—¿Y... en tu casa? ¿Te admitieron contentos?
—¡Quiá! Mi madrastra me insultaba horriblemente, y mi padre lloraba
por los rincones... Preferí tomar la puerta, ¡qué caramba!
—¿Y... el teniente?
—¡Sí, busca teniente! Al saber mi boda se había echado otra novia, y
se casó con ella poco después.
—¿Sabes que has tenido mala sombra?
—Mala por cierto... Pero creo que si todas las mujeres hablasen lo que
piensan, como hice yo por culpa del Champagne, más de cuatro y más de
ocho se verían peor que esta individua.
—¿Y no te da tu marido alimentos? La ley le obliga.
—¡Bah! Eso ya me lo avisó un abogadito que tuve... ¡El diablo que se
meta á pleitear! ¿Voy á pedirle que me mantenga á ese, después del
desengaño que le costé? Anda, ponme más Champagne... Ahora ya puedo
beber lo que quiera. No se me escapará ningún secreto.
SOR APARICIÓN

EN el convento de las Clarisas de S..., al través de la doble reja baja, ví á


una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el
rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz, y guardaba
inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una
reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De
pronto la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude
distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en
sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruídos fueron
palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que
noventa: su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca
consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en
que hasta es insensible el paso del tiempo.
Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo,
eran los ojos. Desafiando á la edad, conservaban, por caso extraño, su
fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática.
La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos
volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el
claustro ofreciendo á Dios un corazón inocente; delataban un pasado
borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí
ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase á alguien
conocedor del secreto de la religiosa.
Sirvióme la casualidad á medida del deseo. La misma noche, en la
mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho,
muy comunicativo y más que medianamente perspicaz, de esos que gozan
cuando enteran á un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en
par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las
Claras é indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja,
mi guía exclamó:
—¡Ah! ¡Sor Aparición! Ya lo creo, ya lo creo... Tiene un no sé qué en
los ojos... Lleva escrita allí su historia. Donde usted la ve, los dos surcos de
las mejillas, que de cerca parecen canales, se los han abierto las lágrimas.
¡Llorar más de cuarenta años! Ya corre agua salada en tantos días... El caso
es que el agua no le ha apagado las brasas de la mirada... ¡Pobre Sor
Aparición! Le puedo descubrir á usted el quid de su vida mejor que nadie,
porque mi padre la conoció moza, y hasta creo que la hizo unas miajas el
amor... ¡Es que era una deidad!
Sor Aparición se llamó en el siglo Irene. Sus padres eran gente
hidalga, ricachos de pueblo; tuvieron varios retoños, pero los perdieron, y
concentraron en Irene el cariño y el mimo de hija única. El pueblo donde
nació se llama A... Y el destino, que con las sábanas de la cuna empieza á
tejer la cuerda que ha de ahorcarnos, hizo que en ese mismo pueblo viese la
luz, algunos años antes que Irene, el famoso poeta...
Lancé una exclamación y pronuncié, adelantándome al narrador, el
glorioso nombre del autor del Arcángel maldito,—tal vez el más genuino
representante de la fiebre romántica;—nombre que lleva en sus sílabas un
eco de arrogancia desdeñosa, de mofador desdén, de acerba ironía y de
nostalgia desesperada y blasfemadora. Aquel nombre y el mirar de la
religiosa se confundieron en mi imaginación, sin que todavía el uno me
diese la clave del otro, pero anunciando ya, al aparecer unidos, un drama
del corazón de esos que chorrean viva sangre.
—El mismo—repitió mi interlocutor—el célebre Juan de Camargo,
orgullo del pueblecito de A..., que ni tiene aguas minerales, ni santo
milagroso, ni catedral, ni lápidas romanas, ni nada notable que enseñar á los
que lo visitan, pero repite envanecido: «En esta casa de la plaza nació
Camargo.»
—Vamos—interrumpí—ya comprendo; Sor Aparición... digo, Irene, se
enamoró de Camargo, él la desdeñó, y ella, para olvidar, entró en el
claustro...
—¡Chsss!—exclamó el narrador sonriendo;—¡espere usted, espere
usted, que si no fuese más! De eso se ve todos los días; ni valdría la pena de
contarlo. No; el caso de Sor Aparición tiene miga. Paciencia, que ya
llegaremos al fin.
De niña, Irene había visto mil veces á Juan de Camargo, sin hablarle
nunca, porque él era ya mozo y muy huraño y retraído: ni con los demás
chicos del pueblo se juntaba. Al romper Irene su capullo, Camargo,
huérfano, ya estudiaba leyes en Salamanca, y sólo venía á casa de su tutor
durante las vacaciones. Un verano, al entrar en A..., el estudiante levantó
por casualidad los ojos hacia la ventana de Irene y reparó en la muchacha,
que fijaba en él los suyos... unos ojos de date preso, dos soles negros,
porque ya ve usted lo que son todavía ahora. Refrenó Camargo el caballejo
de alquiler, para recrearse en aquella soberana hermosura; Irene era un
asombro de guapa. Pero la muchacha, encendida como una amapola, se
quitó de la ventana cerrándola de golpe. Aquella misma noche, Camargo,
que ya empezaba á publicar versos en periodiquillos, escribió unos,
preciosos, pintando el efecto que le había producido la vista de Irene en el
momento de llegar á su pueblo... Y envolviendo en los versos una piedra, al
anochecer la disparó contra la ventana de Irene. Rompióse el vidrio, y la
muchacha recogió el papel y leyó los versos, no una vez, ciento, mil: los
bebió, se empapó en ellos. Sin embargo, aquellos versos, que no figuran en
la colección de las poesías de Camargo, no eran declaraciones amorosas,
sino algo raro, mezcla de queja é imprecación. El poeta se dolía de que la
pureza y la hermosura de la niña de la ventana no se hubiesen hecho para él,
que era un réprobo. Si él se acercase, marchitaría aquella azucena...
Después del episodio de los versos, Camargo no dió señales de acordarse de
que existía Irene en el mundo, y en Octubre se dirigió á Madrid. Empezaba
el período agitado de su vida, las aventuras políticas y la actividad literaria.
Desde que Camargo se marchó, Irene se puso triste, llegando á
enfermar de pasión de ánimo. Sus padres intentaron distraerla; la llevaron
algún tiempo á Badajoz, la hicieron conocer jóvenes, asistir á bailes; tuvo
adoradores, oyó lisonjas... pero no mejoró de humor ni de salud.
No podía pensar sino en Camargo, á quien era aplicable lo que dice
Byron de Lara: que los que le veían no le veían en vano; que su recuerdo
acudía siempre á la memoria, pues hombres tales lanzan un reto al desdén y
al olvido. No creía la misma Irene hallarse enamorada; juzgábase sólo
víctima de un maleficio, emanado de aquellos versos tan sombríos, tan
extraños. Lo cierto es que Irene tenía eso que ahora llaman obsesión, y á
todas horas veía aparecerse á Camargo, pálido, serio, el rizado pelo
sombreando la pensativa frente... Los padres de Irene, al observar que su
hija se moría minada por un padecimiento misterioso, decidieron llevarla á
la corte, donde hay grandes médicos para consultar y también grandes
distracciones.
Cuando Irene llegó á Madrid, era célebre Camargo. Sus versos
fogosos, altaneros, de sentimiento fuerte y nervioso, hacían escuela; sus
aventuras y genialidades se comentaban. Asociada con él una pandilla de
perdidos, de bohemios desenfadados é ingeniosos, cada noche inventaban
nuevas diabluras, y ya turbaban el sueño de los honrados vecinos, ya
realizaban las orgiásticas proezas á que aluden ciertas poesías blasfemas y
obscenas, que algunos críticos aseguran que no son de Camargo en realidad.
Con las borracheras y el libertinaje alternaban las sesiones en las logias
masónicas y en los comités; Camargo se preparaba ya la senda de la
emigración. No estaba enterada de todo esto la provinciana y cándida
familia de Irene; y como se encontrasen en la calle al poeta, le saludaron
alegres, que al fin era de allá.
Camargo, sorprendido otra vez de la hermosura de la joven; notando
que al verle se teñían de púrpura las descoloridas mejillas de una niña tan
preciosa, les acompañó, y prometió visitar á sus convecinos. Quedaron
lisonjeados los pobres lugareños, y creció su satisfacción al notar que de allí
á pocos días, habiendo cumplido Camargo su promesa, Irene revivía.
Desconocedores de la crónica, les parecía Camargo un yerno posible, y
consintieron que menudease las visitas.
Veo en su cara de usted que cree adivinar el desenlace... ¡No lo
adivina! Irene, fascinada, trastornada como si hubiese bebido zumo de
yerbas, tardó sin embargo seis meses en acceder á una entrevista á solas, en
la misma casa de Camargo. La honesta resistencia de la niña fué causa de
que los perdidos amigotes del poeta se burlasen de él, y el orgullo, que es la
raíz venenosa de ciertos romanticismos, como el de Byron y el de Camargo,
inspiró á éste una apuesta, un desquite satánico, infernal. Pidió, rogó, se
alejó, volvió, dió celos, fingió planes de suicidio, é hizo tanto, que Irene,
atropellando por todo, consintió en acudir á la peligrosa cita. Gracias á un
milagro de valor y decoro, salió de ella pura y sin mancha, y Camargo
sufrió una chacota que le enloqueció de despecho.
A la segunda cita, se agotaron las fuerzas de Irene, se obscureció su
razón y fué vencida. Y cuando, confusa y trémula, yacía, cerrando los
párpados, en brazos del infame, éste exhaló una estrepitosa carcajada,
descorrió unas cortinas, é Irene vió que la devoraban los impuros ojos de
ocho ó diez hombres jóvenes, que también reían y palmoteaban
irónicamente...
Irene se incorporó, dió un salto, y sin cubrirse, con el pelo suelto y los
hombros desnudos, se lanzó á la escalera y á la calle. Llegó á su morada
seguida de una turba de pilluelos que la arrojaban barro y piedras. Jamás
consintió decir de dónde venía, ni qué le había sucedido.—Mi padre lo
averiguó, porque, casualmente, era amigo de uno de los de la apuesta de
Camargo.—Irene sufrió una fiebre de septenarios en que estuvo
desahuciada; así que convaleció, entró en este convento—lo más lejos
posible de A...—Su penitencia ha espantado á las monjas: ayunos
increíbles; mezclar el pan con ceniza; pasarse tres días sin beber; las noches
de invierno descalza y de rodillas, en oración: disciplinarse, llevar una
argolla al cuello, una corona de espinas bajo la toca, un rallo á la cintura...
Lo que más edificó á sus compañeras, que la tienen por santa, fué el
continuo llorar. Cuentan—pero serán consejas—que una vez llenó de llanto
la escudilla del agua. ¡Y quién le dice á usted que de repente se le quedan
los ojos secos, sin una lágrima, y brillando de ese modo que ha notado
usted!—Esto aconteció más de veinte años hace; las gentes piadosas creen
que fué la señal del perdón de Dios. No obstante, Sor Aparición, sin duda,
no se cree perdonada, porque, hecha una momia, sigue ayunando y
postrándose y usando el cilicio de cerda...
—Es que hará penitencia por dos—respondí, admirada de que en este
punto fallase la penetración de mi cronista.—¿Piensa usted que Sor
Aparición no se acuerda del alma infeliz de Camargo?

¿JUSTICIA?

SIN ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso, Pablo
Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio extraño é
independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo sea,—pero al
menos distinto del de la generalidad de los mortales.—En todo tiempo
habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar colectivo y el de
algunos individuos innovadores ó retrógrados con exceso, pues tanto nos
separamos de nuestra época por adelantarnos como por rezagarnos.
Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original
y hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir que
Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa y
elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la veían. Un
tesoro así debiera hacer vigilante á su guardador; pero Pablo Roldán no sólo
alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sino que declaraba que la
vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose propietario de su bella
mitad, no se creía en el caso de guardarla como se guarda una viña, un
huerto ó una caja de valores. Una mujer—decía sonriendo Pablo—se
diferencia de una fruta y de un rollo de billetes de Banco, en que tiene
conciencia y lengua. A nadie se le ha ocurrido hacer responsable á la pavía
si un ratero la hurta y se la come. La mujer es capaz y responsable—y vean
cómo realmente, pareciendo tan bonachón, soy más rígido que ustedes los
celosos extremeños.—La mujer es responsable, culpable... entendámonos:
cuando engaña. Claro que la mía, moralmente, no conseguirá nunca
engañarme, porque yo sería la flor de los imbéciles si al acercarme á ella no
comprendiese la impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente,
ó no me puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme
cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar—tan cierto como me
llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor—consideraré roto el
lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de violentar
un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no me quiera,
mi mujer será interiormente libre como el aire. Sin embargo—pues el nudo
legal es indisoluble y la equivocación mutua,—le advertiré que queda
obligada á salvar las apariencias, á tener muy en cuenta la exterioridad, á no
hacerme blanco de la burla; y yo, por mi parte, me creeré en el deber de
seguir amparándola, de escudarla contra el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío,
esto es hablar por hablar; Felicia parece que aun no me ha perdido el
cariño... Son teorías, y ya sabe usted que, llegado el caso práctico, raro es el
hombre que las aplica rigurosamente.
No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos
amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él
que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema
amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio vivía
unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin cesar,
atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar, transcurridos
algunos años—poco después de que la mujer de Pablo entró en el período
de esplendor de la belleza femenina, los treinta—ciertos síntomas que me
inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y meditabundo; tenía días
de murria, momentos de distracción y ausencia, aunque se rehacía luego y
volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En cambio, su mujer demostraba
una alegría y animación exageradas y febriles, y se entregaba más que
nunca al mundo y á las fiestas. Seguían yendo siempre juntos; las buenas
costumbres conyugales no se habían alterado en lo más mínimo; pero yo,
que tampoco soy la flor de los imbéciles, no podía dudar que existía en
aquella pareja antes venturosa algún desajuste, alguna grieta oculta, algo
que alteraba su contextura íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se
mantenía inalterable; para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.
Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los
padres convidaron á sus relaciones á examinar las vistas y ricos regalos que
formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido en admirar un
largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar á Pablo Roldán y
á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas magníficas, y la gente
agolpada les abrió paso difícilmente. La señora de Roldán se extasió con el
hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas! ¡qué oriente tan nacarado y tan
puro! Mientras expresaba su admiración hacia la joya, noté...—¿quién
explicaría el por qué me fijaba ansiosamente en los movimientos de la
mujer de Pablo?—noté, digo, que se deslizaba hacia ella, como para
compartir su admiración, Dámaso Vargas Padilla, mozo más conocido por
calaveradas y despilfarros que por obras de caridad, y hube de ver que sobre
el color avellana del guante de Suecia de la dama relucía un objetito blanco,
inmediatamente trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y
sentí el mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al
cerciorarme de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de
muerto, había visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de
manos de su mujer á manos de Vargas...
Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se
arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario,
siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando
los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á que
se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió á este
examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no quedamos en el
gabinete sino media docena de personas. Y cuando me disponía á cruzar la
puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví á ver algo que me hizo el
efecto de la espantable cabeza de Medusa, paralizándome de horror,
dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento... Pablo Roldán había deslizado
rápidamente en el bolsillo de su chaleco el hilo de perlas, y salía tranquilo,
alta la frente, bromeando con su esposa, elogiando un cuadro, en el cual
logró concentrar toda la atención de los circunstantes.
Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo,
primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos
que lo insinuaron; el tole tole fué horrible. Las muchas personas
distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo y
mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al ladrón. Se
calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de herir, devolviendo
la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el juez, avisado por una
delación anónima, acababa de registrar la casa de Pablo, encontrando el hilo
de perlas en un armario del tocador de la señora de Roldán...
Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el
siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de
expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que encontré
á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis dudas respecto
á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía, Pablo me respondió
con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:
—No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no
me creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que
no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi ruego...
ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé... ¡Los medios
fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de los que creen que la
venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque no nos entendemos.
Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más humano?
Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle;
tan pronto le compadezco, como me inspira horror.

MÁS ALLÁ

ERA un balneario elegante; pero no de esos en que la gente rica, antojadiza


y maniática cuida imaginarias dolencias, sino de los que reciben todos los
años, desde principios de Junio, retahílas de verdaderos enfermos pálidos y
débiles, y donde, á la hora de la consulta, se ven á la puerta del consultorio
gestos ansiosos, enrojecidos párpados, y señoras de pelo gris, que dan el
brazo y sostienen á señoritas demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo
pronto: aquellas aguas convenían á los tísicos.
Pared por medio estaban los dos. Ella, la niña apasionada y romántica,
la interesante enfermita que—indiferente á la muerte como aniquilamiento
del ser físico—no la aceptaba como abdicación de la gracia y la belleza;
que, á su paso por los salones, cuando los cruzaba con porte airoso de ninfa
joven, solía levantar un rumor halagüeño, un murmurio pérfido de mar que
acaricia y devora; y defendiendo hasta el último instante su corona de
encantos, que iba á marchitarse en el sepulcro, se rodeaba de flores y
perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo enflaquecido en finos
crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie menudo de blanco
tafilete, con igual coquetería que si fuese á dirigir alegre y raudo cotillón.—
El, el mozo galán que había derrochado sus fuerzas vitales con prodigalidad
regia, despreciando las advertencias de la tierna é inquieta madre y la
indicación hereditaria de los dos tíos maternos arrebatados en lo mejor de la
edad—hasta que un día sintió á su vez el golpe sordo que le hería el pecho y
le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo, el
incendio que siempre había consumido su alma.
Pared por medio estaban los dos, sin conocerse ni saber que existían, y
sin embargo, el mal que los llevaba á la tumba tenía idéntico origen; el
mismo anhelo insaciable había atacado en ellos las fuentes de la vida. Ella y
él, fascinados por el propio sueño, hicieron de la pasión único ideal de la
existencia, y aspiraron á un amor grande, profundamente estético, ardiente y
resuelto como si fuese criminal, noble y altivo como si fuese legítimo, puro
á fuerza de intensidad, abrasador á fuerza de pureza. Y como quien busca
ave fénix ó talismán poderoso, habían buscado ambos la encantada isla de
sus ensueños, ella entre los sosos incidentes del diario flirt, él entre los
episodios no menos vulgares de la calvatronería orgiástica; hasta que una
serie de decepciones tristes, cómicas ó indignas les arruinó la salud, dejando
intacto el tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de
amar inextinta, más bien exacerbada por la calentura y el alta tensión
nerviosa, fruto del padecimiento.
¡Quién les dijera que allí, detrás del tabique en cuyo papel de
caprichosos dibujos hallaban maquinal entretenimiento los aburridos ojos,
se encontraba lo que habían buscado en balde tanto tiempo, lo que
necesitaban para asirse otra vez á la existencia!
Porque ya ni él ni ella podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, ni
comer en el comedor. Postrados y exánimes, les traían el agua mineral en un
vaso puesto boca abajo sobre un platillo; últimamente, hasta no se
atrevieron á beber, y el médico, presintiendo fatal desenlace, advirtió que
convendría atender al alma, señal casi siempre funestísima para el pobre del
cuerpo.
El y ella se prepararon á recibir á Jesucristo con todo el agasajo que tal
visita merece. No hubo fuerzas humanas que les impidiesen vestirse y
engalanarse como para un sarao. Ella se lavó con esencias fragantes y
jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la negra mata de pelo, se
puso traje de blanco gró, y con sonriente coquetería prendió en la mantilla
sus agujas de turquesas; él atusó la bien recortada barba, eligió la camisa
más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de frac y corbata blanca,
esperó á su Dios. Y él y ella, al sentir en los labios la sagrada partícula,
gozaron un momento de emoción deliciosa: les pareció que la efusión
esperada en vano, el supremo arrobamiento del éxtasis, vendría después de
despojada la vestidura carnal, cuando el alma, libre y dichosa, volase al
seno de su Creador...
Así fué que tuvieron unas últimas horas edificantes, ejemplares, de un
ardor místico sublime, que hacía derramar lágrimas á los que rodeaban el
lecho. Sus palabras de esperanza sonaban conmovedoras y misteriosas,
dichas desde el borde de la huesa. Hablaban del cielo, y diríase que al
nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se iluminaban sus ojos y resplandecía
en sus rostros la beatitud y la fe que transfigura.
A la misma hora fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el
camino del otro mundo, antes de tomar rumbos distintos, pues él se
encaminaba al purgatorio en forma de llama rojiza, y ella al cielo,
convertida en ligero fueguecillo azul. Entonces se vieron por primera vez, y
sorprendidos, detuviéronse á contemplarse. Como á aquellas alturas todo se
adivina, inmediatamente adivinaron de qué habían muerto y la semejanza
de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como comprendieron
claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión no satisfecha ni
entendida, advirtieron también con asombro que él era el alma nacida para
ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor infinito de que él se
sentía minado y consumido, como el árbol que todo se derrite en gomas. Y
lo mismo fué advertirlo, que juntarse impetuosamente los dos espíritus,
mezclándose la llama rojiza con el fueguecillo azul tan estrechamente, que
se hicieron una luz sola.
Y sucedió que, unidos ya, él no pudo entrar en el purgatorio por la
parte que llevaba de cielo, y ella tampoco pudo ingresar en el cielo por la
parte que llevaba de purgatorio. El, generoso, la propuso que se apartasen,
yéndose ella á disfrutar las dichas del Empíreo; mas ella prefirió seguir
unida á él, aun á costa de la eterna bienandanza; y desde entonces la luz
anda errante, y los dos espíritus no hallan otro nido para sus amores
póstumos, sino la extremidad del palo de algún buque, donde los marinos
los confunden con el fuego de San Telmo.

LA CULPABLE
ELISA fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y
murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una
falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su
marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas
de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la
depositaron en un convento, y á los quince días se casó, sin que sus padres
asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.
Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con
Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían
conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades
menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio de
cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía
poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda
ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables
coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo, el amante corazón de
Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la
acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por
parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.
La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que
eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta, intransigente en
cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno de esos períodos de
disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los criados andan mohinos;
períodos que á las personas entradas en edad les cavan una cuarta de
sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se avergonzaron y corrieron de
suerte que en muchos meses no se atrevieron á salir á la calle. Una, en
especial, se afectó tanto, que fué preciso sacarla de Madrid para que no se
alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de Elisa sin suspirar,
como cuando se nombra á los que fallecieron. El padre extremó el
procedimiento: cerróse á la banda y no nombró á Elisa ya nunca. Si le
preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí»,
añadía crispando los labios.
Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y
perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita
que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor
abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más modestamente en la
sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á veces la sangre hervía
en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á otras casadas adornarse,
cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y sonreir al espejo, y ella se quedaba
recluída y en bata casera, decía para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon
con su marido antes de la boda.» Y aunque supiese que se escapaban
después... ó cosa parecida... con otros,—siempre persistía en tenerlas por de
mejor condición.
Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta,
que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su
marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y
desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era obscuro,
subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y sin
coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las suprimió por
completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha de oler mal, ni
ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien, fué su ambición
y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca, por aquello de la
escapatoria...
Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color
de política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días fuera, sin
venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le
quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, á
quien todo lo había sacrificado.
Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la
ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca...
El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días
sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo,
se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡La
podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y si salía á relucir lo de la
fuga!.
Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso
de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de
la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos
se habituaron á que «no mandaba mamá».
En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y
exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta
pesetas en nada extraordinario, sin la venia necesaria. Muerto el padre de
Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el enojo
paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á sus goces,
no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y alusiones
amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto menos.
La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al
corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase,
pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la escapatoria
fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la vida presente,
porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y absueltos. Mas la
absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe que Dios es muy bueno;
pero, en cambio, los hombres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha de
vergüenza allí está sobre la frente hasta la última hora de vivir!
Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y
así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á su
oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á pedirte
que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en esta hora
solemne... perdóname de veras aquello... y no me olvides así... tan pronto...
tan pronto!»
Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla.
Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró contenta.

LA NOVIA FIEL

FUÉ sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las
relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un
matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había
acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse.
Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor de
Amelia tuvo la clave del enigma.
Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que
casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano de
anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió
cuando la pusieron de largo.
¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada
apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y
del seno que latía de emoción y placer, empolvado el rubio pelo, donde se
marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en algún grupo de
señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de La Ilustración».
Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba, y
sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió la chaveta, y en voz
temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo una declaración sincerísima,
y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se
escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y
seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni
los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán,
comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron á la
inclinación de los muchachos, dando por supuesto desde el primer instante
que aquello pararía en justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de
Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.
Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los
inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y
tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen
las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las
vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía
Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa,
pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la luz de
la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por
frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés
continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin dejar cabida á la
tristeza ni al tedio.
Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho,
resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de
prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al
vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de
ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa,
preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia burlona:—
Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará haciendo por allá!
¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega...! A mí me escribe mi
primo Lorenzo que vió á Germán muy animado en el teatro con unas....
El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos
días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas.
Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las
noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del
quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían interminable
diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva
presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las
pupilas.
Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba
allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la
necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la
posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y
mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y
conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver á
Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se lamentaba
de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir;
ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía fijarse en
menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á quererse. En
efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo
permitiesen las circunstancias.
Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó
por notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía
completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor
que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á
carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también:
advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á pasarse
las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía
su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos.
Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente:
«No lo sé.» Y era cierto; pero al fin lo supo, y el saberlo la hizo mayor
daño.
¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué
inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin
averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión
impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus
ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino
deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué
dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo siquiera! ¡Ah!
Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que ni el novio, ni los
padres, ni la tierra, lo supiesen!
Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia;
engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba
la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la
serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse
sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una
tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su
recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que la
inculcaron desde la niñez.
Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario,
ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los
últimos cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la
terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la
resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la
verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparable, una
carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su garganta creía sentir
un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y la extrangulaba. La
convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien Amelia, destrozada,
pudo formar frases, rogó á sus consternados padres que advirtiesen á
Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas,
paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró á su resolución, y
en ella persistió, sin dar razones ni excusas.
—Hija, en mi entender, hizo usted muy mal—la decía el Padre
Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.—Un chico
formal, laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente.
Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro loable
en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted... Los hombres...
por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos entretenimientos...
Pero usted...
—¡Padre—exclamó la joven—créame usted, pues aquí hablo con
Dios! ¡Le quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no
le dejo... le imito! ¡Yo también...!

AFRA

LA primera vez que asistí al teatro de Marineda—cuando me destinaron


con mi regimiento á la guarnición de esta bonita capital de provincia—
recuerdo que asesté los gemelos á la triple hilera de palcos, para enterarme
bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar un muchacho de
veinticinco años no cabales.
Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpada.
Observé también que su belleza consiste principalmente en el color. Blancas
(por obra de naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas
mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de
rosas tendida sobre un barandal de terciopelo obscuro. De pronto, en el
cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha
guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la dirección que
entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en hermosura á los
demás, sino que se diferenciaba de todos por la expresión y el carácter.
En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto, vi un
rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por cejas
negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; de nariz
delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de la pasión
vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba un casco de
trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de absorber los
jugos vitales y causar daño á su poseedora... Aquella fisonomía, sin dejar de
atraer, alarmaba, pues era de las que dicen á las claras desde el primer
momento á quien las contempla: «Soy una voluntad. Puedo torcerme, pero
no quebrantarme. Debajo del elegante maniquí femenino, escondo el
acerado resorte de un alma.»
He dicho que mis gemelos se detuvieron, posándose ávidamente en la
señorita pálida del pelo abundoso. Aprovechando los movimientos que
hacía para conversar con unas señoras que la acompañaban, detallé su
perfil, su acentuada barbilla, su cuello delgado y largo, que parecía doblarse
al peso del voluminoso rodete, su oreja menuda y apretada, como para no
perder sonido. Cuando hube permanecido así un buen rato, llamando sin
duda la atención por mi insistencia en considerar á aquella mujer, sentí que
me daban un golpecito en el hombro, y oí que me decía mi compañero de
armas Alberto Castro:
—¡Cuidadito!
—Cuidadito ¿por qué?—respondí bajando los anteojos.
—Porque te veo en peligro de enamorarte de Afra Reyes, y si está de
Dios que ha de suceder, al menos no será sin que yo te avise y te entere de
su historia. Es un servicio que los hijos de Marineda debemos á los
forasteros.
—¿Pero tiene historia?—murmuré haciendo un movimiento de
repugnancia; porque, aún sin amar á una mujer, me gusta su pureza, como
agrada el aseo de casas donde no pensamos vivir nunca.
—En el sentido que se suele dar á la palabra historia, Afra no la tiene...
Al contrario, es de las muchachas más formales y menos coquetas que se
encuentran por ahí. Nadie se puede alabar de que Afra le devuelva una
miradita, ó le diga una palabra de esas que dan ánimos. Y si no, haz la
prueba: dedícate á ella; mírala más; ni siquiera se dignará volver la cabeza.
Te aseguro que he visto á muchos que anduvieron locos y no pudieron
conseguir ni una ojeada de Afra Reyes.
—Pues entonces... ¿qué?... ¿Tiene algo... en secreto? ¿Algo que
manche su honra?
—Su honra, ó si se quiere, su pureza... repito que ni tiene ni tuvo. Afra,
en cuanto á eso... como el cristal. Lo que hay te lo diré... pero no aquí;
cuando se acabe el teatro saldremos juntos, y allá por el Espolón, donde
nadie se entere... Porque se trata de cosas graves... de mayor cuantía.
Esperé con la menor impaciencia posible á que terminasen de cantar
La bruja, y así que cayó el telón, Alberto y yo nos dirigimos de bracero
hacia los muelles. La soledad era completa, á pesar de que la noche tibia
convidaba á pasear, y la luna plateaba las aguas de la bahía, tranquila á la
sazón como una balsa de aceite, y misteriosamente blanca á lo lejos.
—No creas—dijo Alberto—que te he traído aquí sólo para que no me
oyese nadie contarte la historia de Afra. También es que me pareció bonito
referirla en el mismo escenario del drama que esta historia encierra. ¿Ves
este mar tan apacible, tan dormido, que produce ese rumor blando y sedoso
contra la pared del malecón? ¡Pues sólo este mar... y Dios, que lo ha hecho,
pueden alabarse de conocer la verdad entera respecto á la mujer que te ha
llamado la atención en el teatro! Los demás la juzgamos por meras
conjeturas... ¡y tal vez calumniamos al conjeturar! Pero hay tan fatales
coincidencias; hay apariencias tan acusadoras en el mundo... que no podría
disiparlas sino la voz del mismo Dios que ve los corazones y sabe distinguir
al inocente del culpado.
«Afra Reyes es hija de un acaudalado comerciante; se educó algún
tiempo en un colegio inglés, pero su padre tuvo quiebras, y por disminuir
gastos recogió á la chica, interrumpiendo su educación. Con todo, el barniz
de Inglaterra se le conocía: traía ciertos gustos de independencia y mucha
afición á los ejercicios corporales. Cuando llegó la época de los baños no se
habló en el pueblo sino de su destreza y vigor para nadar; una cosa
sorprendente.
»Afra era amiga íntima, inseparable, de otra señorita de aquí, Flora
Castillo; la intimidad de las dos muchachas continuaba la de sus familias.
Se pasaban el día juntas; no salía la una si no la acompañaba la otra; vestían
igual y se enseñaban, riendo, las cartas amorosas que las escribían. No
tenían novio, ni siquiera demostraban predilección por nadie. Vino del
Departamento cierto marino muy simpático, de hermosa presencia, primo
de Flora, y empezó á decirse que el marino hacía la corte á Afra, y que Afra
le correspondía con entusiasmo. Y lo notamos todos: los ojos de Afra no se
apartaban del galán, y al hablarle, la emoción profunda se conocía hasta en
el anhelo de la respiración y en lo velado de la voz. Cuando á los pocos
meses se supo que el consabido marino realmente venía á casarse con Flora,
se armó un caramillo de murmuraciones y chismes y se presumió que las
dos amigas reñirían para siempre. No fue así; aunque desmejorada y triste,
Afra parecía resignada, y acompañaba á Flora de tienda en tienda á escoger
ropas y galas para la boda. Esto sucedía en Agosto.
»En Septiembre, poco antes de la fecha señalada para el enlace, las dos
amigas fueron, como de costumbre, á bañarse juntas allí... ¿no ves? en la
playita de San Wintila, donde suele haber mar brava. Generalmente las
acompañaba el novio, pero aquel día sin duda tenía que hacer, pues no las
acompañó.
»Amagaba tormenta; la mar estaba picadísima; las gaviotas chillaban
lúgubremente, y la criada que custodiaba las ropas y ayudaba á vestirse á
las señoritas, refirió después que Flora, la rubia y tímida Flora, sintió miedo
al ver el aspecto amenazador de las grandes olas verdes que rompían contra
el arenal. Pero Afra, intrépida, ceñido ya su traje marinero, de sarga azul
obscura, animó con chanzas á su amiga. Metiéronse mar adentro cogidas de
la mano, y pronto se las vió nadar, agarradas también, envueltas en la
espuma del oleaje.
»Poco más de un cuarto de hora después salió á la playa Afra sola,
desgreñada, ronca, lívida, gritando, pidiendo socorro, sollozando que á
Flora la había arrastrado el mar...
»Y tan de verdad la había arrastrado, que de la linda rubia sólo
reapareció, al otro día, un cadáver desfigurado, herido en la frente... El
relato que de la desgracia hizo Afra entre gemidos y desmayos, fué que
Flora, rendida de nadar y sin fuerzas, gritó «me ahogo»; que ella, Afra, al
oirlo, se lanzó á sostenerla y salvarla; que Flora, al forcejear para no irse á
fondo, se llevaba á Afra al abismo; pero que, aun así, hubiesen logrado
quizá salir á tierra, si la fatalidad no las empuja hacia un trasatlántico
fondeado en bahía desde por la mañana. Al chocar con la quilla, Flora se
hizo la herida horrible, y Afra recibió también los arañazos y magulladuras
que se notaban en sus manos y rostro...
»¿Que si creo que Afra...?
»Sólo añadiré que al marino, novio de Flora, no volvió á versele por
aquí; y Afra, desde entonces, no ha sonreído nunca...
»Por lo demás, acuérdate de lo que dice la Sabiduría: el corazón del
hombre... selva obscura. ¡Figúrate el de la mujer!»

CUENTO SOÑADO

HABÍA una princesa á quien su padre, un rey muy fosco, caviloso y


cejijunto, obligaba á vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirla salir
del más alto torreón, á cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de
punta en blanco y dispuestos á ensartar en sus lanzones ó traspasar con sus
venablos agudos á quien osase aproximarse. La princesa era muy linda;
tenía la tez color de luz de luna, el pelo de hebras de oro, los ojos como las
ondas del mar sereno, y su silueta prolongada y grácil recordaba la de los
lirios blancos cuando la frescura del agua los enhiesta. En la comarca no se
hablaba sino de la princesa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchísimo
que se aburriría entre las cuatro recias paredes de la torre, sin ver desde las
ventanas alma viviente, más que á los guardias inmóviles, semejantes á
estatuas de hierro.
Los campesinos se santiguaban de terror si casualmente tenían que
cruzar ante la torre, aunque fuese á muy respetuosa distancia. En la
centenaria selva que rodeaba la fortaleza, ni los cazadores se resolvían á
internarse, temerosos de ser cazados. Silencio y soledad alrededor de la
torre, silencio y soledad dentro de ella: tal era la suerte de la pobre
doncellita, condenada á la eterna contemplación del cielo y del bosque, y
del río caudaloso que serpenteaba lamiendo los muros del recinto.
De pechos sobre el avance del angosto ventanil, la princesa solía
entregarse á vagos ensueños, aspirando á venturas que no conocía, de las
cuales formaba idea por referencias de sus damas y por conversaciones
entreoídas, sorprendidas—pues estaba vedado tratar delante de la princesa
del mundo y sus goces.—Así y todo, reuniendo datos dispersos y
concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía fiestas
magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de arbustos
cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los acordes de
los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como cisnes sobre
la superficie de los lagos, y veía las parejas que, cogidas de la cintura,
luciendo sedas, encajes y joyas, danzaban con incansable ardor, deslizando
los galanes palabras de miel al oído de las damiselas, rojas de pudor y
felicidad, sueltos los rizos y anhelante el seno. Mientras la princesa se
representaba estos cuadros, las nubes se teñían de carmín hacia el Poniente,
un murmullo grave y hondo ascendía del río y del bosque, y la cautiva,
oprimida de afán de libertad, murmuraba para sí: «¿Cómo será el amor?»
Allá donde la montaña escueta dominaba el río y el bosque, una
cabañita muy miserable, de techo de bálago, servía de vivienda á cierto
pastorcillo, que por costumbre bajaba á apacentar diez ó doce ovejas
blancas en la misma linde de la selva. Más resuelto que los otros villanos, el
mozalbete no recelaba aproximarse al castillo y deslizarse por entre la
maleza con agilidad y disimulo, para mirar hacia la torre. Después de
encontrar un senderito borrado casi, que moría en el cauce del río, logró el
pastor descubrir también que al final del sendero abríase una boca de cueva;
y metiéndose por ella intrépidamente, pudo cerciorarse de que, pasando
bajo el río, la cueva tenía otra salida que conducía al interior del recinto
fortificado. El descubrimiento hizo latir el corazón del pastorcillo, porque
estaba enamorado de la princesa (aunque no la había visto nunca). Supuso
que aprovechando el paso por la cueva lograría verla á su sabor, sin que se
lo estorbasen los armados, los cuales, bien ajenos á que nadie pudiera
introducirse en el recinto, casi al pie de la torre, no vigilaban sino la orilla
opuesta y el río. Es cierto que entre la torre de la cautiva y el pastor, se
interponían extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con todo eso,
el muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza, y pronto vería á su
amada.
Poco tardó en conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el
pastorcillo quedó deslumbrado por aquella tez color de luna y aquel pelo de
siderales hebras. No sabía como expresar su admiración y enviar un saludo
á la damisela encantadora; se le ocurrió cantar, tocar su caramillo... pero le
oirían; juntar y lanzar un ramillete de acianos, margaritas y amapolas... pero
era inaccesible el alto y calado ventanil. Entonces tuvo una idea
extraordinaria. Procuróse un pedazo de cristal, y así que pudo volver á
deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó el cristal de suerte que,
recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo hacia la princesa. Esta,
maravillada, cerró los ojos, y al volver á abrirlos para ver quién enviaba un
rayo de sol á su camarín, divisó al pastorcillo que la contemplaba extático.
La cautiva sonrió, el enamorado comprendió que aceptaban su obsequio... y
desde entonces, todos los días, á la misma hora, el centelleo del arco iris
despedido por un pedazo de vidrio alegró la soledad de la princesita y la
cantó un amoroso himno, que se confundía con la voz profunda de la selva
allá en lontananza...
De pronto sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa.
Murieron en una batalla su padre y su hermano, y recayó en ella la sucesión
del trono. Brillante comitiva de señores, guerreros, obispos, pajes y damas,
vino á buscarla solemnemente y á escoltarla hasta la capital de sus Estados.
Y la que pocos días antes sólo conversaba con los pájaros, y sólo esperaba
el rayo de sol del pastorcillo, se halló aclamada por millares de voces,
aturdida por el bullicio de espléndidos festejos, y admiró las iluminaciones
entre el follaje, y oyó las músicas ocultas en el jardín, y giró con las parejas
que danzaban, y supo lo que es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión
delirante y la alegría loca...
Habían pasado muchos, muchos años, cuando la princesa, reina ya,—y
casi vieja ya,—tuvo el capricho de visitar aquella torre donde su padre, por
precaución y por tiránica desconfianza, la mantuvo emparedada durante los
momentos más bellos de la juventud. Al entrar en el camarín, una nostalgia
dolorosa, una especie de romántica melancolía se apoderó de la reina y la
obligó á reclinarse en el ajimez, sintiendo preñados de lágrimas los ojos. La
tarde caía inflamando el horizonte; el bosque exhalaba su melodioso y
hondo susurro... y la reina, tapándose la cara con las manos, sentía que las
gotas de llanto escurrían pausadamente al través de los dedos entreabiertos.
¿Lloraba acaso al recordar lo sufrido en el torreón; el largo cautiverio, la
soledad, el aislamiento, el fastidio? ¡Mal conocéis el corazón de las mujeres
los que á eso atribuís el llanto de tan alta señora!
Sabed que, desde el momento en que pisó la torre, la reina echaba de
menos el rayo de sol, que todos los días, á la misma hora, la enviaba el
pastorcillo enamorado por medio de un trozo de vidrio. Por aquel trozo de
vidrio daría ahora la soberana los más ricos diamantes de su corona real.
Sólo aquel rayo podía iluminar su corazón, fatigado, lastimado,
quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las lágrimas, sin cuidarse de
reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo, lloraba la juventud, la
ilusión, la misteriosa energía vital de los años primaverales... Nunca
volvería el pastorcillo á enviarla el divino rayo.

LOS BUENOS TIEMPOS

SIEMPRE que entrábamos en el despacho del Conde de Lobeira, atraía mis


miradas—antes que las armas auténticas, las lozas hispano-moriscas y los
retazos de cuero estampado que recubrían la pared—un retrato de mujer, de
muy buena mano, que por el traje indicaba tener, próximamente, un siglo de
fecha.—«Es mi bisabuela, doña Magdalena Varela de Tobar, vigésima
segunda Condesa de Lobeira»—había dicho el Conde, respondiendo á mi
curiosa interrogación en el tono del que no quiere explicarse más ó no sabe
otra cosa. Y por entonces hube de contentarme, acudiendo á mi fantasía
para desenvolver las ideas inspiradas por el retrato.
Este representaba á una señora como de treinta y cinco años, de rostro
prolongado y macilento, de líneas austeras, que indicaban la existencia
sencilla y pura, consagrada al cumplimiento de nobles deberes y al trabajo
doméstico, ley de la fuerte matrona de las edades pasadas. La modestia del
vestir, en tan encumbrada señora, parecíame ejemplar; aquel corpiño justo
de alepín negro, aquel pañolito blanco sujeto á la garganta por un escudo de
los Dolores, aquel peinado liso y recogido detrás de la oreja, eran
indicaciones inestimables para delinear la fisonomía moral de la
aristocrática dama. No cabía duda: doña Magdalena había encarnado el tipo
de la esposa leal, casta y sumisa, fiel guardadora del fuego de los lares; de
la madre digna y venerada, ante quien sus hijos se inclinan como ante una
reina; del ama de casa infatigable, vigilante y próvida, cuya presencia
impone respeto y cuya mano derrama la abundancia y el bienestar. Así es
que me sorprendió en extremo que un día, preguntándole al Conde en qué
época habían sido enajenadas las mejores fincas, los pingües estados de su
casa, me contestase sombríamente, señalando al retrato consabido.
—En tiempo de doña Magdalena.
El dato inesperado acrecentó mi interés. A fuerza de fijarme en el
retrato observé que aquella pintura ofrecía una particularidad rara y siempre
sugestiva: en cualquier punto de la habitación que me colocase para mirarla,
me seguían los ojos de doña Magdalena con expresión imperiosa y ardiente.
Casual acierto del pincel, ó alarde de destreza del pintor, las pupilas del
retrato estaban tocadas por tal arte que pagaban con avidez y energía la
mirada del que las contemplase desde lejos. Algunas veces, sin querer,
levantaba yo la vista como si me atrajese tal singularidad y los ojos me
llamasen. La severidad del fondo obscuro en que se destacaba la cabeza, la
única nota clara del rostro y del pañolito, aumentaban la fuerza del extraño
mirar.
Aunque el Conde de Lobeira es de carácter reservado y frío, hay
instantes en que el corazón más tapiado se abre y deja salir el opresor
secreto. Uno de esos momentos, siempre transitorios en ciertas
organizaciones, llegó para el Conde el día en que, incitada por mi
imaginación, traidora cuanto fecunda, me arrojé á trazar la silueta de doña
Magdalena, modelo de cristianas virtudes, emblema de otros tiempos y
otras edades en que el hogar olía á incienso como el sagrario, y la familia
tenía la sólida estructura del granito.
—¡Por Dios, no siga usted!—exclamó mi interlocutor, dejando de
atizar la chimenea y volviéndose hacia el retrato como nos volvemos hacia
un enemigo.—El error más craso de cuantos pueden cometerse es juzgar del
pasado por la impresión que nos causan sus reliquias. Cáscara vacía, huella
de fósil en la piedra, ¿qué verdad ha de contarnos un retrato, un mueble ó
un edificio ruinoso? Los soñadores como usted son los que han falseado la
historia, poetizado lo más prosaico y embellecido lo más horrible. En
ninguna época fué la humanidad mejor de lo que es ahora; pero las
iniquidades pasadas se olvidan y un lienzo embadurnado y lleno de grietas
basta para que nos abrume el descontento de lo presente. Ya que también
usted cae en esa vulgarísima y temible preocupación de que se nos han
perdido grandes virtudes, merece usted que para desilusionarla le cuente la
historia de doña Magdalena, tal como la he entresacado de nuestro archivo
y de otros documentos... ¡que obran en archivos judiciales!
Esa señora que está usted viendo, retratada con su jubón de alepín y su
honesto pañolito, al casarse con mi bisabuelo, llevándole rica dote y el
condado de Lobeira, se mostró apasionada hasta un grado increíble,
despótico y furioso. Mi bisabuelo pasaba por el mozo más gallardo de toda
la provincia, y doña Magdalena por una señorita fanáticamente devota: se
susurraba que usaba cilicio y que se disciplinaba todas las noches. Fuese ó
no verdad, lo que es á su marido cilicio le puso doña Magdalena, y hasta
grillos, para que de ella no se apartase ni un minuto. Poco después de la
boda, los que vieron al Conde pálido, demacrado y abatido, esparcieron el
rumor absurdo de que su esposa le daba hierbas y filtros para subyugarle y
para que ardiese más viva la tea del amor conyugal.
Duró esta situación, sin que la modificase el nacimiento de varios
hijos. No obstante, á los diez ó doce años de matrimonio, observóse que el
Conde, habiéndose aficionado á cazar y haciendo frecuentes excursiones
por la montaña—pues pasaban largas temporadas en el campo, en el palacio
solariego de Lobeira, según costumbre de los señores de entonces—
recobraba cierta alegría y parecía rejuvenecido.
Como yo no estoy graduando el interés de mi historia, sino que se la
cuento á usted descarnada y sin galas—advirtió al llegar aquí el narrador—
diré inmediatamente lo que produjo la mejoría del Conde. Fué que, algún
tanto aplacada aquella pasión de vampiro de su mujer, pudo respirar y vivir
como las demás personas. Usted objetará que todo el delito de doña
Magdalena consistía en amar excesivamente á su esposo, y que eso merece
disculpa y hasta alabanza. Si yo discutiese tan delicado punto, temería
ofender sus oídos de usted con algún concepto malsonante. Indicaré que
hay cien maneras de amar, y que el santo nombre de amor cubre á veces
nuestros bárbaros egoísmos ó nuestras morbosas aberraciones. Y basta, que
al buen entendedor... Ya continúo.
Como á veces se guardan bien los secretos en las aldeas, doña
Magdalena tardó bastante en enterarse de que su marido, al volver de la
caza, solía descansar en la choza de cierto labriego que tenía una hija
preciosa. En efecto era así: el Conde de Lobeira prefería á los suculentos
manjares de su cocina señorial, la brona y la leche fresca servidas por la
gentil rapaza, que, con la inocencia en los ojos y la risa en los labios, acudía
solícita á festejarle. Doña Magdalena, ya informada, no pensó ni un minuto
que allí existiese un puro idilio; vió desde el primer instante el pecado y la
injuria. Y acaso acertase: no pretendo excusar á mi bisabuelo, aunque las
crónicas afirman que era honesta y sencilla su afición á la hija del colono.
Lo histórico es que, en una noche de invierno muy obscura y muy
larga, la puerta del Pazo se abrió sin ruido para dejar entrar á un hombre
robusto, recio, vestido con el clásico traje del país, que hoy está casi en
desuso. La Condesa le esperaba en el zaguán: tomóle de la mano, y por un
pasadizo obscuro le llevó á una habitación interior, que alumbraba una vela
de cera puesta en candelabro de maciza plata.—Era el oratorio.—Detrás de
las colgaduras de damasco carmesí que lo vestían, y que replegó la dama, el
hombre vió abierto un boquete, á manera de cueva; un agujero sombrío.
Repito lo de antes: no busco efectos; pero aunque los buscase, creo que
ninguno tan terrible como decir sin más circunloquios que el hombre—un
casero, en las costumbres de entonces casi un ciervo de la Condesa—era el
mismo padre de la zagala á quien el Conde solía visitar; y que doña
Magdalena, enseñándole el negro hueco, advirtió al labrador que allí
ocultarían el cadáver del Conde. En seguida le entregó un hacha nueva,
afilada y cortante.
¿Temió aquel hombre por la vida de su hija y por la suya propia?
¿Impulsóle la cobardía ó el respeto tradicional á la casa de Lobeira? ¿Fué la
sugestión que ejerce sobre un cerebro inculto y una voluntad irresoluta y
débil, la hembra resuelta, de arrebatadas pasiones? ¿Fué codicia, tentación
de onzas y de ricos joyeles que la esposa ultrajada le ofrecía en precio de la
sangre? El caso es, que si hubo resistencia por parte del labriego, duró bien
poco. Según su declaración, hizo la señal de la cruz (¡atroz detalle!)
descalzóse, empuñó el hacha y siguió á la Condesa hasta el aposento en que
el Conde dormía. Y mientras la señora alumbraba con la vela de cera del
oratorio, el labriego descargó un golpe, otro, diez, en la frente, la cara, el
pecho... El dormido no chistó: parece que al primer hachazo abrió unos ojos
muy espantados... y luego, nada. Sábanas, colchones, el hacha y el muerto,
todo fué arrojado al escondrijo; la Condesa lavó las manchas del suelo,
cerró la trampa, y atestando de oro la faltriquera del asesino, le despachó
con orden de cruzar el Miño y meterse en Portugal.
Un rumor, vago al principio y después muy insistente, se alzó con
motivo de la desaparición del Conde de Lobeira. Su esposa hablaba de
viajes motivados por un pleito; y en el oratorio, bajo cuyo piso yacía mi
bisabuelo asesinado, celebrábase diariamente el santo sacrificio de la misa,
asistiendo á él doña Magdalena, lo mismo que la ve usted retratada ahí:
pálida, grave, modesta, rodeada de sus hijos, que la besaban la mano
cariñosos. En aquel tiempo no había prensa que escudriñase misterios, y la
coincidencia de la desaparición del Conde y la del casero y su hija la linda
moza, dió pie á que se sospechase que el esposo de doña Magdalena vivía
muy á gusto en algún rincón de esos que saben buscar los enamorados. No
faltó quien compadeciese á la abandonada señora, en torno de la cual el
respeto ascendió, como asciende la marea. Al verla pasar, derecha,
macilenta, siempre de negro, la gente se descubría.
Y así corrió un año entero.
Al cumplirse, día por día, á corta distancia del Pazo de Lobeira
apareció un hombre profundamente dormido; era el casero de la Condesa; y
los demás labriegos, que le rodeaban esperando á que despertase, quedaron
atónitos cuando al volver en sí, á gritos confesó el crimen, á gritos se
denunció y á gritos pidió que le llevasen ante la justicia. Hay fenómenos
morales que no explica satisfactoriamente ningún raciocinio: la mitad de
nuestra alma está sumergida en sombras, y nadie es capaz de presentir qué
alimañas saldrían de esa caverna, si nos empeñásemos en registrarla. El
aldeano, cuando le preguntaron el móvil de su conducta, afirmó con rústicas
razones que no lo sabía; que una gana irresistible—un volunto, como dicen
ahora—le obligó á salir de Portugal y á ver de nuevo el Pazo; y que al
avistarlo, le acometió un sueño letárgico, invencible también, y ya
despierto, un ímpetu de confesar, de decir la verdad, de ser castigado—
porque sin duda, calculo yo, su endeble alma no podía con el peso del
secreto, que impenetrable y tranquila guardaba el alma varonil de doña
Magdalena.
La prendieron, claro está, y aún se enseña en la cárcel marinedina el
negro calabozo donde la Condesa de Lobeira se pudrió muchos meses... El
casero fue ahorcado; y para librar á mi bisabuela del patíbulo, empeñóse la
hacienda de mi casa. La justicia se comió con apetito tan sabrosa breva, y
nuestra decadencia viene de ahí.

............

Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena
se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.
SARA Y AGAR

EXPLÍQUEME usted,—dije al señor de Bernárdez,—una cosa que siempre


me infundió curiosidad. ¿Por qué en su sala tiene usted, bajo marcos
gemelos, los retratos de su difunta esposa y de un niño desconocido, que
según usted asegura, ni es hijo, ni sobrino, ni nada de ella? ¿De quién es
otra fotografía de mujer, colocada enfrente, sobre el piano...? ¿no sabe
usted? ¿una mujer joven, agraciada, con flecos de ricillos á la frente?
El sexagenario parpadeó, se detuvo, y un matiz rosa cruzó por sus
mustias mejillas. Como íbamos subiendo un repecho de la carretera, lo
atribuí á cansancio y le ofrecí el brazo, animándole á continuar el paseo, tan
conveniente para su salud; como que, si no paseaba, solía acostarse sin
cenar y dormir mal y poco. Hizo seña con la mano de que podía seguir la
caminata, y anduvimos unos cien pasos más, en silencio. Al llegar al pie de
la iglesia, un banco, tibio aún del sol y bien situado para dominar el paisaje,
nos tentó, y á un mismo tiempo nos dirigimos hacia él. Apenas hubo
reposado y respirado un poco Bernárdez, se hizo cargo de mi pregunta.
—Me extraña que no sepa usted la historia de esos retratos: ¡en
poblaciones como Goyán, cada quisque mete la nariz en la vida del vecino,
y glosa lo que ocurre y lo que no ocurre, y lo que no averigua lo inventa!
Comprendí que al buen señor debían de haberle molestado mucho
antaño las curiosidades y chismografías del lugar, y callé, haciendo un
movimiento de aprobación con la cabeza. Dos minutos después pude
convencerme de que, como casi todos los que han tenido alegrías y penas
de cierta índole, Bernárdez disfrutaba puerilmente en referirlas; porque no
son numerosas las almas altaneras que prefieren ser para sí propios á la par
Cristo y Cirineo y echarse á cuestas su historia.—He aquí la de Bernárdez,
tal cual me la refirió mientras el sol se ponía detrás del verde monte en que
se asienta Goyán.
«Mi mujer y yo nos casamos muy jovencitos: dos nenes, con la leche
en los labios. Ella tenía quince años, yo diez y ocho. Una muchachada,
quién lo duda. Lo que pasó con tanto madrugar fué, que queriéndonos y
llevándonos como dos ángeles, de puro bien avenidos que estábamos, al
entrar yo en los treinta y cinco, mi mujer empezó á parecerme así... vamos,
como mi hermana. La profesaba una ternura sin límites; no hacía nada sin
consultarla, no daba un paso que ella no me aconsejase, no veía sino por sus
ojos... pero todo fraternal, todo muy tranquilo.
»No teníamos sucesión, y no la echábamos de menos. Jamás hicimos
rogativa ni oferta á ningún santo para que nos enviase tal dolor de cabeza.
La casa marchaba lo mismo que un cronómetro: mi notaría prosperaba;
tomaba incremento nuestra hacienda; adquiríamos tierras; gozábamos de
mil comodidades; no cruzábamos una palabra más alta que otra, y veíamos
juntos aproximarse la vejez sin desazón ni sobresalto, como el marino que
se acerca al término de un viaje feliz, emprendido por iniciativa propia, por
gusto y por deber.
»Cierto día, mi mujer me trajo la noticia de que había muerto la
inquilina de una casucha de nuestra pertenencia. Era esta inquilina una
pobretona, viuda de un guardia civil, y quedaba sola en el mundo la
huérfana, criatura de cinco años.—Podíamos recogerla, Hipólito—añadió
Romana.—Parte el alma verla así. La enseñaríamos á planchar, á coser, á
guisar, y tendríamos, cuando sea mayor, una criadita fiel y humilde.—Dí
que haríamos una obra de misericordia y que tú tienes el corazón de
manteca.—Esto fué lo que respondí, bromeando. ¡Ay! ¡Si el hombre
pudiese prever dónde salta su destino!
»Recogimos, pues, la criatura, que se llamaba Mercedes, y así que la
lavamos y la adecentamos, amaneció una divinidad, con un pelo ensortijado
como virutas de oro, y unos ojos que parecían dos violetas, y una gracia y
una zalamería... Desde que la vimos... ¡adiós planes de enseñarla á planchar
y á poner el puchero! Empezamos á educarla del modo que se educan las
señoritas... según educaríamos á una hija, si la tuviésemos. Claro que en
Goyán no la podíamos afinar mucho, pero se hizo todo lo que permite el
rincón este. Y lo que es mimarla... ¡Señor! ¡En especial Romana... un
desastre! Figúrese usted que la pobre Romana, tan modesta para sí que
jamás la ví encaprichada con un perifollo... encargaba los trajes y los
abriguitos de Mercedes á la mejor modista de Marineda. ¿Qué tal?
»Cuando llegó la chiquilla á presumir de mujer, empezaron también á
requebrarla y á rondarla los señoritos en los días de ferias y fiestas, y yo á
rabiar cuando notaba que la hacían cocos. Ella se reía y me decía siempre,
mirándome mucho á la cara:—Padrino (me llamaba así), vamos á burlarnos
de estos tontos; á usted le quiero más que á ninguno.—Me complacía tanto
que me lo dijese (¡cosas del demonio!) que la reñía sólo por oirla repetir:—
Le quiero más á usted...—Hasta que una vez, muy bajito, al oído:—¡Le
quiero más, y me gusta más... y no me casaré, nunca, padrino!—¡Por éstas,
que así habló la rapaza!
»Se me trastornó el sentido. Hice mal, muy mal, y sin embargo, no sé,
en mi pellejo, lo que harían más de cien santones. En fin, repito que me
puse como lunático, y sin intención, sin premeditar las consecuencias
(porque repito que perdí la chaveta completamente), yo, que había vivido
más de veinte años como hombre de bien y marido leal, lo eché á rodar todo
en un día... en un cuarto de hora...
»Todo á rodar, no; porque tan cierto como que Dios nos oye, yo seguía
consagrando un cariño profundo, inalterable, á mi mujer, y si me proponen
que la deje y me vaya con Mercedes por esos mundos—se lo confesé á
Mercedes misma, no crea usted, y lloró á mares,—antes me aparto de cien
Mercedes que de mi esposa. Después de tantos años de vida común, se me
figuraba que Romana y yo habíamos nacido al mismo tiempo, y que
reunidos y cogidos de las manos debíamos morir. Sólo que Mercedes me
sorbía el seso, y cuando la sentía acercarse á mí, la sangre me daba una sola
vuelta de arriba abajo, y se me abrasaba el paladar, y en los oídos me
parecía que resonaba galope de caballos, un estrépito que me aturdía.»
—¿Es de Mercedes el retrato que está sobre el piano?—pregunté al
viejo.
—De Mercedes es. Pues verá usted: Romana se malició algo, y los
chismosos intrigantes se encargaron de lo demás. Entonces, por evitar
disgustos, conté una historia: dije que unos señores de Marineda, que iban á
pasar larga temporada en Madrid, querían llevarse á Mercedes, y lo que hice
fué amueblar en Marineda un piso, donde Mercedes se estableció
decorosamente, con una criadita. A pretexto de asuntos, yo veía á la
muchacha una vez por semana lo menos. Así, la situación fué mejor...
vamos, más tolerable que si estuviesen las dos bajo un mismo techo, y yo
entre ellas.
»Romana callaba,—era muy prudente,—pero andaba inquieta,
pensativa, alterada; y decía yo: ¿por dónde estallará la bomba? Y estalló...
¿por dónde creerá usted? Una tarde que volví de Marineda, mi mujer, sin
darme tiempo á soltar la capa, se encerró conmigo en su cuarto y me dijo
que no ignoraba el estado de Mercedes... ¡Ya supondrá usted cuál sería el
estado de Mercedes!... y que, pues había sufrido tanto y con tal paciencia, lo
que naciese, para ella, para Romana, tenía que ser en toda propiedad.....
como si lo hubiese parido Romana misma.
»Me quedé tonto. Y el caso es que mi mujer se expresaba de tal
manera, ¡con un tono y unas palabras!, y tenía además tanta razón y tal
sobra de motivos para mandar y exigir, que apenas nació el niño y lo ví
empañado, lo envolví en un chal de calceta que me dió Romana para ese
fin, y en el coche de Marineda á Goyán hizo su primer viaje de este
mundo.»
—¿Ese niño es el que está retratado al lado de su esposa de usted,
dentro de los marcos gemelos?
—Ajajá. Precisamente. ¡Mire usted: dificulto que ningún chiquillo, ni
Alfonso XIII, se haya visto mejor cuidado y más estimado! Romana, desde
que se apoderó del pequeño, no hizo caso de mí, ni de nadie, sino de él. El
niño dormía en su cuarto; ella le vestía, ella le desnudaba, ella le tenía en el
regazo, ella le enseñaba á juntar las letras y ella le hacía rezar. Hasta formó
resolución de testar en favor del niño... Sólo que él falleció antes que
Romana; como que al rapaz le dieron las viruelas el 20 de Marzo, y una
semana después voló á la gloria... y Romana, el 7 de Abril fué cuando la
desahució el médico, y la perdí á la madrugada siguiente.»
—¿Se la pegaron las viruelas?—pregunté al señor de Bernárdez, que
se aplicaba el pañuelo sin desdoblar á los ribeteados y mortecinos ojos.
—¡Naturalmente... Si no se apartó del niño!
—¿Y usted, cómo no se casó con Mercedes?
—Porque malo soy, pero no tanto como eso—contestó en voz
temblona, mientras una aguadilla que no se redondeó en lágrima asomaba á
sus áridos lagrimales.
MALDICIÓN DE GITANA

SIEMPRE que se trata, entre gente con pretensiones de instruída, de


agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos
pueriles, y punto menos desenfadado que don Juan frente á las estatuas de
sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados á
alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún
sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el
gasto.)
La ocasión más frecuente de hablar de supersticiones la ofrecen los
convites. De los catorce ó quince invitados se excusan uno ó dos: al
sentarse á la mesa, alguien nota que son trece los comensales,—y al punto
decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras, y los
amos de la casa se ven precisados á buscar, aunque sea en los infiernos, un
número catorce. Conjurado ya el mal sino, renace el contento; las risitas de
las señoras tienen un sonido franco; se ve que los pulmones respiran á
gusto. ¿Quién no ha asistido á un episodio de esta índole?
En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo
asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece, y el que más
desfrunció el gesto cuando fuímos catorce. No hacía yo tan supersticioso á
aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta
demudado en los primeros momentos, á la hora del café le llevé hacia un
ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente.
—Una coincidencia—respondió, como era de presumir; y al ver que
yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cogines
una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral
de oro, nacido en fantástica laguna: se sentó él en una silla de bambú, y
rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me
refirió su coincidencia del número fatídico.
—Mis dos amigos íntimos—los de corazón—eran los dos chicos de
Mayoral, de una familia extremeña antigua y pudiente. Habíamos estado
juntos en el colegio de los jesuítas, y cuando salimos al mundo, la amistad
se estrechó. Llamábanse el mayor Leoncio y el otro Santiago; y habrá usted
visto pocas figuras más hermosas, pocos muchachos más simpáticos y
pocos hermanos que tan entrañablemente se quisiesen. Huérfanos de padre
y madre, y dueños de su hacienda, no conocían tuyo ni mío: bolsa común,
confianza entera, y á pesar de la diferencia de caracteres—Leoncio nervioso
y vehemente hasta lo sumo, y Santiago de un genio igual y pacífico—
inalterable armonía. A mí me llamaban, en broma, su otro hermano, y la
gente, á fuerza de vernos unidos, había llegado á pensar que éramos, cuando
menos, próximos parientes los Mayoral y yo.
Apasionados cazadores los tres, nos íbamos semanas enteras á las
dehesas y cotos que los Mayoral poseían en la Mancha y Extremadura,
donde hay de cuanta alimaña Dios crió, desde perdices y conejos hasta
corzos, venados, jabalís, ginetas y gatos monteses.
Con buen refuerzo de escopetas negras y una jauría de excelentes
podencos, hacíamos cada ojeo y cada batida, que eran el asombro de la
comarca. De estas excursiones resolvimos una cierto día de San Leoncio;
no cabe olvidar la fecha. Nos había convidado juntos una tía de los de
Mayoral, señora discretísima y madre de una muchacha encantadora, por
quien Santiago bebía los vientos: sutilizando mucho, creo que esta pasión
de Santiago tuvo su parte de culpa en la desgracia que sucedió: ya diré por
qué.
Ello es que nos reunimos en la casa, donde, con motivo de la fiesta,
había otros varios convidados: amiguitas de la niña, señores formales,
íntimos de la mamá... Y yo, que jamás contaba entonces los comensales, al
pasar al comedor, involuntariamente, me fijo en los platos... ¡Eramos trece,
trece justos!
Ni se me ocurrió chistar: por otra parte, no sentía aprensión.
Estaríamos á la mitad de la comida, cuando lo advirtió el ama de la casa, y
dijo riéndose:—«¡Hola! ¡Pues con el resfriado de Julia, que la impidió
venir, nos hemos quedado en la docena del fraile! No asustarse, señores;
que aquí nadie ha cumplido los sesenta más que yo, y en todo caso seré la
escogida.»—¿Qué habíamos de hacer? Lo echamos á broma también, y
brindamos alegremente por que se desmintiese el augurio. Y había allí un
señor que, presumiendo de gracioso, dijo con sorna:—«Es muy malo comer
trece... cuando sólo hay comida para doce».
A la madrugada siguiente tomamos el tren y salimos hacia el cazadero.
La expedición se presentaba magnífica; la temperatura era, como de
mediados de Septiembre, templada y deliciosa; cada tarde los zurrones
volvían atestados de piezas, y para mayor satisfacción, nos habían
anunciado que andaban reses por el monte, y que el primer ojeo nos
prometía rico botín. Decidimos que este ojeo principiase un miércoles por
la mañana, y apenas despachadas las migas y el chocolate, salimos á
cabalgar nuestros jacos, que nos esperaban á la puerta, entre el tropel de las
escopetas negras y la gresca y alborozo de los perros. Como tengo tan
presentes las menores circunstancias de aquel día, recuerdo que me extrañó
mucho la furia con que los animales ladraban, y al asomarme fuera, ví,
apoyada en uno de los postes del emparrado que sombreaba la puerta, á una
gitana atezada, escuálida, andrajosa.
Podría tener sus veinte años, y si la suciedad, la descalcez y las greñas
no la afeasen, no carecería de cierto salvaje atractivo, porque los ojos
brillaban en su faz cetrina como negros diamantes, los dientes eran piñones
mondados y el talle un junco airoso. Los pingajos de su falda apenas
cubrían sus desnudos y delgados tobillos, y al cuello tenía una sarta de
vidrio, mezclada con no sé qué amuletos. Dije que sus ojos brillaban, y era
cierto; brillaban de un modo raro, que no supe definir; los tenía clavados en
Santiago—que, lo repito, era un muchacho arrogante, rubio y blanco, y en
aquel instante, subido al poyo de montar y con un pie en el estribo, con su
sombrero de alas anchas, su bizarro capote hecho de una manta zamorana,
de vuelto cuello de terciopelo verde, y sus altos zajones de caza, que
marcaban la derechura de la pierna, aún parecía más apuesto y gallardo.—Y
á Santiago fué á quien dirigió sus letanías la egipcia, soltándole esos
requiebros raros que gastan ellas, y ofreciéndose á decirle la buenaventura.
En aquel momento, Santiago, de seguro, pensaba en el dulce rostro de su
novia, y el contraste con el de la gitana debió de causarle una impresión de
repugnancia hacia ésta; porque era galante con todas las mujeres, y sin
embargo, soltó una frase dura y hasta cruel, una frase fatal... yo así lo creo...
—¿Qué buenaventura vas á darme tú?—exclamó Santiago.—¡Para ti la
quisieras! ¡Si tuvieses ventura, no serías tan fea y tan negra, chiquilla!
La gitana no se inmutó en apariencia, pero yo noté en sus ojos algo que
parecía la sombra de un abismo; y fijándolos de nuevo en Santiago, que
estaba á caballo ya, articuló despacio, con indiferencia atroz y en voz ronca:
—¿No quieres buenaventuras, jermoso? Pues toma mardisiones...
Premita Dios... Premita Dios... ¡que vayas montao y vuelvas tendío!
Yo no sé con qué tono pudo decirlo la malvada, que nos quedamos de
hielo. Leoncio, en especial, como adoraba en su hermano, se demudó un
poco y avanzó hacia la gitana en actitud amenazadora; los perros, que
conocen tan perfectamente las intenciones de sus amos, se abalanzaron
ladrando con furia; uno de ellos hincó los dientes en la pierna desnuda de la
mujer, que dió un chillido. Esto bastó para que Leoncio y yo, y todos,
incluso Santiago, nos distrajésemos de la maldición y pensásemos
únicamente en salvar á la bruja moza, en riesgo inminente de ser destrozada
por la jauría. Contenidos los perros, cuando volvimos la cabeza, la gitana ya
no parecía por allí; sin duda se había puesto en cobro, aunque nadie supo
por donde.
Al llegar aquí de su narración Gustavo, me hirió de súbito un recuerdo.
—Espere usted, espere usted...—murmuré recapacitando.—Creo que
conozco el final de la historia... Cuando usted nombró á los Mayoral,
empezó á trabajar mi cabeza... El nombre me sonaba... Tengo idea de que
conozco á los dos hermanos, y ya voy reconstruyendo su figura... Leoncio,
vivo, moreno, delgado; Santiago, rubio y algo más grueso... ¿Fué en esa
cacería donde?...
—Donde Leoncio, creyendo disparar á un corzo, mató á Santiago de
un balazo en la cabeza—respondió lentamente Gustavo, cruzando las
manos con involuntaria angustia.—Santiago volvió tendido... Perdí á la vez
mis dos amigos; porque el matador, si no enloqueció de repente, como pasa
en las novelas y en las comedias, quedó en un estado de perturbación y de
alelamiento que fué creciendo cada día; y quizás por olvidar cortos instantes
la horrible escena, se entregó—él que era tan formalillo que hasta le
embromábamos—á mil excesos, acabando así de idiotizarse. ¿Después de
saber esta coincidencia, extrañará usted que me agrade poco sentarme á una
mesa de trece? Por más que quiero dominarme, se me conoce el miedo... ¡El
miedo, sí; hay que llamar á las cosas por su nombre!
—¿Y volvió á parecer la gitana?—pregunté con curiosidad.
—¡La gitana! ¡Quién sabe adónde vuelan esas cornejas agoreras!—
exclamó Gustavo sombríamente.—Los de esa casta no tienen poso ni
paradero... Como dice Cervantes, á su ligereza no la impiden grillos, ni la
detienen barrancos, ni la contrastan paredes... Cuando velábamos al pobre
Santiago, y tratábamos de impedir que se suicidase el desesperado Leoncio,
ya la bruja debía de estar entre breñas, camino de Huelva ó de Portugal.

LA BICHA

HAN leído ustedes á Selgas?—preguntó la discreta viuda, cerrando su


abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven,
excepto para abanicarse.—¿Han leído á Selgas?
Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y
atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor á quien, como
suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»... Nombre casi borrado
ya...
—Pues era ingenioso—declaró la viudita—y á mí me divertía
muchísimo... En no sé qué libro suyo—las citas exactas allá para los
sabiondos—sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del
sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se
queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara
vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos,
pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que
contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección
conyugal, le faltó distinguir... Se le olvidó decir que sólo los hombres
eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta... Y el caso es que la
elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen
amplia y libremente, son los que escogen peor.
Esta afirmación de la viuda levantó un turbión de humorísticas
protestas entre el elemento masculino de la peñita.
—No hay que amontonarse—exclamó la señora intrépidamente.—Los
hombres que aciertan, aciertan como el consabido de la fábula... Y si no... á
la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí—en este rincón, á la
sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con
la luz eléctrica—me ofrezco á contarles á ustedes una historia de elección
conyugal masculina... que les parecerá increíble. Empezaremos ahora
mismo... Ahí va la de hoy.
Cuando perdí á mi marido, tuve que vivir varios años en una capital de
provincia, desenredando asuntos de mucho interés para mí y para mis hijos.
Ya saben ustedes que no soy huraña, y pasado el luto, aproveché las
contadas ocasiones de ver gente que se ofrecían allí. Había una Sociedad de
recreo que daba en Carnaval dos ó tres bailes de máscaras, y me gustaba ir á
sentarme en un palco, acompañada de varias amigas y amigos de los que
solían hacerme tertulia, y divertirme en remirar los disfraces caprichosos, la
animación y las bromas que se corrían abajo, en el hervidero de la sala.
Eran bailes en que se mezclaban el señorío y la mesocracia con bastantes
familias artesanas, sin que se conociesen mucho las diferencias entre estas
clases sociales—porque las artesanas de M*** se visten, peinan y prenden
con gusto, son guapas y tienen aire fino.—La Junta directiva sólo excluía
rigurosamente á las mujeres notoriamente indignas; y figúrense ustedes el
espanto de la concurrencia cuando, la noche del lunes de Carnaval, empezó
á esparcirse la voz de que estaba en el baile, enmascarada y del brazo de un
socio, la célebre Natalia, por otro nombre La Bicha (la Culebra); la daban
este apodo por su fama de mala y engañadora, ó, según otros, porque tenía
la cabeza pequeñita, la tez morena aceitunada y el pelo casi azulado de puro
negro; señas de cuya exactitud pudimos cerciorarnos todos, como verán
ustedes.
Al saberse la noticia, justamente se hallaba en mi palco el presidente
de la Sociedad, señor viudo, acaudalado y respetable, padre de una niña
preciosa que yo me llevaba á casa por las tardes á jugar con la chiquilla
mía. Sobrecogido y turbado, el presidente se agitaba en el asiento, haciendo
coraje, como suele decirse, para bajar á cumplir su deber de expulsar á la
intrusa. Comprenderán ustedes que no existe deber más penoso: ir á darle
en público un bofetón á una mujer... ¡sea quien sea! Todos seguíamos con
los ojos á la máscara sospechosa, y la indignación fermentaba. Abandonada
desde el primer run-run por el socio que la introdujo y que se dió prisa á
desaparecer; asaltada por unos cuantos mozalbetes, que la asaetaban con
insolentes pullas y dicharachos; aislada á la vez en un espacio libre—
porque todas las demás mujeres se apartaban—la Culebra, apretando contra
el rostro su antifaz, recogiendo los pliegues de su manto de beata, como
para ocultarse, permanecía apoyada en una columna de las que sostienen los
palcos, en actitud de fiera á quien acosan. Por fin, el presidente se decidió,
y, tomando precipitadamente el sombrero, salió al pasillo; pronto le vimos
aparecer en el salón y dirigirse á donde estaba la Culebra. A las frases secas
y rápidas, cual latigazos, del presidente, los mozalbetes se desviaron,
dejando sola á la mujer; y ésta, con un movimiento de soberbia que
remedaba la dignidad, revolviéndose bajo el ultraje, se arrancó de súbito la
careta de raso negro, echó atrás el manto, y descubierta la cabeza, erguido el
cuello, rechispeantes los ojos, miró, retó, fulminó al presidente primero,
después, circularmente, á todo el concurso, á las señoras, á las señoritas,
que volvían la cara ruborizándose, á los hombres que cuchicheaban y se
reían... Y despacio, sin bajar la frente, pasó por entre la multitud apiñada
que se estremecía á su contacto, y todavía, desde la puerta, volviéndose,
disparó el venablo de sus pupilas (¡qué mirada aquella, Dios mío!) al
presidente, que accionaba entre un círculo de individuos de la Directiva y
de señores que le felicitaban por su acción... Minutos después, muy
exaltado, volvía al palco el buen señor, y al acompañarme, á la salida,
todavía hablaba del descoco de la pájara, refiriéndonos, con el recato
posible, su vida y milagros, capaces, ciertamente, de poner colorada á una
estatua de piedra.
A la vuelta de cinco meses; cuando á las frioleras diversiones del
Carnaval reemplazan los idílicos goces de las giras y de las campestres
romerías,—empezó á susurrarse en M*** que el presidente de la Sociedad
Centro de Amigos, el honrado y formal don Mariano Subleiras, con sus
cincuenta del pico, su viudez y su niña encantadora, pasaba á segundas
nupcias... ¿Ya han adivinado ustedes con quién?... ¡Con la propia Natalia, la
Bicha, la prójima echada del baile!—Al oirlo, sepan ustedes que no lo puse
en duda ni un momento. Dirán ustedes que soy pesimista... Digan lo que
quieran, ¡El caso es que yo, en seguida, creí firmemente que era gran
verdad eso que á todos les parecía el colmo de lo absurdo!—¿Pero no se
acuerda usted?—me objetaban.—Pero si fué él mismo quien la puso de
patitas...—Pues por eso, cabalmente por eso—contestaba yo, dejándoles
con la boca de un palmo. Al fin, tanto me calentaron la cabeza con la boda
dichosa, que entre el deseo de complacer y la lástima que me infundía la
pequeña, aquella rubita monísima, amenazada de madrastra semejante, me
decidí á meterme donde no me llamaban y á hacer á don Mariano el
siempre inoportuno regalo del buen consejo... Le llamé á capítulo, le
prediqué un sermón que ni un padre capuchino; estuve elocuente, les
aseguro que sí... Y me puse muy hueca cuando al terminar mi plática, don
Mariano, al parecer conmovido, murmuró aplicando el pico del pañuelo á
los ojos:—Prometo á usted que no me casaré con la Natalia...
—¿Y al poco tiempo se casó?—interrogaron con malicia los de la
peña.
—No, señores... No se casó al poco tiempo... ¡Cuando me empeñaba
una palabra inquebrantable... estaba ya casado... secretamente!
Hubo en el grupo exclamaciones, risas, comentarios, y Ramiro
Nozales, que la echaba de observador, pronunció con énfasis:
—¡Qué humano es eso!
—Lo que á mí me preocupó mucho entonces—prosiguió la señora—
fué averiguar cómo se las había compuesto la lagarta para hacer presa en
don Mariano. Su móvil era patente: una venganza que eriza el pelo... Pero,
¿de qué medios se había valido? Cuando fué expulsada del baile, don
Mariano sólo la conocía de vista y por su lamentable reputación... Excitada
mi curiosidad, en que entraba tanto interés por la pobre niña, pude averiguar
algo... ¡Algo que también va usted á decir que es muy humano, amigo
Nozales, porque conozco su escuela de usted!... Parece que la Bicha se
presentó en casa de don Mariano días después de la expulsión, y bañada en
lágrimas, y con hartos desmayos y suspiros, le pidió reparación del ultraje;
reparación... ¿cómo diré yo?, una reparación privada, una palabra benévola,
una excusa, algo que la consolase, porque desde aquel episodio se sentía
enferma, abatida y á punto de muerte... «De otra persona, mire usted, no me
hubiese importado; pero de usted... vamos, de usted... un señor tan digno,
un señor tan virtuoso...», dicen que silbaba la Culebra, empezando
insensiblemente á enroscarse... De aquí al vasito de agua, á contar una larga
historia, á ser escuchada y compadecida, visitada después, á enlazar con el
primer anillo, á deslizarse, á abrazar ya con las roscas flexibles el pecho, la
cabeza y el cuerpo todo... el camino ni es largo ni difícil, y en cuatro meses
y medio lo anduvo la Bicha... hasta llegar á la iglesia.—Al año siguiente, la
noche del lunes de Carnaval, don Mariano y su señora ocupaban el palco
fronterizo al mío... Fué la primera vez que aparecieron juntos en público.
Después, ya nunca vimos solo á don Mariano; á ella, sí. Contaban que su
mujer le mandaba de tal suerte, que, al salir de casa, le dejaba encerrado...
—¿Y la niña?—preguntó Nozales con afán triste.
—¡Ah!—suspiró la señora.—La niña... me han escrito de allá que
murió tísica!...

SANGRE DEL BRAZO

EL lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio


y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los
retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y
donde á las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras
campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco,—unieron sus destinos
en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la noble
casa y estados de Abencerraje, con el apuesto y galán marquesito de Alcalá
de los Hidalgos.
Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir
de los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
revelaban mil finezas y extremos, y á la cándida belleza de la novia, servían
de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el respeto y
cariño de la buena gente campesina, y hasta la venturosa circunstancia de
verse enlazadas por ella, ante el cielo y ante el mundo, las dos casas más
ricas y nobles de la provincia, las que la representaban en la historia
nacional.
A la puerta de la capilla aguardaba el coche familiar que había de
conducir á los esposos á la estación del camino de hierro. Iban á emprender
uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino: Italia y sus
ciudades-museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul del
firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las ondinas
nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia, Constantinopla, y, por
último, el invierno en París, entre los prestigios del lujo y la magia de la
refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus elegancias exquisitas,
sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha renovada... La
perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que todo la del amor
puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce efusión del alma,
hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y tierna María de las
Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los cuatro fogosos
caballos que lo arrastraban, llevándosela á ella, al que ya era su dueño, y á
la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y designada para,
acompañar y servir á María durante el viaje...
Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas
nuevas de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje
distaba tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su
felicidad, por mil no sospechados conductos—cartas, sueltos de periódicos,
referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de desconocidos
quizás—en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje era feliz, alegre,
fecundo en incidentes gratos, y que marido y mujer disfrutaban de salud y
contento. Corrió así el verano, pasóse el otoño, y se averiguó que,
cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya en la capital de la
república francesa los marqueses, divertidos, festejados, girando en el
torbellino del placer. Hacia Febrero ó Marzo se habló de que la recién
casada sufría una grave enfermedad, pero casi se supo al mismo tiempo el
mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el lunes de Pascua de
Resurrección, á la caída de una tarde admirable por lo serena, cuando las
últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado aroma y los árboles
desabrochaban su flor de primavera, el país vió asombrado que el coche
familiar regresaba de la estación con mucho repique de cascabeles, y las
gentes, que se asomaban curiosas á las puertas de las cabañas, no divisaron
dentro del coche más que á María de las Azucenas, tan descolorida como
las últimas violetas de los senderos, y á Luisilla, sentada á su lado, también
desmejorada y amarillenta, sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de
su señora; ambas mudas, ambas tristes, ambas con la huella del
padecimiento en el rostro.—Y ni aquel día, ni los siguientes, ni nunca más,
asomó el Marqués de Alcalá en el castillo de su mujer, ni por la comarca
siquiera, y María y Luisilla vivieron solas, siempre juntas, más que como
ama y criada, como hermanas amantísimas é inseparables.
Repicaron las lenguas, y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y
desvaríos del Marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
envenenamiento, y otras mil invenciones novelescas que prueban la
ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se supo
hasta que corrieron algunos años, cuando el Marqués de Alcalá comisionó á
un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y consintiese en
vivir á su lado. Habiendo fracasado por completo la diplomacia del
sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste se espontaneó
con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste con el médico, el
notario, el Alcalde... y así llegó á conocer la comarca la siguiente aventura.
Después de un viaje que fué un idilio, llegaron á París los enamorados
esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado interesante
de María, expuesta á percances en fondas y trenes. A pesar del cuidado y
del método que observó la Marquesa, hacia el sexto mes del embarazo cayó
en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la temida desgracia, y
fué lo peor que una hemorragia violenta puso en peligro inminente la vida
de la señora. «Se desangra, se nos va», había dicho el médico, un español
ilustre, después de ensayar los recursos de su ciencia, luchando
denodadamente con la muerte que se aproximaba silenciosa. Y entonces el
marido, que veía á su esposa desfallecer en síncope mortal, blanca como la
almohada donde apoyaba su frente de cera, preguntó al doctor:
—¿Pero no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?
—Hay uno todavía—respondió el médico.—Si se encuentra una
persona sana, robusta, joven y que quiera lo bastante á esta señora para dar
sangre de las venas de su brazo... verificaremos la transfusión y verá usted á
la enferma resucitar.
Al hablar así, el doctor miraba afanosamente al Marqués, clavándole
en el rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y
desengañados de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas
miserias; y al notar que el Marqués no contestaba y se volvía tan pálido
como si ya le estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de
limosna el amor, el médico se encogió de hombros murmurando vagamente:
—Pero es difícil... muy difícil. Hay que renunciar á esa esperanza.
En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía
acurrucada á los pies del lecho de la moribunda, y sencillamente,
presentando su brazo izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas
azules, exclamó:
—Ahí tiene, señor... ahí tiene... Sangre no me falta, y sana estoy como
las propias manzanas en el árbol... Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una
pobre aldeana sirva para resucitar á la señora.
Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando
la cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha,
mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La
muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo á cada paso:
—Saque, señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer á mi ama.
El Marqués había huído de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla
empezó á inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta á
notar el calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo;
cuando su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo
primero que buscaron fué al amado, á la mitad de su ser, pues había
comprendido al revivir que alguien la daba su sangre en compensación de la
que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el compañero, el
adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle; al ver á Luisa, á quien
vendaban y á quien hacían beber, para reanimarla del desfallecimiento, café
puro, la esposa comprendió, y volvió á cerrar los ojos, como si aspirase al
desmayo del cual solo se despierta en los brazos de la muerte...
Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que
la aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y á quien debía el
existir. Todas las gestiones del Marqués de Alcalá se estrellaron contra la
invencible repugnancia, ó más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva
para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo
caridades y llorando á solas muchas veces,—sobre todo en Pascua de
Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.
CONSUELO

TEODORO iba á casarse perdidamente enamorado. Su novia y él


aprovechaban hasta los segundos para tortolear y apurar esa dulce
comunicación que exalta el amor por medio de la esperanza próxima á
realizarse. La boda sería en Mayo, si no se atravesaba ningún obstáculo en
el camino de la felicidad de los novios. Pero al acercarse la concertada
fecha se atravesó uno terrible: Teodoro entró en sorteo de oficiales, y la
suerte le fué adversa: le reclamaba la patria.
Ya se sabe lo que ocurre en semejantes ocasiones. La novia sufrió
síncopes y ataques de nervios; derramó lágrimas que corrían por sus
mejillas frescas, pálidas como hojas de magnolia, ó empapaban el pañolito
de encaje; y en los últimos días que Teodoro pudo pasar al lado de su
amada, trocáronse juramentos de constancia y se aplazó la dicha para el
regreso. Tales fueron los extremos de la novia, que Teodoro marchó con el
alma menos triste, regocijado casi por momentos, pues era animoso y no
rehuía, ni aun de pensamiento, la aceptación del deber.
Escribió siempre que pudo, y no le faltaron cartas amantes y
fervorosas, en contestación á las suyas algo lacónicas, redactadas después
de una jornada de horrible fatiga, robando tiempo al descanso, y evitando
referir las molestias y las privaciones de la cruel campaña, por no angustiar
á la niña ausente. Un amigo á prueba, comisionado para espiar á la novia de
Teodoro—no hay hombre que no caiga en estas puerilidades, si se va muy
lejos y ama de veras—mandaba noticias de que la muchacha vivía en
retraimiento, como una viuda. Al saberlo, Teodoro sentía un gozo que le
hacía olvidarse de la ardiente sed, del sol que abrasa, de la fiebre que flota
en el aire y de las espinas que desgarran las epidermis.
Cierto día, de espeso matorral salieron algunos disparos al paso de la
columna que Teodoro mandaba. Teodoro cerró los ojos y osciló sobre el
caballo: le recogieron y trataron de curarle, mientras huía cobardemente el
invisible enemigo. Trasladado el herido al hospital, se vió que tenía
destrozado el hueso de la pierna,—fractura complicada, gravísima.—El
médico dió su fallo: para salvar la vida había que practicar urgentemente la
amputación por más arriba de la rótula, advirtiendo que consideraba
peligroso dar cloroformo al paciente. Teodoro resistió la operación con los
ojos abiertos, y vió cómo el bisturí incindía su piel y resecaba sus músculos,
cómo la sierra mordía en el hueso hasta llegar al tuétano, y cómo su pierna
derecha, ensangrentada, muerta ya, era llevada á que la enterrasen... Y no
exhaló un grito ni un gemido: tan sólo, en el paroxismo del dolor, tronzó
con los dientes el cigarro que chupaba.
Según el cirujano, la operación había salido divinamente. No hubo
inflamación ni gangrena; cicatrizó bien y pronto, y Teodoro no tardó en
ensayar su pierna de palo, una pata vulgar, mientras no podía encargar á
Alemania otra, hecha con arreglo á los últimos adelantos...
Al escribir á su novia desde el hospital sólo había hablado de herida, y
herida leve. No quería afligirla ni espantarla. Así y todo, lo de la herida
alarmó á la muchacha tanto, que sus cartas eran gritos de terror y efusiones
de cariño. ¿Por qué no estaba ella allí para asistirle, y acompañarle y
endulzar sus torturas? ¿Cómo iba á resistir hasta la carta siguiente, donde él
participase su mejoría?
Aquellas páginas tiernas y sencillas, que debían consolar á Teodoro, le
causaron, por el contrario, una inquietud profunda. Pensaba á cada instante
que iba á regresar, á ver á su adorada, y que ella le vería también... ¡pero
cómo! ¡Qué diferencial Ya no era el gallardo oficial de esbelta silueta y
andar resuelto y brioso. Era un inválido, un pobrecito inválido, un infeliz
inútil. Adiós las marchas, adiós los fogosos caballos, adiós el vals que
embriaga, adiós la esgrima que fortalece: tendría que vivir sentado, que
pudrirse en la inacción, y que recibir una limosna de amor ó de lástima,
otorgada por caridad á su desventura. Y Teodoro, al dar sus primeros pasos
apoyado en la muleta, presentía la impresión de su novia cuando él llegase
así, cojo y mutilado,—él, el apuesto novio que antes envidiaban las amigas.
—Ver la luz de la compasión en unos ojos adorados... ¡qué triste sería, qué
triste! Miróse al espejo y comprobó en su rostro las huellas del sufrimiento,
y pensó en el ruido seco de la pata de palo sobre las escaleras de la casa de
su futura... Con el revés de la mano se arrancó una lágrima de rabia que
surgía al canto del lagrimal: pidió papel y pluma, y escribió una breve carta
de rompimiento y despedida eterna.
Dos años pasaron. Teodoro había vuelto á la Península, aunque no á la
ciudad donde amó y esperó. Por necesidad tuvo que ir á ella pocos días, y
aunque evitaba salir á la calle, una tarde encontró de improviso á la que fué
su novia y,—sofocado, tembloroso,—se detuvo y la dejó pasar. Iba ella del
brazo de un hombre—su marido.—El amputado, repuesto, firme ya sobre
su pata hábilmente fabricada en Berlín, maravilla de ortopedia, que
disimulaba la cojera y terminaba en brillante bota, notó que el esposo de su
amada era ridículamente conformado, muy patituerto, de rodillas huesudas
é innoble pie... y una sonrisa de melancólica burla jugó en su semblante
grave y varonil.

LA NOVELA DE RAIMUNDO

¿SUPONÉIS que no hay en mis recuerdos nada dramático, nada que


despierte interés, una novela tremenda?—nos dijo casi ofendido el apacible
Raimundo Ariza, á quien considerábamos el muchacho más formal de
cuantos remojábamos la persona en aquella tranquila playa y nos reuníamos
por las tardes á jugar á tanto módico en el Casino.—No pudimos menos de
mirar á Raimundo con sorpresa y algo de incredulidad. Sin embargo,
Raimundo no era feo: tenía estatura proporcionada, correctas facciones,
ojos garzos y dulces, sonrisa simpática y blanca tez; pero su bonita figura
destilaba sosería; no había nacido fascinador; parecía formado por la
naturaleza para ser á los cuarenta buen padre de familia, y Alcalde de su
pueblo.
—Dudamos de tu novela romántica—exclamó al cabo uno de
nosotros.
—Pues es de las de patente...—replicó Raimundo.—Hay dos clases de
novelas, señores escépticos: las voluntarias y las involuntarias. Las
primeras, las buscan por la mano sus héroes. Las otras... se vienen á las
manos. De estas fué la mía. A ciertas personas suele decirse que «les sucede
todo;» y es porque ellas andan á caza de sucesos... A fe que si se estuviesen
quietecitos, las mujeres no se precipitarían á echarles memoriales.
En mi pueblo, como sabéis, no suele haber grandes emociones, y
cualquier cosa se vuelve acontecimiento. Todo constituye distracción,
rompiendo la monotonía de aquel vivir.—Hará cosa de tres años, en
primavera, nos alborotó la llegada de una tribu errante de gitanos ó
zíngaros. Plantaron sus negruzcas tiendas y amarraron sus trasijadas
monturas en cierto campillo árido, cercano á uno de los barrios en
construcción, y formamos costumbre de ir por las tardes á curiosear las
fisonomías y los hábitos de tan extraña gente.
Nos gustaba ver cómo remendaban y estañaban calderos y componían
jáquimas y pretales, todo al sol y con la cabeza descubierta, porque dentro
de las tiendas no se rebullían. Comentábase mucho la noticia de que el jefe
de una taifa tan sórdida y desarrapada hubiese depositado en el Banco, el
día de su arribo, bastantes miles de duros en ricas onzas españolas, de las
que ya no se encuentran por ninguna parte. Viajaban con su caudal, y por no
ser desbalijados, al sentar sus reales lo aseguraban así. Se decía también que
poseían á docenas soberbias cadenas de oro y joyeles bárbaros de pedrería;
pero es la verdad que, al exterior, sólo mostraban miserias, andrajos y densa
capa de mugre, no teniendo poco de asombroso que tan mala capa no
bastase á encubrir ni á degradar la noble hermosura y pintoresca
originalidad de los bohemios que admirábamos.
Resaltaba esta belleza en todos los individuos jóvenes de la tribu; pero,
como es natural, yo prefería observarla en las mujeres, y solía acercarme á
la tienda donde habitaba una gitanilla del más puro tipo oriental que pueda
soñarse. Esbelta, de tez finísima y aceitunada; de ojos de gacela, tristes,
almendrados é inmensos; de cabellera azulada á fuerza de negror y repartida
en dos trenzas de esterilla á ambos lados del rostro, la gitana estaba
reclamando un pintor que se inspirase en su figura. Aunque era, según supe
después, esposa del jefe de la tribu, su vestimenta se componía de una falda
muy vieja y un casaquín desgarrado, por cuyas roturas salía el seno, y en
lugar de los fantásticos joyeles del misterioso tesoro, adornaba su cuello
una sarta de corales falsos. Su tierna juventud y su singular beldad
resplandecían iluminando los harapos y el interior de la tienda, por otra
parte semejante á un capricho de Goya, donde humeaba un pote sobre unas
trébedes y un fuego de brasa, atizado por una gitana vieja, tan caracterizada
de bruja, que pensé que iba á salir volando á horcajadas sobre una escoba.
Así que me vió la gitanilla, con voz muy melodiosa y con gutural
pronunciación extranjera me pidió la mano para echarme la buenaventura.
Se la tendí, con dos pesetas para señalar, y después de oídas las profecías
que dicen siempre las gitanas, dejé gustoso las dos pesetas en su poder. La
mujer hablaba aprisa, porque un chiquillo desnudo, de cobriza tez,
arrastrándose por el suelo, lloriqueaba; así que su madre le tomó en brazos,
calló agarrando el seno. De súbito la gitana exhaló un chillido de dolor: el
crío acababa de morderla cruelmente, y ella, casi en broma, aplicó dos
azotes ligeros á la criatura. No sé que fué más pronto, si romper el chico en
llanto desconsolador ó entrar en la tienda el jefe de la tribu, un arrogante
bohemio de enérgicas facciones y pelo rizado en largos bucles; y sin
encomendarse á Dios ni al diablo, profiriendo imprecaciones en su
jerigonza, soltarle á su mujer un feroz puntapié que la echó á tierra.
Indignado por tal brutalidad, me precipité á levantarla; se alzó pálida y
temblando; sus ojos oblongos, tan dulces poco antes, fulguraban con un
brillo sombrío, que me pareció de odio y furor, pero al fijarse en mí
destellaron agradecimiento. No lo pude remediar; aunque por sistema con
nadie ni en nada me meto, aquella escena me había trastornado: apostrofé é
increpé al gitano, y hasta le amenacé, si maltrataba de tal suerte á una
criatura indefensa, con denunciarle á la autoridad, que le aplicaría condigno
castigo. No sé qué pasaría por dentro del alma del bohemio: sé que me
escuchó muy grave, que chapurreó excusas, y al mismo tiempo, á guisa de
amo de casa que hace cortesía, me acompañó, sacándome fuera de su
domicilio, á pretexto de enseñarme los caballos y los carricoches; en
términos que, al despedirme de aquel hombre, me creí en el deber de aflojar
otras monedas... que aceptó sin perder la dignidad.
Al día siguiente, y los demás, volví al campamento y fuí derecho á la
tienda de la gitana... ¡No arméis alboroto ni me déis broma! Yo no sentía
nada parecido á lo que suele llamarse, no ya amor, sino sólo interés ó
capricho por una mujer. Quizás por obra de la suciedad salvaje en que vivía
envuelta la gitana, ó por el carácter exótico de su hermosura de dieciséis
abriles, lo que me inspiraba era una especie de lástima cariñosa unida á un
desvío raro: yo no concebía, con tal mujer, sino la contemplación
desinteresada y remota que despiertan un cuadro ó un cachivache de museo.
A veces me creía inferior á ella, que procedía de raza más pura y noble, de
aquel Oriente en que la humanidad tuvo su cuna; otras, por el contrario, se
me figuraba un animal bravío, un ser de instinto y de pasión á quien yo
dominaba por la inteligencia. Y encontraba gusto en ir á verla, únicamente
porque ella, al aparecer yo, mostraba una alegría pueril, una exaltación
inexplicable, sonriendo con labios muy rojos y dientes muy blancos,
diciéndome palabras zalameras, contándome sus correrías, sus fatigas y sus
deseos de regresar á una patria donde el firmamento no tuviese nubes, ni
llorase agua jamás. «Feo cuando llueve», repetía. A esto se redujo nuestro
idilio... No tengo nada de héroe, y así que noté que el arrogante gitano
fruncía las negrísimas y correctas cejas al encontrarme en sus dominios,
espacié mis visitas, y ni siquiera me despedí de mi amiga—pues los
bohemios levantaron el campo de improviso una mañana, y desaparecieron,
sin dejar más huellas de su paso que varios montones de carbón y ceniza en
el real, y dos ó tres hurtos de poca monta que se les atribuyeron, quizás
falsamente.
Hasta aquí la historia es bien sencilla... Lo novelesco empieza ahora...
y consiste en un solo hecho, que ustedes explicarán como gusten... pues yo
me lo explico á mi modo, y acaso esté en un error! Al mes de alejarse de mi
ciudad la tribu zíngara, se supo por la prensa que en las asperezas de la
sierra de los Castros habían descubierto unos pastores el cuerpo de una
mujer muy joven, cuyas señas inequívocas coincidían con las de mi
gitanilla. El cuerpo había sido enterrado á bastante profundidad, pero
venteado por los perros y desenterrado prontamente, dió á la justicia
indicios de que se hallaba sobre la pista de un horrendo crimen. Se inició el
procedimiento sin resultado alguno, porque los de la errante tribu estuvieron
conformes en declarar que la gitanilla había huído separándose de ellos, y
que ellos no se habían acercado ni á veinte leguas de la sierra de los
Castros. La muerte de la gitanilla fué un negro misterio más, de tantos como
no desentraña la justicia nunca. Sólo yo creí ver claro en el lance...
Acordéme de las palabras que Cervantes pone en boca del gitano viejo:
«Libres y exentos vivimos de la amarga pestilencia de los celos; nosotros
somos los jueces y verdugos de nuestras esposas y amigas; con la misma
facilidad las matamos y las enterramos por las montañas y desiertos, como
si fuesen animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que
nos pidan su muerte...»

EL ENCAJE ROTO

CONVIDADA á la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses,


y no habiendo podido asistir, grande fué mi sorpresa cuando supe al día
siguiente—la ceremonia debía verificarse á las diez de la noche en casa de
la novia—que ésta, al pie del mismo altar, al preguntarle el Obispo de San
Juan de Acre si recibía á Bernardo por esposo, soltó un no claro y enérgico;
y como reiterada con extrañeza la pregunta se repitiese la negativa, el
novio, después de arrostrar un cuarto de hora la situación más ridícula del
mundo, tuvo que retirarse, deshaciéndose la reunión y el enlace á la vez.
No son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero
ocurren entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas
donde las conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y
espontánea del sentimiento y de la voluntad.
Lo peculiar de la escena provocada por Micaelita, era el medio
ambiente en que se desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía
consolarme de no haberlo contemplado por mis propios ojos. Figurábame el
salón atestado, la escogida concurrencia, las señoras vestidas de seda y
terciopelo, con collares de pedrería, al brazo la mantilla blanca para
tocársela en el momento de la ceremonia; los hombres con resplandecientes
placas ó luciendo veneras de Ordenes militares en el delantero del frac; la
madre de la novia, ricamente prendida, atareada, solícita, de grupo en
grupo, recibiendo felicitaciones; las hermanitas, conmovidas, muy monas,
de rosa la mayor, de azul la menor, ostentando los brazaletes de turquesas,
regalo del cuñado futuro; el Obispo que ha de bendecir la boda, alternando
grave y afablemente, sonriendo, dignándose soltar chanzas urbanas ó
discretos elogios, mientras allá en el fondo se adivina el misterio del
oratorio revestido de flores, una inundación de rosas blancas, desde el suelo
hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y de lilas como la nieve,
sobre rama verde, artísticamente dispuesta; y en el altar, la efigie de la
Virgen protectora de la aristocrática mansión, semioculta por una cortina de
azahar, el contenido de un departamento lleno de azahar que envió de
Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino de la novia, que
no vino en persona por viejo y achacoso—detalles que corren de boca en
boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá á Micaelita,
una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá á Valencia á
pasar su luna de miel.—En un grupo de hombres me representaba al novio,
algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer,
inclinando la cabeza para contestar á las delicadas bromas y á las frases
halagüeñas que le dirigen...
Y por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da á las
habitaciones interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones
apenas se divisan bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la
seda de su traje, mientras en su pelo brilla como sembrado de rocío la roca
antigua del aderezo nupcial... Y ya la ceremonia se organiza, la pareja
avanza conducida por los padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de
la esbelta y airosa del novio... Apíñase en primer término la familia,
buscando buen sitio para ver amigos y curiosos, y entre el silencio y la
respetuosa atención de los circunstantes... el Obispo formula una
interrogación, á la cual responde un no seco como un disparo, rotundo
como una bala. Y—siempre con la imaginación—notaba el movimiento del
novio, que se revuelve herido; el ímpetu de la madre, que se lanza para
proteger y amparar á su hija, la insistencia del Obispo, forma de su
asombro, el estremecimiento del concurso, el ansia de la pregunta
transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha puesto
mala? ¿Que dice no? Imposible... ¿Pero es seguro? ¡Qué episodio!...»
Todo esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en
el caso de Micaelita, al par que drama, fué logogrifo. Nunca llegó á saberse
de cierto la causa de la súbita negativa.
Micaelita se limitaba á decir que había cambiado de opinión y que era
bien libre y dueña de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el
sí no partiese de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos,
emitiendo suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron,
hasta el momento fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las
amiguitas que entraron á admirar á la novia engalanada, minutos antes del
escándalo, referían que estaba loca de contento, y tan ilusionada y
satisfecha que no se cambiaría por nadie. Datos eran estos para obscurecer
más el extraño enigma que por largo tiempo dió pábulo á la murmuración,
irritada con el misterio y dispuesta á explicarlo desfavorablemente.
A los tres años,—cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido
de las bodas de Micaelita, me la encontré en un balneario de moda donde su
madre tomaba las aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la
vida de balneario, y la señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una
tarde, paseando hacia la iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me
permite divulgarlo, en la seguridad de que explicación tan sencilla no será
creída por nadie.
—Fué la cosa más tonta... De puro tonta no quise decirla; la gente
siempre atribuye los sucesos á causas profundas y trascendentales, sin
reparar de que á veces nuestro destino lo fijan las niñerías, las pequeñeces
más pequeñas... Pero son pequeñeces que significan algo, y para ciertas
personas significan demasiado. Verá usted lo que pasó; y no concibo que no
se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí mismo, delante de todos; sólo
que no se fijaron, porque fué, realmente, un decir Jesús.
Ya sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir
todas las condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi
novio me gustaba mucho, más que ningún hombre de los que conocía y
conozco; creo que estaba enamorada de él. Lo único que sentía era no poder
estudiar su carácter: algunas personas le juzgaban violento; pero yo le veía
siempre cortés, deferente, blando como un guante, y recelaba que adoptase
apariencias destinadas á engañarme y á encubrir una fiera y avinagrada
condición. Maldecía yo mil veces la sujeción de la mujer soltera, para la
cual es un imposible seguir los pasos á su novio, ahondar la realidad y
obtener informes leales, sinceros hasta la crudeza—los únicos que me
tranquilizarían. Intenté someter á varias pruebas á Bernardo, y salió bien de
ellas; su conducta fué tan correcta, que llegué á creer que podía fiarle sin
temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el
traje blanco reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo
adornaba, y era regalo de mi novio. Había pertenecido á su familia aquel
viejo Alenzón auténtico, de una tercia de ancho—una maravilla—de un
dibujo exquisito, perfectamente conservado, digno del escaparate de un
museo. Bernardo me lo había regalado, encareciendo su valor, lo cual llegó
á impacientarme, pues por mucho que el encaje valiese, mi futuro debía
suponer que era poco para mí.
En aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del
vestido, me pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de
ventura, y que su tejido tan frágil y á la vez tan resistente prendía en sutiles
mallas dos corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché á andar hacia el
salón, en cuya puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle
llena de alegría, por última vez antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el
encaje se enganchó en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al
quererme soltar oí el ruido peculiar del desgarrón, y pude ver que un girón
del magnífico adorno colgaba sobre la falda. Sólo que también vi otra cosa:
la cara de Bernardo, contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus
pupilas chispeantes, su boca entreabierta ya para proferir la reconvención y
la injuria... No llegó á tanto, porque se encontró rodeado de gente; pero en
aquel instante fugaz se alzó un telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro.
En mi interior algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el
umbral del salón se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía
siempre con aquella expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de
sorprender en su rostro; esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino
otra: la de que no podía, la de que no quería entregarme á tal hombre, ni
entonces, ni jamás... Y, sin embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé,
escuché las exhortaciones del Obispo... Pero cuando me preguntaron, la
verdad me saltó á los labios, impetuosa, terrible...
Aquel no brotaba sin proponérmelo; me lo decía á mí propia... ¡para
que lo oyesen todos!
—¿Y por qué no declaró usted el verdadero motivo, cuando tantos
comentarios se hicieron?
—Lo repito: por su misma sencillez... No se hubiesen convencido
jamás. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...
MARTINA

HIJA única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde nació
y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era bonita, y
la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla
para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes,
en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina,
vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba
y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa
también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría,
tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía
dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban
con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se
prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían
empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que
revoloteaban en torno de Martina atraídos por la juventud y la buena cara,
unidas á no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las
grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos,
chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en
que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus
pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad burlona que
caracteriza el primer período de la juventud.
Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse
que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
naranja le sería difícil.
Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien
un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido y de
un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en afectación; sin
que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su cara morena, de
obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay más de lo
necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta sin pretenderlo,
como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio. Las bromas de los
compañeros, la fama de picar alto de Martina y también sus atractivos y
gracias, su belleza en plena florescencia entonces, impulsaron á Mendoza á
acercársele, á preferir su conversación y, poco á poco, á cortejarla.
El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo
tomar á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir
que su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como
ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.
Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán, un
gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.
Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no
se ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para
esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la
curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una
casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin gran
esfuerzo—porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin ilación
lógica,—que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas historias
pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible adorado y
funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del mundo y que,
elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por mucho que se
estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al vulgo, opinaban los
curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado inmediatamente á su
tirana, la cual, sobre costarle desazones y amarguras sin cuento, ni era niña
ni hermosa. Al lado de aquel capullo, de aquella Martina cándida y radiante
como un amanecer y que llevaba en sus lindas manos un caudal, ¿qué podía
echar de menos el bizarro capitán de artillería?
Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja
al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su hija se lo
había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo del terraplén, á
la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el
ánimo, y en que la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo
permite el cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó
lealmente, y Lorenzo contestó turbado y sombrío... ¿Quién se lo había
dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien
muertas. Mendoza no comprendía ni por qué las recordaba nadie ni á santo
de qué las sacaba á relucir Martina... Y ella, alzando los ojos llenos de
lágrimas y relucientes de pasión, sonriendo de aquel modo extático,
olvidando el lugar donde se encontraba, murmuró hondamente: «No me he
de casar con otro sino contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo
estorbe». Conmovido, sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó,
y buscando disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con
apretón furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales
expansiones, la murmuró al oído:
—Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!
Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que
venía detrás, exclamando:
—No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!
Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño
rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era
noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía el
mobiliario y alojamiento de los novios.
Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía
esperar? El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura.
Iban llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha mesa;
amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y salían
contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó menos
generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una hoja del
calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas hojas faltan!
¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el último de soltera...
Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí están el vestido blanco,
los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó de Valencia y que
embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las noches á hacer tertulia á su
novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.
La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó
sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto una pena
agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo horrible á algo
que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional. Tardaba ya Mendoza.
Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó á la escalera. El criado
la presentó una carta que acababa de traer «el asistente del señorito». ¡Una
carta! Las piernas de Martina parecían de algodón: creyó que nunca podría
andar el trecho que separaba la antesala del gabinete. Se acercó á la
lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos la había leído su
corazón, fiel zahorí.
Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde
una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía Martina
que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse, pero
que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza, invencible,
misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que
sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en el sofá: no lloraba:
gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la
misma violencia del golpe; la indignación,—mil sentimientos confusos,—la
impulsaron á levantarse, tomar un fósforo, pegar fuego á la carta, abrir la
ventana y echar á volar las cenizas, cual si temiera que la delatasen.
Buscando luego á sus padres, les declaró con voz firme y serena que había
renunciado, por su gusto y deliberadamente, á casarse con Lorenzo
Mendoza, al cual no volverían á ver más, porque salía aquella noche en el
tren correo hacia Madrid.
Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de
la ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la primer
polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía
contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero: rechazó la idea con
disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en dejar la residencia
campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron á Martina, y pidió, por
favor, encarecidamente, un año más de soledad. La misma escena se repitió
al siguiente; los padres empezaban á impacientarse: les parecía que ya era
hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal y
auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que
enfermaron los viejos, y con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro,
al padre una fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del
corazón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á
admitir consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes
de su tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. En
Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían maniática. No
la trataba nadie.

............

Una tarde golpeó el aldabón de la portalada un jinete, que regía un


caballejo castaño. El hortelano salió á abrir, y contestó la frase sacramental:
la señora no estaba, y además no acostumbraba admitir visitas.
—Dígale usted—objetó el jinete apeándose—¡que es D. Lorenzo
Mendoza!... Puede ser que entonces...
A los diez minutos volvía el hortelano con respuesta negativa,
terminante. Mendoza bajó la cabeza é hizo ademán de volver á montar. De
pronto, como si variase de parecer y obedeciese á una inspiración súbita,
arrollando al hortelano, cruzó la puerta, se metió patio adentro, subió una
escalera exterior tapizada de madreselvas, que daba acceso á la casa, y entró
en una sala obscura, de vidrieras entornadas, silenciosa. Oyó un grito de
mujer; fué derecho á donde sonaba y estrechó á Martina en los brazos. No
hubo palabras: todo se expresó con halagos, inarticulados sones, caricias
insensatas por parte de él, primero rechazadas débilmente y pagadas luego.
Después vinieron las excusas, los ruegos, las explicaciones que Mendoza
dió casi de rodillas, y ella oyó trémula, desfallecida, reclinada la cabeza en
el hombro del suplicante. Y siguieron las promesas, los juramentos, las
protestas de enmienda y lealtad, los plazos de ventura que Mendoza
desarrollaba risueño, enclavijando sus dedos en los de Martina, que no
oponían resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba blanca y apacible;
las madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos novios eran ya
amantes; la primavera se trocaba en estío; y el enajenado Mendoza no echó
de ver que Martina, en medio de su delirio, á veces gemía muy bajo, como
quien reprime la queja de mortal dolor—como había gemido años antes al
recibir la carta de despedida.
A la mañana siguiente, cuando despertó Mendoza, no vió á Martina: la
llamó á voces, y no contestó nadie. Por fin acudieron los criados; sabían que
su ama se había marchado tempranito, pero ignoraban adonde...
En Marineda se supo sin asombro, á la semana siguiente, que Martina
vivía reclusa, como señora de piso, en un convento de Compostela. Lo que
nunca se divulgó fué que hubiese adoptado tal resolución por evitar el
sonrojo de sentirse morir de felicidad cerca de aquél que un día la engañó y
vendió.

APOLOGO

HABÍASE enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que


desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La
natural hermosura de la cantante parecía mayor, realzada por atavío
caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaba en la
tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más
abajo de la rodilla. Hallábase Laura en esos primeros años felices de la
profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega á ser
célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los
homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en
publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos, caldeados por el
entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando
su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre
de adoradores que zumbaba á su alrededor Laura distinguió á Vicente,
escogió á Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido,
eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispano-árabe de Alcántara Zegrí?.
Lo cierto es que la elección de Laura fué muy perjudicial á su
tranquilidad y dicha. Vicente Zegrí, como le llamaban sus amigos, por
atavismo y tradiciones de raza llevaba en la sangre el virus corrosivo de los
celos; y si esta enfermedad moral hace estragos donde quiera que aparece,
no pueden calcularse sus consecuencias en hombre que ama á mujer de
profesión artística, cuyas gracias, en cierto modo, tiene derecho el publico á
usufructuar. Antes anduvo Vicente rabioso que gozoso; tragó la hiel cuando
aún no gustara la miel, y nunca recibió el divino premio de los halagos de la
amada, sin que se lo amargasen con amargor de muerte negras sospechas,
infames imaginaciones y desesperados recelos. Tanto pudo con él esta
fatiga y desazón celosa, que un día—ó, para no faltar á la verdad, una noche
en que á la salida del teatro había acompañado á Laura—ya no acertó á
reprimirse, y abrió su corazón, mostrando lo profundo de la llaga.
—Mi sufrimiento es tal—declaró estrujando las manos de su amiga, en
aquel momento heladas de terror—que necesito echar por la calle de en
medio, realizar una acción decisiva: á seguir así, me volvería loco, y haga lo
que haga, quiero hacerlo estando cuerdo, poseyendo la conciencia de mis
actos. Cuando te aplauden, siento impulsos de prender fuego al teatro;
cuanto se te llena de necios y de osados el camerino, se me ocurre sacar la
espada y entrar pegando tajos á diestro y siniestro. La tentación es tan
fuerte, que por no ceder á ella suelo marcharme á mi casa; pero como me
conozco y sé que tarde ó temprano cedería, prefiero consultarte, confesarme
contigo, á ver si entre los dos discurrimos modo de salvarnos.
Laura miraba fijamente al oficial, notando con profundo
estremecimiento el brillo siniestro de sus pupilas, el temblor involuntario de
sus labios cárdenos, lo fruncido de sus cejas, la crispación de sus dedos, la
alteración de su voz; y con dulce sonrisa y acento que chorreaba ternura, le
preguntó, entre un intento de caricia que rehuyó el celoso:
—¿Y qué has pensado hacer, Vicente mío? Ya que discutimos
amigablemente, dímelo sin reparo y te contestaré con franqueza.
—¡He pensado que nos casemos, que seas mi esposa!—declaró Zegrí.
—¿Y que yo... renuncie al arte?
—¡Pues si no renunciases, bonito negocio!—exclamó el enamorado
con exaltada vehemencia.—¿Te habrás figurado otra cosa, eh? Desde el
momento en que Vicente Zegrí se llame tu marido, á tu marido
pertenecerás, y él y sólo él podrá contemplar tus hechizos, oir tu canto y ver
desatada esta cabellera.—Al hablar así agarró la profusa mata de pelo,
sacudiéndola con furor apasionado.
Púsose Laura más blanca que los encajes de su bata de seda; el tirón
había dolido; pero ni la sonrisa se apartó de sus labios, ni un punto cambió
la lánguida y acariciadora expresión de sus ojos. Dirigiéndose á Vicente con
reposo y dulzura, le interrogó:
—¿Me permites que te cuente un cuento oriental? Me lo refirieron allá
en Rusia, donde he cantado hace dos inviernos, y donde tienen muchas
ganas de que vuelva una temporadita.
Pasándose la mano por la frente como para espantar una pesadilla,
Vicente hizo con la cabeza señal de que estaba dispuesto á oir.
—Parece—empezó Laura—que hubo en Rusia, no sé en qué siglo, un
Rey muy malo y feroz, á quien le pusieron por sus desafueros y tiranías el
sobrenombre de Iván el Terrible. Aunque con Dios no debía de estar muy á
bien, el caso es que se le ocurrió construir una catedral magnífica, dedicada
á un santo que allí le llaman Vassili Blagennoi, lo cual significa el
Bienaventurado Basilio...
—¿Y qué tiene que ver...?—murmuró Vicente, no sin impaciencia.
—¡Aguarda, aguarda...! El Rey buscó mucho tiempo arquitecto capaz
de comprender toda la suntuosidad y grandeza que él deseaba para la
catedral, hasta que por fin se presentó uno con un plano asombroso, que
dejó al Rey encantado. Elevóse el templo, y fué pasmo y admiración de
todos; y el Rey, contentísimo, colmó de regalos y de honores y distinciones
al arquitecto.—Un día, terminadas las obras, le llamó á palacio y le
preguntó si se creía capaz de erigir otro templo tan magnífico y
sorprendente como aquél. El arquitecto, lisonjeado, respondió que sí, y que
hasta esperaba idear nuevo edificio que superase al primero en belleza y
esplendor. Entonces el bárbaro del Rey, sirviéndose del agudo chuzo de
hierro que llevaba siempre á la cintura, le vació al pobre arquitecto los dos
ojos uno tras otro, á fin de que jamás pudiese construir para nadie un
templo...
Laura calló, y Vicente Zegrí, que acababa de comprender la moraleja
del apólogo, la miró con una especie de estravío. Ligera espuma asomó al
canto de su boca, y por sus venas serpeó el frío sutil del aura epiléptica, que
incita al crimen. Dominándose con esfuerzo supremo se incorporó,
dispuesto á marcharse, y articuló pausadamente mientras recogía su airosa
capa española:
—Ese Rey hizo mal. Sacar los ojos es acción propia de un verdugo. Si
quería inutilizar al arquitecto, debió matarle.
Diciendo así, con súbito impulso se acercó Vicente á Laura, la rodeó
con los brazos, y tan violentamente la apretó, de tan insensato modo,
incrustándole tan reciamente los dedos en las costillas, que la artista exhaló
un grito de miedo, un chillido que salía del fondo de su ser, de esos que sólo
dicta el instinto de conservación, el horror á la nada y al sepulcro. Al oir el
grito, Vicente la soltó, embozóse en su capa y salió tropezando con las
paredes.
Pasóse lo que faltaba hasta el amanecer vagando por las calles, en un
estado tan horrible, que dos ó tres veces se recostó en una puerta para llorar.
El día que siguió á aquella noche no fue menos cruel. Escribió á Laura cien
cartas, que desgarraba después con furia; adoptó y desechó mil planes
contradictorios; pensó en echarse de rodillas, en suicidarse, en abrasar el
barrio, en secuestrar á su amada á viva fuerza, y, por último, la idea de la
muerte fué la que se esculpió en su espíritu con relieve poderoso. Su alma
pedía sangre, hierro y fuego, violencia, destrozo y aniquilamiento; el
instinto anárquico que tantas veces acompaña al amor, se alzaba rugiente y
desatado como racha de huracán. Ya ni siquiera intentaba Vicente recobrar
la razón, la cordura y el aplomo: las imágenes suscitadas por los celos,
Laura atrayendo á sí los ojos de tantos hombres, que se recreaban en sus
gracias y picardías, que bebían su voz, que la admiraban con el cabello
suelto, eran flechas de llama que le desatinaban, como al toro la ardiente
banderilla. Ni aun creía amar á Laura: la consideraba una enemiga mortal.
Figurábase por momentos que la odiaba con toda su voluntad iracunda, y
este odio clamaba por saciarse y gozarse en la destrucción.
Llegada la hora de ir al teatro, donde cantaba Laura una de las operetas
en que estaba más linda y recogía más aplausos, Vicente, resuelto, algo
aliviado por la decisión fiera, concreta, irrevocable, se echó al bolsillo el
revólver. Si sufría demasiado... allí tenía el remedio. Ya habían alzado el
telón, pero no aparecía Laura; y Vicente, abstraído en su frenesí, hubo de
notar por fin que la gente profería exclamaciones de descontento y que la
función no era la anunciada, la que Laura debía representar. Alarmado,
antes de terminarse el acto dejó su asiento, corrió á informarse entre
bastidores... Aquella mañana misma, la cantante había rescindido su
contrata perdiendo lo que quiso el empresario, y partido en dirección á San
Petersburgo.

A SECRETO AGRAVIO...

AQUELLA tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y


era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar á los
forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus Docks, no dejaban de
añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Riopardo, que compite con
los mejores del extranjero.»
Y competía. Los amplios vidrios; los escaparates de blanco mármol;
las relucientes balanzas; los grifos de dorado latón; el artesonado techo; las
banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht; las brillantes latas
de conservas formando pirámides; las piñas y plátanos maduros en trofeo;
las baterías de botellas de licor, de formas raras y charoladas etiquetas, todo
alumbrado por racimos de bombillas eléctricas, hacían del establecimiento
un suntuoso palacio de la golosina. Así como en Madrid salen las señoras á
revolver trapos, en la apacible capital de provincia salían «á ver qué tiene
Riopardo de nuevo.» Riopardo sustituía al teatro y á otros goces de la
civilización; y los turrones y los quesos y los higos de Esmirna eran el
pecadillo dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por
lo cual no faltaban censores mal humorados y flatulentos que acusasen á
Riopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal
sencillez de las comidas en fausto babilónico...
Entretanto, el establecimiento medraba, y Riopardo, moreno, afeitado,
lucio, adquiría ese aplomo que acompaña á la prosperidad. Los negocios
iban como una seda, y esperaba morir capitalista, á semejanza de otros
negociantes de la misma plaza que habían tenido comienzos más humildes
aún... Hoy convenía trabajar, aprovechando el vigor de los treinta años y la
salud férrea. De día, desde las seis de la mañana, al pie del cañón, haciendo
limpiar y asear, pesando, despachando, cobrando; de noche, compulsando
registros, copiando facturas, contestando cartas... y así, sin descanso ni más
intervalo que el de algún corto viaje á Barcelona y Madrid.
De uno de éstos volvió casado Riopardo; su mujer, linda muchacha,
hija de un perfumista, apareció en la tienda desde el primer día, ayudando
en el despacho á su marido y al dependiente. La cara juvenil y la fina habla
castellana de María fueron otro aliciente más para la clientela. Sin ser activa
ni laboriosa como su esposo, María era zalamera y solícita y daba gozo
verla, bien ceñida de corsé, muy fosca de peinado, cortar con su blanca
manecita de afilados dedos una rebanada de Gruyère ó una serie de rajas de
salchichón, sutiles como hostias, pesarlas pulcramente y envolverlas en
papeles de seda atados con cinta azul. La tienda sonreía, animada por el
revuelo de unas faldas ligeras, y nadie como María para aplacar á una
parroquiana descontenta, para halagar á un parroquiano exigente, para
regalar un cromo á un niño ó deslizar un puñado de dátiles en el delantal de
una cocinera gruñona...
El ejemplo de María, su atractivo, su complacencia, habían influído en
el dependiente Germán. Mientras estuvo solo con Riopardo, Germán era
hosco, indiferente y torpe; no se mudaba, no se rasuraba. María le arregló el
cuarto—porque Germán vivía con sus patrones en el piso principal—le
surtió de buen lavabo, de toallas; le repasó la ropa blanca y le compró
cuellos y puños, con lo cual el dependiente sacó á luz su figura adamada, su
rubio pelo rizado con gracia sobre la sien, y las criadas y las mismas
señoras compraron de mejor gana en el establecimiento, que al fin las cosas
de comer gusta recibirlas de gente aseada, moza y no fea... «También se
come con la vista», solían decir.
Una tarde, casi anochecido, Riopardo, volviendo de arreglar asuntos
urgentes en la Aduana, prefirió entrar en su casa por la puerta trasera, que
caía á la Marina, ahorrándose así diez minutos de callejeo inútil, pues era, á
fuer de hombre de acción, avaro de tiempo. Tenía en el bolsillo el llavín:
abrió, salvó un pasadizo, y empujó la puerta del almacén, que cedió sin
rechinar. El almacén, atestado de latas de petróleo, bocoyes de aguardiente
y aceite, y sacas de arroz y harina, estaba á obscuras, y allá á su extremidad,
Riopardo creyó percibir un cuchicheo ahogado y suave. Se detuvo,
resguardado por una gran barrica, y miró. Al pronto no se ve nada, viniendo
de fuera, cuando la luz es poca; pero á los tres minutos, la vista se
acostumbra, y algo se percibe. Riopardo logró distinguir dos personas. De
pronto, una de ellas, Germán, dijo en alta voz: «Está alguien en la tienda.»
Y el modo de separarse, brusco, azorado, fué más inequívoco aún que la
proximidad de los dos bultos...
Retrocedió Riopardo: salió por donde había entrado, y sin cuidarse ya
de economizar tiempo penetró por la tienda en su casa. Cerróse ésta á la
hora habitual; cenaron los tres, marido, mujer y dependiente, y se
recogieron en paz á sus respectivos dormitorios los dos últimos. Riopardo
volvió á bajar: era el momento de repasar cuentas y manejar libros. Llevaba
su linterna sorda que le servía para registrar el almacén, en previsión de un
incendio; y ya dentro del vasto recinto, empezó por atrancar la puerta que
daba al pasadizo, y probar los cerrojos de la que con la tienda comunicaba.
Después, entregóse á una faena extraña: abrió un centenar de latas de
petróleo y las inclinó para que el mineral corriese por el suelo; en seguida,
ensopando una gran escoba en los charcos que se formaban, barnizó bien un
punto determinado del techo, rociándolo de continuo con hisopazos fuertes.
De un rincón trajo brazados de paja, papeles y astillas—residuos de los
embalajes de las botellas—y los hacinó hasta formar una pirámide, que con
ayuda de una escalera subió á la altura de las vigas del techo, en el mismo
punto en que las había untado de petróleo. Hecho esto, siguió destapando
latas y dió la vuelta al grifo de un inmenso barril de alcohol. El trajín había
sido largo; Riopardo sentía que un sudor helado brotaba de sus cabellos.
Descansó un instante y miró el reloj: era la una menos cuarto. Entonces se
descalzó, abrió la puerta exterior dejándola arrimada, subió furtivamente la
escalera y no paró hasta su alcoba. María dormía ó aparentaba dormir
serenamente. La alcoba no tenía ventana. Riopardo, con maravilloso
silencio, colocó delante de la vidriera sillas, butacas, ropas, un cofre,
cuantos objetos pudo trasladar sin hacer ruido.
Retiróse, y al salir echó por fuera cerrojo y llave á la puerta del
gabinete que comunicaba con la alcoba. Descendió otra vez á la tienda,
metióse en el almacén, raspó un fósforo, encendió una mecha corta y la
aplicó al suelo encharcado de aceite mineral. La llamarada súbita que se
alzó le chamuscó pestañas y cabello. Sólo tuvo tiempo de huir á la tienda.
El almacén no tardaría tres minutos en ser un brasero enorme.
El marido, con flema, se calzó, se limpió las manos y subió pisando
recio. Golpeó á la puerta del dormitorio de Germán, que salió medio
desnudo, despavorido. «Creo que hay fuego... Huele á humo... Baje usted...
¡No, antes de pedir socorro hay que cerciorarse!» Germán se precipitó sin
más ropa que unos pantalones vestidos á escape y babuchas. Mal despierto
aún del primer sueño de los veinte años, casi no comprendía lo que pasaba.
Le precedía, Riopardo con la indispensable linterna.
Tienda y portal estaban ya llenos de un humo acre, asfixiante. «Pase
usted, mire á ver dónde es...» Titubeaba el dependiente, ciego y atónito;
Riopardo le empujó, le precipitó, ya sin disimular, dentro del horno, y aún
tuvo fuerzas para correr los cerrojos y huir, saliendo al portal y á la calle. En
ella respiró con delicia, cerciorándose de que por allí no andaba el sereno,
ni pasaba nadie, y probablemente sucedería lo mismo durante el cuarto de
hora necesario...
Sin embargo, á los diez minutos el humo era tal que, temeroso de ver
abrirse ventanas y oir voces de socorro, el mismo Riopardo gritó. Al llegar
los primeros auxilios, la casa, sobre todo el bajo y principal, no formaban
más que una hoguera. Se atendió á aislar las casas vecinas y á salvar con
escalas á los inquilinos del segundo y tercero. La fatalidad—observaron las
gentes—quiso que el fuego se iniciase en la parte del almacén que
correspondía con el dormitorio de la esposa de Riopardo, la cual, asfixiada
por el humo, ni pudo levantarse á pedir socorro. Apareció carbonizada, lo
mismo que el dependiente, presunto reo de imprudencia temeraria por
fumar en el almacén.
No estando aseguradas las existencias del establecimiento, sobre el
dueño no recayeron sospechas, sino gran lástima. Arruinado
completamente, no faltó quien, estimando sus cualidades mercantiles, su
laboriosidad, le adelantase dinero para abrir otra lonja; pero Riopardo dice
tristemente á su antigua y fiel clientela:
—Ya no tengo ilusión... ¡Una esposa y un dependiente como los que
perdí, no he de encontrarlos nunca!

LA RELIGIÓN DE GONZALO

¿Y qué tal tu marido?—preguntó Rosalía á su amiga de la niñez Beatriz


Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea
entre dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de
ligeros perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada, rodando por
las desiertas calles del Retiro á las once de una espléndida y glacial mañana
de Diciembre.
—¿Mi marido?—contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía
que su completa felicidad debía leerse en la cara.—¿Mi marido? ¿No me
ves? ¡Otro así...! Por la de nadie cambiaría yo mi suerte...
Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los
mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró
impaciente:
—Mira, yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta...
Me refería á las ideas religiosas... ¿No te acuerdas?... ¡Gonzalo era... así...
de la cáscara amarga, vamos!
Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como si se
resolviese á completas revelaciones, de esas que hacemos más por oirnos á
nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su
compañera de encierro, y alzando el velito á la altura de la nariz para emitir
libremente la voz, habló aprisa:
—¡La irreligiosidad de Gonzalo! ¿Y si te dijese que por ella estuvimos
á punto de no casarnos nunca? La pura verdad. Tú ya sabes que Gonzalo es
mi primo, y mi familia y la suya siempre soñaron con hacer la boda, hasta
que la mala reputación de Gonzalo en materias religiosas desbarató por
completo el proyecto. Bien conociste á la pobre mamá, y no extrañarás si te
digo que llegó al extremo de cerrarle la puerta á Gonzalo á piedra y lodo;
vino diez veces lo menos, ¡y siempre habíamos salido! «Reconozco—decía
mamá—que mi sobrino es muy simpático, que ha recibido una educación
escogida, que posee una ilustración más que mediana; no puedo negar su
hermosa figura, ni su clara inteligencia, ni su caballerosidad; tiene mi
sangre, no le faltan bienes de fortuna... pero me horroriza pensar que no
cree en nada, y ni se toma el trabajo de disimularlo. Malo es padecer
desvaríos del alma y peor no ocultarlos siquiera.» Al escuchar estas cosas,
yo salía á la defensa de Gonzalo; no me era posible dejar de quererle... un
poco... es decir ¡mucho! Francamente, le seguía queriendo, incapaz de
olvidar los tiempos en que le consideraba mi novio. Mamá notó de qué pie
cojeaba su hija, y, para desimpresionarme, arregló mis bodas con Leoncio
Díaz Saravia, el que ahora es subsecretario de Gobernación; era muchacho
de valía, y se le presentaba un porvenir brillante; pero así y todo, yo no
estaba entusiasmada: á lo sumo me resignaba, sin frío ni calor, al
casamiento. ¡Somos tan raros! Lo único que me prestaba cierta tranquilidad,
lo que me daba fuerzas cuando sentía sobre mí el peso abrumador de una
tristeza involuntaria, era la voz que corría de que Gonzalo no quería
amores, de que había resuelto no casarse jamás. «Eso lo hace por mí, por mi
recuerdo», pensaba yo; y me consolaba al pensarlo.
—El que no se consuela...—murmuró sonriendo Rosalía, mientras
alisaba con repetidos pases la blanda y densa piel de su manguito.
—Un día... no, una noche, porque estábamos en el teatro cuando nos
enteramos... cundió la noticia de que Gonzalo, en un café, la había
emprendido á bofetadas con un sujeto, y que se encontraban desafiados;
lance serio, en condiciones de las que ya no se estilan, á quedar uno sobre el
terreno... ¿Causa del conflicto? Voz unánime: «Una mujer.» El mismo
Gonzalo lo confesaba, según decían los bien informados: tratábase de una
señora, insultada delante de Gonzalo, y cuya defensa había tomado éste
hiriendo el rostro del villano ofensor... ¡Lo que yo sentí! ¡En qué estado
volví á casa! ¡Qué noche pasé, querida Rosalía! Es lo que no puede
pintarse... Aparte del terror de que matasen á Gonzalo, otra cosa me
encendía la sangre y me atirantaba los nervios...
—¿Los celos?—preguntó Rosalía con malicia gozosa.
—¿Quién lo duda?—Figúrate que se venían á tierra todas mis
ilusiones. Que Gonzalo no me quisiese, pase, y era mucho pasar; pero que
quisiese á otra tanto, hasta abofetear á la gente, hasta jugarse la vida... Yo
había estado soñando por lo visto... ¡soñando como una necia! Mi novio de
los primeros años, mi oculto anhelo de siempre, ni se ocupaba de mí; por
otra iba á cruzar la espada, por otra á quien secretamente también prefería...
¿Quién era aquella mujer? ¿De qué sílabas se componían su nombre y su
apellido? ¿Soltera? ¿Casada? Casada de seguro, cuando tal misterio la
envolvía, que Gonzalo se negaba á nombrarla... Y yo daba vueltas en la
cama, y la almohada se impregnaba de lágrimas calientes... Entonces me
parecía estúpida mi resignación, inconcebible, absurda mi obediencia,
absurda mi boda; y apenas amaneció, me fuí derecha al dormitorio de mi
madre, y me abracé á ella en tal estado de aflicción y de trastorno, que la
pobrecilla (bien recordarás lo extremosa que era en quererme) me dijo así:
«Pequeña, serénate... Voy á ver qué le ha sucedido al talabarte de mi
sobrino... Si está herido, te prometo cuidarle como su propia madre le
cuidaría...»
Herido estaba en efecto, pero no de gravedad; su adversario sí que se
llevó una buena estocada, ¡que á no resbalar en una costilla...! Así que
Gonzalo pudo salir—y fué muy pronto—vino apresurado á dar las gracias á
mamá. ¡Ay, Rosalía! ¡Qué impresión! Noté que me miraba... vamos... como
otras veces... y á las primeras palabritas que deslizó, estando los dos en el
hueco de una ventana que daba al jardín... no lo pude remediar... solté la
pregunta difícil...
—¿Esa mujer por quien te has batido...?
Se puso encarnadísimo, lo cual me pareció mala señal, y contestó muy
confuso y medio riendo:
—¡Mujer!... Sí, ¡una mujer ha sido la causa!...
Hice un movimiento para separarme, para huir (estaba furiosa, le
hubiese pegado), y entonces él, con ese modo que tiene de decir las cosas,
que no hay remedio sino creerle, exclamó:
—Beatriz, no caviles... A mí no me ha dado en qué pensar, en cierto
terreno y por cierto estilo, ninguna mujer sino una... ¡que tú conoces
mucho...! Ea, no te alteres, no pongas esa cara... Si no te burlas, te
enteraré... El bárbaro á quien di una lección estaba injuriando...
—¿A quién?—pregunté con afán al ver que Gonzalo se paraba.
—A... ¡á la Virgen María!...
—¡A la Virgen María!—repetí yo atónita.
—Justamente... Por mi honor que es verdad... Ya conozco que te
parecerá raro... Por eso no permití que se divulgase; más vale que se figuren
otra cosa; así al menos no se reirán de mí... no me llamarán Quijote...
—Pero tú... Gonzalo... tú... Entonces, mamá, que dice que tú... que tus
creencias... tartamudeé, temiendo asfixiarme de alegría.
—¿Qué tienen que ver las creencias?—me replicó él casi con dureza.
—La Virgen es una mujer... y delante de quien tenga vergüenza y manos, á
una mujer no se la ofende...

............

Rosalía callaba sorprendida; Beatriz, conmovida, afectaba mirar hacia


fuera, á los árboles despojados de hoja, finos como arborizaciones de ágata
sobre el cielo puro.
—¿Y después, sin más, os casásteis?—interrogó la amiga con picardía
y sorna.
—Sin más—respondió con energía Beatriz.—Mamá dijo que Gonzalo,
á su manera, tenía religión, tenía una fe... el honor, ¿sabes? y que la Virgen
haría lo que faltaba... Y lo hizo, Rosalía. Mi marido, cuando yo voy á
misa... no se queda ya á la puerta!

EL PANORAMA DE LA PRINCESA

EL palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un
padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la
Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se
extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes arcadas y
los salones revestidos de tapices, con altos techos de grandiosas pinturas; y
el paso apresurado y solícito de los servidores, el andar respetuoso y
contenido de los cortesanos, el golpe mate del cuento de las alabardas sobre
las alfombras, las conversaciones en voz baja, susurrantes apenas,
producían impresión peculiar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía el
Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado é indiferente para los
áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué
luchar? ¡La Princesa se moría de languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la
ciencia declaraba agotados sus recursos!
Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y
raída hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos
lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los
guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero titubearon al
oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la vida de la Princesa
Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, dominados á pesar suyo
por el aplomo y seguridad con que hablaba el viejo, un gallardo caballero
desconocido, mozo y de buen talante, cuya toca de plumas rizaba el viento,
cuya melena obscura caía densa y sedosa sobre un cuello moreno y erguido,
se acercó á los guardias, y, con la superioridad que prestan el rico traje y la
bizarra apostura, les ordenó que dejasen pasar al anciano, si no querían ser
responsables ante el Rey de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados,
se hicieron atrás, el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las
sonoras losas de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas
de los poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.
Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer
en un cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los
desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué
lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y alguna
sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados bajo el peso
de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de la hopalanda
avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie conocía; pero la
curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el alma con sus
dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el primer Ministro,
también algo alarmado por la novedad, les enteró de que la famosa caja del
viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle las vistas á la
Princesa aquel singular curandero respondía de su alivio. En cuanto al
mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás de una cortina sin ser
visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de un mecanismo original.
Inútil me parece añadir que al saber en qué consistía el remedio, los
cortesanos, sin perder el compás de la veneración monárquica, se burlaron
suavemente y soltaron muy donosas pullas.
Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la
cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de
almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo
continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é
invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer, sobre el
fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la cámara, y
al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con una verdad y un
relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la Princesa las ciudades
más magníficas, los monumentos más grandiosos y los paisajes más
admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con suma elocuencia,
explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de Roma, el Coliseo, las
Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto mostraba á la Princesa una
naumaquia, con sus luchas de monstruos marinos y sus combates navales
entre galeras incrustadas de marfil, como la hacía descender á las sombrías
Catacumbas y presenciar el entierro de un mártir, depuesto en paz con su
ampolla llena de sangre al lado. Desde los famosos pensiles de Semíramis y
las colosales construcciones de Nabucodonosor, hasta los risueños valles de
la Arcadia, donde en el fondo de un sagrado bosque centenario danzan las
blancas ninfas en corro alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa
mata de hiedra; desde las nevadas cumbres de los Alpes hasta las
voluptuosas ensenadas del golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas
líquido zafiro bajo las bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto
sublime de la historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la
actividad humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa Rosamor
—aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de livor
sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.—Pero los ojos no se
reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de transparente cera; los
labios seguían contraídos, olvidados de las sonrisas; las encías marchitas y
blanquecinas hacían parecer amarilla la dentadura, y las manos afiladas
continuaban ardiendo de fiebre ó congeladas por el hielo mortal. Y el Rey,
furioso al ver defraudada una última esperanza, más viva cuanto más
quimérica, juró enojadísimo que ahorcaría de muy alto al impostor del
viejo, y ordenó que subiese el verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre
más eminente del palacio, para colgar de una almena, á vista de todos, al
que le había engañado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al
Rey un plazo breve: faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola,
de su panorama, y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le
ahorcasen enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no
queriendo espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara,
por no asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la
impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el
aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus
mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se enderezaba
airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey, en su
enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó al viejo,
que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que le dejasen
continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni obstáculos, ofreciendo
terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se avino á todo, hasta á
respetar el misterio de aquella vista prodigiosa que había empezado á
devolver á su hija la salud.
No obstante—transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la
enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su sillón, y,
esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las galerías próximas,
ansiosa de respirar el aire, animada y sonriente,—anheló el Rey saber qué
octava maravilla del orbe, qué portentoso cuadro era aquel cuya
contemplación había resucitado á Rosamor moribunda. Y como la Princesa,
cubierta de rubor, se arrojase á sus pies suplicándole que no indagara su
secreto, el Rey, cada vez más lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se
le hiciese contemplar la milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa
inaudita! Lo que se apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al
través del claro cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre,
joven y guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de
portentoso. El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella
pagaba la sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al
supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en
vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y sólo
con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu contristado
y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de este punto, se la
quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, temblorosa y en voz baja,
como quien pide anticipadamente perdón y aquiescencia:
—Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no
equivalen á la vista de un rostro amado...

REMORDIMIENTO

CONOCÍ en su vejez á un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer


tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para
cada dedo, porque la fortuna—caprichosa á fuer de mujer, diría algún
escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del
mosquito que me crucificó esta noche—había dispuesto (sigo refiriéndome
á la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después
las de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y
al cabo la de un tutor opulento y chocho por su pupilo. Y, por último,
volvieron á ponerle á flote el juego ú otras granjerías que se ignoran,
cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno
conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el
Vizconde de Tresmes) llegó á persuadirse de que interesaba á su felicidad
no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del
egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo
que yo conocí al Vizconde—poco antes de que un reuma al corazón le
llevase al otro barrio—era un viejo rico, y su casa—desmintiendo la
opinión del vulgo respecto á las viviendas de los solteros—modelo de
pulcritud y orden elegante.
Miraba yo al Vizconde con interés curioso, buscando en su fisonomía
la historia íntima del terrible traga-corazones, por quien habitaba un
manicomio una duquesa, y una infanta de España había estado á punto de
echar á rodar el infantazgo y cuanto echar á rodar se puede.—Si no supiese
que veía al más refinado epicúreo, creería estar mirando los restos de un
poeta, de un artista, de uno de esos hombres que fascinan porque su acción
dominadora no se limita á la materia, sino que subyuga la imaginación. Las
nobles facciones de su rostro recordaban las de Volfango Goethe, no en su
gloriosa ancianidad, sino más bien en la época del famoso viaje á Italia; es
decir, lo que serían si Goethe, al envejecer, conservase las líneas de la
juventud. Aquella finura de trazo; aquella boca un tanto carnosa; aquella
nariz de vara delgada, de griega pureza en su hechura; aquellas cejas
negrísimas, sutiles, de arco gentil, que acentúan la expresión de los vivos y
profundos ojos; aquellas mejillas pálidas, duras, de grandes planos, como
talladas en mármol, mejillas viriles—pues las redondas son de mujer ó
niño;—aquel cuello largo, que destaca de los bien derribados hombros la
altiva cabeza... todo esto, aunque en ruinas ya, subsistía aún, y á la vez el
cuerpo delataba en sus proporciones justas, en su musculosa esbeltez, algo
recogida, como de gimnasta, la robustez de acero del hombre á quien los
excesos ni rinden ni consumen. Verdad que estas singulares condiciones del
Vizconde las adivinaba yo por la aptitud que tengo para restar los estragos
de la vejez y reconstruir á las personas tal cual fueron en sus mejores años.
Gustaba el Vizconde de charlar conmigo, y á veces me refería lances
de su azarosa vida, que no serían para contados, si él no supiese salvar los
detalles escabrosos con exquisito aticismo, y cubrir la inverecundia del
fondo con lo escogido de la forma. No obstante, en las narraciones del
Vizconde había algo que me sublevaba, y era la absoluta carencia de sentido
moral, el cinismo frío, visible bajo la delicada corteza del lenguaje.
Punzábame una curiosidad, y pensaba entre mí: «¿Será posible que este
hombre, que para sus semejantes ha sido no sólo inútil, sino dañino; que ha
libado el jugo de todas las flores sacando miel para embriagarse de ella,
aunque la destilase con sangre y lágrimas; este corsario, este negrero del
amor, repito, será posible que no haya conservado nada vivo y sano bajo los
tejidos marchitos por el libertinaje? ¿No tendrá un remordimiento, no habrá
realizado un acto de abnegación, una obra de caridad?»
Un día me resolví á preguntárselo directamente.
—Porque al fin—le dije—en las batallas que usted solía ganar hay
muertos y heridos; sólo que, como en las heridas de florete, la hemorragia
es interna, pues el honor manda callar y sucumbir en silencio. ¡Cuántos
maridos, cuántos hermanos, cuántos padres (sin hablar de las propias
víctimas) habrán ardido por culpa de usted en un infierno de vergüenza!
—¡Bah! No lo crea usted—respondía el don Juan sin alterarse en lo
más mínimo.—En estas cuestiones, los expertos somos un poquillo
fatalistas. ¡Lo escrito se cumple! Y lo que yo, por escrúpulos más ó menos
justificados, desperdiciase, otro lo recogería, quizá con menos arte, tino y
miramiento que yo. La pavía madura cuelga de la rama y va por instantes á
desprenderse del tallo. El que pasa y la coge suavemente, le ahorra el
sonrojo de caer al suelo, de mancharse, de ser pisada...
Al ver que su extraño razonamiento me dejaba algo perplejo, el
Vizconde añadió:
—A pesar de todo, confieso que hice un acto de abnegación y que
tengo un remordimiento...
Esperé, y el viejo, apoyando la barba en dos dedos de la mano
izquierda, habló con lentitud y en tono menos irónico que de costumbre:
—Ha de saber usted que tuve una hermana que se casó y se murió casi
en seguida (en mi casa todos murieron jóvenes y tísicos, excepto yo, que
absorbí la fuerza que debía repartirse entre los demás). Mi cuñado, poco
después, se cayó de un caballo y no sobrevivió á la caída. Quedó una niña,
bonita como un serafín. Yo era su tutor, y aunque cuidé bien de su
educación y de sus intereses, la veía poco, porque no me gustan los
chiquillos. Vino la pubertad, y entonces la criatura tomó formas menos
seráficas y más apetecibles para los humanos. Y, cosa rara, si de chiquilla,
al verme, se deshacía en fiestas y se volvía loca de gozo, ya de mujercita no
parecía sino que la afligía mi presencia, y me acuerdo que hasta sufrió un
síncope porque la dí un beso paternal... Paternal (se lo afirmo á usted bajo
palabra de honor), porque tenemos la tontería de figurarnos que los que
conocimos niños no llegan nunca á personas mayores...
Con todo, ciertos errores pronto se disipan, y como los síntomas iban
acentuándose, no tardé en conocer la índole de la enfermedad... La
muchacha repito que era una hermosura. Le enseñaré á usted su retrato, y
me dirá si exagero. Aparte de esto de la belleza, nunca ví mujer que más
traspasada se mostrase. Rendida ya, vencida por fuerza superior á su
albedrío, lejos de huirme, me seguía y buscaba incesantemente, y se leía en
sus ojos, en su voz y en sus menores acciones, que era tan mía, tan mía que
podía yo marcarla en la frente la S y el clavo. Mi edad era entonces la de las
pasiones violentas: tenía treinta y ocho años... pero ¡así y todo!...
—¿No se resolvió usted á coger la pavía?
—No era pavía, como usted verá—respondió el calaverón frunciendo
las cejas.—Lo que puedo decir á usted es que al comprender la realidad, huí
de mi sobrina, viajé, estuve ausente más de un año, y al ver á mi regreso á
la niña enferma de pasión y amartelada como nunca, la hablé lo mismo que
un padre, la pinté mi vida y mi condición y hasta mis vicios...
—Leña al fuego—interrumpí.
—¡Leña al fuego, sí, tal vez!... En fin, la dije redondamente que estaba
resuelto á no casarme nunca; que no me casaría ni con Eugenia de Montijo,
emperatriz de Francia...
—¿Y ella?...
—Ella... Ella... después de llorar y de ponerse más pálida y más roja y
más temblorosa que una sentenciada... acabó por decirme que... soltero ó
casado, malo ó bueno, rico ó pobre...
—¡Comprendo!...
—Bien, pues yo... no sólo rehusé, desvié, contuve, sino que busqué
marido, joven, guapo, bueno... y con todo mi ascendiente, con mi mandato,
lo hice aceptar...
—¡Ya me parecía!—exclamé entusiasmada.—¡Una acción generosa,
bonita! ¡Si no podía menos!
—Una acción detestable—repuso el Vizconde, cuyos labios temblaron
ligeramente.—Así que se casó mi sobrina, se me cayeron á mí las escamas
de los ojos, y me hice cargo de que me estaba muriendo por ella... Y la
busqué, y la perseguí, y la asedié, y agoté los recursos, y sólo encontré
repulsa, glacial desdén, rigor tan sistemático y tan perseverante, que me dí
por vencido, y me salieron las primeras canas...
—Vamos, la sobrinita se encontraba bien con el marido que usted
eligió...
—Tan bien—añadió el don Juan sombríamente—que a los seis meses
mi sobrina enfermó de pasión de ánimo; y á los diez, en la agonía, me llamó
para despedirse de mí y decirme al oído que... ¡como siempre!
Tresmes bajó la cabeza y me pareció ver que una nube cruzaba por su
frente olímpica.
—Ahí tiene usted—murmuró después de una pausa,—mi
remordimiento. Nadie debe salirse de su vocación, y la mía no era conducir
á nadie al sendero del deber y la virtud.
TEMPRANO Y CON SOL...

EL empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del


Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa cuando la infantil
vocecica pronunció, en tono imperativo:
—¡Dos de primera... á París!...
Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró á
su interlocutora, y vió que era una morena de once á doce años, de ojos
como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado
ropón de franela inglesa roja, y luciendo un sombrerillo jockey de
terciopelo granate que la sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la mano
traía la señorita á un caballerete que representaba la misma edad sobre poco
más ó menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío de pertenecer
á muy distinguida clase y á muy acomodada familia. El chico parecía
azorado: la niña, alegre, con nerviosa alegría. El empleado sonrió á la gentil
pareja, y murmuró como quien da algún paternal aviso:
—¿Directo ó á la frontera? A la frontera... son ciento cincuenta
pesetas, y...
—Ahí va dinero—contestó la intrépida señorita, alargando un abierto
portamonedas. El empleado volvió á sonreir, ya con marcada extrañeza y
compasión, y advirtió:
—Aquí no tenemos bastante...
—¡Hay quince duros y tres pesetas!—exclamó la viajerilla.
—Pues no alcanza... Y para convencerse, pregunten ustedes á sus
papas.
Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán,
cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en
el suelo, gritó:
—¡Bien... pues entonces... un billete más barato!
—¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación
más próxima? ¿Escorial, Avila...?
—¡Avila, sí... Avila... justamente, Avila...!—respondió con energía la
del rojo balandrán. Dudó el empleado un momento; al fin se encogió de
hombros como el que dice: «¿A mí qué? ya se desenredará este lío;» y
tendió los dos billetes, devolviendo muy aligerado el portamonedas...
Sonó la campana de aviso; salieron los chicos disparados al andén;
metiéronse en el primer vagón que vieron, sin pensar en buscar un
departamento donde fuesen solos; y con gran asombro del turista británico
que acomodaba en un rincón de la red su balija de cuero, al verse dentro del
coche se agarraron de la cintura y rompieron á brincar...

............

¿Cómo principió aquella pasión devoradora, frenética, incendiaria?


¡Ah! Los orígenes primeros de lo grave y trascendental en nuestra vida, son
insignificantes menudencias, pequeñeces míseras, átomos morales que se
asocian en un torbellinito molecular, y á fuerza de dar vueltas y más vueltas
sobre sí mismo, el torbellino se redondea, se solidifica, adquiere forma,
toma la consistencia del diamante... No desconfiéis nunca en la vida de las
cosas grandes, que se presentan con imponente aparato; esas ya avisan, y
hay medio de precaverse: temed á las tentaciones menudas, á los peligros
sutiles é insidiosos. Toda la teoría de los microbios, hoy admitida, ¿qué es
sino demostración de la importancia capital de lo infinitamente pequeño?
La pasión empezó, pues, del modo más sencillo, más inocente y más
bobo... Empezó por una manía... Ambos eran coleccionistas.—¿De qué? Ya
lo podéis presumir, vosotros los que frisáis en la edad de mis héroes. La
afición á coleccionar suele desarrollarse entre los cuarenta y los sesenta:
apenas he visto un bibliómano joven, y las tiendas de los chamarileros son
más frecuentadas por señores respetables que por alegres mozos. Hay, sin
embargo, una excepción á esta regla general, y es la chifladura por reunir
sellos de correos. Sin que yo niegue que pueden padecerla muy graves
personajes, la verdad es que el período en que suele hacer estragos es la
etapa comprendida entre los diez y los quince. Y en ese lustro auroral que
separa la edad del trompo y la cuerda de la edad del pavo, vivían mis dos
enamorados fugitivos del tren.
Ya se ha dicho que su galeoto, el libro de Lanzarote y Ginebra donde
bebieron la ponzoña amorosa, fué el coleccionismo, la manía de la filatelia,
común á entrambos. El papá de Serafina, vulgo Finita, y la mamá de
Francisco, vulgo Currín, se trataban poco; ni siquiera se visitaban, á pesar
de vivir en la misma opulenta casa del barrio de Salamanca: en el principal
el papá de Finita, y en el segundo la mamá de Currín. Currín y Finita, en
cambio, se encontraban muy á menudo en la escalera, cuando él iba á clase
y ella salía para su colegio; pero valga la verdad: ni habrían reparado el uno
en el otro, si no fuera porque cierta mañana, al bajar las escaleras, Currín
notó que Finita llevaba bajo el brazo un objeto, un libro encuadernado en
tafilete rojo... ¡libro tantas veces codiciado y soñado por él! «¡Me debía
haber comprado mamá uno así, carambita! En cuanto me examine y saque
nota, ya me lo está comprando. ¡No faltaba más! El mío es una porquería...»
De esto á rogar á Finita que le enseñase el magnífico álbum de sellos,
mediaba un paso. Finita, en el mismo descanso de la escalera, accedió á los
ruegos de Currín: pusieron el álbum sobre la repisa de la ventana, y se
dieron á hojearlo con vivacidad.—«Esta página es del Perú... Mira los de
las islas Hawai... Tengo la colección completa...»
Y desfilaban los minúsculos y artísticos grabaditos con que cada
nación marca y autoriza su correspondencia; los aristocráticos perfiles de
las dinastías sajonas, que se desdeñan de mirarnos á la cara, y las burguesas
y honradas fisonomías de los presidentes de Estados americanos, siempre
de frente; la república francesa, con sus dos airosas figuras que se dan la
mano, y el reyecillo español, con su redonda cabeza de bebé; los sellos
chinos y su dragón, los turcos y su cimitarra; don Carlos, recuerdo de
nuestras vicisitudes políticas, y don Amadeo, efímera memoria de la misma
agitada época; los preciosos sellos de Terranova, con la testa entonces ideal
del Príncipe de Gales, y los fastuosos sellos de las colonias británicas, en
que la abuelita Victoria aparece oficiando de emperatriz... Currín se
embelesaba y chillaba de vez en cuando dando brincos: «¡Ay! ¡Ay!
¡Caracoles, qué bonito! Este no lo tengo yo...» Por fin, al llegar á uno muy
raro, el de la república de Liberia, no pudo contenerse: «¿Me lo
das?»—«Toma»;—respondió con expansión Finita.—«Gracias, hermosa»,
—contestó el galán;—y como Finita, al oir el requiebro, se pusiese del color
de la cubierta de su álbum, Currín reparó en que Finita era muy mona, sobre
todo así, colorada de placer y con los negros ojos brillantes, rebosando
alegría. «¿Sabes que te he de decir una cosa?»—murmuró el chico.
—«Anda, dímela.»—«Hoy no.»—La doncella francesa que acompañaba á
Finita al colegio, había mostrado hasta aquel instante risueña tolerancia con
la digresión filatélica; pero parecióle que se prolongaba mucho, y pronunció
un «Mademoiselle, s’il vous plaît», que significaba: «Hay que ir al colegio
rabiando ó cantando, conque... una buena resolución.»
Currín se quedó admirando su sello... y pensando en Finita. Era Currín
un chico dulce de carácter, no muy travieso, aficionado á los dramas tristes,
á las novelas de aventuras extraordinarias, y á leer versos y aprendérselos
de memoria. Siempre estaba pensando que le había de suceder algo raro y
maravilloso; de noche soñaba mucho, y con cosas del otro mundo ó con
algo procedente de sus lecturas. Desde que coleccionaba sellos, soñaba
también con viajes de circunnavegación y países desconocidos, á lo cual
contribuía mucho el ser decidido admirador de Julio Verne... Aquella noche
realizó dormido una excursioncita breve... á Terranova, al país de los sellos
hermosos. Mejor dicho, no era excursión, sino instantánea traslación; y en
una playa orlada de monolitos de hielo, que alumbraba una aurora boreal,
Finita y él se paseaban muy serios, cogidos del brazo...
Al otro día, nuevo encuentro en la escalera. Currín llevaba duplicados
de sellos para obsequiar á Finita. En cuanto la dama vió al galán, sonrió y se
acercó con misterio. «Aquí te traigo esto...»—balbuceó él...—Finita puso
un dedo sobre los labios, como para indicar al chico que se recatase de la
francesa; pero constándole á Currín que no había en el obsequio de los
sellos malicia alguna, fué muy resuelto á entregarlos. Finita se quedó, al
parecer, algo chafada; sin duda esperaba otra cosa; y llegándose vivamente
á Currín, le dijo entre dientes:
—¿Y... y aquello?
—¿Aquello..?
—Lo que me ibas á decir ayer...
Currín suspiró, se miró á las botas, y salió con esta pata de gallo:
—Si no era nada...
—¡Cómo nada!—articuló Finita furiosa.—¡Pareces memo de la
cabeza! Nada, ¿eh?
Y el muchacho, dando tormento al rey Leopoldo de Bélgica que
apretaba entre sus dedos, se puso muy cerquita del oído de la niña, y
murmuró suavemente: «Sí, era algo... Quería decirte que eres... ¡más
guapita!» Y espantado de su osadía, echó á correr escalera abajo, y del
portal salió en volandas á la calle.
Al otro día, Currín escribió unos versos (poseo el original) en que
decía á su tormento:
Nace el amor de la nada;
de una mirada tranquila;
al girar de una pupila
se halla un alma enamorada...
Endeblillos y todo, graves autores aseguran que Currín los sacó de un
libro que le prestó un compañero... Mas ¿qué importa? El caso es que
Currín se sentía como lo pintaban los versos: enamorado, atrozmente
enamorado... No pensaba más que en Finita; se sacaba la raya
esmeradamente, se compró una corbata nueva, y suspiraba á solas.
Al fin de la semana eran novios en regla. La doncella francesa cerraba
los ojos... ó no veía, creyendo buenamente que de sellos se hablaba allí, y
aprovechaba el ratito charlando también de lo que le parecía con su
compatriota el cocinero...
Cierta tarde creyó el portero que soñaba, y se frotó los ojos. ¿No era
aquella la señorita Serafina, que pasaba sola, con un saquillo de piel al
brazo? ¿Y no era aquel que iba detrás el señorito Currín? ¿Y no se subían
los dos á un coche de punto, que salía echando diablos? ¡Jesús, María y
José! ¡Pero cómo están los tiempos y las costumbres! ¿Y á dónde irán?
¿Aviso ó no aviso á los padres? ¿Qué hace en este apuro un hombre de
bien? ¿Me recibirán con cajas destempladas... ó caerá una propinaza de las
gordas?

............

—Oye tú—decía Finita á Currín apenas el tren se puso en marcha—


Avila, ¿cómo es? ¿Muy grande? ¿Bonita lo mismo que París?
—No...—respondió Currín con cierto escepticismo amargo.—Debe de
ser un pueblo de pesca.
—Pues entonces... no conviene quedarse allí. Hay que seguir á París.
Yo quiero ver París á todo trance; y también quiero ver las Pirámides de
Egipto.
—Sí...—murmuró Currín, por cuya boca hablaban el buen sentido y la
realidad—pero... ¿y los monises?
—¿Los monises?—contestó remedándole Finita—Eres más bobo que
el que asó la manteca. ¡Se pide prestado!
—¿Y á quién?
—¡A cualquiera!
—¿Y si no nos lo quieren dar?
—¿Y por qué, melón de arroba? Yo tengo reloj que empeñar. Tú
también. Empeño además el abrigo nuevo: me va asando de calor. No sirves
para nada... ¡Escribimos á papás que nos envíen... un.. un bono... no, una
letra! Papá las está mandando cada día á París y á todas partes.
—Tu papá estará echando chispas... Nos mandará un demontre!...
Como mi mamá... ¡La hicimos, Finita!... No sé qué será de nosotros.
—Pues se empeña el reloj, y en paz... ¡Ay! ¡Lo que nos divertiremos
en Avila! Me llevarás al café... y al teatro... y al paseo...
Cuando oyeron cantar «¡Avila! ¡Veinticinco minutos!...» saltaron del
tren, pero al sentar el pie en el andén, se quedaron indecisos, aturrullados.
La gente salía, se atropellaba hacia la fonda, y los enamorados no sabían
qué hacer. «¿Por dónde se va á Avila?»—preguntó Currín á un faquino, que
viendo á dos niños sin equipaje, se encogió de hombros y se alejó. Por
instinto se encaminaron á una puerta, entregaron sus billetes, y asediados
por un solícito mozo de fonda, se metieron en el coche, que los llevó á la
del Inglés...
Acababa de recibir el señor gobernador de Avila telegrama de Madrid,
«interesando la captura,» de la apasionada pareja. Era urgentísimo el aviso,
y delataba la situación moral de una familia sumida en la angustia y la
desesperación,—mejor dicho, dos familias debían de ser las desesperadas.
—La captura se verificó en toda regla, no sin risa por un lado y
declamaciones sobre lo que «cunde la inmoralidad», por otro. Los fugitivos
fueron llevados á Madrid, y, acto continuo, Finita quedó internada en las
Dames anglaises, y Currín en un colegio de donde no se le permitió salir en
un año, ni aun los domingos. Con motivo del trágico suceso, el papá de
Finita y la mamá de Currín se relacionaron, y conferenciaron largo y
tendido, quedando acordes en que era preciso «echar tierra», «desorientar la
opinión...» «hacer la conspiración del silencio». Con tal motivo, el papá de
Finita reparó en lo bien conservada que estaba la mamá de Currín, y ésta
notó en el banquero excelentes condiciones de hombre práctico en los
negocios y de caballero galán con las damas. Su amistad se consolidó, y hay
quien cree que se visitan á menudo. No se presume, sin embargo, que jamás
se hayan escapado juntos... ¿Para qué?

SÍ, SEÑOR

LO que voy á contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si


no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me
corresponde declarar que lo he oído referir... Lo cual disminuye muchísimo
el mérito de este relato, y obliga á suponer que mi fantasía no es tan
fecunda como se ha solido suponer, en momentos de benevolencia.
¿Eres tímido, oh tú que me lees? Porque la timidez es uno de los
martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra á banco duro. La
timidez es un dogal á la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de
plomo sobre los hombros, una cadena á las muñecas, unos grillos á los
pies... Y el peor género de timidez no es el que procede de modestia, de
recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la timidez por
exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, del fanático
ante su ídolo.
De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado, que no sé si
nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense, ó Macías el galaico, lo
estuvieron con mayor vehemencia. No envidiéis nunca á esta clase de locos.
A los que mucho amaron se les podrá perdonar; pero envidiarles, sería no
conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide limosna;
más que el sentenciado que en su cárcel cuenta las horas que le quedan de
vida horrible... Son desventurados porque tienen dislocada el alma, y les
duele á cada movimiento... Doble su desdicha si la acompaña el suplicio de
la timidez. Y la timidez, en bastantes casos, se cura con la confianza; pero
la hay crónica é invencible; la hay en maridos que llevan veinte años de
unión conyugal y no se han acostumbrado á tener franqueza con sus
mujeres; en mujeres que, viviendo con un hombre en la mayor intimidad,
no se acercan á él sin temor y temblor... Generalmente, sin embargo, se
presenta el fenómeno durante ese período en que el amor, sin fueros y sin
gallardías se estremece ante un gesto ó una palabra... Y éste era el caso de
Agustín Oriol, perdidamente esclavo de la coquetuela y encantadora
Condesa viuda de Dolfos.
Dícese que una viuda es más fácil de galantear que una soltera; pero en
estas cuestiones tan peliagudas, yo digo que no hay reglas ni axiomas; cada
persona difiere ó por su carácter ó por el mismo exceso de su
apasionamiento. Agustín sentía, al acercarse á la Condesa, todos los
síntomas de la timidez enfermiza, y mientras á solas preparaba
declaraciones abrasadoras, discursos perfectamente hilados y tan
persuasivos que ablandarían las piedras, lo cierto es que en presencia de su
diosa no sabía despegar los labios; su garganta no formaba sonidos, ni su
pensamiento coordinaba ideas... Todos reconocerán que este estado tiene
poco de agradable, y que Agustín no era dichoso, ni mucho menos.
Vanamente apelaba á su razón para vencer aquella timidez estúpida...
Su razón le decía que él, Agustín Oriol de Lopardo, caballero por los cuatro
costados, joven, con hacienda, inteligencia y aptitudes para abrirse camino,
era un excelente candidato á la mano de cualquiera mujer, por bonita y
encopetada que se la suponga... ¿Por qué no había de quererle la Condesa?
¿Por qué, vamos á ver, por qué? El debía acercarse á ella ufano, arrogante,
seguro de su victoria. Y todas las noches, al retirarse á su casa, se lo
proponía...., y al día siguiente procedía lo mismo que el anterior. Se
insultaba a sí mismo; se trataba de menguado, de necio, pero no podía
vencerse... No podía, y no podía.
De modo que, al año próximamente de un enamoramiento tan intenso
que le ocasionaba trastornos cardíacos, violentos hasta el síncope, Agustín
no había cruzado aún palabra, lo que se dice palabra, con su idolatrada
viuda. Iba á todas partes donde podía encontrarse con ella, pasaba muchas
veces por debajo de sus balcones, se trasladaba á San Sebastián el mismo
día que ella y en el mismo tren..., y aun ignoraría el sonido de su voz si no
hubiese prestado ansioso oído á las conversaciones que ella sostenía con
otras personas...
Por fin, un día—precisamente en San Sebastián—presentóse rodada la
ocasión de romper el hielo. Fue en la terraza del Casino, á la hora en que
una muchedumbre elegantemente ataviada respira el aire y escucha, ó, por
mejor decir, no escucha la música, sino las infinitas charlas, que hacen otro
rumor más contenido y más suave, como de colmena. Agustín estaba muy
próximo á su amada, y devoraba con los ojos el perfil fino, asomando bajo
el sombrero todo empenachado de plumas. Ella le observaba de reojo; y
viéndole tan cerca, de pronto sintió impulsos de dirigirla la palabra. No era
correcto, no era serio, no era propio de una señora... Bueno. Por encima de
las fórmulas sociales están las circunstancias, y hay de estas irregularidades
que todo el mundo comete, cuando á ello le empuja un fuerte estímulo... La
viudita no podía menos de haber notado aquella adoración profunda,
continua, que la rodeaba como el cuerpo astral al cuerpo visible, y sentía
una curiosidad femenil, ardorosa, el afán de saber qué diría aquel adorador
mudo, que la bebía y la respiraba. Resuelta, con sonriente afabilidad, con un
alarde infantil que disimulaba lo aturdido del procedimiento, exclamó:
—¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad que es una delicia?
Agustín sintió como si campanas doblasen en su cerebro, no sabía si á
muerte ó si á gloria; su sangre giró de súbito, sus oídos zumbaron..., y con
tartajosa lengua, con voz imposible de reconocer, con un acento ronco y
balbuciente, soltó esta frase:
—Sí... señor! ¡Sí... señor!
Fué como si otro hubiese hablado... Un individuo zumbón, dentro de
Agustín, se reía sardónico, se mofaba de la extravagante respuesta...
¡Acababa de llamar «señor» á la única mujer que para él existía en el
mundo! ¡No se le había ocurrido sino tal inepcia! Y ahora, con la lengua
seca y el corazón inundado de bochorno, tampoco se le ocurría más. ¡Qué
había de ocurrírsele! La terraza daba vueltas, el suelo huía bajo sus pies...
Exhaló un gemido ronco, se llevó las manos á la cabeza, y levantándose,
tambaleándose, huyó sin volver la vista atrás. Aquella noche pensó varias
veces en el suicidio.
A la mañana siguiente, sintiéndose incapaz de presentarse de nuevo
ante la que ya debía despreciarle, salió para Francia en el primer tren.
Estuvo ausente muchos años; en ellos no volvió á saber de su adorada. Un
día leyó en un periódico que se había casado. Todavía la noticia le causó
grave pena. Después, lentamente, fue olvidando, nunca del todo.
Habían corrido cerca de cuatro lustros; las canas rafagueaban el negro
cabello de Agustín, cuando en uno de sus viajes entró una señora, con dos
señoritas, en el mismo departamento. Agustín la reconoció..., y aun su
corazón, del cual padecía, le avisó de que era ella,—muy cambiada, muy
envejecida,—pero ella. ¿Fue reconocido Agustín? No se sabe. Lo cierto es
que se trabó conversación entre ambos viajeros, y que esta vez, no habiendo
el estorbo de un amor tan insensato, Agustín charló sin recelo, y las horas
corrieron sin sentir. La viajera habló de su juventud, y murmuró
confidencialmente:
—De cuantos homenajes han podido tributarme, el que más agradecí,
porque era el más sincero, consistió en que un joven que me seguía como
mi sombra, me contestase, al dirigirle yo por primera vez la palabra: «Sí,
señor...» ¿Comprende usted? Era tal su aturdimiento, que no acertó á decir
otra cosa... Los requiebros más entusiastas no pueden halagar tanto á una
mujer como una turbación, que parece señal de pasión verdadera...
—¿De modo... que usted no se rió de aquel hombre?—preguntó
Agustín.
—Al contrario...—respondió la señora, con acento en que parecía
temblar una lágrima.
Cuentos de amor, Emilia Pardo Bazán

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