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NUNCA podrá decirse que la infeliz Eva omitió ningún medio lícito de
zafarse de aquel tunantuelo de Amor, que la perseguía sin dejarla punto de
reposo.
Empezó poniendo tierra en medio, viajando para romper el hechizo
que sujeta al alma á los lugares donde por primera vez se nos aparece el
Amor. Precaución inútil, tiempo perdido; pues el pícaro rapaz se subió á la
zaga del coche, se agazapó bajo los asientos del tren, más adelante se
deslizó en el saquillo de mano, y por último, en los bolsillos de la viajera.
En cada punto donde Eva se detenía, sacaba el Amor su cabecita maliciosa
y la decía con sonrisa picaresca y confidencial: «No me separo de ti. Vamos
juntos».
Entonces Eva, que no se dormía, mandó construir altísima torre bien
resguardada con cubos, bastiones, fosos y contrafosos, defendida por
guardias veteranos, y con rastrillos y macizas puertas chapeadas y
claveteadas de hierro, cerradas día y noche. Pero al abrir la ventana, un
anochecer que se asomó agobiada de tedio á mirar el campo y á gozar la
apacible y melancólica luz de la luna saliente, el rapaz se coló en la
estancia; y si bien le expulsó de ella y colocó rejas dobles, con agudos
pinchos, y se encarceló voluntariamente,—sólo consiguió Eva que el Amor
entrase por las hendiduras de la pared, por los canalones del tejado ó por el
agujero de la llave.
Furiosa, hizo tomar las grietas y calafatear los intersticios, creyéndose
á salvo de atrevimientos y demasías: mas no contaba con lo ducho que es en
tretas y picardigüelas el Amor. El muy maldito se disolvió en los átomos del
aire, y envuelto en ellos se le metió en boca y pulmones, de modo que Eva
se pasó el día respirándole, exaltada, loca, con una fiebre muy semejante á
la que causa la atmósfera sobresaturada de oxígeno.
Ya fuera de tino, desesperando de poder tener á raya al malvado Amor,
Eva comenzó á pensar en la manera de librarse de él definitivamente, á toda
costa, sin reparar en medios ni detenerse en escrúpulos. Entre el Amor y
Eva, la lucha era á muerte, y no importaba el cómo se vencía, sino sólo
obtener la victoria.
Eva se conocía bien, no porque fuese muy reflexiva, sino porque
poseía instinto sagaz y certero; y conociéndose, sabía que era capaz de
engatusar con maulas y zalamerías al mismo diablo, que no al Amor, de
suyo inflamable y fácil de seducir. Propúsose, pues, chasquear al Amor, y
desembarazarse de él sobre seguro y traicioneramente, asesinándole.
Preparó sus redes y anzuelos, y poniendo en ellos cebo de flores y de
miel dulcísima, atrajo al Amor haciéndole graciosos guiños y dirigiéndole
sonrisas de embriagadora ternura y palabras entre graves y mimosas, en voz
velada por la emoción, de notas más melodiosas que las del agua cuando se
destrenza sobre guijas ó cae suspirando en morisca fuente.
Y el Amor acudió volando, alegre, gentil, feliz, aturdido y confiado
como niño, impetuoso y engreído como mancebo, plácido y sereno como
varón vigoroso.
Eva le acogió en su regazo; acaricióle con felina blandura; sirvióle
golosinas; le arrulló para que se adormeciese tranquilo, y así que le vió
calmarse recostando en su pecho la cabeza, se preparó á extrangularle,
apretándole la garganta con rabia y brío.
Un sentimiento de pena y lástima la contuvo, sin embargo, breves
instantes. ¡Estaba tan lindo, tan divinamente hermoso el condenado Amor
aquél! Sobre sus mejillas de nácar, palidecidas por la felicidad, caía una
lluvia de rizos de oro, finos como las mismas hebras de la luz; y de su boca
purpúrea, risueña aún, de entre la doble sarta de piñones mondados de sus
dientes, salía un soplo aromático, igual y puro. Sus azules pupilas,
entreabiertas, húmedas, conservaban la languidez dichosa de los últimos
instantes; y plegadas sobre su cuerpo de helénicas proporciones, sus alas
color de rosa parecían pétalos arrancados. Eva notó ganas de llorar...
No había remedio; tenía que asesinarle si quería vivir digna, respetada,
libre... Y cerrando los ojos por no ver al muchacho, apretó las manos
enérgicamente, largo, largo tiempo, horrorizada del estertor que oía, del
quejido sordo y lúgubre exhalado por el Amor agonizante.
Al fin Eva soltó á su víctima y la contempló... El Amor ni respiraba ni
se rebullía: estaba muerto,—tan muerto como mi abuela.
Al punto mismo que se cercioraba de esto, la criminal percibió un
dolor terrible, extraño, inexplicable, algo como una ola de sangre que
ascendía á su cerebro, y como un aro de hierro que oprimía gradualmente su
pecho, asfixiándola. Comprendió lo que sucedía...
El Amor, á quien creía tener en brazos, estaba más adentro, en su
mismo corazón, y Eva, al asesinarle, se había suicidado.
EL VIAJERO
EL CORAZÓN PERDIDO
A Campoamor.
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DESQUITE
EL DOMINÓ VERDE
INCREÍBLE me pareció que me dejase en paz aquella mujer, que ya no
intentase verme, que no me escribiese carta sobre carta, que no apelase á
todos los medios imaginables para acercarse á mí. Al romper la cadena de
su agobiador cariño, respiré cual si me hubiese quitado de encima un odio
jurado y mortal.
Quien no haya estudiado las complicaciones de nuestro espíritu, tendrá
por inverosímil que tanto deseemos desatar lazos que nadie nos obligó á
atar, y hasta deplorará que mientras las fieras y los animales brutos
agradecen á su modo el apego que se les demuestra, el hombre, más duro é
insensible, se irrite porque le halagan, y aborrezca á veces á la mujer que le
brinda amor. Mas no es culpa nuestra si de este barro nos amasaron, si el
sentimiento que no compartimos nos molesta y acaso nos repugna, si las
señales de la pasión que no halla eco en nosotros nos incitan á la mofa y al
desprecio, y si nos gozamos en pisotear un corazón, por lo mismo que
sabemos que ha de palpitar y verter sangre bajo nuestros crueles pies.
Lo cierto es que yo, cuando ví que por fin guardaba silencio María,
cuando transcurrió un mes sin recibir recados ni epístolas delirantes y
húmedas de lágrimas, me sentí tan bien, tan alegre, que me lancé al mundo
con el ímpetu de un colegial en vacaciones, con ese deseo é instinto de
renovación íntima que parece que da nuevo y grato sabor á la existencia.
Acudí á los paseos, frecuenté los teatros, admití convites, concurrí á saraos
y tertulias, y hasta busqué diversiones de vuelo bajo, á manera de
hambriento que no distingue de comidas. En suma, me desaté, movido por
un instinto miserable, de humorística venganza, que se tradujo en el deseo
de regalar á cualquier mujer, á la primera que tropezase casualmente, los
momentos de fugaz embriaguez que negaba á María—á María triste y
pálida, á María medio loca por mi abandono, á María enferma, desesperada,
herida en lo más íntimo por mi implacable desdén.
Es la casualidad tan antojadiza en esto de proporcionar aventuras, que
si á veces presenta ocasiones en ramillete, otras no brinda una por un ojo de
la cara. En muchos días de disipación y bureo, de rodar por distintas esferas
sociales pidiendo guerra, no encontré nada que me tentase; y ya mi capricho
se exaltaba, cuando el domingo de Carnestolendas, aburrido y por matar el
tiempo, entré en el insípido baile de máscaras del Teatro Real.
Transcurrida más de una hora, sentí que empezaba á hastiarme, y
reflexionaba sobre la conveniencia de tomar la puerta y refugiarme entre
sábanas cortando las hojas de un libro nuevo de favorito autor, á tiempo que
cruzó entre el remolino del abigarrado tropel una máscara envuelta en
amplio dominó de rica seda verde. Era la máscara de fino porte y trazas
señoriles, cosa ya de suyo extraña en aquel baile, y noté que con singular
insistencia clavaba en mí los ojos como si desease acercarse y no se
atreviese, á pesar de las franquicias del antifaz. La chispa de las pupilas
ardientes de la máscara determinó en mí un repentino interés, una especie
de emoción de la cual me reí por dentro, pero que me impulsó á hendir la
multitud y aproximarme á la encubierta. Al ir consiguiéndolo, me convencí
más y más de que la del verde dominó era dama, y dama muy principal, y
que sólo la curiosidad ó algún empeño más hondo, debía de haberla
arrastrado á un baile de tan mal género. «Grande será el interés que la trajo
aquí—pensé—y muy visible su posición en la sociedad, para que se venga
así, sin la compañía de una amiga, sin el brazo protector de un hombre. A
toda costa quiere que se ignore el lance; que nadie la pueda delatar.» Y al
advertir que seguía mirándome, que sus ojos me buscaban enmedio del
gentío, ocurrióseme que aquel interés decisivo podía ser yo.
Con tal suposición dió un vuelco mi sangre, y jugando los codos y las
rodillas lo mejor que supe, pugné por alcanzar á la gentil encapuchada. La
multitud, desgraciadamente, se arremolinaba compacta y densa, formando
viva muralla que me era imposible romper. De lejos veía asomar la cabeza
del dominó y flotar los lazos complicados de la capucha, que disimulaba la
forma, sin duda hechicera, de la testa juvenil; pero insensiblemente
deslizábase hasta perderse, y el miedo de que se escabullese me espoleaba.
Iba yo ganando terreno, mas la enmascarada me llevaba gran ventaja sin
duda, y empecé á recelar que huía de mí, y que después de derramar en mi
alma el veneno de sus fogosos ojos, ahora me evitaba, se escurría, se volvía
duende para evaporarse como una visión... Este temor que sentí fué
ardoroso incentivo del deseo de reunirme á la máscara. Con sobrehumano
esfuerzo rompí la valla que me oprimía, y aprovechando un resquicio, me
hallé poco distante del dominó verde. Sólo que este, á su vez, apretó el paso
y desapareció por una de las puertas del salón.
Una persecución en toda regla emprendí entonces: persecución franca,
ardorosa, caza más bien. Anhelante, acongojado, como si realmente la
mujer que trataba de evadirse fuese algo que me importase mucho, recorrí
velozmente los pasadizos, las escaleras, las galerías, el foyer, buscando
donde quiera á la incitante máscara. Sin duda ella había adivinado con
sagacidad mi violento antojo, pues parecía complacerse en desesperarme, y
si teniéndome lejos se dejaba envolver por algún grupo de hombres ó se
paraba en actitud negligente, apenas comprendía que me acercaba,
levantaba el vuelo con ligereza de sílfide y me desorientaba por medio de
impensada maniobra. De improviso alegraba un palco el fresco color verde
del dominó; yo me precipitaba, y cuando llegaba jadeante á la puerta del
palco, la desconocida no estaba ya en él, sino en otro de más arriba, para
subir al cual había que invertir cinco minutos, tiempo suficiente á que la
máscara se enhebrase por un pasillo, saliendo enfrente de mí á buena
distancia. Desalado, loco, con la imaginación caldeada y secas las fauces
por el afán, me apresuraba, bajaba, subía, ponía en tensión todas las fuerzas
de mi cuerpo y de mi espíritu sin dar alcance á la misteriosa hermosura que
(ya era evidente) se complacía en burlarme.
La astucia me sirvió mejor que la agilidad en este caso.
Comprendiendo que tan aristocrático dominó no querría permanecer en el
baile pasadas las primeras horas de la noche, y evitaría el momento de las
cenas y de las cabezas calientes; seguro de que sólo había venido allí para
marearme, y logrado este objeto desaparecería, adiviné que toda su
estrategia era batirse en retirada hacia la puerta, y cortándole la salida la
atrapaba de fijo. También supuse que saldría por el punto más solitario, por
la puerta menos alumbrada, por la calle donde es más fácil saltar
furtivamente dentro de un coche que espera y huir sin dejar rastro. Mis
cálculos resultaron exactísimos. Me situé en acecho con tal fortuna, que al
cuarto de hora de espera ví asomar á la encapuchada del verde dominó, la
cual, mirando á uno y otro lado, como recelosa, exploraba el terreno. Me
arrojé á cerrarla el paso, y á mis primeras palabras suplicantes y rendidas
contestó con el chillón falsete habitual en las máscaras, rogándome, por
Dios, que la dejase, que no me opusiese á su marcha y que no insistiese en
acosarla así.
La creí sincera, pero cuanto más demostraba ansia de evitarme, más
crecía en mí la voluntad de detenerla, de que me escuchase, de que me
mirase otra vez, de que me amase sobre todo. La vehemencia de aquel
súbito antojo era tal, que si no fuese porque pasaba gente, creo que me dejo
caer de rodillas á los pies del dominó. Hasta me sentí elocuente é inspirado,
y noté que las frases acudían á mis labios incendiarias y dominadoras, con
el acento y la expresión que presta un sentimiento real, aunque sólo dure
minutos.
—Si querías huir de mí—dije á la máscara estrechándola de cerca—
¿por qué me miraste con esos ojos que me inflamaron el corazón? ¿Por qué
me clavaste la saeta, dí, si habías de negarte á curar mi herida? ¿No estás
viendo cómo has removido, con esa mirada sola, todo mi ser? ¿No oyes mi
voz alterada por la emoción, no observas el trastorno de mis sentidos, no me
ves hecho un loco? ¿No conoces que tengo fiebre? ¿No sabes que yo te
presentía, que adivinaba tu aparición, que vine á este baile en la seguridad
de que tu presencia lo llenaría de luz y de encanto? ¿Y crees que voy á
dejarte escapar así, que lo consentiré, que no te seguiré hasta el infierno? Si
no podrás irte. En tu mirada se delató el amor, y sigue delatándose en tu
actitud, en tu agitación, máscara mía.
Era verdad. La máscara, como fascinada, se reclinaba en la pared. Su
cuerpo se estremecía, su seno se alzaba y bajaba precipitadamente, y al
través de los reducidos agujeros del antifaz, ví temblar sobre el negro
terciopelo de sus pupilas dos ardientes lágrimas. Con voz que apenas se oía,
y en la cual también se quebraban los sollozos, murmuró lentamente, cual si
desease grabar sus palabras para siempre en mi memoria:
—Es cierto: sólo por acercarme á ti, por gozar de tu vista, he adoptado
este disfraz, he cometido la locura de venir al baile. Y mira qué extraño
caso: queriéndote así, lloro... á causa de que me dices palabras de amor. Por
oirlas con la cara descubierta daría mi sangre. Pero tú, que acabas de jurar
que me adoras, ahora que me ves envuelta en este trapo verde, tú... huirías
de mí si me presentase sin careta. Me has perseguido, me has dado caza,
sólo porque no veías mi rostro. Y ni soy vieja ni fea... ¡No es eso! ¡Mírame
y comprenderás! ¡Mírame y después... ya no tendrás que volver á mirarme
nunca!
Y alzándose el antifaz, el dominó verde me enseñó la cara de mi
abandonada, de mi rechazada, de mi desdeñada María... Aprovechando mi
estupor, corrió, saltó al coche que la aguardaba, y al quererme precipitar
detrás de ella, oí el estrépito de las ruedas sobre el empedrado.
Desde tan triste episodio carnavalesco sé que lo único que nos
trastorna es un trapo verde—la Esperanza, la máscara eterna, la encubierta
que siempre huye, la que todo lo promete...—la que bajo su risueño disfraz
oculta el descolorido rostro del viejo Desengaño.
LA AVENTURA DEL ANGEL
EL FANTASMA
CUANDO estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en
casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer
día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban
marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario
de las soluciones prácticas; ella pálida, nerviosa, romántica, perseguidora
del ideal. El se llamada Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor.
Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la
poesía.
Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis
golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida
cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede
apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana cáscara
de huevo, y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor,
del mismo tono obscuro y caliente á la vez que el café, se fijaban en mí de
un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con
mi alma.
Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de
cuanto contribuye á proporcionar la suma de ventura posible en este mundo.
Sin embargo, yo dí en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan
distinta complexión moral y física, no podía ser dichoso.
Aunque todos afirmaban que á Don Ramón Cardona le rebosaba la
bondad y á su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me
lo revelarían las pupilas color café?
Poco á poco, jueves tras jueves, fui tomándome un interés egoísta en la
solución del problema. No es fácil á los veinte años permanecer insensible
ante ojos tan expresivos, y ya mi tranquilidad empezaba á turbarse y á
flaquear mi voluntad. Después de la comida, el señor de Cardona salía; iba
al casino ó á alguna tertulia, pues era sociable, y nos quedábamos Leonor y
yo de sobremesa, tocando el piano, comentando lecturas, jugando al ajedrez
ó conversando. A veces, las vecinas del segundo bajaban á pasar un ratito;
otras estábamos solos hasta las once, hora en que acostumbraba á retirarme,
antes de que cerrasen la puerta. Y, con fatuidad de muchacho, pensaba que
era bien ridículo que no tuviese D. Ramón Cardona celos de mí.
Una de las noches en que no bajaron las vecinas,—noche de Mayo,
tibia y estrellada,—estando el balcón abierto y entrando el perfume de las
acacias á embriagarme el corazón, me tentó el diablo más fuerte, y resolví
declararme. Ya balbuceaba entrecortadas palabras, no precisamente de
pasión, pero de adhesión, rendimiento y ternura, cuando Leonor me atajó
diciéndome que estaba tan cierta de mi leal amistad, que deseaba confiarme
algo muy grave, el terrible secreto de su vida. Suspendí mis confesiones
para oir las de la dama, y me fué poco grato escuchar de sus labios,
trémulos de vergüenza, la narración de un episodio amoroso. «Mi único
remordimiento, mi único yerro—murmuró acongojada doña Leonor—se
llama el marqués de Cazalla. Es, como todos saben, un perdido y un
espadachín. Tiene en su poder mis cartas, escritas en momentos de delirio.
Por recogerlas, no sé qué daría.» Y vi, á la luz de los brilladores astros, que
se deslizaba de las pupilas obscuras una lágrima lenta...
Al separarme de Leonor, llevaba formado propósito de ver al marqués
de Cazalla al día siguiente. Mi petulancia juvenil me dictaba tal resolución.
El Marqués, á quien hice pasar mi tarjeta, me recibió al punto en artístico
fumoir, y á las primeras palabras relativas al asunto que motivaba mi visita,
se encogió de hombros y pronunció afablemente:
—No me sorprende el paso que usted da, pero le ruego que me crea, y
le empeño palabra de honor de que es la pura verdad cuanto voy á decirle.
Considero el caso de la señora de Cardona el más raro que en mi vida me ha
sucedido. No sólo no poseo ni he poseído jamás los documentos á que esa
señora se refiere, sino que no he tenido nunca el gusto...—porque gusto
sería—de tratarla... ¡Repito que lo afirmo bajo palabra de honor!
Era tan inverosímil la respuesta, que no obstante el tono de sinceridad
absoluta del Marqués, yo puse cara escéptica, quizás hasta insolente.
—Veo que no me cree usted—añadió el Marqués entonces.—No me
doy por ofendido. Lo descontaba. Podrá usted dudar de mi palabra, pero ni
usted ni nadie tiene derecho á suponer que soy hombre que rehuye, por
medio de subterfugios, un lance personal. Si lo que busca usted es
pendencia, me tiene á su disposición. Sólo le suplico que antes de resolver
esta cuestión de un modo ó de otro, consulte... al señor de Cardona. He
dicho al señor. No me mire usted con esos ojos espantados... Oigame hasta
que termine. Doña Leonor Cardona, que según opinión general es una
señora honradísima, ha debido de padecer una pesadilla y soñar que
teníamos relaciones, que nos veíamos, que me había escrito, etc. Bajo el
influjo de ilusorios remordimientos, le ha contado á su marido todo... es
decir, nada... pero todo para ella; y el marido ha venido aquí, como usted,
sólo que más enojado, naturalmente, á pedirme cuentas, á querer beber mi
sangre. Si yo no la tuviese bastante fría, á estas horas pesa sobre mi
conciencia el asesinato de Cardona..., ó él me habría matado á mí (no digo
que no pudiese suceder). Por fortuna no me aturdí, y preguntando á
Cardona las épocas en que su esposa afirmaba que habían tenido lugar
nuestras entrevistas criminales, pude demostrarle de un modo fehaciente
que á la sazón me encontraba yo en París, en Sevilla ó en Londres. Con
igual facilidad le probé la inexactitud de otros datos aducidos por doña
Leonor. Así es que el señor Cardona, muy confuso y asombrado, tuvo que
retirarse pidiéndome excusas. Si usted me pregunta cómo me explico
suceso tan extraordinario, le diré que creo que esa señora, á quien después
he procurado conocer (por la memoria de mi madre le juro á usted que
antes, ni de vista...!), sufre alguna enfermedad moral..., y ha tenido una
visión...; vamos, que se le ha aparecido un espectro de amor..., y ese
espectro ¡vaya usted á saber por qué! ha tomado mi forma. Y no hay más...
No se admire usted tanto. Dentro de diez años, si trata usted algunas
mujeres, se habituará á no admirarse casi de nada.
Salí de casa del marqués en un estado de ánimo indefinible. No había
medio de desmentirle, y al mismo tiempo la incredulidad persistía.
Impresionado, no obstante, por las firmes y categóricas declaraciones del
dandy, me dediqué desde aquel punto, no á cortejar á Leonor, sino á
observar á Cardona. Procuré hablarle mucho, hacerle hablar, y fuí sacando,
hilo por hilo, conversaciones referentes á la fidelidad conyugal, á los lances
que pueden originar un error, á las alucinaciones que á veces sufrimos, á los
estragos que causa la fantasía... Por fin, un día, como al descuido, dejé
deslizar en el diálogo el nombre del marqués de Cazalla y una alusión á sus
conquistas... Y entonces Cardona, mirándome cara á cara, con gesto entre
burlón y grave, preguntó:
—¿Qué? ¿Ya te han enviado allá á ti también? ¡Pobrecilla Leonor, está
visto que no tiene cura!
No necesité más para confesar de plano mis gestiones, y Cardona,
sonriendo, aunque algo alterada su sonora voz, me dijo:
—Has de saber que cuando fuí á casa del marqués de Cazalla, ya
llevaba yo ciertos barruntos y sospechas de la alucinación de Leonor, de la
cual me convencí plenamente después. Si bien no parezco celoso, y hasta se
diría que me pierdo por confiado, he vigilado á Leonor siempre, porque la
quiero mucho, y en ninguna época hubiese podido ella cometer, sin que yo
me enterase, los delitos de que se acusaba. Comprendí que se trataba de una
fantasmagoría, de un sueño, y me resigné á la hipótesis de una falta
imaginaria... ¡Quién sabe si ese fantasma de pasión y arrepentimiento la
sirve de escudo contra la realidad! Lo que te aseguro es que Leonor,
viviendo yo, nunca saldrá de la región de los fantasmas... ¡Y no volvamos á
hablar de esto en la vida!
Aproveché el aviso, y de allí en adelante evité quedarme á solas con
Leonor, y hasta fijar la mirada en sus obscuros ojos, nublados por la
quimera.
LA PERLA ROSA
UN PARECIDO
MEMENTO
LA CAJA DE ORO
LA SIRENA
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LA CABELLERA DE LAURA
DELINCUENTE HONRADO
DE todos los reos de muerte que he asistido en sus últimos instantes—nos
dijo el Padre Téllez, que aquel día estaba animado y verboso—el que me
infundió mayor lástima fué un zapatero de viejo, asesino de su hija única. El
crimen era horrible. El tal zapatero, después de haber tenido á la pobre
muchacha rigurosamente encerrada entre cuatro paredes; después de
reprenderla por asomarse á la ventana; después de maltratarla, pegándola
por leves descuidos, acabó llegándose una noche á su cama, y clavándola en
la garganta el cuchillo de cortar suela. La pobrecilla parece que no tuvo
tiempo ni de dar un grito, porque el golpe segó la carótida. Esos cuchillos
son un arma atroz, y al padre no le tembló la mano; de modo que la
muchacha pasó, sin transición, del sueño á la eternidad.
La indignación de las comadres del barrio y de cuantos vieron el
cadáver de una criatura preciosa de diez y siete años, tan alevosamente
sacrificada, pesó sobre el Jurado; y como el asesino no se defendía y
parecía medio estúpido, le condenaron á la última pena. Cuando tuve que
ejercer con él mi sagrado ministerio, á la verdad, temí encontrar, detrás de
un rostro de fiera, un corazón de corcho, ó unos sentimientos monstruosos y
salvajes. Lo que ví fué un anciano de blanquísimos cabellos, cara
demacrada y ojos enrojecidos, merced al continuo fluir de las lágrimas, que
poco á poco se deslizaban por las mejillas consumidas, y á veces paraban en
los labios temblones, donde el criminal, sin querer, las bebía y saboreaba su
amargor.
Lejos de hallarle rebelde á la divina palabra, apenas entré en su celda
se abrazó á mis rodillas y me pidió que le escuchase en confesión,
rogándome también que, después de cumplir el fallo de la justicia, hiciese
públicas sus revelaciones en los periódicos, para que rehabilitasen su
memoria y quedase su decoro como correspondía. No juzgué procedente
acceder en este particular á sus deseos: pero hoy los invoco, y me autorizan
para contarles á ustedes la historia. Procuraré recordar el mismo lenguaje de
que él se sirvió, y no omitiré las repeticiones, que prueban el trastorno de su
mísera cabeza:
»—Padre confesor—empezó por decir,—ante todo sepa usted que yo
soy un hombre decente, todo un caballero. Esa niña... que maté... nació... al
año de haberme casado. Era bonita, y su madre también... ¡ya lo creo!
preciosa, que daba gloria el mirarla! Yo tenía ya algunos añitos... y ella, una
moza de rumbo, más fresca que las mismas rosas. Digo la madre, señor;
digo su madre, porque por la madre tenemos que principiar. Los hijos, así
como heredan los dineros del que los tiene... heredan otras cosas... Usted,
que sabrá mucho, me entenderá. Yo no sé nada, pero... á caballero no me ha
ganado nadie!
La madre... yo me miraba en sus ojos, porque la quería de alma, según
corresponde á un marido bueno. Le hacía regalos; trabajaba día y noche
para que tuviese su ropa maja y su mantón y sus aretes, y sobre todo...
¡porque eso es antes! á diario su puchero sano, y cuando parió, su cuartillo
de vino y su gallina... No me remuerde la conciencia de haberla escatimado
un real. Ella era alegre y cantaba como una calandria, y á mí se me quitaban
las penas de oirla. Lo malo fué que como la celebraron la voz y las coplas, y
empezaron á remolinarse para escucharla, y el uno que llega y el otro que se
pega, y éste que encaja una pulla, y aquél que suelta un requiebro... en fin,
ví que se ponía aquello muy mal, y la dije lo que venía al caso. ¿Sabe usted
lo que me contestó? Que no lo podía remediar, que la gustaba el gentío y oir
cómo la jaleaban, que cada cual es según su natural y que no le rompiese la
cabeza con sermones... De allí á un mes—no se me olvida la fecha, el día de
la Candelaria—desapareció de casa, sin dar siquiera un beso á la niña... que
tenía sus cinco añitos y era como un sol.»
—Aquí—intercaló el Padre Téllez—tuvo una crisis de sollozos, y por
poco me enternezco yo también, á pesar de que la costumbre de asistir á los
reos endurece y curte. Le consolé cuanto era posible, le di á beber un trago
de anís, y el desdichado prosiguió.
«Supe luego que andaba por los coros de los teatros, y sabe Dios
cómo... y lo que más me barajaba los sesos—¡porque la honra trabaja
mucho!—era que me decían los amigos, al pasar delante de mi obrador:—
No tienes vergüenza... Yo que tú, la mato.—De tanto oirlo, se me pegó el
estribillo, y mientras batía suela, ¡tan, tan, catán! repetía en alto:—No tengo
vergüenza... ¡Había que matarla!—Sólo que ni la encontré en jamás, ni tuve
ánimos para echarme en su busca. Y así que pasaron tres años, nadie me
venía con que la matase, porque ella rodaba por Andalucía, hasta que se la
llevaron á América... ¡qué sé yo adonde! ¡Si vive y lee los diarios y ve
como murió su hija...!» El reo tuvo un ataque de risa convulsiva, y le
sosegué otra vez á fuerza de exhortaciones y consejos.
«Así que se me quitó de la imaginación la madre, empecé á cuidar de
la niña. No tenía otra cosa para qué mirar en el mundo. Me propuse que no
había de perderse, ni arrimarme otro tiznón, y no la dejé salir ni al portal.
Aunque me dijese, es un verbigracia:—«Padre, tengo ganas de correr» ó
—«Padre, me pide el cuerpo ir á la plazuela»—nada, yo sujetándola, que se
divirtiese con su canario, ó con los pliegos de aleluyas, ó con la maceta de
albahaca, ¡pero sin sacar un dedo fuera! Y así que fué espigando, y me hice
cargo de que era muy bonita, tan bonita como su madre, y parecida á ella
como una gota á otra gota... y con una voz de ángel también, se me abrieron
los ojos de á cuarta, y dije:—No, lo que es tú... no has de echarme el
borrón.—Y me convertí en espía, y la velé hasta el sueño, y no contento con
guardarla dentro de casa, me paseaba por la callejuela debajo de su ventana,
á ver si andaba por allí algún zángano; tanto que la castañera de la esquina
me dijo así:—Abuelo, está usted chiflado. ¿A quién se le ocurre rondar á su
propia hija? ¡Qué viejos mas escamones!—Pero no lo podía remediar. Toda
cuanta candidez y buena fe había tenido con la madre, ahora se me volvía
desconfianza; se me había clavado aquí, entre las cejas, que mi hija se
perdería, que era infalible que se perdiese, sobre todo si daba en cantar; y
me eché de rodillas delante de ella, y la obligué á que me jurase que no
cantaría nunca, así se hundiese el mundo. Y me lo juró: sólo que, como ya
no era yo aquel de antes, de allí á pocas mañanas, acechando desde la
esquina, la veo que abre la ventana, que se pone á regar las macetas, y que
al mismo tiempo, á competencia con el canario, rompe á cantar... Me dió la
sangre una vuelta redonda y se me quedaron las manos frías. Volví á casa,
entré en el cuarto de la muchacha, la cogí por el pelo y debí de pegarla
bastante, porque gritó y estuvo más de una semana con una venda. ¿Creerá
usted, Padre, que se enmendó? A los quince días vuelvo á rondar y vuelve á
asomarse, y otra vez el canticio, y enfrente un grupo de mozalbetes que se
para y la dice muchos olés... Callé; no entré á castigarla; y por la tarde,
mientras batía mi suela, me parecía que una voz rara, como de algún chulo
que se reía de mí, me decía lo mismo que doce años antes:—No tienes
vergüenza... Había que matarla.—Cené muy triste, y después de que me
acosté, la misma voz, erre que erre: Matarla, matarla...—Entonces me
levanté despacio, cogí la herramienta, fuí en puntillas, me acerqué á la
cama, y de un solo golpe... Ahora hagan de mí lo que quieran, que ya tengo
mi honra desempeñada.»
—¿Creerán ustedes,—añadió el Padre Téllez, que no le pude quitar la
tema de la honra? Se arrepentía... pero á los dos minutos volvía á porfiar
que era un caballero, y su conducta, más que culpable, ejemplar... En este
terreno casi murió impenitente...
—Estaría loco—dijimos, á fin de consolar al sacerdote, que se había
quedado muy abatido al terminar su relato.
PRIMER AMOR
¿QUÉ edad contaría yo á la sazón? ¿Once ó doce años? Más bien serían
trece, porque antes es demasiado temprano para enamorarse tan de veras;
pero no me atrevo á asegurar nada, considerando que en los países
meridionales madruga mucho el corazón, dado que esta víscera tenga la
culpa de semejantes trastornos.
Si no recuerdo bien el cuándo, por lo menos puedo decir con completa
exactitud el cómo empezó mi pasión á revelarse. Gustábame mucho—
después de que mi tía se largaba á la iglesia á hacer sus devociones
vespertinas—colarme en su dormitorio y revolverle los cajones de la
cómoda, que los tenía en un orden admirable. Aquellos cajones eran para
mí un museo: siempre tropezaba en ellos con alguna cosa rara, antigua, que
exhalaba un olorcillo arcáico y discreto, el aroma de los abanicos de
sándalo que andaban por allí perfumando la ropa blanca. Acericos de raso
descolorido ya; mitones de malla, muy doblados entre papel de seda;
estampitas de santos; enseres de costura; un ridículo de terciopelo azul
bordado de canutillo; un rosario de ámbar y plata, fueron apareciendo por
los rincones: yo los curioseaba y los volvía á su sitio. Pero un día—me
acuerdo lo mismo que si fuese hoy—en la esquina del cajón superior y al
través de unos cuellos de rancio encaje, ví brillar un objeto dorado.... Metí
las manos, arrugué sin querer las puntillas, y saqué un retrato, una miniatura
sobre marfil, que mediría tres pulgadas de alto, con marco de oro.
Me quedé como embelesado al mirarla. Un rayo de sol se filtraba por
la vidriera y hería la seductora imagen, que parecía querer desprenderse del
fondo obscuro y venir hacia mí. Era una criatura hermosísima, como yo no
la había visto jamás sino en mis sueños de adolescente, cuando los primeros
estremecimientos de la pubertad me causaban, al caer la tarde, vagas
tristezas y anhelos indefinibles. Podría la dama del retrato frisar en los
veinte y pico; no era una virgencita cándida, capullo á medio abrir, sino una
mujer en quien ya resplandecía todo el fulgor de la belleza. Tenía la cara
oval, pero no muy prolongada; los labios carnosos, entreabiertos y risueños;
los ojos lánguidamente entornados, y un hoyuelo en la barba, que parecía
abierto por la yema del dedo juguetón de Cupido. Su peinado era extraño y
gracioso: un grupo compacto, á manera de piña de bucles al lado de las
sienes y un cesto de trenzas en lo alto de la cabeza. Este peinado antiguo,
que remangaba en la nuca, descubría toda la morbidez de la fresca garganta,
donde el hoyo de la barbilla se repetía más delicado y suave. En cuanto al
vestido..... Yo no acierto á resolver si nuestras abuelas eran de suyo menos
recatadas de lo que son nuestras esposas, ó si los confesores de antaño
gastaban manga más ancha que los de hogaño; y me inclino á creer esto
último, porque hará unos sesenta años las hembras se preciaban de
cristianas y devotas, y no desobedecerían á su director de conciencia en
cosa tan grave y patente. Lo indudable es que si en el día se presenta alguna
señora con el traje de la dama del retrato, ocasiona un motín; pues desde el
talle (que nacía casi en el sobaco) sólo la velaban leves ondas de gasa
diáfana, señalando, mejor que cubriendo, dos escándalos de nieve, por entre
los cuales serpeaba un hilo de perlas, no sin descansar antes en la tersa
superficie del satinado escote. Con el propio impudor se ostentaban los
brazos redondos, dignos de Juno, rematados por manos esculturales..... Al
decir manos no soy exacto, porque en rigor, sólo una mano se veía, y esa
apretaba un pañuelo rico.
Aún hoy me asombro del fulminante efecto que la contemplación de
aquella miniatura me produjo, y de cómo me quedé arrobado, suspensa la
respiración, comiéndome el retrato con los ojos. Ya había yo visto aquí y
acullá estampas que representaban mujeres bellas; frecuentemente, en las
Ilustraciones, en los grabados mitológicos del comedor, en los escaparates
de las tiendas, sucedía que una línea gallarda, un contorno armonioso y
elegante, cautivaba mis miradas precozmente artísticas; pero la miniatura
encontrada en el cajón de mi tía, aparte de su gran gentileza, se me figuraba
como animada de sutil aura vital; advertíase en ella que no era el capricho
de un pintor, sino imagen de persona real, efectiva, de carne y hueso. El rico
y jugoso tono del empaste, hacía adivinar, bajo la nacarada epidermis, la
sangre tibia; los labios se desviaban para lucir el esmalte de los dientes; y,
completando la ilusión, corría alrededor del marco una orla de cabellos
naturales, castaños, ondeados y sedosos, que habían crecido en las sienes
del original. Lo dicho: aquello, más que copia, era reflejo de persona viva,
de la cual sólo me separaba un muro de vidrio..... Puse la mano en él, lo
calenté con mi aliento, y se me ocurrió que el calor de la misteriosa deidad
se comunicaba á mis labios y circulaba por mis venas. Estando en esto,
sentí pisadas en el corredor. Era mi tía que regresaba de sus rezos. Oí su tos
asmática y el arrastrar de sus pies gotosos. Tuve tiempo no más que de dejar
la miniatura en el cajón, cerrarlo, y arrimarme á la vidriera, adoptando una
actitud indiferente y nada sospechosa.
Entró mi tía sonándose recio, porque el frío de la iglesia le había
encrudecido el catarro ya crónico. Al verme se animaron sus ribeteados
ojillos, y, dándome un amistoso bofetoncito con la seca palma, me preguntó
si le había revuelto los cajones, según costumbre.
Después, sonriéndose con picardía:
—Aguarda, aguarda—añadió—voy á darte algo, que te chuparás los
dedos.
Y sacó de su vasta faltriquera un cucurucho, y del cucurucho tres ó
cuatro bolitas de goma adheridas entre sí, como aplastadas, que me
infundieron asco.
La estampa de mi tía no convidaba á que uno abriese la boca y se
zampase el confite: muchos años, la dentadura traspillada, los ojos
enternecidos más de lo justo, unos asomos de bigote ó cerdas sobre la
hundida boca, la raya de tres dedos de ancho, unas canas sucias
revoloteando sobre las sienes amarillas, un pescuezo flácido y lívido como
el moco del pavo cuando está de buen humor... Vamos, que yo no tomaba
las bolitas, ¡ea! Un sentimiento de indignación: una protesta varonil se alzó
en mí, y declaré con energía:
—No quiero, no quiero.
—¿No quieres? ¡Gran milagro! ¡Tú que eres más goloso que la gata!
—Ya no soy ningún chiquillo—exclamé creciéndome, empinándome
en la punta de los pies—y no quiero dulces.
La tía me miró entre bondadosa é irónica, y al fin, cediendo á la gracia
que le hice, soltó el trapo, con lo cual se desfiguró y puso patente la
espantable anatomía de sus quijadas. Reíase de tan buena gana, que se
besaban barba y nariz, ocultando los labios, y se le señalaban dos arrugas, ó
mejor, dos zanjas hondas, y más de una docena de pliegues en mejillas y
párpados; al mismo tiempo, la cabeza y el vientre se le columpiaban con las
sacudidas de la risa, hasta que al fin vino la tos á interrumpir las carcajadas,
y entre risas y tos, involuntariamente, la vieja me regó la cara con un rocío
de saliva... Humillado y lleno de repugnancia, huí á escape y no paré hasta
el cuarto de mi madre, donde me lavé con agua y jabón, y me dí á pensar en
la dama del retrato.
Y desde aquel punto y hora ya no acerté á separar mi pensamiento de
ella. Salir la tía y escurrirme yo hacia su aposento, entreabrir el cajón, sacar
la miniatura y embobarme contemplándola, todo era uno. A fuerza de
mirarla, figurábaseme que sus ojos entornados, al través de la voluptuosa
penumbra de las pestañas, se fijaban en los míos, y que su blanco pecho
respiraba afanosamente. Me llegó á dar vergüenza besarla, imaginando que
se enojaba de mi osadía, y sólo la apretaba contra el corazón, ó arrimaba á
ella el rostro. Todas mis acciones y pensamientos se referían á la dama;
tenía con ella extraños refinamientos y delicadezas nimias. Antes de entrar
en el cuarto de mi tía y abrir el codiciado cajón, me lavaba, me peinaba, me
componía, como ví después que suele hacerse para acudir á las citas
amorosas.
Me sucedía á menudo encontrar en la calle á otros niños de mi edad,
muy armados ya de su cacho de novia, que ufanos me enseñaban cartitas,
retratos y flores, preguntándome si yo no escogería también mi niña con
quien cartearme. Un sentimiento de pudor inexplicable me ataba la lengua,
y sólo les contestaba con enigmática y orgullosa sonrisa. Cuando me pedían
parecer acerca de la belleza de sus damiselillas, me encogía de hombros y
las calificaba desdeñosamente de feas y fachas. Ocurrió cierto domingo que
fuí á jugar á casa de unas primitas mías, muy graciosas en verdad, y que la
mayor no llegaba á los quince. Estábamos muy entretenidos en ver un
estereóscopo, y de pronto una de las chiquillas, la menor, doce primaveras á
lo sumo, disimuladamente me cogió la mano, y conmovidísima, colorada
como una brasa, me dijo al oído:
—Toma.
Al propio tiempo sentí en la palma de la mano una cosa blanda y
fresca, y ví que era un capullo de rosa, con su verde follaje. La chiquilla se
apartaba sonriendo y echándome una mirada de soslayo; pero yo, con un
puritanismo digno del casto José, grité á mi vez:
—¡Toma!
Y le arrojé el capullo á la nariz, desaire que la tuvo toda la tarde
llorosa y de monos conmigo, y que aún á estas fechas, que se ha casado y
tiene tres hijos, no me ha perdonado probablemente.
Siéndome cortas para admirar el mágico retrato las dos ó tres horas
que entre mañana y tarde se pasaba mi tía en la iglesia, me resolví por fin á
guardarme la miniatura en el bolsillo, y anduve todo el día escondiéndome
de la gente lo mismo que si hubiese cometido un crimen. Se me antojaba
que el retrato, desde el fondo de su cárcel de tela, veía todas mis acciones, y
llegué al ridículo extremo de que si quería rascarme una pulga, atarme un
calcetín ó cualquiera otra cosa menos conforme con el idealismo de mi
amor purísimo, sacaba primero la miniatura, la depositaba en sitio seguro y
después me juzgaba libre de hacer lo que más me conviniese. En fin, desde
que hube consumado el robo, no cabía en mí; de noche lo escondía bajo la
almohada y me dormía en actitud de defenderlo; el retrato quedaba vuelto
hacia la pared, yo hacia la parte de afuera, y despertaba mil veces con temor
de que viniesen á arrebatarme mi tesoro. Por fin lo saqué de debajo de la
almohada y lo deslicé entre la camisa y la carne, sobre la tetilla izquierda,
donde al día siguiente se podían ver impresos los cincelados adornos del
marco.
El contacto de la cara miniatura me produjo sueños deliciosos. La
dama del retrato, no en efigie, sino en su natural tamaño y proporciones,
viva, airosa, afable, gallarda, venía hacia mí para conducirme á su palacio,
en un carruaje de blandos almohadones. Con dulce autoridad me hacía
sentar á sus pies en un cojín, y me pasaba la torneada mano por la cabeza,
acariciándome la frente, los ojos y el revuelto pelo. Yo le leía en un gran
misal, ó tocaba el laúd, y ella se dignaba sonreirse, agradeciéndome el
placer que la causaban mis canciones y lecturas. En fin, las reminiscencias
románticas me bullían en el cerebro, y ya era paje, ya trovador.
Con todas estas imaginaciones, el caso es que fuí adelgazando de un
modo notable, y lo observaron con gran inquietud mis padres y mi tía.
—En esa difícil y crítica edad del desarrollo, todo es alarmante—dijo
mi padre, que solía leer libros de medicina y estudiaba con recelo las ojeras
obscuras, los ojos apagados, la boca contraída y pálida, y sobre todo, la
completa falta de apetito que se apoderaba de mí.
—Juega, chiquillo; come, chiquillo—solían decirme.
Y yo les contestaba con abatimiento:
—No tengo ganas.
Empezaron á discurrirme distracciones; me ofrecieron llevarme al
teatro; me suspendieron los estudios, y diéronme á beber leche recién
ordeñada y espumosa. Después me echaron por el cogote y la espalda
duchas de agua fría, para fortificar mis nervios; y noté que mi padre, en la
mesa ó por las mañanas cuando iba á su alcoba á darle los buenos días, me
miraba fijamente un rato y á veces sus manos se escurrían por mi espinazo
abajo, palpando y tentando mis vértebras. Yo bajaba hipócritamente los
ojos, resuelto á dejarme morir antes que confesar el delito. En librándome
de la cariñosa fiscalización de la familia, ya estaba con mi dama del retrato.
Por fin, para mejor acercarme á ella, acordé suprimir el frío cristal: vacilé al
ir á ponerlo en obra; al cabo pudo más el amor que el vago miedo que
semejante profanación me inspiraba, y con gran destreza logré arrancar el
vidrio y dejar patente la plancha de marfil.
Al apoyar en la pintura mis labios y percibir la tenue fragancia de la
orla de cabellos, se me figuró con más evidencia que era persona viviente la
que estrechaban mis manos trémulas. Un desvanecimiento se apoderó de
mí, y quedé en el sofá como privado de sentido, apretando la miniatura.
Cuando recobré el conocimiento ví á mi padre, á mi madre, á mi tía,
todos inclinados hacia mí con sumo interés; leí en sus caras el asombro y el
susto; mi padre me pulsaba, meneaba la cabeza y murmuraba:
—Este pulso parece un hilito, una cosa que se va.
Mi tía, con sus dedos ganchudos, se esforzaba en quitarme el retrato, y
yo, maquinalmente, lo escondía y aseguraba mejor.
—Pero chiquillo... ¡suelta, que lo echas á perder!—exclamaba ella.
¿No ves que lo estás borrando? Si no te riño, hombre... yo te lo enseñaré
cuantas veces quieras; pero no lo estropees; suelta, que le haces daño.
—Déjaselo—suplicaba mi madre—el niño está malito.
—¡Pues no faltaba más!—contestó la solterona.—¡Dejarlo! ¿Y quién
hace otro como ese... ni quién me vuelve á mí á los tiempos aquéllos? ¡Hoy
en día nadie pinta miniaturas... eso se acabó... y yo también me acabé y no
soy lo que ahí aparece!
Mis ojos se dilataban de horror; mis manos aflojaban la pintura. No sé
cómo pude articular:
—Usted... el retrato... es usted...
—¿No te parezco tan guapa, chiquillo? ¡Bah! veintitrés años son más
bonitos que... que... que no sé cuántos, porque no llevo la cuenta; nadie ha
de robármelos!
Doblé la cabeza, y acaso me desmayaría otra vez; lo cierto es que mi
padre me llevó en brazos á la cama, y me hizo tragar unas cucharadas de
Oporto.
Convalecí presto y no quise entrar más en el cuarto de mi tía.
LA INSPIRACIÓN
TEMPORADA fatal estaba pasando el ilustre Fausto, el gran poeta. Por una
serie de circunstancias engranadas con persistencia increíble, todo le salía
mal, todo fallido, raquítico, como si en torno suyo se secasen los gérmenes
y la tierra se esterilizase. Sin ser viejo de cuerpo, envejecía rápidamente su
alma, deshojándose en triste otoñada sus amarillentas ilusiones. Lo que le
abrumaba no era dolor, sino atonía de su ardorosa sensibilidad y de su
imaginación fecunda.
Acababa de romper relaciones con una mujer á quien no amaba;
aquello principió por una comedia sentimental, y duró entre una eternidad
de tedio, el cansancio insufrible del actor que representa un papel
antipático, que ya va olvidando de puro sabido, en un drama sin interés y
sin literatura. Y, no obstante, cuando la mujer mirada con tanta indiferencia
le suplantó descaradamente y le hizo blanco de acerbas pullas que se
repetían en los salones, Fausto sintió una de esas amarguras secas, irritantes,
que ulceran el alma, y quedó, sin querérselo confesar, descontento de sí,
rebajado á sus propios ojos, saturado de un escepticismo vulgar y prosaico,
embebido de la ingrata convicción de que su mente ya no volvería á crear
obra de arte, ni su corazón á destilar sentimiento.
Sí; Fausto se imaginaba que no era poeta ya. Así como los místicos
tienen horas en que la frialdad que advierten les induce á dudar de su propia
fe, los artistas desfallecen en momentos dados, creyéndose impotentes,
paralíticos, muertos. Recluído en su gabinete, Fausto llamaba á la musa;
pero en vano brillaba la lámpara, ardía la chimenea, exhalaban perfume los
jacintos y las violetas, susurraba la seda del cortinaje: la infiel no acudía á la
cita, y Fausto, con la frente calenturienta apoyada en la palma de la mano—
actitud familiar para todos los que han luchado á solas con el ángel rebelde
—no sentía fluir ni una gota del manantial delicioso: solo veía rocas negras,
áridos arenales caldeados por el sol del desierto.
En aquellos momentos de agonía, su conciencia le acusaba, diciéndole
que la decadencia del artista procedía del indiferentismo del hombre; que la
poesía no acude á los páramos, sino á los oasis, y que si no podía volver á
amar, tampoco podría volver á aparear versos—como quien unce parejas de
corzas blancas al mismo carro de oro.—Las mujeres que le habían burlado
y abandonado eran, sin duda, indignas de su amor; pero tampoco él—
Fausto, el poeta, el soñador, el ave—se había tomado el trabajo de quererlo
inspirar, ni menos de sentirlo. El desierto no era el alma ajena, era su alma;
quien sólo ofrece llanuras candentes y peñascales yermos, no extrañe que el
viajero cansado no se siente á reposar, ni quiera dormir larga y dulce siesta,
como la que se duerme á la sombra de las palmeras verdes, al lado del
fresco pozo...
Paseábase Fausto una tarde de Septiembre, á pie y sin objeto, por una
de las solitarias rondas madrileñas, y al borde de un solar cercado de tablas
divisó grupos de gente que examinaba con muestras de vivísimo interés,
algo caído en el suelo. Las cabezas se inclinaban, y del corro salían
exclamaciones de lástima y admiración. Fausto iba á pasar sin hacer caso;
pero una sensación indefinible de curiosidad cruel le empujó al remolino.
Pensó que la realidad es madre de la poesía, y que á veces del incidente más
vulgar salta la chispa generadora. No sin algún trabajo consiguió abrirse
camino, y ya en primera fila, pudo ver lo que causaba el asombro de aquel
gentío humilde.
Sobre la hierba enteca y mísera que á duras penas brotaba del terreno
arcilloso, yacía tendida una mujer joven, de sorprendente belleza. La
palidez de la muerte, y esa especie de misteriosa dignidad y calma que
imprime á las facciones, la hacían semejante á perfectísimo busto de
mármol, y el ligero vidriado de los árabes ojos no amenguaba su dulzura. El
pelo, suelto, rodeaba como un cojín de terciopelo mate la faz, y la boca,
entreabierta, dejaba ver los dientes de nácar entre los descoloridos y puros
labios. No se distinguía herida alguna en el cuerpo de la joven, y sus ropas
conservaban decente compostura. Estaba echada de lado. Una faja de lana
unía su cintura á la de un mocetón feo y tosco, muerto también, de un
balazo que, entrando por el oído, había roto el cráneo. Sin duda en la agonía
de los dos enamorados la faja debió de aflojarse, pues la mujer aparecía
algo vuelta hacia la derecha, y el mozo á la izquierda, como desviándose de
su compañera en el morir.
Con mezcla de piedad y de enojo, los albañiles, las lavanderas y los
guardias de orden público comentaban el trágico suceso.—Tratábase de un
doble suicidio, concertado de antemano, y hasta anunciado por el bruto del
mozo, en una taberna, la noche anterior.—La oposición de los padres de
ella, las malas costumbres de él, y el haber caído soldado, eran la causa.
Ella no podía resignarse á la separación: ella misma, la mujer apasionada,
había lanzado la terrible idea, acogida con fruición estúpida por el hombre
celoso y feroz: morir, irse abrazados á donde Dios dispusiese; no apartarse
ya nunca; pese á quien pese, desposarse en el ataúd... Sin dilación adquirió
el revólver, y después de una mañana que pasaron juntos almorzando en un
ventorro, los dos amantes se habían recogido al extraviado solar, donde,
arrollando primero la faja del mozo alrededor de ambas cinturas, ella había
tendido con sublime confianza el seno izquierdo, sin que, ni al sentir sobre
el corazón el cañón del arma, se borrase de sus labios aquella sonrisa que
aún conservaba fija en la boca, ¡aquella sonrisa que lucía los dientes de
nácar entre los descoloridos y puros labios!
Por la noche, al retirarse Fausto á su casa, percibió una fiebre singular
que conocía de antemano, pues solía experimentarla cada vez que se
renovaba su ser con afectos nunca sentidos. Semejante excitación nerviosa
señalaba, como la manecilla del reloj, las etapas sucesivas de su vida moral.
La alegría extremada, la pena vehemente é inconsolable se anunciaban
igualmente para Fausto con un desasosiego raro, una inquietud del corazón,
que ya acelera sus latidos, ya se aquieta y desmaya hasta el síncope. Las
horas nocturnas las contó desvelado en la cama: no podía apartar del
pensamiento la imagen de la muchacha muerta; y mientras volvía á ver el
solar, el corro de curiosos, el grupo trágico de los amantes que abrazados
emprenden el viaje sin regreso, un bullir confuso de rimas, un surgir de
estrofas incompletas, un rodar oceánico de versos sonoros ascendía de su
corazón palpitante á su cerebro, y bajaba después, á manera de corriente
impetuosa, á su mano impaciente ya de asir la pluma...
Lo más raro de todo era que Fausto, con la fantasía, enmendaba la
plana al ciego Destino. La hermosa niña que había recibido en el seno
izquierdo la bala, no estaba enamorada del bárbaro y plebeyo borrachín, del
perdulario soez que descansaba á su lado, y que la amarró con la faja antes
de darle muerte. No: el predilecto de aquella mujer que sabía querer y
morir; el que antes de asesinarla había aspirado el aliento de su boca de
virgen, era Fausto, el poeta; Fausto, que por fin encontraba su ideal, y que al
encontrarlo prefería dejar la tierra, sellando con el sello de lo irreparable tan
magnífica pasión.
¿Quién duda que sólo Fausto, capaz de comprender el valor de la
acción sublime, merecía haberla inspirado? Corrigiendo la inepcia de los
hechos, despreciando la vana apariencia de lo real, Fausto recogía para sí la
ardiente flor amorosa, la flor de sangre sembrada en el erial de la ronda
madrileña. Él era el compañero de aquella muerta que sonreía; él era quien
había apoyado el revólver sobre el impávido seno de la heroína, no sólo
tranquila ante la muerte, sino prendada de la muerte que une eternamente,
sin separación posible, á los que se quisieron con delirio... Y la sugestión
fue tan fuerte, que Fausto arrojó las sábanas, encendió luz y empezó á
emborronar papel...
............
CHAMPAGNE
¿JUSTICIA?
SIN ser filósofo ni sabio; con sólo la viveza del natural discurso, Pablo
Roldán había llegado á formarse en muchas cuestiones un criterio extraño é
independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo sea,—pero al
menos distinto del de la generalidad de los mortales.—En todo tiempo
habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar colectivo y el de
algunos individuos innovadores ó retrógrados con exceso, pues tanto nos
separamos de nuestra época por adelantarnos como por rezagarnos.
Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original
y hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir que
Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa y
elegante, que se llevaba los ojos y quizás el corazón de cuantos la veían. Un
tesoro así debiera hacer vigilante á su guardador; pero Pablo Roldán no sólo
alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sino que declaraba que la
vigilancia le parecía inútil, porque no juzgándose propietario de su bella
mitad, no se creía en el caso de guardarla como se guarda una viña, un
huerto ó una caja de valores. Una mujer—decía sonriendo Pablo—se
diferencia de una fruta y de un rollo de billetes de Banco, en que tiene
conciencia y lengua. A nadie se le ha ocurrido hacer responsable á la pavía
si un ratero la hurta y se la come. La mujer es capaz y responsable—y vean
cómo realmente, pareciendo tan bonachón, soy más rígido que ustedes los
celosos extremeños.—La mujer es responsable, culpable... entendámonos:
cuando engaña. Claro que la mía, moralmente, no conseguirá nunca
engañarme, porque yo sería la flor de los imbéciles si al acercarme á ella no
comprendiese la impresión que la produzco; si me ama, ó la soy indiferente,
ó no me puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme
cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar—tan cierto como me
llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor—consideraré roto el
lazo que la sujeta á mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de violentar
un alma esencialmente igual á la mía... Desde el día en que no me quiera,
mi mujer será interiormente libre como el aire. Sin embargo—pues el nudo
legal es indisoluble y la equivocación mutua,—le advertiré que queda
obligada á salvar las apariencias, á tener muy en cuenta la exterioridad, á no
hacerme blanco de la burla; y yo, por mi parte, me creeré en el deber de
seguir amparándola, de escudarla contra el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío,
esto es hablar por hablar; Felicia parece que aun no me ha perdido el
cariño... Son teorías, y ya sabe usted que, llegado el caso práctico, raro es el
hombre que las aplica rigurosamente.
No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos
amigos y hombres de corazón y de entendimiento; con los demás creía él
que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema
amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio vivía
unido, respetado, contento. No obstante, yo que lo observaba sin cesar,
atraído por aquel experimento curioso, empecé á notar, transcurridos
algunos años—poco después de que la mujer de Pablo entró en el período
de esplendor de la belleza femenina, los treinta—ciertos síntomas que me
inquietaron un poco. Pablo andaba á veces triste y meditabundo; tenía días
de murria, momentos de distracción y ausencia, aunque se rehacía luego y
volvía á su acostumbrada ecuanimidad. En cambio, su mujer demostraba
una alegría y animación exageradas y febriles, y se entregaba más que
nunca al mundo y á las fiestas. Seguían yendo siempre juntos; las buenas
costumbres conyugales no se habían alterado en lo más mínimo; pero yo,
que tampoco soy la flor de los imbéciles, no podía dudar que existía en
aquella pareja antes venturosa algún desajuste, alguna grieta oculta, algo
que alteraba su contextura íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se
mantenía inalterable; para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.
Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los
padres convidaron á sus relaciones á examinar las vistas y ricos regalos que
formaban la canastilla de la novia. Encontrábame entretenido en admirar un
largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando ví entrar á Pablo Roldán y
á su mujer. Acercáronse á la mesa cargada de preseas magníficas, y la gente
agolpada les abrió paso difícilmente. La señora de Roldán se extasió con el
hilo de perlas: ¡qué iguales! ¡qué gruesas! ¡qué oriente tan nacarado y tan
puro! Mientras expresaba su admiración hacia la joya, noté...—¿quién
explicaría el por qué me fijaba ansiosamente en los movimientos de la
mujer de Pablo?—noté, digo, que se deslizaba hacia ella, como para
compartir su admiración, Dámaso Vargas Padilla, mozo más conocido por
calaveradas y despilfarros que por obras de caridad, y hube de ver que sobre
el color avellana del guante de Suecia de la dama relucía un objetito blanco,
inmediatamente trasladado á los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y
sentí el mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al
cerciorarme de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de
muerto, había visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de
manos de su mujer á manos de Vargas...
Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se
arrojó; no dió la más leve muestra de cólera ó pesadumbre. Al contrario,
siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando
los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando á su mujer á que
se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió á este
examen, que la gente fué retirándose poco á poco, y ya no quedamos en el
gabinete sino media docena de personas. Y cuando me disponía á cruzar la
puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví á ver algo que me hizo el
efecto de la espantable cabeza de Medusa, paralizándome de horror,
dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento... Pablo Roldán había deslizado
rápidamente en el bolsillo de su chaleco el hilo de perlas, y salía tranquilo,
alta la frente, bromeando con su esposa, elogiando un cuadro, en el cual
logró concentrar toda la atención de los circunstantes.
Desde el día siguiente empezó á murmurarse sobre el tema del robo,
primero en voz baja, después con escandalosa publicidad. Hubo periódicos
que lo insinuaron; el tole tole fué horrible. Las muchas personas
distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo y
mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al ladrón. Se
calumnió á varios inocentes, y el rencor buscó medios de herir, devolviendo
la flecha. Todos respiraron por fin al saber que el juez, avisado por una
delación anónima, acababa de registrar la casa de Pablo, encontrando el hilo
de perlas en un armario del tocador de la señora de Roldán...
Sólo yo comprendí la tremenda venganza. Sólo yo logré penetrar el
siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de
expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que encontré
á Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis dudas respecto
á si debía ó no revelar la verdad, puesto que la conocía, Pablo me respondió
con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:
—No intervengas; ¡paso á la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no
me creí con derecho ni á la queja; quiso á otro, y únicamente la rogué que
no me entregase á la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió á mi ruego...
ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé... ¡Los medios
fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de los que creen que la
venganza pertenece á Dios, apártate de mí, porque no nos entendemos.
Amor, odio y venganza... ¿dónde habrá nada más humano?
Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver á verle. No sé juzgarle;
tan pronto le compadezco, como me inspira horror.
MÁS ALLÁ
LA CULPABLE
ELISA fué una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y
murió, joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una
falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su
marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas
de tren... Después, sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la
depositaron en un convento, y á los quince días se casó, sin que sus padres
asistiesen á la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.
Ellos no se habían opuesto de frente á las relaciones de Elisa con
Adolfo: mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían
conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades
menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlo por espacio de
cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía
poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda
ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables
coloquios junto á la chimenea; en el diario tortoleo, el amante corazón de
Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la
acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por
parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.
La familia de Elisa tomó muy á pechos el escándalo, por lo mismo que
eran gente conocida, bien relacionada, preciada de correcta, intransigente en
cuestiones de moralidad exterior. Hubo en la casa uno de esos períodos de
disgusto, cerrados, serios, hondos, en que hasta los criados andan mohinos;
períodos que á las personas entradas en edad les cavan una cuarta de
sepultura. Las dos hermanas de la fugitiva se avergonzaron y corrieron de
suerte que en muchos meses no se atrevieron á salir á la calle. Una, en
especial, se afectó tanto, que fué preciso sacarla de Madrid para que no se
alterase su salud. La madre jamás pronunció el nombre de Elisa sin suspirar,
como cuando se nombra á los que fallecieron. El padre extremó el
procedimiento: cerróse á la banda y no nombró á Elisa ya nunca. Si le
preguntaban cuántas hijas tenía, contestaba que dos. «La otra la perdí»,
añadía crispando los labios.
Unida ya Elisa con el que había elegido, se propuso ser intachable y
perfecta en todo para rescatar la falta. No hubo esposa más tierna y solícita
que Elisa, ni casa mejor gobernada que la suya, ni señora que con mayor
abnegación prescindiese de sí propia y se eclipsase más modestamente en la
sombra del hogar. Como al fin tenía pocos años y á veces la sangre hervía
en sus venas con ímpetu juvenil, cuando veía á otras casadas adornarse,
cubrirse de joyas, ir á bailes y fiestas y sonreir al espejo, y ella se quedaba
recluída y en bata casera, decía para sí: «Bueno; pero esas no se escaparon
con su marido antes de la boda.» Y aunque supiese que se escapaban
después... ó cosa parecida... con otros,—siempre persistía en tenerlas por de
mejor condición.
Hasta tal punto se consideró obligada á prestar fianza de su conducta,
que nunca salió sola, ni consintió recibir una visita estando ausente su
marido. A los hombres, fuesen jóvenes ó viejos, les hablaba fría y
desabridamente, cortando en seguida la conversación. Su traje era obscuro,
subido hasta las orejas, y su peinado estudiadamente sencillo y sin
coquetería. Aficionada á las esencias y aguas de tocador, las suprimió por
completo desde que oyó decir que «la mujer de bien, ni ha de oler mal, ni
ha de oler bien». Ser tenida en concepto de mujer de bien, fué su ambición
y su sueño; pero desconfiaba de conseguirlo nunca, por aquello de la
escapatoria...
Pasada la corta luna de miel, Adolfo comenzó á distraerse, y so color
de política, se acostumbró á retirarse tarde, á pasarse los días fuera, sin
venir ni á comer. Elisa lloró en silencio: lloró mucho, porque le quería, le
quería con toda su alma, y no podía vivir dichosa sino con él y por él, á
quien todo lo había sacrificado.
Un día, registrando el ropero de su marido para limpiar y arreglar la
ropa, encontró traspapelada en un chaqué de verano una carta inequívoca...
El dolor fue tan agudo, que Elisa se metió en la cama y estuvo varios días
sin querer comer y con gran deseo de morirse. Así que cobró algún ánimo,
se levantó y siguió viviendo. No profirió una queja: ¿con qué derecho? ¡La
podían tapar la boca á las primeras palabras! ¡Y si salía á relucir lo de la
fuga!.
Vinieron hijos, un niño y una niña; pero Elisa, que sufrió todo el peso
de la crianza, no intervino en la educación, ni ejerció jamás esa autoridad de
la madre digna y altiva, que lleva la maternidad como una corona. Sus hijos
se habituaron á que «no mandaba mamá».
En cuanto á la hacienda, ya se infiere que la regía única y
exclusivamente Adolfo, y Elisa no se hubiese arrojado á gastar cincuenta
pesetas en nada extraordinario, sin la venia necesaria. Muerto el padre de
Elisa y recogida la legítima, todavía pingüe, aunque mermada por el enojo
paternal, Adolfo se hizo cargo de todo y dedicó la mayor parte á sus goces,
no sin que muchas veces oyese Elisa reconvenciones duras y alusiones
amargas, fundadas en que su padre la había desheredado ó punto menos.
La salud de Elisa se resintió: los médicos hablaron de lesiones al
corazón, que degeneraban en hidropesía. Como la enferma se agravase,
pidió confesor, y por centésima vez se acusó de su delito, la escapatoria
fatal. El confesor la mandó que se acusase de pecados de la vida presente,
porque Dios no acostumbra recontar los ya perdonados y absueltos. Mas la
absolución del cielo no bastaba á Elisa: ya se sabe que Dios es muy bueno;
pero, en cambio, los hombres jamás olvidan ciertas cosas, y la mancha de
vergüenza allí está sobre la frente hasta la última hora de vivir!
Con los ojos vidriados de lágrimas, Elisa pidió que viniese Adolfo, y
así que le vió á su cabecera, echándole los brazos al cuello, murmuró á su
oído: «Alma mía, mi bien, ya sé que no tengo derecho ninguno á pedirte
que... que no te vuelvas á casar... ¡pero al menos... mira, en esta hora
solemne... perdóname de veras aquello... y no me olvides así... tan pronto...
tan pronto!»
Adolfo no contestó; no obstante, le pareció natural inclinarse y besarla.
Y la culpable, dejando caer la cabeza sobre la almohada, espiró contenta.
LA NOVIA FIEL
FUÉ sorpresa muy grande para todo Marineda el que se rompiesen las
relaciones entre Germán Riaza y Amelia Sirvián. Ni la separación de un
matrimonio da margen á tantos comentarios. La gente se había
acostumbrado á creer que Germán y Amelia no podían menos de casarse.
Nadie se explicó el suceso, ni siquiera el mismo novio. Sólo el confesor de
Amelia tuvo la clave del enigma.
Lo cierto es que aquellas relaciones contaban ya tan larga fecha, que
casi habían ascendido á institución. Diez años de noviazgo no son grano de
anís. Amelia era novia de Germán desde el primer baile á que asistió
cuando la pusieron de largo.
¡Qué linda estaba en el tal baile! Vestida de blanco crespón, escotada
apenas, lo suficiente para enseñar el arranque de los virginales hombros y
del seno que latía de emoción y placer, empolvado el rubio pelo, donde se
marchitaban capullos de rosa, Amelia era, según se decía en algún grupo de
señoras, ya machuchas, «un cromo», «un grabado de La Ilustración».
Germán la sacó á bailar, y cuando estrechó aquel talle que se cimbreaba, y
sintió la frescura de aquel hálito infantil, perdió la chaveta, y en voz
temblorosa, trastornado, sin elegir frases, hizo una declaración sincerísima,
y recogió un sí espontáneo, medio involuntario, doblemente delicioso. Se
escribieron desde el día siguiente, y vino esa época de ventaneo y
seguimiento en la calle, que es como la alborada de semejantes amoríos. Ni
los padres de Amelia, modestos propietarios, ni los de Germán,
comerciantes de regular caudal, pero de numerosa prole, se opusieron á la
inclinación de los muchachos, dando por supuesto desde el primer instante
que aquello pararía en justas nupcias, así que Germán acabase la carrera de
Derecho y pudiese sostener la carga de una familia.
Los seis primeros años fueron encantadores. Germán pasaba los
inviernos en Compostela, cursando en la Universidad y escribiendo largas y
tiernas epístolas; entre leerlas, releerlas, contestarlas y ansiar que llegasen
las vacaciones, el tiempo se deslizaba insensible para Amelia. Las
vacaciones eran grato paréntesis, y todo el tiempo que durasen ya sabía
Amelia que se lo dedicaría íntegro su novio. Este no entraba aún en la casa,
pero acompañaba á Amelia en el paseo, y de noche se hablaban, á la luz de
la luna, por una galería con vistas al mar. La ausencia, interrumpida por
frecuentes regresos, era casi un aliciente, un encanto más, un interés
continuo, algo que llenaba la existencia de Amelia, sin dejar cabida á la
tristeza ni al tedio.
Así que Germán tuvo en el bolsillo su título de licenciado en Derecho,
resolvió pasar á Madrid á cursar las asignaturas del doctorado. ¡Año de
prueba para la novia! Germán apenas escribía: billetes garrapateados al
vuelo, quizás sobre la mesa de un café, concisos, insulsos, sin jugo de
ternura. Y las amiguitas caritativas, que veían á Amelia ojerosa,
preocupada, alejada de las distracciones, la decían con perfidia burlona:—
Anda, tonta, diviértete... ¡Sabe Dios lo que él estará haciendo por allá!
¡Bien inocente serías si creyeses que no te la pega...! A mí me escribe mi
primo Lorenzo que vió á Germán muy animado en el teatro con unas....
El gozo de la vuelta de Germán compensó estos sinsabores. A los dos
días ya no se acordaba Amelia de lo sufrido, de sus dudas, de sus sospechas.
Autorizado para frecuentar la casa de su novia, Germán asistía todas las
noches á la tertulia familiar, y en la penumbra del rincón del piano, lejos del
quinqué velado por sedosa pantalla, los novios sostenían interminable
diálogo, buscándose de tiempo en tiempo las manos para trocar una furtiva
presión, y siempre los ojos para beberse la mirada hasta el fondo de las
pupilas.
Nunca había sido tan feliz Amelia. ¿Qué podía desear? Germán estaba
allí, y la boda era asunto concertado, resuelto, aplazado sólo por la
necesidad de que Germán encontrase una posicioncita, una base para
establecerse; una fiscalía, por ejemplo. Como transcurriese un año más y la
posición no se hubiese encontrado aún, Germán decidió abrir bufete y
mezclarse en la politiquilla local, á ver si así iba adquiriendo favor y
conseguía el ansiado puesto. Los nuevos quehaceres le obligaron á no ver á
Amelia ni tanto tiempo ni tan á menudo. Cuando la muchacha se lamentaba
de esto, Germán se vindicaba plenamente; había que pensar en el porvenir;
ya sabía Amelia que un día ú otro se casarían, y no debía fijarse en
menudencias, en remilgos propios de los que empiezan á quererse. En
efecto, Germán continuaba con el firme propósito de casarse así que se lo
permitiesen las circunstancias.
Al noveno año de relaciones notaron los padres de Amelia (y acabó
por notarlo todo el mundo), que el carácter de la muchacha parecía
completamente variado. En vez de la sana alegría y la igualdad de humor
que la adornaban, mostrábase llena de rarezas y caprichos, ya riendo á
carcajadas, ya encerrada en hosco silencio. Su salud se alteró también:
advertía desgana invencible, insomnios crueles, que la obligaban á pasarse
las noches levantada, porque decía que la cama, con el desvelo, le parecía
su sepulcro; además, sufría aflicciones al corazón y ataques nerviosos.
Cuando la preguntaban en qué consistía su mal, contestaba lacónicamente:
«No lo sé.» Y era cierto; pero al fin lo supo, y el saberlo la hizo mayor
daño.
¿Qué mínimos indicios; qué insensibles pero eslabonados hechos; qué
inexplicables revelaciones emanadas de cuanto nos rodea, hacen que sin
averiguar nada nuevo ni concreto, sin que nadie la entere con precisión
impúdica, la ayer ignorante doncella entienda de pronto y se rasgue ante sus
ojos el velo de Isis? Amelia, súbitamente, comprendió. Su mal no era sino
deseo, ansia, prisa, necesidad de casarse. ¡Qué vergüenza, qué sonrojo, qué
dolor y qué desilusión si Germán llegaba á sospecharlo siquiera! ¡Ah!
Primero morir. ¡Disimular, disimular á toda costa, y que ni el novio, ni los
padres, ni la tierra, lo supiesen!
Al ver á Germán tan pacífico, tan aplomado, tan armado de paciencia;
engruesando, mientras ella se consumía; chancero mientras ella empapaba
la almohada en lágrimas, Amelia se acusaba á sí propia, admirando la
serenidad, la cordura, la virtud de su novio. Y para contenerse y no echarse
sollozando en sus brazos; para no cometer la locura indigna de salir una
tarde sola é irse á casa de Germán, necesitó Amelia todo su valor, todo su
recato, todo el freno de las nociones de honor y honestidad que la
inculcaron desde la niñez.
Un día... sin saber cómo: sin que ningún suceso extraordinario,
ninguna conversación sorprendida la ilustrase, acabaron de rasgarse los
últimos cendales del velo... Amelia veía la luz; en su alma relampagueaba la
terrible noción de la realidad; y al acordarse de que poco antes admiraba la
resignación de Germán y envidiaba su paciencia, y al explicarse ahora la
verdadera causa de esa paciencia y esa resignación incomparable, una
carcajada sardónica crispó sus labios, mientras en su garganta creía sentir
un nudo corredizo, que se apretaba poco á poco y la extrangulaba. La
convulsión fué horrible, larga, tenaz; y aún no bien Amelia, destrozada,
pudo formar frases, rogó á sus consternados padres que advirtiesen á
Germán que las relaciones quedaban rotas. Cartas del novio, súplicas,
paternales consejos, todo fué en vano: Amelia se aferró á su resolución, y
en ella persistió, sin dar razones ni excusas.
—Hija, en mi entender, hizo usted muy mal—la decía el Padre
Incienso, viéndola bañada en lágrimas al pie del confesionario.—Un chico
formal, laborioso, dispuesto á casarse, no se encuentra por ahí fácilmente.
Hasta el aguardar á tener posición para fundar familia, lo encuentro loable
en él. En cuanto á lo demás... á esas figuraciones de usted... Los hombres...
por desgracia... Mientras está soltero, habrá tenido esos entretenimientos...
Pero usted...
—¡Padre—exclamó la joven—créame usted, pues aquí hablo con
Dios! ¡Le quería... le quiero... y por lo mismo... por lo mismo, padre! ¡Si no
le dejo... le imito! ¡Yo también...!
AFRA
CUENTO SOÑADO
............
Alcé los ojos y busqué los del retrato. La mirada de doña Magdalena
se me figuró más tenaz, más intensa, más dolorosa. El biznieto callaba y
suspiraba, como si le oprimiese el corazón el drama ancestral, como si
percibiese la humedad de las lágrimas evaporadas hace un siglo.
SARA Y AGAR
LA BICHA
LA NOVELA DE RAIMUNDO
EL ENCAJE ROTO
HIJA única de cariñosos padres que la habían criado con blandura, sin un
regaño ni un castigo, Martina fué la alegría del honrado hogar donde nació
y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó á decir que era bonita, y
la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla
para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes,
en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina,
vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba
y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa
también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría,
tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía
dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban
con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se
prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían
empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que
revoloteaban en torno de Martina atraídos por la juventud y la buena cara,
unidas á no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las
grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las
prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos,
chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en
que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus
pretendientes, obedeciendo á ese instinto de hostilidad burlona que
caracteriza el primer período de la juventud.
Así pasaron tres ó cuatro inviernos; en Marineda empezó á susurrarse
que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media
naranja le sería difícil.
Sin embargo, al aparecer en la ciudad el capitán de artillería Lorenzo
Mendoza, conocióse que Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo
Mendoza venía de Madrid: era apuesto, cortés, reservado, serio, más bien
un poco triste, aunque en sociedad se esforzaba por aparecer ameno y
expansivo; su vestir y modales revelaban el hábito de un trato escogido y de
un respeto á sí mismo que no degeneraba en fatuidad ni en afectación; sin
que presumiese de buen mozo, era en extremo simpática su cara morena, de
obscura barba y facciones expresivas. Con todo esto, hay más de lo
necesario para sorber el seso á una niña provinciana, hasta sin pretenderlo,
como en efecto no lo pretendía Mendoza al principio. Las bromas de los
compañeros, la fama de picar alto de Martina y también sus atractivos y
gracias, su belleza en plena florescencia entonces, impulsaron á Mendoza á
acercársele, á preferir su conversación y, poco á poco, á cortejarla.
El pintor que quisiese trazar una personificación de la dicha pudo
tomar á Martina por modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir
que su sangre circulaba como río de néctar y su corazón se iluminaba como
ardiente rubí en la perpetua fiesta de sus esperanzas divinas.
Al ocupar Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía
alternativamente roja y pálida: sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos,
enfriábanse sus manos de emoción; y á las primeras palabras del capitán, un
gozo embriagador fijaba en la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.
Rara vez dejan de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no
se ocultan, como no ocultaba la suya Martina, que no veía razón para
esconder un sentimiento puro y legítimo. Si no fué la envidia, fué la
curiosidad la que escudriñó el pasado de Mendoza, como se registra una
casa para encontrar un arma oculta y herir con ella. Y averiguóse sin gran
esfuerzo—porque casi todo se sabe, aunque se sepa truncado y sin ilación
lógica,—que Mendoza, al venirse, había cortado una de esas historias
pasionales, borrascosas, largas, complicadas, un imposible adorado y
funesto, de esos lazos que obligan á huir á los confines del mundo y que,
elásticos á medida de la ausencia, no siempre se rompen por mucho que se
estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al vulgo, opinaban los
curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado inmediatamente á su
tirana, la cual, sobre costarle desazones y amarguras sin cuento, ni era niña
ni hermosa. Al lado de aquel capullo, de aquella Martina cándida y radiante
como un amanecer y que llevaba en sus lindas manos un caudal, ¿qué podía
echar de menos el bizarro capitán de artillería?
Así y todo, almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja
al padre de Martina, seguros de que él, solícito é inquieto, á su hija se lo
había de contar. No se equivocaban: una noche, en el paseo del terraplén, á
la hora en que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el
ánimo, y en que la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo
permite el cuchicheo íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó
lealmente, y Lorenzo contestó turbado y sombrío... ¿Quién se lo había
dicho?... Tonterías. Eran cosas pasadas, bien pasadas; muertas y bien
muertas. Mendoza no comprendía ni por qué las recordaba nadie ni á santo
de qué las sacaba á relucir Martina... Y ella, alzando los ojos llenos de
lágrimas y relucientes de pasión, sonriendo de aquel modo extático,
olvidando el lugar donde se encontraba, murmuró hondamente: «No me he
de casar con otro sino contigo, y me parece justo saber si hay algo que lo
estorbe». Conmovido, sin darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó,
y buscando disimuladamente la mano de la muchacha, y estrechándola con
apretón furtivo entre el remolino de los paseantes, que encubre tales
expansiones, la murmuró al oído:
—Pues no hay nada... y por mí que sea prontito... ¡Te quiero!
Al acabar la frase Mendoza, Martina se volvió hacia su padre, que
venía detrás, exclamando:
—No estoy bien... Llévame á sentarme... ¡El brazo!
Pronto se repuso, porque la alegría puede trastornar, pero hace daño
rara vez: y de allí á dos semanas, la boda de Martina y de Mendoza era
noticia oficial, y se sabía el encargo del equipo y galas, y se discutía el
mobiliario y alojamiento de los novios.
Se fijó la ceremonia para fines de Septiembre. ¿Qué falta hacía
esperar? El amor que está en sazón debe cogerse, como la fruta madura.
Iban llegando cajones con ropa blanca, trajes de seda, capotitas, estuches de
joyas: en la sala de los padres de Martina servía de escaparate ancha mesa;
amigas y amigos venían, contemplaban, aprobaban, censuraban y salían
contentos, displicentes ó taciturnos, según su carácter más ó menos
generoso. Martina, todas las mañanas, arrancaba triunfalmente una hoja del
calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué pocas hojas faltan!
¡Diez... ocho... una semanita no más! Este domingo es el último de soltera...
Cuatro días... Mañana... Sí, mañana á las ocho; ahí están el vestido blanco,
los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó de Valencia y que
embalsama el ambiente. Lorenzo venía por las noches á hacer tertulia á su
novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.
La víspera de la boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el
gabinetillo. La madre, que vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella
noche fuese preciso hacer centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó
sola á su hija. Y Martina, en vez de alegrarse, sintió de pronto una pena
agobiadora, inmensa, una desolación sin límites, un miedo horrible á algo
que no se explicaba, ni se fundaba en nada racional. Tardaba ya Mendoza.
Sonó la campanilla, y por instinto Martina se lanzó á la escalera. El criado
la presentó una carta que acababa de traer «el asistente del señorito». ¡Una
carta! Las piernas de Martina parecían de algodón: creyó que nunca podría
andar el trecho que separaba la antesala del gabinete. Se acercó á la
lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos la había leído su
corazón, fiel zahorí.
Aquellas excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquellas mentiras
con que se pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde
una hora antes. Y los motivos de la repentina marcha, bien sabía Martina
que no eran los que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse, pero
que explicaban á la vez el viaje y la continua tristeza, invencible,
misteriosa, de su futuro... Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que
sin duda no había muerto. Martina cayó desplomada en el sofá: no lloraba:
gemía bajito, como quien reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la
misma violencia del golpe; la indignación,—mil sentimientos confusos,—la
impulsaron á levantarse, tomar un fósforo, pegar fuego á la carta, abrir la
ventana y echar á volar las cenizas, cual si temiera que la delatasen.
Buscando luego á sus padres, les declaró con voz firme y serena que había
renunciado, por su gusto y deliberadamente, á casarse con Lorenzo
Mendoza, al cual no volverían á ver más, porque salía aquella noche en el
tren correo hacia Madrid.
Poseían los padres de Martina una casa de campo no muy distante de
la ciudad, y en ella se ocultaron con su hija, para dejar disiparse la primer
polvareda de la deshecha boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía
contenta. La hablaron de viajes á la corte, al extranjero: rechazó la idea con
disgusto. Vino la primavera y ya no pensaron en dejar la residencia
campestre. Al acercarse el otro invierno preguntaron á Martina, y pidió, por
favor, encarecidamente, un año más de soledad. La misma escena se repitió
al siguiente; los padres empezaban á impacientarse: les parecía que ya era
hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal y
auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que
enfermaron los viejos, y con distancia de pocos días sé los llevó al sepulcro,
al padre una fiebre reumática, y á la madre un inveterado padecimiento del
corazón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negóse á recibir pésames, á
admitir consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes
de su tapia, y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. En
Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían maniática. No
la trataba nadie.
............
APOLOGO
A SECRETO AGRAVIO...
LA RELIGIÓN DE GONZALO
............
EL PANORAMA DE LA PRINCESA
EL palacio del Rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un
padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba á la
Princesa Rosamor á no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se
extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes arcadas y
los salones revestidos de tapices, con altos techos de grandiosas pinturas; y
el paso apresurado y solícito de los servidores, el andar respetuoso y
contenido de los cortesanos, el golpe mate del cuento de las alabardas sobre
las alfombras, las conversaciones en voz baja, susurrantes apenas,
producían impresión peculiar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía el
Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado é indiferente para los
áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué
luchar? ¡La Princesa se moría de languidez... Nadie acertaba á salvarla, y la
ciencia declaraba agotados sus recursos!
Una mañana llegó á la puerta del palacio cierto viejo de luenga barba y
raída hopalanda color avellana seca, precedido de un borriquillo cuyos
lomos agobiaba enorme caja de madera ennegrecida. Intentaron los
guardias desviar con aspereza al viejo y á su borriquillo, pero titubearon al
oir decir que en aquella caja tosca venían la salud y la vida de la Princesa
Rosamor. Y mientras se consultaban, irresolutos, dominados á pesar suyo
por el aplomo y seguridad con que hablaba el viejo, un gallardo caballero
desconocido, mozo y de buen talante, cuya toca de plumas rizaba el viento,
cuya melena obscura caía densa y sedosa sobre un cuello moreno y erguido,
se acercó á los guardias, y, con la superioridad que prestan el rico traje y la
bizarra apostura, les ordenó que dejasen pasar al anciano, si no querían ser
responsables ante el Rey de la muerte de su hija; y los guardias, aterrados,
se hicieron atrás, el anciano pasó, y el jumentillo hirió con sus cascos las
sonoras losas de mármol del gran patio donde esperaban en fila las carrozas
de los poderosos. En pos del viejo y el borriquillo, entró el mozo también.
Avisado el Rey de que abajo esperaba un hombre que aseguraba traer
en un cajón la salud de la Princesa, mandó que subiese al punto; porque los
desesperados de un clavo ardiendo se agarran, y no se sabe nunca de qué
lado lloverá la Providencia. Hubo entre los cortesanos cuchicheos y alguna
sonrisa reprimida pronto, al ver subir á dos porteros abrumados bajo el peso
de la enorme caja de madera, y detrás de ellos al viejo de la hopalanda
avellana y al lindo hidalgo de suntuoso traje á quien nadie conocía; pero la
curiosidad, más aguda que el sarcasmo, les devoraba el alma con sus
dientecillos de ratón, y no tuvieron reposo hasta que el primer Ministro,
también algo alarmado por la novedad, les enteró de que la famosa caja del
viejo sólo contenía un panorama, y que con enseñarle las vistas á la
Princesa aquel singular curandero respondía de su alivio. En cuanto al
mozo, era el ayudante encargado de colocarse detrás de una cortina sin ser
visto, y hacer desfilar los cuadros por medio de un mecanismo original.
Inútil me parece añadir que al saber en qué consistía el remedio, los
cortesanos, sin perder el compás de la veneración monárquica, se burlaron
suavemente y soltaron muy donosas pullas.
Entre tanto, instalábase el panorama en la cámara de la Princesa, la
cual, desde el mismo sillón donde yacía recostada sobre pilas de
almohadones, podía recrearse en aquellas vistas que, según el viejo
continuaba afirmando terminantemente, habían de sanarla. Oculto é
invisible, el galán hizo girar un manubrio, y empezaron á aparecer, sobre el
fondo del inmenso paño extendido que cubría todo un lado de la cámara, y
al través de amplio cristal, cuadros interesantísimos. Con una verdad y un
relieve sorprendentes, desfilaron ante los ojos de la Princesa las ciudades
más magníficas, los monumentos más grandiosos y los paisajes más
admirables de todo el mundo. En voz cascada, pero con suma elocuencia,
explicaba el viejo los esplendores, verbigracia, de Roma, el Coliseo, las
Termas, el Vaticano, el Foro; y tan pronto mostraba á la Princesa una
naumaquia, con sus luchas de monstruos marinos y sus combates navales
entre galeras incrustadas de marfil, como la hacía descender á las sombrías
Catacumbas y presenciar el entierro de un mártir, depuesto en paz con su
ampolla llena de sangre al lado. Desde los famosos pensiles de Semíramis y
las colosales construcciones de Nabucodonosor, hasta los risueños valles de
la Arcadia, donde en el fondo de un sagrado bosque centenario danzan las
blancas ninfas en corro alrededor de un busto de Pan que enrama frondosa
mata de hiedra; desde las nevadas cumbres de los Alpes hasta las
voluptuosas ensenadas del golfo partenópeo, cuyas aguas penetran vueltas
líquido zafiro bajo las bóvedas celestes de la gruta de Azur, no hubo aspecto
sublime de la historia, asombro de la naturaleza ni obra estupenda de la
actividad humana que no se presentase ante los ojos de la Princesa Rosamor
—aquellos ojos grandes y soñadores, cercados de una mancha de livor
sombrío, que delataba los estragos de la enfermedad.—Pero los ojos no se
reanimaban; las mejillas no perdían su palidez de transparente cera; los
labios seguían contraídos, olvidados de las sonrisas; las encías marchitas y
blanquecinas hacían parecer amarilla la dentadura, y las manos afiladas
continuaban ardiendo de fiebre ó congeladas por el hielo mortal. Y el Rey,
furioso al ver defraudada una última esperanza, más viva cuanto más
quimérica, juró enojadísimo que ahorcaría de muy alto al impostor del
viejo, y ordenó que subiese el verdugo, provisto de ensebada soga, á la torre
más eminente del palacio, para colgar de una almena, á vista de todos, al
que le había engañado. Pero el viejo, tranquilo y hasta desdeñoso, pidió al
Rey un plazo breve: faltábale por enseñar á la Princesa una vista, una sola,
de su panorama, y si después de contemplarla no se sentía mejor, que le
ahorcasen enhorabuena, por torpe é ignorante. Condescendió el Rey, no
queriendo espantar aún la vana esperanza postrera, y se salió de la cámara,
por no asistir al desengaño. Al cuarto de hora, no pudiendo contener la
impaciencia, entró, y notó con transporte una singular variación en el
aspecto de la enferma; sus ojos relucían; un ligero sonrosado teñía sus
mejillas flacas; sus labios palpitaban enrojecidos y su talle se enderezaba
airoso como un junco. Parecía aquello un milagro, y el Rey, en su
enajenación, se arrancó del cuello una cadena de oro y la alargó al viejo,
que rehusó el presente. La única recompensa que pedía era que le dejasen
continuar la cura de la Princesa, sin condiciones ni obstáculos, ofreciendo
terminarla en un mes. Y, loco de gozo, el Rey se avino á todo, hasta á
respetar el misterio de aquella vista prodigiosa que había empezado á
devolver á su hija la salud.
No obstante—transcurrida una semana y confirmada la mejoría de la
enferma, mejoría tan acentuada que ya la Princesa había dejado su sillón, y,
esbelta como un lirio, se paseaba por el aposento y las galerías próximas,
ansiosa de respirar el aire, animada y sonriente,—anheló el Rey saber qué
octava maravilla del orbe, qué portentoso cuadro era aquel cuya
contemplación había resucitado á Rosamor moribunda. Y como la Princesa,
cubierta de rubor, se arrojase á sus pies suplicándole que no indagara su
secreto, el Rey, cada vez más lleno de curiosidad, mandó que sin dilación se
le hiciese contemplar la milagrosa última vista del panorama. ¡Oh sorpresa
inaudita! Lo que se apareció sobre el fondo del inmenso paño negro, al
través del claro cristal, no fué ni más ni menos que el rostro de un hombre,
joven y guapo, eso sí, pero que nada tenía de extraordinario ni de
portentoso. El rostro sonreía con dulzura y pasión á la Princesa, y ella
pagaba la sonrisa con otra no menos tierna y extática... El Rey reconoció al
supuesto ayudante del médico, aquel mozo gallardo, y comprendió que, en
vez de enseñar las vistas de su panorama, se enseñaba á sí propio, y sólo
con este remedio había sanado el enfermo corazón y el espíritu contristado
y abatido de la niña; y si alguna duda le quedase acerca de este punto, se la
quitaría la misma Rosamor, al decirle confusa, temblorosa y en voz baja,
como quien pide anticipadamente perdón y aquiescencia:
—Padre, todos los monumentos y todas las bellezas del mundo no
equivalen á la vista de un rostro amado...
REMORDIMIENTO
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SÍ, SEÑOR
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