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A

Aborto. Agustín, de acuerdo con la mayoría de los demás escritores eclesiásticos de su época,
condenaba vigorosamente la práctica del aborto inducido. La procreación era uno de los bienes
del matrimonio; el aborto, juntamente con los fármacos que originan la esterilidad, se
consideraba como un medio de frustrar ese bien. El aborto se halla en la misma línea en que se
incluía el infanticidio y era ejemplo de “crueldad lasciva” o de “lascivia cruel” (nupt. et conc.
1.15.17). Agustín denominaba “obra malvada” el uso de medios para evitar el nacimiento de una
criatura: una referencia al aborto o a la contracepción o a ambos (b. conjg. 5.5).
Agustín admitía la distinción entre fetos “formados” y “no formados”, que aparece en la
Versión de los Setenta de Éxodo 21,22-23. Mientras que el texto hebreo disponía que se pagara
una compensación en el caso de que un hombre golpeara a una mujer encinta haciéndola abortar,
y disponía el castigo que debía aplicarse si se causaban otros daños, la Versión de los Setenta
tradujo “daño” por “forma”, introduciendo una distinción entre el feto “formado” y el feto “no
formado”. El error de traducción tenía su raíz en una distinción aristotélica entre el feto antes y
después de su supuesta “vivificación” (a los cuarenta días para los varones, a los noventa días
para las hembras). Con arreglo a la Versión de los Setenta, el aborto de un feto no vivificado
acarreaba la imposición de una multa al agresor; pero si el feto estaba vivificado, entonces el
castigo era la pena capital.
Agustín desaprobaba el aborto tanto del feto vivificado como del feto no vivificado, pero
distinguía entre ambos casos. El feto no vivificado moría antes de llegar a vivir, mientras que el
feto vivificado moría antes de nacer (nupt. et conc. 1.15.17). Refiriéndose al libro del Éxodo
21,22-23, Agustín señalaba que el aborto de un feto no formado no se consideraba homicidio,
porque no se podía afirmar que el alma se encontrara ya presente (qu. 2.80).
La cuestión acerca de la resurrección del feto preocupó también a Agustín y arroja
alguna luz sobre sus ideas sobre el aborto. En este caso se refirió también a la distinción entre el
feto formado y el feto no formado. Aunque reconocía que era posible que el feto no formado
pereciese como una semilla, era también posible que, en la resurrección, Dios supliera lo que
faltaba al feto no formado, de la misma manera exactamente que Dios iba a renovar todo lo que
se hallaba defectuoso en un adulto. Esta idea, hacía notar Agustín, pocos se atreverán a negarla,
aunque pocos se atreverán a afirmarla (ench. 33.85). En otro lugar, Agustín no afirmaría ni
negaría si el feto abortado habría de resucitar o no, aunque, si éste no debía excluirse del número
de los muertos, él no veía razón para que quedara excluido de la resurrección (civ. Dei 22.13).
–› Ética
Bibliografía
John T. Noonan, “An Almost Absolute Value in History,” in The Morality of Abortion, ed. John
T. Noonan (Cambridge: Harvard University Press, 1970); C. Palomo González, “El aborto en
San Agustín. Doctrina de San Agustín sobre la malicia del aborto,y su influencia en la disciplina
penitencial de la Edad Media”. Salamanca 1959. P. Sardi, L’aborto ieri ed oggi (Brescia, 1975);
O. Wermelinger, “Abortus,” AugLex, 1:6-10.
JOHN C. BAUERSCHMIDT

Abrahán. Abrahán, que es el primero de los tres principales patriarcas de Israel,


seguido por Isaac y Jacob, recibió – en su pacto con Dios – las promesas de que sería el padre de
muchas naciones y de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra (Gn 12,1-3).
Abrahán aparece de manera destacada en los escritos cristianos, por el empeño en presentar al
cristianismo como el cumplimiento de las promesas hechas a Israel. Al igual que muchos
escritores eclesiásticos anteriores, San Agustín sigue a San Pablo al considerar a Abrahán como
el padre espiritual de los cristianos, los cuales siguen el ejemplo de la fe de Abrahan y, con ello,
se convierten en herederos de la promesa hecha por Dios a Abrahán. A través de sus escritos,
Agustín muestra su predilección hacia algunas frases bíblicas que incluyen a Abrahán, como la
del “seno de Abrahán”, la cual, como en Lucas 16,22, alude a un lugar de descanso en Dios (por
ejemplo, en conf. 9.3.6) y la “simiente de Abrahán”, que pone de relieve la unidad de los
cristianos, ya que Cristo es la simiente de Abrahán (cf. Gal 3,16). Agustín comenta más
extensamente algunos acontecimientos concretos de la vida de Abrahán, especialmente la
naturaleza de las promesas que Dios le hizo (civ. Dei 16.16-24), el cumplimiento de esas
promesas mediante la concepción milagrosa y el nacimiento de Isaac, cuando Abrahán era ya de
edad avanzada y siendo Sara estéril (civ. Dei 16.25-26; s. 2.1), la distinción entre Isaac, el hijo de
la promesa, e Ismael, el hijo de la carne (civ. Dei 16.26, 32; exp. Gal. 40), y, con arreglo a
Romanos 4,3, la justificación ejemplar de Abrahán por la fe, cuando no existía aún la
circuncisión ni la ley (civ. Dei 16.23; bapt. 4.24.32). Agustín habla también del sacrificio que
Abrahán estuvo a punto de hacer de Isaac, acentuando cómo Abrahán, modelo de fe y devoción a
Dios, fue justificado por la fe manifestada en sus acciones (civ. Dei 16.23; s. 2.9). Agustín
pretende, además, que Abrahán no dudó en poner por obra el mandato divino de sacrificar a
Isaac, porque tenía fe en que Dios resucitaría de nuevo a Isaac (civ. Dei 16.32; s. 2.1). Más aún,
interpreta tipológicamente a Abrahán como tipo cumplido en Cristo: así como Abrahán iba a
ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, así Dios ofreció a Jesús. Agustín defiende también a
Abrahán contra las acusaciones maniqueas de haber procedido de manera indecorosa e inmoral,
sobre todo en lo que respecta al hijo que Abrahán tuvo con Agar (c. Faust. 22.30-32) y al afirmar
que Sara era su hermana (22.33-40). Finalmente, Abrahán es importante para la concepción
agustiniana de la ciudad de Dios, porque las promesas divinas en Cristo se hallan reveladas más
plenamente en tiempo de Abrahán (civ. Dei 16.12).
–› Genesi ad litteram, De
BIBLIOGRAFÍA
T. Klauser, “Abraham,” RACh, vol. 1 (1950), 18-27; C. Mayer, “Abraham,” AugLex, vol. 1 (1986), 10-33; L. J.
Lof, “The ‘Prophet’ Abraham in the Writings of Irenaeus, Tertullian, and Augustine’s Augustiniana 44 (1994)
L. J. Van der Lof, “Abraham’s Bosom in the Writings of Irenaeus, Tertullian and Augustine,”
AugStud 26, no. 2 (1995): 109-23; R. Wilken, “The Christianizing of Abraham: The
Interpretation of Abraham in Early Christianity,” Concordia Theological Monthly 43 (1972):
723-31.
JODY L. VACCARO

Abstinencia –› Ayuno
Académicos.,Academicos contra. Una de las tres principales escuelas de filosofía durante
período helenístico, junto a la de los Estoicos y a la de los Epicúreos. Los Académicos eran los
sucesores de Platón y enseñaban en la Academia, la escuela fundada por él. Durante el período
helenístico, esta escuela llegó a ser conocida por su escepticismo, que ella esgrimía como un
arma en el debate con otras escuelas, especialmente con los Estoicos. Al examinar estos debates,
Agustín muestra siempre simpatías muy definidas: rechaza a los Epicúreos por su hedonismo
ético, trata con respeto a los Estoicos por su ética rigorista, pero adopta una actitud crítica ante su
empirismo y materialismo, y aprueba el escepticismo de los Académicos, en cuanto servía para
refutar el empirismo y el materialismo que los Estoicos y los Epicúreos tenían en común.
La historia de la Academia, estrechamente ligada a sus relaciones con el escepticismo,
está asociada con cinco personajes principales.
1. Platón, su fundador, legó una gran variedad de escritos, entre los que se encuentran
muchos diálogos socráticos o aporéticos que tienen cierto sabor escéptico – no formulan ninguna
conclusión, están llenos de dialéctica y debate y no llegan finalmente a ninguna postura definida.
No se conoce bien cómo este complejo legado de Platón fue interpretado durante los años que
siguieron inmediatamente a su muerte, pero en todo caso el sistema filosófico que conocemos
como Platonismo no aparece en escritos hasta que surge el Platonismo Medio, algunos siglos
más tarde.
2. Arquesilao (o Arquesilas), quinto director de la Academia (hacia 273-242 a.C.), adoptó
un giro escéptico, principalmente como reacción contra Zenón, fundador del Estoicismo, que
pretendía poseer certeza científica. Arquesilao, por el contrario, argüía que un sabio, al carecer
de tal certeza, no pretenderá poseer la verdad. Tal es la nota característica de la epojé o
suspensión del juicio.
3. Carnéades, director de la Academia hasta el año 137 a.C., se ganó la reputación de ser
un escéptico virtuoso, preparado y capaz de demoler los argumentos formulados por ambas
partes acerca de cualquier cuestión. Perfeccionó el arte escéptico de la refutación y prosiguió los
ataques de la Academia contra la postura estoica representada por Crisipo, el gran sistematizador
de la doctrina estoica.
4. Filón de Larisa (que no debe confundirse con Filón de Alejandría, exegeta judío y
defensor del Platonismo Medio) dirigió la Academia desde aproximadamente el año 110 hasta el
año 79 a.C. Representaba una forma más moderada de escepticismo, que permitía que el sabio,
aun suspendiendo todas las pretensiones de poseer la certeza, estuviera guiado por “lo
persuasivo” y “lo probable” en la conducta de la vida ordinaria.
5. Antíoco de Ascalón, discípulo de Filón, rompió con él en el año 87 a.C. para fundar lo
que él tendenciosamente denominaba la Academia Antigua – para contraponerla a la Academia
Nueva, la etiqueta fijada por él al período escéptico desde Arquesilao hasta Filón, que él
consideraba como una desviación de la doctrina platónica original. (Escritores posteriores
prefieren designar a veces a Carnéades como iniciador de la Academia Nueva, y consideran a
Arquesilao como el director de la Academia Media.) Agustín sentía pocas simpatías por Antíoco,
por su supuesto retorno a Platón y a la Academia Antigua, lo que en realidad parecía más bien
una capitulación ante el Estoicismo. Como señala Cicerón, la doctrina de Antíoco era una mezcla
ecléctica de Platón, Aristóteles y Zenón, y, en cuanto a la epistemología, predominaba – al
menos – Zenón (es decir, la postura estoica).
Cicerón era discípulo de Filón y de Antíoco, y en su diálogo Academica reflejó el debate
entre las dos versiones de la filosofía académica: un diálogo que es la fuente principal del
conocimiento que Agustín tiene de los Académicos. Cicerón mismo argumentaba en favor de la
postura escéptica de la Academia Nueva.
El punto clave del debate entre los Académicos y los Estoicos (y subsiguientemente entre
Filón y Antíoco, entre la Academia Nueva y la Antigua) era la pretensión de Zenón de basar la
certeza y el conocimiento científico en un tipo especialmente privilegiado de dato sensorial, la
“impresión cognoscitiva”, o kataleptike phantasia, propuesta por él como criterio de la verdad.
Este criterio aparece como la “definición de Zenón” en la obra Contra Academicos 2.5.11 –
2.6.14 y 3.9.18-21. Siguiendo a Cicerón, Agustín emplea el término visum para traducir
phantasia (impresión sensorial) y tiliza percipere o comprehendere para traducir el concepto de
que se trata de un acto “cognoscitivo” o que capta la verdad. La estrategia de los escépticos
consistía típicamente en aceptar el criterio de Zenón acerca de la verdad y argüir luego que no
había nada en la existencia que se ajustara efectivamente a él. De ahí la conclusión escéptica: lo
que tiene que hacer propiamente un sabio es suspender su asentimiento a todas las pretensiones
de poseer la verdad y la certeza.
–› Neoplatonismo; Platón, Platonismo; Escépticos, Escepticismo.
BIBLIOGRAFÍA
M. Burnyeat, ed., The Skeptical Tradition (Berkeley, 1983); J. Glucker, Antiochus and the Late
Academy (Göttingen, 1978); A. A. Long and D. N. Sedley, eds., The Hellenistic Philosophers
(Cambridge, 1987), una antología de textos antiguos con traducción, comentario histórico y
amplia bibliografía; J. O’Meara, ed., Against the Academics (Westminster, 1950), traducción del
Contra Academicos con introducción con amplias y eruditas notas; H. Tarrant, Scepticism or
Platonism? The Philosophy of the Fourth Academy (Cambridge, 1985).;J. Oroz Reta,,”Contra
academicos", de S. Agustín: estudio literario,”Helmantica” 6 (1955), 131-149
PHILLIP CARY

Academicos, Contra (Contra los escépticos) (de fines del 386 / de principios del 387). El
estudio que se hace en el libro 1 se halla resumido anticipadamente en la carta a Romaniano, que
sirve de prólogo: atrás quedaba el Maniqueísmo y se había abrazado la filosofía, pero no se
contemplan ni las respuestas filosóficas ni las religiosas. El diálogo comienza propiamente con
un debate acerca de los requisitos necesarios para la felicidad – ¿habrá que alcanzar la verdad
para ser feliz, o será suficiente una búsqueda de corazón, realizada a través de toda la vida?
Agustín no adopta una postura a este respecto. El rechazo del Maniqueísmo implica el de la
astrología y el de todas las artes adivinatorias, porque el resultado de ellas suele ser el error,
mientras que el verdadero conocimiento es una comprensión que nunca yerra (c. Acad. 1.6.18ss).
Agustín aplaza el debate, porque en esta fase se da por contento con hallar un consenso acerca de
la importancia absoluta de – al menos – la búsqueda de la verdad.
El discurso dirigido a Romaniano al comienzo del libro 2 sirve de resumen de este libro y
del libro tercero (2.1.1 – 2.3.9). Se le dice que el conocimiento es la posesión de unos pocos y
que, puesto que los argumentos de la Nueva Academia parecen invencibles, habrá que buscar la
ayuda divina para que el estudio de la filosofía pueda tener un resultado feliz. Así como por el
final del libro 1 queda despejado el camino para la vida de la filosofía, así también la sonora
declaración de este prefacio de que “no debe desesperarse del conocimiento”, quedará probada
en los libros 2 y 3 (2.3.9: “nec cognitionem desperandam esse”; véase 2,7,18).
El debate se reanuda en 2.4.10. Licencio y Trigecio han estado leyendo los libros de la
Eneida que hablan de la emigración troyana en busca de su tierra prometida. Este tema de
hallarse in via (“en camino”) tiene mucho relieve en estos libros. Otro aspecto importante del
libro 2 es la introducción de dos temas que habrá que desarrollarlos más. El primer tema, el del
alimento, es iniciado por Licencio, que se asombra de tener hambre, aunque su mente se halle
fija en la poesía (alusión velada a la filosofía). El segundo tema, mater nostra (la Iglesia), está
combinado con la satisfacción de esa hambre, cuando la Madre hace su primera aparición en
Casiciaco, instando a los participantes en el debate, “que se encontraban ya en casa”, a que
vinieran a almorzar (2.5.13: “mater nostra – nam domi iam eramus – ita nos trudere in prandium
coepit...”). Esta exhortación a almorzar es la segunda mención del alimento en Contra los
Académicos. La primera fue una indicación lacónica al final del libro 1: “Se anunció que el
almuerzo estaba preparado” (1.9.25: “prandium paratum esse nuntiatum est...”). ¿Habrá que dar
alguna interpretación al encarecimiento con que se habla aquí de que “ella comenzó a instarnos”
y de “estar ya en casa”? En el intervalo entre las dos comidas se ha explicado la posición de la
Academia Antigua y se ha prometido la de la Academia Nueva. La diferencia entre las dos,
afirma Agustín, es “un tema extraordinariamente pertinente” (2.5.13: “ad rem maxime pertinere
negare non possumus”).
Después del almuerzo, Agustín comienza resueltamente a tratar de las cuestiones que
interesan a “nuestra vida, nuestra moral y nuestras almas”. La discusión vuelve a la posición de
la Academia Nueva y a su recurso al conocimiento probable o a “lo que parece ser la verdad”.
¿Cómo es posible, pregunta Agustín, que algo se reconozca como “lo que parece ser la verdad”,
si no se conoce la verdad misma? Pero el mostrar la incongruencia de los Académicos no prueba
que la verdad sea asequible, y Agustín confiesa que, en este punto, él no ha llegado a la certeza y
que necesita que le persuadan de que la verdad puede hallarse, si se tiene el denuedo de seguir
buscándola (2.9.23). Agustín sugiere que los Académicos no querían decir lo que afirmaban,
sino que “tenían una enseñanza precisa acerca de la verdad y se oponían a impartirla
indiscriminadamente a mentes ignorantes o no limpias” (2.13.29: “... utrum tibi videantur
Adademici habuisse certam de veritate sententiam et eam temere ignotis vel non purgatis animis
prodere noluisse...”). Agustín tratará de “demostrar que es mucho más probable que el sabio
pueda llegar a la verdad y que uno no deba negarse siempre a conceder su asentimiento”
(2.13.30: “si autem demonstrare potuero multo esse probabilius et posse ad veritatem pervenire
sapientem et adsensionem non semper esse cohibendam...”).
El libro 3 comienza con un reconocimiento del papel que desempeña la suerte en la
búsqueda de la sabiduría. Agustín prosigue comparando la suerte con los pechos maternos, con la
nave que es necesaria para cruzar el mar, con las alas de Dédalo, o con “algún poder oculto”
(3.2.3: “Arbitror, inquam, si quidem per illam [fortunam] erit talis, qualis eam possit
contemnere... nam sic etiam parvis nobis ubera sunt, quibus efficitur, ut sine his postea vivere ac
valere possimus... aut aliqua occultiore potentia”). Esta elisión que pasa de la “suerte” a un
“poder oculto” es el primer paso que se da en el cuerpo del texto (en cuanto éste se distingue de
los prefacios) hacia la afirmación de la necesidad de la ayuda divina para alcanzar la sabiduría.
Al mismo tiempo, Agustín traslada el debate desde el filósofo hasta la persona del sabio. El
primero (el filósofo) busca la verdad; el segundo (el sabio) la posee.
Agustín expone en el libro tercero la posición del escéptico y su incongruencia lógica:
nadie puede tener conocimiento cierto, pero puede, no obstante, ser sabio. Por eso, la persona
“sabia” no conoce nada con certeza (3.4.10: “... et esse posse hominem sapientem et tamen in
hominem scientian cadere non posse – quare illi sapientem nihil scire adfirmarunt...”). Alipio
señala la última trinchera de los Académicos para mantenerse a la defensiva – uno puede
negarse, a pesar de todo, a conceder el asentimiento. ¿Cómo podrá demostrarse de manera tan
definitiva la verdad, que ésta sea reconocida como tal y mueva al asentimiento? En este punto
Alipio compara lo escurridiza que es la consecución de la verdad con la captura de Proteo, y
reconoce la necesidad de una ayuda que esté más allá de lo humano. La sugerencia de que es
necesario un numen para capturar la verdad proteica, es respaldada vigorosamente por Agustín,
quien llegó a ver que el negar el asentimiento a causa de la duda no es la mejor defensa contra el
error, porque en esa misma acción de negar el asentimiento puede introducirse precipitadamente
el error (3.15.34; hay que señalar la opinión de Olivier du Roy de que la sumisión de Agustín a
la autoridad de la Iglesia fue un acto de “probabilismo” [49ss]). La duda y la sabiduría no son
incompatibles (3.15.34: “Nihil autem quod dubium non sit invenio. At invenit sapiens ipsam, ut
dicebam, sapientiam”), y se llega un punto en el que uno debe aceptar las enseñanzas de otros.
Agustín ilustra su punto de vista mediante una metáfora “continuada”. Habla de un
“rústico” aldeano con el que se encontraron, en una bifurcación del camino, dos viandantes. Uno
de ellos era plenamente escéptico; el otro, una persona excesivamente confiada (3.15.34:
“pastori... vel cuipiam rusticano”). No hay nada en la apariencia sencilla del campesino que
estimule al más escéptico a que confíe en él, cuando, en respuesta a una pregunta formulada por
ille credulus, indica cuál es el camino que hay que tomar. El campesino es muy poco
comunicativo; las seguridades que da, son limitadas (“no irás descaminado”; 3.15.34; “si hac
ibis, nihil errabis”) y no están basadas en argumentos. El caminante confiado adopta en seguida
una decisión: “Está diciéndonos la verdad. ¡Vayamos por ese camino!” (3.15.34: “Verum dicit,
hac eamus”). Poco después, a pesar de una actitud de prudente expectación, “por casualidad”, se
regocija al llegar al final de su viaje (3.15.34: “vel casu”). (Véase O’Connel 1968, 76.77, 238-
239 y passim, en lo que respecta a la suerte / la Providencia en los primeros escritos de Agustín.)
Pero su cauteloso compañero lo desaprueba y se deja extraviar por un evidente sofisma, y sigue
caminando, incapaz de encontrar a nadie que le diga cuál es su destino (3.15.34: “urbanus equo”;
“circumiit silvas nescio quas nec iam cui locus ille notus sit, ad quem venire proposuerat,
invenit”). Agustín prosigue diciendo que él no aprueba ni el escepticismo obstinado ni el
“precipitado asentimiento”. Sin embargo, poco después afirma que “No hay duda de que, en el
aprendizaje, somos impulsados por el doble peso de la autoridad y de la razón” (3.20.43: “Nulli
autem dubium est gemino pondere nos impelli ad discendum auctoritatis atque rationis”).
Para leer la descripción del guía, inicialmente poco atractivo pero finalmente digno de
confianza, como una metáfora para designar a la Iglesia Católica, hay que reflexionar sobre la
estima en que Agustín tenía en sus primeros tiempos a las Escrituras cristianas, a las que
consideraba inferiores – en cuanto a estilo y contenido – a los escritos filosóficos que le
inspiraban, y por tanto no creía probable que esas Escrituras le condujeran a la sabiduría (San
Ambrosio habla de la Iglesia como del maestro lleno de autoridad que emplea el sencillo
lenguaje cotidiano [De Isaac 8.64], y P. Alfaric señala que la traducción latina utilizada en el
norte de África era en parte un latín bárbaro [72]). Pero San Agustín, escuchando a San
Ambrosio, llegó a ver que las Escrituras eran ricas en significado espiritual (conf. 5.14.24; 6,3,3-
5). ¿Qué es lo que hizo que San Agustín aceptara la autoridad católica? Casi con certeza el hecho
de su encuentro con una Iglesia creíble en la persona de Ambrosio y de otros cristianos de Milán,
fue originada por circunstancias que no tuvieron nada que ver con su búsqueda intelectual.
¿Por qué aceptó San Agustín la autoridad de Cristo? No sabemos con seguridad, pero
entre los factores que contribuyeron a lo que seguramente fue una motivación compleja, debió de
desempeñar una papel el hastío psicológico. La incertidumbre se había convertido para él en una
carga (conf. 6-5-7). La nota principal de la historia de los dos viandantes es que se confía en la
autoridad de alguien, y que esa confianza es recompensada. Tranquilizado por la decisión
adoptada, San Agustín dedicará su atención a un examen más detallado de la doctrina católica en
De beata vita.
–› Diálogos de Casiciaco; Neoplatonismo; Platón, Platonismo; escépticos, escepticismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BA 4 (1939), 14-203; CCL 29 (1970), 3-61; CSEL 63 (1922), 3-81; NBA 3
(1970), 21-165.
Traducciones
BAC 3, ACW 12 (1951); FC 1(1946).

Estudios
P.Alfaric, L’évolution intellectuelle de S. Augustin, du manichéisme au néoplatonisme (Paris:
Nourry, 1918); A. J. Curley, Augustine’s Critique of Skepticism: A Study of “Contra
Academicos” (New York: Peter Lang, 1996); J. Doignon, “Leçons méconnues et exégése du
texte du ‘Contra Academicos’ de saint Augustin,” REtAug 27 (1981): 67-84; J. Doignon,
“Allégories du retour dans le ‘Contra Academicos’ de saint Augustin,” Latomus 52 (1993): 860-
67; T. Fuhrer, Augustinus Contra Academicos (vel de Academicis). Bucher 2 und 3 (Berlin: Wal-
ter de Gruyter, 1997); J. Heil, “Augustine’s Attack on Skepticism: The ‘Contra Academicos’,”
HThR 65 (1972): 99-116; House, Dennis K.”Contra Academicos de san Agustín. Una anotacíon
al libro III”Augustinus 26 (1981), 95*-101; C. Kirwan, Augustine against the Skeptics: The
Skeptical Tradition (Berkeley, 1983); D. L. Mosher, The Argument of St. Augustine’s ‘Contra
Academicos.’ - AugStud 12(1981): 102-13; J. Mourant, “Augustine and the Academics,” RechA
ug 4 (1966): 94-96; O,Connell, 1968; Oroz, J.”Contra academicos de S. Agustin. Estudio
literario”, Helmantica 6 (1955), 131-149 G. Reale, “Agostino e ili ‘Contra Academicos.’ in
L’Opera Letteraria di Agostino tra Cassiciacum e Milano (Palermo: Edizioni Augustinus, 1987),
13-30; O. du Roy, L’intelligence de la foi en la Trinité selon saint Augustin. Genèse de sa
théologie trinitaire jusqu’en 391 (Paris: Études Augustiniennes, 1966); B. R. Voss, AugLex, 1:4
5 -51.

JOANNE MCWILLIAM

Acies mentis (mirada de la mente). El equivalente griego (öyi$) de la expresión acies mentis se
encuentra en Platón (por ejemplo, rep. 7.533d). El término se halla también en Cicerón (de or.
2.160; Tusc. 1.73; leg. Man. 4.368) y es recogido por Plotino en las Enéadas (1.6.7-9), un tratado
que Agustín leyó poco antes de su conversión. La expresión debió de figurar casi con seguridad
en la obra perdida de Porfirio De regressu animae. Es empleada también por Ambrosio de Milán
(De Cain et Abel 2.1.5; 2.6.19 – la expresión oculus mentis aparece con mucha mayor
frecuencia). Mario Victorino prefiere los términos intellectus y oculus cordis. En todos estos
autores, acies mentis y sus expresiones equivalentes (oculus mentis, oculus cordis, intellectus)
designan la parte, función o acto más elevado del intelecto humano, lo que intuye directamente la
verdad. Acies mentis es parte del vocabulario filosófico-teológico que se emplea corrientemente
en tiempos de Agustín.
Acies mentis se encuentra no raras veces en las obras de Agustín. Términos o expresiones
equivalentes, como oculus mentis (el ojo del alma), acies animi o animae (mirada del alma),
acies cordis (mirada del corazón) e intellectus (intelecto) aparecen incluso con mayor frecuencia.
En las obras de Agustín, acies mentis tiene un significado técnico: el intelecto humano, en su
más elevado acto o función de intuir la verdad. Acies mentis es lo equivalente de la visión
intelectual por la cual los seres humanos intuyen directamente la verdad. La visión corporal y la
visión espiritual son los otros dos tipos de visión. Según Agustín, toda persona tiene en esta vida
una visión indirecta de lo divino, es decir, de los principios de la verdad. Cristo (Verbum) “es la
verdadera luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo” (Juan 1,9). Algunos perciben
claramente estas verdades; otros, no tan bien; cada uno lo hace en la medida en que su mente ha
sido ejercitada (exercitatio animae). Más todavía, por medio de la acies mentis, unos cuantos
elegidos intuyeron directa pero fugazmente lo divino, la Palabra misma de Dios, durante esta
vida. Tal visión fue concedida al mismo Agustín poco después de leer las obras de Platón en el
año 386, y le fue concedida por segunda vez, un poco antes de la muerte de Mónica en Ostia en
el año 387 (conf. 7.10.16 – 7.20.26; 9.10.23-26).
En Agustín, acies mentis es una expresión asociada frecuentemente con la ascensión del
alma a Dios. Antes de su conversión, la acies mentis exigió de Agustín ejercicio y purificación
para que él pudiera captar el concepto de la existencia espiritual (conf. 7.1.1; 7.2.3; 7.8.12). Acies
mentis es la capacidad por la cual los seres humanos ven la verdadera grandeza de sus almas
(quant. 30.61). Permitirá que unos cuantos vean a Dios en la cumbre de su ascensión que se
desarrolla en siete etapas (quant. 33.76; en los años 387-388). Agustín pensaba que los seres
humanos pueden obtener permanentemente tal visión directa durante esta vida. Hacia el año 393,
abandonó esta postura, después de leer a fondo la Carta de San Pablo a los Romanos y a la Carta
a los Gálatas. Más tarde, él sostuvo claramente que las personas salvadas verán a Dios en la
próxima vida por medio de la acies mentis, no por medio de una visión corporal (ep. 147). Esta
doctrina es de suma importancia en la historia de la teología cristiana occidental, pues por ella
Agustín, como Plotino y Porfirio, define la felicidad humana como satisfacción del intelecto
humano, más bien que como satisfacción de alguna otra facultad humana como la voluntad. De
manera parecida, De Trinitate enseña que la acies mentis necesita purificación que le permita ver
a Dios per speculum et in aenigmate durante esta vida y facie ad faciem en la próxima vida (trin.
15.21-23). La fe puede proporcionar tal purificación. De Trinitate 8-14 contiene un ejercicio de
la mente (exercitatio animae) necesario para ver incluso una imagen distante de Dios durante la
vida. Pero la necesidad del ejercicio de la mente se concibe de diversas formas a través de las
obras de Agustín (por ejemplo, vera rel. 3. 54).
–› Contemplación; misticismo; Vivendo Deo, De
BIBLIOGRAFÍA
P. Hadot, Plotin ou la simplicité du regard, 2e ed.
(Paris, 1973).

FREDERICK VAN FLETEREN

Acta contra Fortunatum –› Fortunatum, Acta Contra

Adán y Eva. Agustín ofrece un extenso estudio sobre Adán y Eva en los libros 6-16 de De
Genesi ad litteram, y habla en forma dispersa sobre el tema en los libros 12-14 de De civitate
Dei. Explica que en una obra anterior, De Genesi adversus Manicheos, él había acentuado
excesisamente la interpretación metafórica o “espiritual” del Génesis (Gn. litt. 8,2). En las obras
posteiores, él tiende a una interpretación literal (aunque, ciertamente, no prima facie).
El Génesis presenta dos relatos de la creación de los primeros seres humanos. Agustín los
armoniza sosteniendo que Adán y Eva fueron creados en sus causas primordiales en el sexto día
de la creación, y que sólo más tarde fueron creados como individuos vivos (Gn. litt. 6.5-18).
Génesis 1,27 afirma que los seres humanos fueron creados a imagen de Dios. Esto no significa
que Dios sea corporeo, sino que el intelecto humano es un reflejo de Dios. Esta creación original
incluye también el cuerpo, porque Dios los hizo “varón y mujer”, y el sexo es una función del
cuerpo. Agustín considera a menudo a las mujeres como inferiores a los hombres, pero, al
interpretar Génesis 1,27, acentúa la igualdad fundamental entre ambos, porque los dos fueron
creados a imagen de Dios.
El segundo relato del Génesis comienza con la creación del cuerpo de Adán
(literalmente) de la tierra. Dios produjo la humanidad entera a partir de una sola persona, para
que nosotros sintiéramos la unidad de parentesco entre todos los seres humanos (civ. Dei 14.1).
El cuerpo de Adán era un cuerpo natural, no un cuerpo incorruptible como el que será concedido
a los bienaventurados. Era ambas cosas: mortal e inmortal. Si los primeros seres humanos
hubieran obedecido a Dios, no habrían muerto jamás. No obedecieron, y el resultado fue la
muerte (Gn litt. 6.25).
A continuación, Dios sopló vida en el cuerpo de Adán. Agustín deja sin resolver muchas
cuestiones complejas, pero concluye afirmando que el alma de Adán no está hecha de la
sustancia de Dios, ni de la materia ni a base de un alma irracional, de tal manera que podemos
afirmar con seguridad que esa alma fue creada de la nada (Gn. litt. 7,28). (La cuestión acerca del
origen del alma de Eva conduce, en el libro 10, a un debate inconcluyente entre la opinión
traducianista de que las almas de las personas son engendradas por medio de sus padres, y la
opinión de que cada alma es creada ex nihilo para cada nuevo cuerpo.)
Eva fue hecha de la costilla de Adán. Dios creó de esta manera a la mujer para acentuar la
unión entre el hombre y la mujer. Eva era necesaria a Adán, para que los dos pudieran ser
fecundos y multiplicarse, no en algún sentido espiritual, sino de manera enteramente literal.
Agustín insiste en que Adán y Eva habrían procreado sexualmente, pero sin aquella incontrolable
pasión que es resultado de la caída. La pérdida del control es la que origina el pudor en las
relaciones sexuales posteriores a la caída (Gn. litt. 9.3; civ. Dei 14.22-24).
Adán y Eva, si no hubieran caído, habrían vivido en perfecta felicidad (civ. Dei 14.10).
La ignorancia y las dificultades son el resultado del pecado (lib. arb. 3.18.52.178-179). Además
de criar hijos, sus obligaciones eran cultivar el paraíso y conservarlo. Adán habría sido un
agricultor a quien le habría encantado trabajar la tierra y que, por su asociación con las obras de
Dios, habría sido llevado a contemplar lo divino mismo (Gn. litt. 8.8-9). Los primeros seres
humanos debían conservar el paraíso para ellos mismos, es decir, no debían caer en la
desobediencia y perderlo (8.10). Si no hubieran pecado, a su debido tiempo sus cuerpos
corruptibles se hubieran convertido en cuerpos incorruptibles, espirituales, y hubieran gozado de
la eterna bienaventuranza (Gn. litt. 9.3; civ. Dei 13.23). Pero habían sido hechos de la nada, y
con esto fue posible que el mal surgiera en ellos. Perdieron el paraíso para sí mismos y para sus
hijos, de tal modo que éste sólo pudo ser restaurado por Cristo, el “segundo Adán”.
–› Antropología; Jesucristo; Genesi ad litteram, De; el Génesis y los relatos de la
creación; pecado original; redención
BIBILIOGRAFÍA
Latinos hasta San Agustín inclusive, en BIBLIOGRAFÍA
G. Bonner, “Adam,” AugL ex, 1:63-87; D. Cerbelaud, “Le nom d’Adam et les points cardinaux,”
VigChr 38 (1984): 285-301; Termes Ros, Pablo,La formación de Eva en los Padres “Estudios
eclesiásticos” 34 (1960), 421-459
KATHERIN A. ROGERS

Adeodato (372 – hacia 389). Adeodato (Adeodatus) fue el hijo que tuvo San Agustín con una
mujer que él encontró en Cartago hacia el año 371 y que fue su concubina (cuyo nombre no se
menciona) a quien él permaneció fiel durante unos quince años. Adeodato (“Dado por Dios”, un
nombre que quizás era corriente en el norte de África) nació en Cartago en el año 372 (conf.
4.2.2), fue en compañía de sus padres a Italia y participó en las conversaciones de Casiciaco (b.
vita 6). Su talento era fuente de gran satisfacción para Agustín (conf. 9.6.14; b. vita 12 y 18). En
Milán fue bautizado por Ambrosio al mismo tiempo que Agustín y que Alipio (24-25 de abril del
año 387). La obra de Agustín titulada De magistro (389) se presenta como el relato de una
conversación entre Agustín y Adeodato. Cuando su madre regresó a África, él se quedó con
Agustín (conf. 6.15.25) y se hallaba presente más tarde, cuando Mónica falleció en Ostia (conf.
9.12.29-31). Regresó a Tagaste con Agustín, continuó sus estudios (Madec, 89), pero murió
hacia el año 389 (conf. 9.6.14).
–› Confessiones; familia, parientes; vida, cultura y controversias de Agustín

BIBLIOGRAFÍA
W. H. C. Frend, “The Family of Augustine: A Microcosm of Religious Change in North Africa,”
Atti, 1986, 78- 1:135-51; G. Madec, “Introduction: ‘De Magistro,”’ BA 6 (1976), 9-40; G.
Madec, “Adeodatus,” AugLex, 1:87-90; O’Donnell, 1992, 2:207; A. Solignac, “Augustin et la
mère d’Adéodat,” BA 13 (1962), 667-69.

ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Adimantum, Contra (Contra Adimanto). Agustín refiere (retr. 1.22) que cuando una obra
(disputationes) atribuida a “Adimanto, que era discípulo de Mani”, cayó en sus manos, el
decidió, probablemente en el año 394, refutar su argumento de que el Antiguo Testamento era
radicalmente opuesto al Nuevo Testamento. Por eso, esta obra se centra enteramente en la
interpretación maniquea de la Biblia.
El procedimiento seguido por Agustín es citar pasajes de Adimanto y poner a
continuación sus propios comentarios. Esto tiene la ventaja de conservar partes de la fuente
maniquea, que de otra manera se hubieran perdido. Pero el tratado escrito por Agustín es una
mezcla un poco confusa y desordenada, y él no lo consideró nunca como una obra acabada. Y,
así, las Retractationes 1.22 añaden que, después de escribir su texto, él lo extravió. Fue
encontrado únicamente cuando él escribió un segundo texto. Los dos textos quedaron entonces
claramente integrados el uno en el otro: “a algunas cuestiones les he dado respuesta dos veces”.
Parece que la obra de Adimanto consistía en una colección de citas del Antiguo
Testamento contrastadas con seleccionadas citas de pasajes del Nuevo Testamento. La idea de
una falta de armonía entre los dos Testamentos no era nueva; se remontaba, por lo menos, a
Marción y se hallaba firmemente enraizada en las tradiciones gnósticas. Los que se oponían a
estos movimientos afirmaban que el Antiguo Testamento es la promesa que Dios hace de un
redentor, y que es tiempo de preparación para la llegada de dicho redentor; el Nuevo Testamento
registra el cumplimiento de esta promesa divina. Aquí Agustín sigue una estrategia parecida:
existe una unidad fundamental entre los dos Testamentos; lo que los maniqueos consideran
inaceptable en el Antiguo Testamento, reaparece en el Nuevo Testamento; y lo que ellos
encuentran elogioso en en el Nuevo Testamento, se encuentra ya en el Antiguo Testamento. Por
lo que respecta a los pasajes contradictorios aducidos por Adimanto, vemos que Agustín
encuentra otros pasajes que disipan las contradicciones. Él se siente libre de hacerlo así, porque
la Escritura ha de ser aceptada en su totalidad, y no debe ser desmembrada para que se ajuste a
temarios polémicos (c. Adim. 3 y 14).
Por eso, el tono de la obra es, en su mayor parte, exegético más bien que teológico; pero
su estrategia básica corre el riesgo de privar al Nuevo Testamento de cualquier nota de novedad.
Agustín se dio cuenta de esto más tarde, cuando escribió en las Retractationes 1.22 que no todos,
sino casi todos los preceptos y promesas del Nuevo Testamento se encuentran ya en el Antiguo
Testamento. Pero incluso entonces Agustín acentúa que, aunque el mismo Dios inspiró ambos
Testamentos, sin embargo el Nuevo Testamento expone en forma más clara lo que algunas veces
se había proclamado oscuramente en el Antiguo Testamento (c. Adim. 2).
¿Quién fue Adimanto? Fausto le identifica (c. Faust. 1.2) como el más importante
maestro maniqueo después del mismo Mani. Esto indicaría que lo de “Manichei discipulus”
debiera entenderse en sentido riguroso: Adimanto fue uno de los doce discípulos de Mani. Más
aún, en Contra adversarium legis et prophetarum 2.12.41, Agustín afirma que Adimanto era
conocido también por el nombre de Addas, nombre de un discípulo de Mani que conocemos por
los Acta Archelai y por un escrito maniqueo redactado en lengua persa media: las dos fuentes
dicen que Addas (o Addai) era famoso por sus escritos, y que fue enviado por Mani para que
realizara actividades misioneras (en Egipto, según una fuente posterior).
BIBLIOGRAFÍA
Edición
CSEL 25/1, 115-90; BAC, 30: Contra Adimento, discípulo de Manés.
Estudios
F. Decret, “Adimantus’ AugLex, 1:94-95; F. Chatillon, “Adimantus Manichaei discipulus,” Revue du
moyen age latin 10 (1954): 191-203.
J. KELVIN COYLE
Adnotationes in Job (Comentarios sobre Job). Pelagio en su Epistula ad Demetriadem y
Julián de Eclano en su Expositio libri Job habían alabado a Job como un hombre en cuyo
corazón estaba inscrita la ley (cf. Rom 2,15). Job, que vivió antes de la Ley de Moisés y del
Evangelio de Jesucristo, había dado pruebas concretas de que la naturaleza humana es
naturalmente santa y se basta por sí misma para obrar el bien. Puesto que Job había hecho el bien
de manera espontánea, sin ayuda de la gracia divina, cualquier hombre podría hacer lo mismo. A
causa quizás de esta línea de pensamiento, Agustín mostró poco interés por la persona de Job, y
trató de él únicamente cuando otros suscitaron el tema. Para refutar a los pelagianos, Agustín cita
aquellos pasajes en los que Job confiesa humildemente su condición personal de pecador. En su
obra De peccatorum meritis et remissione, Agustín insiste en que Job mismo era pecador y en
que tenía conciencia de su pecado. Hacia el final de su vida, Agustín repite el mismo argumento
en Contra Julianum.
Adnotationes in Job no es propiamente un comentario sino unas simples anotaciones
sobre Job, escritas probablemente como preparación para un comentario más completo. En sus
Retractationes, Agustín se distancia de las Adnotationes in Job en tres puntos. Primeramente, él
se pregunta si la obra puede considerarse propiamente suya, porque otros habían recogido las
notas que él había escrito en los márgenes del manuscrito bíblico. En segundo lugar, las notas
son tan breves, que resultan extraordinariamente oscuras y difícilmente comprensibles. En tercer
lugar, su copia de la obra contiene deficiencias, y él es incapaz de corregirlas. Desde luego, las
notas conservadas terminan en Job 40,5. Pero, a pesar de todo esto, aparecen en el texto algunos
temas específicamente agustinianos. Las Adnotationes in Job, que fueron escritas probablemente
en el año 399, acentúan claramente la penetrante influencia del pecado y de sus efectos. Para
Agustín, la historia de Job describe, no a un hombre, sino a la condición humana universal.
Además, las notas insisten también en la naturaleza interior del pecado, que puede existir en un
ser humano sin que se exprese externamente, como en el caso de los hijos de Job, que tal vez
habían blasfemado en sus corazones (cf. Job 1,5).
BIBLIOGRAFÍA
Edición
Adnotationes in Iob liber unus, ed. J. Zycha, CSEI. 28/2 (Vienna: Tempsky, 1895), 509-628;
BAC, 29:Anotaciones al libro de Job
Estudios
W.Geerlings, “Adnotationes in Iob,” AugLex, 1:100-104; K. B. Steinhauser, “Job Exegesis in
the Pelagian Controversy”, CoIlAug, 1999; J. Ziegler, “Einleitung,” in Iob, Septuaginta 11,4
(Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1982), 39-40.
KENNETH B. STEINHAUSER

Adomnán (hacia 628-704). Adomnán (Adamnanus) fue el noveno abad (679) del monasterio
insular de Iona, frente a la costa occidental de Escocia. Actualmente se le recuerda por su Vita
Columbae, pero durante el período medieval su fama – es uno de los pocos escritores irlandeses
que fue calificado de “ilustre” (cf. O’Loughlin 1995) – se debió a otra obra suya, De locis
sanctis, que estudia lugares mencionados en la Escritura. La obra se presenta como el relato de
un peregrino “obispo galo” denominado “Arculfo”, y es un manual para resolver problemas
exegéticos recurriendo a conocimientos geográficos. La obra fue resumida varias veces (por
ejemplo, en Caduino, 37; cf. Tobler y Molinier 1879, 203-210) y de la manera más notable por
Beda en su propia obra De locis sanctis (CCL 175, 244-280), y fue extractada también por él
(Historia ecclesiastica gentis Anglorum 5.15-17; y cf. Laistner 1943, 109); ya sea directamente o
bien a través de estos extractos o resúmenes, se convirtió en una de las obras medievales
utilizadas corrientemente sobre los Santos Lugares.
La obra depende de Agustín de varias maneras. Fue concebida para satisfacer el deseo
mencionado en De doctrina Christiana 2.32.50 y 2.39.59 de que hubiera un manual que,
utilizando el conocimiento de los lugares y costumbres mencionados en la Escritura, ayudara a
interpretar pasajes difíciles. Adomnán señaló lugares acerca de los que existían pasajes
contradictorios (por ejemplo, Gn 50,13 dice que Jacob fue enterrado cerca de Hebrón [cf. De
locis sanctis 2.10.2], pero Hch 7,16 habla de Siquén), y luego utilizó el “conocimiento empírico”
de los lugares para resolver estos “aparentes” conflictos (aenigmates) (cf. O’Loughlin 1992). La
información se presenta como si fuera el resultado de las preguntas hechas a un testigo ocular,
pero en realidad es una recopilación de otros textos sobre Palestina, sacados de exegetas como
Jerónimo, y una cuidadosa armonización de indicaciones tomadas de las Escrituras. El
fundamento para hablar de un “testigo ocular” se debe a la exigencia de una historica cognitio en
estas materias, tal como se expresa en De civitate Dei 16.9.
De civitate Dei (20.20, citado en 2.10) le proporciona también la idea de que el hecho de
ser sepultado en la tumba se halla asociado íntimamente con la espera de la resurrección.
Adomnán aprovechó el tema, refiriéndose a todas las tumbas que había en Palestina, creando así
una teología de la resurrección corporal. Sin embargo, la utilización más significativa que él hace
de Agustín es al exponer la cronología de los días que precedieron a la Pasión. Aunque se inspira
mucho en De consensu evangelistarum 2.77-78, sin embargo rechaza el intento de Agustín por
llegar a una solución y expone su propia solución fijándose en los lugares, más bien que en las
fechas mencionadas (cf. O’Louglin 1997).
Adomnán es seguramente un personaje de menor importancia en la tradición latina, pero
el hecho de que él sitúe su obra dentro de un contexto agustiniano, es un indicador muy
interesante de la significación de Agustín para el mundo insular de fines del siglo VII.
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
D.Meehan with L. Bieler, eds. and trans., De locis sanctis (Dublin, 1958), reprinted in CCL
175:175-234; T.Tobler and A. Molinier, Itinera Hierosolymitana
(Geneva, 1879), 203-10.
Estudios
M. L. W. Laistner, A Handlist of Bede Manuscripts (NewYork, 1943); T. O’Loughlin “The
Exegetical Purpose of Adomnán’s De Locis Sanctis,” Cambridge Medieval
CelticStudies24 (1992): 37-53; T. O’Loughlin, “The Li brary of Iona in the Late Seventh
Century: The Evidence from Adomnán’s De Locis Sanctis,” Ériu 45 (1994): 33-52; T.
O’Loughlin, “Adomnán the Illustrious,” Innes Review 46 (1995): 1-14; T. O’Loughlin,
“Res, Tempus, Locus, Persona: Adomnán’s Exegetical Method,” Innes Review 48 (1997):95-
112;T. O’Loughlin, “Why Adomnán Needs Arculf: The Case of an Expert Witness,” Journal of
Medieval Latin 7 (1997): 127-46
Ediciones
D.Meehan with L. Bieler, eds. and trans., De locis sanctis (Dublin, 1958), reprinted in CCL
175:175-234; T.Tobler and A. Molinier, Itinera Hierosolymitana
(Geneva, 1879), 203-10.
Estudios
M. L. W. Laistner, A Handlist of Bede Manuscripts (NewYork, 1943); T. O’Loughlin “The
Exegetical Purpose of Adomnán’s De Locis Sanctis,” Cambridge Medieval
CelticStudies24 (1992): 37-53; T. O’Loughlin, “The Li brary of Iona in the Late Seventh
Century: The Evidence from Adomnán’s De Locis Sanctis,” Ériu 45 (1994): 33-52; T.
O’Loughlin, “Adomnán the Illustrious,” Innes Review 46 (1995): 1-14; T. O’Loughlin,
“Res, Tempus, Locus, Persona: Adomnán’s Exegetical Method,” Innes Review 48 (1997):95-
112;T. O’Loughlin, “Why Adomnán Needs Arculf: The Case of an Expert Witness,” Journal of
Medieval Latin 7 (1997): 127-46.

THOMAS O’LOUGHLIN

Adulterinis conjugiis, De (Sobre los matrimonios adúlteros). Los dos libros de De


adulterinis conjugiis constituyen el único tratado escrito durante los cinco primeros siglos que
está dedicado exclusivamente al tema del divorcio y de las nuevas nupcias. En las
Retractationes, Agustín situó la obra entre De anima et eius origine (419/420) y Contra
adversarium legis et prophetarum (420); así que esta obra data de fines del año 419 o de
principios del año 420. De adulterinis conjugiis responde a preguntas formuladas en cartas
dirigidas a Agustín por un tal Polencio, cuya identidad no es, por lo más, desconocida. Las
respuestas de Agustín a la primera carta de Polencio fueron publicadas por algunos amigos, antes
de que Agustín tuviera la oportunidad de responder a las consultas en su segunda carta. Por este
motivo, él se vio obligado a publicar las ulteriores respuestas en un segundo libro (2.1.1).
El libro primero se dedica principalmente a la interpretación de textos bíblicos,
especialmente de 1 Corintios 7,10-18 y de Mateo 19,9. En la Carta primera a los Corintios, Pablo
había escrito: “A lo casados les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del
marido. En caso de separación, que no se vuelva a casar o que se reconcilie con su marido. Y que
tampoco el marido se divorcie de su mujer”. Mateo 19,9 dice así: “Ahora yo os digo: El que se
separa de su mujer, excepto en caso de impudicicia, y se casa con otra, comete adulterio”.
Polencio, al leer a Pablo a la luz de Mateo, argumentaba que había que hacer distinción entre el
divorcio a causa de impudicicia y el divorcio efectuado por otras razones. En ambos casos el
divorcio está permitido. Cuando ha habido adulterio, sugería Polencio, es lícito también volver a
casarse. La prohibición de Pablo de que se contraigan nuevas nupcias, argumentaba él, se aplica
únicamente a casos en que los esposos se separen por razones que no sean el adulterio.
Agustín rechaza claramente la interpretación de Polencio. Arguye que Mateo 19,9
implica que la única razón legítima para la separación de los esposos es el adulterio. Hace notar
que ni el Evangelio ni Pablo admiten cualesquiera otras razones para el divorcio; debe rechazarse
la separación unilateral, incluso con la intención de vivir una vida de continencia. Y en caso de
divorcio a causa de adulterio, argumenta, el matrimonio sigue intacto y está prohibido contraer
nuevas nupcias. En respuesta a la objeción de Polencio de que en Mateo 19,9 Jesús propone una
clara excepción en el caso de adulterio, Agustín responde que lo de “excepto a causa de
impudicicia” significa que el volver a casarse después que un esposo se ha divorciado a causa de
adulterio es menos culpable que el volver a casarse en otros casos, pero que no obstante está
prohibido (1.9.9). Apela al hecho de que el Evangelio de Marcos (10,11-12) y el de Lucas
(16,18) contienen la prohibición del divorcio sin cualificación alguna, y que, por tanto, la
prohibición cualificada de Mateo 19,9 debe leerse a la luz de esos otros dos Evangelios
(1.11.12).
En el libro primero, Agustín estudia también el texto de 1 Corintios 7,12-16, el pasaje del
denominado “privilegio paulino”, donde Pablo sugiere que los cristianos no están obligados a
permanecer unidos en matrimonio con no cristianos, cuando los no cristianos quieren separarse.
En este caso, reconoce Agustín, el Apóstol permite la separación entre un cristiano y un no
cristiano, cuando la fe del cristiano se halla en peligro. Sin embargo, Agustín acentúa que una
separación que es “legítima” (licere) no siempre es “conveniente” (expedire), y que cuando el no
cristiano no origina ningún impedimento para la fe del cristiano, la caridad podría exigir que los
esposos siguieran estando juntos, para que el compañero no cristiano de la pareja llegara quizás a
convertirse (1.14.15; cf. 1.7.18).
En el libro segundo, Agustín se dedica a responder a algunas preguntas adicionales que
Polencio había suscitado en una segunda carta. Comienza con 1 Corintios 7,39, donde Pablo
había escrito: “La mujer, mientras vive su marido, está ligada a él; pero si el marido muere,
queda libre para casarse con quien quiera, siempre que sea en el Señor”. Polencio había sugerido
que la “muerte” a la que Pablo se refiere es la muerte espiritual originada por el adulterio. En
este sentido, Polencio supone que Pablo concuerda con Mateo 19,9, el pasaje en el que Jesús (tal
como él lo interpretaba) permitía una excepción a la regla formulada contra el divorcio y
autorizaba a contraer nuevas nupcias en los casos en que uno de los esposos fuera culpable de
adulterio.
Agustín rechaza la interpretación de Polencio, argumentando que, incluso en el caso de
que un esposo se haya separado a causa de adulterio, el “vínculo de castidad” (vinculum pudoris)
permanece hasta la muerte de uno de los dos esposos (2.4.4). Como el sacramento del bautismo,
que sigue siendo válido incluso después de cometer un pecado grave y después de la
excomunión, “el vínculo del contrato matrimonial permanece en sí mismo” (manente in se
vinculo foederis conjugalis), cuando una mujer ha sido separada a causa de adulterio; el vínculo
permanecerá intacto, argumenta Agustín, aunque ella no se reconcilie nunca con su marido
(5.4).
El resto de la obra trata de diversas objeciones pastorales que Polencio había suscitado
contra esta doctrina rigurosa. Con respecto a las dificultades que un hombre pueda sentir a la
hora de perdonar a una esposa adúltera, Agustín argumenta que un cristiano tiene que estar
dispuesto a perdonar cualquier pecado que haya sido perdonado por Cristo (2.6.5). Cuando
Polencio objetó que hay pocas personas que sean capaces de vivir en continencia y que, por esta
razón, debía permitirse contraer nueva nupcias después del divorcio (a causa de adulterio),
Agustín respondió que una persona que se divorciaba del cónyuge a causa de adulterio, no se
hallaba en situación diferente que la persona cuyo cónyuge se encontraba gravemente enfermo o
en cautiverio: la continencia se exige hasta la muerte del cónyuge (2.10.9). Agustín,
argumentando – característicamente – en favor de la prioridad de la gracia en la vida cristiana,
sugería que la “carga de la continencia”, aunque no fuese elegida libremente, no tenía por qué ser
aterradora: “La carga será ligera, si es una carga de Cristo; será la carga de Cristo, si hay fe para
alcanzar lo que Él manda de Aquel que lo manda” (2.19.20).
–› Adulterio; matrimonio; penitencia; pecado
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BA 2, ed. G. Combés (Paris, 1948), 108-232; CSEL 41, ed. J. Zycha (Vienna, 1900), 347-410;
PL 40:451-86.
Traducciones
BAC, 12: Las uniones adulterinas ; FC 27:61-132; WSA 1/9 (1999): 144-87.
Estudios
M.-F. Berrouard, “Saint Augustin et l’indissolubilité du mariage. Evolution de sa pensée”
RechAug 5 (1968): 139-55 SP 11, TU 108 (Berlin, 1972), 291-306;H. Crouzel, L’église primitive
face au divorce, Théologie Historique 13 (Paris: Beauchesne, 1971); R. Kuiters, “Saint Augustin
et l’indissolubilité du Mariage,” Augustiniana 9 (1959): 5-11; A.-M. La
Bonnardiere,“Adulterinis coniugiis, (de-),” AugLex, 1:116-25; P. L.Reynolds, Marriage in the
Western Church: The Christianization of Marriage during the Patristic and Early Medieval
Periods (Leiden: Brill, 1994); É. Schmitt Le mariage chrétien dans l’oeuvre de saint Augustin
(Paris: Études Augustiniennes, 1983).

DAVID G. HUNTER

Adulterio. Para Agustín la fornicatio y el adulterium eran “pecados condenables” (nupt. et


conc. 1.14.16) que suponían una “falta mortal” (b. conjug. 6.6); eran diferentes el uno del otro,
pero se hallaban claramente en línea de continuidad. Agustín utilizaba algunas veces los términos
en sentido amplio, considerándolos como equivalentes (b. conjug. 6.6; adult conjug. 1.3.2; s.
392.4.4), aunque él distinguía también más estrictamente entre ambos. Algunas veces él los
contrastaba con las relaciones sexuales entre el marido y la mujer con fines de procreación, que
no eran pecado, y las relaciones para satisfacer el placer, a las que él llamaba “pecado venial”
(nupt. et conc. 1.15.17) o “falta venial” (b. conjug. 6.6), permitida y perdonable dentro del
matrimonio (nupt. et conc. 1.14.16).
Agustín definía el adulterio como la violación del matrimonio de otra persona, una acción
que, aun hallándose en la misma línea de pecado, era peor que la fornicación (b. conjug. 8.8).
Explicaba etimológicamente el adulterium, derivándolo de ad alterum, “ir a otro”, una violación
del contrato matrimonial (s. 51.12.22). Para Agustín, la cuestión principal era el quebrantamiento
de la fidelidad, uno de los tres bienes del matrimonio (prole, fidelidad y sacramento [b. conjug.
24.32]). La fidelidad sexual es un bien que el marido y la mujer se deben recíprocamente; la
fidelidad de los miembros de la pareja era un bien espiritual. El adulterio violaba esta fidelidad
que el marido y la mujer se deben mutuamente (b. conjug. 4.4).
La fidelidad mutua al “proporcionar el débito carnal” de las relaciones (b. conjug. 11.12)
al propio cónyuge era también un medio de evitar la tentación de adulterio. Tanto en lo que
respecta al marido como a la mujer, el abstenerse unilateralmente de las relaciones sexuales con
el cónyuge, lo cual es contrario a lo que se dice en 1 Corintios 7,4, ponía en peligro el bienestar
espiritual del otro cónyuge, que podría verse tentado a quebrantar la fidelidad (b. conjug. 6.6).
Aunque el adulterio suponía la violación de la fidelidad en el matrimonio, Agustín
empleaba también este término para describir, en determinadas circunstancias, el
quebrantamiento de la fidelidad hacia una concubina. Si un hombre y una mujer vivían juntos, no
con fines de procreación sino por el placer sexual, y acordaban ser fieles el uno al otro, su
relación podría llamarse matrimonio; sin embargo, si el hombre desechaba a la mujer para irse
con una compañera que le apeteciera más, entonces podía pensarse que ese hombre había
cometido adulterio en su corazón contra ella (b. conjug. 5.5). Se cree que este pasaje refleja la
propia experiencia de Agustín en sus relaciones con su concubina, y sus propias convicciones
acerca del tema (Brown 1988, 393).
Agustín no admitía una duplicidad de normas en cuanto a la fidelidad que el marido y la
mujer se debían mutuamente. Los maridos habían de ofrecer a sus mujeres un ejemplo de
fidelidad conyugal (adult. conjug. 2.8.7). En algunos sermones expresados con severas palabras,
Agustín recalcaba que el adulterio estaba igualmente prohibido para el hombre y para la mujer.
Reflejaba en ellos la infidelidad de su propio padre hacia su madre, lo cual ofrecía quizás de
nuevo los lejanos antecedentes para sus observaciones (conf. 9.9.19).
La fornicación era definida por Agustín de dos maneras: en primer lugar, en términos que
recuerdan el pasaje de 1 Corintios 6,15, simplemente como “adherirse a una prostituta” (b.
conjug. 8.8); en segundo lugar, con una definición más precisa que realza la distinción entre los
dos, como “lo que hacen los hombres que no tienen esposas, lo hacen las mujeres que no tienen
maridos” (qu. 2.7.1). Aunque un fornicador pudiera argüir que él no ha quebrantado el
mandamiento contra el adulterio, porque ni él ni su compañera estaban casados, Agustín sigue
encontrando una falta en la corrupción que el fornicador comete contra sí mismo, que es la
imagen de Dios y el templo de Dios (s. 9.15). En otro lugar, Agustín reflexiona pensando que la
fornicación pudiera incluirse en la prohibición que el Decálogo hace del adulterio, entendiéndose
entonces el caso más general por el caso que se menciona de manera más precisa. La fornicación
es el caso más general, definido entonces como cualquier acto sexual ilícito (qu. 2.71).
–› Adulterinis conjugiis, De; matrimonio; penitencia; pecado
BIBLIOGRAFÍA
A.-M. La Bonnardière, “Adulterium”, AugL ex, 1:125-37;
Brown, 1988.
JOHN C. BAUERSCHMIDT

Adversarium legis et prophetarum, Contra (Contra un adversario de la Ley y los


Profetas). Entre los años 418 y 423, probablemente en la primavera del año 418, Agustín
compuso este escrito para refutar la obra de un hereje anónimo. Algunos cristianos cartagineses
presenciaron, en las cercanías del puerto, cómo se estaba leyendo en voz alta un tratado ante una
multitud que escuchaba curiosa y encantada, e inmediatamente enviaron una copia a Agustín
con el ruego de que le diera respuesta. Agustín intentó varias veces, pero sin éxito, identificar la
herejía propugnada por el autor. Puesto que el autor pretendía que un demonio malvado había
creado el mundo, Agustín concluyó que no se trataba de un maniqueo. Aunque sugirió que podía
tratarse de un seguidor de Marción, no excluía que fuera un adepto de alguna otra herejía opuesta
al Dios de la ley y los profetas. La sugerencia de A. Harnack de que el tal Fabricio que el autor
pretende que había sido su maestro en Roma, fuera realmente Patricio, el fundador de los
patricianos que se mencionan en De haeresibus ad Quodvultdeum 61, es una sugerencia que
quizás esté en lo cierto, aunque poco más se sabe acerca de esa secta.
El autor anónimo se opone claramente al Dios del Antiguo Testamento, a quien llama “el
autor de la guerra y de la furia”, en contraste con Cristo, que es “el padre de la paz y de la
caridad” (c. adv. leg. 2.12.38). En los dos libros en que expone su réplica, Agustín reordena las
numerosas objeciones del autor anónimo según el orden de los libros bíblicos. En el libro
primero responde a los argumentos basados en el Antiguo Testamento, recurriendo
frecuentemente a su repertorio de argumentos desarrollados en sus escritos antimaniqueos.
Mientras que los primeros capítulos del libro primero se desarrollan en paralelo con sus
anteriores defensas del relato de la creación según el Génesis, los demás capítulos responden a
los argumentos del hereje anónimo basados en una amplia gama de temas, como los graves
castigos infligidos a los hijos de Elí o a personas que David refiere, la exigencia de sacrificios
cruentos, el lenguaje indecoroso de los autores bíblicos y la sed de sangre del Dios del Antiguo
Testamento.
En el segundo libro, Agustín responde a los argumentos del hereje contra el Antiguo
Testamento que están basados en el Nuevo Testamento, como las palabras de Pablo que llama al
Antiguo Testamento el ministerio de muerte (2 Cor 3,7) y la afirmación de Jesús de que todos los
que habían venido antes que él eran ladrones y salteadores (Jn 10,8). Tiene particular interés el
truco exegético del hereje con el cual pretende que Pablo decía únicamente la verdad a los
perfectos (1 Cor 2,6), mientras que a todos los demás les decía mentiras – por ejemplo, cuando
hablaba a los judíos como un judío (1 Cor 9,20). Agustín finaliza los dos libros con un conjunto
de tesis sobre la identidad entre el Dios de la ley y los profetas y el Dios del Nuevo
Testamento, en oposición directa a las antítesis del hereje anónimo.
–› Judíos, judaísmo
BIBLIOGRAFÍA
Edición
Contra adversarium legis et prophetarum, ed. K. –D. Daur, CCL 49:35-131; BAC, 40:Réplica
al adversario de la Ley y los Profetas
Estudios
M. P. Ciccarese, “Sulla tradizione manoscritta del ‘Contra adversarium legis et prophetarum’ de
Agostino”, Studi Storico Religiosi 1(1977) 325-38; M. P. Ciccarese, “Un testo gnostico
confutato da Agostino”, VetChr 15 (1978):23-44; T. Raveaux, “Aduersarium legis et
prophetarum (Contra-)”, AugLex, 1:107-22; T. Raveaux, Augustinus Contra Adversarium
Legis et Prophetarum. Analyse des Inhalts und Untersuchung des geistesgeschichtlichen
Hintergund (Würzburg:Augustinus Verlag, 1987); R. J. Teske, Answer to an Enemy of the Law
and the Prophets, a translation with introduction and notes, in Arianism and Other Heresies,
Augustinian Heritage Institute I, 18; J. Teske, “Problems with the Beginning in Augustine’s
Sixth Commentary on Genesis”, University of Dayton Review 22 (1994):55-67

ROLAND J. TESKE, S.J.


Adversus Judaeos (Contra los judíos)
Fecha y género
Esta obra, en las primeras ediciones impresas, se sitúa entre las obras polémicas de
Agustín. En los manuscritos que constituyeron la base para la edición de Maurini, la obra se
denomina sermo y tractatus. Ambos términos pudieran referirse a un sermón pronunciado por
Agustín. Blumenkranz (1946, 200-201) revela las sentencias paralelas y los juegos de palabras,
que confirman que el género de Adversus Judaeos es el de un sermón. La estructura del texto,
con su reflexión inicial acerca de Romanos 11,22-25 y con su exhortación final a la conversión
suprema de judíos y paganos, se ajusta al estilo de los sermones de Agustín.
Los especialistas están de acuerdo en que la obra Adversus Judaeos iba dirigida a la
comunidad cristiana en torno a Agustín. No estaba dirigida a los judíos; no constituía parte de un
esfuerzo “misionero” por convertir a los judíos (Blumenkranz 1946; Schreckenberg 1995). La
obra data de los años 428-429 y tiene una triple finalidad: primeramente, instruir a los cristianos;
en segundo lugar, combatir influencias heréticas como eran las prácticas “judaizantes”, y en
tercer lugar, y sólo indirectamente, ofrecer una polémica contra los judíos y el judaísmo.
Fredriksen advierte que no se debe acentuar demasiado el carácter central de las ideas en
Adversus Judaeos para determinar las relaciones entre Agustín y el judaísmo, y sostiene que
Contra Faustum Manicheum es una obra mucho más importante para evaluar el desarrollo del
pensamiento agustiniano.
Estructura
Adversus Judaeos comienza (1,1) con una cita de Romanos 11,22-25 que acentúa la
recompensa didivina para los que obedecen a Dios y el castigo para los descarriados. Los judíos
se desgajaron como ramas del olivo (Rom 11,17-18) por su falta de fe, de tal manera que ahora
pueden entrar los gentiles. Los judíos podrán salvarse, si ven la luz y no permanecen en las
tinieblas (Mt 8,11-12). El sermón (1.2) estudia entonces la razón principal de que los judíos
permanezcan en su infidelidad: leen, pero no entienden. Por eso, están “ciegos” y “enfermos”.
Agustín los sitúa entonces ante la “verdad abierta”, aunque ellos no deseen ser curados. Refuta el
argumento (2.1) de que los libros de las Escrituras hebreas no pertenecen a los cristianos porque
ellos no observen los mandamientos en sus formas externas, pues los cristianos entienden los
mandamientos (sacramenta) como “sombras de las cosas venideras” (umbras futurorum). Cristo
no dejó vacía la ley desaprobándola, sino que la cambió cumpliéndola. De esta manera, los
cristianos no se abstienen de tomar ciertos alimentos, sino que viven moralmente. No ofrecen
sacrificios cruentos, pero presentan sus propios cuerpos como sacrificios vivos, derramando sus
almas en sus deseos, etc. El tema del “cambio” (mutare) llega a ser fundamental para el resto del
sermón (adv. Jud. 4), cuando Agustín demuestra cómo los Salmos profetizan acerca de Cristo.
Hace referencia a los tituli de los Salmos 44, 68/69, 79/80, donde la Versión de los
Setenta traduce “lo que será cambiado”. El Salmo 44/45 (adv. Jud. 4) hace referencia a Cristo en
su humanidad y divinidad; la reina es su esposa, la Iglesia. El Salmo 68/69 (adv. Jud. 5) se
explica como referencia a los sufrimientos y a la Pasión de Cristo, mientras que el Salmo 78/79
(7) se centra en la imagen de la viña y señala el “cambio” en la posesión de la viña, que pasó del
pueblo judío a quienes creen en Jesucristo. Basándose en el testimonio del “cambio”, tal como
aparece en los Salmos, Agustín se traslada luego (8) a Jeremías 31,31, donde se promete un
nuevo pacto, y afirma que los cristianos disfrutan de la luz del nuevo pacto, mientras que los
judíos siguen estancados en cosas antiguas e inútiles. El sermón pasa entonces a hablar de la
reacción de los judíos (9), que pretenden que las palabras de la Escritura se refieren únicamente a
ellos, que son Israel. Agustín aprovecha esta ocasión para argumentar que los judíos son,
ciertamente, el Israel “carnal”, pero que los cristianos son el Israel espiritual. Los judíos se
cuentan entre los enemigos de Dios (Sal 59,12). Los cristianos, que fueron llamados a predicar al
mundo entero, se han convertido en el verdadero cumplimiento de la profecía, por cuanto llevan
la Ley dada en el Sinaí al mundo entero. Ellos han sustituido al Israel carnal, que, por ser el
mayor, sirve ahora al hermano menor (Gn 25,26). Los judíos son como hombres ciegos,
conducidos a la muerte, que están condenados a las tinieblas (10). El sermón sigue (11)
analizando las pretensiones que los judíos puedan tener de ser los poseedores de los títulos de
“Jacob” e “Israel”. A la luz de Isaías 2,5-6 y 58,1, Agustín insta a los judíos a que entiendan que
Dios abandona a quienes no creen y llama a los que son de buena fe. Puesto que los judíos
rechazan la piedra angular (Sal 118,22), no son ya los llamados, excepto en el tiempo en que “los
circuncisos y los incircuncisos se encuentren y se unan en la piedra angular. Esta
situación degradada continurá mientras los judíos sigan rechazando a Jesucristo. Dios no se
complacerá en ellos ni en sus sacrificios (Mal 1,10-11), y la destrucción del templo judío de
Jerusalén proporciona la prueba final del rechazo de que son objeto (adv. Jud. 12). Hay, no
obstante, un sacrificio que es ofrecido actualmente – no por los judíos sino por los cristianos,
como indica el Salmo 50,14 (adv. Jud. 13). El sermón termina (14) con una exhortación a los
judíos para que se conviertan y “caminen a la luz del Señor” (Sal 112,4), que es la luz a la que
caminan “los gentiles”. Los cristianos deben dirigirse a los judíos, “no con aire de orgullo, sino
con un profundo sentido de humildad, no insultándolos con presunción, sino regocijándose con
temblor, proclamando el amor que les profesan”.
Temas principales
Blumenkranz hace ver que Adversus Judaeos es una recapitulación de los principales
temas de la literatura del cristianismo primitivo y de los autores patrísticos. El sermón expone
temas y textos del Nuevo Testamento, como el de la culpabilidad de los judíos por la muerte de
Jesucristo (Evangelios), la continuada validez de la ley judía (Gálatas, Romanos), la relación
entre la carne y el espíritu (Gálatas, Romanos) y la función salvífica del sacrificio de Cristo
(Hebreos). Sin embargo, en este sermón Agustín acentúa una imagen más negativa del pueblo
judío y de la religión judía después de la encarnación que la imagen que él presenta en algunos
otros escritos suyos sobre los judíos y el judaísmo. Por ejemplo, condena únicamente a los judíos
por la crucifixión de Cristo, disculpando enteramente a los romanos (adv. Jud. 11). El sermón
asocia continuamente a los judíos con características innobles. Son ciegos y
obstinados, están enfermos y no tienen entendimiento (1.2; 5.6; 7.10; 8.11; 9,14). Siguiendo a
San Pablo, San Agustín afirma que la obstinación de los judíos fue querida por Dios (9.14).
En el núcleo del sermón hay un enfoque hermenéutico que sostiene una dicotomía entre
una comprensión carnal y una comprensión espiritual. Observar la ley que se expone en la
Escritura, era cosa deseable antes de la encarnación. Después de la venida de Cristo, cualquier
intento por observar la letra de la ley, no tiene sentido alguno. Basándose en el capítulo tercero
de la Carta a los Gálatas, Agustín acentúa la inferior comprensión y posición de los judíos, que
son los hijos de Agar, mientras que la Iglesia es la heredera espiritual y verdadera de las
promesas de Dios. Los cristianos son el nuevo Israel y el verdadero Israel. Adversus Judaeos
expresa plenamente lo que algunos teólogos modernos denominan “la teología de la
substitución” o “teoría del invalidacionismo”, según la cual todas las promesas de las Escrituras
hebreas se cumplen únicamente en Jesucristo (2.4; 4.5; 5.6; 7.8). Tan sólo mediante la fe en
Cristo, puede uno llegar a formar parte del verdadero Israel. Por eso, la Iglesia, que está
compuesta de judíos que creen en Jesús y de paganos, se ha convertido ahora en la viña de Dios
(6,7; cf. Mt 21,33-46). El pueblo judío, con su comprensión carnal, ha sido rechazado. Está
disperso por todo el mundo. Y Jerusalén con su templo, con su lugar del sacrificio, han quedado
destruidos. La única esperanza de Israel es convertirse al cristianismo, conversión a la que se
insta en la parte final del sermón.
Adversus Judaeos hace referencia únicamente a la idea de que los judíos son “testigos de
la fe cristiana” (7.9), una idea que muchos creen que es la contribución más original de Agustín a
las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo. Como “testigos” que son, los judíos y su
religión deben seguir estando protegidos hasta el fin de los tiempos. Los judíos van trascurriendo
juntamente con la Iglesia a través de la historia. Esta idea teológica la expresa Agustín en el
Comentario de los Salmos (59.10s) y en la Ciudad de Dios (18.46). Gregorio Magno desarrollará
en sus cartas la doctrina del testimonio, que se convirtió en el fundamento para los decretos
pontificios medievales de protección de los judíos, conocidos como “Sicut Iudaeis non”.
–› Judíos, judaísmo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
J. L. Bazant-Hegemark, “Aurelii Augustini Liber ad Orosium contra Priscillianistas et
Origenistas, Sermo aduersus Iudaeus, Liber de haeresibus ad Quoduuldeum” (diss. Wien,
1969), 24-63; PL 42:51-64
Traducciones
FC 27, trad. Marie Liguori (1955), 385-414; BAC, 40:Tratado contra los judíos, trad. T. C.
Madrid
Estudios
J.Alvarez,El antisemitismo de san Agustín,en“Augustinus” 26 (1981), 5*-16*; J.Alvarez,San
Agustín y los judios de su tiempo,En “Augustinus” 12 (1967), 39-50; Augustinus 17 (1972), 155-
164;B. Blumenkranz, Die Judenpredigt Augustins:Ein Beitrag zur Geschichte der Jüdisch-
chrislichen Beziehungen in den ersten Jahrhunderten (Basel:Helbing und Lichtenheim, 1946);
J. Cohen, Living Letters of the Law:The Idea of the Jew in Medieval Christianity (Berkeley and
Los Angeles:University of California Press, 1999); Paula Fredriksen, “Excaecati Occulta
Justitia Dei:Augustine on Jews and Judaism”, JECS 3, nº 3 (1995):299-324; H.
Schreckenberg, Die christlichen Adversus-Judaeos-Text und ihr literarisches und historisches
Unfeld (1-11 Jh) (Frankfurt am Main:Peter Lang, 1995);

MICHAEL SIGNER
Aegidius Romanus –› Egidio Romano

Agone Christiano, De (Sobre la lucha cristiana). Agustín escribió este tratado dogmático y
moral con destino a sus hermanos del norte de África que no conocían bien el latín (retr. 2.29).
La obra constituye un simple manual de instrucción en la regla cristiana de la fe. Su fecha sigue
siendo incierta, pero la mayoría está de acuerdo en que fue escrita entre 396 y 397. Los que están
a favor del año 396, fundamentan su decisión en la referencia que hace Agustín a los donatistas
(agon. 29). Aunque alude a las tensiones existentes entre los miembros de la secta, no hace
referencia a un episodio que tuvo lugar a principios del 397 (a saber, la readmisión de Pretextato
y de Feliciano, obispos donatistas que habían sido excomulgados en el concilio donatista reunido
en Baqua). Puesto que este suceso difícilmente habría dejado de ser mencionado en este
contexto, se supone que Agustín escribió De agone Christiano antes de que el acontecimiento
llegara a ser de conocimiento público. Los que suponen una fecha posterior de la composición
basan sus argumentos en las fechas, a menudo difusas, establecidas por las Retractationes. A este
respecto, Agustín designa De agone Christiano como la tercera obra escrita por él (después de
De diversis in quaestionibus ad Simplicianum y Contra epistulam Manichaei quam vocant
fundamenti) tras su consagración como obispo de Hipona en el año 395 (retr. 2.27-29). Puesto
que la obra inicial de esta serie suponía sus respuestas a las cuestiones planteadas por
Simpliciano, sucesor del obispo Ambrosio, vemos que De agone Christiano debió de escribirse
después de la muerte de Ambrosio el 4 de abril del año 397. La caracterización que hace Agustín
de la vida cristiana como una lucha (agon) tiene una connotación especial que hace pensar en los
antecedentes de la controversia con los donatistas. El título mismo de la obra refleja el deseo de
Agustín de separar a los genuinos “soldados de Cristo” de los “circumcelliones”, el ala
fanática del Donatismo, cuyos miembros se designaban a sí mismos como Agonistici (es decir,
los que se comprometen en la lucha sostenida por los mártires). Para Agustín, la verdadera lucha
cristiana equivale a una contienda con todas las fuerzas (tanto sobrenaturales como naturales)
que quieren apartar a los hombres del cumplimiento de los mandamientos divinos (agon. 1-6).
En consecuencia, Agustín se centra luego en las raíces del mal en general (7-11). En el
análisis final, cualquier flaqueza que suframos procede de lo que mereció justamente nuestra
libre voluntad, al pecar. Al asumir una naturaleza como la nuestra, Cristo mostró que la flaqueza
humana puede ser curada por la justicia, y que la naturaleza humana ocupa un lugar sumamente
importante entre las obras de Dios. En el estudio que sigue a continuación (12-32), Agustín
ofrece un verdadero catálogo de herejías que se oponen a la Iglesia primitiva (centrándose
especialmente en los errores cristológicos): además de dirigirse contra el Donatismo, habla
también contra el Maniqueísmo, el Sabelianismo, el Arrianismo, el Apolinarismo, el
Apopcianismo, el Docetismo, el Luciferianismo, el Montanismo y el Novacianismo. En su parte
final (33), Agustín alienta a los creyentes sencillos a contentarse con la “leche” de una fe pura, y
a crecer así en Cristo mediante una vida virtuosa.
–› Ascetismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CSEL 41, ed. J. Zycha; PL 40:288-309.
Traducciones
BAC, 12: El combate cristiano, trad L. Cilleruelo; P.A. Habitzky, O.E.S.A., Der christliche
Kampf und Die christliche Lebensweise (Würzburg: Augustinus-Verlag, 1961); J. L. O’Neil,
S.H.C.J., “A Translation of St. Au-gustine’s Treatise ‘On Christian Combat”’ (master’s thesis,
Villanova College, 1933, 89 pages); R. P. Russell, O.S.A., FC 4 (1947).

Fuentes secundarias
O.Bardenhewer, Geschichte der Ahkirchlichen Literatur, vol. 4 (Freiburg, 1924); L. Billiot, De
Verbo Incarnato (Rome, 1927); M. J. Brennan, S.S.J., “Vocabulary of ’De Agone Christiano’ of
Saint Augustine: A Semasiological Study” (master’s thesis, Villanova College, 1945, 58 pages);
F. A. Condon, “S. Aur. Augustini Hipponensis Episcopi ‘De Agone Christiano’ “(master’s
thesis, Villanova College, 1933, 34 pages); M. R. W. McCracken, S.S.J., “Rhetoric of Saint
Augustine’s Treatise ‘De Agone Christiano”’ (master’s thesis, Villanova College, 1940, 74
pages); J.Oroz Reta, El combate cristiano según san Agustín Congresso Internazionale su S.
Agostino nel XVI. Centenario della Conversione 3, Roma 1986 (1987), 103-122; J.Sagués
Remón,El educator de la fe en las obras catequéticas de san Agustín. Personalidad del
catequista, La catequesis del "De agone christiano",en “Augustinus” 15 (1970), 35-55, 169-
186;A. Zumkeller, “Agone Christiano, de,” AugLex, 1:221-27.
N. JOSEPH TORCHIA, O.P.
Agustín, vida de San –› Vida, cultura y controversias de Agustín
Agustinismo político. El término augustinisme politique o “agustinismo político” fue
acuñado por H.-X. Arquillière para referirse a la tendencia del cristianismo medieval a oscurecer
la distinción entre el Estado y la Iglesia. Debido a la influencia de la tesis de Arquilière sobre los
orígenes del pensamiento político medieval, la cual se expresó por vez primera en el año 1034, el
término llegó a convertirse en un lugar bastante común en los debates acerca de la política
medieval, hasta el punto de ser utilizado frecuentemente, incluso por aquellos que no se adhieren
en su totalidad a la tesis de Arquillière.
Arquillière entendía que él mismo estaba siguiendo las conclusiones de Mandonnet y de
Gilson, quienes habían sugerido que el pensamiento de Agustín carecía de una distinción
cuidadosa entre el ámbito natural y el ámbito sobrenatural, o entre la verdad de razón y la verdad
revelada. Partiendo de este punto de vista, Arquillière afirmaba que los pensadores políticos
medievales que buscaban orientación en Agustín, se inclinaban a pensar que el orden natural del
Estado quedaba absorbido por el orden sobrenatural de la Iglesia e incluido dentro de él. Por
tanto, el mencionado autor consideraba que el agustinismo político era la extensión lógica del
agustinismo doctrinal.
Este movimiento hacia la absorción del Estado por la Iglesia cristiana fue un proceso
gradual en el que intervinieron muchos personajes, siendo uno de ellos Gregorio Magno.
Arquillière sacaba la conclusión de que, aunque Gregorio observaba la debida distinción entre el
Estado y la Iglesia en los estudios que hacía sobre el emperador, sin embargo él subordinaba con
frecuencia la autoridad de los reyes bárbaros a la autoridad religiosa del papado. En la formación
del agustinismo político fue también figura importante Isidoro de Sevilla, el gran pedagogo de la
Edad Media. La lenta, aunque inconsciente erosión de los fundamentos naturales de la política
triunfó en la época que vio el predominio del papado medieval. Por tanto, las pretensiones de
papas como Gregorio VII, sobre quien Arquillière publicó también una extensa obra en el año
1934, son consideradas como la culminación del proceso que había comenzado por el fallo
cometido al no distinguirse cuidadosamente entre la razón y la revelación, entre la naturaleza y la
gracia.
Sin embargo, en opinión de Arquillière, la formación del agustinismo político fue una
aberración de la debida relación entre la Iglesia y el Estado, una aberración determinada por las
dificultades con que tuvo que enfrentarse la Iglesia al vérselas con los pueblos germánicos que
habían invadido Europa y puesto fin a la antigüedad. Sugiere, además, que en los tiempos
modernos la Iglesia ha superado las confusiones medievales y ha vuelto a reconocer el carácter
fundamentalmente natural del Estado. Aunque no fue éste el foco de sus investigaciones y
escritos, Arquillière parece comprometido en propugnar lo apropiada que resulta la solución
moderna al problema de la religión y la política: una solución que consiste en separar a las dos
situándolas en ámbitos diferentes. Desde luego, él sugiere que la solución moderna representa
una restauración de las ideas predominantes en el período patrístico de la Iglesia.
Arquillière, aunque mencionó la tendencia medieval – después de Agustín – a que el
Estado quedara absorbido dentro de la Iglesia, admite abiertamente que Agustín mismo no
profesó el agustinismo político. En cambio, afirma que Agustín, siguiendo el Nuevo Testamento
y la tradición patrística, admitía que había que obedecer a las autoridades paganas, y es
consciente de la cautelosa actitud de Agustín hacia la conversión de los emperadores romanos a
la causa cristiana. Señala especialmente, en contra del historiador alemán Bernheim, que la
afirmación que hace Agustín en De civitate Dei 19.21 en el sentido de que no hubo nunca en
Roma una verdadera república, porque no hubo nunca en ella verdadera justicia, debe
cualificarse mediante una consideración de la redefinición que hace Agustín en 19.24 de la
naturaleza de una república, la cual admite la existencia de una genuina república romana,
aunque no esté basada en una justicia de la más elevada clase. A los ojos de Arquillière, la
lectura de Bernheim comete el error de considerar a Agustín como un agustiniano político.
Sin embargo, Arquillière señala que la elevada retórica de Agustín en algunos pasajes,
sobre todo si se leía de manera aislada, podía inducir fácilmente a interpretaciones indebidas por
parte de sus discípulos medievales, menos refinados en la manera de pensar. Lo que es más
importante: el argumento de Arquillière sugiere que, aunque las conclusiones del propio Agustín
acerca de la política eran apropiadas, sin embargo su oscuridad acerca de las fronteras entre lo
natural y lo sobrenatural se prestaba por sí misma a las interpretaciones de los cristianos que
vendrían después de él y que serían más rigurosos en cuanto a sacar conclusiones que afirmaran
el carácter subordinado del ámbito político. Por tanto, Arquillière sugiere que hay un sentido en
el que se puede afirmar que el “agustinismo político” es un término impropio, y un sentido en el
que no lo es.
–› Civitate Dei, De; Justicia; La Iglesia y el Estado; Guerra
BIBLIOGRAFÍA
H.-X. Arquillière, L’augustinisme politique: Essai sur la formation des théories politiques du
moyen-age (Paris, 1934, 1955,1972); H.-X. Arquillière, Grégoire VII: Essai sur sa conception du
pouvoir pontifical (Paris, 1934); H.-X Arquillière, “Augustinisme politique,” in Catholicisme:
hier, aujoud’hui, demain: Encyclopédie en sept volumes, ed. G. Jacquement (Paris, 1948)
1:1046-47; H.-X. Arquillière, “Réflexions sur l’essence de l’augustinisme politique,” AugMag,
vol. 2 (Paris, 1954), 991-1001; E. Gilson, Introduction àl’étude de saint Augustin (Paris, 1929);
P. Mandonnet, Siger de Brabant et l’Averroisme latin au XIIIe siècle (Louvain, 1911).
DOUGLAS KRIES

Alegoría –› Figura; signo; tipología


Alipio. La mayoría de las informaciones sobre Alipio proceden de Agustín, que era amigo suyo
(conf. 6.9.11 – 6.10.16; epp. 29; 83; 125; 227; 10*; 15*; 16*; 22*, y 23*). Nació en Tagaste
(conf. 6.7.11), fue alumno de Agustín (6.7.11) y, juntamente con él, se hizo maniqueo (6.7.12).
Agustín admiraba su integridad (6.10.16) y le trataba como a su amigo del alma (9.4.7). Alipio
estudió derecho en Roma, trabajaba allí como ayudante del director financiero, participaba en las
conversaciones Casiciaco (9.4.8) y fue bautizado en Milán juntamente con Agustín y con
Adeodato por Ambrosio (24-25 de abril del año 387). La conversión de Alipio, que se apartó de
la ambición (8.6.13) y de la curiosidad (6.7.12), fue no menos real que la de Agustín. Regresó a
África y vivió vida monástica con Agustín y con otros en Tagaste (Posicio, v. Aug. 3.1-2) y luego
en Hipona (ep. 22.1). Fue elegido obispo de Tagaste antes de marzo del año 395 y colaboró
frecuentemente con Agustín. Fue uno de los siete obispos católicos que participaron en la
conferencia del año 411 con los donatistas, y tomó parte igualmente en las controversias
pelagianas (c. ep. Pel. 1.1.2; nupt. et conc. 2.1.1; ep. 224.2; véase además c. Jul. imp. 1.42; 3.35;
Jerónimo, ep. 202.1), y no fueron menos importantes los cuatro viajes que hizo a Italia por
razones diplomáticas (AugLex, 1,260-265). No se sabe bien cuándo murió, aunque fue después
de su cuarto viaje a Italia durante los años 427-428.
–› Confessiones; vida, cultura y controversias de Agustín; Tagaste

BIBLIOGRAFÍA
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Agustín,en“Augustinus” 33 (1988), 195-213

ALLAN D. FITZGERALD, O.S.A.

Alma. Para Agustín, todo ser vivo corpóreo tiene un alma (anima). En los vegetales el alma (a
veces denominada simplemente vita) es lo que da vida al cuerpo, de tal modo que éste toma
alimento, crece y se reproduce. En los animales, el alma no es sólo la fuente de esas actividades
que se encuentran en los vegetales, sino que es también la fuente de la sensación y del apetito. En
los seres humanos, el alma racional es la fuente del pensar y del querer, así como de todas las
demás actividades que los hombres tienen en común con los vegetales y los animales. Desde los
tiempos de los diálogos de Casiciaco, el alma humana fue un foco central del interés de Agustín.
Él afirmaba en Soliloquia 1.2.7 que quería conocer únicamente a Dios y al alma. Y sus demás
diálogos de los primeros tiempos, escritos en Casiciaco y durante los años que siguieron
inmediatamente a su bautismo, se centraban en la felicidad del alma (De beata vita), en su
capacidad para alcanzar conocimiento y sabiduría (Contra Academicos), en su inmortalidad (De
immortalitate animae), en su grandeza (De animae quantitate), en su libertad (de libero arbitrio)
y en su adoración de Dios (De vera religione). Al hablar del alma, Agustín emplea el término
anima para referirse a las almas humanas racionales y a veces para referirse a la mente (mens).
La incorporeidad del alma
De joven, Agustín adoptó la convicción filosófica común en la mayor parte del mundo
occidental, de que todo lo que era real era corpóreo (conf. 5.10.19). Como lo estuvo Tertuliano
antes que él en África (De anima 7), Agustín se hallaba convencido de que incluso Dios y el
alma eran seres corpóreos. Dada su convicción de que todo lo real era un cuerpo, Agustín estuvo
convencido durante mucho tiempo de que el mal, para ser real, tenía que tener un cuerpo. Y, así,
se vio obligado a abrazar el dualismo metafísico de los maniqueos (conf. 5.10.20). Durante los
nueve años en que fue maniqueo, Agustín encontró en la doctrina maniquea una ulterior
confirmación de la idea de que el alma era corpórea, porque los maniqueos, como los estoicos,
sostenían que todo cuanto existe es corpóreo (conf. 7.1.1). Por influencia de la predicación de
Ambrosio y por la lectura de las obras de los platónicos, antes de su bautismo en Milán en el año
386, Agustín aprendió a representarse al alma y a Dios como substancias no corpóreas. En De
beata vita 1.4 habla a Teodoro acerca de los albores de su experiencia de que Teodoro en sus
conversaciones y Ambrosio en sus sermones hablaban de Dios y del alma como de substancias
no corpóreas.
Pero tan sólo al leer las Enéadas de Plotino y posiblemente algunos escritos de Porfirio,
Agustín llegó a un claro concepto filosófico de un ser no corpóreo, un ser en el que no hay ni
largura ni anchura ni profundidad, y del que no hay más en mayores partes y menos en partes
más pequeñas, sino que está todo donde quiera que es (ep. 166.2.4).
El alma como mudable y creada
Juntamente con la convicción de Agustín de que el alma es incorpórea, llegó a ser básica
para su idea del alma su convicción de que el alma no es lo que Dios es, sino que es una criatura
hecha por Él (Jo. ev. tr. 39.8). Por tanto, rechazó cualquier intento de interpretar Gn 2,7 en el
sentido de que Dios insuflara en Adán parte de su propia naturaleza divina (Gn. adv. Man.
2.8.11). Los maniqueos sostenían que las almas humanas no sólo eran corpóreas sino que además
eran literalmente divinas; es decir, eran partículas de la naturaleza divina que habían quedado
atrapadas en cuerpos a consecuencia del conflicto primordial entre el bien y el mal (duab. an.
12.16; vera rel. 9.16). Como “oyente” en la secta maniquea durante unos nueve años, Agustín
compartió esta creencia y encontró alivio en la suposición de que no era su verdadero “sí-
mismo” el que pecaba, sino la naturaleza mala en la que él se hallaba atrapado (conf. 5.10.18).
Más aún, al volverse a los libros de los platónicos, en el tiempo de su conversión, Agustín
encontró como uno de los postulados fundamentales de esos filósofos la idea de que el alma es
de una misma substancia que Dios. Es posible que los diálogos de Casiciaco reflejen a veces su
creencia neoplatónica en la divinidad del alma. En Contra Academicos 1.1.1 y 1.4.11, por
ejemplo, Agustín habla del “alma divina” y de “la parte divina del alma”, y en De ordine 2.17
atribuye a los neoplatónicos la idea de que no hay absolutamente ninguna distancia entre la
substancia del alma y la de Dios. En todo caso, poco después de su bautismo, si no antes de él,
Agustín llegó a la firme creencia de que el alma no era divina sino una criatura, de que no era
corpórea sino incorpórea. Su prueba normal de que el alma es una criatura se basa en la
mutabilidad del alma (conf. 12.17.24), una mutabilidad manifestada en cambios tales como los
de que unas veces el alma es sabia y luego es loca, o en que ahora quiere una cosa y luego no la
quiere (Jo. ev. tr. 23.9). Contra los maniqueos y contra los priscilianistas, Agustín recurría a tal
testimonio de cambio como prueba decisiva de que el alma es una criatura (c. Pris. 1.1).
Argumentos en favor de la incorporeidad del alma
En la epistula 166, escrita en el año 415, Agustín escribía a Jerónimo que estaba seguro
de que el alma había sido creada por Dios y de que no era un cuerpo, aunque todavía no tenía
conocimiento cierto acerca de cómo las almas llegaban a existir, después de las almas de Adán y
Eva, aparte del hecho de que Dios las creaba. En realidad, en la epistula 166.2.4 Agustín ofrece
una prueba bien elaborada en favor de la incorporeidad del alma, basándose en el hecho de que el
alma eterna es consciente, a un mismísimo tiempo, de cosas que suceden en partes diversas del
cuerpo – algo que sólo podía ser posible si el alma entera se halla presente en cada parte del
cuerpo. En Confessiones 7.1.2 Agustín recurre al poder de la mente para formar imágenes de
cosas corpóreas dentro de sí misma, y utiliza este hecho como prueba de la naturaleza no
corpórea de la mente. De hecho, en De anima et eius origine 4.17.25 Agustín recurre también a
la presencia de imágenes, o semejanzas corpóreas, en el alma como la mejor prueba de la
incorporeidad del alma. En De Trnitate 10.46 desarrolla otros argumentos en favor de la
incorporeidad del alma, basándose en el conocimiento que la mente tiene de sí misma. Agustín
afirma que, al conocer otra cosa, la mente se halla enteramente presente en sí misma como
conocedora – siendo así que un ser corpóreo no puede estarlo. En 10.10.16 afirma que la mente
se conoce a sí misma cuando se buca a sí misma, pero nada es verdaderamente conocido a menos
que su substancia sea conocida. Por tanto, la mente conoce su propia substancia y está cierta de
ella. Pero no está cierta de que sea un ser corpóreo, como el aire, el fuego, el agua o la tierra. Por
tanto, no es ninguno de esos cuerpos. Agustín explica que muchos filósofos llegaron a pensar, no
obstante, que la mente era corpórea, porque se apegaban a cosas corpóreas con “el pegamento
del amor” (10.8.11).
La posición intermedia del alma
En lo que es quizás el ejemplo más claro de la iluminación divina, Agustín vio que lo
incorruptible, inviolable e inmutable era mejor que la corruptible, violable y mudable, y que, por
tanto, Dios no puede cambiarse de ninguna manera (conf. 7.1.1). Todo lo que no sea Dios está
sujeto a cambio, cambiando los cuerpos de lugar y tiempo y cambiando las almas en el tiempo
solamente. Por tanto, en la jerarquía fundamental de Agustín acerca del ser, el Dios
absolutamente inmutable se halla en la cumbre, y los cuerpo que cambian en el lugar y en el
tiempo se hallan en el fondo, pero las almas, que cambian únicamente en el tiempo, ocupan la
posición intermedia, de tal manera que pueden volverse a Dios para su felicidad, o pueden
volverse a los cuerpos para el pecado (ep. 18.2). En la idea que Agustín tenía de la realidad, no
hay nada que esté más cerca de Dios que el alma racional, que es la imagen de Dios (civ. Dei
11.26). Desde el tiempo de su conversión, Agustín situó la imagen y semejanza de Dios, según la
cual fueron creados los seres humanos, en el alma incorpórea, no en el cuerpo, y lo hizo en gran
parte porque los maniqueos objetaban que Gn 1,26 implicaba que Dios tenía una forma humana
y nariz, dientes, barba y otras partes como las nuestras (Gn. adv. Man. 1.17.27). En De Genesi ad
litteram liber imperfectus 16.57-58 Agustín interpretaba la imagen y semejanza según la cual
Adán fue hecho, como el Hijo, pero cuando regresó a la obra, muchos años más tarde, corrigió su
idea anterior, afirmando que el alma humana es la imagen de la Trinidad (16.61), una idea que él
mantuvo consecuentemente en sus demás escritos. En realidad, los ochos libros de De Trinitate
están dedicados a desvelar diversas maneras en que el alma humana nos ofrece imágenes del
Dios Trino y Uno.
El alma como parte del ser humano
Juntamente con el cuerpo, el alma es, para Agustín, uno de los dos constituyentes que
forman un ser humano (b. vita 2.7; Trin. 15.11). Agustín se atiene a la idea platónica de que el
alma humana (animus) es una “substancia que participa de una razón adaptada al gobierno de un
cuerpo” (quant. 13.22). Utiliza el extraño tenor de la frase: “Tal como es visto por otro ser
humano, un ser humano es un alma racional que utiliza un cuerpo mortal y terreno” (mor. 1.4.6),
una expresión que sugiere que el ser humano real puede ser alguna otra cosa. En ocasiones
Agustín identifica su real “sí-mismo” con el alma racional, diciendo: “Yo, yo el alma” (animus)
(conf. 10.9.6), pero insiste también en que un ser humano es “un alma racional que tiene un
cuerpo”, y que el compuesto “no constituye dos personas, sino un solo ser humano” (Jo. ev. tr.
19.5.15). Se opone terminantemente a la idea de que las almas se hayan encarnado en cuerpos
como castigo por algún pecado anterior y rechaza la idea de Orígenes de que el mundo sensible
de los cuerpos fue creado como un lugar de castigo para las almas que habían pecado antes de su
encarnación en cuerpos. Ridiculiza la idea de que el tamaño del cuerpo sea supuestamente
proporcional a la gravedad del pecado (c. Prisc. 8.9). Por otro lado, entender la unión del alma
incorpórea con el cuerpo no es fácil; de hecho, Agustín dice que es más fácil creer que el Verbo
se unió con un alma humana que creer que un alma humana está unida a un cuerpo (ep. 173.3).
Trasmigración y retorno de las almas
Agustín estaba familiarizado con teorías acerca de la reencarnación del alma, procedentes
de fuentes maniqueas y platónicas. Rechazaba como contraria a la fe la idea de que las almas
humanas retornaban a diversos cuerpos animales acon arreglo a su conducta moral (Gn. litt.
7.9.13). Hace notar que Porfirio, aunque rechazó esta idea enseñada por Platón y Plotino y no
vaciló en corregir a sus maestros en este punto, sin embargo pensaba que las almas retornaban a
otros seres humanos. Agustín sugiere que Porfirio se avergonzaba de creer que el alma de una
madre pudiera retornar a una mula, que fuese luego montada por su hijo, pero no de sostener que
esa alma retornara a una mujer que pudiese luego casarse con su hijo (civ. Dei 10.30). Agustín
desecha aún más ásperamente la versión maniquea de la trasmigración de almas, porque los
maniqueos sostenían no sólo que las almas humanas retornaban a cuerpos no humanos, sino
también que todas las almas eran literalmente partículas de Dios (Gn. litt. 7.11.17).
Agustín rechaza también la idea, atribuida por él a Orígenes, de que, después de su
purificación y liberación, las almas retornan después de mucho tiempo a los mismos males de
esta vida, alternando entre estados de bienaventuranza y estados de desdicha (haer. 43). Esta
idea, objeta Agustín, destruye cualquier felicidad segura para los bienaventurados, porque éstos
tendrían que afrontar siempre la perspectiva de retornar a esta vida de desdicha, y contradice
además a las claras enseñanzas de la Escritura acerca de la condenación eterna de los malos (civ.
Dei 21.17).
El origen de las almas humanas
Agustín estudia el origen de las almas humanas, haciéndolo principalmente en su
comentario sobre los dos relatos de la creación de los primeros seres humanos en Gn 1.26-27 y
2,7. Estudia el origen de las ulteriores almas en relación con la formación de Eva en Gn 2,21-22,
donde el libro del Génesis – singularmente – no informa acerca del origen de su alma (Gn. litt.
10.1). Desde el tiempo de su conversión, el origen de las almas de los ulteriores seres humanos
representó para Agustín un serio problema, un problema que él no resolvió nunca de manera
definitiva, aunque quizás pensó en algún momento que lo había hecho. En De beata vita 1.1
advierte que no podremos conocer el país de la vida feliz al que hemos de retornar, mientras no
sepamos qué es lo que nos ha arrojado al mar tormentoso de este mundo: “si fue Dios o la
naturaleza o la necesidad o nuestra voluntad o alguna combinación de estas cosas o todas ellas
juntas”. Poco después suplica a Teodoro que le ayude en la cuestión del alma. Mucho más tarde,
expresó su pesar por hablar del retorno del alma al cielo en Contra Academicos 2.3.7 a causa de
los que piensan que las almas humanas “cayeron o fueron arrojados del cielo y metidas en estos
cuerpos como castigo por sus pecados” (retr. 1.1.3). Pero, aproximadamente diez años después
de su bautismo, Agustín seguía considerando aún cuatro hipótesis como explicaciones viables
del origen de otras almas humanas: 1) la idea, más tarde llamada traducianismo, de que “las
almas de los seres humanos que nacen proceden de la única alma creada por Dios”; 2) la idea,
más tarde llamada creacionismo, de que “las almas son creadas individualmente en las personas
que nacen”; 3) la idea de que “las almas existentes ya en algún lugar secreto asignado por Dios,
son enviadas para que animen y gobiernen a los individuos que nacen”, y 4) la idea de que “las
almas situadas en otra parte no son enviadas por Dios nuestro Señor, sino que llegan por propio
acuerdo para habitar en cuerpos” (lib. arb. 3.20.56-57). En los textos de De libero arbitrio, el
interés primordial de Agustín se centra en la defensa de la justicia divina, dada la ignorancia y
dificultad con que nacen ahora los seres humanos, cualquiera de las cuatro hipótesis que resulte
ser la verdadera.
Problemas con cada hipótesis. El problema acerca del origen de las almas post-adámicas
se vio complicado ulteriormente durante la controversia por el reto que ese problema suponía
para la doctrina del pecado heredado, y porque Agustín comprendió que Rom 9,11 excluía
cualesquiera pecados personales y prenatales cometidos por los recién nacidos en una vida
anterior. Aunque Agustín sabía que Jerónimo y otros sostenían la postura creacionista, él no
podía encontrar personalmente ni en la Escritura ni en los escritos eclesiásticos una solución
definitiva al problema (lib. arb. 3.21.59). Vicente Víctor, teólogo en ciernes y recientemente
convertido del Rogatismo, reprendió a Agustín por fingir ignorancia en esta cuestión, y Agustín
escribió los cuatro libros de De anima et eius origine, haciéndolo en buena parte para defender la
legitimidad de su ignorancia acerca del origen de las almas, exceptuado el hecho de que Dios las
había creado de algún modo. La postura creacionista, después de todo, parecía hacer inexplicable
el hecho de que las almas nacieran con pecado original, ya que eran creadas individualmente por
Dios. La idea traducianista, por otro lado, aunque proporciona una explicación relativamente
clara acerca de cómo todos estaban en Adán, cuando él pecó, va en contra de la idea de que el
alma es incorpórea. Supone que las almas son generadas a partir de almas, de la misma manera
que los cuerpos son generados a partir de cuerpos – una suposición que parece ser posible
únicamente si las almas son corpóreas: un punto que, según la convicción de Agustín, no era
correcto. Las hipótesis tercera y cuarta presuponen que las almas existían con anterioridad a su
encarnación en cuerpos. Según la tercera hipótesis, las almas entran en los cuerpos obedeciendo
a Dios, que las envía; y, por tanto, resulta difícil entender cómo esas almas podían ser pecadoras
de algún modo. Ahora bien, la cuarta hipótesis aporta alguna explicación de la pecaminosidad
del alma encarnada, que pecó con anterioridad a su encarnación en el cuerpo. Pero tal pecado
prenatal es precisamente lo que Agustín entendió que quedaba excluido por lo que se dice en
Rom 9,11.
En las primeras obras escritas por Agustín, parece que él, no obstante, acarició al menos
seriamente la idea de que las almas existían con anterioridad a su encarnación en cuerpos y de
que cayeron por un pecado en esos cuerpos mortales. Ya durante los primeros años de la
controversia pelagiana, Agustín llegó a entender que Rom 9,11 excluía cualquier pecado prenatal
por el que las almas individuales cayeran a causa de algún pecado personal y llegaran a estar así
en esos cuerpos mortales. En Retractationes 1.1 declaraba que él no sabía cuando escribió
Contra Academicos, ni sabía entonces, al escribir las Retractationes, “si el alma se deriva de
aquel solo que fue creado primero, cuando el hombre fue hecho un alma viviente, o si las
diversas almas son creadas de manera semejante para los diversos individuos”. La declaración de
Agustín no excluye la posibilidad de que él pensara en alguna ocasión que conocía la repuesta a
la cuestión acerca del origen del alma, y de que la respuesta que él pensaba que era la correcta
fuera la hipótesis de la caída del alma en cuerpos a causa de un pecado. La cuestión acerca de la
caída del alma ha sido uno de los temas más calurosamente discutidos por los especialistas
contemporáneos en Agustín. Robert O’Connell ha sido el más vigoroso propugnador de la idea
de que, desde su conversión en el año 386 hasta algún tiempo después de las Confesiones,
Agustín sostuvo la doctrina de la caída del alma y de que, incluso después del comienzo de la
controversia pelagiana, él mantuvo una versión modificada de la teoría que, aunque excluía
cualquier pecado personal en la propia vida, admitía un pecado en Adán con anterioridad a la
propia caída en esos cuerpos mortales. Gerard O’Daly es uno de los más expresivos escritores
que, con la mayoría de los especialistas, rechaza las tesis de O’Connell.
El número de almas
En De animae quantitate 32.69 Agustín suscita la cuestión acerca del número del alma, a
saber, si hay muchas almas o si no hay más que una sola alma. Su respuesta evasiva a Euvodio
indica que él considera imposible la idea de que no haya más que una sola alma, porque la
misma alma no puede ser feliz en una persona y desdichada en otra. Pero Agustín considera
también que la idea de que las almas son simplemente muchas es una idea claramente
inadmisible, y sugiere que la idea hallada en Plotino (enn. 4.9) de que el alma es a la vez una y
muchas, o de que hay una unidad en la pluralidad, es correcta aunque no carezca de problemas.
Agustín no afrontó el problema de la individuación de las almas, tal como surgió en la
Escolástica del siglo XIII, pero era consciente de la idea de Plotino de que “el alma no puede
estar en modo alguno dividida en sí misma, pero que esto es posible por razón del cuerpo”
(quant. 32.68). Sugiere incluso que nuestras almas no están en nuestros cuerpos (30.61) y
consuela a su amigo, Nebridio, que estaba ausente en Cartago, diciéndole que ambos están
realmente juntos de una manera no espacial (ep. 9). Asimismo, el uso que hace Agustín de la
expresión “la mitad de mi alma” (dimidium animae meae), tomada de Horacio, para describir a
su amigo de juventud, juntamente con su posterior lamento por tal exageración, indican tal vez la
presencia subyacente de la doctrina plotiniana acerca de la unidad en la pluralidad. Más tarde,
parece que Agustín interpretó de una manera plotiniana parecida la unidad de los primeros
cristianos, que tenían “un solo corazón y un alma sola” (Hch 4,32; Jo. ev. tr. 18.4).
El alma del mundo o alma universal
En sus primeros escritos Agustín mantuvo claramente la existencia de un alma del mundo
o alma universal. En De immortalitate animae 15.24 habla de Dios, la esencia suprema, que da
forma al cuerpo por medio del alma y dice que “el cuerpo subsiste por medio del alma y existe
por el hecho mismo de estar animado, ya sea universalmente como el mundo, o particularmente
como cada animal dentro del mundo”. En Retractationes 1.5.3 dice refiriéndose a este pasaje:
“Todo ello fue dicho de manera precipitada”. Pero en Retractationes 1.11.4, comentando De
musica 6.14.44, otro pasaje que supone un alma del mundo, Agustín explica que llamó
precipitada a la idea, “no porque yo afirme que sea falsa, sino porque no entiendo que sea verdad
lo de que el mundo sea un animal”. Asimismo, en De ordine 2.11.30, Agustín afirma que “tan
sólo la más excepcional clase de persona es capaz de usar [la razón] como guía para entender a
Dios o al alma que está en nosotros o por doquier, precisamente porque es difícil para uno que se
ha sumergido en las peocupaciones de esos sentidos el regresar a sí mismo”. Por tanto, aunque
Agustín sabía que Platón y muchos otros filósofos sostenían la existencia de un alma del mundo,
él permanecía agnóstico en esta materia, al menos después de sus primeros escritos, porque no
encontraba prueba de ello ni en las Escrituras ni en argumentos razonados. No obstante, él está
seguro de que, si existe tal alma, esa alma no es Dios sino una criatura. La presencia en el
pensamiento de Agustín de un alma universal que informe al mundo y con la cual las almas
individuales estén unidas de algún modo, proporciona quizás una manera de entender la célebre
definición que Agustín da del tiempo como una distensión del alma (conf. 11.26.33), y que
escapa de la subjetividad atribuida normalmente a su idea del tiempo (Flasch 1993, 407-408).
Más aún, Rist (1994, 126) ha sugerido que el pensamiento de Agustín acerca de la
relación de las almas individuales con el alma de Adán está moedelada según la relación de las
almas individuales con la hipóstasis Alma en Plotino, de tal manera que el marco conceptual
plotiniano pueda estar subyacente en el modo en que Agustín consideraba nuestra relación con
Adán en quien todos nosotros pecados, si todos nosotros éramos ese hombre (civ. Dei 13.14), y
consideraba también nuestra relación con el segundo Adán, el totus Christus.
El destino del alma
Desde la obra más antigua que se conserva hasta el final de su vida, Agustín sostuvo que
cada alma desea la felicidad, y que esta felicidad puede encontrarse únicamente en la posesión de
Dios (b. vita 2.12). En civ. Dei 10.1 atribuye a los platónicos la idea de que las almas pueden
alcanzar únicamente la felicidad mediante la participación en la luz del Dios creador, y les
atribuye a ellos la idea de que Dios es para el alma la fuente de su ser, la luz de su mente y el
otorgador de su felicidad (cf. civ. Dei 8.5). La gran dignidad del alma humana es la de ser capax
Dei, es decir, la de ser capaz de poseer a Dios, la naturaleza suprema, por la cual el alma fue
hecha y de quien es la imagen (Trin. 14.4.6 y 8.11). Al adorar a ese Dios no creado, que creó el
alma capaz de poseerle, la imagen Dios “llegará a ser sabia, pero no por su propia luz, y reinará
como bienaventurada allá donde será eterna” (Trin. 14.12.11).
–› Animae quantitate, De; Anima et eius origine, De; Antropología; Conocimiento;
Cuerpo; Duabus animabus, De; Iluminación divina; Immortalitate animae, De; Inmortalidad;
Mente; Neoplatonismo; Origine animae et de sententia Jacobi, De; Platón, Platonismo; Ratio,
Razón, Racionalismo
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ROLAND J. TESKE, S.J.


Ambrosio de Milán. Ambrosio era ya famoso, cuando San Agustín se encontró con él por
vez primera en el año 384. Su celebrada elocuencia atraía a los retóricos (conf. 5.12.13); sus
antecedentes distinguidos – fue hijo de un prefecto pretoriano, se crió en Roma en medio de
amistades senatoriales y se gloriaba de tener entre sus antepasados a un aristócrata que había
sufrido el martirio – debieron de intrigar a quien se estaba encumbrado socialmente. Más aún, a
pesar de su eminencia, los primeros pasos de Ambrosio en su carrera tuvieron paralelos con los
de San Agustín: después de una educación en las artes liberales, permaneció soltero, trató de
conseguir ascensos fuera del país y aseguró su elevación social por medio de una combinación
de talento retórico y de ayuda de poderosos valedores. Su nombramiento como gobernador
provincial de Emilia-Liguria está en consonancia con las aspiraciones de San Agustín a una edad
parecida (conf. 6.11.19). Siendo gobernador, intervino en una elección episcopal discutida en
Milán, e inesperadamente fue nombrado obispo (374).
Durante los primeros años de su episcopado, Ambrosio se dedicó al estudio de la
literatura cristiana, a fomentar el ascetismo y a reorganizar la gestión de los cementerios que
había en el arrabal de Milán: los tres aspectos de su labor impresionarían a San Agustín (conf.
6.3.3; 8.6.15; 6.2.2). Por ser un obispo niceno que sustituía a un obispo arriano, tuvo que hacer
frente a cierta oposición local desde el principio; la controversia experimentó una escalada desde
fines de la década de los años 370 hasta implicar a obispos del Ilírico. El subsiguiente triunfo de
Ambrosio en el Concilio de Aquileya (381) fue explicado diversamente por la impresionante
eminencia de la que él disfrutaba ya (Palanque 1933; Homes Dudden 1935) o por su habilidad
para las maniobras políticas (McLynn 1994; Williams 1995); un resultado indiscutible es que se
granjeó el favor del emperador Graciano. Esto llegó a tener una importancia significativa con el
traslado de la corte imperial al norte de Italia (381/382).
Después del asesinato de Graciano (383), Ambrosio ayudó a asegurar la supervivencia de
la corte milanesa, sirviendo como embajador al usurpador Máximo. Su influencia con
Valentiniano II se vio complicada por las simpatías arrianas de Justina, madre del joven
emperador, pero él demostró su fortaleza, exactamente antes de la llegada de Agustín a Milán en
el año 384, derrotando a Sínmaco en la controversia mantenida acerca del altar de la Victoria.
Ambrosio y Agustín (384-387)
Ambrosio causó una impresión personal inmediata en Agustín, quien comenzó a asistir
habitualmente a sus actos de culto religioso. Los tres años que pasó Agustín en Milán marcaron
el comienzo de su asistencia de adulto a la iglesia. La principal influencia de Abrosio consiste
más en esta aculturación cristiana y en la experiencia habitual de la vida litúrgica que en
cualesquiera enseñanzas particulares (Patout Burns 1990). Agustín le consideraba como un
“maestro católico” más bien que como un individualista de talento, y podría haber oído de
púlpitos menos exaltados las explicaciones alegóricas de insulsos relatos del Antiguo
Testamento, que él identifica como la primera contribución importante de Ambrosio a su propio
progreso (conf. 5.14.24).
La buena disposición de Agustín para escuchar a Ambrosio se derivaba en parte del
evidente prestigio del obispo entre los poderosos que “le honraban” (conf. 6.3.3: “tantae
potestates honorabant”). Como foco de la corte imperial, la catedral de Milán tenía un perfil
social mucho más elevado que las iglesias de Roma y Cartago. Así sucedió especialmente bajo el
frágil gobierno de Valentiniano II. Cuando Agustín le conoció, Ambrosio dominaba
probablemente de manera más plena al público de la corte, que el dominio que había tenido
jamás de ese auditorio o que el dominio que tendría en lo sucesivo.
Un aspecto distintivo de la enseñanza de Ambrosio durante la década de los años 380,
relacionado quizás con la presencia de cortesanos cultos entre los miembros de su comunidad,
fue su utilización de conceptos platónicos (Courcelle 1950, 98-132). Sus observaciones acerca de
la naturaleza de la sustancia divina causaron un inmenso impacto en Agustín (conf. 6.3.4). Pero
parece que esto sucedió en buena parte de manera indirecta, ya que Agustín seguía la
indicaciones del obispo y desentrañaba por sí mismo o con sus amigos platónicos las ideas
expuestas por Ambrosio.
Una vez que se inscribió como catecúmeno, Agustín tuvo poco contacto directo con
Ambrosio. Hace constar lo que le digustaba que trataran de imponerle algo (conf. 6.3.3). La
viveza con que Agustín recuerda una aislada conversación breve – acerca del ayuno – sugiere la
poca frecuencia con que se producían tales sucesos (epp. 36.14.32; 54.2.3). El encuentro fue
preparado por Mónica, hacia quien Ambrosio sentía gran admiración, siendo tal vez el primero
entre los personajes de la vida de Agustín que supieron apreciar las cualidades de esta mujer
(conf. 6.2.2).
Ambrosio no desempeña ningún papel en el relato de Agustín acerca del desarrollo de la
escena del jardín (conf. 7-8). Es particularmente significativo, dada su fama como autor y el
propio entusiasmo de Agustín como lector, el aparente fallo de sus libros en cuanto a desempeñar
algún papel en el proceso de conversión. En las Confesiones 6.11.18, Agustín menciona, junto al
hecho de que Ambrosio no tuviera tiempo libre para atenderle, la dificultad que él sentía para
hallar los libros adecuados. Al parecer, Agustín no se dedicó nunca a leer los textos escritos por
el obispo. En los Soliloquia 2.14.16, compuestos en Casiciaco en el año 387, Agustín presenta
sencillamente los libros escritos por Ambrosio como una posible fuente de iluminación (así es
probablemente, pero obsérvese lo que dice Coucelle 1950, 206-207).
La lucha personal de Agustín coincidía con el conflicto público de Ambrosio con
Valentiniano II. Mónica se puso del lado del obispo, cuando éste fue asediado en su basílica,
pero parece que Agustín no tomó partido, y en su relato minimiza lo que debió de ser un período
muy delicado para los cortesanos cristianos, como él mismo. Agustín es más explícito acerca del
descubrimiento (presenciado quizás por él) de las reliquias de Gervasio y Protasio en julio del
año 386, que confirmó el triunfo de Ambrosio. Su propio compromiso decisivo en favor del
cristianismo se produjo poco tiempo después de este acontecimiento. Después de su retiro en
Casiciaco, regresó para recibir el bautismo de manos de Ambrosio en la Pascua del año 387.
Ambrosio en Agustín (387-430)
Después que Agustín abandonara Milán en el verano del año 387, no tuvo ya ulteriores
contactos con Ambrosio, cuya subsiquiente carrera no menciona él jamás (ni siquiera cuando
describe la famosa penitencia de Teodosio, en civ. Dei 5.26.1). Sus escritos anteriores a su
espiscopado no utilizan las obras de Ambrosio, y el nombre del obispo no aparece en las
relaciones con Simpliciano de Milán (395).
Por eso, el papel destacado de Ambrosio en las Confesiones constituye una novedad.
Entre los factores relevantes se hallan la reciente muerte de Ambrosio (397) y las relaciones de
Agustín con Paulino de Nola, “presbítero” e “hijo” de Ambrosio (ep. 24). La primera referencia
directa de Agustín a las obras de Ambrosio es la petición dirigida a Paulino de que le facilite un
ejemplar de De philosophia (ep. 31.8; las palabras con que se expresa no permiten ver con
claridad hasta qué punto él conocía bien la obra). Sin embargo, en las Confesiones, cita a
Ambrosio que cita a su vez las palabras dea San Pablo acerca del espíritu que vivifica (6.4.6);
pero los propios escritos de Ambrosio se hallan representados únicamente por sus himnos, que
son citados en contextos que indican la gran impresión que causaron en Agustín.
La presencia textual de Ambrosio en Agustín sigue siendo ligera durante el decenio
siguiente. Agustín embrolla el argumento de De philosophia en De doctrina Christiana 2.28.43,
y emplea el título (no los contenidos) de De officiis contra Jerónimo (ep. 82.21). Presenta a
Ambrosio como un católico ejemplar ante los donatistas (ep. 44), confiando, no en sus
argumentos, sino en sus logros y (especialmente) en los milagros obrados por sus mártires.
Progresivamente se iría dando mayor énfasis a esos milagros, culminando todo en De civitate
Dei 22.8.
La controversia pelagiana condujo a un aumento masivo en la utilización de Ambrosio.
Un preludio crucial fue la extensa cita (con estudio detallado) del comentario de Ambrosio a
Lucas, en la epistula 147.18-52, dirigida a la clarissima Paulina (413): el contacto con los
círculos aristocráticos de Roma habría ayudado a despertar el interés de Agustín por las obras de
Ambrosio. Cuando Pelagio, que trabajaba en el mismo ambiente aristocrático, citó otro pasaje
tomado del mismo comentario, entre los cinco textos presentados por él como pruebas, Agustín
lo seleccionó para una refutación especialmente detallada (nat. et gr. 63,74-75). La utilización
que hace de un himno ambrosiano para probar su tesis, sugiere que los versos de Ambrosio
seguían siendo su punto instintivo de referencia.
La reaserción de Pelagio de sus propias credenciales ambrosianas (en De libero arbitrio)
situó la exégesis de Ambrosio en el centro de la disputa. Agustín responde en De gratia et libero
arbitrio (dirigido a un grupo de aristócratas senatoriales) con un conjunto mucho más extenso de
citas, desde el comentario de Lucas y otras tres obras, colocadas acentuadamente al final de cada
libro (1,47.52 – 1.50.55; 2.41.47-48). La repetición de la táctica al final de De nuptiis et
concupiscentia 1 (obra dirigida al comes Valeriano) introdujo a Ambrosio en la nueva fase de la
controversia, en contra de Julián de Eclano (1.35.40); las citas se multiplican en Contra duas
epistulas Pelagianorum, donde se introducen en el debate otras cinco obras de Ambrosio (leídas
recientemente o adquiridas hacía poco). Y a Ambrosio se le vincula definitivamente con
Cipriano como un pilar de la “tradición católica”. El proceso continúa en las obras que siguen a
continuación: de nuevo el nombre de Ambrosio vuelve a aparecer 10 veces en Contra duas
epistulas Pelagianorum; aparece 58 veces en Contra Julianum y 181 veces (más de la mital del
número total de 255 veces que aparece en todas las obras de Agustín) en Contra Julianum opus
imperfectum.
La extensa lectura que hizo Agustín de las obras de Ambrosio durante la controversia
pelagiana, suponía una búsqueda de textos probatorios, no un deseo de inspiración teológica.
Seguirá discutiéndose acerca del “agustinianismo” de Ambrosio sobre el tema de la
predestinación. Pueden trazarse paralelos con su “platonismo”: el descubrimiento efectuado por
Agustín de enunciados predestinacionistas en la obra de Ambrosio, cuya significación había
pasado inadvertida a otros (incluido posiblemente el autor), se halla en paralelo con su fallo (y,
posiblemente, el fallo mismo de Ambrosio) en cuanto a identificar el origen plotiniano,
demostrado firmemente en la actualidad, de varios sermones clave de mediados de la década del
380.
El Ambrosio de Agustín
Agustín fue un adelantado en la lectura admiradora, pero parcial de Ambrosio, que situó a
éste dentro de una tradición teológica latina construida artificialmente. El resultado fue crear una
imagen de Ambrosio que minimizaba el alcance de su eclecticismo y las deficiencias de su
exégesis. El respaldo dado por Agustín silenció eficazmente la respuesta, mucho más crítica,
dada por Jerónimo a Ambrosio.
Agustín encargó también una biografía de Ambrosio a Paulino de Milán, antiguo
secretario de Ambrosio. Esta biografía se escribió en el año 412 (Lamirande 1983) o en el 422
(Paredi 1963). Si la última fecha está en lo cierto, entonces puede suponerse una conexión
directa con la controversia pelagiana (en la que Paulino se había visto envuelto directamente).
Cualquiera que sea la cronología, la dedicación de la biografía a Agustín ayudó a asentar la
pretensión de este último de ser el heredero espiritual de Ambrosio. Su apelación a la autoridad
de Ambrosio se verá también reforzada por el énfasis de Paulino sobre las consecuencias de
rechazar tal autoridad.
El carácter continuadamente indispensable de la biografía para los estudiosos de
Ambrosio permite formular la sugerencia de que, en un nivel, Agustín ejerció mayor influencia
sobre Ambrosio que al contrario.
–› Vida, cultura y controversias de Agustín
BIBLIOGRAFÍA
J. Patout Burns, “Ambrose Preaching to Augustine:The Shaping of Faith”, CollAug, 1990,
373-86; Courcelle 1968; E. Dassmann, “Ambrosius” AugLex 1:270-285; F.Homes Dudden, The
Life and Times of Saint Ambrose(Oxford, 1935; E. Lamirande, Paulin de Milan et la ‘Vita
Ambrosii” (Paris y Montreal, 1983); G. Maschio, “L’Argomerntazione Patristica di S. Agostino
nella Prima Fase della Controversia Pelagiana”, Augustinianum 26 (1986):459-79; N. B.
McLynn, Ambrose of Milan:Church and Court in a Christian Capital (Berkeley and Los
Angeles, 1994); J. R. Palanque, Saint Ambroise et l’empire romain:Contribution à l’histoire des
rapports de l’église et l’état à la fin du quatrième siècle (Paria, 1933); A. Paredi, “Paulinus of
Milan”, SE 14 (1963):206-30; P. Rousseau, “Augustine and Ambrose:The Loyalty and Single-
Mindedness of a Disciple”, Augustiniana 27 (1977):151-65; H. Savon, Ambroise de Milan
(340-397) (Paris: Desclée, 1997); D. H. Williams, Ambrose of Milan and the End of the Arian-
Nicene Conflicts(Oxford, 1995)

NEIL MCLYNN

Ambrosiaster (“pseudo-Ambrosio”) es el nombre acuñado por Erasmo para referirse al autor


del primer comentario latino completo sobre las trece cartas paulinas (excluida la carta a los
Hebreos), atribuido en la mayoría de los manuscristo a Ambrosio. En el año 1905 Alexander
Souter probó definitivamente que el mismo autor había compuesto las Quaestiones Veteris et
Novi Testamenti, que habían sido atribuidas durante mucho tiempo a Agustín. Fragmentos de
otras varias obras han sido atribuidas con alguna certeza al Ambrosiaster: un comentario sobre
Mateo 24, un estudio sobre las tres medidas de harina a las que una mujer añadió levadura (Mt
13,33; Lc 13,21) y un tratado sobre la negación de Pedro y el prendimiento de Jesús en
Getsemaní. Más dudosa es la atribución al Ambrosiaster de la Lex sive Mosaicarum et
Romanorum legum collatio, De bello judaico (una traducción muy libre de Josefo) y los
fragmentos Contra Arianos del pseudo-Hilario y el sermo 246 del pseudo-Agustín.
Aunque la identidad precisa del Ambrosiaster no han logrado establecerla los modernos
especialistas, sin embargo hay algunos hechos acerca de él que constan con seguridad. Los
testimonios internos sugieren que él desarrollaba su actividad en Roma durante el reinado del
papa Dámaso (366-384) y casi con certeza fue miembro del clero romano. Hay serios indicios de
que el Ambrosiaster se opuso a los esfuerzos de Jerónimo por revisar las versiones latinas
antiguas de los Evangelios, y de que adoptó una actitud crítica ante la labor de Jerónimo para
atender a las mujeres que vivían vida ascética en Roma. El Ambrosiaster muestra un profundo
conocimiento del judaísmo y un gran interés por el mismo, y hace notar con frecuencia que las
prácticas cristianas se derivan de la tradición judía. Se hallaba familiarizado también con la
terminología jurídica romana y con las costumbres de Roma. Algunos especialistas han sugerido
que él desempeñó quizás un cargo público.
Los comentarios paulinos se publicaron en varias ediciones, debiéndose todas ellas,
probablemente, a la mano del mismo autor. Hay tres versiones del comentario a Romanos y dos
versiones de los comentarios a los demás libros. El Ambrosiaster hace que a cada libro le
preceda una introducción en la que se estudia la comunidad a la que iba dirigida la carta, y la
finalidad de Pablo al escribirla. Las Quaestiones existen también en múltiples ediciones, cada
una de las cuales contiene diferente número de cuestiones (127, 150 y 115 [la última es una
recopilación medieval efectuada a base de las otras dos]). Es probable que los dos comentarios a
las cartas paulinas y que las Quaestiones se hubieran publicado originalmente en forma anónima.
Las Qaestiones estudian diversos temas, no todos ellos de carácter exegético. Hay
tratados apologéticos contra los paganos (q. 114), contra los judíos (q. 44) y contra el fatalismo
astral (q. 115); tratados polémicos contra Arrio (q. 97), contra Novaciano (q. 102) y contra
Fotino (q. 91). Pero la mayoría de las cuestiones estudian cuestiones difíciles en la interpretación
de la Escritura: por ejemplo, ¿por qué el sacrificio de Abel fue aceptado por Dios, pero el de
Caín fue rechazado? (q. 5); si el juicio de Dios es justo, ¿por qué fueron aniquilados los niños
pequeños en Sodoma juntamente con sus padres? (q. 13); ¿por qué recibió Abrahán la
circuncisión como signo de su fe? (q. 12); ¿perecen las almas lo mismo que los cuerpos? (q. 23).
Las Qaestiones del Ambrosiaster anticipan muchas de las cuestiones teológicas que causarían
dificultades a los cristianos occidentales durante las controversias origenistas y pelagianas.
El comentario del Ambrosiaster sobre Pablo influyó en los comentaristas latinos
posteriores, entre ellos, en Agustín y en Pelagio. Agustín citó al Ambrosiaster bajo el nombre de
“Hilario”, mencionando su interpretación de Romanos 5,12 (“Por un hombre entró el pecado en
el mundo, y por el pecado, la muerte; y así la muerte pasó a todos, en quien [in quo] todos
pecaron”): “Es manifiesto que todos han pecado en Adán como en una masa (quasi in massa).
Pues él fue corrompido, él mismo, por el pecado, y todos aquellos a quienes él engendró
nacieron bajo el pecado” (Ambrosiaster, comm. in Rom. 5,12, citado en c. ep. Pel. 4.4.7). Por
otro lado, el Ambrosiaster acentuó intensamente la libertad de la voluntad humana, y lo hizo de
una manera que hacía presentir a Pelagio: “Dios presta ayuda a nuestros esfuerzos buenos... de
tal manera que es nuestro el querer, pero es de Dios el completar” (comm. in Phil. 2.13).
–› Pablo; comentarios paulinos

BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Ambrosiastri qui dicitur commentarius in epistulas paulinas, ed. H. I. Vogels, CSEL 81/1-3
(Vienna, 1966-69); Pseudo-Augustini Quaestiones veteris et novi testamenti CXXVII, ed A.
Souter, CSEL 50 (Vienna, 1908); G. Mercati, “Il commentario latino di un ignoto chiliasta su
s. Matteo”, ST 11(1903):1-49; C. H. Turner, “An Exegetical Fragment of the Third Century”,
JTS 5 (1904):218-41; A. Hamman, PLS (Paris, 1958), 1:655-70 (reprint of the Mercati-Turner
fragments)

Estudios
P. Coucelle, “Critiques exégétiques et arguments antichrétiens rapportés par Ambrosiaster”,
VigChr 13 (1959):!33-69; F. Cumont, “La polémique de l’ambrosiaster contre les païens”, RHL
7 (1903):417-40; O. Heggelbacher, Vom römischen zum christlichen Recht. Iuristisch Elemente
in den schriften des sog. Ambrosiaster (Freibourg, Schweiz:Universitätsverlag, 1959); D. G.
Hunter, “On the Sin of Adam and Eve:A Littleknown Defense of Marriage and Childbearing by
Ambrosiaster”, HThR 82 (1989):283-99; D. G. Hunter, “The Paradise of
Patriarchy:Ambrosiaster on Woman as (Not) God’s Image”, JTS, n. S. , 43 (1992):447-69; C.
Martini, Ambrosiaster. De auctore, operibus, theologia(Roma:Pontificium Athenaeum
Antonianum, 1944); C. Martini, “De ordinatione duarum Collectionum quibus Ambrosiastri
‘Quaestiones’traduntur”, Antonianum 21 (1947):23-48; C. Martini, “Le recensione delle
‘Quaestiones Veteris et Novi Testamenti’ dell’Ambrosiaster”, Ricerche de Storia Religiosa
1(1954):40-62; W Mundle, “Die Exegese der Paulinischen Briefe im Kommentar des
Ambrosiaster” (diss. , Marburg, 1919); A. Pollastri, Ambrosiaster Commento alla Lettera ai
Romani:Aspetti Cristologici (L’Aquila:Japadre, 1977); A. Souter, A Studi of Ambrosiaster,
(Cambridge:Cambridge University Press, 1905); A. Souter, The Earliest Latin Commentaries
on the Epistles of St Paul (Oxford:Clarendon Press, 1927); H. Vogels, “Ambrosiaster und
Hieronymus”, RevBen 66(1956):14-19; M. Zelser, “Zur Sprache des Ambrosiaster”, Wiener
Studien 83(1970):196-213
DAVID G. HUNTER

Amistad, Amigos. Agustín fue el primer escritor cristiano en elaborar una teoría acerca de la
amistad cristiana. Trasformó el concepto clásico de la amistad como el hecho de estar de acuerdo
en todas las cosas divinas y humanas, convirtiéndolo en un concepto de la amistad como gracia,
como un vínculo realizado por el Espíritu Santo que se ha derramado en los corazones de los
creyentes, el cual vínculo añade las notas de atracción y de delicia a la caridad cristiana que debe
tributarse a todos.
La amistad y los amigos fueron siempre importantes para Agustín. Él atribuye el hurto de
peras a una “amistad enemiga en demasía” (conf. 2.9.17). El dolor por la muerte de su amigo en
Tagaste le obligó a marchar a Cartago (4.4.7–4.12.19). En Casiciano Agustín estuvo rodeado de
amigos, y allí proyectaron crear la comunidad de los filósofos (6.14.24). Agustín reunió a amigos
en sus monasterios de Tagaste y en la casa del jardín y en la casa del obispo en Hipona.
Los griegos y los romanos cultivaron, admiraron y especularon sobre la amistad; véase el
Lisis de Platón; la Ética Nicomáquea de Aristóteles, capítulos 8 y 9, y la obra de Cicerón, Lelio,
acerca de la amistad. Los filósofos presocráticos concibieron la amistad o atracción (philia)
como un principio cósmico que ordenaba el universo entero. Platón hace de la amistad un
principio metafísico: los amigos comparten una atracción hacia el principio más alto, el Bien.
Para Aristóteles, la amistad puede basarse en lo útil, en lo agradable o en lo bueno; tan sólo en
este último caso la amistad es verdadera. Cicerón consideraba la amistad como una virtud
política, propia de grandes estadistas, y formuló la definición de la amistad que Agustín cita
varias veces: “La amistad no es sino un estar de acuerdo en todas las cosas divinas y humanas,
juntamente con buena voluntad y con afecto” (Lelio 6.20, citado por Agustín en c. Acad. 3.6.13;
ep. 258.1).
La amistad no es una categoría importante en la Biblia. La amistad entre David y Jonatán
carece de paralelos. En Lc 12,4 y en Jn 15,13.15 se hallan las principales sentencias del Señor
acerca de la amistad. La mayoría de los primeros cristianos no especularon acerca de la amistad,
ya que los cristianos se consideraban unos a otros como hermanos, no como amigos; son
excepciones Clemente de Alejandría, Ambrosio y Paulino de Nola.
Las enseñanzas de Agustín sobre la amistad se distribuyen en dos períodos: desde
Casiciaco hasta las Confesiones, y desde las Confesiones hasta el final de su vida. La amistad
significaba siempre el vínculo que une a dos personas en mutua simpatía. La concepción que
tiene Agustín acerca de la fuente de ese vínculo se divide en dos períodos. En el primer período,
él acentúa la simpatía humana como fuente; en el segundo, entiende que el vínculo es el don del
Espíritu Santo por medio de la gracia.
En el primer período Agustín define la amistad de una manera puramente clásica, citando
a menudo a Cicerón, y escribe que Cicerón definió “muy recta y piadosamente” la amistad (c.
Acad. 3.6.13). En los Soliloquios, Agustín quiere que sus amigos vivan con él para que busquen
el conocimiento de sus propias almas y el conocimiento de Dios y consigan la sabiduría (1.12.20;
cf. 1.13.22). Hacia el año 393 ó 394 Agustín escribió que “la amistad se logra por rasgos de
carácter parecidos” entre las almas (Gn. litt. imp. 16).
La epistula 258 a Marciano comienza mostrando el disgusto de Agustín por la idea
clásica de la amistad. Agustín cita la definición de Cicerón de la amistad, pero la completa; la
amistad es “estar de acuerdo en las cosas humanas y divinas... en Cristo Jesús, nuestro Señor y
nuestra verdadera paz” (258.4), y Agustín explica las palabras de Cicerón sobre “las cosas
humanas y divinas”, citando para ello los dos grandes mandamientos (Mc 12,29-31 par.).
Cicerón pensaba en hallarse intelectualmente de acuerdo; Agustín piensa en hallarse de acuerdo
en cuanto a la voluntad y a la acción.
En la extensa meditación sobre la amistad en las Confesiones 4.4.7–4.12.19, Agustín
propone su nueva definición de la amistad, una definición que es característicamente cristiana:
“No hay verdadera amistad sino cuando tú la estableces como un vínculo entre almas que se
unen mutuamente por medio del amor ‘derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo
que se nos ha dado’” (4.4.7, citando a Rom 5.5). Dios origina la amistad y la establece como un
vínculo.
Después de las Confesiones, Agustín habla más frecuentemente de la caridad que de la
amistad. Sin embargo, él nunca redujo simplemente la amistad a la caridad. En la epistula
130.6.13 explica lo que la amistad añade a la caridad cristiana, a saber, una atracción o deseo que
experimentamos más ardientemente hacia algunos y en forma más bien vacilante hacia otros. El
amor de Agustín hacia la amistad no se redujo nunca. Hacia el final de La Ciudad de Dios
escribía: “¿Qué consuelo nos queda en una sociedad humana como ésta, plagada de errores y de
penalidades, sino la lealtad no fingida, y el mutuo afecto de los buenos y auténticos amigos?”
(19.8).
En unos cuantos lugares Agustín escribe acerca de “la amistad con Dios”, comenzando
por pasajes bíblicos como Ex 33,11 y Sab 7,27. Al principio Agustín concibió la amistad con
Dios como el producto del esfuerzo moral (Gn. adv. Man. 1.2.4). Más tarde entendió que “los
amigos de Dios” son constituidos como tales por la gracia, y expresa la idea de que Dios mismo
es quien concede su amistad (s- 335.2). Asocia la amistad con Dios con el hecho de elegir lo
eterno y rechazar lo temporal (s. 299.6), y afirma en otro lugar que los hombres llegan a ser
amigos de Dios, cuando Dios les concede una participación en su sabiduría eterna (civ. Dei
11.4), o que el estado de justicia original era “la amistad con Dios” (Gn. litt. 11.34.46). La
justicia concedida por Dios restaura el estado de amistad (Trin. 5.16.17).
Agustín insiste normalmente en que la amistad no puede predicarse de Dios, porque la
amistad es un accidente. Pero en un pasaje de La Trinidad (7.6.11) admite la posibilidad de
concebir al Espíritu Santo como la amistad del Padre y del Hijo.
–› Alipio; Posidio
BIBLIOGRAFÍA
Los lugares principales en los que Agustín habla de la amistad son: sol. 1.2.7–1.12.22;
div. qu. 71.5-7; f. invis. 2.3–5.8; cat. rud., passim; conf. 4.4.7–4.14.24; Trin. 9.56.11; ep. Jo. 8.5;
c. ep. Pel. 1.1; civ. Dei 19.8; epp. 73; 130.4.13-14; 192; 258.
L. Cilleruelo, La amistad, san Agustín y la actualidad, en
“Estudio Agustiniano” 20 (1985), 79-104J. T. Lienhard, “Friendship in Paulinus of Nola and
Augustine,” in Condiscipuli in schola Christi, Festschrift T. J. van Bavel (Louvain, 1990), 211-
28; J. T. Lienhard, ‘Friendship with God, Friendship in God: Traces in St. Augustine”, in
Augustine: Mystic and Mystagogue, ed. Frederick Van Fleteren et al. (New York, 1994), 207-29;
M. A. McNamara, Friendship in Saint Augustine (Fribourg, 1958); J. F. Monagle, “Friendship in
St. Augustine’s Biography: Classical Notion of Friendship,” AugStud 2 (1971): 81-92; V. Nolte,
Augustins Freundchaftsideal in seinen Briefen (Wurzburg, 1939), T. Viñas, La amistad en la
Vida Religiosa, Madrid 1982., T. Viñas Román,Claves para una interpretación agustiniana de la
"koinonía" evangélica Jornadas Agustinianas, Madrid, 22-24 apr. 1987, Valladolid 1988, 303-
319
JOSEPH T. LIENHARD, S.J.

Amor
La definición del amor
Agustín no establece una diferencia esencial entre las tres palabras latinas amor, caritas y
dilectio. Las tres pueden expresar algo bueno o algo malo, según el objeto que se ame. La
opinión de algunos autores que pensaban que había distinción entre estas palabras, y
especialmente que dilectio tenía un sentido positivo, y amor un sentido negativo, es una opinión
rechazada por Agustín (civ. Dei 14.7). El amor como tal es una inclinación, un movimiento o una
tendencia (“propter seipsam rem aliquam appetere; motus ad aliquid; ad aliquid moveri” (div. qu.
35.1). El amor es la fuerza del alma y de la vida. Vivimos a base de nuestro amor, y el amor
determina la vida en sentido bueno o en sentido malo (c. Faust. 5.11). El amor fluye del
dinamismo de la voluntad, un dinamismo que se concreta por medio del objeto amado. “¿Qué es
cada amor? ¿No depende de la voluntad el hacerse una sola cosa con el objeto que la voluntad
ama; y, una vez que la voluntad alcanza su objeto, el llegar a ser una sola cosa con él?” (ord.
2.18.48). El amor es una vida que empareja dos realidades, o que trata de emparejarlas: el amante
y el objeto amado (Trin. 8.10.14). Se emplean símbolos físicos para acentuar el movimiento que
interviene en la acción de amar: pies (pedes), peso (pondus) y alas (alae).
No debemos amar todas las cosas que utilizamos (uti), sino únicamente aquellas que,
sobre la base de cierta afinidad con nosotros, tienen una relación con Dios, como es la persona
humana o aquellas cosas que, en íntima unión con nosotros, necesitan la bendición de Dios por
medio de nuestra meditación, como el cuerpo. Por consiguiente, hay cuatro objetos que debemos
amar: Dios, nosotros mismos, nuestros prójimos y nuestro cuerpo. El amor de nosotros mismos y
el amor de nuestro cuerpo son tan naturales, que no hay necesidad alguna de dar mandamientos
explícitos sobre ellos. Nadie se aborrece a sí mismo o aborrece su propio cuerpo (doc. Chr.
1.23.22–1.24.24).

Lugar central del amor


El amor es lo más profundo que podemos decir del ser humano. La ciencia y el
conocimiento pueden ser de gran importancia, pero como tales no pueden hacer que una persona
sea buena. Tan sólo el amor es capaz de hacerlo. ¿De qué servirá conocer lo que es bueno, si uno
no es capaz de amarlo? Sin amor, nuestro conocimiento no puede salvarnos (c. ep. Pel. 4.5.11;
ep. Jo. 2.8). El hombre es una criatura de acción: “Nuestro corazón está inquieto” (conf. 1.1.1).
Por el amor somos impulsados a salir de nosotros mismos, a ir más allá de los límites de nuestro
pequeño mundo que se llama el “yo”. Así que el amor, como movimiento hacia lo que
consideramos bueno para nosotros, se apodera de nosotros, porque el amor constituye el
movimiento o la corriente (cursus) de la vida. De ahí la función importante de la delectatio, del
poder de atracción que tiene la realidad que está fuera de nosotros mismos. Aquello hacia lo cual
corremos, nos atrae por medio del amor, sin ninguna coacción física (en. Ps. 39.11; Jo. ev. tr.
26.4-5). El amor es lo único que diferencia a los hombres, porque únicamente el amor diferencia
las acciones humanas. Debemos observar, no lo que la gente dice, sino cuáles son sus acciones y
su corazón. La razón por la cual el amor es lo único que distingue a una persona de otra, es que
una persona “es” lo que ella ama (ep. Jo. 5.7-8; 2.14).
El lugar central del amor aparece también por el hecho de que toda virtud es una forma
de amor. La templanza es amor que sabe cómo conocer su propia integridad y que está dedicada
plenamente a lo que es amado. La fortaleza es amor que es capaz de soportar mucho a causa de
aquello que se ama. La justicia es amor que no desea retener para sí misma las cosas buenas de la
vida, sino que sabe cómo compartirlas equitativamente. La prudencia es amor que sabe cómo
discernir lo que ha de beneficiar al amor y lo que puede dañarlo (mor. 1.15.25). Aun las virtudes
sencillas de la vida cotidiana pueden considerarse como formas de amor: el gozo, el ánimo
pacífico, la paciencia, la buena voluntad, la fidelidad, la amabilidad y la sinceridad. Todas ellas
se basan en el amor, porque nadie puede ser amable, fiel, benigno o sincero, si no hay amor en él
(Jo. ev. tr. 87.1). Lo mismo habrá que decir de la humildad y de la pureza de corazón. Son
siempre cuestión de amor. El amor nos orienta en la vida. Sin embargo, esto no nos exime de la
obligación que tenemos de buscar por nosotros mismos la dirección correcta, porque la virtud
está ordenada esencialmente al amor (ordo caritatis) (civ. Dei 15.22). Todo lo bueno y todo lo
malo dependen del amor. El amor obra el perdón y suprime todo pecado, mientras que la falta de
amor es la causa y la ratificación de todo pecado (ep. Jo. 1.6; 5.2). El amor es una realidad
dinámica; posee el comienzo y la perfección: el amor perfecto es perfecta justicia (justitia) (nat.
et gr. 70.84).
El amor está en el corazón mismo de la vida cristiana. Y, por consiguiente, nunca
podremos equipararlo con signos externos. La gente podrá santiguarse, responder “amén”, cantar
“aleluya”, visitar iglesias, edificar basílicas, tener el don de profecía, recibir el bautismo, acudir a
la Mesa del Señor, pero sólo podrán llamarse cristianos si actúan verdaderamente por amor.
Ningún signo externo garantiza una vida buena; tan sólo el amor la garantiza. Las personas
pueden ser cristianas tan sólo de nombre; su modo de vida, su conducta, su falta de fe, esperanza
y caridad demuestran que no son lo que se las llama (ep. Jo. 5.7; 7.6; 4.4).
El amor no sólo caracteriza a una persona en particular, sino también a toda la historia de
la humanidad. Esta historia está escrita básicamente por el amor. Todos los acontecimientos del
mundo giran en torno al amor, porque el amor está en el centro de todo. Dos clases opuestas de
amor, un amor centrado en Dios y un amor centrado en sí mismo, un amor sometido a Dios y
vuelto hacia el prójimo, y otro amor que busca su interés privado y que trata de dominar
arrogantemente, son los amores que constituyen las dos comunidades o ciudades (civitates) (Gn.
litt. 11.15).
Primacía del amor a Dios y al prójimo en la Biblia
“El amor sereno con el que amamos a Dios y al prójimo, contiene en sí toda la grandeza y
anchura de las sentencias divinas. En lo que entiendes por ellas se manifiesta el amor; en lo que
no entiendes, se oculta el amor” (s. 350.2). La finalidad de toda la Biblia es edificar el amor (doc.
Chr. 1.36.40). Agustín afirma: “Mi esperanza en el nombre de Cristo no es estéril, porque yo no
sólo creo que de estos dos mandamientos dependen toda la ley y los profetas, sino que también
he experimentado y sigo experimentando cada día que no hay un solo misterio o palabra oscura
de la Sagrada Escritura que lleguen a aclararse para mí, a menos que los relacione con estos dos
mandamientos”. Las palabras de Jesús acerca del doble mandamiento del amor sobrepasan los
escritos de los filósofos y las leyes civiles (ep. 55.21.38). Todo lo que Moisés quiso decir y
escribió, lo dijo y lo escribió con miras al doble mandamiento del amor. Por eso, las palabras de
Cristo: “Os doy un mandamiento nuevo: amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn
13,34) no sólo renovaron a los apóstoles y a nosotros mismos como cristianos, sino también a los
patriarcas, profetas y personas justas que vivieron en el tiempo de la primera alianza (gr. et lib.
arb. 18.37; Jo. ev. tr. 65.1). En el texto “El amor es el fin del mandamiento” (1 Tim 1,5), la
palabra “fin” no significa que el amor ponga fin o sea la abolición de todos los demás preceptos,
sino que el amor es la perfección a la que deben referirse todos los demás preceptos. El amor es
el significado más profundo de todos los demás mandamientos y prohibiciones (ench. 32.121; en.
Ps. 31.5). La razón para la encarnación del Hijo de Dios es la revelación del amor de Dios hacia
el hombre. Sin el motivo de enseñar cuánto nos ama Dios, y de que aprendamos a amarle a Él y a
amar a nuestros prójimos, no habría razón para que Jesús hubiera llegado a ser nuestro prójimo
(cat. rud. 4.7-8). De este principio Agustín deduce la siguiente conclusión: “Todo el que no
posea el amor, está negando la encarnación de Cristo” (ep. Jo. 6.13–7.2). Si la única palabra en
la Escritura fuera aquella sola palabra del Espíritu Santo, “Dios es amor” (1 Jn 4,8), sería
suficiente y no necesitaríamos seguir buscando más (ep. Jo. 7.4; 20.31).
El amor es el más eminente de los mandamientos, porque el amor nos une con el objeto
de nuestro amor de manera más vigorosa que la fe y la esperanza. Estas últimas implican una
mayor distancia entre nosotros y aquello que es creído o esperado. Pero por medio del amor
nuestra semejanza con Dios está creciendo y el amor nos acerca más a Él, aunque no llegaremos
a ser lo que Él es (mor. 1.11.18). Sin embargo, cuanto mayor sea nuestra semejanza con Dios,
tanto más se incrementará nuestro amor, y tanto más claramente percibiremos a Dios, porque
Dios es amor. Cuanto mejor percibamos a Dios, tanto más conscientes llegaremos a ser de su
inefabilidad e incomprensibilidad (en. Ps. 99.5-6). Amar a Dios significa un morar mutuamente:
nosotros moramos en Dios y Dios mora en nosotros. Pero, no obstante, con esta diferencia: que
Dios nos envuelve, y que nosotros somos envueltos por Él. Tal inhabitación supone que hay
participación mutua en la vida del otro por medio del amor (ep. Jo. 8.14). Tan sólo el amor nos
lleva a Dios, porque ningún otro don divino puede efectuar directamente la presencia de Dios en
nosotros. La fe puede quedar limitada a la aceptación de la verdad, porque es posible conocer
algo sin amarlo, como sucede con los demonios. La fe sin el amor no nos mueve a realizar obras
buenas. Según Gálatas 5,6, lo único que cuenta es la fe activa en el amor (Trin. 15.18.32; ep. Jo.
10.1). Lo mismo se aplica a la esperanza. Hablamos de esperanza mientras no se ha conseguido
todavía el objeto de nuestro amor. El valor o la importancia de nuestra esperanza debe medirse
por lo que amamos: bienes perecederos o bienes eternos (s. 105.5.7). La fe y la esperanza por sí
solas no nos salvarán, porque ambas deben concretarse en actos de amor, como la rectitud, la
justicia y la paz.
“Cuando uno pregunta si una persona es buena, no debe preguntar lo que esa persona cree o
espera, sino qué es lo que ama. La persona que ama de manera recta, es indudable que cree y
espera de manera recta. La persona que no ama, cree en vano, aunque los objetos en que cree sean
verdaderos. La persona que no ama, espera en vano, aunque los objetos de su esperanza sean
parte real de la verdadera felicidad... A pesar de que no es posible esperar sin amor, puede
suceder que una persona no ame lo que es necesario para la consecución del objeto de la propia
esperanza (ench. 31.117).

Así que el amor es el mandamiento más importante. Esta afirmación se basa en el hecho
de que Cristo no quiso que nuestra atención se viera abrumada por una multitud de
mandamientos. Hablando estrictamente, el amor incluye la fe y la esperanza, así como todos los
demás mandamientos. Nada puede faltar allá donde hay amor. Nadie ama sin fe; nadie ama sin
esperanza; nadie ama al prójimo sin amar a Dios (Jo. ev. tr. 83.3).
Otra razón en favor de la primacía del amor se deduce de un punto de vista escatológico.
El amor nos une con Dios como nuestro bien eterno y perdurable. Tan sólo Dios como summum
bonum puede garantizar la verdadera felicidad, porque sólo entonces es cuando un hombre no
tiene que temer la pérdida del amado. Esto sucede según el principio de que un hombre llega a
ser lo que él ama: el que ama la tierra, se convertirá en tierra; el que amae al Dios eterno,
compartirá la eternidad de Dios (ep. Jo. 2.14). En esta vida, nuestro amor de Dios consiste casi
siempre en desear, pero no todavía en la satisfacción plena de este deseo. Ahora bien, en
contraste con la fe y la esperanza, el amor tiene una naturaleza perdurable; el amor no llegará
nunca a un fin. La oscuridad de la fe será reemplazada por la luz de la visión. La esperanza
cesará, cuando poseamos el objeto de nuestra esperanza. Esto no se aplica al amor. Por el
contrario, nuestro amor llegará a ser perfecto, cuando alcancemos a Dios como nuestro bien
supremo. Entonces nuestro amor se incrementará y se hará más intenso, más seguro y más firme
(s. 158.7.7–158.9.9; doc. Chr. 1.38.42–1.39.43). La idea de Dios como bien supremo conduce a
la tesis de que solo Dios puede ser disfrutado (frui), y de que todas las demás realidades creadas
deben ser referidas al amor de Dios (uti).
En nuestros días esta tesis ha provocado críticas. Parece que para Agustín el amor no es
más que “el deseo de posesión del bien supremo”: simple eros y no agape, que son actitudes
opuestas (Nygren 1953; Hultgren 1939; Brechtken 1975). El hombre busca lo que pueda
satisfacer su necesidad subjetiva, y de esta manera sigue siendo “adquisitivo” y está, así,
implicado en cierto sentido en el amor de sí mismo; en la expresión amor sui el “sí mismo” se
halla en el mismo lugar que “Dios”. ¿Qué dicen otros autores a propósito de estas objeciones? Es
verdad que, para Agustín, el sujeto no desaparece o queda absorbido en el acto de amar. Pero ¿es
que el amor humano puede ser de otra manera? Nuestro amor ¿no es necesariamente eros y
agape al mismo tiempo, incluso con respecto a Dios? Todo lo que hacemos, lo hacemos porque
lo consideramos bueno para nosotros, incluso como un deber, al igual que sucede con el más
desinteresado acto de amor al prójimo, que es el sacrificio de la propia vida. Lo que importa para
Agustín es hallar la verdadera meta (telos) de la existencia humana. Dios quiere que le amemos
como nuestro bien supremo, y esto no significa en absoluto la destrucción de nosotros mismos.
El anhelo de felicidad del sujeto debe tener en cuenta el orden creado objetivo de las cosas,
porque sólo un bien imperecedero nos hará verdaderamente felices. Más aún, amar a Dios
significa también hacer su voluntad y cumplir sus mandamientos, lo cual, ciertamente, no es
mero egoísmo.

Amor de sí mismo
El amor procede de la condición del hombre como criatura. Nuestra insuficiencia nos
hace buscar la fuente del ser, expresar nuestra dependencia más bien que nuestra autosuficiencia
(sibi placere). Precisamente por esto el verdadero amor de sí mismo consiste en amar a Dios.
Nos amamos a nosotros mismos cuando amamos a Dios (ep. 130.7.14). La revelación nos enseña
que nuestro bienestar final reside en Dios, y por tanto amar a Dios es el mejor servicio que
podemos prestarnos a nosotros mismos (civ. Dei 21.27). Ciertamente, a partir del año 397
Agustín reconoce el amor de sí mismo como un fenómeno natural, porque la naturaleza es en sí
misma una cosa buena. Nadie se aborrece jamás a sí mismo (c. Faust. 21.5; doc. Chr. 1.24.24).
Hay un amor natural legítimo. Sin embargo, el amor natural de sí mismo no siempre se identifica
con la verdadera búsqueda de la felicidad. Considerado desde un punto de vista moral, el amor
de sí mismo puede ser bueno o malo. “El amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios da origen
a la ciudad terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí da origen a la ciudad celestial”
(civ. Dei 14.28). La ciudad de este mundo se ama tanto a sí misma, que, en comparación,
desprecia a Dios; la ciudad celestial ama tanto a Dios que, en comparación, se desprecia a sí
misma.
El amor de sí mismo es bueno, cuando no es contrario al amor de Dios, pero “Quien ama
la iniquidad, aborrece su propia alma” (Sal 11,5), porque entonces la persona no hace sólo lo que
es nocivo para otros, sino también lo que es nocivo para el amante mismo. El saber cómo amarse
a sí mismo es amar a Dios; si una persona no ama a Dios, aun concediendo que el amor de sí
mismo es cosa natural en el ser humano, podemos afirmar entonces – no inapropiadamente – que
el amor de sí misma que hay en una determinada persona es en ese caso un odiarse a sí misma
(Trin. 14.14.18; disc. Chr. 4.4). A causa de la debilidad que hay en todos nosotros, hemos de
aborrecernos a nosotros mismos tal como somos, es decir, hemos de aborrecer el mal que hay en
nosotros; de lo contrario, no podremos progresar hacia lo que es mejor (s. 9.9-10; 169.15.18). Sin
embargo, esto no significa que debamos despreciarnos a nosotros mismos, porque esto
significaría una negación de la dignidad que hemos recibido de Dios. Podemos disfrutar (frui) de
nosotros mismos a causa de Dios (propter Deum; s. 216.2.2; doc. Chr. 3.10.16). Las mismas
ideas se repiten con respecto a Jn 12,25: “El que aborrece su alma (vida) en este mundo, la
conservará para vida eterna”. Si la aborreces de manera recta, entonces la amas (Jo. ev. tr.
51.10). En consonancia con la misma idea, leemos: “Aprende a amarte a ti mismo no amándote a
ti mismo” (s. 96.2.2). El aborrecimiento del mal que hay en nosotros mismos puede formularse
también de manera positiva. De acuerdo con lo que se dice en Eclo 30,24: “Encanta a tu propia
alma, cuida de tu corazón”, encontramos una indicación de lo que es el amor benévolo de sí
mismo: “La voluntad de estar al servicio de lo que es ventajoso para uno mismo” (doc. Chr.
1.25.26). Hacer el bien es un deber que tenemos para con nosotros mismos. Así que cuidamos de
nuestro bienestar en el pleno sentido de la palabra, cuando nos preocupamos genuinamente por el
sentido más profundo de la vida, y este sentido se halla en el amor a Dios. Es el primer don
(limosna) que podemos darnos a nosotros mismos (ench. 20.76).
Amor del prójimo
La autorrevelación de Dios como amor se convierte para nosotros en un llamamiento, en
una exigencia y en un mandamiento de amar a nuestros prójimos como Dios los ama. Hay tres
fuertes motivos para el amor a todos los hombres: a) comparten la misma naturaleza humana que
nosotros (argumento filosófico); b) hay un mandamiento de Dios que ordena que los amemos; c)
la presencia de Dios en ellos. El prójimo es cualquier ser humano, sea cristiano o no lo sea, sea
justo o pecador. “Todo ser humano es prójimo de todo ser humano” (disc. Chr. 3.3; s. Denis
16.1-2: MA, 1,75-76). A causa de su naturaleza humana, incluso las prostitutas, los comediantes
o los artistas de circo son nuestros prójimos. Agustín critica lo que se dice en Eclo 12,4-7: “Sé
misericordioso, pero no socorras a un pecador”: “Tratémosles con dignidad humana porque son
seres humanos... Ten piedad de la condición que es común a todos” (en. Ps. 102.13; s. Lambot
28: RevBen 66 [1956] 156-158). El amor hacia el enemigo, especialmente, es un mandamiento
cristiano, porque un enemigo es un hermano o hermana potencial (ep. Jo. 8.10). Hemos de desear
que todos posean el mismo bien al que nosotros aspiramos – a saber, Dios (mor. 1.26.49).
Para llegar al amor de Dios, hemos de comenzar amando a nuestros prójimos. Aunque el
amor de Dios viene primero en el orden del mandamiento (ordo praecipiendi), sin embargo el
amor del prójimo viene primero en el orden de la realización (ordo faciendi) (s. 265.8.9; Jo. ev.
tr. 17.8). De este modo existe una prioridad temporal del amor al prójimo; es decir, en nuestra
vida en la tierra, el amor auténtico del prójimo es la primera realización de nuestro amor a Dios.
Esto no es una una negación de la diferencia absoluta que existe entre Dios y el hombre, porque
siguen siendo aliud et aliud. Sino que es la convicción de que debemos participar del amor de
Dios hacia todos los hombres. Si rehusamos hacerlo, entonces no amamos a Dios. Por eso, la
Escritura enuncia en un solo mandamiento ambos amores, porque es suficiente mencionar tan
sólo uno de ellos, a saber, el del amor al prójimo. En el mandamiento de no hacer daño a
nuestros prójimos, sino de amarlos como a nosotros mismos, están incluidos los Diez
Mandamientos, y también el del amor a Dios (s. 9.14; disc. Chr. 5.5-6; Trin. 8.7.10). La razón
para esta reducción es la de concentrar la atención de la gente y no dejar que se distraiga por una
multitud excesiva de preceptos. Sin embargo, la razón más importante es que las exigencias del
amor se experimentan de manera sumamente concreta en la vida cotidiana.

“Puesto que el amor no es completo a no ser en los dos preceptos del amor a Dios y del amor al
prójimo, ¿por qué Pablo, en la Carta a los Romanos y en la Carta a los Gálatas, menciona
únicamente el amor al prójimo? ¿Será la razón la de que el amor a Dios no es puesto a prueba con
tanta frecuencia, y la de que la gente pueda engañarse acerca de él? Ahora bien, mirando el amor
al prójimo, la gente puede convencerse más fácilmente de que no tienen amor a Dios, cuando
actúan injustamente con otras personas... Por tanto, dado que ambos preceptos son tales, que
ninguno de ellos se puede guardar sin el otro, será suficiente de ordinario el mencionar tan sólo
uno de ellos, cuando se trata de obras de justicia. Ahora bien, el precepto del amor al prójimo es
más apropiado, porque por él una persona se da cuenta de sus propias deficiencias... Algunos
gálatas se engañaban a sí mismos, pensando que tenían amor a Dios. Se les hizo ver claramente
que no lo tenían, porque había odio entre hermanos, acerca de lo cual se podía juzgar fácilmente
en la vida y la conducta diarias” (ex. Gal. 45; ep. Jo. 8.4; Trin. 8.8.12).

La gran concreción de la persona que está a nuestro lado es la razón misma de que
comencemos por el amor al prójimo. Esta concreción puede describirse como “hacer justicia” o
como “ver” a mis hermanas y hermanos: “Podrás decirme: yo no veo a Dios. Pero no podrás
decirme nunca: yo no veo a la persona humana (ep. Jo. 5.7).
La presencia de Dios en el ser humano es otra razón para amar al prójimo. Por amor a
Dios y a Cristo, identifícalos con cualquier persona humana. La idea de la identificación por
medio del amor es muy bíblica. Agustín se refiere repetidas veces a Mateo 25,31-46: “Lo que
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hicisteis a mí”, y Hechos 9,4:
“¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me persigues?” La identificación puede hacerse tan sólo entre dos
personas diferentes. Cuando existe completa identidad, no puede haber identificación, porque la
identificación significa una unión de dos personas por medio de un libre amor. Puesto que el
amor de Dios y de Cristo abarca a todo ser humano, nosotros tocamos a Dios amando a nuestros
semejantes. Mateo 25 muestra que Cristo está presente en el prójimo, especialmente en los
necesitados y marginados. Aquí en la tierra se da de comer al Cristo hambriento, se viste al
Cristo desnudo, se le acoge en el forastero y se le visita en el enfermo. Podemos esperar que
llegaremos a estar unidos con el Cristo resucitado, pero primero debemos prestarle atención
cuando está tirado en la calle (s. 25.8.8; 239.6.7). Esta visión de las cosas es consecuencia de la
doctrina de Agustín sobre el “Cristo total”, es decir, Cristo que incluye a todos los seres
humanos. Por esta razón, el amor no puede dividirse. Cuando amamos a los miembros de Cristo,
amamos a Cristo mismo; cuando amamos a Cristo, amamos al Hijo de Dios; cuando amamos al
Hijo, amamos al Padre (ep. Jo. 10.3). El amor es la fuerza que atrae a todo individuo hacia una
cohesión perfecta de la totalidad: “el Cristo que es uno solo y que se ama a sí mismo” (ep. Jo.
20.55). El amar al otro en Dios o propter Dios significa reconocer que la verdadera naturaleza
humana puede entenderse únicamente por referencia al Creador, mientras que el amar al prójimo
en Cristo implica la dignidad que una persona ha asumido al formar parte del cuerpo de Cristo.
Varios autores (mencionados por Schrage 1976) consideran la identificación del amor a
Dios y del amor al prójimo como una divinización de las relaciones con las criaturas, lo cual
sería una recaída en el paganismo, porque hace que Dios sea superfluo. Más aún, somos capaces
de amar a Dios de manera directa, sin la mediación del amor humano. Eso no es, ciertamente, lo
que Agustín quiso decirnos. Para él, el verdadero amor es más que puramente humano y no
excluye en absoluto a Dios. Consiste en amar al ser humano con el amor de Dios que nos ha sido
dado por el Espíritu Santo (Jo.ev. tr. 83.3). El amor verdadero es participación en el amor divino.
Dios “es” amor; nosotros “tenemos” amor. Por consiguiente, cuando ningún ser humano nos
ama, nosotros somos amados, no obstante, por Dios. La tesis de que podemos amar a Dios sin la
mediación del amor humano debe matizarse. Para Agustín es imposible amar a Dios sin amar a
nuestros prójimos (f. et op. 16). Agustín se basa vigorosamente en argumentos bíblicos para
defender su postura – por ejemplo, Mt 5,23-24 y 1 Jn 4,20. A causa de la naturaleza universal del
amor de Dios, Agustín puede afirmar que encontramos a Dios en cualquier persona humana.
Otra objeción es que Agustín no entendió nunca lo que es realmente el amor al prójimo,
porque ese amor estaba siempre mezclado con el amor de sí mismo. Si a un ser humano se le
“utiliza” simplemente para llegar hasta Dios, entonces el amor pierde toda su nobleza, porque
entonces el ser humano no es amado por sí mismo, no es amado como persona (Holl 1921;
Hultgren 1939; Arendt 1929; Brechtken 1975; Flasch 1980). Es verdad que Agustín utiliza el
término uti con respecto a los seres humanos. Pero, a partir del año 397, encontramos una
reflexión ética sobre este término (doc. Chr. 1.31.34–1.32.35). L. Verheijen hace notar que uti no
significa precisamente “hacer uso de algo”, sino “amar con referencia a un objeto que
proporciona plena satisfacción”. Frui es amor en un modo absoluto; uti es amor en un modo
relativo. Agustín suscita la importante cuestión de si nosotros debemos frui o uti al ser humano.
Y él llega a la conclusión de que podemos frui in Deo, “disfrutar en Dios” del ser humano. Esta
clase de amor tiene en primer lugar un significado escatológico, pero aquí en la tierra hay ya
alguna anticipación de la dicha escatológica. Por tanto, en esta vida tenemos una fruición
imperfecta del ser humano.
Hay suficientes textos para refutar la opinión de que Agustín no tiene en cuenta al otro
como una persona concreta. Ya en el año 388 Agustín dice que el amor al prójimo no abarca
únicamente la preocupación por el alma del prójimo, sino también por su cuerpo. A esto último
corresponde también todo lo que conserve o restaure la salud del cuerpo: el vestido y el cobijo, la
liberación de los oprimidos, el dar sepultura a los muertos; todo lo que proteja al cuerpo contra
las amenazas originadas por el hambre y la sed, el frío y el calor, o contra cualquier daño
infligido desde el exterior. Las personas que aman de esta manera a otras personas son llamadas
misericordiosas, porque el término “misericordia” implica que el corazón siente pena por el
sufrimiento ajeno (mor. 1.27.52-54). Debemos amar a nuestros prójimos como a nosotros
mismos, pero no los amamos como debiéramos si los amamos como a bestias de carga, o con la
afición con que vamos a los baños públicos, o como nos gustan los loros: para sacar de ellos
algún placer temporal o conseguir algún provecho (vera rel. 46-87). No debemos amar a los
demás como si fueran bienes de consumo. La amistad consiste en la benevolencia, que nos
conduce a actuar en beneficio de otros. Benevolencia significa “querer el bien de otra persona”
(no podemos ser benévolos hacia Dios, porque Dios “es” benevolencia). En lo que respecta a
nuestras buenas obras, debemos preguntarnos a nosotros mismos si las hechos hecho propter
fratrum dilectionem, porque el amor sincero busca la felicidad de nuestros hermanos y hermanas
y no aguarda más beneficio que la felicidad de ellos (ep. Jo. 6.2-4; 8.5). Hemos de dar incluso
nuestras vidas por la vida eterna del prójimo (de mend. 6.9). Agustín se niega a considerar las
palabras de Jesús “Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas” (Lc 10,41) como un
reproche: en ese caso no habría nadie que se preocupara de los necesitados (s. 104.1.2–104.2.3).
Todo el mundo tiene algo, sea material o espiritual, para ayudar a otros en sus necesidades (s.
91.7.9). En esta vida el amor a los necesitados es una necesidad. A los demás les debemos
siempre amor. Es la única cosa en que seguiremos siendo deudores, aunque hayamos pagado ya
la deuda. No llegará nunca el momento en que no tengamos que dar amor. Ahora bien, el amor
no se da como se da el dinero. La cantidad de dinero disminuye, cuando lo damos. El amor, por
el contrario, aumenta, cuando damos amor. Esto no significa que queramos que haya
desgraciados, para que nosotros podamos ejercitar obras de misericordia. La finalidad del amor
hacia los necesitados es la de poner fin a su situación desgraciada, a fin de que ellos sean
nuestros iguales. El amor más puro es amor hacia personas felices, a las que no tenemos que
darles nada. En este contexto se acentúa el peligro de que el dadivoso tenga un sentimiento de
superioridad o incluso de dominio sobre otros (ep. 192.1-2; ep. Jo. 8.5).
Amor del cuerpo
Encontramos una innegable evolución en Agustín con respecto al amor del cuerpo. En
sus escritos más antiguos habla casi siempre de evadirse del cuerpo y de no estar sujeto al
cuerpo. En escritos posterior se opone vigorosamente a la idea de Porfirio de que “escapar de
cualquier de cuerpo es condición esencial para la felicidad” (civ. Dei 13.19; s. 241.77). Aunque
la sujeción del cuerpo por el alma sigue siendo siempre necesaria, sin embargo al amor del
cuerpo se le concede – a partir del año 397 – mayor énfasis. El “sí mismo” humano es una
unidad de mente y cuerpo (doc. Chr. 1.24.24). En contra de los maniqueos y de algunos
neoplatónicos, los cristianos deben sostener que el cuerpo, como tal, fue creado por Dios. A
causa del hecho de que la naturaleza es, en sí misma, cosa buena, no debemos acusar nunca de
mal a la carne; el mal debe atribuirse al hombre en su totalidad (cont. 4.11). Por eso, no se puede
afirmar que el cuerpo sea una “cárcel” (carcer). No es una cárcel a consecuencia de un pecado
cometido por el alma en otra vida. Tan sólo el cuerpo en su corruptibilidad y mortalidad puede
caracterizarse con este término (s. 240.4.4; en. Ps. 141.17-19). No hay razón para afligirse,
cuando hay paz entre el cuerpo y el espíritu. Surge únicamente un deplorable conflicto, cuando el
cuerpo se resiste a la ley del espíritu (s. dom. mon. 2.11.38). En el hombre hay un amor natural
hacia su carne (un amor que se encuentra también en los animales), porque nadie aborrece jamás
a su carne (c. Faust. 21.5; util. jejun. 4.4–5.6). El cuidado del cuerpo está basado en el amor
natural (affectus) hacia él: carnem suam quisque naturaliter diligit, aunque los mártires
sobrepujaron ese amor, aunque sin despreciar sus propios cuerpos (cura mort. 7.9; s. 277.3.3–
277.4.4).
Otra razón (escatológica) para amar nuestros cuerpos reside en la fe en la recurrección del
cuerpo. Nuestra carne será restaurada sin pérdida alguna de sus miembros, y recuperaremos
nuestra carne sinla debilidad de la corruptibilidad y de la mortalidad. Por consiguiente, debemos
afirmar dos cosas con respecto a la resurrección del cuerpo: será el mismo cuerpo el que resucite,
y al mismo tiempo no será exactamente el mismo cuerpo, porque estará libre de la desdicha. En
este sentido será un cuerpo mejor que el cuerpo mortal de Adán y Eva en el paraíso (civ. Dei
13.20; s. 154.10.15).
Amor como don de Dios
En el hombre hay un amor natural hacia su propia conservación. Este amor procede de
Dios, porque con razón puede afirmarse que toda la creación es una gracia, ya que nos fue
conferida por la bondad inmerecida de Dios (ep. 177.7). Se nos permite que amemos las cosas
creadas, pero debemos amarlas en relación con el Creador. Pues entonces no es ya codicia, sino
amor (caritas) (Trin. 9.8.13). Agustín distingue tres clases de amor: el amor humano lícito, el
amor humano ilícito y el amor divino. Con un amor humano lícito amamos a las mujeres, a los
niños, a los amigos, a los conciudadanos, a los prójimos y a los parientes. Si no los amamos,
entonces somos reprensibles, y no debe contársenos siquiera entre los seres humanos. Aunque
hemos de amarlos, incluso de una manera secular, debemos amar todavía más a Cristo (s. 349; s.
65a: RevBen 86 [1976] 46). No se nos prohíbe que amemos el comer, el beber y el engendrar
hijos, pero hay un límite fijado por consideración al Creador; el amor a todas esas cosas no debe
tenernos atados (ep. Jo. 2.12).
Aquí está la razón de que el amor natural, por sí solo, no sea suficiente: para Agustín los
cristianos deben amar con el amor que les fue dado por el Espíritu Santo. Nuestro amor ha de
estar inspirado por el amor divino y debe reflejarlo. El amor, como don de Dios, dota a la
voluntad humana de un nuevo deseo, de una aspiración a la divina verdad, sabiduría y justicia.
Semejante amor escluye todo lo que es pecaminoso, a saber, el amor posesivo o egoísta, la
presunción, la autoglorificación, el buscar el propio provecho.
El amor como don de Dios se aplica en primer lugar al amor de Dios hacia nosotros. Tan
sólo Dios puede dársenos a sí mismo. Él nos amó primero, como aparece por la misión de su
Hijo encarnado y por el don del Espíritu Santo. Esto tiene consecuencias para nuestro amor a
Dios. Solamente podemos amar a Dios por medio del Espíritu que está derramado en nuestros
corazones (Rom 5,5): “amare deum de deo” (s. 34.2-3). Somos nosotros mismos el precio que
hay que pagar por el amor de Dios. Sería infravalorar a Dios el admitir que hemos recibido de
Dios nuestros cuerpos, nuestros ojos y nuestra nariz, pero que sólo nos debemos amor a nosotros
mismos (s. 145.4). Para que podamos amar a Dios, hemos de dejar que Él more en nosotros, que
Él nos mueva, que Él nos inflame y que nos impulse a amarle (s. 128.2.4).
El mismo principio debe aplicarse a nuestro amor al prójimo. El Espíritu Santo nos
inflama también para que amemos al prójimo. La capacidad del hombre para amar a Dios
procede únicamente de Dios, y con este amor debemos amar al prójimo (Trin. 15.17.31–
15.18.32; s. 265.8.9). Un amor mutuo puramente humano no es suficiente, porque en tal caso nos
olvidaríamos fácilmente de que Dios es nuestro bien supremo. Amar a otros como nos amamos a
nosotros mismos significa desear que ellos encuentren su bien allá donde lo encontramos
nosotros, a saber, en Dios, Al decir “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12), Jesús
distingue su amor de aquel amor con que los hombres se aman unos a otros como seres humanos,
es decir, como si ellos fueran la meta final del amor. Jesús nos amó para conducirnos a Dios, su
Padre. Tan sólo unas pocas personas se aman mutuamente con la intención de que Dios sea todo
en todos (Jo. ev. tr. 83.3).
La presencia interior del Espíritu Santo en nosotros se describe como la raíz (radix) o la
vid (vitis) de todo amor, en comparación con los nuevos sarmientos. El fruto del don divino del
amor es el amor de unos hacia otros, juntamente con otros numerosos frutos: gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mabsedumbre y dominio propio (Gal 5,22). La raíz no
está visible, mientras que los frutos – a saber, nuestras obras – están manifiestos. El Espíritu
Santo inspira lo que nuestro amor debe realizar (Jo. ev. tr. 87.1; en. Ps. 51.12). De la misma
manera que la fe no significa nada, si no está activa en el amor (Gal 5,6): así también el amor no
es auténtico, si no produce frutos. A esta luz hay que leer los textos siguientes, que a menudo son
entendidos erróneamente. No significan la licencia de una libertad irrefrenada para hacer lo que a
uno le venga en gana. Por el contrario, la totalidad de la ley cristiana con todos sus preceptos se
incluye en la ley del amor. “Ama, y no podrás menos de obrar bien... Algunas veces hay algo así
como un resultado opuesto en los efectos que producen respectivamente el odio y el amor: el
odio puede utilizar palabras amables, y el amor, palabras duras. Un hombre puede odiar a su
enemigo y fingir amistad con él... Pero no debes fijarte ni en las palabras blandas ni en los
reproches duros. Presta atención a la fuente, mira la raíz de las que esas palabras proceden” (ep.
Jo. 10.7). “De una vez para siempre se te ha dado un precepto breve: Ama y haz lo que quieras.
Si guardas silencio, guarda silencio en amor; si hablas, habla en amor; si corriges, corrige en
amor; si eres tolerante, sé tolerante en amor. Haz que la raíz del amor esté dentro de ti, porque de
esa raíz no pueden brotar sino cosas buenas” (ep. Jo. 7.8; cf. ex. Gal. 57). Nada malo puede
resultar del amor auténtico, porque eso sería un contrasentido. De ahí la siguiente afirmación
paradójica: Tan sólo el que sea esclavo del amor será verdaderamente libre, porque tal persona se
habrá liberado radicalmente del egoísmo, de la arrogancia, de la arbitrariedad y de la injusticia
(Jo. ev. tr. 41.8; vera rel. 46.87).
–› Bondad; Dios; Espíritu Santo; Gracia; Jesucristo; Justicia; Trinitate, De; Virtudes

BIBLIOGRAFÍA
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364;J.I.Alcorta Echevarría,El "ordo amoris" y la "aversio a Deo" en la dialéctica de las dos
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Augustinus Doctor Caritatis. Sein Liebesbegriff im Widerspruch von Eigennutz und seibstloser
Güte im Rahmen der antiken Glückseligkeits-Ethik (Meisenheim am Glan, 1975); J. Burnaby,
Amor Dei: A Study in the Religion of St. Augustine, 3rd ed. (London, 1960); J. Burnaby, “Amor
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Neighbour in St. Augustine (Heverlee-Leuven, 1993); Y. Congar, “Aimer Dieu et les hommes
par 1’amour dont Dieu aime?”, REtAug28 (1982): 86-99; S.Cuesta,
La concepción agustiniana del mundo a través del amor,en Augustinus Magister 1 (1954), 347-
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metafisica” 9 (1954), 505-515; K. Hoil, Der Neubau der Sittlichkeit: Gesammelte Aufsäftze zur
Kirchengeschichte I (Tübingen, 1921); R. Holte, Béatitude et Sagesse. Saint Augustin et le
problème de la fin de l’homme dans la philosophie ancienne (Paris and Worcester, Mass.,
1962);G. Hultgren, Le commandement d’amour chez Augustin. Interprétation philosophique et
théologique d’après les écrits de la période 386-400 (Paris, 1939); R. Lorenz, “Fruitio Dei bei
Augustin”, ZKG 63 (1950-5 1): 75-132; D.Mann, “Charitas’ Annali della Facoltà di Lettere e
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san Agustín,en “Augustinus” 22 (1977), 221-228;J.Pegueroles,
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Rahner, “Reflections on the Unity of the Love of Neighbour and the Love of God,” in
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1969), 231-49; W. Schrage, “Theologie und Chnistologie bei Paulus und Jesus auf dem
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Solignac, “La conception augustinienne de l’amour,” BA 14 (1962), 617-22; R. Teske, “Love of
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J. van Bavel, “The Double Face of Love in St. Augustine: The Daning Inversion ‘Love Is
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Augustine,” Augustiniana 45 (1995): 45-93; L. Venheijen, “Le premier livre du De doctrina
christiana d’Augustin. Un traité de ‘télicologie’ biblique,” in Augustiniana Traiectina, ed. J. den
Boeft and J. van Oort (Paris, 1987), or 169-87; D. D. Williams, The Spirit and the Forms of Love
(Lanham, Md., New York, and London, 1981).
TARSICIUS J. VAN BAVEL

Anagogia –› Ascensión del alma


Ángeles. Desde el tiempo de Platón (Sym. 195), el mundo griego estaba poblado por daemones,
seres intermedios entre Dios y los hombres. Agustín se refiere a los daemones platónicos,
llamándolos dii minores (civ. Dei 12.25). La traducción vernácula más frecuente es la de
“divinidades” o “espíritus”. Los daemones traían mensajes a los hombres, y llevaban oraciones y
sacrificios a los dioses, porque los dioses eran trascendentes: “los dioses no se mezclan con los
hombres”. Agustín conoce claramente esta doctrina, tal como se halla expuesta desde Apuleyo
hasta Porfirio (Gn. litt. 3.9; civ. Dei 9.6). Agustín piensa que esos seres son espíritus, seres
inteligentes (en. Ps. 103.1.15; en. Ps. 130.9).
Los ángeles, y su contrapartida los demonios, se encuentran desde el principio en los
escritos de Agustín. A pesar de su conciencia del papel de los daemones, buenos y malos, en
Porfirio y Apuleyo, la concepción que Agustín tiene de los ángeles se basa primordialmente en la
Escritura. Hay una larga tradición patrística sobre los ángeles, en la cual se inspira Agustín, al
menos indirectamente. Conforme Agustín se va familiarizando más con la Escritura, su
angelología progresa. Tal progreso no podemos describirlo aquí debidamente con exactitud. Los
pasajes más destacados en los que Agustín trata por extenso de los ángeles son De civitate Dei
11-12, donde habla de la creación de los ángeles; De Genesi ad litteram 4, donde trata del
conocimiento que poseen los ángeles, y De trinitate 2-3, donde habla de la función de los ángeles
en las teofanías. La existencia de los ángeles es, según Agustín, una cuestión de fe (en. Ps.
103.1.15). En Agustín, los seres espirituales buenos fueron llamados “ángeles”, angelus en
griego, nuntius en latín, por su oficio bíblico de mensajeros (Jo. ev. tr. 24.7; s. 7; Trin. 2.13). El
término daemones fue reservado casi siempre por Agustín para designar a los ángeles malos o
diablos (civ. Dei 6.4; 9,19). Los ángeles son criaturas, no creadores (haer. 2). Pero en el primer
capítulo del Génesis no se hace mención específica de la creación de los ángeles. Sin embargo,
en otras partes se hace referencia a la creación de los ángeles (Dn 3,57; Sal 148). Por eso,
Agustín especula pensando que lo de creavit Deus caelum (Gn 1,1) indica la creación de seres
espirituales. Fiat lux et facta est lux (Gn 1,3) podría designar la creación de los ángeles, en
cuanto ellos tienen que ver con la verdadera luz (Gn. litt. 1.3.7; civ. Dei 11.9). Agustín reconoce
que es posible que los ángeles fueran creados antes que los cielos y que la luz, pero no son
coeternos con Dios (civ. Dei 11.32; 12.6). El término “ángel” pasa a simbolizar a todos los seres
que hay en la ciudad celestial, creados el primer día (Gn. litt. 5-19). Aunque los ángeles son el
punto culminante de la creación divina (civ. Dei 11.15), no fueron creados en la plenitud de la
bienaventuranza (civ. Dei 9.11). Por un acto de sus voluntades y con la ayuda de Dios (sin la cual
ellos no podían permanecer en la bondad), los ángeles buenos merecieron permanecer
perpetuamente en la bondad (perseverantiae). Tal vez Génesis 1,4, donde Dios separa la luz de
las tinieblas, simboliza la división entre los ángeles buenos y los ángeles malos. Los ángeles
forman parte ahora de la Ciudad de Dios y adoran continuamente a Dios cara a cara, con amor
puro, en la Jerusalén celestial. Los ángeles están unidos con el Ser Altísimo (civ. Dei 12.6) en
obediencia (en. Ps. 134.4). Poseen la perfección de la justicia (s. 154) y la verdadera riqueza (s.
359A). Los ángeles cumplen perfectamente la voluntad de Dios (ep. 130.11) en formas que los
hombres son incapaces de comprender (Gn. litt. 9.11). En el cielo, los hombres adorarán a Dios,
lo mismo que hacen los ángeles (ep. 147.9). Los ángeles reciben de Dios todo el poder que
poseen (civ. Dei 5.3). Los ángeles buenos no aceptan sacrificios dedicados a ellos mismos, sino
que reconocen que el verdadero sacrificio (latria) debe tributarse únicamente al solo Dios
verdadero (ep. 102.34). Ascienden y descienden sobre el hijo del hombre (Jo. ev. tr. 7.22-23: civ.
Dei 16.38; cf. Gn 28,12; Jn 1,51). Cristo no murió por los ángeles, sino por los seres humanos
(ench. 16). Los ángeles aguardan la llegada de los hombres que hayan sido salvos (en. Ps.
90.2.1). Agustín no especula acerca del número de ángeles, a no ser para afirmar que los ángeles
son muy numerosos.
Por las enseñanzas de Pablo (Col 1,16; Rom 8,38; 1 Tes 4,16), Agustín sabe que hay
varias clases de ángeles: ángeles, arcángeles, tronos, dominaciones, potestades, principados y
virtudes. Vienen en coros y en legiones (Jo. ev. tr. 1.5), pero Agustín, en contradicción, por
ejemplo, con el pseudo-Dionisio, no dice nada más acerca de la organización jerárquica de los
ángeles. Por naturaleza, los ángeles son inmortales (s. 154) pero mudables (vera rel. 13). Los
ángeles poseen varias clases de conocimiento. A diferencia de los seres humanos durante esta
vida, los ángeles intuyen directamente a Dios y las ideas civinas – su inteligencia no se halla
obstaculizada por ninguna materia corpórea. Los ángeles tienen conocimiento de las criaturas en
las divinas rationes aeternae y en las cosas creadas en sí mismas. Los ángeles orientan su
conocimiento de las criaturas hacia la alabanza de Dios. Estas tres clases de conocimiento se
hallan representados por el día, la noche y la mañana en el relato de la cración (Gn litt. 4.24) y
están influidos por las especulaciones de Plotino acerca de la naturaleza del Nous (Enéadas 5.1;
5.3).
Los ángeles activan cuerpos, o cosas parecidas a cuerpos, para realizar la voluntad
providencial de Dios (Gn. litt. 8.25). Y, así, los ángeles tienen gran poder, que algunos hombres
codician (en. Ps. 95.7). Cuando habitan en cuerpos humanos, algunas veces comen y realizan
otros actos asociados con la naturaleza humana (civ. Dei 13.22). Agustín contempla diversos
ángeles en las obras angélicas que se describen en la Biblia: el ángel que habitaba en el asna de
Balaán (Nm 22).; Gabriel, que se apareció a María y que anunció el nacimiento de Juan el
Bautista (Lc 1,19.26), Lucifer (Is 14,12), Miguel (Jds 9), el ángel que se apareció a José (Mt
2,13), los ángeles que estaban junto al sepulcro de Cristo (Jn 20,12), los siete ángeles de los que
se habla en el libro del Apocalipsis (Ap 8,2: y que representan a las siete iglesias, véase doc. Chr.
3,30), y muchos otros ángeles. Para ayudar a explicar la labor angélica con los seres humanos,
Agustín prefiere utilizar la imagen del agricultor, con arreglo a 1 Corintios 3,7 (civ. Dei 12.6; Gn
litt. 9,15.26ss) – los ángeles trabajan, pero Dios concede el crecimiento. Algunas veces los
ángeles intervienen en los sueños de los hombres. Dios puede iluminar las mentes humanas por
medio de ángeles (en. Ps. 118.18.4). Pero Dios no utiliza siempre a los ángeles como
mensajeros. Algunas veces envía hombres o otros hombres, para que la naturaleza humana no
quede menospreciada (en. Ps. 96,2; doc. Chr. proemio). Los hombres, en el estado en que se
hallarán después de la resurrección final, son descritos a veces como iguales a los ángeles (Lc
20,36). Cristo (Trin. 3.10), los profetas (Jo. ev. tr. 24.7), Juan el Bautista (civ. Dei 15.23) y Pablo
(Gal 3,14; s. 37.19) son llamados también “ángeles”, por desempeñar sus oficios como
mensajeros de Dios. Mónica considera a Ambrosio como un ángel de Dios (conf. 6.1.1). Agustín
utiliza con frecuencia en sus sermones la expresión “pan de ángeles”. Los ángeles separarán al
trigo de la cizaña, a las ovejas de los cabritos, pero sólo al fin de los tiempos (ep. 76.2).
Los Padres de la Iglesia y los filósofos neoplatónicos de la misma época sostenían la
existencia de materia espiritual. El problema es metafísico. Los ángeles, como seres espirituales,
tienen que tener un principio de limitación, que los diferencie de Dios. Según Santo Tomás, la
limitación en el ser angélico es la distinción real entre esencia y existencia. Los Padres de la
Iglesia no disponían de semejante metafísica. Aunque Agustín concebía a los ángeles como
espíritus, abrigó dudas algunas veces acerca de que los cuerpos angélicos estuvieran formados de
materia espiritual (ep. 95.8). Utiliza términos como “cuerpos angélicos” (retr.) y “materia
corpórea”, para indicar que hay cuerpos que no son angélicos y materia que no es corpórea. Al
sintetizar el concepto de que los seres humanos serán iguales a los ángeles en la vida futura y de
que los seres humanos tendrán cuerpos espirituales en la resurrección (1 Cor 15,44), Agustín
concluye finalmente que los ángeles tienen cuerpos espirituales (Gn.litt. 6.19; 6.24; en. Ps.
145.3; ep. 102.20). Estos cuerpos no necesitan alimento (s. 362) y son etéreos y están llenos de
luz (div. qu. 47). Por la naturaleza de sus cuerpos, los ángeles puede moverse muy velozmente,
con mayor rapidez que los cuerpos celestiales (s. 277). Para realizar diversas funciones, los
ángeles utilizan cosas materiales y se sirven de otros cuerpos (en. Ps. 77,5). De este modo
pueden aparecerse a los hombres, representando a Dios (s. 6). Los ángeles ven el interior de las
almas de los hombres, pero en su propia naturaleza son invisibles y no pueden ser vistos por los
hombres (conl. Max.). El precepto bíblico de que los hombres deben amar a Dios y al prójimo,
incluye también que hay que amar a los ángeles (doc. Chr. 1.33).
–› Creación; demonios; diablo

BIBLIOGRAFÍA
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montent et qui descendent”, RechAug 2, (1962):447-501; E. Lamirande, L’Eglise céleste selon
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645-53
FREDERICK VAN FLETEREN

Anima et eius origine, De (Sobre el alma y su origen). Estos cuatro libros, cuya
composición suele fecharse en los años 419/421, están relacionados con un asunto de interés
esencialmente africano. Vicente Víctor, de la Mauritania Cesariense, que provocó el debate, era
un laico que del rogacianismo (un grupo disidente de los donatistas) se había convertido al
catolicismo. Vicente se refirió a la carta 192 de Agustín, hallándose en Cesarea en el año 418, en
casa de un presbítero español llamado Pedro, y manifestó su disgusto de que Agustín declarase
no saber si las almas humanas se propagaban desde Adán o eran creadas individualmente,
aunque Agustín estaba seguro de que el alma era espiritual y no material. Vicente atacó el punto
de vista de Agustín en una obra de dos volúmenes, dirigida a Pedro. En ella, desarrollaba
aparentemente el concepto de Tertuliano de que el alma era material, sosteniendo que ésta no era
ni creada de la nada ni hecha de una materia preexistente, sino formada por un soplo o hálito
divino (flatus, halitus) (an. et or. 1.4.4.; 3.4.4), de tal manera que el alma es “una partícula del
aliento de naturaleza divina” (3.3.3.: “particulam ... quamdam halitus naturae dei”). Ahora bien,
si careciera de un cuerpo, el alma sería inútil y carente de valor (4.12.18) – una creencia que
condujo a Vicente a adoptar una concepción corporalista de la naturaleza del alma. Sugirió que el
alma llegó a hacerse pecadora al entrar en la carne (2.8.12) – un destino que ella no merecía y del
cual quedaba liberada por el bautismo (1.8.8; 2.9.13; 3.8.11).
Un ejemplar de la obra de Vicente se lo envió a Agustín un amigo suyo, el monje Renato,
quien en el año 418 llevó a Agustín una carta sobre el origen del alma, escrita por Optato de
Tingitana, obispo mauritano (ep. 190). Agustín contestó a Vicente en cuatro libros: el primero
dirigido a Renato; el segundo – que en realidad era una carta extensa – al presbítero Pedro,
poniéndole en guardia contra las opiniones de Vicente; el tercero y el cuarto libro, dirigidos al
mismo Vicente.
Agustín leyó a Vicente en el contexto de la controversia pelagiana y atacó su obra por
esta razón. Agustín estudió algunos de los argumentos de Vicente en favor de la naturaleza
corpórea del alma – por ejemplo, la visión que Santa Perpetua tuvo de su hermano muerto,
Dinócrates, que había muerto a causa de una llaga cancerosa en la cara, un hecho que, según
argumentaba Agustín, hablaba realmente contra la opinión de Vicente de que el alma se retira de
las partes dañadas y amputadas del cuerpo (4.18.27) – pero se sintió disgustado por la sugerencia
de Vicente de que Dinócrates había muerto sin bautismo y había sido salvado del infierno por las
oraciones de su hermana (1.10.12) y de que los niños pequeños y otras personas que mueren sin
recibir el bautismo van al paraíso, de donde saldrán para ir al reino de los cielos en la
resurrección (1.9.10; 2.9.13; 2.12.16), una doctrina que ni siquiera la herejía pelagiana había
enseñado (3.13.19). Agustín acentuó su conocido principio de que todos los que nacen en Adán
incurren en la condenación, a menos que vuelvan a nacer de nuevo en Cristo (4.11.16). Es
posible que Agustín no enfocara de forma equitativa los argumentos de Vicente. Vicente trataba
de desarrollar el concepto de un alma corpórea, moldeada por el cuerpo, que era invulnerable, y
no consideraba los efectos de la amputación de una parte del cuerpo sobre semejante alma, tal y
como suponía Agustín. Agustín recibió de él una carta en la que se retractaba de sus opiniones
(retr. 2.56 [82]).
–› Antropología; Orígenes; controversia origenista; alma; traducianismo

BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BA 22:273-376; CSEL 60:303-419; PL 44:475-548; retr. 2. 56 (82)
Traducciones
BAC, III:Naturaleza y origen del alma, trad. M. Lanseros; Dods 12 (2); PN 5; WSA 1/23:465-
561
Estudios
G. O’Daly, “Anima”, AugLex; G. O’Daly, Augustine’s Philosophy of Mind (London), 1919),
160-63; A. Zumkeller, “Anima et eius origine (De)”, AugLex, 1:340-50

GERALD BONNER

Animae quantitate, De (Sobre la magnitud del alma). Agustín escribió De animae quantitate
en Roma, después de su bautismo, probablemente en el año 388. Su correspondencia en el año
414 y 415 con Evodio, que a la sazón era obispo de Uzalis (epp. 158-164 y 169), indica que el
diálogo se basa en conversaciones que tuvieron lugar realmente entre Agustín y su amigo
Evodio, aunque algunos manuscritos presentaban como interlocutor de Agustín en el diálogo a
Adeodato o a la razón. En 1679 los Maurini fueron los primeros en identificar a Evodio como el
interlocutor de Agustín. El diálgo comienza con seis cuestiones, planteadas por Evodio, sobre el
origen del alma, su calidad, su cantidad o magnitud, la razón para su unión con el cuerpo, el
resultado de esa unión, y el resultado de su separación del cuerpo (quant. 1.1). Las dos primeras
cuestiones son tratadas muy brevemente en los párrafos iniciales, y las tres últimas se tocan
únicamente en el párrafo final. Así, pues, la inmensa mayor parte de la obra está dedicada a la
cuestión de la magnitud del alma (3.4-36.80), que es la cuestión de la que recibió su nombre el
diálogo. Pues la finalidad del diálogo, como Agustín mismo dijo, consiste en mostrar que el alma
“no tiene cantidad corporal, pero que es, sin embargo, una cosa magna” (retr. 1.7.1). A Evodio,
que sostenía que el alma parece que no es nada, si no tiene dimensiones corporales – una opinión
parecida a la propia opinión de Agustín antes de que llegaran a sus manos los libros de los
platónicos (conf. 7.1.1) – , Agustín trata de mostrarle que el alma no es algo que simplemente no
es nada, sino que es incluso más valiosa por carecer de tales propiedades (quant. 3.4). Basándose
en el conocimiento que el alma tiene de las formas geométricas, Agustín argumenta que el alma
tiene que ser no-corpórea, definiéndola con un lenguaje altamente platónico como “cierta
sustancia que es partícipe de la razón y que es adecuada para gobernar el cuerpo” (13.22).
Cuando Evodio se pregunta por qué el alma no ha traído consigo algún arte al cuerpo, Agustín
afirma que, en su propia opinión, el alma ha traído consigo todas las artes, y que lo que nosotros
llamamos aprender es simplemente un recordar (20.34). El hecho de que el alma tenga
sensaciones a través de todo el cuerpo conduce a una definición de la sensación que recuerda la
definición de Plotino como “un cambio corporal que por sí mismo no escapa de la conciencia del
alma” (25.48). Volviendo a la mente, Agustín define la razón como la “mirada de la mente”, y el
hecho de razonar, como “el movimiento de esa mirada sobre objetos que han de ser vistos”
(27.53). En 33.70 – 35.79 Agustín presenta siete niveles de la magnitud del alma, que culminan
en los tres niveles de la purificación moral, de la mirada del alma sobre la verdad y de su visión
contemplativa de la verdad, un pasaje que Dom C. Butler describió como “la más cercana
aproximación de San Agustín a una formulación de la teología mística” (1966, 48). En conexión
con el nivel final, Agustín menciona por vez primera en sus escritos la resurrección del cuerpo
(33.76). Finalmente, resumiendo lo que ha dicho sobre la magnitud del alma, Agustín afirma
que, aunque el alma no es lo que Dios es, pero que no hay nada que se aproxime más a Dios que
el alma humana; en realidad, el alma es igual a un ángel (34.77-78).
–› Antropología; alma
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
CSEL 89:131-231; PL 32:1035-80
Traducciones
BAC , 3:La dimensión del alma, trad. E. Cuevas; ACW 9, Trans. J. Colleran (1950):FC 2,
trans. J. J. McMahon (1947)
Estudios
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Schnaubelt, and J. Reino (New York:Peter Lang, 1994), 287-308.

ROLAND J. TESKE, S.J.

Anselmo de Canterbury (1033-1109). Anselmo de Bec y Canterbury vivió en un período


anterior a la recuperación de la mayor parte del corpus aristotélico en Occidente y, por tanto, en
un período en el que la materia de lectura para los especialistas consistía principalmente en
textos bíblicos y patrísticos, con tan sólo una pequeña porción de textos clásicos de carácter
moral, filosófico y literario. Anselmo pasó los diez primeros años de su vida monástica en Bec,
enseñando en la escuela y sumergiéndose en los libros de que podía disponer. Después de la
Biblia, parece que leyó principalmente a Agustín. No sabemos de qué obras disponía en aquella
fecha, pero los catálogos posteriores de la biblioteca de Bec sugieren que disponía de bastantes
escritos de Agustín. Desde luego, lo leía con amor y respeto y recibió de él ideas y conceptos que
ocupan un lugar muy destacado, principalmente en sus primeros escritos.
La deuda indirecta de Anselmo con Agustín es su “sentido” de la manera platónica de
contemplar los problemas clásicos de la filosofía. Como Agustín, Anselmo no tuvo acceso
directo a Platón, pero en tiempo de Agustín había formas de “platonismo” que eran partes
constitutivas de numerosos sistemas filosóficos contemporáneos, y él sentía una simpatía
intelectual natural hacia ellas, simpatía que Anselmo compartía y a la que respondía leyendo los
escritos de Agustín. En De civitate Dei 8 Agustín explora activamente las pretensiones del
platonismo de ser superior a otras filosofías, y las aprueba vigorosamente. Anselmo, ciertamente,
oyó hablar de Platón a través de su lectura de Agustín, y de hecho le menciona en su obra De
grammatica.
La deuda directa de Anselmo a Agustín es sumamente obvia en su primera obra, el
Monologion. El Monologium de Anselmo es el equivalente al De Trinitate de Agustín, y él
mismo señala en su prefacio los lazos existentes entre ambos escritos. En esta obra Anselmo
utiliza varias ideas tomadas del tratado de Agustín, principalmente la idea de que hay una
“trinidad” en el alma humana: la trinidad de la memoria, la inteligencia y el amor (memoria,
intelligentia, amor). Las cuestiones clásicas de una teología cristiana que acepta el platonismo
antiguo de la época tardía, especialmente en lo que respecta a la naturaleza de Dios y a la
Trinidad, eran de renovado interés en los días de Anselmo. Anselmo mismo fue atacado por un
contemporáneo, Roscelin de Compiègne, que afirmaba que tanto Anselmo como su antiguo
maestro Lanfranc habían estado enseñando herejías sobre el tema. Anselmo se defiende en un
carta durante el tiempo en que el Monologion se hallaba por primera vez en circulación, y en ella
dice que él había sufrido muchos reproches por haber seguido a Agustín en lo que éste decía
sobre las personas de la Deidad y sobre la substancia divina. Anselmo señala que los que afirman
tal cosa, no han sabido apreciar la diferencia existente entre el latín y el griego. El latín carece de
un vocabulario adecuado y tiene un uso diferente, lo cual significa que los griegos y los latinos
dicen exactamente lo mismo, aunque utilicen términos diferentes y que al parecer son contrarios
(Anselmo, ep. 83).
Cuando Anselmo hubo acabado el Monologion, se lo envió a Lanfranc para su
aprobación. Lanfranc se demoraba en responder. Y cuando al fin lo hizo, después que le instaran
a ello, fue para criticar el texto por su falta de citas de Agustín y de otras autoridades. Anselmo
volvió a escribirle (ep. 77) para defenderse, afirmando que él no había dicho nada con lo que
Agustín hubiera estado en desacuerdo. Al fin no se decidió a publicar una versión revisada de esa
obra. Menciona específicamente en esa carta el escrito De Trinitate, y lo hace también en una
carta posterior (hacia 1094-1097), dirigida al prior y a los monjes de San Albano, acerca del
diferente uso del lenguaje entre los latinos y los griegos al hablar de la substancia y de las
personas de la Trinidad. El escrito De Trinitate se menciona también expresamente en la obra de
Anselmo titulada Epistola de Incarnatione Verbi 16, donde Anselmo asocia el escrito
agustiniano con su propia obra Monologion. El tema de Anselmo sobre la fides quaerens
intellectum podría tener algunas raíces en Agustín, y Agustín podría haberle proporcionado el
núcleo de la idea de que Dios es lo más grande que puede pensarse, una idea en la que se basa el
argumento ontológico, aunque no tenga la articulación y el impulso de dicho argumento. La
preferencia de Anselmo por la forma del diálogo “socrático” en muchos de sus tratados,
especialmente en los primeros, es posible que haya sido motivada por el deseo de imitar a
Agustín. La teoría de Anselmo acerca de la expiación está influida por De Trinitate 13.
BIBLIOGRAFÍA
G. R. Evans, Anselm (london:Cassell, 1989); H. De Lubac, Augustinism and Modern Théologie
(London, Herder and Herder, 1969); J. Hopkins, A. Companion to the Studi of St. Anselm
(Minneapolis:University of Minnesota, 1972); R. W. Southern, Anselm:A Portrait in a
Landscape (Cambridge:Cambridge University Press, 1993)

G. R. EVANS

Antiarrianos, Escritos. Hasta hace poco los historiadores de la doctrina concebían


generalmente el “Arrianismo” como una textura doctrinal continua que se extendía desde Arrio a
principios del siglo IV hasta Maximino a principios del siglo V. Muchos especialistas suponían
que la teología “arriana” a la que se opuso Agustín, era fundamentalmente de origen griego, ya
procediese de Arrio o bien de Eunomio de Cícico. Los latinos que propugnaban el Arrianismo
estaban repitiendo sencillamente una doctrina que seguía siendo sustancialmente griega en su
carácter. Los oponentes latinos al Arrianismo respondían a una teología que encontraban
sustancialmente en obras griegas (aunque fuera en obras griegas traducidas al latín). El
Arrianismo occidental autóctono, en la forma en que lo profesaban los godos, era
fundamentalmente un problema étnico, no un problema teológico. Sin embargo, estas
suposiciones han demostrado ser insuficientes ante los textos – publicados recientemente – de
escritores occidentales anti-nicenos. Los Scolia Arianna, por ejemplo, contienen escritos de
Paladio de Ratiaria y de un tal Maximino. Los escritos de estos autores revelan una teología
latina que no puede reducirse sencillamente a un pensamiento griego de segunda mano.
Los escritos de Agustín que comienzan – por lo menos – con la segunda década del siglo
V, se ocupan repetidas veces de la teología trinitaria anti-nicena. Los mismos hilos conductores
de la polémica anti-“arriana” (es decir, anti-homoyana) recorren los estratos antiguos del De
Trinitate, varios tratados de la obra In Johannis evangelium tractatus, muchos sermones y, desde
luego, los escritos contra el “Sermón arriano” y contra Maximino. La extensa respuesta de
Agustín a las continuadas expresiones de la teología anti-nicena proporciona el contexto para su
apropiación de las teologías trinitarias latinas del siglo IV (que eran de carácter
predominantemente polémico) y para su propio desarrollo personal de la teología trinitaria
pro-nicena. La manifiesta falta de interés de Agustín por la polémica trinitaria durante la primera
parte de su carrera no tiene por qué ser considerada como prueba positiva de que su mundo
teológico disfrutataba de una paz trinitaria. Su sofisticación como exegeta, especialmente del
Nuevo Testamento, necesitó algún tiempo para desarrollarse, y el debate trinitario fue al menos
un debate por excelencia acerca de la exégesis del Nuevo Testamento. Aunque el De Trinitate
sigue siendo la afirmación trinitaria más señalada de Agustín, sin embargo las raíces de su
respuesta a la teología anti-nicena residen probablemente por vez primera en la adquisición por
parte de Agustín de la sofisticación exegética de la que él da muestras, por ejemplo, en el In
Johannis evangelium tractatus.
Entre las primeras obras de Agustín, los números 16, 23, 37, 50, 60 y 69 de la obra De
diversis quaestionibus son reconocidos comúnmente por los especialistas como reacciones a la
teología “arriana”. Aunque las cinco primeras cuestiones de esta obra tienen carácter formal en
buena parte, sin embargo la cuestión 69 ofrece una sustancial exégesis contraria a lo que se
pretendía deducir del texto de 1 Corintios 15,28 en enunciados que eran de carácter
reconociblemente homoyanos. La datación temprana de esta obra sugiere que, en su tiempo,
Agustín se encontraba ya familiarizado con doctrinas como las de Paladio y las del Maximino de
los Scolia, los cuales se basan, ambos, en 1 Cor 15,28. (Agustín habría encontrado fuentes para
una exégesis pro-nicena de este pasaje en Hilario, Trin. 1 y 9.) Semejante conocimiento del
homoyanismo confirma nuestras expectativas de lo que Agustín encontró en Italia (y
especialmente en Milán) durante la década de los años 380. La visita de Agustín a Italia
coincidió con el período de ascenso de la teología homoyana, principalmente en Milán, donde su
madre participó en la desobediencia civil de Ambrosio en la resistencia ofrecida contra las
pretensiones homoyanas de adueñarse de la basílica de la ciudad. Aunque el Arrianismo era
ilegal en el año 381 en el Imperio de Oriente, vemos que el Homoyanismo no llegó a estar en las
mismas condiciones en Occidente sino en el año 387, y por tanto el Concilio de Aquileya (381)
no puede considerarse con credibilidad como el triunfo de Ambrosio contra el Homoyanismo
occidental, ya que en el año 386 los homoyanos podían abrigar esperanzas en sus pretensiones de
adueñarse de la basílica de Milán. La teología homoyana en Milán se halla representada por
Paladio, que era el adversario de Ambrosio en de fide y que encontró la réplica de Ambrosio en
Aquileya. En unos cuantos fragmentos literarios que se han conservado de Paladio, su teología
acentúa la nota de no ser engendrado como el rasgo distintivo de Dios, de tal modo que sólo el
Padre es verdadero Dios.
Agustín, al leer las obras polémica de Febadio de Agen, Hilario de Poitiers, Mario
Victorino, Eusebio de Vercelli y Ambrosio, habría adquirido ya, a partir de la década de los años
320, algún conocimiento de las doctrinas de Arrio y de Eusebio de Nicomedia. Habría aprendido
también cómo los concilios de fines de la década de los años 350, especialmente el de Sirmio
(357) y el de Arimino (359), figuraban como elementos definidores en la teología occidental
anti-nicena. (Cuando, en la Conlatio cum Maximino Arianorum episcopum, su adversario
pretende que el credo de Arimino del año 359 es la expresión normativa de la teología trinitaria,
Agustín reconoce la pretensión y parece conocer las doctrinas de Arimino.) Sin embargo,
ninguno de estos polemistas latinos pudo haberle proporcionado un conocimiento sustancial de
las teologías griegas anti-nicenas de fines de la década de los años 360, de la década de los años
370 y de la de los años 380. Más tarde, ni siquiera Jerónimo podría proporcionar a Agustín
semejante conocimiento.
Agustín aprendió de los polemistas occidentales que acaban de mencionarse, a aceptar a
Nicea como la pieza central para sus escritos polémicos y, en particular, a considerar la
aceptación del homoousios como el término clave de la doctrina trinitaria ortodoxa. Este uso de
Nicea y de honoousios en los escritos polémicos es congruente con la polémica latina pro-nicena
y con la polémica atanasiana, pero no con la estrategia polémica de los Capadocios y de la
mayoría de los griegos pro-nicenos. (En este aspecto, los presupuestos polémicos de Agustín se
parecen muchísimo a los de Mario Victorino.) La regla exegética de Atanasio de que los pasajes
de los Evangelios que indican debilidad en Cristo deben atribuirse a su humanidad, encuentra un
paralelo latino en el desarrollo anti-homoyano que Mario Victorino e Hilario de Poitiers hacen de
Filipenses 2,5-8: forma Dei, forma servi. La deuda de Agustín a Victorino y a Hilario
(especialmente) está clara; sin embargo, no está claro para los especialistas el grado en el que el
empleo agustiniano de esta regla de exégesis fue determinado fundamentalmente por
motivaciones anti-homoyanas. (Aparte del lugar que ocupa esta regla como la anunciada
canonica regula de la exégesis bíblica en el libro primero de De Trinitate, el texto de Filipenses
2,5-8 figura significativamente en los tres escritos que ordinariamente se agrupan como “anti-
arrianos”. En esos textos es evidente la naturaleza polémica de su condición “canónica”.)
Agustín aprendió también de dos generaciones anteriores de polemistas latinos pro-
nicenos a argumentar contra sus adversarios contemporáneos reduciendo fundamentalmente la
teología trinitaria de ellos a una fase interior del “Arrianismo”. Aprendió también de autores
anteriores la estrategia retórica de situar la teología pro-nicena como un término medio entre los
excesos del Arrianismo, por un lado, y del Sabelianismo, por el otro lado (empleando resúmenos
no históricos de los dos extremos rechazados). Sin embargo, fuera de los clichés de la oposición
contra el Arrianismo y el Sabelianismo, vemos que las atribuciones de autorías que Agustín hace
son de ordinario exactas y pueden ser informadoras: si Agustín atribuye específicamente una
doctrina a Arrio o a Eunomio, entonces dicha doctrina se originó realmente con el autor
especificado. Pero si Agustín se limita sencillamente a decir que una doctrina es “arriana”,
entonces esa doctrina no se originó ni con Arrio ni con Eunomio sino con los homoyanos.
Desgraciadamente, excepto en las obras contra Maximino, vemos que Agustín no identifica a
quién de los homoyanos occidentales está citando y refutando. (Un ejemplo clásico de esto es la
teología “arriana” citada en De Trinitate 5.)
Lo mismo que Hilario, Agustín acepta que la fundamentación bíblica clave para
desarrollar una teología trinitaria plenamente pro-nicena consiste en basarse en el Evangelio de
Juan. Existe una tradición occidental autoritativa para conceder al cuarto Evangelio este carácter
central, basado al menos en la función significativa que tiene el prólogo de Juan en la obra de
Tertuliano Adversus Praxean. Los tres primeros libros de la obra de Hilario titulados de fide (=
De Trinitate) son una reflexión exegética extensa sobre el cuarto Evangelio. Sin embargo, la
autoridad y el testimonio de Juan para la teología trinitaria es invocada tanto por los anti-nicenos
como por los pro-nicenos: pasajes joánicos como 5,19; 14,28 y 17,3 figuran, todos ellos,
como textos autoritativos en favor de la teología trinitaria anti-nicena. Por ejemplo, Jn 14,28
aparece como criterio fundamental para el credo anti-niceno de Sirmio 357 (“la blasfemia de
Sirmio”, como la llama Hilario), y aparece igualmente en los escritos de Auxencio, Paladio y
Maximino. Jn 17,3 influye en Arrio, Aecio y Eunomio en Oriente, y en Paladio y en el
Comentario de las Actas de Aquileya en Occidente.
La atención a la importancia de Jn 5,19, en particular, es un rasgo distintivo del debate
con la teología anti-nicena de la segunda mitad del siglo IV (en cuanto es opuesta a la teología de
Arrio de la primera mitad de dicho siglo). Paladio discute sobre Jn 5,19 con Ambrosio de Milán
en los fragmentos de los Scolia. Agustín menciona varias veces en sus escritos la aserción
anti-nicénica basada en este texto, siendo In Johannis evangelium tractatus 20 el ejemplo más
claro y más fructífero de la forma en que la respuesta de Agustín a la teología anti-nicénica
proporciona el contexto del propio desarrollo de la teología trinitaria pro-nicénica. Agustín
comienza negando que el texto “El Hijo no puede hacer nada por sí mismo” demuestre que el
Padre y el Hijo sean de diferentes substancias y que el Hijo sea inferior al Padre (dos maneras
clásicamente homoyanas de leer el texto). Agustín argumenta luego afirmando que el texto
revela en realidad que las obras del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo son inseparables, y que
todo lo que hace el Padre, lo hace el Hijo. (Una manera anterior de jugar con un argumento
alternativo en favor de la “generación eterna” puede verse en De diversis quaestionibus 37).
Entre otros tratados que refutan o que mencionan al menos la teología “arriana”, se cuentan las
cuestiones 1, 18, 26 y 40.
Finalmente, de cualquier manera que entendamos la cronología, secuencia y estructura
subyacentes al De Trinitate, sigue en pie el hecho de que los siete primeros libros están
formulados, todos ellos, como refutaciones de la teología homoyana (“arriana”). Cuanto más
pronto fijemos la cronología de libros como el primero, el segundo y el quinto, tanto más pronto
situaremos el serio encuentro de Agustín con la teología anti-nicena (anticipando obviamente la
llegada de Maximino). Otros libros de la obra De Trinitate que carecen de una anunciada
intención anti-homoyana, pueden estar interesados, no obstante, en refutar esa teología, porque
vemos que ideas o doctrinas desarrolladas en algunos de los libros posteriores, aparecen como
parte de una polémica anti-homoyana en los escritos de Agustín contra Maximino. Por ejemplo,
la analogía que aparece en De Trinitate 10 entre las tres personas y la memoria, la inteligencia y
la voluntad, es presentada por Agustín en su obra Contra sermonem Arianorum. Está claro
entonces que sus doctrinas trinitarias expresadas en De Trinitate no forman un bloque aparte de
las doctrinas que él desarrolló y expresó en esos otros textos escritos contra la teología anti-
nicena (principalmente, ciertos tratados de In Johannis evangelium tractatus y el Contra
sermonem Arianorum) y que son textos escritos cuando él escribía y revisaba su obra maestra.
Un proceso continuo de reflexión recorre todos esos escritos contemporáneos, un proceso
desencadenado y plasmado por una teología a la que Agustín estaba comprometido a oponerse.
–› Arrio, Arrianismo; Dios; Sermonem Arianorum, Contra; Trinitate
BIBLIOGRAFÍA
BAC, Escritos antiarrianos, vol. 38 .M. R. Barnes, “The Arians of Boock V, and the Genre of
De Trinitate”, JTS 44 (1993):185-95; P. Burns, “Hilary of Poitiers’ Confrontation with
Arianism in 356 and 357”, in Arianism:Historical and Theological Reassessments, ed. Robert
Gregg (Philadelphia Patristic Foundation, 1985;), 287-302; Y. –M Duval, “La présentation
arienne du concile d’Aquilée de 381”, RHE 76 (1981):317-31); A. De Haenens, “De la trace
Hétérodoxe. (Paléo)graphie et histoire de (l’hétéro)doxie dans les travaux de R. Gryson sur les
scolies ariennes du concile d’Aquilée”, Revue Théologique de Louvain 7(1981):212-28; R. P. C.
Hanson, The Search for the Christian Doctrine of God (Edinburgh:T &T. Clark, 1988); C.
Kannengiesser, “La Bible dans les controverses ariennes en Occident”, in Le monde latin
antique et la Bible, Bible de tous les temps, vol. 2, Jacques Fontaine et Charles Pietri ,
directeurs (Paris:Beauchesne, 1985), 543-64; N. McLynn, “The ‘Apollogy’ of Palladius:Nature
and Purpose”, JTS, n. S. , 42 (1991):52-76; M. Meslin, Les ariens d’Occident 335-430
(Paris:Editions du Seuil, 1967); G. Nauroy, “Le fouet et le miel. Le combat d’Ambroise en 386
contre l’arianisme milanais”, RechAug 23(1988):3-86; M. Simonetti, Studi sull’Arianesimo,
(Roma:Editrice Studium, 1965; B. Studer, “Augustin et la foi de Nicée”, RechAug
19(1984):133-54; L. J. Van der Lof, “L’exégèse exacte et objective des théophanies de
l’Ancient Testament dans le ‘De Trinitate’”, Augustiniana 14(1984):485-99; D. H. Williams,
“A Reassessment of the Early Career and Exile of Hilary of Poitiers”, JEH 42 (1999):202-17;
D. H. Williams, “The Anti-Arian Campaigns of Hilary of Poitiers and the ‘Liber Contra
Auxentium””, ChHist 61 (1992):7-22; D. H. Williams, Ambrose of Milan and the End of the
Nicene-Arian Conflicts (Oxford:Oxford University Press, 1995).
MICHEL R. BARNES

Antidonatistas, Escritos
Introducción
Agustín nació en el norte de África y vivió allí hasta la edad de veintinueve años. Durante
ese tiempo sintió poco interés o respeto hacia el cristianismo tradicional de su patria. Su
literalismo conservador y su devoción al obispo Cipriano y a los mártires parece que hicieron
poca mella en él, exceptuado su disgusto por las crudezas de la Escritura cristiana interpretada
literalmente. Agustín abandonó el norte de África para embarcarse en una carrera entre personas
literatas y sofisticadas. Su conversión y bautismo (387) y los primeros meses escasos de su vida
como cristiano tuvieron lugar en Italia, en torno a Milán y Roma. El cristianismo al que él se
había convertido era más sofisticado y filosófico, menos literal y más alegórico que la religión
cuyas influencias había recibido él siendo niño.
Al regresar a su región nativa del norte de África, Agustín se encontró con el Donatismo,
un movimiento religioso que no había dejado huellas significativas en el ambiente cristiano
italiano en el que él había vivido. Existía en Roma una comunidad de donatistas, pero no parece
que Agustín tuviera ningún contacto con ellos. El movimiento donatista se inició al comenzar las
persecuciones de Diocleciano. En los años 311/312 los cristianos cartagineses, que horaban los
sacrificios de los mártires, se negaron a aceptar a Ceciliano, un diácono cartaginés que había sido
elegido como obispo suyo. Su negativa se basaba en las alegaciones de que esa persona había
dejado de prestar ayuda a los confesores encarcelados durante la persecución, y de que uno de
los que le habían consagrado, Félix de Apthugni (El hamma du Djerid, Túnez), había sido un
traditor, es decir, una persona que había entregado las Escrituras a los funcionarios imperiales.
Según la teología donatista, ese pecado tan nefando habría eliminado de la Iglesia al consagrador
de Ceciliano y, por tanto, habría hecho a Félix inhábil para realizar una consagración. A pesar de
las persecuciones imperiales de los donatistas durante los años 317-320 y 346-348, el cisma
continuó hasta los tiempos de Agustín. Los donatistas pretendían representar a la Iglesia pura, no
mancillada por los pecados de los lapsi, de los que habían sucumbido a la presión de cometer
idolatría durante la persecución, o de los que habían sido traditores. En muchos aspectos, eran
semejantes a los rigoristas de Cartago y de Roma después de la persecución de Decio, y a los
melitianos de Egipto. Pero el movimiento donatista perduró mucho más que esos otros
movimientos, y finalmente cayó víctima de sus propios cismas durante la década de los años
390.
Desde los primeros años del presbiterado de Agustín, como sacerdote recién ordenado
para la diócesis de Hipona (391), como predicador itinerante, y durante su propio episcopado
(fue consagrado obispo en el 395 ó 396), Agustín se encontró con los donatistas en debates y en
una guerra de libros y folletos. También tenía contactos con fieles – y titubeantes – católicos, que
recurrían a él para aclarar sus incertidumbres y para que les proporcionara ideas para sus propias
discusiones con sus adversarios. Agustín escribió muchas veces contra los donatistas,
comenzando en el año 392 con su epistula 23 a Maximiano, el obispo donatista de Sinito cerca
de Hipona (Annaba, Argelia), y extendiéndose hasta el año 430, cuando reinició su oposición a
los donatistas con su obra Contra Julianum opus imperfectum (1.10). Paul Monceaux reunió una
lista completa de escritos de Agustín contra los donatistas, incluidas las referencias incidentales
que se habían hecho en cartas y sermones. Esta lista, publicada en 1923, debe completarse con
las cartas y los sermones descubiertos o atribuidos desde entonces a Agustín, incluidas algunas
de las cartas de la colección Divjak.
Las primeras obras de Agustín
Al comienzo de su ministerio en Hipona, el joven sacerdote Agustín se vio ante el
Donatismo como ante un movimiento religioso popular. Los católicos y los donatistas vivían y
trabajaban juntos. Algunas ciudades tenían a menudo dos iglesias, una para cada comunidad. Los
terratenientes erigían capillas para los miembros de ambos grupos que trabajaban en sus tierras.
También las familias contaban entre sus mienbros con fieles de ambas comunidades: católicos y
donatistas. La animosidad entre ambas partes fue aumentando y disminuyendo a lo largo de los
años. Sin embargo, durante el período del presbiterado de Agustín las hostilidades entre los dos
grupos fueron intensificándose. Había terminado el liderazgo moderado y estable del donatista
Parmeniano (obispo de Cartago, 361-391/392). Fueron consagrados obispos más agresivos y
disputadores para las sedes católicas y para las donatistas.
Los católicos y los donatistas desarrollaban sus controversias no sólo en debates públicos,
extensos tratados y eruditos sermones, sino también en folletos y en himnos. Como respuesta a
su visión de las necesidades pastorales, Agustín hizo sus primeros escarceos en la batalla contra
los donatistas con el opúsculo Psalmus contra partem Donati (a fines del 393), un poema poco
elegante pero vigoroso que exaltaba la unidad de la Iglesia. Debió de escribirse como una réplica
a los poemas de Parmeniano, que había proporcionado ya a los donatistas sus consignas. A
continuación inmediata, a fines del año 393 o comienzos del 394, Agustín escribió Contra
epistulam Donati haeretici (obra que se ha perdido).
Los principales tratados
Durante los años que siguieron inmediatamente, Agustín tuvo el tiempo y los incentivos
necesarios para sumergirse en la controversia y en la documentación existente sobre ella. Este
estudio le permitió explorar las cuestiones y afinar sus argumentos contra un movimiento que él
no había llegado a conocer sino recientemente. Escribió Contra partem Donati (obra que se ha
perdido) hacia fines del año 397. Conoció y leyó la obra de Optato, obispo de Milevi (Mila,
Argelia), contra los donatistas, una historia de la controversia completada (al menos en su
segunda edición, hacia el año 385) con un conjunto de documentos sobre su primera historia,
desde sus orígenes hasta los días de Optato. Entre los materiales que se distribuían en la ciudad
donde residía Agustín, había una carta de Petiliano, obispo de Constantina/Cirta (Ksantina,
Argelia) (aproximadamente 395-411), al clero donatista. En la carta el obispo proporciona a sus
sacerdotes y diáconos argumentos verbales para su empleo contra los católicos. Agustín sintió la
necesidad urgente de responder a una parte de esa carta que había llegado a su conocimiento. Su
respuesta se convirtió en el libro primero de la obra Contra litteras Petiliani (a comienzos del
año 400). Leyó también una carta de Parmeniano a Ticonio, un teólogo que vivía en su diócesis
(hacia el año 390); la carta atacaba la postura de este último acerca de la difusión de la
verdadera Iglesia por todo el mundo y sobre la posibilidad que tenían los pecadores dentro de la
iglesia donatista. Cuando Agustín leyó la carta, sus dos personajes principales habían muerto ya.
Sin embargo, Agustín vio que muchas de las ideas de Ticonio eran útiles como fuente para su
ofensiva general contra el Donatismo, Contra epistulam Parmeniani (hacia el año 400). En su
tratado, Agustín atacaba las inconsecuencias de los donatistas. La primera de ellas era su política
de rebautizar. Ellos volvían a bautizar a los católicos que ingresaban en su iglesia. Sin embargo,
no volvían a bautizar a los que ingresaban procedentes de grupos que habían constituido cismas
separándose directamente de los donatistas, como – por ejemplo – los maximianistas. (Los
maximianistas se habían separado del grupo amplio de la iglesia donatista por un desacuerdo
entre el diácono Maximiano y su obispo Primiano, en el año 393.) En segundo lugar, Agustín
hacía hincapié en que los donatistas no podían ser la única iglesia católica verdadera. Ellos no
eran una iglesia unificada, porque habían roto la comunión con iglesias de fuera de África. Su
conducta daba un “mentís” a su pretensión de ser la iglesia santa, porque sus sacerdotes eran tan
pecadores como cualquier otro. Y Agustín acusó a sus adeptos de tomar parte en la violencia de
los “circumceliones”, un movimiento – no rígidamente organizado – de trabajadores agrícolas
migrantes que se alzaban contra el gobierno de los romanos, especialmente en perídos en que se
exigían grandes tributos. En Contra epistulam Parmeniani, Agustín había prometido continuar el
debate sobre su teología del bautismo. En De baptismo (hacia 400-401) cumplió su promesa.
Agustín atacó la práctica donatista de rebautizar y trató de arrebatar a los donatistas la pretensión
de que ellos era fieles discípulos del gran teólogo del bautismo, Cipriano de Cartago. La práctica
de rebautizar, heredada por Cipriano, se había desarrollado en tiempo de Agripino, obispo de
Cartago (hacia el año 220), como respuesta a los bautismos administrados por sacerdotes que se
habían adherido a los montanistas, una secta cuyos creencias trinitarias eran consideradas
deficientes. La opinión africana era que los bautismos montanistas no eran verdaderos bautismos,
porque los seguidores de Montano no creían en la misma clase de Dios que los demás cristianos.
Por eso, los ministros del sacramento no se hallaban dentro de la verdadera iglesia, y los
convertidos procedentes de esa comunidad debían ser bautizados al ser admitidos en
comunidades no montanistas. Durante las persecuciones de Decio y de Valeriano, los
norteafricanos ampliaron esta lógica para aplicarla también a los casos de personas que habían
sido bautizadas por sacerdotes apóstatas, antes de que dichos sacerdotes se hubieran reintegrado
a la comunidad cristiana. Los donatistas ampliaron esta tradición, al considerar que el clero
católico era cismático (por reconocer al obispo indebido) o herético (por profesar una teología
descaminada en cuanto a los ministros de los sacramentos) o apóstatas (por cooperar con los
romanos y perseguir a los donatistas). Por eso, los convertidos procedentes de iglesias católicas
tenían que ser bautizados de nuevo al ser admitidos en la verdadera iglesia (es decir, en la iglesia
donatista). La respuesta de Agustín fue doble. En primer lugar, él negó que un ministro, al pecar,
perdiera la facultad para bautizar. En segundo lugar, relativizó la importancia del ministro del
sacramento, considerándolo como instrumento de la gracia del sacramento, y no como fuente de
dicha gracia.
Cuando se hallaba preparando la publicación de la obra De baptismo, Agustín consiguió
una copia completa de la carta de Petiliano y escribió el libro segundo de la obra Contra litteras
Petiliani (401). La respuesta – muy cuidadosa – de Agustín iba citando a Petiliano línea por línea
y ofrecía una vigorosa defensa de la doctrina católica. En general, cuando Petiliano había
interpretado literalmente la Escritura, Agustín presentaba una exégesis alegórica o anagógica.
Asestó un duro golpe al separatismo donatista, analizando profundamente los casos en que la
Biblia exige la separación. Agustín sostenía que los textos, lejos de patrocinar una religión
sectaria que separase físicamente en esta vida a los miembros buenos de la Iglesia de las
personas pecadoras, proporcionaban una orientación para que los individuos evitaran el pecado
en la vida cotidiana y un criterio para la separación entre los buenos y los malos al fin del
mundo.
Volviendo a las cuestiones suscitadas en De baptismo, Agustín escribió Contra quod
adtulit Centurius ad Donatistas (una obra que se ha perdido) hacia el año 400. Al final del año
siguiente, compuso Ad catholicos fratres, obra conocida también como De unitate ecclesiae.
Agustín dirigió este tratado, que es más bien una carta, a sus hermanos en el episcopado. Servía
de manual para argumentar contra las pretensiones de los donatistas de que ellos eran la
verdadera iglesia. Agustín enfocó las cuestiones como lo habría hecho un retórico clásico.
Comenzó con la definición del término “católico”, kaqôlon. Significaba que la Iglesia estaba
esparcida por el mundo entero. Encontraba sus pruebas en las palabras de las Escrituras que los
donatistas mismos habían salvado de las llamas durante las persecuciones de los años 303-305.
Les invitó luego a que leyeran atentamente el libro que ellos amaban tanto. Comenzando con la
promesa de Dios a Abrahán de que sus descendientes se esparcirían por toda la tierra (Gn 22,16-
18), recalcaba que el Donatismo no era un movimiento universalista sino sectario, que volvía las
espaldas a las demás iglesias, incluso a las mencionadas en la Biblia. Sin embargo, la Iglesia
Católica, fiel a su nombre, mantenía su comunión con las iglesias de allende los mares. Además,
conservaba el vínculo de la caridad, sin el cual la pureza doctrinal y la ética serían inútiles.
Finalmente, como respuesta a las quejas de los donatistas de que la unidad había sido impuesta
por la fuerza por el poder estatal, Agustín comenzaba su defensa del uso del poder civil. En este
enfoque inicial, acentuaba que algún grado de persecución era justificable por la necesidad de
salvaguardar el orden y de reformar a los malos. Desarrolló más plenamente su defensa del poder
civil en la epistula 185 (De correctione Dontistarum), escrita al Conde Bonifacio, que estaba
encargado de aplicar las leyes imperiales contra los donatistas (417). En esta carta defiende
Agustín el poder educador de una conducta impuesta por la ley.
Poco después de terminar Ad catholicos fratres, por lo menos antes de agosto del año
402, Agustín recibió un ejemplar de la respuesta de Petiliano a los libros primero y segundo de
Contra litteras Petiliani, y escribió el libro tercero del tratado. En este libro, centrado en un
llamamiento a los católicos, Agustín abordó la cuestión que más claramente identificaba al
Donatismo, la pretensión de que hay que examinar la santidad del ministro del sacramento para
que puedan quedar perdonados los pecados de la persona que es bautizada. La postura de los
donatistas podría expresarse así: “Tú no puedes dar lo que no tienes”. La respuesta de Agustín
preguntaba cómo era posible conocer el alma del ministro del sacramento. Si los donatistas
retiraban y excluían como bautizadores únicamente a aquellos clérigos que habían sido
reprendidos públicamente o excomulgados, Agustín pretendía que esto les obligaba a confiar en
la reputación, una guía que no es más segura que el conocimiento personal que el bautizando
tiene del alma del ministro. Insistió más todavía en el tema suscitando la cuestión acerca de los
que habían sido bautizados en el cisma maximianista. Maximiano y sus seguidores habían sido
condenados formalmente por un concilio donatista reunido en Bagaï en el año 394. Después de
su condena, siguieron ejerciendo sus ministerios pastorales con sus respectivas comunidades.
Cuando los que habían sido bautizados por los maximianistas regresaban a la grey donatista, no
eran bautizados de nuevo como lo eran los católicos. Esta tolerancia de los hijos espirituales de
obispos excomulgados parecía invalidar también la pretensión donatista de ser la iglesia pura.
Agustín pasó luego a hablar de un tema favorito de los donatistas: los mandamientos bíblicos en
los que se ordena mantenerse separado de los pecadores, y los interpretó, no literalmente (como
hacían los donatistas), sino espiritualmente. El libro final de Contra litteras Petiliani está repleto
de noticias de que las conversaciones entre Petiliano y Agustín degeneraban a menudo en
ataques personales. Estos ataques verbales recordaban las declaraciones partidistas que se
intercambiaban entre ambas partes para defenderse.
Entre el 12 de febrero y el 5 de marzo del año 405, en respuesta a la solicitud de los
católicos y para apaciguar los alborotos generales que se estaban produciendo en el norte de
África, el emperador Honorio publicó una serie de edictos conocidos colectivamente como los
Edictos de la Unidad. Aunque estos edictos parecían ser lo suficientemente severos para poner
fin a las diversas apologías públicas del Donatismo, sin embargo la guerra de palabras continuó.
La respuesta donatista atacaba directamente a los católicos e iba dirigida a sus propios
partidarios. Poco después que Agustín hubiera escrito su libro primero de la obra Contra litteras
Petiliani, un gramático donatista, Cresconio, leyó el opúsculo y publicó su propia defensa de su
obispo. No es probable que fuera una obra destinada para ser leída por Agustín, sino que estaba
concebida más bien para su distribución entre los donatistas. Sin embargo, Agustín consiguió un
ejemplar del opúsculo, y hacia fines del año 405 publicó su propia respuesta en cuatro libros,
Contra Cresconium. La amplitud misma de su respuesta indica la seriedad con que aceptó el
desafío de un laico, que era además un gramático. Agustín mismo había sido retórico de la corte,
y el desafío pudo parecerle atractivo. En su tratado atacaba el fundamento mismo de la “razón de
ser” de los donatistas. El punto débil de cualquier argumento en favor de la existencia de la secta
donatista era el trato que ellos habían dado al cisma maximianista. Si los donatistas enseñan que
la maldad de una persona contagia a otras, el hecho de que los maximianistas hubieran estado
entre ellos, los había infectado a todos. Su reconocimiento del bautismo maximianista echaba por
tierra su negativa a aceptar el bautismo católico. Finalmente, su propia persecución de los
maximianistas invalidaba su pretensión de que ellos eran la verdadera iglesia, es decir, la iglesia
perseguida, ya que ellos mismos se habían convertido en perseguidores.
Hacia el año 410, uno de los amigos de Agustín le hizo llegar un influyente opúsculo
donatista, que él había recibido de un sacerdote de la secta. Aunque Agustín no identificó nunca
al autor del folleto, los testimonios internos inducen a la mayoría de los especialistas a pensar
que el autor había sido Petiliano. Parece que la obra había afirmado que no existía más que un
solo bautismo, y que ese bautismo podía recibirse únicamente en la iglesia donatista. El autor del
opúsculo echaba en cara a Agustín las doctrinas y prácticas católicas. Si los católicos reconocían
el bautismo donatista y no rebautizaban, estaba bien clara la consecuencia de que no había más
que un solo bautismo, y de que éste se hallaba en manos de los donatistas. Como respuesta,
Agustín escribió De unico baptismo a fines del año 410 o principios del 411. En este tratado no
hacía frente a nuevos ataques, sino que escribía clara y concisamente. Su respuesta contenía una
nueva defensa de la postura católica, denominada también la regla apostólica, la regula
apostolica. Él la llamaba también la regla de la verdad (regula veritatis) y la regla eclesiástica
(regula ecclesiastica). Se basaba en la enseñanza paulina de que al único Dios verdadero podía
conocérsele también y adorársele fuera de los confines de la Iglesia (Rom 1,21-23).
Históricamente los cristianos habían reconocido y aprobado los aspectos positivos de las
religiones no cristianas (por ejemplo, Hechos 17,23; Justino, Apología I 46 y Apología II 10), al
mismo tiempo que aconsejaban la conversión. La aplicación contemporánea del principio era la
aceptación católica del bautismo donatista como un sacramento, pero se animaba a los donatistas
a ingresar en la verdadera Iglesia y a recibir los frutos del bautismo. En su contraataque, Agustín
acometía contra la creencia donatista de que los pecados de una persona pueden manchar a las
personas asociadas con ella en la misma iglesia. Atacó, además, la práctica de los donatistas de
rebautizar. Golpeando el corazón mismo de su teología, Agustín utilizó las acciones mismas de
quien ellos consideraban su campeón, Cipriano, para demostrar lo absurdo de las creencias
donatistas. Aunque Cipriano rebautizaba a los apóstatas que volvían al redil después de las
persecuciones bajo el reinado de Decio, su colega en Roma, Esteban, no lo hacía. Si Estaban se
negaba a rebautizar, entonces – según los principios donatistas – se habría apartado de la
verdadera fe. Si esto fuera verdad, Cipriano no se hubiera asociado con él. Habría roto la
comunión con él. Sin embargo, Cipriano no rompió con Esteban porque valoraba – así
argumentaba Agustín – la unidad y la paz. Si Cipriano hubiera permanecido en comunión con un
pecador, entonces también él, Cipriano, se habría apartado de la fe, y la Iglesia del siglo III
habría perecido por completo, no dejando a los donatistas raíces históricas o teológicas. Sin
embargo, como los donatistas pretendían que ellos eran la iglesia, la alternativa era que la
negativa de Esteban a rebautizar no mancilló a Cipriano. Entonces, lógicamente, el volver a
bautizar no se exigía durante el siglo III, y no debía exigirse tampoco en tiempo de Agustín. En
realidad, sobre la necesidad de volver a bautizar, tanto Cipriano como los donatistas estaban
equivocados. Sin embargo, Cipriano tuvo la sabiduría de aceptar la práctica alternativa de la
iglesia romana y de perseverar en la unidad y en la caridad.
Antes de que finalizara el año, Agustín volvió al tema de atacar a sus adversarios por la
práctica seguida por ellos con los cismáticos que regresaban al donatismo. Su tratado sobre esta
cuestión, De Maximianistis, no se conserva.
La Conferencia de Cartago y sus consecuencias
Después de cinco años de aplicarse la legislación anti-donatista, los emperadores Honorio
y Arcadio suspendieron temporalmente la leyes en el año 410 y convocaron a ambas partes para
una conferencia que habría de celebrarse en Cartago en el año 411. La reunión no pretendía ser
un concilio eclesiástico, aunque era una reunión de obispos. Fue realizada como una
investigación imperial y trataba de poner fin a las rivalidades dentro del cristianismo y acabar de
una vez para siempre con el cisma entre la parte donatista y y la parte católica. Los obispos se
reunieron tres veces en el curso de una semana. Sus delegados, siete por cada parte, se
enzarzaron en acalorado debate sobre los orígenes del cisma y sobre sus divergentes
eclesiologías. Los discursos de apertura y de clausura, pronunciados por el presidente, Conde
Flavio Marcelino, no dejaron lugar a duda de que el gobierno imperial favorecía a la parte
católica y estaba dispuesto a aplicar de nuevo la legislación anti-donatista.
Se publicaron las actas íntegras de la conferencia, pero su extensión debió de retraer a
muchos lectores. Agustín publicó su propio resumen de la conferencia en el Breviculus
conlationis cum Donatistis dentro de los seis meses aproximados que trascurrieron desde la
conferencia. Siguiendo el orden de las actas, Agustín expuso los principales temas de discusión,
según se fueron debatiendo en la conferencia. Se había encargado a las partes que discutieran
acerca de los orígenes del cisma. Los donatistas seguían pensando que tenían garantías bíblicas
para separarse de los sucesores eclesiásticos de aquellos que habían cooperado con los romanos
durante la persecución bajo el reinado de Diocleciano. Mantenían su postura de que los pecados
de una persona pueden afectar a la salud espiritual de otras. No generalizaron acerca de los
pecados, pero se centraron en las culpas eclesiológicas y las consideraron como contagiosas.
Agustín intentó con algún éxito que la discusión se trasladara del nivel personal al nivel
institucional. Él y los de su parte sostenían que los pecados de un individuo no causan daño
directamente a otros y mucho menos a la Iglesia misma. Atacó también al separatismo donatista
como infiel a las tradiciones bíblicas y a las tradiciones de Cipriano.
En la composición de su resumen, Agustín no se limitó simplemente a extractar las actas.
Insertó también en el resumen comentarios propios del editor. Su Breviculus conlationis
presentaba a los donatistas como adversarios retóricos poco dignos, acusándoles de utilizar
argumentos ad hominem y recriminaciones personales (brev. 3.6.7) en vez de alegar hechos.
Cuando los donatistas pidieron a Marcelino que determinara quién era el acusador y quién era el
acusado, una maniobra necesaria para su estrategia retórica y jurídica, Agustín caracterizó la
cuestión suscitada por ellos como “dilatoria” (2.2.2). Ridiculizó también el uso que ellos hacían
de los testimonios documentales que resultaban perjudiciales para su propia causa. Afirmó que
esa utilización los dejaba convictos de maldad, y no tenía nada que ver con el asunto que se traía
entre manos (3.13.25). Su informe de la reunión fue una reconstrucción de los hechos que
influyó por diversas razones. En primer lugar, la brevedad de su exposición no deja de ser un
poderoso aliciente. Tiene una extensión aproximada del 20% de las actas de la conferencia que
se conservan. En segundo lugar, su informe es el único testimonio de las horas finales del debate,
ya que las partes finales de las actas taquigráficas se perdieron. En tercer lugar, Agustín era un
escritor persuasivo y contundente que sabía presentar el sentido de los acontecimientos que iba
resumiendo. Por su índole misma, las actas no eran capaces de lograr tal cosa. Finalmente, los
católicos fueron los que llevaron las de ganar y los que recibieron la ayuda imperial al publicar
su informe de los incidentes. Por tanto, el resumen elaborado por Agustín sigue siendo la
interpretación normal hasta el día de hoy.
Agustín debió de pensar que el género de los resúmenes imponía muchas limitaciones,
porque durante los meses que siguieron a su Breviculus, probablemente a comienzos del año 412,
escribió un análisis más extenso de las cuestiones suscitadas en la conferencia. Este tratado,
Contra Donatistas post conlationem, sirvió también para contrarrestar la propaganda donatista
publicada al año siguiente de la conferencia. El carácter, más bien oficioso, de la obra permitió
que Agustín se burlara de las estrategias de los donatistas durante la conferencia, y que acusara a
los oradores donatistas de proporcionar pruebas en favor de la postura católica por la ineptitud de
que dieron muestras al manejar los materiales bíblicos y de los archivos.
Los años finales de la lucha antidonatista
En los años que siguieron al 412, Agustín fue volviendo gradualmente su atención y sus
energías a la lucha contra Pelagio y sus seguidores y a la tarea de escribir su magna obra: De
civitate Dei. Sin embargo, cuando se presentaba la ocasión de discutir con dirigentes donatistas y
de predicar en sus comunidades, él aprovechaba de buena gana tales ocasiones. Una de ellas tuvo
lugar en el otoño del año 418, cuando el obispo Zósimo de Roma le pidió que predicara en
Cesarea (Cherchell, Argelia), la capital de Mauritania. El obispo donatista de la ciudad era
Emérito. Él y Agustín se habían conocido mutuamente durante algún tiempo. Agustín le había
escrito en el intervalo de tiempo entre los Edictos de la Unidad y la Conferencia de Cartago (ep.
87, entre los años 405 y 411). Ambos fueron delegados de sus respectivas partes en la
conferencia. Agustín le había escrito de nuevo hacia el año 416 en una obra que se ha perdido,
Ad Emeritum episcopum Donatistarum post conlationem. Cuando Agustín llegó a la ciudad de
Emérito, predicó el Sermo ad Caesariensis ecclesiae plebem. Era un llamamiento dirigido a los
corazones de las personas que le escuchaba para que ingresasen en la Iglesia Católica. En el
sermón, Agustín recordó sus enseñanzas, expuestas en De baptismo, sobre la validez pero
ineficacia de los sacramentos donatistas y trató de refutar la propaganda donatista acerca de los
debates sostenidos en la conferencia. Agustín atacó específicamente las posturas de Emérito,
pero lo hizo de una forma que afirmaba lo más posible las creencias correctas de la comunidad, y
los invitaba con fina sensibilidad pastoral a que estuvieran de acuerdo con Agustín acerca de la
disputa.
Emérito cometió el error de aceptar la invitación de Agustín para entablar un debate. Dos
días más tarde, una comunidad – ablandada ahora por el sermón irénico de Agustín – vio cómo
su obispo se hundía ante sus propios ojos. El discurso de Agustín, que se conserva en los Gesta
cum Emerito, supo aprovechar el papel desempeñado por Emérito en la sentencia aprobada en
Bagaï en el año 394 acerca del cismático Maximiano y de sus partidarios. Los donatistas del
tiempo de Agustín prestaban buena acogida a los que regresaban del cisma maximianista sin
imponerles la obligación de rebautizarse. Conocían personalmente a Maximiano. Le condenaban
con virulencia. Él vivía aún. Pero sus seguidores podían reintegrarse fácilmente a la iglesia
donatista. Si la asociación con Maximiano no los había corrompido, preguntaba Agustín, ¿por
qué Emérito creía que la comunión con los sucesores eclesiales de Ceciliano corrompía, en esta
fecha tardía, a los católicos en el norte de África y en el resto del mundo? Después de todo,
Ceciliano fue exculpado por tribunales eclesiásticos y por el emperador. Los católicos de los días
de Agustín no le conocían personalmente. Además, Ceciliano había muerto hacía algunas
décadas. Su obispo Emérito fue incapaz de dar una respuesta coherente.
Agustín volvió a escribir extensamente contra los donatistas. Lo hizo en respuesta a la
solicitud del tribuno Dulcicio. Éste había sido enviado al norte de África para comenzar a exigir
el cumplimiento íntegro de toda la legislación anti-donatista. Hizo pública su intención por todo
el norte de África. Como respuesta a la amenaza, el obispo donatista Gaudencio se atrincheró en
su iglesia de Thamugadi (Timgad, Argelia) y envió dos cartas al tribuno, amenazándole con
inmolarse a sí mismo e inmolar a su comunidad. La respuesta de Agustín, Contra Gaudentium
(hacia el año 420), resumía muchas de las cuestiones de toda la controversia. Se negó a conceder
a los donatistas el título pretendido por ellos de ser “mártires”, porque no estaban sufriendo por
una causa justa. De manera semejante, Agustín desaprobó la pretensión de los donatistas de ser
los herederos de Cipriano. El amor de Cipriano hacia la unidad contrastaba demasiado
intensamente con el separatismo donatista. Finalmente, Agustín justificaba el empleo de la fuerza
imperial para hacer que los donatistas regresaran a la gran Iglesia. Es verdad que esto se hacía en
contra de la voluntad de ellos, pero la voluntad podía re-formarse (cf. ep. 149). Agustín valoraba
la salvación eterna del alma por encima de los sufrimientos temporales del cuerpo.
Durante estos años finales de sus campañas contra los donatistas, las obras de Agustín no
muestran novedades. Su preocupación por la teología pelagiana, sus inquietudes pastorales por el
acercamiento de los Vándalos y su redacción de la obra De civitate Dei constituyeron los
intereses prioritarios. En lo que concernía a los católicos, las cuestiones estaban resueltas. No
quedaba por examinar nada sustancial. Cuando le instaban a hacerlo, Agustín se limitaba a
responder a invitaciones específicas.
–› Donato, Donatismo
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BAC 32, 33, 34 con traducción española :Escritos antidonatistas; Oeuvres de Saint Augustin,
Lettres 1-29*, BA 46B con traducción francesa de J. Divjak (Paris:Desclée de Brouwe, 1987);
Oeuvres de saint Augustin, Traités Anti-Donatistes, vols. 1-5 con traducción francesa de G.
Finaert y notas de varios autores, BA, 28-32 (Paris: Desclée de Brouwer, 1964-1968); Sancti
Aurelii Augustini Scripta contra Donatistas, ed. M. Petschenig, CSEL 51-53 (vienna:Tempsky;
Leipzig:Freytag, 1908-10

Estudios
G. Bonner, Saint Augustine of Hippo (Philadelphia:Westminster, 1963); Brown, 1969; M. A.
Cenzon Santos, The Baptismal Ecclesiology of St Augustine:A Theological Study Based on His
Anti-Donatist Letters (Roma: Athenaeum Romanum Sanctae Crucis, 1990); Y. M. –J Congar,
“Introduction generale”, in Oeuvres de Saint Augustin, BA 28:7-133; Crespin, 1965; A. C. De
Veer, “L’exploitation du schisme maximianiste par saint Augustin dans la lutte contre le
Donatisme”, RechAug 3 (1965):219-37; W. H. C. Frend, The Donatist Church
(Oxford:Clarendon, 1952; repr. 1985); E. Lamirande, “Un siècle et demi d’études sur
l’ecclésiologie de saint Augustin”, RETAug 8 (1962):1-125; Markus, 1970/1989; Monceaux,
vols. 4, 6 y 7; G. Willis, St Augustine and the Donatist Crisis (London:SPCK, 1951)

MAUREEN A. TILLEY

Antimaniqueos, Escritos. Las obras de Agustín constituyen nuestra principal fuente latina
de información sobre el Maniqueísmo. Esto se debe no sólo a la profusión de sus escritos anti-
maniqueos, sino también al hecho de que Agustín, a diferencia de cualquier otro adversario,
profesó esa religión durante diez años. Por este motivo, Agustín sigue siendo el autor más digno
de crédito de todos los que en el mundo antiguo escribieron contra el Maniqueísmo.
Todo hace pensar que Agustín estaba genuinamente comprometido con esa religión,
cuando por vez primera la abrazó. El atractivo que sentía hacia el Maniqueísmo parece que se
debía a varios factores: los maniqueos le ofrecían lo que parecía ser una explicación y una
solución convincentes del problema del bien y del mal; prometían la salvación y la oportunidad
de vivir una vida moral sin que él tuviera que cambiar su estilo de vida, ya que la salvación y sus
más estrictas obligaciones podían aguardar hasta que él regresara de la muerte como un elegido;
acentuaban la primacía de la razón sobre la autoridad (principalmente sobre la autoridad de la
Biblia, con la que el joven Agustín tenía no pequeñas dificultades); y, no obstante, “el nombre de
Jesús estaba constante en labios de ellos” (conf. 3.6.10). Por tanto, al abrazar el Maniqueísmo,
Agustín pensaba que estaba adhiriéndose a una versión del cristianismo que era mejor que la que
él había conocido durante su infancia.
En su Indinculus (inventario) de los escristos de Agustín, Posidio de Calama es el
primero en enumerar los escritos anti-maniqueos. La confección de esta lista está justificada por
dos razones: el Maniqueísmo es el primer grupo religioso que Agustín se fijó como objetivo;
pero, además, el vivo deseo de Agustín de demostrar que él mismo no era maniqueo se halla
virtualmente detrás de todo lo que él escribió, ya fuera su adversario identificado explícitamente
como maniqueo o no. Los escritos contra Manicheos, tal como se hallan inventariados por
Posidio, se sitúan – todos ellos – dentro de los primeros veinte años de la actividad literaria de
Agustín. Son los siguientes: De moribus ecclesiae catholicae et de moribus Manicheorum, De
duabus animabus, De libero arbitrio, Acta contra Fortunatum Manicheum, De Genesi adversus
Manicheos, Contra epistulam Manichaei quam vocant fundamenti, Contra Adimantum, dieciséis
cuestiones de De diversis quaestionibus, Contra Secundinum Manicheum, Contra Felicem
Manicheum, De natura boni, Contra Faustum Manicheum, y epistula 140 (o De Gratia Novi
Testamenti).
Por eso, la lista omite otros tratados que ciertamente se refieren a los maniqueos, aunque
de manera menos explícita (De vera religione, De utilitate credendi, De continentia, De agone
Christiano, y Contra adversarium legis et prophetarum), y algunas cartas (por ejemplo, epp. 79
y 236), así como algunas homilías (como s. 1, 2 y 237). No olvidemos tampoco el capítulo sobre
el Maniqueísmo en De haeresibus 46, acabado poco antes de la muerte de Agustín. Por tanto,
aunque los escritos que se ocupan entera o principalmente del Maniqueísmo van desde De
moribus ecclesiae catholicae et de moribus Manicheorum, comenzado en el año 387, hasta
Contra Secundinum Manicheum, acabado después del año 404, sin embargo podemos afirmar
que la actividad anti-maniquea de Agustín se extiende virtualmente a través de toda su carrera
literaria.
Si hay alguna idea fundamental que impregna todas las refutaciones que Agustín hace del
Maniqueísmo, esa idea es lo absurdo que resulta pensar que Dios es vulnerable. La cuestión fue
suscitada ya por la primerísima obra anti-maniquea de Agustín (mor. 1) y recibe especial
antención en otras partes, por ejemplo, en De natura boni. La refutación brota de la creencia de
que Dios no es – en modo alguno – corpóreo, una noción que Agustín había tenido antaño gran
dificultad para aceptar. La naturaleza de las enseñanzas maniqueas significa que Agustín no sólo
debe abordar la cuestión de la naturaleza divina, sino también las de la naturaleza del bien y del
mal, de la relación de Dios con el mundo, de la composición del hombre y la cuestión del
proceso de la redención. Así que él debe abordar las doctrinas maniqueas en diversos niveles:
teológico, exegético, cosmológico, antropológico y moral. En estas esferas Agustín sigue siendo
una valiosa información para nuestro conocimiento del Maniqueísmo, ya que las obras que se
conservan de este movimiento religioso son principalmente de carácter litúrgico o catequético.
¿Hasta qué punto es fiable la descripción que hace Agustín del sistema de Mani? Sobre el
fundador mismo, él nos dice muy poco, exceptuadas unas pocas líneas en De haeresibus 46. Más
aún, como oyente, él no habría tenido acceso a todas las doctrinas de la religión (así lo admite en
duab. an. 12.16), aunque él habría tenido que aprender un catecismo fundamental y habría
participado únicamente en las reuniones abiertas a los miembros “laicos” (c. Fort. 3). Después de
hacerse católico, Agustín aprendió más, mediante discusiones con los mismos maniqueos,
escuchando a personas que habían abandonado aquella religión, y leyendo escritos maniqueos
que llegaban a sus manos. Con frecuencia se refiere a diversos aspectos de las doctrinas y
prácticas maniqueas (de las cuales aparece un resumen muy útil en ep. 236), cuando escribe
contra ellas o cuando entabla discusiones públicas con sus representantes. No hay razón para
pensar que él, en tales ocasiones, interpretaba deliberadamente de manera errónea el
Maniqueísmo, aunque uno de sus fines era el de convertir a los maniqueos y moverles a que
abrazaran sus propios puntos de vista. De lo contrario, habría sido fácil para los maniqueos el
señalar dónde estaba tergiversada la descripción que Agustín hacía de la religión de ellos,
acusándole entonces de mentir. Sin embargo, hay ejemplos en lo que parece que él entendió
erróneamente: la teoría de las “dos almas” parece que es uno de esos casos (véase Duabus
animabus, De). Sin embargo, parece que en general la descripción que él hace del Maniqueísmo
es correcta, en cuanto a la versión que él conoce de dicha religión. Agustín sigue siendo, por
tanto, una fuente importante para el estudio de la religión misma, y para saber cómo fue
combatida por los cristianos del mundo antiguo.
Lo mismo que otras categorías de sus escritos, las obras anti-maniqueas de Agustín
tuvieron una larga historia en el cristianismo occidental. Algunos especialistas piensan incluso
que los “maniqueos” medievales (especialmente los cátaros) dedujeron sus ideas, no
directamente de los maniqueos, sino de las doctrinas expuestas por Agustín en sus tratados. Por
exacto que sea este punto de vista, continúa siendo verdad que los lectores han creído a lo largo
de los siglos que Agustín siguió ofreciendo una valiosa perspectiva de las ideas con arreglo a las
cuales se creía vivir en una forma o en otra, después de su propio tiempo.
Por todo ello, este grupo de tratados agustinianos ha recibido poca atención por parte de
los especialistas. Es cosa curiosa, porque es difícil considerar el pensamiento agustiniano sin
hacer referencia a sus antecedentes maniqueos. Sin embargo, el interés se intensificará, sin duda
alguna, cuando la atención se centre más en los productos literarios del propio Maniqueísmo.
–› Mani, Maniqueísmo
BIBLIOGRAFÍA
BAC,30, 31:Escritos antimaniqueos, F. Cayré y F. Van Steenberghen, Six traités anti-
manichéens, BA 17(Paris:Desclée de Brouwer, 1961); J. K. Coyle, Augustine’s “De Moribus
Ecclesiae Catholicae”:A Study of the Work, Its Composition and Its Sources, Paradoxis 25
(Fribourg, Switz. :University Press, 1978); J. K. Coyle et al. , “De moribus ecclesiae
catholicae et de moribus Manichaeorum” “De quantitate animae” di Agostino d’Ippona,
Lectio Augustini 7 (Palermo:Edizioni “Augustinus”, 1991); C. Douais, “Augustin contre le
manichéisme de son temps”, Revue Thomiste 1 (1893):393-426; 560-76; 2 (1894):205-28, ;
516-39; 3 (1895):44-60;S. R. Hopper, “The Anti-Manichen Writings”, In A Companion to the
Study of St. Augustine, ed. R,. W. Battenhouse (New York:Oxford University Press, 1995),
148-74; J. P. Maher ,Saint Augustine’s Defense of the Hexaemeron against the Manichaeans
(Roma:Universitas Gregoriana, 1946); C. P. Mayer, “Die antimanichäischen Scchriften
Augustins:Entstehung, Absicht und kurze Charakteristik der einzelnen Werke unter dem aspekt
der darin verwendeten Zeichentermini”, Augustinianum 14(1974):227-313; A. A Moon, The
“Natura Boni” of Saint Augustine:A Translation with an Introduction and Commentary,
Catholic University Press of America, 1995); NBA 9, 13, y 14; G. Pelland et al. , “De Genesi
contra Manichaeos” “De Genesi ad litteram liber imperfectus” di Agostino d’Ippona, Lectio
Augustini 8 (Palermo:Edizioni “Augustinus”, 1992); J. Rickaby, The Manichees as Saint
Augustine Saw Them (london:Burns, Oates, and Washbourne, 1925); J. Ries, “La bible chez
Saint Augustin et chez les manichéens”, RetAug 7(1961):231-43; 9, (1963):201-15;
10(1964):309-29; D. Roché, “Saint Augustin et les manichéens de son temps”, Cahiers
d’Études Cathares 1 (1949):21-50; reprint, Cahiers d’Études, 40e année, 2e série, nº 121
(1989):3-33 y in Cathares, Études Manichéennes et Cathares (Aude:Arques, 1952), 57-86; A.
Wilmart, “Opereum Augustini elenchus a Possidio eiusdem discipulo Calamensis episcopo
digestus. . . “, MA, 2:149-233

J. KEVIN COYLE

Antipelagianos, Escritos
Antecedentes: la formación teológica de Agustín
Cualquier evaluación de los escritos anti-pelagianos de Agustín debe tener en cuenta dos
características relacionadas con su composición. En primer lugar, esos escritos, aunque
condicionados por una teología consecuente, son – como la mayoría de sus obras – escritos
ocasionales, compuestos cuando y en la medida en que un individuo o una ocasión particular los
requería. Según iba desarrollándose la controversia, se producía un cambio, no de doctrina sino
de énfasis, caracterizado por una dureza cada vez mayor en la exposición. Agustín, en sus
últimos años, no estaba dispuesto a hacer concesiones, ni siquiera a aquellos a quienes él
respetaba, como los semipelagianos de Marsella. En segundo lugar, a lo largo de toda la
controversia, Agustín se consideraba a sí mismo como defensor de la doctrina tradicional – las
enseñanzas de la iglesia africana, que él creía ser las del cristianismo – corroboradas
personalmente para él por una iluminación experimentada al comienzo de su episcopado, cuando
escribía a Simpliciano de Milán, que había disipado todas sus anteriores dudas y concesiones, y
que le había dejado inalterablemente convencido de la omnipotencia de Dios y de la total
incapacidad de la naturaleza humana, incluso en el paraíso antes de la caída, para hacer cualquier
bien sin la ayuda de la gracia que la capacitase para hacerlo.
La teología de la que Agustín se consideraba a sí mismo defensor, se había expresado en
la condenación de Celestio en Cartago en el año 411 (gr. et pecc. or. 2.2.2 – 2.4.3; Mario
Mercator, Commonitorium super nomine Caelestii 1.1, edic. de Schwartz, ACO 1,5, p. 66).
Celestio había sido acusado de mantener, entre otras herejías, que el pecado de Adán le había
afectado únicamente a él, y no a la estirpe humana, y que la humanidad en su totalidad no había
muerto en la muerte y en el pecado de Adán ni se había levantado por medio de la resurrección
de Cristo. Aquí no nos interesa saber si de este modo se había reflejado debidamente o no la
teología de Celestio. Lo que está claro es que él había mantenido que la creencia en la trasmisión
del pecado original era una cuestión de opinión y no un artículo de fe. El Sínodo de Cartago que
le había condenado insistía en que la creencia en el pecado original, tal como era profesada por la
iglesia africana, era un artículo de la doctrina católica. Esta afirmación fue repetida por los dos
primeros cánones del Sínodo panafricano de Cartago del año 418 (CCL 149,69-70). A Agustín
no se le ocurrió nunca dudar de que la creencia africana fuese diferente de la fe de la Iglesia
universal, y de esa creencia dedujo, a lo más tardar en el año 393, las inexorables conclusiones
acerca de la massa damnata, en la que se hallan todos los que no han sido llamados a la
salvación por la misericordia de Dios (div. qu. 68.4).
Sin embargo, había otro elemento – más personal – en el pensamiento de Agustín que
reforzaba vigorosamente la doctrina africana: la iluminación que él recibió cuando estaba
tratando de responder a las preguntas bíblicas formuladas por su antiguo pastor de almas,
Simpliciano de Milán, hacia el año 396. Entendió entonces de repente – al menos para su propia
satisfacción – el significado de 1 Corintios 4,7: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has
recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?”, un significado que le demostraba
la dependencia absoluta en que la voluntad se halla con respecto de la gracia. Durante la
controversia pelagiana, Agustín llamaría la atención más de una vez sobre el efecto causado por
esta iluminación sobre su pensamiento (retr. 2.1 [27]; praed. sanct. 4.8; persev. 20.52; 21.55)
para convencerle de que la gracia es dada por Dios sin consideración alguna de los méritos, y de
que el comienzo de la fe es, en sí mismo, un don de Dios (persev. 21.55), refutando con ello la
doctrina pelagiana mucho antes de que surgiera esta herejía. El veredicto final de Agustín acerca
del efecto de la iluminación fue el siguiente: “En la solución de este problema estuve luchando
durante mucho tiempo en favor de la libre elección de la voluntad humana, pero la gracia de Dios
venció” (retr. 2.1[27].1). Este veredicto es bien conocido y parece que describe con exactitud
cuál es la teología madura de Agustín. El efecto inmediato de la iluminación de Agustín se
expresará en las Confesiones, que son su testimonio personal de la creencia en el pecado original
y en la necesidad de la gracia.
El comienzo de la controversia: Celestio
El Pelagianismo representaba un desafío para los dos elementos fundamentales en las
creencias de Agustín: la necesidad del bautismo para todas las edades y condiciones de la vida; y
la necesidad de la gracia preveniente (o antecedente), y no simplemente de la gracia de la
creación e iluminación, para capacitar a los seres humanos para vivir de manera justa. Por eso,
era obvio que Agustín se opusiera al Pelagianismo. Pero parece que, durante los primeros años
de la controversia, él no sintió especial hostilidad hacia diversos pelagianos, reconociendo en
ellos el celo por una conducta cristiana, aunque temía que ese celo pudiera conducir al orgullo
espiritual, el peor de todos los pecados. Esta actitud aparece en su tratado De gratia Novi
Testamenti (= ep. 140), dirigido a un tal Honorato a principios del 412, en el cual Agustín
exponía la parábola de las vírgenes sensatas y de las vírgenes necias como una advertencia
contra los que buscaban el aceite de la alabanza humana para sus lámparas, en vez de buscar el
aceite de Dios (36.84). En el año 413 Agustín envió una carta oficial a Pelagio (ep. 146), en la
que le decía pocas cosas y se las decía de manera amable. De nuevo en el año 414, en la epistula
157 a Hilario de Siracusa, dirigida contra las enseñanzas del pelagiano siciliano denominado por
John Morris el “bretón siciliano”, la manera de hablar de Agustín sugiere que lo que le
disgustaba era el orgullo espiritual pelagiano – es preferible un rico humilde a un pobre orgulloso
– . En aquella época, y hasta el año 416, Agustín prefería considerar a los pelagianos como
hermanos que se hallaban en un error, más bien que como herejes. Celestio había sido condenado
por sus doctrinas, pero Agustín no había participado en el juicio al que se le había sometido
(gest. Pel. 11.23), y no le interesaba dedicarse a polémicas de índole personal.
Por esta razón, el primer tratado anti-pelagiano de Agustín, De peccatorum meritis et
remissione et de baptismo parvulorum (411-412), se compuso a instancias de un amigo de
Agustín, el Conde Flavio Marcelino, ya que por aquel entonces Agustín se hallaba muy ocupado
en la lucha contra el Donatismo. El título de la obra es significativo: trata de los méritos y de la
remisión de los pecados y, por tanto, del bautismo de los niños pequeños, ya que éstos heredan la
culpa del primer pecado de Adán y merecen la condenación, si ese pecado no es perdonado,
aunque su castigo sea de índole muy suave (pecc. mer. 1.16.21). Podría decirse que este tema
constituye la esencia de la controversia pelagiana, ya que los pelagianos no se oponían al
bautismo de los niños pequeños, sino únicamente a la teología traducianista que, para Agustín,
explicaba la práctica de bautizar a los niños pequeños. El problema teológico de los pelagianos
consistía en explicar por qué los niños pequeños necesitaban el bautismo, si no había más que un
solo bautismo para la remisión de los pecados. Robert F. Evans observó acertadamente que la
dificultad para los pelagianos surgía del hecho de que su modelo bautismal era el del bautismo de
adultos, que tenía poco sentido cuando se aplicaba a los niños pequeños.
De peccatorum meritis fue planeado originalmente como una obra en dos libros. Poco
después de terminarlos, Agustín leyó el comentario de Pelagio sobre la Carta a los Romanos, en
la que él presentaba los argumentos antitraducianistas de Rufino el Sirio, el supuesto inspirador
de Pelagio (De fide 37 y 40), aunque sin identificarse específicamente a sí mismo con ellos
(pecc. mer. 3.3.5). Entonces Agustín escribió una carta a Marcelino, que actualmente se
considera como el libro tercero de su tratado, en la cual se ratificaba en su afirmación de que los
niños pequeños que mueren sin bautismo han de ser condenados inevitablemente (3.4.7), y
apelaba al testimonio de San Cipriano, el héroe de la iglesia africana (3.5.10; cf. s. 294,
predicado en Cartago el 27 de junio del año 413), una apelación que se repetirá frecuentemente
más tarde en la controversia, añadiéndose los nombres de San Ambrosio y de otros Padres al de
Cipriano (por ejemplo, c. Jul. 1.3.6 – 1.4.11), no porque ellos tengan la autoridad que posee el
canon de la Escritura, sino porque son testigos de la catolicidad de la creencia expresada por
Agustín. Acerca de Pelagio mismo, Agustín hablaba con respeto durante esta época (pecc. mer.
3.1.1; 3.3.5).
De peccatorum meritis iba dirigido contra la teología popularizada en África por
Celestio. A este propósito podría mencionarse un folleto atribuido a él, que lleva por título
Definitiones, al que replicó Agustín en la obra De perfectione justitiae hominis, fechado
generalmente en el año 414, aunque una posible referencia en De spiritu et littera pudiera
implicar su composición en fecha anterior. En esa obra el autor argumentaba, mediante una serie
de silogismos, que es teóricamente posible que los hombres eviten el pecado por el poder de su
naturaleza creada, y luego que esto sería posible de hecho, porque, si el pecado no pudiera
evitarse, la voluntad humana no sería libre y, por tanto, no sería culpable: “Hemos de preguntar a
los que niegan que los hombres puedan estar sin pecado: el pecado ¿es algo que se pueda evitar o
no? Si es algo que no puede evitarse, entonces no es pecado. Si es algo que puede evitarse,
entonces los hombres pueden estar sin pecado, porque ni la razón ni la justicia nos permiten
llamar pecado a lo que de ninguna manera puede evitarse” (perf. just. 2; Ratiocinatio 1). Es un
argumento razonable, dada la negación pelagiana de la caída y de cualquier trasmisión del
pecado original. Agustín replicó que un individuo podía, en teoría, evitar el pecado, pero sólo en
el caso de que nuestra naturaleza humana viciada haya sido sanada por la gracia de Dios por
medio de Jesucristo. En cuanto a la pregunta formulada por Celestio: Si la libertad de elección se
inclina más al pecado que a la virtud, ¿cómo es posible que esa libertad proceda de Dios?,
Agustín respondió que, puesto que el género humano había caído en el pecado por el abuso de la
libre elección, lo que antes había sido libertad se ha convertido ahora en necesidad y sólo
podemos llegar a ser libres de nuevo por la gracia de Cristo: “Si el Hijo os libertare, seréis
verdaderamente libres” (Jn 8,36) (perf. just. 4.9). Aquí Agustín tocaba una cuestión que
demostraría ser de importancia crucial en las fases ulteriores de la controversia pelagiana: la
condición de la libre voluntad humana. Desde entonces Agustín estudió extensamente el tema en
los libros segundo y tercero de De libero arbitrio, compuesto hacia el año 395, donde mantenía
que Adán, en el paraíso, había sido dotado del poder de elegir entre el bien y el mal, y que, al
elegir el mal, había caído en el pecado (lib. arb. 3.1.2). En el estado de la humanidad caída, la
libre elección servía únicamente para escoger el mal (perf. just. 2.1). Para los pelagianos,
semejante libertad no era libertad en absoluto, sino que reducía a los seres humanos a la
condición de marionetas. Ésta no era, ni mucho menos, la opinión de Agustín. La experiencia
personal, como se refiere en las Confesiones, le había persuadido de que, en última instancia, la
libertad sólo podía ser relativa: únicamente esclavizándose a Dios podía uno escapar de ser
esclavo del pecado. Agustín, el maestro de la deificación, no olvidó nunca el abismo que separa
al Dios increado de todo lo que Él ha creado de la nada.
Agustín terminó De perfectione justitiae hominis con una referencia a aquellos que
sostenían que, con independencia de Cristo, hubo o había personas en el mundo que no tenían
pecado. Aunque ésta era una de las proposiciones de las que se había acusado a Celestio en
Cartago en el año 411, Agustín, a pesar de que no se sentía en condiciones de defenderla, sin
embargo se negó a condenarla (21.44; cf. spir. et litt. 2.3 y nat. et gr. 42.49; 60.70). Todavía en
esta fase, él trataba una vez más de evitar en la medida de lo posible la confrontación directa son
los simpatizantes del Pelagianismo. En fecha posterior, en la obra De natura et gratia 36.42, él
cuestionaría que algún hombre justo o alguna mujer justa hubiera vivido libre de pecado a lo
largo de la historia del mundo, aunque se negara específicamente a discutir el caso de la Virgen
María, “acerca de quien no deseo hacer ninguna mención, por el honor del Señor, porque ¿acaso
no sabemos qué medida extraordinaria de gracia le fue concedida a ella para desterrar de todas
maneras el pecado, siendo ella la que mereció concebir y llevar en su seno a Aquel que, claro
está, no tuvo pecado?”
De spiritu et littera, que data del año 412, puede contarse entre los tratados dirigidos
contra la teología de Celestio, y es quizás la exposición más impresionante de la doctrina de
Agustín acerca del pecado original y de la necesidad de la gracia, antes de que él se endureciera
por efecto de la controversia. El Conde Marcelino se había sentido hondamente extrañado por la
aparente paradoja de la declaración de Agustín (pecc. mer. 2.5.6 – 2.6.7; 13.18-20) de que,
aunque es posible que un individuo se halle sin pecado personal, dada la buena voluntad y la
gracia divina, sin embargo es un hecho que nadie ha vivido jamás en la tierra que no haya tenido
pecado, con excepción de Cristo. La explicación de Agustín se basaba en su creencia en los
efectos de la caída: la libre elección por sí sola, si falta el conocimiento de la verdad, sirve
únicamente para pecar; pero el conocimiento de la verdad no es suficiente, como pretendían los
pelagianos; tan sólo por la inhabitación del Espíritu Santo, nuestra voluntad debilitada puede ser
capacitada para realizar aquellas obras de caridad que son agradables a Dios (spir. et litt. 3.5).
La condenación de Pelagio
Hasta comienzos del año 415, Agustín – como hemos visto – había evitado cualquier
choque directo con los pelagianos. Entonces cayó en sus manos un ejemplar de la obra de
Pelagio titulada De natura. Se la habían proporcionado dos antiguos discípulos del teólogo
británico, que estaban comenzando a dudar de la ortodoxia de su maestro. En esta obra, Pelagio
hablaba de la gracia, pero lo hacía esencialmente considerándola como parte de las dotes
naturales recibidas por la humanidad en la creación, más bien que como el poder sobrenatural
conferido por la inhabitación del Espíritu Santo (nat. et gr. 7.7-12.13). Agustín, en su respuesta
De natura et gratia, expuso claramente cuál era su propia posición: toda la massa damnata
merece castigo, y los que han sido liberados deben dar gracias a la divina misericordia que les
evita la condenación que la divina justicia fulmina contra los réprobos (3.3-5.5). En esta obra,
Agustín atribuía el énfasis que hacía Pelagio en la responsabilidad humana por el pecado al celo
que él sentía contra aquellos que trataban de excusar sus pecados apelando a la fragilidad natural
(1.1). Pero se sentía alarmado al ver que Pelagio apelaba a la obra de Agustín titulada De libero
arbitrio 3.18.50-54 en apoyo de su propia defensa de la libre voluntad humana (nat. et gr. 67.80-
81), aunque hacía caso omiso de la distinción efectuada por Agustín entre el estado de Adán en
el paraíso y el de sus descendientes después de la caída. Parece probable que, después de leer la
obra De natura, Agustín llegara a sospechar de Pelagio, y esta sospecha se vio confirmada por
los sucesos que tuvieron lugar en Palestina en el año 415, que condujeron a la exoneración de
Pelagio en el Sínodo de Dióspolis. Cuando le llegó la noticia de la absolución de Pelagio,
Agustín se sintió alarmado; la decisión parecía arrojar dudas sobre su propia teología. Se
apresuró a conseguir una copia de las actas del Sínodo de Dióspolis (ep. 4* Divjak), que le
permitieron tranquilibar a su amigo, el obispo Aurelio de Cartago, haciéndole ver que los obispos
orientales no habían sido indulgentes de hecho con el Pelagianismo, según había temido él. La
campaña de los obispos africanos contra Pelagio, que quedó consumada finalmente con la
Epistola tractoria del Papa Zósimo, indujeron a Pelagio a apelar directamente a Agustín a través
de la intercesión de sus amigos Albina, Piniano y Melania la Joven, declarando que él reconocía
la necesidad de la gracia “no sólo para cada hora o para cada momento, sino para cada acción
individual” (gr. et pecc. or. 1.2.2). Sin embargo, Agustín declaró que él no había encontrado
nunca una explicación satisfactoria de la naturaleza de la gracia en aquellos escritos de Pelagio
que él había leído, y rechazó su apelación (1.35.38 – 1.37.41). En dos volúmenes, De gratia
Christi et de peccato originali, reafirmó su creencia en la necesidad universal del bautismo para
la remisión de los pecado a causa de la trasmisión del pecado original a los niños pequeños
mediante la generación carnal, un pecado que podía curarse únicamente por el sacrificio que
Cristo hizo de sí mismo en la encarnación (2.31.36). En la última parte de la obra (2.32.37 –
2.41.46) él insistía en la naturaleza de la concupiscencia o libido carnalis, por medio de la cual
se trasmitía la infección del pecado original. No se trataba de una cuestión nueva en sí misma, en
cuanto se refería a Agustín. Su comprensión de la concupiscencia, en el sentido general de deseo,
entendido de ordinario (pero no siempre) como deseo malo, se inspiraba en textos bíblicos como
Sabiduría 6,21 y 1 Juan 2,16 y había sido discutida por él en relación con Romanos 7,7 en la obra
Ad Simplicianum cuestiones 1.1-2; pero en De gratia Christi et de peccato originali 2.35.40 y
2.38.43, Agustín hablaría con tal repugnancia acerca del deseo sexual en la humanidad caída, que
iba a proporcionar un excelente punto de debate para Julián de Eclano en una fase posterior de la
controversia.
Pero hay más. Para el tiempo en que tuvo lugar la condenación de Pelagio, Agustín había
abandonado totalmente la reserva que había practicado anteriormente al proclamar el rigor de su
doctrina. En el año 418, en una carta dirigida a un obispo mauritano llamado Optato, Agustín
hablaba en lenguaje durísimo acerca de los réprobos que “con su incomparable multitud
sobrepasan en número a quienes Dios ha predestinado para ser hijos de la promesa en la gloria de
su reino, a fin de que se vea, por su misma multitud, que el número de los que son condenados
justísimamente, cualquiera que sea, no constituye ninguna preocupación para el Dios justo” (ep.
190.3.12). Una insensibilidad parecida se encuentra en la epistula 194.7.32-33, dirigida al futuro
papa Sixto (418/419). Sin embargo, esta aceptación del destino fatal de los niños no bautizados,
que posteriormente hizo que Julián de Eclano afirmara que Agustín adoraba a un Dios que era
“perseguidor de niños pequeños” (c. Jul. imp. 1.48), no procedía de una insensible indiferencia.
Agustín, desde luego, se hallaba muy afligido por la idea de la condenación de esos niños, y en el
año 415 pidió a Jerónimo que le explicase con qué justicia se podría condenar a las almas de los
niños pequeños que habían tenido la desgracia de partir de este mundo sin haber recibido el
bautismo (ep. 166.3.6 – 166.4.10) – una petición a la que Jerónimo no dio ninguna respuesta.
Pero, a pesar de sus escrúpulos, Agustín siguió estando convencido de que, con excepción de los
mártires (civ. Dei 13.7), nadie que muriera sin bautizar, después de la venida de Cristo, podía
tener esperanza de escapar de la condenación. Cuando escribía contra los donatistas en los años
400-401, Agustín había acariciado la idea de que existía un bautismo de deseo (bapt. 4.22.29),
pero luego abandonó esta idea al escribir De peccatorum meritis 1 en el año 411. Desde luego,
cuando Julián le preguntó qué había pasado con los santos del Antiguo Testamento, antes de que
fuera instituido el bautismo cristiano, Agustín pudo responder únicamente que debió de haber
entonces algún sacramento equivalente, acerca del cual no hablan las Escrituras (c. Jul. 5.11.45).
Después de la condenación de Pelagio: Julián de Eclano
Los escritos de Agustín contra el Pelagianismo distaban mucho de ser su única
preocupación durante los años siguientes a la condenación de Celestio en el año 411. Por
ejemplo, en los años 418/419, Agustín compuso Contra sermonem Arianorum. Su último escrito
anti-donatista, Contra Gaudentium, no apareció sino en el año 420; mientras que durante todo el
período él estuvo trabajando en la preparación de los libros de De civitate Dei. En el año 421
publicó un manual de doctrina cristiana, denominado por él De fide, spe et caritate, pero al que
se hace referencia comúnmente con el nombre de Enchiridion ad Laurentium, en el cual hablaba
de la universalidad del pecado original, que se trasmite por medio de la concupiscencia carnal
(8.26; 13.45) y puede ser perdonado tan sólo por el único mediador entre Dios y la humanidad,
el hombre Cristo Jesús (13.48), quien, aunque no tenía pecado, fue hecho pecado por nosotros
(13.41), y hablaba también del inescrutable decreto divino de la predestinación y de la elección
(24.95), que deja a la inmensa mayoría del género humano en estado de condenación (24.97 –
25.99). En el Enchiridion la totalidad de la teología anti-pelagiana de Agustín halló expresión en
una exposición general de la doctrina cristiana.
En los años 419/420 Agustín recibió una solicitud de un militar de alto rango, el Conde
Valerio, por la que éste le pedía que respondiera a unas alegaciones de simpatizantes pelagianos
en las que se afirmaba que la doctrina de Agustín acerca de la trasmisión del pecado original en
la concupiscencia que acompaña al acto sexual representaba un descrédito maniqueo del
matrimonio (nupt. et conc. 1.1.1.). En su réplica, Agustín explicaba la concupiscencia sexual
como cosa heredada del primer pecado de Adán (1.21.23 – 1.24.27), de tal manera que los niños
pequeños, aunque nacidos de la bondad del matrimonio, eran hechos culpables, no obstante, por
el mal de la concepción; y, a pesar de que la culpa es purificada por el bautismo, la infección de
la concupiscencia subsiste en la carne de ellos, para ser trasmitida luego a los que habrán de ser
sus descendientes (1.32.37). Esta réplica llegó a manos de Julián de Eclano, que escribió una
respuesta en cuatro volúmenes, dirigida a Turbancio, un obispo pelagiano. Valerio proporcionó a
Agustín extractos de la obra compuesta por Julián, para la cual Agustín escribió un segundo libro
de De nuptiis et concupiscentia. Julián, que tenía un buen sentido táctico de la controversia,
utilizó esta publicación para lanzar con ella un desafío a Agustín y para presentar la doctrina
agustiniana del matrimonio como una herencia de sus años como discípulo maniqueo (conf.
4.1.1), para quien la sexualidad, y especialmente la procreación de hijos, era la obra del diablo,
porque encadenaba almas a la materia y evitaba su liberación para el reino de la luz: “El placer
sexual (voluptas), que tú quieres que parezca ser del diablo, existía ya en Adán y Eva, y ha
seguido siendo una buena práctica (institutio) acompañada por una bendición” (Julián, citado en
nupt. et conc. 2.9.21). La réplica de Agustín, en los seis libros de Contra Julianum, compuestos
hacia el mismo tiempo que los cuatro libros de Contra duas epistulas Pelagianorum, dirigidos al
papa Bonifacio I en el año 419, era una réplica que resultaba ya familiar: el placer, en sí mismo,
puede ser bueno y virtuoso; la concupiscencia carnal o libido es consecuencia de la caída y es
cosa vergonzosa (3.16.30). Para Julián, que negaba cualquier trasmisión del pecado original, la
sexualidad contemporánea no difería de la de Adán y Eva en el paraíso. Por esta razón, él estaba
dispuesto a equiparar la voluptas y la concupiscentia (c. Jul. imp. 5.11) y a considerarlas como
cosa buena. El desagrado de Agustín hacia el deseo sexual – ille bestialis motus pudendus (pecc.
mer. 1.16.21) – ha parecido exagerado, incluso a especialistas que admiran la teología
agustiniana. Pero hay que recordar lo bien que encajaba en toda su comprensión de la caída y de
sus consecuencias (civ. Dei 13.13 [año 418] y 14.16-20 [año 420 o más tarde]: la desobediencia
de Adán a Dios fue castigada con la desobediencia de sus propios miembros experimentada por
Adán. Por eso, tan sólo sometiéndose a la voluntad de Dios los seres humanos recobran la
libertad para gobernarse a sí mismos, a su cuerpo y a su alma, aunque esto no es un proceso
instantáneo, como lo fue la pérdida de poder con motivo de la caída, sino una progresión que se
consuma únicamente en la muerte (gr. et lib. arb. 13.26; cf. Trin. 14.17.23 [año 420 o más
tarde]). En consecuencia, se puede decir que Agustín y Julián no quisieron deliberadamente
entenderse en sus debates, y que la afirmación de Julián de que la concupiscencia, en su
comprensión del término como apetito saludable, existió en el cuerpo humano de Cristo,
horrorizó a Agustín (c. Jul. imp. 4.48-54). Esta negativa a tener en cuenta los argumentos del
otro brotaba de los primeros principios de que partía cada uno de ellos: Agustín creía en la caída,
que Julián negaba. Así, para Agustín, la vida humana se vive hoy día a un nivel muy inferior al
nivel en que vivían Adán y Eva en el paraíso: hemos caído de nuestro anterior estado elevado.
Esto lo negaba Julián sin más. La vida humana y los afectos humanos son, para él, los mismos
esencialmente que los que tuvieron nuestros progenitores, y, por tanto, no puede haber nada
viciado en el apetito sexual. Julián admitía que a ese apetito se le podían hacer demasiadas
concesiones, en cuyo caso se convierte en un apetito excesivo, en luxuria (c. Jul. 4.13.64), pero
en sí mismo es un don natural y, por tanto, es bueno.
Hoy día se reconoce generalmente la habilidad de Julián, pero una cosa está clara: él
encontró un tema excelente en el que poder concentrarse en sus discusiones con Agustín, al
pretender que el hablar de un elemento malo en el matrimonio, causado por el pecado original,
no era más que la doctrina maniquea de un elemento malo que existe en la naturaleza humana.
Esto lo repetió él monótonamente durante el resto del debate, y parece que llegó a exasperar a
Agustín más de lo que pudo hacerlo cualquier otro adversario, antes y durante la controversia
pelagiana. Agustín respondió a los cuatro libros de Julián, dirigidos a Turbancio, con seis libros,
Contra Julianum (421), y luego, cuando Julián respondió con ocho libros dirigidos al obispo
pelagiano Floro, Agustín se lanzó a una refutación masiva, Contra Julianum opus imperfectum
(428-430), en la que citaba párrafos extensos de Julián, y en la que se hallaba medito todavía,
cuando le llegó la muerte. Agustín tenía mucho interés en mostrar la diferencia esencial entre su
doctrina y la de Mani: los maniqueos sostenían que el mal es una substancia, opuesta al bien,
mientras la creencia católica es que el mal es una falta de ser, de tal manera que el pecado es la
consecuencia del abuso de la libre voluntad, que ha conducido a un deterioro en la naturaleza
humana, la cual, al haber sido hecha de la nada, depende absolutamente de su Creador para su
existencia y conservación, de tal modo que, si se rebela y vive por sí misma, tiene que
deteriorarse inevitablemente (c. Jul. 1.8.36-37). Para Agustín, es indiscutible que ningún ser
humano ha vivido jamás sin pecado, con la sola excepción de Cristo el Mediador, el cual, al ser
concebido de una virgen y, al hallarse así libre de la culpa hereditaria del pecado de Adán,
trasmitido por la concupiscencia, escapó de ese deterioro (c. Jul. 2.4.8; 5.15.54; nat. et gr.
36.42).
El problema acerca de cómo los niños recién nacidos son partícipes de la culpa y del
castigo de Adán, se vio afectado por teorías sobre el comienzo del alma humana: ¿el alma era
trasmitida por los padres, o cada alma es creada de nuevo para cada individuo? Agustín había
suscitado ya la cuestión en su carta a Jerónimo del año 415 (ep. 166), y este problema es
discutido de nuevo en su carta al obispo mauritano Optato, del año 418 (ep. 190). Un ataque a su
teología, en el año 420, por un tal Vicente Víctor, impulsó a Agustín a debatir de nuevo la
cuestión en cuatro libros (de los cuales tan sólo los dos últimos iban dirigidos al mismo Víctor),
De anima et eius origine, en los cuales él acentuaba que, sea cual sea la teoría que se sostenga
acerca del origen del alma, las afirmaciones del Apóstol de que todos los que son nacidos de
Adán incurren en condenación, a menos que nazcan de nuevo en Cristo (Rom 5,18), le persuadió
del decreto divino y de la condenación de los niños pequeños no bautizados (an. et or. 4.11.16).

El Semipelagianismo
Uno de los argumentos en que insistían los pelagianos contra la teología de Agustín era
que con ella se destruía la libertad humana. Pero no sólo los pelagianos se hallaban
desconcertados por las implicaciones de la doctrina de Agustín. Había personas más ortodoxas
que se sentían también preocupadas. Y Agustín experimentó el desafío que suponían sus
objeciones. La propia posición de Agustín estaba clara: Adán tuvo libertad de elección en el
paraíso, pero – después de la caída – la libertad de elección existía de hecho únicamente para el
pecado y no para la justicia (corrept. 11.31). Así que no hay posibilidad alguna de que alguien
merezca la gracia por el ejercicio de su propia volición (c. ep. Pel. 2.5.9; cf. corrept. 1.2). “Si
queremos defender verdaderamente la libre elección, entonces no nos opongamos a la fuente de
nuestra libertad” (ep. 217.3.8). La afirmación de Julián de Eclano de que “la libre elección, por la
cual los seres humanos se hallan emancipados de Dios, consiste en la posibilidad de cometer o de
evitar el pecado” (c. Jul. imp. 1.78; cf. 2.39), y su confiada declaración de que esa libre elección
sigue siendo tan plena, después de cometido el pecado, como lo había sido antes (1.91), suena
como un testimonio en favor de la libertad humana. La doctrina de Agustín, por el otro lado,
sonaba como fatalismo pagano. Por eso, Agustín se veía envuelto ahora en un debate no sólo con
aquellas personas que, al rechazar el Pelagianismo, adoptaban una posición predestinacionista,
sino también con aquellas otras que estaban en desacuerdo con el mismo Agustín por adoptar tal
postura. Agustín compuso el tratado De gratia et libero arbitrio (426/427) para el abad del
monasterio africano de Hadrumeto; en él afirmaba no sólo la necesidad de la gracia sino también
la existencia de la libre elección, haciéndolo no tanto con argumentos sino más bien con extensas
citas de la Escritura, y precisando afinadamente que la libre elección del bien no existe
efectivamente sino por la gracia divina (gr. et lib. arb. 4.7; 6.13). Siguió desarrollando esta
misma doctrina, de nuevo por petición de los monjes de Hadrumeto, en la obra De correptione et
gratia (426/427), dirigida contra los que sistenían que, a causa de la inmutabilidad de la
predestinación divina, no debemos reprender a los pecadores sino únicamente orar por su
enmienda. Esto Agustín lo negaba (corrept. 9.25; 15.46), pero no obstante mantenía que el
número de los predestinados a la salvación, aunque fuera absoluto, era conocido únicamente por
Dios, y advertía contra cualquier presunción de que un individuo concreto estuviera incluido en
el número de los elegidos o excluido de él (13.40; 16.49). En consecuencia, todos los cristianos
bautizados debían ser tratados como predestinados a la vida (15.46), aunque la salvación
dependa de la inescrutable decisión de Dios (12.36), que habría condenado justamente a todo el
género humano, si no hubiera escogido perdonar a algunos por misericordia (10.28). Esta
doctrina fue conocida por los ascetas del sur de la Galia, los denominados massilienses, llamados
semipelagianos por los especialistas (de una forma que induce a error pero que es tradicional) y
entre los que incluyen a Juan Casiano. Estos ascetas, aunque estaban de acuerdo en condenar la
negación pelagiana de la necesidad de la gracia preveniente (o antecedente), sin embargo
sostenían que en ciertos casos un individuo podía recibir gracia a causa de su fe. Más aún, ellos
se sentían alarmados por las consecuencias pastorales de las enseñanzas de Agustín, por cuanto
éstas parecían eliminar todo estímulo para vivir una vida virtuosa (epp. 225.3 y 4; 226.5).
Agustín respondió a estas objeciones en dos obras: De praedestinatione sanctorum (428/429) y
en otra obra, que parece haber sido concebida como una segunda parte, De dono perseverantiae.
En ellas afirmaba que él mismo había abrazado las opiniones de los semipelagianos, siendo
presbítero, en su obra Expositio quarundam propositionum ex epistula apostoli ad Romanos
(praed. sanct. 3.7; cf. retr. 1.22; ep. 226.3), pero que las había abandonado a causa de su
iluminación, que le había aclarado el sentido de 1 Corintios 4,7 cuando estaba escribiendo Ad
Simplicianum (praed. sanct. 4.8). Se reafirmaba en su anterior declaración de que la gracia se
concede enteramente sin atender a los méritos, citando como el ejemplo supremo la encarnación,
cuando la humanidad de Cristo se unió con la Divinidad sin mérito previo alguno (15.30-31),
poniendo de relieve el carácter misterioso del decreto divino (8.16) y volviendo a poner de
relieve este mismo carácter en la obra De dono perseverantiae 9.21. Cierto número de almas son
liberadas de la massa damnata por la presciencia y la bondad de Dios, y el resto de las almas son
dejadas con los habitantes de Tiro y Sidón (Mt 11,21; ench. 24.95), que habrían creído si
hubieran visto las obras poderosas realizadas por Cristo en Corazín y Betsaida pero que no se
arrepintieron (persev. 14.35; cf. Simpl. 1, q. 2.13). Agustín reconocía el terrible carácter de esta
doctrina (s. 26.11.12 – 25.14.15); pero, como mientras dura la vida terrena era imposible
distinguir entre los elegidos y los réprobos, él recomendaba que se predicara de manera discreta e
impersonal, utilizando la tercera persona más bien que la segunda al dirigirse a la comunidad
(persev. 22.61). Nuevamente, como en la obra De praedestinatione sanctorum 15.30-31, Agustín
apeló a la encarnación como el ejemplo primordial de la elección sin condideración alguna del
mérito (24.67).
Conclusión
A pesar de su gran extensión y de un estilo repetitivo que pone a prueba la paciencia de
muchos lectores, los tratados anti-pelagianos de Agustín ofrecen una exposición teológica
coherente de sus creencias. La caída y la participación en ella, seminalmente presentes en los
órganos genitales de Adán, cuando él pecó, han proporcionado la condenación a todo el género
humano. Entresacadas de él, unas cuantas personas, por medio de la encarnación y la pasión de
Jesucristo, el Dios-Hombre, son elegidas para la salvación, sin consideración alguna del mérito,
quedando el resto para la perdición por el juicio inescrutable – pero completamente justo – de
Dios. Por terrible que pueda parecer este sistema a la mayoría de los estudiosos modernos, sin
embargo fue muy bien aceptado por eminentes teólogos a lo largo de los siglos, incluidos Juan
Calvino y Cornelio Jansenio. Y habrá que recordar que la convicción de Agustín de que la
salvación era posible únicamente mediante la gracia, condicionó su oposición a la teología
pelagiana. No obstante, subsiste para muchos lectores una paradoja entre el teólogo del amor de
Dios, que vemos en el De Trinitate, y el maestro que enseña la predestinación y que aparece en
el De dono perseverantiae.
–› Antropología; Celestio; Julián de Eclano; libertad; Pelagio, Pegianismo

BIBLIOGRAFÍA
BAC, 6, 9, 35, 36, 37 :Escritos antipelaginaos ; Augustine Letters 1*-29*, trans. R. B. Eno,
FC 81 (Washington, D. C. , 1989); G. Bonner, “The Desire for God and the Need for Grace in
Augustine’s Theology”, in Atti, 1986:203-15; J. Chéné, La théologie de Saint Augustin. Grâce
et prédestination (Le Puy et Lyon, 1961); Merlin, 1931; Portalié, 1960; C. Stewart, Cassian
the Monk (New York:Oxford, 1998); TeSelle, 1970; H. Ulbrich, “Augustins Briefe zur
entscheidenden Phase des pelagianischen Streites”, RetAug 9 (1963):51-75; Weaver, 1996.
Véase igualmente cada uno de los diferentes tratados anti.-Pelagianos.

GERALD BONNER

Antonino de Fussala. Antonino fue obispo de Fussala hacia los años 415-423. Era hijo de
padres muy pobres y se crió en el monasterio de Agustín en Hipona. Dio signos prometedores y
llegó a ser lector. La proscripción oficial del Donatismo en el año 412 incitó a muchos donatistas
a convertirse al catolicismo, y la afluencia de fieles provocada por este hecho, supuso una grave
carga para el clero católico, que era ya escaso de por sí. En la diócesis de Agustín se necesitaba
un obispo en Fussala, una población agrícola situada a unos cien kilómetros de Hipona y que
había sido enteramente donatista hasta la proscripción imperial del año 412. Presionado por las
circunstancias, Agustín eligió a Antonino, aunque éste apenas tenía 20 años y no llegaba a la
edad canónica requerida. Antonino se hizo rapaz y durante los pocos años siguientes arrebató a
su grey dinero, ropa, muebles, ganado y productos agrícolas. Hacia el año 421, las amargas
quejas de los fieles obligaron a Agustín a nombrar un tribunal que privó a Antonino de su sede
de Fussala, pero que le permitió conservar una pequeña parroquia (por consideración al canon 15
de Nicea, que prohibía los traslados de obispos). Determinado a recuperar Fussala a toda costa,
Antonino efectuó una serie de apelaciones dentro de su provincia y en Roma. Las
inconsecuencias en la ley canónica africana le permitieron manipular los procesos de apelación
en beneficio propio.
Las fechorías de Antonino están narradas en dos cartas de Agustín de fines del año 422,
cuando los sucesos llegaron a alcanzar proporciones de crisis (carta 209 al papa Celestino y carta
20* a Fabiola, una rica heredera romana). Agustín esperaba que Fabiola hiciera entrar en razón a
Antonino. Pero, cuando falló esto, esperaba que la sede apostólica dictaminara sobre el asunto.
Agustín sentía tantos remordimientos por los daños que había causado a los habitantes de
Fussala, que estuvo pensando en renunciar a su propia sede. Tenía mucho miedo de que los
habitantes de esa población volvieran a caer en el Donatismo. Aunque no conocemos el resultado
del caso, la carta 20* (recientemente descubierta) demuestra que los veredictos pontificios
estaban haciéndose decisivos para casos disciplinarios, demasiado difíciles para ser resueltos en
África. Esta carta arroja también luz sobre las obligaciones del primado provincial y sobre la
naturaleza rural de la diócesis de Agustín.
–› Clero norteafricano
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
BAC, Cartas 1*-29*, vol. 11b; Agustin, carta 20* in J. Divjak, ed. Lettres 1*-29*, Nouvelle
édition du texte critique et introduction par Johannes Divjak, BA 46 B (Paris:Études
Augustiniennes, 1987); carta 209 in PL 33:953-57 (1845); Inglés:letter 20* in Saint Augustine,
Letters, vol 6 (1*-29*) , trans. R. Eno, FC 81 (1989); Letter 209 in Saint Augustine, Letters,
vol 5, trans. Sr. Wilfrid Parsons, FC 82 (1956).

Estudios
H. Chadwick, “New Letters of St Augustine”, JTS 34 (1983):425-52; W. H. C. Frend, “The
Divjak Letters:New Light on St. Augustine’s Problems, 416-428”, JEH 34(1983)):497-512; W.
H. C. Frend , “Fussala:Augustine’s Crisis of Credibility”, in Les Lettres de Saint Augustin
découvertes par Johannes Divjak, Ed. Lepelley (Paris:Études Augustiniennes, 1983), 251-65;
S. Lancel, “L’affaire d’Antoninus de Fussala”, in Les Lettres de Saint Augustin découvertes par
Johannes Divjak, 267-85; J. E. Merdinger, Rome and African Church in the Time of Augustine
(New Haven:Yale University Press, 1997); C. Munier, “Antoninus Fussalensis episcopus”,
AugLex, 1:378-80; C. Munier, “La question des appels à Rome d’après la Lettre 20*
d’Augustin”, in Les Lettres de Saint Augustin, 287-99
JANE E. MERDINGER

Antonio de Egipto (hacia 251 – hacia 356). San Antonio de Egipto, fundador del monacato
anacoreta o vida eremítica, nació hacia el año 251. Según Sozomen (HE 1.13), Antonio era
oriundo de Coma en el Medio Egipto. Sus padres, que eran cristianos ricos, murieron cuando él
contaba unos 20 años de edad, y poco después él obró siguiendo la exhortación de Cristo en
Mateo 19,21: “Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un
tesoro en el cielo”. Lo arregló todo para que su hermana, más joven, fuera enviada a una
comunidad de vírgenes, renunció al resto de su herencia y comenzó a vivir como un asceta en
una aldea cercana. A la edad de 35 años, se traladó a una montaña más aislada, en las cercanías
del Nilo en Pispit. Después de pasar unos veinte años en oración y soledad, Antonio retornó a un
limitado contacto con el mundo exterior, aunque continuaba viviendo en soledad en el desierto.
Su ejemplo atrajo a muchos seguidores, que querían vivir vida espiritual solitaria en el desierto
(el monacato cenobítico comenzaría con Pacomio en el año 320), y aunque Antonio actuaba
como su guía, cada uno de ellos vivía en soledad. Murió hacia el año 356 en el Monte Colzim,
entre el Nilo y el Mar Rojo.
Mientras los pensadores patrísticos, durante la vida de Antonio, trataban de hallar el
vocabulario apropiado para la expresión del dogma teológico, los cristianos corrientes buscaban
una manera de vivir que pusiera en práctica su fe. La contribución no literata de San Antonio a la
cultura cristiana fue exactamente tan profunda como la de muchos gigantes literarios de su
época, y su liderazgo se extendió más allá de los que siguieron su ejemplo inmediato de vida en
soledad. La sabiduría de Antonio y su vigor espiritual atrajo a muchos dirigentes del orden
espiritual y del orden temporal a solicitar su orientación, y aunque no se conserva ninguna de las
cartas que él dictó a emperadores, sí se conservan siete de las cartas que él dirigió a diversos
monasterios. Otras cartas, conservadas en árabe, son producto probablemente de una piadosa
falsificación.
Algunas veces surgen dudas sobre la autoría de San Atanasio de la obra Vida de San
Antonio. Sin embargo, testimonios que se remontan a época tan temprana como Gregorio
Nacianceno, Jerónimo, Rufino, Paulino, Paladio y Sócrates deberían acallar tales dudas. A la
popularidad de Antonio hay que achacarle en parte la confusión acerca de la autoría de Atanasio,
porque las traducciones existentes al latín, siríaco, copto, etiópico, paleoeslavo, armenio y
georgiano, que atestiguan el extenso atractivo de Antonio, difieren a veces notablementre del
original griego, el cual tiene que contener a su vez anécdotas traducidas de la lengua propia de
Antonio. Una Regla y algunos sermones no contenidos en la Vida son probablemente espúreos.
La popularidad de San Antonio se demuestra también por lo pronto que aparecieron
versiones latinas de su Vida. Una traducción latina anónima, bastante rebuscada, procede – según
parece – de la versión efectuada por Evagrio y que fue completada menos de veinte años después
de la muerte de Antonio. La versión latina figura en un episodio clave en las Confesiones, que
precede al clímax de la escena del jardín (8.12.29). En este episodio (8.6.14-15), el funcionario
romano Ponticiano refiere cómo, en Tréveris, dos funcionarios públicos se sintieron impulsados
a la conversión y al abandono de las ambiciones mundanas por una lectura de la Vida de San
Antonio.
Por medio de este relato Agustín nos recuerda que su conversión no fue simplemente un
asentimiento intelectual sino también un deseo de corazón de imitar el ejemplo que él veía en
otros. Las referencias de Agustín a algunos detalles de la vida de Antonio en su prólogo a De
doctrina Chistiana 4, sugieren que él leyó la Vida algún tiempo después de su conversión, y no
puede negarse que Antonio, a pesar de ser un anacoreta, inspiró la decisión de Agustín de tender
a la santidad siguiento a un modelo de vida monástica. Conviene recordar, si todavía nos
impresionan las obras agustinianas, que un biógrafo de Agustín, Posidio, refiere que los que
vieron y oyeron a Agustín sacaron aún más provecho que los que leyeron su teología (v. Aug.
31). Tal vez apreciemos así el tremendo impacto causado por el ejemplo personal de Antonio.
–› Ascetismo; Confessiones
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Para el texto griego de Vida, M. Bartelink, Athanase d’Alexandrie:Vie d’Athanase, SC 400
(Paris, 1994); para el latín antiguo, G. J. M. Bartelink, Vita di Antonio, Scrittori Greci e
Latini:Vite dei Santi 1 (Milan, 1974); para la traducción de Evagrio, no existe otra edición más
reciente que la de Montfaucon (1698); se encuentra en PG 26:833-976; para el siriaco, con
argumentos en contra de la paternidad de Atanasio, R,. Draguet, La Vie primitive de S. Antoine
conservée en syriaque, CSCO 417-18 (Louvain, 1980):las cartas se encuentran en PG 40:977-
1000, 999-1065
Traducciones
Atanasio, Vida de Antonio, Biblioteca de Patrística 27, (Madrid 1993); D. Chitty, The Letters
of St. Antony the Great (Oxford, 1975); R. C. Gregg, Athanasius:”The Life of Antony” and the
Letter to Marcellinus, Classics of Westers Spirituality (New York, 1980); R. T. Meyer, St.
Athanasius: “The Life of St. Antony”, ACW 10 (New York, 1950).

Estudios
P. L. Bouyer, La Vie de S. Antoine:essai sur la spiritualité du monachisme primitif (Abbaye de
Bellefontaines, 1950; 2e ed., 1977); D. Brakke, Athanasius and the Politics of Asceticism
(Oxford, 1995); C. W. Griggs, Early Egyptian Christianity from Its Origins to 451 CE (Leiden,
1990); A. Louth, “St Athanasius and the Greek Life of Antony”, JTS 39 ( 1988):504-9; J.
Quasten, Patrology, vol 3 (Utrecht, 1950), 148-53; H. Queffélec, Saint Antoine du
désert(Paris, 1950; 2e ed. , 1988); S. Rubenson, The Letters of St. Antony:Origenist Theology,
Monastic Tradition, and the Making of a Saint (Lund, 1990); B. Steidle, ed. , Antonius
Magnus Eremita (Roma, 1956)

ANNE P. CARRIKER
Antropología. Un estudio sobre la antropología de Agustín debe tener muy en cuenta las
influencias evidentes y sutiles que plasmaron su pensamiento. Las influencias evidentes son el
Estoicismo, el Neoplatonismo, el Maniqueísmo, las Escrituras judías y cristianas, y algunos
escritores católicos anteriores. Las influencias más sutiles son su cultura y su época, las fases
cambiantes de su vida y sus diversas exigencias, y su temperamento personal. Aunque es difícil
documentar y describir influencias tan intangibles, y saber qué importancia hay que atribuir a
cada una de ellas, sin embargo es innegable que dan colorido a su antropología. Agustín, que
estuvo luchando durante algún tiempo de su vida con el enigma de la existencia humana,
comenzó con un punto de vista racionalista que rechazaba el recurso a la fe y buscaba la certeza
matemática (conf. 6.4.6). Destrozada su confianza juvenil en la ordenada racionalidad del mundo
y en la posibilidad de ponerse en armonía con ella mediante el ordenamiento racional de la
propia vida, Agustín se refugió en el escepticismo. Poco a poco se fue volviendo hacia otra
posición que fundamentaría todo su pensamiento futuro: dejado a merced de sí mismo, uno no es
capaz de llegar al conocimiento del misterio infinito que es nuestra humanidad. La fe cristiana
tiene que iluminar el camino, aunque aun entonces el misterio siga estando intacto. Es más fácil
contar los cabellos de la propia cabeza que los sentimientos y movimientos del abismo del
corazón. Las posibilidades que hay dentro de uno permanecen ocultas, y una mente que busque
el alma no puede confiar en su propio informe (conf. 4.14; 10.32.48). ¿Qué océano es más
porfundo que la mente y el corazón del hombre?
En la cultura clásica que proporcionaba el clima intelectual que era el patrimonio de
Agustín, el mundo era considerado como una unidad jerárquica. Todos los seres se hallaban
interrelacionados. Agustín, compartiendo el horizonte de escritores cristianos anteriores, veía que
todas las cosas proceden y dependen radicalmente de Dios, que es su primer principio, pero en
diversos grados de participación. Dentro de este horizonte, aunque los agentes humanos eran
considerados libres y responsables, la autonomía no recibía el énfasis que se le atribuye en la era
moderna. No se podía hablar de la humanidad sin hablar de Dios. Por eso, en Agustín la
filosofía, la psicología y la teología se hallan entrelazadas. No podemos desgajar un aspecto de
su antropología sin afectar a la totalidad existente en estas tres dimensiones. Una visión total de
la antropología de Agustín tendría que prestar atención a las posiciones adoptadas por él con
respecto a la creación, a las relaciones entre el cuerpo y el alma, a la epistemología, a las
emociones, a la imagen de Dios en la humanidad, al querer y al amar, a la libertad y a la
elección, al pecado y a la gracia, a la vida moral y a la vida social, a la historia y a la muerte, y
tendría que considerar todo esto como un proyecto en fase de proceso, más bien que como una
tarea acabada. La humanidad en la imagen de Dios, que lleva en sí la belleza de Dios, impregna
todos los aspectos de su pensamiento (en. Ps. 32.2.16). Para complicar más el asunto, los escritos
de San Agustín se extienden a lo largo de más de cuatro décadas, y no es difícil encontrar en
ellos algunas afirmaciones que se encuentren en conflicto.
La antropología de Agustín contempla el curso de la historia humana desde una
perspectiva cristiana. La historia comienza con la creación divina y termina con Cristo, en quien
toda la creación estará unida y será presentada al Padre. Agustín es incapaz de hablar de la
historia sin hablar de la creación, de la encarnación y de la final unidad – en medio de la
diversidad – en Cristo. Tampoco es capaz de hablar de la humanidad sin dejar de hablar acerca
del pecado y la gracia. La historia real, la única historia, es un drama que implica todo eso.
Dentro de esta perspectiva, la persona humana es absolutamente dependiente de Dios y de otros
seres humanos. Si uno no capta la absoluta dependencia en que la humanidad se halla de Dios,
no será capaz de entender lo que es la humanidad. La humanidad es exocéntrica. Absorbida en sí
misma por el orgullo, no puede encontrar nada sino a sí misma, una ceguera que es destructiva,
porque el orgullo envenena las relaciones con Dios y con otros, a quienes trata de dominar (ep.
Jo. 10.5; 8.8). A causa de esta dependencia radical con respecto a Dios, Agustín no traza una
distinción clara entre lo natural y lo sobrenatural. No reconoce una persona “natural”, y menos
aún una virtud auténtica que sea “natural”. Lo que no esté atraído por la gravedad del amor y por
la orientación hacia Dios, no podrá menos de ser falta y pecado, aunque sea el “vicio espléndido”
de un respetable patricio o genio. La experiencia de un buen navegante, si no conoce el rumbo,
es completamente inútil. Es preferible un navegante menos experto, pero que me lleve a mi
puerto de destino (en Ps. 31.2.2).
Las relaciones entre el cuerpo y el alma
En De animae quantitate, Agustín proporciona un primer esbozo de su antropología. Los
ulteriores desarrollos de su pensamiento retienen buena parte de ese primer esbozo, pero hay un
desplazamiento en el énfasis, cuando Agustín continúa investigando las relaciones entre el
cuerpo y el alma. El alma es el principio vital del cuerpo, al que preserva y mantiene en unidad.
La tarea fundamental del alma es el establecimiento y la conservación de la armonía en el cuerpo
y en todas las demás dimensiones del ser humano. El alma se preocupa de la distribución de los
nutrientes para el crecimiento corporal y para la reproducción. El alma, por medio de un sentido
interior, atiende a la vida de los sentidos, distinguiendo entre las sensaciones, evaluándolas para
determinar qué es lo agradable y lo que se halla en armonía con el cuerpo y qué es lo que le
resulta desagradable. Comienza a aparecer la dialéctica del deseo y del temor. El alma es
también la sede de la memoria. La persona humana es un ser diacrónico. Los hombres no sólo
tienen un pasado, sino que en gran medida el individuo es su propio pasado y su presente y su
futuro; de ahí la identificación que hace Agustín de la memoria con uno mismo. Y él conoce la
ambigüedad de la memoria, por ser a la vez la sierva y la dueña de la mente (conf. 10.17.26; ord.
11.2.6-7). Investigando las oscuras partes recónditas de la memoria, Agustín la consideró como
la presencia del propio individuo en sí mismo, como un ser en el que el recuerdo del pasado y la
previsión del futuro se integran en la experiencia presente del individuo (conf. 10.8.15 –
10.9.16). El pasado y el futuro se hallan encadenados en el presente del individuo. Pero también
están almacenadas en la memoria las verdades aprendidas, las emociones sentidas, las imágenes
de los sentidos, e incluso las oscuras profundidades del subconsciente que los hombres no son
capaces de sondear. Mediante la atención a la vasta multitud de los datos lmacenados en la
memoria, el material de la cultura se convierte en agricultura, política, literatura, lengua, arte,
religión, juegos, ciencia, instituciones de toda clase. Además de la memoria, la vida moral se
deriva también del alma. La cultura, la vida de los sentidos y la mera existencia corporal son
comunes a todos, sean buenos o malos. Pero la bondad moral pertenece únicamente a los buenos,
a quienes el ascetismo les sirve para purificar y fortalecer el alma contra todo lo que pudiera
distraerla de ir tras la verdad y la bondad. Una vez purificada, el alma descansa en la gozosa
contemplación de Dios. Todo esto se expresa más existencialmente en las Confessiones. El ser,
el vivir, el sentir, el recordar, el conocer, el tender, el desear, el temer son cosas que nacen en el
niño y que le sitúan en el camino hacia la plena personalidad (conf. 1.20.31).
Agustín contempla a la persona humana como estructurada jerárquicamente, siendo el
alma superior al cuerpo. Sin embargo, sería precipitado el concluir que él se adhería simplemente
a las tendencias neoplatónicas, al dualismo metafísico. El modelo clásico de la persona es el de
una mezcla o yuxtaposición de alma y cuerpo. Su método de descripción y su enfoque de la
acción ética se basa en un análisis y en una evaluación jerárquica de esos componentes. Sin
embargo, el modelo del cristianismo primitivo es el de la unidad y la integración. Al cuerpo se le
da un significado radicalmente nuevo, explícitamente en la doctrina de la encarnación y en la de
la resurrección del cuerpo, implícitamente como una metáfora para designar a la Iglesia. La idea
de la mezcla originaba profundas dificultades en el pensamiento neoplatónico, estoico y
maniqueo, que la describían como si hubiera una contaminación de lo más alto por lo más bajo.
Pero las antropologías del cristianismo antiguo, incluida la de Agustín, no están exentas de todas
las tensiones debidas a mantener juntos en una unidad a la mente y al cuerpo. Al sentir un
dualismo en la experiencia, era muy intensa la tentación de abrazar un dualismo metafísico. Sin
embargo, Agustín se desvió de la antropología neoplatónica en puntos cruciales. Para él, el
cuerpo no es la prisión del alma. Ni tampoco la presencia del alma en forma corporal es un
castigo divino. Sino que Dios quiere que los seres humanos sean cuerpo y alma, y los crea de
esta manera. En el “esjaton”, la persona entera – el cuerpo y el alma – será resucitada. Lo que
Agustín buscaba era “el ser sanado como una totalidad, porque yo soy una totalidad; mi carne no
será apartada de mí para siempre, como si fuera una cosa extraña a mí, sino que será sanada, ya
que es una totalidad conmigo” (s. 30.3.4). Aparte de sutiles influencias platónicas y maniqueas,
la antropología de Agustín es holística. En sus conceptos, él se trasladó desde una tendencia a
considerar el cuerpo como base para la alienación, a la afirmación de la persona integral, aunque
la integración no es nunca completa ni está exenta de ambivalencia. Agustín dejó
inconscientemente que elementos contrarios entraran en conflicto con su esquema conceptual,
conscientemente integrado. Sin embargo, la unidad de cuerpo y alma, tal como Agustín la
concibe, es más que accidental, es un camino apto para expresar lo que él pensaba de las ideas
neoplatónicas. Él considera imprudente a todo el que desee separar de la naturaleza humana al
cuerpo (an. et or. 4.2.3). Nosotros hacemos el bien, servimos a Dios y nos servimos unos a otros
en el cuerpo, y nada nos resulta tan familiar y tan inseparable de nosotros como nuestro cuerpo.
No es un ornato o una ayuda procedente del exterior, sino que es parte de nuestra misma
naturaleza. Si hasta aquellos que no creen en la resurrección de los difuntos, muestran respeto
hacia el cuerpo muerto, ¡cuánto más deberán hacerlo los cristianos, cuyo respeto hacia un cuerpo
muerto da testimonio de la fe en la resurrección! (cura mort. 3.5; 18.22).
En sus primeras obras Agustín habla a menudo de que el alma “utiliza” el cuerpo. Sin
embargo, su pensamiento y su manera de hablar evolucionaron hasta llegar a la definción de que
la persona humana “es una substancia racional que consta inseparablemente de alma y cuerpo”
(Trin. 15.7.11). Repudió el axioma de Porfirio de que deberíamos huir de lo corpóreo (omne
corpus fugiendum est), porque el hacerlo así, pensaba Agustín, provocaría la destrucción del
mundo (s. 241.7.7-8). Lejos de eso, Agustín hablaba del cuerpo en términos de amor; el cuerpo
es “esposo” del alma, y la “muerte, el último enemigo, me quita para siempre mi cuerpo, mi
querido amigo” (s. 155.15). Un “apetito natural” une al alma y al cuerpo; la separación en la
muerte es un desgarramiento, una experiencia antinatural. Esto contrasta con las primeras
referencias de Agustín al cuerpo como “siervo”, “trampa” y “jaula” (sol. 1.14.24). Al final,
Agustín defiende la indiscutible bondad y belleza del cuerpo, tan bien atestiguadas en los
poderes de reproducción y en los aspectos gratificantes con que Dios lo ha bendecido (civ. Dei
22.24.2). Nuestro amor a la vida es realmente el amor del alma a su cuerpo, un amor que la
obsesionará hasta que el cuerpo regrese a ella en la gloria de la resurrección (Gn. litt. 12.35.68).
Aunque Agustín no abraza el dualismo neoplatónico, sin embargo hay cierta dualidad en su
antropología, que tiene sus raíces en la superioridad jerárquica del alma sobre el cuerpo. Sin
embargo, lo que Agustín buscaba era la unidad en las diversas dimensiones del ser humano, un
proceso dinámico de integración que concedía su debido valor a todos los niveles, en
subordinación a Dios. El ideal no es escapar del cuerpo y del mundo, sino el restablecimiento del
equilibrio interior por medio de la unificación de todos los niveles del ser del individuo, lo cual
incluye la sumisión espontánea del cuerpo al alma. Sin embargo, la experiencia personal y los
antecedentes filosóficos del joven Agustín se escucha en su queja, formulada en años posteriores,
de que el deseo sexual es la única “gran fuerza” que desafía a la integración y que choca
permanentemente con la razón y más todavía con la voluntad (c. Jul. 4.13.71; civ. Dei 14.16).
Sin embargo, Agustín elevó la sexualidad al plano personal. La sexualidad está entretejida con
una vida psíquica completa que está sometida a todas las tensiones importadas en su textura por
el pecado. El trastorno del sí-mismo por la sexualidad conduce al trastorno y alteración de la
comunidad con Dios y con los otros.

La senda de la interioridad
El origen de la antropología de Agustín se halla en su profundo análisis de la interioridad,
en su inmersión en las profundidades del corazón y de la mente en sus niveles conscientes e
incluso inconscientes. Su reflexión radical es más que una introspección superficial efectuada
por un ego cartesiano aislado. Para Agustín, el espíritu humano no puede separarse de sus
actividades; el espíritu humano es sus actividades con respecto a sí mismo, a otros y a Dios. El
análisis de Agustín no es teórico sino práctico; la mente se hace presente a sí misma, recordando
y prediciendo su propia vida. Por medio de la reflexión sobre este espíritu sumamente íntimo en
relación consigo mismo y con su mundo, Agustín llega a una concienciación más profunda, a
una captación más firme de los principios básicos de la moralidad, y a la admisión sincera de su
propia ignorancia. La búsqueda de sí mismo no debe conducir a una autocontemplación
narcisista que termine en una estrecha y cerrada insularidad, sino que debe conducir al vasto
océano del ser y de la bondad, al Otro que hay en nosotros y al que se encuentra en la intimidad
de la autopresencia. El enemigo de la interioridad es la curiositas, que para Agustín no es una
simple curiosidad sino el deseo ardiente de información pero sin interés por el sentido y la
verdad; es un involucrarse de forma tan plena en el mundo cotidiano, que impulsa al olvido de la
propia interioridad. El análisis de sí mismo, el conocimiento de sí mismo y la memoria, que tanto
destacan en el pensamiento de Agustín, pueden parecer afines al desvinculado intelectualismo
cartesiano. Sin embargo, para Agustín el conocimiento de sí mismo no es la visión de una mente
espectadora, porque no procede sólo del “yo pienso” sino también del “yo quiero, yo busco”. El
intelecto no deja nunca de estar acompañado por la voluntad y por sus amores. Sin la voluntad no
se llega al conocimiento. El conocimiento nace del cognoscente y del conocido. Pero el deseo
precede al conocimiento de sí mismo; el anhelo precede a lo que el alma produce. El anhelar
asegura que, a través del largo viaje del buscar y encontrar, el individuo avanza deseando
conocimiento (Trin. 9.12.18; conf. 7.10.16).
Sin embargo, nosotros mismos no somos la fuente del conocimiento y de la verdad. La
verdad de deriva de Dios únicamente, cuyo conocimiento está enraizado profundamente en
nuestra hambre de conocimiento propio. Tan sólo en la interioridad del sí-mismo podemos
descubrir la trascendencia; el camino hacia lo interior es el camino hacia lo superior (conf.
12.16.23; 10.3.3). Lo que uno descubre en el sí mismo, no es un primer principio cartesiano,
evidente por sí mismo, en el cual se asienten lógicamente todas las demás verdades, sino que es
más bien una palabra interior. La palabra de Dios habita en la persona humana. El espíritu
participa así de la vida divina, de las ideas arquetípicas que son la fuente y la razón de todas las
cosas, de la luz incorpórea que ilumina todas las cosas. La iluminación por la Palabra de Dios
sustituye a la reminiscencia platónica de la formas eternas. El volverse hacia lo interior no es el
retorno platónico a un “antes”, sino una senda hacia un “más arriba”. Agustín da expresión
cristiana a esta formulación filosófica. Cristo, la Palabra de Dios encarnada, es el maestro
interior del individuo (magister interior), es el poder de Dios en el interior del individuo, el
poder que ilumina y dota de sabiduria, que trasmite la mente de Dios y sus ideas arquetípicas que
se hallan reflejadas en todas las criaturas. El alma es el ojo, y Dios es la luz. Un ser humano no
puede dar sabiduría a otro ser humano, porque los seres humanos no poseen la verdad. La verdad
los trasciende. Sin embargo, la verdad puso su morada en las profundidades del “yo” a través de
la Palabra que mora en el interior de él y que es el único maestro de la humanidad.
Según Agustín, hay en nosotros una razón superior o intelecto (ratio superior) y una
razón inferior (ratio inferior). Esta última recibe percepciones sensoriales, que constituyen la
ciencia; la primera se ocupa del conocimiento de los principios inmutables, por ejemplo, las
ideas de número, la bondad, la belleza, la proporción, que son independientes de y más reales
que las percepciones sensoriales y que conducen a la sabiduría. En estos principios, el individuo
reconoce la verdad como inmutable, como actuante por doquier, como la que gobierna y rige la
mente y las realidades corpóreas. Por medio de la ratio superior, el individuo es capaz de juzgar
acerca de lo que él siente, recuerda, piensa. La experiencia nos enseña lo que es un arco o una
persona. La iluminación por la Palabra, no la experiencia, enseña lo que debe ser un arco
perfecto o una persona perfecta. Dios, como verdad, proporciona a la mente las normas, los
principios para el juicio recto, no a través del espectáculo de un mundo organizado por las ideas
platónicas, sino por medio de una luz incorpórea que irradia dentro de la mente (civ. Dei
40.27.2). No es que la verdad habite en nosotros; sino que nosotros vemos la verdad “en” Dios.
Al entrar en la memoria, vamos más allá de ella; no descubrimos a Dios en nosotros mismos,
sino que más bien descubrimos que nuestro sí-mismo está en Dios. La mente puede apartarse
voluntariamente de la luz interior y entrar en un olvido que busque la verdad en un arduo viaje
obstaculizado por apariencias engañosas y que termina en la pérdida del sí-mismo.
La imagen de Dios en la humanidad
La vuelta de Agustín hacia la interioridad no supone que el sujeto humano quede
absorbido en la anonimidad de un “todo” impersonal. Las personas y sus historias tienen
significación eterna, porque los hombres están hechos a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26).
Únicamente el Hijo, como imagen y semejanza del Padre, es igual a Dios. Un ser humano es
también imagen y semejanza de Dios, pero una imagen que no llega a su original en igualdad,
sino que se acerca a él en semejanza (Trin. 7.6.12). La semejanza, para Agustín, era una cuestión
de grado en una escala de semejanza que se extiende desde el cosmos hasta Dios. Según Agustín,
entre todas las criaturas, los hombres son los que más cerca se hallan de Dios. Pero su condición
de imágenes revela a la vez la semejanza y la desemejanza. Aunque están cerca de Dios, los
hombres siguen estando óntica y éticamente distantes de Él. Al estudiar cómo los hombres son
imagen de Dios, Agustín se vuelve de nuevo al alma. El alma se halla muy cerca de Dios, es
sumamente semejante a Dios, por su capacidad para responder al llamamiento de Dios, para
volverse hacia Dios y para ser plasmada por Dios. Destacan dos aspectos del alma: la capacidad
para buscar y conocer la verdad y la inmortalidad, procediendo ambas de la inmaterialidad
propia de un espíritu. El que la humanidad sea la imagen de Dios, puede interpretarse también en
términos trinitarios, porque vestigios de la Trinidad caracterizan a los hombres. En su ser,
conocer, amar y en la triunidad de la memoria, la inteligencia y la voluntad en la autoposesión,
las personas son imagen del Padre, Hijo y Espíritu, del Origen, Palabra y Amor (civ. Dei 11.26).
Sobre todo, la mente es imagen de Dios en su capacidad para recordar, entender y amar a Dios.
Menos directamente, a través del alma, el cuerpo es a imagen de Dios, aunque su participación
será mayor en la gloria escatológica.
La imago Dei, esculpida en el ser del individuo, puede desatenderse o negarse pero jamás
puede borrarse tan completamente por el pecado, que no quede nada que pueda reformarse. La
imagen y semejanza de Dios en la persona humana se halla distante, deformada, necesitada de
reforma para que sea acercada más a Dios en una semejanza mayor. Y, así, Agustín contempla la
imagen de Dios en los seres humanos, distinguiendo entre una capacidad para la participación en
Dios y una participación efectiva en Dios. Los seres humanos están destinados para la relación
con Dios, una relación que puede darse como posibilidad o como realidad (Trin. 14.8.11).
Agustín no concibe estáticamente la imagen de Dios en la humanidad caída, sino que la concibe
dinámicamente. Los hombres tienen que llegar a ser más y más imagen y semejanza de Dios
mediante una progresiva conversión, una constante reforma, un crecimiento en el amor que re-
cree al sí mismo. Todo esto es parte de la constante actividad creadora de Dios por medio de la
Palabra, que educa y purifica (en. Ps. 47.1). Se piensa que cambia el grado de semejanza entre la
imagen y el original. Y la Palabra encarnada es deformada para reformar y para hacer bella a la
deformada imagen de Dios en la humanidad caída. Sin embargo, a pesar de esta manera de
hablar, Agustín rechazaba la opinión de los Padres griegos de que la “semejanza” añade algo a la
idea de ser imagen, y de que la semejanza quedara reservada para la persona reformada por la
gracia, o de que la semejanza pudiera concebirse como la meta del desarrollo. Para Agustín, el
ser una imagen supone la semejanza con un original. La semejanza no añade nada a lo se ser una
imagen; la semejanza más estrecha añade algo a la idea de ser una imagen deformada. Y el
avanzar en la escala de la semejanza es la tarea de la peregrinación humana, un regreso a casa
desde este “lugar de desemejanza” (conf. 7.10.16). No obstante, sin que importe cuánto avance
uno en este viaje, el individuo sigue siendo para siempre lo que era, impar imago de Dios.
Únicamente el Hijo es igual a Dios, par imago (Trin. 15.16.26).
Los dos amores
Agustín vio que la realidad poseía dos polos relacionados entre sí, la exterioridad y la
interioridad. Es un arror pensar que Agustín abrazó este último y rehuyó el primero. Hallándose
inmerso en la vida eclesiástica y civil, Agustín halló que la felicidad es imposible sin amigos
(conf. 4.6.11). Ser humano es existir juntamente con otros. La socialidad humana tiende hacia el
amor, sin el cual el mundo sería un desierto (ep. Jo. 7,1). El amor es el hilo unificador que
recorre todo el corpus de su obra. Agustín considera el amor como el centro vital de la existencia
humana. Todos desean la felicidad. Cuando la voluntad alcanza su deseo, se siente feliz. Sin
embargo, no todo el que alcanza el deseo de su corazón sigue siendo feliz (b. vita 2.10). El
individuo puede perder el objeto del amor y entonces se hunde de nuevo en la infelicidad. Hay
un hueco en el corazón. La voluntad es un deseo abierto que busca incansablemente lo que
pudiera saciar su hambre, llenar su vacío, proporcionándole así un pacífico descanso y gozo. Esta
atracción hacia el amor y el deseo del amor es un motivo central en la antropología de Agustín.
Él va más allá de la cuestión de la felicidad y penetra en la clave del amor humano. Al fin de
cuentas, la calidad del amor es lo único que colma la medida de una persona. La historia humana
es el relato de amores humanos, y las personas no amaron sabiamente y bien. El conocimiento
por sí solo y la fe por sí sola, por importantes que sean, no son capaces de hacer que una persona
sea buena. Sólo el amor lo hace (ep. Jo. 2.8). El amor distingue a una persona de otra, no la
lengua, la cultura o el color. El amor distingue entre las acciones de las personas y los corazones
de las personas. Son sus frutos, pero especialmente sus raíces, los que las caracterizan como cosa
aparte (ep. Jo. 5,7-8).
Pero hay dos amores, uno de ellos obstinado, mal encaminado; el otro, rectamente
ordenado. El amor desordenado es amor terrible, codicioso (cupiditas, amor sui) de cosas que
pueden perderse y da origen a “deseos de la carne”, que no deben restringirse a pasiones
sensuales desenfrenadas, sino que incluyen, por ejemplo, el ansia de placer, los celos, el odio, la
codicia, las murmuraciones, el egoísmo. La cupiditas no es precisamente ansia ciega, sino amor
humano que busca satisfacción en una esfera transitoria que no puede proporcionarla. Mantiene
al individuo prisionero e impotente para liberarse a sí mismo. Bajo el dominio de la cupiditas, el
ego es dios y todo lo demás tiene que estar al servicio de su búsqueda vana de la felicidad.
Opuesta a la cupiditas es la caritas, el amor de lo que uno debe amar, de lo único que conduce a
un gozo duradero y a una genuina felicidad, porque conduce a la única realidad que puede saciar
el deseo del corazón y que nunca será arrebatada, a menos que uno así lo quiera: Dios (Trin.
9.8.13). La caritas no es un amor desecado que carece de intensidad y fuerza emotiva; es un
amor apasionado en su búsqueda y consecución de Dios. La historia es el relato de estos dos
amores divergentes. Constituyen mentalidades en conflicto y son, a su vez, dos ciudades
diferentes, la civitas diaboli y la civitas Dei, que se hallan entrelazadas y mezcladas dentro de los
individuos y de sus comunidades (civ. Dei 11.1). Una persona es lo que esa persona ama: “Lo
que una persona ama, eso es ella. ¿Amas la tierra? Entonces eres tierra. ¿Amas a Dios? Entonces
– me atreveré a decir – tú eres Dios” (ep. Jo. 2.14).
Esto no significa que, en la antropología de Agustín, el amor sea únicamente vertical, que
esté dirigido a Dios. El amor vertical necesita el complemento del amor horizontal, del amor
entre seres humanos. El amor de otros es una misma cosa con el amor de Dios. En cierto sentido,
el amor de otros tiene la primacía y es más exigente, porque es más concreto, más inmediato y es
menos accesible al engaño propio (exp. Gal. 45; ep. Jo. 8,14). Al amar a otros, la persona
encuentra a Dios, que mora en el amor de una persona hacia otra. “¿Qué es el amor? Es el amor
de nuestro hermano o de nuestra hermana. Podrá alguien objetar: yo no veo a Dios en ese amor.
A lo cual yo respondo... si amas a tu prójimo a quien ves, llegarás al mismo tiempo a ver a Dios.
Verás el amor, y en el corazón del amor está la morada de Dios” (ep. Jo. 5.7). El amor de sí
mismo y el amor de otros coinciden con el amor de Dios, cuando se hallan insertos en la
jerarquía ordenada de amores, aunque una tendencia posterior del pensamiento de Agustín
considera el amor de sí mismo como un orgullo radicalmente malo que viaja en dirección
opuesta.
La voluntad, la acción, la libertad
Cuando Agustín abandonó la confianza juvenil en las capacidades intelectuales y morales
de la humanidad, fue contemplando cada vez más la existencia como un conflicto entre el pecado
y la salvación, entre la cupiditas y la caritas, y fue viendo la historia como el escenario en el que
se desarrolla ese conflicto. La victoria de la caritas no es una progresión ordenada hacia una
meta, sino que es un milagro constante de la divina gracia. La confianza en las capacidades
humanas por sí solas, en las capacidades intelectuales y morales, es una ilusión peligrosa, porque
el pecado de Adán, que rompió e invirtió el orden de Dios, infecta a los hombres en todas las
esferas de la vida, dejándolos moralmente impotentes para ir tras el gran bien que les está
llamando. Después de la caída de Adán, la vida humana se convierte en un destierro, en una
prueba, en una vida de tentación, llena de dificultades que nos agobian, en una vida tan
transitoria como las fases de la luna creciente y menguante, en un movimiento gradual hacia la
muerte cierta. No puede haber una autorrealización acorde con un orden racional que los
hombres no tengan más que aceptar y observar (lib. arb. 3.24.72). Ahora bien, Agustín interpreta
el pecado tanto en sentido social como en sentido cósmico. El pecado no sólo rompe el orden
racional y jerárquico del universo, sino también el de la comunidad, por cuanto las personas
pecadoras se retiran al aislamiento y soledad, a la esfera cerrada de sí mismas, y buscan
únicamente su propia voluntad. El acento recaía menos en el pecado como resultado del enredo
del alma en la carne, y más en el pecado como resultado de una decisión de la voluntad propia.
“No era la carne corruptible la que hacía que mi alma fuera pecadora, sino el alma pecadora la
que hacía que la carne fuera corruptible” (civ. Dei 14.3.50). No es sólo por la carne por lo que el
alma experimenta trastornos, sino que también los experimenta porque brotan del interior de sí
misma. El sí mismo dividido, desgarrado por tensiones internas, se convirtió en hilo conductor
que recorre todo el pensamiento agustiniano. Más aún, Agustín toma como punto de partida la
teoría clásica y considera las pasiones cardinales, el deseo y el deleite, el temor y la congoja, no
como erupciones que llegan a la mente desde una parte irracional del alma o desde el cuerpo,
sino como modalidades afectivas de la voluntad. La categoría bíblica “carne” denota para
Agustín, no la simple indulgencia sensual, un caso en el que lo inferior seduce a lo superior, sino
como una deficiencia dentro de la mente misma. El espíritu se hace carnal, esclavo de la carne,
cuando se halla inmerso en lo carnal; la carne se hace espiritual, cuando se pone al servicio de lo
espiritual. Supremamente, el pecado es más bien orgullo que sensualidad. La exaltación perversa
del orgullo busca la satisfacción privada del individuo, con detrimento de un bien común
compartido.
La tensión, el conflicto, el desorden son endémicos en cualquier sociedad de seres
humanos caídos, que se hallan infectados desde su concepción por el contagio del pecado, lo cual
se manifiesta en la concupiscencia. La concupiscencia, para Agustín, tiene una amplia gama de
significados, desde una concupiscencia buena del alma, por la cual ésta aspira a la sabiduría,
hasta los elementos incontrolables de la sexualidad. El deseo, aunque no es pecaminoso en sí
mismo, se ha convertido en un deseo desordenado, dada la condición pecadora de la humanidad,
en una concupiscencia contemplada por Agustín como una herida, una enfermedad, un castigo
sufrido a consecuencia de la caída de Adán. Aunque Agustín lo emplea en forma intercambiable
con libido, el deseo no es identificado exhaustivamente con el deseo sexual, sino con cualquier
deseo pecaminoso, sin que importe lo noble que sea su objeto, a pesar de que el deseo sexual
(libido carnalis) y el deseo de poder (libido dominandi) se hallan más estrechamente vinculados
en Agustín que en las mentes modernas (civ. Dei 14). La batalla con la concupiscencia perdura
durante toda la vida; los hombres son convalecientes. Sin embargo, acusar a Agustín de
Maniqueísmo es entender torcidamente sus descripciones existenciales de la ambigüedad que
invade al ser humano en situación de conflicto, como si fueran definiciones de lo que constituye
la esencia metafísica del ser humano. Lo mismo que Pablo, cuya antítesis entre el espíritu y la
carne es una distinción moral y no una distinción metafísica, Agustín afirma un conflicto moral
radical dentro del ser humano, no un choque entre sustancias opuestas e independientes (c. Jul.
imp. 5.30; Gn. litt. 10.12.20). La colisión entre la carne y el espíritu no es “natural”, sino el
resultado del anterior pecado de orgullo (conf. 2.2.2; 7.7.1; 8.5.10), un desorden aportado a la
mente por ella misma en su rebelión contra Dios. De esta lucha surge la impotencia moral; la
concupiscencia está fuera del alcance de la voluntad y se resiste a la integración. Sin embargo, el
simple poder de la voluntad es insuficiente; la ayuda de la gracia de Dios, una ayuda
completamente gratuita, es la única que puede hacer posible un amor de Dios que libere a la
voluntad esclavizada por el pecado. La fuente de la libertad queda fuera de nosotros; la felicidad
es un don, no un logro. La perseverencia en la vida virtuosa y el hecho mismo de volverse hacia
Dios da origen a semejante vida, entretejida como un relato ininterrumpido acerca de la gracia
redentora. La voluntad se halla tan maniatada por el hábito, que no es capaz ni siquiera de buscar
la ayuda divina, y mucho menos de liberarse a sí misma. Debe recibir primero el llamamiento de
una exhortación divina, adecuada precisamente a su situación particular.
Para comprender esto, hay que darse cuenta de que, para Agustín, la voluntad no significa
una parte de la psique, sino que es la psique, la persona, en cuanto agente moral. La voluntad es
la que elige y actúa. Todas las elecciones y actos nacen del deseo, del apetito, y, por tanto, se
hallan enraizados en el amor, en el amor que únicamente la gracia hace posible, la caritas, o en
el amor pecaminoso, la cupiditas. Ahora bien, la conciencia no se halla al margen de la voluntad,
deliberando racionalmente, indiferentemente, sobre cómo podrá hacer el mejor uso posible de la
voluntad para lograr sus fines. Sino que el conocimiento, la deliberación, la voluntad, la elección
y el cuerpo se interpenetran mutuamente y constituyen un todo inseparable. Dada esta psicología,
Agustín no puede considerar a la voluntad humana caída como completamente neutral e
indeterminada. Ninguna voluntad existe in medio indeterminadamente. Es una de dos: o una
voluntad buena o una voluntad mala y esclavizada al pecado. Aunque la voluntad no puede ser
impulsada desde el exterior, sin embargo las propias decisiones acumuladas, la inclinación de los
propios amores, el poder y la violencia del hábito interior, que son una “segunda naturaleza”,
deben sopesarse a la hora de evaluar la libertad. Los seres humanos caídos gozan del poder de la
libre elección (liberum arbitrium) que los convierte en agentes responsables y que les permite
sentirse como tales. Sin embargo, a causa del pecado, del pecado de Adán y del propio pecado,
vemos que la auténtica libertad (libertas), la capacidad para hacer el uso debido de la elección,
no pertenece a los seres humanos. Básicamente, el poder de elección, dejado a merced de sí
mismo, sigue siendo una veleidad ineficaz para conseguir la verdadera felicidad; la congruencia
entre la acción y la intención mengua. La verdadera libertad origina una espontaneidad que
impulsa hacia la bondad y la verdad y que es don únicamente de la gracia. Agustín sitúa la
libertad, no tanto en la arbitrariedad de las elecciones, como en un deseo radical del bien
supremo y en un compromiso con él. Las elecciones fugaces no son sino revelaciones de carácter
permanente. Sin embargo, los seres humanos, al carecer de la capacidad para hacer el uso debido
del poder de elección, son una massa peccati, porque cargan con “una cruel necesidad de pecar”
(perf. just. 9), una necesidad que no se deriva fatalísticamente de cualquier determinismo físico o
metafísico, sino que procede como un castigo de la caída humana en Adán, y voluntariamente y,
no obstante, también involuntariamente, de las cadenas del hábito que uno ha forjado para sí
mismo. El pecado es legado y elección. Una “naturaleza contraria”, de carácter maniqueo, es
sustituida por el hábito, que tiene la fuerza de una necesidad inquebrantable. Así que la auténtica
libertad (libertas) se opone, no a la necesidad como tal, sino a esa servidumbre interna del
pecado, que constituye una necesidad, y que tira de la voluntad para que obre de manera
contraria a su auténtica naturaleza. Ciertamente, la libertas, restaurada por la gracia, aporta una
espontaneidad que tiene el peso de la necesidad, peculiar del amor, para elegir y actuar en
armonía con el hambre innata que el corazón siente de Dios. Cualquier “determinismo”
efectuado por la gracia, tiene ahora sus raíces en las propias creencias y deseos del individuo; es
la apreciada necesidad que todo amor conoce muy bien.
En última instancia, Agustín se halla menos interesado por el elegir, por el hacer, que por
el ser, por el sí-mismo escurridizo que uno mismo es o que piensa ser, por el ser una persona que
espontáneamente se entrega de manera incondicional como espíritu encarnado al Único que
ofrece satisfacción. Pero, al hacer cosas buenas, el individuo no puede adquirir espontaneidad en
querer el bien. Tal intento es una vana obstinación. Uno no puede hacer cosas verdaderamente
buenas, únicamente si la espontaneidad, la buena voluntad de hacerlas, se encuentra ya presente
como un don. Aun después de recibir el don, la tentación no cesará de atormentar incluso a los
mejores, y de poner a prueba la fragilidad de la virtud humana. Evidentemente, la visión
novedosa de Agustín acerca de la volición humana nos condujo a un bosque de cuestiones que
siguen siendo enojosas. Para él, las personas que responden a las overturas divinas son
receptivas, no pasivas. La conversión requiere consentimiento informado y se produce como el
cumplimiento de la intención y de la acción tanto humanas como divinas. Sin embargo, algunos
arguyen que Agustín hizo que todo se redujera a la acción divina, y que privó a los seres
humanos de toda influencia. Como mínimo, hay asimetría entre el pecar, que se explica
suficientemente por la voluntad finita, y el querer el bien, que no tiene explicación suficiente en
la mudable voluntad de la criatura.
A la luz de esta visión de la voluntad, de la acción y de la virtud, Agustín no se hacía
ilusiones acerca de la vida política. No era optimista acerca de la historia humana y se centraba
más en la ciudad celestial. Los esfuerzos terrenos no podrán tener significación suprema. No
deberíamos preocuparnos demasiado por esta vida fugaz. Habrá que esperar lo mejor y aceptar lo
que venga, mientras el régimen político no nos exija hacer nada inmoral (civ. Dei 5.17). Con
restricciones, podríamos servirnos de los procedimientos y métodos que son eficaces en la ciudad
secular, pero no nos sorprendamos si nos decepcionan. El realismo político de Agustín se basa en
una visión nada utópica de la historia humana y en la convicción de que las virtudes y
habilidades exigidas por la vida en la polis terrena se hallan dominadas por los valores supremos
que las encarnan, por el horizonte de los amores del individuo. Por tanto, habrá que valorarlas
según dos normas, una de ellas, suprema; la otra, próxima. Estas dos normas son cómo esas
virtudes y habilidades aparecen a los ojos de Dios, y cómo las ven los demás ciudadanos. La vida
en la ciudad secular, con todos sus gozos y miserias, está impregnada de motivaciones henchidas
de vida espiritual o de muerte espiritual.
Finalmente, la antropología de Agustín no está exenta de tensiones internas sin resolver:
tensiones entre el sufrimiento y el mal que hay en el mundo y la bondad de Dios; entre la
contemplación y la acción; entre el espíritu y la materia, según la concepción jerárquica que
Agustín tiene del mundo; entre la trascendencia divina con respecto a todas las cosas y la
inmanencia divina en todas ellas; entre la divina ausencia y la presencia; entre la capacidad de la
voluntad para el mal y su incapacidad para el bien, lo cual se traduce en una asimetría
antropológica; entre la facticidad de lo proclives que son los seres humanos al mal, y la
complicidad humana en el mal; entre la bondad del alma en su orientación inicial y su
autodeterminación destructiva para obrar el mal. Sin embargo, Agustín es el primer pensador
cristiano que da expresión sistemática a una unidad del cuerpo y del alma que alcanza una
formulación conceptual y que anhela profundísimamente la integración. Para él resultaba
inadmisible un dualismo metafísico, pero le obsesionaba un dualismo existencial. Y, aunque
progresos en nuestro conocimiento han echado por tierra algunas de sus suposiciones y
afirmaciones acerca de la humanidad y de su mundo, sin embargo hay mucho que aprender de su
proceso razonador. Su antropología sigue siendo un saludable antídoto contra la ingenuidad de la
mayor parte de las antropologías posteriores a la Ilustración. Si la escultura griega y la romana
captaron la belleza y la complejidad del exterior de la humanidad, del cuerpo, vemos que fue
Agustín el primero en exponer la majestad y la tragedia, las alturas luminosas y las
profundidades tenebrosas del interior de la humanidad, de la mente y del corazón.
–› Cuerpo; cristología; deificación, divinización; gracia; doctrina acerca de la imagen;
libertad; redención; pecado; alma; voluntad.
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STEPHEN J. DUFFY
Apocalipsis –› Apocalipticismo

Apocalipticismo. Tanto las Cartas de Pablo como los Evangelios, que constituyeron el núcleo
del canon del Nuevo Testamento, vincularon la segunda venida de Jesús – su reivindicación
después de sus sufrimientos en la cruz – con el establecimiento del reino de Dios (por ejemplo, 1
Cor 15,22-57; Mc 13,24-27). De este modo, las enseñanzas específicamente cristianas sobre la
condición de Jesús como Hijo de Dios y la proclamación de su resurrección se combinaron con
las expectaciones judías, más tradicionales, acerca de los sucesos que tendrían lugar al fin.
Temas esbozados en los profetas clásicos y desarrollados más a fondo en los escritos del período
tardío del Segundo Templo – una batalla final entre el bien y el mal; el sufrimiento de los justos
antes de que Dios establezca su reino; los desastres (celestes, terrestres y sociales) que
caracterizan al período anterior al fin; la resurrección corporal de los santos y su refrigerio en una
Jerusalén renovada y esplendorosa; el reconocimiento universal de Dios – llegaron finalmente a
formar parte definitiva de las creencias cristianas y, mediante las visiones que Juan tuvo en
Patmos y que se refieren en el libro del Apocalipsis, marcaron también su impronta en el canon.
La batalla del siglo II acerca de la identidad cristiana – ¿quién era ortodoxo?, ¿quién era
hereje? – se desarrolló en torno a este tema de las creencias apocalípticas. Marción, Valentín y
otros dualistas radicales que repudiaban enseñanzas tales como la encarnación, una segunda
venida histórica o la resurrección de la carne, por considerarlas doctrinas carnales y
religiosamente incoherentes, fueron condenados por otros cristianos, ortodoxos en su perspectiva
de la historia, con una piedad que iba acompañada por un vivo milenarismo: Justino Mártir,
Ireneo, Hipólito, Tertuliano. Agustín, como obispo católico del siglo IV, se situó dentro de esta
última línea de creencias y, también él, condenó las doctrinas dualistas de las reapariciones
latinas tardías de los gnósticos: los maniqueos. Pero, para el siglo IV, el apocalipticismo de la
época anterior se asentaba pobremente sobre la cima de cien años de cristianismo imperial
romano. Este hecho, juntamente con su confrontación – en vísperas de la caída de Roma en el
año 410 – con las convicciones apocalípticas de su propia generación, condujeron a Agustín a
una definitiva y audazmente original reformulación de la creencia apocalíptica ortodoxa en los
libros finales de la Ciudad de Dios. Un breve examen que pase revista al apocalipticismo
ortodoxo hasta sus tiempos, nos hará apreciar más nítidamente la contribución de Agustín, y nos
ayudará a comprender los temas estratégicos que configuran el final de la obra De civitate Dei.
El Apocalipsis y la Iglesia primitiva
Los cristianos antiguos que sostenían creencias milenaristas, tenían ideas bastante claras
de lo que había que esperar: los profetas, algunos pseudoepígrafos cristianizados, los Evangelios
y sobre todo el libro del Apocalipsis sirvieron para catalogar los sucesos que acompañarían al
fin. El sufrimiento de los santos de Dios daría paso finalmente a su reivindicación, de la misma
manera que sus aflicciones – reflejadas en los paroxismos que arruinaron el cielo y la tierra –
terminaron gracias a la gloriosa segunda venida de Cristo. El poder injusto que los perseguía –
Roma, disfrazada apenas bajo los velos púrpura y escarlata de la ramera apocalíptica de
Babilonia (Ap 17,9) – sería un poder repentinamente desbandado y luego absolutamente
destruido. Los mártires, resucitando en carne restaurada, reinarían con Cristo en la tierra durante
mil años (20,1-6). Una vez que el fuego hubiera consumido a los perversos Gog y Magog, todos
los muertos serían juzgados en la segunda resurrección (20,7-15). Un nuevo cielo y una nueva
tierra aparecerían con el descendimiento de la Jerusalén celestial, y la muerte, el enemigo final,
no existiría ya (21,1-4).
El período de mil años de felicidad terrestre de los santos con Cristo originó
especialmente intrigadas especulaciones. Ireneo de Lyón (hacia el año 200) citó con aprobación
una tradición de Papías, quien afirmaba que Jesús mismo había enseñado que “llegarán días en
que cada viña tendrá mil cepas, y cada cepa diez mil sarmientos, y cada sarmiento diez mil
ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas” (adv. haer. 5.33.3). Justino
(hacia el año 160) situó específicamente en Jerusalén esta fiesta que duraría mil años (Diálogo
con Trifón 81, citando a Is 65 y Ap 20), donde, según el hereje Cerinto y, más tarde, el ortodoxo
Lactantio, “habría mil años para celebrar fiestas nupciales” (en Eusebio, HE 3.28.2; cf. div. inst.
7.24). La superabundancia terrestre, la justicia social y la paz civil, e incluso los matrimonios y la
procreación sana, todo ello dentro de la Jerusalén renovada – tal sería el reino milenario de los
santos.
La insistencia de la proto-ortodoxia en la resurrección de la carne como el índice de la
redención sirvió en su arsenal teológico contra las penetraciones de las cristologías docéticas
(claramente visibles ya en las repudiaciones acervas que hacen de ellas las cartas deuteropaulinas
y las cartas joánicas del Nuevo Testamento), cuyo atractivo y carácter persuasivo aumentó con
los propios atractivos cada vez más elevados del movimiento general acerca de la naturaleza
divina de Cristo. En este sentido, entonces, el compromiso con el apocalipticismo estuvo al
servicio del compromiso en favor de la cristología de la encarnación. La adhesión de la proto-
ortodoxia a una Jerusalén terrestre y renovada, basada como estaba en interpretaciones cristianas
especialmente de los profetas clásicos de la tradición judía, sirvió para el fin más amplio – contra
la sinagoga de la diáspora y contra la iglesia marcionista – de la apropiación exegética de la
Versión de los LXX (véase aquí especialmente Justino, Diálogo con Trifón 29 y passim). Y el
compromiso filosófico y exegético de la proto-ortodoxia con la continuidad entre el cosmos
físico y el Dios altísimo, entre la creación y la revelación, entre el Génesis y el Evangelio, sirvió
a su vez para acentuar la historia como el escenario de las interacciones de Dios con la
humanidad. La “historia” organiza narrativamente el tiempo: si el Génesis nos ofreció el
comienzo del tiempo, entonces el Apocalipsis de Juan y la teología apocalíptica en general nos
ofreció su fin y con ello impuso su argumento: la redención carnal e histórica de los santos. “El
tiempo está cerca”, anunciaba el Cristo del Apocalipsis. “Mirad que vengo pronto” (Ap 22,20).
Sin embargo, como el tiempo se dilataba, el interpretar lo de “pronto”, especialmente a la luz del
compromiso de la proto-ortodoxia con una Parusía histórica, se convirtió en una necesidad
urgente. La vinculación entre el sufrimiento de los justos y su inminente reivindicación – una
tradición tomada directamente del judaísmo (por ejemplo, Dn 7,21; 12,2-13; 2 Mac 6,12 – 7,38;
cf. Mc 13,1-37) – apoyaba la esperanza de que el cruel hecho de la persecución señalaba, por sí
mismo, la cercanía del fin. Y así, como refiere Eusebio, durante la persecución de Severo un
cronógrafo cristiano denominado Judas, basándose en las setenta semanas de Daniel (Dn 9,24),
calculó la inminente aparición del Anticristo. “¡Así de trastornadas tenía las mentes de la
mayoría la violencia de aquella persecución contra nosotros!” (HE 6.7). De igual modo, Pionio
de Esmirna, que sufrió el martirio a mediados del siglo III, fue consolado y fortalecido en su
resolución por su fe en la inminente destrucción del mundo (Martirio de Pionio 4). De manera
más general, los catálogos proféticos y evangélicos de desastres preapocalípticos – plagas y
hambre, trastornos en la tierra y en el cielo, guerras y rumores de guerras – estudiados y
descodificados, pudieron encajar y se vio constantemente que encajaban con los tiempos. Y
aunque las circunstancias avivaban la expectación apocalíptica, sin embargo podían también
originar decepciones e invitar así a la incredulidad. A principios ya del siglo II captamos el eco
de la creciente duda: “¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que los padres
durmieron, todo continúa tal como estaba desde el principio de la creación” (2 Pe 3,4).
Como respuesta específica a tal “sorna”, y con el fin de consolar y exhortar a su
comunidad, “Pedro” recordaba una idea importante expresada en los salmos: “Para el Señor un
día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pe 3,8; cf. Sal 90,4). Este versículo,
juntamente con los siete días de la creación esbozados en el capítulo primero del Génesis y el
reino milenario de los santos prometido en el capítulo vigésimo del Apocalipsis, se convirtieron
en el fundamento bíblico del concepto escatológico clave, que era la semana cósmica o las
edades del mundo. Así como Dios había creado el mundo en seis días y descansado el séptimo
día (Gn 1,3 – 2,3), y así como un día es para Él como mil años (Sal 90,4), de la misma manera el
mundo existiría durante seis “días” o eras de mil años cada una. Luego, al final de la sexta era, en
el año 6000 desde la fundación del mundo, Cristo regresaría en gloria para establecer el descanso
sabático milenario de sus santos (Ap 20,4-5). Para conocer el tiempo en que sucedería el fin, no
había más que calcular la edad del mundo.
Este enfoque milenarista, desarrollado especialmente por cronógrafos cristianos, permitió
una interpretación tradicional e histórica de los textos apocalípticos, a la vez que conseguía
dominar el entusiasmo que dichos textos inspiraban. Los cálculos del año 6000 recaían
diversamente en fechas situadas entre los años 400 y los años 500 de la era cristiana,
prevaleciendo esta última fecha en Occidente. Cuando Hipólito y Julio Africano, que escribían a
principios del siglo III, estimaban que Cristo había nacido en el año 5500 desde la creación del
mundo, hacían más que afirmar, desde luego, que el fin iba a llegar; retrasaban la venida de
Cristo situándola varios siglos después de la época en que ellos y su público vivían. Su época fue
la de la “Nueva Profecía”, la del Montanismo. Era también una época en que algunos obispos
católicos, creyendo firmemente que el fin estaba al alcance de la mano, instaban a sus
respectivos fieles a adoptar medidas drásticas, induciéndoles a que marcharan al desierto y
aprobando el abandono de los campos y de los medios de ganarse el sustento para dedicar todo el
tiempo a la oración (puede verse en Hipólito, in Danielem 4,18-19). La estrategia exegética de
calcular el fin, conseguía dos objetivos: por un lado lo afirmaba, y por otro lo demoraba.
Otros intelectuales entre los proto-ortodoxos, desconcertados por el sentido literal de la
expectación milenarista, preferían entender alegóricamente los pasajes proféticos,
considerándolos como testimonio de verdades espirituales atemporales más bien que como
sucesos históricos futuros. Orígenes, la gran luz de la Iglesia de fines del siglo II y principios del
siglo III, repudió las ideas milenaristas por considerarlas carnales, antiapostólicas y erróneas. El
vino que los santos habrán de beber en el reino, explica él, es el vino de la Divina Sabiduría; el
pan que ellos habrán de comer, es el pan de la Vida Eterna que alimenta, no a la carne, sino al
alma y a la mente del cuerpo espiritual (de princ. 2.11.2). Los que aguardaban la resurrección de
la carne y la restauración de Jerusalén en Judea eran personas carnales y nada inteligentes “que
rechazan el esfuerzo de pensar seriamente” (2.2.3). “El cetro de Judá” (Gn 49,10), señalaba
Orígenes, ha pasado a Jesús, el rey, no del Israel carnal, de los judíos, sino del Israel espiritual,
de la Iglesia. “Israel es una estirpe de almas”, concluía Orígenes, “Jerusalén es una ciudad que
está en el cielo” (4.3.8). Esas realidades espirituales no iban a aparecer físicamente en la tierra.

Agustín y el Apocalipsis
La alegoría alejandrina atraía a ciertos intelectuales; otros cristianos católicos, tanto en
Oriente como en Occidente, seguían una trayectoria más tradicional. Martín de Tours, como
informa Sulpicio Severo, creía que el Anticristo había nacido ya y que estaba llegando a la edad
madura (dial. 1.4); en Constantinopla hubo multitudes que se sintieron presas del pánico en el
año 398, después de presenciar señales y prodigios premileniales (Filostorgio, HE 11.6-7), La
tradición erudita del norte de la África romana, católica y, finalmente, donatista, siguió
afirmando que el año 500 p.C. era la fecha tradicional para el fin: Lactancio hacia el año 313
(div. inst. 7,24) y nuevamente Hilario en el año 397 (De cursu temportum) afirmaban que el año
6000 desde la creación del mundo se hallaba precisamente en la línea del horizonte cronológico.
Hacia el año 450, un cronista donatista vio codificado el nombre de Genserico, rey de los
Vándalos, en el número de la bestia, 666 (Ap 13,18). Su contemporáneo católico, el obispo
Quodvultdeus, opinaba que los cincuenta años que faltaban para el año 6000, era “el medio
tiempo del Anticristo” (de prom. 4.13.22).
La caída de Roma en manos de los godos invasores en el año 410 desató un torrente de
especulaciones apocalípticas. “¡He aquí que han pasado todos los años desde Adán!”, refiere
Agustín que algunos cristianos pretenden, “¡y he aquí que se han cumplido los 6000 años, y
ahora llega el Día del Juicio!” (s. 113.8). Esta respuesta era irónica, a la luz de la hostilidad
antirromana de la tradición milenarista pre-constantiniana. La ramera de Babilonia, que aparece
en el Apocalipsis que fue revelado a Juan en Patmos, y que está sentada sobre las siete colinas,
era claramente Roma (Ap 17,9): a su caída, los santos exclamarán a gritos “¡Aleluya!” (Ap 19,2).
Ireneo identificaba la cuarta bestia de Daniel 7 con el Imperio Romano, y el nombre de la bestia
que aparece en Juan, codificado en el número místico 666, lo descifraba él como LATINUS
(adv. haer. 5.26.1; 30.3). Victorino de Petau, comentando el Apocalipsis, aguardaba “la
destrucción de Babilonia, es decir, de la ciudad de Roma” (in Apoc. 8.2; 9.4).
Pero incluso antes de Constantino, y desde luego a partir de él, pensadores más prudentes
habían identificado el destino de Roma con el de la Iglesia: el nuevo Imperio católico,
contemplado en una perspectiva bíblica, parecía ser la realización de la paz de Isaías. Eusebio,
comentando el programa de edidificaciones de Constantino en Jerusalén, declaraba en tonos
épicos que aquello era como si “la gloria del Dios de Israel” hubiera regresado a su antigua sede:
“Tal vez ésta sea la nueva y segunda Jerusalén anunciada en los oráculos proféticos” (vit. Const.
3.33). En consecuencia, la caída de Roma se trasformó de algo que era de desear en algo que era
de temer. La caída de esta ciudad originaría la aparición del Anticristo y de los terrores que
precederían al fin. Por consiguiente, en los estremecidos tiempos que siguieron al año 410, los
cristianos se dedicaron con nuevo ardor a calcular los tiempos; mientras tanto, sus
contemporáneos paganos hacían notar que desde que el imperio había abandonado a los dioses,
los dioses habían abandonado al imperio.
En estas circunstancias y a estas circunstancias respondió Agustín con su obra maestra.
Contra los paganos, argumentaba que la suerte de Roma había fluctuado incluso cuando se
adoraba a los dioses. Roma debió sus éxitos a su ambición de gloria y a su amor al poder. Desde
el punto de vista moral y religioso, la cultura clásica había sido entonces un fracaso. Contra el
triunfalismo cristiano, Agustín argumentaba que la historia era inescrutable: la mano de Dios no
podía discernirse en nada que sucediera fuera de la Sagrada Escritura, aunque lo sucedido
redundara en beneficio de la Iglesia. Y, finalmente, contra los milenaristas insistía en que no se
podía saber en modo alguno cuándo habría de llegar el fin: era vano, entonces, intentar calcular
los tiempos tratando de armonizar profecías bíblicas con acontecimientos actuales.
Sus argumentos contra una comprensión literal del libro del Apocalipsis, desarrollados en
el libro 20 de De civitate Dei, recapitulan y amplían muchas de las extrategias exegéticas de
Ticonio, su contemporáneo donatista (mayor que él), especialmente cuando reconstruye tropos
milenaristas clásicos como “la venida del Hijo del hombre”, la resurrección primera, el reinado
de los santos durante mil años. Con frecuencia, dice Agustín (siguiendo a Ticonio), pasajes que
se refieren a la venida del Hijo no se refieren a Jesús y, por tanto, a la Parusía, sino más bien “a
la llegada del Salvador en el sentido de que Él llega en toda esta época actual en la persona de su
Iglesia” (20.1.2). La resurrección segunda es, ciertamente, la resurrección del cuerpo de carne, y
como tal puede suceder y sucederá únicamente al fin; pero la resurrección primera se ha
cumplido ahora, dentro de la historia, al recibir el alma la nueva vida por medio del bautismo
(20.6.1-2). Y, finalmente, refiriéndose de manera directa a Apocalipsis 20,1-6, Agustín pone de
manifiesto las concepciones materialistas y milenaristas de aquellas personas que, interpretando
estos versículos en conjunción con el Sal 89,4 y sintiéndose “particularmente excitadas por el
número mil”, conjeturan que habrá un descando sabático de los santos, que durará un milenio, al
final de los seis “días”de la creación (20.7.1). Pues el número “mil” indica una cualidad
espiritual, no una cantidad empírica: 103 significa la “totalidad” o “todas las generaciones”
(20.6.2). Por eso, la cifra de “un millar”, que es intrínsecamente simbólica en su significado
bíblico, no puede utilizarse en ningún cálculo que pretenda determinar cuándo ha de llegar el
tiempo del fin.
Estos argumentos permiten a su vez la ingeniosa re-descripción que hace Agustín del
reinado de los santos durante mil años, establecido con la segunda venida de Cristo: un período
durante el cual Satanás es atado y arrojado al abismo (cf. Ap 20,1-6). Los que parecen –
erróneamente – acontecimientos finales se han realizado ya de hecho, de manera histórica pero
no apocalíptica. El reinado de los santos con ocasión de la segunda venida de Cristo comenzó ya
con el establecimiento de la communio sanctorum de la Iglesia, durante el cual tiempo Satanás
está atado, es decir, su poder está refrenado: porque ahora Satanás se halla “en el abismo” de la
“innumerable multitud de los impíos, en cuyos corazones hay una gran hondura de maldad
contra la Iglesia de Dios” (20.6.3). Y allí permanecerá mientras los santos, por medio de la
Iglesia, reinen con Cristo en la tierra “durante mil años” (por larga que sea efectivamente la
duración), dentro de la historia, no al borde final de la misma (20.9.1-2).
A diferencia del reino de la visión milenarista anterior, el reino cotidiano de Agustín, la
Iglesia dentro de la historia, comprende tanto a pecadores como a santos: la Iglesia es un corpus
permixtum hasta el juicio final. No obstante, los santos reinan, a pesar de que sus cuerpos no se
les han restituido todavía: reinan espiritualmente con Cristo (20.9.1-2). Agustín, que afirma esto
mediante su lectura Ticoniana del Apocalipsis en el libro 20, expone su tema más creativamente
en el libro 22, donde él finaliza su extensa obra maestra recorriendo los milagros que él conoce y
que fueron realizados por medio de reliquias santas (22.8). Como esos milagros son curaciones,
tienen por objeto la restauración de la integridad corporal y sirven así para recapitular “aquel
supremo milagro de salvación, el milagro de la ascensión de Cristo al cielo en la carne en que Él
resucitó de entre los muertos”, y que de esta manera señala anticipadamente la final ascensión
carnal de los redimidos (22.8.1). Agustín, después de reafirmar esta creencia tradicional en la
redención de la carne, añade su propia y audaz innovación: que, aunque el reino incluirá a los
santos resucitados en la carne, ese reino no se asentará en una tierra trasformada, sino en el cielo
(22.4-5 y 15). Las antiguas tradiciones apocalípticas de la fertilidad de los campos, de la justicia
social y de la Jerusalén restaurada quedan, por tanto, fuera del escenario descrito por él: en ese
reino no tendrán cabida los alimentos, el sexo, las relaciones sociales ni una Ciudad terrena
renovada.
En una última reinterpretación radical de un tema clásicamente milenarista, Agustín
concluye su meditación sobre la redención final eliminando toda referencia temporal de esa
amalgama entre las siete eras del mundo y el reinado milenario de los santos. Las seis eras
precedentes del mundo son, ciertamente, históricas, afirma él. Pero el Gran Sábado, el séptimo
día escatológico, son los santos mismos que moran en la Jerusalén celestial, es la eterna visio
pacis. “¡Bienaventurados los que moran en tu casa; ellos te alabarán por siempre jamás!” (Sal
84,5). Después de la era presente, “Dios descansará, como quien dice, en el séptimo día, y Él
hará que nosotros, que somos el séptimo día, hallemos nuestro decanso en Él” (22.30.5).
Tan definitiva llegó a ser finalmente la relectura agustiniana de la tradición apocalíptica,
y tan exótica y extraña llegó a ser la tradición anterior – tanto erudita como profana – contra la
que él argumentó, que fácilmente podemos no apreciar su originalidad y no llegar a comprender
el alcance pleno – e históricamente ofuscador – de su victoria. En los mismos días de Agustín y
mucho después de él, predominó el literalismo anterior, cargado de connotaciones sociales: el
alcance, el vigor, la consideración aun de los detalles aparentemente insignificantes y la
estructura retóricamente enfática de sus argumentos en la tercera parte final de De civitate Dei
nos hacen sentir indirectamente la medida de lo que fue su oposición cultural.
Toda la concepción misma de su magnum opus va en contra de la apocalíptica
tradicional. La obra entera, con su gran extensión – veintidós libros, escritos a lo largo de trece
años – se hallaba íntimamente unida por el estudio que Agustín hizo centrándose en un solo
tema: un análisis de la historia del amor. Siempre, desde la historia de Caín y Abel, toda la
humanidad ha estado dividida en dos grandes ciudades con arreglo a la orientación de sus
respectivos amores. Los que aman las cosas carnales y bajas (y, de la manera más insidiosa de
todas, se aman a sí mismos) pertenecen a la civitas terrena, a Babilonia; los que aman a Dios, a
la ciudad celestial, a la Jerusalén de arriba, pertenecen a la civitas Dei. Estas dos ciudades de la
tradición apocalíptica, Jerusalén / Babilonia, trasformadas así en las dos comunidades morales
opuestas, existen – mezcladas indefinidamente – en el tiempo. En su caminar por el destierro de
la historia, la humanidad se vio separada de su distante patria celestial por el primer pecado del
primer hombre, Adán; por el peso del pecado original que aflige desde entonces a cada
generación, que desordena el amor humano y desordena así a la sociedad humana, y por el vasto
río del tiempo que fluye hacia un futuro de duración no conocible.
Finalmente: al llegar al siglo V, el mundo cristiano, en la medida en que era bíblico, era
también histórico. Las prolongadas batallas contra los dualistas radicales y las consecuencias
ardientes de la controversia con Orígenes habían puesto fin a la utilidad de la alegoría como
forma de volver a conceptualizar la redención corporal. El genio de Agustín al enfocar la
interpretación de la Biblia consiguió más que el permitirle dirigir el rumbo dejando a un lado las
perplejidades del literalismo y las insatisfacciones de la alegoría. Agustín creó un tercer camino,
leyendo ad litteram – históricamente pero no literalmente – y de esta manera afirmó el realismo
histórico de la redención cristiana, a la vez que renunciaba a cualquier escatología terrestre. Ni el
triunfalismo de Eusebio ni la trémula expectación profética encuentran un lugar en la opacidad
de su saeculum. En este sentido, entonces, la lectura audaz, no apocalíptica, que la Ciudad de
Dios hace de la historia revela, por su propio estilo, la teología agustiniana de la ecclesia, pues
tan sólo dentro de la Iglesia – aunque ahora esté mezclada y sea imperfecta – el cristiano, a la
deriva en el tiempo, puede esperar beneficiarse de la gracia de Dios por medio de Cristo.
–› Civitate Dei, De; escatología; juicio
BIBLIOGRAFÍA
Sobre la historia del tradicional milenarismo cristiano y de forma especial sobre el concepto de
la semana milenaria, véase especialmente :Danielou, “La typologie millenariste de la semaine
dans le christianisme primitif”, VigChr 2 (1948):1-16; G. Ladner, The Idea of Reform (New
York, 1967), 222-32; R. Landes, “Lest the Millennium Be Fulfilled: Apocalyptic Expectations
and the Patter of Western Chronography”, in The Use and Abuse of Eschatology in the Middle
Ages, ed. W. Verbeke, D. Verhelst, and A Elkhuysen (Louvain), 1988), 141-56; A. Luneau,
L’histoire du salut chez les Pères de l’Église. La doctrine des ages du monde (Paris, 1964); y el
dossier de textos reunidos por A. Wilkenhauser, “Die Herkunft der Idee des tausendjährigen
Reiches in der Johannes-Apokalypse”, RQ 45 (1937):1-24; ver tambien La Cité de Dieu BA
37:768 n 26; P. Fredriksen, “Apocalypse and Redemption:From John of Patmos to Augustine of
Hippo”, VigChr 45 ( 1991):151-83; la monografía clásica es L. Gry, Le milénarisme (Paris,
1904) y de forma especial los capítulos 3-5. Para el empleo del mismo en Tyconius y Agustín
véase la bibliografía anteriormente citada. El estudio definitivo sobre la secularización del
tiempo, la iglesia y el imperio en Agustín es la obra de Markus, 1970/1989. E.Romero
Pose,Ticonio y san Agustín,”Salmanticensis” 34 (1987), 5-16

PAULA FREDRIKSEN

Apostólico(Credo) –› Credo, Symbolum


Aquino, Tomas de –› Tomás de Aquino
Aquitania. Julio César comenzó su Guerra de la Galia con la afirmación: “Toda la Galia está
dividida en tres partes”: Céltica, Bélgica y Aquitania en el suroeste. Durante los tres primeros
siglos del imperio, Aquitania fue una de las cuatro provincias galas. Diocleciano (284-305) la
dividió en dos: Aquitania Prima y Aquitania Secunda. Para el año 355 de nuestra era,
Novempopulana se había desligado de ellas. Estas tres provincias quedaron incluidas en la
diócesis de Septem Provinciae, que tuvo primeramente su capital en Burdeos y luego en Arlés,
ciudad que después del año 395 fue también la sede del prefecto pretoriano de Galia.
Durante el período del “Imperio Gálico” (259-273), Aquitania sufrió a causa de guerras
civiles y de invasiones de los bárbaros. Sin embargo, el siglo IV vio una señal de recuperación.
Aquitania, y en particular Burdeos, fue un centro de estudios, erudición y cultura literaria. El
poeta Décimo Magno Ausonio no sólo compuso cierto número de obras que se conservan, como
el poema Mosella, sino que además hizo de tutor del joven emperador Graciano (367-383) y
desempeñó funciones tan altas como las de cónsul y prefecto pretoriano de Galia. La prosperidad
económica se reflejó en la reconstrucción de numerosas fincas rurales, notables por sus finos
mosaicos. Se ven también señales de prosperidad en la creación de grandes industrias de
cerámica en ciudades como Burdeos y en la construcción de las sólidas murallas de la ciudad.
Durante la década de los años 380 Aquitania se vio envuelta en la controversia
priscilianista. Prisciliano de Ávila fue acusado, por ejemplo, de patrocitar un ascetismo ostentoso
y de administrar los sacramentos al margen de la Iglesia oficial. En el año 380, un concilio
reunido en Zaragoza atrajo a Delfino de Burdeos y a Febadio de Agén. A continuación,
Prisciliano viajó a Aquitania. En Eauze logró convertir a mucha gente. Después de ser expulsado
de Burdeos por Delfino, fue recibido por las nobles damas Eucrocia y Prócula. En el año 384 ó
385 se celebró un concilio en Burdeos, presidido por su enemigo Delfino. Pero Prisciliano, antes
de que pudiera ser sometido a examen, apeló al emperador Magno Máximo (383-388).
Posteriormente fue condenado y ejecutado, juntamente con Eucrocia y algunas otras personas.
En el año 415 Agustín escribió un tratado contra el Priscilianismo, a instancias de Pablo Orosio.
El asentamiento de los bárbaros durante el siglo V tuvo un tremendo impacto. Agustín
comentó las invasiones de los bárbaros en La Ciudad de Dios y en los sermones 105, 296 y 397.
El 31 de diciembre del año 406 grupos de vándalos, alanos y suevos cruzaron el indefenso Rin
penetrando en Galia y continuando hacia el sur, donde asolaron gran parte de Aquitania, antes de
pasar a España en el año 409. En el año 412 los visigodos entraron en Galia y lucharon también
en Aquitania. En el año 418 les fue entregada Aquitania como premio por sus servicios como
“aliados” de los romanos. Esto señaló el comienzo del reino visigótico de Tolosa (Toulouse).
La llegada de los bárbaros originó un éxodo de los aristócratas de Aquitania. Uno de los
refugiados fue Próspero de Aquitania, que se estableció en Roma, donde compuso una crónica
(que se conserva) y escribió en apoyo de la definición de la gracia propuesta por Agustín. Los
que se quedaron en Aquitania, como Paulino de Pella, nieto de Ausonio, aprovecharon lo mejor
posible las circunstancias precarias en que a menudo tuvieron que vivir.
La posterior historia de la Aquitania romana fue escrita por los visigodos. Aunque la
religión creó una división entre la población romana nicena y la población goda arriana, ambas
coexistieron generalmente de manera pacífica. Por ejemplo, Sidonio Apolinar señala que, en la
elección de un obispo para Bourges, hacia el año 470, ni siquiera “los que siguen la fe arriana”
pusieron objeción alguna a la la elección (ep. 7.8.3). El rey Eurico (464-484) prohibió la
ordenación de nuevos obispos nicenos, pero esta interferencia duró poco tiempo, y bajo el
reinado de Alarico II (484-507) las relaciones volvieron a ser tolerantes.
Desde el punto de vista económico, hay indicios de que la prosperidad continuó en
tiempo de los visigodos, al menos en algunas esferas. Burdeos muestra testimonios de la labor de
construcción de edificios, de la actividad comercial y del continuado uso del puerto interior de la
ciudad. La alfarería, los mosaicos y principalmente la construcción de sarcófagos se hallan bien
atestiguados. Una notable decadencia económica no comenzó sino después que Aquitania fue
ocupada por los francos merovingios, después que Clodoveo derrotara a Alarico II en la battalla
de Vouillé en el año 507.
BIBLIOGRAFÍA
A Chastagnol, “Le diocèse civil d’Aquitaine au Bas-Empire”Bulletin de la Société Nationale
des Antiquaires de France (1970):272-92; J. Fontaine, “L’éclat de la romanité dans l’Aquitaine
du IVe siècle”, Bulletin de l’Association Guillaume Budé (1989):72-85; A. Loyen, “Les débuts
du royaume wisigoth de Toulouse”, REtLat 12 (1934):406-15; R. W Mathisen, “Emigrants,
Exiles ad Survivors:Aristocratic Options in Visigothic Aquitania”, Phoenix 38(1984):159-70;
R. W. Mathisen, “Prosper of Aquitaine”, in Dictionary of the Middle Ages, vol 10 (New York,
1987), 153-54; P. Perin, ed. , Gallo-Romains, Wisigoths et Francs en Aquitaine, Septimanie,
et Espagne (Rouen, 1991); M. Rouche, L’Aquitaine des wisigoths aux Arabes 418-781.
Naissance d’une région (Paris, 1972); H. S. Sivan, “Funerary Monuments and Funerary Rites in
Late Antique Aquitaine”, Oxford Journal of Archeology 5 (1986):339-53; H. S. Sivan,
Ausonius of Bordeaux:The Genesis of a Gallic Aristocracy (London, 1993)

RALPH W. MATHISEN

Aristóteles (384-322 a.C.). Entre las influencias más importantes experimentadas por la vida
intelectual de la antigüedad tardía, se hallaba la ejercida por la obra filosófica y científica de
Aristóteles. Nacido en la colonia griega de Estagira en el año 384 a.C., Aristóteles estudió
durante veinte años en la Academia Platónica de Atenas y luego fundó allí su propia escuela,
conocida como el Liceo. Su contribución a numerosas disciplinas, incluido el método lógico y
científico, las diversas ciencias naturales, la metafísica, la ética, la teoría política y la crítica
literaria, llegaron a convertirse en los elementos normales del legado filosófico heredado por
pensadores paganos, judíos y cristianos de los últimos tiempos del período romano. Aristóteles
murió en Calcis de Eubea en el año 322 a.C.).
Las obras de Aristóteles en la antigüedad tardía
En la antigüedad tardía existían varias recenciones del corpus literario de Aristóteles,
siendo la más importante la edición canónica de Andrónico, que data del siglo I a.C. La mayoría
de las obras de Aristóteles, tal como las poseemos ahora, se hallaban disponibles en griego
durante este período, especialmente en el Imperio de Oriente. Entre ellas se cuentan las obras de
lógica Sobre las categorías, Sobre la interpretación, la Analítica, los Tópicos y Refutaciones
sofísticas. Estas obras no sólo contienen la lógica formal sino también los modos de ser y el
juicio y el método científico. Los antiguos comentaristas griegos asocian a menudo la Retórica y
la Poética con estos tratados lógicos, pensando que el estudio de la argumentación persuasiva y
de la crítica literaria completan los estudios lógicos.
Entre las obras que recibieron mayor atención durante la antigüedad tardía se hallaban el
tratado Acerca del alma y la Metafísica, aunque ambas fueron interpretadas de diversas maneras.
Una comprensión materialista del alma era común entre los primeros seguidores de Aristóteles,
que pensaban que el alma era una armonía de los cuatro elementos materiales. Este punto de
vista tuvo considerable influencia sobre el desarrollo del Estoicismo. Los comentaristas
posteriores interpretaron a menudo estas dos obras en un sentido neoplatónico, centrándose en el
estudio aristotélico del conocimiento humano como referido a la forma inteligible, de las
inteligencias separadas que mueven las esferas celestiales, y del pensamiento que se piensa a sí
mismo. Además, el estudio aristotélico de la felicidad y de la virtud en sus obras de ética influyó
en el desarrollo de la concepción estoica y de la concepción neoplatónica del bien.
Las obras sobre la ciencia natural, aunque eran conocidas durante la antigüedad tardía,
recibieron algo menos de atención. La Física se ganó la atención de los comentaristas por su
estudio del tiempo, de lo infinito y del Primer Motor. Los estudiosos neoplatónicos se sintieron
atraídos por el tratado Sobre el cielo, porque estudiaba las esferas celestiales. Sin embargo, las
obras de zoología no fueron tan bien conocidas fuera de los círculos médicos, y no hay
comentarios griegos importantes que precedan al siglo XI.
El Aristoteles Latinus durante el siglo IV
Tan sólo parte de las obras aristotélicas eran conocidas en el Occidente latino del siglo
IV. Antes de la muerte de Agustín en el año 430, únicamente los tratados de lógica se hallaban
disponibles en latín, y el conocimiento de otras obras se debía al testimonio de otros autores.
Entre las fuentes más importantes para los lectores latinos se hallaban las obras de
Cicerón. Sus tratados filosóficos contienen referencias y discusiones del pensamiento
aristotélico, y su Hortensius puede considerarse como una versión latinizada del Protrepticus de
Aristóteles. Otros autores romanos, como Varrón, ofrecieron también testimonio de lectores
latinos que no dominaban el griego.
Algunas de las obras aristotélicas sobre lógica fueron traducidas al latín durante el siglo
IV por Mario Victorino. Su traducción de las Categorías fue leída con muchísima seguridad por
Agustín (conf. 4.16.28), y es posible que Agustín leyera también su traducción de la obra Sobre
la interpretación, aunque esto se discute. Mario Victorino tradujo también quizás otros tratados
de lógica, pero, como se hallan perdidas actualmente todas sus traducciones, esto resulta incierto.
Los textos neoplatónicos proporcionaban otra fuente del pensamiento aristotélico para los
lectores latinos durante este período. Los más importantes de esos textos son la Isagoge de
Porfirio, una introducción a las Categorías de Aristóteles, y por lo menos algunas de las Enéadas
de Plotino. Estos dos textos fueron traducidos al latín por Mario Victorino. Así que, antes de que
Boecio produjera sus traducciones y comentarios, algo más extensos, durante el siglo VI, el
acceso al pensamiento aristotélico resultaba limitado y fragmentario para los cristianos de lengua
latina.
El Aristotelismo y los primeros cristianos latinos
Para los escritores cristianos latinos del siglo IV, Aristóteles era ante todo un dialéctico y
un naturalista. El conocimiento de su metafísica era limitado y a menudo inexistente. Jerónimo,
por ejemplo, no muestra conocimiento alguno de la ontología de Aristóteles, pero se halla
bastante familiarizado con su lógica, probablemente a través de los comentarios de Alejandro de
Afrodisias. Jerónimo conoce también el naturalismo aristotélico a través de la obra de la antigua
escuela Peripatética, especialmente de Teofrasto.
En general, los cristianos latinos trataban a Aristóteles con algún desprecio, y asociaban a
menudo su filosofía con la herejía. Tertuliano había incluido a Aristóteles en una repulsa general
de la filosofía, y durante el siglo IV esto despierta un eco en Jerónimo, que pregunta: “¿Qué
tienen en común Aristóteles y Pablo?” En sus Adversus Pelagianos y en sus Adversus
Luciferianos, Jerónimo señala que la lógica aristotélica está al servicio de las herejías pelagiana y
arriana. Sin embargo, tales opiniones no impedían que pensadores cristianos latinos apelaran a la
autoridad de Artistóteles. Jerónimo basó su defensa de la castidad en la autoridad de varios
moralistas paganos, entre los que se hallaba Aristóteles. Agustín utiliza una versión neoplatónica
de la teoría aristotélica de las categorías en su estudio sobre la Tinidad.
En contraste con la actitud generalmente anti-aristotélica de los escritores latinos, algunos
de ellos consideraban a Aristóteles de manera más favorable. Entre éstos destaca notablemente
Agustín, que no sólo considera a Aristóteles como la fuente para la tradición de los estudios
dialécticos, sino también como parte de la herencia filosófica pagana general que se hallaba a
disposición de los intelectuales cristianos. Agustín, al aceptar la síntesis neoplatónica del
platonismo y del aristotelismo que los fundía en una sola filosofía, entendió la tradición
peripatética como parte de una filosofía orientada platónicamente que podía ponerse al servicio
de la expresión de la fe cristiana.
–› Justicia; conocimiento
BIBLIOGRAFÍA
Aristótels, Obras, Aguilar, Madrid1964; A. H. Armstrong, The Cambridge History of Later
Greek and Early Medieval Philosophy, (Cambridge:Cambridge University Press, 1970); E.
Booth, Saint Augustine and the Western Tradition of Self-Knowing (Villanova:Villanova
University Press, 1989); P. Courcelle, Les Lettres Grecques en Occident de Macrobe à
Cassiodore (Paris:Editions E. De Boccard, 1943); P. Hadot, Marius Victorinus (Paris:Études
Augustiniennes, 1971); N. Kaufmann, “Les élements aristotéliciens dans la cosmologie et la
psychologie de saint Augustin”, Revue Néo-Scholastique de Philosophie, 11 (1904):140-56; A.
C. Lloyd, “Aristotelian and Neoplatonic Logic”, Phronesis 1 (1955):55-72 and 146-60
Aristótels, Obras, Aguilar, Madrid1964; A. H. Armstrong, The Cambridge History of Later
Greek and Early Medieval Philosophy, (Cambridge:Cambridge University Press, 1970); E.
Booth, Saint Augustine and the Western Tradition of Self-Knowing (Villanova:Villanova
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Cassiodore (Paris:Editions E. De Boccard, 1943); P. Hadot, Marius Victorinus (Paris:Études
Augustiniennes, 1971); N. Kaufmann, “Les élements aristotéliciens dans la cosmologie et la
psychologie de saint Augustin”, Revue Néo-Scholastique de Philosophie, 11 (1904):140-56; A.
C. Lloyd, “Aristotelian and Neoplatonic Logic”, Phronesis 1 (1955):55-72 and 146-60

MICHAEL W. TKACZ

Aristóteles: el conocimiento de Aristóteles en S.Agustín. Puesto que tan sólo parte


de los escritos de Aristóteles se hallaban disponibles en el Occidente latino durante los siglos IV
y V, el conocimiento que Agustín tenía del pensamiento aristotélico era limitado y en gran parte
indirecto. Durante su juventud, Agustín leyó la exhortación de Cicerón a la filosofía, el
Hortensius (conf. 3.4), que debió de ser una versión latinizada del Protrepticus de Aristóteles.
Más tarde, leyó las Categorías en la traducción latina de Mario Victorino (conf. 4.16), la única
obra de Aristóteles que sabemos con certeza que él leyó. Agustín refiere que entendía fácilmente
este tratado sin la ayuda de un maestro, y, ciertamente, lo utiliza al menos dos veces. En el libro
5 de su obra De Trinitate, Agustín presenta un estudio típicamente neoplatónico de la
inaplicabilidad de todas las categorías a Dios, con excepción de la ousia. Asimismo, la distinción
que hace Agustín entre las palabras sencillas y las combinadas en su obra De dialectica, se
deriva del estudio que presenta Aristóteles, al comienzo de las Categorías, acerca de las cosas
que se enuncian con y sin combinación.
Posiblemente Agustín leyó la traducción hecha por Victorino de la obra De
interpretatione, ya que algunos especialistas pretenden haber detectado su influencia en la teoría
agustiniana de los signos en la obra De doctrina Christiana. Pero esto es objeto de discusión.
Agustín leyó la obra aristotélica De mundo, pero se la atribuye a Apuleyo, el adaptador latino de
la obra (civ. Dei 4.2).
Gran parte del conocimiento que Agustín tenía de Aristóteles se deriva de las obras
filosóficas de Cicerón y de Varrón, así como de versiones latinas de obras neoplatónicas. Por
Cicerón, Agustín sabe que Aristóteles llama al alma el quinto elemento (civ. Dei 22.11). Las
reflexiones que Agustín hace sobre el tiempo en las Confesiones 11, demuestran algún
conocimiento de la Física de Aristóteles, derivado probablemente de fuentes neoplatónicas.
Como la mayoría de los escritores cristianos del siglo IV en el Occidente latino, Agustín conoce
primordialmente a Aristóteles como un maestro de lógica. En la medida en que él es consciente
de otras obras de Aristóteles, tiende a considerarlas oscuras (util. cred. 6.13).

BIBLIOGRAFÍA
P. Courcelle, Late Latin Writers and Their Greek Sources, trans. Harry E. Wedeck
(Cambridge:Harvard University Press, 1969); B. D. Jackson, “The Theory of Signs in St.
Augustine’s De doctrina christiana”, RetAug 15 (1969):9-49; C. G. Niarchos, “Aristotelian and
Plotinian Influences on St Augustine’s Views of Time”, Philosophia 15-16 (1985-86):332-51;
R. C. Trundle, “St. Augustine’s Epistemology:An Ignored Aristotelian Theme and Its Intriguing
Anticipations”, Laval Théologique et Philosophique 50(1994):187-205

MICHAEL W. TKACZ

Arlés. Colonia Julia Paterna Arelate, situada en la costa meridional de Galia a ambas orillas del
río Ródano y conocida más tarde como Arelas. Fue fundada en el año 46 a.C. como lugar de
asentamiento para legionarios veteranos. Se convirtió en importante ciudad comercial. El poeta
Ausonio de Burdeos, de fines del siglo IV, cantó las alabanzas de la ciudad (ordo nob. urb. 10).
Durante el siglo IV, la ciudad sirvió también de residencia imperial ocasional.
Arlés se convirtió en centro de atención eclesial en el año 314, cuando se celebró en esta
ciudad el primer concilio de la Iglesia patrocinado imperialmente, solicitado por los donatistas y
convocado por Constantino I (306-337). Este concilio tuvo que afrontar los comienzos de la
crisis donatista (Agustín, epp. 43.2-7; 53.2; 76.2; 88.3; 89.3; 105,2; s. 162A.8; c. ep. Parm.
1.6.11; c. litt. Pet. 2.92.205; cath. 18.46; brev. 3.37). Posteriormente, el obispo Saturnino de
Arlés fue uno de los pocos galos que favorecieron al emperador Constancio II (337-361), de
tendencias pro-arrianas, y en el año 353 un concilio de Arlés condenó al obispo niceno Atanasio
de Alejandría. Cuando el obispo Ingenuo de Arlés asistió al Concilio de Nîmes, probablemente
en el año 394, Arlés tenía aún la condición de sede diocesana ordinaria.
En el año 396 la sede del prefecto pretoriano de Galia fue trasladada deTréveris a Arlés.
Esto convirtió a Arlés en la capital secular de la Galia imperial. El aumento de la importancia
secular de Arlés se tradujo en una disputa de larga duración con el obispo de Vienne acerca de
cuál de las dos ciudades tenía la condición de sede metropolitana en la provincia eclesiástica
viennense. Durante el siglo IV Vienne había sido la capital secular y la capital eclesiástica de la
provincia. Pero el obispo de Arlés quería disponer ahora de mayor jurisdicción eclesiástica a fin
de estar a la altura de la condición política que correspondía ahora a la ciudad, y de ahí nació una
prolongada disputa que se halla documentada en gran parte en los testimonios de las Epistulae
arelatenses, una colección de la correspondencia reunida por Sapaudo de Arlés en la década de
los años 550 en apoyo de sus pretensiones a la primacía.
En el año 408 el usurpador Constantino III escogió Arlés como su capital. En el año 411
se rindió a Constancio, patricio y comandante supremo del ejército, a condición de que se
respetara su vida, pero a la vez tomó la precaución de ser ordenado presbítero de la iglesia de
Arlés. Sin embargo, esta mascarada no fue más eficaz que el juramento de Constancio para
salvarle de ser decapitado.
Poco después Patroclo, protegido de Constancio, llegó a ser obispo de Arlés. Un indicio
del deseo de Patroclo de agradar a su protector puede verse en el hecho de que trasladara la
catedral de Arlés al centro de la ciudad y la denominase basilica Constantia. En el año 417, en
un intento por ganarse el apoyo de Patroclo, y con ello el apoyo de Constancio, el papa Zósimo
concedió a Patroclo derechos metropolitanos extraordinarios sobre las Tres Provinciae de la
Viennense y de las Narbonenses Prima y Secunda. Esta innovación se basó en la piadosa ficción
de que San Trófimo, que se pensaba que había sido el primer obispo de Arlés, había sido enviado
desde Roma en el siglo II para evangelizar a Arlés y, como consecuencia, a gran parte de la
Galia. Los tres obispos metropolitanos que perdieron sus derechos, Próculo de Marsella,
Simplicio de Vienne e Hilario de Narbona protestaron, todos ellos, y se negaron a reconocer la
nueva condición jurídica de Patroclo.
Mientras tanto, fue ascendiendo también la situación de Arlés en el aspecto secular. En el
año 418 un estatuto imperial, la “Constitutio saluberrima”, decretó: “Nos consideramos que es
muy conveniente y adecuado que las Siete Provincias comiencen a tener un consejo en la ciudad
metropolitana, es decir, en Arlés... Tan grande es la idoneidad de este lugar, tan grande es la
abundancia del comercio, tan grande es la multitud de los que allí llegan, que todo lo que
transpira en alguna parte, puede tratarse allí con el mínimo esfuerzo...”. Este Concilium septem
provinciarum reunió a las personalidades dirigentes de las provincias de la Galia meridional.
Los trastornos que siguieron a la muerte del emperador Honorio en el año 423 y la
proclamación en Roma de Juan, jefe de los notarios, condujeron – según parece – a los alborotos
de Arlés, porque, según el cronista Próspero, “Exsuperancio de Poitiers, prefecto pretoriano de
Galia, fue muerto en Arlés durante una rebelión militar, y esta muerte no fue vengada por Juan”.
Inmediatamente después de que la autoridad imperial legítima hubiese sido restaurada bajo el
gobierno de Valentiniano III (425-455), una ley de 9 de julio del año 425 decretó (Constitutio
Sirmondiana 6): “Nos ordenamos que esos diversos obispos que siguen el nefando error de las
enseñanzas de Pelagio y de Celestio sean reunidos por Patroclo, obispo por sacrosanata ley...”.
Los extensos poderes concedidos al obispo de Arlés le otorgaban el derecho 1) de convocar
concilios eclesiásticos, 2) de deponer a los obispos que cometieran infracciones, y de 3) ordenar
sucesores para sustituirlos.
En el año 426, según refiere Próspero, “El obispo Patroclo de Arlés, destrozado por
numerosas heridas, fue muerto por un cierto tribuno bárbaro llamado Bárnabo: este crimen fue
atribuido a una orden secreta de Félix, jefe supremo del ejército...”. Las noticias de la muerte de
Patroclo fueron bien acogidas por su rivales galos. Celestino de Roma, en la carta “Cuperemus
quidem” de 26 de julio del año 428, escribía: “En cuanto al obispo de Marsella [probablemente
el anciano e impenitente Próculo], quien, según se cuenta – ¡es terrible decirlo! – , se alegró tanto
de la muerte de su hermano, que se precipitó a salir al encuentro de alguien que llegaba salpicado
con su sangre, a fin de compartirla con él, delegamos la investigación sobre él en manos de
vuestro colegio [episcopal]...”. En cuanto a Félix, fue acusado en el año 430 de tramar un
complot contra Aecio, jefe supremo del ejército, que había rechazado de Arlés a los godos, hacia
los años 425/425, y fue asesinado.
Después de la muerte de Patroclo, un grupo de monjes aristocráticos, relacionados con el
monasterio de Lérins, lograron una posición muy destacada. Para mediados de la década de los
años 420 habían conseguido suficiente prestigio y apoyo para ocupar de manera bastante regular
(por lo menos, hasta aproximadamente el año 540), no sólo la sede de Arlés sino también otras
sedes más. El monje Heladio, o tal vez Euladio, sucedió a Patroclo, pero murió antes de
trascurrido un año. Su sucesor, Honorato, es mucho más conocido. Fue el fundador y el primer
abad del monasterio de Lérins, y su vida fue descrita en el Sermo de vita s. Honorati, publicada
por Hilario (429-449), pariente y sucesor suyo como obispo de Arlés, cuya vida fue escrita a su
vez, hacia el año 480, por el obispo Honorato de Marsella. Hilario fundó un monasterio,
denominado Hilarianum, fuera de su ciudad.
Mientras Hilario ocupó su cargo, la facción de Lérins alcanzó la cumbre de su influencia,
que se vio consolidada por la celebración de concilios eclesiásticos como los de Riez (439),
Orange (441) y Vaison (442). Hilario, juntamente con algunos monjes de Lérins, tuvo dudas
acerca de las ideas de Agustín de que la gracia es irresistible. Al mismo tiempo, Arlés sirvió
como centro de formación y cultura que atraía a los mejores literatos de Galia. Se mantenía
también la situación civil de Arlés. En el año 449, en medio de una gran ceremonia, el cónsul
Astirio fue investido allí de su cargo, y en el año 455 el aristócrata arvernés Eparquio Avito fue
proclamado Augusto en Arlés.
En el año 477 Arlés y Marsella fueron las últimas posesiones romanas de Galia que
capitularon ante los visigodos, y a principios del siglo VI la ciudad fue ocupada por los
ostrogodos, antes de que cayera finalmente en poder de los francos, a finales de la década de los
años 530. Obispos de Arlés llenos de dinamismo, como Aeonio (hacia 490-502), Cesáreo (502-
540) y Sapaudo (hacia 552-586) lograron que Arlés siguiera siendo un centro eclesial destacado,
que adquirió especial importancia por preparar la primera recopilación de leyes canónicas galas.
Sin embargo, la importancia de la ciudad fue decayendo posteriormente, cuando el centro de
gravedad del reino franco se trasladó al norte, a Lyón y París.
–› Cesáreo de Arlés
BIBLIOGRAFÍA
B. F. Arnold. Caesarius von Arelate und die gallische Kirche von seiner Zeit (Leipzig, 1894); O.
Chadwick, “Euladius of Arles”, JTS 46 (1945):200-205; P. Constans, Arles antique (Paris:
1921); E. Demougeot, “Constantin III, l’empereur d’Arles”, in Hommage André Dupont
(Montpellier, 1974), 84-125; P. –A. Février, “Arles aux IVe et Ve siècle, ville impériale et
capitale régionale”, Corsi di Cultura Sull’arte Ravennate e Bizantina 25 (1978):127-58; W.
Gundlach, “Der Streit der Bisthümer Arles und Vienne um den Primatus Galliarum”, Neues
Archiv 14-15 (1888-89):251-342); R. W. Mathisen, Ecclesiastical Factionalism and Religious
Controversy in Fifth-Century Gaul (Washinton, D. C. 1989); C. Munier –S. Lancel,
“Arelatum”, AugLex, 1:442-46; J. –R Palanque, “La date du transfert de la préfecture de
Gaules de Trèves à Arles”, Revue des Ëtudes Anciennes 36 (1934):358-65; C. H. Turner,
“Arles and Rome:The First Developments of Canon Law in Gaul”, JTS 17 (1916):236-47; J.
Zeller, “Das Concilium der Septem provinciae in Arelate”, Westdeutsche Zeitschrift 24
(1905):1-19

RALPH W. MATHISEN

Arnobio el Joven (murió después del año 451). La escasa información disponible acerca de
Arnobio el Joven hay que deducirla de sus escritos, especialmente del Conflictus (altercatio) cum
Serapione. Parece que fue un monje, probablemente de origen africano, que vivió durante algún
tiempo en Roma. Hay que distinguirlo del retórico y apologeta Arnonio (el Viejo) de Sicca (que
murió hacia el año 327).
Arnobio el Joven es reconocido generalmente como el autor del Conflictus, que es el
relato de un debate (real o ficticio) entre él y Serapión, un egipcio. Aunque Arnobio es el que
hace uso principalmente de la palabra, sin embargo su autoría no queda con ello asegurada. La
obra está dirigida contra los monofisitas y ofrece también una vigorosa defensa de las enseñanzas
de Agustín sobre el Pelagianismo. El Conflictus contiene también documentos (testimonia) en
favor de la postura adoptada por el hablante Arnobio, entre ellos una homilía (s. 369) atribuida a
Agustín, aunque su autenticidad ha sido puesta en duda.
Otros escritos fueron atribuidos a Arnobio por G. Morin: Expositiunculae in Evangelium,
breves anotaciones sobre los Evangelios de Mateo, Lucas y Juan, un escrito de consuelo dirigido
a Gregoria, una matrona romana aristocrática que estaba viviendo un matrimonio desgraciado, y
Commentarii in Psalmos, breves interpretaciones alegóricas de los salmos, en las cuales diversos
versículos se aplican a Cristo y a la Iglesia. Esta última obra, importante para el estudio de la
liturgia romana durante el siglo V, ataca la teoría agustiniana de la predestinación. Está dedicada
a dos obispos de Galia, Leporio de Arlés y Rústico de Narbona. Se atribuyen también a Arnobio,
aunque problemáticamente, el Praedestinatus, que se presenta en tres libros, tratando el primero
de noventa herejías, ochenta y ocho de las cuales se derivan de la obra De haresibus de Agustín,
a las que se añaden las herejías nestoriana y predestinacionista. Los libros segundo y tercero
contienen respectivamente un sermón sobre la doble predestinación, que pretendidamente se
difundió en un círculo interno bajo el nombre de Agustín y se reveló por una indiscreción, y una
refutación de dicha doctrina. Sin embargo, esta obra puede pertenecer a Julián de Eclano o a
alguno de sus seguidores. En los manuscritos se trasmite como obra anónima. El problema de la
atribución, como sucede también con los Commentarii in Psalmos, consiste en reconciliar los
evidentes ataques que se hacen en estas obras contra las enseñanzas de Agustín, con la defensa
de dichas enseñanzas en el Conflictus. No obstante, las enseñanzas de Agustín sobre el
Pelagianismo gozaron de amplia aceptación, al menos en Galia, mientras que las enseñanzas
sobre la predestinación encontraron allí una recepción claramente más dividida. La cuestión
quizás pueda resolverse o esclarecerse mejor por medio de ulteriores estudios.
BIBLIOGRAFÍA
R. Daur, ed. Arnobius iunior, Commentarii in Psalmos, CCL 25 (1990); R. Daur, ed. ,
Arnobius iunior, opera minora, CCL 25A (1992); F. Gori, ed. , Arnobio il Giovanne, Disputa
tra Arnobio e Serapione (Turin:Societa Editrice Internazionale, 1993); H. A. Kayser, Die
Schriften des sogennanten Arnobius junior, dogmengeschichtlich und literarisch untersucht
(Gütersloh:Bertelsmann, 1912; R. W. Mathisen, “For Specialists Only:The Reception of
Augustine and His Teachings in Fifth-Century Gaul!, CollAug 1993, 29-41; G. Morin, “Étude
d’ensemble sur Arnobe le Jeune”,”, RevBen 28(1911):154-90; C. Pifarré, Arnobio el Joven y la
Cristología del Conflictus (Montserrat:Publications de l’Abadía de Monserrat, 1988); H. Von
Schubert, Der sogennante Praedestinatus. Ein Beitrag zur Geshicchte des Pelagianismus, TU,
24, 4 (Berlin:Akademie, 1903), 95-114; M. Simonetti, “Letteratura antimonofisita
d’Occidente”, Augustinianum 18 (1978):487-532
MICHAEL P. MCHUGH

Arqueología. La sede episcopal de Agustín en Hipona (Hippo Regius) fue fundada como
ciudad portuaria por los fenicios quizás ya en el siglo XI a.C. Durante la época de la república
romana, fue la capital de los reyes númidas Syphax y Massinissa. Extensas ruinas de baños
públicos dan testimonio de su prosperidad durante los siglos II y III. Y existió en esta ciudad una
comunidad cristiana desde mediados del siglo III (Sententiae episcoporum 14). Hasta después de
la segunda guerra mundial se sabían pocas cosas acerca de los restos materiales del cristianismo.
En 1925 Henri Leclercq pudo publicar unas cuantas inscripciones halladas en el emplazamiento
de la ciudad. Señaló los baños como la identidad equivocada de la Basilica Pacis de Agustín,
pero hizo notar poco más de importancia (DACL, VI 2, 2501-2503). Sería obra del oficial naval
retirado, Erwin Marec, el localizar el emplazamiento de un extenso barrio cristiano, que había
quedado borrado por las constantes masas de cieno que descendían de una colina situada al sur,
que tradicionalmente se había asociado (erróneamente) con la iglesia de Agustín.
Marec hizo sus primeros descubrimientos cuando estuvo destinado en Hipona (Bône) de
1924 a 1927, pero el terreno tuvo que ser adquirido por el Gouvernement-Géneral antes de que
tales descubrimientos pudieran completarse. En 1949 él comenzó a poner al descubierto una
insula grande e irregular que ocupaba una zona ubicada inmediatamente detrás de un grupo de
lujosas mansiones situadas a orillas del mar. Los más antiguos restos cristianos consistían
probablemente en una casa que hacía de iglesia y que estaba situada en la esquina sudeste de la
insula. Pronto, quizás a continuación inmediata de la Paz de la Iglesia en el año 312, la sala que
había servido para la celebración del culto cristiano se amplió con la adición de un ábside
cuadrangular. Durante la fase siguiente, probablemente entre los años 340 y 360, el edificio se
trasformó en una basílica de tres naves orientada de nordeste a suroeste. La basílica fue siendo
ampliada progresivamente hasta que, a principios del siglo V, alcanzó una longitud de 41,88 m y
una anchura de 18,45 m. En el costado oriental, a medio metro por encima del nivel de la nave
principal, había un ábside semicircular de 6,97 m de profundidad, con un arco continuo de
piedra que se extendía a lo largo de la pared interior, en cuyo centro había un espacio para un
trono episcopal. El edificio había estado rodeado por una columnata. Todo el pavimento había
estado ricamente recubierto por bellos mosaicos de diferentes colores y con abundante variedad
de motivos vegetales y geométricos. Los mosaicos cubrían también las numerosas tumbas que
había en las naves laterales (descritas por Marec 1955, 61-98). Dos tumbas especialmente
adornadas estaban situadas en la nave central, una de las cuales conservaba el epitafio de Julia
Runa, una presbiterissa que murió a la edad de 50 años; la función que desempeñó esta dama es
cosa que sigue estando oscura (Marec 1955, 59-61).
La iglesia estaba rodeada por un vasto complejo de edificios y locales dependientes
(Marec 1955, parte II). A la derecha había un baptisterio y otra pequeña capilla que conducía a él
desde la nave lateral de la iglesia (¿un consignatorium?). A la izquierda había nada menos que
120 estancias separadas, incluida una capilla en forma de trébol (¿dedicada a mártires?) y lo que
parecían ser los restos del palacio episcopal. Allí debió de haber también un secretarium donde
se celebraban los consejos de obispos. La zona ocupada por este conjunto de edificios tenía una
superficie de 7.300 m2. Difícilmente se podrá dudar de que la iglesia es la Basilica Pacis, la
catedral de Agustín, y de que algunas de las estancias no identificadas, que se han excavado,
debieron de servir a Agustín de biblioteca y de despachos donde él atendía los asuntos de su
diócesis.
Este conjunto arquitectónico cristiano debió de desarrollarse lentamente a base de
diversas donaciones y adquisiciones que fueron lográndose en una insula que estuvo ocupada
enteramente en otros tiempos por casas y por locales industriales (que la llenaban
principalmente). El hecho de que los cristianos tuvieran que abrirse camino poco a poco en la
ciudad, explica probablemente la orientación irregular de la basílica misma. Incluso en fecha tan
tardía como el año 409, Agustín se vio metido en problema jurídicos, cuando no pudo comprar
una casa que pertenecía a un tal Julianus, una persona rica con buenas relaciones en Roma,
aunque dicha casa lindaba con los muros de la iglesia por el lado oeste (geográfico). Agustín no
podía ceder una propiedad que Julianus quería a cambio, porque esto habría supuesto la
expropiación de bienes que pertenecían a una de las iglesias antiguas de la ciudad (ep. 99). No
sabemos cómo terminó el asunto.
Al otro lado de la calle, separando la insula cristiana de su vecindario por el lado este, se
hallaban los restos de una iglesia de cinco naves laterales con un ábside cuadrangular. Ésta se
encontró en 1895, originalmente de manera accidental. Era de construcción más pobre que su
grandiosa vecina, y podría haber sido la iglesia donatista, de la que llegagan los ruidos de
jolgorio en la festividad del obispo mártir Leoncio (muerto en el año 259), ruidos de los que
Agustín se quejó amargamente (ep. 29.11) (véase Marec 1955, 183-208 y 219-220). El autor del
presente artículo no encuentra convincentes las razones aducidas por Perler y Marec (pp. 218-
219) para rechazar la identificación de este edificio con la iglesia donatista.
El complejo de edificios cristianos sobrevivió a la muerte de Agustín, y parte de él, al
menos, siguió utilizándose durante la ocupación de los vándalos (435-534). Una curiosa
inscripción de este período, procedente de la basílica, conmemoraba a Ermengon, la esposa
sueva de Ingomar que murió probablemente el 11 de septiembre del año 474 (Marec 1955, 63,
haciendo referencia a C. Courtois, Les Vandales et l’Afrique [París 1955] 220 y apéndice II, nº
70, p. 375).
En contraste con muchas otras ciudades del norte de África (por ejemplo, Sbeïtla), hay
pocos testimonios arqueológicos de un renacimiento de la prosperidad de Hipona durante la
reconquista bizantina (533 – hacia 660). No hay señales evidentes de restauraciones bizantinas
en la iglesia. Una iglesia bizantina en la que fueron enterrados varios obispos a fines del siglo VI,
estuvo situada en lo alto de una colina denominada Gar el-Artan, cerca de la desembocadura del
río Seibouse, a considerable distancia del barrio cristiano. La inscripción más reciente,
procedente de esta zona, fue el epitafio bilingüe (en griego y en latín) de Teodosio, que lleva
fecha del 13 de diciembre del año 602. No obstante, en la iglesia de Agustín, un epitafio de una
tal Margarita, escrito con pésima caligrafía y redactado en latín, data probablemente del siglo VII
(Marec 1955, 97). El hecho de que esta placa fuera reutilizada en una tumba todavía posterior,
sugiere que sobrevivió alguna utilización cristiana del lugar incluso en tiempos islámicos. Puede
datar de esta última época una serie de grandes tumbas bárbaras de piedra, que se construyeron
reutilizando materiales, y también algunos sepulcros de losas instalados en el interior de la
iglesia y de sus edificios dependientes, sin tenerse en cuenta los enterramientos cristianos
anteriores. El abandono final de cualquier finalidad religiosa se demoró quizás hasta las
invasiones hilalíes de mediados del siglo XI (98).
Agustín menciona ocho iglesias y capillas en Hipona, una de las cuales era la iglesia
donatista (Marec 1955, 216). De las restantes, tan sólo la Capilla de los Ocho Mártires estuvo
ubicada posiblemente en el terreno ocupado desde 1925 por muelles (218).
Aunque la identificación de la insula cristiana (con su gran basílica y las edificaciones
dependientes) con la Basilica Pacis de Agustín seguirá siendo en último término una
identificación circunstancial, sin embargo los testimonios arqueológicos de los adversarios
donatistas de Agustín en Numidia son indiscutibles. A pesar de que no se han encontrado
pruebas arqueológicas para ubicar iglesias en Fussala y Sinito, dos sedes donatistas dentro del
territorio de Hipona, hay no obstante multitud de vestigos de los donatistas en los centros de su
iglesia situados en la región central y meridional de Numidia (véase Optato de Milevi, de schism.
Don. 3.4 y Frend, 1985, cap. 4).
Entre 1890 y 1940, expediciones dirigidas por Auguste Audollent y Jean Letaille (1890),
Stéphane Gsell y Henri Graillot (1893, 1894) y, sobre todo, André Berthier y sus compañeros
(1934-1940) se dedicaron a inspeccionar y, en el caso de Berthier, a hacer excavaciones en las
numerosas iglesias y capillas que dominaban la región de Numidia.
Aparte de los centros militares como Timgad, Lambaesis, Bagaï y Mascula, que estaban
esparcidos a lo largo del camino que bordeaba los Montes Aurès y que tenían la finalidad de
bloquear los pasos entre montañas a los ladrones y salteadores, Numidia fue una región de
aldeas. Su riqueza se debía a la producción de aceite de oliva, que durante el siglo IV
proporcionó a los habitantes una vida relativamente próspera. Los testimonios arqueológicos
muestran que una aldea típica del sur de Numidia ocupaba una extensión de unos 18,18
hectáreas, separadas por unos tres kilómetros largos de la aldea más cercana. Parece que la
agricultura se practicó en plan de unidades familiares, poseyendo cada familia su propio lagar de
aceitunas y su propio silo para almacenar el grano. Aparte de los lagares de aceitunas, los
edificios más señalados en la aldea son las iglesias o las capillas. Algunas aldeas, como Oued
R’zel y Foum Seffane, tenían nada menos que siete iglesias o capillas, y ninguno de los setenta
emplazamientos de aldeas examinados por Berthier tenía menos de dos. Todas esas iglesias
contenían pruebas de un ferviente culto a los mártires. Algunas veces los nombres de los mártires
se hacían constar en inscripciones como “Januaria et comites”, pero los mártires eran siempre
rememorados mediante el uso de relicarios. Algunas veces las reliquias se guardaban en vasijas
de cocina selladas herméticamente con yeso y depositadas en recipientes de piedra junto al altar.
Algunas veces una inscripción con con el lema donatista “Deo Laudes” se hallaba
también esculpida en una pilastra que flanqueaba el ábside o sobre el arco del presbiterio o a la
entrada de la iglesia. Dentro de la iglesia había numerosos enterramientos, ya que los difuntos
esperaban sobre todo que se los enterrase ad sanctos. La decoración de los pilares y de los
capiteles se ajustaba a la tradición del tallado nativo en madera, y los diseños, inspirados en el
tablero de damas, tenían inscripciones de carácter completamente no clásico. Con los grandes
centros de peregrinación de Timgad, Bagaï y quizás también Theveste, el Donatismo fue en
Numidia un gran movimiento popular que se enfrentó con la Iglesia Católica representada por
Agustín.
No sabemos hasta qué punto el Donatismo sobrevivió a la proscripción de esa religión
por decreto imperial (de 30 de enero del año 412, Codex Theodosianus 16.5.52), a la ocupación
de Numidia por los vándalos y a la reconquista bizantina. Parece que algunas iglesias donatistas,
como Ain Ghorab, pasaron a manos de católicos hacia mediados del siglo V. Durante la época
bizantina, a pesar de la inclusión de santos bizantinos en el culto tributado en Numidia a los
mártires, las iglesias reflejan el creciente empobrecimiento de la región. Cuando los árabes
llegaron a Numidia en la década de los años 670, el cristianismo – tanto en la sede de Agustín
como en el territorio de sus adversarios – se encontraba ya en marcada decadencia.
–› Cartago; Hipona

BIBLIOGRAFÍA
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Seston, “Sur les derniers temps du christianisme en Afrique du Nord, “ MEFR 51 (1934):79-
113

W. H. C. FREND

Arrio, Arrianismo. “Arrianismo” es un término que tiene sus orígenes en la retórica


polémica de los pro-nicenos de mediados del siglo IV, que argumentaban que la teología anti-
marceliana de los años 330-340, así como la teología anti-nicena de la década de los años 350 y
de años posteriores pretenden, todas ellas, que su fuente es la teología de Arrio (del 315? – 325).
La amplitud y la naturaleza de la influencia de Arrio sobre los anti-nicenos posteriores (como
Eunomio o Paladio) es una cuestión debatida entre los especialistas contemporáneos. Lo que no
puede discutirse es que la mayoría de los pro-nicenos (especialmente los de Occidente)
argumentaban en contra de sus adversarios anti-nicenos como si éstos representaran
fundamentalmente una segunda fase en el desarrollo de las doctrinas de Arrio. Con arreglo a esta
manera de argumentar, los escritos de Arrio son citados por Atanasio, Ambrosio (De fide 1.19) y
Agustín (Trin. 6.1). Sin embargo, las diferencias reales de doctrina entre los “arrianos” – y la
tendencia de éstos a encasquetarse políticamente unos a otros tales diferencias – han inducido
recientemente a los especialistas a emplear títulos más específicos a la hora de mencionar las
teologías anti-nicenas. Los homoyanos, por ejemplo, están representados por el credo (o los
credos) de Arimino del año 359 y de Constantinopla del año 360: la forma en que ellos entienden
su doctrina, limita la semejanza del Hijo con el Padre a un parecido de índole general, rehuyendo
cualquier descripción relativa a la esencia. Sin embargo, en la práctica, esta semejanza se
entiende como una similitud de voluntad. Los heterousianos (o eunomianos) acentúan las
diferentes naturalezas del Padre y del Hijo, aunque retienen (al menos, en la Apología de
Eunomio, del año 360) una doctrina de similitud de voluntad o actividad. Incluso tales
distinciones efectuadas por especialistas, siguen estando insuficientemente matizadas, porque
pueden fallar en cuanto a captar las diferencias sustanciales entre el Homoyanismo oriental y el
occidental.
El Arrianismo propiamente tal comienza con aquel que le dio nombre, Arrio, un
presbítero de Alejandría que, entre los años 315 y 318, reaccionó vigorosamente contra los
sermones pronunciados por su obispo Alejandro, que le parecía a él que predicaba que el Hijo
era no-engendrado y era eterno, igual que el Padre. Lo que se conoce de su teología, acentúa
intensamente las divinidad única del Padre y el carácter derivado de la divinidad del Hijo: “la
sabiduría llegó a la existencia por medio de la Sabiduría, por medio de la voluntad del Dios que
es sabio” (una doctrina que no deja de estar relacionada con las que Agustín cuestiona en Trin. 5-
7). El Hijo es creado, aunque no como todo lo demás que es creado: la naturaleza del Hijo se
identifica con una clase secundaria de divinidad, la cual, a diferencia de la verdadera divinidad
del Padre, es capaz de sufrir. No es útil entender los debates del siglo IV como debates
simplemente “trinitarios”, porque con el tiempo algunas cuestiones cristológicas, como la del
carácter de los sufrimientos de Cristo, se hicieron más explícitas y ocuparon un lugar más central
en la controversia. La teología propia de Arrio determina que el Padre y el Hijo son de diferentes
naturalezas (el primero es verdaderamente divino, el segundo es divino para nosotros); a
diferencia de la impasible divinidad del Padre, el Hijo es la clase de Dios que puede sufrir.
Gregorio de Nisa (con. Eun. 3) y Ambrosio de Milán (De fide 3), por ejemplo, han de incluir una
descripción positiva de los sufrimientos de Cristo en sus respectivas refutaciones de la teología
anti-nicena.
La teología de Arrio fue condenada en el Concilio de Nicea, en el año 325, después de lo
cual Arrio fue desterrado a Iliria. Sin embargo, la muerte de Constantino permitió el ascenso
político del aliado de Arrio, Eusebio de Nicomedia, y permitió también la destitución y el
destierro de Atanasio en el Concilio de Tiro (335) por Eusebio y dos obispos jóvenes de Iliria,
Valente y Ursacio. Los escritos de Arrio fueron escasos en número: una carta a Eusebio de
Nicomedia, una carta a Alejandro de Alejandría y una breve exposición de sus creencias clave, la
Thalia; esta última sobrevive únicamente en cuanto es citada por Atanasio. (De las dos
redacciones que ofrece Atanasio, la que se halla en De synodis 15 es considerada generalmente
como más representativa del pensamiento de Arrio que la que se encuentra en el Primer discurso
contra los arrianos 5-6.) Los escritos de Arrio y de Eusebio de Nicomedia son bien conocidos en
Occidente: Febadio de Agen cita parte de la carta de Arrio a Alejandro de Alejandría; Hilario de
Poitiers cita dos veces esta carta en su obra De Trinitate, y Mario Victorino trascribe la carta de
Arrio a Eusebio de Nicomedia y la mayor parte de la carta de Eusebio a Paulino de Tiro. La
Thalia de Arrio, que figura de manera tan destacada en los escritos de Atanasio, no es citada por
autores latinos, aunque las doctrinas clave de la misma circulaban independientemente como
aforismos arrianos (por ejemplo, “Hubo un tiempo cuando Él no era”), quizás porque figuraban
como anatemas en un apéndice al credo de Nicea.
Aunque Nicea condenó la clase de doctrinas subordinacionistas asociadas con Arrio y
con Eusebio de Nicomedia, el credo decía poco acerca de las distintas existencias del Padre y del
Hijo. El gran énfasis de Nicea en la unidad divina, su empleo de homoousios y su condenación
del término de hypostasis hicieron en conjunto que surgieran temores de que la doctrina nicena
de la unidad era de hecho modalista. Tales temores no carecían de fundamento, porque Marcelo
de Ancira y Fotino de Sirmio parece que promovieron Nicea precisamente como una declaración
de teología modalista. A principios de la década de los años 330, Eusebio de Cesarea escribió
tratados importantes contra Marcelo; la teología conciliar griega desde el año 341 hasta, por lo
menos, el año 351 estuvo dedicada a condenar la teología de Marcelo y a expresar una doctrina
de la distinción real entre el Padre y el Hijo. En Occidente, la interpretación dada por Fotino de
las doctrinas de Nicea fue despertando paulatinamente las sensibilidades locales hacia su
aplicación potencialmente modalista, como se ve, por ejemplo, en los escritos de Zenón de
Verona, Hilario y Agustín. En el Oriente, la defensa de las distintas hypostases contra el
modalismo de Marcelo (y, según parecía, también de Atanasio) fue el terreno abonado para que
surgiera una teología que, con plena conciencia, trataba de reemplazar y, desde luego, de
eliminar la explicación dada por Nicea de la unidad divina.
Por vez primera el Sínodo de Sirmio, del año 357, atacó directamente el uso niceno del
término “esencia” (por ejemplo, en la expresión homoousios) al describir la unidad del Padre y
del Hijo. A fines de la década de los años 350, vemos claras teologías subordinacionistas y anti-
nicenas, y en el año 359, bajo la dirección del emperador, una serie de concilios elaboraron
credos que pretendían normalizar una teología anti-nicena y que culminaron en el Concilio de
Constantinopla (enero del año 360). Tales concilios representan los comienzos de la forma más
importante de teología anti-nicena, la de los homoyanos. (Revelan también que la teología
homoyana griega se expresaba casi exclusivamente en concilios y en credos.). La teología
homoyana tuvo una rica y diversificada presencia en Occidente, y no sólo entre los godos
evangelizados por Ulfilas. Aujencio, predecesor de Ambrosio en Milán, era homoyano, y la
pretensión de tomar posesión de la basílica, a la que Ambrosio resistió de manera tan conocida,
fue una pretensión homoyana. A diferencia de lo que sucedía en Oriente, vemos que el
Homoyanismo occidental se expresaba en diversas formas literarias, entre las que se incluían
cartas, tratados polémicos y comentarios bíblicos (tanto de carácter literal como alegórico). Los
homoyanos occidentales acentuaban la unicidad de Dios: el Padre era el que no había tenido
causa, el único “Dios verdadero”, cosa que el Hijo, al haber tenido causa, no podía ser. Textos
como Juan 5,19 y 17,3 atestiguaban la discontinuidad de naturalezas entre el Padre y el Hijo,
exactamente igual que Juan 14,28 y 1 Corintios 15,28 hacían ver claramente la subordinación del
Hijo al Dios verdadero. Aunque hemos de tener cuidado de no perder de vista las diferencias
doctrinales reales y políticas entre los homoyanos, sin embargo sigue siendo verdad que la
teología homoyana latina expresó un cuerpo coherente (aunque diversificado) de doctrina que,
hasta hace muy poco, fue considerada erróneamente como doctrina eunomiana.
Eunomio de Cízico (330? – 394) es tal vez el más famoso de los anti-nicenos de fines
del siglo IV. Él y su mentor, Aecio, desarrollaron una teología denominada “heterousiana” (o
“anomoya”), que acentuaba las diferentes naturalezas del Padre y del Hijo, pero que también
hablaba de semejanza en la voluntad o energía entre el Padre y el Hijo. La sustancia de las
doctrinas de Aecio y de Eunomio permanecieron probablemente desconocidas en Occidente; sus
nombres figuran en escritos polémicos latinos como tipos no famosos o personajes corrientes.
Las sugerencias de algunos especialistas de que hay una vinculación entre las teologías de Ulfilas
y la de Eunomio no pueden considerarse probadas, ya que tales sugerencias suponen que las
semejanzas entre sus doctrinas revelan necesariamente la influencia de este último sobre el
anterior. Lo que revelan las semejanzas en cuanto a la doctrina – por ejemplo, el énfasis en lo de
no ser engendrado como un título propio del Dios verdadero – es que la teología homoyana
occidental es más descaradamente subordinacionista que la teología homoyana oriental (una
tendencia observable ya en el credo de Sirmio, del año 357, la “Blasfemia”). La teología
homoyana occidental incluye doctrinas que, en el Oriente, habrían quedado deslindadas entre
doctrinas de los seguidores del Homoyanismo y doctrinas de los seguidores del Eunomianismo.
Una cuestión pendiente pero fundamental que queda por dilucidar en el estudio de la
teología anti-nicena de fines del siglo IV y principios del siglo V es la cuestión acerca de cuándo
(y de qué modo) dejó de existir la teología anti-nicena. ¿Cómo habrá que entender, por ejemplo,
la significación práctica de las prohibiciones imperiales del siglo V contra las iglesias
eunomianas? Los escritos de esta época, tanto de convicciones anti-nicenas como pro-
nicenas atestiguan la existencia de una teología “arriana” persistente y productiva – a pesar de
estar combatida – entre comunidades dispersas por la cuenca del Mediterráneo, tanto en Oriente
como en Occidente. La obra de Agustín De Trinitate nos hace ver claramente que el catolicismo
continuó sintiendo los desafíos locales e intelectuales procedentes de la teología anti-nicena,
mucho tiempo después que hubieran cesado ya los desafíos generales y políticos.
–› Escritos antiarrianos; Dios; Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
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MICHAEL W. TKACZ

Artes liberales. En el segundo libro de De ordine, comenzando en 12.35, San Agustín


describe el proceso por el cual la ratio establece el ordo studiorum, “por el cual uno puede
avanzar desde las realidades corpóreas hasta las incorpóreas” (retr. 1.3). Es el primer testimonio
existente de sistematización del conocimiento en dos niveles, que más tarde se denominarían el
trivium y el quadrivium (Hadot 1984, 101).
Al primer nivel, compuesto por la gramática, la dialéctica y la retórica, corresponden las
tareas de desarrollar los medios de expresión (gramática); descubrir la estructura lógica del
pensamiento, que constituye la base del razonamiento correcto (dialéctica), y traducir las
operaciones lógicas de la dialéctica a una forma persuasiva que suscite el interés y mueva los
sentimientos de los oyentes (retórica).
Al segundo nivel pertenece la tarea del beate contemplari, del dirigir a los hombres por el
camino del reconocimiento de la verdad a la experiencia de la felicidad.
Esta segunda etapa del proceso se hace posible mediante las disciplinas matemáticas que
conducen a la persona desde las cosas sensibles y materiales – ritmos (música), figuras
geométricas (geometría) y los movimientos de los cielos (astronomía) – a los números
inteligibles (aritmética), que son un index universae veritatis.
En las Retractationes 1.6 Agustín recuerda que, después de esbozar el De ordine, que es
una enciclopedia en miniatura (Pizzani 1987, 331ss), proyectó una obra enciclopédica que
llevara el mismo título que los Disciplinarum libri de Varrón.
Entre el otoño del año 386 y marzo del 387, redactó los dos primeros volúmenes, sobre la
gramática y sobre la música. Tan sólo se hicieron anotaciones para las otras cinco disciplinas, a
saber, la dialéctica, la retórica, la geometría, la aritmética y la filosofía (en este esbozo la
astronomía fue incorporada a la filosofía, ya que la física se consideraba como parte de la
filosofía).
Este definitivo ordo studiorum, que pretendía ayudar a conducir a los hombres, mediante
pasos específicos y seguros, desde las realidades corpóreas hasta las realidades incorpóreas (retr.
1.6) no llegó a completarse.
¿Cuáles eran los precursores remotos y próximos de esta proyectada enciclopedia? Los
especialistas piensan unánimemente que el primer intento de desarrollar un ordo studiorum ha de
verse en la República de Platón 7.521c-531c, aunque es posible que este intento se derive, a su
vez, a Pitágoras (Rey, 217ss). La lista ofrecida en la República contiene la dialéctica y las
ciencias matemáticas, todas ellas al servicio de la filosofía. Esta lista fue ampliada por Filón de
Larisa, un filósofo académico del siglo II a.C. y fundador de la Cuarta Academia, y por Antíoco
de Ascalona, un discípulo de Filón y fundador de la Quinta Academia, que reconcilió el
Platonismo, el Aristotelismo y el Estoicismo. Estos dos pensadores añadieron la retórica y la
gramática a la lista heredada de Platón.
Cicerón es nuestro testigo de este ulterior desarrollo de la enkyklios paideia (c. Acad.
8.30-32; part. or. 23.80ss; de or. 1.56ss, 187ss; 3.57ss; Tusc. 2.9; inv. rhet. 1.3ss) (Marrou, Saint
Augustin, 211ss). Según Séneca (ep. 88.21), Posidonio desempeñó también un papel en la tarea
de completar el proceso de formación del ciclo de las artes liberales (Dyroff, 40; Svoboda 1933,
33).
El origen, pues, de yuxtaponer las artes literarias junto a las artes matemáticas parece
haber sido el eclecticismo de Filón de Larisa y de Antíoco de Ascalona. Hallamos la lista de las
artes en Filón de Alejandría (de congr. erudit. gratia 11, 15ss, 74ss, 142, 155ss) y en Sexto
Empírico (math. passim).
La proyectada enciclopedia adquirió su forma completa mediante la adición de la
arquitectura y de la medicina, efectuada por Varrón en Disciplinarum libri IX. Esta obra fue
posiblemente la fuente inmediata de la proyectada enciclopedia de Agustín. Hay que señalar aquí
que Agustín cita dos veces a Varrón en De ordine (2.12.35 y 20.54). De este modo se habría
completado definitivamente la formación del trivium y del quadrivium.
Las primeras verificaciones de esta hipótesis las proporciona el Carmen Licenti in
Augustinum (ep. 26) y el testimonio de Claudio Mamerto (de stat. an. 2, 8).
A estas verificaciones de índole filológica hemos de añadir algunas observaciones de
naturaleza filosófica. A la luz de los actuales estudios (Cipriani, 396-400), la hipótesis propuesta
por Dyroff en el año 1930 sigue siendo más fiable que la de Hadot, quien afirma que la fuente
inmediata del proyecto enciclopédico de Agustín debe identificarse con el tratado perdido de
Porfirio, que se titulaba De regressu animae. Dyroff (37ss), por su parte, mantiene que una
fuente pitagórica, que se inspiró en Posidonio y llegó hasta Agustín por intermedio de Varrón,
fue la precursora inmediata de la segunda parte del libro segundo De ordine y de los
Disciplinarum libri. En opinión de Svoboda (1933, 44), el pitagórico en cuestión era el mismo
Posidonio.
La hipótesis de Dyroff puede reforzarse con ulteriores argumentos. Agustín introduce en
De ordine la investigación de las disciplinae, acentuando el valor de una disciplina remotissima
(2.7.24) que jure et habita est et probata por Pitágoras (2.20.53). Agustín cita dos veces a
Pitágoras en De ordine (2.20.53-54).
Agustín vuelve a situar en un marco estoico-pitagórico la idea platónica de un dualismo
vertical de lo corpóreo y de lo incorpóreo. Algo de esto debió de aprenderlo leyendo a Cicerón
(rep. 3.2.3), quien a su vez lo aprendió de Antíoco. Esta disciplina manifiesta elementos de un
orden ético y de un orden filosófico que son afines a la clase del eclecticismo platónico, estoico y
neopitagórico que Varrón y Cicerón habían aprendido de Antíoco de Ascalona (Verheijen, 201-
247). El principio de que debo escuchar y aprender a una auctoritas que me da preceptos que he
de seguir, es un principio pitagórico; tan sólo entonces se imparte la enseñanza que obliga a la
ratio a emprender una demostración racional (Porfirio, Vita Pythagorae 37; Jámblico, De vita
pythagorica 82ss). La importancia que esta disciplina asigna al arte de la política (ord. 2.8.25;
20.54) es de origen pitagórico. Es también pitagórica toda la teoría de los números que se
encuentra en De ordine. Más aún, es posible que Agustín hubiese aprendido de Varrón sus ideas
acerca de la semiótica (Svoboda 1933, 40; Pacioni 1996, 271ss). El marco antropológico de la
sección de De ordine que trata de las artes, es claramente anti-neoplatótino. La definición del
hombre como animal rationale mortale que se formula en 2.11.31, y la explicación que se da de
ella, que hace resaltar la unidad del compuesto humano, no es neoplatónica sino que procede del
marco aristotélico y estoico que Agustín conoció quizás a través de Varrón (Cipriani, 378). Por
un lado, el énfasis en la racionalidad de los hombres en comparación con los animales
proporciona la confirmación de una fuente conocida a través de Varrón. Por otro lado, parece
que excluye a Porfirio como fuente, ya que no concuerda con la manera de pensar expresada en
De abstinentia. Porfirio, un vegetariano convencido, mantiene en todo su tercer libro que los
animales participan también de la racionalidad (Cipriani, 380ss). Otra confirmación de estas
divergencias podemos verla en una serie de observaciones, dispersas por toda la obra De ordine
y que se hallan especialmente en su sección final, que acentúan el valor del cuerpo. Más aún, la
distinción entre las artes desde el punto de vista de la utilitas y de la contemplatio (ord. 2.16.44)
es propia de Varrón (rust. 14.2; Aulo Gelio, NA 14.2; Pacioni 1996, 299ss). Finalmente,
conviene prestar atención al hecho de que, especialmente en el libro segundo De ordine, hay una
clara oposición al pesimismo de Porfirio con respecto a los problemas de la auctoritas divina y
de la salvación. Agustín hace notar que la auténtica auctoritas divina se ha hecho hombre
(2.9.27) y puede ser conocido. Los neoplatónicos negaban que el Intellectus pudiera encarnarse.
Agustín corrige también la idea de Porfirio de la purificación (2.9.26). Éste había enseñado (civ.
Dei 10.29.1) que no es posible en absoluto in hac vita (Pacione 1996, 247) llegar ad
perfectionem sapientiae. Sin embargo, Agustín mantiene (2.9.26) que in hac vita algunas
personas alcanzan un conocimiento intelectual de Dios y llegan a la salvación, mientras que
después de esta vida la contemplación de Dios cara a cara será concedida a todos los que hayan
seguido la auctoritas divina (Pacioni 1996, 246). Todos los elementos filosóficos que se han
señalado aquí (además de las convergencias expuestas por Svoboda) y que se encuentran passim
en la sección de De ordine sobre las artes, sugieren que la obra de Varrón puede definirse como
la fuente inmediata de Agustín para la formulación de su proyectada enciclopedia.
–› Diálogos de Casiciaco; Grammatica, De; Ordine, De; Retórica; Rhetorica, De
BIBLIOGRAFÍA
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Bellefontiane, 1980),
201-47.

VIRGILIO PACIONI, O.S.A.


Traducido del italiano al inglés por MATTHEW O’CONNELL

Ascensión del alma. En la antigüedad, la ascensión del alma humana se produce desde el
mundo sensible hasta el interior de sí mismo, y desde allí hasta Dios. Este motivo subyace en la
mayoría de las primeras obras de Agustín, y en dos de sus obras principales, las Confessiones y
De Trinitate. Desde el comienzo, Agustín desea vivamente conocer a Dios y alma: eso y nada
más (Soliloquia). Está preocupado por la capacidad del intelecto para intuir al Dios Trino y Uno.
Tan sólo entonces se alcanza la felicidad. Por medio de Cristo se ha satisfecho lo que buscaban
los filósofos antiguos. Cristo es el medio de salvación: el único medio de llegar hasta Dios: el
Dios Uno, el Dios Bueno, el Dios Hermoso. Pero Cristo, como segunda Persona de la Trinidad,
es el equivalente a la “patria” neoplatónica. Por eso, Él es a la vez medio y fin.
El lugar de origen de la ascensión del alma se halla en las profundidades de la tradición
filosófica occidental. Los orígenes remotos de este tema agustiniano predominante residen
indudablemente en el Pitagoreísmo y en la religión órfica de mediados del siglo VI a.C. En
realidad, en algunos sectores del mundo antiguo se consideró a Platón mismo como un pitagóreo
modificado. En La República 7, en las palabras de Diotima a Sócrates referidas en El Banquete
203e-211b y en la imagen de los caballos alados, del carro y del auriga del Fedro, se hallan los
más antiguos predecesores literarios conocidos de este pensamiento de Agustín. Platón señala la
senda humana que conduce a lo Bueno (República 7) y a lo Bello (El Banquete), la káqarsi$
intelectual y moral. El “ojo de la mente” puede entrenarse para ver formas ideales. La visión de
lo Bueno define al filósofo-rey de Platón. Todos tienden a la inmortalidad de la sabiduría – pocos
la alcanzan.
Una forma modificada de ascensión (Ánábasi$ o Ánagwg¡) reaparece seiscientos años
más tarde, en el siglo III p.C., en las Enéadas 1.6 de Plotino, Perì to# Kallo#, y en la obra De
regressu animae de Porfirio, y es reseñada con alguna extensión en De civitate Dei 10.23-32.
Partiendo de estos textos se sintetizó un método más preciso. Aunque en las Enéadas se hallan
presentes varias trayectorias del pensamiento antiguo, Plotino sigue de manera bastante estrecha
a El Simposio. La ascensión comienza con la realidad sensible. Desde la belleza percibida en la
materia, el alma se traslada hasta el interior de sí misma, hacia la virtud y la purificación moral.
A continuación, el intelecto se purifica a sí mismo por medio del estudio de las artes liberales,
terminando en el estudio de la dialéctica y la filosofía. En este proceso, el alma comienza a
entender su verdadera naturaleza. Tan sólo entonces el alma está preparada para intuir a lo Uno,
a lo Bueno y lo Bello de Platón – Plotino tuvo alguna dificultad para explicar la relación entre
estos tres. El intelecto humano aspira a encontrar la chispa de lo divino en lo interior, a averiguar
lo que es realmente el alma, y luego a unirse a sí mismo con el §En – el acto de unión definido
como §Enwsi$. La naturaleza del ascenso en el De regressu animae de Porfirio no puede ser
sino un tema de especulación. Con toda probablidad era semejante al de Plotino. En Vita Plotini,
Porfirio refiere que Plotino alcanzó la unión con lo Uno cuatro veces – Porfirio mismo la alcanzó
una vez. En estos autores, como en La República 7, el objeto de la ascensión, aunque no la
alcanzaron nunca ellos mismos, era la unión permanente con lo Absoluto, incluso en esta vida.
Pero estos filósofos no fueron la única fuente de Agustín. Él conocía la voluminosa obra
de Varrón sobre las artes liberales, cuya finalidad consistía en avanzar desde el ser corpóreo
hasta el ser incorporeo (cf. Claudio Mamerto, de stat. an. 2.6). Agustín había leído diversas
doxografías o enciclopedias filosóficas (cf. Solignac, Les Confessions). Miembros del “círculo de
Milán”, concretamente Ambrosio, familiarizaron a Agustín con este tema. Pero la principal
influencia procedía de la lectura de los libri Platonicorum en Milán a fines de la primavera del
año 386. Actualmente todos los especialistas están de acuerdo en que el tratado de Plotino sobre
la Belleza, Enéadas 1.6, y la obra De regressu animae, de Porfirio, se hallaban entre los libros
que Agustín leía por aquel tiempo. Estos libros encendieron “un fuego increíble” en el joven
retórico (c. Acad. 2.2.5). Como efecto inmediato, Agustín intentó varias ascensiones a la visión
de Dios (conf. 7.10.16; 7.17.23; 7.20.26). La tradición considera esas visiones como místicas; los
especialistas actuales discuten acerca de su naturaleza precisa y, por tanto, valoran con dificultad
el éxito o el fracaso de las mismas. Pero de lo que no se duda es de que Agustín, en más de una
ocasión, alcanzó alguna intuición inmediata de lo divino. Agustín mismo consideró esos
destellos momentáneos como preludios de la visión permanente que puede alcanzarse incluso en
esta vida. Pero, como Agustín no mantuvo esos momentos de delicia, es posible también que
considerara esas ascensiones como fracasos.
Después de alcanzar una visión momentánea, Agustín comenzó a entrenar su mente como
una necesaria káqarsi$ para ver la Belleza (exercitatio animae). Tal entrenamiento, que en parte
es moral y en parte intelectual, tiene como su finalidad una visión estable, no momentánea, de
Dios en esta vida. Las visitas de Agustín a Simpliciano (conf. 8.2.3) y su conversión de voluntad
(8.12.28-30) añaden el elemento del monasticismo cristiano a su pensamiento. La comprensión
agustiniana de la ascensión se va refinando gradualmente por su asimilación de la doctrina
bíblica: el alma no es una chispa de lo divino sino una criatura de Dios, formada a su imagen;
pronto llega a comprenderse a Cristo como mediador en el sentido de una autoridad moral y
como ejemplar; la gracia aparece. Agustín esperaba armonizar el cristianismo con el ideal del
antiguo sabio pagano. Durante algún tiempo después, él siguió creyendo que el intelecto podía
mantener la visión permanente de Dios incluso en esta vida.
Concebidos como una introducción a la vida filosófica, los diálogos de Casiciaco ofrecen
una exercitatio animae y proporcionan una introducción a la ascensión del alma. En De beata
vita Agustín averigua que la suprema felicidad humana consiste en la unión con el Dios Trino y
Uno. Más aún, él hace notar que la segunda Persona de la Trinidad es la Verdad misma (cf. Jn
14,6). En Contra Academicos él se esfuerza por probar que el intelecto humano puede alcanzar la
verdad. Pero, como se señaló anteriormente, la verdad denota lo divino. Alcanzar la verdad es
conocer a Cristo. Comenzando como una discusión acerca de la divina providencia, un tópico
demasiado difícil para la comunidad de Casiciaco, De ordine cambia de rumbo a mitad de
camino por medio del segundo libro, donde Agustín esboza un programa de las artes liberales
para que unos cuantos selectos lleguen a una comprensión del gobierno divino y de la Belleza
misma. En estas obras Agustín sintetiza el Verbum joánico, la sapientia ciceroniana y el nous
neoplatónico (cf. P. Hadot, G. Madec). Los Soliloquia marcan el comienzo del viaje personal de
Agustín a Dios. Los Soliloquia 1.13.23ss ofrecen una imagen poética de semejante ascensión.
Agustín calcula que él ha alcanzado ya la katharsis moral y necesita tan sólo una breve
purificación intelectual. Esta última katharsis se completa en Soliloquia 2. Agustín propone
entonces un tercer libro para probar la inmortalidad del alma, percibida como medio para la
continuada ascensión hacia Dios. Pero no había en Casiciaco libros que ofrecieran los recursos
para probar la inmortalidad del alma racional. Así que Agustín no pudo recurrir a ellos, sino que
se vio obligado a aplazar la terminación de la obra.
De regreso a Milán, Agustín no consulta ya los Zetemata que se conservan de Porfirio,
como fuente para Soliloquia 3. Poseemos sus anotaciones, en forma no acabada, con el título de
De immortalitate animae. Agustín mismo indica (retr. 1.5.1) que la obra es difícil de leer. Como
sucede en el Fedón de Platón, sus pruebas son discutibles. Pero la importancia de De
immortalitate animae no reside en su éxito o fracaso objetivo. Sino que nos muestra la ascensión
personal de Agustín, que se vuelve hacia su interior, hacia su verdadero sí-mismo. Más tarde,
durante su estancia en Roma, él se ocupará de la espiritualidad del alma en su obra De animae
quantitate. En esta obra, la ascensión avanza en el conocimiento de sí mismo. La ascensión en
siete etapas hasta la Belleza, hacia el final de la obra (quant. 33.70-76), es un esquema de la
ascensión que se encuentra en Confesiones 7, en Ennéada sobre la Belleza y probablemente en
De regressu animae. El conocimiento de la inmortalidad personal y de la espiritualidad del
individuo caracteriza este giro decisivo hacia el interior. Antes de su conversión, Agustín tenía
dificultades para expresar en conceptos la inmaterialidad del espíritu (conf. 7.1.1). Plotino y
Porfirio le enseñaron lo que es la existencia espiritual. Dios está ubique totus; el espíritu se halla
totalmente presente dondequiera que está. A causa de su espiritualidad, el alma racional es la
cosa que se halla más próxima a Dios. Ahí reside la importancia de De animae quantitate. Por
medio de Agustín, la espiritualidad del alma humana efectúa su entrada definitiva en la tradición
filosófica cristiana de Occidente.
En Milán, Agustín se lanza a un extenso proyecto: las artes liberales deben ser una
exercitatio animae por la cual unas cuantas personas escogidas alcancen la visión de Dios. El
proceso de pasar de lo corpóreo a lo incorpóreo ha sido esbozado en De ordine 2. De musica es
la única obra completa sobre el proyecto. En Milán Agustín hizo las investigaciones
preparatorias para la obra. Tan sólo más tarde, hallándose en África, la terminó. En una
introducción a De musica 6, escrita hacia el año 412, Agustín indica que el fruto de los cinco
primeros libros reside en el libro sexto: el alma se levanta de los números corpóreos e
incorpóreos hasta Dios mismo. Principia dialecticae y otros diálogos proyectados se conservan
en forma de anotaciones. El lejano precursor de este proyecto es La República 7; su inmediato
predecesor es probablemente la obra de Porfirio De regressu animae. Como se hizo notar
anteriormente, influyeron también las extensas obras de Varrón sobre las artes liberales. Mucho
más tarde (retr. 1.3.2) Agustín critica su antiguo proyecto por aspirar a más de lo que un
programa de estudio podía alcanzar. Agustín llegó a darse cuenta del abismo ontológico y,
consecuentemente, epistemológico que existe entre Dios y el hombre, un abismo que
supremamente no se puede salvar sino por medio de la gracia divina.
La experiencia mística más conocida de Agustín tuvo lugar en compañía de Mónica en el
año 387. Él y su acompañante se detuvieron en Ostia, aguardando una nave que se dirigiese a
África (conf. 9.10,23-26). La “visión de Ostia” es más un relato acerca de Mónica que sobre
Agustín. Mónica, que poco antes de su muerte contemplaba un jardín, y Agustín se reúnen para
dialogar sobre la verdad eterna. Juntos se van elevando desde lo sensible hacia “lo que es”, un
gusto anticipado de la felicidad que aguarda a los bienaventurados en el cielo. Los comentaristas,
a pesar de sus diversas opiniones, admiten universalmente la naturaleza mística de esta visión.
Existen muchas semejanzas entre esta ascensión y la ascensión que tuvo lugar en Milán (conf.
7.10.16; 7.17.23; 7.20.26). No cabe duda de que la visión tenida en Ostia siguió estimulando a
Agustín a mantener tal visión.
Sin embargo, De libero arbitrio 2.3.7 – 2.15.39, escrito en Roma en los años 387/388,
proporciona otra perspectiva de la ascensión agustiniana. Agustín demuestra por la razón la
existencia de Dios. La demostración, que es denominada algunas veces el argumento ideológico,
es una ascensión desde el conocimiento sensible hasta Dios mismo como la razón de la verdad,
la Verdad Absoluta en sí misma. El conocimiento de la verdad eterna constituye la base sobre la
cual el hombre juzga acerca de cualquier otra realidad. La mente humana no puede ser verdad
eterna en sí misma, porque el intelecto humano es mudable, pero la verdad absoluta es
inmutable. Dios es la verdad misma o lo que es más elevado que la verdad absoluta (lib. arb. 2).
La demostración es un intellectus fidei, un intento de entender los misterios cristianos por medio
de la filosofía. Tal había sido el proyecto de Agustín desde Contra Academicos 3.20.43.
Continúa la prioridad temporal de la fe sobre la razón, algo que se basa en Isaías 7,9 (LXX): una
persona ha de creer en la existencia de Dios, antes de que pueda demostrar lo razonable de esa
posición. Este extenso pasaje de De libero arbitrio fue conocido por Anselmo y, aunque la
demostración de Agustín no es la misma que la del Prologion 2-4, el pasaje anterior tuvo
profunda influencia sobre este último pasaje.
Seguirá siendo tema de especulación el saber cuál fue la naturaleza precisa de la
comunidad monástica asentada en la finca de Agustín en Tagaste (388-391). El programa para la
ascensión del alma desempeñó quizás un papel en la disciplina de este primer monasterio. La
interpretación alegórica del “cántico gradual” ejerció una importancia indudable, lo mismo que
hizo durante el período de Casiciaco (conf. 9.2.2; 9.4.8; cf. 13.9.10). Durante este período, los
escritos de Agustín desarrollan una tendencia a combinar la filosofía antigua con la Biblia: una
reflexión sobre la semejanza que él hallaba en el antiguo modelo helénico y el ideal cristiano. De
vera religione es la última obra de la ermita de Tagaste. Esta obra, en la que el motivo de la
ascensión sigue siendo intenso, culmina este ciclo.
A principios del año 391 Agustín efectúa su trascendental visita a Hipona para ganarse un
amigo para su comunidad monástica. Allí Valerio y la iglesia de Hipona le impulsan a que acepte
la ordenación para el sacerdocio. Sin embargo, Agustín pide en seguida a Valerio un período
“sabático” para el estudio de la Escritura con el fin de acrecentar la riqueza de su predicación.
Este “retiro” marca, no obstante, otro momento crucial en la carrera de Agustín. A partir de
entonces, la Escritura desempeña un papel cada vez más dominante en sus escritos. Agustín
utiliza por vez primera Isaías 11,2-3 (LXX) (De sermone domini in monte) como paradigma de
ascensión. Los siete dones del espíritu de Yahvé, tal como se encuentran en la Versión de los
Setenta, son interpretados en orden inverso como una ascensión del alma hacia Dios. Las
bienaventuranzas del “Sermón de la Montaña” en Mateo (Mt 5-7: s. dom. mon. 1.4.11) y la
Oración del Señor (Mt 6,9-13: s. dom. mon. 2.4.15 – 2.12.43) se explican desde el punto de vista
de la ascensión de Isaías y de la ascensión en los escritos neoplatónicos. En este punto, Agustín
sigue pensando que la mente humana puede alcanzar la visión de Dios en esta vida, como, por
ejemplo, les sucedió a los apóstoles. Ambrosio (Expositio super Lucam) influye directamente en
Agustín sobre este tema. A este propósito, el cuerpo humano mortal debe ser entrenado de tal
modo en la virtud, que la atención prestada al cuerpo no digtraiga a una persona de la visión
directa. Agustín corrige más tarde estas afirmaciones a la luz de una doctrina más desarrollada
acerca de la resurrección corporal (retr. 1.26).
A instancias de “hermanos de Cartago”, Agustín comentó algunas proposiciones de la
Carta a los Romanos (393-394). Inmediatamente después escribió un comentario sobre toda la
Carta a los Gálatas y comenzó, pero no terminó, un segundo comentario sobre Romanos. Agustín
está cambiando gradualmente su Weltanschauung [o “cosmovisión”] (Brown). Una lectura atenta
de Pablo muestra a Agustín que los seres humanos no pueden lograr una visión permanente de
Dios en esta vida (Van Fleteren). Desde entonces Agustín mantiene que tan sólo unos cuantos,
por la gracia de Dios, consiguieron alguna vez una visión fugaz de Dios facie ad faciem – por
ejemplo, Moisés, Pablo y algunos de los apóstoles. Agustín pensaba que unos cuantos platónicos
habían alcanzado también momentáneamente esa visión. El resto de nosotros puede únicamente
vislumbrar per speculum et in aenigmate (1 Cor 13,12). La clase de conocimiento de Dios que el
hombre puede alcanzar en esta vida será un tema que habrá de ocupar incesantemente a Agustín
durante los treinta años siguientes.
En el año 396, la visión agustiniana de la gracia y de la libre voluntad evolucionó de
manera decisiva: todo bien dimana de la gracia de Dios. “En la solución de esta cuestión, yo
luché en favor de la libertad de elección por parte de la voluntad, pero la gracia de Dios venció
(retr. 2.1). Según Pablo, “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1 Cor 4,7). De ahora en adelante,
el motivo rector de los escritos agustinianos será la salvación por el don inmerecido de la gracia
divina (Simpl. 1). Más tarde, en el año 396, Agustín escribe la obra De doctrina Christiana y, en
el año 398, envía esta obra inacabada a Simpliciano, juntamente con Ad Simplicianum
(Steinhauser). (Simpliciano había sido mentor de Agustín y había sucedido recientemente a
Ambrosio en la sede de Milán.) En De doctrina Christiana y en De sermone domini in monte, la
ascensión del alma se describe desde el punto de vista de Isaías 11,2-3. Las artes liberales no
constituyen ya una exercitatio animae que termine en la visión directa de la Belleza. Ahora estas
artes ayudan al exegeta cristiano a interpretar la Sagrada Escritura. La función ampliada de la
gracia exigía un cambio en la concepción agustiniana de las artes liberales.
A continuación, Agustín dirige su atención al conocimiento de Dios que puede alcanzarse
en esta vida. A lo largo de unos veinte años escribe De Trinitate, que es una obra considerada a
menudo como la única obra sistemática. Esta empresa no debió de tener una ocasión externa,
pero sí tuvo una ocasión interna. Desde los primeros tiempos de su conversión, Agustín luchó
por conocer al Dios Trino y Uno. Sus primerísimos escritos contienen búsquedas de trinidades en
la naturaleza (du Roy). De Trinitate 8-15 constituye una ascensión de la mente a través de una
jerarquía de diversas imágenes trinitarias halladas en la creación, hasta llegar a un conocimiento
del Dios Trino y Uno. Agustín concluye que únicamente un conocimiento per speculum et in
aenigmate (1 Cor 13,12) es concedido a los seres humanos acá abajo. El “espejo” paulino se
refiere al metal bruñido sobre el cual se refleja una imagen. Desde luego, las imágenes reflejadas
en esos metales no eran claras y distintas. Para Agustín, el retórico, un aenigma es una figura de
dicción, una semejanza (similitudo), pero distante. Unos años antes, Agustín había aprendido de
Ambrosio la idea de que la semejanza de una persona con Dios consiste en su racionalidad.
Memoria Dei, intelligentia Dei y amor Dei, tal como residen en la mente humana dotada con la
gracia de Dios, son la imagen humana que más se acerca a lo divino. Agustín aplazó durante
años la terminación de De Trinitate, por la dificultad de la cuestión (no, como piensa O’Connell,
por la dificultad con respecto a la preexistencia y la caída del alma). Agustín piensa que es
posible demostrar la existencia de Dios por medio de grados de bondad o de verdad eterna, pero
se halla más interesado en lo que podemos saber acerca de la naturaleza divina misma. A
diferencia de lo que sucede en nuestra época, pero siguiendo la tradición de la sabiduría antigua,
Agustín reconocía fácilmente la existencia de Dios, pero luchaba por conocer la naturaleza de
Dios.
Juntamente con De Trinitate, la epistula 147 y su compañera, la epistula 148, escritas
hacia el año 413, constituyen la opinión sostenida por Agustín acerca de la visión de Dios, que es
la meta de la ascensión. Agustín examinó los escritos pasados y contemporáneos sobre esta
cuestión, desde Atanasio y Ambrosio hasta los Padres Capadocios, y concluyó que a Dios no se
le ve con los ojos humanos sino únicamente con “el ojo de la mente”. Tal visión queda reservada
para la próxima vida, pero fue concedida a Moisés, a Pablo y a algunos apóstoles en este valle de
lágrimas. Durante la Edad Media, se pensó que la epistula 147 contenía el pensamiento maduro
de Agustín acerca de la visión de Dios.
Enarrationes in Psalmos, una obra escrita a lo largo de un período de más de veinticinco
años (392-418), nos permite ir siguiendo en parte la evolución del pensamiento de Agustín
acerca del motivo de la ascensión. Un ejemplo temprano se encuentra en la Enarratio in
Psalmum 8. En ella Agustín piensa que la ascensión puede terminar en visión acá en esta tierra.
Más tarde. en la Enarratio in Psalmum 41, él interpreta “lo del ciervo que busca la fuente de las
aguas” como una alegoría de la búsqueda de Dios por parte del alma humana. La ascensión está
inspirada ahora por la gracia divina.
De civitate Dei contiene la solución hallada por Agustín a cierto número de cuestiones.
Sin embargo, él sigue siendo semiagnóstico con respecto a la naturaleza exacta de la visión
celestial y del cuerpo humano glorificado. Nadie ha regresado de más allá de la tumba para
informarnos. Con seguridad, la felicidad humana consistirá en una visión de Dios para la que el
cuerpo glorificado no ha de ofrecer impedimento alguno: un tiempo de tranquilidad y paz – más
no sabemos. “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo,
a quien has enviado” (Juan 17,3). En esta materia, Agustín pensó que Plotino y Porfirio estaban
de acuerdo con el evangelista: la felicidad humana definitiva consiste en la plena satisfacción del
intelecto por la visión de Dios – una parte importante del legado de Agustín al pensamiento
occidental. Por ejemplo, el Itinerarium mentis in Deum, de Buenaventura, delata una intensa
influencia del pensamiento de Agustín acerca de la ascensión del alma.
Unos cuantos comentaristas, desde mediados hasta fines del siglo XX, propugnaron que
la caída del alma era el foco principal del pensamiento de Agustín (O’Connell). Él, desde luego,
estaba familiarizado con el motivo del exitus-reditus a partir de diversas fuentes: Lucas, Cicerón,
Plotino, Porfirio – era platonismo rudimentario. Pero el afirmar el predominio de esta teoría
conduce a una concepción errónea fundamental. Agustín estaba interesado en la ascensión y la
salvación. Su preocupación por una caída primordial no presuponía una existencia previa no
corpórea. El interés de Agustín reside en refutar a los gnósticos, no en convertirse en uno de
ellos. Parte de la discusión del siglo XX acerca de la apreciación agustiniana del neoplatonismo
se centró en el motivo de la ascensión (Nygren, Holte). Algunos opinan que Agustín, cuanto más
místico es, es menos cristiano.
Pero ërw$ y Ágáph no tienen por qué polarizarse. Es verdad que Agustín veía la
ascensión a Dios en Plotino y Porfirio, con sus remotos orígenes en Platón, como una concepción
adaptable el cristianismo. Los platonici podían ser cristianos, con sólo que se cambiaran unas
cuantas palabras (De vera religione). Desde su conversión, Agustín considera a Cristo como el
Mediador de la salvación. No sólo es posible la encarnación divina; sino que ésta se realizó para
la salvación de los seres humanos (c. Adad. 3.19.42). La persona humana no es sólo Odiseo (enn.
1.6.8), sino que es también el hijo pródigo (Lucas 15,11-32). El principal desacuerdo de Agustín
con estos platónicos se refería a los medios, no al fin. Al integrar la ascensión del alma a Dios en
la doctrina cristiana, Agustín influyó significativamente en la orientación del pensamiento
occidental y del misticismo cristiano.
–› Animae quantitate, De; antropología; deificación, divinización; gracia; alma
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FREDERICK VAN FLETEREN

Ascetismo. El ascetismo cristiano, que en tiempo de Agustín estaba formándose en el norte de


África, tenía ya una larga historia. Sin enbargo, en sus Confesiones, él pretende que no fue
consciente de este fenómeno hasta los primeros años de su edad adulta, cuando por primera vez
oyó relatos de Antonio y de los monjes del desierto. Más aún, aunque Agustín vivía por aquel
entonces en Milán, afirma que a la sazón no conocía el monasterio que en esa ciudad se hallaba
bajo la dirección de Ambrosio (conf. 8.6.14-15). En las Confesiones, Agustín describe (en visión
retrospectiva) su juventud como disoluta. Se lamenta de que sus padres no insistieran en que él
se casara a edad temprana, lo cual habría enfriado el ardor de la concupiscencia y habría tenido
como consecuencia la procreación de hijos (2.2.2-4). Cuando tenía unos 18 años de edad, tomó
una concubina (cuyo nombre él nunca menciona), con la cual vivió catorce años. Tuvieron un
hijo durante el primer año de sus relaciones, Adeodato, un joven precoz que murió en su
adolescencia, para gran tristeza de Agustín. A pesar de su testimonio de que vivía una vida
sexualmente descontrolada, Agustín refiere también que guardó fidelidad a su concubina durante
el período en que vivieron juntos (4.2.2). Sin embargo, Mónica, la madre de Agustín, estaba
ansiosa de que su hijo contrajera un matrimonio que estuviese en consonancia con sus
ambiciones de hacer carrera. Ella esperaba que, después de contraer tal matrimonio, Agustín
aceptaría el bautismo y viviría como fiel cristiano. Se eligió una joven de buena familia, que
tenía unos diez años y medio de edad. Pero, como ella era muy joven para casarse, Agustín (que
por entonces tenía 30 años) tomó entretanto otra concubina, porque su antigua compañera, con la
que había vivido tantos años, fue despachada y enviada de regreso al norte de África, después del
compromiso matrimonial de Agustín (6.13.23; 6.15.25). Sin embargo, el matrimonio nunca llegó
a realizarse: Agustín experimentó una conversión dramática, en la que la Señora Continencia
triunfó sobre los deseos de él de tener aquellas compañeras sexuales que le atraían en las
imágenes de su memoria (8.11.25-27). En su desesperación, oyó una vez que le exhortaba
encarecidamente: “¡Toma y lee!” Abriendo al azar una biblia que estaba cerca de él, encontró las
palabras de Pablo en la Carta a los Romanos 13,13-14: “... nada de comilonas ni borracheras;
nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos, más bien, del Señor
Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias” (8.12.29). Se
comprometió a vivir en adelante una forma ascética de vida cristiana. Posidio, biógrafo de
Agustín, escribe que, en cuanto Agustín fue bautizado, no tuvo ya más deseos de “mujeres, hijos,
riquezas u honores mundanos” (v. Aug. 2).
A pesar del retrato que Agustín hace de sí mismo, es incorrecto probablemente
imaginársele como un joven de vida atrozmente licenciosa. El tomar una concubina – una
relación admitida por las leyes – se consideraba como un medio apropiado para un joven que no
podía o no quería comprometerse aún a contraer matrimonio. (Puesto que las concubinas eran
generalmente mujeres de clase baja, no eran consideradas como compañeras adecuadas para
contraer matrimonio con jóvenes de clases altas, o, como en el caso de Agustín, con jóvenes de
una condición social “en ascenso”.) Sin embargo, la presentación que Agustín hace de su difícil
lucha interior con sus deseos sexuales, sugiere que su conversión fue en igual grado una
conversión a la continencia y una conversión al cristianismo. Conviene tener en cuenta que
parece que él nunca pensó en hacerse cristiano y, a la vez, casarse. Para él, el bautismo supuso un
compromiso de vivir en celibato. Sin embargo, él no pensaba que tal compromiso era necesario
para todos los cristianos: el matrimonio podía ser igualmente un estado de vida santo.
Posidio refiere también algunos detalles que muestran el creciente interés de Agustín por
una renuncia ascética y por una organización monástica. Cuando Agustín regresó de Italia al
norte de África, él y sus amigos se retiraron a la finca de su familia, para tener un período de
retiro (v. Aug. 3); tales retiros eran práctica habitual en aquellos tiempos entre hombres cultos y
que disponían de tiempo libre. Una vez en Hipona y después de ordenado sacerdote, Agustín
creó un monasterio dentro de la iglesia, en el que él vivía con otros “siervos de Dios”, una
práctica que Posidio considera en consonancia con “la costumbre y la regla apostólica”
(probablemente una alusión a Hechos 2 y 4; v. Aug. 5). En esta comunidad de vida al estilo
monástico, los hombres lo compartían todo y los clérigos eran alimentados y vestidos, “corriendo
los gastos por cuenta de todos” (v. Aug. 5,25). En la casa no vivían mujeres, ni siquiera la
hermana – enviudada – de Agustín, que hizo de “superiora de las muchachas hasta su muerte” (v.
Aug. 26). Aquí hallamos una valiosa información, ausente de las Confesiones, que nos hace saber
que Agustín tenía una hermana, que más tarde estuvo al frente de una casa de religiosas. A este
grupo de mujeres, Agustín, después de la muerte de su hermana, dirigió su carta 211, su
denominada “Regla para monjas”.
Poco después de su conversión, Agustín aprendió más cosas acerca de la ascética y de las
prácticas monásticas católicas, que él estaba ahora ansioso de contrastar con el falso ascetismo
de los maniqueos, una religión que él mismo había profesado durante nueve años (mor. 1.18.34;
2.19.68). Aunque algunos contemporáneos pensaban que los ascetas cristianos habían
renunciado a más cosas de las que debían, Agustín acentúa el inmenso beneficio que los ascetas
aportan a toda la comunidad cristiana por medio de sus oraciones y de sus ejemplos de vida
santa. Describe las renuncias de los cenobitas, señala que hay comunidades de mujeres ascéticas
y de hombres que renuncian, e informa que incluso en las ciudades hay comunidades monásticas
(1.31.66-68; 1.33.70). Agustín acentúa aquí que tales prácticas ascéticas son voluntarias para los
cristianos y que se hallan motivadas por el deseo de subyugar la concupiscencia y vivir vida
comunitaria en amor fraterno; la caridad es el principio que rige la vida monástica (1.33.71;
1.33.73). En uno de sus primeros tratados, que data del año 388, Sobre la moral de la Iglesia
Católica, Agustín adopta un principio al que siguió estando adherido en todos sus escritos
posteriores: que, aunque el ascetismo es la forma más elevada de vida cristiana, las relaciones
conyugales están bendecidas por Dios, y que muchas parejas casadas “hacen uso [del
matrimonio] como si no hicieran uso”, es decir, se abstienen de mantener relaciones sexuales
dentro del matrimonio (1 Cor 7,29; mor. 1.35.79-80).
En varias obras Agustín esboza sus reglas y consejos para vivir la vida monástica. Entre
los escritos más famosos se halla la denominada “Regla para monjas” (ep. 211), en la que él hace
referencia a una disputa que introdujo la división en la comunidad monástica de mujeres en
Hipona, después de la muerte de su hermana, que había sido la superiora. Además de calmar los
ánimos acalorados por la disputa, ofrece extensos consejos sobre cómo las monjas deben vivir,
trabajar y reglamentar los detalles prácticos de su vida comunitaria. Aquí, como en su tratado
Sobre la obra de los monjes, Agustín se preocupa de que las personas de origen humilde y que
han abrazado el ascetismo cristiano, no se sientan orgullosas por su nueva condición social, más
alta, que tienen en el monasterio; de manera semejante, los que antes fueron ricos, están
obligados a vivir vida común, en humildad, con los demás monjes que antes fueron más pobres
(ep. 211.6; op. mon. 25.33; cf. Verheijen 1985).
Desarrollo de las ideas ascéticas de Agustín en medio de la controversia
Agustín desarrolló y afinó sus ideas sobre temas ascéticos en medio de controversias
religiosas. La mayoría de los temas ascéticos abordados por él se refieren a cuestiones
relacionadas con la sexualidad y la reproducción, aunque se ocupa también (por ejemplo, en De
moribus) de las prácticas relativas a los ayunos y a otras clases de abstinencia. La organización
eclesial maniquea, al menos tal como Agustín la conocía, dividía a sus practicantes en un grupo
de nivel inferior, “los oyentes” (a los que Agustín había pertenecido anteriormente) y en el grupo
de nivel superior, que eran “los elegidos”. Los elegidos eran bien conocidos por sus rigurosas
prácticas ascéticas. Aunque a los oyentes se les permitían practicar las relaciones sexuales, con
tal de que evitaran la reproducción (y recordemos que Agustín y su concubina no tuvieron más
que un hijo, durante sus catorce años de relaciones), los elegidos estaban obligados a observar
continencia completa. En uno de sus primeros tratados, De moribus, Agustín declara que la ética
maniquea está equivocada en muchos aspectos: los maniqueos se abstienen de comer diversos
alimentos, porque creen que están “contaminados” (mor. 2.16.51); comen con exceso, aunque su
dieta sea vegetariana (2.16.51-52); procuran satisfacer sus deseos sexuales sin engendrar hijos, y
de este modo se permiten perversas prácticas anticonceptivas (2.18.65). En general, la
motivación maniquea para sus ascetismos es una motivación equivocada; está determinada más
por su odio hacia la creación material, que por el amor a Dios. Más aún, Agustín acusa a los
maniqueos de no practicar lo que predican: repite historias sobre su mala conducta en cuestiones
sexuales (2.19.70-72).
La oposición al Maniqueísmo tuvo importantes consecuencias para la exégesis
ascetizante de Agustín y para la comprensión que él tenía de las prácticas ascéticas. Los
maniqueos se habían burlado de los relatos de la creación y de la reproducción que se contienen
en Génesis 1-2, pretendiendo que el principio más alto, la Luz, o el Bien, no podría haber
ordenado nunca tales prácticas. Contra semejantes burlas maniqueas, Agustín desarrolló en fecha
temprana una exégesis espiritual de los relatos de la creación, afirmando que lo de “reproducíos
y multiplicaos” (Gn 1,27-28) significaba una “reproducción espiritual”, cuando el mandato fue
dado por vez primera, no la procreación física de una prole (Gn. adv. Man. 1.19.30). Más aún, en
sus debates contra maniqueos como Fausto, Agustín se enfrentó con las burlas que ellos hacían
de relatos del Antiguo Testamento acerca de las prácticas y proezas sexuales de los patriarcas y
de otros personajes hebreos antiguos. Contra estas acusaciones que pudieran menoscabar el valor
del Antiguo Testamento como guía ética, Agustín esbozó a modo de ensayo un principio
interpretativo que permitía admitir una divergencia entre las normas morales del Antiguo
Testamento y las del Nuevo Testamento a base de una “diferencia en los tiempos”: entonces
Dios permitía una conducta sexual no tolerada para los cristianos en el presente. Por ejemplo,
ningún cristiano contemporáneo podía aducir el ejemplo de Abrahán para disculpar sus propias
relaciones sexuales con sirvientas (c. Faust. 22.25). Sin embargo, durante este período, Agustín
tiene buen cuidado de no llevar demasiado lejos el argumento de la “diferencia en los tiempos”;
contra los maniqueos era importante no acentuar la “inferioridad” del Antiguo Testamento.
Sin embargo, pronto se produjo otra controversia que iba a apagar el entusiasmo de
Agustín por una lectura excesivamente espiritualizada y ascética de los textos bíblicos. Durante
las décadas de los años 380 y 390, el movimiento ascético había florecido en Occidente.
Jerónimo se había convertido en su principal portavoz. Algunos cristianos – tal vez muchos –
pensaban que la exaltación que Jerónimo hacía de la virginidad, suponía una denigración del
matrimonio. A principios de la década de los años 390 Jerónimo se enzarzó en un debate literario
con un escritor cristiano llamado Joviniano, que pretendía que el matrimonio era de igual
condición religiosa que la virginidad, si la persona casada vivía una vida virtuosa en otros
aspectos. Jerónimo, en su tratado Contra Joviniano, atacó con furia esta idea “igualadora”,
aunque negó que su propia defensa de la vida célibe le caracterizara como “maniqueo”.
Joviniano no era el único cristiano que pensaba que Jerónimo había celebrado
excesivamente la virginidad con detrimento del matrimonio. Cuando, varios años más tarde,
estando en el norte de África, Agustín se enteró de esta discusión, se sintió tan conturbado, que
abordó el tema en dos tratados, Sobre la bondad del matrimonio y Sobre la santa virginidad,
compuestos en el año 401. En estos tratados Agustín adoptó una postura intermedia: con
Jerónimo afirmaba la superioridad de la virginidad sobre el matrimonio, pero con Joviniano
alababa la bondad del matrimonio y censuraba los celibatos contemporáneos que pudieran
mofarse de la abundante procreación practicada por los patriarcas del Antiguo Testamento (b.
conjug. 22.27). En estos tratados Agustín comienza desarrollando su comprensión de los tres
“bienes” del matrimonio: la procreación, la fidelidad y el “vínculo sacramental” (b. conjug. 3.3.
– 4.4; 7.6; 15.17; virg. 12.12). Aunque en ellos Agustín alaba la relación sexual dentro del
matrimonio, hay que señalar que él mantiene una idea más bien “ascética” de lo que esto pudiera
significar: es preferible no dar expresión a un deseo lascivo, no tener relaciones sexuales más allá
de lo que sea necesario para procrear hijos, no usar dispositivos anticonceptivos, no practicar el
sexo durante el embarazo, no hacer uso de los órganos sexuales o realizar actos sexuales que, por
definición, no tengan como resultado la concepción (es decir, no realizar actos “contra la
naturaleza” [b. conj. 5.5; 6.5; 6.6; 10.11 – 11.12]). En la obra Sobre la santa virginidad, Agustín
afirma que la bendición que se dió a la virginal María fue mayor que la bendición real (y que no
debe menospreciarse) concedida a la casada Susana (virg. 20.19). Poco después de esta defensa
del matrimonio, Agustín emprendió un nuevo comentario del Génesis, Sobre el Génesis con
arreglo a la letra, en el que da una interpretación “física” a la exhortación de Génesis 1 de
“reproducíos y multiplicaos” (Gn. litt. 9,3; 9.6; 9.14; 10.18): es una orientación del pensamiento
de Agustín que perdurará a lo largo de toda su ulterior actividad literaria.
Durante los dos últimos decenios de su vida, Agustín se enzarzó en disputas con Pelagio
y sus seguidores. Aunque las primeras frases de la controversia se centraron en cuestiones acerca
de la gracia y de la libre voluntad, vemos que hacia el año 418 Agustín se vio atacado por
pelagianos que pretendían que su idea sobre la trasmisión del pecado original (que inhibe la
libertad humana y conduce a la muerte) significaba un menosprecio del matrimonio y de la
reproducción humana. Según Agustín, a través del placer del acto sexual se trasmite el pecado a
cualquier feto: toda relación sexual se halla, por tanto, contaminada. Agustín pasa ahora a
estudiar más explícitamente algunos puntos de vista expuestos con anterioridad: la idea de que, si
Adán y Eva no hubieran pecado en Edén, se habrían entregado a una relación sexual sin pecado,
para la procreación de hijos: a una relación que no habría estado motivada por la concupiscencia
que es el resultado del pecado original (civ. Dei 14.21). El pelagiano Julián de Eclano, uno de los
últimos adversarios de Agustín, afirmó de manera especialmente incansable que la idea de
Agustín acerca del pecado original y del placer no sólo no era “científica” (¿cómo el semen y los
órganos sexuales iban a excitarse sin el “fuego vital”?), sino que además suponía un odio
“maniqueo” hacia el cuerpo creado por Dios.
Aunque los propios escritos de Julián no se han conservado íntegros, sin embargo
algunos fragmentos de los mismos aparecen en los dos tratados que Agustín escribió contra él.
Incesantemente Julián acusaba a Agustín de sostener una idea excesivamente “ascética” de la
actividad reproductora. ¿Fue un error el que Dios creara a los seres humanos como hombre y
mujer, es decir, como dos sexos diferentes? ¿El matrimonio habría sido inventado por el diablo?
Según la opinión de Agustín, ¿no es verdad que las parejas casadas están “asesinando”
efectivamente a su prole, cuando la traen al mundo manchada con el pecado original, que
Agustín pensaba que conducía a la muerte? En contra de Julián, volvió Agustín a enumerar los
tres “bienes” del matrimonio (c. Jul. 5.12.46). Lo más que concedía Agustín es que tal vez
hubiera un “placer” asociado con el matrimonio que pudiera diferenciarse del malvado “deseo de
la carne” (ep. 6*.5).
Así, pues, las ideas de Agustín sobre el ascetismo se desarrollaron en medio de
controversias acerca del matrimonio, la reproducción y la sexualidad. Es una ironía de la Iglesia
cristiana el que este famoso Padre de la Iglesia, que comenzó su vida religiosa adulta como
maniqueo, fuera acusado de “Maniqueísmo” al final de su eximia carrera, y lo fuera por sus
opiniones ascéticas (supuestamente) exageradas acerca de la actividad sexual (Julián, en Agustín,
c. Jul. imp. 5.15; 2.27.2).
–› Ayuno; misericordia, obras de misericordia; oración; Regula; Reglas monásticas
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Augustinus, De bono conjugali, CSEL 41; De civitate Dei 14, CCL 48; Confessiones, CCl 27;
epp 211, CSEL 57; 6*. BA 46B; Contra Julianum, PL 44; De nuptiis et concupiscentia, CSEL
42; De opere monachorum, CSEL 41; Opus imperfectum contra Julianum, CSEL 85/1; PL 45;
De sancta virginitate, CSEL 41; Possidius, Vita Augustini, PL 32
Estudios
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Hellenistic and Modern Culture (Berkeley, 1983), P. Brown, “Sexuality and Society in the
Fifth Century A. D. :Augustine and Julian of Eclanum”, in Tria Corda:Scritti in onore di
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Women’s Faith:Essays on Late Ancient Christianity (Lewiston and Queenston, 1986); J. García,
Expérience de Dieu et Communauté. Suivre le Christ à l’école de saint Augustin, Cerf Paria
1994;G. Lawels, Augustine of Hippo and His Monastic Rule (Oxford, 1987); Ives de
Montcheuil, “La Polémique de Saint Augustin contre Julien d’Eclane d’après l’Opus
Imperfectum”, RSR 44(1956); M. Müller, Die Lehre des hl. Augustinus von der Paradiesesehe
und ihre Auswirkung in der Sexualethik des 12. und 13. Jahrhunderts bis Thomas von Aquin
(Gegensbur, 1954); F. Refoulé, “Julien d’Eclane, théologien et philosophe”, RSR 52
(1964):E. Schmitt, Le Mariage chrétien dans l’oeuvre de saint Augustin. Une théologie
baptismale de la vie conjugale (Paris, 1983); L. Verheijen, Nouvelle Approche de la Règle de
saint Augustin, vols. 1 y 2 (Abbaye de Bellefontaine, 1980); L. Verheijen, “La Règle de Saint
Augustin:L’état actuel des questions (début 1975)”, Augustiniana 35 (1985); A. Zumkeller,
Augustine’s Ideal of the Religius Life (New York, 1986; original en alemán, 1968).

ELIZABETH A. CLARK
Ascetismo pre-agustiniano. Exista o no una definición del ascetismo que pueda aplicarse a
todas las culturas, los especialistas están de acuerdo en que el ascetismo de los primeros tiempos
del cristianismo significaba una renuncia en diversas formas. Sin embargo, aun antes de que los
escritores cristianos se apropiaran del término askesis para designar su ideal, el significado de
este término entre los autores paganos había pasado del ámbito de la disciplina física que un
atleta debía practicar, a la meta del filósofo, que consiste en ejercitar el dominio de sí mismo.
Así, los paganos cultos que vivieron durante los primeros siglos de la era cristiana propugnaban
que se moderara la dieta y la actividad sexual y que se practicara el ejercicio como expresión del
dominio propio y del “cuidado de sí mismo” (Foucault). Sin embargo, los cristianos afirmaban
que la renuncia no debía emprenderse para el bienestar general de la persona, sino para lograr
una relación más estrecha con Dios. Algunos escritores cristianos primitivos entendían que las
prácticas ascéticas eran populares en otras partes del mundo (en cuanto ellos lo conocían), pero
insistían en que todos los no cristianos que practicaban la ascética tenían motivaciones erróneas y
que, por tanto, sus ejercicios y privaciones eran inútiles.
Determinadas concepciones de lo que es la persona humana constituyen el fundamento
del ascetismo cristiano. Muchos escritores cristianos creían que el alma (o espíritu) y el cuerpo se
hallaban en estrecho contacto, de tal modo que los movimientos del uno tenían efectos directos
sobre el otro. Así como el alma debía trabajar para disciplinar al cuerpo, así también la disciplina
del cuerpo debía mejorar la intimidad del “sí-mismo”. Por tanto, no es tan acentuadamente un
dualismo radical entre el alma y el cuerpo, un odio del cuerpo, lo que motiva el ascetismo
cristiano primitivo (como se ha afirmado con frecuencia), sino que su motivación es una idea
optimista de la “trasformabilidad” de la persona humana: el cuerpo y el alma pueden mejorarse
por medio de una vida ascética.
Algunos especialistas en historia del cristianismo, de tiempos anteriores, creyendo que el
ascetismo no se hallaba presente en la mayoría de las manifestaciones antiguas del cristianismo,
criticaban los desarrollos ascéticos por considerarlos una contaminación del cristianismo
primitivo por movimientos dualísticos del mundo grecorromano: una filosofía extraña había
infestado al cristianismo primitivo que originalmente habría sido no-ascético. Tales especialistas
creían que el judaísmo, durante el período del desarrollo del cristianismo, no había sido tampoco
ascético, y que, por tanto, no podía atribuírsele a él la responsabilidad de que los ideales de
renuncia pasaran al cristianismo en sus formas más primitivas. Tales conceptos se han visto
impugnados en diversos frentes: no sólo la restricción y la moderación eran desiderata para
muchos escritores griegos y romanos de aquel período, sino que algunas formas del judaísmo
antiguo parecen haber tenido consierablemente más “ascetismo” de lo que muchos habían
supuesto hasta ahora (por ejemplo, la comunidad de Qumrán, autora de los manuscritos del Mar
Muerto, parece que estuvo integrada en buena parte por varones célibes, y [probablemente]
escritos judíos como “El Testamento de los Doce Patriarcas” [hacia el año 200 a.C.] revelan una
considerable ambivalencia acerca del contacto de hombres con mujeres y sobre las relaciones
sexuales). Lo más importante es que se va reconociendo cada vez más que las corrientes
ascéticas eran parte del cristianismo desde las más antiguas décadas de su existencia.
Especialistas protestantes alemanes del siglo XIX, que en otras cosas han contribuido mucho al
estudio especializado del Nuevo Testamento, subestimaron a menudo las exhortaciones del
Evangelio a renunciar a la profesión y a la familia para ir en seguimiento de Jesús. A fines del
siglo XX los especialistas van reconociendo cada vez más intensamente que había impulsos
ascéticos en los escritos cristianos primitivos (las cartas de Pablo) y que los Evangelios
Sinópticos están repletos de versículos que los cristianos leían y desarrollaban con una
orientación ascética – por ejemplo, los versículos que condenan a los hombres que miran con
deseo lascivo a las mujeres (Mt 5,28) y que alaban a los que se han convertido en “eunucos por
el Reino de los Cielos” (Mt 19,12), pasaje que de ordinario se entiende como la adopción del
celibato para comprometerse mejor en la labor de proclamar el mensaje de Jesús. Más aún, en el
capítulo 7 de la Carta primera de Pablo a los Corintios, el autor escribe que el matrimonio es
únicamente para los que no son capaces de controlar su apetido sexual; que él desea que todos
los cristianos puedan vivir en celibato como él vive, pero reconoce que no todos poseen este
“don”; que las viudas harían bien en no volver a casarse; y que, en cualquier caso, las parejas
casadas pueden vivir “como si no lo estuvieran”. Aunque más tarde los defensores de la vida
monástica en comunidad tuvieron un tiempo más difícil para encontrar textos bíblicos que
apoyaran su ideal, sin embargo autores como Juan Casiano pudieron señalar las imágenes
(idealizadas) que aparecen en Hechos 2 y 4 de los primeros cristianos de Jerusalén, que
compartían todos sus bienes y vivían vida comunitaria, como prueba firme en favor de las
prácticas de la vida monástica en comunidad.
La crítica bíblica moderna, que asentó que las Cartas Pastorales no habían sido escritas
por Pablo (contenían informaciones que no estaban a disposición de los autores del período
primitivo del cristianismo) nos ayuda a reconocer que, ya hacia los años 100-125, hubo una
reacción contra el entusiasmo ascético de los primeros tiempos. En el Nuevo Testamento mismo
hay corrientes “pro-ascéticas” y corrientes “anti-ascéticas”: una lucha que se observa también en
la literatura cristiana posterior al Nuevo Testamento. La facción “pro-ascética ganó la batalla en
cuanto al volumen absoluto de escritos, aunque bien podemos imaginarnos que la gran mayoría
de los cristianos practicantes se dedicaban menos a las prácticas ascéticas que muchos de los
dirigentes y teólogos de la Iglesia. Con el paso del tiempo la Iglesia aceptó de hecho un sistema
“doble”, según el cual se esperaba que los laicos vivieran sometidos a una disciplina moderada,
mientras que los miembros del clero, y especialmente los monjes, aceptaban voluntariamente
prácticas ascéticas más rigurosas que habrían de ganarles una recompensa más alta en los cielos.
Aunque esta última concepción fue puesta seriamente en tela de juicio por escritores cristianos
como Joviniano a fines del siglo IV, sin embargo los que sostenían que las renuncias ascéticas
eran un modo “más elevado” de vida que la de los laicos casados, vieron que su concepción
triunfaba, aunque en forma modificada.
Es también interesante señalar que, aunque el ascetismo cristiano primitivo patrocinaba
diversas prácticas de renuncia como ayunos, vigilias, el dormir sobre el duro suelo y prolongados
ratos de oración, sin embargo la gran mayoría de los escritos sobre temas ascéticos, en la
literatura cristiana antigua, se centran en los temas de la sexualidad: la virginidad, el celibato, el
matrimonio y la procreación. Algunos ascetas se dedicaron a conductas consideradas como
extrañas por muchos de sus contemporáneos, pero que, según ellos mismos pensaban, señalaban
su regreso a un estado de vida paradisíaco (como el vivir desnudos con largas cabelleras, entre
los animales del bosque) o practicaban actos de mortificación corporal (como la práctica de
arrastrar cadenas de hierro que limitaban la movilidad del cuerpo). Las lágrimas se consideraban
también como una señal especial de devoción ascética, que expresaba el pesar por la anterior
vida mundana de la persona, lágrimas de las que a menudo se habla en los relatos sobre mujeres
ascetas.
Durante el siglo II, los sentimientos ascéticos son expresados por autores tales como
Justino Mártir y por Atenágoras, que argumentan en favor de la superioridad del cristianismo,
pretendiendo que la religión se opone a contraer segundas nupcias y que muchos cristianos de su
tiempo viven en abstinencia sexual hasta su ancianidad. En el Occidente latino, autores como
Tertuliano, hacia fines del siglo II y comienzos del siglo III, sostenían que el contraer segundas
nupcias era un decadencia innecesaria que hacía excesivas concesiones a la sexualidad. Los
Hechos apócrifos, compuestos probablemente, en su mayor parte, durante el siglo III, presentan
el mensaje del cristianismo apostólico como un mensaje de ascetismo puro y simple. Así, en
obras tales como los Hechos de Pablo y Tecla (5), un autor anónimo “refunde” las
Bienaventuranzas de los Evangelios, proclamando bendiciones para “los que mantengan pura la
carne”, para “los que sigan viviendo en continencia”, para “los que tengan esposa como si no la
tuvieran” (1 Cor 7,29) y para “los cuerpos de las vírgenes”. Influyentes especialistas y
predicadores del siglo III, como Orígenes, fomentaron los ideales ascéticos cristianos por medio
de sus escritos y sermones y mediante sus propias renuncias y mortificaciones. En el siglo IV las
prácticas ascéticas y los escritos ascéticos habían alcanzado su pleno florecimiento.
Algunos especialistas en estudios sobre el ascetismo cristiano primitivo afirman que las
novedades habidas durante el siglo IV fomentaron la popularidad del ascetismo. Por ejemplo,
algunos han formulado la hipótesis de que una explicación posible es la conversión de
Constantino al cristianismo y el ritmo más rápido de cristianización que ello supuso: con la
mayor rapidez de las conversiones, hubo devotos más ardientes que buscaban una forma de vida
que los distinguiera de las filas en constante crecimiento de los cristianos ordinarios, que a
menudo eran tibios. O algunos especialistas pretenden también que, al cesar las persecuciones
romanas contra el cristianismo, los cristianos entusiastas buscaron un nuevo camino para
desplegar su celo religioso: puesto que el martirio físico no era ya una opción, el “martirio
espiritual” del ascetismo podría demostrar que era un adecuado sustituto. Otros, a su vez,
argumentan que, con el rápido desarrollo de la jerarquía eclesiástica durante el siglo IV, el culto
cristiano llegó a estar cada vez más formalizado y más sometido a la autoridad clerical; según
esta interpretación, el deseo de algunos cristianos de escapar del formalismo litúrgico y del
control clerical y de lograr un estilo de vida más libre (aunque riguroso) explica el el gran
incremento del interés por el ascetismo. Otros, finalmente, señalan el carácter opresivo de las
obligaciones seculares impuestas a la clase clerical durante esa época, y que animaban a escapar
al desierto como una manera de evadirse de las obligaciones civiles onerosas. Sin embargo, todas
estas explicaciones no aclaran suficientemente los “orígenes” del ascetismo. Y eso, por varias
razones. La principal de ellas es que el ascetismo fue una corriente importante en el cristianismo
desde que comenzara este movimiento. Pero es correcto acentuar que, desde principios hasta
mediados del siglo IV, diversas manifestaciones de ascetismo cristiano se fueron haciendo cada
vez más patentes.
Dos regiones geográficas ocuparon un lugar destacado en la historia del desarrollo del
ascetismo cristiano – Egipto y Siria. Fueron seguidas por Palestina, el norte de África, Asia
Menor y diversas ciudades esparcidas por todo el mundo grecorromano. Antonio, que se supone
que fue el fundador del monacato egipcio, se retiró al desierto hacia el año 270. Se le considera a
menudo como el primer asceta del desierto, aunque su propia Biografía (escrita hacia el año 357,
poco después de su muerte, según se cree por el obispo Atanasio de Alejandría) atestigua que
había ya “hombres de celo” que practicaban una vida de renuncias y que con su vida austera le
sirvieron de ejemplo. Durante las décadas de los años 320 y 330, existían ya los primeros grupos
de ascetas que vivían una vida de rigurosa austeridad en Nitria, Escetis y “las Celdas”. Diversos
escritores antiguos refieren que tan sólo en Nitria, durante la década de los años 370, vivían tres
mil o más ascetas, y que veinte años más tarde el número de ascetas llegaba ya a cinco mil. La
organización de la vida monástica en comunidad, efectuada por Pacomio, suele datarse en la
década de los años 320. Se nos dice en antiguas fuentes cristianas que los monasterios
pacomianos se jactaban de contar con unos siete mil residentes hacia fines del siglo IV y
comienzos del siglo V. Desde luego, la verdadera proliferación de los monasterios pacomianos
dentro de las dos primeras generaciones de la vida monástica comunitaria en Egipto es un
testimonio de que el número cada vez mayor de personas que poblaban esos monasterios exigía
una ampliación de los lugares destinados a la vida monástica.
Los especialistas actuales se hallan interesados en temas tales como la relativa
“ortodoxia” o “no-ortodoxia” de los monjes egipcios del siglo IV. Especulan también acerca de
la influencia del Gnosticismo, tal como se halla representado en los escritos descubiertos en Nag
Hammadi a mediados del siglo XX, en el ascetismo cristiano primitivo de Egipto. A pesar del
intento del intento de los Padres de la Iglesia de describir a muchos dirigentes gnósticos como
disolutos, sin embargo la mayoría de los documentos gnósticos de que disponemos hoy día, nos
revelan una forma rigurosamente ascética de religión. De manera parecida, los especialistas en
Maniqueísmo señalan la introducción de esa antigua religión sincretista (y sumamente ascética)
en Egipto a mediados del siglo III, y el testimonio de que existían “casas colectivas” en las que
vivían los maniqueos “elegidos”. La existencia de tales casas maniqueas ¿estimularía el
desarrollo de la vida monástica comunitaria en Egipto? Hasta el momento presente no hay
respuestas seguras a tales hipótesis.
Siria es la segunda zona del mundo cristiano antiguo que ha recibido la atención de
muchos estudios recientes que la consideran como centro del desarrollo del ascetismo. Hay
vigorosos testimonios, procedentes de textos siríacos del siglo II y de fechas posteriores, que
presentan la vida ascética como una norma para los cristianos que vivían en esa zona. Algunos
especialistas han puesto en duda el que los no célibes fueran admitidos en Siria al bautismo.
Taciano, dirigente cristiano siríaco del siglo II, proclamaba que el matrimonio mismo era
“fornicación”. Su armonía de los Evangelios (el Diatessaron) los corregía para ofrecer lecturas
más ascéticas de dichos Evangelios (por ejemplo, no se hace referencia a José como “esposo” de
María). En el cristianismo siríaco se reservaba especial alabanza para los yihidaye, para los que
vivían “solos” y que, dentro de las estructuras de la Iglesia, se comprometían al celibato y a la
“soledad de corazón”, a imitación de Jesús, que fue “el solo hijo engendrado”.
Aunque Egipto y Siria se consideran a menudo como especialmente importantes para el
desarrollo del ascetismo cristiano, sin embargo hemos de señalar que hubo también intensas
corrientes ascéticas en el norte de África, en Palestina, Asia Menor, España y Galia (Francia) y
en diversas ciudades del imperio. Aunque los testimonios que poseemos son con frecuencia
menos completos y explícitos de lo que sería de desear, no obstante los desarrollos de la vida
ascética y monástica en esos diversos centros aparecen basados – a mediados del siglo IV – en
corrientes ascéticas anteriores. A medidados de siglo, los monjes y las vírgenes se hallaban
presentes en Alejandría en número tan significativo, que el obispo Atanasio quería ganárselos
para la causa nicena en contra de los grupos arrianos, los cuales solicitaron también su favor – o
ejercieron violencia contra los que se resistían al Arrianismo. En el tercer cuarto del siglo IV, la
renuncia ascética era practicada también por algunos cristianos romanos, especialmente por las
viudas ricas. Durante las décadas de los años 370 y 380 la vida monástica comunitaria se estaba
desarrollando también en el norte de África y en Palestina, donde Jerusalén y Belén y las zonas
desérticas se conviertieron en centros para los cristianos que practicaban una vida de renuncias.
Dos décadas antes, Asia Menor vio la organización de comunidades monásticas “ortodoxas”,
relacionadas especialmente con Basilio de Cesarea y con su hermana Macrina. En algunos casos,
los testimonios sugieren que los monasterios comunitarios organizados por eclesiásticos devotos,
constituían – al menos en parte – un intento de refrenar formas “más montaraces”, menos
organizadas y a veces “heréticas” (según normas posteriores) de asociaciones ascéticas ya
existentes. Tales esfuerzos revelan el interés de la Iglesia por absorver y, finalmente, por
controlar movimientos que, en algunos casos, habían tenido originalmente un impulso
anticlerical.
Escritores ascéticos del cristianismo antiguo, como Jerónimo, Juan Casiano y Benito,
tratan de diferenciar – para sus lectores – diversos modelos de vida ascética. La distinción más
corriente es entre los anacoretas, que supuestamente vivían como ermitaños, y los cenobitas, que
vivían en comunidad. Sin embargo, según las investigaciones de los especialistas, no se puede
mantener de hecho una distinción nítida entre estas dos clasificaciones: los materiales literarios y
arqueológicos sugieren que los denominados anacoretas dependían de la comunidad, al menos en
algún grado, y participaban con sus vecinos en los actos de culto comunitario. Incluso los
“solitarios” más estrictos, como los santos de las columnas (“estilitas”), por ejemplo, Simeón
Estilita, que vivían su vida de renuncias encaramados en lo alto de una estrecha columna, eran
objeto de común veneración y servían de “intermediarios acreditados” para los numerosos
individuos y grupos en disputa que acudían a pedirles su parecer. Inversamente, aun los monjes
organizados en comunidades, bajo estricta obediencia a un superior, estaban imbuidos de los
ideales del desierto, consistentes en la práctica de la oración y de la meditación en soledad. Más
aún, el tipo de monjes más despreciado por Jerónimo, Casiano y Benito – los que vivían en
ciudades y ganaban dinero con su trabajo – debieron de constituir una forma característica y bien
aceptada de organización ascética en algunas zonas. Una opción popular era sencillamente la de
adoptar un estilo de vida ascética, aunque quedándose en casa. Esta opción era elegida
especialmente por mujeres ascetas, algunas de las cuales vivían en casa de sus padres o, si habían
enviudado, en sus propias casas (que algunas veces eran palacios). Con la aparición de poderosos
obispos, como Ambrosio y Agustín, floreció el fenómeno de la vida ascética vinculada con el
asentamiento de un obispo: un fenómeno que sugiere, en algunos sectores, el deseo de acercar
más íntimamente el episcopado y la vida monástica. Otra forma de organización monástica,
condenada frecuentemente en los escritos de los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V, y por
los concilios eclesiásticos, era la práctica de que un hombre y una mujer vivieran juntos en la
misma casa haciendo vida de renuncia ascética. Los comentaristas, a esta práctica, la
denominaban “matrimonio espiritual” y era especialmente popular en una época en que los
monasterios de vida comunitaria no se habían difundido aún extensamente. Los Padres de la
Iglesia condenaron esta forma de vida, porque temían la mala reputación que podía recaer sobre
la Iglesia por tolerar tales prácticas. Sin embargo, aprobaban que parejas casadas optaran por
vivir vida de continencia, en el caso (y sólo en el caso) de que ambos cónyuges estuvieran de
acuerdo en hacerlo así.
Un tema de especial interés en el estudio del ascetismo cristiano antiguo se refiere a las
mujeres que se sentían atraídas por el movimiento ascético. Las mujeres, excluidas del
sacerdocio en el cristianismo “ortodoxo”, podían participar (al menos, en teoría) en prácticas
ascéticas en pie de igualdad con los hombres. Las mujeres figuran de manera destacada en textos
ascéticos del los primeros tiempos del cristianismo, sea que prestemos atención a los Hechos
apócrifos, a los catálogos de informaciones suministradas por autores como Paladio y el autor
anónimo de Historia de los monjes en Egipto, a informes sobre monasterios fundados y sobre
reglas monásticas adoptadas, o a extensas biografías de personas que practicaron la vida
ascética. Aquí había una medio excelente para ejercer el patrocinio y el liderazgo monástico,
abierto especialmente a mujeres ricas, como Melania Senior y su nieta Melania Iunior, Paula la
amiga y patrocinadora de Jerónimo, y Olimpia, amiga y bienhechora de Juan Crisóstomo en
Constantinopla. Varias mujeres hicieron donación de grandes sumas de dinero para la
construcción de monasterios, de cuya dirección se hacían cargo ellas mismas algunas veces.
Diversos textos refieren que la comunidad de Melania Senior en el Monte de los Olivos, en
Jerusalén, contaba con 50 vírgenes; que el monasterio de Olimpia en Constantinopla albergaba a
250, y que el de Paula, en Belén, era lo suficientemente grande para que las mujeres se dividieran
en tres grupos. Puesto que tales mujeres tenían dominio jurídico sobre sus propias finanzas,
podían hacer uso de sus respectivas fortunas para crear centros de vida ascética. Más aún, a las
viudas y vírgenes cristianas se les permitía desempeñar mayores funciones en la vida práctica de
la Iglesia que a las mujeres casas, y a menudo ejercían los oficios de maestras y de diaconisas –
aunque incluso aquí los eclesiásticos trataron de asegurar que esas mujeres célibes no usurparan
funciones que ellos querían que quedasen reservadas para los hombres. La igualdad teórica de las
mujeres célibes con los hombres, según parece, no siempre se manifestaba en las prácticas
sociales y eclesiales.
Así, pues, el ascetismo tuvo un largo desarrollo en el cristianismo antiguo, antes y
después de los tiempos de Agustín. Desde luego, en sus Confesiones Agustín da a entender que
su conversión al cristianismo se vio demorada por mucho tiempo, porque él pensaba (a
diferencia de muchos otros) que el único compromiso cristiano viable para él sería el que le iba a
exigir la renuncia al mundo de la sexualidad y al de la carrera en la vida profana.
–› Antonio de Egipto; Ayuno; Misericordia, obras de misericordia; oración
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ELIZABETH A. CLARK

Astrología. Uno de los primeros escritos de Agustín atestigua un temperamento que prefería la
belleza y la magnificencia del cielo nocturno a las bellezas de la tierra (sol. 1.5.11). Por eso, no
es sorprendente que, durante su juventud, la astrología le atrajera más que cualquier otra forma
de adivinación practicada en su entorno (Barb 1963; Hendrikx 1954; Van der Meer 1961). En sus
Confesiones (escritas durante los años 397-401), Agustín admite haber sentido anteriormente
pasión por la astrología (Ferrari 1977) (al parecer, durante sus días de estudiante en Cartago),
probablemente en un intento por echar la culpa a los astros por sus propios pecados (conf. 4.3.4).
Esa afición anterior tiene muchos aspectos interesantes (De Vreese 1933). A los astrólogos,
Agustín los llama mathematici o individuos que te calculan el horóscopo (genethliaci). Los más
populares entre ellos eran los especializados en predecir nacimientos, e incluso la especie de
animal que ha de nacer (civ. Dei 5.7). El caso de un amigo que consultó a Agustín acerca los
negocios de un amigo suyo a la luz de sus constelaciones, indicaría que Agustín mismo
practicaba la astrología (conf. 7.6.8). Desde luego, en el anexo a un sermón (en. Ps. 61), muchos
detalles significativos se ajustarían mejor a Agustín mismo, durante su juventud, que a cualquier
supuesto astrólogo que existiera en la comunidad (Ferrari 1978).
Dos amigos no pudieron convencer con razones al joven Agustín para que abandonase su
adicción a la astrología (4.3.5 y 6), aunque las afirmaciones de ellos de que la pura casualidad
podía explicar las predicciones astrológicas acertadas le ayudaría más tarde a deshacerse de la
fascinación de esa adicción (4.3.6; 7.6.8). En – al menos – un pasaje, él atribuía los notables
éxitos de los astrólogos a la ayuda de los demonios (doc. Chr. 2.23). Un testimonio de naturaleza
más empírica contra la astrología fue el caso de las drásticas diferencias en cuanto a condición
social y a perspectivas para la vida entre dos niños nacidos al mismo tiempo (conf. 7.6.8), así
como los casos de gemelos, especialmente de Esaú y Jacob (7.6.10), de los cuales el primero fue
rechazado por Dios y el segundo fue elegido (Rom 9,11-13). Es digno de tenerse en cuenta que
el “argumento de los gemelos” se originó con Carnéades (219-129 a.C.), que es mencionado
muchas veces por Agustín en su obra De doctrina Christiana.
En una carta escrita hacia el año 400, Agustín, que a la sazón era obispo de Hipona,
distinguió claramente entre dos razones prácticas diferentes para examinar los cielos: la primera
era la practicada por los navegantes o por los agricultores para predecir el tiempo atmosférico; la
segunda era la practicada por los astrólogos, que trataban de predecir el destino que aguardaba a
sus clientes (ep. 55.8.15). En una época posterior de su vida (hacia el año 415), Agustín
distinguió entre los astros que significaban sucesos futuros y los astros que causaban sucesos
futuros (civ. Dei 5.1). Señalaba también que los astrólogos hablaban de los astros en este último
sentido. Según ellos, los astros controlarían las vidas de las personas, de tal manera que la libre
voluntad sería tan sólo una ilusión (Agaësse y Solignac 1972; Rordorf 1974). Por este motivo,
Agustín ataca a la astrología en muchas de sus obras (principalmente div. qu. 45.1-2: doc. Chr.
2.21.32 – 2.23.36; conf. 4.3.4-5: 7.6.8-10; ep. 55.7.12 – 55.8.15; Gn. litt. 2.17.35-37: civ. Dei
5.1.8). Recientemente un autor (Bruning 1990) afirmaba que la antigua pasión de Agustín por el
fatalismo astrológico (que determinaba los destinos humanos en esta vida) fue sustituido más
tarde por una creencia apasionada en el fatalismo divino (que aparece como ejemplo en Esaú y
Jacob), que determinaría los destinos eternos de todos los que pasan por el ámbito temporal de
este mundo. Estarían asociados con este fatalismo divino los numerosos casos bíblicos de echar
suertes, con los que se averiguaría cuál era la inmutable voluntad de Dios (por ejemplo, en
Hechos 1,26).
–› Confessiones; Mathematici
BIBLIOGRAFÍA
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resumen en inglés).

LEO C. FERRARI

Atanasio (hacia 296-373). La influencia de Atanasio, obispo de Alejandría, sobre Agustín, lo


mismo que su legado a toda la tradición cristiana, puede dividirse en dos esferas: la teología
trinitaria, especialmente la reflexión sobre la naturaleza divina del Hijo, y el ascetismo. En
ambas esferas, la autoridad personal de Atanasio fue inmensa: se sabe que fue desterrado de su
sede cinco veces por su compromiso en favor de la teología nicena, y se creía extensamente que
él había escrito la Vida de Antonio, la más influyente biografía de un asceta cristiano publicada a
fines de la edad antigua. A pesar de esta gran reputación personal, la influencia del alejandrino
sobre el pensamiento de Agustín fue indirecta y menos sustancial de lo que pudiera suponerse.
Esto se debió en gran parte a la escasez de traducciones latinas de las obras dogmáticas de
Atanasio durante la vida de Agustín. Pero sucedió también que rápidos cambios en las
reflexiones teológicas durante fines del siglo IV y principios del siglo V fueron la causa de que
algunas de las preocupaciones centrales del pensamiento de Atanasio tuvieran posteriormente
menos repercusiones.
La figura de Atanasio fue como un símbolo de ortodoxia para Agustín. Por ejemplo, los
adversarios donatistas de Agustín pretendían que el Concilio de Sárdica (343) había enviado una
carta a los obispos donatistas del norte de África, y que, por tanto, los donatistas no carecían de
conexiones internacionales, según les acusaba Agustín. En su respuesta, Agustín hacía notar que
este concilio había condenado a Atanasio: esta acción era prueba suficiente del carácter herético
(“arriano”) de dicho concilio (ep. 44.6; Cresc. 24). De manera semejante, las legendarías huidas
de Atanasio al desierto para evitar su detención, demostraban a la mente agustiniana que los
clérigos podían huir en tiempos de persecución, si sabían que otras personas podían atender
ministerialmente a sus respectivas comunidades (ep. 228.6 y 10). Así, pues, Atanasio sirvió de
piedra de toque a Agustín para valorar el carácter ortodoxo de determinados grupos o acciones.
Sin embargo, es difícil determinar con seguridad la influencia directa de las obras de
Atanasio sobre el pensamiento de Agustín, incluso acerca de la Trinidad. Agustín mismo hizo
notar su incapacidad para leer fácilmente los tratados sobre la Trinidad escritos en griego, y el
reducido número de tales obras que habían sido traducidas al latín en la época en que él compuso
su propio tratado Sobre la Trinidad (Trin. 3, pref. 1). En efecto, es probable que, durante esa
época, el único escrito de Atanasio difundido en traducción latina fuera la Vida de Antonio. No
obstante, Sobre la Trinidad muestra vestigios del pensamiento trinitario atanasiano,
especialmente en la interpretación bíblica. Agustín argumenta diciendo que el exegeta debe
distinguir entre todos clases de pasajes bíblicos que se refieren al Hijo: los que se refieren a su
divina esencia (“lo que se halla en relación con la forma de Dios, en que él es igual al Padre”) y
los que se refieren al Hijo en su vida encarnada (“lo que [está relacionado] con la forma de
esclavo que él adoptó, en la que es inferior al Padre”) (Trin. 1.1.22). Por tanto, algunos pasajes
dificultosos, como Proverbios 8,22, podían entenderse como referidos al Cristo encarnado, no al
Verbo eterno (Trin. 1.12.24). Atanasio había sido pionero en este método exegético,
especialmente en sus Discursos contra los arrianos, en los que argumenta que algunos textos
bíblicos se refieren efectivamente a “la esencia del Verbo”, mientras que otros, como Proverbios
8,22 y Hechos 2,36, se refieren al Verbo “según su humanidad” (c. Ar. 2,12; etc.). De este modo,
la Biblia entera podía leerse como un testimonio en favor del Hijo divino y de su encarnación.
Aunque Agustín sigue a Atanasio en este principio hermenéutico, es probable que lo aprendiera
leyendo, no a Atanasio mismo, sino a autores latinos como Ambrosio de Milán e Hilario de
Poitiers, que se hallaban más familiarizados con las obras de Atanasio. Más aún, la reflexión
sofisticada de Agustín acerca de la vida interior del Dios Trino y Uno encontraría poco apoyo en
las tenaces defensas atanasianas de la plena divinidad del Hijo.
En una ocasión Agustín se refiere a Atanasio de una manera que sugiere un conocimiento
de primera mano de los escritos del alejandrino: escribe que Atanasio “afirmaba la igual
invisibilidad de la Trinidad utilizando testimonios tomados de la Sagrada Escritura y con su
habitual diligencia en las disputas” (ep. 148.10). Aunque esta doctrina es indudablemente una
doctrina aceptada por Atanasio (de incar. 16, 18, 30, 42-43. 53-54. etc.), sin embargo no se
encuentra en los escritos de Atanasio ningún pasaje que sea como el descrito por Agustín,
especialmente en lo que respecta al Espíritu. Así que parece que Agustín tuvo un buen sentido
para entender lo que eran las enseñanzas de Atanasio en general, pero que no estudió sus obras
directamente.
Sin embargo, el ascetismo es otro tema diferente, porque en él Agustín revela su
conocimiento de la Vida de Antonio en traducción latina (conf. 8.6.15). (El hecho de que Agustín
deje de mencionar en este caso al autor de la Vida ha sugerido a algunos especialistas que él no
tuvo conocimiento de que la obra era atribuida a Atanasio.) El monje Antonio, según Atanasio lo
retrataba, desempeña un papel crucial en la conversión de Agustín, tal como ésta se presenta en
las Confesiones: el cristiano Ponticiano refiere a Agustín y a Alipio cómo un joven y prometedor
funcionario abandonó el servicio imperial para seguir la vocación monástica cristiana después de
leer la Vida, y esta historia deja a Agustín en una situación en que no puede menos de hacerse
reproches a sí mismo. Aunque parece que el Antonio histórico no careció de estudios, sin
embargo Atanasio le presenta como indocto, y esta nota característica contrista mucho al
brillante y joven profesor de retórica: “Qué es lo que nos pasa? ¿Qué significan esas palabras que
acabas de oír? Se levantan los indoctos y conquistan el cielo, y ahí tienes: nosotros, con toda
nuestra ciencia, pero sin carazón, ¡nos revolcamos en la carne y en la sangre!” (8.8.19). La
decisión de Antonio de “convertirse” a la vida monástica, después de escuchar el texto de Mateo
19,21 leído en la iglesia (v. Anton. 2), es lo que inspira a Agustín a interpretar el canto de los
niños “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!” como una exhortación divina a tomar la Biblia en sus manos
y a leer el primer pasaje que encuentra: Romanos 13,13-14 (conf. 8.12.29). Agustín no se
convirtió sólo al cristianismo sino también al ideal ascético que Atanasio encarnó en su retrato
literario de Antonio. Es verdad que Agustín menciona más tarde que él estuvo pensando en
hacerse ermitaño como Antonio (10.43.70). Sin embargo, hay pocas pruebas de que la
espiritualidad característica de la Vida de Antonio, que acentúa las batallas ascéticas con terribles
demonios, desempeñara un papel importante en la formación de la ascética neoplatónica propia
de Agustín: lo que le inspiró fue el ejemplo de la conversión de Antonio y de su compromiso y
entrega.
Como en el caso de la ortodoxia trinitaria, Atanasio fue a su vez para Agustín la figura
simbólica de un apropiado dominio ascético de sí mismo. Preocupado por su tendencia a
deleitarse con la belleza musical del canto, Agustín optó por seguir la vía intermedia, atribuida
por él a Atanasio, de hacer que los salmos se cantaran de una manera “que se aproximara más a
la recitación que al canto” (10.33.50). De nuevo, esta referencia indica muy probablemente, no
que Agustín hubiera leído el tratado de Atanasio sobre los beneficios de los salmos (ep.
Marcell.), sino más bien que Atanasio se había convertido para él en una figura legendaria de
probidad ascética y episcopal.
Así, pues, la influencia de Atanasio sobre Agustín fue profunda en cierto sentido: la fe de
Agustín era la del cristianismo trinitario y ascético por el que Atanasio había escrito y luchado.
Pero, en los tiempos de Agustín, el mundo cristiano se había movido ya, sobrepasando las
cuestiones precisas que tanto interesaron en los días de Atanasio, y además sus obras dogmáticas
no se hallaban disponibles en traducción latina. Por tanto, la influencia del alejandrino fue más la
del ejemplo que la de una deuda intelectual.
–› Trinitate, De
BIBLIOGRAFÍA
Ediciones
Athanasius, Orationes iii contra Arianos; W, Brgth, ed. The Orations of St Athanasius agaist
the Arians according to the Benedictine Text (Oxford, 1873); Vita Antonii, ed. G. J. M.
Bartelink, Vie d’Antoine, SC 400 (Paris, 1994); Atanasio, La encarnación del Verbo,
Biblioteca Patrística 6; Atanasio, Contra los Paganos, Biblioteca Patrísitica, 19; Atanasio,
Vida de Antonio, Biblioteca Patrística 27;

Estudios
G. G. Harpham, The Ascetic Imperative in Culture and Criticism (Chicago and
London:University of Chicago Press, 1987), 89-106; A. Siegmund, Die Ueberlieferung der
griechischen christlichen Literatur in der lateinischen kirche bis zum zwoelften Jahrhundert,
Abhandlungen der Bayerischen Benediktinen Akademie 5 (Scheyern:Filser-Verlag/Muenchen-
Pasin, 1949) 49-51
DAVID BRAKKE

Ausonio (hacia 310 – hacia 395). Ausonio, natural de Burdeos, realizó sus estudios en esa
ciudad y en Tolosa (Toulouse). Enseñó en Burdeos, desempeñando primeramente la cátedra de
gramática latina (hacia 339 – hacia 360) y progresando luego hasta desempeñar la cátedra de
retórica (hacia 360 – hacia 365), después de lo cual el emperador Valentiniano I le llamó a
Tréveris (hacia 365) para convertirle en preceptor de su hijo, el futuro emperador Graciano.
Fue influyente durante el reinado de Graciano (375-383) y alcanzó el rango de cónsul
(379). Otros miembros de su familia recibieron también honores imperiales. Después de la
muerte de Graciano y a causa de la rebelión del usurpador Máximo (385), Ausonio se retiró a
Burdeos, donde pasó los últimos años de su vida estudiando y escribiendo.
Sus numerosos y diversos poemas latinos tratan, casi todos, de temas profanos. Entre
ellos, hay composiciones breves sobre los asuntos del día (Ephemeris), poemas personales
(Domestica), versos sobre miembros difuntos de su familia (Parentalia) y sobre notables
profesores de Burdeos (Commemoratio professorum Burdigalensium), así como epigramas y
cartas versificadas. Ausonio es muy conocido por el Mosella, una descripción del río Mosela y
de sus alrededores. Todo el corpus de sus obras es un testimonio importante de la cultura
contemporánea galo-romana.
Entre las obras cristianas de Ausonio se encuentran la Oratio Matutina (Ephemeris 3),
una oración matutina de petición, adoración y profesión de fe. (Este poema, atribuido
erróneamente durante algún tiempo a Paulino de Nola, se halla también editado y traducido
como Poema 5 de este último.) De un tenor decididamente cristiano son también los Versus
Paschales (Domestica 2); este poema pascual en honor de Valentiniano I manifiesta una fe
trinitaria. Pero los Versus rhopalici (Domestica 3), una oración en versos ropálicos, son
considerados como una composición espúrea por la mayoría de los editores.
En la correspondencia de Ausonio hay siete cartas versificadas (epp. 23-29) a su amigo y
antiguo discípulo, Paulino de Nola, a quien él ayudó en una ocasión a obtener el cargo de
gobernador de Campania (379). Tres de estas cartas (epp. 27-29), enviadas después de la marcha
de Paulino a España (hacia el año 390), constituyen un infructuoso intento por persuadirle de que
regresara y abandonase la vida ascética. Paulino respondió en dos cartas versificadas (carm. 10 y
11, impresas también como epp. 30 y 31 en las obras de Ausonio), en las que él – con cortesía
pero con firmeza – se reafirmaba en su decisión de seguir su nueva forma de vida.
Se ha discutido mucho sobre la extensión y la profundidad de la devoción de Ausonio al
cristianismo. La línea de separación entre el paganismo y el cristianismo no siempre se hallaba
tan marcada en aquella época de transición (con su considerable sincretismo religioso) como
habría de estarlo más tarde. Ausonio, desde luego, se hallaba instruido en cuanto al cristianismo,
pero no está claro hasta qué punto se había comprometido con él.
Aunque tanto Ausonio como Agustín se hallaban relacionados con Paulino de Nola, no
hay pruebas de que ambos estuvieran relacionados entre sí. Un amigo de Ausonio, Sínmaco,
siendo prefecto de Roma, recomendó a Agustín para el puesto de maestro de retórica en Milán
(384). Desde luego, el joven Agustín había recibido la normal formación gramática y retórica de
la que tenemos tan buen ejemplo en la vida y en la carrera de Ausonio, una vida y una carrera
que él habría esperado razonablemente emular en diferentes circunstancias. Pero, por
importantes que fueran obviamente los ideales de Agustín, “fueron los ideales de Sínmaco y de
Ausonio, y no los de Agustín, los que determinaron la forma de la cultura y de la enseñanza en la
Europa occidental hasta el Renacimiento y mucho tiempo después” (Bonner 1986, 15).
–› Retórica
BIBLIOGRAFÍA
Bonner, 1986; A. D. Booth, “The Academic Career of Ausonius”, Phoenix 36 (1982); 239-43;
A. Alvar Ezquerra, “Estado actual de los estudios sobre Ausonio:bibliografía crítica 1960-
1987”, Estudios Clásicos, 33(1991):53. 96; R. P. H. Green, “The Christianity of Ausonius, SP
28(1993), 39-48; R. P. H. Green, ed. and trans. The Works of Ausonius (Oxford,:Clarendon
Press, 1991); H. Isbell, “Decimus Magnus Ausonius:The Poet and His World”, in Latin
Literature of the Fourth Century, ed. J. W. Binns (London and Boston:Roudledge and Kegan
Paul, 1974); H. Sivan, Ausonius of Bordeaux:Genesis of a Gallic Aristocracy
(london:Routledge, 1993); P. G. Walhs, trans. The Poems of St. Paulinus of Nola, ACW 40
(New York:Newman Press, 1975)esp. 20-24 ·The Letters:(a) The Correspondence with
Ausonius”, H. G. E. White, trans. , Ausonius, 2 vols. LCL (Cambridge:Harvard University
Press; London:Heinemann, 1919, 1921); C. Wittke, Numen Litterarum:The Old and the New in
Latin Poetry from Constantine to Gregory the Great (Leiden:Brill, 1971), esp. Chap. 1 pp. 3-
74, “Ausonius Correspondence with Paulinus of Nola”

MICHAEL P. MCHUGH

Autodefensa. En uno de los primeros diálogos, escrito en Roma, antes del regreso de Agustín
a África, éste había mantenido un coloquio con su amigo Evodio acerca de si es lícito matar a un
atacante, en defensa de la vida, la libertad o la castidad, sin que intervenga la libido; y se había
discutido también si son justas las leyes temporales que permiten que una persona, por ejemplo,
un soldado, mate en tales circunstancias a un atacante (lib. arb. 1.5.11). Evodio afirmaba que una
persona puede defender a otra, incluso empleando una fuerza que cause la muerte (en obediencia
a las leyes estatales), pero sin libido: un soldado en tales circunstancias era un “ministro de la
ley” y podía actuar de esta manera. Evodio afirmaba también que era justa la ley que permitía
que una persona, en tales circunstancias, se defendiera a sí misma, porque era preferible que el
atacante fuera muerto y no el atacado.
Evodio, aunque pensaba que la ley era justa, sin embargo no veía cómo no debían ser
censuradas esas personas que ejercían su poder discrecional para emplear una fuerza que causara
la muerte (se supone que en defensa de sí mismas), porque lo que puede perderse en contra de la
propia voluntad (como la vida, los bienes o la castidad) no puede amarse de tal manera que se
defienda con el empleo de una fuerza que cause la muerte (1.5.12). Sugería una distinción entre
las leyes estatales justas, que reglamentan las relaciones humanas, y la “ley más estricta y más
secreta” que tachaba de pecaminoso este empleo de la fuerza. Agustín mostró de buena gana su
acuerdo con esta distinción.
Agustín añadió algo a este pensamiento, en respuesta a una carta posterior recibida de
Publícola (ep. 46). Nuevamente Agustín desaprobaba la acción de matar en defensa de la propia
vida, a menos que uno fuera soldado o funcionario público, dotado con tal poder por las leyes.
Ahora bien, continuaba diciendo que la prevención de una acción delictiva era un servicio
prestado al hacedor de la misma, y que el mandamiento de no resistir al mal (Mt 5,39) debía
entenderse en el sentido de que prohibía el placer de la venganza, y no la obligación de prevenir
el pecado. A una persona que levanta una tapia para proteger sus propiedades, no debe acusársela
de asesinato, si la tapia se viene abajo y mata a alguien que trate de derribarla (ep. 47.5).
–› Ética; Guerra; Invasiones de los bárbaros

JOHN C. BAUERSCHMIDT

Autores clásicos. Agustín compartía con otras personas cultas de su época muchos de sus
gustos literarios y la afición a la mayoría de los autores clásicos que le parecían importantes.
Estaba interesado en los textos de Platón, exactamente igual que lo estaban sus contemporáneos
italianos Manlio Teodoro (Jones, Martindale y Morris 1971, 900-902) y Macrobio (Flamant
1977, pero téngase en cuenta a Cameron 1977), a pesar de que él consultaba esos textos con fines
muy diferentes. Su perspectiva histórica se derivaba de su profundo conocimiento de Salustio y
de Livio y de la tradición Liviana. Y esos mismos textos eran apreciados por su contemporáneo
Sínmaco (Paschoud 1986). Otro autor clásico que le hizo pensar mucho a Agustín fue Cicerón
(Testard 1958), y se trataba de una familiaridad más íntima con Cicerón de lo que pudiera
parecer apropiado para un cristiano que había sido la ocasión del del famoso sueño del erudito
Jerónimo (Kelly 1975, 41-44). La razón de estos gustos convergentes era que la tardía educación
romana esta anclada en el estudio de un acordado corpus de textos, y de acordadas convenciones
estilísticas (Marrou 1939 con 1949; Kaster 1988). Lo que distinguía a las respuestas de Agustín a
esos textos de las respuestas dadas por sus contemporáneos era la capacidad de aquél para el
compromiso apasionado y su viveza intelectual. Algunas frases se le quedaban fijas, y él las
citaba repetidas veces, pero siempre dando un efecto nuevo a la antigua historia (véanse, en
cuanto a las citas de Cicerón, Hortensius fr. 92, Straume-Zimmermann 1976, 194-196; en cuanto
a Terencio, An. 304-305, véase b. vita 25; Trin.13.7.10; civ. Dei 14.25; y en cuanto a Terencio,
Eun. 583-591, véase conf. 1.16.26; civ. Dei 2.7 y 12). Además, los textos que él citaba no eran
precisamente numerosos rollos y códices de cuya lectura uno se ocupaba para dejarlos luego a un
lado, según le viniera en gana; sino que esos textos contenían las ideas de hombres con cuyas
vidas y logros Agustín se había comprometido profundamente. Así, pues, los pensamientos de
Agustín se extendían, con libertad y facilidad, a lo largo de episodios de la historia literaria y
política que jalonaban casi un milenio, desde la Atenas de Platón hasta su propia Roma y el norte
de África. En consecuencia, el Alcibíades de Platón (civ. Dei 14.8) se hallaba presente en su
texto juntamente con personajes romanos como Quinto Fabio Máximo (1.6), de Livio, o su
Escipión Nascia (1.30). Los filósofos platónicos eran los compañeros preferidos de Agustín en
las reflexiones acerca de la filosofía natural (8.1); Cicerón era “nuestro Cicerón” (c. Acad. 1.3.7);
y se dirigía al romanoVarrón, erudito y especialista en antigüedades, como a un eminente
compañero de viaje: “Tú, entre todos los hombres, eres el más perspicaz y ciertamente el más
erudito” (civ. Dei 6.6). Agustín escribía dirigiendo la palabra a Varrón, que había muerto cuatro
siglos antes. Resultado de ello es que algunos escritos de Agustín acerca de la religión romana y
del pasado romano trasmiten al lector moderno algo así como un curioso sabor a especialista en
antigüedades. Desde luego, la información que Agustín presentaba, tomada en buena parte de
Varrón, describe sucesos históricos y creencias y prácticas religiosas de una época anterior, y ha
sido aprovechada en este sentido por numerosos especialistas modernos en cuestiones relativas a
la Roma republicana y a la Roma de principios del imperio.
Sin embargo, la impresión de que las orientaciones intelectuales y culturales de Agustín
no están plenamente enraizadas en su propio tiempo es una impresión que induce a error (véase
Mandouze 1958), porque su erudición sobre las antigüedades de la religión y de la política de la
Roma republicana era precisamente lo que él compartía con otras personas cultas de su época.
Aparte de dominar esos campos especializados, que él estudiaba al escribir la primera parte de la
Ciudad de Dios, Agustín estaba empapado de la cultura literaria y erudita de su tiempo, de tal
manera que los nombres, las imágenes, los retazos de informaciones y las citas de autores
clásicos llegaban espontáneamente a su mente, sin que existiera una finalidad específicamente
argumentativa. Así sucedió especialmente antes de que él se sumergiera deliberadamente en el
estudio de la Escritura y de autores cristianos (cf. Doignon 1985/1985) y llegara a la conclusión
de que la cultura clásica no era necesaria para la salvación cristiana (retr. 1.3.2). Sin embargo,
Agustín, siendo ya obispo, encontró ocasiones en que vio que era apropiado desplegar su
dominio de esa cultura: en la correspondencia con paganos eminentes (por ejemplo, epp. 137,
233,235) y funcionarios imperiales (por ejemplo, epp. 138, 143,231), y en las discusiones con
sus diversos adversarios (por ejemplo, Julián de Eclano (vg., c. Jul. 4.3.17), quien, como él
mismo, había tenido una buena formación (cf. ep. 101). Principalmente, Agustín desplegaba su
erudición al dirigirse a paganos cultos en la Ciudad de Dios, obra que documenta plenamente el
repertorio de sus lecturas clásicas (O’Donnell 1980).
Estaba de moda en la antigüedad tardía el citar a los poetas clásicos. Al hacerlo así, uno
se definía a sí mismo como partícipe de una tradición cultural que, a pesar de verse desafiada a
menudo por los cristianos, seguía siendo un poderoso estímulo de impulso creativo (Roberts
1989 y 1993). Agustín entendió la importancia de esa tradición. Su diálogo De musica, un
manual de métrica clásica, está entreverado de citas de poetas romanos oscuros (por ejemplo,
3.2.3) y famosos, principalmente Virgilio y Horacio. A diferencia de las citas de Virgilio,
algunas de Horacio no son versos aislados sino estrofas enteras (4.13.18; 4.17.35), de tal manera
que el lector de Agustín puede apreciar no sólo la técnica de versificación del poeta, sino
también el contenido del verso. Desde luego, en Casiciaco, Agustín había construido algunos de
sus propios argumentos en torno al contenido de poemas – por ejemplo, la historia de Ovidio
acerca de Píramo y Tisve, tomada de las Metamorphoses (ord. 1.3.8; 8.24). Aunque más tarde
sintió que había hecho indebidas concesiones a las dimensiones mitológicas y alegóricas de la
poesía antigua (retr. 1.1.3; 3.2), Agustín siguió citando a poetas romanos, pero centrándose más
en la capacidad de los mismos para evocar y expresar sentimientos, y en las dimensiones morales
y éticas de lo que ellos habían escrito.
Versos de Virgilio acudían a la mente de Agustín, cuando expresaba su preocupación e
interés por su protector Romaniano (ep. 15) y por su amigo maniqueo Honorato (util. cred. 1.3).
Años más tarde, al reflexionar sobre su propia vida en las Confesiones, Agustín resumía su pena
por otro amigo que había muerto inesperadamente, con un verso que Horacio había escrito
acerca de Virgilio, por quien sentía un gran afecto. Para Horacio, Virgilio representaba “la mitad
de mi alma”, y Agustín se identificaba hondamente con esta evaluación de la amistad (conf.
4.6.11, citando a Horacio, carm. 1.3.8, con O’Donnell 1992 ad loc.). Más tarde todavía, la
tranquila serenidad que dimana de algunos de los poemas de Horacio, llegaba a la mente de
Agustín cuando pensaba en los perniciosos efectos de las pasiones incontroladas sobre el
desarrollo de la vida política romana (civ. Dei 5.13), mientras que el análisis que hace Horacio de
la motivación humana servía a Agustín para distinguir entre la virtuosa frugalidad y el afán
avaricioso de acumular riquezas (c. Jul. 4.3.19).
Versos del poeta cómico Terencio acompañaron a Agustín a lo largo de toda su vida. La
máxima “Nada en exceso” y el consejo de no desear lo imposible le parecieron muy pertinentes
en diversas ocasiones (b. vita 32; doc. Chr. 2.39.58; en. Ps. 118.4.1; también b. vita 25; Trin.
13.7.10; civ. Dei 14.25). Al final de su vida, cuando Agustín reflexionaba sobre la naturaleza
imperfecta de la vida social y política, algunas observaciones pragmáticas formuladas por
personajes de las comedias de Terencio sobre las perturbadas relaciones entre amantes y
miembros de la familia, parecían dar expresión a esa otra realidad más amplia (civ. Dei 19.5). El
hecho de que Cicerón hubiera citado antes los mismos versos con una finalidad parecida en su
mente (Tusc. 4.76) podría haber contribuido a que los versos llamaran la atención de Agustín. En
otras ocasiones Agustín citaba a Terencio para encarecer la verdad y la urgencia del mensaje
cristiano en sus cartas dirigidas a paganos (epp. 155.14; 258.5), para apaciguar el enfado de
Jerónimo (ep. 82.31) y para explicar al Conde Bonifacio que, aunque Terencio había dicho (a
través de uno de sus personajes) que la persuasión por medios suaves era probablemente más
eficaz que el recurrir a medio duros, sin embargo en el caso de los donatistas sucedía todo lo
contrario (ep. 185.21). Reminiscencias de Terencio acompañaban las reflexiones de Agustín
acerca de la sabiduría mundana. Por el contrario, cuando escribía sobre temas más grandiosos,
citaba versos de la Guerra Civil de Lucano, haciéndolo con el tono más solemne y dramático de
este poema épico. Agustín sentía que Lucano había conocido algo, aunque confusamente, acerca
del verdadero Dios (cons. ev. 1.30.46), y que, al presentar la personalidad de Catón el Joven,
había descrito a un hombre virtuoso, aunque se trataba únicamente de una virtud “al estilo de las
naciones que no conocen a Dios” (c. Jul. 5.9.38; cf. 12.46). De manera semejante, cuando
Lucano escribió que los muertos no enterrados “se hallan cobijados por el cielo”, él había
entendido correctamente que la excesiva ansiedad acerca del entierro de una persona está
descaminada, aunque sólo los cristianos llegaran a comprender plenamente esta verdad (civ. Dei
1.12; cura mort. 2.4).
Muchas de las citas que Agustín hizo de poetas romanos eran más que nada ornamentales
e incidentales con respecto al punto que él estaba estudiando, y que podría haberse desarrollado
sin la cita del pasaje en cuestión. Algunas citas incidentales proceden no sólo de Terencio sino
también de Ennio (por ejemplo, ep. 231.3), de Pacuvio (por ejemplo, sol. 2.15.19), de Lucrecio
(por ejemplo, c. Acad, 3.2.25), de las Saturae de Persio (por ejemplo, mag. 9.28; civ. Dei 2.6) y
del filósofo Séneca (por ejemplo, s. Morin, p. 231). Sin embargo, sucede con cierta frecuencia el
que Agustín cite versos de poesía, cuando el tema del que está tratando tenga alguna
convergencia significativa con el tema del pasaje citado. Así ocurría habitualmente cuando
Agustín citaba la Eneida de Virgilio. Citaba también la Guerra Civil de Lucano, cuando se
hallaba estudiando temas que venían a propósito. En las palabras de Lucano, en su poema que
describe la destrucción de la república romana después que César cruzara el Rubicón, Agustín
veía expuesto el tema central de que “las guerras son peores entre ciudadanos ... y de que el peor
delito es el que se disfraza de rectitud” (De bello civili 1.1-2, citado en civ. Dei 3.12, cf. 14). Tal
como lo veía Agustín, los conflictos entre hermanos, entre ciudadanos y entre vecinos eran un
hecho fundamental y recurrente sin cesar en la historia romana, y citaba a Lucano para hacer
resaltar lo horrible que era esa realidad (civ. Dei 3.27; 15.5).
Aunque en ocasiones Agustín expresaba el tono emotivo que él percibía en la historia y
en la sociedad romanas citando a Lucano y, de forma más general, citando a Terencio, recogía de
los historiadores su información sobre los hechos. Entre ellos mencionaba específicamente al
sintetizador Justino (civ. Dei 4.6), de quien sacaba informaciones sobre el legendario rey
babilónico Nino y sobre Zoroastro (21.14). Sin embargo, la mayor parte de la información
histórica de Agustín procede de Salustio y de Livio y, en grado menor, de los sintetizadores
Floro y Eutropio (Hagendahl 1967, 172-179), para quienes la fuente primordial de la historia de
los primeros tiempos de Roma era también Livio (cf. Bessone 1993; Müller 1995). Agustín
consultaba igualmente la obra histórica de Varrón (por ejemplo, civ. Dei 18.2; 21.8) y,
especialmente en cuestiones de cronología, la Crónica de Eusebio, traducida por Jerónimo (por
ejemplo, civ. Dei 16.16; 18.8; 18.37).
Uno de los temas centrales de Agustín en la primera parte de la Ciudad de Dios había
sido expuesto de manera inicial por Salustio, un historiador que fue sumamente admirado
durante la antigüedad tardía (cf. Syme 1964, 274-301) y que escribió una crítica de sus propios
tiempos, que él ponía en contraste con los primeros siglos del Estado romano, cuando “lo justo y
lo bueno tomaban entre ellos más fuerza de la naturaleza que de las leyes”. Agustín citaba estas
palabras (civ. Dei 2.18, tomadas de Salustio, Cat. 9.1) y volvía a insistir en numerosas ocasiones
en la decaencia interna del Estado romano, que tanto había preocupado a Salustio (Earl 1961, 41-
59). Los fundamentos del poder imperial romano, pensaba Salustio, habían sido puestos por
estadistas virtuosos de la república romana, pero la expansión de ese poder se tradujo en un
creciente “afán de dominio” por parte de Roma y en los consiguientes deseos de honores,
riquezas, ostentación y comodidades. Agustín aceptaba este argumento y, como Salustio, atribuía
a los romanos el “afán de dominio” como una motivación primaria (civ. Dei 2.1-2, citando a
Salustio, Cat. 5.9 y hist. 1.16).
Sin embargo, Agustín difería de Salustio en afirmar que Roma no había disfrutado nunca
de un período inicial de inocencia (civ. Dei 2.21). En vez de eso, insistía en el relato, narrado por
Livio, de la fundación de Roma por los hermanos Rómulo y Remo, fundación que fue seguida
inmediatamente por el asesinato de Remo a manos de su hermano Rómulo (3.6). Agustín no era
el único que encontraba razones en este relato para criticar a Roma (Bruggisser 1987;
MacCormack 1998, 7-10). Lo nuevo de la interpretación agustiniana consistía en que él
parangonaba este hecho con el fratricidio de Abel cometido por Caín, según se refiere en el
Génesis (15.5). De este modo trasformaba la leyenda de la fundación de Roma en un relato
arquetípico de la naturaleza viciada del poder político, no precisamente en Roma sino también en
todas las demás sociedades (cf. 18.22). En otros pasajes, Agustín volvía a contextualizar los
episodios de la historia romana, que él derivaba de Livio y de los sintetizadores de Livio. Por
ejemplo, en su relato de la trayectoria de la vida de Camilo, él encontraba pertinentes únicamente
para su tema aquellos episodios que ayudaban a resaltar las divisiones internas de Roma, la
corrupción de la vida pública romana y los sufrimientos originados por las numerosas guerras de
Roma (2.17; cf. Jaeger 1998, 89-93), excluyendo los elementos positivos que hubo en la larga
vida de Camilo, los cuales figuraban también en el texto de Livio. En resumen, los grandes
hombres de la república romana, que eran idealizados por los contemporáneos cultos de Agustín
(véase Momigliano 1963), vuelven a aparecer en la Ciudad de Dios, pero con la finalidad de
exponer una visión de la historia que ni Livio ni sus lectores paganos de la antigüedad tardía
contemplaron jamás, porque Agustín – en la mayoría de los casos – escribía acerca de Roma
como un crítico externo (pero obsérvese 2.29, con Thraede 1977), mientras que Livio, a pesar de
toda la crítica implícita en sus relatos acerca de las personas y de los acontecimientos, escribía
como un romano que ve las cosas desde dentro.
De la misma manera que Agustín dio una nueva orientación y volvió a definir las
conclusiones que había que sacar de la historia clásica, tal como se había escrito, así también
hizo lo mismo con respecto a la filosofía y a la filosofía natural. Recurrió a la Historia Natural
de Plinio para dar credibilidad a los datos sobre la longevidad de los patriarcas, tal como se
refieren en el Génesis (civ. Dei 15.9 y 12). La obra de Plinio, o quizás el resumen de Plinio
efectuado por Julio Solino (cf. Hagendahl 1967, 1,249-252), le proporcionaba testimonios para
persuadir a sus lectores de que los cuerpos humanos pueden sufrir durante toda la eternidad los
fuegos del infierno (civ. Dei 21.4-5), y confirmaba la destrucción de Sodoma tal como se relata
en el Génesis (21.5, 7 y 8). Platón y los Platónicos hicieron posible que se hablara del
monoteísmo de una forma que Agustín consideraba relativamente útil (Regen 1983), mientras
que la obra de Apuleyo y el tratado hermético Asclepio (Fowden 1986, 209-211) podían citarse
para probar que las sagradas estatuas eran indignas de recibir adoración, aunque esto era
precisamente lo contrario de lo que los autores habían querido demostrar (civ. Dei 8.23-24). En
una estilo diferente, un relato de las Noches Áticas de Aulo Gelio, tal como fue interpretado por
Agustín, no sólo validaba la reputación del patriarca Abrahán como hombre sabio, sino que
además revelaba la contradicción existente en la doctrina estoica acerca de las pasiones (qu.
Hept. 1.30 y civ. Dei 9.4). Finalmente, el filósofo estoico Séneca confirmaba – según Agustín –
las deficiencias de las ideas romanas acerca del destino fatalista y de los dioses (civ. Dei 5.8;
6.10).
En comparación con los muchos miles de citas bíblicas y de alusiones a la Biblia que
llenan las obras de Agustín, las citas de los autores clásicos y las alusiones a los mismos, aunque
son numerosas, quedan muy por detrás en número. Además, proceden de un repertorio
relativamente pequeño de textos clásicos. Entre los principales autores latinos a los que Agustín
no mencionó, se cuentan César, Suetonio, Tácito y Plinio el Joven, así como Propercio, Tibulo y
Estacio. Catulo es mencionado únicamente en relación con un punto aislado de métrica (mus.
4.5). Aquí también Agustín aparece como un hombre de su tiempo, ya que los autores que él dejó
de citar, tienden también a estar ausentes de las obras de sus contemporáneos (véase Reynolds
1983; von Albrecht 1994).
–› Ausonio; Cicerón; Platón, Platonismo; Varrón; Virgilio

BIBLIOGRAFÍA

M.von Albrecht, Geschichte der römischen Literatur, Munich, 1994); L. Bessone, “Floro: un
retore storico poeta,” ANRW II (Prinzipat) 34,1 (Berlin, 1993) 117; A. Cameron, “Paganism and
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tardive en occident. Fondation Hartdt Entretiens XXIII (Geneva, 1977), 1-40; D. Earl, The
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la fin du IVe siècle (Leiden, 1977); Hagendahl, 1967; G. Fowden, The Egiptian Hermes: A
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187-223; H.I. Marrou, Saint Augustin et la fin de la culture antique (Paris, 1939) con Retractatio
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Paschoud, ed., Symmâque à l’occasion du mille centième anniversaire du conflit de l’Autel de
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Buches der Civitas Dei,” in Platonismus und Christentum. Festschrift fur Heinrich Darrie, ed.
H.-D. Blume and F. Mann (Münster, 1983), 208-27; L. D. Reynolds, eds.,Texts and
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Main, 1976); R. Syme, Sallust (Berkeley, 1964); M. Testard, SaintAugustin et Cicéron (Paris,
1958);K. Thraede, “Das antike Rom in Augustins De Civitate Dei,” JAC 20 (1977): 90-145.

SABINE MACCORMACK

Autoridad. Para Agustín la autoridad divina se hallaba en la Escritura. “La Escritura posee la
autoridad más eminente. En ella tenemos nosotros la fe sobre cosas que no debemos ignorar, y
que nosotros mismos no seríamos capaces de conocer” (civ. Dei 11.3). Es una autoridad en la
que hay que creer sin vacilación. “Si (algo) es apoyado por la autoridad evidente de las divinas
Escrituras, a saber, por aquellas Escrituras que en la Iglesia son denominadas canónicas, en eso
hay que creer sin reservas” (ep. 147.4). Refiriéndose a la cuestión acerca del Génesis, Agustín
comentaba: “La autoridad de la Escritura en esta materia es mayor que toda la ingenuidad
humana” (Gn. litt. 2.5.9).
¿Cómo se relaciona la autoridad de la Escritura con la autoridad de la Iglesia? “Hay una
clara línea que establece una separación entre todas las producciones literarias subsiguientes a
los tiempos apostólicos y los libros canónicos autoritativos del Antiguo y del Nuevo Testamento.
La autoridad de estos libros ha llegado hasta nosotros desde los apóstoles por medio de la
sucesión de los obispos y de la extensión de la Iglesia, y desde una posición de alta supremacía
exige la sumisión de toda mente creyente” (c. Faust. 11.5). Es una autoridad ciertamente mayor
que la autoridad de Ambrosio o que la de los obispos donatistas o que la del mismo Agustín (ep.
147.39; cath. 28).
A pesar del gran respeto de Agustín hacia la autoridad de la Escritura, seguía en pie el
hecho de que la Escritura tenía que ser interpretada. Para los católicos, la Escritura debe ser
interpretada de conformidad con la Regla de Fe, una idea que en los días de Agustín se iba
identificando cada vez más con el credo. La Regla de Fe se derivaba de “los pasajes más claros
de la Escritura y de la autoridad de la Iglesia” (doc. Chr. 3.2). Así, por ejemplo, el Nuevo
Testamento debía interpretarse con arreglo a la ortodoxia trinitaria (Trin. 1.11.22).
Las Escrituras dan testimonio de la Iglesia. Desde luego, Agustín llega a decir que los
profetas fueron más claros acerca de la Iglesia que acerca de Cristo (en. Ps. 30.2.2.8). Cuando
tengas dudas acerca del significado de la Escritura, consulta a la Iglesia y a su tradición (ep.
164.6; Cresc. 1.33.39). Nos inclinaríamos a decir que, para Agustín, las Escrituras tienen
prioridad por naturaleza, pero que la Iglesia tiene prioridad en el tiempo. No es sorprendente que
él formule tal doctrina, dada su experiencia. Agustín fue desde la Iglesia a la Escritura, no a la
inversa.
Las más controvertida de las afirmaciones de Agustín acerca de la relativa autoridad de
la Escritura y de la Iglesia es la siguiente: “Yo no creería en los Evangelios, si la autoridad de la
Iglesia Católica no me moviera a ello” (c. ep. Man. 5). No se trata de una afirmación herética
acerca de la autoridad de la Iglesia sobre la Escritura. Agustín la escribió en el contexto de su
polémica anti-maniquea. Y también esta afirmación de testimonio de la experiencia de Agustín.
Cuando le pidieron que aceptara la autoridad de los escritos maniqueos como Escritura, él
se negó a hacerlo. Agustín había aceptado ya las Escrituras cristianas, y lo había hecho así en
virtud del testimonio universal de la Iglesia Católica. Auctoritas catholica, la autoridad de la
Catholica, de la Iglesia universal, es suficiente (ep. 186.33). “Está claro, la fe lo admite, la
Iglesia Católica lo aprueba, es verdadero” (s. 117.6). Así que ni siquiera la autoridad del gran
Cipriano podía admitirse con respecto a la rebautización, porque la Iglesia universal rechazó sus
opiniones.
La apelación a la auctoritas catholica es doble: la apelación a lo que la Iglesia universal
hace y cree ahora, el consenso horizontal; y la apelación a la antigüedad, a lo que la Iglesia ha
hecho y creído siempre, el consenso vertical. Si la Iglesia Católica hace algo ahora, debe
presumirse que ello tiene origen apostólico (bapt. 2.7.12). Los creyentes sinceros, aquellos que
tienen el credo escrito en sus corazones, deben desarrollar un sentir católico que los mantenga
sintonizados con la Iglesia. Las costumbres debían ser aceptadas por razones de universalidad
y/o de antigüedad. Las prácticas de la Iglesia ofrecían una indicación segura de las creencias de
la Iglesia. Y, así, Agustín aduce contra los pelagianos la recitación cotidiana del Padrenuestro en
la liturgia como prueba de la universalidad del pecado (“Perdona nuestras ofensas”).
La idea de la sucesión apostólica parece que Agustín la dio por sentada. Al rechazar las
afirmaciones maniqueas, Agustín citaba la “sucesión de los obispos” (c. ep. Man. 4) como
testimonio de la fialibilidad de las Escrituras cristianas, que “han llegado hasta nosotros mediante
una línea bien definida y bien conocida de sucesión” (civ. Dei 15.23). Agustín acentuaba la
certeza de la doctrina católica que ha sido trasmitida y testificada por las iglesias locales
fundadas por los apóstoles (c. Faust. 13.5). En su polémica antidonatista, subrayó la importancia
de hallarse en comunión con las sedes más importantes de Oriente y Occidente, cosa que no
sucedía en el caso de los donatistas. Finalmente, contra Julián de Eclano, puso de relieve la
continuidad de la doctrina católica.
Agustín minimizó con frecuencia su propia autoridad como teólogo, e instó a otros que
no exageraran el peso de las opiniones de él. Más aún, como un obispo individual, no parece que
él tuviera un concepto exagerado de su propia autoridad. Escribía a Paulino de Nola en contra de
Pelagio: “Estábamos obligados en derecho a no cometer el error de usar nuestra autoridad
episcopal, tal como es ...” (ep. 186.2). Pero los obispos reunidos en concilio, eso es ya una
cuestión diferente. La iglesia africana, con su vasto número de obispos, tenía una historia de
intensa actividad conciliar. Aunque para Agustín la autoridad de los concilios plenarios era
“sumamente saludable en la Iglesia” (ep. 54.1), la experiencia que él tenía era de concilios
locales, provinciales y regionales de la región de África. Anteriormente, en su carrera clerical,
había instado a Aurelio de Cartago a que procurase que se celebraran concilios con regularidad
(ep. 22.2.4). Así que la experiencia personal de Agustín con respecto a los concilios no era la de
los grandes concilios orientales de su época. La mayoría de los concilios africanos formulaban
estrategias para enfrentarse con el Donatismo, y no se ocupaban de discutir cuestiones trinitarias
o cristológicas.
La terminología conciliar de Agustín era fluida. En su tratado sobre el bautismo,
acentuaba la superioridad de la Escritura sobre todas las afirmaciones posteriores de los obispos,
así como la superioridad de los concilios plenarios sobre los concilios provinciales. Más aún, los
concilios plenarios “son corregidos a menudo por los que los siguen” (bapt. 2.3.4). Hay que tener
bien presente el contexto antidonatista de esta afirmación. Agustín no estaba escribiendo una
teología sistemática de la autoridad conciliar, sino que estaba combatiendo la acentuación
exagerada que los donatistas hacían de sus propios concilios provinciales y regionales. En el
mejor de los casos, los concilios regionales representaban una fase en el proceso de alcanzar la
verdad. Los concilios universales tenían la última palabra. En el caso de la opinión de Cipriano
sobre la rebautización, un concilio plenario posterior (Agustín no especificó nunca de qué
concilio se trataba) representaba el “acuerdo unánime de la Iglesia entera” (bapt. 1.18.28).
Sieben ve en este concepto de Agustín una construcción ideal más bien que una realidad
histórica. El concilio universal es realmente el equivalente de la auctoritas catholica.
La cuestión final acerca de las opiniones de Agustín sobre la autoridad es la cuestión
relativa a la autoridad de la sede romana, “donde el primado de la cátedra apostólica floreció
siempre” (ep. 43.7). En la controversia pelagiana, después que un concilio palestino hubiera
aprobado a Pelagio y Celestio, condenados anteriormente en África, los obispos africanos,
dirigidos por Agustín, no sólo renovaron su condenación sino que además apelaron al papa
Inocencio (401-417) para que confirmara sus decisiones (epp. 157-177). Cuando tal
confirmación estaba próxima, Agustín comentaba: “Ha habido ya dos concilios sobre este tema y
sus decisiones fueron enviadas a la sede apostólica. De allí han llegado también respuestas. El
caso está terminado. ¡Ojalá que el error quede también terminado alguna vez!” (s. 131.10).
El papa Inocencio murió poco después de esto, y su sucesor, Zósimo (417-418), parecía
vacilar acerca de la decisión de su predecesor, si es que no quería volverse atrás de ella. Los
obispos africanos replicaron duramente que ellos estaban en favor de la condenación formulada
por Inocencio. En este caso, Agustín había solicitado la confirmación de Roma, a fin de que lo
que había sucedido en Palestina no se repitiera. La aprobación palestina parecía anular la anterior
condenación africana. Pero la confirmación de la postura africana por Roma llevaba consigo un
sello de prestigio ecuménico, no pudiendo pesar más que ella ningún otro concilio regional. “La
autoridad de la sede apostólica (fue) añadida a las decisiones de nuestra insignificancia ...” (ep.
175.2).
Sin embargo, las relaciones africanas con Roma no fueron siempre tan armoniosas. Unos
cuantos años más tarde, en un caso canónico en el que se hallaba envuelto el sacerdote Apiario,
los obispos africanos respondieron con una carta airada al papa Celestino (422-432), instándole a
que les dejara que ellos mismos se cuidaran de sus propios problemas de disciplina. Se ha hecho
notar que Agustín no firmó esa carta, pero desconocemos las razones de que no lo hiciera. Las
cartas de Divjak muestran casos de intervención romana en asuntos incluso de menor
importancia. En el año 418, cuando Augstín se hallaba en los sesenta años, emprendió un largo
viaje al occidente, a Cesarea de Mauritania, sobre un asunto (no especificado) para el papa
Zósimo. En otras palabras, Agustín mostró personalmente gran respeto hacia la sede romana y
hacia su obispo, aunque no habían surgido todavía la mayoría de las cuestiones, discutidas en los
debates teológicos ulteriores, acerca de la autoridad romana. Para Agustín, la autoridad última
residía en el consenso de la Iglesia Católica. Teóricamente al menos, ese consenso podía
mostrarse en un concilio de la Iglesia universal, aunque, incluso en este caso, Agustín no
especificó nunca las condiciones para verificar la autenticidad de tales decisiones conciliares.
–› Baptismo, De; Biblia; Canon de la Escritura; Iglesia; Código de los cánones de la
Iglesia norteafricana; obispos romanos
BIBLIOGRAFÍA
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Comunidad según San Agustín, en “Burgense” 38/1 (1997) 97-119),
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Lutcke., ‘Auctoritas’ bei Augustin (Stuttgart:Kohlhammer, 1968); C. Munier and H. Sieben,
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Augustinus von Hippo (+430)”, in Die Konzilsidee der Alten Kirche (Paderborn: Schoningh,
(12979), 68-102

† ROBERT B. ENO, S.S.

Ayuno, el; ayunar. Ayunar es abstenerse, por razones religiosas, de los placeres lícitos de la
comida y de la bebida. Aunque la acción de ayunar, en sentido estricto, se refiere a la abstención
completa de comida y bebida, en los días de Agustín consistía en pasarse sin comer el día entero
hasta la comida vespertina, que tenía lugar hacia las tres de la tarde (ep. 54.7.9). Los laicos más
piadosos ayunaban los miércoles (en recuerdo de que las autoridades judías decidieron en ese día
dar muerte a Jesús) y los viernes (en recuerdo de la crucifixión) durante todo el año (ep.
36.13.30). Agustín conocía también comunidades en las que algunas personas permanecían sin
tomar alimento alguno durante tres días sucesivos o más (mor. 1.33.70).
Para Agustín, el ayuno tiene dos funciones básicas, siendo la primaria la función ascética.
El ayuno ascético prepara a los cristianos para hacer frente a las tentaciones y sirve para
subyugar los deseos desordenados (mor. 1.33.71). Las dos finalidades del ayuno ascético son a
menudo inseparables; por ejemplo, el ayuno de Cuaresta, que significa el esfuerzo y la
humillación que los cristianos sufren inevitablemente como efectos del pecado original en ellos
mismos y en el mundo, los fortalece contra el peligro de deslizarse de los placeres lícitos en los
placeres ilícitos (util. jejun. 5.6). No obstante, la victoria de Cristo sobre las tentaciones del
diablo en el Evangelio ayuda a mostrar que esos objetivos son esencialmente distintos: el ayuno
de Cristo antes de hacer frente a sus tentaciones es ascético en el primer sentido de la palabra
pero no en el segundo, porque Cristo, al no tener pecado, no tenía deseos desordenados (perf.
just. 8.18).
Además de la función ascética, existe la función espiritual o extática (cons. ev. 27.63). El
ayuno enriquece la mente (util. jejun. 1.1). Los que ayunan con la recta intención logran sabprear
una “delicia espiritual en la verdad y en la sabiduría” (s. 210.3.4). La capacidad de la mente para
apreciar las realidades espirituales aumenta incluso hasta el punto de descuidar las necesidades
del cuerpo, y la persona adquiere una capacidad mayor para amar. Los efectos del ayuno con
recta intención son tranquilidad dentro de uno mismo y unidad con la iglesia, especialmente con
los pobres mediante la acción de dar limosnas (s. 207.1).
Agustín recomienda encarecidamente el ayuno cotidiano, es decir, una limitada
abstención de alimentos, excepto en los domingos y durante el tiempo de Pascua, cuando el
ayuno está prohibido en toda la iglesia. Como corresponde a una práctica que no es buena por sí
misma ni está preceptuada por la Escritura, las reglas para el ayuno están fijadas por la
costumbre y la tradición. Al responder a la diatriba de la persona que se oculta bajo el
pseudónimo de Urbicus contra las iglesias locales que no observan la costumbre romana de
ayunar en sábado, Agustín acentúa la importancia de permitir la diversidad en cuestiones que no
ponen en peligro la unidad de la fe y que, si son cuestionadas, conducen a estériles discusiones y
a innecesarias disensiones (ep. 36.1.2; cf. 54.5.6). Como norma general, debemos ayunar como
ayuna la iglesia local (epp. 36.14.32; 54.2.3).
A pesar de su recomendación de la práctica, Agustín tiene muchísimo cuidado en
sostener el principio de que ayunar sirve únicamente como un medio, como una práctica que no
es elogiable en sí misma. Más aún, insiste en que no es bueno ayunar en algunas circunstancias.
No ayunamos en contra de nuestros cuerpos, a los que debemos amar y cuya salud estamos
obligados a fomentar (cf. util. jejun. 4.5 y Praeceptum 5.5, en Lawless, Rule, 87), sino en favor
de nuestras almas, para que podamos desarrollar nuestra capacidad para la contemplación de
Dios y para prestar servicio a la iglesia.
En un sentido menos propio pero más importante, ayunar significa la abstinencia general
de acciones y deseos ilícitos, lo cual debería ser la nota característica de la vida cristiana en este
mundo (Jo. ev. tr. 17.4.3). Si tienen bien presente esta enseñanza acerca de la práctica general de
ayunar, los cristianos serán capaces de regular de tal manera su abstención de alimentos, que el
valor de tal disciplina no impida valores más centrales como son el perdón, la reconciliación y la
paz (s. 205.3).
–› Discípulo; Misericordia, Obras de misericordia; Oración

BIBLIOGRAFÍA
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Arbesmann, O.S.A., “Fasting and Prophecy in Pagan and Christian Antiquity”, Traditio 7
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ROBERT P.KENNB

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