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VIAJE POR

LA RIOJA ALAVESA
Juan José Cuadros Pérez

GOBIERNO MINISTERIO INSTITUTO


DE ESPAÑA DE TRANSPORTES, MOVILIDAD GEOGRÁFICO
Y AGENDA URBANA NACIONAL
VIAJE POR
LA RIOJA ALAVESA
Juan José Cuadros Pérez
1ª Edición digital
VIAJE POR LA RIOJA ALAVESA
Editado en noviembre de 2021
Catálogo de publicaciones de la Administración General del Estado
https://cpage.mpr.gob.es

Autor
© Juan José Cuadros Pérez 2021
Publica
© de esta edición, O. A. Centro Nacional de Información Geográfica (CNIG), 2021
Dirección General del Instituto Geográfico Nacional (IGN)
Prólogo
© Eduardo Martínez de Pisón 2021
Fotografía de portada
Descripción: Laguardia, vista aérea
Autor: Mikel Arrazola
Fuente: CC BY-3.0-ES 2012/EJ-GV/Irekia—Gobierno Vasco/Mikel Arrazola
Cartografía
Detalle del Mapa Provincial de Álava, escala 1:200.000 (IGN)
Diseño y maquetación
Fco. Pérez Toledo.
Servicio de Edición y Trazado (IGN)
Subdirección General de Cartografía y Observación del Territorio

NIPO digital: 798-21-038-7


DOI: 10.7419/162.13.2021

Los derechos de la edición son del O. A. Centro Nacional de Información Geográfica como
editorial. Este Organismo agradece que la difusión electrónica masiva de la edición digital
se realice a través de un enlace al apartado correspondiente de la página web oficial.

GOBIERNO MINISTERIO INSTITUTO


DE ESPAÑA DE TRANSPORTES, MOVILIDAD GEOGRÁFICO
Y AGENDA URBANA NACIONAL

CNIG:
Calle General Ibañez de Ibero, 3 - 28003 - Madrid (España)
www.ign.es / www.cnig.es
consulta@cnig.es
Itinerario del andariego por La Rioja Alavesa

Adaptado del mapa de La Rioja Alavesa a escala 1:200.000


Para Maruja y Almudena
Nota del editor:

Esta obra, editada ahora de manera póstuma, no es un libro de


viajes al uso y no corresponde a ningún viaje en concreto. El autor
escribió en los años 80, probablemente entre 1985 y 1987, este texto
de «realismo poetizado» basado en su experiencia y en todos sus
viajes, estancias y vivencias por tierras alavesas.
Nota del autor:

El nombre de La Rioja aparece documentado por primera vez en


el fuero que el rey don Alfonso VI de Castilla concedió a la ciudad
de Miranda de Ebro en el año del Señor 1093. Enciclopedia Espasa
ÍNDICE

Prólogo  ...................................................................................................................... 15

Justificación innecesaria  ............................................................................................. 19

De cómo el andorrero se encontró con su amigo Pepe y de las consecuencias


que tan grato encuentro tuvo  ................................................................................. 23

Donde se dice algo de la ciudad de Vitoria, de su lustre, su industria y su aquel  ....... 31

Donde el andariego sale de Vitoria para acercarse a San Vicente de la Sonsierra  ...... 39

Donde se cuenta cómo el andorrero llegó a Laguardia y lo bien que allí


se lo pasó  ................................................................................................................ 49

Donde el andariego baja a Elciego, sube a una motocicleta y llega a Viñaspre  .......... 61

Donde el viajero pasa por Yécora, Meano y Lapoblación, para ir a parar


a Bernedo  .......................................................................................................................... 71

Donde se cuentan las cuitas de don Martín y la guantada que le atizaron


al andorrero en Oyón  ............................................................................................ 81

Donde el andorrero se pasea por Logroño antes de volver a Madrid  ........................ 101
PRÓLOGO

El escritor de este viaje en forma de libro, que corre ágil de cuerpo y mente por
una de las Riojas, Juan José Cuadros, fue autor de varias obras literarias más sobre
nuestros paisajes, en concreto por la Sierra de Segura y por tierras sevillanas y
palentinas. Fue también poeta reconocido y esta sensibilidad y su perfecto uso de
la lengua se dejan reconocer en su obra en prosa. Este viajero al estilo tradicional,
un pie detrás de otro, era además geógrafo, por lo que su conocimiento del terre-
no que pisaba era sólido. Trasciende la presencia de lo real en lo voluntariamente
novelado. Y aunque el protagonista pudiera ser otro, es sin duda él mismo por su
contar en primera persona, su gusto por las cosas naturales y las gentes llanas, y
por la ironía del buen observador. Siempre el humor es inteligencia y aquí encon-
tramos ambos línea a línea.

Tengo el honor de prologar este viaje por petición de sus editores, y el privilegio,
con ello, de ser lector anticipado de lo que aquí se cuenta y debo decir que, al aca-
barlo, he sentido un raudal de simpatía por su autor, a quien no conocí. Hubiera
deseado más jornadas riojanas. Creo que no veré más esta comarca sin acordarme
alegremente de los muy humanos lances del andariego novelesco que me la contó
en estas directas y joviales páginas. Además de ser yo también geógrafo, mi familia
paterna tiene raíces en la Rioja alavesa y mi padre ejerció de topógrafo —profesión
de Cuadros— en los años veinte (hace un siglo) en un hermoso valle del Pirineo
aragonés, con lo cual mi acercamiento personal al tema, al lugar y al autor eran pre-
vios a la lectura de este libro y debo añadir que esa proximidad ha salido reforzada:
hubiera estado muy bien viajar con él. Pero no importa: aunque de otro modo, esta

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obra nos lo permite. Es formidable ese poder de la escritura que nos concede ir
ahora mismo con Cuadros, con el morral al hombro, por las regiones de España a
revivir un viaje que pudo tener lugar hace decenios. Digo esto porque las alusiones
al coche 600 o al periódico Ya sitúan en otro tiempo —que también he vivido— las
andanzas del escritor y su personaje. E igualmente las que sugieren el entorno, el
estado del terreno, las relaciones con las gentes, estas mismas, los gustos reinantes
y hasta el estilo de la prosa. Vas a saborear, lector, estos ingredientes.

Porque está narrado en un tono clásico viajero, no sin influencia de Cela, volun-
tariamente marcado, en prosa con resonancias de un lenguaje que esconde, detrás
de lo espontáneo, un manejo y pulimento propio de un literato. Éste, tornado en
andariego atento a lo que le rodea y lo que surge o se disipa, cuenta cómo tomar y
saborear la tierra misma al ritmo de los pasos, lejos de las prisas, de trasiegos, en-
treteniéndose con sencillez y apertura, con entregada proximidad y cierta distancia,
en cada lugar y en cada encuentro y desencuentro. Como dice el personaje, sólo
para conocer gentes y caminos, catar sus frutos y mantener en paz el corazón. El
lector, embarcado en este ritmo cordial, participará inevitablemente del sosiego
del autor, de su amable sorna, de su ritmo y de su gusto para captar mundos en
cada esquina, para gozar con andar y luego contarlo. Porque el modo de expresarlo
también evoca esos mundos, mediante palabras retrabajadas en un juego realizado
con ingenio e incluso picardía. Porque sitúa los lugares en el tiempo mediante
alusiones históricas, y, principalmente, porque lleva al lector viajero a conocer
personas que parecen de carne y hueso en situaciones que podrían dar lugar a una
buena película (si hubiera hoy buen cine). Así, esta geografía literaria, para bien de
los lugares, se lee como el agua.

Hay párrafos geográficos y párrafos poéticos. En uno de los primeros dice el


autor, en plena marcha entre colinas, viñedos, campos y pueblos solariegos, que
«el paisaje explica al hombre, nunca al revés»; de modo que, cuando intentamos
lo imposible, acabamos haciendo geografía en vez de metafísica. Verdad estricta.
Entre los segundos, destaco (y comparto) los que alaban el gusto por lo humilde,
como las florecillas de las cunetas o los tomillos, que sólo se aprecian andando, ya
que de este modo “me entero mejor de las cosas”. Es decir: de los paisajes, de las
gentes que se mueven en él y hasta de las hierbas en que casi nadie se fija. Es lo que
regala el camino, como moras en sus zarzas o gorriones que pasan. Aunque, para
ser justos, también el entorno riojano y el gusto del escritor ofrecen copiosamente

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frutas, hortalizas, jamón, chorizo, morcilla, chuletillas, pimientos, melocotones,
truchas, cangrejos y, por supuesto, abundantísimo vino, siempre en cada mesón…
«el mejor de la Rioja».

Pero, ¿es ahora posible este modo de viajar o se ciñe ya a otro tiempo? Creo que
sí es hacedero y hasta recomendable, pues consiste en un modo de ver el mun-
do, que está más en el espíritu del andariego que en las cosas, la sociedad o las
infraestructuras del terreno. Por eso este viaje es tan aconsejable, tan necesario,
tan entretenido. Tan ejemplar. Sólo hace falta ir con este libro de guía, ya sea por
la comarca que trata o por cualquier otra, pues es un mensaje para el ánimo del
viajero y por ello vale como el temple adecuado para deambular por todas partes.
Gracias tardías, Juan José Cuadros, por haberlo escrito.

Eduardo Martínez de Pisón

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JUSTIFICACIÓN
INNECESARIA

LA RIOJA es tierra mollar. Probablemente, La Rioja es la tierra más mollar, más


esponjosa, más abundante de toda España. La más abundada y briosa que diría,
con su prosa áulica e increíble, don Alfonso X, el Sabio.
En La Rioja se cría de todo. Piense quien quiera en el fruto que le dé la gana
que, en La Rioja, lo encontrará. Las únicas cosas que en La Rioja no se crían o,
por lo que se ve, no se aclimatan, son los poetas líricos, y uno piensa que esto se
debe a que en La Rioja se come muy bien, se bebe mejor, se trabaja de firme y la
temperatura es, más bien, como tirando a fresquita, y ya se sabe, los poetas líricos
vienen a ser gentes como mal alimentadas, bajas de tensión, un tanto proclives a
la holganza y acostumbradas a terrenos más calurosos, cosa que las predispone
a los gozos de la soñarrera y de la ensoñación.
Bien puede ser que La Rioja sea una comarca una y trina, es decir que, aunque
esta región natural sea única, puede admitir una división en tres partes, a pesar de
que en casi todos los libros que uno haya visto y que, a Dios gracias, no han sido
muchos ni muy buenos, e incluso, en el decir del común, sólo se hable de dos,
La Rioja de Logroño y La Rioja de Álava, dejándose por desollar ese rabo que
bien podría ser La Rioja de Navarra y que se extendería desde los altos de Meano
hasta un poco más allá de Viana, aunque sin acercarse demasiado a Los Arcos.
―¿Hasta Espronceda o Mendavia?
―Sí. Una cosa así.

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El río Ebro y la sierra de la Demanda, con sus estribaciones de San Lorenzo y
de Cameros; el río Oja, por Ojacastro y Santo Domingo de La Calzada, y los ríos
Leza o el Iregua, allá por los alrededores de Clavijo el de la célebre batalla, forman
el rancho riojano logroñés. El Ebro otra vez, por el mediodía y el poniente, las se-
rrezuelas de Cantabria y Toloño, por el norte, y la administración territorial ―quiere
decirse esa línea ilógica y aleatoria de las lindes interprovinciales― delimitan La
Rioja Alavesa. El más lerdo, con sólo mirar un mapa, puede advertir que este se-
gundo cacho es casi la mitad del primero, y esta minoría fue lo que pesó en el ánimo
del andariego cuando le llegó el momento de plantearse sus andares y alternativas.

Pero dejándonos a un lado eso de los límites y lindazos ya que, aparte de ser esta
una cuestión conflictiva y enredadora que cualquier geógrafo discutiría, pero que
uno no tiene ganas de discutir, el andariego piensa ―y él sabrá por qué― que los
límites se pusieron y se ponen para que uno se los salte a la torera, cosa que se hizo
más de una vez y más de dos; primero, porque esas lindes no se ven muy bien ni
están tan claras, y segundo, porque al andorrero le dio la gana y no tiene que andar
dando explicaciones a nadie, si es que hay alguien que se las pida. Al andorrero,
eso de tener que dar explicaciones por algo que se hizo por gusto y a la buena de
Dios, le molesta un rato, ya que él no se explica demasiado bien y sus palabras, por
muy bien intencionadas que fueran, se podrían prestar a malas interpretaciones
y a equivocadas preferencias. Y eso, no. Porque el andorrero ―y esto es algo que
le gustaría que quedase bien claro― no siente predilección señalada por ninguno
de los tres rodales riojanos que más arriba se apuntaron. Al andorrero le gusta,
por igual, toda La Rioja, como le gusta toda España ―norte, sur, este y oeste― y,
puesto a patearla, se la hubiera pateado toda entera, sin pararse en barras ni en
límites jurisdiccionales. Qué más querría el andorrero que poderse caminar, paso
a paso, cuarta a cuarta y beso a beso, toda La Rioja, toda la tierra española. Pero
cada cual tiene sus limitaciones, impuestas por su fuelle y por su bolsa, y el ando-
rrero tuvo las suyas, tan perentorias y ajustadas, que no tuvo más opción que la
del pataleo de una de las tres Riojas, La Rioja Alavesa que, según sus figuraciones,
se le presentó como más arriscada, más echada para adelante que la nutricia, casi
maternal Rioja de Logroño.

Pero que nadie haga mucho caso de las figuraciones del andariego, así como de las
cosas que transcribe porque así las oyó contar. Sobre todo, si se trata de meterse en
historias de damas y caballeros antañones, pues a fuerza de quererlas hermosear,

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siempre se saldrá, de madre, en lo que a los elogios se refiere, y si las unas se las
pintaron princesas, él las hará de ojuelos claros y prometedores, y si se las contaron
prioras, él las dirá regordetas, coloradillas e inclinadas a la piedad innumerable.
Si de caballeros hablare, los hará altaneros, corajudos y entregados a los siete
pecados capitales. Eso de contar estas cosas no se le da muy bien al andariego.
Al que sí se le daban era a aquel fraile del monasterio de Santa María la Real de
Nájera que se sabía La España Sagrada de punta a punta. Claro que, ahora, no es
cosa de perder el tiempo hablando de frailes najerinos.

De lo que aquí se trata es de decir que, una vez más, el andariego se echó el petate
a las costillas, se calzó las botas de siete leguas y, pasito a pasito, anduvo por don-
de quiso, pagó lo que se bebió si no encontró a nadie que le convidara, conoció
nuevas gentes, pueblos y caminos, cató frutos memorables y mantuvo en paz el
corazón. Luego, para guardar memoria de lo vivido y andado, se sentó a dictar
esto que sigue y que, a fin de cuentas, no es más que un corto homenaje hecho a
favor de las personas y las cosas que en su andadura encontró.

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DE CÓMO EL ANDORRERO SE
ENCONTRÓ CON SU AMIGO PEPE
Y DE LAS CONSECUENCIAS QUE
TAN GRATO ENCUENTRO TUVO

EN EL ANDÉN de la estación de Atocha, el andorrero se encontró con su amigo


Pepe, uno que es novillero y que se tuvo que ir a Suiza, a trabajar en otro oficio,
cuando aquello de la estabilización.
―¡Coño, Pepe! ¿cómo estás?
Pepe dejó su maletón de repatriado en el suelo y, antes de liarse con los saludos
y abrazos, sacó un puñado de billetes de la buchaca del pantalón y se los acercó
a su amiguete.
―Toma, que ya iba siendo hora.
Ya hacía una pila de años que el andorrero le había dejado mil duros a su amigo,
para que alquilara el traje de luces con que se presentó en la plaza de Guadalajara,
y, para cuando el encuentro, casi se había olvidado de semejante empréstito.
―Hombre, Pepe, que no corría tanta prisa.
Después, el andorrero y su amigo cruzaron la glorieta de Carlos Quinto y se me-
tieron en Casa Luciano, mismo al lado, en la calle de Atocha, donde se tomaron
dos dobles de cerveza casi sin resollar.
―¡Qué fresquita está la rubia!

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Y qué quieres que haga, niño, que me ponga un mantón aceitunero?
―No, señorita, no me interprete, que lo de fresquita no iba por usted sino
por la cerveza.
―Ah, bueno.
La chavala, que para eso estaba allí, se quiso enrollar con Pepe y el andorrero,
pero ellos, que tenían muchas cosas que contarse y muchas más que recordar, se la
dejaron apoyada en el mostrador, soplándose el corto al que la habían convidado
para que se callase.
―Las chavalas es que todo lo enredan.
Pepe, que debía de conocer de antiguo al camarero que trasteaba en el concurri-
do mostrador, le pidió que le echara un ojo a la maleta y, luego, los dos amigos,
agarrados del bracete, se movieron por aquellos alrededores, haciendo las paradas
correspondientes ―Bar Juanito, La Joya, El Museo y la farmacia de El Globo,
donde Pepe se compró una pipa de mentol, para ver si se quitaba de fumar―, hasta
recalar en Los Cortados, ya en lo alto de la plaza de Antón Martín, en donde la
cosa se lió hasta las tantas y los mil durillos de la deuda se quedaron bastante des-
cabalados. La alta noche de los finales del mes de julio, caldorra como una manta,
descolgaba sobre los Madriles todo el bochornazo que el sol inmisericorde había
juntado sobre los tejados y las azoteas de la ciudad.
Al otro día, a media mañana, cuando el andariego se tomaba un doble de café
para espantar la resaca, el hombre se puso a pensar que lo que mejor podía ha-
cer con aquel puñado de cuartejos inesperados que le habían sobrado era irse a
gastárselos en Vitoria, ciudad que no conocía, pero de la que le habían dado muy
buenos informes.
―Mira, en Vitoria, si te llevan a una bodega no es para que empalmes una trompa,
que allí te dejan beber todo el vino que tú quieras, pero sin obligarte, como hacen
en otros sitios.
―Escucha, en Vitoria, en cuantico que te descuidas una miaja, te ponen por delante
unos pimientos rellenos que no se los salta ni Pinito del Oro.
―Fíjate, en Vitoria, cuando las chavalas salen a pasear, las campanas repican sin
que nadie las mueva.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Verás, en Vitoria, corre bien el dinero y siempre encuentras a alguien que te


invita a lo que sea.
―Espera, en Vitoria, a los forasteros los tratan como a hermanos de toda la vida.
―Te digo que, en Vitoria…
Por eso y porque lo de irse a Benidorm, como hacía casi todo el mundo por
aquellas fechas, no le hacía muy feliz ―que el mar es muy traicionero y hay que
guardarle un respeto por si acaso―, el andariego se hizo el propósito de tirar para
el norte, como cigüeña en San Blas.
―Pues no sabe usted muy bien las zagalonas que se pierde…
―A ver si es que usted se cree que no hay más chavalas que las que se mueven
por donde usted lo hace…
―Pero no despelotadillas, que es lo bueno.
―Bueno, mire usted, eso del despelote es una cosa que va en gustos y vocaciones, y
un servidor, a las mozas, las prefiere vestidas y arregladitas que es como más trabaja
la imaginación. Don Francisco de Goya, que entendía lo suyo de estas cosas, las
pintó de las dos maneras. A mí me parece que una chavala en pelo es lo mismo
que un regalo sin envolver y, enseguida, se sabe lo que da de sí. Por otra parte, yo
opino que eso del desnudarse debe ser ceremonia íntima y enemiga del tumulto,
pues eso de repartir las gracias de una moza, aunque sólo sea con los ojos de los
demás, no me parece ni muy viril ni muy de cabeza limpia.
De esta forma, el andorrero hizo oídos sordos a cuantos consejos le dieran y a
cuantas recomendaciones le hiciesen y, en cuanto que le dieron su permiso en el
tajo en donde, más o menos, se gana el pan y la copichuela, apañó el macuto y se
acercó a por el billete de un tren que, con bastante comodidad, asiento de culo
blando, pegado a la ventanilla, sin tabarras de compañeros de viaje sin substancia
y sin niños alborotados de los que lloriquean antojadizos de chupachús y de coca
colas, le dejó, a la caída de la tarde, en la estación de Vitoria.
Buscó el viajero pensión cercana, presentable y acomodada a sus deseos y
haberes, medio se lavó en el cuarto de aseo comunal, se cambió de camisa,
aseguró sus cuartos, prendió un cigarro y, entre dos luces, se echó a andorrear
por aquellos asfaltos y adoquinados que, por sus pasos, le llevaron hasta la

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

imagen de la Virgen Blanca a quien, entre devoto y temerón, se encomendó


con los antiguos versos de don Juan Ruiz, el caminero arcipreste de Hita, quien,
para eso, los escribió en su tiempo:
Sancta María,
lus del día,
tu me guía
toda vía.
Y, después, rampando por una costanilla de nada, que sube por la derecha, entre
unas casas de tan buen viso que no serán particulares, se dio, más por intuición
que por olfato, con el muy ilustre barrio del vino.
Vitoria es ciudad blanca y anchurosa, de amplio ruedo y altas torres, de muchos y
cuidados parques y jardines, calles de todas clases, edificios de la misma manera,
desarrollado comercio, gentes bien trajeadas, nobilísimas campanas, olorosas bo-
degas, anuncios luminosos, guardias municipales que no fuman cuando están de
servicio y capital de la muy famosa provincia de Álava.
Según cuentan, Álava viene a decir algo así como «tierra llana más allá de los mon-
tes», y la cosa está más o menos clara si uno se imagina aquellas geografías, pero
en estas cosas de la lingüística y de los significados lo más sensato es dejarse de ti-
quismiquis pues esto de las etimologías fue siempre un tema bastante confundidor.
―En los amenes del siglo octavo, según se lee en los polvorientos cronicones, don
Alfonso II, el Casto ―ya ve usted qué manera de señalar― en Álava se refugió
huyendo del rebelde Mauregato y, unos años más tarde, también lo hizo don
Alfonso III, el Grande, para escapar del traidor don Fruela.
―Y a principios del siglo que nos corre, Arturito, el de los cirios, tuvo que hacer una
cosa parecida, cuando se dejó preñada a la novia que tenía en Cabezón de Pisuerga
y la familia de la perjudicada lo buscaba para partirle los morros.
Vitoria reza a la Virgen Blanca, Nuestra Señora de las Nieves, que cae el día cinco
de agosto, junto a, San Oswaldo, rey, y los santos Eustaquio y Cándido, mártires.
Como la festividad está al caer, los «blusas» andan escandalizando por las calles,
con sus camisas blancas, sus fajas rojas y sus descomunales chapelas, adelantando
la celebración. Vitoria es pueblo honesto, trabajador y consciente, pero cuando se

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

mete en fiestas y en jaranas no hay cristiano que lo pare. En su barrio del vino es
donde cunde la animación.
El barrio del vino, que ya se nombró ilustre y no hay por qué dar razones de tan
acertado decir, es el centro del tumulto, el ojo del huracán. Sus calles están tomadas
por gentes de todas clases que entran, salen, consumen y, a lo mejor, pernoctan en
los multiplicados establecimientos del ramo que allí se instalan. Casi no se puede
andar por la principal de sus rúas que es bastante larga, un tanto estrecha, con su
poquitillo de cuesta y que se nombra de Pintorerías, aunque también pudiera ser
de Cuchillerías o de cualquier otro nombre artesanal y viejo. Porque el barrio del
vino ocupa lo más alto y lo más viejo de la población. En él están las calles más an-
tañonas del antiguo poblado, la Judería y las Correrías. Otras calles se nombran de
Herrerías, Carnicerías, Zapaterías, todas ellas nacidas entre los pañales del siglo xii
y en las que tuvieron casa o posada médicos y apotecarios judíos y personajes tan
encumbrados como los reyes Sancho, el Fuerte, y Alfonso, el Sabio; nobles como el
canciller don Pero López de Ayala; cardenales como Adriano Florencio de Utrecht
y el vencido rey Francisco de Francia.
En el barrio del vino, los bares, tascas, tabernas, puestos, bodegas, cafetines, vi-
naterías y chiringuitos, están los unos contra los otros, hombro con hombro, y
el bullicio que arma el personal que por allí se esturrea dice a las claras de las
excelencias del vino que en el barrio se expende y se trasiega. El barrio conserva
todavía su tradición de jolgorio que heredó del renombrado gremio de cortado-
res, «laboriosa, alegre y honradísima gente, famosa en los fastos del buen humor
vitoriano y entusiasta centro de los más acérrimos hijos de la libertad», según se
atestigua en El Libro de Álava que allá, por el año de mil ochocientos ochenta y
siete, escribiera y publicara don Ricardo Becerro de Bengoa, polígrafo eminente,
en la imprenta de los Hijos de Manteli y al cuidado del maestro impresor don
Raimundo Ignacio de Betolaza.
―¿No fue también, en esa imprenta, en donde el malogrado y tierno poeta
vitoriano, don Obdulio Perea, publicó su Diario de un cristiano, en sonorosas
octavas reales?
―Sí, señor. Y allí también se dio a la estampa la Corona fúnebre a Arsenia de
Velasco que escribiera el inspirado y melifluo vate don Fermín Herranz.
―¿Pero no había dicho usted que los poetas líricos no se daban bien en La Rioja?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Tenga usted en cuenta que Vitoria ya no cae en esa comarca y que, a mayores,
no hay regla sin excepción.
Por no ser menos que nadie, el andariego, cuando se deja de conversaciones y se
puede apontocar en una mesa, también se echa sus copitas y sus morcillitas negras
con pimientos colorados que le entran sin sentir, ya que el bocadillo de calamares
que se comió en la estación de Atocha, antes de venirse para acá, ya es menos que
las nieves de antaño.
Vitoria tiene dos catedrales, la nueva y la vieja, un montón de parroquias, colegia-
tas, iglesias, beaterios, ermitas, conventos, oratorios, capillas, seminario conciliar
de nómina bien nutrida y numerosas capellanías que hacen que la ciudad sea la
capital de España que cuenta con más curas por kilómetro cuadrado. Más cosas
tiene Vitoria, pero el andorrero, que sabe que cuanto pudiera contar de ella viene
mejor explicado en los libros de geografía y en las guías de turismo, calla la boca y
se aplica a lo que ahora le ocupa, pues no es cosa de perder cucharetada.
Mozancones y mozanconas, churretes de sabrosa pringue en los gustadores labios
y chiribitas en los ojos, le pegan al tintorro y al claro sin ninguna consideración
ni recato, agilitan sus músculos en los brincos del bailoteo y se dejan los gaznates
en un vocerío de jotas saltarinas, aunque no falte, como pasa casi siempre, algún
pobre desgraciado que, sin saber en dónde está, pierda la dignidad y se arranque
por un bolero de los de salas de fiestas. Los fulanos de los mostradores no dan
abasto; los que sirven las mesas y los que fríen, asan, cuecen, sobrasan, guisotean y
condimentan tapas y pinchitos en las recónditas cocinas tampoco paran. Los azules
guardias municipales y los grises de la policía armada que pasean las aceras cuidan
de que nadie se desmande más de lo debido o que las canciones que se entonan
se pongan subversivas o pecaminosas.
―Muy mucho se tendrían que poner para que los guardias se enteraran.
―Hombre, claro. Que tampoco se les puede pedir a los guardias, con el sueldo de
que disfrutan, que se quemen las pestañas estudiando la tipología de la canción
popular.
―Además, que estas coplas se cantan porque se cantan, sin echarles malicia ni ganas
de molestar, que yo he oído sonar muchas de las peores en los labios más inocentes.
―¿Virginales?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Sí; puede usted decir virginales, si la cosa le apetece. Lo que es por mí, puede
usted decir hasta misa, si le da la gana…
A pesar de lo que aquí se dice y por si sí o por si no, en todos los establecimientos
del barrio del vino, sea cual fuere su traza y composición, se advierten esos carteles
en donde se dice que está reservado el derecho de admisión y que se prohíbe cantar
y bailar, pero se ve que como estamos casi en fiestas, los que allí los pusieron o
mandaron poner hacen la vista gorda.
―¿Y hablar de política? ¿Dejan hablar de política?
―Pues no sé, que en eso no me he fijado. A lo mejor tampoco dejan hablar de
política, pero yo me pienso que, si uno está a gusto y con la copa en la mano, para
qué se va a perder el tiempo hablando de política.
El andorrero, cuando acabó con lo que estaba liado, miró el reloj y se enteró de
que era más de la una. Casi cuatro horas llevaba dale que te pego a las excelencias
culinarias de aquellos pagos y ni se había percatado. Los que a su alrededor estaban
tampoco paraban mientes en lo que pudieran decir los relojes; la gente no dejaba
de entrar en los bares, pies redondos y cabezas volanderas, exigiendo sus copas y
acompañamientos.
Cuando el comensal pudo ponerse en pie y las paredes dejaron de dar vueltas, pagó
lo que le pidieron, descargó en el servicio, salió a la calle, se orientó por aquellos
barrios y el fresco de la noche en calma le fue volviendo a su ser. Lucían los estre-
llones de agosto y el olor de los jardines recién regados le halagó las carnes cansadas
de tanto traqueteo. Al buen rato, se tropezó con la pensión que había apalabrado
aquella tarde, en donde el ama le preguntó que si quería cenar.
―Pues no, señora. Mejor no ceno, sabe usted. Se conoce que el viaje me ha ma-
reado un poquillo y no tengo mucha gana.

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DONDE SE DICE ALGO DE
LA CIUDAD DE VITORIA,
DE SU LUSTRE, SU
INDUSTRIA Y SU AQUEL

POR LA MAÑANA, acicalado y limpio y hasta afeitado con jabón de olor, el


andariego, al igual que un rey antiguo y poderoso, sale a la calle y se pasea la parte
baja de la ciudad.
Vitoria, ya se dijo, es ciudad cuidada, suculenta, clara y llena de edificios que hasta se
podrían titular notables; con buen comercio, variado color, infinitos caminos, asus-
tadoras fábricas, innumerables gozos y educadas gentes que pasan apresuradas, bien
vestidas y con cara de buen humor que se saludan cordiales y estentóreamente. Las
esquinas se colorean con los carteles de toros, el cielo sigue limpio como un cristal.
El andorrero, porque así se lo pide el cuerpo y porque tiene dinerito para pagar-
lo, entra a tomarse un cafetillo en esa cafetería tan lustrosa y tan elegante que
se nombra del canciller o del condestable Ayala. Una cafetería hermosota con
barra alta, asientos comodones, donde, la gente habla en voz baja y, en lugar de
palmotear, llama a los serviciales camareros con un leve gesto, casi con un par-
padeo. Al lado del andariego, un señor con bigotillo recortado y que lleva en las
manos un rollo de papel de a metro, también toma su descafeinado con leche
endulzándolo con sacarina.
―No es vicio. Es para no engordar.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El andorrero se le queda mirando y ve que el señor no está tan gordo como para
tener que recurrir a tan extraños edulcorantes. Alto sí que es el señor del rollo y
hasta parece simpático y de buen llevar, pero de gordo no tiene nada. El señor de
la sacarina, según se supo más tarde, se llama don Rafael y es veterinario, como
lo es su señor padre y lo fuera su difunto abuelo, vive en Vitoria desde que nació
y el rollo que transporta es un papelón de las dimensiones ya descritas, en el que,
escrito con letra chica y bastante clara, está organizando su árbol genealógico que
va o viene, según como se mire, desde nuestros días hasta los ya lejanos de la guerra
de la Independencia.
―¿Desde cuándo Daoiz y Velarde?
―Sí, señor. Poco más o menos. Yo con esto me entretengo y no le hago mal a nadie.
―Tiene usted razón, que al respectivo de las manías cada cual tiene las suyas y,
mientras que sean tolerables, no hay por qué protestar. A un servidor le da por
coleccionar pañuelillos para el cuello y no como otros que coleccionan abubillas,
con el pestazo que echan.
Don Rafael, cuando apura su descafeinado, se va a sus asuntos y, como también
se ha levantado de la mesa esa señora tan rica que se estaba tomando una fanta
y que, a lo tonto a lo tonto, le estaba enseñando al personal un buen cacho de
pierna generosa por una rajita muy bien puesta que tiene en la falda, el andariego
paga, vuelve a la calle y se entretiene mirando las carteleras de un cine, fisgando el
escaparate de una tienda de objetos de escritorio, observando al fulano que golpea
una cabina telefónica, cabreado porque la máquina se tragó las perras y no le puso
en comunicación, viendo al guardia urbano que, si no marcial, al menos, decoroso,
desorganiza la circulación rodada, contemplando al dependiente que limpia los
dorados de un establecimiento de pañería y atisbando, con qué deleite, a la criadita
de buen ver que vuelve de la compra.
Vitoria ―cuántas veces se habrá dicho― es ciudad limpia, apersonada, señorial y
amable. También devota y trabajadora y labradora, mercantil e industrial. Industrial
lo es un rato largo. Allí se fabrican tractores, viguetas de metal, vagones de ferro-
carril y tostadoras eléctricas. A su benemérito empresario, don Heraclio Fournier,
el de las barajas, cabe el honor de haber repartido, por el solar hispano y parte de
otros solares, largas horas de ocio, molicie, evanescencia y entretenimiento con sus
librillos de cuarenta hojas, sin contar los revesinos.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Y ganadera? ¿Es Vitoria ciudad ganadera?

―¡Ya lo creo! Y si no, pregúnteselo usted a don Rafael, el veterinario, que se


forra de trabajar.

En Vitoria, por el aquel del frío que en invierno y allí se reparte por sus rincones
y esquinas, los altos balcones se cierran con maderas y cristales para convertirse
en miradores. Más de dos mil miradores, grandes y chicos, se pueden contar
en la ciudad que, a las luces del poniente, cuando uno se le acerca desde Otazo
u Olavarre, brilla como un sol rojo y repetido que ruboriza los rostros de las
mozuelas vitorianas y las pone la mar de guapetonas.

El andariego se da unas vueltas por las anchuras del barrio llano, del barrio que
extendió la ciudad y que no para de extenderse. Es un gozo la mañana fresquita
que deja su bienestar en las aceras de la sombra para remozo y gusto de carnes y
de cueros. En el ferial están montados los tiovivos y las carpas circenses; en los
parques, los niños se ponen sucísimos con los ajetreos de la juguesca mientras que
las mamás que los cuidan hojean revistas ilustradas, fuman rubio o hacen bufan-
dillas de calceta. Las criaditas, aunque no fumen rubio ni se ocupen de puntos ni
colorines, se muestran más eficaces que las mamás cuando llega la hora del reparto
de los cachetes entre los chavales que medio se les desmandan.

Guapa está la mañana que ya se va metiendo en horas y el andorrero, que se


conoce que anoche se quedó arregostado con lo del barrio del vino, deja las
calles anchas y se va para arriba, para el Campillo, que así se llama el cerrete en
donde se asienta el casar formando calles en óvalo que permiten barruntar por
donde anduvieron los baluartes y murallas del antiguo poblado. Por una de esas
calles, que a lo mejor se llama de las Cercas y que sale hacia la izquierda de por
donde se va, sube hasta lo más alto del cerro y se deja atrás el bulle bulle de la
calle festera que se está empezando a desperezar.

Allá arriba, con menos ruido, se está bien, contemplando casas y caserones nobi-
liarios, de piedra oscura y maltratada por calendarios y lluvias, y que puede que se
nombren del Cordón o del Postalón. También una arboleda de álamos gordos y
piopíos de gorriones urbanos que dan música y refresco al paisaje. Hay allí calles en
terraza, algún recatado jardín, escaleras y escalerillas que se derraman para caer al
barrio bajo y rinconcillos medio rurales que muestran su tranquilidad provinciana,

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

sus torcidas chimeneas, sus macetas y sus ventanales que ponen, en las cuerdas de
tender la ropa, pañales, calcetines y blusillas de cincuenta mil colores.

En el año mil ciento dieciocho, el rey don Sancho nombró villa a lo que, hasta
entonces, fuera tan sólo la aldea de Gasteiz, la bautizó con el nombre de Vitoria,
la cercó de murallas y le concedió el mismo fuero que había concedido a Logroño.

En la clara mañana de lo alto de El Campillo, las viejas historias menudean en la


mala memoria del andorrero.

Don Florondio de Astún, señor de Añastro y barón del susodicho rey don Sancho
de Navarra, tuvo hija caprichosilla y no muy mirada en los negocios del sobaco
del muslo, la cual se enredó con Juan Bobo, sota sacristán de Cucho y hombre
doñeador y de escasos principios. El don Florondio, que tenía una mala baba
que no podía con ella, castró al barragán con una piedra de amolar y encerró a
su hija en una torre de su casa fuerte, en donde acabó sus días dada a la piedad y
tañendo la zanfoña.

―Diga usted que sí, que aquellos eran hombres…

―Un poco bestias. ¿No le parece?

Vitoria, como ciudad fronteriza, pasó de mano en mano, una y otra vez, de caste-
llanos, navarros y aragoneses. Sus naturales militaron casi siempre en el bando de
Castilla, tal y como lo hiciera el caballero don Ruy Fernández de Gauna quien, en
la batalla de Nájera, cedió su caballo al bastardo don Enrique para que escapase
de la quema. Cuando el tal don Enrique asesinó a su medio hermano y se alzó con
el trono de Castilla y el remoquete de «el de las mercedes», no hizo gran merced
a la ciudad, sino que la esquilmó en todo lo que pudo, que no fue poco.

El rodalillo que pasea el andariego es un primor. El paseante está encantado con


lo que allí se ve y lo que allí se sueña. A cada paso parece que se va a abrir alguna
de aquellas ventanas para mostrar la figurilla etérea de una infanta enamorada. El
barrio es tan evocador que hasta el más zoquete podría imaginar allí, bajo la luz
de miel de la mañana, cuántas vidas y cuántas consejas se le vinieran al capricho.

El escudero vitoriano don Pero González de Mendoza también prestó su caballo


a don Juan I de Castilla, cuando tuvo que salir por pies del campo de Aljubarrota.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Era un caballo overo que corría como un vendaval. Un noble animalico que echó
las tripas por la boca en las mismas puertas de Valladolid.

―Pues vaya un trote que se pegó el rey don Juan…

―Allí se iba a estar, con las ganas que le tenían los portugueses…

Don Enrique, el Doliente, tituló ciudad a lo que ya era villa, y su nieto, don
Enrique IV, el Calumniado, confirmó esta titularidad, lo mismo que hiciera su
media hermana Isabel. Durante el reinado de don Enrique IV, las banderías que
capitaneaban los Ayala y los Calleja, se arrearon estopa en las plazas y en los
callejones de Vitoria. Los Calleja, más señoritos, comandaban la hueste nobiliaria;
los Ayala, que eran así, como de izquierdas, comandaron el bando popular.

―Lo debían llevar en la masa de la sangre porque, en la guerra de las Comunidades,


otro de los Ayala peleó contra el emperador.

―Y así le fueron las cosas, que don Carlos, que también era muy suyo, lo mandó
degollar y para que de él no quedara memoria mandó picar sus armas y blasones
y sembrar sus campos de sal.

―¡Jo, qué exagerado!

El andariego, cuando se harta de historias y de paseos, vuelve a la calle de las


Pintorerías y, en uno de los muchos bares de los que anoche anduvo, entra
a tomarse un bocado un tanto extrañado de la tranquilidad que impera en el
establecimiento. A lo que parece, los vitorianos y los forasteros se habrán ido a
comer o a descansar ―que de vez en cuando lo tendrán que hacer― y los bares
se han quedado tan vacíos y silenciosos que el andariego puede permitirse el lujo
de descabezar una siestecilla, una vez acabado su yantar, de bruces sobre la mesa
donde consumió lo que había pedido y le sirvieron.

Soñaba el andariego con don Gonzalo de Barahona, el otro comunero degollado


en la cercana plaza de la Leña.

Cuando a eso de las seis o las seis y media de la tarde se despertó el durmiente,
pidió un café granizado, para deshacer sus sueños y sus sedes, se estiró como un
lebrel y se asomó a la calle llena de gente endomingada que se metía en un caserón

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

más viejo que mear a pulso y, por curiosidad y porque vio que allí nadie le pedía la
entrada, se coló a fisgar qué se traía aquella gente entre manos.
En el anchuroso portalón de aquel palazote antiquísimo con arcadas de medio pun-
to, bóveda de cañón, galería alta y ochavada, algún parteluz que otro y escudones
pintados sobre las paredes, alguien ha levantado una tarimilla y ha puesto en filas
un carro de sillas de esas que llaman de tijera y que son tan incómodas, como si,
entre este decorado de los siglos del catapún, se fuera a representar una función de
algo que todavía no se sabe lo que pudiere ser hasta que al cabo de un rato la cosa
se aclara y un señor alto y joven, vestido de azul marino, peinado con brillantina
y portando una camisola con chorreras y puñetas de encajería, suelta un discurso
muy bien pensado, algo así como de juegos forales, en el que se explica lo de las
fiestas de la Virgen Blanca que mañana comenzarán. A lo mejor, el discurso iba
de otra cosa, pero el andorrero cree que es de lo que ya se dijo, aunque no muy
claramente, ya que esto de estar allí sentado, entre unos señores tan elegantones y
unas señoras que olían tan ricamente, le puso un poquitillo nervioso.
Después del discurso o del sermón, que de todo tenía y que vino a durar como cosa
de una hora, unos señores con corbatilla de lazo y chaqueta negra y unas zagalas
con vestidos blancos que les llegaban hasta los pies se liaron a cantar coplas en
vasco y eso otro tan conocido de la paloma que llega a una ventana y que, según
parece, es una copla que se sacó de su cabeza un músico de Vitoria que se llamó
algo así como Iradier.
Otros tres cuartos de hora duraría aquel concierto y, cuando los fulanos y las
chavalas acabaron con sus chillos y sus gorgoritos, unos camareros también con
corbatillas de lazo, pero con las chaquetas blancas, para que no los confundieran
con los de antes, empezaron a repartir copas y pinchitos a lo que quieras boca
y con tanto afán que hasta al andorrero le colocaron un vaso en una mano y un
canapé en la otra y así se quedó el hombre hasta que se percató, asombrado, de
que lo que le habían puesto en las uñas era güisqui y caviar.
―¡Jo, macho, qué guateque!
―Pues no crea usted… Uno, en su modestia, está más echo al tinto y al queso,
que son alimentos cristianos, pero como de eso no daban ni un brusco, me tuve
que sacrificar y darle a lo que me dieron, pues tampoco era el momento de ha-
cerse el delicadillo.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

Sin embargo, aquella gente, tanto los que cantaron como los que escucharon, que
se conoce que estaba muy puesta en eso de las comidas y las bebidas foráneas, le
pegaba cada envite al alpiste que no dejaba parar a los camareros. Las bandejas
se vaciaban en un periquete, las botellas, igual; las señoras le atizaban al cóctel de
champán, los señores al güisqui y todos fumaban de lo caro. Al señor que había
largado el discurso le daban la enhorabuena y palmadillas en la espalda, pero se
notaba que aquello lo hacían por cumplir, para justificar el gasto que se estaba
haciendo. Hablar, hablaban todos a la vez y sin dejar de mover el diente. Pero eso
sí, ninguno perdió la compostura. Los camareros, a las escondederas, también se
echaban sus copitas de anís escarchado.
El andorrero, que al principio estaba así, como acojonadete y sin rebullir en su
rincón, en cuanto que se puso la tercera o cuarta copa, se puso finolis con las
damas y cortés con los caballeros. Con los camareros, que eran los que partían
y repartían el bacalao, se puso amabilísimo. El pimple hacia subir el color a los
cachetes de las señoras y, la verdad, aunque el andorrero no se atrevió a palparlas,
poco a poco se fue tomando la confianza y ya, casi a los finales del festejo, si no lo
callan, hasta se hubiera atrevido a contar el chiste del cura que perdió el paraguas.
Cuando ya no quedaban ni los rabos del festín, ya pasada la media noche, el
andariego, que iba negrico perdido, echó por aquellas cuestas abajo, diciéndose
entre golpe y tropezón:
―Menos mal que, según tengo oído, el güisqui no da resaca…
En esta vida, cada uno se consuela como buenamente puede.

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DONDE EL ANDARIEGO SALE DE
VITORIA PARA ACERCARSE A
SAN VICENTE DE LA SONSIERRA

VITORIA, se vuelve a decir, es ciudad hermosa, alegre, vistosa y necesaria, con


ilustres historias, buen vino, píos corazones y gentes llevaderas, que colmó cuantas
ilusiones se habían puesto en su visita, pero el andariego, que es culillo de mal siento
y medio bobo, a los dos días de moverse por Vitoria, ya se puso a pensar en tirarse
al campo, engaliado con el polvo del camino y el viento del vagabundaje.
―Y con la flor que gallea, al borde de la cuneta, el mirlo en gorgoritos que se
anuncia en la punta del ciprés y los álamos camineros que se cimbrean como en
un decir de Gil Vicente.
―Sí, señor. Y con el lagarto que al sol se torra, la garza sanjuandeyepes, la pizca de
hierba que los pinreles refresca, el cigarrillo fumado a contraviento y por la vista
de la mozuela que se cruza en el sendero, que eso es siempre materia de deleitosa
contemplación y hontanar inacabable de recuerdos líricos y errabundos.
―¿Y no te vas a esperar a la bajada de El Celedón?
―Pues no, señor. Que, si Vitoria es todo lo bueno que ya le he dicho, también es
tumultuosa en extremo y lo de El Celedón en la plaza del Ayuntamiento es algo
difícil de soportar para quienes no estén muy hechos al bullicio y al estampido.
El andorrero, mientras se va o no se va de Vitoria, se entra en una tasquita que se
abre a la carretera de circunvalación para tomar su vino y sus informes. Estos días

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

atrás, hablando con unos y con otros, le vinieron a decir que La Rioja Alavesa tiene
mucho que ver y bastante que catar y, curioso de cielos y paisajes, el andariego planea
caminarla mientras pueda, bien llegándose hasta ella por el puerto de Herrera, bien
agarrándola por las Conchas de Haro que es por donde, pizca más o menos, se
inicia la comarca.
―¿Y si me bajo hasta Santa Cruz de Campezo para hacerme el camino a contramano?
―Tampoco está mal pensado, que por ahí también tiene lo suyo, pero el puertecillo
de Azaceta es más duro de lo que parece. Y digo yo, ¿por qué no te vas a Benidorm
que es lo que hace todo el mundo?
El andariego se malhumora una miaja con el aquel de los consejos que no pidió, se
sopla su vino y se queda un rato callado, pensativo, como deshojando en la imagi-
nación la margarita de los vientos.
Un chaval entra en la tasca para comprar una botella de gaseosa; un cura, recién
afeitadito, sale de la barbería de al lado y se cuece bajo el balandrán; una ama de casa,
arrastrando el carrito de la compra, vuelve del mercado soltando palabrotas por lo
bajo; un feriante presume de la potranca que acaba de comprar; un motorista de los
de la guardia civil, en el bar de enfrente, espera a que su pareja acabe de mear para
echarse por esos caminos de Dios a multar camioneros y automovilistas despistados.
Un camionero grandón y pelirrojo se apoya en el mostrador.
―¡Jo, macho! ¿qué haces por aquí?
―¡Hombre, Joaquín! ¿de dónde caes?
Joaquín, aparte de camionero grandón y pelirrojo, es un tipo tartamudo, chillón alegre
y amigo del andariego desde que ambos andaban juntos en una pensión de la calle
de La Ballesta de Madrid. Joaquín y el andariego acostumbraban a irse de chusma
juntos y, cuando tenían algunas perras de más, se bajaban a Casa Perico y se tomaban
una tortilla de escabeche que les compensaba de las escaseces pensioniles. Cuando
los cuartos, por un casual, eran algo más abundantes, a donde se acercaban era a la
cafetería California y se convidaban a un sándwich de jamón y queso.
―Pues si quieres que te diga mi verdad, a mí, esto de los sándwiches no me hace
muy feliz.
―A mí tampoco, pero las mozas que caen por aquí están la mar de ricas.

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―Sí. Eso también es verdad.


Joaquín y el andorrero, en la tasquita de la carretera de circunvalación de Vitoria, se
ponen de acuerdo para marcharse de la ciudad, uno conduciendo y otro de paquete,
y hacer juntos la ruta hasta donde sus caminos se separen.
―A mí me da lo mismo tirar para Miranda que tirar para Las Conchas de Haro.
El vino de Haro tiene sus famas y alegrías y pienso que no va a pasar nada porque
nos acerquemos a probarlo.
―Tú te sabrás tus horarios y tus carriles. A mí sí que me da lo mismo. En cuanto
a lo que dices del vino, yo también lo tengo muy oído.
Corre el camión estrepitoso por la carretera que se hizo autovía y el paisaje apenas
si se ve, como pasa siempre que uno viaja motorizado por autopistas e inventos
de esta especie. El solano, caldorro, se cuela por las ventanillas abiertas, mece el
muñequillo que Joaquín colgó del parabrisas, esparce el humo de los cigarros y
revuelve el pelo que se escapó de la boina. Joaquín no mete la lengua en el paladar.
A la mano se queda Nanclares de Oca; a la contraria, Subijana; frente por frente,
las torres de La Puebla de Arganzón, donde jugaran de chicos Salvador de Mon-
salud y Carlos Garrote y capital del Condado de Treviño, esa tierra burgalesa que
la geografía y la historia metieron en los territorios alaveses. Cuando los taludes
y terraplenes de la autovía lo permiten, se advierte un país moreno, ondulado en
suaves colinillas que se reparten los viñedos, tierras de pan llevar, huertecillos
cuajados de árboles frutales y algunos pedazos de rastrojal quemado. Lejos, hacia
el sur, altos y azules, se ven los picos de la sierra de Toloño.
Según dice Joaquín, en Armañón, que atrás se fue quedando, nació Juanito Pal-
panalgas, barragán cumplido y con hechuras de torero de cartel, que vivió de sus
prendas y a costa de la Begoñita de Erachu hasta que le partieron los morros por
un sí o por un no que tuviera con un metalúrgico de Baracaldo que partía las vigas
con la rodilla. De resultas, el Juanito Palpanalgas, desengañado del mundo, de los
encantos de la Begoñita y de las bofetadas del de Baracaldo, acabó sus días de
mandadero de frailes, en el convento de Nuestra Señora de Irate, dando ejemplo
a todo el mundo de devoción y piedad.
Haro, en la provincia de Logroño, es pueblo grande y antiguo, aunque no tanto
como algunos dicen o se figuran y que, si se les hace caso, te llenan la cabeza con

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

las historias y los nombres de Laín Calvo, Nuño Rasura, García de Nájera, don
Teobaldo, doña Leonor de Castilla y el malogrado don Sancho el de Peñalén, pues
Haro, como ciudad que fuera fronteriza, tiene memorias complicadas y, en sus pa-
gos, anduvieron moros y cristianos, castellanos y aragoneses, franceses y españoles,
carlistas y liberales zurrándose la badana por los siglos de los siglos y cada uno a su
vez. El conde de Haro fue hombre de armas tomar, famoso por el estruendo de
sus ventosidades y a quien la deslenguada Panadera, la de las Coplas, no se tomó
muy en serio.
Según se lee en los libros, el viento que sopla del noroeste y al que por aquí le
llaman el regañón, hace que la gente de Haro sea templada, saludable, vigorosa,
dócil, comedida y sobria, y que la abundancia y calidad de su vino la vuelva audaz,
alegre, vocinglera, revoltosa, metida en juerga y amable. El andorrero, cuando lee
estas cosas, piensa que la gente de Haro es, poco más o menos, como la gente de
todo el mundo.
En las plazas de Haro ―San Agustín, Santa Cruz, los Infantes y Mayor― se pasea,
se corteja a las mozas, se celebran bailongos y verbenas o se comercia con el ga-
nado, el trigo o el tintorro. En la esquina de la plaza Mayor, que es donde para el
camión que les trae, Joaquín y su acompañante se toman un vasito y se refrescan
en la penumbra del local que huele a vieja corambre y a chorizo bien curado.
―Un vasito y nada más, que a mí me queda mucha carretera.
―Como tú digas.
Como no se ven chavalas pues, a estas horas, andarán trajinando por sus cocinas y
otras labores, Joaquín dice que se va a ver si come en Pancorbo y, cuando su amigo
se queda solo, deja el petate en el bar y se da unos paseos por la parte más vieja
del pueblo, para ver la iglesia parroquial que se levantara a costa de don Enrique,
el Doliente, y que es templo grave, de mucho costo y que, en sus mejores tiempos,
estuvo servido por cura propio, dos tenientes, once beneficiados enteros y cinco
de media ración, amén de los correspondientes sacristanes, sochantres y monaci-
llos. También tiene que ver ese palacio del siglo xvi o del xvii en donde ahora han
puesto lo del seguro de enfermedad.
El andariego, en sus soledades, vuelve al bar donde se toma un bocado, rescata el
macuto y sale al campo para buscar sombra apacible que encuentra bajo el frescor
y el rumoreo de una alameda que le salió al paso y allí se echa su siesta sin soñar

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con nada ni con nadie. Cuando la dureza del suelo le despierta, aunque no le
despabila, marcha por la carreterilla que le lleva a la estación de ferrocarril donde,
sobreponiéndose a sus prejuicios y sus temores, toma un café solo, que no es tan
malo como esperaba, para luego, pasadas las vías del tren, moverse por la carretera
que se dobló hacia el levante y que bajo el sol picajoso y entre viñas y viñas y más
viñas le llevará hasta Labastida.
―El paisaje explica al hombre ―filosofa el caminante―, nunca al revés. Cuando el
hombre intenta explicar, describir, contar un paisaje, se mete en geografías; claro
que, por el otro camino, si trata de explicar al hombre, se mete en metafísicas o en
literaturas y cualquiera sabe lo que es peor. La geografía es palpable y calculada,
la metafísica divagante y confusa. Un mapa se pinta bien si se ayuda de aparatos;
pintar el perfil humano es ya más comprometido; la literatura puede llevar a la
poesía y la poesía al hambre…
El andariego sabe que esto que se va diciendo no queda nada claro, pero quién
es el guapo que se pone a pedir claridades a un fulano que anda a pleno sol una
tarde primeriza de agosto. Lo que sí parece claro es que el paisaje de La Rioja le
está empezando a gustar al andariego que, hecho a los olivares del Sur y a la nada
de los Campos Góticos, se alegra con esta tierra despejada, húmeda y mollar, con
colinas de poca altura, llanejos de bien andar y vallecicos bien aireados que el agua
avena y la sombra de los árboles refresca, con solanas y con umbrías recamadas
de viñedos cuyas uvas engordan al sol que las enrabia de azúcares y alcoholes.
Labastida, cree el andorrero, vendrá a decir la abastecida o la abastada o a lo
mejor ni una cosa ni otra. Labastida es lugar de unas mil almas que se entregan
al laboreo de su campo paternal y variado. Sube un poco la carretera y, ya metida
en poblado, se hace anchuras para formar la plaza de la iglesia frente a la que se
instalan un par de bares, dos o tres tiendecillas de buen remedio, media docena
de árboles, los columpios para que jueguen los niños y los bancos de piedra para
que descansen los mayores. La iglesia de Labastida es grandota, bonita y morena
como una espigadora. Encaramada sobre una escalinata, luce cuanto puede, que
no es poco. Dicen que Labastida tuvo castillo del que no quedan ni los rabos y
que, repartidas por su jurisdicción, tiene unas cuantas ermitas. También tendrá
―piensa el andariego― mozas que encandilarían los ojos si se vieran, pero que, a
estas horas de sol justiciero, no se ven por ninguna parte. Las casonas que se abren
desde la plaza hasta el final del pueblo, siguiendo la carretera que se trae, son casas

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de piedra rubial, con anchas portaladas de medio punto, aldabas en las paredes,
rejas de hierro forjado, balconajes de lo mismo y aleros saledizos de viguería de
madera ennegrecida y tallada en los mil jugueteos que se inventó la gubia en una
labor ingenua, sencilla, graciosa y popular.

Más tendrá Labastida que el andariego no pudo ver, que el hombre iba acalorado
y con ganas de estar un rato en la sombra. Si el andariego hubiese tenido amigos
en Labastida, amigos parlanchines y sabidores, tal vez le hubieran contado las
historias de los que viven o vivieron en las casas que dijo de tan buena presencia.
Pero no los tiene, el pueblo está adormilado y hasta el tabernero del local en donde
uno entró a tomarse otro cafelillo dormita de codos en el mostrador sin ánimos ni
fuerzas ni para chuparle al cigarro que medio se le cae de la boca.

―¡Vaya un calor!

―Como que estamos en las cabañuelas…

El viajero vuelve al camino. El polvo dorado le pone una orla como de santirulico
de retablo. Los barrancos del Bardaíto, de Rueda y del Hondón buscan las aguas
de El Ebro descolgándose desde la sierra de ahí arriba.

Viñas a manta, tierras de cereal, olor a campo maduro, runrún de avispas pere-
zosas, chicharras en la solana, sol aplomado que la brisilla que baja de los montes
atempera una miaja. Manta y carretera que, al poco andar, se parte en tres: la que
sigue hasta Samaniego, la que renqueando sube a los altos de Peña Cerrada y la
que, a medio kilómetro de andadura, le deja a uno en San Vicente de la Sonsierra.

Si Labastida era alavesa, San Vicente de la Sonsierra, como Ábalos, a donde se llegará
mañana, Dios queriendo, es pueblo logroñés. La provincia de Logroño se saltó la
corriente de El Ebro que, por aquí, cansado de la trota que se traía, se tuerce y se
retuerce en lentísimos meandros.

A San Vicente de la Sonsierra se entra por calle o carrilillo bien arbolado y blanco,
como de calerines andaluces, casas bajas y de buen ver, chavales que andan a
pájaros. Con tanto brío agarra el andorrero esta calle que, sin reparar en iglesia
parroquial ni en plaza antigua cuadrilonga con soportales y fuente, palazote añoso
de más o menos y farolas de capital, sigue cuesta arriba destrozándose pies y
botas en el pedregal que sustituyó al asfalto primerizo que tenía la calzada que,

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por estas alturas, cambió sus blancores por el color desmejorado del adobe de
unas casas despaldadas que el tiempo va devolviendo a la tierra de donde salieron.
El pueblo, por allá arriba, es sobrecogedor y el andariego se arrepiente de no
haberse quedado en lugares más amables que este donde se ve una iglesia grande,
gesticulante y desamparada a quien el rayo desmochó la torre y derribó la campana
y este cementerio en carne viva, lápidas rotas y cruces destrozadas, que se extiende
a las espaldas del templo y este camino pedregoso, invadido de hierba borde, el
derrumbadero que sobre El Ebro se levanta, la carretera azarosa y allá, lejos, frente
al mirador que aquí se improvisa, las siluetas enloquecidas del pueblo de Briones.
Pero el paisaje que desde aquí se otea compensa tantas amarguras. Desde la balco-
nada de San Vicente de la Sonsierra se ve media Rioja logroñesa y buena parte de
la otra mitad. El campo es una hermosura bajo este sol que, ya en sus ponientes,
arrebata de estofados los lomos de los cerretes y de carmines tramontanos el ancho
cielo que va aliviando su azul.
Briones se nombró Decóbriga cuando este pueblo fuera mansión de la calzada
romana que pasa por Astorga. En los medios del siglo xiv, por si no había bastante
con los estragos que repartió la peste negra, la villa de Briones fue disputada en
las guerras y en las paces que sostuvieron castellanos y navarros. Para poner fin
a las primeras y ver de confirmar las segundas, en Briones matrimoniaron don
Carlos de Navarra y la dulce princesa doña Leonor de Castilla. Se cuenta que, en
las tornabodas, don Rodrigo de Mazariegos, halconero de la princesa castellana,
enganchó una borrachera que lo tuvo tres días sin conocimiento y sin vergüenza.
El señor obispo de Sansueña, que casó a los novios, tampoco la agarró chica.
―Pero mucho menos que la del don Rodrigo.
―Es que como aquella entran pocas por docena. Con decirte que la princesa
Leonor, para rescatarlo de la taberna, donde no había pagado chapa, tuvo que
empeñar parte de sus joyas…
El andorrero, al oscurecer, se baja al centro del pueblo y apontocado en el mostra-
dor de un barecillo se lía de cháchara con un paisano que se conoce que tiene poco
que hacer y que, ente cigarro y cigarro de petacas alternativas le va contando, con
más detalle de lo que debiera, eso de la célebre cofradía de los Picados.
―¿Y eso qué es?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Pues nada. Unos tíos que, para el viernes santo, salen en procesión por estas
calles, encapuchados, descalzos, con las espaldas al aire y arreándose cada lapo en
las costillas que tiembla la torre de la iglesia.
―¿Y por qué lo hacen?
―Por gusto, por penitencia y hasta por costumbre. Y la verdad es que se atizan
con unas ganas que se dejan los lomos en carne viva. Según dicen los que han
estudiado este asunto, la cosa viene desde hace tres o cuatro siglos y, a lo que
parece, todavía no se han cansado.
―¿No estarán locos o cosa así?
―No, señor. Los picados son personas de lo más corriente que pare madre, ni
más burros ni más sabios que otros de los que andan por ahí, sueltos. Ya le digo
que lo de esta cofradía viene de muy antiguo y, con el tiempo, la gente lo mismo
se acostumbra a los palos como a los confites. Y no se piense usted, amigo, que
esto es cualquier cosa, que cuando llega la semana santa, este pueblo se pone
de forasteros hasta las vigas, vienen de toda España y hasta del extranjero, pues
se conoce que esto de ver zurrarse al prójimo de manera tan desconsiderada es
algo que consuela lo suyo.
El andariego, por cambiar de conversación, pregunta por lo de la guerrilla del vino
que, según le contaron, se celebra en Haro el día de San Felices. El paisano dice:
―Bueno. Sí. Esa es otra de las ceremonias que se acostumbran por estas tierras
y, a mayores, en sitios en donde hay tantísimo vino como lo hay en Haro, pero
si usted lo compara con lo que hacemos en este pueblo, no tiene ni chispa de
color… O eso es lo que a mí me parece, porque este es mi pueblo y a todo el
mundo le gusta ponderar lo que en su pueblo se hace.
Las luces ya se encendieron en las esquinas de San Vicente de la Sonsierra y, en
su dorado color revolotean las mariposillas de luz que acabarán quemándose las
alas. Las estrellas se pintan en el alto cielo limpio y el paisano, apurando el pito,
dice que él se va a cenar. El andariego, pensando en las viejas costumbres de los
pueblos, se toma otro vasito y mira hacia la calle. No se mueve ni pelo de aire
ni muchachilla por la plaza, cosas que amohínan al andorrero que se encuentra
entre sudado y que siempre tuvo en mucho la contemplación de las contrarias.
Unos chiquillos juegan, sin muchas ganas, entre las columnas del soportal, el

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

paisaje urbano se está quedando vacío y los murciélagos alocados rayan la noche
de farola en farola.
El andariego, antes de que le cierren, se entra en una tiendecilla trasnochadora
y mal alumbrada en la que se compra un bollo y una lata de atún que le servirán
de cena. Parece como si el hombre, con lo bien que comió en Vitoria, está así,
como medio empachado y esta noche se conforma con poco.
Dormir lo hará en las eras del pueblo que es cama ancha y de la que es difícil
venirse abajo.

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DONDE SE CUENTA CÓMO
EL ANDORRERO LLEGÓ A
LAGUARDIA Y LO BIEN QUE
ALLÍ SE LO PASÓ

LA RETÓRICA ALONDRA ―a la que algunos llaman calandria, otros tantos


totovía, otros más cogujada y algunos que la llaman por otro nombre― despierta
al andariego en la raya del amanecer. Los gallos cantaron un poquitillo más tarde
y, cuando el sol quería asomarse por lo alto de la sierra de Cantabria, silbó el
pardal, el colorín cerró con sus gorjeos la levantada, y otro avechucho del que no
se sabe el nombre dio sus primeros trinos. Los ruiseñores no dieron los suyos; los
ruiseñores son pájaros señoritos que no se dan por estos pagos.
El andariego, con el macuto a la espalda, no se acerca a San Vicente de la Sonsierra
porque sabe que, a tan tempranas horas, se lo va a encontrar todo cerrado. Prefiere
seguir su rumbo y, con la ayuda de Dios y de algún industrial del ramo, ya tomará
algo en Ábalos, si es que llega. Por ahora ―y a la fuerza ahorcan― se conforma
con el humo del cigarrillo que encendió y con los abrideros de boca que le está
imponiendo el hambre.
Azul está la tempranada, con un azul de gloria que empapa el ojo y conforta el
corazón. La brisa madruguera refresca el rostro, pero no quita del cuerpo los
polvos ni las pajas que le pusieron su pernocta en la era, tampoco ese picor que
el hombre se va arrascando con toda la ciencia de que dispone. Ni una nube por
allá arribotas. Las palomas tampoco iniciaron sus vuelos.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

Hasta Ábalos corre una legua y el andariego, para acortarla, se pone a canturrear con
mejor voluntad que gusto. Desentonar, desentona un rato, pero a nadie molesta, que
no hay nadie que le escuche. Hacia la sierra se quedan las casas del Hornillo, hacia
el río, la ermitilla de San Pablo. El viñedo ocupa el territorio que cruzan arroyos y
barranquillas sin nombre; las florecillas de las cunetas muestran su galantería. El
milano, con el sol de soslayo pintarrajeándole las alas, se cierne por allá arriba. Por
abajo y pasadas las ermitas de San Martín, San Bartolomé y de San Roque ―aunque
bien puede que quede alguna que se quedó sin nombrar― se llega a Ábalos, cuando
el sol roza la punta de su torre, el cura se levanta y el hombre que en la era trajina
mira con curiosidad y desconfianza las pintas del andariego.
―Buenos días.
―Buenos los tenga usted.
El andariego pregunta que, si hay en el pueblo algún sitio en donde tomarse un
café y el labrantín, con buenas formas, dice que sí, pero que todavía estará cerrado.
A cambio, ofrece la bota.
―Muchas gracias, pero en ayunas no lo cato.
En el término municipal de Ábalos también está, aunque antes no se dijera, la
ermita de San Felices, que parece santo que impera por estas tierras. Antaño hubo
también un monasterio, el de Nuestra Señora de la Rosa, pero que ardió como un
triquitraque durante la primera guerra carlista.
El andorrero se despide y sigue su trantrán. El estómago, repuesto de su empacho
vitoriano, le está metiendo prisas y quiere ver si en Samaniego ―media legua más
allá― le caen las pesas con mejor fortuna. Los arroyos de Carrabancos, Valpardillo,
Peñero y Herrera, secos y todo, hacen, cada uno cuando le llega su vez, que la
carretera suba y baje en costanillas de poco lomo que cansan o aligeran el andar.
Desde lo alto de la última, se ve la torre del pueblo que se pretende.
Si Ábalos no llegaba a los cuatrocientos, Samaniego no pasará de los doscientos ha-
bitantes, cosa que no quita ni añade faltas al pueblecillo que dorado y madrugador
se abre sobre la tierra de cereal. Los pueblos de estos rodales riojanos ―Navaridas,
Villabuena, Leza y Baños― están tan cerca los unos de los otros que ninguno puede
presumir de grande. Buena pinta sí que tienen o, por lo menos, al caminante le
gusta la que le presenta este que ahora pisa y que la luz descansada de las ocho de la

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

mañana tinta con un color de corteza de pan arrebatado y el subrayado rojo de sus
tejados, junto al pequeño hortal que lo atempera y aclimata. Samaniego es pueblo
chico, pero recomendable donde cualquiera encuentra cobijo y buenas voluntades.
La señora que está echando de comer a sus gallinas, piadosa mujer, dice al anda-
riego que en el pueblo no hay bar ni tabernilla en la que poder remediarse, pero
que una taza de café con leche, que es lo que demanda el andariego, en cualquier
sitio se puede encontrar.
―Usted me dirá dónde.
―Aquí mismo. Espérate a que te lo traiga.
El viajero se sienta en el poyetón que corre por la fachada de la casa y se deja que
el sol, que todavía desfallece, le cubra el rostro con su purpurina transitoria.
De Samaniego tomó apellido y solar don Félix María de Samaniego, el de las
fábulas. Samaniego, aunque chico, es tierra de santos, obispos, abades e inquisido-
res, lo que no quitó el que don Félix María saliera, más bien, un tanto descreído y
mal hablado que hasta tuvo sus más y sus menos con el Tribunal del Santo Oficio.
El don Félix debió de tener un genio endiablado y una saliva de esas de escupirle
a un gato y pelarle el rodal.
―Todos los poetas son maldicientes.
―Y quién no, con las hambres que de poeta se pasan…
Prelados e hidalgüelos dejaron sus escudones sobre estas fachadas de piedra no-
bilísima en las que parece reflejarse el color de la mies que se amontona en la era.
Al fondo del pueblo, lindando con el hortal, se ven los árboles que sombrean el
lavadero; un poco más acá se alza la iglesia, enorme, como para un pueblo diez
veces mayor y, frente a ella, se abre el frontón que se construyó hace poco y en el
que unos chavales se cansan arreándole a la pelota. Las callecitas del pueblo son
de tierra blanda, gustosa en los veranos y cenaguero en tiempo de lluvia. Ahora va
por ellas un rebañillo de cabras que comanda un pastorcillo de conseja milagrera.
―Toma, hijo.
La señora asoma con un tazón de a cuarto de litro, rebosando de café caliente y
apetecible como el beso de una novicia. El andorrero suspira satisfecho y, retre-
pado en el poyo, se lo va tomando poquito a poco, como recreándose en la suerte.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Quieres más?
―¿No será un abuso?
―Tú toma lo que te den y no preguntes tonterías.
De Peñas Rubias baja un airecillo que despeina los álamos negros que se yerguen
en el egido de la casa, bambolea las faldas de las mocitas que curiosean al forastero
y anida sonrisillas en los ojos de quienes más tarde piensan aventar; juguetón, tam-
bién alborota el pelo de la señora de la casa que, con gesto antiguo y coquetuelo,
se lleva la mano al moño y sonríe como recordando algo que le fuera gustoso y
que sólo ella se sabe.
―Señora, que Dios le pague su caridad.
―Anda con Dios, hijo, y déjate de retóricas.
Entre los pagos de la Montana y el del Alto del Somo, el andariego, que lleva más
de dos leguas entre la planta del pie y el calcetín, se está empezando a cansar. El sol
arremete como un chirro, así que, nada más pasar el carrilillo que acerca a Leza y
bajo los árboles que medraron sobre el frescor de la cuneta, el caminante se desa-
marra el zurrón y medio se tumba en la hierba para echar un cigarro.
Doscientas almas, tendrá Leza, algunas más si se cuentan las del personal de un sa-
natorio que allí pusieron. El arroyo Mayor y el de Rubialgas, junto a las tres o cuatro
fuentes que por el término se mantienen, avenan esta jurisdicción que, mitad por
mitad, se reparten los trigos y las viñas. Como el andariego no sabe nada de Leza
ni de sus gentes, sus geografías y sus historias, se queda callado y sin pensar en cosa
de mayor enjundia, mirando la mariposilla blanca que tontea sobre las flores de la
cuneta y escuchando el rasrás de las chicharras que ya hace que empezaron con su
aserrín aserrán. Coches no pasan muchos por esta carretera pues la gente prefiere
subir a Vitoria por la del Puerto Herrera que, aunque es peor, acorta bastante el
camino. De todas formas, como el camino va entrellano, los pocos vehículos que
pasan no escandalizan mucho con acelerones y cambios de marcha.
―Buen sueño te estás echando.
―Una cabezadilla…
El labriego que despertó al caminante dice que va para Páganos, pueblo que
queda muy cerca, y que si el otro quiere que puede echar el macuto sobre el

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

mulo y así andará más a su fiel. El andorrero acepta el favor y, nada más echar a
andar, el labrantín, que no quería otra cosa, rompe a hablar, por los codos, de las
excelencias de su pueblo.

―Pocos somos en Páganos, unas quinientas personas que andamos a lo nuestro y


que nos llevamos la mar de bien. Entre nosotros no hay ni tuyo ni mío ya que casi
todos estamos emparentados por sangre o por matrimonio, los forasteros no se
notan, la tierra es buena y nuestro vino el mejor de toda La Rioja…

―Eso es mucho decir.

―Sí, tienes razón, eso es mucho decir, pero hay que decirlo porque en todos estos
pueblos se dice igual por eso de no ser menos que nadie. La verdad es que para
dirimir este pleito se necesita mucho paladar, mucho olfato, mucha vista, mucha
costumbre y mucho tiempo; cosas que, cuando medio se alcanzan, le dejan a uno
tan viejo que ya no sirve para estos estudios. Según me pienso, en lo tocante al vino,
lo mejor que se puede hacer es beber lo que te echen y dejarte de comparaciones.

―La Rioja es buena tierra…

―La verdad es que no nos podemos quejar y, como además, está bien repartida,
aquí somos todos muy parejos. Los ricos no son abultados y los pobres no lo son de
solemnidad. Y, cuando llueve, llueve para todos, así que qué más le vamos a pedir…

El andariego no sabría decir, tampoco lo intenta, si es que el sueñecillo que des-


cabezó le dio fuerzas, que la carretera se puso entrellana o que la conversación del
labrador le puso el cuerpo en regla. Sea por lo que sea, el andorrero se encuentra
en su mejor ser y hasta el sol le molesta menos. Por si todo esto fuera poco, el
paisano salta la cuneta, se mete entre las viñas, rebusca entre las cepas y vuelve al
asfalto llevando un racimo de uvas en las manos.

―Pruébalas, son mías, todavía no están calientes.

El caminante prueba las uvas. Primero, de una en una, que es lo que pide la buena
educación. Luego ―las uvas están tan ricas― las come de tres en tres. Son unas
uvas moscatel de esas que espesan la saliva, azucaran el cielo de la boca y atraen
a los moscones. El labrantín también las picotea y, antes de una docena de pasos,
el racimo desaparece.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Quieres más?

―No gracias. Tenga usted un cigarro.

En el empalme que lleva a Páganos, el labrador se despide y el caminante vuelve a


colgarse el morral dispuesto a pasearse lo poco que le falta para llegar a Laguardia
que ya se ve en su cerro, con su barrunto de murallas, la sombra por el lado que
se lleva y las siluetas de sus torres recortándose contra un cielo de maravilla. Una
chiquilla, con un brazado de retama, adelanta al caminante y le mira curiosa con
unos ojos grandes, llenos de chispillas doradas.

―Buenos días, buen hombre.

―Buenos días, hija.

El andorrero entra en Laguardia por el mejor de los caminos que es el que atra-
viesa la puerta de San Juan y, aunque alguna vez oyó decir que, en la iglesia que allí
se queda, hay unos arcángeles de piedra que tañen sus músicas encaramados en
las columnas del interior del templo, no entra en la parroquia, sino que, más que
devoto, hambriento, cruza una plazoleta con pilón y fuente, barandilla de hierro y
palacio grandón que corre por todo el lado sur de la plazuela y entra en la calle de
Migueloa, buscando un bar con el que se encuentra a los dos pasos.

Laguardia tiene cinco puertas, tantas como dedos tiene una mano, la que ya se
mentó, la del Mercado y los portales de Páganos, Carnicerías y de Yécora. Tiene,
también, dos iglesias, las del Señor San Juan y la de Santa María de los Reyes, en
cuyo portal y sobre la columna que parte la puerta de paso al templo, una virgen
de buen porte, tamaño y bonita como un decir del gay trovar, se corona de plata
y ofrece el racimo de uvas que los devotos le pusieron en las manos. Dicen que
Laguardia, en siglos ya antañones, tuvo una importante industria sedera cuyos
productos competían con los mejores que llegaban de la China y de la India. Esto
es cosa que cuesta mucho trabajo creerla lo mismo que eso otro de que su alcaide,
por mano de Navarra, don Martín de Usazu, se convertía en mochuelo las noches
sin luna, para mejor vigilancia de su alcaidía.

Por los cerros de Laguardia que se llaman de San Tirso y por sus barrancos que
se nombran del Churrete, abundan el romero, el enebro, el espliego, el tomillo, el
bodo y la salvia. El apotecario de doña Tota, Abraham de Medina, era un experto

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

en fitoterapia y, a pesar de todo lo que contra él dijeran, nunca dejó de cumplir los
mandatos de las Siete Partidas alfonsíes que, como todo el mundo sabe, vienen a
decir aquello de que «e otrosí mandamos ninguno non sea ossado de dar yerbas
nin brebaje a alguno, home o mujer, en razón de homecillo o enamoramiento».

El rey don Sancho, el Sabio, de Navarra, dio fuero a Laguardia, también, gobierno
y privilegio para que ningún señor que tuviera la villa por su mano le pudiese hacer
fuerza ni imponer a sus naturales sayonía ni abnuda, para que los vecinos fueran
libres y francos para siempre y que si señor, sayón o merino quisieren hacerles
alguna fuerza, que lo matasen sin tener que pagar homicidio por ello. Este fuero de
don Sancho también prohibía los juicios de Dios y las ordalías de hierro candente y
agua hirviendo; mandaba ahorcar al ladrón y que los clérigos no pechasen. Sancho,
el Fuerte, ratificó este fuero; Enriques, Teobaldos, Carlos y Felipes que vinieran
después hicieron otro tanto de lo mismo, así como Enrique II de Castilla que tuvo
esta villa en rehén. Don Diego de Estúñiga, adalid del don Juan II castellano, tomó
Laguardia por asalto; los navarros que defendían la villa, viéndose a las malas, se
refugiaron en el castillo y allí «fueron combatidos día y noche, con tiros de pólvo-
ra, ballestas y mandrones, de tal manera que tuvieron que desamparar su cobijo
y escapar hacia Navarra». Muchos años más tarde, los liberales o los carlistas le
prendieron fuego al pueblo. Martín Zalacacín de Urbia lo vio arder.

El andariego, mientras que en la barra del bar se toma un café con un bollito,
recuerda estas historias y las lamenta. También piensa que los libros de historia
parecen estar escritos por gentes sádicas que sólo disfrutan contando penas y des-
gracias. Claro que qué coño van a hacer los historiadores si los hombres de todas
las épocas y lugares las provocaron a diestro y siniestro.

―Pero no me diga usted que no sería muy bonito el encontrarse con un librote
de esos en el que se dijese, por poner un ejemplo, que la gente de Laguardia o la
de Navalcapullo de Enmedio, celebró excelentes bodas, tumultuosos bautizos,
jolgoriosas onomásticas, inacabables fiestas, desaforados alboroques, suculentas
cosechas, divertidísimas ferias y agotadores bailongos; que contase que un señor
bajito casó con señora guapa y bien dotada o que una linda pastorcilla se enamoró
hasta las cachas de un apuesto leñador y que vivieron felices compartiendo su
bienaventuranza con todo el resto del vecindario. Pero eso, ya sabe usted, sólo
pasa en los cuentos que nos contaron de niños.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Y no en todos, que ahí tiene usted el de Barba Azul que se carga a sus siete mujeres
por menos de nada…

En lo que fuera recinto amurallado de Laguardia no dejan entrar automóviles ni


camiones. El pueblo está minado por sus muchas bodegas y se podría hundir con
tanto peso.

El andariego, una vez remendado su estómago, echa a andar hacia la resonante y


minúscula plaza mayor, en la que cualquier susurro retumba como un trueno y,
cuando truena, se queda sordo el personal que la ocupa. Mismo en la plaza vivió,
cuando era chico, un amigo del andariego, uno que se llama Ángel María y que
escribe novelas de esas que se llevan cada premio de los de aquí te espero. Don
Félix María de Samaniego, de quien ya se habló, también nació y vivió en Laguardia,
en esa plazoletilla que ya se anduvo, en un palacio de piedra vista que, ahora, se ha
convertido en elegante y suntuoso parador de turismo.

El andariego, por el portal de Yécora, sale a ese paseo de ronda que da la vuelta por
la derruida muralla y contempla el redondel riojano. En el altozanillo que hay en
la parte del norte, está el templete de la música, los chismes para que jueguen y se
caigan los críos, los bancos para que descansen los mayores y otro palacio que a uno
se le figura que es aquel donde, en sus días estuvo alojado don Fernando Calpena,
según contara don Benito Pérez Galdós. Al altozanillo le llaman El Collado y, desde
él, se ve más de medio mundo, desde las cumbres de la sierra de Cantabria hasta los
altos de la sierra de Cameros, desde las riberas de Navarra hasta las inmediaciones
de Pancorbo. El vientecillo que allí corre es tan saludable que hombres y mujeres de
Laguardia se conservan, tan ternes, hasta pasados los ochenta años.

―El vino también hace lo que sabe. El vino de Laguardia es el mejor de toda La Rioja…

―En otros pueblos de por aquí dicen lo mismo del suyo.

―Y hacen bien, que cada cual tiene que defender las cosas de su tierra chica.

Cuando el andorrero, tras rondar Laguardia, mirar el paisaje y aburrirse un poco, vuel-
ve a entrar en la plaza Mayor, se da de manos a boca con sus amigos Mariuca y Miguel
quienes, en compañía de un señor que gasta gafas, salen de una de aquellas tascas.

―¡Pero bueno…! ¿Qué hacéis por estos barrios?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Anda… ¿Y tú?

A Miguel, aunque se llama Miguel y como Miguel lo cristianaron, le dicen Ramón


y escribe versos. Es fortachón, gasta gafas gordas, se deja la barba, no fuma ni dice
palabrotas, bebe vino y canta zarzuelas. Mariuca es rubia y natural de Zaragoza. Del
señor que va con ellos no se sabe que tenga nada de particular. Tras los saludos y
parabienes, Miguel explica que se han llegado a Laguardia a comprar vino y que
por eso andan como andan, de bodega en bodega, catando caldos, discutiendo
sus méritos y haciendo ganas de comer. El andorrero, que no tiene otra cosa que
hacer, se une a los expedicionarios y también cata y prueba, gusta y chilla, habla y
fuma y se lo pasa mejor que un gato en una matanza.

En una taberna de la calle de Migueloa, que también se dice Mayor y, para variar
y porque a sus ruinas lleva, también se nombra como del Castillo, los catacaldos
se encuentran con un tintorro espeso y nutritivo que parece llevarse la palma. El
bodeguero que se las sabe todas saca unos cachejos de queso bien curado para
acompañar a la cata. El vino no necesita de esos artilugios y su bondad se impone
inevitablemente y allí se apalabran todas las arrobas que caben en el cochecillo del
señor de las gafas de quien ya se sabe que es el señor alcalde de Matute.

―¿Comemos?

Los catadores, que ya están a medios pelos, se acercan al parador del Fabulista
Samaniego, lugar fresquito y muy elegante, en donde y casi sin pedirlo, les sirven
unas pochas con codornices, continuadas por unos filetes de choto que los dejan
traspuestos. A los postres, el director del hostal, que parece hombre dado a las
buenas lecturas, se les acerca y pide a Miguel que haga el favor de dedicarle un
libro suyo. El director del hostal es un tipo alto, joven, vestido de azul marino y
con corbata muy chula, cuyo rostro le parece familiar al andorrero.

Miguel firma sus versos e invita al director a que se siente un rato, hace las pre-
sentaciones, se embaúla un escriño de natillas espesas, charlotea, habla de Rubén
Darío, canturrea lo de «La Revoltosa» y se lo pasa pipa. El andariego le va a la zaga.
El director del hostal invita a una copa de pacharán y habla de versos. También
dice que el otro día, en Vitoria, dio el pregón de las fiestas de la Virgen Blanca.

―¿En el barrio del vino?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Sí.

―¡Anda! Si yo lo oí y, por cierto, fue un discurso la mar de bonito.

El director se siente tan halagado que invita a otra copa de pacharán, llama al
administrador, cae la tercera copa de la sobremesa, acude el médico del pueblo a
tomar café y se une a la tertulia. Al rato llega el notario, el maestro y un señor de
San Sebastián que está alojado en el parador con toda su familia.

En la iglesia de Santa María de los Reyes trabajaron, allá por el siglo xvii, los tallis-
tas y maestros retableros Juan de Arizmendi, Juan Vascardo y Juan de Iralzu y se
sospecha que también lo hizo Gregorio Hernández. Las maravillas que llevaran a
cabo no las pudo ver el andorrero que estuvo muy ocupado por otros menesteres
y dándose al gozo de la amistad y de la abundante conversación.

Las cinco y media sonaban en el reloj de San Juan, cuando el grupo se toma la
penúltima y cada cual habla de marcharse a sus quehaceres. Mariuca y Miguel
invitan al andariego a que se vaya con ellos a la casita que tienen en Tobía, ya en
la provincia de Logroño, al pie de la sierra de la Demanda, que es donde están
pasando las vacaciones. El viajero dice que él tiene otros planes y que, si los cumple
y le sobra tiempo, a lo mejor se deja caer por allí. El hombre habla de emocionan-
tes viajes, panoramas inéditos y dice que el escudo de Laguardia muestra un solo
cuartel con castillo y dos llaves que lo flanquean. Entre las pochas y el chuletón
de choto que se metió en la tripa el andorrero no sabe ni lo que dice. Sobre los
arrugados manteles se quedaron cinco botellas vacías y, con un culillo de nada, la
del fresquito y sonrosado pacharán.

Tras las despedidas y ya en soledad acompañante, el andariego se acerca al Collado,


a contemplar el panorama y a ver si el vientecillo que se ha levantado le despeja
los cascos y le rebaja el bandullo. Un chaval, que pasa despendolado sobre una
bicicleta, está a punto de atropellarle y, de paso, darse el morrón. La mamá del
crío se encrespa:

―Pues vaya con el tío borracho que no mira por donde va…

―Ya lo creo que miro, señora, ya lo creo que miro. Y gracias a este mirar, que es
el más dulce de los oficios, tengo el gusto de ver la buena planta que usted luce,
la gracia de su bonita cara y lo bien repartidas que tiene las mollas, no solo para

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

su propio deleite y lucimiento, sino también, para mayor satisfacción de su señor


marido, cuya vida guarde Dios muchos años.

El fulano que sentado en uno de los bancos está leyendo «El Pensamiento Navarro»
alza la vista y pregunta con desgana:

―¿Qué te pasa, Pepa?

―Nada. Este hombre que me preguntaba por el camino de Elvillar…

El viajero se hace el desentendido, sigue su andar y todavía no se ha aclarado si


la señora contestó como contestó para evitarle un disgusto con el del periódico o
por si se sintió halagada por las palabras que le dedicó el andariego.

La sierra de Cantabria con sus peñascos de Cervera, el Cuervo, la Roja, el Castillo


y el León dora los verdes intensos de su bosquerío con los brochazos amarillentos
que le pone el sol de la última tarde. Por las faldas de la serranía verdeguean los
viñedos y arde la tierra de pan llevar, los árboles cabecean, las nubes ni se ven,
los huertecillos desperdigados muestran los verdes esmaltados que les aumenta el
agua. Tiempo de paz que el andariego aprovecha para despatarrarse en un banco,
fuma en silencio, entorna los ojos y se complace con la apostura de la niñera
que cuida de unos cuantos críos y crías y salta con ellas a la comba enseñando, a
todo el que tiene la suerte de verlo lo que medio descubre su falda estampada en
aquellos revoloteos.

En Laguardia de Álava ―que así debió de ser el nombre completo de tan ilustre
villa― fue gobernador, por mano de don Felipe, el Navarro, el noble caballero don
Saladín de Angleura, aquel que tuvo como mayordomo al maestro Robín de San
Víctor, hombre de sospechosas costumbres que compartía con el diablo, en forma
de blando y amadamado pajecillo, sábana y mantel. Los dos, paje y mayordomo,
se perdieron una noche de tormenta escapando por el cañón de la chimenea. El
andariego no está muy seguro de esta vieja historia que no sabe muy bien si la leyó,
se la inventó o se la contaron para quedarse con él. Desde allá arriba, las estrellas
que se empezaron a pintar miran al caminante cuando va de vuelta al hostal para
recoger su petate.

José Manuel, el director del parador, que todavía está, muy agradecido por lo que
se alabó su pregón del otro día, invita a cenar al andorrero, un arroz en blanco

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

con huevos fritos y tomate y una pescadilla enroscada, que es cena honesta y
soportable, después de las rudezas del almuerzo. El andariego acepta, e insiste en
su alabanza pregonera:
―Pues sí. Tu discurso fue una pieza oratoria sin más defecto que su brevedad y
tu exceso de modestia…
El director también invita a café y, poco más tarde, llegan para tomar los suyos el
médico y el notario.
El notario es un tipo muy joven, recién casado y que gusta de la poesía, el champán
y el tabaco rubio. Carlos, el médico, es un tiarrón que truena cuando habla, fuma
negro y cuenta sus aventuras, cuando con poco más de diez años, al acabar la
guerra civil y en plena nevada, se perdió entre la multitud de fugitivos que cruza-
ban la raya de Francia; cuando, en las navidades del año cuarenta y seis y también
nevando a todo nevar, descarriló con el expreso de Andalucía en la estación de
Cinco Casas. También dice que hace cosa de tres o cuatro años, yendo a visitar a
un enfermo de Peña Cerrada, se perdió a caballo en plena nevada.
Las campanadas del reloj de la iglesia vecina puntean la conversación y, a las tantas,
cuando cada cual se ha ido para su casa, José Manuel le dice al andariego:
―Lo malo es que tengo la casa llena y no sé dónde ponerte una cama. ¿A tí te
importaría dormir en la alcoba que fue de don Félix María?
―En peores garitas nos hemos acostado.
José Manuel le lleva a un dormitorio grandón que hay en la primera planta en el
que se ve una cama de tres colchones, con dosel de brocado y colcha de lo mismo,
mesillas de noche con bacinilla en sus bajos, armarios monumentales llenos de
casacas bordadas y camisas de encajería, lámpara historiada y reja forjada a la calle.
Sobre una de las mesillas de noche, junto al panzudo quinqué que todavía funciona,
hay un ejemplar del libro del padre Nüremberg, «De lo temporal y lo eterno», que
el don Félix dejaba allí para disimular.
Ni brocateles, perinolas, casacas y ánimas del otro mundo, ni mucho menos libro
de tantísima devoción, desvelan al viajero que se mete en la cama y se duerme
corno un caballerito de Azcoitia.

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DONDE EL ANDARIEGO
BAJA A ELCIEGO, SUBE
A UNA MOTOCICLETA Y
LLEGA A VIÑASPRE

EL VIAJERO SALE DE LAGUARDIA por la antigua puerta de Páganos, se


descuelga por el terraplén, tropieza un par de veces y, enfilando la carretera que
tira para el sur, busca la villa de Elciego con la familiar intención de visitar a su
primo el cura.
Colchas y colchones de don Félix María no le emperezaron y desde muy temprano
está pisando el polvo del camino, antes de que el sol se enrede entre los pámpanos.
La mañanita, recién abierta, el aroma acre y duro que las cepas tienen y otorgan
cuando sus reverendos frutos están a un paso de su golosa madurez.
A medio andar, el andariego, a quien ni cuerpo ni alma le meten en prisas, se desata
el morral, se afloja los cordones de las botas y se recuesta en la cuneta, con los
ojos vueltos hacia la muy noble y acogedora villa de Laguardia, y ve montes lejanos
y azules, colinillas cercanas y amarillentas, árboles empinados, barranquillas que
se disimulan entre los cultivos y algún que otro viñatero que, doblado sobre su
hacienda, escudriña los avances de la muy próxima cosecha.
Una nubecilla de adorno pasa, de levante a poniente, lenta como un navío que
hubiera perdido los rumbos. Un pardal se endulza el pico con la uvica que hurtó,
brinca el saltamontes desorientado, la mariquita vestida de lunares indaga las puntas
de la hierba y una hormiga curiosa se encarama en la punta del boto del andariego.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

De acá y de allá llega el petardeo de los tractores, el zumbido monótono de las


máquinas segadoras que apagan las voces de los hombres que las manejan. La
gente está haciendo el agosto y, desde antes que Dios amaneciera, está dale que le
das, echando todo su esfuerzo sobre la labor, ahora que el sol todavía no quema
que, cuando queme, también lo seguirá echando.

El andorrero, que es hombre antiguo y acostumbrado a las viejas artes de la agri-


cultura, no se aclara demasiado, aunque tampoco lo intenta, cuando ve la manera
que hoy se estila en esto del cosechar. Arregostado a otras cosas, se extraña de
no ver los reflejos del dalle, los lampazos de las hoces que abren camino en el
trigal, el subir y bajar de los cuerpos molidos. Por las hermosas veredas del verano
tampoco se ven aquellos mulos cargados de mies, los carros repletos de grano, las
alegres espigadoras, los morilleros con las barjas de la merendeta. El andariego
piensa que esto que, está viendo ahora no sea más que eso que se ha dado en
llamar la mecanización del agro, cosa que quita gente y bullanga del paisaje, a
cambio, le pone ruidos de chapa, mal olor de gasolinas y extrañas estructuras que
son chismes peores de aguantar.

El caminante, parece que ya se ha dicho, tiene un primo cura en Elciego, lo


mismo que tiene un primo practicante de cirugía menor en Ciudad Real. Eso de
tener un primo cura le pasa a mucha gente y no es cosa de extrañarse; más raro
es tener un pariente domador de leones o director general en la administración.
En lo de tener parientes raros, algunos hasta filatélicos, la gente no se queda
corta, que, por conocer, se conocen parientes que ejercen hasta de pasteleros en
Madrigal. Eso de tener un primo cura es una cosa muy normal y no hay que andar
dando explicaciones por ello. El primo del andorrero lleva de cura, en Elciego,
algo así como treinta y tantos años de servicio. Con tantísimo tiempo cobrando
diezmos y primicias o sus equivalentes en este siglo de poca fe y menos caridad,
el primo cura tiene, según se oyó decir, una bodega de lo más apetitosa con la
que el andariego quisiera trabar íntimo conocimiento. El primo del andariego es
un cura metidillo en carnes, de los de teja y balandrán, de los que todavía dicen
que es pecado bailar el agarrado y que el cine es escuela de malas costumbres.
El andorrero, cuando piensa en su primo se acuerda siempre de don Juan Ruiz,
el Arcipreste de Hita, por el aquel de sus chichas abundantes, su voz de bóveda
y por sus reconocidos conocimientos del alma humana y de los secretos de la
gastronomía no por cualquier otra cosa, pues el primo cura ni persigue serranillas

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

ni escribe versos, sino que persigue a los pecadores para llevarlos al redil de la
santa madre iglesia y escribir sólo escribe, de tarde en tarde, para saber de la
familia que tiene esturreada por el mundo.

Otra cosa sería si, en vez de hablar del primo cura, se hablase de su vecino Mel-
quíades, el de la señora Nunilo, uno que vivía de lo que saltaba y con quien no
se podía salir a la calle sin enredarse en un laberinto de faldas que, casi siempre,
acababa a sollada limpia. El Melquíades era un criaturo mala sombra que se creía
gracioso y a quien más de cuatro veces le sobaron los cueros con toda la razón
del mundo.

El andariego vuelve a sus trancos y, a la media hora escasa, entra en el pueblo


de Elciego, lugar de mil y pico almas, villa antigua de nobles habitantes y sede
de las suculentas bodegas del marqués de Riscal. Parece ser que el primitivo
poblado se asentó un poco más abajo, a las orillas de El Ebro, plantando cara
a la provincia de Logroño y al cobijo del monasterio desaparecido, el de San
Andrés de la Ribera, que entonces le diera nombre y sonsonete de campanas.
En aquellos días, un vecino ciego e industrioso plantó una venta en el cruce de
los caminos que llevan a Leza, Samaniego y Laguardia y, fuera por lo que fuese,
la bondad del vino que expendiera, el trato afable que proporcionara o por lo
bien que el amo rascaba la guitarra morisca, el lugar prosperó hasta tal punto
que, con el nombre que hoy se le viene dando, fue erigido en villa durante el
reinado de don Felipe II.

El primo cura no está en su iglesia.

―¿A que he perdido el viaje?

―No, buen hombre, no se preocupe usted. Lo que pasa es que, a estas horas, el
señor cura se da un paseíllo hasta la ermita de San Roque para echarle la vista
al majuelo que tiene por allí.

La ermita de San Roque, el del perro sin rabo y abogado de la peste, está al ladito
del pueblo, en un altozanillo por el que se mueve un aire suave y congratulador.
En la explanada, que está muy bien de piso y que se extiende por detrás de la
ermitilla, el primo del andorrero se fuma un cigarro de caldo de gallina, dándose
unos paseos de acá para allá.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Qué te trae por aquí?

―Ya ves. Que me he dicho, vamos a ver cómo anda ese cura y, de paso, a ver si
me invitas a algo.

―Pues aquí me tienes, cada día más lucido. Ya he pasado de las ocho arrobas y los
médicos me están empezando a dar la tabarra con que si el colesterol, con que me-
nos grasas, más verduras y menos goce sobre los manteles. La verdad es que no les
hago mucho caso. La gente sólo se muere cuando le llega la hora y todo lo demás
son teorías y ganas de enmendarle la plana a Dios. Mira tú lo del primo Pepe, con
tanto cuidarse, que tenía la barriga que parecía un parchís con una pastillica azul
a la una, otra pildorica verde a las cuatro y otras de otros colores y otros horarios
para lo de la tensión, el riego y la artrosis... ¿Y qué?... El verano pasado se ahogó
en La Puebla de la Barca. Claro que quién le habría mandado bañarse en el río, con
los ochenta más que cumplidos…

Los parientes hablan un rato de lo del Concilio, de lo mala que está la vida, de
los quehaceres del uno y del otro, de la cargazón de uvas con que se presenta la
cosecha, de parte de la familia y de tres o cuatro cosas más, hasta que se bajan para
el pueblo a ver si le ha caído tajo al cura.

Elciego es un pueblo hermoso, menos militar que Laguardia y, por ello, con historia
menos aperreada. Elciego es pueblo amable, con casas de todo orden, calles anchas
o estrechas, entrellanas o empinadas, pero siempre limpias y de llevadero pisar. La
iglesia es grande como ella sola. Esto de iglesias tan grandes en pueblos tan chicos
es algo que desconcierta a cualquiera que no esté muy al tanto de la Historia de
España, aunque a veces, por muy al tanto que se esté, también desconcierta. La
fachada de la iglesia, que se levanta en lo más bajo del pueblo, aparece tostada de
soles viñateros y en pura filigrana del mejor barroco. El retablo del altar mayor
es descomunal y en él brillan los tallados haces de espigas y los racimos de uvas
como corresponde a un pueblo acostumbrado a las buenas cosechas. Todo, en el
templo, está limpísimo y ordenado, los santos sin mota de polvo, el sacristán con
la bayeta en la mano, los monaguillos que, cuando ven acercarse al cura, se ponen
firmes, como guardias pontificios, las beatas, curiosas, rezadoras y zalameras, echan
el rabillo del ojo pare ver quién acompaña al prior.

―¿Y cómo se te ocurre presentarte sin avisar? ―dice la hermana del cura―.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Ahora no tengo nada que darte…


El andariego, cuando oye quejarse a su prima, siente un alegrón que no es para
contarlo. Él sabe, y su experiencia así se lo enseñó, que cuando un ama de casa
dice lo que le acabar de decir, siempre acaba sobrando comida.
―No te preocupes, prima, que yo con cualquier cosucha me arreglo…
Lo primero que, al cabo del rato, ocupa los manteles, entre las aceitunitas aliñadas
y los rabanitos sonrosados que antes asomaron, es una fuente de arroz con pollo,
que hay que pillar carrera para dar con él. Luego, unas criadillas recién fritas capa-
ces de poner lágrimas de agradecimiento en los ojos más protervos. El vino, que
es de antes de la guerra europea, aromatiza el ambiente del comedor y empuja y
deshace todo lo que va entrando con él. A los postres, unos melocotones gordí-
simos, de huerta propia, coloradillos como el sofoco de una mocita bailonguera,
ponen sus refrescos y dulzores sobre el cielo de la boca.
―No, primo, yo copa no tomo. Yo me apuro esto que me queda en el vaso y ya
voy más que despachado.
A la mitad del segundo caldo de gallina, de la petaca del cura que no fuma otra cosa,
cuando el andariego ya ha dicho que piensa subir a Laguardia para ver, desde allí,
qué rumbo toma, un chaval bien fregado y bien peinado entra en el comedor y le
dice al cura que, si necesita algo de Logroño, que su hermano Josito se va ahora
mismo para allá, a llevar unos papeles.
―Hombre, sí. Dile a tu hermano que se acerque.
El hermano del chaval llega a la puerta del cura cabalgando en una motocicleta
de poco poder. Cuando el andariego ve semejante chisme, pierde el color, pero
se aguanta y sonríe, apura el pito, se despide de la familia y se coloca sobre el
trasportín del cacharro sobre el que antes y para consuelo de las posaderas, ataron
una almohadilla. Petardea la moto soliviantando el sueño del caserío, acelera en
la cuesta arriba, cruza el pueblo y enfila, como una flecha, la carretera que más
despacio se anduvo esta mañana.
―¿Vas bien?

―No me puedo quejar…

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El viajero lleva más miedo que vergüenza. Miedo que se le aumenta cuando Josito,
al que no se sabe por qué le llamarán Teodoro, según le dijo el cura, adelanta con
derroches de osadía al camión cargado de pollos y gallinas que van esturreando su
plumaje en una nevada de mentirijillas. El sol de prima tarde pica con ansias y ni
el ventalle que la velocidad regala seca el sudor que el sol, la digestión y el pánico
ponen sobre las carnes del que va de paquete.
El campo, tan hermoso y prometedor como esta mañana, parece otro. La cega-
zón que ponen la velocidad y el canguelo no dejan contemplar el mundo con el
justo sosiego y la buena luz que el menester de los ojos requiere y necesita. Con
estos trotes, todo se hace una mancha, difuminada, bailoteante, amenazadora que
se escapa por los rabillos de los ojos antes de que uno se percate de lo que está
viendo. Un tractor rojo que viene de frente se echa a la cuneta para no provocar un
desastre. El Josito ni se inmuta; el andorrero medio farfulla el «Señormíojesucristo».
Cinco minutos más tarde, en la cruz con la carretera de Logroño, a los pocos pasos
del camposanto de Laguardia, el viajero se apea del trasto con el notorio alivio que
se le pinta en el rostro.
―Tú es que no estás hecho a la moto y no te relajas ―dice el Teodoro―, pero si
quieres, todavía te puedo acercar a Elvillar.
―No, gracias. Mejor es que lo dejemos como está que de esto, como de otras
cosas, lo mejor es no abusar. Ya que hemos salido con bien, vete tú a lo tuyo y yo
me iré a lo mío, a mi paso y sin correr. Y no creas que es sólo por el miedo que
me hayas hecho pasar, sino porque andando, me entero mejor de las cosas, del
paisaje, de la gente que me cruza, de las hierbas que piso y de los animalicos que
me encuentro. Eso de ir en moto será muy cómodo y muy descansado, pero con
ello no te enteras de nada.
Para ir de Laguardia a Elvillar hay que saltarse cinco arroyos; el regato del Pisar-
noso, el barranco del Valle Andrés, la acequia de San Julián, el riachuelo de San
Ginés y, ya mismo en las casas del pueblo, el arroyo de la Uneba que se junta con
el del Soto una chispa más abajo, pero este último es tan poca cosa que se pasa sin
sentir. Todas las aguas que se mentaron van medio secas y por un terreno que se
reparten las viñas, los cereales y un cachejo de monte bajo que se derramó de la
sierra de Cantabria y que, bajo este sol de espantos que curte la nuca del andariego,
expande un olor pegajoso de argomas y jarales que empalaga el olfato.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

La tierra de la jurisdicción de Elvillar es una tierra calma, casi toda de pan llevar y
que, en estos días, muestra sobre los distintos pedazos y parcelas unos bultos de
paja muy bien empaquetados, tal y como la máquina los dejó. Son unos bultos sin
la jactancia ni la alegría que les pusieran las espigas argañonas a los haces de otrora.
Estos paquetes que aquí se ven tienen una pinta de científicos, de geométricos,
casi de novela de ciencia ficción que no gusta al andariego. Ya se ha dicho que el
andariego es hombre antiguo y poco dado a estas cosas que le desacostumbran y
le rompen sus esquemas, que le hacen pensar que una espiga es algo que merece
un respeto y no este embalaje que ningún poeta podría cantar, por mucha voluntad
que pusiera en el asunto.

Elvillar es pueblo mínimo, pero con plaza de buena presencia. Los quinientos o
seiscientos habitantes de la pobladura pueden estar orgullosos de su plaza, con
soportal cobijadero de soles y lluvias, nieves y ventarrones y que, en su penumbra,
se muestra, fresquito esta tarde de calores rebosados. En la plaza está la casona
que dicen del Indiano y un barecillo acogedor al que se entra el caminante para
tomarse un vino fresco.

―¿Vas de promesa?

―No, señor, que voy de enamorado.

―¿Y de dónde es la novia?

―Mi novia es el camino y el campo que desde él se me enseña, las buenas gentes
con las que hablo y el vino que me pago o me dan, la carrera del lagarto y el brin-
quillo del gorrión. Yo estoy enamorado del son del aire en los chopos y del rumor
del agua en las acequias y, sin que quepa la menor duda, de cuanta muchachilla
mona que se me ponga a tiro de la mirada. Para un servidor, el campo…

―Mucho te gusta a ti el campo para que te hayas dejado los pellejos en él, segando
o en la vendimia…

―En otras cosas, y tan honradas como las que usted dice, los pellejos me dejé,
que del cielo para abajo cada uno vive de su trabajo y de sobra es sabido que el
hombre tiene muchas maneras de ganarse el pan de casi todos los días y la camisa
limpia de los domingos.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El viajero, algo cansadete, está a gusto en Elvillar. El pueblo tiene un buen pergeño
y su plaza es espectacular ahora, cuando el sol de la atardecida da de lleno en los
cristales de sus fachadas, multiplicando luces y caprichos, colores y arcos del Señor.
―La semana que viene son las fiestas. ¿Te piensas quedar?
El andariego dice que no, que en cuanto que descanse un poco seguirá su camino
hasta Lanciego y el que le preguntó, que era el tabernero, le replica que él se lo
pierde pues, para las fiestas, vienen músicos de Laguardia, curas de todo el redor,
muchachas forasteras que están muy bien y que, allí, en festividades y casi siempre,
se come y se bebe como en pocas partes se hace.
―Ya… Sí, señor… Pero el camino es el camino.
Y diciéndolo, el andariego sale a la calle, echa las espaldas al sol, agarra el camino
de herradura que se escapa entre zarzales cuajadicos de moras y, meneando bien las
tabas, se pone en un punto junto el arroyo de Blas, allí, donde se juntan las mojo-
neras de Elvillar, Cripán y Lanciego. Pegado al molino harinero que allí levantaron,
un sotillo se endereza y, sentado a su sombra, el caminante se fuma un cigarrillo
y escucha a los pájaros cantar. Cantan tan bien los pajarillos que el andorrero se
pone a pensar en el trovador galaico don Ferrando Esquío y en las buenas razones
que tenía para hacer lo que cuenta en su cantar:
Seu arco na mano
as aves ferir
a las que cantaban
deixalas guarir.
Y, después de decirse esta cantiga y otro par de ellas que, por el mismo estilo se
sabe, el caminante vuelve a andar por el pago de El Vedado y entra en Lanciego.
―Pues, aunque en Elvillar no se lo hayan dicho, sabrá usted que aquel Indiano
que hizo esa casa que tanto le gustó, cuando volvió de las Américas se trajo un
loro tan desvergonzado y tan mala lengua que acabó sus días quemado por la
Inquisición de Logroño.
Lanciego es pueblo gentil que, junto a las pocas aguas del galijo que le da nombre,
se levantó en las postrimerías del siglo xii. Lanciego es lugar verde y frondoso,

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

con matas floridas y árboles espesos que le nacen al buen tuntún. Algunas de sus
casas tienen su emparrado dando sombrajo a las puertas y macetas en las ventanas.
Los cien vecinos que viven de la tierra de su corta jurisdicción se llevan muy bien.
El viajero, aunque se queda con las ganas, no se entretiene en pueblo tan bonito
porque todavía no son las ocho y aún le queda un buen rato de luz que le dejará
acercarse a dormir en el cercano pueblo de Yécora. Unas mujeres que están a su
labor alzan la cabeza y le miran pasar sin hacerle mayor caso.

En Lanciego nació Torcuato Juan de Genevilla y López, en los carteles, Niño de


los Carrizos, matador de novillos toros que se apartó de los ruedos en la plaza de
Villanueva del Arzobispo, provincia de Jaén, cuando la guardia civil tuvo que aca-
bar a tiros con el sexto del encierro, a eso de las diez de la noche de un día aciago
de San Miguel Arcángel, patrón de la susodicha ciudad jaenera o jiennense ―que
de las dos maneras se dice―, y cuando los ánimos de los espectadores estaban a
punto paso del motín. Una vez que los toros le metieron el resuello en el cuerpo y
la benemérita una buena tunda, el Torcuato Juan cambió su oficio por el menester
más artístico de esquilador de perros de guarda y compañía hasta que casó con
Ramona Pérez Zapata, en el pueblo de Esparragosa de Lares, dentro de las lindes
de Badajoz, en donde, al cabo de los años, pasó a mejor vida a causa del entripado
que agarró con unas chuletillas de cordero que estaban de putamadre, el día de la
fiesta del mentado pueblo. El andariego, que años atrás estuvo trabajando en el
antedicho Esparragosa, no se extraña de lo del entripado pues a pique estuvo de
enganchar otro parecido, solo que con lomillos de cerdo, el día en que acabó con
los trabajos que hasta allí le llevaron.

―¡Jo! ¿Te acuerdas de la tranca que nos liamos?

―Y menos mal ―decía Felipe, el Churro, colaborador del andariego― que nos
fuimos hasta Cabeza de Buey en lo alto de la alsina y el aire nos limpió la cresta…

El andorrero marcha por una carreterilla estrecha que, según se piensa, le puede
llevar a Yécora, pero, sin saber por qué ni porque no, el carril se desvía para morir
en Viñaspre, que es pueblecillo de menos de veinte fuegos y que se moja los pies
en el arroyo del Vado.

El viajero se dice que, por hoy, ya no anda más, que ya llegará a Yécora mañana por
la mañana, que van para cuatro leguas las que se puso en los calcañares, contando

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

con la que se hizo de paquete en la moto, y que apenas si le queda media hora
de luz. Como buscar fonda en Viñaspre es como pretender cortar naranjas en el
fondo del mar, el andariego husmea un poco por el caserío, ve la iglesita mínima
que le emociona y entusiasma, encuentra una tiendecilla en el portal de una de las
casas y allí se compra una lata de sardinas en aceite, un cuartal de pan, un par de
melocotones tirando a gordos y media botellita de vino paisano. Luego, con la in-
tendencia repartida entre los bolsillos del morral, anda como cosa de diez minutos
hasta llegar a la orilla del arroyo del Vallarmen.

Baja de la montaña vecina un fresquito retozón que despeina y enjuga el sudor de


la jornada, que hace menearse a las matas oscurecidas y las altas hojuelas de los
chopos a cuyo amparo el caminante se dispone a pasar la noche. Está anochecien-
do y el campo riojano pasa, poquito a poco, del color azul pálido al tono gris que
se va haciendo negruras bajo el cielo colmado de estrellas del mes de agosto que
juegan al escondite entre las altas ramas. Canta una rana para que músicas no falten.

El andariego le da un tiento a la botella, abre el pan con la navaja y la lata de sar-


dinas con la llave que le proporcionaron, empapa la molla del pan con el aceite de
las sardinas, le da otro tiento al vino, coloca, bien colocadas las sardinas y se hace
un bocadillo de a cuarta que se embaula en menos de un amén. Los melocotones
siguen el mismo destino y arde el pitillo de la sobrecena.

El andariego piensa en cualquier cosa que no le complique la vida, luego se des-


pereza, se descalza botas y calcetines, se envuelve en la manta, se echa la boina a
los ojos y se duerme, que ya lo estaba necesitando.

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DONDE EL VIAJERO PASA
POR YÉCORA, MEANO Y
LAPOBLACIÓN, PARA IR A
PARAR A BERNEDO

DURMIÓ EL CAMINANTE como en su vida lo pensara, se conoce que agarró


una buena postura y el acomodado reparto del cuerpo le compensó de las durezas
del lecho, no le pesó la cobija, lo tupido de la arboleda impidió el paso y el fisgoneo
de la luz despertadora y la musiquilla del restaño acunó al durmiente más de lo
debido. Y ya andaba el día bien metido en resplandores cuando el hombre se des-
pelotó y chapuzó en las corrientes aguas. Después de seco, vestido y sin ponerse
nada en las tripas, salió cortando y a la busca del caserío de Yécora.

El arroyo Vallarín, medio seco en estos días, sirve de lindero entre las tierras ala-
vesas y las tierras de Navarra. Cielo arriba, los gavilanes barruntan a las palomas
que dentro de poco repasarán la sierra de Toloño; por abajo, la viña mitológica, las
florecicas que el viento sembró, el cabreo de la rana, el cabeceo de los trigales, el
rumor de alguna fuente y el tacón del andariego que marca el paso por la blandura
de un caminillo de tierra apisonada que, agarrado con hambre, furia y ganas de
llegar, se hace cómodamente y sin sentir.

Yécora, hacia el saliente, está a un paso o así lo parece. A su entrada, un «seis-


cientos» rojo, recién lavado y con matrícula de Madrid, baja la cuesta del carro
despacioso y precavido. Tras él y casi tan despacio, salen el pastor que conduce
el hato de cabras comunal, el labrantín que arrea a la yunta y procura los pagos

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

de la Dehesa y el Romeral, el tractorista que escandaliza la mañana, el que sacó a


beber al bestiaje, el viñador que va a echar un ojo a su hacienda, la lavandera que,
mientras sí o mientras no, cotillea con la vecina, el chaval que salió a pájaros y las
dos o tres personas que esperan el autobús de Logroño.
―¿Dónde podría tomar un café?
―Sigue esta calle y, pasando la fragua, tuerces a la derecha.
Yécora está a media ladera entre la sierra y El Ebro, en terreno ventilado y siempre
cuesta arriba. Sus colores son el blanco y el amarillo igual por igual, las calles pinas
y empedradas son duras de andar, estrechas, como de pueblo chico y, como de
pueblo, llenas de olores rurales, de sonidos que no molestan.
El caminante encuentra la fragua, gracias al ruido que en ella están armando los dos
herreros, que parecen cuatro y que acaban de guiarle hacia el bar que se disimula,
sin muestras ni letreros que lo indiquen. Allí, caen tres cafés seguidos y sin respirar;
el cuarto entra más sosegado y, con la espumilla del quinto en la boca, el andorrero
sube la calle hasta desembocar en la plaza en donde se encuentran el ayuntamiento,
la iglesia, media docena de acacias, un carro con el varal en alto, el poyetón en
donde sentarse a descansar y la mocita diligente que corre a hacer un mandado.
La plaza, que aquí dicen el solar, es una plaza pequeñita con casas concertadas en
estilo y paisaje. Casas de labradores acomodados, con balconcillos al aire y puertas
anchurosas, tanto para la hospitalidad que en ellas se ofrezca cuanto para el des-
ahogo y el paso de las caballerías hasta el fondo de las cuadras. El ayuntamiento
es chico y grande la iglesia de torre estirada y gentil como un suspiro doncel. A
la otra mano del ruedo, un palacio caedizo, de piedra noble y atormentada por la
sinrazón de los tiempos y los climas, se engalana con escudos episcopales, balco-
nes y ventanas de diferentes órdenes y estilos y un medallón historiado y más que
grande en cuya cartela se lee que en ese caserón nació el ilustrísimo señor don
Miguel de Ayala, señor de La Valdavia y de La Pernía, santo varón y obispo de las
diócesis de Palencia y Calahorra.
―¿Es usted francés?
―No, señor. ¿Por qué lo dice?
―Como te veo de mochila y mirando el palacio…

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El que acaba de hablar es un hombre entrado en tiempos, con la cara curtida por
soles de setenta años, alto, delgado, tocado con boina que no se quita nada más que
en la iglesia, vistiendo camisa a rayas remendada en la pechera, y que, al oír que el
andorrero no es francés, sino un fulano de lo más corriente que se está caminando
La Rioja por el gusto de sus luces y sus paisajes, le dice:

―También será por el gusto del vino. Y te advierto que el vino de este pueblo es
el mejor de toda la región.

―En todas partes dicen igual…

―Pero lo que yo te digo es la pura verdad. Y si no te lo crees, anda y vente a probarlo.

El viajero acepta. Aunque él no sea madrugador en vinos, la invitación ha sido tan


a lo llano que no quiere desairar al hombre que, según le relata, se llama Máximo,
tiene media docena larga de nietos, hizo la guerra en el Requeté Alavés, posee una
viña de dos obradas y ejerce de bodeguero en la cooperativa de su pueblo. Y con
esta charla, suben un callejoncillo orientado al norte y salen a las eras en donde se
levanta la bodega, se amontona la mies y unos chavales se revuelcan en la parva.

―Pasa y verás lo que te digo.

Yécora es lugar de clima seco y destemplado, batido por los ocho vientos, en-
sortijado de pámpanos, sombreado de frutales, repleto de pan llevar y su iglesia
parroquial está puesta bajo la advocación de San Juan Bautista, aunque los santos
patronos del pueblo sean Nuestra Señora de Vercijana y San Sixto, papa. Entre las
lindes de su término municipal hay dos ermitas, quince olivos, cinco o seis fuentes,
cuatrocientos habitantes y un despoblado.

―Prueba y verás.

En la bodega honda, fresca, grande, silenciosa y solitaria, el andariego se sienta


en una sillica de anea mientras que el bodeguero trastea y hunde un jarro, como
de medio cuartillo, en uno de los ocho o diez depósitos de los que por allí hay.

―A ver qué te parece este…

Nuestra Señora de Vercijana se celebra el día nueve de septiembre, como fiesta de


acción de gracias por el final de la cosecha. La otra fiesta, San Sixto, cae el día seis

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

de agosto y comparte la devoción con San Agapito, mártir, y los santos Justo y
Pastor, que fueron médicos y padecieron martirio bajo el emperador Diocleciano.
Como San Sixto, que ya se ha dicho que fue papa, es el santo más llamativo del día,
fue el que se alzó con el patronazgo del pueblo.
El caminante hocica en el jarrillo y ve que el vino es bueno. Máximo le da otro a probar.
―¿Y este qué?
En el término de Yécora se da de todo. Fruta bien sabida, aceite más bien escaso,
vino abundantísimo, hortalizas para el consumo y cereales para guardar y vender. Allí
hay ganado lanar y cabrío, bastante caza menor, agua fresca y el sol sale para todos.
El tercer caldo que se cata es de reconocida excelencia y se le festeja como correspon-
de. El bodeguero, con sonrisilla satisfecha, da un cuarto a probar.
―Ya está bien, que no quiero agarrarla…
―Este vino no emborracha ―afirma Máximo convencido y doctoral―, pero tu bebe
lo que quieras y del que más te guste que aquí no se le fuerza a nadie. Mira, aquí tengo
una raspa de bacalao y con el compaño nos entrará el vino mejor.
Yécora tiene molino harinero, junto al arroyo de Las Pilas, que soporta una larga y
sangrienta leyenda de bandoleros y venganzas. El caminante no la recuerda en todos
sus términos, pero es algo así como que el molinero, harto de esquilmos y de vejacio-
nes, se llevó por delante a los dos o tres que le robaban y afrentaban. Cuando el juez
y la guardia civil tomaron cartas en el asunto, la gente del pueblo, como los villanos
de Fuenteovejuna, guardó un silencio del que nada se pudo sacar.
―Pues va a tener usted razón en lo que dice del vino…
―Ya lo creo que la tengo.
Tres arroyos, cuatro con el de Las Pilas, mojan la jurisdicción yecorina: el Valdemoreda,
el Valderriniga y el Valdemaciuco; la carretera de Vitoria a Logroño la atraviesa de
norte a sur; cien caminos la hilvanan al paisaje; antaño, sobre estas lomas, coloreaban
las chapelas de los carlistas. Hay quien jura que las chuletas asadas a la lumbre de los
sarmientos es invención de los de aquí, lo mismo que jura que las muchachillas de
Yécora son las más majas y alegres de toda La Rioja.
―¿De las tres Riojas?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Sí, señor. Y de las cuatro si las hubiera.


El viajero, que no bebió mucho, bebió como nunca bebió, no sólo por la calidad
de lo ofrecido, sino también por la sosegadora compañía de Máximo que le fue
enseñando el compás y la duración del trago, cómo ajustar la respiración al trase-
garlo, cómo hacerlo rodar por el paladar y el garguero, limpiarse a punto, elegir la
conversación más acorde, descansar cuando así se exige y chuparle, a su tiempo,
al cigarro.
En el año del Señor de mil seiscientos sesenta y nueve, su majestad el rey don
Carlos II, el Hechizado, dio carta y privilegio de villazgo al caserío de Yécora que,
hasta entonces, había sido aldea aneja a la jurisdicción de Laguardia. Dos corregi-
dores por el estado noble y dos alcaldes por la gente del común se elegían el día
de la Circuncisión del Señor y prestaban juramento ante el altar mayor de la iglesia
parroquial, comprometiéndose en la buena gobernación de sus administrados. No
parece que tuvieran mucha labor los susodichos alcaldes y corregidores, ya que la
gente yecorina no es mucha, amén de dócil y bienavoluntada, que se dejaba y se
deja gobernar sin mayores sobresaltos.
―¿Y ahora, para dónde vas a tirar?
―No sé si bajarme a Viana o dar la vuelta por Santa Cruz de Campezo.
―Yo que tú, me subía a Lapoblación. Desde allá arriba se ve medio mundo sin
necesidad de mover ni pie ni pata.
Pasado el mediodía, Máximo y el andariego vuelven a la luz del sol que los encandila,
cuando los almireces suenan en todas las cocinas, vuelven los hombres del campo y
se oyen las voces de las madres llamando a los chiquillos que se entretuvieron con
el juego. El solar es un ascua, sin más sombra que la recogida de las acacias, la luz
agresiva, el cielo irresistiblemente azul, el vino se suda de golpe.
―¿Dónde se puede comer en este pueblo?
El «seiscientos» rojo con matrícula de Madrid que se vio esta mañana, al llegar,
aparece por una esquina echándose un trotecillo cochinero y raspando la pared
cuando se queda quieto. El andorrero mira para el fulano que lo conduce y, en un
alegrón, alza brazos y vocerío.
―¡Juanjo!

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Anda este… ¿Qué haces por aquí?


―Ya ves… ¿Y tú?
―Es que la familia de mi mujer es de este pueblo… Anda y vente a comer con nosotros.
Juanjo es un paisano y amiguete del andariego que se ha venido a pasar las vacaciones
a Yécora, en donde lo tratan como a un patriarca. Todas las mujeres de la familia lo
cuidan como si fuera un canónigo magistral. Como el Juanjo tiene menos carnes que
un telegrama y las mujeres se han empeñado en hacerle engordar, a cada poco, lo forran
de jamón, chorizo, chuletillas, chuletones, morcillitas y vino tinto. Lo que hoy se saca a
la mesa es una colación de cantar de gesta: caparrones con tocino y magro, morcillas
de la localidad con pimientos rojos, mollejas como para repetir y una ensaladita de atún
y huevo para desengrasar. Los melocotones en vino tinto hacen de postre y el café de
pucherillo veterano pone el punto final.
―¿Y siempre es así?
―Pues esto de hoy no es nada. Si hubieras visto cómo nos pusimos ayer en casa de
los primos…
En la sobremesa y cuando el Juanjo se entera de que el caminante piensa subir a
Lapoblación, le dice que no se preocupe, que cuando caiga un poco el sol ya lo subirá
en el «seiscientos» y que, mientras tanto, le va a leer el poema, que acaba de escribir
para la princesa doña Cristina de Noruega, esa que está enterrada en Covarrubias. El
caminante, que a lo largo de su conocimiento ya se ha escuchado más de cuatro poemas
de los del Juanjo, dice que bueno y se resigna en aras de la amistad y de la convidada.
Se está fresquito y bien en el ancho comedor de la casa de Juanjo, con las cortinas
corridas y los cuarterones entornados y, en tanto que ronronean las rimas del poema,
al andorrero se le van cerrando los ojos que casi no distinguen la ancha mesa familiar,
el sofá de madera con colchoneta de lana acogedora, la estampa de la Virgen que pre-
side la habitación, la lámpara de abalorios de colorines y la litografía del pretendiente,
don Carlos VII, quien, con boina roja de borlón dorado en la cresta y chafarote en la
cintura, cabalga un caballo blanco sobre la bendición apostólica de Su Santidad Pío IX,
entonces, felizmente reinante.
A eso de las seis, cuando por la ventana en donde se refresca el porrón entra un
airecillo que medio despabila, el Juanjo con su santa esposa y el andorrero sin pareja
salen hacia el norte.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Aquí estuvo Esquide.


De Esquide sólo queda la memoria. De lo que fuera aldea mínima ya no hay ni
sombras ni cimientos. Primero, la peste, luego el arado y más tarde el tractor fue-
ron arrancando piedras y señales de la pobladura, las tierras de labor invadieron el
ruedo y a la fontanilla que por aquí hubo se le secaron las aguas de tanto y tanto
llorar. El «seiscientos» rojo, temerón y más que prudente, agarra las curvas y las
cuestas que lo llevan a Meano.
―Meano ya es de Navarra ―explica el Juanjo rascando la caja de cambios al ponerse
en segunda―. A Meano también le llaman La Aldea porque lo es de Lapoblación.
Lapoblación fue pueblo importante que tuvo jurisdicción sobre los anejos de
Monasterio, Peralejos, Santa Cruz y San Andrés que pasaron a mejor vida cuando
las pestes del siglo xvii. Si Meano y su cabeza están todavía vivas es gracias a la
carretera que abrió la montaña hace cosa de unos cincuenta años, que antes era
un mal camino que sólo utilizaban los carboneros que bajaban a Logroño desde
el otro lado de la sierra. A ese peñasco de ahí encima le llaman el León Dormido
por esa forma que tiene. En todo lo alto del cerro estuvo el castillo que el rey don
Juan II de Castilla arrebató a los navarros, después de saquear el pueblo, porque
el rey don Juan, aunque se las diera de poeta, cuando se ponía a hacer el bárbaro
se quedaba solo; ya viste lo que hizo con don Álvaro de Luna. Bueno, el caso es
que, más tarde, Lapoblación volvió a ser de Navarra y sus reyes la dispensaron de
pagar fonsadera, cena del rey y censo del monte. La última bandera carlista que
ondeó en el aire lo hizo sobre esa peña, el día tres de marzo de mil ochocientos
setenta y seis. El brigadier don José Montoya, que los tenía cuadrados, mandaba la
guarnición y, cuando vio que le llegaban las últimas, licenció a su gente y él escapó
a uña de caballo y a pique de dejarse los sesos por estos arroyaderos. Claro que la
buena verdad de la historia es que el último soldado carlista que estuvo ahí en lo
alto fue Juancho de Urturi o de Urtari, que yo con esto del euskera no me aclaro.
El Juancho era el asistente de don José Montoya, un mozo recio y gran bailador
de jotas que se estuvo ahí toda aquella tarde hasta que, amparándose en la noche,
se plantó más allá del puerto de Azaceta y luego, emboscándose como un raposo,
pasó la muga de Francia y llegó a Limoges, en donde casó con moza gala y puso
un puesto de sorbetes. Pero todo esto no son más que historias viejas y ahora lo
que vamos a hacer es bajarnos a Bernedo en donde estamos invitados a merendar
en el molino de mis primos que nos van a dar unas truchitas fritas con ajo nada
más, pues eso de ponerle jamón a las truchas es una aberración culinaria que no

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

sé a quién diablos se le habrá ocurrido. Anda, vente con nosotros y ya verás qué
bien nos lo pasamos. El vino lo ponemos nosotros.

El viajero, cuando su amigo le deja hablar, que ya iba siendo hora, dice que no,
que ya está harto de coche, que el camino se ha hecho para andarlo, que andando
se entiende la gente, que la flor del cantueso da su mejor olor a aquel que la roza
al paso y todo eso que dice en semejantes ocasiones. El Juanjo dice que bueno,
que allá él, que estamos en un país libre y que cada cual es artífice de sus destinos,
que en el «seiscientos» no se va tan mal, que las truchas son de antología y el vino,
que ya ha probado, ya sabe cómo es. Cuando ve que no le convence, le deja que
se apeone, se despide, le da la vuelta al coche, casi se lleva una esquina por delante
y tira para Bernedo.

El andariego, vuelto a su compás, prende un cigarrillo, espera a que se le pasen


los nervios que le puso la peculiar manera que tiene el Juanjo de conducir su
«seiscientos» y, despacito, se va acercando a la plaza del pueblo en donde se queda
embobado, sin tiempo y sin memoria, mirando aquel rinconcillo que está lo mismo
que estuviera en el siglo de su fundación. La iglesia, chica y exenta, se levanta en el
centro de la plaza que forma el palacio hidalgo que enseña sus motes y sus escudos
sobre la fachada carcomida y que, al igual que el hospital de peregrinos santiaguistas
que le hace rincón, debe de ser del siglo xiii como mucho. Dos casas de labranza
se empinan en la cara de enfrente y, asomándose al paisaje, un torrejoncillo de
guardia o centinela completa el rodal.

La plaza está sin gente, la iglesia y las casas cerradas a cal y siesta. El silencio sólo
se rompe con el zureo de una torcaza que presume de buche sobre el alero de la
iglesia; nada más, ni palomos rabones ni pardales revoltosos. Sobre todo aquello,
se levanta la pesadumbre de la peña del León Dormido, pelada como el cráneo de
un difunto antiguo en sus dos partes más altas. Aquella altura, final del paisaje y
de las guerras carlistas, tienta al andariego con la cosa de lo mucho que desde su
cumbre se podrá ver, y el hombre, en un repente y sin pensarlo como debía, tira
cuesta arriba sin que le asusten los trescientos metros que tiene que ascender por
un senderillo de cabras locas.

A rastrapanza, arrescuñadas las manos, desolladas las rodillas, sucio y empapado


de sudores corona el andariego la cumbre del cerro. Unos tres cuartos de hora le
costó el capricho. Con el corazón en el galillo y las piernas temblonas, se tumba

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

sobre la piedra y se deja orear por el viento; cuando medio se repone, se levanta y
entusiasma su mirada con el panorama ancho y redondo que ante ella se le abre,
abarcando desde la Torrecilla en Cameros hasta Salvatierra y desde los cerros de
Estella hasta las peñas de Pancorvo. Cuando al rato y a pique de romperse los hue-
sos, el andariego toma tierra en la placita de Lapoblación, un grupillo de hombres
y mujeres que salieron a verle le miran entre la curiosidad y la suspicacia.
―¿A santo de qué has subido a la peña?
―Por gusto…
―¡Pues vaya un desocupo! ―dice un vejete que descuelga la bota que lleva en ban-
dolera―. Anda, hijo, échate un trago que bien te lo has ganado. Cuando te hemos
visto ahí en lo alto, nos pensamos que estabas locate.
El andorrero le da un tiento a la bota y casi la deja corita, se sacude el polvo del
pantalón, respira hondo, ofrece tabaco al personal masculino, vuelve a tentar la
bota esta vez más comedido, y se entretiene hablando con el vejete que sigue sin
creerse que, tan sólo por gusto, se haya pegado la pechugada que se acaba de pegar.
―Muchacho, oye lo que te digo. Los ochenta y tres voy a hacer para Santa Teresa y
nunca me dio por estas ocurrencias. Vosotros, los de ahora, hacéis cosas más raras
que cenar melón. Nosotros éramos más dóciles y con menos humos en la cabeza y
no por falta de fuerza y ganas que yo, de mozo, andaba en lo del carbón y, cuando
lo del movimiento, me apunté voluntario a los tercios del Requeté.
―¿Con casi sesenta años?
―Sí, claro. Y por eso me volvieron…
Cuando al andorrero le parece que ya lleva bastante tiempo sentado en el poyetón
de enfrente de la iglesia acepta otro trago y se despide del viejecillo que le ve mar-
char con la pena de quedarse sin conversación. Cuesta abajo y por regular carretera
baja el andorrero la legua corta que le dejará en las casas de Bernedo.
Cambia el paisaje como si fuera de otro autor. Nada más pasar el tajo que le dieron
a la peña para meter por él la carretera, el paisaje es otro, mucho más arbolado que
el que se asoma a la otra vertiente. El bosque, espeso y aromado, cubre totalmente
la ladera, mezcla pinos con hayas, azcarros con chopos y ciruelos silvestres; allí
hay árboles para dar y tomar. Buena caza habrá por estos rodales, caza alimañera,

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

sobre todo zorros, a más puede que no llegue. Al final de la caída, allá abajo, en
el valle que forma el curso del río Ega, el pueblo de Bernedo se esponja entre
árboles frutales que le entregan sombra y buen olor. A la derecha de la bajada,
canta el arroyo de las ranas, el contracanto lo pone el cierzo sobre la arboleda. El
caminante no lo goza demasiado, tan cansado va que las mollas de las pantorras
se le han puesto como puñados de pelusa.
―Mira que soy idiota ―se dice para consolarse―. Con lo bien que podría estar
ahora, merendando truchas en el molino…
En Lapoblación, aunque el Juanjo no se lo dijera, pues el Juanjo no se sabe todas
las historias, nació, hace ya más de cien años, Pachi, el de Etchagorri, que se movió
por estos andurriales ganándose la vida con las mañas del abigeato, para el que
estaba echo un lince. Sus mañas, oficios y conocimientos, que en la primera guerra
carlista puso al servicio de don Carlos María Isidro de Borbón y de su corte en
Oñate, le valieron sus buenas peluconas que, acabada la guerra, se jugó al ferrocarril
durante los fastos parisinos de Luis Felipe de Orléans, y cuando se las comió la
trampa, se enchufó de confidente en la nómina del comisario Javert, ese que sale
en «Los Miserables».
―¿Y no era, también, de por aquí, el Miguelito Begorri, aquel que hipnotizaba a
los centollos?
―No, hombre. El Miguelito ese donde nació fue en Malpica de Bergantiños, una
vez que estaba actuando por allí el circo de su padre.
Al oscurecer, cuando se llega a las primeras esquinas de Bernedo, el andariego está
que no puede con su alma, el morral le estorba más que otros días y hasta la boina
le incomoda. Por eso, y perdonando la cena, busca acomodo en una alamedilla
que se encuentra cerca y allí se apaña de lo poco que necesita para dormir sobre la
hierba fresquita, que ni fuerzas le quedaban para andar buscando fonda.

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DONDE SE CUENTAN LAS CUITAS
DE DON MARTÍN Y LA GUANTADA
QUE LE ATIZARON
AL ANDORRERO EN OYÓN

EL TÉRMINO MUNICIPAL DE BERNEDO vuelve a ser tierra alavesa. No,


riojana no lo es, pues eso sería mucho pedir. Por la sierra de Toloño y el cerro de
la Pedrera va la linde interprovincial que da más vueltas que un fulano loco, dibu-
jando sobre planos y mapas esos jeribeques sin más lógica que el capricho, más
fundamento que el porque sí y más norma que la real de la gana.
Bernedo es pueblo chico, de unos doscientos habitantes que pernoctan repartidos
en cincuenta y tantas casas, la mayoría de piedra y buena presencia. Bernedo se
refresca con las corrientes aguas y aparece sombreado por abundantes árboles
de fruta. En la jurisdicción de Bernedo nace el río Ega, mismo en la fuente del
Soto, cerca de la ermitilla de Nuestra Señora de Ocón, a donde se va de romería a
mediados de septiembre, lo mismo que se acostumbra a subir a la ermita de San
Tirso cuando está empezando julio.
El andorrero, que ya se levantó sin mayores contratiempos, anda una chispa y se
entra en ese bar que se abre al filo de una de las cuatro carreteras de las que dispone
el pueblo, justamente, en esa que se piensa seguir esta mañana, para acercarse hasta
Santa Cruz de Campezo. El bar, sin más título que el de bar, está bien puesto, casi
elegante, limpio, bien surtido y lleno, casi conquistado, por una caterva de chavales
y chavalas de preuniversitario que andan por allí y esperan el autobús que les va a

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

llevar de excursión a Lourdes. Las chavalas, con pantalones vaqueros ajustadillos,


las melenas al aire, las blusillas sin mangas y las risas en la boca, se están embau-
lando unos bocadillos de jamón que meten miedo. Los chicos también se dan al
deporte del diente, pero a estos no los mira el caminante que bastante tiene con el
contemplar embobado de estas mozuelas de ojos claros, pelos largos, pieles blancas
y buenas chichas que la mañana le puso ante los ojos.
No está malo el café que sirven en Bernedo. Después de tomarlo y con la boca
a gusto, el andariego pide un bocadillo del mismo porte que los que devoran las
chavalas y lo acompaña con un vasito de tinto que le pone el cuerpo en sus cabales
y la cabeza en condiciones para pensar y recordar que Bernedo tiene mando sobre
los pueblecillos y territorios de Angostina, Navarrete y Villafría y que, tanto en la
cabeza como en los miembros de la jurisdicción, abundan las hierbas de pasto y
las curaderas con su potente aroma de estantería de botica. También hay dos o tres
molinos harineros junto al río que se nombró, bestezuelas en el bosque, truchas
y cangrejos en las aguas, azabache en la sierra, cura en la iglesia y, hace ya muchos
años, un señor que fabricaba relojes de torre.
Bernedo, en el recuerdo del andorrero, siempre tendrá un color de verde oscuro
con lampazos de sol amarillo cuando los árboles clarean, textura de piedra antigua,
maderas negras en los ventanos y sabor a vino tinto y a jamón entreverado.
Las chavalas que esperan el autobús están de aquí te espero. ¡Dios y cómo están
las chavalas excursionistas! Hasta parece mentira que estén tan buenísimas como
están... ¡Ay, como parece que están!... Hay una que canta jotas y otra que toca la
guitarra, capaces de enarbolar el ánimo más deprimido. A la que rasguea la guitarra
le dicen Juani, es rubia y tendrá que repetir todo el curso. La que canta jotas se llama
Pili y, aunque es morena, no escapará mejor de sus estudios. También es verdad
que, entre la Juani y la Pili, se han ligado a todos los chavales del contorno y eso,
quieras que no, requiere su tiempo y su desvelo.
―¿Y cuántos son?
―¿Los chavales? Pues vendrán a ser unos veinticinco o treinta, sin contar a ese
que es medio marica.
―¿Uno que entierra huevos para ver si crecen los pollos?
―El mismo. ¿Usted lo conoce?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―No; ni ganas. Pero tengo oído hablar de él.

Las otras chavalas cuyos nombres, notas, aptitudes y aficiones se desconocen tam-
bién hacen lo que pueden en el asunto de los ligues, pero de forma menos exage-
rada, con menos dedicación de como lo hacen las que ya se mentaron.

Un autocar de cincuenta plazas y radio escandalosa, mediado de chicos y chicas


de los mismos pelos y edades de los que están esperando, para a la puerta del bar,
entre un vocerío de llamadas y canciones que asustan al colorín que se entrenaba
en la copa de un manzano. Los que estaban esperando asaltan el autobús con el
barullo y la broma propios del ceremonial y, cuando todos están arriba con sus
bártulos e instrumentos, el conductor arrea un bocinazo y el vehículo, soltando
pez y niebla, sale zumbando por la carretera de Vitoria.

El bar se queda en calma y la mañana vuelve a su son. El andorrero, que se asomó


a la puerta del establecimiento para echar el último vistazo a las mozuelas excursio-
nistas, oye cómo el colorín interrumpido insiste en su desgañitada melodía que se
acompaña del rumoreo del airecillo entre las ramas de los ciruelos. Luego, tristón,
vuelve a la barra, para acabarse el bocadillo, pagar y encender el primero del día.

A espaldas del andariego y desde el hueco de la escalera que baja a los lavabos, un
fulano asoma la cabeza, atisba el local y pregunta en voz baja:

―¿Se han ido ya?

―¿Cómo dice?

―Que sí se han ido ya.

―¡Pero, don Martín de mis pecados, qué diablos estáis haciendo en Bernedo!

Don Martín es un viejo amigo del caminante. Otro andorrero que tan pronto sale
por los Cerros de Úbeda como está en Las Batuecas; igual se mueve por las llanadas
de los Campos Góticos que se purifica en A Lavacolla del Camino de Santiago.
El caminante ya se dio con él por alguno de estos rumbos. Pasos a la vez y vinos
compartidos han ido hermanando a los dos andariegos que se llenan de alegrías
cada vez que se topan por esos mundos de Dios.
―Digo que si se han ido ya…

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Sí, mi señor don Martín, ya se han ido dejando viuda a la mañana, llenándome de
melancolías. Pero a vos, don Martín, en qué os va el que se vayan o el que se queden.
―¡Ay, hijo, si yo te contara…!
Y don Martin, mientras acepta un vidrio y unas patatas a la brava, cuenta como
sus negocios de hortelano en el cuérnago palentino se le fueron de las manos
cuando tuvo un encontronazo con una rubia platino que anunciaba jabones de
olor en la tele y que, al verse algo más luego, sin haberes y sin amores, tuvo que
sentar plaza de pasante de filosofía en un colegio privado de estos alrededores.
―Y aquí me tienes ―prosigue don Martín―. Batallando con estos cafres de
ambos sexos a los que, por imposición del padre prefecto, tenía que haber
acompañado en su piadosa excursión. Pero, anda y que se apañen como puedan
y, si hay suerte, no vuelvan más por aquí…
―Pero, mi señor, las chavalillas que pusieron a vuestro encargo están de lo
más apetitosas…
―Calla, hombre, calla y no me las recuerdes que las muy descaradas me traen
como a puta por rastrojo. No me dan paz, me acechan por los pasillos, me
siguen por las aulas, se meten en mi alcoba, se me adentran en el corazón…
Mira, hijo, yo nunca hice votos de castidad, pero ya no sé qué puede ser peor,
si morirse sin catarlo o dejarse el sebo de los huesos entre las uñas de esa turba
de ninfómanas que me ha caído en suerte…
Ríe el andariego las cuitas de don Martin, paga otra ronda, presta consuelo y
da tabaco. Su amigo se apunta a todo, pero, así como sin ganas, como si ya no
anduviera por este bajo mundo.
―Dejadlas y veníos conmigo.
―No puedo por más que quiera. Todavía no amorticé el anticipo y eso que,
como a todo me convidan, de dineros no ando mal. De medulas es de lo que
ando muy escaso…
―«Medulas que han, gloriosamente, ardido», dicen que dijo o que escribiera
don Francisco de Quevedo…
―No niego la gloria, pero la muerte presiento…

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

Tras un rato más de charla y otras patatas a la brava, el andariego repite su


invitación al asfalto y don Martín arguye que ya no está para esos trotes, que
tanto desgaste acabó con sus andaduras, que ahora va a echar una cabezadilla
en cualquier rincón y que se volverá al pueblo en donde trabaja, en el coche de
línea de esta tarde. Un abrazo pone fin al encuentro:
―¡Adiós, don Martin!
Dicen los libros, que ya es decir, que Bernedo fue fundación de los famosos
griegos, que los carisios la titularon Velia y que Plinio, el Joven, la situó en la
calzada romana que llevaba de Suisatus a Decóbriga. Aulio Agelio y el testi-
monio de Higinio la dan como focense. Hay quien remonta su fundación a
una prehistoria vascona sin que falte quien la remonte muchísimo más atrás.
A finales del siglo xii, Sancho el Sabio de Navarra le dio el fuero que se copia
en el cartulario que se puede ver, si a uno se lo enseñan, en el archivo de la
Cámara de los Comptos de Pamplona. En este fuero se prohíben los juicios
por espada y aguas calientes a los que eran muy aficionados los habitantes de
estos territorios. En el siglo xiv, don Carlos, de Navarra también, impuso a los
naturales la gabela del portazgo contra todo derecho y los vecinos de Bernedo
se fueron a quejar ante el rey don Pedro de Castilla, quien tomó la cosa como
suya, les sacó la cara e hizo que el navarro se viniese a las buenas, que mucho
era don Pedro, el Justiciero, para que le vinieran con chiquitas y negaciones.
Hoy es San Lorenzo, presbítero y mártir; cabo de año de la famosa batalla de
San Quintín. Como es de suyo, el día se presenta de lo más caluroso en con-
memoración de los tuestes que, en la parrilla, le dieron al santo del día. Todo el
mundo sabe que, por estas cosas, Felipe II alzó la maravilla del Real Monasterio
de San Lorenzo de El Escorial.
Va el caminante recordando estas efemérides. Cuando los árboles, dejado el alfoz
de Bernedo, desaparecen de las orillas del asfalto, el bochorno de la entrada
mañana se deja notar.
Chiquito de Eizcaray, natural y vecino de Bernedo, sirvió al rey en las guerras
contra el moro, cuando lo del desastre de Annual. Chiquito de Eizcaray que tiene
zancas de grulla, dándole brío a los calcañares, fue uno de los pocos españoles
que escaparon de la quema. El hombre, que todavía se toma su cuartillo de vino
sin respirar y que de vez en cuando se sube a Vitoria para estirar el calcetín,

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

cuenta las que pasó en la posición de Igueriben; al más bragado de sus oyentes
se le ponen de corbata.
―Aquello sí que tuvo sus telenguendengues y no lo de Somorrostro, que tam-
bién me pilló…
La carretera, a la derecha de su marcha, se acompaña con el runrún del arroyo
de Valdebarranco, donde salta la rana, se agazapa el cangrejo y el caballito del
diablo se tornasola. Huele a triunfo el juncal del arroyo y una mata de ginesta es
un bofetón de amarillo para los ojos que la miran. Paisaje cereal, algunas breñas
montunas; los zarzales de las cunetas tientan al caminante con el maduro sabor de
sus frutillos morados. Silba el mirlo entre las ramas más altas de los álamos blan-
cos, chilla la cigarra fabulista y estival. Huele a polvo recalentado y la carretera
se curva graciosilla para remontar la cuesta que le impone el Alto de los Cerros.
El viajero, a estas alturas, no sabe si esto que se trae andado es o deja de ser La
Rioja Alavesa. Tal vez no lo sea y el andariego, una vez más, haya confundido y
brincado sus linderos que, lógicamente, serán las sierras Chiquita y Cerrada cuyas
cimas puntean el mediodía. El paisaje es otro que el de ayer. Se ha puesto más
montuno, una chispa más bravío, con más concesiones al baldío y al pedregal,
más solitario. Pero ya que se va por donde se va, lo mejor es seguir hasta ver
como pinta el naipe.
―Eso digo yo. A ver cómo pinta.
Ahora se asoma el caserío de Quintana, rodeado de su chico hortal y colmado
por los olores que se resbalan desde el monte de Turramblo. Quintana es pue-
blo chiquitín, con unas pocas casas de piedra vista y con iglesia pequeña que
casi no se ve. Las cincuenta o cien almas de la pobladura vivirán felices ―a lo
que parece― lejos del mundanal ruido. Las gallinas culonas que toman el sol y
picotean la carretera lo hacen sin soliviantos ni tarantantanes. La niña que salta
a la comba o la que se peina graciosa a la puerta de su casa, mirándose en un
cachito de espejo, tampoco tragarán el polvo que los coches pudieran levantar.
La carretera que se trajo es tan desalmada que pocos serán los automovilistas
que por ella se aventuren.
El caminante no se entretiene en Quintana. Según sus cuentas, son tres leguas
largas las que se tiene que andar para llegar a Santa Cruz de Campezo y, si

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

pretende comer allí, tendrá que aprisar la andadura. Las chavalillas de Bernedo y
la conversación con don Martín le mataron más tiempo del que se pensara y este
sol picajoso hace que el paso se acorte bajo la cargazón de los calores.
El cerro del Manzanal, a la derecha, y el del Mojón a la izquierda dicen que el an-
dariego no va descaminado. El paisaje se ha tornado arisco, ojos de gato montés,
y los rodales que antes ocupaban las tierras de pan llevar los ocupa ahora la mata
cerril y la piedra que aflora. Huele a barranca, unas pocas palomas sobrevuelan por
el cielo de subidos añiles y la brisilla que pestañea quisiera venir fresquita. El carril
se está poniendo cada vez peor, ya se hizo pedregoso y de asfaltos desportillados.
San Román de Campezo, que ahora asoma, no es casi nada. Unas diez o doce fa-
milias que se reparten entre otras tantas casillas diseminadas a lo largo del rabo de
la carretera y que se amparan en las faldas de los cerros de la Muela y de ese otro
sobre el que pusieron ―que ya son ganas de destrozarse en las cuestas― la ermita
de San Román. En el pueblo, si es que así se le puede llamar, hay una tabernita
clara y alegre y, bajo el emparrado de su puerta, el caminante se sienta un rato
para disfrutar de un vinillo ligero que le sirven como la nieve y sin más con que
empaparlo. Juega una niña con su muñeca de trapo, un chaval se ensucia de barro,
un perrillo de mil leches se entretiene persiguiendo al tábano que zumba sobre el
verdor de unas macetas o se alarga un poco más en sus carreras, hasta las púas de
los espinos de ahí enfrente. La tabernera se explica:
―Pues no, señor. A Santa Cruz de Campezo no le hay carretera que valga. Lo que
si hay es un camino que no es malo, aunque tampoco tiene nada de bueno. Siga
usted por aquí y, al final de estas casas, se lo encontrará.
La mujer que da estas señas no es que sea muy habladora. Entre sus labores y las
cuatro criaturas de pocos años con que tiene que pelear día tras día, poco tiempo
le queda para curiosidades y conversaciones. La casa y la tabernilla las tiene limpias
como un pedazo de sol. Las criaturas también se lucen, y ella, que se conoce que
todavía no ha renunciado a gustarle a su marido, se presenta curiosa y repeinada
como una mocita en tiempo de merecer.
Hoy, amén de San Lorenzo, son los días de los santos Hugo, Orencio y Amadeo y
de las santas Filomena, Asteria, Basa y Paula. El sol salió a las siete y se pondrá a
las veintiuna, contando por la hora oficial. Luna no hay. La luna, hasta dentro de
unos días no iniciará su creciente.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¿Se quedará usted a comer?


―No, señora, que llevo prisa. Pero ponga usted otro vino que de eso si tengo
tiempo sobrado.
El reloj que cuelga de la pared, junto al almanaque en donde se leyó eso de los
santos del día y una estampa en colores de Santa María de Codés, va a llegar a la
una. El andorrero se levanta, se carga el petate, se llega hasta las casas que le dijeron
y agarra un camino que, subiendo y bajando, sale hacia la izquierda, faldeando el
cerro de la ermita de San Román. Es un camino endiablado que corre por el monte
y con cada peñasco, que destroza pies y botas de quien lo anda distraído. La poca
sombra que dan las aulagas y los cambrones, no es muy apetente y, menos, con el
zumbido amenazador de las avispas que sobre ellos revolotean. Un alacrán cebolle-
ro, al paso del caminante, corre a esconderse en donde Dios le da a entender. Más
adelante, el camino se pone cuesta abajo buscando el arroyo de Izquiz, con más
pedruscos que antes, con más baches que nunca, con peores intenciones. Luego se
empoza entre las lomas que bajan del cerro de Manchibío y del de la Soila. Pasado
el arroyo, se vuelve a subir, no muy suave, aprovechando la vaguadilla que forma
el otro arroyejo que por allí se muere.
―¿Esto será Bujanda?
―No, señor. Esto es Corres.
―¿Corres dice usted?
―Sí. Corres. ¿Por qué no va a ser Corres?
―No. Si por mí, que sea lo que Dios quiera. Como si quiere ser París de la Francia.
Lo que pasa es que me he confundido de rumbo. Yo me pensaba caer en Santa
Cruz de Campezo, para tomar un bocado, pero parece que no he tenido suerte…
―Aquí también comemos o usted qué se cree.
Corres, que en otros documentos se escribe como Portiella de Corres, andará por
las cuarenta casas repartidas en dos o tres calles que siempre van cuesta arriba, se
vaya como se vaya. En lo más alto del caserío, tras pasar un sembrado de ortigas,
está la iglesia minúscula, hoy fuera de servicio y que, hace cien años, contó con
tres curas y un sacristán que también ejercía de maestro de escuela, por lo que

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

devengaba veintitantas fanegas de trigo al año y todo el vino que se bebiera. Las
casas son de piedra oscura, tejados con verdines de lluvia abundante. La iglesia es
un piñón, con una torrecica chata que es una monería y un Vía Crucis de catorce
grabados a una tinta que al andorrero le gustó mucho. Aparte de en su iglesia pa-
rroquial, los ochenta cristianos que hay en Corres pueden rezar en las ermitas de
San Emeterio, San Saturnino, San Cristóbal y Nuestra Señora de la Peña que es la
que pilla más cerca del pueblo. Los habitantes de Corres cultivan las tierras más
cercanas al caserío, el resto de la jurisdicción municipal es un puro risco y aquellas
gentes prefieren darse a la fabricación del carbón vegetal, las minas de asfalto y a
la confección de escobones que bajan a vender a Logroño.
―¿Y dónde se puede tomar un bocado?
―En donde todo el mundo, en la taberna. ¿Dónde si no? Y si vas para allá, pide
truchas, que este es su tiempo, y de postre una cuajada con miel.
De Corres se hace memoria, así como de su alcaide y prestamero, en una cédula de
don Fernando III, el Santo. Su hijo Alfonso concedió a la villa el mismo fuero que
concediera a otras pobladuras de los alrededores. Su nieto don Sancho ni asomó por
aquí. Y su biznieto don Fernando IV, el Emplazado, poseyó el castillo de Corres.
El alcaide que lo tuvo por su mano fue un águila en cuestiones diplomáticas y se
bandeó muy bien entre castellanos, navarros y aragoneses, aunque, según parece,
el mayor mérito era el de su santa esposa que, aparte de ser una señora que estaba
muy rica, era una maestra repostera que hacía unas hojuelas con miel silvestre que
era una pura delicia tanto para el ojo como para el paladar.
―¿Y de vino qué tal andan?
―Poco más que para el gasto y eso que aquí no bebemos mucho. Como usted ve, este
terreno es muy movido y hay que tener firme la cabeza para andarlo como se debe.
El andariego, en la taberna, a solas y sin prisas, se comió tres docenas de cangrejos
terciadillos, en tanto que le preparaban las tres truchas que se comió de primero,
segundo y tercer plato. La cuajada que le recomendaron no la tomó porque, ya se
sabe, la miel pica las muelas.
Después de comer, fumarse un par de cigarrillos, descabezar un sueño retrepado
en la sillica y pagar lo que le pidieron, que no fue mucho, el andorrero le da otro
vistazo al pueblo y al paisaje.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El cerro de Manchibío no deja ver las casas de Marañón, lo mismo que el de la Soledad
tapa las de Maeztu y Atauri. Por el contrario, los caseríos de Bujanda y Antoñana se
ven muy bien. En Bujanda y en Atauri es en donde están las minas de asfalto.
―Y en los restos de aquel castillo que se ven por allí estuvieron los moros y hay
quien dice que en él enterraron un tesoro que nunca se ha encontrado.
El viajero sale de Corres buscando Antoñana. Va por ese caminejo que corona el
voladero que se corta a pico sobre el arroyo Izquiz. El camino no tiene nada de
bueno y, para andárselo con el tiento que requiere, se echa un buen rato, casi dos
horas, hasta llegar a Antoñana que es pueblo vistoso, de casas blancas y muchas
aguas. El viajero no lo miró con demasiado detenimiento porque nada más cruzar
el puente hizo señas a una camioneta que iba para Santa Cruz de Campezo y el
conductor paró.
―¿Para dónde se va?
―Para Logroño. ¿Te vale?
―Sí que me vale. Pues claro que me vale. A un servidor le vale casi todo. Un ser-
vidor no es como esos otros que a todo le sacan faltas.
El andorrero se encarama en la cabina de la camioneta antes de que el conductor
se pueda arrepentir de su buena disposición, ofrece tabaco para congraciarse con el
transportista, cosa que no hace falta, pues Román Garcés es hombre de bondadoso
natural e incapaz de dejarse a nadie en la cuneta. Román, que todavía se acuerda
de cuando hizo la mili en infantería, sabe lo mal que sienta eso de que le dejen a
uno en tierra y con el petate sobre las costillas.
―Lo peor de los viajes es darle al calcañar. Por eso, en cuanto que pude me saqué
el carné de conducir.
Baja la camioneta por la nava que forman los cerretes de las Liendres y de Hornillos.
Corre que se las pela y, antes de entrar en Santa Cruz de Campezo, mismo pasar
la fábrica de harinas, cambia de carretera y rumbo para remontar el curso del Ega
y buscar el poblado de Genevilla que se ampara de los vientos recostándose en el
regazo de la sierra Chiquita.
En el monasterio de San Julián de Piédrola se reunían las gentes de Santa Cruz de
Campezo para elegir a sus corregidores. Enrique II, el Bastardo, que no era muy

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

demócrata que digamos, dio al conde de Orgaz el señorío del pueblo y sus terrenos.
En la iglesia parroquial, que tiene título de colegiata, se conserva la cabeza de una
de las once mil vírgenes ―si es que fueron tantas― y algunas otras reliquias de
santos de mayor fuste y con mayor devoción en las tierras de La Rioja.

―No, hombre ―dice Román―, esto no es La Rioja. La Rioja está más hacia el sur,
en cuanto que se pasa la divisoria. ¿De dónde te sacas tú que haya tantas piedras
en La Rioja? ¡Pues anda que no es chica la diferencia! La Rioja es una tierra blanda
y esto es más duro que el pie de San Pedro. Bonito sí que es o, por lo menos, a
mí me gusta, con tanta agua como la que aquí corre y con estos aires que huelen
a gloria, pero duro, vaya que si lo es, que aquí, la gente se tiene que deslomar para
sacar un puño de grano.

Pasado Cabredo, la carretera se ciñe al relieve dando más vueltas que un molinillo.
El paisaje, al llegar al Portichuelo, entre el cerro del Corral y Peña Ochanda, se
estrecha en el silbido de un desfiladero para, enseguida, ganar las cuestas de las
sierras de Codés. Aguilar de Codés, pueblo grande, de romántico nombrar y del
que no se sabe nada, se queda a un lado de este camino agrario y revuelto que no
parece inquietar a Román.

―¿No iremos muy de prisa?

―No te preocupes que me sé la carretera de memoria. Con las veces que he pasado
por aquí, me sé cada curva y cada mata…

El arroyo de Codés se hermana con el de Valdenuevas y con el de las Novillas


para formar el de Valdeares que, poco después, se bebe el de la Aguadera. Los
barrancos del Arenal y del Vallondo también se mueven por estas andurrias y un
poquitillo más allá lo hacen los arroyos de Labraza y de Lapedrezuela. Las fuentes
de la Peña y de la Carbonera refrescan lo que pueden. Con aguas tan abundantes,
las lomas y los lomerines que forman tantas vaguadillas y cárcavas se empiezan a
llenar de viñas y el monte bajo se bate en retirada ante el acoso de las tierras de
labor. Al fondo del panorama, recortándose contra el limpio cielo del sur, las torres
de Viana, altas y garridas, se empinan y se doran con el atardecer.

―Si no te importa, me dejas en Viana.

―Vale.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

Para la camioneta en la anchurosa carretera que se curva bajo la villa navarra y


el andariego se baja al asfalto, se despide de Román Garcés y no le dice nada de
tomarse una copa porque donde paró la camioneta no hay tasca ni cafetín en
donde refrescarse.
―No vale la pena. Logroño queda a un paso y el vino de Logroño es el mejor de
toda la comarca.
―Esa es la cantinela que repiten los de cada pueblo de por aquí.
―Y puede que tengan razón. Lo que pasa es que, como Logroño es más grande,
siempre hay más variación.
El viajero se echa el macuto al hombro y remonta la costanilla que le lleva a Viana,
pueblo famoso en donde los haya, pueblo de antigua historia, de ilustres linajes y
de mejor ver que llegar, porque llegar cuesta lo suyo de tanto dar vueltas alrededor,
primero, del cerro donde se encima, luego, de la ciudad que se presenta cerrada por
los espaldares de las casas y por algunos lienzos de la vieja muralla.
Vuelven los labrantines de su labor de agostos, algún que otro cochecillo sube o
baja la cuesta, pero sin molestar demasiado. La tarde está tranquila, sosegadora de
ánimos y las golondrinas vuelan de acá para allá buscando los nidos del anochecer.
Hay quien dice que Viana es la Treviana celtibera. El maestro Argáiz la hace derivar
del templo que, supuestamente, allí se levantó, por los romanos, a Diana cazadora.
El ilustrado don Jerónimo Cortés opina que fue el Pinetum o Vinetum de la cal-
zada romana, pero todo lo dicho está, fuera, tanto de prueba como de refutación.
―Es que los historiadores locales, cuando se trata de añadir glorias y palmoteos a
sus lugares de origen, no se paran en barras. Fíjese usted que hasta dicen que en
Viana nació Boris Vian…
Nada más traspasar las puertas de la ciudad, entre un arquillo plateresco, el abreva-
dero del ganado y un carro con el varal en alto, el viajero se topa con el Club Borgia,
establecimiento al que no pasa, más que por el nombre, porque no le parece muy
correcto que ciudad tan antigua tenga, un chiringuito tan modernoso. El viajero
sigue su andar y, al poco, llega a la plaza del ayuntamiento o de Santa María, en
donde está la única parroquia del pueblo desde que la de San Pedro se vino abajo.
La plaza, que no es muy grande, se encuentra más ahogada por el monumento

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

que recuerda a los soldados italianos que se dejaron los huesos aquí, cuando lo de
la guerra civil española.
―Si se hubieran quedado en su casa…
―Ya sabes eso de que a la fuerza ahorcan…
Delante de la otra fachada de la parroquia, en el terradillo de baldosas de piedra,
enterrados en el santo suelo y bajo la lluvia y el sol, se pudren los despojos de
otro mílite italiano. Así lo reza en la lápida: «Aquí yace César Borgia, duque de
Valentinois, muerto en el campo de Viana».
―Sí, señor. El mismitico don César Borgia. ¿Usted qué se creía? Aquí, al pie de
la muralla, lo despenaron, después de dar más guerra que Perico por la mar, en
aquella guerra de los beamonteses y los agremonteses, que, por cierto, es un lío
que nunca me aprendí muy bien. Lo que son las cosas. Después de librarse del
veneno de Roma y de escaparse del castillo de Medina del Campo, el hombre
vino a dejarse el alma en estas tierras que no le tocaban nada. Primero, lo ente-
rraron en la iglesia, ante el altar mayor, como si fuera hijo de reyes, hasta que el
cabildo, que entonces tendría sus treinta o cuarenta beneficiados, dijo que qué
coño pintaba el tal César en semejante lugar y, entonces, se lo llevaron a enterrar
al portal del ayuntamiento, hasta que los concejales dijeron lo mismo que habían
dicho los curas y, por buenas componendas, lo dejaron en donde ahora está, para
que nadie protestara.
El maestro barbero sigue enjabonando la cara del caminante sin meter la lengua
en el paladar.
―Y me figuro que usted conocerá la historia de don Carlos, el desgraciado
príncipe de Viana…
―Algo de eso oí contar ―responde el viajero―, que con la navaja rozándole el
gaznate, no se atreve a llevarle la contraria a nadie.
El andariego, que lucía una barba de cuatro jornadas, en cuanto que se tomó un
cafelito con hielo en el primer bar respetable con que se encontró, se pasó a la
barbería del maestro Ezequiel, allí, en el soportal, para que le quitasen aquellas
lanas y le dieran masaje de olor. El maestro barbero, con poco tajo y muchas ganas
de pegar la hebra, se lió a contar las muchas historias que se sabía de su pueblo
y, jabón va y navaja viene, fue dejando al andariego más bonito que un San Luis.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Y, en el siglo xii, el rey don Sancho de Navarra fundó esta ilustre ciudad. El rey
don Teobaldo aumentó los privilegios y las libertades de sus naturales, cosa que
también hicieron el rey Enrique, el castellano, y la reina doña Blanca, y, más tarde,
la reina Juana, la de los cabellos de oro. Mucha gente noble hizo solar en Viana,
mucha gente de esa que sale en los libros y, de esta manera, Viana prosperó y fue
cuna de reyes y sede de sus consejos.
Cuando al andariego le dejaron levantarse del sillón, descansó un poco y pidió
permiso para cambiarse de camisa en donde buenamente se lo permitieran y no
escandalizase al personal mostrando sus desnudeces. Como su escucha y buen
conformar habían caído bien al maestro Ezequiel:
―Éntrate en el corral. Ahí tengo un buen pilón en el que te puedes chapuzar sin pena.
El caminante, bien afeitadito, bien fregoteado, con la muda limpia y enterado de
que el rey don Enrique IV, el Calumniado, ocupó Viana; de que el caballero don
Ortuño de Toledo taló, por afán de guerras, nueve mil peonadas de viñas y frutales
en los términos de su jurisdicción; de que perdida la ciudad por los castellanos
pasó a manos de los navarros hasta que la volvieron a perder y de que el general
carlista don Tomás de Zumalacárregui la tomó al asalto para saquearla y, a renglón
seguido, abandonarla a su dolor, se echa a la calle con la cabeza como un bombo
de tanto acopio de noticias históricas. Como no sabe para dónde tirar y, además, le
da lo mismo un sitio que otro, anda según lo hace el viento que viene de poniente.
La plaza mayor de Viana es un cacho de plaza, se mire como se mire, tanto que casi
pierde su hermosura, la que le ponen las casas hidalgas y los viejos palacios que la
rodean. En esta plaza se celebraron luminarias, justas y torneos caballerescos, los
paladines se zurraban la badana en tan anchuroso lugar. Ahora cuando llega el día
de Santiago, se celebran medianejas corridas de novillos toros y, en todo tiempo, el
paseo dominguero de la población. El andariego contempla la plaza de Viana y, aun-
que le gusta, se aburre un poco y se va de allí en dirección contraria a la que le trajo.
La princesa doña Leonor era rubia y tenía el alma bondadosa, un confesor de la
orden dominicana y dos lebreles que eran una preciosidad. Así se ve en los códices
de su época. De dineros no andaba muy bien, que tantas guerras sostenidas sin
lucro ni esperanza acaban con los haberes más saneados. Pero a falta de doblas y
carlinas, pudo conceder mercado franco a Viana, los miércoles, además del que ya
gozaba los lunes. Los cuarenta y tantos judíos que entonces formaban la aljama de

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

la ciudad abrían tienda en el ruedo de esta plaza. Entre ellos estaba Isaac de Peñafiel,
que comerciaba con brocateles y cristales venecianos y era hombre piadoso en las
relaciones con su Dios, caritativo con las gentes de su credo y honesto en sus tratos
con los gentiles. Isaac de Peñafiel vivió hasta cerca de los noventa años y bien pudo
ser uno de aquellos siete justos de que habla la leyenda talmúdica.

La calle que lleva hasta el barrio de San Pedro, el Viejo, en el otro pico del pueblo,
es una calle preciosa, que el andariego pasea encantado por sus estrechuras, sus
aleros exageradamente saledizos, sus balconajes corridos, la piedra ennegrecida
de las fachadas, las flores de sus ventanos, la paz que allí se respira y la dedada de
miel que el sol poniente deja en los cristales y en los canalones. Poca o ninguna
gente se mueve por la calle y, andando andando, se llega en un espacio a lo que,
tal vez, fuera patio de armas del castillo que ya no se ve por ninguna parte, aunque
tampoco hace mucha falta, ya que quien hasta aquí se llega tiene bastante con
acodarse en la barbacanilla que se abre sobre el campo riojano y entusiasmarse
con la belleza del paisaje que desde ella se enseña. Sobre la plaza de armas, si es
que esto fuera tal cosa, la torre rajada de la iglesia de San Pedro muestra su rosetón
ojival y corona su frente sin campanas con un bando de palomas alegradoras.

La luz se está volviendo azul y el andariego se da la vuelta por otra calle que se le
abrió. Yendo por ella advierte, a su derecha, las ruinas de la iglesia de San Pedro
que se le presentan como unas ruinas muy poco ruinosas. Alguien, acaso el ar-
quitecto municipal, que tuvo el gusto de salvar todo lo que se pudiera, convirtió
las naves de la iglesia caída en un paseo dulce y recoleto, sombrío y evocador;
taló las columnas a conveniente altura, las transformó en asientos, puso unas
hiedras de adorno, arregló un par de hornacinas, respetó ventanas y parteluces y
el resultado fue este recinto recogido, amable, suntuoso y casi monacal en donde
cualquiera puede sentirse fresquito en el verano y pasarse allí las horas leyendo
una novela policíaca.

Una señorita tirando a monilla, aproximadamente de la misma quinta del ando-


rrero y con zapato de tacón, se conoce que también ha pensado en lo de la novela
y aprovecha las últimas luces de la tarde para tragarse el libro cuyo título procura
leer, sin conseguirlo, el andariego que frente a la señorita se sentó.

La verdad es que la luz morosa de la tarde, el recinto conventual, los manteles


de hiedra sobre las columnas truncadas, la manera de ser del andariego y una

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muchacha solitaria leyendo un libro forman una estampa tan romántica, que el
viajero se pone a figurar que la muchachita estará triste, malherida de ausencias
amorosas y, esta tarde, antes de venir aquí habrá escrito una larga carta y soñado
al novio lejano. Después, cuando asomen las estrellas, buscará la más alta, la más
brillante y, en silencio, le rezará la oración de los enamorados melancólicos.

El andorrero piensa e imagina cuanto lleva dicho, tal vez lo adorne un poco más
de lo que ahora dice, pero mientras tanto y para no perderse lo que se le está ofre-
ciendo, deja enredar su mirada en la espuma insinuante de las puntillas que asoman
bajo la falda de la muchacha.

―¿Qué leche miras con esa cara de bobo?

―El libro que estás leyendo.

―¿Nada más?

―Nada más. ¿Qué quieres que mire?

La señorita alarga el libro y el andariego lee, medio espantado, una cosa que en
extranjero, viene a decir, así como « The Atomics Weapond´s ».

―¡Qué lecturas!

―¿Pasa algo?

―No. Nada. No pasa nada. Lo que pasa es que yo me había figurado que estabas
leyendo un libro de versos ―el andorrero trata de pegar la conversación―. A mí
es que los versos me gustan mucho. ¿Sabes? Mira, te voy a decir unos muy bonitos
que me sé de memoria… «Habiéndome robado el albedrío un amor tan infausto
como el mío…»

―Toma, corta el rollo.

Y la muchacha saca del bolso un paquete de «Ducados» que le acerca al andorrero.

―Bueno, hija, como tú quieras, pero los versos son muy bonitos… ¿Tú de qué vas?

―De profesora de Física y Química, en Pamplona.

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―¿Y te cepillas a muchos?

―Ahora no. Ahora estoy de vacaciones. ¿Tomamos un vino?

―Lo que se diga…

Cuando la muchacha se quita las gafas y se levanta, el andariego ve, con cierto
disgusto, que la chavala le saca más de la cabeza. No es que las chicas altas no
le caigan bien, al andorrero le caen bien todas las chavalas, sean cuales sean sus
alzadas y pelajes, pero para así, para ligar con ellas, las prefiere de menor cuantía,
más manejables y piensa que como este cacho de chavala se le desmande no va a
haber cristiano que la vuelva al redil. El hombre echa a andar al lado de la moza y,
mirando para arriba, sale a los atrases del pueblo.

―¿Dónde nos tomamos el vino?

―Igual en Oyón, que aquí la gente es muy parladora. El coche lo tengo aparcado
ahí, más allá.

La mozancona arranca su «seiscientos» a bocados, suelta un par de pecados y luego,


por mano contraria y a toda pastilla, sale pegando tirones por la cuesta de Viana.
Se le cala el coche, lo arranca en tercera, se echa encima de unas pacíficas mulas
que jadean buscando la querencia de la cuadra, el coche da un volantazo que casi
lo escora en la cuneta, lo endereza de nuevo y hace una maniobra tan temeraria
que le pondría los pelos de punta al yelmo de Mambrino.

―¿Tú estás segura de que tienes carné de conducir?

―¡Qué chorradas se te ocurren!

El andariego no replica. El andariego va tan acojonadete con la envergadura de la


moza y su forma tan descarada de conducir un coche que no se atreve a decir ni
mus. Esto de darse, así como así, con una chavalona que suelta tacos, fuma negro
y explica física y química nunca entró en las cuentas del caminante que ahora, no
sabe cómo reaccionar. La conductora sigue pisando el acelerador, se salta un par
de prohibiciones circulatorias, suelta el volante para encender un cigarro y entra
en el empalme que lleva a Oyón patinando sobre dos ruedas.

―¿Por qué no llevas más calma?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―¡Vaya un tío cagón!


El andorrero prefiere callarse. La chavala que le ha caído en suerte le está poniendo
nervioso con tantas palabrotas y tantas velocidades. El andariego, que para eso
del trato con las chavalas siempre se las dio de trovador galaico portugués, no se
acomoda con lo que se le vino encima. Con lo bonito que sería ponerse lírico con
una chica tan mona, pero, por si fuera poco, el frenazo que pega el «seiscientos»
al llegar a la puerta del cafetín que se busca echa al caminante con la boca contra
el parabrisas.
―Aquí pagamos a medias ―ordena la zagala―. Y no te me pongas machista que
a mí no me va.
―Bueno, hija, como tú quieras, que yo, para eso de pagar, no tengo mayores prejuicios.
El barecillo en donde se meten está oscurito y acogedor. Sólo hay un camarero y
una pareja que se mete mano en un rincón. El viajero y la licenciada en ciencias
físicas se instalan en lo más apartado y piden una botellita de tintorro con unos
tacos de jamón que desaparecen en un dos por tres. A la segunda botella y al cho-
rizo que la acompaña le pasa lo mismo y, nada más servirles la tercera, la moza se
arrima al caminante.
―Venga, haz algo.
―Como no te agaches…
La muchacha se agachó, que lo estaba deseando, y a partir de entonces el andorrero
estuvo tan ocupado que perdió las cuentas del jamón que se comió y del vino que
se metió en el cuerpo. La licenciada en ciencias era así de exigente y casi tan fogosa
como una doncella de cantar de amigo.
―Sigue, hombre…
―Déjame respirar…
A eso de la media madrugada y con unas cuantas botellas repartidas entrambos
estómagos, aunque el andariego podría jurar que la moza bebió el doble que él, el
camarero empezó a decir que ya iba siendo hora de cerrar y que, para hacer lo que
estaban haciendo, que se fueran a la calle que estaba muy sola.
―Vámonos a Viana.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―No, hija, yo me quedo aquí. Vete tú si quieres. No es por nada, pero tú llevas
mucho vino en el tiesto, la noche está muy oscura y a mí no me gusta cómo te
enseñaron a conducir.
La zagala, que está, que no se tiene, se revuelve, agarra al viajero de la pechera y le grita:
―¡Tú te vienes conmigo!
―¡Y una poca leche…!
La moza, con el decir, agarra un cabreo de campanario, suelta un puñado de
palabrotas y le pega al andariego una bofetada de cuello vuelto que lo estampa
contra la pared.
―¡Su padre! ¡Y qué manera de señalar!
Luego, cegarruta perdida pues ni se pone los lentes, se mete en el «seiscientos» a
puñados, lo arranca a su modo y manera, le pega un rasponazo a la primera esquina
y sale arreando carretera adelante sin acordarse de encender las luces.

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DONDE EL ANDORRERO SE
PASEA POR LOGROÑO ANTES
DE VOLVER A MADRID

PASÓ LO POCO QUE LE QUEDABA a la noche y, al ratillo de clarear, pasó por


allí el señor cura de Oyón, pero como el reverendo anda un poco mal de la vista y,
además, los curas de ahora son menos meticones que los de antes, no se fijó mucho
en el bulto que hacia el andorrero sobre el banzo de la cochera donde se quedó
después de la batalla. Más tarde pasó el practicante que, con la prisa que siempre
lleva el fulano, tampoco se percató del bulto y allí se hubiera quedado el caminante
si no llega a ser por una buena mujer que, hechas las camas y barrida su puerta cruzó
buscando una tienda abierta en la que apañarse el pan del desayuno.
―Oiga usted, buen hombre. ¿Es que se ha puesto usted malo?
―¿Cómo dice?
El andariego abrió un poco los ojos que tenía como magnolias, se palpó el carrillo
en donde le estamparon el bofetón, se desentumeció las carnes frías por el relente
de la madrugada y medio incorporándose del escalón en donde pasó el rato se
disculpó con sus mejores maneras:
―Pues no, señora, pasarme no me pasa nada, que a Dios gracias tengo una salud
capaz de aguantar los mayores estropicios. Lo que pasa es que me había recostado
aquí para descansar una miaja.
―Pues ya podía haber buscado sitio más blando.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

La señora, calmada su conciencia, se va a lo suyo y el andariego abre una boca de a


cuarta, se estira todo lo que da de sí, se arranca de la incomodidad de su lecho y se
acerca al pilón que hay en una esquina. Mete la cabeza en el agua, la deja escurrir y
se seca con la boina. La mojadura le favorece y, algo más conforme con su cuerpo
y con el mundo que le rodea, busca lugar apropiado en donde cambiarles el agua
a las aceitunas y donde, puestos a pedir, tomar ese café que ya viene necesitando.
―Y mejor si son dos.
El andariego entra en el chiringuito en donde estuvo anoche con la licenciada en
ciencias físicas y, medio derrumbado sobre el mostrador, pide al camarero lo que
le apetece.
―Vaya un verde que te pegaste anoche con la Paqui…
―¿La conoces?
―Sí. Viene mucho por aquí. En cuanto que pesca a un tío, para acá se lo trae,
se forran de vino y lo que caiga y después acaban según y conforme. ¿Cómo
acabasteis anoche?
―A guantazos.
―Sí. Eso es lo más corriente. La Paqui tiene muy mala bebida…
El caminante se toma sus dos o tres cafés en tanto que el camarero le da conver-
sación, noticias de la Paqui y le deja que se recueste en uno de aquellos cómodos
divanes que otras horas conocieron. Cuando el viajero prende el primer cigarrillo
de la mañana, siente cómo se apersona, aunque todavía se resiente de la galleta
que le atizaron anoche.
El caminante tiene poco que contar de Oyón, su cansancio no le dejó moverse
por aquellas calles ni conocer a aquellas gentes. Supone que, como en todos estos
pueblos, los navarros, castellanos y aragoneses se tirarían los trastos a la cabeza
hasta que don Enrique IV, el Liberal, acabó llevándose el gato al agua y el dominio
de aquellas andurrias. Los carlistas y los liberales también anduvieron a la greña por
estos pagos. Oyón tiene unas estupendas bodegas, amplia tierra de secano, alguna
huerta chiquita y una iglesia grande y bien compuesta. En cuanto a su vino…
―Sí, ya lo sé. El vino de Oyón es el mejor de toda La Rioja.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Es que hay que decirlo que tú no sabes lo dura que se ha puesto la competencia.
En Labraza, que es pueblito cercano a Oyón, hay un retablo precioso en la iglesia
parroquial. En Moreda de Álava, también cercano, como es pobladura más chica,
no tienen un retablo de tanto merecer.
―¿Y en Barriobusto?
―En Barriobusto, no sé. A Barriobusto no he subido nunca pues la carretera es
muy mala y yo tengo el «seiscientos» muy mal calzado.
El andariego que, poco a poco se fue dejando escurrir sobre el diván, acaba
tumbándose sin disimulos, se traspone una miaja y sueña que está en pelota viva,
amarrado a un árbol y rodeado de quince o veinte licenciadas en ciencias físicas
que se lo están jugando a los chinos. Cuando ve que la favorecida en el sorteo ha
sido la Paqui que le cayó anoche, se pega tal susto que se despierta con la boca
seca y empapado de sudor.
―Dame otro café, que no sé qué me pasa…
De Oyón a Logroño hay una legua mal contada y toda ella cuesta abajo. En Lo-
groño, piensa el viajero, puede agarrarse un tren o tomar algún autobús y bajarse
a los Madriles. El andorrero cuenta los cuartos que le quedan y ve que son más
de los que se esperaba.
―¿Quién pagó anoche?
―La Paqui. La Paqui será más bestia que un arado, pero chulearse nunca se
chulea a nadie.
El reloj de pesas que se luce en un rincón del cafetín señala un poco menos de
las diez. Buena hora para echarse al camino. En Oyón, que está en un hoyo y sin
nada que lo cobije, el sol se cae a pedazos sobre el caserío, sobre las calles y los
pocos cristianos que por ellas se mueven. Un camión cargado de gaseosas y sifones
descarga su mercancía a las puertas del bar; un motorista tocado con un casco de
marciano pintado de azul eléctrico entra en el chiringuito para refrescarse; unos
chavales juegan junto al pilón; una zagalilla veinteañera pasa como una maravilla,
como una estrella fugaz, como un don del cielo. Oyón, aunque chico, crecerá. El
andariego piensa que, entre lo animoso que es su paisanaje y la situación geográfica

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

que le tocó al pueblo, Oyón va a pegar un estirón que le acabará estropeando sus
tranquilidades. El caminante, cuando va por estos pensamientos, ya se mueve
por la carretera, bajo la sombrilla de los árboles que en ella se levantan. Un peón
caminero, tocado con boina roja, limpia la greñura de las cunetas.
―Buenos días.
―Vaya usted con Dios.
El caminante está cansado y eso que no ha hecho más que empezar la jornada;
noches y beborreos como los que ayer se le presentaron ya no son para él. El ando-
rrero no es que esté para sopicas y buen vino, pero tampoco está para demasiados
desenfrenos. Cantan las chicharras, no se mueve pelo de aire y, en el empalme de la
carretera que va de Logroño a Pamplona, los motoristas de la benemérita procuran
que ningún automovilista con prisas se despiste y se brinque la señal de «ceda el
paso» que allí colocó el ministerio correspondiente. Como el caminante va a su
paso y por la cuneta de la izquierda, según las instrucciones en uso, los motoristas
de la guardia civil no le dicen nada, ni siquiera reparan en él.
Se ha espesado la arboleda y la cuesta abajo se ha pronunciado un poco más. La casi-
lla de los peones camineros se queda a la derecha y, traspasada la última de las curvas,
se ven, allá abajo, las casas altas de la capital que casi ocultan las torres de Logroño.
El andariego cruza El Ebro por el puente de piedra. Aguas arriba está el puente
de hierro. Logroño, como Zamora, como Palencia, como cualquier ciudad que se
tenga en algo, tiene un puente de piedra blanca, el más viejo, y un puente de hierro
que se tendió en los finales del siglo pasado. El río baja con menos aguas de las
que acostumbra, pero claras, musicales, un tanto domésticas. El Ebro cuando pasa
por los pueblos, se presenta como río bien educado. Lástima que en sus orillas
no canten las lavanderas, ni se tiña con el añil del azulete ni se blanquee con las
sábanas puestas a secar.
―Con esto de las lavadoras automáticas…
―Sí, señor. Las cosas del progreso y la sociedad de consumo…
El andariego dobla, junto a las paredes del hospital civil, por la avenida de Navarra,
sube hasta el Muro, traspasa la glorieta y por una calle cuyo nombre no se sabe se
llega al paseo del Espolón, que es en donde han puesto una estatua ecuestre del

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

general Espartero. El caballo que don Baldomero monta en Logroño los tiene
más chicos que el que cabalga en la esquina de la calle de Velázquez, en Madrid,
pero eso no quita para que la estatua tenga un buen parecer y adorne lo suyo en
el paseo del Espolón.
El viajero, en un puestecillo que se encontró, se compró el periódico provincial,
«La Nueva Rioja»”, y se entera de lo que ponen esta noche en el Teatro Bretón,
de lo que ofrece la corsetería de «La Sirena» y de los resultados de los partidos
de fútbol de tercera regional. Ve que tampoco se dice nada de ningún accidente
que hubiera podido haber habido esta noche en la carretera de Viana. Se conoce
que la Paquita está muy hecha a conducir, trompa perdida, por estos andurriales.
―No te preocupes, que a esa no hay rayo que la parta.
―Es que, aunque tú no te lo creas, le he cogido un poco de cariño…
El paseo del Espolón logroñés es un paseo que está muy bien puesto y tirando
a grande. Tiene de todo, arbolillos, bancos, flores, kiosco de refrescos, palomas,
jubilados, guardias municipales y chachas y mamás que sacaron a sus críos a la
intemperie para que se desfogaran un poco. Mientras los guardias municipales
miran de poner alguna multa a los coches mal aparcados, los jubilados meditan y
rememoran los buenos tiempos que nunca volverán y, mientras las palomas ensu-
cian la chaqueta de algún paseante desprevenido, los niños se rebozan en la tierra
de los jardincillos, se hacen pipí en los pantalones, se atragantan con los chupachús
y se ponen hechos tal basura que malditas las ganas que dan de contemplarlos. El
caminante, cuando acaba con el periódico, se larga del Espolón, pues aunque las
criaditas y las mamás bien merecen alguna miradilla no tiene interés en torrarse al
sol. Por una de aquellas calles pasa junto al mercado y llega a un sitio que le llaman
Portales cuando el reloj del Ayuntamiento, con todo su lujo de campanillas, da las
doce, buena hora para tomarse un blanco.
En Portales, zona comercial en la que hay hasta una librería, y frente a la plaza de
la Redonda, el viajero se sienta a una de las mesas que sacaron al soportal los del
bar de Los Leones, pide un blanco con unas aceitunillas rellenas y mira hacia la
iglesia que frente a él se levanta.
Dicen que esta iglesia es la catedral de Logroño, cosa que no es del todo verdad ya
que Logroño no tiene catedral; su diócesis se la reparten entre Calahorra y Santo
Domingo de la Calzada. El viajero no puede contar nada de Calahorra porque la

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

única vez que pasó por allí era más noche que un ramal. En Santo Domingo de
la Calzada, aparte de la gallina de la leyenda milagrera y del puente que el santo
tendió sobre el río Oja, hay una tasca para camioneros de buen diente y gentes del
común que no anden mal de apetito, en donde el andariego se comió, la vez que
allí estuvo, tres platos de pochas con rabo de toro que recordará mientras viva.
El andorrero, que ya miró bastante la iglesia de la Redonda, se entretiene fisgando a
la gente de su alrededor. En la mesa que tiene al lado, un señor, vestido de blanco,
desde los zapatos al sombrero, toma un vermú con anchoas y dispone de una cara
de aburrimiento que tira para atrás. En otra mesa, otro señor, más bien de oscuro,
lee «La Estafeta Literaria»” y toma café. En la mesa de más allá, una señora enseña
lo que la honestidad le permite y deja ver su vestido de colores estampados, bebe
un cubalibre y le pega cada chupada al cigarrillo rubio que el humo le llega a los
pies. Más allá, un cura lee el breviario y más allá, dos tipos gordos y coloradetes
se inflan de cerveza con langostinos y rugen de satisfacción y alegría cada vez que
pasa por la acera una chavala. Los tipos gordos son dos agricultores de Nájera que
vinieron a la Capital para comprarse un tractor de segunda mano y, ahora, celebran
el alboroque. El cura es paisano de don Manuel Bretón de los Herreros. La señora
está casada con el apoderado de un banco y espera a que su marido salga de tra-
bajar para ir a darse un chapuzón en la piscina. El que lee «La Estafeta Literaria»
es un poeta social, que vive en Zaragoza, pero que está de paso por Logroño para
recoger el premio que le han dado en unos juegos florales. El señor de blanco es un
pensionista de la administración local que no es que esté aburrido, sino que la cara
se le puso así después de los muchos años que se pasó en el negociado municipal
de cuentas corrientes y contribuciones del ayuntamiento de Navarrete.
Pasa una chavala que está como un tren y los rugidos de los hermanos najerinos
alcanzan una cota inaguantable.
El andariego, cuando acaba con su vasito, le pregunta al camarero que dónde se
puede comer por lo barato y, cuando se lo indican, se va para esa tasca que está
en la calle que baja buscando la orilla del río, a mano derecha. Una tasca limpia y
penumbrosa en donde el andariego se embodegó una ración de cabrito asado que
le dejó más satisfecho que a un príncipe de sangre en una ciudad sometida. Cuando
acabó y para dejar la mesa libre, se fue, despacito y por la sombra, en busca de
la Gran Vía, donde se metió en una cafetería muy elegante, con muchos espejos,
buenos sillones y bien refrigerada.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Deme un café doble con hielo.


―Eso es lo mejor para estas horas.
El andorrero no desentonaba mucho en la tal cafetería, pues todavía, le duraba el
afeitado de ayer y el macuto se lo había dejado en el bar de Los Leones, al cama-
rero viejo, que es un tío muy servicial, simpático y dispuesto a hacer un favor al
primero que se presente.
―Para eso estamos. ¿Verdad, usted?
―Sí, señor, para eso estamos. Y si todo el mundo hiciera lo mismo, mejor nos
marcharían las cosas.
―Y no se habría inventado lo de la atómica.
En la cafetería donde sestea el andariego no hay casi nadie a estas horas. Solo un
señor que lee el «Ya» y, de vez en cuando, echa sus cuentas en una libretilla, y otro
más joven que lee el «Marca». Parte de los capitalinos estarán durmiendo la siesta
y los otros, en su mayoría, andarán por esas oficinas, comercios y talleres doblando
los riñones como unos desgraciados que ya consumieron o no disfrutaron todavía
sus vacaciones estivales. El viajero compadece a estos honrados trabajadores y
piensa, con la natural alegría, que él, hasta los finales de mes, no tendrá que dar el
callo. Esto de las vacaciones, piensa el andorrero, es un buen asunto; lo malo es
que a quien las descubrió se le quedó un poquillo corto el invento. Según ha dicho
la radio local, los termómetros de Logroño están en la raya de los treinta y cinco.
―Pues en Madrid están rondando los cuarenta.
―Para eso es la capital de España…
En Logroño hay muchas iglesias, tantas que ahora no se van a mentar. El viajero
cree que, en Logroño, al igual que en Vitoria, lo mismo que en casi todas las partes
del mundo, sólo las tabernas le echan la pata a las iglesias. El viajero no piensa
visitar las iglesias de Logroño porque la única que le gusta es la de Nuestra Señora
del Palacio, con esa torrecilla piramidal que la hace tan pizpireta como a una dama
del medievo la hacía su tocado de capirote. La iglesia de Nuestra Señora del Palacio
es una iglesita de transición románico ojival que estaría muchísimo mejor si le
quitaran tanto trasto y tanto santirulico como tiene por dentro.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Hombre, no sea usted iconoclasta. En las iglesias tiene que haber santos.
―Vale. Pero con dos o tres ya tendría bastante.
Cuando el sol está buscando los cerros de la sierra de la Demanda y el calor se
hace más pasadero, el caminante, que ya estaba hasta la coronilla de aburrirse en la
cafetería de los espejos, en la que no entró ni una chavala de cierto merecer, sale a
la calle, a darse una vuelta, y mirar un par de escaparates de librerías, aunque no se
compra nada. Eso de comprarse libros es manía peligrosa que hay que tomar con
calma, pues enseguida te aficionas y puedes acabar como don Quijote.
―Y pensar que la mejor novela del mundo se escribió en contra de los lectores
de novelas…
―Y el tren se inventó para los que no se querían mover…
Para corroborar que eso de las bellas letras es cosa peliaguda que debía de estar más
controlada de lo que está, el paseante, que anda distraidillo con sus pensamientos,
se arrea un tarantantán en la entrepierna que lo pone en un chillo, al tropezarse
con esa lápida que los ediles logroñeses colocaron en medio de la calle, para mayor
honor de don Francisco López de Zárate y en la que se copia ese soneto a la rosa
que destrozó el arado y que, al andariego, no por el golpe que se acaba de dar, sino
desde siempre, le parece más cursi que un repollo con lazo. El don Francisco fue
amiguete de don Rodrigo Calderón y vestía de forma tan atildada que le venían a
decir el Caballero de la Rosa. El don Francisco fue uno de los pocos poetas que
vinieron al mundo en estos rodales riojanos.
―Pues en Logroño también nació Pepe Blanco.
―Y Porrinas de Badajoz nació en Castuera.
―¿Es que a usted no le gusta Pepe Blanco?
―Mire, amigo, vamos a dejarnos de coñas. A un servidor, quien de verdad, de
verdad le gusta un rato largo es Brigitte Bardot.
―Hombre, es que esa le gusta a cualquiera…
Por la calle arriba y meneando las sayas con un aire que ya, ya, vienen dos mocitas
marchosas y veinteañeras, con sus vestidillos blancos de manga corta y con sus

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

zapatitos de medio tacón que, no es por nada, pero que se podrían echar a la re-
pelea con la citada Brigitte.

―¿Las dos de golpe?

―O de una en una, no se vaya usted a creer. Que las chavalas de Logroño son
muchas chavalas.

―Como las de todas partes.

―Sí. Eso también es verdad…

El andorrero que, con sus paseos, está volviendo a tener sed y ganas de quitársela,
se pone a la búsqueda del barrio del vino, aunque, en Logroño, eso de buscar el ba-
rrio del vino, más bien suena a redundancia, pues toda la ciudad es barrio del vino.

El andorrero, por lo que en su día oyera contar a un fraile del Real Monasterio
de Santa María de Nájera, que el fulano sabía más historias que don Ramón
Menéndez Pidal, podría repetir que a Logroño, sólo que con otro nombre más
enrevesado, lo fundaron los celtíberos y que el emperador Octavio César Augusto,
al ocuparla, la engrandeció, muy agradecido por las carretadas de trigo que de
aquí se llevaba para su pueblo. El rey Leovigildo, cuando anduvo en guerras y
degollinas con su hijo Hermenegildo, la arrasó y pasó a cuchillo a sus infelices
moradores y que, aunque Recaredo la mandó reedificar, poco pudo hacer para
volver a la vida a los degollados.

Cuando los sarracenos acudieron a estas tierras, volvieron a destruir la ciudad a la


que repoblaron, tiempos después, don García y doña Urraca, y así se fue tirando
hasta que don Sancho, el sabio rey de Navarra, le concedió fuero y mesa del rey,
lo que no le impidió que después anduviera trapicheando con el dominio de la
ciudad, tratando de engaliar a don Pedro I y a don Enrique II cuando estos medio
hermanos y según su costumbre, andaban a la greña disputándose la corona. Para
evitar tantos líos, tanto pasar de unas manos a otras, los logroñeses se pusieron
bajo la tutela de su santidad el papa Gregorio XI, quien como estaba tan lejos y
atendiendo a las paces de Francia con Inglaterra, poco pudo proteger y poco pudo
hacer cuando a don Enrique IV, el Liberal, se le hincharon las narices y sometió,
por las bravas, la ciudad bajo la corona de Castilla.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

Después vino el follón de don Felipe V y el Archiduque don Carlos que también
molestaron bastante…
―Bueno. Por favor, vamos a dejarlo para otro día, que esto de tanta pelea y tanta
bulla me está poniendo de mal café.
―Pues es una lástima, porque ahora y con su permiso, le iba a decir lo que fray
Casto de San Prudencio, natural de este pueblo y capellán que fue del Alto Tribunal
Apostólico y Real de la Gracia del Excusado, escribiera sobre el asalto y saqueo que
Logroño sufriera bajo las tropas del cabecilla Iturralde, cuando lo de los carlistas,
que es cosa que tiene mucha miga. Y también que el general Espartero…
―Por cierto… ¿Qué pintaba por aquí el general Espartero que hasta le han puesto
una estatua?
―Nada. Pero su señora era de aquí y, cuando el hombre se jubiló, para acá se lo
trajo, que siempre se ha dicho eso de que más atan trenzas de dama que maroma
de remolcador.
―No sea usted cursi. Lo que siempre se ha dicho es que más tiran tetas que carretas…
―Pero a mí me gusta decirlo más finamente.
―Vale. ¿Y qué me estaba usted diciendo de Logroño y del vino?
―Pues eso, que a Logroño bien se le podría decir emporio del vino.
―¿No quedaría mejor la Jerusalén del aficionado?
―Pues no, señor, no quedaría mal, pero yo me pienso que mejor es no excederse
en la metáfora.
El barrio logroñés del vino, prescindiendo de algunos enclaves y otras demarcaciones
que se encuentran escaqueadas por la ciudad, podría decirse que se establece entre
el Espolón y Portales, por las callecitas del Peso y de San Juan. Allí tienen su sede
las tabernas más antiguas de la pobladura, los puestos especializados en los vinos
que llegan desde Fuenmayor, Ceniceros, Navarrete o Baños, por sólo nombrar los
provinciales, aunque no falten los que llegan de las viñas alavesas y algunos de las
navarras. Por aquellos rincones también se encuentra alguna pastelería y alguna
tiendecilla de ultramarinos de esas que se aroman con los olores del queso, el cho-
rizo y las especias. Pero, vamos, de lo que más se encuentra por aquellas calles son

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

las tabernas, tascas, borracherías, bodegas y cosas por el estilo. Cualquiera puede
entrar en el establecimiento que le de la gana ―que el andariego no recomienda ni
deja de recomendar alguno en particular―, lo difícil es salir de ellos, porque quién
es el guapo que deja la gloria a gusto. Los industriales que regentan aquellos santos
lugares sirven un vino moro y apetente, sin mezclas de químicas ni de leches, pues
la gente riojana sabe beber y sabe lo que bebe y no es cosa de jugarse la bien ganada
clientela por chorreón de agua de más o de menos.

―Sí, señor. Así se habla y ojalá que esto que usted dice de los taberneros de Logro-
ño se lo aprendiesen los de otros lugares de más renombre y campanillas, pero de
menos conciencia profesional.

―Ya lo creo que sí, que los ejemplos abundan.

―Ya ve usted, yo, el mes pasado, que tuve que ir a Madrid a arreglar los papeles del
chico que se quiere ir de voluntario a la «mili», me metí a tomar una copichuela,
con mi señora, en un sitio de esos que más vale no nombrar y me sentó como una
patada en el amor propio aquel peleón que me sirvieron capaz de desprestigiar al
chiringuito más lúcido que se presente.

―Sí, señor. Que con esos brebajes se desprestigia toda la industria nacional.

―Y los valores patrios y el concilio de Trento y los Reyes Católicos y la conquista


de América y hasta al mismísimo don Isaac Peral que, como todo el mundo sabe,
fue el que se inventó el submarino.

El andariego no se aclara qué es lo que tendrá que ver lo que ha dicho su compañero
de mostrador con el vino de La Rioja, pero como la conversación es llevadera y el
vino no es malo, sigue con la lengua al aire:

―¿A usted no le parece que esos sitios en donde los camareros andan tan chuletas
con sus corbatillas y sus chaquetas tan blancas son así como un tanto amariconados
y poco aptos para tomarse un vino?

―Eso ya me lo tenía yo pensado. Que a mí lo que mejor me va es una tabernita ca-


llada, sin televisión ni modernidades, donde el amo esté en mangas de camisa, tutee
a los parroquianos, friegue los vasos sin muchas ceremonias y, de vez en cuando, se
suelte un buen regüeldo, como hombre que ha comido bien y tiene la conciencia

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

tranquila. A mí, esos sitios con tantos espejos, en donde te ponen servilletillas de
papel, posavasos de cartulina y palillos de los dientes redondos, me parecen cosas
de gilipollas y de personas sin fundamento que sólo piensan en aparentar.
―Tiene usted toda la razón. A mí me pasa lo mismo.
―Es que el vino compartido hermana mucho.
El andariego, en la tercera tasca donde entró, se enrolló con un paisano que decía
cosas muy bien discurridas, como se acaba de ver, quien, al cabo de dos o tres
vasos, se lo llevó a un sitio que se sabía, para que probase un vino de cosechero
que llevan desde Fuenmayor.
―Va a usted a probar el mejor vino de la Rioja.
―Ya estamos con el mismo cantar…
―Que esto no es ningún cantar, amigo. Hágame usted el favor de callar la boca y
dejarme que se lo explique. Verá usted. Todo el vino de la Rioja es bueno, porque
así lo quiere Dios. Lo que pasa es que éste que le digo no es un vino para venderlo
sin ton ni son, sino sólo para los buenos amigos del Tadeo, el cosechero que le
digo, y al que yo tengo el gusto de invitarle a usted, para que vea lo que es bueno.
¡Dios y cómo estaba el vino que les puso el Tadeo! El andariego tardó lo suyo en
reaccionar. Tontibobo se quedó nada más catarlo. Qué cuerpo, qué aroma, qué
terciopelo para el gañote. Escaso fue un rato de escaso, pues cuando quiso echarse
la tercera le pararon los pies.
―Que no, amigo, que este vino no es para eso. Este vino es para tomarlo gota a
gota, como eso de las gomas que te echan en el hospital. Talmente como cuando te
pones a morir. Éste es un vino para quedarse con las ganas, para darle las gracias al
Dios que lo crio y no probar más nada hasta el otro día. Ahora nos vamos a cenar,
cada uno a su casa, porque yo, sin avisar a la parienta, no me atrevo a convidar
a nadie, que luego me arma un cirio de los de aquí te espero. Pero siga usted mi
consejo. No cene mucho. Con un par de huevos fritos y un choricillo de orza ya
tiene bastante. Postre no tome y luego se va usted a la cama, tan ricamente, que
este vino ya le alimentó lo suyo. Y ya verá usted mañana, cuando se levante, lo bien
que sale del vientre y lo bien que le funciona la cabeza… Por cierto. ¿Usted se va
a quedar en Logroño esta noche?

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

―Me pensaba ir a Madrid.


―Pues ya, hasta la madrugada no pasa ningún tren… Bueno, mejor que no pase.
Así se acerca usted a cenar a lo de Boni, a la derecha, según se va a la estación, y
le dice que va usted de mi parte.
El andariego, cuando se orienta y mal que bien, se llegó al café de Los Leones a
recoger sus apechusques, se despidió del camarero y luego se acercó a donde le
habían mandado. En el restaurante de Boni le trataron de maravilla y no porque se
dijera que se iba de parte de su amigo Juan, el de las Pachecas, sino porque Boni
trata muy bien a todo el que pasa por su establecimiento, aunque sólo sea para
tornarse una copa. Y si no, que lo digan los dos camioneros que se sentaban a la
mesa de al lado del andariego y que se pusieron a parir con la cantidad de cosas
que les sirvieron.
Cuando los hombres de la gasolina iban a empezar con la copita y el purito de la
sobrecena, el andariego se les acercó.
―¿Van ustedes para Madrid?
―Para allá vamos. ¿Es que te quieres venir? Pues si te quieres venir, te vienes que
tu no ocupas mucho.
El caminante ni se lo pensó y, en cuanto que invitó a otra copa de anís, como es la
obligación de todo aquel que viaja de paquete, se metió en la cabina de un camio-
nazo de diez ruedas que esperaba en la calle y que iba cargado hasta los topes de no
se sabe qué. Cuando los camioneros se apretaron la cincha, comprobaron las luces
de posición, los atados de la carga y tres o cuatro cosas más, arrearon un bocinazo
por gusto, por ganas de escandalizar y salieron cortando por la carretera de Soria,
las ventanillas abiertas, las panzas repletas, los ánimos alegres y la radio a todo gas.
―Ya no paramos hasta Soria, aunque el puerto de Piqueras nos va a costar su
tiempo. ¿Tú eres de Madrid?
―No, pero vivo allí. Yo soy de Palencia.
―A mí me parece que de Madrid no es nadie a pesar de la mucha gente que hay
allí… Yo soy de Escarabajosa de Cabezas, en la provincia de Segovia y aquí, el
compañero es de Salobreña, de la provincia de Granada. Ahí donde lo ves, en
cuanto que se le calienta la boca, canta por mineras mejor que si fuera de La Unión.

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Viaje por La Rioja Alavesa Juan José Cuadros Pérez

El camión, no muy de prisa, se va tragando los kilómetros que le da la noche.


Viajar con camioneros como estos es una cosa muy tranquila, nunca llevan prisa,
se saben sus caminos y sus velocidades de crucero. Cuando hay que achucharle
al cacharro, le achuchan y, cuando hay que acortar la marcha, lo hacen de manera
muy reglamentada y no como la Paqui de la otra noche quien, cualquier día, se va
a pegar una bofetada de tres pares de narices.
―Es que, ahora, los carnetes parece como si los dieran en la catequesis…
―Eso me parece a mí…
Torrecilla en Cameros, como un alucinado decorado bajo la luz de la luna, se queda
atrás. Corre la carretera entre árboles espantados. Luego viene el relucir del embalse
de García de la Casa.
―¿Y quién era ese?
―¡Vaya usted a saber!
El pueblo de Pajares ni se nota entre sus sombras. El puerto de Piqueras, donde
el camión, a pesar de lo grandote que es, renquea un poco, parece el paisaje sin
comparación de otro planeta. Después medio se asoma el pueblecillo de Barriomartín
y, al poco rato, el camión se detiene en un bar de la carretera, a la entrada de Soria,
que está abierto toda la noche para alivio de los hombres de la gasolina.
El viajero, que se bajó con sus compañeros de viaje, para tomarse un café y a cam-
biar de postura, se fija que allí enfrente está la maravilla románica de la iglesia de
Santo Domingo, en piedra rojiza y pórtico historiado, a la que acudía don Antonio
Machado para ver a Leonor.
El camión cruza Soria, dormida y solitaria, y lamenta el no poder quedarse a fisgar lo
mucho que le gustaría ver. Eso es lo que tiene de malo el viajar a costa de los otros.
Igual le ocurre al cruzar Medinaceli, Alcolea del Pinar, Torija y su castillo,
Guadalajara…
―Bueno. A lo mejor, el año que viene me doy una vueltecilla por aquí.

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Esta obra, de Juan José Cuadros, editada ahora de manera póstuma, no
es un libro de viajes al uso y no corresponde a ningún viaje en concreto.
El autor escribió en los años 80, probablemente entre 1985 y 1987, este
texto de «realismo poetizado» basado en su experiencia y en todos sus
viajes, estancias y vivencias por tierras alavesas. Juan José, además de
incansable viajero, fue reconocido poeta y geógrafo, por lo que aúna
estas tres facetas en una admirable literatura geográfica.

GOBIERNO MINISTERIO INSTITUTO


DE ESPAÑA DE TRANSPORTES, MOVILIDAD GEOGRÁFICO
Y AGENDA URBANA NACIONAL

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