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EL CABALLERO CARMELO

Abraham Valdelomar
***
Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a calentar, vimos aparecer
desde la reja, en el fondo de la plazoleta, un jinete, en bellísimo caballo de paso, pañuelo
al cuello, que agitaba al viento; sampedrano pellón de sedosa cabellera negra y
henchida alforja, que picaba espuelas en dirección a la casa. Reconocímosle. Era el
mayor que años corridos volvía. Salimos atropelladamente, gritando –¡Roberto,
Roberto!
Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorvo y la campanilla enredábanse en las
columnas como venas en un brazo, y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se
regocijaba mi madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo, triste,
delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las habitaciones rodeado de
nosotros; fue a su cuarto, pasó al comedor, vio los objetos que se habían comprado
durante su ausencia, y llegó al jardín.
–¿Y la higuerilla? –dijo.
Buscaba entristecido aquel árbol cuya semilla sembrara él mismo antes de partir.
Reímos todos:
–¡Bajo la higuerilla estás!…
El árbol había crecido y se mecía, armoniosamente, con la brisa marina. Tocólo mi
hermano, limpió cariñosamente, las hojas que le rebozaban la caray luego volvimos al
comedor. Sobre la mesa estaba la alforja rebosante, sacaba él, uno a uno, los objetos
que traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. Qué cosas tan ricas!. Por donde
había viajado! Quesos frescos y blancos envueltos por la cintura con paja de cebada en
la quebrada de Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras; frijoles
colados en sus hermosas calabacitas, pintadas encima con un rectángulo de su propio
dulce, que indicaba la tapa, de Chincha baja; bizcochuelos de yema de huevo y harina
de papa, leves, esponjosos, amarillos y dulces, en sus cajas de papel, santitos de "piedra
de Guamaya", tallados en feria serrana; cajas de manjar blanco, tejas rellenas y una
traba de gallo con los colores blanco y rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba
diciendo, al entregárselo: –Para mamá…, para Rosa…, para Jesús…, para Héctor –
¿Y para papá? –le interrogamos cuando terminó.
–Nada
–Cómo ¿nada para papá?
Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo –¡El Carmelo!
A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo que, ya libre, estiró sus cansados
miembros, agitó las alas y cantó estentóreamente:
–¡Cocorocoooooooooo!…
–Para papá, – dijo mi hermano.
Así entró en nuestra casa el amigo íntimo de nuestra infancia ya pasada, a quien
acaeciera historia digna de relato; cuya memoria perdura aún en nuestro hogar, como
una sombra alada y triste: El Caballero Carmelo.

***
Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras nocturnas, en el frescor
del alba, en el radiante despertar del día, sentíamos los pasos de mi madre en el
comedor, preparando café para papá. Marchábase éste a la oficina. Despertaba ella a
la criada, chirriaba la puerta de la calle con sus mohosos goznes; oíase el canto de gallo,
que era contestado a intervalo por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar,
el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi madre venía a nosotros,
nos hacía rezar arrodillados en la cama, con nuestras blancas camisas de dormir; nos
vestíamos y luego al concluir nuestro tocado se anunciaba a lo lejos la voz del panadero.
Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo dulce y bueno, y hacía muchos años,
al decir de mi madre, que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calientito
y apetitoso, montado en su burro, detrás de dos "capachos" de acero repleto de toda
clase de pan: hogazas, pan fresco, pan de mantecado, rosquillas.
Mi madre recibía el que habíamos de tomar y mi hermano Jesús lo recibía en el cesto.
Marchábase el viejo, y nosotros dejando la provisión sobre la mesa del comedor cubierta
de hule brillante, íbamos a dar de comer a loa animales. Cogíamos las mazorcas de
apretados dientes, las desgranábamos en un cesto y entrábamos al corral, donde los
animales nos rodeaban. Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano y
entre ellas escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida hacían grupo
alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra, refregando su cabeza en nuestras
piernas; piaban los pollitos; timidamente ese acercaban los conejos blancos con sus
largas orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida; los patitos
recién sacados, amarillos como yema de huevo, trepaban en un panto de agua; cantaba
desde su rincón entrabado el "Carmelo", y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y
antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos, balanceándose como dueñas
gordas, hacían por lo bajo comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.
Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales, escapóse del corral el
"Pelado", un pollo sin plumas que parecía uno de aquellos jóvenes de diecisiete años,
flacos y golosos. Pero el "Pelado", a más de eso, era pendenciero y escandaloso, y
aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros comían el modesto grano, él, en
pos de mejores viandas, habíase encaramado en la mesa del comedor y rotos varias
piezas de nuestra limitada vajilla.
En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y cuando mi padre supo sus fechorías, dijo,
pausadamente:
–Nos lo comeremos el domingo.
Defendiólo mi primer hermano, Anfiloquio, su poseedor, suplicante y lloroso. Dijo que
era un gallo que haría espléndidas crías. Averiguo que había llegado el "Carmelo" todos
miraban mal al pelado; que antes era la esperanza del corral y el único que mantenía
la aristocracia de la afición y de la sangre fina.
–¿Cómo no matan – decía en defensa del gallo – a los patos, que no hacen más que
ensuciar el agua, ni al cabrito, que el otro día aplasto a un pollo; al puerco que todo lo
enloda y solo sabe comer y gritar; ni a las palomas, que traen mala suerte?…
Se adujeron razones. El cabrito era un bello animal, de suave piel, alegre, simpático e
inquieto, cuyos cuerno apenas apuntaban; además estaba comprobado que había
matado al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde pequeño. Y las
palomas con sus alas de abanico, eran la nota blanca, subíanse a la cornisa conversar
en voz baja; hacían sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche para
darlo a los polluelos.
El pobre "Pelado" estaba condenado. Mis hermanos le pidieron que se les perdonase;
pero las roturas eran valiosa y el infeliz solo tenía un abogado: mi hermano, y su señor,
de poca influencia. Viendo ya pérdida su defensa y estando su audiencia al final, pues
iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas lágrimas cayeron sobre el plato,
como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse
mi madre, acercóse al muchacho, lo besó en la frente y le dijo: – No llores; no nos lo
comeremos.

***
Esbelto, magro, musculosos y austero, su afilada cabeza roja era la de un hígado
altísimo, caballeroso, justiciero y prudente. Agallas bermejas, delgada cresta de
encendido color, ojos vivos y redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico
agudo. La cola hacia un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color carmelo
avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes que estacas musulmanes
defendían, cubiertas de escamas, parecían las de un armado caballero medieval.
Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la noticia. Había aceptado una
apuesta para la jugada de gallos de San Andrés, el 28 de Junio. No había podido
evitarlo. Le habían dicho que el "Carmelo", cuyo prestigio era mayor que el del Alcalde,
no era un gallo de raza. Molestóse mi padre. Cambiáronse frases y apuestas; y acepto.
Dentro de un mes tocaría al "Carmelo" con el "Ajiseco", de otro aficionado, famoso
gallo vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros recibimos la
noticia con profundo dolor. El "Carmelo" iría a un combate, y a luchar a muerte, cuerpo
a cuerpo, con un gallo más fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa,
había él envejecido mientras crecíamos nosotros, ¿ Por qué aquella crueldad de hacerlo
pelear?... Llegó el día terrible. Todos en casa estábamos tristes. Un hombre había
venido seis días seguidos a preparar al "Carmelo". A nosotros ya no nos permitían ni
verlo. El día 28 de julio, por la tarde, vino el preparador, y de una caja llena de
algodones sacó una media luna de acero con unas pequeñas correas; era la navaja, la
espada del soldado. El hombre la limpiaba, probándola en la uña, delante de mi padre.
A los pocos minutos, en silencio, con una calma trágica sacaron al gallo, que el hombre
cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla y mis dos hermanos
lo acompañaron.
–¡Qué crueldad! – dijo mi madre.
Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús me dijo un secreto antes de salir:
–Oye, anda junto con él…..cuídalo…..¡pobrecito!…
Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar, y yo salí precipitadamente y hube de correr
unas cuadras para poder alcanzarlos.
Llegamos a San Andrés. El pueblo está de fiesta. Banderas peruanas agitaban sobre
las casas por el día de la Patria, que allí sabían celebrar con una gran jugada de gallos,
a la que solían ir los hacendados y ricos hombres del valle. En Bentorillos, a cuya
entrada había arcos de sauces, envueltos en colgaduras, y en las cuales pendían alegres
quitasueños de cristal, vendían chicha de bonito, butifarras, pescado fresco asado en
brasas y anegado en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y
endomingado con sus mejores trajes. Los hombre de mar lucían camisetas nuevas de
horizontales franjas rojas y blancas, sombrero de junco, alpargatas y pañuelos anudados
al cuello.
Nos encaminamos a la cancha. Una frondosa higuera daba acceso al circo, bajo sus
ramas enarcadas. Mi padre, rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el
juez y a la derecha el dueño del paladín "Ajiseco". Sonó una campanilla, acomodáronse
las gentes y empezó la fiesta. Salieron por lugares opuestos dos hombres, llevaban cada
uno un gallo. Lanzaron al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas mirándose
los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno de ellos cantó. Colérico respondió
el otro echándose en medio del circo; mirándose fijamente, alargaron los cuellos,
erizadas las plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que volaron, gritos
de la muchedumbre, y a los pocos segundos de jadeante lucha cayó uno de ellos. Su
cabecita afilada y roja besó el suelo, y la voz del juez:
– Ha enterrado el pico, señores.
Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y ambos gallos, sangrando,
fueron sacados del ruedo. La primera jornada había terminado. Ahora entraba el
nuestro: "El caballero Carmelo". Un rumor de expectación vibró en el circo.
– El "Ajiseco" y el "Carmelo".
–¡Cien soles de apuesta!…
Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.
En medio de la expectación general, salieron los dos hombres, cada uno con su gallo.
Se hizo un profundo silencio y soltaron a los dos rivales. Nuestro "Carmelo", al lado del
otro, era un gallo viejo y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que
nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunció el triunfo del "Carmelo";
pero la mayoría de las apuestas favorecía al adversario. Una vez frente al enemigo, el
"Carmelo" empezó a picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en
verdad parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y alcurnia, hacía cosas tan
petulantes cuan humanas: miraba con desprecio a nuestro gallo y se paseaba como
dueño de la cancha. Endureciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron al centro y
alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin perder terreno. El "Ajiseco" dio
la primera embestida; entablose la lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular
batalla, y yo rogaba a la virgen que sacara con bien a nuestro viejo paladín.
Batíase él con todo sus aire de un experto luchador, acostumbrando a las artes azarosas
de la guerra. Cuidaba poner las patas armadas en el enemigo pecho; jamás picaba a
su adversario – que tal cosa es cobardía –, mientras que éste, bravucón y necio, todo
quería hacerlo a aletazos y golpes de fuerza, Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un
hilo de sangre corría por la pierna del "Carmelo". Estaba herido, mas parecía no darse
cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor del "Ajiseco", y las gentes
felicitaban ya al poseedor del menguado. En un nuevo encuentro, el "Carmelo" cantó,
acordóse de sus tiempos y acometió con tal furia, que desbarató al otro de un solo
impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e intensa. Por fin, una herida grave hizo
caer al "Carmelo", jadeante…
–¡Bravo!, ¡bravo el "Ajiseco"! – gritaron sus partidarios, creyendo ganada la prueba.
Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo de cánones, dijo:
–¡ Todavía no ha enterrado el pico, señores!.
En efecto, incorporóse el "Carmelo". Su enemigo, como para humillarlo, se acercó a
él, sin hacerle daño. Nació entonces, en medio del dolor de la caída, todo el coraje de
los gallos de "Cauto". Incorporado el "Carmelo", como un soldado herido, acometió de
frente y definitivo sobre su rival, con una estocada que lo dejó muerto en el sitio. Fue
entonces cuando el "Carmelo", que se desangraba, se dejó caer después que el "Ajiseco"
había enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo incesante se levantó
en la cancha. Felicitaron a mi padre por el triunfo, y, como esa era la jugada más
interesante, se retiraron del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:
–¡Viva el "Carmelo"!
Yo y mis hermanos lo recibimos y lo condujimos a casa, atravesando por la orilla del
mar el pesado camino, y soplando aguardiente bajo las alas del triunfador, que
desfallecía.

***
Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidado. Mi hermano Jesús y yo le
dábamos maíz, se lo poníamos en el pico: pero el pobrecito no podía comer ni
incorporarse. Una gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del
colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos tan decaído que nos
hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras manos, le acariciábamos, le poníamos en el
pico rojo granos de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde, y por la
ventana del cuarto donde estaba entró la luz sangrienta del crepúsculo. Acercóse a la
ventana, miró la luz, agitó súbitamente las alas y estuvo largo rato en la contemplación
del cielo. Luego abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó. Retrocedió
unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el pecho, tembló, desplomóse, estiró
sus débiles patitas escamosas y, mirándonos, mirándonos amoroso, expiró
apaciblemente.
Echamos a llorar. Fuimos a buscar a mi madre, y ya no lo vimos más. Sobria fue la
comida aquella noche. Mi madre no dijo una sola palabra, y bajo la luz amarillenta del
lamparín, todos nos mirábamos en silencio. Al día siguiente, en el alba, en la agonía
de la sombra nocturna, no se oyó su canto alegre.
Así pasó por el mundo aquél héroe ignorado, aquel amigo tan querido de nuestra niñez:
el "Caballero Carmelo", flor y nata de paladines y último vástago de aquellos gallos de
sangre y de raza cuyo prestigio unánime fue el orgullo, por muchos años, de todo el
verde y fecundo valle de Caucato.

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