Está en la página 1de 335

Han

pasado más de trescientos años desde la publicación en París, en 1697,


de la primera edición de los «Cuentos de antaño» de Charles Perrault. Sin
embargo, relatos como «Caperucita Roja», «Barba azul», «El gato con
botas» o «Pulgarcito» siguen poblando no solo la literatura y el arte, sino la
cultura popular.
Esta edición contiene los ocho cuentos en prosa de 1697, y los tres en verso
publicados tres años antes, acompañados por los mejores ilustradores de
nuestro país.
El prólogo de Gustavo Martín Garzo nos sumergirá en el simbolismo de los
personajes y temas de estos relatos, y el apéndice de Emilio Pascual nos
hará conocer mejor la vida y obra de Perrault.
Edición anotada e ilustrada por Javier Serrano, Paz Rodero, Rocío Martínez,
Ulises Wensell, Teresa Novoa, Juan Ramón Alonso, Emilio Urberuaga,
Arcadio Lobato, Ana López Escrivá, Alicia Cañas Cortázar, Asun Balzola y
Carme Solé Vendrell.

ebookelo.com - Página 2
Charles Perrault

Cuentos de Perrault
ePub r1.0
Colophonius 05.07.2018

ebookelo.com - Página 3
Título original: Griselidis, nouvelle. Avec le conte de Peau d’Asne, et celuy des Souhaits ridicules
(París, 1694). Histoires ou Contes du temps passé (París, 1697)
Charles Perrault, 1694
Traducción: Joëlle Eyheramonno y Emilio Pascual
Ilustraciones: Javier Serrano, Paz Rodero, Rocío Martínez, Ulises Wensell, Teresa Novoa, Juan Ramón
Alonso, Emilio Urberuaga, Arcadio Lobato, Ana López Escrivá, Alicia Cañas Cortázar, Asun Balzola
y Carme Solé Vendrell

Editor digital: Colophonius


ePub base r1.2

ebookelo.com - Página 4
Introducción

Pagar una prenda

L a vida del hombre cabe en unos pocos argumentos, casi todos recogidos en los
mitos. El mito de Antígona eligiendo ser enterrada con su hermano, oponiendo
ese designio sagrado a la razón misma que funda la ciudad; el de Aquiles en la isla
de Esciros cuando, mezclado con las muchachas, trata de evitar su participación en
la guerra de Troya; el mito de Dido y Eneas, y todos los mitos del olvido del héroe, a
causa del amor, de la tarea que se le asigna; el del regreso a Ítaca de Ulises, que
hace de la casa el centro del mundo; el de la visita del ángel a una muchacha de
Galilea; el del descenso al reino de la muerte: el de Orfeo, y el de todos los que
nunca serán pobres porque tienen un arte, es decir, algo de lo que los demás no
saben nada; el de Ícaro, que se enciende en su vuelo; el de Perceval abandonando su
bosque en pos de los caballeros de la Tabla Redonda, perdiendo en la corte de Rico
Rey Pescador la oportunidad de preguntar; el de Noé construyendo su arca; el mito
de Tristán e Iseo, que es la historia de todos los amantes… Y ya más próximas,
formando parte de ese mundo que hemos dado en llamar el mundo de los libros, la
historia de don Quijote, la del doctor Jekyll y mister Hyde, la del capitán Ahab, en
Moby Dick, la de la metamorfosis de Gregorio Samsa, que es una variante de la de
Bartleby, el pobre escribiente de Melville, o el mito terrible de Drácula, el hombre
que sobrevive en una noche eterna de desolación y desdicha.
Estas historias básicas componen un repertorio secreto, que de una forma más o
menos declarada todas las otras se verán obligadas a reproducir para constituirse.
Un repertorio no muy extenso que no hacemos sino reiterar una y otra vez, tanto en
las historias que contamos conscientemente, sabiendo que estamos haciendo eso,
contar una historia, como en aquellas otras que nacen de nuestra propia vida, del
movimiento que la funda y sostiene. No son demasiadas, como tampoco lo son las
que a nosotros mismos nos será dado vivir, y no tanto por un problema de falta de
tiempo, por el hecho de que la vida sea demasiado corta, sino porque tal vez el
corazón del hombre no dé para mucho más, y la posibilidad de encontrar nuevas y
verdaderas variantes no sea en él excesiva.
Aún voy más lejos, creo que todas ellas se resumen en dos. La de María
recibiendo del ángel el encargo de albergar en su vientre el cuerpo de un dios, y la de
Ícaro entregando como prenda su propio cuerpo que arde. Ambos hechos están
unidos, y de esto saben mucho los amantes, pues el cuerpo que arde, que se enciende
de amor, es el cuerpo que se entrega. Y el momento de la entrega es siempre el
momento del fiat, del hágase. Ese momento en que las palabras obran, hacen cosas

ebookelo.com - Página 5
en el cuerpo de quien las escucha.
Don Quijote es un ejemplo. Recibe un encargo semejante, y su ángel, no podía
ser de otra forma, es también un ángel de palabras. Lo recibe a través de esa forma
de oración que es para él la lectura de los libros de caballerías. Esa lectura equivale
a una oración porque su tiempo es un tiempo de espera, espera del fiat, del hágase en
mí según tu palabra. Al leer nos abrimos, nos ponemos en contacto con el reverso del
mundo, y esperamos sin duda ser fecundados. Por eso la lectura, cuando es
verdadera, es una forma de oración, tal vez la única que nos queda, y es el ámbito
donde se formulan los encargos. Don Quijote escucha el suyo una noche, y tiene que
seguir la senda de la caballería para atenderle. Se hace caballero andante, y sale al
mundo a luchar contra la injusticia. Pero ya no es un cuerpo cualquiera, es un
cuerpo, como el de María, animado por la palabra, de ahí su necesidad irredenta de
hablar (de hecho pocos héroes más parlanchines que él, hasta el punto de que se
diría que todo lo hace animado por su deseo de no dejar de hablar, y que es el hablar
mismo, el seguir encontrando cosas que decir, y a quién decírselas, su razón de ser
como caballero, de forma que al lado de esos nombres que tan merecidamente
asume, el Caballero de la Triste Figura, el Caballero de los Leones, podría haberse
llamado con más propiedad el Caballero de la Palabra). Pero también, y este es el
segundo punto imprescindible, nos entrega su cuerpo. Y en esto, nadie más ejemplar.
Pierde lanzas, escudos, yelmos, trozos de armadura, sale maltrecho y herido
infinidad de veces. Pocos personajes en la historia de la literatura han ido dejando
tras de sí un rastro semejante, hasta el punto de que casi podemos decir que no hay
aventura en la que se embarque en que no deje a sus espaldas algo de sí mismo. Es
decir, no habla por hablar. Cuando le toca hacerlo, paga una prenda. En él se
resumen las dos naturalezas: la de Orfeo, y su capacidad para acercar lo lejano y
alejar lo cercano (¿qué otra cosa supone aceptar un encargo, qué las leyes de la
caballería?), y la icárica, que consiste en ir por ahí con el cuerpo lleno de llamas (y
de la que el vuelo en el caballo Clavileño, en el castillo de los condes, da cumplida
cuenta).
Pues bien, esa es mi idea. Para que haya una de esas historias esenciales,
fundantes, tiene que haber estas dos cosas: un encargo, y una prenda que se paga. El
encargo funda el nacimiento de la historia, el pago de la prenda asegura la presencia
del corazón. Porque el corazón del hombre es esa parte de nuestro cuerpo que
ponemos en las manos de los demás. La copa que ponemos en sus labios, el trozo de
comida que damos a comer. Nuestro miembro portátil, nuestro saquito de
excursionistas. Ya lo he dicho, no creo que demos para más.
Veamos lo que pasa con uno de los cuentos más conocidos de Perrault,
Pulgarcito. Una pareja muy pobre no tiene con qué alimentar a sus hijos. El padre,
que es leñador, busca y se desespera, y por fin, incapaz de contemplar el espectáculo
terrible de los niños hambrientos, convence a su mujer para abandonarlos. Una
noche los llevan al bosque y los dejan solos en la oscuridad de la noche. Las

ebookelo.com - Página 6
imágenes a partir de entonces se suceden a un ritmo vertiginoso, hasta componer
uno de los conjuntos más emocionantes y sobrecogedores de la literatura universal,
una de esas historias básicas a que me referí al principio, que fundan nuestra vida y
protegen nuestro pensamiento. La expulsión de la casa, la pérdida en el bosque, el
encuentro con el ogro y la muerte de sus hijas, el robo de sus botas y el regreso a
casa cargado de riquezas: esta es la secuencia del cuento. Una imagen destaca
luminosa en ese conjunto imponente, la de Pulgarcito trazando a sus espaldas el
camino de las migas de pan. Antes lo ha hecho con guijarros que ha tomado de la
orilla del río, es decir, objetos que proceden del exterior, y que por lo tanto no le
pertenecen, no al menos como lo hará ese otro camino que traza dejando a sus
espaldas trocitos de pan verdadero, es decir, de una sustancia que puede servirnos de
alimento. Y esto es una diferencia esencial. Pulgarcito y sus hermanos, al seguir el
camino de guijarros, no regresarán al mismo lugar que dejaron, donde estuvo su
primer cobijo, sino a uno bien distinto. Un lugar, una casa, marcado ahora por el
hecho de la expulsión. Que no es el lugar del origen, sino el del conflicto, ese lugar
que todavía no es ese lugar intermedio, donde el hombre debe aprender a vivir con
sus semejantes, de donde parte el impulso socializador (y al que Pulgarcito y sus
hermanos solo tendrán acceso en el tercer regreso, cuando vuelvan con las botas del
ogro, y cargados de riquezas). Un lugar, en suma, en el que no podrán quedarse,
porque está marcado por la desolación y la culpa de los padres. El camino de las
migas de pan apunta a otra cosa, es el verdadero camino. Es el camino que se
interna en el corazón de los cuentos, que nos lleva al centro de nosotros mismos. Y
ese camino debe tejerse desde el interior, a ser posible con trozos de nuestro propio
cuerpo. Pulgarcito emplea migas de pan. Migas del pan que se tendrían que haber
comido, pues están hambrientos, pero que él reserva para esa ocasión. Como si en
vez de comérselo ellos, se lo dieran al bosque. Y el bosque acepta la ofrenda. Es una
imagen que no podremos olvidar. Pulgarcito se queda atrás, en la fila, y a espaldas
de todos, sin que su padre lo sepa, da de comer al bosque, privándose él mismo de lo
que más tarde habría necesitado. Paga una prenda. Y la hilera de migas de pan que
compone ese minúsculo banquete, es también una escritura, porque toda escritura,
toda palabra, es prenda que se entrega. No a cualquiera, sino a aquel que se supone
dueño de la parte que la completa. Por eso se pierden esas palabras de pan. Son
palabras mudas, inaudibles, que, en ausencia de aquel o aquella que debería
escucharlas, el bosque se guarda para sí. Los pájaros acuden en tropel, alborotados
y voraces, y se las llevan en sus picos. Les responden las ramas del bosque, la noche
y sus sombras, la casa siniestra donde viven el ogro y sus hijas, porque todos ellos
forman parte del mismo todo, son criaturas que se juntan en esa unidad terrible. El
bosque entero es una página escrita, una página que sin embargo oculta ahora ese
hilo esencial, el de esas otras palabras perdidas, inaudibles, que trazan el camino de
vuelta, que es el camino del hombre. Es decir, el lugar donde se entregó algo, donde
se pagó en prenda un trozo de pan verdadero.

ebookelo.com - Página 7
Ese lugar, en los cuentos, normalmente, es un lugar de carencia. El lugar donde
hay alguien que sufre una falta. Y un personaje que sufre una falta es por necesidad
un personaje de cuento, que necesitará vivir una historia para cubrirla. Cenicienta la
sufre (luego veremos que este es el tema esencial del cuento), pero también la Bella
durmiente, con su sueño, Riquete el del Copete, con su fealdad, el protagonista de El
gato con botas, postergado en la herencia, la niña protagonista de Las hadas, o el
propio Pulgarcito, que apenas acostumbraba a hablar, y cuyo silencio, que todos
tomaban por retraso mental, no era sino expresión de la bondad de su alma.
Es un tema que no deja de reiterarse en los cuentos. Personajes que no pueden
hablar, que han perdido una parte de su cuerpo, que apenas tienen para comer o
vestirse. A los que precisamente esa falta da existencia simbólica. Es ese el
significado de la palabra símbolo. Literalmente significa «señal para reconocerse», y
deriva de una palabra griega que significaba «juntar, hacer coincidir». Era así,
según Emilio Lledó, como los griegos llamaban a una tablilla que servía de
reconocimiento. La tablilla se partía en dos, y a la manera de esas medallas que
intercambian los amantes, y de la que cada uno conserva una parte, que solo podrá
completarse en presencia del otro, servía como identificación y reconocimiento. Es
decir, era una parte de un todo. Un todo que había que buscar. El lenguaje tiene un
carácter simbólico, y cuando hablamos no hacemos sino tratar de sobreponernos a
esa división esencial, de forma que hablar es salir a buscar esa parte que nos falta.
El acto de hablar no es distinto por eso al de pagar una prenda. O dicho de otra
forma, solo el que paga una prenda, puede hablar de verdad.
Hay un juego infantil en el que el acto de entregar algo tiene un valor central.
Los niños se reúnen formando un corro y ponen el juego bajo la advocación de un
personaje llamado Antón Pirulero. Un niño, que hace de madre, se sitúa en el centro
y, al tiempo que todos se ponen a cantar invocando a ese extraño personaje, realiza
algún gesto que los otros deben imitar. El que no está atento, y se descuida, es el que
pierde. Pagar una prenda, ese será su castigo. El niño o la niña tiene que despojarse
de algo que lleve encima y dárselo a la madre, u organizador del veloz y reiterativo,
pero excitante intercambio, en el que hay que permanecer con todos los sentidos
atentos. Es un juego de clara significación erótica, pues las prendas que se entregan
deben elegirse entre las ropas que se llevan puestas, y porque cada una que se pierde
implica un paso a la desnudez.
Pero ese personaje, Antón Pirulero, bajo cuya advocación tenía lugar aquel
juego, también es invocado por todos los amantes del mundo, aunque no lleguen a
decir su nombre. También ellos tienen que estar atentos a lo que el otro quiere,
atender su juego para no ser excluido. Fijaos en lo que pasa entre ellos. Tienen que
darse algo. Suele ser un anillo, un adorno, pero también prendas de vestir. De hecho,
el acto mismo de desnudarse es ofrecer y recibir esas prendas. No solo quitárselas,
sino dárselas al otro para que las guarde. Solo que aquí, es el todo, el cuerpo, el que
representa a la parte. De forma que al final lo que se da no es la ropa sino el cuerpo

ebookelo.com - Página 8
desnudo. También eso pasaba en el juego. Solo que entonces, en el corro, era la ropa
la representación del cuerpo, de forma que, si a alguien le tocaba entregar uno de
sus calcetines, lo que en realidad estaba poniendo en el corro era su propio pie. Un
pie que se perdía, pero que el propio juego aseguraba que sería guardado, y que
alguna vez le sería devuelto. Para eso estaba el círculo de cantores, para asegurar
que sería así. Dar en el corro es desprenderse de algo, pero también, y sobre todo,
que otro definido, interior a ese círculo, lo reciba y lo tenga. Una parte de sí mismo
que el otro guardará a partir de ese instante consigo, y que tendrá que recuperar
para completarse. El corro asegura que esa devolución es posible. Es lo mismo que
decía fray Luis de León cuando en su glosa al Cantar de los cantares hablaba del
significado del beso. El amor hace que el amante entregue al otro su propia alma,
que luego debe recuperar. Para eso están los besos. El alma del amante queda
recogida en su boca, y el enamorado besa su boca tratando de recuperar esa parte
esencial de sí mismo que ha perdido al enamorarse. Porque la prenda que pagan los
amantes es su propia alma. Y podríamos decir, en suma, que solo el que entrega esa
prenda entra en el corro de la vida.
Nadie lo ha hecho mejor que Cenicienta, entregando su zapato de cristal, cuando
en la noche del baile se entretiene más de la cuenta (es decir, se descuida: recordad
la canción de Antón Pirulero, y su exigencia de que pague una prenda aquel que no
esté suficientemente atento a las reglas, como no lo está Cenicienta, a la que su
embeleso en los brazos del príncipe hace olvidar la proximidad de la medianoche, y
su promesa de regresar antes de que esta llegue), y tiene que abandonarlo a escape.
También la joven esposa de Barba azul pagará la suya. Entra en el cuarto prohibido
y, al descubrir los cuerpos despedazados de sus predecesoras, y el suelo y las
paredes llenas de sangre, la llave se desprende de sus manos y se mancha de una
sangre que no podrá limpiar. Y será por esa mancha por la que Barba azul sabrá que
la muchacha ha desafiado su prohibición, y por ella decidirá matarla, como ha
hecho con sus anteriores esposas. Ambas escenas, además, se relacionan
estrechamente con el camino de migas de Pulgarcito, que también queda a sus
espaldas, que es, como el zapato y la mancha de sangre en la llave, un rastro, una
escritura, un símbolo, la pequeña parte de un todo que no se sabe reconstruir.
Hay que reconocerle a Perrault una rara perspicacia. Mucho menos delicado y
hondo que Andersen (el más grande escritor de cuentos que ha existido jamás), y al
que los hermanos Grimm superan en sentido de lo maravilloso y por la calidad de
sus visiones, sus cuentos poseen sin embargo una virtud suprema: son un compendio
universal de los cuentos. Supongamos la llegada de alguien de otro mundo. Alguien
deseoso de comprender los asuntos y las tribulaciones de los hombres, y que oyera
referirse por primera vez a esa rara afición de contarnos historias entre nosotros. Le
explicaríamos lo que son, su universalismo, y a la hora de los ejemplos podríamos
ofrecerle sin ningún rubor el librito de Perrault. En este pequeño volumen, le
diríamos, están contenidos todos los cuentos que existen.

ebookelo.com - Página 9
Aún voy más lejos. No solo estos once cuentos contienen el germen de todos los
cuentos, sino que guardan, como auténticas joyas, tres de los momentos
fundacionales de la literatura universal. Tres de esas imágenes, que nos constituyen y
sostienen, y sin las que nuestro pensamiento, ni nuestro sentir, podría ser el mismo.
El camino de migas de pan, el cuarto cerrado de Barba azul, y el zapato que
Cenicienta pierde en el baile. Son, sin duda, tres de los instantes más altos de la
literatura de todos los tiempos, y tal vez sea necesario ahora que nos detengamos un
poco en ellos.
Ya he hablado del camino de migas de pan. Lo distinguí entonces de ese otro que
Pulgarcito fue trazando con los guijarros que tomó de la orilla del río. El camino de
las migas no es por eso un mero rastro, un camino que hacemos juntando piezas
ajenas, sino con algo que nos pertenece estrechamente, que llevamos en nuestro
cuerpo, como llevamos nuestros cabellos o nuestra sangre (y el pan y la sangre están
estrechamente relacionados, ambos componen el cuerpo místico del amor, ese
cuerpo, marcado por el erotismo, que pide incluirse en una unidad más amplia, en un
todo desconocido y completo). Un camino que formamos, pues, con trocitos de
nuestro propio cuerpo, con gotas de nuestra sangre, y que desaparece según lo
vamos trazando. ¿Pero qué camino es ese? Los cuentos no se escriben solo con las
palabras de todos los días, las que utilizamos para defender el espacio de nuestra
privacidad, sino sobre todo con esas palabras que nunca llegamos a tener
totalmente, o que las tuvimos para perderlas, palabras que se llevaron los pájaros. O
dicho de otra forma, para que un cuento llegue a conmovernos de verdad, es
necesario que esté recorrido por un camino así, tan comestible como secreto, hecho
con trozos de nuestro propio cuerpo. Que tengamos el sentimiento de que ese camino
existe, aunque no podamos verlo. Eso es leer, buscar ese camino borrado, esa
historia que queda sin contarse.
Isak Dinesen tiene un cuento que se titula La página en blanco. Alude a una
remota costumbre de Portugal, la de mostrar al día siguiente de una boda real la
sábana manchada de sangre que prueba la virginidad de la princesa elegida. Un
convento provee a la casa real esas sábanas de lino y, a cambio, tiene el privilegio de
recibir la sábana manchada que prueba que todo ha ido bien. Esos trozos de tela,
convenientemente enmarcados, se exhiben en uno de los corredores del convento, con
los nombres de las princesas a las que corresponden. Cada pedazo de tela manchado
de sangre, con el nombre inscrito en su marco, tiene una historia que contar. Y pasar
a su lado es ir escuchando todas esas historias, tan hermosas como tal vez
desoladoras. Pero hay una tela que no es igual que las otras. Una tela que está en
blanco, y que no ostenta en su lujoso marco el nombre de ninguna princesa. Y es ante
ella donde más se detienen las viejas princesas de Portugal, «reinas, viudas y madres
con experiencia de la vida, con sentido del deber y con una larga historia de
sufrimiento». Una página en blanco que a todas hace suspirar, y ante la que hasta
las monjas jóvenes y viejas, y la propia madre abadesa quedan sumidas en la más

ebookelo.com - Página 10
profunda de las reflexiones. Isak Dinesen afirma que es así porque ellas saben que es
el silencio, es decir, esa blancura que se invoca, el que cuenta la única historia que
todas hubieran querido vivir. «Cuando la pluma más finamente cortada —concluye
Isak Dinesen—, en su momento de mayor inspiración, ha escrito su cuento con la
más preciada tinta, ¿dónde podrá leerse un cuento aún más profundo, dulce, alegre y
cruel?: en la página en blanco».
Ese pedazo de tela sin mancha, esa página en blanco, no representa pues la nada,
sino el secreto. Representa lo que no sabemos, esa otra vida que se nos escapa.
Habla de una escritura perdida, de un camino trazado con migas. Pensemos en un
niño y su madre. La madre se sienta junto a la cama de su hijo y este le pide que le
cuente cuentos. No solo cuentos conocidos, estos de Perrault, por ejemplo, sino
noticias de su propia vida. Cómo era antes de tenerle a él, qué cosas hacía cuando
era joven y aún no se había casado, cuando era una niña. La madre habla de esa
otra que fue, de esa otra remota y próxima a la vez, y el niño que la escucha, no se
cansa de pedirle más. Ve la mancha en el pedazo de tela, pero también ese más allá
que la blancura guarda. Escucha las palabras que su madre le dice, pero está más
atento a su silencio. Es más, cuando ella termina de contarle cosas, es ese silencio lo
único que escucha. ¿Pero qué le está diciendo? Que hay otra, otra de la que ella no
habla, y a la que sorprende en determinados gestos, de abatimiento o de alegría.
Cuando se queda detenida frente a la ventana, mirando a la calle. Cuando esconde
algo. Otra que tiene que ver con lo que no conoce, con lo que ella hace cuando no
está a su lado, con lo que hizo y fue antes de que él llegara al mundo. El niño le pide
que cuente cuentos para sorprender a esa que se calla, que se esconde cuando su
madre empieza a hablar. Ese relato inaudible es la esencia de la literatura. Sostiene
las historias, consigue que estas estén abiertas, se proyecten en un exterior extraño y
remoto del que no sabemos nada. Hace que cada historia contenga una historia
secreta, la historia que de verdad queremos escuchar, y que raras veces coincide con
la que nos cuentan.
Y aquí entramos en el ámbito que simboliza nuestro segundo elemento, el cuarto
cerrado. Ningún cuento lo explica mejor que Barba azul, hasta el punto de que puede
asegurarse que es uno de los cuentos esenciales para explicar la naturaleza del
hombre. Su origen remoto es el encuentro de Psique y de Eros, y la prohibición de no
penetrar en el cuarto cerrado se confunde con la obligatoriedad de que los
encuentros entre los amantes transcurran a oscuras, sin que Psique en ningún
momento pueda contemplar, ni siquiera a la luz de una vela, el cuerpo de su amante.
Hasta el punto de que ambos podrían formar parte de ese conjunto de cuentos
dedicados tópicamente a criticar la curiosidad de las mujeres. Pero, claro, no se
trata de esto. En primer lugar porque en Barba azul, el personaje masculino no es un
apuesto joven, que trata de ocultar su condición divina (¿y qué amante, en cuanto es
amado de verdad, no disfruta de esa misma condición?), sino un hombre taimado y
oscuro, dueño de un extraño atributo: una barba azul, que en verdad, y ya desde el

ebookelo.com - Página 11
principio, hace temer lo peor. Sin embargo, nuestra muchacha (las muchachas son de
verdad extrañas) se casa con él, y esa decisión contiene la primera de sus preguntas:
¿Quién es de verdad, y por qué tiene una barba de color azul? Se casa con él para
tener la opción de preguntar, lo que por otra parte es lo que hacen todas las
muchachas cuando se casan (casarse, en los cuentos, es tener la opción simbólica de
la pregunta). Pero la barba azul, de la misma forma que luego el cuarto cerrado,
simboliza el misterio de la diferencia sexual, que en la historia de Eros y Psique
quedará representada por la obligada invisibilidad de Psique. Esas son las
peculiaridades de los que amamos, ser invisibles, tener barbas azules, o estar
sumidos en sueños de los que no hay forma de despertarlos, o al menos no de una
forma completa. Es decir, no pertenecer del todo a este mundo. Las peculiaridades,
en suma, de esa diferencia en la que cabe tanto el horror como toda la belleza del
mundo. Y el amor es, sí, una pregunta, pero sobre todo una operación de rescate. No
se trata de librar al cuerpo de su propio sexo, como de arrancar la sexualidad de su
origen antropofágico, del cuarto de los descuartizamientos. Como si el cuerpo
traspasado por el deseo sexual fuera un cuerpo marcado por poderes maléficos, que
pueden acarrearnos la destrucción. El hombre lo ha sabido desde tiempos remotos,
desde que es lo que es, y por eso ha imaginado las figuras de los ogros, de los
vampiros o de los seres que vuelven de la muerte, dominados por una increíble ansia
de carne humana. Porque el sexo es una falta, y puede dar lugar a formas perversas
de cubrirla, de cubrirla al precio que sea, aun a costa de la muerte de quien amamos.
Es decir, que tanto la prohibición de Barba azul, como la de Eros tienen un
sentido sexual. Ninguno de ellos quiere que los contemplen desnudos, que los
contemplen en la desnudez de su deseo sexual. Y en última instancia tiene un sentido
protector. No mires ahí, no es diferente a decir «soy peligroso porque no estoy
completo». La historia de Barba azul está marcada, por lo tanto, por esa interdicción
perentoria. Pone a disposición de sus esposas un palacio, innumerables sirvientes,
praderas y bosques sin confines, pero les prohíbe traspasar la puerta de un pequeño
cuarto. La barba azul de este personaje imponente, uno de los más misteriosos de la
literatura de todos los tiempos, a quien oculta de verdad es a Eros. Y lo hace de una
manera peculiar, como esos disfraces que no podemos creernos, que no ocultan su
naturaleza de disfraz, y que por tanto más que borrar revelan la existencia de un
rostro escondido. Pero si Eros y Barba azul se confunden, su prohibición es la
misma. Ambos ocultan algo. Eros, su verdadera imagen; Barba azul, un secreto
acerca de sí mismo (un secreto terrible, de indudable naturaleza sexual). Pero esa
interdicción implica una advertencia. Tienes que aceptarme así, incompleto, sin
saber quién soy, ni preguntarme por mi deseo. Esa misma es la condición del sexo,
estar incompleto, nos obliga a partir obligatoriamente en busca de eso que nos falta.
Pero ¿y si no sabemos lo que es? Aún más, ¿y si no existiera esa mitad perdida, o si
la falta remitiera a otro cuerpo, tal vez terrible, cuya forma y apetencias ni siquiera
somos capaces de sospechar? ¿No es eso, por ejemplo, lo que les pasa a los ogros,

ebookelo.com - Página 12
que nunca encuentran lo que andan buscando, y que se ven obligados a un
deambular eterno, a instalar la ley de un deseo tan insatisfecho como insaciable?
¿No es esa la razón de que sintamos temor de lo que de verdad estamos queriendo?
Estamos en el reino de las preguntas, porque ese ámbito, el del cuarto cerrado, es el
lugar donde caben todas las preguntas. Se actualiza en La Bella durmiente, cuando
el príncipe pregunta por ese palacio sepultado entre zarzas, y se actualiza en el beso,
pues el beso es una pregunta muda, una pregunta que se responde con otra pregunta,
pues su lenguaje pertenece, como el camino de las migas de pan, al reino de la
página en blanco. Nos recuerda la historia de Perceval, su búsqueda del Grial, y su
llegada al reino de Rico Rey Pescador. El rey está herido, y un criado le lleva una
copa para que beba de ella, en un ambiente de extrema desolación, pues todo el
palacio, el país entero, parece sufrir el mismo mal que está acabando con la vida de
su rey. Perceval, espantado, se retira sin preguntar. Luego sabrá una cosa. Esa
pregunta habría supuesto no solo su curación, sino el fin de la maldición que asola el
reino completo, y que hace que los ríos dejen de correr, los árboles estén secos, y las
aves corran temerosas por el suelo olvidadas de volar. De la misma forma que el
beso del príncipe provoca el fin de la maldición que pesa sobre el palacio donde vive
la Bella durmiente, y hace que todos se despierten.
Hay una ceremonia en la Pascua judía que informa sobre el valor metafísico de
la pregunta. La familia se reúne en torno a la mesa y, en los postres, al más pequeño
le corresponde hacer la pregunta que todos esperan. La pregunta que inquiere por el
origen de su pueblo, y por la razón de ese éxodo que aún no ha terminado. Esa
pregunta hace que los más mayores se vean obligados a contar la historia de los
judíos, su salida de Egipto bajo las órdenes de Moisés, la larga marcha por el
desierto en pos de la tierra prometida, y todas las tribulaciones a que ese merodear
interminable dan lugar. A hablar de ese destino sufriente, pero también de los
encuentros venturosos, de la alegría en torno a las hogueras, los cantos en los
campamentos, los juegos de los niños, y los nuevos amores entre los muchachos, que
habrán de asegurar la continuidad de su anhelo. La pregunta del niño hace que esas
historias se recuerden, y sirvan de alimento a los que las escuchan. No podemos
olvidar que esta ceremonia tiene lugar en torno a la mesa comunitaria, y que la
comida que se reparten entre todos se confunde con las palabras que se escuchan y
dicen. De forma que todo es alimento, las palabras, el pan, el cordero sacrificado, el
vino, la misma memoria. Las historias sirven de alimento a quienes las escuchan, y
les animan a seguir adelante, a persistir en sus sueños. Tal vez por eso uno de los
momentos estelares de esa ceremonia es el momento en que uno de los ancianos
evoca el milagro del maná: la caída de la lluvia blanca sobre el poblado errante. Y
me es imposible no señalar su analogía con el camino de migas de Pulgarcito.
Ambos suponen un reparto de alimento, ambos tienen lugar en condiciones adversas,
de pérdida y desolación extremas. Aún voy más lejos, tengo el convencimiento de que
en cualquier historia, si de verdad merece ser escuchada, debe haber algo parecido a

ebookelo.com - Página 13
ese reparto de alimento. Aún más, ¿no es eso leer, buscar ese lugar, ese corazón
comestible y retirar de él una parte del alimento que necesitamos para vivir? Viene
ahora a mi mente una escena de E.T., la película de Steven Spielberg. Es la escena
del encuentro entre el niño y la criatura que viene del espacio. El niño siente que hay
algo en la casa, y decide tenderle una trampa. Y traza un camino con bolitas de
chocolate. Nadie puede resistirse a algo así, y E.T., tan pronto como las descubre,
sigue ese rastro tan dulce hasta el cuarto del niño, donde este le espera escondido.
Es un momento que justifica toda la película, pues tengo el convencimiento de que es
justo de esto, y solo de esto, de lo que tratan todas las historias que existen: de cómo
alguien da de comer a otro, prepara el instante en que lo que le dará será su propio
cuerpo como alimento.
Ese es también el tema del cuento de Barba azul, y de hecho el cuarto cerrado, el
cuarto que la joven esposa no debe visitar, es en realidad una despensa, no importa
que demasiado macabra, pues oculta los cuerpos despedazados de sus anteriores
mujeres. Es decir, trozos de materia orgánica. Los amantes también se trocean entre
sí, solo que simbólicamente. De hecho, el encuentro sexual tiene todas las
características de una cita entre dos glotones. Ese es el juego, están hambrientos y
quieren comer sin parar. ¿Comer cualquier cosa? No, comerse el uno al otro. Se
simula el troceamiento, los bocados, las catas, el cuerpo amado es un fruto, pero
también el cuerpo de un animal que acabamos de capturar y cocinar, y que nos
disponemos a comer en la mesa. Las caricias y los besos son ese banquete. Dice
Novalis: «La mesa de los amantes está siempre dispuesta porque es el deseo el que la
provee y prepara». No pasa otra cosa entre las madres y los niños pequeños. El niño
se alimenta del cuerpo de la madre, y esta finge estar muerta de hambre y tener que
alimentarse de su hijo. Nada les gusta más a los niños que esta escena en que su
madre simula que se los quiere comer. Hay incluso un juego. La madre le dice al niño
que vaya al carnicero, y para indicarle lo que tiene que pedirle coge su bracito y
empieza a explicarle que no le diga que le corte por ahí, ni un poco más arriba, y va
señalando en su brazo trozos cada vez más grandes, hasta abarcarle por entero,
momento en que llegan las cosquillas, y el drama se resuelve en risas.
No es difícil saber por eso de dónde viene la figura del ogro, el gran devorador
de carne humana. Es una perversión del amante. Los amantes se trocean
simbólicamente, pero solo para poder sentir al momento el placer de la reunión. En
realidad lo que quieren es que todos esos trozos que ahora son, y que juegan a
mezclar entre sí, se ordenen de una manera nueva hasta componer un cuerpo
distinto, un cuerpo que fuera como el de esas criaturas de las que habla Platón en El
banquete. Esas criaturas poderosas, redondas y veloces como balones, que tenían los
dos sexos, y cuyo poder era tal que los dioses celosos decidieron dividirlas. De esa
división surgieron los sexos, también el anhelo, inscrito en cada uno de ellos, de
volver a reunirse, de encontrar en el sexo contrario la mitad que le complementa.
Por eso el amor nos vuelve poderosos, nos devuelve, no importa que solo por unos

ebookelo.com - Página 14
instantes, a esa condición original, nos ofrece un cuerpo único y perfecto. El ogro es
distinto, descuartiza, pero le falta el deseo de religar lo partido. Y el eros es unión,
combinación sin límite, llamada a la totalidad.
Por eso Perrault elige el peor final de Barba azul, y muestra sus grandes
limitaciones como escritor, al menos si le comparamos con Andersen o con los
hermanos Grimm. La muchacha entra en el cuarto y es descubierta por Barba azul,
que la condena a morir. Pero entonces aparecen sus hermanos y logran salvarla, al
tiempo que dan muerte a su feroz marido. Es un final decepcionante porque olvida la
secuencia de la regeneración. Y es eso lo que significa la entrada de la muchacha en
el cuarto, una regeneración del mundo. Porque lo más importante no es entrar en ese
cuarto, desafiando la prohibición, sino devolver al mundo todo lo que en él yace
enterrado. El gesto de entrar es una pregunta que debe resolver el estancamiento,
haciendo que todo lo que en ese cuarto permanece olvidado y excluido regrese al
corro de la vida. Es el instante de la devolución de las prendas. Aparece en otras
versiones, donde la joven esposa no solo vence la maldición, sino que al desafiar el
mandato de su marido hace que los miembros troceados de sus predecesoras vuelvan
a reunirse y puedan regresar al mundo con sus cuerpos completos. Pero también en
otros cuentos. Por ejemplo, en La Bella durmiente, donde la llegada del príncipe, y el
beso a la muchacha dormida tiene, tanto sobre ella misma como sobre todos los
moradores del palacio, el mismo efecto liberador.
Hay una versión de Barba azul en que este da un huevo a sus esposas, junto con
la llave. Ellas entran en ese cuarto y el huevo se les cae en la cuba manchándose de
sangre. No pueden limpiar esa mancha, por mucho que la froten, y eso advierte a
Barba azul sobre lo que acaban de hacer, e inmediatamente pasa a cumplir sus
amenazas. Las mata, trocea sus cuerpos, y guarda sus pedazos en esa despensa
macabra. Y así viene pasando con todas sus esposas, hasta que llega nuestra
protagonista. Esta intuye algo, y antes de entrar en el cuarto deja el huevo a buen
recaudo sobre una repisa. Ve a las otras muchachas despedazadas y se dedica a
reunir sus trozos. Luego, al devolver el huevo impoluto, su esposo se ve obligado a
reconocer que ha pasado la prueba. Pierde entonces su poder y tiene que obedecerla
en todo.
Es curiosa la relación de este cuento con el de La página en blanco, de Isak
Dinesen. Aunque las cosas se presentan invertidas, dado que en el cuento de la
escritora danesa la sábana manchada de sangre es símbolo de la virginidad ofrecida,
mientras que en el de Barba azul todo nos indica que, si las muchachas son
condenadas al mostrar un huevo o una llave manchada de sangre, es precisamente
por descubrirse un disfrute sexual anterior a su boda. No importa, en ambos es lo
blanco —sábana blanca, huevo blanco— lo que destaca por encima de todo. El
huevo, que es germen, origen, nos hace recordar las migas de Pulgarcito. Podemos
presumir incluso que el pájaro que lo puso es el mismo que se comió las migas de
pan. Es, pues, la verdadera llave, la que nos relaciona con ese otro que fuimos y que

ebookelo.com - Página 15
dejamos atrás al ser expulsados de la infancia. Procede de la cueva de Eros. Porque
el castillo de Barba azul se confunde con la casa del ogro (es el lugar de los
descuartizamientos), y con el castillo encantado de La Bella durmiente, pero también
con la cueva de Eros.
Aún hay más, la cocina de Cenicienta pertenece al mismo orden de lugares
proscritos. Está sucia, oscura, quien la tiene a su cargo carece de identidad. Ni
siquiera puede optar a casarse, es decir, a cumplir con su destino de muchacha. No
tiene nombre, no cuenta ni siquiera para su familia, pero, cuando sus hermanastras
le hablan de la fiesta del príncipe, ella anhela acudir en secreto. Una hada viene en
su ayuda y le da lo que necesita. Es curioso que sus vestidos, su carroza, sus caballos
y sirvientes, el hada los haga surgir de elementos reales —una calabaza, lagartos,
ratones, de cosas y seres que hay a su alrededor—, en la misma cocina, dándonos a
entender que el pequeño cuarto es una representación del mundo, y que el horror
puede convertirse en maravilla gracias al poder de la analogía, que es el poder
erótico por excelencia. Va a la fiesta y baila con el príncipe en medio de la
admiración de todos, y vuelve a su casa antes de medianoche. Pero al día siguiente
se entretiene. Huye cuando ya es casi demasiado tarde, y al hacerlo pierde uno de sus
zapatos. ¿Lo pierde? En realidad lo que hace, como en el juego infantil, es pagar una
prenda. El gesto tiene un doble significado: haber contraído una deuda y dejar un
rastro. El hecho de que sea una prenda, es decir, algo que llevamos puesto, lo
asemeja con el huevo de Barba azul, y con las migas de pan. Es un trozo metonímico
de nuestro propio cuerpo. La prenda es nuestro propio cuerpo encendido por el amor.
Pero aún hay otra cosa. El zapato es de cristal. Es decir, apenas se ve. O mejor
dicho, es un zapato que se confunde con el pie que lo lleva, de modo que perderlo es
como dejar atrás el propio pie. Al escapar, Cenicienta pierde su pie, de la misma
forma que las jóvenes esposas de Barba azul fueron perdiendo trozos de sus propios
cuerpos, hasta terminar metidas en una cuba. A esa cuba llena de sangre van a parar
las muchachas enamoradas. Eso significa la cuba, el tiempo terrible del amor. El
cuerpo que pierde trozos de sí mismo es el cuerpo de los que aman. Son estos cuerpos
los que sueltan un rastro, escamas, plumas, como los árboles sueltan sus semillas.
Soltarlas es quedarse incompleto. No sé lo que doy, nos dicen. Y tal vez por eso en
los cuentos abundan los personajes mudos, o que sufren alguna deformidad
(Pulgarcito, ser pequeño; Riquete el del Copete, ser horrible). Personajes que
carecen de algo, que no saben lo que les pasa. La prenda que se han visto obligados
a entregar es el símbolo de esa parte de sí mismos que perdieron al vivir. Una parte
de ese relato inaudible, no de lo que puede decirse, sino de lo que no se puede. Una
parte de lo que no saben contar acerca de lo que les pasa. O dicho de otra forma, la
historia de ese cuerpo enamorado que solo en la página en blanco está escrita.
Porque ¿qué significa exactamente, en el cuento de Isak Dinesen, ese lienzo
enmarcado? Significa que la vida de la princesa no comienza en el lecho del rey, y
que hay en ella una historia que no conocemos, una vida oculta, la de esos

ebookelo.com - Página 16
encuentros remotos que hacen ahora que la mancha no pueda aparecer. Pero
también, que la historia de esas princesas recién casadas no está tanto en la mancha
de sangre sino en esa otra que la mancha no refleja, y de la que solo la parte en
blanco del lienzo puede dar cuenta. A esa parte no escrita aluden estos tres
elementos: el zapato de cristal, las migas de pan, el huevo o la llave del cuarto.
Perrault no dice que esta sea blanca, pero si tenemos en cuenta el detalle del huevo,
tenemos derecho a suponerlo. Son blancos o transparentes, para que puestos sobre
las sábanas de las recién casadas no se puedan ver. Forman parte de esa historia
secreta, la que la página en blanco cuenta. De ese relato inaudible sin el que ninguna
vida sería lo que es.
¿Entonces quién es de verdad Barba azul? Barba azul es Eros. Se ha disfrazado
con una barba para ver hasta qué punto las muchachas enamoradas dicen la verdad
de su amor. Es el encargado de escuchar sus historias. A cambio, cuando llegue la
noche, se mostrará en toda su hermosura. Pero, ¡ojo!, solo ante aquellas que bajaron
al corro y pagaron complacidas su prenda.

Gustavo MARTÍN GARZO

ebookelo.com - Página 17
Cuentos en verso

Prólogo

L a manera como el público ha acogido las piezas de esta colección, a medida


que se le han ido ofreciendo por separado, es una especie de garantía de que
tampoco disgustarán al aparecer todas juntas. Bien es verdad que algunas personas
de esas que afectan aparecer graves, y que tienen entendimiento suficiente para ver
que son cuentos hechos con ánimo de divertir, y que la materia no es lo más
importante, las han mirado con desprecio; pero hemos tenido la satisfacción de ver
que la gente de buen gusto no ha opinado del mismo modo.
Y así, se han complacido en notar que tales bagatelas no eran simples bagatelas,
que encerraban una moraleja útil, y que el relato divertido en que venían envueltas
no había sido elegido sino para hacerlas entrar más agradablemente en el ánimo, y
de un modo que instruyera y deleitara al mismo tiempo. Ello debería bastarme para
no temer el reproche de haberme entretenido en cosas frívolas. Pero como tengo que
habérmelas con mucha gente que no se contenta con razones y que no puede ser
convencida sino por la autoridad y el ejemplo de los antiguos, voy a satisfacerles al
respecto.
Las Fábulas Milesias[1], tan célebres entre los griegos, y que hicieron las delicias
de Atenas y de Roma, no eran de otra especie que las fábulas de esta colección. La
historia de la Matrona de Éfeso[2] es de la misma naturaleza que la de Grisélidis: una
y otra son novelas, es decir, relatos de cosas que pueden haber sucedido, y que no
tienen nada en absoluto que ofenda a la verosimilitud. La Fábula de Psiquis[3],
escrita por Luciano y por Apuleyo, es una pura ficción y un cuento de Viejas como el
de Piel de Asno. Igualmente vemos que Apuleyo hace que una vieja se lo cuente a
una muchacha que había sido raptada por unos ladrones, del mismo modo que el de
Piel de Asno se lo cuentan todos los días a los niños sus institutrices o sus abuelas.
La fábula del labrador[4] que obtuvo de Júpiter el poder de producir la lluvia y el
buen tiempo a su antojo, y que lo empleó de tal suerte que no recogió más que paja
sin un solo grano, porque nunca había pedido viento, ni frío, ni nieve, ni ningún
tiempo parecido, cosa sin embargo necesaria para hacer fructificar las plantas, esa
fábula, digo, es del mismo género que el cuento de Los deseos ridículos, sino que el
uno es serio y el otro cómico; pero los dos vienen a decir que los hombres no saben
lo que les conviene, y son más felices siendo guiados por la Providencia, que si todas
las cosas les saliesen a la medida de sus deseos.
No creo que, teniendo ante mí tan hermosos modelos en la más sabia y en la más

ebookelo.com - Página 18
docta antigüedad, nadie tenga derecho a hacerme ningún reproche. Y aun pretendo
que mis fábulas son más dignas de contarse que la mayor parte de los cuentos
antiguos, y particularmente el de la Matrona de Éfeso y el de Psiquis, si se los mira
del lado de la moraleja, cosa principal en toda suerte de fábulas, y por la que deben
haber sido compuestas. Toda la moraleja que puede sacarse de la Matrona de Éfeso
es que con frecuencia las mujeres que parecen las más virtuosas lo son las menos y,
en resolución, que casi no hay ninguna que lo sea verdaderamente.
¿Quién no ve que esta moraleja es malísima, y que su intención no es otra que
corromper a las mujeres con el mal ejemplo y hacerles creer que, faltando a su deber,
no hacen sino seguir el camino trillado? No sucede así con la moraleja de Grisélidis,
la cual tiende a inducir a las mujeres a aguantar a sus maridos, y a hacerles ver que
no hay ninguno tan malcriado ni tan raro, al que no pueda hacer entrar en razón la
paciencia de una mujer honesta. En cuanto a la moraleja oculta en la Fábula de
Psiquis, fábula en sí muy agradable e ingeniosa, yo la compararé con la de Piel de
Asno cuando la sepa, porque hasta ahora no he podido adivinarla. Bien sé yo que
Psiquis significa el alma; pero no alcanzo a comprender qué se quiere dar a entender
con eso de que el amor está enamorado de Psiquis, es decir, del alma, y menos aún
cuando añade que Psiquis sería feliz en tanto no conociera al que la amaba, que era
el Amor, pero que sería muy desgraciada desde el punto y hora en que llegara a
conocerlo: es este un enigma para mí impenetrable. Todo lo que puede decirse es que
esta fábula, lo mismo que la mayor parte de las que nos quedan de los antiguos, no
fue hecha más que para agradar, sin consideración a las buenas costumbres, que
descuidaban en gran manera.
No sucede lo mismo con los cuentos que nuestros antepasados inventaron para
sus hijos. No los contaron con la elegancia y el artificio con que los griegos y los
romanos adornaron sus fábulas, pero tuvieron siempre un gran cuidado de que sus
cuentos encerrasen una moraleja loable e instructiva. Allí la virtud es siempre
recompensada, y el vicio castigado. Todos tienden a hacer ver la ventaja que supone
ser cortés y biencriado, paciente, avisado[5], laborioso, obediente, y el mal que
acaece a los que no lo son. A veces se trata de hadas que, a la joven que les haya
contestado con amabilidad y cortesía, le otorgan el don de que, a cada palabra que
diga, le salga de la boca una perla o un diamante; y a la joven que les haya
contestado con descortesía, que a cada palabra le salga de la boca un sapo o una
rana. A veces se trata de niños que, por haber sido muy obedientes a su padre o a su
madre, llegan a ser grandes señores, o de otros que, habiendo sido viciosos y
desobedientes, vienen a caer en desgracias espantosas. Por frívolas y extrañas que
sean todas estas fábulas en sus aventuras, no hay duda de que excitan en los niños el
deseo de parecerse a los que ven llegar a ser felices, y al mismo tiempo el miedo a
las desgracias en que cayeron los malos por su maldad. ¿No es loable que los padres
y las madres, cuando sus hijos no son aún capaces de saborear las verdades sólidas y
desnudas de todo artificio, se las hagan amar y, si es lícito decirlo, se las hagan

ebookelo.com - Página 19
tragar, envolviéndolas en relatos agradables y proporcionados a la debilidad de su
edad[6]? Es increíble con cuánta avidez esas almas inocentes, cuya natural rectitud
nada ha corrompido todavía, reciben las instrucciones ocultas; se los ve sumidos en
la tristeza y el abatimiento mientras el héroe o la heroína del cuento están sumidos
en la desgracia, y gritar de alegría cuando llega la hora de su felicidad; del mismo
modo, después de haber sufrido con impaciencia la prosperidad de los malos, están
encantados de verlos finalmente castigados como se merecen. Son semillas que se
lanzan, que al principio no producen más que movimientos de alegría o de tristeza,
pero que germinan hasta dar buenas inclinaciones.
Hubiera podido hacer mis cuentos más agradables, mezclando en ellos esas
cosas un poco libres con que se los ha solido amenizar; pero el deseo de agradar no
me ha tentado jamás lo suficiente para violar la ley que me he impuesto de no
escribir nada que pueda herir el pudor o el decoro. He aquí un madrigal que una
joven señorita[7] de mucho talento ha compuesto sobre este tema, y que escribió
debajo del cuento de Piel de Asno que yo le había enviado:

El cuento de Piel de Asno está contado


con tal simplicidad
y naturalidad,
que no menos con él me he recreado
que cuando ante la lumbre tornadiza,
contándolo, mi aya o mi nodriza
mantenían mi espíritu encantado.
Se observa en ocasiones
ciertos rasgos y algunas expresiones
de sátira, pero que, sin malicia
ni hiel, harán de todos la delicia:
en su gracia, también me ha complacido
que sabe hacer reír y es divertido,
de forma que ni madre, esposo o cura
puedan hallar motivo de censura.

ebookelo.com - Página 20
Grisélidis
Ilustraciones de Paz Rodero

ebookelo.com - Página 21
A la Señorita**[8]

Al ofreceros, joven y prudente


beldad, este eminente
modelo de paciencia,
jamás me he alabado
de que en todo por vos fuera imitado,
porque creo en conciencia
que sería pediros demasiado.

Mas París, donde el hombre es distinguido


y donde el bello sexo, que ha nacido
justo para agradar,
halla su más cumplido bienestar,
está por todas partes tan henchido
de ejemplos que le da el vicio contrario,
que no puede estar siempre protegido
con el contraveneno necesario,
para de su influencia preservarse
o para liberarse.

Una dama que sea tan paciente


como esta de que ensalzo la valía
sería en todas partes sorprendente,
pero en París hoy día
un milagro sería realmente.
La mujer es aquí la soberana,
y todo aquí, obviamente,
se regula como le da la gana;
en fin, es un ambiente
tan bienaventurado,
que solo está por reinas habitado.

Ya veo, pues, que en estas condiciones


Grisélidis será poco apreciada,
y que aquí soltarán la carcajada
con sus anticuadísimas lecciones.

Y no es que la paciencia
no se halle entre las finas

ebookelo.com - Página 22
virtudes de las damas parisinas,
pero, por su larguísima experiencia,
la ciencia han adquirido
de hacérsela ejercer solo al marido.

ebookelo.com - Página 23
A orilla de las célebres montañas
donde el Po[9], deslizándose entre cañas,
estrena su corriente
paseando por las próximas campañas[10],
vivía un joven príncipe valiente,
gozo de su provincia y de su gente:
cuando el cielo lo hubo formado apenas,
ya derramó sobre él a manos llenas
lo que tiene de más extraordinario,
eso que de ordinario
reserva a sus amigos sabiamente
y da a los grandes reyes solamente.

Tenía, pues, colmado así de dones,


de alma y cuerpo todas las perfecciones:
robusto, ejercitado,
al oficio de Marte[11] era apropiado,
y a más de todas estas buenas partes[12],
por el secreto instinto que derrama
una divina llama,
amaba con pasión las bellas artes.
Le gustaba el combate, la victoria,
el gran proyecto, el hecho valeroso,
y en fin todo lo que hace a un nombre honroso
perdurar en la historia;
pero su pecho tierno y generoso
fue más sensible aún a la alta gloria
de hacer al pueblo suyo venturoso.
Pero un humor[13] sombrío oscurecía
aquel temperamento valeroso,
que, triste y melancólico[14], le hacía
ver, en su pecho siempre receloso,
al bello sexo infiel y mentiroso:
en la mujer en que resplandecía
el mérito o virtud de más rareza,
él solo un alma hipócrita veía,
un ser lleno de orgullo y altiveza,
un cruel enemigo que, implacable,
solo aspira de modo infatigable

ebookelo.com - Página 24
a ejercer un imperio soberano
sobre el hombre infeliz y miserable
que caerá en su mano.

El contacto frecuente con el mundo,


donde no hay más que esposos subyugados
y tantos traicionados,
aumentó aún más en él su odio profundo,
unido al aire ya de sí celoso
del país receloso.
Y así, más de una vez había jurado
que, aunque el cielo, por fin de él apiadado,
hiciera otra Lucrecia[15],
jamás a la ley recia
del himeneo[16] se sometería.

Así pues, cada día,


tras haber la mañana dedicado
a asuntos del Estado,
cuando había arreglado sabiamente
lo necesario al régimen interno
para la buena marcha del gobierno,
y había preservado puntualmente
los derechos del huérfano impotente,
de la viuda oprimida,
o una contribución era abolida
que había introducido antiguamente
una guerra forzada,
iba la otra mitad de la jornada
de caza, en donde el jabalí y el oso,
a pesar de su furia y de sus armas[17],
no le daban tal cantidad de alarmas
como le producía el sexo hermoso,
al que evitaba siempre que podía.

Los súbditos, no obstante, a quienes guía


y el interés apura
de asegurarse el sucesor que un día
los gobierne asimismo con dulzura,
lo convidaban incesantemente
a que les procurase un descendiente.

ebookelo.com - Página 25
Un día hasta el palacio en cuerpo[18] fueron
para hacer una última intentona;
un orador con ellos se trajeron,
el mejor por entonces de la zona,
y de grave apariencia,
quien dijo en su elocuencia
lo que puede decirse en ese caso.
Hizo hincapié no escaso
en el intenso anhelo de su gente,
que deseaba ver con impaciencia
del príncipe la ilustre descendencia
que haría para siempre floreciente
su estado; dijo incluso finalmente
que estaba viendo un astro ya en la cuna,
nacido de su púdico himeneo,
el cual, según el general deseo,
haría oscurecer la Media Luna[19].

En un tono más llano


y con voz menos fuerte,
el príncipe a sus súbditos, urbano,
respondió de esta suerte:

«El celo y la porfía


con que queréis llevarme en este día
a atarme al matrimonio,
me da mucha alegría
y es, para dicha mía,
de vuestro amor un grato testimonio;
estoy sensiblemente conmovido,
y quisiera cumplir vuestro deseo
mañana a ser posible de corrido:
pero a mi parecer el himeneo
es asunto en que, cuanto más prudente
es el hombre, halla más inconveniente.

»Observad bien a todas las doncellas:


mientras con sus familias viven ellas,
son un dechado de sinceridad,
de virtud, de pudor y de bondad;
pero en cuanto la boda se concreta
y cae el disfraz a un lado,

ebookelo.com - Página 26
y, habiendo su destino asegurado,
ya no tiene importancia ser discreta,
cada una de su parte[20] se despoja
después de lo que hubieron de penar,
y dentro de su hogar
hacen todo lo que se les antoja.

»Una, que siempre está malhumorada,


y a quien nada le agrada,
se vuelve una beata exasperante,
que grita, chilla y gruñe a cada instante;
otra, que a lo coqueta se moldea
y sin cesar escucha o cacarea,
en materia de amantes[21]
jamás tiene bastantes;
esta, que por las bellas artes siente
un interés demente,
opina y se pronuncia sobre todo
con arrogante modo
y, criticando como si tal cosa
al más hábil autor, se hace preciosa[22],
aquella en jugadora se ha erigido:
lo pierde todo entero,
muebles valiosos, joyas y dinero,
e incluso hasta el vestido.

»Entre tantos caminos como tienen,


solo una cosa veo
en que al cabo y al fin todas convienen,
y es en querer mandar sin más rodeo.
Pero el caso es que yo estoy convencido
de que no hay matrimonio conocido
donde poder vivir en condiciones,
si ambos quieren ponerse los calzones;
así que si insistís en el deseo
de que yo me aventure al himeneo,
buscadme una beldad
joven y sin orgullo y vanidad,
de obediencia acabada,
de paciencia probada,
y que no tenga propia voluntad:
cuando hayáis encontrado tal doncella,

ebookelo.com - Página 27
me casaré con ella».

Habiendo dado el príncipe final


a su discurso y aun sermón moral,
sobre el caballo móntase al momento
y corre hasta quedarse sin aliento
a unirse a su jauría con premura,
que lo espera en mitad de la llanura.

Después de haber cruzado varios prados,


barbecheras y campos cultivados,

ebookelo.com - Página 28
halla a sus cazadores
sobre la verde hierba recostados;
al verlo se levantan y, avizores,
hacen temblar con sus cuernos tronantes
de aquellos bosques a los habitantes.
Los galgos ladradores
brillan aquí y allá entre los rastrojos,
y los sabuesos, con ardientes ojos,
que vuelven a sus puestos de batida
desde el fondo del bosque, donde tienen
las bestias su guarida,
arrastran, la mirada enardecida,
a los criados que firmes los retienen.

Habiéndose informado
por uno de que todo está dispuesto
y que están sobre el rastro deseado,
ordena con un gesto
que a la caza se dé comienzo presto
y que suelten los perros al venado.
El fragor de los cuernos que resuenan,
el agudo ladrido
de los perros picados[23], más el ruido
de los caballos que relinchan, llenan
el bosque de tumulto y confusión,
y en tanto el eco sin interrupción
los multiplica, piérdense con ellos[24]
en el más intrincado corazón
de los bosques aquellos.

El príncipe, por suerte o por su hado,


toma por un camino equivocado
y que los cazadores no han seguido;
cuanto más corre, más se descarría:
en fin, hasta tal punto se desvía,
que de perros ni cuernos oye el ruido.

El lugar adonde llegado había


llevado por su insólita aventura,
sombrío de verdura
y claro de arroyuelos, sumergía
al espíritu en un secreto horror;

ebookelo.com - Página 29
espontánea, la naturaleza
mostraba tal belleza y tal pureza,
que mil veces bendice allí su error.

En esos dulces sueños sumergido


que suelen inspirar de mil maneras
los grandes bosques, aguas y praderas,
siente de pronto el corazón herido,
fijos los ojos en el riachuelo,
al ver la aparición más agradable,
más dulce y más amable
que jamás hubo visto bajo el cielo.

De una joven pastora se trataba


que a orillas de un arroyo hilando estaba,
y, mientras conducía su rebaño,
con mano diestra y primoroso apaño
el huso ágil giraba.

Ella hubiera podido sin ambages


domar los corazones más salvajes;
su cutis poseía la blancura
de los lirios; su natural frescura
a la sombra ideal de los boscajes
se había preservado:
su boca conservaba todavía
de la infancia el encanto y el agrado,
y en sus ojos de dócil armonía,
suavizados por un párpado oscuro,
más azules que el firmamento puro,
también más luz había.

El príncipe, embebido,
se desliza en el bosque, contemplando
la hermosura que su alma ha conmovido;
pero, al hacerlo, el ruido
de sus pasos mientras se va acercando
hizo[25] que la belleza
hacia él dirigiera la cabeza;
al verse sorprendida,
un encendido y súbito rubor
aumentó de su tez el esplendor,

ebookelo.com - Página 30
dibujando en su cara enrojecida
el triunfo del pudor.

Bajo el velo inocente


de su amable vergüenza y timidez,
el príncipe prudente
al punto adivinó una sencillez,
una sinceridad, una dulzura
de que nunca creyera
que el bello sexo ser capaz pudiera,
y que ve en la criatura
en todo el esplendor de su hermosura.

ebookelo.com - Página 31
Sobrecogido de un temor callado,
algo en él totalmente inusitado,
se aproxima aturdido,
y, más tímido que ella,
con voz trémula dice que ha perdido
de sus monteros todo rastro y huella,
y luego le pregunta si ha advertido
que cerca de este lado
de los bosques la caza haya pasado.

«No, nada ha aparecido


por estas soledades —ella dice—,
y nadie, salvo vos, aquí ha venido;
pero, señor, nada os intranquilice:
yo os pondré en buen camino».

«Nunca agradeceré lo suficiente


a los dioses este feliz destino
—le dice él suavemente—;
hace ya mucho tiempo que frecuento
estos lugares, pero hasta este día
no he llegado a tener conocimiento
de lo que en ellos más precioso había».

En esto, la muchacha
ve de pronto que el príncipe se agacha
hacia el húmedo borde del riachuelo
para apagar, de bruces sobre el suelo,
en el agua la sed que lo atenaza.
«Esperad un momento solamente,
señor», le dice, y corre prontamente
a su cabaña, toma allí una taza,
y, alegre y con benévolo semblante,
se la presenta a aquel novel amante.

Los ricos vasos de ágata y cristal,


en los que el oro en mil lugares brilla,
y que un insólito arte original
da con esmero forma de vajilla,
en su inútil riqueza
jamás para él tuvieron tal belleza

ebookelo.com - Página 32
como el vaso de arcilla
que le dio la pastora con llaneza.

En busca de una ruta más sencilla


que al príncipe conduzca hasta la villa,
cruzan bosques, peñascos escarpados
y torrentes a intérvalos[26] cortados;
no entra el príncipe en un nuevo camino
sin que observe de modo cuidadoso
todo punto y lugar circunvecino,
y su amor ingenioso,
que no pensaba más que en el regreso,
dibujó un mapa fiel de todo eso.

A una fresca floresta algo sombría


la pastora finalmente lo guía,
desde donde, bajo el ramaje espeso,
él ve en la lejanía
en el centro del llano los tejados
del palacio magnífico dorados.
Habiéndose apartado de la bella,
dolorido de un vivo sentimiento,
despacio, a paso lento,
se va alejando de ella,
con el dardo cargado
que el corazón le tiene atravesado;
el recuerdo de su tierna aventura
lo condujo a su casa con dulzura.
Pero al día siguiente
volvió a sentir su herida nuevamente,
y se sintió abrumado de tristeza,
hastío y aspereza.

En cuanto puede, vuelve a ir de caza,


en donde de su séquito hábilmente
al fin se libra y se desembaraza
para poder perderse felizmente.
Las copas de los árboles sobradas[27],
de los montes las cimas elevadas,
que con gran diligencia
por él habían sido ya observadas,
y de su fiel amor la honda advertencia

ebookelo.com - Página 33
lo guiaron con tal tino,
que, a pesar de lo duro del camino,
de su pastora halló la residencia.

Supo que con su padre solamente


habita, que Grisélidis se llama,
y que viven los dos plácidamente
de la leche que da el rebaño; es fama
también que de la lana de la esquila[28],
que con sus propias manos ella hila,
y sin tener a la ciudad que ir,
ellos se hacen su ropa sin salir.
Cuanto más la contempla, más se enciende
con la viva belleza de su alma;
y, viendo aquella calma,
tantos dones preciosos, él comprende
que la joven pastora
es tan encantadora,
porque una chispa, un destello alado,
de su alma a sus ojos ha pasado.

Experimenta entonces la alegría


extrema del que ha andado
en su primer amor tan acertado;
y así, sin más tardar, el mismo día
su consejo reunió y ante el concurso
pronunció este discurso:

«Pues bien, siguiendo al fin vuestro deseo,


me someto a la ley del himeneo;
voy a tomar esposa
de entre vosotros, no en país extraño,
bien nacida, discreta y muy hermosa,
como hicieron antaño
mis abuelos en más de una ocasión;
pero voy a esperar a ese gran día
para informaros sobre mi elección».

No bien se hubo sabido el notición,


y ya por todas partes se extendía.
No se puede decir con qué vehemente
ardor se expresa el gozo de la gente;

ebookelo.com - Página 34
pero era el orador el más contento,
el cual, por su patético discurso,
creía ser, en último recurso,
el exclusivo autor de tal portento.
¡Pues cómo se sentía
nuestro buen hombre ser de consecuencia![29]
Y para sus adentros repetía:
«No hay nada que resista a la elocuencia».

Era digna de verse


la inútil y febril agitación
que entre las bellas de la población
reinaba, con objeto de atraerse
y merecer del príncipe la opción,
a quien solo lo casto y lo modesto
seducía con creces
y le encantaba más que todo el resto,
como llevaba dicho ya cien veces.

De ropa y actitud todas cambiaron,


en tono devotísimo tosieron,
sus voces suavizaron,
medio pie los peinados descendieron,
el pecho se cubrieron,
las mangas se alargaron,
tanto, que llegó día
que ni las uñas ya se les veía.

Se ve a la villa en todo su apogeo;


las artes y la gente
trabajan todos diligentemente
preparando el ya próximo himeneo:
aquí se hacen magníficas carrozas,
de formas nuevas y desconocidas,
mas tan bien concebidas
y todas tan hermosas,
que el oro, que por todas partes brilla,
resulta la más pobre maravilla.
Allí, para mirar cómodamente
y sin ningún obstáculo
toda la esplendidez del espectáculo,
levántanse ampliamente

ebookelo.com - Página 35
tribunas y tablados;
más allá arcos triunfales elevados,
en los cuales del príncipe guerrero
se celebra la gloria,
a la vez que la nítida victoria
que sobre él ha obtenido Amor artero.

Están confeccionando en otra parte,


con industrioso[30] arte,
esos fuegos que, al par que atemorizan
a la tierra con truenos inocentes,
con mil astros nacientes
los cielos embellecen y amenizan.
Acullá se procura
concertar con cuidado la locura
agradable de una ingeniosa danza,
y más allá se alcanza
a escuchar el ensayo repetido
de la dulce tonada
de una ópera, por mil dioses poblada,
la mejor que haya Italia producido[31].

Llegó por fin el día inolvidable


del real himeneo memorable.

Apenas aquel día,


sobre el fondo de un cielo reluciente,
la rosácea aurora confundía
el oro y el azul difusamente,
cuándo ya el bello sexo se levanta
sobresaltadamente;
todo el pueblo, curioso, se adelanta
y esparciéndose va por todos lados;
se ven a trechos guardias apostados,
que intentan a la plebe refrenar
obligándola el sitio a despejar.
Resuenan en palacio cornetines,
oboes, flautas, gaitas y clarines,
y en los alrededores
solo se oyen trompetas y tambores.

El príncipe aparece finalmente

ebookelo.com - Página 36
rodeado de su corte y de su gente;
todos profieren gritos de alegría,
pero se asombran luego en gran manera
viendo que, al dar la vuelta a la primera
esquina, se dirige por la vía
del bosque como hacía cada día.
«Ahí tenéis de qué suerte
—dicen— le arrastran sus inclinaciones:
pese al amor, de todas sus pasiones
la caza sigue siendo la más fuerte».

Él cruza con presura


los campos que recubren la llanura
y gana la montaña,
penetrando en el bosque con presteza
en medio del asombro y la extrañeza
de la tropa que entonces lo acompaña.

Después de haber pasado


por varios recovecos, que fielmente
su pecho enamorado
reconoce uno a uno con agrado,
encuentra finalmente
aquella cabañita
campestre en que su tierno amor habita.

Grisélidis, que ya estaba enterada


del himeneo por la fama alada,
se había puesto su mejor vestido;
y, para ir a ver del casamiento
la magnífica pompa y colorido,
en el mismo momento
salía de su rústico aposento.

«¿Adónde vais tan pronta y tan ligera?


—el príncipe la aborda de repente,
mirándola entre tanto tiernamente—.
No, no os apresuréis de esa manera,
adorable pastora:
la boda adonde os dirigís ahora,
cuyo esposo soy yo, no va a empezarse,
pues sin vos no podría celebrarse.

ebookelo.com - Página 37
»Os amo, sí, y sois vos la elegida
que yo entre mil beldades he deseado,
porque quiero pasar a vuestro lado
el resto de mi vida,
si no es que los deseos expresados
por vos son rechazados».

«¡Ah! —dijo ella—. Señor, ¿cómo pensar


que yo esté destinada
a gloria tan colmada?
Vos, señor, os queréis de mí burlar».
«Hablo en serio —dijo él—, no me he burlado,
y vuestro padre ya está de mi lado
—el príncipe, en efecto,
habíale advertido ya al respecto—.
Dignaos, pues, pastora, a ello acceder,
que es todo lo que queda por hacer.
Mas para que haya entre nosotros paz
y se mantenga firme día a día,
juradme antes que no tendréis jamás
ninguna voluntad más que la mía».

«Yo lo juro —dijo ella—, os lo prometo;


si me hubiera casado
con el ser más humilde del poblado,
obediente, tendríale respeto,
su yugo para mí suave sería;
¡cuánto más no lo haría,
si en vos tengo el honor
de encontrar a mi esposo y mi señor!».

De esta forma tan clara


el príncipe sin más se le declara,
y mientras que la corte
aplaude su elección,
él lleva a la pastora a que soporte
todo el proceso de ornamentación
con joyas, atavíos y esas cosas
que llevan de los reyes las esposas.
Las que deben cumplir esta misión
entran en la cabaña, y con presteza

ebookelo.com - Página 38
ponen toda su ciencia y su destreza
en conseguir que cada compostura
tenga un toque de gracia y donosura.

En la choza, donde en aquel momento


hay apresuramiento,
las damas no se cansan de admirar
con qué arte la pobreza
se ha sabido ocultar
bajo la pulcritud y la limpieza[32];
y al fin aquella rústica cabaña,
a la que cubre y de frescura baña
un plátano elevado,
les parece un lugar que está encantado.

Brillante y suntuosa, la pastora


sale al fin de su Cuarto encantadora;
todo allí son aplausos y cumplidos
para su gran belleza y sus vestidos;
pero bajo esa extraña esplendidez
el príncipe más de una vez añora
aquella candorosa sencillez
de su anterior atuendo de pastora.

En un gran carro de oro y de marfil,


la pastora gentil
toma, llena de majestad, asiento;
sube orgulloso el príncipe al momento,
y no halla menos gloria
en verse como amante enamorado
a su vera sentado
que en la marcha triunfal de la victoria;
la corte va detrás y en ella observan
todos la jerarquía
que su categoría
o nobleza de sangre les reservan.

Al campo la ciudad casi volcada,


cubría las llanuras del contorno,
y, de la opción del príncipe avisada,
impaciente aguardaba su retorno.
Aparece él, la gente se le acerca.

ebookelo.com - Página 39
Pero entre la compacta multitud
del pueblo que lo cerca,
que abriendo paso va con lentitud,
el carro refulgente
solo logra rodar difícilmente;
con tanta algarabía
y tan fogosos gritos de alegría
sin cesar redoblados,
los caballos, inquietos y espantados,
encabrítanse, piafan, se abalanzan,
y a la postre reculan más que avanzan.

Llegan por fin al templo palatino,


en donde, con el vínculo perenne
de promesa solemne,
los dos esposos unen su destino;
en seguida al palacio se encaminan,
donde mil diversiones les destinan:

Danza, juegos, carreras y torneo


derraman por doquier
el gozo y el placer;
y, por la noche ya, el rubio himeneo
con sus castas dulzuras
corona la jornada de ternuras.

Al día siguiente, todos los estados


del reino se presentan
y arengar a los príncipes intentan
por la palabra de sus magistrados.

De sus damas rodeada,


Grisélidis, sin parecer turbada,
como princesa a todos los oyó,
como princesa a todos respondió.
Y lo hizo con tal sabiduría
y tanta discreción, que parecía
que el cielo en abundancia
sus tesoros desparramado había
con más exuberancia
en su alma que en su cuerpo todavía.
En fin, por su talento

ebookelo.com - Página 40
y sus despiertas luces, al momento
adquirió las maneras de la gente
del gran mundo, y ya desde el primer día
tan al detalle púsose al corriente
del ingenio, el humor y la valía
de sus damas, que con su buen sentido,
jamás embarazado o confundido,
conducirlas logró mejor que antaño
condujo a las ovejas del rebaño.

Con frutos de himeneo,


y antes que el año hubiese terminado,
bendijo el cielo el lecho afortunado;
no fue un príncipe, contra su deseo;
mas la joven princesa
tenía tal belleza,
que no pensaron ya mas que en su vida;
el padre, que en seguida
le encuentra un aire dulce y fascinante,
a verla se venía a cada instante,
y la madre, aún más loca de contento,
no le quitaba ojo ni un momento.

Y así, ella misma amamantarla quiso:


«¡Ah! —dijo—. ¿Cómo hurtarme al compromiso
que me está reclamando con su llanto
sin ser sobremanera ingrata en tanto?
Porque, ¿con qué pretexto,
a la naturaleza tan opuesto,
podría yo querer serenamente
ser a medias la madre solamente,
y no serlo del todo,
de esta niña a la que amo de tal modo?».

Sucedió que, ya fuera


que el príncipe tuviera
el alma un poco menos inflamada
que en los primeros días de su ardor,
o que otra vez aquel maligno humor
le tuviera la sangre encandilada,
y su humareda espesa
los sentidos le hubiese oscurecido

ebookelo.com - Página 41
y el pecho corrompido,
en todo lo que hacía la princesa
dio en pensar que no había
mucha sinceridad;
su virtud excesiva lo ofendía
como una trampa que se le tendía
a su credulidad;
su espíritu, nervioso como estaba
y agitado por la perplejidad,
a todas las sospechas oído daba
y cierto gusto hallaba
en dudar de su gran felicidad.

Para curar esa melancolía,


esa pena que está hiriendo su alma,
él la sigue, la espía,
y se complace en perturbar su calma
con disgustos y descomedimiento,
con el miedo a que siempre algo suceda,
con todo lo que pueda
separar la verdad del fingimiento.

«Basta ya de vivir —dice— engañado;


si sus virtudes son tan innegables,
los malos tratos más insoportables
tan solo las habrán consolidado».

La tiene en el palacio bien cerrada,


de todos los placeres alejada
que naturales de la corte son,
y allá en su habitación,
donde ella sola vive retirada,
apenas deja entrar la luz del día.
Como está convencido todavía
de que en la galanura,
el lujo y la soberbia compostura
está el mayor encanto, el dulce hechizo
del sexo que natura
para complacer hizo,
le pide con rudeza
sortijas, perlas, joyas,
todo lo que contenga el guardajoyas

ebookelo.com - Página 42
que le dio como signo de terneza
cuando, de enamorado,
esposo vino a ser recién casado.

Ella, que en su intachable vida honrada


no ha tenido jamás apego a nada
que no sea cumplir con su deber,
se las da sin dejarse conmover,
e incluso, al darse cuenta del contento
que él muestra al recogerlas,
no tiene menos gozo en devolverlas
que al recibirlas tuvo en su momento.

«Mi Esposo —ella se dice— me atormenta


para probarme, y bien me doy yo cuenta
de que me hace sufrir tan solamente
a fin de despertar
y avivar mi virtud languideciente,
que en un suave reposo persistente
podría naufragar.
Si tal es su intención,
al menos tengo la seguridad
de que esa es del Señor la voluntad,
y que la dolorosa duración
de tanto mal y tanta displicencia
es para ejercitar mi fe y paciencia.

»Pues al paso que tantas desgraciadas,


siguiendo sus deseos, van errantes
por mil sendas expuestas y arriesgadas
tras placeres más bien decepcionantes,
y que el Señor, en su justicia lenta,
arrastrarse las deja al precipicio
sin mostrarse propicio
en el peligro que se les presenta,
en cambio a mí, por pura iniciativa
de su suma bondad caritativa,
como a un niño que él ama ha ido a elegirme,
y por eso se aplica a corregirme.

»Amemos, pues, su trato riguroso


y su útil crueldad:

ebookelo.com - Página 43
al fin uno es dichoso
tan solo en la medida en que ha sufrido;
amemos, pues, su paternal bondad
y la mano de que ella se ha servido».

Por más que la ve el príncipe que acata


sus órdenes tajantes sin lamento
y que de obedecerlo en todo trata,
«Ya sé —dice— cuál es el fundamento
de esa virtud fingida,
lo que deja a mis golpes sin efecto:
es que hasta ahora solo ha sido herida
en puntos donde ya no está su afecto.

»Es en la princesita, es en su hija,


donde ella ha puesto toda su ternura;
si he de acabar la prueba con ventura,
es preciso que a ella me dirija:
ahí está de verdad
quien puede hacerme ver con claridad».

De darle de mamar ella acababa


al tierno objeto de su amor ardiente,
que, acostado en su seno, sonriente,
con ella jugueteaba
y se reía mientras la miraba:
«Ya veo que la amáis —dijo él—. Empero,
que quitárosla debo considero
en esta tierna edad, para educarla
y para preservarla
de ese aire malcriado
que podría adquirir a vuestro lado.
He tenido la suerte de encontrar
una dama de mucho entendimiento,
que la sabrá educar
en el refinamiento
y en todas las virtudes que interesa
que tenga una princesa.
Así que preparaos a dejarla,
porque van a venir para llevarla».

Y la deja, pues no tiene valor

ebookelo.com - Página 44
ni ojos tan inhumanos
para ver arrancarle de las manos
aquella única prenda de su amor;
ante nueva tamaña
a ella en llanto el rostro se le baña,
y aguarda, en un sombrío abatimiento,
de su desgracia el infeliz momento.

Apenas a sus ojos se mostró


el ministro[33] execrable
de una acción tan cruel y lamentable,
«Habrá que obedecer», le contestó.
Luego tomó a su hija,
la cual con sus bracitos tiernamente
la estrechaba inocente;
Grisélidis la contemplaba fija,
besándola con maternal ardor,
y, llorando desconsoladamente,
se la entregó al odioso ejecutor.
¡Ah, cuán amargo fue allí su dolor!
Quitarle el hijo bueno
a una madre tan tierna de su seno
es la misma aflicción
que arrancarle del pecho el corazón.

Cerca de la ciudad
un monasterio entonces existía,
famoso por su mucha antigüedad,
en el que varias vírgenes[34] había
observando una gran austeridad,
bajo la dirección de una abadesa
célebre por su gran recogimiento.
Dejaron en silencio a la princesa,
sin dar a conocer su nacimiento,
con joyas de valor, y la promesa
de un galardón digno de los cuidados
que le fuesen allí proporcionados.

El príncipe quería
desterrar, entregándose a la caza,
el intenso pesar que le embaraza
por su crueldad impía,

ebookelo.com - Página 45
y temía mostrarse a la princesa,
como se teme a una feroz tigresa
a la que su cachorro le han quitado;
pero, a pesar de todo, fue tratado
con mimo, con dulzura
e incluso con idéntica ternura
a la que ella le prodigó en los días
de sus más venturosas alegrías.

Al ver que le mostraba aquel agrado


tan grande y tan atento,
se sintió golpeado
por la vergüenza y el remordimiento;
pero su malhumor inveterado
siguió siendo el más fuerte:
dos días después, con lágrimas fingidas,
para infligirle más vivas heridas,
se presentó a decirle que la muerte,
acabó de su hija con la suerte.

El golpe inesperado y doloroso


la hiere mortalmente,
pero, a pesar de su aflicción presente,
cuando vio que su esposo
cambiaba de color,
ella intentó olvidar su desventura
e incluso guardar solo su ternura
para aliviarle su falaz dolor.

Tal bondad, tal vehemencia sin igual


de amistad conyugal,
del príncipe desarma de repente
el rigor inclemente,
le causa honda emoción,
le traspasa y le cambia el corazón,
a tal punto que le entran en seguida
deseos de manifestar siquiera
que su hija todavía está con vida;
pero su bilis[35] se levanta y, fiera,
le prohíbe el misterio revelar
que quizá pueda serle útil callar.

ebookelo.com - Página 46
Desde aquel feliz día
fue tal de los esposos la armonía
y la mutua ternura,
que no se da más vívida y más pura
en medio de los más dulces instantes
que viven dos amantes.

Quince veces el sol, para ir formando


las estaciones, habitó alternando
en sus doce celestes casas[36], y eso
sin que ver consiguiera
nada que a la pareja desuniera;
porque, si por capricho y ex profeso
tal vez se complacía
en disgustarla, ya solo quería
evitar que su amor disminuyera,
de la misma manera
que el herrero apresura su labor
echando un poco de agua
en las débiles brasas de la fragua
para avivar la llama y el calor.

La joven princesita, mientras tanto,


crecía en discreción, saber y encanto;
a la espontaneidad y la dulzura
que poseía de su amable madre,
añadíase de su ilustre padre
lo noble y seductor de su apostura;
en ella se juntaba
lo que en cada carácter agradaba,
y así, de aquella mezcla tan selecta,
pudo salir una beldad perfecta.

ebookelo.com - Página 47
Lo mismo que un lucero,
una estela de luz por doquier deja;
y, habiéndola una vez visto a la reja
un noble caballero
de la corte, muy joven, bien plantado
y más hermoso en fin que el sol naciente,
quedó prendado de ella prontamente
y concibió un amor apasionado.
Pero con ese instinto indiscutible
que al bello sexo dio naturaleza,
y que toda belleza

ebookelo.com - Página 48
tiene para notar esa invisible
herida que ha causado su mirada
en el mismo momento en que es causada,
la princesa supo inmediatamente
que estaba siendo amada tiernamente.

Después de cierto tiempo resistirse,


como hay que hacer siempre antes de rendirse,
lo amó ella por su lado
con el mismo amor tierno y delicado.

El tal enamorado caballero


no era para ponerle ningún pero:
era guapo, valiente, de fortuna
y de preclara cuna,
y el príncipe los ojos puesto había
en él ya tiempo hacía
con la intención de convertirlo en yerno.
Así que recibió con alegría
la noticia de aquel mutuo amor tierno
en que se consumían por instantes
los jóvenes amantes;
pero un deseo extraño de repente
tuvo de atormentarlos cruelmente,
para hacerles comprar con mil heridas
la dicha más profunda de sus vidas.

«Tendré en hacer su dicha mucho gusto,


pero antes hay que darles un buen susto;
es preciso —se dijo— que la duda
y la inquietud más ruda
haga aún más constantes
en su fuego a los jóvenes amantes;
al mismo tiempo voy
a probar la paciencia de mi esposa,
no ya como hasta hoy
para tranquilizar mi recelosa
suspicacia y aquel temor risible,
pues dudar de su amor es imposible,
sino para mostrar
a los ojos del universo mundo
su bondad y dulzura sin segundo,

ebookelo.com - Página 49
su discreción sin par,
porque la tierra, viéndose adornada
de estos dones tan grandes, tan preciosos,
se sienta de respeto penetrada
y bendiga a los cielos generosos».

Declara, pues, al pueblo congregado


que, careciendo aún de un sucesor
en el cual el estado
pueda encontrar un día a su señor,
y habiendo muerto al poco de nacida
la hija de su himeneo loco habida,
es preciso que busque en otro lado
la dicha que no tuvo de casado;
dice que la elegida
para esposa es de ilustre nacimiento,
que ha estado hasta ese día en un convento,
y que, educada en un total candor,
con la boda él va a coronar su amor.

Ya puede imaginarse cuán terrible


fue para los dos jóvenes amantes
noticia tan cruel y tan horrible;
a los pocos instantes,
sin demostrar la más mínima huella
de tristeza o dolor, dice a su esposa
que es preciso que se separe de ella
antes de que la cosa
se resuelva en un mal más violento;
que el pueblo está indignado
por su bajo y plebeyo nacimiento,
y lo obliga a buscar en otro lado
una alianza digna de su estado.

«Es preciso —le dice— que volváis


de nuevo a vuestro techo
de bálago[37] y de helecho,
y que otra vez vistáis
vuestras antiguas ropas de pastora,
que he mandado os preparen para ahora».

Con su muda constancia inalterable

ebookelo.com - Página 50
escuchó la princesa su sentencia;
mas, bajo la apariencia
de un rostro imperturbable,
en silencio su pena devoraba
y, sin que tal quebranto
menguase lo más mínimo su encanto,
de sus ojos bellísimos manaba
copioso y tierno llanto,
de la misma manera
que a veces, al llegar la primavera,
alumbra el sol y llueve mientras tanto.

«Vos sois mi dueño, mi señor, mi esposo


—dijo ella suspirando estremecida,
a punto de caer desvanecida—,
y, por más espantoso
que sea lo que acabo de escucharos,
yo sabré demostraros
que para mí no hay nada más precioso
que obedeceros siempre y respetaros».

En seguida a su cuarto se retira,


y, quitándose luego
sus ricas vestiduras con sosiego,
se pone sin decir nada y sin ira,
aunque en tanto su corazón suspira,
las ropas que llevaba
cuando de las ovejas se encargaba.

Y con aquel humilde y simple atuendo,


al príncipe lo aborda así diciendo:

«No puedo abandonaros


sin antes obtener vuestro perdón
por no haber conseguido contentaros;
puedo sufrir mi pobre condición,
pero, señor, no vuestra indignación;
conceded esta gracia, pues, primero
a mi arrepentimiento más sincero,
y alegre viviré en mi triste hogar,
sin que el tiempo jamás pueda alterar
ni mi humilde respeto

ebookelo.com - Página 51
ni mi amor más constante y más completo».

Tal sumisión y de alma tal grandeza


bajo un vestido de tan vil bajeza
(que en el pecho del príncipe delante
le renovó los rasgos y el semblante
de la primera llama de su idilio)
le dispusieron en aquel instante
a revocar la orden de su exilio.
Movido por tan poderoso encanto
y casi a punto de romper en llanto,
se le empezó a acercar
queriéndola abrazar,
cuando de pronto la imperiosa gloria
de mantenerse impávido en su intento,
sobre su amor obtuvo la victoria,
y le hizo responder con duro acento:

«Del pasado he perdido la memoria,


me alegra que sepáis arrepentiros,
es hora de partir: ya podéis iros».

Ella parte al momento,


y al mirar a su padre ataviado
otra vez con su rústico indumento,
que con el corazón atravesado
de amargo sufrimiento
lloraba aquel trastrueque del destino
tan pronto y repentino,
le dice: «Regresemos
de nuevo a nuestros lóbregos boscajes;
nuestros nidos salvajes
a habitar retornemos,
y sin pesar dejemos
la pompa del palacio y su opulencia;
allá en nuestras cabañas no tendremos
tanta magnificencia,
en cambio encontraremos,
con mayor inocencia,
un más firme reposo,
una paz y un sosiego más sabroso».

ebookelo.com - Página 52
En cuanto a su desierto ella ha llegado,
otra vez rueca y husos ha tomado,
y va a hilar junto al mismo riachuelo
en que la había el príncipe encontrado.
Su corazón, sin hiel y sosegado,
cien veces cada día pide al cielo
que le colme a su esposo de riqueza,
de gloria y de grandeza,
que no le niegue, en fin, ningún anhelo;
un amor con caricias sustentado
no sería jamás tan inflamado.

Aquel querido esposo al que ella añora,


queriéndola probar más todavía,
a su retiro envía
a decirle que quiere verla ahora.

«Grisélidis —en cuanto se presenta,


le dice—, la princesa a quien mi mano
concederé mañana bien temprano
en el templo, es preciso que se sienta
de mí y de vos contenta.
Os pido que empleéis
todos vuestros cuidados y atenciones,
y quiero que a agradar vos me ayudéis
al objeto de mis aspiraciones;
vos sabéis de qué modo
es preciso que se me sirva en todo:
nada de ahorros ni de restricciones;
que todo huela a príncipe importante,
y sobre todo a príncipe galante.

»De modo que emplead vuestra destreza


en preparar muy bien su habitación;
haced que la elegancia y distinción,
igual que la abundancia y la riqueza,
se puedan ver allí parejamente;
en fin tened presente
que ella es una princesa
muy joven, a la que amo tiernamente.

ebookelo.com - Página 53
»Y, para que os hagáis mejor el cargo
de los cuidados que de vos espero,
mostraros ahora quiero
a quien servir de tal modo os encargo».

Cual se muestra a las puertas del oriente


la aurora renaciente,
lo mismo apareció, y aún más bella,
la princesa. Grisélidis a ella
se acerca, y en el fondo de su pecho
siente un dulce transporte de ternura
maternal, recordando la ventura
de un pasado que el tiempo ya ha deshecho;
recuerdos de otros días más dichosos
al corazón le suben presurosos:
«Mi hija, ¡ay! —se dice ella—,
si el cielo favorable y apiadado
hubiera mis deseos escuchado,
sería casi así y quizá tan bella».

En el mismo momento
concibió por aquella jovencita
un amor tan intenso y violento,
que, apenas se marchó la princesita,
el instinto siguiendo,
que sin saberlo se iba entrometiendo,
al príncipe le habló de esta manera:
«Si me lo permitís, decir quisiera
que esta princesa tan encantadora,
de la que esposo vais a ser ahora,
criada en medio de comodidades,
entre púrpuras y suntuosidades,
no sufrirá sin entregar la vida,
el trato a que yo he sido sometida.

»Por mi indigencia y nacimiento bajo


me había endurecido en el trabajo.
Podía sin esfuerzo haber sufrido
toda clase de males y aguantarme
incluso sin quejarme;
pero ella, que jamás ha conocido
lo que es ningún dolor,

ebookelo.com - Página 54
morirá ante el más mínimo rigor,
a la menor palabra un poco dura.
¡Os suplico, señor,
que la tratéis con la mayor dulzura!».

El príncipe, con tono seco y firme,


le dice: «Vos pensad solo en servirme
como mejor podáis;
no hace falta, para que lo sepáis,
que una simple pastora
venga a darme lecciones a mí ahora,
y menos todavía es menester
que se meta a enseñarme mi deber».
Grisélidis, oyendo esto, sin queja,
baja muda los ojos y se aleja.

Entre tanto, los nobles invitados


iban llegando para el himeneo
allí de todos lados;
y ya en pleno apogeo,
en medio de una sala colosal
donde el príncipe a todos reuniera
antes que se encendiera
la lámpara nupcial,
a la asamblea habló de esta manera:

«No hay en el mundo cosa,


después de la esperanza,
que esté más sometida a la mudanza
que la apariencia, aún más engañosa;
de ello podemos ver aquí presente
un ejemplo evidente.
Porque, ¿quién no creería
que mi joven amante, a quien ya veo
hecha princesa por el himeneo,
es feliz y que está de la alegría
su corazón radiante?
Pues no lo está, no obstante.

»¿A quién hacer creer se le podría


que este joven guerrero en este día,
siendo como es amante de la gloria,

ebookelo.com - Página 55
no está deseando ver este himeneo,
y precisamente él que en el torneo
va a alcanzar la victoria
sobre el Rival que sea?
Pues sin embargo no, no lo desea.

»¿Y quién aún creyera


que, hirviendo en justa cólera su pecho,
Grisélidis, de rabia y de despecho,
no está llorando y no se desespera?
Pues no se queja, no, de ningún modo,
ella consiente en todo,
y ninguna inclemencia
agotar ha podido su paciencia.

»¿Y quién no creería, finalmente,


que nada igualar puede el bienhadado
curso de mi destino afortunado,
viendo lo seductor y lo atrayente
del objeto sin par de mi deseo?
Pues bien, si el himeneo
con sus lazos llegase a verme atado,
concebiría yo un dolor profundo
y de todos los príncipes del mundo
vendría a ser el más desventurado.

»Este enigma enredoso


quizá os parecerá dificultoso;
con todo, dos palabras solamente
os lo harán comprender perfectamente,
dos palabras que van a suprimir
todos los males que acabáis de oír.

»Sabed que esta persona encantadora


—el príncipe siguió—, que habéis creído
que el corazón me ha herido,
es mi hija, y ahora
concedérsela quiero
por mujer a este joven caballero,
que la ama con amor apasionado
y por la que de igual modo es amado.

ebookelo.com - Página 56
»Debéis saber también que, vivamente
conmovido del celo y la paciencia
de esta esposa prudente
y fiel que yo he arrojado indignamente,
la recibo otra vez en mi presencia,
a fin de reparar con todo el gozo
que dar puede el amor más dulce y puro
el trato fiero y duro
que recibió de mi ánimo celoso.

»Voy a poner mayor aplicación


ahora en prevenir todos sus gustos
de la que puse, en mi perturbación,
para abrumarla a fuerza de disgustos;
y si han de perdurar en la memoria
de la futura historia
los tormentos con los que derribado
no pudo ser su corazón probado,
quiero que se hable aún más de la gloria
con que habré su virtud yo coronado».

Cual cuando densa nube violenta


el día ha oscurecido,
y el cielo, totalmente ennegrecido,
amenaza con hórrida tormenta;
si, saliendo de entre ese oscuro velo
abierto por los vientos en el cielo,
un rayo fulgurante
de luz baña el paisaje circundante,
todo ríe y recobra su belleza;
así, en todos los ojos donde había
reinado la tristeza,
de pronto estalla vívida alegría.

Ante esta aclaración inesperada,


la joven princesita complacida
de conocer que el príncipe la vida
le dio, a sus pies se arroja emocionada
y abraza sus rodillas vehemente.
Al ver el gesto ardiente
de aquella única hija tan querida,
enternecido, el padre

ebookelo.com - Página 57
la levanta en seguida,
la besa y la conduce hasta su madre,
a quien tanto placer en un momento
casi privaba del conocimiento.
Su corazón, que en tantas ocasiones,
por los más duros golpes acosado
de las tribulaciones,
con tal valor había soportado
el sufrimiento, ahora sucumbía
al peso más sutil de la alegría;
a duras penas estrechar lograba
a la hija adorable
que le devuelve el cielo favorable,
y a contener el llanto no acertaba.

«Ya tendréis —dícele el príncipe, afable—


más adelante tiempo suficiente
para satisfacer cumplidamente
de la sangre las lógicas ternuras;
volveos a poner las vestiduras
que requiere vuestra categoría:
tenemos que ir de boda todavía».

Condujeron, radiantes,
al templo a los dos jóvenes amantes,
en donde prometieron mutuamente
quererse tiernamente,
afirmando con tal prometimiento
para siempre su dulce ofrecimiento.
Todo se vuelve luego diversiones,
torneos fastuosos,
músicas, juegos, danzas y canciones,
festines deliciosos,
en donde hacia Grisélidis se vuelven
todos los ojos y, por su probada
paciencia que hasta el cielo es ensalzada,
en gloriosos elogios mil la envuelven:
es tal la complacencia
que por su caprichoso
príncipe siente el pueblo jubiloso,
que llega en su aquiescencia
hasta a alabar su bárbara experiencia,

ebookelo.com - Página 58
que un modelo tan puro y acabado
de tan bella virtud ha originado,
virtud a la mujer tan conveniente,
pero en todo lugar tan infrecuente.

ebookelo.com - Página 59
A Monsieur***[38] enviándole Grisélidis

Si hubiera hecho caso de los diferentes consejos que me han dado a propósito de
la obra que os envío, no hubiera quedado más que el cuento seco y simple, y en ese
caso hubiera sido mejor que no la tocara y que la dejara envuelta en su papel azul,
donde yace desde hace tantos años.
Empecé por leérsela a dos amigos míos:
—¿Para qué —dijo uno— extenderse tanto en el carácter de vuestro héroe? ¿Qué
se nos da de saber lo que hacía por la mañana en su consejo, y menos aún en qué se
divertía después de comer? Todo eso no es bueno más que para cortarlo.
—Yo os ruego —dijo el otro— que me quitéis esa respuesta jocosa que da a los
diputados de su pueblo que lo apremian a casarse; no cuadra en absoluto a un
príncipe grave y serio. ¿Me permitís también —prosiguió— que os aconseje suprimir
la larga descripción de la caza? ¿Qué tiene que ver todo eso con el fondo de vuestra
historia? Creedme, no son más que vanos y ambiciosos perifollos, que empobrecen
vuestro poema en lugar de enriquecerlo. Lo mismo pasa —añadió— con los
preparativos de la boda del príncipe: todo eso es ocioso e inútil. En cuanto a esas
damas que bajan los peinados, que se cubren el pecho y que alargan las mangas,
resulta una burla enojosa, igual que lo del orador que se aplaude a sí mismo por su
elocuencia.
—Yo os pediría aún —continuó hablando el primero— que quitéis los
pensamientos cristianos de Grisélidis, cuando dice que es Dios el que quiere
probarla; es un sermón fuera de lugar. Tampoco puedo sufrir las crueldades del
príncipe, me sacan de quicio; yo las suprimiría. Es verdad que forman parte de la
historia, pero no importa. También quitaría el episodio del joven caballero, que no
está ahí más que para casarse con la princesa; eso alarga excesivamente el cuento.
—Pero —le dije yo— sin eso el cuento acabaría mal.
—No sabría qué deciros —respondió—, pero yo no dejaría de quitarlo.
A los pocos días repetí la misma lectura ante otros dos amigos, que no me dijeron
una sola palabra acerca de los pasajes de que acabo de hablar, pero me pusieron
cantidad de reparos en otros.
—Muy lejos de quejarme del rigor de vuestra crítica —les dije—, de lo que me
quejo es de que no sea lo suficientemente severa: os habéis dejado pasar un sinfín de
pasajes que a otros les parecen muy dignos de censura.
—¿Como cuál? —dijeron ellos.
—Parece ser —les dije— que el carácter del príncipe está descrito con excesiva
extensión, y que a nadie se le da nada de saber lo que hacía por la mañana y menos
por la tarde.
—Están burlándose de vos —dijeron los dos a una—, cuando os hacen
semejantes críticas.

ebookelo.com - Página 60
—Reprueban —proseguí— la respuesta que da el príncipe a los que lo apremian
a casarse, como demasiado jocosa e indigna de un príncipe grave y serio.
—Pero venid acá —repuso uno de ellos—, ¿y qué mal hay en que un joven
príncipe de Italia, país donde están acostumbrados a oír burlas a los hombres más
graves y más encumbrados por su dignidad, y que además tiene a gala hablar mal de
las mujeres y del matrimonio, materias tan dadas a la burla, se haya holgado un
poco con tal tema? Sea como fuere, yo os pido gracia para ese pasaje así como para
el orador que creía haber convertido al príncipe, y para la bajada de los peinados;
pues a los que no les haya gustado la respuesta jocosa del príncipe, camino llevan de
haber arramblado también con esos dos pasajes.
—Lo habéis adivinado —le dije—. Pero, por otro lado, los que no gustan más que
de las cosas divertidas no han podido sufrir los pensamientos cristianos de la
princesa, cuando dice que es Dios el que quiere probarla. Pretenden que es un
sermón que no viene a cuento.
—¿Que no viene a cuento? —repuso el otro—. No solo tales pensamientos
convienen al tema, pero incluso son ahí absolutamente necesarios. Necesitabais
hacer creíble la paciencia de vuestra heroína: ¿y qué otro medio os quedaba que el
de mirar los malos tratos de su esposo como venidos de la mano de Dios? Sin eso, se
la tomaría por la más estúpida de las mujeres, lo que indudablemente no sería de
buen efecto.
—Aún reprueban —les dije— el episodio del joven caballero que se casa con la
princesa.
—Error —repuso él—; como vuestra obra es un verdadero poema por más que le
hayáis dado el título de novela, es preciso que al final no deje nada que desear. Pero,
si la princesa volviera al convento sin casarse después de haberlo esperado, ni
quedaría contenta ella ni los que leyeran la novela.
A consecuencia de tal discusión, he decidido dejar mi obra poco más o menos
como fue leída en la Academia. En una palabra, he tenido el cuidado de corregir las
cosas que se me ha demostrado ser malas en sí mismas; pero, en lo que atañe a las
que me han parecido no tener otro defecto que el de no ser del gusto de algunas
personas quizá excesivamente delicadas, he creído que no debía tocarlas.

¿Sería una razón definitiva


para alzar de la mesa un rico plato
el que haya un invitado que lo esquiva,
si por desgracia no lo encuentra grato?
Es preciso que todo el mundo viva,
y los platos, para agradar a todos,
como los gustos, sean de varios modos.

Sea como fuere, he creído que debía remitirme al público, el cual siempre juzga

ebookelo.com - Página 61
bien. Él me enseñará lo que debo pensar, y yo seguiré exactamente todos sus
consejos, si alguna vez tuviese que hacer una segunda edición de esta obra.

ebookelo.com - Página 62
Piel de Asno
Ilustraciones de Rocío Martínez

ebookelo.com - Página 63
A la señora Marquesa de L***[39]

Hay gente cuyo espíritu estirado,


bajo su nunca desfruncida frente,
no soporta, ni estima, ni consiente
más que lo que es pomposo y elevado;
en cuanto a mí, me atrevo a sostener
que hay veces, en efecto,
que al espíritu incluso más selecto
pueden gustarle sin enrojecer
hasta las Marionetas[40];
y que hay lugares, tiempos y facetas
en que la gravedad y lo cetrino
no valen un pepino.
¿Por qué va a ser entonces sorprendente
que la razón más cuerda y más prudente,
con frecuencia de vigilar cansada,
mecida agudamente
por cuentos de ogro[41] y hada,
halle gusto en dar una cabezada?

Sin temer que me tache, pues, la gente


de emplear mal mi tiempo de recreo,
voy a contaros inmediatamente,
según vuestro legítimo deseo,
la historia de Piel de Asno largamente.

ebookelo.com - Página 64
Era una vez un rey, el más notable
que hubo sobre la tierra,
amable en paz como terrible en guerra,
en fin, solo a sí mismo comparable:
sus vecinos temían, sus estados
estaban sosegados,
y las virtudes y las bellas Artes
se veían florecer por todas partes
a la sombra del cedro y la palmera.
Su adorable mitad, fiel compañera,
era tan bella y tan encantadora,
de un carácter tan dulce, delicado,
y tan acomodado[42],
que el rey con ella ahora
no se sentía nunca tan dichoso
de ser el rey como de ser su esposo.
De su casto himeneo, de ternura
rebosante, de encanto y de dulzura,
una hija tuvieron solamente,
pero tan virtuosa,
que al fin se consolaron fácilmente
de no tener familia numerosa.

En su vasto palacio suntuoso


todo era fastuoso;
gran hormiguero por doquier hervía
allí de cortesanos y criados;
en su cuadra tenía
caballos grandes y pequeños, fuertes,
de toda raza y suertes,
con hermosas gualdrapas enjaezados,
rígidas por el oro y los bordados;
pero lo que asombraba
a todo el que allí entraba
era que, en el lugar más aparente[43],
todo un maese asno lindamente
sus dos largas orejas ostentaba.
Quizá os sorprenda un tanto
una injusticia tal,

ebookelo.com - Página 65
mas seguro que en cuanto
conozcáis sus virtudes sin igual,
no os parecerá grande en demasía
todo el honor de que se lo cubría.
Tan limpio lo formó naturaleza,
que nunca se ensuciaba,
y en lugar de boñigos él soltaba
buenos luises[44] y escudos, pieza a pieza,
que, en cuanto despertaba,
cada mañana allí se recogía
sobre la rubia cama[45] en que dormía.

El cielo, que se cansa en ocasiones


de contentar al hombre, y con sus dones
siempre suele mezclar el contratiempo,
como mezcla la lluvia y el buen tiempo,
permitió que una enfermedad rabiosa
minase de repente
los días de la reina venturosa.
Se buscan prontamente[46]
remedios por doquier, pero ni toda
la facultad que estudia y cursa al Griego[47],
ni tanto charlatán como hay de moda
pudieron apagar juntos el fuego
que la fiebre encendía
y que se incrementaba día a día.

Cuando al fin le llegó su hora postrera


dijo al rey, su marido:
«No me toméis a mal que antes que muera
os exija una cosa,
y es que si, cuando yo ya me haya ido,
quisierais otra vez tomar esposa…».
«¡Ah! —dijo el rey—. Perded todo cuidado,
pues pensar que tendré nuevo deseo
de casarme es pensar en lo excusado».
La reina replicó: «Yo así lo creo,
si he de juzgar por vuestro amor vehemente;
mas, para estar segura totalmente,
que me lo juréis quiero,
con la excepción, empero,
de que si halláis una mujer más bella,

ebookelo.com - Página 66
mejor hecha que yo, buena y prudente,
vos podréis prometeros libremente
y casaros con ella».
Tenía tal confianza en su belleza,
que una promesa así le parecía
un juramento, habido con destreza,
de que nunca jamás se casaría.
El príncipe, de hinojos,
y bañados en lágrimas los ojos,
juró cuanto la reina le pidió;
la reina entre sus brazos se murió,
y entre gritos, plañido y lloriqueo,
nunca un marido armó tanto jaleo.
Oyendo sus sollozos noche y día,
dedujeron que ya no duraría
mucho su duelo por su amor difunto,
pues lloraba a destajo
como hombre apresurado que el trabajo
quiere acabar al punto.

ebookelo.com - Página 67
Y no se equivocaron al respecto.
Al cabo de unos meses, en efecto,
el rey quiso casarse
y empezó la elección a prepararse;
mas no era fácil cosa:
tenía que guardar su juramento
y era preciso que la nueva esposa
fuera más agraciada y más hermosa
que la llevada ha poco al monumento[48].

Ni la corte, con su feraz plantilla

ebookelo.com - Página 68
de beldades, ni el campo, ni la villa,
ni los reinos vecinos,
recorridos en todos sus caminos,
pudieron proveer otra como ella;
la infanta únicamente era más bella
y un juvenil encanto poseía
que la difunta al fin ya no tenía.
El mismo rey también cayó en la cuenta
y, ardiendo de pasión tan violenta,
en su locura dio en imaginarse
que con ella tenía que casarse.
Llegó a encontrar incluso un casuista[49]
que, resolviendo el caso a simple vista,
juzgó posible la proposición.
Pero, de oír hablar de tal pasión,
la princesa, sombría,
se quejaba y lloraba noche y día.

Con el alma cargada


de penas, fue a buscar a su madrina,
muy lejos, a una cueva retirada,
que en nácar y coral era una mina
de tan profusamente engalanada.
Se trataba de un hada
admirable, sin duda un hada aparte,
que no tuvo rival nunca en su arte.
(Supongo que deciros es ocioso
qué era un hada en aquel tiempo dichoso,
pues vuestra aya de fijo
en vuestros tiernos años ya os lo dijo).

«Ya sé —dijo ella, al ver a la princesa—


lo que os trae a mi lado,
y conozco la profunda tristeza
que vuestro corazón tiene embargado;
pero, estando yo aquí, no haya cuidado.
Nada podrá dañaros en el mundo,
si seguís mis consejos sin segundo.
Vuestro padre, es verdad, tiene intenciones
de casarse con vos, por de contado;
sería un gran pecado
acceder a sus locas pretensiones,

ebookelo.com - Página 69
mas sin contradecirlo, con mis trazas,
hay un modo de darle calabazas.
Decidle de improviso
que, antes de que se rinda vuestro pecho
a su amor, y para saciar de hecho
todos vuestros deseos, es preciso
que un vestido os regale
color del tiempo[50]: a ver por dónde sale.
Con todo su poder y su riqueza,
y por más que los cielos
siempre colmen en todo sus anhelos,
jamás podrá cumplir esa promesa».

Temblando, la princesa
marchó rápidamente
a decirlo a su padre enamorado,
quien inmediatamente
pasó un comunicado
a los mejores sastres del estado,
advirtiéndoles que, si no le hacían,
sin tardar demasiado,
un vestido color del tiempo, irían
a parar a la horca de contado.

Cuando el segundo día


no había despuntado todavía,
trajeron el vestido deseado:
del empíreo el azul más encendido,
cuando de nubes de oro va ceñido,
no presenta un color más azulado.
La infanta, traspasada
de dolor y alegría,
no sabe qué decir ni cómo haría
para escapar a la palabra dada.
«Princesa —al punto díjole al oído
su madrina—, pedidle otro vestido,
que sea mucho más resplandeciente
y aún menos corriente:
decid que lo queréis color de luna.
No os lo podrá ofrecer, sin duda alguna».

Apenas la princesa hubo pedido

ebookelo.com - Página 70
el famoso vestido,
cuando el rey ordenó a su bordador:
«Que no pueda tener más resplandor
ni el astro de la noche, y que tu gente
me lo haga en cuatro días puntualmente».

En la indicada fecha
la rica vestidura estuvo hecha,
tal como el rey la había detallado.
Cuando la noche en lo alto de los cielos
ha extendido sus velos,
la luna, con su manto plateado,
no se muestra tan regia e imponente
en medio de su curso diligente,
cuando su claridad, más viva que ellas,
hace palidecer a las estrellas.

La princesa quedó tan admirada


al ver aquel vestido
de tan maravilloso colorido,
que estaba a consentir determinada;
pero, por su madrina allí inspirada,
dijo al príncipe amante:
«Yo no podré tener gozo cumplido
hasta que no posea otro vestido
aún mucho más brillante
y del color del sol». Siempre galante,
el rey, que a su manera
la amaba con amor extraordinario,
llamó al instante a un rico lapidario[51]
y luego le ordenó que se lo hiciera
de un soberbio tejido
de diamantes y de oro guarnecido,
diciendo que, de no quedar contento,
lo haría perecer en el tormento.

No tuvo el rey que molestar su mano


en cumplir su amenaza soberana,
pues, antes de acabada la semana,
el hábil artesano
trajo su obra preciosa,
tan radiante, tan viva, tan hermosa,

ebookelo.com - Página 71
que el rubicundo amante de Climene[52]
no deslumbra los ojos y no tiene
brillantez tan profusa,
cuando en su carro de oro de Este a Oeste
pasea por la bóveda celeste.

La infanta, a quien confusa


acaban de dejar aquellos dones,
no sabe qué razones
responder a su padre y rey. Al punto
su madrina intervino en el asunto,
la tomó de la mano
y le dijo al oído con gran tino:
«Vamos por buen camino,
no hay que desanimarse tan temprano.
¿Tan extraño es que pueda
haceros un magnífico presente
mientras el asno que sabéis le queda,
que le llena la bolsa diariamente
de escudos de oro? Ya nos falta poco.
Pedid la piel de ese animal sin par.
Como es su única fuente
de recursos, o mucho me equivoco,
o no os la podrá dar».

Mucho el hada sabía,


y con todo ignoraba todavía
que el amor violento,
con tal de estar contento,
oro y plata puede estimar en nada;
la infanta recibió inmediatamente
la piel galantemente
tan pronto como fue solicitada.

Pero cuando la piel le fue llevada


se asustó horriblemente
y comenzó a llorar amargamente.
Llegó de pronto su madrina, el hada,
y le hizo ver que, obrando rectamente,
no hay por qué temer nada;
que convenía hacer creer al rey
que estaba preparada

ebookelo.com - Página 72
a someterse a la conyugal ley,
pero al momento, sola y disfrazada,
que se marchara a algún país lejano,
obviando un mal tan cierto y tan cercano.

«En este cofre —dijo—, traje a traje,


meteremos todo vuestro equipaje,
con tocador, espejo,
diamantes y rubíes. Junto os dejo
mi varita, que encierra
un mágico poder sobrehumano:
llevándola en la mano,
el cofre, siempre oculto bajo tierra,
recorrerá de modo clandestino
vuestro mismo camino,
y, cada vez que lo queráis abrir,
apenas mi bastón la tierra toque
cuando por arte de birlibirloque
vendrá ante vuestros ojos a surgir.
Para volveros irreconocible
la piel del asno es un disfraz perfecto.
Ocultaos bajo esta piel horrible:
nadie creerá, viéndoos con tal aspecto,
que algo tan espantoso
pueda encerrar un rostro tan hermoso».

Apenas la princesa, transformada,


con el frescor del alba dejó al hada,
cuando el príncipe, que para la fiesta
del feliz himeneo ya se apresta,
se entera horrorizado
de su funesto sino desgraciado.
No hay casa, ni camino, senda o huella
que no se reconozca prontamente;
mas todo inútilmente:
no hay modo de saber qué ha sido de ella.

Honda melancolía
se extendió por doquier, triste y sombría;
se acabaron las bodas, el convite,
la tarta y el confite;
las damas de la corte, en su tristura,

ebookelo.com - Página 73
apenas si probaron plato alguno;
pero el más triste fue sin duda el cura,
porque llegó muy tarde al desayuno
y, para más castigo,
encima se quedó sin el bodigo[53].

Entre tanto la infanta proseguía


su camino con aire pordiosero,
lleno el rostro de fea porquería;
a todo pasajero
la mano le tendía,
e intentaba, porfiada,
encontrar un empleo de criada.
Pero incluso a los menos delicados
y a los más desgraciados,
les bastaba mirarla
tan repugnante y llena de basura,
para que no quisieran escucharla
ni acoger a tan sucia criatura.
Andando, andando, andando marchó lejos,
lejos, lejos, más lejos todavía;
y con sus aparejos
arribó finalmente a una alquería,
en donde la granjera requería
alguna merdellona[54],
cuya industria llegara en su trabajo
hasta lavar rodillas, ser fregona,
y limpiar a los cerdos el dornajo[55].

Al fondo, en un rincón de la cocina,


la echaron sin cuidados,
en donde los criados,
gentuza libertina,
nunca paraban de mortificarla,
contradecirla y ridiculizarla;
no sabían qué pieza
jugarle[56] ya, acosándola a diario;
era el blanco ordinario
de toda broma, pulla y agudeza.

Los domingos hallaba


un poco de descanso en su condena;

ebookelo.com - Página 74
acabada temprano la faena,
se metía en su cuarto, se encerraba,
la mugre se quitaba,
abría luego su baúl viajero,
armaba el tocador con gran esmero
y encima sus tarritos colocaba.
Contenta y satisfecha ante el espejo,
el vestido de luna se ponía,
o aquel en que el reflejo
del sol resplandecía,
o el hermoso vestido azul de vuelo,
al que el azul del cielo
igualar no podría,
y solo le dolía
comprobar que en aquel pequeño suelo
no se podía sola
del todo desplegar la larga cola.
A ella verse joven le gustaba,
con aquella rosada y blanca tez,
y cien veces más brava[57]
que nadie hubiera sido alguna vez;
aquel dulce placer la sustentaba
y hasta el otro domingo la llevaba.

ebookelo.com - Página 75
Olvidaba decir con este cuento
que la gran alquería
de criadero[58] servía
a un rey muy poderoso y opulento;
que dentro de él había
gallinas del país de Berbería[59],
cormoranes, pintadas, gallarones,
rascones, almizclados[60] ansarones,
y mil aves exóticas y bellas,
que, diferentes casi todas ellas,
llenaban diez completos corralones.

ebookelo.com - Página 76
El hijo del rey iba con frecuencia
a aquella encantadora residencia,
siempre que, al regresar
de la caza, quería descansar
y beber con los nobles de su corte.
No fue Céfalo[61] de belleza tal:
era su noble porte,
y su aspecto marcial,
propio para espantar con su presencia
al batallón de más fiera insolencia.
Piel de Asno lo vio en la lejanía
con ternura y cariño,
y él dedujo de aquella su osadía
que debajo de tanto desaliño,
sus harapos y aquella mugre espesa,
latía el corazón de una princesa.

«¡Qué noble, aunque parece descuidado,


qué amable —decía ella—,
y cuán feliz debe de ser la bella
a quien su corazón haya entregado!
Si me honrase con un traje de nada,
el más humilde de los atavíos,
me sentiría más engalanada
que con todos los míos».

Un día el joven príncipe vagaba


de corral en corral a la aventura,
y atravesó una galería oscura,
en donde se encontraba
de Piel de Asno aquel cuartucho escaso,
y por el ojo de la cerradura
miró por puro acaso.
Estaba ella, por ser día de fiesta,
ricamente compuesta[62],
y llevaba el magnífico vestido
que, de gruesos diamantes
y oro fino tejido,
podía compararse por instantes
a los rayos del sol más deslumbrantes.
El príncipe, admirado,

ebookelo.com - Página 77
la contempla a su gusto con agrado,
y, de puro contento,
recobrar puede apenas el aliento.
Por más bello que sea su vestido,
cien veces más lo tienen conmovido
del rostro la hermosura,
su óvalo perfecto,
sus rasgos delicados, su blancura
espléndida, su juvenil frescura;
con todo, la nobleza de su aspecto
y aún más su recato y discreción
—la prueba más segura
de la belleza de su alma pura—
se apoderaron de su corazón.

Del ardor que lo agita y desconcierta,


tres veces quiso derribar la puerta;
pero, creyendo verse
delante de una diosa,
una veneración respetuosa
tres veces hizo al brazo detenerse.

Pensativo, al palacio se retira,


y de día y de noche allí suspira;
no quiere ir más al baile y lo rechaza
a pesar de encontrarse en Carnaval.
Detesta los teatros y la caza,
llega a una inapetencia general,
todo le sienta mal[63],
y en el fondo su enfermedad consiste
en una languidez mortal y triste.

Quiso saber quién era


la ninfa fascinante que vivía
en un corral cualquiera,
al fondo de una horrible galería,
donde no se ve gota en pleno día.
«Ah, esa es Piel de Asno —le dijeron—,
y no es ninfa ni guapa;
Piel de Asno le pusieron
a causa de la piel con que se tapa;
es el mejor remedio, desde luego,

ebookelo.com - Página 78
contra males de Amor, porque hasta un ciego
vería que es la tal,
después del lobo, el más feo animal».

Por más que le han contado,


él no puede creer a aquella gente;
el rostro que el amor ha dibujado,
presente en su memoria tenazmente,
jamás será borrado.

Y la reina, su madre, como quiera


que no tiene más hijos, lastimera,
se desespera y llora,
y a que declare el mal que lo devora
lo apremia e insta en vano;
Él llora, hipa, suspira, gimotea,
no dice nada, a no ser que desea
comer un pastel hecho por la mano
de Piel de Asno; y la madre no comprende
qué quiere decir su hijo y qué pretende.
«¡Oh, señora! —le dicen—. ¡Qué desea!
Esa Piel de Asno es más negra que un topo
y más pazpuerca[64] y fea
que un guarro marmitón, ¡y aún es piropo!».
«No importa lo que sea
—dice al punto la reina—; de momento
ha de ser nuestro solo pensamiento
satisfacerle y darle gusto en todo».
Su madre lo quería de tal modo,
que oro le hubiera dado,
si comer oro hubiera deseado.

Así que Piel de Asno toma harina,


que había hecho cerner expresamente
porque la masa fuera aún más fina,
la mantequilla, sal, huevos recientes,
y, para hacer a gusto su pastel,
se encierra sola en el cuartucho aquel.

Empezó por lavarse en agua clara


las manos y los brazos y la cara,
y luego se vistió

ebookelo.com - Página 79
un corpiño de plata, que abrochó,
para hacer su trabajo dignamente,
al cual se dedicó inmediatamente.

Dicen que al trabajar con tal denuedo


se le salió del dedo
un anillo muy caro y excelente,
que a la masa cayó por accidente;
pero los que conocen de memoria
el final y la clave de la historia
aseguran que lo hizo expresamente;
y yo también lo creo, francamente,
pues estoy convencido
de que, cuando a su puerta él se encontraba
y por la cerradura la miraba,
ella cayó en la cuenta de corrido:
y es que para estas cosas
son las mujeres tan habilidosas
y su ojo tan atento,
que no hay modo de verlas un momento
sin que ellas sepan que las han mirado.
Igualmente tengo el convencimiento,
y podría jurarlo sin cuidado,
de que ella no dudó ni un solo instante
que su joven amante
vería la sortija con agrado.

Nunca salió pastel más delicioso,


y al príncipe le supo tan sabroso,
que no faltó un pelillo
para que con aquel tragar goloso
se tragara también hasta el anillo.
Cuando vio la esmeralda inestimable,
el estrecho aro de oro, que mostraba
y la forma del dedo dibujaba,
se emocionó con un gozo inefable;
bajo la almohada lo guardó al momento,
y, puesto que su mal iba en aumento,
los médicos, preñados de experiencia,
viéndolo adelgazar de día en día,
dictaminaron con su magna ciencia
que eran males de amor lo que tenía.

ebookelo.com - Página 80
Como es el himeneo hasta el presente,
por mucho que se lo haya denigrado,
un remedio excelente
para la enfermedad de que se ha hablado,
dedujeron de modo concluyente
que casarlo sería lo sensato;
hízose de rogar no poco rato
y al fin dijo: «De acuerdo, pero accedo
solo si en matrimonio se me dona
a la única persona
que le vaya este anillo bien al dedo».
Fue grande de los reyes la sorpresa
ante esta petición estrafalaria,
pero estaba tan mal, que, en su extrañeza,
no osó nadie llevarle la contraria.

Vedlos cómo se ponen a buscar


a la que aquel anillo, sin mirar
a noblezas de sangre ni linaje,
iba en tan alto rango a colocar;
no hay nadie que no baje
a presentar su dedo, ni se mueva
a ceder su derecho a hacer la prueba.

Habiéndose la especie[65] propagado


de que hace falta un dedo muy delgado
para aspirar al príncipe heredero,
no falta charlatán ni titerero
que, para ser oído con agrado,
no posea el secreto
de adelgazar el dedo más repleto;
siguiendo una su insólito capricho,
lo rae de cabo a rabo
como si fuera un nabo;
otra corta un trocito al susodicho;
otra se lo machaca
creyendo que de tal modo lo aflaca;
otra lo mete en cierta agua preciosa
para disminuirlo de tamaño,
y no logra otra cosa
que hacer caer la piel de modo extraño;
no queda, en fin, maniobra

ebookelo.com - Página 81
que alguna dama no ponga por obra,
con tal de ver su dedo hecho dedillo
y conseguir que quepa en el anillo.

La prueba comenzó por las princesas,


marquesas y duquesas;
pero sus dedos, aunque delicados,
todavía no eran bien delgados
y no entraban. Allí las baronesas,
todas las damas nobles, las condesas,
su mano presentaron una a una,
pero en vano, pues no sirvió ninguna.

Después comparecieron las grisetas[66],


pues las hay muy bien hechas y coquetas,
con dedos menuditos,
graciosos y bonitos,
alguno de los cuales parecía
que ajustarse al anillo lograría.
Mas la sortija, fuera de su dueña,
era siempre muy grande o muy pequeña,
y con desdén profundo
por igual rechazaba a todo el mundo.

Fue preciso llegar últimamente


a las criadas, a las cocineras,
a las paveras, a las lavanderas,
y, resumidamente,
la flor y nata de lo pueblerino,
cuyas zarpas, negruzcas y encarnadas,
no menos que las manos delicadas,
esperaban también feliz destino.
Se presentaron mozas a patadas,
con un dedo tan poco femenino,
rechoncho y abultado,
que, por mucho que empuja
la sortija del príncipe anhelado,
con más dificultad habría pasado
que un cable por el ojo de una aguja.

Se creyó que la prueba terminaba,


porque, en efecto, ya solo faltaba

ebookelo.com - Página 82
la pobre Piel de Asno en su cocina.
«¿Pero cómo hay quien crea —dijo uno—
que a reinar a esa el cielo la destina?».
Mas el príncipe dijo al importuno:
«¿Y por qué no? Que venga esa cuitada».
Todo el mundo soltó la carcajada,
y a voces dicen: «¿Qué significa esto?
¿Es que va a entrar aquí ese coco infesto?».
Pero cuando sacó la vil sirvienta
de debajo de aquella piel pizmienta[67]
una pequeña mano juvenil,
que parecía hecha de un marfil
que la púrpura hubiera coloreado,
y cuando con justeza sin igual
la sortija fatal[68]
hubo su breve dedo rodeado,
sufrió toda la corte
tal asombro que no es para contado.

En medio de este súbito transporte[69]


y atropellada charla
ante el rey disponíanse a llevarla;
mas pidió con empeño
que, antes de presentarse
a la vista de su señor y dueño,
la dejaran cambiarse
y ponerse un vestido más lucido.
A la verdad, toda la concurrencia
se aprestaba a burlarse del vestido;
pero, cuando llegó a la residencia
real, atravesando corredores,
con sus pomposas[70] ropas superiores,
cuya magnificencia
jamás fuera igualada;
y sus rubios cabellos fascinantes
sembrados de diamantes,
cuya luz deslumbrante e irisada
despedía mil rayos, comparables
solo a los de sus ojos admirables,
azules, grandes, dulces y rasgados,
que, de orgullosa majestad cargados,
jamás mirar supieran

ebookelo.com - Página 83
sin herir y agradar a quien los vieran;
y su cintura, en fin, que de tan fina,
y menuda como era
abarcar con dos manos se pudiera,
mostraron su gentil gracia divina,
ante tanto atractivo,
las damas de la corte,
con todos sus encantos y alto porte,
perdieron su incentivo.

En medio del bullicio y alborozo


de la asamblea entera,
el buen rey no cabía en sí de gozo
viendo los atractivos de su nuera;
también la reina estaba entusiasmada,
y el príncipe, su amante, sucumbía,
con el alma de júbilo inundada,
al peso de su arrobo y alegría.

ebookelo.com - Página 84
Bien pronto cada cual se dio al empleo
de prepararse para el himeneo;
el monarca invitó con mil honores
a los reyes de los alrededores,
quienes, brillantemente engalanados,
dejaron sus estados,
para asistir a tan notable día.
Llegar se los veía
de los cálidos climas de la aurora[71],
montados en sus grandes elefantes,
también vinieron de la costa mora[72],
que, más negros y feos que los de antes,

ebookelo.com - Página 85
con aquellas facciones
asustaban a niños y lactantes;
finalmente, de todos los rincones
del mundo van llegando,
hasta quedar la corte rebosando.

Mas sea como fuera,


no hubo príncipe ni hubo potentado
que con más esplendor apareciera
que el padre de la novia, el que anduviera
en otro tiempo de ella enamorado,
que con el tiempo había purificado
el fuego en que su alma antaño ardiera.
Había desterrado
al fin todo deseo criminal,
y lo poco que en su alma generosa
quedaba de la antigua llama odiosa
aumentaba el cariño paternal.
No bien la divisó: «¡Alabado sea
el Cielo, que permite que te vea
otra vez, hija mía!»,
dijo y, todo llorando de alegría,
corrió al punto a abrazarla tiernamente;
allí toda la gente
se interesó por su feliz ventura,
y el más contento fue el futuro esposo,
al saber que por esa coyuntura
era yerno de un rey tan poderoso.

La madrina llegó en ese momento,


contó toda la historia
y acabó con su cuento
de colmar a Piel de Asno más de gloria.
No resulta difícil comprender
que el objetivo del presente cuento
es que los niños lleguen a aprender
que exponerse al más rudo sufrimiento
es mejor que faltar a su deber;
que puede la virtud ser desgraciada,
pero al final es siempre coronada;

que contra los amores caprichosos

ebookelo.com - Página 86
y sus transportes locos y fogosos
la más fuerte razón es débil dique,
y no existen tesoros tan valiosos
que un amante no pierda y sacrifique;

que no hay joven criatura, o es muy rara,


que con pan de centeno y agua clara
no pueda mantenerse,
si tiene un buen vestido que ponerse;
que debajo del cielo no hay doncella
que no se crea bella,
y no piense a menudo todavía
que, de estar en la célebre querella
de aquellas tres beldades también ella,
ganado la manzana de oro habría[73].

El cuento de Piel de Asno, ciertamente,


no resulta creíble fácilmente,
pero mientras existan en el mundo
niños, madres y abuelas, su fecundo
recuerdo quedará siempre en la mente.

ebookelo.com - Página 87
Los deseos ridículos
Ilustraciones de Ulises Wensell

ebookelo.com - Página 88
A la señorita de la C***[74]

Si, como sois, no fuerais tan sensata,


me guardaría mucho de contaros
esta fábula loca y poco grata
que voy a relataros.
De un ana[75] de morcilla va la cosa.
«¡Un ana de morcilla! ¡Por piedad,
querida mía, vaya atrocidad!»,
gritaría sin duda una preciosa
que, siempre tierna y seria,
no quiere oír hablar de otra materia
que la sentimental y la amorosa.
Pero a vos, que como ningún mortal
tenéis el don de cautivar contando,
y con esa expresión tan natural
nos parece estar viendo y aun tocando
lo que se va escuchando;
que sabéis que en la forma de invención
de cualquier creación
es donde está, más que en el argumento,
la belleza real de todo cuento,
a vos os va a gustar esta conseja
y sin duda también su moraleja;
quizá soy atrevido,
pero estoy plenamente convencido.

ebookelo.com - Página 89
Era una vez un pobre leñador,
tan harto de la vida que llevaba
de miseria y dolor,
que —decía— tan solo deseaba
perder de vista el monte
e irse a reposar al Aqueronte[76]:
porque veía, en su dolor profundo,
que desde que se hallaba en este mundo
nunca jamás el cielo empedernido
ni un deseo le había concedido.

Un día en que en el bosque se quejaba,


mientras se lamentaba,
Júpiter[77], rayo en mano, apareció.
Mal podría pintar todo el canguelo
que al buen hombre le entró.
«¡No quiero nada! —el pobre hombre exclamó
arrojándose al suelo—.
Ni deseos ni truenos, no haya tal:
vamos a hablar, Señor, de igual a igual».
Júpiter respondió: «No tiembles tanto;
vengo, compadecido de tu llanto,
pues quiero demostrarte
que, con tanto quejarte,
me estás perjudicando sin objeto.
Ahora escúchame. Yo te prometo
(y hacerlo está en mi mano,
pues soy del mundo dueño soberano)
atender tres deseos por completo:
los primeros que quieras formular
de todo cuanto puedas desear.
Mira bien lo que va a hacerte dichoso,
mira bien lo que va a satisfacerte;
y, pues tu feliz suerte
depende de tus votos[78], sé juicioso,
y antes de que formules un deseo
piensa bien lo que pides y su empleo».

ebookelo.com - Página 90
Júpiter a los cielos se subió
y el leñador, contento,
abrazando al momento
el haz de leña, al hombro se lo echó
y volvió con la carga a su morada.
¡Jamás le pareció menos pesada!
Mientras iba trotando de carrera,
decía: «No hay que obrar a la ligera;
la cosa es importante, y aun sospecho
que me tiene más cuenta
pedir su parecer a la parienta».
Y, entrando bajo el techo
de su choza de helecho,

ebookelo.com - Página 91
dijo: «Bueno, Paquita, ahora hagamos
un buen fuego y una buena comida,
pues vamos a ser ricos de por vida;
solo necesitamos
formular los deseos que queramos».

Y allí, punto por punto,


le cuenta con detalles el asunto.
Al oírlo, la esposa,
resuelta y presurosa,
concibió mil proyectos en su mente;
pero, considerando conveniente

ebookelo.com - Página 92
actuar con prudencia,
dijo a su esposo: «Blas, amigo mío,
para no cometer un desvarío,
y por nuestra impaciencia
estropearlo todo,
examinemos mano a mano el modo
de obrar en este caso y no a voleo;
dejemos, pues, nuestro primer deseo
para mañana y, antes de hacer nada,
vamos a consultarlo con la almohada».
«Me parece de perlas el consejo
—dijo el bueno de Blas—; trae vino añejo».
Bebió, y ante aquel fuego delicioso,
saboreando a sus anchas el reposo,
se apoyó en el respaldo de la silla
y dijo: «Con rescoldo tan hermoso,
¡qué bien vendría un ana de morcilla!».
Estaba estas palabras aún diciendo,
cuando su mujer, presa
de asombro y de sorpresa,
vio una larga morcilla que, saliendo
de una esquina junto a la chimenea,
se aproximaba a ella serpenteando.

ebookelo.com - Página 93
Al pronto lanzó un grito, mas pensando
que la imprudente idea
que su marido por torpeza pura
propuso, ocasionaba la aventura,
no hubo injuria ni pulla ni improperio
que, de rabia y coraje, no dijera
al pobre esposo. «Cuando se pudiera
—le decía— obtener todo un imperio,
oro, perlas, rubíes y diamantes,
vestidos que causaran maravilla,
¿no tienes cosas más interesantes
que desear morcilla?».
«Bueno, me he equivocado,

ebookelo.com - Página 94
he andado en mi elección desacertado
—dijo él—, una gran falta he cometido;
para otra vez lo haré con más sentido».
«¡Ya —dijo ella—, espérame sentado!
¡Se necesita ser un animal
para poder tener deseo tal!».
Más de una vez, de cólera llevado,
el buen esposo se sintió tentado
de formular allí el deseo mudo
de quedarse inmediatamente viudo.
Y, dicho entre nosotros, tal vez fuera
la cosa que mejor hacer pudiera.
«Los hombres —se decía— hemos venido
a sufrir a este mundo fementido.
¡Mala fiebre amarilla
se lleve dos mil veces la morcilla!
¡Oh, plega a Dios, pécora condenada
que se te quede en la nariz colgada!».

La súplica sencilla
al punto por el cielo fue escuchada,
y apenas el marido
sus palabras había proferido,
a la nariz de la mujer airada
el ana de morcilla vio pegada.
Este nuevo prodigio sorprendente
acabó de irritarla enormemente.
El caso es que Paquita
era bien parecida, era bonita,
de muy agradable aspecto,
y, si se ha de decir la verdad pura,
en tal lugar tamaña floritura[79]
no hacía, francamente, buen efecto;
salvo que tal pendiente,
al colgarle por cima de la boca,
le impedía charlar tranquilamente,
lo que para un esposo, ciertamente,
resultaba una auténtica bicoca,
tan grande, que en aquel feliz momento
andúvole rondando el pensamiento
la tentación golosa
de no desear ya ninguna cosa.

ebookelo.com - Página 95
«Pudiera —se decía— fácilmente,
después de una desgracia tan funesta,
emplear el deseo que me resta
en convertirme en rey seguidamente.
Desde luego no existe nada igual
al esplendor real;
pero pensar aún es conveniente
qué físico la reina ofrecería,
y en qué dolor se la sumergiría
al sentarla en un trono, soberana,
y con una nariz de más de un ana.
Escucharla sobre esto convendría,
que ella misma decida en esta empresa
si quiere convertirse en gran princesa
con la horrible nariz que tiene ahora,
o, si no, seguir siendo leñadora
con la nariz corriente
como la de cualquier bicho viviente,
y como todavía
antes de esta desgracia ella tenía».

Al fin, la cosa bien examinada,


y aun sabiendo el poder que proporciona
el cetro y la corona,
y que, con la cabeza coronada,
no hay nariz que no esté bien modelada,
como no existe nada que posea
la fuerza del deseo de agradar,
prefirió su tocado[80] conservar
antes que hacerse reina siendo fea.
No cambió el leñador, en fin, de estado,
y no se convirtió en un potentado,
y ni bolsa ni arqueta
consiguió ver de escudos bien repleta,
feliz como se hallaba
de emplear el deseo que quedaba,
para, con su concurso
(débil felicidad, pobre recurso),
volver a su mujer como ella estaba.

Se ve, pues, que los hombres miserables,


ciegos, atolondrados y variables,

ebookelo.com - Página 96
no deben formular deseo alguno,
y que de entre ellos no hay casi ninguno
que sepa usar de modo acomodado
las mercedes que el cielo le ha otorgado.

ebookelo.com - Página 97
Historias o cuentos de antaño
A Mademoiselle[81]

A nadie le parecerá extraño que un niño se haya complacido en componer los


cuentos de esta colección, pero sí sorprenderá que haya tenido la osadía de
ofrecéroslos. Sin embargo, Mademoiselle, por más desproporción que haya entre la
simplicidad de estos relatos y las luces de vuestro entendimiento, si se examinan
detenidamente estos cuentos se verá que no soy tan vituperable como parezco en
principio. Todos encierran una moraleja muy sensata, y que se descubre más o menos
según el grado de penetración de los que los leen; además, como nada denota tanto
la grandeza de alma como poder elevarse hasta las cosas más grandes y al mismo
tiempo abajarse hasta las más pequeñas, nadie se sorprenderá de que la misma
princesa a quien la Naturaleza y la educación han familiarizado con lo más elevado
no desdeñe complacerse en semejantes bagatelas. Es verdad que estos cuentos
ofrecen una imagen de lo que sucede en las familias más modestas, donde la loable
impaciencia por instruir a los niños hace imaginar historias desprovistas de razón,
para acomodarse a esos mismos niños que no la tienen todavía; pero ¿a quién
conviene más saber cómo viven los pueblos que a las personas a quien el cielo
destina a conducirlos? El deseo de saberlo empujó a los héroes, y aun a héroes de
vuestra raza, hasta las chozas y las cabañas, para ver de cerca y por sí mismos lo
más peculiar de lo que en ellas sucedía, habiéndoles parecido necesario saberlo para
su perfecta instrucción. Sea como fuere, Mademoiselle,

¿podría yo elegir más cabalmente


para hacer verosímil y creíble
lo que en la fábula haya de increíble?
¿Y acaso hubo alguna hada antiguamente
que diera a alguna joven criatura
en raras ocasiones
tantos dones, tan exquisitos dones
como os ha concedido a vos Natura?

Con mi más profundo respeto, MADEMOISELLE, quedo de Vuestra Alteza Real,


el más humilde y obediente servidor,

P. DARMANCOUR

ebookelo.com - Página 98
La Bella durmiente del bosque
Ilustraciones de Teresa Novoa

ebookelo.com - Página 99
Érase una vez un rey y una reina que, por no tener hijos, estaban tan afligidos, tan
afligidos, que no hay palabras para decirlo. Fueron a todas las aguas[82] del mundo;
votos, peregrinaciones, pequeñas devociones, todo lo pusieron en práctica, sin que
sirviera de nada.
Sin embargo, la Reina quedó por fin encinta y dio a luz una niña: hicieron un
hermoso bautizo; eligieron para madrinas de la Princesita a todas las hadas que
pudieron encontrar en el país (se encontraron siete), para que al otorgarle cada una un
don, como era costumbre entre las hadas de aquel tiempo, la Princesa tuviera todas
las perfecciones imaginables.
Después de las ceremonias del bautizo, todos los invitados volvieron al palacio
del Rey, donde se celebraba un gran festín para las hadas. Colocaron ante cada una de
ellas un magnífico cubierto, con un estuche de oro macizo, donde venía una cuchara,
un tenedor y un cuchillo de oro fino, guarnecido de diamantes y rubíes. Pero, cuando
cada cual estaba sentándose a la mesa, vieron entrar a un hada vieja, a quien no
habían convidado porque hacía más de cincuenta años que no salía de una torre, y la
creían muerta o encantada.
El Rey mandó que le dieran un cubierto, pero no hubo manera de darle un estuche
de oro macizo como a las demás, porque no habían mandado hacer más que siete para
las siete hadas. La vieja pensó que la despreciaban y masculló amenazas entre
dientes. Una de las hadas jóvenes, que se encontraba a su lado, lo oyó e, imaginando
que podría depararle a la Princesita algún don desapacible, en cuanto se levantaron de
la mesa fue a esconderse detrás de las cortinas, para hablar la última y poder reparar
hasta donde le fuera posible el daño que hubiera hecho la vieja.
Entre tanto, las hadas empezaron a conceder sus dones a la Princesa. La más
joven le otorgó el don de ser la persona más bella del mundo; la siguiente, el de tener
ingenio como un ángel; la tercera, el de mostrar una gracia admirable en todo lo que
hiciera; la cuarta, el de bailar perfectamente; la quinta, el de cantar como un ruiseñor,
y la sexta, el de tocar con suma perfección toda clase de instrumentos. Al llegarle el
turno a la vieja hada, dijo, sacudiendo la cabeza más por despecho que por su vejez,
que la Princesa se atravesaría la mano con un huso y a consecuencia moriría. Aquel
terrible don hizo estremecerse a todos los invitados y no hubo nadie que no llorase.
En aquel instante la joven hada salió de detrás de las cortinas y dijo en alta voz
estas palabras:
—Tranquilizaos, Rey y Reina, vuestra hija no morirá; es verdad que no tengo
suficiente poder para deshacer por completo lo que ha hecho mi vieja compañera. La
Princesa se atravesará la mano con un huso; pero, en vez de morir, caerá solo en un
profundo sueño, que durará cien años, al cabo de los cuales vendrá a despertarla el
hijo de un rey.

ebookelo.com - Página 100


El Rey, tratando de evitar la desgracia anunciada por la vieja, mandó publicar en
seguida un edicto, por el que prohibía a todas las personas hilar con huso ni tener
husos en su casa, so pena de muerte.
Al cabo de quince o dieciséis años, habiendo ido el Rey y la Reina a una de sus
casas de recreo, sucedió que la joven Princesa, corriendo un día por el castillo y
subiendo de habitación en habitación, llegó hasta lo alto de un torreón, a una pequeña
buhardilla, donde una buena vieja hilaba el copo a solas. La buena mujer no había
oído hablar de la prohibición de hilar con huso que el Rey había dispuesto.
—¿Qué hacéis aquí, buena mujer? —dijo la Princesa.
—Estoy hilando, hermosa niña —le respondió la vieja, que no la conocía.
—¡Ah! ¡Qué bonito es! —prosiguió la Princesa—. ¿Cómo hacéis? Dejadme, a ver
si sé hacerlo yo también.
Apenas cogió el huso, como era muy viva, un poco distraída, y como además la
sentencia de las hadas así lo ordenaba, se atravesó la mano con él y cayó desvanecida.
La buena vieja, muy confusa, pide[83] socorro: vienen de todas partes, echan agua al
rostro de la Princesa, la desabrochan, le dan golpecitos en las manos, le frotan las
sienes con agua de la reina de Hungría[84], pero nada la hacía volver en sí. Entonces
el Rey, que había subido al oír el ruido, se acordó de la predicción de las hadas y,
comprendiendo que aquello tenía que suceder, ya que las hadas lo habían dicho,
mandó poner a la Princesa en el aposento más hermoso del palacio, en una cama
bordada de oro y plata. Parecía un ángel, de tan hermosa como estaba; en efecto, su
desmayo no le había quitado los colores vivos de su tez: sus mejillas estaban
encarnadas y sus labios parecían de coral; solo tenía los ojos cerrados, pero se la oía
respirar suavemente, lo que indicaba que no estaba muerta.
El Rey ordenó que la dejaran dormir en paz, hasta que le llegara la hora de
despertarse. El hada buena que le había salvado la vida condenándola a dormir cien
años se hallaba en el reino de Mataquín, a doce mil leguas de allí, cuando le sucedió a
la Princesa el accidente; pero al instante le avisó un enanito que tenía botas de siete
leguas (eran botas con las que se andaban siete leguas de una sola zancada). El hada
partió en seguida, y se la vio llegar al cabo de una hora en una carroza de fuego,
tirada por dragones. El Rey fue a ofrecerle la mano cuando bajaba de la carroza. Ella
aprobó todo lo que él había hecho. Pero, como era muy previsora, pensó que, cuando
la Princesa despertara, se vería muy apurada sola en aquel viejo castillo: veamos lo
que hizo. Tocó con su varita mágica todo lo que había en el castillo (excepto al Rey y
a la Reina): ayas, damas de honor, camaristas, gentileshombres, encargados,
mayordomos, cocineros, marmitones[85], galopines de cocina, guardias, porteros,
pajes, lacayos. Tocó también todos los caballos que había en las cuadras, con los
palafreneros, los grandes mastines de corral, y la pequeña Puf, la perrita de la
Princesa, que estaba a su lado encima de la cama. Apenas los hubo tocado, se
durmieron todos para no despertarse hasta el mismo momento que su ama, con el fin
de estar todos preparados para servirla cuando lo necesitara; los propios asadores, que

ebookelo.com - Página 101


estaban puestos al fuego llenos de perdices y faisanes, se durmieron, y también el
fuego. Todo esto se hizo en un instante; las hadas no tardaban mucho en hacer su
tarea.
Entonces, el Rey y la Reina, después de besar a su querida hija sin que se
despertara, salieron del castillo y mandaron publicar la prohibición de que nadie se
acercara a él. Tal prohibición no era necesaria, porque en un cuarto de hora creció
alrededor del parque tal cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y de
espinos entrelazados los unos con los otros, que ni hombre ni animal hubiera podido
pasar: de forma que solo se veía lo alto de las torres del castillo, y eso desde muy
lejos.

ebookelo.com - Página 102


Nadie dudó que el hada hubiera hecho otra vez una de las suyas, para que la
Princesa, mientras durmiera, no tuviera nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del rey que reinaba entonces y que era de distinta
familia que la Princesa dormida, habiendo ido de caza por aquella parte, preguntó qué
torres eran aquellas que veía por encima de un gran bosque muy espeso; cada uno le
respondió según lo que había oído decir. Unos decían que era un viejo castillo donde
se aparecían espíritus; otros, que todas las brujas de la comarca celebraban allí su
aquelarre. La opinión más común era que vivía en él un ogro y que llevaba allí a
todos los niños que podía coger, para poder comérselos a sus anchas y sin que
pudieran seguirlo, pues solo él tenía el poder de abrirse paso por el bosque. El
Príncipe no sabía qué pensar de todo aquello, cuando un viejo campesino tomó la
palabra y le dijo:
—Príncipe, hace más de cincuenta años oí decir a mi padre que en ese castillo
había una princesa, la más hermosa del mundo, que tenía que dormir en él cien años,
y que la despertaría el hijo de un rey, a quien estaba destinada.
Ante aquellas palabras, el joven Príncipe se sintió inflamado. Creyó sin vacilar
que llevaría a cabo tan bella aventura; y, empujado por el amor y la gloria, determinó
ver en el acto qué era aquello. Apenas avanzó hacia el bosque, cuando todos los
grandes árboles, las zarzas y los espinos se apartaron por sí mismos para dejarlo
pasar: se dirige[86] hacia el castillo que veía al fondo de una gran alameda, por donde
entró, y lo que le sorprendió un poco fue que nadie de su gente había podido seguirlo,
porque los árboles volvieron a juntarse en cuanto él hubo pasado.
No dejó de proseguir su camino: un príncipe joven y enamorado siempre es
valiente. Entró en un gran patio, donde todo lo que vio al principio era para helarlo de
espanto: había un silencio horroroso, la imagen de la muerte aparecía por todas
partes, y no había más que cuerpos tendidos de hombres y animales, que parecían
muertos. Sin embargo, por la nariz llena de granos y la cara bermeja de los porteros,
conoció que solo estaban dormidos, y sus tazas, donde quedaban todavía algunas
gotas de vino indicaban claramente que se habían dormido bebiendo.
Atraviesa un gran patio pavimentado de mármol, sube por la escalera, penetra en
la sala de los guardias, que estaban colocados en fila, con la escopeta de rueda[87] al
hombro y roncando a más y mejor. Atraviesa varias habitaciones, llenas de
gentileshombres y de damas, todos dormidos, unos de pie, otros sentados; entra en
una habitación completamente dorada y vio en una cama, cuyas cortinas estaban
descorridas por todos los lados, el más bello espectáculo que pudo ver jamás: una
princesa que parecía tener quince o dieciséis años y cuyo brillo resplandeciente tenía
no sé qué de divino y luminoso.
Se acercó temblando y maravillado y se arrodilló a su lado. Entonces, como había
llegado el fin del encantamiento, la Princesa se despertó; y, mirándolo con ojos más
tiernos de lo que una primera mirada puede permitir, dijo:
—¿Sois vos, Príncipe mío? Os habéis hecho esperar mucho tiempo.

ebookelo.com - Página 103


El Príncipe, encantado de aquellas palabras y más aún del modo de decirlas, le
aseguró que la quería más que a sí mismo. Sus razones resultaron desordenadas, pero
por eso gustaron más. Poca elocuencia, mucho amor. Estaba más confuso que ella y
no hay de qué extrañarse. A ella le había dado tiempo de soñar en lo que tendría que
decirle, porque parece ser (la historia, sin embargo, no dice nada de esto) que el hada
buena le había proporcionado el placer de soñar cosas agradables durante tan largo
sueño.
En fin, llevaban cuatro horas hablándose y todavía no se habían dicho la mitad de
las cosas que tenían que decirse.
Entre tanto, todo el palacio se había despertado al mismo tiempo que la Princesa:
cada uno pensaba en su tarea y, como no todos estaban enamorados, se morían de
hambre; la dama de honor, que tenía prisa como los demás, se impacientó y dijo en
alta voz a la Princesa que la comida estaba servida. El Príncipe ayudó a la Princesa a
levantarse. Estaba vestida del todo y con suma magnificencia; pero él se guardó muy
mucho de decirle que iba vestida como su abuela y que llevaba todavía gorguera[88];
no por eso estaba menos hermosa.
Pasaron a un salón de espejos, y allí cenaron, atendidos por los encargados del
servicio de la Princesa; los violines y los oboes tocaron piezas antiguas pero
excelentes, aunque hacía más de cien años que nadie las tocaba; y después de cenar,
sin pérdida de tiempo, el gran capellán los casó en la capilla del castillo y la dama de
honor corrió la cortina; durmieron poco: la Princesa no lo necesitaba mucho, y el
Príncipe la dejó por la mañana para volver a la ciudad, donde su padre estaría
inquieto por él.
El Príncipe le dijo que, cazando, se había perdido en el bosque y que había
dormido en la choza de un carbonero, que le dio de comer pan negro y queso. El Rey,
su padre, que era buena persona, lo creyó, pero su madre no quedó muy convencida y,
viendo que iba casi todos los días de caza y que siempre tenía a mano una razón para
disculparse cuando había dormido dos o tres noches fuera de casa, ya no dudó que
tuviera algún amorío: y es que vivió con la Princesa más de dos años enteros y tuvo
de ella dos hijos: el primero fue una niña, a quien dieron por nombre Aurora, y el
segundo un hijo, a quien llamaron Día, porque parecía aún más hermoso que su
hermana.

ebookelo.com - Página 104


La Reina, para obligarlo a hablar con claridad, le dijo varias veces a su hijo que
en la vida había que pasarlo bien, pero él nunca se atrevió a confiarle su secreto;
aunque la quería, la temía, porque era de raza de ogros, y el Rey solo se había casado
con ella por sus muchas riquezas; hasta decían bajito en la Corte que tenía las
inclinaciones de los ogros y que, al ver pasar a los niños pequeños, le costaba todo el
trabajo del mundo contenerse para no lanzarse sobre ellos; por eso el Príncipe nunca
quiso decir nada. Pero, cuando murió el Rey, lo cual sucedió dos años más tarde, y él
se vio dueño, declaró públicamente su matrimonio, y fue con mucha ceremonia a
buscar a la Reina, su mujer, a su castillo. Le hicieron una acogida magnífica en la
capital, donde entró en medio de sus dos hijos.
Algún tiempo después el Rey fue a hacer la guerra contra el emperador
Cantalabutte, su vecino. Dejó la regencia del reino a la Reina, su madre, y le
encomendó mucho a su mujer y sus hijos: tenía que estar en la guerra todo el verano

ebookelo.com - Página 105


y, en cuanto se fue, la Reina madre mandó a su nuera y a sus hijos a una casa de
campo entre los bosques, para poder satisfacer más a gusto su horrible deseo. Fue allí
unos días después y una noche dijo a su mayordomo:
—Mañana quiero comerme a la pequeña Aurora en la comida.
—¡Ah, señora! —dijo el mayordomo.
—Yo lo quiero —dijo la Reina (y lo dijo con el tono de una ogresa que tiene
ganas de comer carne fresca)—, y quiero comérmela con salsa Robert[89].

El pobre hombre, al ver que no podía burlarse de una ogresa, cogió su gran
cuchillo y subió a la habitación de la pequeña Aurora; tenía por entonces cuatro años
y vino saltando y riendo a arrojarse a su cuello a pedirle caramelos. Él se echó a
llorar, el cuchillo se le cayó de las manos y se fue al corral a degollar un corderito y
lo preparó con una salsa tan buena, que su ama le aseguró que nunca había comido
nada tan rico. Al mismo tiempo se llevó a la pequeña Aurora y se la entregó a su

ebookelo.com - Página 106


mujer para que la escondiera en el cuarto que tenía al fondo del corral.
Ocho días después la malvada Reina dijo a su mayordomo:
—Quiero comerme al pequeño Día para la cena.
Él no replicó, resuelto a engañarla como la otra vez; fue a buscar al pequeño Día
y lo encontró con un pequeño florete en la mano, con el que estaba practicando
esgrima con un gran mono, y eso que no tenía más que tres años. Se lo llevó a su
mujer, quien lo escondió con la pequeña Aurora, y le sirvió en lugar del pequeño Día
un cabritillo muy tierno, que la ogresa encontró extraordinariamente rico.
Hasta ahora todo había ido muy bien; pero una noche la malvada de la Reina dijo
al mayordomo:
—Quiero comerme a la Reina con la misma salsa que sus hijos.
Fue entonces cuando el pobre mayordomo desesperó de poder engañarla otra vez.
La joven Reina tenía veinte años largos, sin contar los cien que había dormido; su
piel era algo dura, aunque bella y blanca. ¿Y cómo encontrar en el corral un animal
tan duro? Para salvar la vida, tomó la resolución de degollar a la Reina, y subió a su
habitación con la intención de acabar de una vez.
Hacía por despertar su cólera y entró, puñal en mano, en la habitación de la joven
Reina. Sin embargo, no quiso sorprenderla y le comunicó con mucho respeto la orden
que había recibido de la Reina madre:
—Cumplid con vuestro deber —dijo ella, presentándole el cuello—, ejecutad la
orden que se os ha dado; volveré a ver a mis hijos, mis pobres hijos a quienes tanto
quise —pues ella los creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada.
—No, no, señora —le respondió el pobre mayordomo completamente enternecido
—, no moriréis y no dejaréis de ir a ver a vuestros queridos hijos, pero será en mi
casa, donde los escondí, y engañaré de nuevo a la Reina, dándole de comer una cierva
joven en vuestro lugar.
La condujo en seguida a su habitación, donde la dejó abrazar a sus hijos y llorar
con ellos, y fue a aderezar una cierva, que comió la Reina para la cena con el mismo
apetito que si hubiera sido la joven Reina. Estaba muy contenta de su crueldad y se
disponía a decir al Rey a su vuelta que los lobos rabiosos se habían comido a la
Reina, su mujer, y a sus dos hijos.
Una noche en que vagaba según su costumbre por los patios y corrales del castillo
para olfatear carne fresca, oyó en un vestíbulo al pequeño Día, que lloraba porque la
Reina, su madre, quería darle unos azotes por haber sido malo, y oyó también a la
pequeña Aurora, que pedía perdón para su hermano. La ogresa conoció la voz de la
Reina y de sus hijos y, furiosa por haber sido engañada, encarga a la mañana
siguiente, con una voz espantosa, que hacía temblar a todo el mundo, que llevaran en
medio del patio una gran cuba, que mandó llenar de sapos[90], víboras, culebras y
serpientes, para echar dentro a la Reina y a sus hijos, al mayordomo, su mujer y su
sirvienta: había dado la orden de llevarlos con las manos atadas a la espalda.
Estaban allí, y los verdugos se disponían a tirarlos a la cuba, cuando el Rey, a

ebookelo.com - Página 107


quien nadie esperaba tan pronto, entró en el patio a caballo; había venido por la
posta[91] y preguntó muy extrañado qué significaba aquel horrible espectáculo; nadie
se atrevía a decírselo, cuando la ogresa, rabiando de ver lo que veía, se tiró ella
misma de cabeza en la cuba y fue devorada en un instante por los feos bichos que
había mandado poner. El Rey no dejó de sentirlo: al fin y al cabo era su madre; pero
pronto se consoló con su hermosa mujer y con sus hijos.

ebookelo.com - Página 108


MORALEJA

El esperar un tiempo prudencial


para tener esposo
rico, guapo, galante y cariñoso,
es cosa natural;
pero esperarlo cien años, y estarse
los cien años durmiendo sin cansarse,
ya no hay hembra corriente
que duerma tanto y tan tranquilamente.

La fábula parece aún querer


hacernos comprender
que a menudo los lazos deliciosos
de himeneo no son menos dichosos
porque se los difiera,
y que nada se pierde con la espera;
mas la mujer con tan fogoso ardor
aspira a la promesa conyugal,
que no tengo la fuerza ni el valor
de predicarle moraleja tal.

ebookelo.com - Página 109


Caperucita roja
Ilustraciones de Juan Ramón Alonso

ebookelo.com - Página 110


Érase una vez una niña de pueblo, la más bonita que se pudo ver jamás; su madre
estaba loca con ella, y su abuela más loca todavía. La buena mujer encargó una
caperucita roja para ella, que le sentaba tan bien, que por todas partes la llamaban
Caperucita roja.
Un día su madre, habiendo cocido y hecho tortas[92], le dijo:
—Ve a ver cómo anda la abuela, pues me han dicho que estaba mala; llévale una
torta y este tarrito de mantequilla.
Caperucita roja salió en seguida para ir a casa de su abuela, que vivía en otro
pueblo. Al pasar por un bosque, se encontró con el compadre lobo, que tuvo muchas
ganas de comérsela, pero no se atrevió, porque andaban por el monte algunos
leñadores. Le preguntó adónde iba; la pobre niña, que no sabía que es peligroso
pararse a escuchar a un lobo, le dijo:
—Voy a ver a mi abuela, y a llevarle una torta con un tarrito de mantequilla que le
envía mi madre.
—¿Vive muy lejos? —le dijo el lobo.
—¡Oh sí! —dijo Caperucita roja—. ¿Ve aquel molino lejos, lejos? Pues, nada más
pasarlo, en la primera casa del pueblo.
—Pues mira —dijo el lobo—, yo también quiero ir a verla; yo voy a ir por este
camino y tú por aquel, a ver quién llega antes.
El lobo echó a correr con todas sus fuerzas por el camino más corto, y la niña se
fue por el camino más largo, entreteniéndose en coger avellanas, correr tras las
mariposas y hacer ramilletes con las florecillas que encontraba.

ebookelo.com - Página 111


No tardó mucho el lobo en llegar a la casa de la abuela; llamó: «Toc, toc».
—¿Quién es?
—Soy su nieta, Caperucita roja —dijo el lobo, desfigurando la voz—, y le traigo
una torta y un tarrito de mantequilla que le envía mi madre.
La buena de la abuela, que estaba en la cama porque se encontraba un poco mal,
le gritó:
—Tira de la aldabilla y caerá la tarabilla[93].
El lobo tiró de la aldabilla y se abrió la puerta. Se arrojó sobre la buena mujer y la
devoró en un santiamén, pues hacía más de tres días que no había comido.
Después cerró la puerta y fue a acostarse en la cama de la abuela, aguardando a
Caperucita roja, que llegó un poco más tarde y llamó a la puerta: «Toc, toc».
—¿Quién es?

ebookelo.com - Página 112


Caperucita roja, al oír el vozarrón del lobo, tuvo miedo al principio, pero,
creyendo que su abuela estaba acatarrada, contestó:
—Soy su nieta, Caperucita roja, y le traigo una torta y un tarrito de mantequilla
que le envía mi madre.
El lobo le gritó, suavizando un poco la voz:
—Tira de la aldabilla y caerá la tarabilla.
Caperucita roja tiró de la aldabilla y se abrió la puerta. El lobo, al verla entrar, le
dijo mientras se ocultaba en la cama bajo la manta:
—Deja la torta y el tarrito de mantequilla encima del arca y ven a acostarte
conmigo.

Caperucita roja se desnudó y fue a meterse en la cama, donde se quedó muy

ebookelo.com - Página 113


sorprendida al ver cómo era su abuela en camisón. Le dijo:
—¡Abuelita, qué brazos más grandes tiene!
—Son para abrazarte mejor, hija mía.
—¡Abuelita, qué piernas más grandes tiene!
—Son para correr mejor, niña mía.
—¡Abuelita, qué orejas más grandes tiene!
—Son para oír mejor, niña mía.
—¡Abuelita, qué ojos más grandes tiene!
—Son para ver mejor, niña mía.
—¡Abuelita, qué dientes más grandes tiene!
—¡Son para comerte![94]
Y diciendo estas palabras, el malvado del lobo se arrojó sobre Caperucita roja y
se la comió.

ebookelo.com - Página 114


ebookelo.com - Página 115
MORALEJA

Vemos aquí que los adolescentes


y más las jovencitas
elegantes, bien hechas y bonitas,
hacen mal en oír a ciertas gentes,
y que no hay que extrañarse de la broma
de que a tantas el lobo se las coma.
Digo el lobo, porque estos animales
no todos son iguales:
los hay con un carácter excelente
y humor afable, dulce y complaciente,
que sin ruido, sin hiel ni irritación
persiguen a las jóvenes doncellas,
llegando detrás de ellas
a la casa y hasta la habitación.
¿Quién ignora que lobos tan melosos
son los más peligrosos?

ebookelo.com - Página 116


Barba azul
Ilustraciones de Emilio Urberuaga

ebookelo.com - Página 117


Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo,
vajilla de oro y plata, muebles tapizados de brocado y carrozas completamente
doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía tan
feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.
Una de sus vecinas, dama de calidad, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le
pidió una en matrimonio, y dejó a su elección que le diera la que quisiera. Ninguna de
las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían capaces de tomar un
hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había
casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.
Barba azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus
mejores amigas y con algunos jóvenes del vecindario a una de sus casas de campo,
donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza y de
pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche
gastándose bromas unos a otros; en fin, todo resultó tan bien, que a la menor empezó
a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la barba tan azul y que era un hombre
muy cortés y biencriado. De vuelta a la ciudad, se concluyó la boda.
Al cabo de un mes Barba azul dijo a su mujer que se veía obligado a emprender
un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas, por un asunto de mucha
importancia; que le rogaba se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus
amigas, que las llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.
—Estas son —le dijo— las llaves de los dos grandes guardamuebles; estas, las de
la vajilla de oro y plata que no se saca a diario; estas, las de mis cajas fuertes, donde
están el oro y la plata; esta, la de los estuches donde están las pedrerías, y esta, la
llave maestra de todos los apartamentos. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete
del fondo de la gran galería del piso de abajo[95]: abrid todo, andad por donde queráis,
pero os prohíbo entrar en ese pequeño gabinete, y os lo prohíbo de tal suerte que, si
llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.

ebookelo.com - Página 118


Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él,
después de besarla, sube a su carroza y sale de viaje.
Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la
recién casada, de tan impacientes como estaban por ver todas las riquezas de su casa,
pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba azul les daba
miedo.
Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los
guardarropas, todos a cual más bellos y ricos. Después subieron a los guardamuebles,
donde no dejaban de admirar el número y la belleza de las tapicerías, de las camas, de
los sofás, de los bargueños[96], de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde
se veía uno de cuerpo entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros

ebookelo.com - Página 119


de plata sobredorada, eran los más hermosos y magníficos que se pudo ver jamás. No
paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se divertía a
la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el
gabinete del piso de abajo.
Se vio tan dominada por su curiosidad, que, sin considerar que era una falta de
educación dejarlas, bajó por una escalerita oculta, y con tal precipitación, que pensó
romperse la cabeza dos o tres veces.

ebookelo.com - Página 120


Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición
que su marido le había hecho, y considerando que podría sucederle alguna desgracia
por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no pudo resistirla: cogió la
llavecita y abrió temblando la puerta del gabinete.
Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de
algunos momentos empezó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de
sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias mujeres
muertas y sujetas a lo largo de las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba
azul se había casado y que había degollado una tras otra). Pensó morirse de miedo, y
la llave del gabinete, que acababa de sacar de la cerradura, se le cayó de la mano.
Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta
y subió a su habitación para reponerse un poco; pero no lo conseguía de tan agitada
como estaba. Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la secó dos o
tres veces, pero la sangre no se iba; por más que la lavaba e incluso la frotaba con
arena y asperón[97], siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no
había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía
en otro.
Barba azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido
cartas en camino que le anunciaban que el asunto por el cual se había ido acababa de
solucionarse a favor suyo. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle que estaba
encantada de su rápida vuelta.
Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan
temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo que había pasado.
—¿Cómo es que —le dijo— la llave del gabinete no está con las demás?
—Se me habrá quedado arriba en la mesa —dijo.
—No dejéis de dármela en seguida —dijo Barba azul.
Después de aplazarlo varias veces, no hubo más remedio que traer la llave. Barba
azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:
—¿Por qué tiene sangre esta llave?
—No lo sé —respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.
—No lo sabéis… —prosiguió Barba azul—. Pues yo sí que lo sé: habéis querido
entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis en él e iréis a ocupar vuestro sitio al
lado de las damas que habéis visto.
Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las
muestras de un verdadero arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y
afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero Barba azul tenía el
corazón más duro que una roca.
—Señora, habéis de morir —le dijo—, y ahora mismo.
—Ya que he de morir —le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas
—, dadme un poco de tiempo para encomendarme a Dios.
—Os doy medio cuarto de hora —prosiguió Barba azul—, pero ni un momento

ebookelo.com - Página 121


más.
Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:
—Ana, hermana mía —pues así se llamaba—, por favor, sube a lo más alto de la
torre para ver si vienen mis hermanos; me prometieron que vendrían a verme hoy, y,
si los ves, hazles señas para que se den prisa.
Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre afligida le gritaba de vez en
cuando:
—Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana le respondía:
—No veo más que el sol que polvorea[98] y la hierba que verdea.
Entre tanto Barba azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas
sus fuerzas a su mujer:
—¡Baja[99] en seguida o subo yo a por ti!
—Un momento, por favor —le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito—:
Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?
Y su hermana Ana respondía:
—No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.
—¡Vamos, baja en seguida —gritaba Barba azul— o subo yo a por ti!
—Voy —respondía su mujer, y luego gritaba—: Ana, hermana Ana, ¿no ves venir
a nadie?
—Veo —respondió su hermana— una gran polvareda que se dirige hacia acá.
—¿Son mis hermanos?
—¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.
—¿Quieres bajar de una vez? —gritaba Barba azul.
—Un momento —respondía su mujer; y luego, gritaba—: Ana, hermana Ana,
¿no ves venir a nadie?
—Veo —respondió— dos caballeros que se dirigen hacia acá, pero todavía están
muy lejos… ¡Bendito sea Dios! —exclamó un momento después—. Son mis
hermanos: estoy haciéndoles todas las señas que puedo para que se den prisa.
Barba azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.
La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, llorosa y desmelenada.
—Es inútil —dijo Barba azul—, tienes que morir.
Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo en
el aire con la otra, iba a cortarle la cabeza.
La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con sus ojos moribundos, le
rogó que le concediera un momentito para recogerse.
—No, no —dijo—, encomiéndate bien a Dios.
Y, levantando el brazo…
En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba azul se detuvo de
repente: abrieron y en seguida vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se
lanzaron directamente hacia Barba azul. Él reconoció a los hermanos de su mujer, el

ebookelo.com - Página 122


uno dragón y el otro mosquetero[100], así que huyó en seguida para salvarse; pero los
dos hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo cogieron antes de que pudiera
alcanzar la escalinata. Le traspasaron el cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.

La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para
levantarse y abrazar a sus hermanos.
Sucedió que Barba azul no tenía herederos, y así su mujer quedó dueña de todos
sus bienes. Empleó una parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre

ebookelo.com - Página 123


que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra parte en comprar cargos de
capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy
cortés y biencriado, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba
azul.

ebookelo.com - Página 124


MORALEJA

Es la curiosidad una manía


que, pese a su atractivo y apetencia,
cuesta muchos disgustos con frecuencia,
y de ello hay mil ejemplos cada día.
Es, pese a las mujeres, un placer
ligero y harto avaro,
que en probándolo ya deja de ser,
y siempre cuesta demasiado caro.

ebookelo.com - Página 125


OTRA MORALEJA

Por poco hombre sensato que uno sea


y del mundo conozca un poco el paño,
es muy lógico que en seguida vea
que esta historia solo es cuento de antaño.
Ya no queda un esposo tan terrible,
ni tampoco que pida lo imposible,
por celoso que sea y esquinado.
Cerca de su mujer hila delgado,
y, sea como quiera
el color de su barba, yo proclamo
que apenas hay manera
de ver quién de los dos es allí el amo.

ebookelo.com - Página 126


Maese gato o el gato con botas
Ilustraciones de Arcadio Lobato

ebookelo.com - Página 127


Un molinero dejó por toda herencia a sus tres hijos un molino, un asno y un
gato[101]. El reparto se hizo en seguida sin llamar al notario ni al procurador: se
hubieran comido en seguida todo el pobre patrimonio. Al mayor le tocó el molino, al
segundo el asno, y al más pequeño no le tocó más que el gato. Este último no podía
consolarse de tener tan pobre lote.
—Mis hermanos —se decía— podrán ganarse bastante bien la vida juntándose los
dos; pero yo, en cuanto me haya comido el gato y me haya hecho un manguito[102]
con su piel, tendré que morirme de hambre.
El gato, que estaba oyendo aquellas palabras, pero que se hacía el desentendido,
le dijo con aire sosegado y serio:
—No os aflijáis, mi amo: no tenéis más que darme un saco y hacerme un par de
botas para ir a los zarzales, y veréis cómo vuestra parte no es tan mala como creéis.
Aunque el amo del gato no se hacía muchas ilusiones, lo había visto valerse de
tantas estratagemas para cazar ratas y ratones, como cuando se colgaba por las patas o
se escondía en la harina para hacerse el muerto[103], que no perdió la esperanza de
que lo socorriese en su miseria.
Cuando el gato tuvo lo que había pedido, se puso las botas bien puestas y,
echándose el saco al hombro, cogió los cordones con sus dos patas delanteras, y se
fue a un coto donde había muchos conejos. Echó salvado y cerrajas[104] en el saco y,
tumbándose como si estuviera muerto, esperó que algún conejillo todavía poco
experto en las trampas de este mundo viniera a meterse en el saco para comer todo lo
que había echado.

ebookelo.com - Página 128


Apenas se había tumbado, cuando ya pudo sentirse satisfecho; un conejillo
distraído entró dentro del saco, y maese gato, tirando en seguida de los cordones, lo
cogió y lo mató sin compasión.
Muy orgulloso de su presa, se fue al palacio del Rey y solicitó hablar con él. Lo
hicieron subir a los aposentos de Su Majestad, donde nada más entrar hizo una
profunda reverencia al Rey y le dijo:
—Majestad, este es un conejo de campo, que el señor marqués de Carabás —era
el nombre que le había parecido bien dar a su amo— me ha encargado ofreceros de
su parte.
—Di a tu amo —respondió el Rey— que se lo agradezco y que me agrada mucho.
Otro día fue a esconderse en un trigal, siempre con el saco abierto; y, cuando
hubieron entrado en él dos perdices, tiró de los cordones y las cogió a las dos.
Después fue a ofrecérselas al Rey como había hecho con el conejo de campo. El Rey

ebookelo.com - Página 129


recibió otra vez con agrado las dos perdices y mandó que le dieran una propina.
El gato siguió así dos o tres meses, llevando de cuando en cuando al Rey piezas
de caza de parte de su amo.
Un día en que se enteró de que el Rey iba a salir de paseo a orillas del río con su
hija, la princesa más hermosa del mundo, dijo a su amo:
—Si queréis seguir mi consejo, vuestra fortuna es cosa hecha: no tenéis más que
bañaros en el río en el sitio que yo os indicaré y luego dejarme hacer.
El marqués de Carabás hizo lo que le aconsejaba su gato, sin saber adónde iría a
parar la cosa. Mientras se estaba bañando, pasó el Rey, y el gato se puso a gritar con
todas sus fuerzas:
—¡Socorro, socorro, que se ahoga el señor marqués de Carabás!
Ante aquellos gritos, el Rey sacó la cabeza por la portezuela y, conociendo al gato
que le había llevado caza tantas veces, ordenó a sus guardias que fueran en seguida a
socorrer al señor marqués de Carabás.
Mientras estaban sacando al pobre marqués del río, el gato se acercó a la carroza
y dijo al Rey que, mientras se bañaba su amo, habían venido unos ladrones que se
habían llevado su ropa, aunque él había gritado: «¡al ladrón!» con todas sus fuerzas;
el muy pícaro las había escondido bajo una gran piedra. El Rey ordenó en seguida a
los encargados de su guardarropa que fueran a buscar uno de sus más hermosos trajes
para el señor marqués de Carabás.
El Rey le hizo mil demostraciones de amistad y, como los hermosos trajes que
acababan de darle realzaban su buen aspecto (pues era guapo y de buena presencia),
la hija del Rey lo encontró muy de su gusto, y en cuanto el marqués de Carabás le
echó dos o tres miradas muy respetuosas y un poco tiernas, ella se enamoró
locamente de él. El Rey quiso que subiera en su carroza y que siguieran juntos el
paseo. El gato, encantado de ver que sus planes empezaban a tener éxito, tomó la
delantera y, encontrándose con unos campesinos que estaban guadañando un prado,
les dijo:
—Buenas gentes que guadañáis, si no decís al Rey que el prado que estáis
guadañando pertenece al señor marqués de Carabás, os harán picadillo como carne
de pastel.
El Rey no dejó de preguntar a los guadañeros de quién era el prado que estaban
guadañando.
—Es del señor marqués de Carabás —dijeron todos a la vez, pues la amenaza del
gato los había asustado.
—Tenéis aquí una buena heredad —dijo el Rey al marqués de Carabás.
—Ya veis, Majestad —respondió el marqués—, es un prado que no deja de
producir en abundancia todos los años.
Maese gato, que siempre iba delante, se encontró con unos segadores y les dijo:
—Buenas gentes que segáis, si no decís que todos estos trigales pertenecen al
señor marqués de Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.

ebookelo.com - Página 130


El Rey, que pasó poco después, quiso saber a quién pertenecían todos aquellos
trigales que veía.
—Son del señor marqués de Carabás —respondieron los segadores, y el Rey se
alegró una vez más con el marqués.
El gato, que iba delante de la carroza, seguía diciendo lo mismo a todos aquellos
con quienes se encontraba; y el Rey estaba asombrado de las grandes posesiones del
señor marqués de Carabás.
Finalmente, maese Gato llegó a un hermoso castillo, cuyo dueño era un ogro, el
más rico que se pudo ver jamás, pues todas las tierras por donde el Rey había pasado
dependían de aquel castillo. El gato, que había tenido cuidado de informarse de quién
era aquel ogro y de lo que sabía hacer, solicitó hablar con él, diciendo que no había
querido pasar tan cerca de su castillo sin tener el honor de presentarle sus respetos.
El ogro lo recibió tan cortésmente como puede hacerlo un ogro y lo invitó a
descansar.
—Me han asegurado —dijo el gato— que tenéis el don de convertiros en toda
clase de animales, que podéis transformaros por ejemplo en león o en elefante.
—Es verdad —respondió bruscamente el ogro— y, para demostrároslo, vais a ver
cómo me convierto en león.
El gato se asustó tanto de ver un león ante él, que alcanzó en seguida el alero del
tejado, no sin esfuerzo y sin peligro, pues sus botas no valían nada para andar por las
tejas.

ebookelo.com - Página 131


Un momento después el gato, viendo que el ogro había dejado su primera forma,
bajó y confesó que había pasado mucho miedo.
—Me han asegurado además —dijo el gato—, pero no puedo creerlo, que tenéis
también el poder de tomar la forma de los animales más pequeños, por ejemplo, de
convertiros en una rata o en un ratón; os confieso que lo tengo por imposible.
—¿Imposible? —replicó el ogro—. Vais a verlo.
Y al mismo tiempo se transformó en un ratón que se puso a correr por el suelo. En
cuanto lo vio, el gato se arrojó sobre él y se lo comió.
Entre tanto el Rey, que vio al pasar el hermoso castillo del ogro, quiso entrar en
él. El gato, que oyó el ruido de la carroza que pasaba por el puente levadizo, corrió a
su encuentro y dijo al Rey:
—Sea Vuestra Majestad bienvenido al castillo del señor marqués de Carabás.
—¡Cómo, señor marqués! —gritó el Rey—. ¿También es vuestro este castillo?

ebookelo.com - Página 132


No hay nada más hermoso que este patio y todos estos edificios que lo rodean.
Veamos el interior si os place.
El marqués dio la mano a la Princesita y, siguiendo al Rey, que iba el primero,
entraron en una gran sala, donde encontraron una magnífica comida, que el ogro
había mandado preparar para unos amigos suyos que iban a ir a verlo aquel mismo
día, pero que no se atrevieron a entrar al saber que el Rey estaba allí.
El Rey, encantado de las cualidades del señor marqués de Carabás, así como su
hija, que estaba loca por él, y, viendo los considerables bienes que poseía, le dijo
después de haber bebido cinco o seis tragos:
—Señor marqués, solo de vos depende que seáis mi yerno.
El marqués, haciendo grandes reverencias, aceptó el honor que le hacía el Rey; y
el mismo día se casó con la Princesa. El gato se convirtió en un gran señor y ya no
corrió tras los ratones más que para divertirse.

ebookelo.com - Página 133


MORALEJA

Por más grande ventaja que presente


el gozar de una herencia bien holgada
de padre a hijo dejada,
a los jóvenes, ordinariamente,
la industria[105] y el ingenio bien usados
les valen más que bienes heredados.

ebookelo.com - Página 134


OTRA MORALEJA

Si con tanta presteza,


el hijo de un humilde molinero
se ganó el corazón de una princesa,
y consiguió que lo mirase empero
con ojos de carnero degollado,
se debe a que, para inspirar ternura,
la juventud, el traje y la apostura
no son medios que traigan sin cuidado.

ebookelo.com - Página 135


Las hadas
Ilustraciones de Ana López Escrivá

ebookelo.com - Página 136


Érase una vez una viuda que tenía dos hijas: la mayor se le parecía tanto en el
carácter y en el rostro, que verla a ella era ver a la madre.
Eran las dos tan desagradables y tan orgullosas, que no se podía vivir con ellas.
La menor, que era el vivo retrato de su padre por la dulzura y la cortesía, era
además una de las más bellas jóvenes que se pudo ver jamás. Como solemos amar
naturalmente a los que se parecen a nosotros[106], la madre estaba loca por su hija
mayor y sentía al mismo tiempo una aversión horrible hacia la menor. La hacía comer
en la cocina y trabajar sin cesar.
Entre otras cosas, la pobre niña tenía que ir dos veces al día a sacar agua a más de
media legua de su casa y traer un gran cántaro lleno.
Un día, estando en la fuente, se le acercó una pobre mujer que le rogó le diera de
beber.
—Cómo no, buena mujer —dijo la hermosa joven.
Y, enjuagando en seguida el cántaro, sacó agua del lugar más claro de la fuente y
se la ofreció, sin dejar de sostener el cántaro para que pudiera beber más a gusto. La
buena mujer, después de beber, le dijo:
—Sois tan hermosa, tan buena y tan cortés, que no puedo dejar de concederos un
don —pues era un hada que había tomado la forma de una pobre campesina, para ver
hasta dónde llegaría la cortesía de aquella joven—. Os otorgo el don —prosiguió el
hada— de que, a cada palabra que digáis, salga de vuestra boca una flor o una piedra
preciosa.
Cuando la hermosa joven llegó a casa, su madre la regañó por volver tan tarde de
la fuente.
—Os pido perdón, madre —dijo la pobre niña—, por haber tardado tanto.
Y, al decir esto, le salieron de la boca dos rosas, dos perlas y dos gruesos
diamantes.
—¡Qué veo! —dijo su madre, muy asombrada—. Si parece que le salen de la
boca perlas y diamantes. ¿Cómo es eso, hija mía?
Era la primera vez que la llamaba hija.
La pobre niña le contó sencillamente todo lo que había pasado, sin dejar de echar
una infinidad de diamantes.
—Pues tengo que mandar a mi hija allá —dijo la madre—. Fijaos, Paquita, mirad
lo que sale de la boca de vuestra hermana cuando habla. ¿No os agradaría tener el
mismo don? No tenéis más que ir a sacar agua a la fuente y, cuando una pobre mujer
os pida agua, dársela amablemente.
—¡Lo que faltaba! ¡Ir yo a la fuente! —respondió la malcriada.
—Pues yo quiero que vayáis —repuso la madre—, y ahora mismo.

ebookelo.com - Página 137


Se fue, pero sin dejar de refunfuñar. Cogió el frasco de plata más bonito que había
en la casa. En cuanto llegó a la fuente, vio salir del bosque a una dama
magníficamente vestida que vino a pedirle de beber: era la misma hada que se le
había aparecido a su hermana, pero había tomado el aspecto y los vestidos de una
princesa para ver hasta dónde llegaría la descortesía de aquella joven.
—¿Creéis que he venido aquí —le respondió aquella orgullosa malcriada— para
daros de beber? ¡Como que he traído un frasco de plata para dar de beber a la señora!
¡Me parece que tendréis que beber a morro si queréis!
—No sois muy cortés que digamos —repuso el Hada sin enfadarse—: bueno,
pues ya que sois tan poco complaciente, os otorgo el don de que, a cada palabra que
digáis, os salga de la boca una serpiente o un sapo.

ebookelo.com - Página 138


En cuanto la vio su madre, le gritó:
—¿Qué hay, hija mía?
—¡Qué hay, madre mía! —le respondió la malcriada echando dos víboras y dos
sapos.
—¡Cielos! —exclamó la madre—. ¿Qué veo? Su hermana es la causante de todo.
Me las pagará.
Y en seguida corrió para pegarla. La pobre niña huyó y fue a ponerse a salvo en el
bosque cercano.
El hijo del Rey, que volvía de caza, se encontró con ella y, viéndola tan hermosa,
le preguntó qué hacía allí sola y por qué lloraba.
—¡Ay! Señor, es que mi madre me ha echado de casa.
El hijo del Rey, que vio salir de su boca cinco o seis perlas y otros tantos
diamantes, le rogó que le dijera de dónde le venía aquello.

ebookelo.com - Página 139


Ella le contó toda su aventura. El hijo del Rey se enamoró de ella y, considerando
que tal don valía más que todo lo que pudiera aportar otra al matrimonio, la llevó al
palacio del Rey, su padre, donde se casó con ella.
En cuanto a su hermana, se hizo tan aborrecible, que hasta su propia madre la
echó de su casa; y la infeliz, después de correr mucho sin encontrar a nadie que
quisiera recibirla, se fue a morir a un rincón del bosque.

ebookelo.com - Página 140


MORALEJA

Pistolas[107] y diamantes,
pueden mucho sobre la voluntad;
mas las palabras llenas de bondad
son aún más pujantes
y de mayor valor y utilidad.

ebookelo.com - Página 141


OTRA MORALEJA

El ser cortés y amable


requiere su cuidado cotidiano
y ser un poco afable,
pero tarde o temprano
tiene su recompensa,
y a veces cuando menos uno piensa.

ebookelo.com - Página 142


Cenicienta o el zapatito de cristal
Ilustraciones de Alicia Cañas Cortázar

ebookelo.com - Página 143


Érase una vez un gentilhombre que se casó en segundas nupcias con la mujer más
altiva y orgullosa que se pudo ver jamás. Tenía dos hijas de idéntico carácter y que se
parecían a ella en todo. El marido tenía por su parte una hija joven, pero de una
dulzura y bondad sin igual; esto le venía de su madre, que era la mejor persona del
mundo.
No bien se hubieron celebrado las bodas, cuando la madrastra dio rienda suelta a
su mal carácter; no pudo soportar las buenas cualidades de aquella niña, que hacían a
sus hijas aún más odiosas. La encargó de las tareas más viles de la casa: tenía que
fregar platos y escaleras, limpiar la habitación de la señora y las señoritas, sus hijas;
dormía en un desván, en lo más alto de la casa, encima de un mal jergón, mientras sus
hermanas estaban en habitaciones entarimadas, donde tenían camas a la última moda,
y espejos donde se podían ver de cuerpo entero. La pobre chica lo soportaba todo con
paciencia, y no se atrevía a quejarse a su padre, que la hubiera reñido, porque su
mujer lo dominaba completamente.
Cuando terminaba su labor, se iba a un rincón de la chimenea y se sentaba en las
cenizas[108], por lo que en casa la llamaban generalmente Culocenizón[109]. La menor,
que no era tan descortés como su hermana, la llamaba Cenicienta: sin embargo
Cenicienta, con sus malos vestidos, no dejaba de ser cien veces más hermosa que sus
hermanas, aunque iban magníficamente vestidas.
Sucedió que el hijo del Rey dio un baile, al que invitó a todas las personas de
calidad: nuestras dos doncellas fueron también invitadas, pues estaban muy en
candelero en el país. Y ahí las tenemos muy contentas y muy atareadas en elegir los
vestidos y los peinados que mejor les sentaban: nuevos trabajos[110] para Cenicienta,
porque a ella le tocaba planchar la ropa de sus hermanas y alechugar los puños. No
hablaban más que de la forma de vestirse.
—Yo —dijo la mayor— me pondré el vestido de terciopelo rojo y el aderezo de
Inglaterra.
—Yo —dijo la menor— solo llevaré la falda ordinaria, pero, en cambio, me
pondré el abrigo de flores de oro y el broche de diamantes, que no es de los más
vistos.
Mandaron buscar a la peluquera para que hiciera los peinados de dos pisos[111] y
encargaron que se compraran lunares postizos[112] en la sastrería: llamaron a
Cenicienta para que les diera su parecer, porque tenía buen gusto. Cenicienta les
aconsejó lo mejor que pudo y hasta se ofreció a peinarlas; cosa que aceptaron de buen
grado.
Mientras las peinaba, ellas le decían:
—Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
—Ay, señoritas, os estáis burlando de mí, eso no está hecho para mí.

ebookelo.com - Página 144


—Tienes razón, se reirían mucho si vieran ir al baile a un Culocenizón.
Otra que no fuese Cenicienta las hubiera peinado al revés; pero ella era buena y
las peinó perfectamente bien. Estuvieron casi dos días sin comer, de tan transportadas
de alegría como estaban. Rompieron más de doce cordones a fuerza de tirar de ellos
para conseguir una cintura más fina, y siempre estaban delante del espejo.
Al fin llegó el feliz día, se marcharon, y Cenicienta las siguió con los ojos todo el
tiempo que pudo; cuando las perdió de vista, se echó a llorar. Su madrina, al verla
bañada en lágrimas, le preguntó qué le pasaba.
—Me gustaría mucho… Me gustaría mucho…
Lloraba tan fuerte, que no pudo acabar. Su madrina, que era hada, le dijo:
—Te gustaría mucho ir al baile, ¿no?
—¡Ay, sí! —dijo suspirando Cenicienta.
—Pues bien, si eres buena chica —dijo su madrina—, haré que vayas.
La llevó a su habitación y le dijo:
—Ve al jardín y tráeme una calabaza.
Cenicienta fue en seguida a coger la más hermosa que pudo encontrar y se la
llevó a su madrina, sin lograr entender cómo aquella calabaza podría hacerla ir al
baile.

ebookelo.com - Página 145


Su madrina la vació, dejando solo la corteza, la tocó con su varita mágica, y la
calabaza se convirtió en seguida en una hermosa carroza dorada.
Después fue a mirar en la ratonera, donde encontró seis ratones vivos aún; dijo a
Cenicienta que levantara un poco la trampa de la ratonera, y a cada ratón que salía lo
golpeaba con su varita, y en seguida el ratón se transformaba en un hermoso caballo;
lo cual formó un precioso tiro de seis caballos, de un hermoso color de ratón tordillo
claro. Como estuviera preocupada por encontrar algo que le sirviera de cochero:
—Voy a ver —dijo Cenicienta— si hay alguna rata en la ratonera; haremos de
ella un cochero.
—Tienes razón —dijo su madrina—, ve a ver.
Cenicienta le trajo la ratonera, donde había tres ratas muy gordas. El hada cogió
una de las tres, por las magníficas barbas que tenía y, habiéndola tocado, la
transformó en un gordo cochero, que tenía los bigotes más hermosos que se hayan
visto jamás.

ebookelo.com - Página 146


Después le dijo:
—Ve al jardín y allí encontrarás seis lagartos detrás de la regadera. Tráemelos.
En cuanto los hubo traído, la madrina los convirtió en seis lacayos, que subieron
al instante a la trasera de la carroza con sus uniformes galoneados, y se acoplaron a
ella como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
El hada dijo entonces a Cenicienta:
—Bueno, pues ya tienes con qué ir al baile. ¿No estás contenta?
—Sí, pero ¿voy a ir así con estos vestidos tan feos?
Su madrina no hizo más que tocarla con su varita mágica y al instante sus
vestidos se convirtieron en vestidos de tisú de oro y plata, recamados de piedras
preciosas; después le dio un par de zapatos[113] de cristal, los más bonitos del mundo.
Cuando se vio ataviada de tal modo, subió a la carroza; pero su madrina le
recomendó ante todo que no se quedara después de las doce de la noche,
advirtiéndole que, si se quedaba en el baile un momento más, su carroza volvería a
ser calabaza; sus caballos, ratones; sus lacayos, lagartos, y sus viejos vestidos
recobrarían su forma primitiva.
Prometió a su madrina que no dejaría de marcharse del baile antes de las doce. Y
se va, no cabiendo en sí de gozo.
El hijo del Rey, a quien fueron a avisar que acababa de llegar una gran princesa
que nadie conocía, corrió a recibirla; le dio la mano cuando bajó de la carroza y la
condujo a la sala donde estaban los invitados.
Se hizo entonces un gran silencio; dejaron de bailar, y los violines dejaron de
tocar, de tan atentos como estaban contemplando la gran belleza de la desconocida.
No se oía más que un rumor confuso:
—¡Ah! ¡Qué hermosa es!
El propio Rey, con lo viejo que era, no dejaba de mirarla y de decir bajito a la
Reina que hacía mucho tiempo que no veía una persona tan hermosa y agradable.
Todas las damas observaban con mucha atención su peinado y su vestido para
tener a la mañana siguiente otros iguales, siempre que se encontraran telas tan bellas
y tan diestros artesanos.
El hijo del Rey la colocó en el lugar más honorable y luego la sacó a bailar. Bailó
ella con tanta gracia, que la admiraron aún más. Trajeron una cena[114] suculenta, que
el joven príncipe no probó, de tan ocupado como estaba en contemplarla. Ella fue a
sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil demostraciones de cortesía: compartió
con ellas las naranjas y los limones[115] que el príncipe le había dado, cosa que les
sorprendió mucho, pues no la conocían de nada.

ebookelo.com - Página 147


Estaban así hablando, cuando Cenicienta oyó que daban las doce menos cuarto de
la noche: hizo al instante una gran reverencia a todos los presentes y se fue lo más
rápido que pudo.
En cuanto hubo llegado, se fue a ver a su madrina y, después de darle las gracias,
le dijo que desearía ir otra vez al baile al día siguiente, pues el hijo del Rey se lo
había rogado.
Según estaba entretenida en contar a su madrina todo lo que había pasado en el
baile, las dos hermanas llamaron a la puerta:
Cenicienta fue a abrirles.
—¡Cuánto habéis tardado en volver! —les dijo bostezando, frotándose los ojos y
volviéndose a tumbar como si acabara de despertarse; sin embargo, no le había
entrado ninguna gana de dormir desde que las había dejado.
—Si hubieras ido al baile —le dijo una de sus hermanas—, no te habrías
aburrido; ha ido una princesa hermosísima, la más hermosa que se haya podido ver

ebookelo.com - Página 148


jamás. Nos ha hecho mil demostraciones de cortesía y nos ha dado naranjas y
limones.
Cenicienta no cabía en sí de gozo: les preguntó el nombre de la princesa; pero le
contestaron que nadie la conocía, que el hijo del Rey lo sentía mucho, y que daría
cualquier cosa por saber quién era.
Cenicienta sonrió y les dijo:
—¿Así que era muy hermosa? ¡Dios mío, qué suerte tenéis! ¿No podría verla yo?
¡Ay, señorita Javotte[116], dejadme el vestido amarillo que os ponéis a diario!
—Pues sí —dijo la señorita Javotte—. ¡Precisamente en eso estaba yo pensando!
Muy loca tendría que estar para dejar mi vestido a tan feo Culocenizón.
Cenicienta contaba con aquella negativa y se alegró de ello, porque se hubiera
visto muy confusa si su hermana hubiera accedido a dejarle su vestido.
Al día siguiente, las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, pero aún
mejor ataviada que la primera vez.
El hijo del Rey estuvo todo el tiempo a su lado y no dejó de decirle cosas
agradables; la joven doncella no se aburría en absoluto y se olvidó de lo que le había
recomendado su madrina, de modo que oyó dar la primera campanada de las doce de
la noche, cuando pensaba que no eran más que las once: se levantó y huyó tan ligera
como una cierva.
El príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla; dejó caer uno de sus zapatos de
cristal, que el príncipe recogió con mucho cuidado. Cenicienta llegó a su casa toda
sofocada, sin carroza, sin lacayos y con sus feos vestidos: de toda su magnificencia
no le quedaba más que un zapatito, la pareja del que había dejado caer.
Preguntaron a los guardias de la puerta del palacio si no habían visto salir a una
princesa; ellos dijeron que solo habían visto salir a una jovencita muy mal vestida y
que más parecía una campesina que una doncella.
Cuando regresaron sus dos hermanas del baile, Cenicienta les preguntó si también
aquella noche se habían divertido y si había estado la bella dama.
Le dijeron que sí, pero que había huido en cuanto habían dado las doce de la
noche, y tan rápidamente, que había dejado caer uno de sus zapatitos de cristal, el
más bonito del mundo; que el hijo del Rey lo había recogido, y que no había hecho
más que mirarlo durante todo el resto del baile, y que indudablemente estaba muy
enamorado de la hermosa persona a quien pertenecía el zapatito.
Y decían verdad, porque, pocos días después, el hijo del Rey mandó publicar a
toque de corneta que se casaría con aquella a quien le valiera el zapatito.
Empezaron por probárselo a las princesas, luego a las duquesas y a toda la Corte,
pero fue inútil. Lo llevaron a casa de las dos hermanas, que hicieron todo lo posible
para que su pie entrara en el zapato, pero no lo consiguieron.
Cenicienta, que estaba mirándolas y que reconoció su zapato, dijo riéndose:
—¡A ver si me vale a mí!
Sus hermanas se echaron a reír y empezaron a burlarse de ella. El gentilhombre

ebookelo.com - Página 149


que hacía la prueba del zapato, habiendo mirado atentamente a Cenicienta y
encontrándola muy hermosa, dijo que era justo, y que tenía orden de probárselo a
todas las jóvenes. Mandó a Cenicienta sentarse y, acercando el zapato a su piececito,
vio que entraba sin esfuerzo y que le caía como un guante.
Grande fue el asombro de las dos hermanas, pero fue más grande todavía cuando
Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito y se lo puso en el otro pie. En aquel
momento llegó la madrina, quien, golpeando con su varita mágica los vestidos de
Cenicienta, hizo que se volvieran aún más magníficos que los anteriores.
Entonces las dos hermanas reconocieron en ella a la hermosa persona a quien
habían visto en el baile. Se arrojaron a sus pies para pedirle perdón por todos los
malos tratos que le habían hecho sufrir.
Cenicienta las levantó y, abrazándolas, les dijo que las perdonaba de todo
corazón, y que les rogaba que la quisieran siempre. La llevaron al Príncipe, ataviada
como estaba: la encontró más hermosa que nunca, y unos días después se casó con
ella.
Cenicienta, que era tan buena como hermosa, hizo alojar a sus hermanas en el
palacio, y el mismo día las casó con dos grandes señores de la Corte.

ebookelo.com - Página 150


ebookelo.com - Página 151
MORALEJA

Es para las mujeres la belleza


un tesoro sin par,
que nunca se cansa uno de admirar;
mas la gracia, bondad y gentileza[117]
eso no tiene precio, y su valía
es mayor todavía.

Esto, que es lo que cuenta,


se lo dio su madrina a Cenicienta,
guiándola en su caso
con tanto entendimiento,
que hizo de ella una reina (así de paso
se va moralizando en todo el cuento).

Hermosas, este don


vale más que el estar muy bien peinadas;
para acabar rindiendo un corazón,
gentileza, bondad y gracia son
los verdaderos dones de las hadas;
sin ellos, de este modo,
nada se puede, mas con ellos todo.

ebookelo.com - Página 152


OTRA MORALEJA

Es una gran ventaja ciertamente


tener valor y ser inteligente,
de noble nacimiento
y buen entendimiento,
a más de otros talentos parecidos,
de los cielos en suerte recibidos;
sin embargo, por más de que gocéis
para medrar serán bien anodinos,
si para valorarlos no tenéis
madrinas o padrinos.

ebookelo.com - Página 153


Riquete el del copete
Ilustraciones de Asun Balzola

ebookelo.com - Página 154


Érase una vez una reina que dio a luz un hijo tan feo y contrahecho, que durante
mucho tiempo se dudó si tenía forma humana. Un hada que estuvo presente en su
nacimiento aseguró que no dejaría de ser agradable, pues tendría una gran
inteligencia; añadió incluso que podría, en virtud del don que ella acababa de
concederle, dar tanta inteligencia como él tuviese a la persona a quien más quisiera.
Todo esto consoló un poco a la pobre Reina, que estaba muy afligida por haber traído
al mundo tan feo monigote. También es verdad que, en cuanto empezó a hablar, el
niño dijo mil cosas bonitas y tenía en todos sus gestos un no sé qué de ingenioso, que
estaba uno encantado con él.
Me olvidaba decir que vino al mundo con un pequeño copete de pelos en la
cabeza, que dio lugar a que lo llamaran Riquete[118] el del copete, pues Riquete era el
patronímico de la familia.
Al cabo de siete u ocho años, la reina de un reino vecino dio a luz dos niñas. La
primera que vino al mundo era más bella que el día: la Reina se puso tan contenta,
que se temió que una alegría tan grande la perjudicara. La misma hada que había
asistido al nacimiento del pequeño Riquete el del copete estaba presente y, para
moderar la alegría de la Reina, le declaró que la Princesita no tendría nada de
inteligencia y que sería tan estúpida como hermosa. Aquello mortificó mucho a la
Reina; pero unos instantes más tarde sintió una pena mucho mayor, pues resultó que
la segunda hija que dio a luz era extremadamente fea.
—No os aflijáis tanto, señora —le dijo el hada—, vuestra hija será compensada
por otro lado y tendrá tanta inteligencia, que apenas se darán cuenta de que le falta la
belleza.
—Dios lo quiera —respondió la Reina—. ¿Pero no habría medio de poder dar un
poco de inteligencia a la mayor, que es tan hermosa?
—No puedo hacer nada por ella, señora, en lo tocante a la inteligencia —le dijo el
hada—, pero lo puedo todo en lo tocante a la belleza; y como no hay nada que no
quiera hacer para satisfaceros, voy a otorgarle el don de poder volver hermoso o
hermosa a la persona que le guste.
A medida que fueron creciendo las dos princesas, sus perfecciones crecieron
también con ellas, y en todas partes no se hablaba más que de la belleza de la mayor y
de la inteligencia de la menor.

ebookelo.com - Página 155


También es verdad que sus defectos aumentaron mucho con la edad. La menor se
volvía más fea a ojos vistas y la mayor se volvía cada día más estúpida. Y así, o no
contestaba a lo que le preguntaban o decía una tontería. Además era tan torpe, que no
hubiera podido colocar cuatro porcelanas en el revellín[119] de una chimenea sin
romper alguna, ni beber un vaso de agua sin echarse la mitad en el vestido.
Aunque la belleza es una gran ventaja para una joven, sin embargo la menor casi
siempre tenía superioridad sobre la mayor en sociedad. Al principio se dirigían al
lado de la más hermosa para verla y admirarla, pero al poco rato se desviaban a la que
tenía más inteligencia para oírla decir mil cosas agradables; y era sorprendente ver
cómo, en menos de un cuarto de hora, no quedaba nadie junto a la mayor, y todo el
mundo se había colocado en torno a la menor. La mayor, aun siendo tan estúpida, lo
notó perfectamente y hubiera dado sin sentirlo toda su belleza por tener la mitad de la
inteligencia de su hermana.
La Reina, por más prudente que fuera, no pudo menos de reprocharle un día
varias veces su tontería, con lo que la pobre Princesa pensó morir de dolor.
Un día en que se había retirado a un bosque para llorar su desgracia, vio que se le

ebookelo.com - Página 156


acercaba un hombrecillo muy feo y muy desagradable, pero magníficamente vestido.
Era el joven príncipe Riquete el del copete, que, habiéndose enamorado de ella por
los retratos que circulaban por todo el mundo, había abandonado el reino de su padre
para tener el placer de verla y de hablar con ella.
Encantado de encontrarla así sola, la aborda con todo el respeto y toda la cortesía
imaginables. Habiendo notado, después de hacerle los cumplidos de rigor, que estaba
melancólica, le dijo:
—No comprendo, señora, cómo una persona tan hermosa como vos pueda estar
tan triste como parecéis; porque, aunque puedo alabarme de haber visto infinidad de
personas hermosas, puedo decir que jamás he visto a nadie cuya belleza se iguale a la
vuestra.
—Eso lo diréis vos, señor —le respondió la Princesa, y no pasó de ahí.
—La belleza —prosiguió Riquete el del copete— es una ventaja tan grande, que
debe de suplir todo lo demás. Y, cuando se la posee, no veo nada que pueda afligiros
mucho.
—Me gustaría más —dijo la Princesa— ser tan fea como vos, y tener inteligencia,
que tener la belleza que tengo, y ser tan tonta como soy.
—Señora, no hay nada que demuestre tanto que se tiene inteligencia como creer
no tenerla, y pertenece a la naturaleza de este don que, cuanto más tiene uno, más
cree carecer de él.
—Eso no lo sé —dijo la Princesa—; lo que sí sé es que soy muy tonta, y de ahí
viene la pena que me mata.
—Señora, si lo que os aflige no es más que eso, puedo fácilmente poner fin a
vuestro dolor.
—¿Y cómo lo haréis? —dijo la Princesa.
—Señora —dijo Riquete el del copete—, tengo el poder de dar tanta inteligencia
como se pueda tener a la persona a quien más ame, y como sois vos, señora, esa
persona, no depende más que de vos el tener tanta inteligencia como se pueda tener,
con tal que queráis casaros conmigo.
La Princesa se quedó cortada y no respondió nada.
—Veo —prosiguió Riquete el del copete— que la proposición os desagrada, y no
me extraña; pero os doy un año entero para decidiros.
La Princesa tenía tan poca inteligencia y al mismo tiempo tantas ganas de tenerla,
que pensó que el fin de ese año no llegaría nunca; de modo que aceptó la proposición
que se le hacía. Apenas hubo prometido a Riquete el del copete que se casaría con él
dentro de un año, tal día como aquel, cuando se sintió completamente distinta de lo
que era antes; notó que tenía una facilidad increíble para decir todo lo que le apetecía
y para decirlo de una manera fina, suelta y natural. Desde aquel momento entabló una
conversación elegante y sostenida con Riquete el del copete, donde brilló con tal
fuerza, que Riquete el del copete pensó que le había dado mucha más inteligencia de
la que se había reservado para sí mismo.

ebookelo.com - Página 157


Cuando regresó al palacio, toda la Corte no sabía qué pensar de cambio tan súbito
y tan extraordinario, porque igual que la habían oído antes decir impertinencias,
ahora la oían decir cosas muy sensatas e infinitamente ingeniosas.
Toda la Corte sintió una alegría como no se puede imaginar; solo la menor no se
alegró de ello, porque, al no tener ya sobre su hermana mayor la ventaja de la
inteligencia, parecía a su lado una mona muy desagradable.

El Rey se guiaba por su parecer y hasta a veces iba a celebrar Consejo a sus
aposentos.
Habiéndose propagado el rumor de aquel cambio, todos los jóvenes príncipes de
los reinos vecinos hicieron lo posible por conseguir su amor, y casi todos la pidieron
en matrimonio; pero ella no encontraba ninguno que tuviera bastante inteligencia, y
los escuchaba a todos sin comprometerse con ninguno.

ebookelo.com - Página 158


Sin embargo, llegó uno tan poderoso, tan rico, tan inteligente y tan bien plantado,
que no pudo menos de experimentar inclinación hacia él. Su padre, al darse cuenta de
ello, le dijo que la dejaba elegir esposo y que no tenía más que declarar su voluntad.
Como cuanta más inteligencia se tiene más trabajo cuesta tomar una resolución firme
sobre ese asunto[120], después de darle las gracias a su padre, le rogó que le diera
tiempo para pensarlo.
Fue por casualidad a pasearse por el mismo bosque donde se había encontrado
con Riquete el del copete, para pensar más a gusto en lo que tenía que hacer. Mientras
se paseaba, pensando profundamente, oyó un ruido sordo bajo sus pies, como de
varias personas que van y vienen y se agitan. Habiendo prestado oído más
atentamente, oyó que alguien decía:
—Tráeme esa olla.
Otro:
—Dame esa caldera.
Otro:
—Echa leña al fuego.
Al mismo tiempo se abrió la tierra, y vio bajo sus pies algo así como una gran
cocina llena de cocineros, marmitones, y toda clase de encargados necesarios para
organizar un magnífico banquete. Salió de ella un grupo de veinte o treinta asadores,
que fueron a acampar en una avenida del bosque alrededor de una mesa muy larga, y
que, con la aguja de mechar en la mano y el rabo de zorro[121] cayéndoles sobre la
oreja, se pusieron a trabajar al compás de una armoniosa canción. La Princesa,
extrañada por el espectáculo, les preguntó para quién trabajaban.
—Es, señora —le respondió el más notable del grupo—, para el príncipe Riquete
el del copete, cuya boda se celebrará mañana.
La Princesa, aún más sorprendida de lo que había estado, y acordándose de pronto
de que hacía un año, tal día como aquel, había prometido casarse con el príncipe
Riquete el del copete, se quedó de una pieza.
El hecho de que no se acordara se debía a que cuando hizo aquella promesa era
tonta y, al adquirir la nueva inteligencia que el Príncipe le había concedido, había
olvidado todas sus tonterías.
No había dado treinta pasos siguiendo su paseo, cuando se presentó ante ella
Riquete el del copete, elegante, magnífico y como un príncipe que va a casarse.
—Señora —dijo él—, aquí me tenéis puntual en mantener mi palabra y no dudo
de que vos hayáis venido aquí para cumplir la vuestra y hacerme, dándome vuestra
mano, el más feliz de todos los hombres.
—Os confesaré francamente —respondió la Princesa— que todavía no he tomado
una decisión y que no creo poder nunca tomarla como vos la deseáis.
—Me sorprendéis, señora —le dijo Riquete el del copete.
—Lo creo —dijo la Princesa—, e indudablemente, si tuviera que vérmelas con un
hombre malcriado y sin inteligencia, me vería en una situación muy embarazosa.

ebookelo.com - Página 159


«Una princesa no tiene más que una palabra, me diríais, y tenéis que casaros
conmigo, puesto que me lo habéis prometido»; pero como la persona con quien hablo
es el hombre más inteligente del mundo, estoy segura de que sabrá atenerse a
razones. Vos sabéis que, cuando era tonta, a pesar de todo no podía decidirme a
casarme con vos: ¿cómo queréis que con la inteligencia que me habéis dado, y que
me hace todavía más exigente de lo que era en materia de gente, tome hoy una
resolución que no pude tomar en aquel momento? Si pensabais de verdad en casaros
conmigo, habéis cometido el gran error de sacarme de mi necedad y hacer que vea
más claro de lo que veía.
—Si a un hombre sin inteligencia —respondió Riquete el del copete— se le
admitiría, como acabáis de decir, que os reprochara vuestra falta de palabra, ¿por qué
queréis, señora, que no haga lo mismo yo en un asunto del que depende toda la
felicidad de mi vida? ¿Es razonable que las personas que tienen inteligencia estén en
peores condiciones que las que no la tienen? ¿Podéis pretenderlo vos, que tanta tenéis
y que tanta deseasteis tener? Pero, si os parece, vayamos al grano. Exceptuando mi
fealdad, ¿hay algo más en mí que os desagrade? ¿Estáis descontenta de mi
nacimiento, de mi inteligencia, de mi carácter y de mis modales?
—De ningún modo —respondió la Princesa—, en vos me gusta todo lo que
acabáis de decirme.
—Si es así —prosiguió Riquete el del copete—, voy a ser feliz, ya que vos podéis
convertirme en el más agradable de todos los hombres.
—¿Y cómo puede hacerse eso? —le dijo la Princesa.
—Eso se hará —respondió Riquete el del copete—, si me amáis lo suficiente
como para desear que así sea; y para que no dudéis más, señora, sabed que la misma
hada que el día de mi nacimiento me concedió el don de poder hacer inteligente a la
persona que me gustase, también os concedió a vos el don de poder hacer hermosa a
la persona a quien vos quisierais conceder esa gracia.
—Si es así —dijo la Princesa—, deseo con todo mi corazón que os convirtáis en
el príncipe más hermoso y más agradable del mundo. Y os concedo el don en la
medida en que esté en mi mano.
En cuanto la Princesa pronunció estas palabras, Riquete el del copete apareció a
sus ojos como el hombre más hermoso, mejor plantado y más agradable que ella hubo
visto jamás.

ebookelo.com - Página 160


Hay quien asegura que no intervinieron para nada los encantamientos del hada,
sino que solo el amor realizó aquella metamorfosis. Dicen que la Princesa, después de
haber meditado sobre la perseverancia de su amante, sobre su discreción y sobre
todas las buenas cualidades de su alma y de su espíritu, dejó de ver la deformidad de
su cuerpo y la fealdad de su rostro; que la joroba solo le pareció el porte de un
hombre con aires de importancia y que, así como hasta entonces lo había visto cojear
horriblemente, no le encontró más que cierto andar inclinado que la encantaba;
también dicen que sus ojos, que eran bizcos, le parecieron por ello más brillantes, que
su defecto pasó en su mente por la marca de un violento exceso de amor, y finalmente
que su gruesa nariz roja tuvo para ella algo de heroico y marcial.
Sea como fuere, la Princesa le prometió al instante casarse con él siempre que él
obtuviera el consentimiento del Rey, su padre. El Rey, que se había enterado de que

ebookelo.com - Página 161


su hija estimaba mucho a Riquete el del copete, a quien conocía además por ser un
príncipe muy inteligente y muy prudente, lo aceptó con sumo placer por yerno. Al día
siguiente se celebró la boda, tal como lo había previsto Riquete el del copete y según
las órdenes que había dado hacía mucho tiempo.

ebookelo.com - Página 162


MORALEJA

Lo que hemos advertido en este escrito


es la pura verdad, no un mero cuento;
todo es en lo que amamos muy bonito,
todo lo amado tiene gran talento.

ebookelo.com - Página 163


OTRA MORALEJA

Aunque hubiera en un ser puesto Natura


bellos rasgos y fuera la pintura
de una tez que igualar no pueda el arte,
no tendrán esos dones tanta parte
para tornar un corazón sensible,
como ese singular
atractivo invisible
que allí solo el amor sabe encontrar.

ebookelo.com - Página 164


Pulgarcito
Ilustraciones de Carme Solé Vendrell

ebookelo.com - Página 165


Érase una vez un leñador y una leñadora que tenían siete hijos y todos chicos. El
mayor no tenía más que diez años y el menor no tenía más que siete. Puede
sorprender que el leñador tuviera tantos hijos en tan poco tiempo; pero es que su
mujer trabajaba a destajo y los hacía nada menos que de dos en dos.
Eran muy pobres y sus siete hijos los empobrecían más, porque ninguno de ellos
podía ganarse la vida. También les afligía el hecho de que el menor era muy delicado
y no decía palabra: tomaban por retraso mental lo que era una señal de la bondad de
su alma. Era muy pequeño y, cuando vino al mundo, no era más gordo que el pulgar,
por lo que lo llamaron Pulgarcito.
El pobre niño era el sufrelotodo de la casa y siempre le echaban la culpa. Sin
embargo, era el más fino y el más sagaz de todos sus hermanos y, si hablaba poco,
escuchaba mucho.
Vino un año muy malo y el hambre fue tan grande, que aquella pobre gente
decidió deshacerse de sus hijos. Una noche en que estaban los hijos acostados y que
el leñador estaba junto al fuego con su mujer, le dijo con el corazón oprimido de
dolor:
—Ya ves que no podemos seguir alimentando a nuestros hijos; no puedo
resignarme a verlos morir de hambre ante mis ojos y estoy decidido a llevarlos
mañana al bosque para que se pierdan, cosa que será fácil, pues, mientras estén
entretenidos formando haces, no tendremos más que huir sin que nos vean.
—¡Ah! —exclamó la leñadora—. ¿Tendrías valor para dejar que se pierdan tus
hijos?
Por más que su marido le hiciera ver su gran pobreza, ella no podía consentirlo;
era pobre pero era su madre. Sin embargo, después de considerar lo doloroso que
sería para ella verlos morir de hambre, consintió y, llorando, fue a acostarse.
Pulgarcito escuchó todo lo que dijeron, pues, habiendo oído desde su cama que
hablaban de cosas serias, se había levantado despacio y se había deslizado debajo del
taburete de su padre para escucharlos sin ser visto. Volvió a acostarse y no durmió
durante el resto de la noche, pensando en lo que tenía que hacer. Se levantó muy
temprano y se fue a orillas de un arroyo, donde se llenó los bolsillos de piedrecitas
blancas, y en seguida volvió a casa. Salieron, y Pulgarcito no dijo a sus hermanos
nada de lo que sabía. Fueron a un bosque muy espeso, donde a diez metros de
distancia no se veían uno a otro. El leñador se puso a cortar leña, y sus hijos a recoger
las ramitas para formar haces. El padre y la madre, viéndolos ocupados en trabajar, se
fueron alejando insensiblemente de ellos y luego huyeron rápidamente por un sendero
apartado.
Cuando los niños se vieron solos, se pusieron a gritar y a llorar con todas sus
fuerzas. Pulgarcito los dejaba gritar, pues sabía por dónde podría regresar a casa; y es

ebookelo.com - Página 166


que, mientras andaba, había ido dejando caer a lo largo del camino las piedrecitas
blancas que llevaba en los bolsillos. Y les dijo:
—No temáis, hermanos; padre y madre nos han dejado aquí, pero yo os llevaré
otra vez a casa; no tenéis más que seguirme. Lo siguieron, y los llevó hasta su casa
por el mismo camino por el que habían ido al bosque. Al principio, no se atrevieron a
entrar, sino que se colocaron todos contra la puerta para escuchar lo que decían su
padre y su madre.
Nada más llegar el leñador y la leñadora a su casa, el señor del pueblo les mandó
diez escudos que les debía desde hacía mucho tiempo y con los que ya no contaban.
Aquello les devolvió la vida, pues la pobre gente estaba muriéndose de hambre. El
leñador mandó inmediatamente a su mujer a la carnicería. Como hacía mucho tiempo
que no comía, compró tres veces más carne de lo que era necesario para cenar dos
personas. Cuando estuvieron hartos, la leñadora dijo:
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora nuestros pobres hijos? ¡Qué buena comida harían
con lo que nos sobra! Y has sido tú, Guillermo, has sido tú quien ha querido dejarlos
que se pierdan; bien decía yo que nos arrepentiríamos. ¿Qué harán ahora en el
bosque? ¡Ay, Dios mío! ¡A lo mejor se los han comido ya los lobos! ¡Qué inhumano
eres: haber perdido así a tus hijos!
El leñador al fin se impacientó, porque ella estuvo repitiendo más de veinte veces
que se arrepentirían de ello y que ella lo había dicho. Y la amenazó con pegarla si no
se callaba.
No es que el leñador no estuviera afligido, y aún más que su mujer si cabe, pero
es que ya estaba volviéndole loco, y él, como tanta gente, era de esos que quieren
mucho a las mujeres que tienen razón, pero que encuentran muy importunas a las que
siempre han tenido razón.
La leñadora estaba bañada en lágrimas.
—¡Ay! ¿Dónde estarán ahora mis hijos, mis pobres hijos?
Lo dijo una vez tan alto, que los niños, que estaban a la puerta, habiéndola oído,
se pusieron a gritar juntos:
—¡Estamos aquí! ¡Estamos aquí!
En seguida corrió a abrirles la puerta y les dijo abrazándolos:
—¡Qué contenta estoy de volver a veros, mis queridos niños! Estaréis cansados y
tendréis hambre; y tú, Pedrito, cómo te has puesto de barro: ven aquí que te lave la
cara.
Ese Pedrito era el hijo mayor, y lo quería más que a todos los otros, porque era un
poco pelirrojo y ella era un poco pelirroja.
Se sentaron a la mesa, y comieron con un apetito que les daba gusto al padre y a
la madre, a quienes les contaban el miedo que habían pasado en el bosque, hablando
casi siempre todos a la vez.
Aquella buena gente estaba encantada de volver a ver a sus hijos y la alegría duró
lo que duraron los diez escudos. Pero, en cuanto gastaron el dinero, volvieron a caer

ebookelo.com - Página 167


en su primera aflicción y decidieron abandonarlos de nuevo y, para no errar el golpe,
llevarlos mucho más lejos que la primera vez.
No pudieron hablar de ello tan secretamente que Pulgarcito no los oyera, el cual
tuvo la firme intención de salir de apuros como había hecho antes; pero, aunque se
levantó muy temprano para ir a recoger piedrecitas, no pudo conseguirlo, pues
encontró la puerta de la casa cerrada con dos vueltas de llave.
No sabía qué hacer, cuando, al darles la leñadora a cada uno un trozo de pan para
la comida, pensó que podría utilizar el pan en vez de piedrecitas, echando las migajas
a lo largo de los caminos por donde pasaran; y así, lo guardó en su bolsillo.
El padre y la madre los llevaron al sitio más espeso y más oscuro del bosque y, en
cuanto estuvieron allí, tomaron un camino apartado y los dejaron.
Pulgarcito no se afligió mucho, pues pensaba encontrar fácilmente el camino
gracias al pan que había sembrado por todos los sitios por donde había pasado; pero
se sorprendió mucho cuando no pudo volver a encontrar una sola migaja de pan;
habían venido los pájaros y se lo habían comido todo. Y ahí los tenemos, muy
desconsolados, porque cuanto más andaban, más se extraviaban y se internaban en el
bosque.
Llegó la noche y se levantó un gran viento, que les daba un miedo espantoso. Por
todas partes creían oír aullidos de lobos que venían hacia ellos para comérselos.
Apenas se atrevían a hablarse ni a volver la cabeza. Sobrevino una fuerte lluvia que
los caló hasta los huesos; resbalaban a cada paso y se caían en el barro, de donde
volvían a levantarse totalmente embarrados, no sabiendo qué hacer con las manos.
Pulgarcito trepó a lo alto de un árbol para ver si divisaba algo; habiendo vuelto la
cabeza hacia todos los lados, vio una lucecita como de una candela, pero que estaba
muy lejos, más allá del bosque. Bajó del árbol; y, cuando llegó al suelo, ya no vio
nada; aquello lo desconsoló. Sin embargo, después de haber andado un rato con sus
hermanos del lado que había visto la luz, al salir del bosque volvió a verla.
Llegaron por fin a la casa donde se veía la luz, no sin pasar mucho miedo, pues
con frecuencia la perdían de vista, cosa que les ocurría cada vez que descendían algún
declive del terreno. Llamaron a la puerta y salió a abrirles una mujer. Les preguntó
qué querían; Pulgarcito le dijo que eran unos pobres niños que se habían perdido en el
bosque, y le pedían por caridad que los dejara pasar la noche. Aquella mujer, al verlos
a todos tan guapos, se echó a llorar y les dijo:
—¡Ay, pobres hijos! ¡Adónde habéis venido a parar! ¿No sabéis que esta es la
casa de un ogro que se come a los niños pequeños?
—¡Ay, señora! —le respondió Pulgarcito, que temblaba como un azogado[122] lo
mismo que sus hermanos—. ¿Qué podemos hacer? Seguro que los lobos del bosque
no dejarán de comernos esta noche si no queréis recogernos en vuestra casa. Y,
siendo así, preferimos que sea el señor quien nos coma; a lo mejor tiene compasión
de nosotros si vos queréis rogárselo.
La mujer del ogro, que creyó que podría ocultárselos a su marido hasta la mañana

ebookelo.com - Página 168


siguiente, los dejó entrar y los llevó a calentarse al lado de una buena lumbre; pues
estaba asándose un cordero entero para la cena del ogro. Cuando empezaban a
calentarse, oyeron tres o cuatro golpes a la puerta: era el ogro, que volvía.
En seguida su mujer los escondió bajo la cama y fue a abrir la puerta. Lo primero
que preguntó el ogro fue si estaba lista la cena y si había sacado el vino, y en seguida
se sentó a la mesa. El cordero estaba todavía sangrando, pero precisamente por eso le
pareció mejor.
Olfateaba a derecha e izquierda diciendo que olía a carne fresca.
—Será —le dijo su mujer el ternero que acabo de prepararos.
—Te repito otra vez que huele a carne fresca —prosiguió el ogro, mirando a su
mujer de reojo—, y aquí hay algo que no entiendo.
Y, diciendo estas palabras, se levantó de la mesa y se fue directo a la cama.
—¡Ah, maldita mujer! —dijo él—. ¡Cómo querías engañarme, eh! No sé por qué
no te como también a ti; tienes suerte de ser una vieja bestia. Esta caza me viene de
perlas para convidar a tres ogros amigos míos que vendrán a verme estos días.
Los sacó de debajo de la cama uno tras otro. Los pobres niños se pusieron de
rodillas pidiéndole perdón; pero tenían que vérselas con el más cruel de todos los
ogros, el cual, muy lejos de sentir piedad, los devoraba ya con los ojos y decía a su
mujer que saldrían sabrosos trozos cuando hubiera hecho una buena salsa con ellos.
Fue a coger un gran cuchillo y, según iba acercándose a los pobres niños, lo afilaba
con una larga piedra que llevaba en la mano izquierda.

ebookelo.com - Página 169


Ya había agarrado a uno, cuando le dijo su mujer:
—¿Qué queréis hacer con la hora que es? ¿No tendréis tiempo mañana por la
mañana?
—Cállate —repuso el ogro—, así estarán más tiernos.
—¡Pero si tenéis todavía mucha carne! —prosiguió su mujer—: un ternero, dos
corderos y la mitad de un cerdo.
—Tienes razón —dijo el ogro—; dales bien de cenar para que no adelgacen y
llévalos a acostar.
La buena mujer estaba radiante de alegría y les dio bien de cenar, pero no
pudieron comer de tanto miedo como tenían. En cuanto al ogro, siguió bebiendo,
encantado de tener con qué agasajar a sus amigos. Bebió una docena de tragos más
que de costumbre, lo que hizo que se le subiera un poco a la cabeza y lo obligara a ir
a acostarse.

ebookelo.com - Página 170


El ogro tenía siete hijas, que todavía eran niñas. Aquellas pequeñas ogresas tenían
todas la tez muy bonita, porque comían carne fresca como su padre; pero tenían
ojillos grises y redondos, la nariz ganchuda y una boca muy grande con dientes
largos, muy puntiagudos y muy separados uno de otro. No eran todavía malas del
todo, pero prometían mucho, porque ya mordían a los niños pequeños para chuparles
la sangre.
Las habían acostado temprano y estaban las siete en una cama grande y cada una
tenía en la cabeza una corona de oro.
En la misma habitación había una cama del mismo tamaño; en aquella cama
acostó la mujer del ogro a los siete niños; después de lo cual, fue a acostarse al lado
de su marido.
Pulgarcito, que había notado que las hijas del ogro llevaban coronas de oro en la
cabeza y que temía que le entraran al ogro remordimientos por no haberlos degollado
aquella misma noche, se levantó hacia medianoche y, cogiendo los gorros de sus
hermanos y el suyo, fue muy despacito a ponérselos en la cabeza de las siete hijas del
ogro, después de quitarles sus coronas de oro, que puso en la cabeza de sus hermanos
y en la suya, con el fin de que el ogro los tomara por sus hijas, y a sus hijas por los
niños a quienes quería degollar. La cosa resultó como lo había pensado; pues el ogro,
habiéndose despertado sobre las doce, sintió haber dejado para el día siguiente lo que
podía hacer la víspera; y así, se arrojó bruscamente de la cama y, cogiendo su gran
cuchillo:
—Vamos a ver —dijo— cómo se encuentran nuestros picaruelos; no lo pensemos
dos veces.
Así que subió a tientas a la habitación de sus hijas y se acercó a la cama donde
estaban los niños, que dormían todos, excepto Pulgarcito, el cual tuvo mucho miedo
cuando sintió la mano del ogro que le tocaba la cabeza, como había tocado la de
todos sus hermanos. El ogro, que sintió las coronas de oro:
—Pues sí —dijo—, buena la iba a hacer; estoy viendo que anoche bebí más de la
cuenta.
Se dirigió después a la cama de sus hijas, donde, al sentir los gorritos de los
chicos:
—¡Ah! —dijo—. ¡Aquí están nuestros mocetones! ¡Pues, hala, manos a la obra!
Y, diciendo esto, cortó sin vacilar el cuello a sus siete hijas. Muy contento de
aquella expedición, volvió a acostarse al lado de su mujer.
En cuanto Pulgarcito oyó roncar al ogro, despertó a sus hermanos, y les dijo que
se vistieran rápidamente y que lo siguieran. Bajaron despacito al jardín y saltaron por
encima de las tapias. Estuvieron corriendo casi toda la noche, siempre temblando y
sin saber adónde iban.
Habiéndose despertado el ogro, dijo a su mujer:
—Vete allá arriba y prepara a esos picaruelos de anoche.
La ogresa se sorprendió mucho de la bondad de su marido, sin sospechar de qué

ebookelo.com - Página 171


manera entendía él que los preparase, y, creyendo que le ordenaba que fuera a
vestirlos, subió arriba, donde se quedó muy sorprendida cuando vio a sus siete hijas
degolladas y nadando en su propia sangre.
Empezó por desmayarse (pues es este el primer recurso que encuentran casi todas
las mujeres en tales situaciones). El ogro, temiendo que su mujer tardara demasiado
en hacer el trabajo que le había encargado, subió arriba para ayudarla. No se
sorprendió menos que su mujer cuando vio el horrible espectáculo.
—¡Ay! ¿Qué he hecho? —exclamó—. Me la van a pagar esos desgraciados, y
ahora mismo.
Echó en seguida un jarro de agua en las narices de su mujer y, habiéndola hecho
volver en sí, le dijo:
—Dame rápidamente las botas de siete leguas para ir a atraparlos.
Emprendió la marcha y, después de haber corrido mucho en todas direcciones,
por fin fue a dar al camino por el que iban los pobres niños, que no estaban más que a
cien pasos de la casa de su padre. Vieron al ogro, que iba de montaña en montaña y
que cruzaba ríos con la misma facilidad con que hubiera cruzado el más pequeño
riachuelo. Pulgarcito, que vio una roca hueca cercana al lugar donde estaban, mandó
esconder en ella a sus seis hermanos y se metió también él, sin dejar de mirar lo que
hacía el ogro.
El ogro, que estaba muy cansado del largo camino que había andado inútilmente
(pues las botas de siete leguas fatigan mucho a un hombre), quiso descansar, y por
casualidad fue a sentarse encima de la roca donde los niños se habían escondido.
Como ya no podía más de cansancio, se durmió después de haber descansado un rato,
y llegó a roncar tan espantosamente, que los pobres niños no pasaron menos miedo
que cuando llevaba su gran cuchillo para cortarles el cuello.

ebookelo.com - Página 172


Pulgarcito no tuvo tanto miedo, y dijo a sus hermanos que huyeran rápidamente a
casa, mientras el ogro dormía profundamente, y que no pasaran cuidado por él.
Siguieron su consejo y llegaron en seguida a casa.
Pulgarcito, habiéndose acercado al ogro, le quitó suavemente las botas, y se las
puso al instante. Las botas eran muy grandes y muy anchas; pero, como estaban
encantadas, tenían el don de agrandarse y empequeñecerse según la pierna del que las
calzaba, de forma que se ajustaban a sus pies y a sus piernas como si las hubieran
hecho para él. Se fue directamente a casa del ogro, donde encontró a su mujer, que
estaba llorando al lado de sus hijas degolladas:

ebookelo.com - Página 173


—Vuestro marido —le dijo Pulgarcito— corre mucho peligro, pues ha caído en
manos de una banda de ladrones, que han jurado matarlo si no les da todo el oro y la
plata que tenga. Cuando ya estaba con el puñal al cuello, me vio y me rogó que
viniera a avisaros de la situación en que se encuentra, y que os dijera que me dieseis
todo lo que tiene de valor, sin dejar nada, porque de lo contrario lo matarán sin
misericordia. Como la cosa urge, quiso que me pusiera sus botas de siete leguas,
como podéis ver, para ir más de prisa, y también para que no creyerais que soy un
impostor.
La buena mujer, muy asustada, le dio en seguida todo lo que tenía, pues aquel
ogro, aunque se comiera a los niños pequeños, no dejaba de ser un buen marido.
Pulgarcito, cargado con todas las riquezas del ogro, volvió a casa de su padre, donde
lo recibieron con mucha alegría.

ebookelo.com - Página 174


Hay muchos que no están de acuerdo con este último particular, y pretenden que
Pulgarcito no llegó a robar al ogro; que, a decir verdad, no tuvo escrúpulos en quitarle
las botas de siete leguas, porque él solo las utilizaba para correr detrás de los
niños[123].
Estas gentes aseguran saberlo de buena tinta, e incluso por haber comido y bebido
en casa del leñador. Aseguran que, cuando Pulgarcito se hubo calzado las botas del
ogro, se fue a la Corte, donde se enteró de que estaban muy preocupados por un
ejército que estaba a doscientas leguas de allí, y por el resultado de una batalla que se
había librado. Dicen que fue a ver al Rey, y le dijo que, si quería, le traería noticias
del ejército antes de acabar el día.
El Rey le prometió una buena cantidad de dinero si lo conseguía. Pulgarcito trajo
noticias aquella misma tarde, y, habiéndose dado a conocer por aquel primer encargo,
ganaba todo lo que quería, pues el Rey le pagaba perfectamente bien por llevar sus
órdenes al ejército, y un sinfín de damas le daban todo lo que quería por tener noticias
de sus amantes, y de ahí sacó sus mejores ganancias. Había algunas mujeres que le
encargaban cartas para sus maridos, pero le pagaban tan mal y suponía tan poco, que
ni se dignaba tener en cuenta lo que ganaba por ese lado.
Después de haber hecho durante algún tiempo el oficio de correo y de haber
amasado una buena fortuna, volvió a casa de su padre, donde no es posible imaginar
lo que se alegraron de volver a verlo. Acomodó a toda su familia. Compró cargos de
nueva creación para su padre y para sus hermanos; y por ahí los fue colocando a
todos, al mismo tiempo que se creaba una excelente posición en la Corte.

ebookelo.com - Página 175


MORALEJA

Nadie suele afligirse mayormente


de que vengan los hijos por mellizos,
si todos salen guapos y rollizos
y con un exterior sobresaliente;
mas si se tiene un hijo
que no dice palabra o es canijo,
se lo desprecia, insulta y escarnece;
no obstante, muchas veces acontece
que el pobre monigote
es el que a la familia saca a flote.

ebookelo.com - Página 176


Apéndice

ebookelo.com - Página 177


La época

La vida de Perrault se despliega prácticamente a lo largo de todo el siglo XVII. Hay


que decir que, en rigor, el siglo XVII francés empieza en 1610, con la muerte de
Enrique IV, y acaba en 1715, con la de Luis XIV. Charles Perrault nace en 1628 y
muere en 1703. Así pues, sus andanzas discurren a través de los reinados de Luis XIII
el Justo y Luis XIV el Grande, el rey de los tres mosqueteros y el Rey Sol; o, por
mejor decir, bajo los gobiernos de dos cardenales y un rey absoluto. En efecto, a la
muerte de Enrique IV, su hijo Luis XIII no tiene más que nueve años: la primera parte
de su reinado transcurrirá bajo la regencia de su madre María de Médicis, hasta que
en 1624 sea elegido primer ministro el todopoderoso Richelieu. Richelieu viene a ser
así estrictamente contemporáneo, en edad y en poder, del Conde-duque de Olivares,
el valido español de Felipe IV. (Olivares subió al poder con el advenimiento de Felipe
IV en 1621 y cayó en desgracia en 1643: Richelieu moría el año anterior). A
Richelieu lo sucede otro cardenal, Mazarino, que gobernará durante el año de vida
que le queda a Luis XIII (muerto en 1643) y toda la minoría de Luis XIV. Cuando
muera Mazarino en 1661, Luis XIV el Grande ya habrá aprendido todas las lecciones
de absolutismo: a partir de 1661 reinará él personalmente, acuñando la conocida
fórmula, cifra y resumen del absolutismo: «El Estado soy yo» (L’État c’est moi). Una
vez instaurado el régimen absoluto, no quedará sino justificarlo, tarea que correrá a
cargo de legistas y teólogos: el rey es el representante de Dios en la tierra y, como tal,
no es responsable ante ningún poder humano. Solo Dios y su propia conciencia
pueden pedirle cuentas; pero todos sabemos lo acomodaticia y tolerante que puede
ser una conciencia, cuando del comportamiento personal se trata. Bossuet lo
formulará así: «Debéis considerar, Majestad, que el trono que ocupáis es de Dios, que
estáis en su lugar y que debéis reinar según sus leyes». Estamos, pues, ante la
monarquía de derecho divino.
Luis XIV hizo desaparecer la figura del primer ministro y concentró todos los
poderes en su persona. Para que no hubiera tentaciones, dividió las responsabilidades
entre tres personas, la famosa trinidad compuesta por Michel Le Tellier (1603-1685),
ministro de asuntos exteriores y de la guerra; el marqués de Berny, Hugues de Lionne
(1611-1671), ministro de Estado y colaborador en la preparación de la guerra de los
Países Bajos, y, sobre todo, Colbert[124], a quien la caída de Fouquet encumbró al
puesto más importante del gobierno. «Era necesario —decía Luis XIV— que
repartiera mi confianza y la ejecución de mis órdenes, sin dársela entera a nadie,
aplicando a las diversas personas a diversas cosas, según sus diversos talentos, cosa
que tal vez sea el primero y mayor talento de los príncipes». Colbert supo entender
admirablemente al monarca, lo que favoreció la estabilidad del gobierno e impulsó la
grandeza de Francia, aunque —en palabras de René Pillorget— a costa de imponer «a
la nación dos tareas sobrehumanas: una política exterior de guerra casi continua y una

ebookelo.com - Página 178


gran tentativa de industrialización».
En todo caso, el siglo XVII, el siglo de Perrault, es el siglo de la grandeza de
Francia. Precisamente el final de una guerra —la Guerra de los Treinta Años (1618-
1648)— marca el punto de arranque de la hegemonía francesa y un tropezón más en
la inevitable caída española. Ya la victoria de Rocroi contra las tropas españolas,
ocurrida el mismo año de la subida al trono de Luis XIV (1643), había iniciado esta
escalada incontenible. Más tarde los tratados de Westfalia, firmados en 1648, además
de incorporar a Francia los territorios de Alsacia, Metz, Toul y Verdún, significaban
un rudo golpe para el Sacro Imperio Romano Germánico, que perdía así su
significado real, pues sus 350 estados se hacían prácticamente autónomos y Suiza se
convertía de hecho en Estado independiente (el Sacro Imperio sería definitivamente
disuelto por Napoleón en 1805). Pese a la paz firmada, Francia continuó sus
hostilidades con España, que sin duda hubiera llevado la peor parte de no haberse
interpuesto la guerra civil de la Fronda (1648-1652).
La baja de precios, que venía arrastrándose desde 1630, la crisis de subsistencias
de 1648 y la impopularidad de las medidas financieras del superintendente Émeri
sobre impuestos y reducción de rentas desataron las iras de los parlamentarios, que se
enfrentaron con la corte de Ana de Austria y el cardenal Mazarino. Superada esta fase
de la guerra, la sublevación se encaminó por otros derroteros: ahora eran los nobles
quienes estaban en desacuerdo con Mazarino y su política antiaristocrática. Condé, al
frente de los «príncipes» insurrectos, llegó a hacer una curiosa alianza con el pueblo
bajo en contra de las tropas reales, aunque ello le enajenó la voluntad de la burguesía.
La guerra acabó con la derrota de Condé y la prohibición al Parlamento del derecho
de objeción. El resultado de la guerra contribuyó a la desaparición de los últimos
resabios de feudalismo y a la instauración posterior del absolutismo real. La
monarquía se fortaleció y el pueblo comprobó una vez más que había sido utilizado
para salvaguardar los intereses de una minoría, sin que se pensara nunca realmente en
sus necesidades. La traba que esta guerra supuso en la lucha con España no impidió
que al final se firmase la Paz de los Pirineos, por la que España perdía el Rosellón y
el Artois y se concertaba el matrimonio entre Luis XIV y la infanta María Teresa, hija
de Felipe IV[125].
Posteriormente, tras la Guerra de la Devolución, finalizada con el tratado de Aix-
la-Chapelle o Paz de Aquisgrán (1668), Francia se anexiona once plazas flamencas, y
luego el Franco-Condado tras la Guerra de Holanda (1672-1678). La paz de Nimega,
firmada al final de esta guerra, marca el apogeo del reinado de Luis XIV y el triunfo
definitivo de Francia sobre España: el Rey Sol se ha convertido en el árbitro de
Europa. Por si fuera poco —añade A. Domínguez Ortiz—, «apenas seca la tinta de
este tratado, la incorregible belicosidad del rey francés y su abusiva interpretación de
las cláusulas suscritas, por medio de las famosas reuniones, que eran simples
anexiones de territorios sin base jurídica, provocaron otra guerra, que terminó con la
Tregua de Ratisbona (1684)». Pero tampoco aquí acabará la historia bélica del siglo

ebookelo.com - Página 179


XVII. La revocación del Edicto de Nantes (1685), y por ende el cese de la libertad
religiosa, provocó la emigración de más de 300.000 hugonotes —con las desastrosas
consecuencias que tuvo para la estabilidad interna, la economía, la industria y el
comercio—, y contribuyó a la formación de la Liga Augusta, constituida por Austria,
España, Holanda, Suecia y, más tarde, Inglaterra y Saboya. «Rompiendo con la
tradición de Enrique IV —escriben E. Preclin y E. Jarry— y con la práctica
establecida por Richelieu después del tratado de Westfalia, Luis XIV adoptaba una
política de intolerancia más rigurosa que la de los países escandinavos y prusianos.
[…] La revocación del Edicto de Nantes, obra de violencia y de intolerancia, pudo
parecer que iba destinada a reintegrar en la fe católica a la gran masa protestante.
Pero este éxito de lo equívoco iba a tropezar con la violencia real y con el esfuerzo de
los pastores exiliados que, puestos en libertad, proclamarían la obligación que tenían
los protestantes de resistir a la violencia». La guerra (1688-1697) ocasionó un duro
golpe a la política expansionista de Luis XIV, que en 1700 se verá envuelto también
en la Guerra de Sucesión española (1700-1714). Pero esta ya no la verá Perrault.
Siglo agitado en el campo político, será de gran florecimiento en el campo
literario. El siglo XVII francés es el siglo del clasicismo, un clasicismo humanista. Ya
Montaigne (1533-1592), el famoso autor de los Ensayos, consideraba que el
verdadero objeto de la literatura es el análisis y «la pintura del hombre, conocimiento
que siempre busco» (Ensayos, II,10). En este sentido, el clasicismo francés es un
humanismo. La imitación de la naturaleza que pedían los clásicos desde Aristóteles
es, sobre todo, una imitación de la naturaleza humana. Por eso, la estética clasicista
francesa es inseparable de la ética, es decir, la literatura mira al hombre, pero al
hombre visto en su comportamiento, en sus relaciones con la sociedad en general y
con el individuo en particular. Así se explican obras como las Máximas de La
Rochefoucauld (1613-1680), los Pensamientos de Pascal (1623-1662) o Los
Caracteres de La Bruyère (1645-1696), obra con la que intenta pintar las costumbres
para corregir los vicios. «Es preciso levantar ese velo sucio que tapa nuestras
costumbres», insistía Montaigne (Ensayos, III,5). Tampoco La Fontaine será ajeno a
esta preocupación.
El clasicismo francés, desde el punto de vista formal, se caracteriza por la
disciplina, el orden, la regularidad. Disciplina impuesta, estabilización de un orden,
sujeción a un conjunto de normas y reglas. Así se explica que el barroco español del
siglo XVII, con su exuberancia, desmesura y retorcimiento, apenas tuviera influencia
en Francia. Elementos levemente barrocos (más que barrocos deberían llamarse
«manieristas», dado que se trata más bien de adornos retóricos, ornamentos de
lenguaje y efectos sonoros) pueden rastrearse en la primera época del poeta François
de Malherbe (1555-1628), pero, como puede verse por las fechas —Malherbe muere
el mismo año en que nace Perrault—, prácticamente no tuvieron incidencia en el
siglo XVII; también en poetas como Théophile de Viau (1590-1626) o Saint-Amant
(1594-1661), y en el fenómeno de la tragicomedia —por lo demás poco notable—,

ebookelo.com - Página 180


que llegó a influir en algunas de las primeras piezas de Corneille. De hecho, El Cid,
obra de Corneille estrenada en 1636, con tema español y no sujeta a las reglas,
provocará una polémica en la que finalmente acabarán triunfando el clasicismo y la
«razón». Pero el factor común de la literatura del XVII —y en general de casi toda la
literatura francesa— es la claridad: la «idea clara y distinta» de la filosofía de
Descartes (1596-1650) impregna el pensamiento y se traslada a la literatura. La
Academia francesa, creada en 1635 por Richelieu, viene a ser una especie de
consagración oficial de la literatura, cuya dignidad no puede verse empañada con
aventuras barrocas, poemas incomprensibles o metáforas insolentes.
El siglo XVII es también el siglo de oro del teatro francés. Es ocioso hablar aquí de
los grandes trágicos Corneille (1606-1684) y Racine (1639-1699), o del inigualable
comediógrafo Molière (1622-1673). En el campo de la poesía hay que destacar el
nombre del satírico y preceptista Nicolas Boileau (1636-1711), cuyas relaciones con
Perrault fueron harto violentas, a causa de las posiciones opuestas e irreductibles de
ambos en las famosas querellas entre antiguos y modernos. Mención aparte merecen
los grandes maestros de la oratoria y la didáctica Bossuet (1627-1704) y Fénelon
(1651-1715). Por último, sería preciso aludir a una larga serie de mujeres célebres,
cuyos salones literarios, y en ocasiones sus propias obras, desempeñaron un papel tan
decisivo en la literatura del siglo XVII, y que el propio Perrault frecuentó y aun le
sirvieron de pretexto en más de una ocasión para componer poemitas de
circunstancias. Recordemos al menos a Madame de La Fayette (1634-1696) y su
inolvidable La princesa de Clèves, y a Madame de Sévigné (1626-1696), que dejó
una copiosísima correspondencia, clave para seguir la trayectoria política y literaria
de muchos hombres del siglo XVII. A finales de siglo nacerán dos de los hombres más
influyentes en el próximo siglo XVIII: Montesquieu (1689-1755) y Voltaire (1694-
1778). Por último, en 1697, Charles Perrault publicará sus celebérrimos Cuentos de
antaño.
Taine, hablando del espíritu aristocrático y del gusto refinado de la sociedad del
XVII, resume así el esplendor de la literatura de esta época: «Este es el gusto que, en el
siglo XVII, ha dado forma a todas las obras de arte […]. Pero aún es más visible su
huella en la literatura. Jamás en Francia ni en Europa se llegó tan lejos en el arte de
escribir bien. Ya sabéis que los más grandes escritores franceses pertenecen a esta
época: Bossuet, Pascal, La Fontaine, Molière, Corneille, Racine, La Rochefoucauld,
Madame de Sévigné, Boileau, La Bruyère, Bourdaloue. No solamente escribían bien
los grandes hombres sino todo el mundo. Courier decía que una criada de aquel
tiempo sabía más sobre ese particular que una academia moderna. En efecto, el buen
estilo estaba en el ambiente; se lo respiraba sin pensar: la conversación, las cartas
corrientes lo difundían, la corte lo enseñaba. Formaba parte de las maneras de la
buena sociedad. El hombre, que en todas sus manifestaciones buscaba la nobleza y la
corrección, las conseguía plenamente en lo que llamamos escritura y palabra»

ebookelo.com - Página 181


(Filosofía del arte, I,2,7). Tal vez Taine exagere un poco, exagera bastante, sin duda.
Pero en todo caso la literatura está ahí, como un testimonio de la época, como un
reflejo de la indiscutible grandeza del siglo.

El autor

Las biografías clásicas de Perrault, casi por sistema, suelen empezar con una
entonación de cuento: «Éranse cinco hermanos…». Naturalmente, uno de ellos es
Perrault. En realidad Charles Perrault, nacido en París el 12 de enero de 1628, era el
séptimo. Pero su hermano mellizo, François, nacido unas horas antes que él, murió a
los seis meses. Y su única hermana, Marie, murió a los trece años. La familia Perrault
quedaba así reducida a los cinco hermanos del cuento[126].
Su padre, Pierre Perrault, era abogado en el Parlamento de París, sabía latín y
revisaba los «deberes» escolares de sus hijos. En sus Memorias de mi vida recuerda
Perrault que su padre se tomaba el trabajo de preguntarle las lecciones después de
cenar, obligándole a decir en latín el resumen de las mismas. Su madre, Pâquette
Lecler, estaba emparentada con los Lhéritier de Villandon y aportó al matrimonio una
discreta dote. Podemos decir que la familia Perrault pertenecía a la burguesía
cultivada. Si a ello añadimos un talante humanista en lo intelectual, y en lo religioso
una vuelta a las fuentes evangélicas —rayana en el jansenismo—, tendremos una
visión aproximada del marco primitivo en que se movió el autor de los Cuentos de
antaño.
A los nueve años entró en el colegio Beauvais, al lado de la Sorbona. Ingresó sin
saber leer bien todavía y posiblemente repitió un año, cosa al parecer bastante
corriente, lo que no impidió que llegara a ser uno «de los primeros de la clase», según
cuenta en sus Memorias. La enseñanza de la época aún está basada en el latín y los
autores clásicos —desde Cicerón y Virgilio hasta Juvenal—, y la filosofía es la
aristotélica. Nadie ignora cuáles eran los métodos de enseñanza del siglo XVII: clases
en latín, memorización de textos clásicos (en ediciones expurgadas, por supuesto),
composiciones en verso latino, traducciones, etc. No obstante, en los años cuarenta
publica Descartes sus libros más importantes (El discurso del método es de 1637; las
Meditaciones metafísicas, de l641), y no parece que el joven Charles fuera totalmente
ajeno a su influencia.
En 1643 Perrault tiene una discusión con el profesor de Filosofía, sin duda por
cuestiones de ideología jansenista, a la que, como sabemos, la familia de Perrault era
adicta. Sería más exacto decir que no hubo tal discusión, pues lo que sucedió en
realidad fue que a Charles se le prohibió «disputar» sobre el tema. Charles, privado
así de un derecho de todo estudiante, «hace una reverencia» y sale «dando un
portazo». Con el abandono del colegio se inicia una época de autodidactismo, en que,

ebookelo.com - Página 182


según él mismo dice, lee «la Biblia y casi todo Tertuliano, la Historia de Francia de
La Serre, Virgilio, Horacio, Cornelio Tácito y la mayor parte de los autores clásicos».
Fue en esa época cuando compuso la parodia burlesca del libro VI de la Eneida,
en colaboración con su amigo Beaurain, que había abandonado el colegio el mismo
día que Charles, mostrando así su solidaridad con él. «Por aquellos tiempos —
recuerda Perrault— sobrevino la moda del burlesco. Beaurain, que sabía que yo
escribía versos mientras que él no pudo hacerlos nunca, quiso que tradujéramos en
versos burlescos el libro VI de la Eneida. Un día, trabajando en ello y estando aún al
comienzo, empezamos a reírnos tan alto de las locuras que poníamos en la obra, que
mi hermano [Nicolas] —el que después fue doctor en la Sorbona—, cuyo gabinete se
hallaba cerca del mío, se llegó hasta nosotros para preguntar de qué nos reíamos. Se
lo dijimos, y él, que por entonces solo era bachiller, se puso a trabajar con nosotros y
nos ayudó mucho».
Tal vez no valdría la pena perder tiempo rememorando una parodia de valor más
que discutible, de no ser por lo que significa. El hecho de poner en solfa y tratar con
tan poco respeto y tanta desenvoltura a los dioses, héroes y autores de la antigüedad,
resulta ser un pequeño puyazo contra los sistemas de enseñanza jesuíticos y una
jocosa desmitificación de los «antiguos», que está ya anunciando las famosas batallas
de «antiguos y modernos» y la postura del autor. Por otra parte, es esta la primera
obra de Perrault, escrita cuando tenía poco más de quince años, aunque, como hemos
visto, colaboraron en ella Beaurain, su hermano Nicolas, e incluso Claude, su
«hermano el médico», el cual, al enterarse de sus entretenimientos, «quiso participar
y aun hizo él solo en sus horas de ocio más que todos nosotros juntos». Diez años
después repetirán la experiencia: «Esta obra nos dio pie para hacer la de Los muros de
Troya o el origen del burlesco, cuyo primer libro fue escrito en común y luego
editado; el segundo quedó en manuscrito y fue enteramente compuesto por mi
hermano el médico. El ridículo se pasa un poco de la raya en esos Muros de Troya,
pero hay fragmentos excelentes». En todo caso, el Perrault de estos versos, con sus
prosaísmos sin tregua, pero también con sus bromas e ironías, está anunciando al
versificador de Piel de Asno o Los deseos ridículos.
Al abandonar el colegio, Charles se inclina por la abogacía, tal vez empujado por
su padre, quien en esto seguía la teoría cartesiana de que «la jurisprudencia, la
medicina y las demás ciencias aportan honores y riquezas a quienes las cultivan».
Perrault termina la carrera en 1651, licenciándose en Derecho por la Universidad de
Orleáns, dado que en la de París solo se imparte Derecho canónico: un edicto de
Carlos IX (1550-1574) había restringido el Derecho civil a las Universidades de
Poitiers y de Orleáns.
En 1654 su hermano Pierre compra el cargo de recaudador de finanzas y nombra
comisionado a Charles. Parece que este trabajo de recaudador no le ocupaba mucho
tiempo, y se dedica a la lectura. Visita los salones literarios y, sin duda, la corte de
Fouquet, el superintendente de Finanzas. Probablemente del influjo de libros y

ebookelo.com - Página 183


salones salieron sus primeros versos galantes. «Me puse a escribir versos —dice—, y
el Retrato de Iris fue casi la primera obra que compuse». El poema es de 1659, y
marca un camino literario que ya no abandonará: los versos de salón, galantes, de
circunstancias, las odas conmemorativas de algún acontecimiento o en elogio de
algún personaje constituirán, en definitiva, el grueso de su obra. La retórica
preciosista será el ropaje habitual de sus versos, aunque adobada siempre con su
característico humor, donde no faltan las bromas, algún chiste malicioso y sus
ambiguas ironías sobre el amor y la mujer. Esta forma de hacer la encontraremos en
los cuentos en verso, en las moralejas y en ciertos guiños y reticencias que salpican
los cuentos en prosa.
En 1661 cae Fouquet y arrastra en su caída a Pierre Perrault. Colbert es elevado a
ministro y miembro del Alto Consejo. Año tras año irá acumulando cargo tras cargo,
hasta convertirse en el hombre fuerte del régimen. Y, aunque Perrault había sido
recaudador de Fouquet, Colbert no halla ningún inconveniente en recuperarlo: lo
nombra inspector general de Obras del Rey, lo convierte en una especie de secretario
personal y le reserva un despacho en Versalles.
Veinte años vivirá Perrault a la sombra de Colbert. En ese tiempo será un hombre
sumamente ocupado y, en muchos aspectos, el brazo derecho del ministro. Una de las
actividades más importantes es la que realiza al frente de la «pequeña academia»
ministerial, que Paul Bonnefon ha llamado «departamento de la gloria del rey».
Dicho en términos publicitarios, su tarea consiste esencialmente en «crear imagen».
En ese «laboratorio de la imagen» Perrault se dedica a componer divisas para
medallones, epígrafes, inscripciones para monumentos y esculturas, títulos, subtítulos
y leyendas para cuadros y tapices; al mismo tiempo supervisa y corrige los libros que
hablan de Luis XIV, alentando unos y censurando otros, promoviendo los que alaban
y justifican las conquistas del rey y su figura de padre de pueblos, etc. Como ha
escrito Marc Soriano, «se trata, de hecho, de la llave maestra del sistema absolutista,
lo que hoy llamaríamos Ministerio de Información (de información dirigida), o de
Propaganda, o incluso departamento de public relations». Basta echar una ojeada a la
bibliografía de Perrault para ver que una buena parte de su obra lo constituyen
opúsculos y poemas de circunstancias, en prosa o en verso, y con una temática
sospechosamente monocorde: la grandeza real bajo cualquiera de sus formas, que se
traduce en odas laudatorias a la belleza del palacio de turno, ditirambos en honor de
las victorias del rey, conmemoraciones de festividades reales, nacimientos y
onomásticas, e incluso elogios de las conversiones religiosas tácitamente impuestas
por el rey.
Pero esto es solo una parte de su actividad. Como inspector general de obras tiene
que revisar los planos de los arquitectos, tratar con los empresarios y constructores,
controlar los presupuestos y verificar los salarios, inspeccionar los trabajos —a veces
pateando el barro— y pasar a Colbert los informes pertinentes. Como académico,
desde 1671, reforma y regula los horarios de la Academia; multiplica las sesiones de

ebookelo.com - Página 184


trabajo; establece un control de asistencia; idea un nuevo sistema de elección de
candidatos a los sillones vacantes, de modo que las votaciones se efectúen en secreto,
mediante una elemental máquina de su propia invención; admite al público a las
sesiones de recepción, que se llevan a cabo con gran solemnidad; da un empujón al
Diccionario de la Academia, contribuyendo con un prólogo, etc. Su labor se extiende
a otros campos y menesteres, tales como aconsejar a Colbert sobre la elección de
artistas y hombres de letras; llevar las consignas del ministro a la Academia de
Pintura y Escultura; elaborar la lista de sabios franceses y extranjeros que servirá de
base a la futura Academia de Ciencias; instalar un laboratorio químico en la
Biblioteca Real; ocuparse de la construcción del observatorio… y un largo etcétera.
También es cierto que, valiéndose de su influencia, fue «colocando» donde mejor
pudo a sus hermanos y amigos —lo mismo que haría Pulgarcito— e, igualmente, que
dejó en la sombra o eliminó a otros con quienes simpatizaba menos o que eran
abiertamente enemigos. Tal comportamiento parece ser el espejo oscuro de la corte y
los cortesanos. Cuando Colbert vea que su hijo podría desempeñar el papel de
Perrault, tampoco dudará en desplazar al académico.
Para entonces Perrault no era ya el solterón de antaño. Labrada su posición,
considera que debe casarse. Y así lo hizo, el 1 de mayo de 1672. Marie Guichon, la
novia, tenía diecinueve años y 70.000 libras de dote. El novio, cuarenta y cuatro años
y una posición lo suficientemente sólida para que a Colbert le pareciera modesta la
dote que aportaba su esposa. No se habían visto más que una vez, pero Marie se había
educado en un convento, y tal vez Perrault pensaba, como el príncipe de Grisélidis,
que era la mejor recomendación. Tuvieron tres hijos y una hija: los tres hijos fueron
Charles-Samuel (1675), Charles (1676) y Pierre (1678), el cual firmaría la edición de
los Cuentos de 1697. En cambio, se ignora el nombre y la fecha de nacimiento de la
hija, aunque se deduce que era la mayor: ella es la «mademoiselle Perrault» a quien
Marie-Jeanne Lhéritier, sobrina de Perrault, dedicará su cuento Marmoisan. Marie
Guichon murió en 1678, seis años después de su boda, dejando a Perrault viudo, con
cincuenta años y cuatro hijos. Cuando muera Colbert (1683), y su sucesor, Louvois,
lo despoje de su último puesto oficial en la «pequeña academia» ministerial, Perrault
se dedicará a su hijos: «Al verme libre y en reposo —escribe en sus Memorias—,
pensé que, habiendo trabajado con continua aplicación durante cerca de veinte años y
teniendo más de cincuenta, podía descansar con decoro y encerrarme a cuidar de la
educación de mis hijos».
Hacía tiempo que venían sucediéndose «querellas» y polémicas entre antiguos y
modernos, entre el francés y el latín, entre el arte y la cultura de las civilizaciones
grecolatina y contemporánea. Pero el «golpe» lo dio Perrault el 27 de enero de 1687.
Con motivo de la recuperación del rey, que acababa de ser operado de una fístula, se
reúne la Academia para manifestar su alegría. Se canta un Te Deum, se pronuncian
los discursos de rigor y luego se pasa a dar lectura a un poema de circunstancias, que
se supone será tan convencional e inofensivo como todos: se trata de El siglo de Luis

ebookelo.com - Página 185


el Grande, del académico Charles Perrault.
Pero lo que parecía ser un poema más de circunstancias se convierte ya desde el
principio en una toma de postura, y planta los cimientos de una encarnizada
polémica:

La bella antigüedad fue siempre venerable,


aunque nunca he creído que haya sido adorable…
Y cabe comparar, sin miedo a ser injusto,
el Siglo de Luis con el Siglo de Augusto.

Al acabar la lectura, Boileau abandona indignado la Academia y comienza sus


sistemáticos ataques contra Perrault. También Racine está molesto con el académico,
quizá porque no lo ha citado entre los modernos. Y La Fontaine lo mira todo desde
arriba, con una suave sonrisa entre irónica y divertida… Tal es el principio de la
querella de antiguos y modernos y el origen de varias enemistades.
Perrault dio cima a la querella publicando varios Paralelos, donde comparaba y
contraponía las teorías y logros de antiguos y modernos en materias como las artes,
las ciencias, la elocuencia, la poesía, la astronomía, la geografía, la navegación, la
guerra, la filosofía, la música y la medicina. Demasiada dispersión para no acabar
simplificando. Hay que decir, a fuer de justos, que los resultados no siempre
estuvieron a la altura de las intenciones. En su obsesión por presentar el «siglo de
Luis» y los modernos como superiores al «siglo de Augusto» y los antiguos, llegó a
colocar La Astrea, de Honoré d’Urfé (1567-1625) —una novela pastoril de
proporciones desmesuradas, con páginas de gran pureza y sencillez sin duda, pero
plagada de digresiones superfluas y conversaciones interminables—, al mismo nivel
que la Ilíada, e hizo codearse con Demóstenes y Rafael a hombres como el abogado
Antoine Le Maître[127] (1608-1658) o el pintor Charles Le Brun (1619-1690), que a
duras penas se los encuentra en las enciclopedias. Y cuando vio, con números en la
mano, que los antiguos tenían más baños públicos que los franceses, no por ello se
arredró; antes confesó sin rubor que «la limpieza y abundancia de nuestra ropa, que
nos dispensa de la insoportable esclavitud de bañarse a cada momento, valen más que
todos los baños del mundo». El apasionamiento de Perrault lo llevó a decir estas y
otras tonterías semejantes, aunque con la suficiente habilidad para que un enemigo
tan implacable como Boileau reconociera, no sin cierta malicia, que «lo hizo usted
tan bien, que, de no haber entrado yo en la lid, el campo de batalla, por así decirlo,
habría quedado en sus manos». Algo parecido ocurrió con su Apología de las
mujeres: tanto esta obra como Grisélidis hay que situarlas en un contexto de defensa
de la mujer contra las sátiras de Boileau, para poder excusar, ya que no aprobar las
insufribles barbaridades que dijo sobre ellas. Es inevitable concluir con Gilbert
Rouger que «ni los cuatro volúmenes de su Paralelo, pese a lo agradable de sus
diálogos, ni los flojos alejandrinos de sus poemas cristianos, ni los retratos de

ebookelo.com - Página 186


Hombres ilustres —al frente de los cuales colocó ingenuamente su propia imagen—
habrían bastado para salvar del olvido a aquel moderno de gustos atrasados. Hoy
estaría oscuramente relegado a la galería de bustos, con otras víctimas de Boileau, si,
por efecto de una gracia imprevista, de un azar casi milagroso, no fuera también el
autor de los Cuentos». Pero de ellos hablaremos en seguida.
Porque aquí termina la biografía de Perrault. Después de la publicación de los
Cuentos en 1697, se dedicó a traducir las fábulas latinas del humanista italiano
Gabriele Faerno[128] (1520-1561), a redactar sus Memorias y a escribir unas
Reflexiones cristianas. En la noche del 15 al 16 de marzo de 1703 moría Charles
Perrault en su casa de l’Estrapade. Solo su hijo Charles estuvo a su lado para cerrarle
los ojos. «Y muere —apostilla Marc Soriano— sin comprender bien qué le sucedió,
sin sospechar que un extraño concurso de coincidencias históricas y de desgracias
personales hizo nacer —no en él, pero gracias a él— una obra maestra, insólita,
frágil, vertiginosa». Fue enterrado a las once de la mañana del día siguiente en la
iglesia de San Benito, su parroquia, «en presencia de Charles Perrault, su hijo,
escudero de la duquesa de Borgoña, y de su cuñado, Samuel-René Guichon,
sacerdote y canónigo de Verdún».

La obra

Ya lo hemos visto. Si Perrault no hubiera escrito los Cuentos de antaño, habría


que ir a buscarlo a las historias de Francia del siglo XVII, y allí lo encontraríamos al
lado de Colbert. Probablemente habría pasado a la historia como un hábil cortesano
que también sabía hacer versos, y que tuvo la desgracia de enfrentarse en una ocasión
con el genio corrosivo de Boileau. Hasta es posible que apareciera en alguna
exhaustiva historia de la literatura, tal vez en una nota a pie de página, enterrado entre
los vapuleados por Boileau. Pero todo esto no son más que futuribles, desde que en
1697 apareciera, en la imprenta de Claude Barbin, de París, un curioso librito titulado
Historias o cuentos de antaño. Con moralejas. Los cuentos de Perrault.
Pero ¿de quién son los cuentos de Perrault?
Empecemos por decir que, bajo el título Cuentos de Perrault, se han agrupado
dos tipos de obras bastante diferentes en cuanto a su forma, estilo e incluso a veces
naturaleza. Al primero pertenecerían tres textos, escritos en verso: Grisélidis, Los
deseos ridículos y Piel de Asno, que, abreviando, llamaremos «cuentos en verso». Al
segundo, los ocho cuentos en prosa publicados bajo el titulo general de Historias o
cuentos de antaño.
Los cuentos en verso fueron publicados inicialmente por separado: Grisélidis, en
1691; Los deseos ridículos, en 1693. En 1694 los reúne en un solo volumen junto con
Piel de Asno. Al año siguiente añade un prólogo para la cuarta edición. Los cuentos

ebookelo.com - Página 187


en verso no encierran ningún misterio: son de Charles Perrault.
Pero los cuentos en prosa, cuya primera edición se publicó en 1697, no
aparecieron bajo el nombre de Perrault. En el libro no figuraba el nombre del autor.
El «privilegio del rey», de 28 de octubre de 1896, concede el permiso de imprimir el
libro «al señor Darmancour». Y es también P. Darmancour quien firma la dedicatoria
de los Cuentos, en la que se dice que un «niño» se ha complacido en componerlos. Se
trata del hijo de Charles Perrault, Pierre Perrault Darmancour, nacido el 21 de marzo
de 1678. Los cuentos han sido publicados en enero de 1697. El «niño» Darmancour
tiene, pues, diecinueve años no cumplidos.
Entonces, ¿de quién son los Cuentos de antaño? ¿De Charles Perrault o de Pierre
Perrault Darmancour?
Los partidarios de la paternidad del hijo esgrimen varios argumentos, los más
fuertes basados en testimonios contemporáneos. Uno de ellos es el de la sobrina de
Perrault, M. J. Lhéritier, quien, en la dedicatoria de su cuento Marmoisan (1695) a
«mademoiselle Perrault», hermana de Darmancour, habla de «los cuentos sencillos»
que uno de los hijos de Perrault «ha trasladado al papel con tanto atractivo». Según
esto, Pierre Darmancour estaría efectivamente componiendo su «colección de
cuentos» entre 1693 y 1695.
Otros testimonios le van atribuyendo la obra sin mayor dificultad, casi por
inercia: al fin y al cabo era el nombre de Darmancour el que aparecía en ella.
Finalmente, se ha apuntado un argumento de crítica literaria: es imposible que quien
escribió los cuentos en verso con tan poco acierto haya podido mostrarse tan
sumamente diestro en los cuentos en prosa. En una palabra, los Cuentos de antaño y
los cuentos en verso no pueden ser de la misma mano. Lo más que se le concede a
Perrault son «las moralejas en verso, las palabras preciosas, las observaciones
ocurrentes, las alusiones a las modas, a los peinados, al mobiliario, a las costumbres y
usos del Gran Siglo» (Paul Delarue).
Sin embargo, son precisamente estos argumentos los más débiles, pues es fácil
darles la vuelta y desbaratarlos análogamente con sus opuestos por el vértice. En
efecto, después de la muerte de Perrault —e incluso ya a raíz de la publicación de los
cuentos—, la misma inercia de las atribuciones da por segura la autoría del padre. Las
atribuciones al hijo tuvieron lugar todas o casi todas antes o alrededor de la
publicación de los Cuentos, y partían del círculo de los amigos de Perrault. La misma
viuda de Barbin —en cuya imprenta se publicó la primera edición de los Cuentos en
vida aún de su marido—, al reimprimirlos en 1707, ya no tuvo reparos en titular
abiertamente el libro Cuentos de monsieur Perrault.
En cuanto al otro argumento, el de crítica interna, confirma más que compromete
la autoría del padre. Si es indiscutible, como observó Delarue, que la mano de
Perrault se percibe claramente en los cuentos en prosa, no es menos cierto que dichos
textos poseen una unidad sin fisuras, una estructura tan sólida y una fluidez tan
uniforme, que difícilmente se hubiera conseguido de haberse limitado Perrault a ir

ebookelo.com - Página 188


poniendo parchecitos aquí y allá. El análisis puramente formal de los Cuentos nos
autoriza a decir que la redacción definitiva de esas historias surgió de la misma
pluma. «La participación de Perrault no fue, pues, ocasional o, por decirlo así,
marginal. Si no escribió los Cuentos, en todo caso los reescribió y procedió a un
ajuste del conjunto, que le permitió fundir su aportación en el relato y mezclarlo con
la trama» (Marc Soriano).
Las razones que pudo tener Perrault para obrar así son fácilmente comprensibles
si analizamos brevemente su situación personal. Tiene a la sazón casi setenta años.
Viudo, cuatro hijos, honorable padre de familia y no menos honorable académico. Ha
sido durante veinte años inspector general de obras del rey, viviendo a la sombra del
poderoso Colbert, siendo casi su brazo derecho. Ha escrito versos galantes,
probablemente tan malos como preciosistas; ha escrito poemas en alabanza del rey y
de la casa real, probablemente tan malos como laudatorios; unos y otros no han
dejado de darle nombre y fama. Frecuenta los salones y tertulias literarias, y en
algunos aspectos es una especie de árbitro de la elegancia. Partidario de los modernos
en las clásicas querellas de la época, ha llegado a ser un buen burgués, pacifico,
hogareño, elegante, no mal acomodado. Por otra parte, los cuentos no eran todavía un
género literario. Se contaban en las tertulias literarias, corrían de boca en boca, pero
no pasaban al papel impreso. Tanto los «cuentos» de La Fontaine como las «fábulas»
de Fénelon son relatos en verso, a caballo entre la novelita y el apólogo. En estas
condiciones, y aun sintiéndose tentado por las posibilidades que vislumbra en el
cuento, Perrault no se decide a descender a la palestra con unos cuentecillos tan
ingenuos como «los de antaño». Empieza pues, por los cuentos en verso, que son
recibidos con aplauso y sin reticencias, salvo por Boileau, como era de esperar. Entre
la publicación de los cuentos en verso y los Cuentos de antaño han aparecido dos
cuentos de la Lhéritier e Inés de Córdoba, una novela de la sobrina de Fontenelle,
Catherine Bernard, donde aparece nada menos que un Riquete el del copete. Perrault
ya no duda más: empieza publicando La Bella durmiente en el Mercure Galant
(1696), y al año siguiente la edición completa de los Cuentos de antaño.
Veamos ahora rápidamente cada uno de los cuentos.

Grisélidis

Grisélidis apareció en septiembre de 1691 con el título La Marquesa de Salusses o la


paciencia de Grisélidis, título que en la segunda edición quedó reducido a Grisélidis.
De los once cuentos, es el único que lleva el subtítulo de «nouvelle» (= novela corta).
Aunque en el prólogo Perrault parece insinuar que se ha inspirado en la «Historia
de la Matrona de Éfeso» —es decir, en los capítulos 111-112 del Satiricón—, a quien
ha seguido Perrault muy de cerca es al italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375).
Incluso el título de la primera edición —que no corresponde al argumento, ya que los

ebookelo.com - Página 189


marqueses de Salusses no aparecen por ningún sitio— ha sido tomado del cuento de
Boccaccio (Decamerón, X,10), cuyo título dice textualmente así: «El marqués de
Saluzzo, obligado a casarse en virtud de las demandas de sus vasallos, toma por
mujer a la hija de un villano, de la que tiene dos hijos, los cuales hace creer que
manda matar. Y luego finge estar harto de ella y haber tomado otra mujer, y hace
volver a su casa a su hija, haciéndola pasar por su mujer. Expulsa a su esposa en
camisa y, hallándola paciente en todo, con más honor que nunca la admite en su casa.
La muestra a sus hijos ya crecidos y como a marquesa la honra y hace honrar».
De Boccaccio a Perrault hay una larga serie de Grisélidis, Griseldas o Griselidas,
entre las que no hay que olvidar la de la segunda patraña del Patrañuelo de nuestro
Juan Timoneda (aprox. 1520-1583). Pero Perrault se basó directamente en Boccaccio.
Las variantes argumentales afectan solamente al número de hijos, al detalle jovial de
la «camisa», y al enamorado de la princesa que introduce Perrault. Donde se da la
diversidad es en el tono y la intención. Perrault, queriendo salir en defensa de la
mujer y de su virtud a toda prueba, nos ha dejado un relato que hoy nos parece, sobre
cruel, increíble, a pesar de todas las protestas de verosimilitud del académico, y hasta
inmoral, por más moral que a él le parezca. Boccaccio en cambio, más realista o más
escéptico, se da cuenta de lo disparatado e irracional de tales pruebas y vejaciones, y
concluye desenvueltamente que, a un marido tan majadero como aquel, «no le
hubiera venido mal dar con una que, cuando de casa la echó en camisa, hubiera
sabido menearse tan bien, que consiguiera un buen vestido».
Hoy, ciertamente, nos sentimos más cerca de Boccaccio que de Perrault, y el
marqués, con su disparatado comportamiento, nos parece tan impertinente por lo
menos como «el curioso impertinente» cervantino. Dan ganas de suscribir todas las
objeciones que, según el propio Perrault, le hacían algunos de sus amigos. Grisélidis
fue escrita en defensa de las mujeres, y hay que encuadrarla en el debate que
enfrentaba particularmente a Boileau y a Perrault.
Pero sin duda este no preguntó a las mujeres si les gustaba el modelo que en su
cuento presentó de mujer, de marido y de matrimonio, ni si estarían dispuestas a
soportar tan «bárbara experiencia», y encima alabar al «caprichoso Príncipe», como
dicen que hizo el paciente pueblo italiano. Si algo lo salva, a pesar de todo, es esa
sutil ironía, muy de Perrault por otra parte, suavemente diseminada a lo largo del
poema, «ironía agridulce que —al decir de Marc Soriano— finalmente parece
burlarse de sí misma». Incluso en la versificación resulta el más premioso de todos
los cuentos en verso, prosaico, con imágenes convencionales y largos parlamentos y
soliloquios. Perrault está todavía muy lejos de los cuentos en prosa.

Piel de Asno

Piel de Asno ha sido uno de los cuentos más célebres y populares, hasta el punto de

ebookelo.com - Página 190


que en la época de Perrault había dejado de ser un cuento más para convertirse en el
cuento por excelencia y se decía «cuento de Piel de Asno» como ahora podemos
decir «cuento de hadas». El de Perrault fue publicado por primera vez en 1694, en el
mismo tomito que Grisélidis y Los deseos ridículos. Está en verso como Grisélidis,
pero ya no con el subtítulo de «Novela», sino de «Cuento», y empieza con el
consabido «Era[se] una vez…».
Piel de Asno se compone de varios temas, que Perrault ha reunido en el mismo
cuento: el asno maravilloso que «en lugar de boñigas soltaba» monedas de oro; el
amor incestuoso del rey, la piel de asno, que demuestra hasta dónde puede llegar el
invencible y loco amor real, a la vez que sirve de disfraz en la huida y contrapunto en
la prueba, y finalmente la prueba del anillo, tema afín al de Cenicienta. Unos u otros
habían sido ya tratados literariamente, sobre todo por los italianos Giovanni F.
Straparola[129] en sus Noches agradables (I,4) y por Giambattista Basile[130] en su
Pentamerón (II,6). El motivo del amor incestuoso aparece incluso en el Flos
Sanctorum o Libro de las vidas de los santos (15 de mayo) de nuestro Pedro de
Rivadeneyra (1527-1611).
Si comparamos Piel de Asno con Grisélidis, notaremos un considerable avance.
Ya Perrault aquí no se preocupa tan obsesivamente por la verosimilitud propia de la
«novela», cuanto por el interés y maravilla propios del «cuento». En Grisélidis aún se
cuidaba de explicar y justificar movimientos, comportamientos, sucesos. En Piel de
Asno, en cambio, observa Marc Soriano «que Perrault conserva cuidadosamente una
multitud de detalles poco verosímiles o traídos por los pelos, como si pensara que el
encanto de los viejos cuentos justamente consistiera en narrarlos sin preocuparse del
arte o de la lógica». No obstante, han quedado todavía en él varias alusiones
mitológicas o sarcásticas —como la del casuista—, metáforas ampulosas y
amplísimas —como las que acompañan a la aparición de cada vestido—,
multiplicidad de adjetivos, el hipérbaton típico del verso, etc., por lo que Soriano
concluye que, «a pesar de algunos hallazgos y ciertos logros, el cuento en su conjunto
deja evaporar el encanto y la simplicidad de los cuentos populares; no evita, la mayor
parte del tiempo, el estilo ordenado, laborioso y acompasado». Perrault no ha
encontrado aún su camino.
Hacia 1781 apareció por primera vez una versión apócrifa de Piel de Asno, de
autor desconocido, que redujo a prosa los ya bastante prosaicos versos de Perrault. En
esta versión en prosa se conserva sustancialmente el argumento, aunque se han
suavizado ciertos detalles: El rey no quiere casarse por propia voluntad, sino a
petición del pueblo, que lo insta a casarse en una escena muy semejante a la de
Grisélidis; el casuista es sustituido por un «viejo druida», etcétera. Por desgracia ha
sido este falso cuento el que generalmente ha venido publicándose y el que ilustró
Doré, de forma que algunas de las escenas ilustradas no aparecen en el cuento
original. Así la de la Princesa, que va en busca del «hada de las Lilas» «en un lindo
carruaje tirado por un gran carnero que conocía todos los caminos», o la del día en

ebookelo.com - Página 191


que, estando en el campo al cuidado de los pavos, se le ocurre mirarse en una fuente,
lavarse y hasta bañarse…
Curiosamente fue esta versión en prosa la que tan calurosamente alabó Flaubert,
que quizá no conocía la verdadera. «¡Y decir —concluía— que mientras vivan los
franceses Boileau pasará por ser mejor poeta!». Si lo hubiera oído Perrault, se habría
agitado de gozo en su tumba.

Los deseos ridículos

Los deseos ridículos fue publicado en el Mercure Galant, en 1693, un año antes que
Piel de Asno, aunque luego en el tomito que reunió los tres cuentos en verso fue
colocado en tercer lugar. En realidad más que de un cuento se trata de una fábula,
elaborada con los temas de otras dos: El leñador y la muerte y Los deseos. La
primera, que le sirve de introducción a la segunda, tiene amplia tradición fabulística.
La encontramos en Esopo (fáb. 78) y Perrault pudo leerla en el mismo La Fontaine
(I,15). El segundo tema también procede del mundo de las fábulas, en este caso del
fabulista latino Fedro, y se encuentra igualmente en La Fontaine (VII,5). Perrault
pudo tomarlo de cualquiera de ellos, e incluso de Faerno o de Philippe de
Vigneulles[131], cuya novela 78 guarda muchas similitudes con su cuento.
Los deseos ridículos tiene una gracia y una rapidez de que, a mi juicio, carecen
los otros dos cuentos en verso (por más que a Boileau no le gustara ninguno de los
tres y despotricara a placer «del cuento de Piel de Asno y de la mujer con nariz de
morcilla, puesto en verso por el señor Perrault, de la Academia francesa»). La
concesión del primer deseo, por ejemplo, posee gran plasticidad: no es lo mismo
aparecer una morcilla por arte de birlibirloque que aproximarse «serpenteando» desde
una esquina de la chimenea. ¡Todavía nos parece estar viéndola salir con la
consiguiente sorpresa de Paquita! Igualmente, las observaciones socarronas sobre la
belleza de Paquita, echada a perder por la morcilla en la nariz, o esa de que no hay
nariz mal modelada si se tiene corona en la cabeza. Con todo, al llegar a la moraleja,
nos entra una molesta sensación de desasosiego. Hoy, a casi trescientos años de su
composición, nos sentimos tentados a decirle a Monsieur Perrault que mejor hubiera
hecho ahorrándosela. Porque una cosa es pedir peras al olmo, como el rey importuno
de Grisélidis, y otra muy distinta negar la posibilidad de «formular deseos» a quien a
veces más lo necesita.

La Bella durmiente del bosque

De La Bella durmiente se conservan dos ediciones: una la publicada en 1696 en el


Mercure Galant; otra, la de los Cuentos de antaño. Ambas versiones presentan

ebookelo.com - Página 192


notables diferencias. Unas son solo de estilo o de lenguaje; otras, más sustanciales,
afectan al texto mismo. Entre estas es preciso mencionar sobre todo los dos discursos
suprimidos: el que el príncipe dirige a la princesa dormida, iniciando así el diálogo
entre los dos, y la tragicómica lamentación que ella eleva ante la cuba zoológica,
quejándose de «morir tan joven», pues no hay por qué contarle como vividos los cien
años que pasó dormida. Estas supresiones indican que Perrault fue aprendiendo el
difícil arte de transmitir a los cuentos la ingenuidad y el encanto imprescindibles en
este tipo de obras, a costa de sacrificar todo lo que impidiera la simplicidad y claridad
del relato. Precisamente los sacrificios que se resistía a hacer y a los que no acababa
de renunciar en los cuentos en verso.
La Bella durmiente se compone en realidad de dos historias yuxtapuestas: la de la
Bella durmiente propiamente dicha, y la de la ogresa que intenta comérsela a ella y a
sus hijos. Los temas que giran en torno al primer núcleo —la reunión de las hadas
junto a la cuna de un recién nacido, el banquete que se les ofrece, la maldición del
hada vengativa, el objeto mágico que al pinchar produce sueño, el despertar a la
llegada del héroe— pertenecen todos a una larga tradición popular y no faltan
tampoco antecedentes literarios. Solo Basile, antes que Perrault, funde ambas
historias en una (Pentamerón, V,5).
La Bella durmiente del bosque es uno de los cuentos más hermosos de Perrault.
Todo ha sido aquí sabiamente dosificado, todo está dicho con las palabras
imprescindibles, pero no por ello menos eficaces, en un estilo vivo y ágil sin dejar de
ser sobrio, en un lenguaje claro sin perder esos toques de delicioso humorismo. Basta
compararlo con Piel de Asno para comprender la enorme distancia que los separa:
aquel tema, más popular que este si cabe, fue ahogado por la retórica afectada del
académico; el de la Bella durmiente, en cambio, ha permanecido fresco y lozano
hasta hoy, y difícilmente puede leerse sin una apacible, gozosa sonrisa. Hay
momentos de una plasticidad asombrosa, como ese de la dormición del fuego y de los
asadores, casi imposibles de captar, a no ser con la imagen congelada del cine. Frases
de gran concisión y eficacia, como «poca elocuencia, mucho amor», que
lamentablemente muchos traductores han hinchado con criterios literarios que se me
escapan. Ironías racionalistas, deliciosos juegos entre la realidad y el cuento, como la
ausencia de sueño en una princesa que se había tirado cien años durmiendo… No sé
cuáles serían las pretensiones literarias que tendría Perrault al escribir este cuento,
pero, queriendo o sin querer, nos dejó una pequeña obra maestra.

Caperucita roja

El único cuento del que no se han detectado fuentes escritas anteriores a Perrault es el
de Caperucita. Además, Caperucita es un caso insólito dentro de los Cuentos de
antaño: se trata de un cuento que acaba mal. En todos los cuentos, tal como advertía

ebookelo.com - Página 193


Perrault en el prólogo, la maldad debe ser castigada, y la virtud recompensada, para
aviso y lección del joven lector. Solo en este la buena de Caperucita y de su abuela
acaban sin remisión en el estómago del lobo, donde permanecerían hasta que los
hermanos Grimm vinieran a sacarlas mediante un «deus ex machina» en forma de
cazador.
Cabe preguntarse si la versión que le llegó a Perrault no estaría truncada y la
verdadera sería la de los Grimm. Sin embargo, de la comparación de ambos cuentos
se deduce que los Grimm siguieron a Perrault muy de cerca, solo que le añadieron un
final —o se lo encontraron añadido— tomado de otra serie de temas, probablemente
del tipo La cabra y los cabritillos. Todo ello lleva a Paul Delarue a la conclusión de
que existió un ciclo de cuentos con final desgraciado, cuyo objetivo ya no sería
«instruir», como quería el académico, sino «advertir». Este tipo de cuentos habría
sido escrito —piensa Delarue— «para dar miedo a los niños y ponerlos en guardia
contra determinados peligros o impedirles cometer ciertas acciones: no ir solos a la
orilla del río, o a los bosques, o a las cosechas, no estar fuera de casa al caer la noche,
no abrir la puerta a desconocidos, etc.». Lo cual quiere decir que Caperucita
pertenece a otra cuerda: la de los cuentos premonitorios o de advertencia. «Niños, ojo
con los lobos», viene a decir Perrault. Aunque, con su ironía habitual, dé hábilmente
la vuelta a la moraleja, imprimiendo un segundo sentido a su advertencia.

Barba azul

El tema central de Barba azul —la curiosidad de las mujeres— es probablemente uno
de los más viejos del mundo, sin que para ello sea preciso buscar un relato que sirva
linealmente de pauta al de Perrault. El objeto de la curiosidad, o la causa de la
desgracia consiguiente, ha sido múltiple a lo largo de la historia: desde la manzana de
Eva o la caja de Pandora[132] hasta la llavecita encantada de Barba azul, pasando por
la lámpara de Psiquis y Las mil y una noches (noche 16), hay toda una antología de
recursos para expresar la misma realidad: habitaciones prohibidas, manchas
indelebles, asesinato ritual —u otra desgracia estereotipada— son otros tantos
motivos que recorren las más diversas historias.
De todos modos, es indudable que Perrault tomó el cuento de la tradición oral.
Pero, como otras veces, hay detalles que nos indican una elaboración del autor. En las
versiones orales transmitidas, la heroína, una vez descubierta, pide auxilio
normalmente a través de un animal: un perro que lleva una carta en la oreja o atada al
cuello, un zorro montado en un caballo, un pájaro hablador, una paloma mensajera…
En la de Perrault, en cambio, da la casualidad de que sus hermanos le habían
prometido venir «hoy». Lo mismo sucede con el cuarto prohibido: en general era un
tema tabú, es decir, bastaba violar la prohibición para merecer el castigo. Aquí, en
cambio, hay una razón: al abrir el gabinete, ha visto a las otras mujeres muertas, y

ebookelo.com - Página 194


por consiguiente debe morir para evitar que se divulgue la verdad. Digamos, pues,
que Perrault ha sometido el cuento a un proceso de verosimilitud y racionalización,
del mismo modo que lo ha sometido a un proceso de actualización. En efecto, si nos
fijamos detenidamente en la ambientación del cuento, observaremos que no tiene
gran cosa «del pasado»: Barba azul es un hombre rico, pero no como pudiera serlo el
Califa de Bagdad. Sus riquezas consisten en objetos perfectamente reconocibles:
casas en la ciudad y en el campo, carrozas doradas, vajilla de oro y plata, muebles
tapizados —lechos, divanes, sillones—, armarios, mesas, espejos enormes… es decir,
el último grito en cuestión de confort y lujo… pero hacia mil seiscientos noventa y
tantos. Barba azul, pues, es un rico parisiense de finales del siglo XVII. Dígase lo
mismo de los hermanos de la protagonista: ambos son militares, pero no a lo Héctor;
uno es «mosquetero» y otro es «dragón». Quiere decirse que Perrault ha manipulado
el cuento, haciendo avanzar la acción hasta el momento en que escribe. En cambio ha
conservado el encanto de las fórmulas repetitivas, y ha sabido imprimirle tal
intensidad y gradación, que no es de extrañar que Charles Deulin afirmara
entusiasmado a finales del siglo XIX que, «por su lenguaje sobrio, familiar y colorido,
este cuento de siete páginas es uno de los dramas más palpitantes que se hayan escrito
en lengua alguna».

Maese gato o el gato con botas

Hay en El gato con botas una fusión de dos temas que han constituido a lo largo de
toda la historia otros tantos lugares comunes de la literatura y de las tradiciones
orales: el animal espabilado que hace la fortuna de su dueño, o bien el pobrete que
por su astucia y buena suerte logra «saber subir siendo bajo», que diría nuestro
Lázaro de Tormes. El primer motivo cuenta con una larguísima historia, aunque el
animal varíe: las tradiciones italiana y francesa tienen su gato; a veces también un
zorro, como las griegas; muchos cuentos africanos han preferido la gacela o el chacal.
El segundo es prácticamente el argumento de todo cuento popular. Las mil y una
noches tienen una abundantísima lista de zapateros, barberos, mendigos y gente baja
que llegó a situarse «en la cumbre de toda fortuna»: el conocido Aladino sería uno de
tantos, lo mismo podría decirse de Simbad, etcétera.
El núcleo de El gato con botas podemos rastrearlo en Straparola (XI,1) y en
Basile (II,4). Pero el gato de Perrault tiene un detalle original: las botas. Unas botas
que, si no son de siete leguas, podrían serlo, a juzgar por el poder singular que
parecen tener (¿no se convierte el gato en Maese gato nada más ponérselas?) y que,
unidas al motivo del hermano más pequeño y desgraciado, hacen pensar
inevitablemente en Pulgarcito. Las botas, el ogro, la astuta forma de conquistarle el
castillo a costa de su estúpida vanidad, las alusiones a las miraditas enamoradas
confieren al cuento de Perrault un desarrollo absolutamente original, lo que permite

ebookelo.com - Página 195


incluso dudar de la influencia de las fuentes.
Se ha hablado de las veladas alusiones a la fortuna y latifundios de los Louvois,
que encubriría la repetida fórmula «Es del señor marqués de Carabás». (Recuérdese
que fue Louvois quien despojó a Perrault de su último cargo ministerial). De ser así,
el cuento encerraría un terrible sarcasmo, si tenemos en cuenta que en 1694 el hambre
azotó duramente a los campesinos del magnífico reino de Luis XIV… Aunque no por
ello hay que ver en Perrault una especie de profeta social denunciador de miserias, a
estilo de La Bruyère o Fénelon, no. Él era un buen burgués, que de vez en cuando
también se burlaba finamente de la imprevisión y «paletez» de los campesinos, como
en Pulgarcito. Sin que por ello dejase de ironizar oportunamente a costa de notarios y
procuradores, como en nuestro cuento, o sobre la virtud que poseen las riquezas para
convertir a los barbazules en hermosos galanes, y en marqueses a los molineros…

Las hadas

El tema de la insolencia castigada es un lugar común en todas las literaturas, y su


procedencia habría que buscarla muy arriba. Es casi seguro que Perrault, como buen
latinista, había leído en las Metamorfosis de Ovidio (VI,317-381) la venganza de
Latona y la consiguiente transformación de los campesinos en ranas. Pero para
elaborar este cuento le bastaron una vez más los italianos Straparola (III,3) y Basile
(III,10 y IV,7).
Perrault tituló el cuento Las hadas, cuando en él solo aparece una, refiriéndose
sin duda al estilo imprevisible, pero justo, de las hadas. ¿Pensaba ya en este cuento
cuando, en 1694, escribía en el prólogo a sus cuentos en verso: «A veces se trata de
Hadas que, a la joven que les haya contestado con amabilidad y cortesía, le conceden
el don de que, a cada palabra que diga, le salga de la boca un diamante o una perla; y
a la joven que les haya contestado brutalmente, que a cada palabra le salga de la boca
una rana o un sapo»? La pregunta tiene su importancia, porque su sobrina había
tratado un año antes que Perrault el mismo tema, si bien mezclado con el de
Cenicienta, en Los encantos de la elocuencia (1695). De todos modos, copiara uno de
otro, o dependieran ambos de una fuente común, oral o escrita, se percibe claramente
la diferencia de tratamiento. Perrault ha eliminado por completo las ampliaciones y el
florido semibarroquismo de Los encantos… Como La Bella durmiente, también este
ha sido pulido, depurado, aligerado de detalles inútiles, casi diríamos que, de puro
conciso, ha quedado reducido a la mínima expresión. Y, aun así, subsisten los
inconfundibles rasgos humorísticos, como ese del príncipe que, al verla arrojar perlas
y diamantes, considera que bien puede casarse con ella, pues no encontrará otra que
pueda aportar mejor dote al matrimonio.

Cenicienta o el zapatito de cristal

ebookelo.com - Página 196


El asunto de Cenicienta, es decir, la historia del zapato perdido y de la dueña buscada
y finalmente encontrada y coronada, es prácticamente universal. De la India a Egipto
hay Cenicientas de todos los colores y países, con nombres diferentes y zapatos de
todo tipo. Sin embargo, Perrault ha modificado un dato común de las tradiciones
arcaicas: en todos los ejemplos conocidos el dichoso hallador de zapatos tan
maravillosos no conoce a su dueña, y, sacando el ovillo por el hilo, se imagina cómo
será la delicada persona que pueda calzar tal monada. El príncipe del cuento de
Perrault, en cambio, la ha visto dos veces, y el zapatito en cuestión no es más que el
pretexto para casarse con ella, como el anillo lo es en Piel de Asno. La prueba es
idéntica y el procedimiento similar, aunque en Cenicienta, fiel a la economía de
medios de los cuentos en prosa, todo ha sido narrado en pocas palabras, en contra de
la superabundancia que ostentaba Piel de Asno.
Cenicienta es un cuento delicioso, muy cuidado. No deja de ser simpática la
«lógica» del hada, que, antes de convertir la calabaza en carroza, se molesta en
vaciarla, o que elige para el cochero bigotudo a una rata «por las magníficas barbas
que tenía». (¿Es esta una de esas hadas «cartesianas» de que hablaba Fernand
Baldensperger?). En otro aspecto, Perrault ha evitado la monotonía de los tres bailes
que presentan algunas tradiciones, reduciéndolos a dos, pero de tal modo que parecen
cuatro. Es una secuencia bellísima y que demuestra la habilidad del autor. Los dos
bailes son narrados en realidad cuatro veces, casi sin que el lector se dé cuenta,
porque las dos hermanas le cuentan a Cenicienta el mismo baile que ella ha
protagonizado, pero desde un punto de vista exterior, de espectadoras. Creeríamos
estar leyendo el Belarmino y Apolonio de Ramón Pérez de Ayala y su teoría del
«perspectivismo» o la visión «desde dos lados». Este ingenioso «juego de espejos»
revela la mano de un consumado artista.

Riquete el del copete

El asunto de Riquete el del copete —que aparecía ya en Straparola (II,1) y que


después de Perrault repetiría Madame de Beaumont[133] en La Bella y la Bestia— es
el milagro del amor, que transfigura todo lo que ama. Casi cuarenta años antes lo
había escrito Perrault en su Diálogo del amor y la amistad: el amor «tiene la virtud de
embellecer todo lo que ilumina».
Como ya vimos más arriba, hay otro Riquete, contemporáneo al de Perrault: el de
Catherine Bernard, publicado un año antes que los Cuentos de antaño y con el mismo
título, si bien dentro de Inés de Córdoba, novela española. La coincidencia temática y
cronológica obliga a preguntarse quién depende de quién. Pero el análisis de ambos
cuentos impone una conclusión: pese a las semejanzas que los unen —el nombre, los
seres subterráneos (detalle este que no carece de importancia, pues en Perrault
aparece de pasada y no muy claro, casi artificialmente), el don de la inteligencia—,

ebookelo.com - Página 197


una gran diferencia los separa: el Riquete de la Bernard no es propiamente un cuento,
sino una alegoría, una especie de parábola filosófica, en que intenta demostrar que el
amor es una fuerza tan «natural» como para el árbol «dar hojas en el mes de mayo»
—y por tanto invencible—, y a la vez una ilusión tal, que puede llegar un momento
en que no se lo distinga del odio o la indiferencia. Por el contrario, el de Perrault es
un verdadero cuento, en el que el tema del amor aparece más explícito: no hay
dilema, no hay engaño ni venganza, el final es feliz… Y con todo, la postura de
Perrault aparece tan ambigua e irónica como siempre: ¿Qué piensa él del amor?
Cuando leemos al final de su cuento lo que «algunos» piensan acerca de la
«metamorfosis» obrada, nos parece estar leyendo al mismo Lucrecio (cf. De la
naturaleza de las cosas, IV,1149-1170). Siempre la misma ironía, la misma burla fina
de Perrault.
Riquete el del copete es el cuento más «literario» de los ocho de Perrault, y su
temática podría encontrarse ampliamente representada en la literatura de cualquier
país. En España, sin ir más lejos, tenemos muestras desde el Libro de buen amor (est.
158) o Lope de Vega (La dama boba) hasta Buero Vallejo (Casi un cuento de hadas).
Sin embargo, quizá no sea tan aventurado pensar que los dos Riquetes, más un
posterior Ricdin-Ricdon (1706) de M. J. Lhéritier, dependieran de una única tradición
de tema «diabólico» subterráneo que Perrault habría manipulado a su modo,
superando a sus compañeros. En tal caso, los tres cuentos, como quiere Marc Soriano,
serían «variaciones sobre un mismo tema».

Pulgarcito

También Pulgarcito encierra dos temas fundamentales pertenecientes a dos diferentes


tradiciones. Uno sería el de «los niños abandonados en el bosque», y el otro el de
«Pulgarcito» propiamente dicho, esto es, el del héroe minúsculo que, según los casos,
puede ser del tamaño de un grano de trigo o de arroz, de un dedo pulgar o, a lo sumo,
de un puño. Pero, curiosamente, el tema que da título al cuento apenas si es esbozado,
y luego, prácticamente abandonado, solo es mencionado de pasada y con muy
discutible coherencia.
A caballo de ambos temas se sitúa el motivo central del cuento, que consiste en la
historia del ser débil y despreciado que, por su inteligencia o habilidad y astucia,
llega a ser grande e incluso a salvar a su familia: es la melodía de fondo que oímos en
la moraleja de Perrault, y que desde la historia bíblica de José y sus hermanos hasta el
Pulgarcito de los hermanos Grimm, pasando por las tradiciones griegas, eslavas y
africanas, tiene una larga trayectoria popular con las variantes habituales. A su lado se
halla el motivo del enfrentamiento del ser pequeño con el gigantesco, del que también
encontramos huellas en el relato bíblico de David y Goliat, en la aventura de Ulises y
el Cíclope de la Odisea (IX, vv. 170-552), y en la tercera historia de Simbad el

ebookelo.com - Página 198


Marino de Las mil y una noches (noches 321-324), hermana carnal de la de Homero
incluso en el modo de dejar ciego al gigante.
Pulgarcito es verdaderamente un cuento muy estudiado. Diríase que otra vez las
hadas «lógicas» —las hadas «cartesianas» de Baldensperger— estuvieron soplándole
a Perrault. Y así, los gorros o túnicas de diferentes colores, que aparecen en otras
tradiciones para posibilitar el engaño, Perrault los ha sustituido por coronas, para que
el ogro pueda reconocerlas al tacto, sin necesidad de encender la luz. Por otro lado,
seguimos encontrando las inconfundibles ironías de Perrault a costa de unos y otros:
del rico amo del pueblo, que debe diez escudos a los pobres leñadores desde tiempo
inmemorial, mientras ellos se están muriendo de hambre —el hambre famosa de
1694-95, que ya vimos en El gato con botas—; también a costa de los pobres
campesinos, a quienes trata con una dudosa mezcla de conmiseración y desprecio; y,
por supuesto, a costa de las mujeres, en cuyo honor no pierde oportunidad de soltar su
puntadita, como cuando, a propósito de las pequeñas ogresas, dice que «no eran
todavía malas del todo, pero prometían mucho», etc. No faltan incluso en ocasiones
ciertos sutiles toques de humor negro. Y, sobre todo, hay un detalle que se ha
olvidado con frecuencia. Es el final. Igual que en Riquete, igual que en Piel de Asno,
no falta alguien que afirme otra cosa. Y lo que aseguran de Pulgarcito es, en una
palabra, que se ha dedicado a «celestino», a correveidile. La misma ambigüedad de
siempre se deja sentir en ese extraño final. La misma ironía sobre las casadas, sobre
el amor. ¿Qué pensaba Perrault del amor? ¿Escepticismo, desencanto, incapacidad?
Leyendo el final de Pulgarcito, ese curioso «mensajero», uno no puede menos de
sentirse tentado a pensar en otro mensajero: el que Joseph Losey pintó en una
memorable película.

Si tuviéramos que encerrar en dos palabras las características fundamentales de los


Cuentos de antaño, diríamos solamente: simplicidad y mesura. Podrán estar
trabajados —que lo están—, pero no lo parece. Todo ha sido medido, dosificado,
economizado con un acierto admirable. Diríamos que su labor, más que de creación,
ha sido de poda: ni un adjetivo inútil, ni una partícula de más. En compensación va
repitiendo las fórmulas típicas del cuento; el giro escueto que graba en la mente del
lector u oyente el rasgo de una persona (era la más hermosa, el más grande, el más
valiente… «que se pudo ver jamás»); la técnica de la frase estereotipada, que sin caer
ni de lejos en la monotonía crea un extraño clima de intensidad, incluso de ansiedad
(¿no es un verdadero poema trágico ese «sol que polvorea» y esa «hierba que
verdea», mientras Barba azul hace temblar la casa con sus gritos?). Y sobre todo, el
encanto del prodigio sencillo: todo ocurre tan lisa y llanamente, que nos sentimos
tentados a creerlo. ¿Cómo no aplaudir esa insuperable descripción de dos líneas: «los
propios asadores, que estaban puestos al fuego llenos de perdices y faisanes, se
durmieron, y también el fuego»? ¿Se puede decir con menos palabras y más
plásticamente? Todo es tan cercano, tan reconocible, tan natural, que sin duda los

ebookelo.com - Página 199


lectores de 1700 no se hubieran sorprendido de encontrarse un hada sonriente por la
calle.
De los Cuentos de antaño se ha dicho todo lo imaginable. Ha habido
interpretaciones para todos los gustos, y desde las más diversas ciencias se ha
intentado aproximarse a ellos. Los personajes, la caperuza roja, las botas de siete
leguas, los cuchillos, las piedrecitas de Pulgarcito, el sueño de la bella, la ogresa, el
color de la barba, el zapato de cristal… todo ha sido objeto de estudio y fuente de las
más variadas conclusiones. Para unos, los cuentos son «un dialecto de la mitología»;
otros ven en sus personajes encarnaciones de fenómenos naturales, y así, el marqués
de Carabás saliendo del agua sería un símbolo de la salida del sol; las piedrecitas de
Pulgarcito, la Vía Láctea, etc.; para otros serían reminiscencias de los viejos mitos
primitivos de iniciación y estacionales; otros prefieren interpretaciones alegóricas,
etnológicas, cíclicas, ocultistas, alquímicas, herméticas, cabalísticas y, finalmente,
psicológicas y psicoanalíticas, con toda la multiplicidad de símbolos sexuales que se
quiera. Si Perrault levantara la cabeza, probablemente tomaría parte con gusto en
aquel ocurrente diálogo de Fontenelle, cuando Esopo, charlando con Homero, le
pregunta si es verdad —como aseguran los eruditos— que escondió en sus poemas
«los secretos de la teología, de la física, de la moral, e incluso de las matemáticas»,
en una palabra, si es verdad que «todo lo supo y todo lo dijo para el que sepa
entenderlo», a lo que el bueno de Homero responde: «¡Ay, en absoluto! Ni siquiera
me pasó por la imaginación» (Diálogos de los muertos, 5).
Dejémoslos, pues, en lo que son: cuentos. Pero cuentos tan espléndidos, tan
sorprendentes en medio de su sencillez, que justifican todo lo que se diga y piense de
ellos, y, trescientos años después, conservan la misma frescura que cuando nacieron.
Cuentos. En un siglo como este, el más civilizado y a la vez el más salvaje, bueno
será leer de nuevo cuentos, esos cuentos que, al decir de Anatole France, «son
necesarios para los niños y para los mayores, cuentos en prosa o en verso, que nos
hagan llorar o reír y que nos ofrezcan algún encanto».

Emilio PASCUAL

ebookelo.com - Página 200


CHARLES PERRAULT (París, Francia, 12 de enero de 1628 – ibídem, 16 de mayo
de 1703) fue un escritor francés, principalmente reconocido por haber dado forma
literaria a cuentos clásicos infantiles tales como Caperucita Roja y El gato con botas,
atemperando en muchos casos la crudeza de las versiones orales.
En 1687 escribió el poema El siglo de Luis el Grande y, en 1688, Comparación entre
antiguos y modernos, un alegato en favor de los escritores «modernos» y en contra de
los tradicionalistas (A raíz de la «Disputa entre antiguos y modernos», en la
Academia Francesa).
A los 55 años escribió el libro Cuentos de mamá ganso. Su publicación empezó a
darle fama entre sus conocidos y significó el inicio de un nuevo estilo de literatura:
los cuentos de hadas. Para sus relatos, Perrault recurrió a paisajes que le eran
conocidos como el Castillo de Ussé para el cuento de La Bella Durmiente.

ebookelo.com - Página 201


Notas

ebookelo.com - Página 202


[1] Las fábulas milesias, llamadas así por su procedencia de Mileto, ciudad griega en

la costa de Jonia —aunque no falta quien asegura que son de origen oriental—,
fueron atribuidas al escritor griego Arístides de Mileto, que vivió en el siglo II antes
de C. Traducidas al latín en tiempos de Cicerón, gozaron de cierta fama a partir del
Renacimiento. Sobre sus características, podemos recordar la descripción que de ellas
hizo el benemérito Canónigo del Quijote (I,47): «Y según a mí me parece, este
género de escritura y composición cae debajo de aquel de las fábulas que llaman
milesias, que son cuentos disparatados, que atienden solamente a deleitar, y no a
enseñar; al contrario de lo que hacen las fábulas apólogas, que deleitan y enseñan
juntamente». <<

ebookelo.com - Página 203


[2] Alude a un episodio que ocupa los capítulos 111 y 112 del Satiricón, del escritor

latino Petronio (siglo I), aunque en realidad en Grisélidis sigue más de cerca un
cuento del Decamerón de Boccaccio (véase Apéndice). <<

ebookelo.com - Página 204


[3] La fábula de Psiquis aparece, en efecto, en la obra del escritor grecolatino Lucio

Apuleyo (114-184), El asno de oro (caps. 4-6). En cambio, no figura en ninguna de


las obras conocidas de Luciano de Samosata (125-192 aprox.), el retórico y filósofo
griego, tan conocido por sus célebres Diálogos. <<

ebookelo.com - Página 205


[4] La fábula del labrador es habitual entre los fabulistas. La encontramos, entre

otros, en La Fontaine y Faerno. Véase a este respecto la introducción a Los deseos


ridículos (Apéndice). <<

ebookelo.com - Página 206


[5] Avisado: Prudente, astuto. Corresponde, en esta acepción, a la palabra francesa

avisé. <<

ebookelo.com - Página 207


[6] Este deseo de «hacer trampas», de meter «solapadamente» en los relatos para

niños «cosas útiles, pero sin que lo parezca», materias de estudio, «mas sin notarlo»,
es precisamente lo que más critica Paul Hazard, por lo demás tan entusiasta de
Perrault. (De todos modos, no hay que olvidar que todavía estamos en los cuentos en
verso). Con eso —concluye Hazard— «arrebatan a la imaginación el lugar que en
justicia le corresponde y declaran la guerra a los sueños»… <<

ebookelo.com - Página 208


[7] «Mademoiselle Lhéritier» (Nota de Perrault). [Marie Jeanne Lhéritier (1664-1734)

era sobrina de Perrault, y probablemente compartió con él, ya viudo, la tarea de


educar a los hijos de este]. <<

ebookelo.com - Página 209


[8] No se sabe quién fue esta desconocida Señorita**. Hay sospechas de que pudiera

tratarse de la sobrina de Perrault, M. J. Lhéritier, pero no existe ninguna prueba


decisiva. <<

ebookelo.com - Página 210


[9] El Po es el río más importante de Italia. Perrault ha situado la acción en un lugar

bien definido: los Alpes franco-italianos, las «célebres montañas» donde nace el Po.
En oposición a Piel de Asno, ambientado en un lugar desconocido y exótico,
Grisélidis quiere tener más visos de verosimilitud y cercanía, y probablemente no se
deba solo al hecho de que el cuento de Boccaccio también se desarrolla en Italia. Por
cierto, en el de Boccaccio no se nombra el río Po. <<

ebookelo.com - Página 211


[10] Campaña:
Campo llano, sin montes ni asperezas. Por extensión se aplica al
campo en general. <<

ebookelo.com - Página 212


[11] Marte, hijo de Júpiter y Juno, era el dios de la guerra en la mitología romana. El

oficio de Marte es, pues, el oficio de la guerra, las campañas militares, todo lo
relacionado con las armas. <<

ebookelo.com - Página 213


[12]
Partes: En plural, se dice de las cualidades o excelencias naturales de una
persona. Así leemos en Cervantes: «Estas tan buenas partes de la hermosa
labradora…» (Quijote I,24). <<

ebookelo.com - Página 214


[13] Humor: Cualquiera de los líquidos del cuerpo. Antiguamente se creía que los

humores afluían sobre el modo de ser de las personas. La bilis era uno de los cuatro
humores que dejaban sentir sus influencias (véase nota siguiente). Por extensión,
pues, con los humores se significaba el carácter de una persona. Más abajo se aplicará
el calificativo de maligno, es decir, inclinado a pensar o hacer el mal. <<

ebookelo.com - Página 215


[14] Melancólico: Sombrío, triste, pero con caracteres patológicos. Antiguamente se

llamaba también melancolía a la bilis negra o atrabilis, humor negro y espeso que
suponían segregado por el bazo, y al que atribuían la melancolía y la hipocondría.
Más adelante, nos encontraremos otra vez al Príncipe a merced de su famosa «bilis»
(véase nota 35). <<

ebookelo.com - Página 216


[15] Lucrecia, esposa de Tarquino Colatino, fue una dama romana que, violada por

Sexto Tarquino, hijo del rey Tarquino el Soberbio, se suicidó desesperada a causa del
ultraje recibido. Al menos eso afirma la leyenda: y, en todo caso, ha pasado como
símbolo de fidelidad conyugal. <<

ebookelo.com - Página 217


[16] Himeneo: En la mitología griega, era el dios que presidía el matrimonio y los

cantos nupciales. Por extensión, significa boda o epitalamio. Hemos preferido dejar el
término himeneo porque, salvo en dos o tres raras ocasiones, es el que emplea
Perrault para designar la boda y el matrimonio. <<

ebookelo.com - Página 218


[17] Armas: Es la traducción exacta del francés armes, que existe en español con la

misma acepción. Así, bajo la voz arma, registra María Moliner: «Cualquiera de los
medios naturales de un animal para atacar o defenderse; por ejemplo, los cuernos».
<<

ebookelo.com - Página 219


[18] En cuerpo: En corporación, todos juntos. El francés en corps tampoco es habitual.

<<

ebookelo.com - Página 220


[19] Se refiere al poderío turco y musulmán, cuyo símbolo político y religioso era la

Media Luna. <<

ebookelo.com - Página 221


[20] Parte: Aquí tiene la acepción teatral de «papel» o «personaje» que representa un

autor. El texto francés dice personnage. <<

ebookelo.com - Página 222


[21] Amante: Enamorado, adorador, admirador. En los siglos XVI y XVII la palabra

amante designaba justamente lo que es, o sea, participio activo del verbo amar. No
tenía aún el actual significado, a veces peyorativo, que ha desplazado al anterior.
Conviene tenerlo en cuenta en lo sucesivo, porque Perrault lo utiliza con suma
frecuencia y siempre en su primitivo sentido. <<

ebookelo.com - Página 223


[22] Preciosa: «Traducción de la palabra francesa précieuse con que se designa a las

mujeres elegantes y de clase distinguida de los siglos XVII y XVIII en Francia, que se
distinguían por la pureza de su lenguaje; y, desde Voltaire, a las mujeres que las
imitaban con afectación ridícula» (María Moliner). De todos modos, ya antes de
Voltaire (1694-1778) la palabra había adquirido ese matiz peyorativo. Recuérdese que
ya Molière (1622-1673) tiene una obra titulada Las preciosas ridículas, con el mismo
matiz que emplea Perrault. <<

ebookelo.com - Página 224


[23] Picados: Animados, estimulados, excitados. <<

ebookelo.com - Página 225


[24] Ellos son los cazadores. El sujeto de piérdense sigue siendo los ruidos anejos a la

caza. Este párrafo, tan oscuro y ambiguo en español como en francés, ha sido
erróneamente interpretado en las pocas traducciones que no se lo han comido. <<

ebookelo.com - Página 226


[25] Estos cambios violentos de tiempo son frecuentes en los tres cuentos en verso.

Excepto en un lugar, insoportable para el oído español, los hemos respetado siempre
escrupulosamente. <<

ebookelo.com - Página 227


[26] Aunque la palabra intervalo es paroxítona, y por tanto no debe acentuarse, aquí se

acentúa para salvar el ritmo del verso, recordando otro notable precedente en la
literatura española: una rima de Bécquer:

«… y entre aquella sombra


veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo». <<

ebookelo.com - Página 228


[27] Sobradas: Más altas que el resto. <<

ebookelo.com - Página 229


[28] Esquila: Esquileo, operación de esquilar al ganado lanar. <<

ebookelo.com - Página 230


[29] Ser de consecuencia: Ser de importancia, ser importante. Corresponde
exactamente a la locución francesa être de consèquence, que, aunque no muy
corriente, no es tan desusada como en español. <<

ebookelo.com - Página 231


[30] Industrioso: Ingenioso, hábil. En el siglo XVII el francés industrieux y el español

industrioso se correspondían perfectamente, si bien en español era más utilizado el


sustantivo industria que el adjetivo derivado. <<

ebookelo.com - Página 232


[31] No es fortuito este dato de la ópera, pues para Perrault era la ópera uno de los

géneros artísticos que honraban a los modernos y que había que apuntar en su haber
en las famosas querellas entre los antiguos y los modernos. Cuatro años antes había
alabado ya la ópera en Le siécle de Louis le Grand y volvería a hacerlo en su
Parallèle des anciens et des modernes en ce qui regarde la poésie. Por otra parte, no
hay que olvidar que la acción se desarrolla en Italia, cuna de la ópera. <<

ebookelo.com - Página 233


[32] Limpieza: Es la traducción de la palabra francesa propreté, pero aquí, además de

limpio, encierra el matiz de cuidadoso, pulcro, elegante. <<

ebookelo.com - Página 234


[33] Ministro: Aquí tiene el antiguo significado de «el que ejecuta una orden». En la

misma acepción podemos hallarla en el Quijote (II,69): «¡Ea, ministros desta casa…,
acudid unos tras otros…!». Y poco más tarde: «¡Afuera, ministros infernales…!». La
palabra francesa ministre ha tenido idéntico significado y evolución. <<

ebookelo.com - Página 235


[34] Vírgenes: Se entiende vírgenes consagradas a Dios, es decir, monjas. <<

ebookelo.com - Página 236


[35] Bilis: Según los antiguos, era uno de los humores del cuerpo humano de que ya

hemos hablado. Se la consideraba la fuente de la cólera y la irritación. (Véanse las


notas 13 y 14). <<

ebookelo.com - Página 237


[36] Casa celeste: Cada una de las doce partes en que los astrólogos consideraban

dividido el cielo, atribuyendo a cada una de ellas una virtud o influencia particular,
especialmente para la confección de los horóscopos. Se trata, pues, de los doce signos
del Zodíaco, que en francés se llaman maisons. Recuérdese cómo se lo explicaba
aquel colegial del P. Isla a Fray Gerundio: «Los doce signos del Zodíaco, o las doce
casas que dividen en doce partes iguales aquel espacio del cielo que corre el sol en el
discurso de un año, son otros tantos jeroglíficos o símbolos que representan lo que
comúnmente pasa en la tierra en cada uno de los doce meses correspondientes a las
doce casas». (Fray Gerundio de Campazas, l.V, c.4,6. Véase también l.III, c.3,4). <<

ebookelo.com - Página 238


[37] Bálago: Paja larga de los cereales después de quitada la espiga. <<

ebookelo.com - Página 239


[38] No se sabe con certeza quién fue este «Monsieur» a quien Perrault envía su

cuento. Se ha pensado, no sin fundamento, que pudiera ser Fontenelle. Este, cuyo
nombre completo era Bernard Le Bovier de Fontenelle, había nacido en Ruán en
1657 y murió en París cien años después. Era hijo de un abogado y sobrino del
famoso dramaturgo Corneille (1606-1684). Asiduo del salón literario de la marquesa
de Lambert (véase nota siguiente), se dio a conocer con una serie de obras teatrales y
sobre todo con sus Diálogos de los muertos. Como vulgarizador científico, escribió
seis Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos, e incluso llevó su labor
vulgarizadora hasta el campo de la teología con la Historia de los oráculos, por la
que, debido a su método crítico y racionalista en la explicación de las verdades de la
fe, se le ha considerado como un precursor de La Enciclopedia. Tomó parte en la
famosa «querella de los antiguos y los modernos», poniéndose de parte de los
últimos, y en su Digresión sobre los antiguos y los modernos sostuvo la teoría del
progreso, lo que le atrajo las iras de La Bruyère (1645-1696), quien de hecho lo
satirizó en sus Caracteres. Como es lógico, sin duda se ganaría al mismo tiempo las
simpatías de Perrault, partidario como era de los modernos. No es extraño, pues, que
Perrault quisiera enviarle este cuento. <<

ebookelo.com - Página 240


[39] Se trata de la Marquesa de Lambert (Anne Thérèse de Marguenat de Courcelles),

escritora francesa nacida en París en 1647 y que murió allí mismo en 1733. Tenía un
salón literario al lado de la Biblioteca del rey, y sin duda ejerció cierta influencia
entre los escritores de su tiempo, algunos de los cuales, como Fontenelle y la Motte,
fueron asiduos de la tertulia. Escribió para sus hijos dos manuales de moral, titulados
Consejos a mi hija y Consejos de una madre a su hijo. Sus Obras completas
aparecieron quince años después de su muerte, y contienen obras como Reflexiones
sobre las mujeres, Tratado de la amistad, Tratado de la vejez, La ermitaña (novela),
y Cartas a varias personas. <<

ebookelo.com - Página 241


[40] Aunque el origen de las marionetas se pierde en el tiempo, pues ya las conocieron

y usaron chinos, egipcios, griegos y romanos, fue en la Edad Media y sobre todo en
Italia donde alcanzaron gran perfección y difusión. Podían ser movidas a mano (el
actual guiñol) o por medio de hilos. En París constituyeron un verdadero éxito en la
segunda mitad del siglo XVII, hasta el punto de que alguno de los empresarios ha
pasado a la literatura, como «Fragotin y sus marionetas», mencionado por Molière en
su Tartufo. El hijo debió de seguir con el oficio, pues La Bruyère lo menciona en sus
Caracteres, diciendo de él que «se hace rico exhibiendo marionetas en un circo»
(«De los juicios», 21). También en España tuvieron su aceptación. El Quijote (II,26)
nos lo recuerda en la magnífica secuencia del Retablo de Maese Pedro, que no fue
otra cosa que una sesión de marionetas, probablemente en su modalidad de guiñol.
<<

ebookelo.com - Página 242


[41] Ogro: «Hombre salvaje que se comía a los niños». La nota es del propio Perrault,

y tiene su explicación que la pusiera, ya que la palabra ogre no aparece en ningún


diccionario francés del siglo XVII. El mismo Perrault había descrito a los ogros más
ampliamente, dos años antes, en su Parallèle des Anciens et des Modernes en ce qui
regarde la poésie, donde, hablando de los que escriben cuentos «de Piel de Asno»,
dice que «introducen ciertos hombres crueles que llaman ogros, que huelen la carne
fresca y que se comen a los niños: ordinariamente los pintan con botas de siete leguas
para correr detrás de los que se escapan… Los niños se imaginan esas botas de siete
leguas como grandes zancos, con los que esos ogros se presentan donde quieren en
un santiamén». La palabra ogre —de la que deriva la española ogro— no fue
admitida por la Academia francesa hasta 1740. <<

ebookelo.com - Página 243


[42] Acomodado: Fácil de contentarse o acomodarse a las circunstancias. En el siglo

XVII correspondía exactamente al vocablo commode, utilizado por Perrault, y que el


Dictionnaire de la Académie define como «el que tiene carácter fácil, el trato
agradable, refiriéndose a personas sin matiz de familiaridad». En idéntico sentido lo
empleó Cervantes: «¿Quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?»
(Quijote II, 1). <<

ebookelo.com - Página 244


[43] Aparente: Visible, manifiesto (fr. apparent). <<

ebookelo.com - Página 245


[44] El luis (louis) era una moneda francesa de oro del siglo XVII, que empezó llevando

grabada la efigie de Luis XIII, de donde tomó el nombre hacia 1640. Empezó
valiendo 11 libras y después 24. (Desde 1803 siguió llamándose luis otro tipo de
moneda de oro que valía 20 francos). En cuanto a los escudos (ecus au soleil =
literalmente: escudos con el sol, así llamados porque tenían un sol pequeño de ocho
rayos) eran unas monedas de oro, mucho más antiguas, que aparecieron en 1475, bajo
el reinado de Luis XI, y valían entonces 3 libras. Aunque desde 1656 dejaron de
acuñarse, siguieron en circulación aún durante mucho tiempo. <<

ebookelo.com - Página 246


[45] Cama: «Mullido de paja, helecho u otras plantas, que en los establos sirve para

que el ganado descanse y para hacer estiércol» (D.R.A.E.). El mismo sentido tiene en
francés litière empleado por Perrault. <<

ebookelo.com - Página 247


[46] Sobre los cambios de tiempo, recuérdese lo dicho en la nota 25 de Grisélidis. De

todos modos, en este caso concreto, es de advertir el valor estilístico de la transición,


para acercar al lector la intensa dramaticidad del momento. <<

ebookelo.com - Página 248


[47] El Griego, por antonomasia, es Hipócrates, médico griego del siglo V antes de

Cristo y el más grande de la antigüedad, que fue llamado Padre de la Medicina. Los
que aspiraban a obtener el título de bachiller en medicina debían someterse
previamente a un examen sobre Hipócrates, y por eso la Facultad de Medicina debía
«estudiar el Griego». Por lo que respecta a los charlatanes, eran una verdadera plaga
en la época. La Bruyère los satirizó repetidas veces en sus Caracteres: «Otro
charlatán llega del otro lado de los montes con un baúl, y apenas lo ha soltado,
cuando ya le llueven las pensiones y puede volver adonde vino con mulas y
furgones» («De los juicios», 21). Volveremos a ver a estos famosos charlatanes en la
prueba del anillo, dando remedios para adelgazar dedos. <<

ebookelo.com - Página 249


[48] Monumento: Monumento funerario, «sepulcro o cualquier obra arquitectónica o

escultórica con que se conmemora a uno o varios muertos» (María Moliner). El


original usa también monument, pero en francés actualmente es ya casi desconocida
en este sentido. <<

ebookelo.com - Página 250


[49]
Casuista: Profesor o experto en teología moral, especializado en casos o
problemas de conciencia, conducta a seguir, etc. <<

ebookelo.com - Página 251


[50] Color del tiempo: Es el color azul, como se desprende de la descripción que del

vestido se hace más abajo. La condesa d’Aulnoy lo corrobora en aquel verso de su


poema El pájaro azul: «Pájaro azul, color del tiempo…». <<

ebookelo.com - Página 252


[51] Lapidario: El que tiene por oficio labrar piedras preciosas. <<

ebookelo.com - Página 253


[52] El amante de Climene es el sol. En efecto, Climene, hija del Océano y de Tetis,

según la mitología griega, fue la «amante» de Apolo —es decir, el sol—, de quien
tuvo a Faetón. En las Metamorfosis de Ovidio (libro I, fábula 18) encontramos la
siguiente declaración de Climene a Faetón: «Te juro, hijo mío, por este resplandor
adornado de tan refulgentes rayos, que nos oye y ve, que tú eres hijo de este sol que
miras, de este sol que gobierna todo el mundo». <<

ebookelo.com - Página 254


[53] Bodigo: Panecillo que solía llevarse como ofrenda en las misas. Más corriente en

las misas de difuntos, es una costumbre que ha existido hasta hace poco, y
probablemente se mantenga aún en algún sitio. <<

ebookelo.com - Página 255


[54] Merdellona: Criada sucia y desaseada. Es quizá la palabra que más se acerca al

francés souillon, que, en la acepción antigua, significaba «persona desaseada que se


ensucia» (Paul Robert). Actualmente, la definición de souillon es justamente la de
«criada desaseada y sucia» (servante malpropre, sale). <<

ebookelo.com - Página 256


[55] Dornajo: Cuenco, generalmente de madera, que se emplea para echar de comer a

los animales, para fregar, etc. <<

ebookelo.com - Página 257


[56] Jugar una pieza: Por alusión a los juegos de damas y ajedrez, llevar a cabo contra

otro una acción que lo lastime o zahiera. La locución francesa «ils ne savaient quelle
piéce lui faire» tampoco se utiliza ya normalmente. <<

ebookelo.com - Página 258


[57] Brava: Suntuosa, elegante. La palabra francesa brave ha tenido prácticamente la

misma historia y evolución. <<

ebookelo.com - Página 259


[58] Criadero: Lugar destinado a la cría y engorde de animales. <<

ebookelo.com - Página 260


[59] Berbería: Nombre general que se da a los países del NO de África: Trípoli,

Tunicia, Argelia y Marruecos. Como es lógico, en los criaderos de un rey tan


magnífico, las aves debían ser exóticas y raras, siquiera en el nombre: Cormorán =
cuero marino; Pintada = gallina de Guinea; Gallarón (sisón) = avutarda pequeña;
Rascón = polla de agua; Ansarón = especie de ganso. <<

ebookelo.com - Página 261


[60] Almizclar: Perfumar o aromatizar con almizcle. Según cuenta Olivier de Serres en

su Théatre d’agriculture, se creía que, añadiendo almizcle al pienso de las aves,


después tenían la carne perfumada. <<

ebookelo.com - Página 262


[61] Céfalo: Rey de Tesaria que, según la mitología griega, era hijo de Hermes (=

Mercurio) y esposo de la princesa ateniense Procris. Como el príncipe de Piel de


Asno, fue cazador, solo que cazando mató involuntariamente a su esposa y luego,
desesperado, se suicidó. <<

ebookelo.com - Página 263


[62] Compuesta: Adornada, ataviada, engalanada. <<

ebookelo.com - Página 264


[63] Le sienta mal: En el doble sentido de «revolver el estómago» o «hacer daño a la

salud», y «molestarse», «tomar a mal». Los dos sentidos se encuentran también en el


giro francés tout lui fait mal au coeur. <<

ebookelo.com - Página 265


[64] Pazpuerca: Mujer sucia y grosera. Palabra también cervantina, puesta en boca de

Teresa Panza: «¡Mirad qué entonada va la pazpuerca!» (Quijote II,5). <<

ebookelo.com - Página 266


[65] Especie: Rumor, noticia, cosa que se dice o de la cual se trata o habla. <<

ebookelo.com - Página 267


[66] La griseta era cierta tela de seda con flores u otro dibujo de labor menuda,

generalmente de color gris. De ahí pasó a designar a las personas que lo llevaban
habitualmente, y después a toda persona de baja condición, de cualquier modo que
fuese vestida. María Moliner la ha definido así: «Españolización del nombre grisette
[la palabra empleada por Perrault], dado en Francia a las obreras jóvenes y pizpiretas,
particularmente, a las modistillas». A principios de siglo quizá fuera más conocida
que ahora, y así todavía podemos leer en Blasco Ibáñez: «También le parecía bonito
hacer la griseta: pasear del brazo del maestro como si fuesen una modistilla y un
empleadillo» (La maja desnuda, II,3). Y en Pío Baroja: «… las galerías del Odeón,
antes paseo y punto de cita de estudiantes y de grisetas, estaban desanimadas» (Los
últimos románticos, XIX). <<

ebookelo.com - Página 268


[67] Pizmienta: Negra como la pez. De nuevo, una palabra del léxico cervantino: «…

sobrevino nueva lástima de ver que […] le hubiese perdido [el entendimiento] tan
rematadamente en tratándose de su negra y pizmienta caballería» (Quijote I,38). <<

ebookelo.com - Página 269


[68] Fatal, en el sentido etimológico de «marcado por el hado o destino», sin que

necesariamente sea un destino trágico. <<

ebookelo.com - Página 270


[69] Transporte:
Enajenamiento «de la razón o del sentido, por pasión, éxtasis o
accidente» (D.R.A.E.). Conserva el mismo matiz que el francés transport. <<

ebookelo.com - Página 271


[70] Pomposas: Ostentosas, magníficas (fr. pompeux vètements). Aquí no encierra la

connotación de pedantería o hinchazón vanidosa. <<

ebookelo.com - Página 272


[71] Los cálidos climas de la aurora son los países por donde sale el sol, esto es, los

pueblos de Oriente. <<

ebookelo.com - Página 273


[72] Se refiere a los moros, habitantes de la antigua Mauritania, región del norte de

África. <<

ebookelo.com - Página 274


[73] Alusión a la fábula mitológica de la Manzana de la Discordia. Eris, diosa de la

discordia, esposa de Ares (= Marte, el dios de la guerra), hija de la Noche, y madre


del Dolor, el Hambre y otras calamidades, irritada por no haber sido invitada a la
boda de Tetis y Peleo (los padres de Aquiles), se vengó arrojando entre los invitados
al banquete una manzana de oro, destinada «a la más hermosa». Las «tres Beldades»
que se la disputaron fueron las diosas Hera (= Juno), Afrodita (= Venus) y Atenea (=
Minerva). Nombrado Paris árbitro de la discusión, se la otorgó a Afrodita, lo que le
atrajo el rencor de las otras dos: a consecuencia de este episodio tuvo lugar el rapto
de Helena y el origen de la guerra de Troya. <<

ebookelo.com - Página 275


[74] Tampoco se ha sabido quién fue esta Mademoiselle de la C***. Gilbert Rouger

apunta la hipótesis de que pudiera ser Philis de La Charce (1645-1703), hija de Pierre
de la Tour du Pin. En 1692, después de haberse batido contra las tropas del duque de
Saboya, al frente de un puñado de campesinos, fue llamada a París por Luis XIV,
donde adquirió gran fama por su valor y fue retratada a caballo, vestida de guerrera
como una segunda Juana de Arco. A pesar de la espada, parece que no olvidó la
pluma, y así mostró interés por las letras, e incluso llegó a hacer versos a ratos
perdidos. Introducida en el círculo de Madame Deshoulières y de la Lhéritier, íntimas
ambas de la familia Perrault, no cabe duda de que Perrault la conoció y trató con ella.
Ahora bien, en estas circunstancias, y dada la fama de La Charce aquel año, es muy
verosímil que Los deseos ridículos fuera dedicado a ella, tanto más cuanto que
apareció en un periódico como Le Mercure Galant. <<

ebookelo.com - Página 276


[75] Ana: Antigua medida de longitud, variable según las zonas, pero siempre
oscilando alrededor de un metro. La de París concretamente medía tres pies, siete
pulgadas y ocho líneas, es decir, un metro y dieciocho centímetros. <<

ebookelo.com - Página 277


[76] El Aqueronte era, según la mitología griega, el río subterráneo que conducía a los

infiernos, y que todos los muertos tenían que cruzar en la barca de Caronte.
Poéticamente se emplea para designar los infiernos y la muerte. <<

ebookelo.com - Página 278


[77] Júpiter: Dios de los dioses en la mitología romana, y en la mitología griega con el

nombre de Zeus. Personificación de la luz, los fenómenos celestes y la agricultura,


solía ser representado con el rayo en la mano, o seguido del trueno. <<

ebookelo.com - Página 279


[78] Votos: Deseos. <<

ebookelo.com - Página 280


[79] Floritura: Adorno, ornato accesorio. Hemos preferido traducir así el término

ornement, para resaltar más la ironía y el humor que rezuma todo este párrafo. <<

ebookelo.com - Página 281


[80]
Tocado: En el texto francés se lee Bavolet, vocablo sin correspondencia en
español. Se trata de una especie de gorro que usaban las aldeanas de los alrededores
de París, y que cubre los lados y la parte de atrás de la cabeza. <<

ebookelo.com - Página 282


[81] Esta Mademoiselle a quien van dedicados los Cuentos de antaño es Elisabeth-

Charlotte d’Orléans (1676-1744), sobrina de Luis XIV, a quien llamaban


«Mademoiselle». Casada con el duque de Lorena en 1698, fue la abuela de la reina
María Antonieta, la desgraciada esposa de Luis XVI, que murió con él en la
guillotina durante la Revolución francesa. <<

ebookelo.com - Página 283


[82] Ir a las aguas: En el siglo XVII las aguas de Pougues y sobre todo las de Forges

(una localidad cerca de Ruán, la célebre ciudad donde fue quemada Juana de Arco)
eran consideradas milagrosas para curar la esterilidad conyugal, hasta el punto de que
Ana de Austria, sin hijos tras veinte años de matrimonio, fue a Forges en 1632 para
probar la bondad de dichas aguas. Seis años después nació Luis XIV, lo que obliga a
pensar que, si las aguas eran «milagrosas», resultaban de efecto un poco retardado.
<<

ebookelo.com - Página 284


[83] El paso súbito del pretérito al presente, muy frecuente en los cuentos en verso,

también lo encontraremos de vez en cuando en los cuentos en prosa. Dentro de lo


posible, lo hemos respetado. <<

ebookelo.com - Página 285


[84] Agua de la reina de Hungría: Tal agua estaba hecha con vino y flor de romero, y

la receta, según la leyenda, se la enseñó a santa Isabel de Hungría un ángel disfrazado


de ermitaño. Estaba indicada contra la gota, el reumatismo y un sinfín de dolencias.
¡Con decir que a Madame de Sévigné le iba bien incluso «contra la tristeza»! <<

ebookelo.com - Página 286


[85] Marmitón: «El que hace los más humildes oficios en la cocina» (D.R.A.E.).

Véase, por ejemplo, en Baroja: «… chiquillos abandonados, que dejaban su oficio de


marmitones o de conductores de caballos y se lanzaban al aprendizaje de la
chulapería y el crimen» (Los últimos románticos, XXI). <<

ebookelo.com - Página 287


[86] Por violento que parezca el cambio de tiempo, en este caso al menos sabemos que

fue expresamente querido por Perrault. Recordemos que de La Bella durmiente… hay
una edición anterior (la del Mercure Galant, de 1696): pues bien allí decía il marcha
(se dirigió). El paso al presente, pues, es una corrección destinada a la edición de
1697. <<

ebookelo.com - Página 288


[87] Escopeta de rueda: En francés, carabine. Furetière define así la carabine en el

siglo XVII: «Arma de fuego, pequeño arcabuz de rueda, que llevaban los arcabuceros
de a caballo. Esta arma ya no se usa en el ejército, por el tiempo que se pierde
armando el resorte». La definición corresponde prácticamente a las escopetas de
rueda que encontramos en el Quijote (I,22) en manos de dos guardas «de a caballo».
Clemencín las describe así: «Al principio los arcabuces o espingardas se disparaban
con mecha; luego vinieron las escopetas de rueda, en que por medio de una rodaja se
montaba la llave para que el pedernal diese lumbre, e incendiase el cebo». <<

ebookelo.com - Página 289


[88] Gorguera: Adorno del cuello que se hacía de lienzo plegado y alechugado. La

moda apareció en Francia a finales del reinado de Enrique IV, unos cien años antes de
la publicación de los Cuentos. <<

ebookelo.com - Página 290


[89] La salsa Robert se componía de cebolla picada bien, sal, pimienta, vinagre y un

poco de mostaza. Ya François Rabelais decía que «Robert fue el inventor de la salsa
Robert, tan saludable y necesaria para los conejos asados, patos, cochifritos, huevos
duros, merluza salada y mil otras viandas por el estilo» (Gargantúa y Pantagruel,
I.IV, c.40). <<

ebookelo.com - Página 291


[90] Sapos: En aquella época los sapos eran considerados como animales venenosos y,

debido a esa falsa creencia, suelen aparecer en los cuentos de Perrault al lado de
víboras y serpientes. El lexicógrafo y escritor francés Furetière (1619-1688) decía del
sapo que, aunque «no tiene dientes, puede morder peligrosamente con los hocicos.
Arroja el veneno, a través de la orina, la baba y el vómito, sobre las hierbas y
particularmente sobre las fresas y setas, que le gustan mucho. El sapo más peligroso
es el llamado sapo verde o rana de zarzal… Su sangre es mortal, lo mismo que el
polvo que se hace de ella». <<

ebookelo.com - Página 292


[91] Por la posta: Con prontitud. Recuérdense las palabras de Sancho: «En teniendo

gobierno, enviaré por él por la posta…» (Quijote II,5). <<

ebookelo.com - Página 293


[92] Cocer y hacer tortas: He aquí un caso típico donde no ha habido un solo traductor

que haya entendido el texto (e incluso no todos los editores franceses). El verbo cocer
significa aquí «hacer el pan». Verbo intransitivo como es, no afecta para nada a tortas.
El texto quiere decir simplemente que el día que coció— esto es, que hizo pan— hizo
también de paso unas tortas, ya que tenía el horno caliente. No hace aún veinte años,
en muchos pueblos de Castilla se cocía, es decir, se hacía el pan en el horno de casa.
Para muchos de nosotros, el verbo cocer en esta acepción no es en absoluto culto ni
arcaico. Ha formado parte del vocabulario habitual de nuestra niñez. <<

ebookelo.com - Página 294


[93] La tarabilla es un zoquetillo o taruguillo de madera, de forma cilíndrica, que se

introduce en una cavidad de las jambas de la puerta y hace de cerrojo. Si a esta


tarabilla se le ata a un extremo una cuerda que pase al exterior por un agujero de la
puerta, tendremos el sistema de cerradura de la abuela de Caperucita, y que fue
utilizado en las granjas campesinas. <<

ebookelo.com - Página 295


[94] Son para comerte: Esto y solo esto dice el original. Muchos traductores
irresponsables, y editores que no han visto el original ni por el forro, se empeñan en
añadir la palabra mejor a esta última réplica del rapidísimo diálogo, tal vez con ánimo
de simetría o para evitar una pretendida ruptura del ritmo. Pero es precisamente ahí
donde está la gracia del texto y la habilidad del narrador. Marc Soriano, comentando
este pasaje, ha escrito: «La supresión del término mejor y la brusca reaparición del
pronombre te, que precisa y especifica la amenaza del lobo, bastan para reemplazar la
notación etnográfica (“estas palabras se pronuncian con voz fuerte…”) del
manuscrito de 1695, es decir, para provocar el buscado efecto de sorpresa. Se trata
verdaderamente de un gran arte, obteniendo con tal economía de medios, que se
tornan estos imperceptibles. Es deplorable que algunos editores, por simple
negligencia y arrastrados, si se puede decir, por la velocidad adquirida, añadan la
palabra mejor a la última réplica del lobo, lo que no significa nada más que trivializar
el texto o, en todo caso, privarlo de uno de sus armónicos más sutiles». <<

ebookelo.com - Página 296


[95] Lo llama el piso de abajo, por oposición al piso de arriba, que solía ser el mejor y

más cuidado. Generalmente era este el piso destinado a la señora, mientras que en el
de abajo vivía el señor. <<

ebookelo.com - Página 297


[96]
Bargueño: Mueble de madera, adornado con labores de talla y con muchos
cajoncillos o gavetas, al estilo de los que se construían en Bargas (Toledo). Es la
palabra que mejor traduce la francesa cabinet, en esta antigua acepción, hasta el
punto de que a nuestro bargueño se le llama en francés cabinet espagnol. Más abajo
menciona unos espejos «donde se veía uno de cuerpo entero». Este tipo de espejos,
de moda en tiempos de Perrault, revelaban un lujo insólito. Lo cual nos afirma en lo
dicho en la introducción: Barba azul es un rico contemporáneo de Perrault. Los
mismos espejos volvemos a verlos en Cenicienta. <<

ebookelo.com - Página 298


[97] Asperón: Arenisca de cemento silíceo o arcilloso, usada generalmente para la

construcción o en piedras de amolar. <<

ebookelo.com - Página 299


[98] Polvorear: Verbo formado poéticamente a partir del sustantivo «polvo», como el

poudroyer francés lo está a partir de poudre (= polvo). Quiere decir que el polvo se ve
danzando en los rayos del sol. Es una secuencia de gran intensidad, y es preciso
mantener también el encanto de las palabras y las fórmulas. <<

ebookelo.com - Página 300


[99] Nótese el cambio de tratamiento. Barba azul, para quien ella ha dejado de existir

como mujer, ha pasado súbitamente del vos al tú. <<

ebookelo.com - Página 301


[100] Dragón: Soldado que combatía a pie o a caballo, y cuyas armas eran la espada,

el fusil y la bayoneta. Mosquetero: Soldado armado de mosquete, un arma más larga


y de mayor calibre que el fusil. <<

ebookelo.com - Página 302


[101] Es este el único de los cuentos en prosa que no empieza con el consabido «era

una vez…». <<

ebookelo.com - Página 303


[102] El manguito («manchon» en francés) era una especie de «funda donde se meten

las manos para protegerlas del frío» (Paul Robert). Al principio solo los utilizaban las
mujeres, pero en la época de Perrault ya los usaban también los hombres. <<

ebookelo.com - Página 304


[103] Hacerse el muerto: Las mismas estratagemas son empleadas por el gato de la

fábula de La Fontaine (III,8). Nuestro Samaniego, que también ha recogido dicha


fábula (V,I), solo recuerda, en cambio, la primera de las «tretas»:

«… Marramaquiz, el muy taimado,


metido por el hambre, en calzas prietas,
discurrió entre mil tretas
la de colgarse por los pies de un palo
haciendo el muerto. No era el ardid malo…». <<

ebookelo.com - Página 305


[104] Cerraja: Planta herbácea del género Sonchus, que constituye un excelente pasto

para el ganado. Las hojas de una de sus especies, la S. oleraceus, se comen en


ensalada. <<

ebookelo.com - Página 306


[105] Industria: Ingenio, habilidad. En el siglo XVII esta palabra se correspondía
exactamente con la francesa industrie, que es la que aquí emplea Perrault. Cervantes
la utilizó con frecuencia. Recuérdese, por ejemplo, la explicación de Basilio en las
bodas de Camacho: «¡No milagro milagro, sino industria industria!» (Quijote II,21).
<<

ebookelo.com - Página 307


[106] Este tema de la «atracción de los semejantes» adquiere cierto relieve misterioso

en Perrault. Volveremos a encontrarlo en Pulgarcito y, más veladamente, en


Cenicienta y otros cuentos. <<

ebookelo.com - Página 308


[107] La pistola, según Furetière, era una «moneda de oro extranjera, acuñada en

España y en algunos lugares de Italia». En efecto, en Francia se dio el nombre de


«pistola» al escudo español acuñado en tiempos de Carlos V, y tenía el mismo peso y
valor que el luis (véase la nota 44 de Piel de Asno). <<

ebookelo.com - Página 309


[108] Sentarse en las cenizas: El hecho de sentarse en las cenizas era considerado en la

antigüedad como signo de dolor, humillación o penitencia. Así, por ejemplo, Ulises,
después de haber suplicado al rey Alcinoo que le permitiera regresar a su patria
—«¡tanto tiempo lejos de los míos he sufrido tantos males!»—, añade el poeta que
«se sentó en la ceniza, cerca del fuego, al borde del hogar, y todos permanecieron en
silencio» (Odisea, canto VIII, VV. 152-154). En el mundo bíblico sobre todo era un
gesto penitencial que encontramos con frecuencia. Así, en el Libro de Jonás (3,6)
vemos al arrepentido rey de Nínive que «se levantó de su trono, se quitó su manto, se
cubrió de saco y se sentó en la ceniza». Y Job (42,6), en medio de su dolor, concluirá:
«Me arrepiento en el polvo y la ceniza». <<

ebookelo.com - Página 310


[109] Culocenizón: No sabemos si se deberá a pudor o ignorancia, pero todas las

traducciones que conocemos han esquivado cuidadosamente la palabra francesa


Cucendron, dejándola sin traducir, o reduciéndola a términos tan insulsos como
Tiznada, Tizón, Cenizosa… Pues bien, Cucendron es una palabra inventada a partir
de cul (= culo), que fonéticamente suena cu, y cendron, de la misma raíz que cendres
(= cenizas). Así, pues, lo más exacto es Culocenizón. Por otra parte, Cucendron alude
directamente al hecho de sentarse en las cenizas, matiz que se pierde en todas las
versiones. <<

ebookelo.com - Página 311


[110] Trabajos tiene aquí el doble sentido de «faena, labor, ocupación, tarea» y de

«penalidades». Ambos matices se encierran en el francés peine. <<

ebookelo.com - Página 312


[111] Peinados de dos pisos: El mismo Perrault alude en uno de sus Paralelos a este

tipo de peinados y da una pista para imaginárselo: «Las Fábulas —dice— que tanto
echáis de menos no son más esenciales para la poesía de lo que lo son los peinados de
dos pisos para la belleza de las mujeres. Os parecerá sin duda que esos peinados
elevados les sientan admirablemente y añaden mucho más gracia y majestad a los
encantos que la naturaleza les ha dado, pero podéis acordaros de que esas mismas
mujeres, quiero decir, sus madres o sus abuelas, en vuestra juventud, os agradaron
más aún con sus peinados de raya, que les dejaban la parte de arriba de la cabeza
totalmente lisa, y con sus garcetas engomadas, que ocultaban las tres cuartas partes de
su frente». <<

ebookelo.com - Página 313


[112] Lunares postizos: La moda de los lunares postizos (no «moscas», como ha
traducido alguien la palabra mouches) databa del siglo XVI y había venido de Italia.
Los había de todas las formas y tamaños, y cambiaban de nombre según el lugar del
rostro en que se colocasen. Estaban hechos de tafetán o terciopelo, y por eso podían
adquirirse en la sastrería, que es lo que significa la bonne Faiseuse, y no otras
peregrinas invenciones con que ha sido traducido por ahí. <<

ebookelo.com - Página 314


[113] Zapato: En el título original, el famoso zapato es una petite pantoufle, que hemos

traducido por «zapatito», siguiendo una tradición inmemorial. En realidad, la


pantoufle no era en rigor un zapato, sino una «pantufla», esto es, una especie de
zapatilla o chinela sin orejas ni tacón. Incluso hubo una polémica posterior (muy
racionalista) sobre si los dichosos zapatitos eran realmente de cristal (verre) o solo de
cuero (vair, palabra fonéticamente muy semejante), y así lo expresó Littré en su
Diccionario. Pero que nadie se intranquilice: los zapatitos que dio a Cenicienta su
madrina eran realmente de cristal. <<

ebookelo.com - Página 315


[114] Cena: En francés collation, que Furetière define así: «Comida abundante que se

hace a media tarde o por la noche». <<

ebookelo.com - Página 316


[115] Naranjas y limones: En el siglo XVII las naranjas, los limones y las «naranjas de

la China» (después llamadas «mandarinas», haciendo derivar la palabra de


«mandarín»), eran frutas muy raras y carísimas. Recordemos la cómica ira del
Harpagón de Molière (El avaro, III,7), cuando Cleanto le sugiere que se ponga para
comer «unas cuantas bandejas de naranjas de la China». <<

ebookelo.com - Página 317


[116] Javotte: Aunque, por tratarse de cuentos, hemos ido traduciendo los nombres

propios para no distanciar al lector, en este caso Perrault inventa un nombre, quizá no
sin intención. Marc Soriano lo analiza así: «La jerigonza, conocido lenguaje
convencional de los niños, que consiste —en francés— en intercalar en las palabras
las sílabas av o va, con el fin de hacer el texto incomprensible para los no iniciados,
¿fue en realidad, como pretende el diccionario Larousse, inventada hacia 1885?
Nuestra investigación ha descubierto varias veces procedimientos de “codificación”
que emplean técnicas similares. Pues bien, en Cenicienta hay un breve fragmento de
jerigonza en estado puro. En efecto, si se suprime la sílaba av de la palabra Javotte,
nombre de la hermana mayor de Cenicienta (de quien se dice que es la más descortés
de las dos y que no duda en llamar “Culocenizón” a la pobre muchacha), Javotte
queda convertida en Jotte, es decir, fonéticamente, en J’ôte (“yo despojo”), verbo que
caracteriza a esa pequeña peste egoísta y “frustradora”». Algo parecido ocurriría con
Mataquín y Cantalabutte en La Bella duermiente…, aunque también cabe la
posibilidad de que, a fuerza de buscar sentidos y subsentidos, estemos otra vez
rizando el rizo. <<

ebookelo.com - Página 318


[117] Gentileza: Hemos traducido por acumulación. El francés utiliza la expresión

bonne grace, que encierra todos esos matices y aun los de dulzura, afabilidad y
afines, pero que no tiene correspondencia exacta en español. <<

ebookelo.com - Página 319


[118] Riquete: Dada la importancia de la fonética en la transmisión oral de los cuentos,

hemos preferido una vez más traducir Riquete, aun a sabiendas de que Riquet, sea o
no abreviatura de Henriquet, significa en normando «contrahecho», «jorobado», con
lo cual ya el nombre estaría apuntando a las características del protagonista. Pero,
como el lector castellano ignora también ese dato, entre perder la fonética y el
significado, hemos preferido que se pierda solo el último. <<

ebookelo.com - Página 320


[119] Porcelanas en el revellín: Los objetos de porcelana, de moda en la segunda

mitad del siglo XVII, eran de las cosas más caras que había, pues venían de China y
Japón. En la sátira VIII, Boileau se burlaba mordazmente de los que eran capaces de
irse hasta el Japón con tal de encontrar «la porcelana y el ámbar». Hacia 1680
empezaron algunos fabricantes franceses a hacer las primeras imitaciones. El revellín
es el saliente que sirve de vasar en la campana de la chimenea. <<

ebookelo.com - Página 321


[120] Tomar una resolución firme sobre ese asunto: La misma idea la había expresado

ya en Grisélidis:

«… pero a mi parecer el himeneo


es asunto en que cuanto más prudente
es el hombre, halla más inconveniente». <<

ebookelo.com - Página 322


[121] Aguja de mechar (o mechera): Especie de aguja larga utilizada para introducir

mechas de tocino, jamón, etc., en la carne de las aves y otras viandas. Rabo de zorro:
Cola colgante que pendía del gorro de los cocineros en las casas importantes. <<

ebookelo.com - Página 323


[122] Como un azogado: El texto francés lee: de toute sa force. Literalmente sería

«con todas sus fuerzas», expresión que en español no casa con el verbo temblar. Hay
quien ha traducido, con no mal sentido, «de pies a cabeza». Nosotros hemos preferido
emplear la fórmula como un azogado, recordando que también Sancho Panza, en
cierta ocasión, «comenzó a temblar como un azogado». <<

ebookelo.com - Página 324


[123] Para correr detrás de los niños: Se refiere al ogro. Este pasaje ha sido con

frecuencia mal interpretado. Cecilio Navarro, en su traducción de 1883, llegó a poner


el siguiente disparate: «… pero que solo se sirvió de ellas para correr detrás de sus
hermanos»(!). <<

ebookelo.com - Página 325


[124] Jean-Baptiste Colbert (1619-1683) fue primero administrador de la fortuna
personal del cardenal Mazarino. A la muerte de este en 1661, Colbert reveló a Luis
XIV que el cardenal tenía escondida una fantástica cantidad de monedas de oro (llegó
a hablarse de 15 millones de escudos, cifra exorbitada para la época) y denunció la
corrupción administrativa de Fouquet, ganándose así la confianza del monarca.
Clarividente y dotado de una prodigiosa capacidad de trabajo, ocupó sucesivamente
los cargos de superintendente de Construcciones (1664) y ministro general de
Finanzas (1665). Promovió la agricultura y el comercio, y fundó la Academia de
Ciencias (1666), la de Música (1669) y la de Arquitectura (1671). Murió el mismo
año que la reina María Teresa. <<

ebookelo.com - Página 326


[125] Este matrimonio ocasionaría años después la Guerra de la Devolución, pues, a la

muerte de Felipe IV (1665), Luis XIV reivindicó los Países Bajos como
legítimamente pertenecientes a su mujer, en cuanto hija del primer matrimonio de
Felipe IV. Aunque indirectamente, aquella boda provocaría también la Guerra de
Sucesión española: al morir Carlos II sin descendencia, testó en favor de Felipe de
Anjou, nieto de Luix XIV y María Teresa —y bisnieto, por tanto, de Felipe IV—, a lo
que se opuso el Archiduque Carlos de Austria, también pretendiente al trono. La
guerra acabó con la victoria del duque de Anjou, convertido así en Felipe V: de este
modo se instauró la dinastía de los Borbones en España. El actual rey español, Juan
Carlos I, desciende de aquellos lejanos acontecimientos. <<

ebookelo.com - Página 327


[126] Los cuatro hermanos de Perrault fueron Jean, Pierre, Claude y Nicolas. Jean, el

mayor, fue abogado como su padre, y murió en Burdeos en 1669 durante un viaje que
realizó con Claude. Pierre (1611-1680), recaudador de finanzas con Fouquet, y caído
en desgracia de Colbert por alguna imprudencia en su gestión, dedicó sus vacaciones
forzosas a las ciencias y a las letras: entre otras cosas merece recordarse, por lo que
nos toca, un escrito suyo titulado Crítica del libro de don Quijote de la Mancha.
Claude (1613-1688), doctor en medicina y miembro de la Academia de Ciencias y
del Consejo de Obras, edificó la columnata del Louvre. Murió de una enfermedad
infecciosa tras haber disecado un camello. Nicolas (1624-1662), doctor en teología y
un apasionado de las matemáticas, fue expulsado de la Sorbona por defender las
doctrinas jansenistas de Antoine Arnauld. Por lo demás, el jansenismo será al
principio una especie de marca de familia. <<

ebookelo.com - Página 328


[127] Las simpatías de Perrault por Le Maître se explican si se tiene en cuenta la

afinidad de ideología religiosa. Antoine le Maître era hijo de Catherine Arnauld, y


con dos hermanos y otros amigos suyos fundó el conocido grupo jansenista de los
Solitarios de Port-Royal. Cuando en 1656 empezaron los ataques y las persecuciones
contra el jansenismo, Le Maître se refugió en París y ayudó a Pascal en la
composición de las Cartas Provinciales, participando además personalmente en la
controversia con su Carta de un abogado al Parlamento. <<

ebookelo.com - Página 329


[128] El humanista italiano Gabriele Faerno (Cremona 1520-Roma 1561) es autor de

una colección de fábulas latinas, que fueron publicadas tres años después de su
muerte con el título de Centum fabulae ex antiquis auctoribus delectae. Escritas en
un latín cuya elegancia recuerda a Fedro, fueron reimpresas varias veces con el título
de Phaedrus alter. <<

ebookelo.com - Página 330


[129] Giovanni Francesco Straparola nació en Caravaggio (Lombardía) a fines del

siglo XV, sin que haya logrado saberse con certeza el año de su nacimiento, así como
tampoco el lugar y año de su muerte. Solo se sabe que en 1557 vivía aún. Su obra
Noches agradables apareció en Venecia en 1550 y 1553. Consiste en una tertulia de
damas y caballeros, a estilo del Decamerón, que durante 13 noches se cuentan sus
respectivas historias. Straparola influyó sin duda en Molière y Perrault. <<

ebookelo.com - Página 331


[130] Giambattista Basile nació en Nápoles en 1575 y murió en Giugliano en 1632.

Fue soldado, cortesano y gobernador feudal de varios territorios. Su obra fundamental


es Cuento de los cuentos, llamada también Pentamerón porque se componen de 49
narraciones, escritas en dialecto napolitano. También dejó nueve diálogos en verso de
carácter satírico-moral, titulados Las masas napolitanas, en los que reflejaba la vida
de Nápoles de su época. F. Nicolini ha resumido así las características de su obra:
«Moralidad no severa: adoración de la bondad, la honradez y el candor ingenuo;
afecto a la ciudad natal; interés por los cuentos, proverbios y dichos populares, y una
hereditaria pasión por la música». <<

ebookelo.com - Página 332


[131]
Philippe de Vigneulles (1471-1527) fue cronista de Lorena (Francia). A los
quince años se fue de casa y recorrió, en viajes llenos de aventuras y vicisitudes,
Suiza e Italia, volviendo por último a Francia, donde se hizo comerciante. Dejó unas
Memorias, unas Crónicas de Melz y de Lorena, interesantes porque menciona
documentos y crónicas antiguas hoy perdidos, además de la citada colección de
novelas y cuentos. <<

ebookelo.com - Página 333


[132] Pandora fue, según la Mitología griega, la primera mujer. Fue Júpiter quien

ordenó a Vulcano que la fabricase, y los dioses la rodearon de todas las gracias y
dones intelectuales. En su boda con Epimeteo le regalaron una caja, que contenía
todos los males del mundo. Pero, llevada de la curiosidad, la abrió, y todos los males
se esparcieron por la Tierra. En el fondo de la caja solo quedó la Esperanza… <<

ebookelo.com - Página 334


[133] A J. M. Leprince de Beaumont (1711-1780) la ha pintado así Paul Hazard: «Era

una “prudente institutriz”, según se llama a sí misma. Habiendo tenido pesares en el


matrimonio, dedicose a la educación. Cruzó el Canal de la Mancha y fue profesora en
Inglaterra; y entre los 70 volúmenes surgidos de su infatigable pluma, publicó, en
1757, un Almacén de los niños que hizo época. ¡Qué título! Almacén de los niños; o
diálogos de una prudente institutriz con sus distinguidos alumnos, en los que se hace
pensar, hablar y actuar a los jovencitos según el genio, el temperamento y las
inclinaciones de cada cual. Represéntanse los defectos propios de su edad y
muéstrase el modo de corregirlos; aplícase el autor tanto a formar el corazón como a
ilustrar el espíritu. Contiene un resumen de Historia Sagrada, de Mitología, de
Geografía, etc…, con multitud de reflexiones útiles y Cuentos morales para
proporcionarles delicado solaz; todo ello escrito en un estilo sencillo y adecuado a la
ternura de sus almas, por Madame Leprince de Beaumont». Pues bien, es en el libro
que lleva este alucinante título donde aparece el cuento de La Bella y la Bestia
(diálogo V, 3.ª jornada), del que ha dicho el mismo Paul Hazard que «por haberlo
escrito, mucho le será perdonado». <<

ebookelo.com - Página 335

También podría gustarte