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Miguel Otero Silva
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Título original: Lope de Aguirre, príncipe de la libertad
Miguel Otero Silva, 1979
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A Fusa
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LOPE DE AGUIRRE EL SOLDADO
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—¡DIOS NOS AMPARE! A Lope de Araoz le cortaron la lengua.
El primer pleito de nuestra familia con el conde de Guevara sucedió un año antes
de mi nacimiento, para ese entonces mi abuelo materno Lope de Araoz había sido
elegido alcalde ordinario por los votos de la villa de Oñate, el conde de Guevara
estaba comprometido por las leyes a escribir al pie del nombramiento: «Creo y pongo
por tal mi alcalde», el Conde se escapó a Vitoria o se encerró a piedra y lodo en la
torre de Zumelzegui la obstinación y dureza del Conde eran no firmar, los oñatiarras
rabiosos y enfurecidos de no encontrarlo hicieron tocar a rebato las campanas, se
reunieron en bazaerre frente a la iglesia de San Miguel, decidieron arrancarle la vara
al alcalde mayor que era el alcalde del Conde, dársela a mi abuelo materno Lope de
Araoz que era el alcalde por ellos escogido, el Conde montó en cólera, hombres
armados asaltaron nuestras tierras, a mi abuelo lo despojaron de la vara a la fuerza, le
dieron la casa por cárcel, le prohibieron ejercer cargos de por vida.
El episodio de la lengua vino a pasar cinco años más tarde, ya yo había nacido y
mi madre me había puesto el nombre de Lope en honor de su padre rebelde, yo Lope
de Aguirre andaba a gatas por entre patas de nogal y roble, nadie me hacía caso, me
superaban en importancia mi hermano mayor Esteban y un mastín ceniciento que me
olfateaba el culo despectivamente, el rey Carlos recién coronado visitaba a los
flamencos, el conde de Guevara formaba parte del seguimiento y las genuflexiones,
mi incorregible abuelo Lope de Araoz voceó a grito alzado en la taberna de
Calezarra: «¡Los que andan tras el Rey, comenzando por nuestro conde de Guevara,
dueño y señor de Oñate, forman una cuadrilla de serviles y borrachos!».
A la vuelta del Conde más de veinte bellacos le fueron con el soplo, el Conde
ordenó esta vez que a mi abuelo materno le fuesen confiscados los bienes y cortada la
lengua, lo sacaron de la cárcel con una soga a la garganta, atravesó las calles de Oñate
montado en un burro sucio y enano, al jinete le arrastraban las botas por el suelo
empedrado, así lo llevaron hasta el Jaumendi que era el lugar donde el Conde tenía
asentada la picota, el pregonero iba proclamando su vergüenza: «¡Lope de Araoz ha
sido condenado a pena de destierro por tres años; si intenta volverse a Oñate le será
cortada también su mano izquierda!», le arrancaron la lengua con una daga forjada en
la ferrería de los Lazarraga, echaba tanta sangre por la boca que sin duda no le iba a
quedar una sola gota roja dentro del cuerpo.
—Mi hermano apeló ante el Real Consejo y ganaría luego la sentencia, cuando ya
la lengua se la habían cortado. A la hora de su muerte hubo de confesarse por señas
—dice mi tío abuelo Julián de Araoz.
Mi tío abuelo Julián de Araoz me ha repetido cien veces esta historia para que
nunca la olvide, mi tío abuelo Julián de Araoz parece un sarmiento de puro rugoso y
exprimido, anda noche y día vestido de negro absoluto de modo que de lejos uno no
sabe si es fraile o ser humano, del sombrero campanudo de copa se le escurren
mechas amarillas de carnero viejo, en Araoz nació y de Araoz jamás ha intentado
mudarse, Araoz no es un barrio establecido regularmente por el hombre sino un
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puñado de techos lanzados por la mano de Dios entre las abras de la montaña, de una
a otra casa no van calles sino caminos espirales flanqueados por matorrales de
helechos y cantos de pájaros, blanquea una plaza en el centro del disgregado caserío,
no vale la pena llamarla plaza sino llanura pavimentada para servir de delantal a la
iglesia y de aledaño al callejón techado donde se juega a la pelota, por entre la juntura
de las baldosas asoman confusamente los yerbajos.
—¿Y los hombres de Araoz nunca protestan? —digo yo, a sabiendas de que sí
protestan.
—Siempre hemos protestado, siempre protestaremos —dice mi tío abuelo Julián
de Araoz.
Y comienza a recordar rencorosamente otra crónica humillante y muy antigua,
«Iñigo de Guevara primer señor de Oñate se adjudicó a sí mismo un río entero para
pescar él solo para bañarse él solo para mear él solo».
—Algún día los echaremos —dice mi tío abuelo Julián de Araoz arbolando su
garrote contra la historia.
Lope de Aguirre bajó desde las casas de Araoz hasta el fondo del valle, hasta el
rehoyo donde el río es devorado por el negror de una gruta. Sube ahora desde los
hondones, en derechura hacia la calzada que conduce a Aránzazu. Lo cercan como
duendes los cambiantes del verde, desde el transparente que es apenas linfa de
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remanso reflejando otros verdes, hasta el bronco y negruzco que oscurece los
espolones de la montaña. Hay verdes destellantes como piedras preciosas y otros
empalidecidos por una serenidad enfermiza. Lope de Aguirre pasa su juventud
sumergido en un gran foso verde, acorralado por un cerco de cerros invulnerables,
aturdido por el aroma de los cipreses y los enebros. El solo color discrepante es el
gris de las inmensas rocas calcáreas que rompen los mares vegetales como quillas de
barcos.
(Tú te sientes más pequeño de lo que eres, Lope de Aguirre, tu desdicha es que no
has crecido lo necesario, le das por los hombros a, no hablemos de eso).
Lope de Aguirre atraviesa los breñales montado en pelo sobre la yegua castaña, la
que mejor lo conoce entre todas las bestias del aprisco. El oficio de Lope de Aguirre
es cuidar caballos, los lleva a beber al río, aprenderá a domarlos algún día, dejó la
escuela por el rebaño sin que nadie en su casa se diera por enterado, su única lectura
es el muy mentiroso libro de Amadís de Gaula, mas su tío Julián se sabe las verdades
de la Biblia y la historia de Roma y sobre ellas hace plática cuando van a cazar
perdices.
La Virgen de Aránzazu no es una imagen erguida sobre los despojos del Diablo,
como la de San Miguel, sino sobre un espino. El milagro de su aparición es otra de
las conversas rituales del tío Julián. El pastor Rodrigo de Balzátegui descendía un
sábado por las vertientes del Aloña y de pronto sus ojos descubrieron en la maraña
del barranco un resplandor como de rosas sobre un azul endrino. Era la Virgen con el
Niño en los brazos, acompañada por un espino verde y un cencerro pastoril. Los
frailes mercedarios edificaron una ermita para ensalzar el prodigio, y los franciscanos
se quedaron a la larga con el santuario y con la efigie, como se quedan con todo. En
esta coyuntura se alzaron con la Virgen más milagrosa de la tierra: desata lluvias
sobre las sequías, detiene la crecida de los ríos, deshace las hechicerías de los brujos,
endulza los espíritus pendencieros, hace andar a los paralíticos y parir a las estériles.
El corazón cristiano de Lope de Aguirre viene a Aránzazu de peregrino, más no a
rendir culto exclusivo a la Virgen sino en igual medida a Juanisca Garibay, sobrina de
fray Pedro Arriarán, único siervo mercedario que no se movió de Aránzazu cuando
sus compañeros de cofradía abandonaron la plaza.
—Buenas tardes. Lope de Aguirre.
Juanisca Garibay habla enmarcada por una puerta de oscuro roble, clavos
chanfones y cabezudos tachonan la madera, las paredes son grises y tristonas, la
chimenea se empina como un espectro renegrido y deforme, solo el delantal azul de
la muchacha alivia la mirada.
Lope de Aguirre baja de la yegua y amarra el cabestro a una herradura que
sobresale del muro. Juanisca Garibay se le apareja (ella es más alta que tú, te lleva de
ventaja la cabeza entera, lo compruebas una vez más cuando se apoya en tu brazo
para saltar la acequia, su pelo huele a las hojas de la albahaca) y echan a andar en
yunta por las veredas, como si se tratara de un designio convenido. La pareja se
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desvía hacia un fresno apartado y solitario, para mirar el vuelo de las golondrinas, o
tal vez la piel desgarrada de la tarde.
Fue entonces cuando se oscureció el cielo, cuando enmudecieron los pájaros,
cuando comenzaron a sonar las esquilas en la hondonada. Por el tintineo de las
esquilas se sabe desde muy lejos si una oveja trepa la ladera, o si desciende a tumbos
por el despeñadero, o si camina en llano palmo a palmo, o si bruscamente se detiene.
El tintineo de las esquilas es un aleteo de bronce cuya melodía lame y eriza la piel de
la noche. Para oír caer intactas sus gotas en la sombra es preciso cerrar los oídos al
rezongo del tiempo y a las letanías de nuestra propia sangre. De ese modo las escucha
Juanisca Garibay, tan cerca del aliento de Lope de Aguirre que él respira el aura de
sus cabellos, Juanisca Garibay no altera su resuello cuando él la besa en mitad de los
labios, no se estremece entre los brazos que la ciñen, sigue escuchando pensativa y
remota el tintineo de las esquilas.
—Te quiero, Lope de Aguirre —dice a media voz.
—No mezcles la sidra con el vino navarro, Antón Llamoso —le digo sin mirarlo.
Antón Llamoso acata sumisamente mis consejos, los malos y los buenos. Es más
alto que yo, más forzudo que yo, pero procede en la vida como si yo fuese capataz
suyo. Su voluntaria esclavitud de alma tuvo origen, supongo yo, en una pelea que nos
encaró en la plaza de Santa Marina, hace ya tanto tiempo que todavía íbamos a la
escuela. Antón Llamoso peludo y cejijunto, hosco y desgalichado, parecía desde
muchacho un oso, de esos que por matarlos las ordenanzas municipales te gratifican
con diez ducados. Su brazo invencible pulverizaba las pelotas contra los muros de la
iglesia. Jamás cruzó por mi mente el pensamiento de vérmelas con él a los puños,
nunca he creído que vine a este mundo para recibir palizas. Tuve que hacerle frente el
día en que menos lo presentía, cuando se me nublan los ojos no cálculo riesgos ni
contingencias, dice mi tío Julián que me vuelvo un Famongomadán del Lago
Hirviente.
—Enano Aguirre —me dijo Antón Llamoso aquel Domingo de Ramos en la plaza
de Santa Marina. ¿Sabes tocar el tamboril?
—No me llames enano que no soy enano —le respondí.
—Está bien, enano Aguirre, no volveré a llamarte enano, pero todo Oñate piensa
que eres enano —y se echo a reír.
Entonces le di una cachetada, aunque es más forzudo que yo, más alto que yo, se
me nublaron los ojos, tío Julián. Antón Llamoso se lanzó sobre mí como toro
derribador, yo recuperé en un santiamén la conciencia de mis limitaciones, esquivé
zamarramente la embestida, le interpuse el pie izquierdo en garfio de zancadilla,
Antón Llamoso se fue de cabeza contra el enlosado, antes de que intentara levantarse
ya estaba yo a su lado encajándole patadas diestras y siniestras en las sienes, para su
desgracia yo llevaba puestas mis botas claveteadas, pegándole seguí hasta que perdió
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el sentido, llegaron al trote los sarteneros de la cofradía de San Millán, me llevaron en
vilo para que no lo matara, Antón Llamoso pasó una semana en la cama con la cabeza
vendada y los ojos hinchados, no asomó por la escuela en mucho tiempo, dejó de
hablarme hasta el día de San Miguel, para las fiestas se le habían olvidado los
porrazos, no es rencoroso, volvimos a ser amigos, él sabe tocar el tamboril y yo la
alboka. Cada día se vuelve más adicto a mis palabras, yo le explico los milagros que
él no entiende, por ejemplo: el nacimiento de un nuevo mundo hace apenas cuarenta
años, tal como tú me los explicas a mí, tío Julián.
—No sigas bebiendo, Antón Llamoso, que estás borracho como siete cubas —le
digo yo.
Lo amosca algún tanto mi reproche, no se considera borracho, paga los vinos con
mano brusca, luego grita:
—¡Te invito a tirar putas al río, Lope de Aguirre! —Y se echa a reír.
—¡Vamos! —le respondo yo para asombro suyo, y salgo con resueltos pasos de la
taberna, él me sigue.
Las dos congregaciones de este mundo que yo aborrezco con mayor desprecio
son las putas y los franceses. Los franceses porque pecan de avarientos, mezquinos y
usureros. Llegan a Oñate a hacer dinero, no importa cómo, las monedas van a parar
primero al relleno de los colchones, seguidamente a Francia. En cuanto a las putas,
tío Julián, no alcanzo a traducir en palabras los fundamentos de mi aversión, pero
válgame Dios que las odio. La sola ordenanza saludable que ha dictado nuestro
alcalde mayor es aquella que impone «diez días de cárcel a quien le preste albergue
en su casa a una mujer vagamunda».
La casa de mancebía se distingue por su farol lacrimoso, allá al final desolado de
la calle más funeraria de la ciudad. El aldabón es una cabeza de jabalí con los
colmillos en guardia. Antón Llamoso está descaradamente borracho, el vino lo
embrutece más de lo común, es más prudente que él no hable.
—El barco es de mi hermano Esteban, la noche está linda con tantas estrellas, el
río parece de cristal, os convidamos a navegar —digo yo.
Las dos mujeres son vizcaínas, de Bermeo, quizá pescadoras desamparadas por
sus maridos, no zorras propiamente dichas. La más corpulenta despliega ancas de
yegua percherona, le corresponde a Antón Llamoso. La pequeña tiene hocico de
sardina, habla a griticos de gorrión, huele a guiso de mariscos, camina a mi lado sin
muestras de embeleso.
A la orilla del Olabarrieta está amarrado el barco. ¡Qué va a ser de mi hermano
Esteban!, ¡sabe Dios de quién será!, Antón Llamoso sube el primero y tiende las
manos nazarenamente a las dos magdalenas, yo subo el último y empuño los remos,
hago avanzar el barco en zig-zag hasta situarlo en la mitad de la corriente.
Nuestras incautas convidadas no llegan a contemplar el cristal del río, ni a
disfrutar la luz de las estrellas. Antón Llamoso empuja con ambas manos a la
percherona, las inmensas nalgas retumban en el agua y elevan un torbellino de
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huracán. Sobre la marcha acuna entre sus brazos a la pequeña como niña de teta y la
deja caer tiernamente en el río. Las putas saben nadar, son de Bermeo, no corren
riesgo de ahogamiento. La giganta ha logrado asirse al filo del borde izquierdo, le
magullo una y otra vez los nudillos con el remo, golpe a golpe la fuerzo a zambullirse
de nuevo, ¡ballenaza! La otra, mi sardinita, sentada en el barro de la orilla, entrevera
gimoteos de tonta con imprecaciones de arpía.
Allí las dejamos, empapadas, enronquecidas, infelices. A las primeras casas de
Oñate, Antón Llamoso se detiene a orinar sobre la melena de piedra del león de la
fuente.
—¡Qué linda fiesta, Lope de Aguirre! —dice, y se echa a reír.
En el entierro del padre se habla solamente de las Indias, del mundo de Cristóbal
Colón, del colosal arcano desflorado por tres carabelas españolas. El padre está
tendido en su ataúd de madera; una madera tan fresca que huele a árbol, no a cajón de
difunto. Su perfil duro y afilado de gerifalte emerge como un cuchillo de los blancos
rasos femeniles que lo arrebujan. No parece muerto sino ensimismado, aunque la
verdad es que en vida nunca malgastó su tiempo en pensar: gruñía y trabajaba.
Primero fue leñador. Al final no pudo con los inmensos árboles. Se resignaba a
barbechar la tierra, volcar la semilla, guadañar el trigo.
El padre era un viejo terco y áspero. Sacudió garrotazos sobre los lomos de los
dos hijos hasta que cumplieron dieciséis años; mucho más duro le daba a Lope el
pequeño que a Esteban el mayor. Motivos para romperles las costillas los había:
arrojaban cacerolas de agua hirviente a los mendigos, enlazaban el gato de la señora
Micaela y ahorcado lo izaban a la rama más alta del haya más propicia, arrancaban
por la noche dos tablones al puente de Zubicoa que habrían de cruzar las recuas en la
madrugada, criaban alacranes para esparcirlos luego en los camastros de las viejas
santeras, una vez le untaron de mierda los hábitos al padre Calixto.
Nadie habla sino de las Indias, ninguno presta atención a los latines de fray Pedro
Mártir, ni al llanto circunspecto de la madre, ni a la lluvia que cae reposadamente
sobre el patio.
Al sonar la campana de las cuatro el tío Julián y otro viejo enlutado se acercan al
difunto, Esteban y Lope de Aguirre también se acercan, lo llevarán en hombros hasta
el cementerio que queda a no muchas varas de la casa. Adosada al portal del
camposanto, una ermita se dirige a Dios por medio de plegarias escritas en sus muros.
En el sendero que conduce a las tumbas exaltan el morir dos cruces de nogal en cuyos
brazos el artista talló cráneos, fémures y sudarios. Entierran el cajón sin aspavientos,
fray Pedro Mártir asperge con agua bendita los terrones mojados por la lluvia,
regresan en silencio y cabizbajos, cuarenta hombres caminan paso a paso bajo los
goterones, al cruzar una esquina vuelven a hablar de las Indias, de los conquistadores,
del oro. En el país vasco, en España, en todo el viejo mundo no se habla de otra cosa.
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FRAY PEDRO MÁRTIR (de la Orden de Santo Domingo, natural de Segovia,
confesor de la familia): —Vete a las Indias, Lope de Aguirre. Nuestra España es un
pueblo elegido por Dios para preservar los bastiones de su doctrina, para batallar sin
tregua contra la herejía y el paganismo. Más de siete siglos, desde Pelayo hasta
Fernando, nos hartamos de combatir con armas y con puños y con dientes para librar
al león ibérico de la coyunda musulmana, para arrojar de nuestro suelo a su Alá falso
y a sus califas embusteros.
DON MIGUEL DE URIBARRI (mi padrino de bautizo, propietario de yeserías y
molinos de trigo): —Vete a las Indias, ahijado. En sus mares se encuentran perlas del
grueso de una nuez y en sus cerros esmeraldas del tamaño de una manzana. Hay
ciudades techadas con bóvedas de plata, donde el agua se bebe en cántaros de ágata y
los niños juegan con aros de turquesa.
MI TÍO JULIÁN (tejedor de quimeras, lector de libros de caballería y maestro
de escuela): —Vete a las Indias, hijo mío. No son mentiras las hazañas de los
Amadises y los Galaores que eternamente habíamos tenido por invenciones. Ni son
patrañas las proezas griegas y romanas que glosan los trovadores. Ni son fantasías los
mundos fabulosos que miramos cuando soñamos. En las Indias los ríos y los lagos
semejan encarcelados mares de agua dulce de cuyas profundidades ascienden en la
noche hidras de muchas cabezas que resoplan llamaradas por sus muchas narices.
JUANISCA GARIBAY (en Aránzazu, cuando se callan las esquilas): —Vete a
las Indias, nere maitia. Tú no naciste para segundón; no naciste para casarte conmigo
ni con alguna otra muchacha de estas caserías, no naciste para que el lugar de tu
nacimiento te pasmara el vuelo.
FRAY PEDRO MÁRTIR (como si estuviera en el púlpito): —Vete a las Indias,
Lope de Aguirre. Hemos echado de nuestro territorio a los judíos para preservarnos
de sus cánticos anticristianos y de su sabiduría maligna. Nadie con tanta fuerza como
la nuestra ha descargado el brazo de la Santa Inquisición para castigar sin
contemplaciones los desvíos de la fe y las ofensas al Sumo Pontífice. No tardaremos
en humillar la soberbia de los Solimanes y Barbarrojas que amenazan otra vez a la
cristiandad con el poderío nefando del Islam. Borraremos de las páginas de la
historia, por los siglos de los siglos, el nombre de Martín Lutero, injerto de Caín y
Belcebú que predica la división de nuestra Iglesia y el quebrantamiento de nuestros
símbolos.
MI PADRINO DON MIGUEL DE URIBARRI (apartando los ojos de un grueso
libro azul marino donde lleva las cuentas): —Vete a las Indias, ahijado. En las Indias
hay comarcas sin límites donde se siembra la caña de azúcar, el algodón, el índigo; y
la tierra te devuelve mil veces tus sudores. Hay rebaños de indios que te son dados en
propiedad para premiar tus servicios al Rey, y que trabajan noche y día para
acrecentar tu hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las cosas, hay oro. No el oro
brujo de los alquimistas, ni el oro que fabrican los judíos y los catalanes en sus
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cazuelas, sino oro verdadero, aquel que Dios puso entre los pliegues de la gleba para
que los hombres se aprovecharan de él. Templos de oro macizo, príncipes que se
bañan en polvos de oro, pesados collares de oro que los indios te truecan por un
espejo.
MI TÍO JULIÁN DE ARAOZ (los ojos fijos en la quietud del río donde ha
hundido su cordel, las manos rígidas en espera del estremecimiento): —Vete a las
Indias, hijo mío. En las Indias hay sirenas emplumadas que seducen al viajero con
endulzadas melodías, y amazonas bravías que violan todas las noches a sus presos.
Hay águilas fantasmales que trasladan al hombre entre sus garras hasta los
despeñaderos nevados donde anidan sus polluelos, y mariposas inmensas cuyas alas
azules ocultan la luz del sol. Hay árboles que al herirlos derraman manantiales de
zumo perfumado, y hojas que al humearlas producen apariciones más tentadoras que
las de San Antonio, y cactos que destilan un vino transparente y embriagador.
JUANISCA GARIBAY (recostada al parral que trepa por las paredes,
arrancando las uvas más gruesas de un racimo oscuro, sin volverse a mirarme): —
Vete a las Indias, nere bizia. Nadie lo sabe, tan solo yo lo sé, lo que esconde ese
pequeño cuerpo tuyo cuya poquedad tanto te desvela. Caballero andante, héroe,
conquistador, caudillo, gran rebelde, todas esas cosas habrás de ser.
FRAY PEDRO MÁRTIR (solemne, predicador, al pie de una imagen de mármol
de San Miguel Arcángel): —Vete a las Indias, Lope de Aguirre. En la hora presente
Dios Todopoderoso nos ha confiado la más sublime de las misiones, la de cristianizar
un mundo desconocido donde nacen y mueren millones de seres extraños, nubes de
indios bárbaros que aún no se sabe por cierto si tienen almas racionales. Mas, si por
ventura las tienen, es indubitable deber nuestro el salvarlas del fuego eterno,
acarrearlas al seno del Señor por obra y gracia de la mano gloriosa de nuestros
guerreros y del verbo esclarecedor de nuestra Iglesia. Vete a las Indias, Lope de
Aguirre, y reclama tu parte en el destino que a nuestra raza le ha trazado el Ser
Supremo.
MI PADRINO DON MIGUEL DE URIBARRI (su voz sobrepasa los rezos y
murmureos de las mujeres de la casa): —Vete a las Indias, ahijado. Aquí en Oñate no
pasarás de yegüerizo o clavetero, la vida se te consumirá forjando lanzas y curtiendo
cueros, te morirás sentado junto a la chimenea con un perro dormitando a tus pies,
igual que todos se han muerto y seguiremos muriéndonos en esta aldea. Vete a las
Indias, ahijado, y vuelve mañana a Oñate convertido en poderoso, trayendo por
bagaje grandes cofres atestados de doblones de oro y aderezos de plata.
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DURANTE NO POCO TIEMPO, pongamos un año, Lope de Aguirre malbarató las
suelas de sus zapatos en callejas y avenidas, se cruzaba de día y de noche con frailes
enfermos que pedían limosna y rezaban credos innecesarios. A Sevilla lo trajeron las
aguas del Guadalquivir, pasajero de mogollón en una balsa cimbrada por un
cargamento de melones, membrillos y zamboas. Lope de Aguirre dormía de espaldas
sobre los tablones, si no dormía contaba resignadamente las estrellas, escuchaba la
voz desgastada del otro vagabundo, un viejo asturiano que recitaba romances de
desengaño y muerte. Lope de Aguirre descendió una mañana de mayo en un muelle
escarchado de colorines y gritos, rebosado de gente deslenguada y mentirosa, los
perros ladraban con acompañamiento de guitarra, Sevilla era un oleaje de cantos y
pregones, dogaresa del trigo, sultana del aceite, emperatriz del vino. Lope de Aguirre
fue a dar consigo en un corral de vecinos administrado por una guipuzcoana de
Vergara, un patio inmenso cercado por cuartuchos lúgubres, el más oscuro era el
suyo. Por las noches todos los recintos se apareaban en tinieblas, dependían de un
candil macilento que se repetía en uno y otro aparador. Lope de Aguirre se alejaba de
su zahúrda al brote del alba, recorría las mismas calles de ayer, rezongaba las mismas
maldiciones, se aferraba al mismo pensamiento. La mañana se llenaba pronto de
soldados, mendigos, estudiantes, balandranes, togas, cofias, mantillas y abanicos.
Lope de Aguirre se encaminaba tercamente hacia la Casa de la Contratación, allí se
constituían las flotas, se anotaban los nombres de los aspirantes, se otorgaban
licencias, se recaudaban impuestos, se repartían herencias, se sentenciaban juicios, se
daban lecciones de pilotaje, en todos sus rincones se hablaba sin parar de las Indias.
La Casa de la Contratación era un almacén espacioso y descolorido levantado a cierta
distancia de la Giralda, lejos de su portal florecían las azaleas del río. Si lograbas
esquivar las preguntas impertinentes del cancerbero entrabas a un corredor
empedrado, en su extremo izquierdo resplandecía una fuente encostrada de azulejos,
en el derecho cavilaba un pozo con brocal de mármol. Las dos plantas interiores del
edificio eran salas anegadas de pergaminos y libracos, guaridas de ratones y
cucarachas, cubiles de contadores y escribientes, desembarcadero de solicitantes e
intrusos. Entraban y salían, subían y bajaban las escaleras personajes de diversa
estofa y ánimo, este suplicaba noticias del hermano desaparecido en La Florida, este
otro deseaba comprar perlas de la Margarita. Tú te embriagabas de sueños el lunes, te
descorazonabas el miércoles, te exasperabas el viernes, los cagatintas te aconsejaban
volver la semana siguiente o te pedían una fianza que no podías alcanzar, don
Rodrigo Durán te ofrecía plaza de labrador en Tierra Firme, tú le respondías que no
eras labrador sino soldado, enfrente estaba la iglesia de Santa Isabel pero nunca se te
ocurrió a la mente entrar a rezar en ella. Sevilla era una floreciente ciudad, el fénix
del orbe, la reina del océano, olorosa a azahares y a vino moscatel, reflejada en los
espejos de un río que tan solo para mirarla había bajado de las montañas. Tú, Lope de
Aguirre, morabas en un corral de vecinos, dormías en el más mugriento arrabal de
Triana, para volver a tu casa era inevitable saltar por sobre basureros y gatos muertos,
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abrirse paso por entre nieblas de pestilencia y llantos de mendigos, apartar
brutalmente a los enfermos reales o ficticios que te cerraban el camino, la Casa de la
Contratación archivaba cuidadosamente tus solicitudes y tus imprecaciones, al final
se te consumió la paciencia y te fuiste a vivir con los gitanos.
De cómo vine a compartir tienda con los gitanos, sin tener una gota de su sangre,
es historia derivada del loco azar. El viejo tratante se metió de rondón en el patio con
un jamelgo de las bridas, pretendía venderlo a un precio inmerecido, mintió cuando
dijo la edad del animal, mintió cuando ponderó su alcurnia, mintió cuando juró que
tenía los huesos intactos. Aquel era un matalote con las rodillas quebradas, las paletas
se le salían del cuero, le eché más de quince años de sufrimientos. El tratante infirió
de mi aspecto que yo no disponía de blanca para comprarlo, sospechó en mi mirada
que mi natural malicioso me aconsejaba no creerle, incluso descubrió que yo entendía
demasiado de caballos. Pero no me entremetí cuando se lo ofreció en venta a uno de
mis vecinos, un portugués tacaño y ceremonioso, más todavía, lo ayudé a concertar el
negocio, apoyé sus embustes con aprobaciones de cabeza. El gitano y yo pasamos del
entendimiento a la amistad, se llama Tomás pero lo mientan el Tordillo, yo estaba
harto de aquel miserable corral de vecinos, ahíto de la Casa de la Contratación que
me daba cada día con el portón en las narices, le propuse al Tordillo irme a vivir con
ellos y sus caballos, el gitano no salía de su asombro en oyendo a un cristiano
hijodalgo y vascongado hablar de ese modo, le caí en gracia aunque carezco de ella,
dijo que no me arrendaba la ganancia mas complació mis pretensiones.
Tal como me saben a hiel los franceses y los andaluces, me endulzan el alma los
gitanos. No se afane vuestra merced en replicarme que son ladrones porque ya lo sé.
Mas admita en descargo vuestra merced que para ellos el robo no es un delito sino un
medio de ganarse la vida, una profesión, y ninguna profesión es pecado, salvo la
putería. De igual manera, matar a un semejante es un crimen, pero si quien lo mata es
un soldado en guerra o en misión, ha cometido la dicha culpa por hacer su oficio y
Dios lo perdona. El primer trabajo que me propuso mi amigo gitano fue el de robar en
su compañía, y aunque el no hurtar es uno de los mandamientos capitales que recibió
Moisés en el Sinaí, fui con el Tordillo de buen grado hasta el zaquizamí de un judío
usurero, donde él apañó dos escudos de oro y no sé cuántos maravedís, en tanto que
yo vigilaba los contornos a modo de centinela. Y si me negué porfiadamente a
acompañarlo una segunda vez, no fue solo por prescripción religiosa sino porque a
los vascos, aunque luzca vanaglorioso el decirlo, no nos hace placer el dinero robado.
Tampoco arguya vuestra merced que los gitanos son aficionados al amor
incestuoso pues también lo sé. Admiten el incesto, no lo niego, mas repudian el
adulterio, y en esto sí se ciñen a los códigos del Antiguo Testamento. La ley de Dios
nos prohíbe codiciar la mujer de nuestro prójimo. José puso los pies en polvorosa
para no darle gusto a la de Putifar, pero en ningún capítulo condenan el ayuntamiento
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con nuestras hermanas, ni con una parienta todavía más cercana y respetable. Hasta
los niños de doctrina saben y repiten que la raza humana habría desaparecido antes de
llegar a su tercera generación si Caín, o tal vez Abel, o más probable un tercer hijo de
Adán llamado Set, hubieran tenido recato o recelo de engendrar esa generación en el
vientre materno, no existía otro.
La primera virtud que aprendí de los gitanos fue el sufrimiento, ya que el amor a
la libertad lo traía arraigado en el pecho desde Oñate. Más el que no está dispuesto a
sobrellevar privaciones y a desafiar inclemencias, ese corre el riesgo de desperdiciar
su libertad. Se duerme sobre un colchón cuando hay colchón, mas si no lo hay se
duerme sobre estera o en parva, o no se duerme. Se come en mantel de posada
cuando hay viandas y vino, mas si no los hay se cena pan de hogaza y frutos que
regala la tierra, o no se cena. Se descansa el cuerpo cuando hay tiempo para descansar
y sombra donde tumbarse, mas si no los hay se prosigue el camino sin aliviar los
hombros del peso que llevan. Los huesos en reposo se enmohecen, las manos en
reposo se amariconan, los ojos en reposo se enlagañan, la inteligencia en reposo se
menoscaba. Camine vuestra merced por campos y collados, duerma a cielo desnudo,
tire la barra, baile zapateado, trepe a los árboles, nade en el río, no se ablande con los
aguaceros, ni se derrita con los soles, ni se frunza con las nieves, todo eso me
enseñaron los gitanos.
También aprendí de ellos a domar caballos, trabajo para el cual no me faltaba
disposición. Había consumido mi mocedad a lomo de yegua, pastoreando entre
Guezalka y Artia. Pero una cosa es montar caballo amansado y otra muy diferente es
domar al cerrero. Sepa vuestra merced que este potro al cual me tocó echarle hoy la
pierna no había sido nunca cinchado hasta el día de anteayer. Una semana atrás llegó
al campamento, lo trajo a media noche el Tordillo, nadie sabe en qué cercado ajeno lo
descubrió. Al romper del alba iba yo a pasarle la mano por las crines oscuras, le
llevaba zanahorias y terrones de azúcar piedra, luego el Tordillo me lo sujetaba y yo
lo montaba en simulacro para que se acostumbrara a mi peso. No le decía al Tordillo
que lo soltara porque aún lo sentía descomedido y folión, me lanzaría por tierra.
Finalmente le pedí hoy que nos dejara solos pues el potrillo había comenzado a
considerarme amigo suyo, casi me lo dijo. No crea vuestra merced que hay caballos
mañosos o resabiados de nacimiento, se desmandan así los mal domados, los que no
encontraron amansador que los entendiera. La doma no es una prueba de fuerza, ni de
coraje, sino un fruto de la astucia. Al cabo de tres meses de andar entre los gitanos,
ningún potro se me alza de manos para tumbarme, ni se tira contra las palizadas para
estrellarme, ni se me desboca chiflado por la llanura. En el arte de la doma participan
todos los miembros del cuerpo, la cintura para acompañar al potrillo en sus impulsos,
las manos y los brazos para mover las riendas como es debido, las piernas para
apretar las ijadas, los talones para mandar las órdenes, el grito de la boca para incitar
a correr, el cerebro para resolver las dificultades. Repare un poco más vuestra merced
en este morcillo, nadie diría que lo están desbraveciendo, ninguno pensaría que un
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jinete lo está montando por primera vez.
Por último me enseñaron a servirme de la espada y la daga; el arcabuz no es
bastante para irse a las Indias, créamelo vuestra merced. El gitano que me instruyó en
la defensa propia calza más puntos que los tratados de Pedro Mundo, aunque no los
ha leído, no sabe leer. A ese mi profesor de las armas blancas lo llaman el Canónigo,
irreverencias de los gitanos, ¡válgame Dios! Me confió los secretos de su estocada
maestra, me forzó a repetir mil veces los movimientos del engaño hasta que supe
hacerlos por natural instinto. El Canónigo es un espadachín serio y profundo, no
pierde el tiempo en fantasías ni en floreos, su finalidad no es deslumbrar al adversario
sino herirlo mortalmente. Es conveniente rasguñarle la frente, la sangre baja por los
ojos y lo ciega, ya ciego es más sencillo darle su merecido, dice el Canónigo. Lo
principal es mantener la mirada fija en los ojos del contrario, adivinarle sus
movimientos, sus miedos, sus intenciones, dice el Canónigo.
Ninguno de esos conocimientos te servirá de algo. Lope de Aguirre, mientras no
te hayas puesto enfrente de un enemigo de carne y hueso. Nadie sabe lo que vale con
la espada en la mano hasta tanto no la use para herir de verdad. Pelear por enseñanza,
por ejercicio, por fiestas, no es pelear. Cuando te juegues la vida en duelo por vez
primera, cuando entiendas que para salvarla hay que quitar de en medio la del otro,
quiera Dios que en ese instante no te tiemble la mano.
Le juro a vuestra merced que no me tembló. La malaventura sucedió en uno de
los callejones de Triana que conducen al corral de vecinos donde yo había vivido. De
tarde en tarde me alejaba de mis gitanos y entraba a Sevilla, a dar una vuelta a la Casa
de la Contratación, e indagar si había noticias sobre jornadas a las Indias. Por la
noche me acercaba al postigo de la guipuzcoana que manejaba el corral, era viuda por
cierto, algo agraciada pese al lunar de pelos que le hombreaba la mejilla, me recibía
con tiernos ojos. La buena mujer me hablaba en mi idioma, me agasajaba con
limonadas y malvasía, guardaba para mí copitas de vino generoso y rosquillas hechas
por manos de monjas, se arrellanaba luego a contarme agudezas de su difunto esposo,
suspiraba tiernamente, no había otro remedio sino consolarla en una gran cama de
cobertor y colcha que ocupaba casi la mitad de su vivienda, y si saco a luz estos
amorosos pasatiempos es porque sin ellos no se explica lo que ocurrió después. Había
sido noche de visita, la viuda, ya mis pasos cruzaban una esquina y se alejaban hacia
el campamento, salió de las sombras un corchete medio borracho, rompió a dar voces
destempladas, sus gritos me acusaban de ladrón y otras infamias. Quise persuadirlo
con razones, no entraba en mis propósitos una pendencia con comisarios ni
cuadrilleros, el deslenguado se creció de ánimo interpretando como miedo mi
cordura» añadió la injuria de cobarde a las anteriores, se me anublaron los ojos, saqué
la espada sin olvidarme de la estocada maestra que me había enseñado el Canónigo,
cómo la iba a olvidar. Debo confesar a vuestra merced que de repente me sentí más
reposado que antes, se me aclararon los ojos, el corchete comenzó a tirar sablazos
desatentados, lo detuve fácilmente con quites de mi espada, a dos por tres le apliqué
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la enseñanza más aventajada del Canónigo, se derrumbó patas arriba en el empedrado
sin dejar de gritar como un endemoniado, se encomendaba al Apóstol Santiago y a
Nuestra Señora de Guadalupe, ya no me llamaba ladrón sino criminal. Le digo a
vuestra merced que no tuve tiempo de limpiar el acero, comenzaba a clarear una
mañana sucia, me escurrí pegado a las paredes, la gente despertada por los ayes del
herido se asomaba a puertas y ventanas, el herido dejó de gritar, no creo que estuviera
muerto del todo, la espada le entró por el lado izquierdo del pecho, con un milagro de
la Virgen y quince puntos cirujanos podía curarse. ¿Creerá vuestra merced si le digo
que aquel raro accidente me trajo buena y no mala fortuna? Cuatro días más tarde
volví a Sevilla, nadie se refirió a la desventura del corchete, nunca alcancé a saber si
estaba vivo o muerto, en la Casa de la Contratación me esperaba don Rodrigo Durán
con preciosas noticias, le habían dado licencia para hacerse a la mar con sus galeones,
embarcaría más de doscientos hombres, yo era uno de ellos.
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gente que en su mayoría no era marinera ni siquiera de río. La primera en vomitar fue
una de las labradoras, había comido chorizos, la siguió uno de los clérigos conmovido
y contagiado del lastimoso espectáculo, nadie se contuvo de allí adelante, había que
caminar por sobre aquellas gelatinas, era forzoso respirar aquellas agrias fetideces, yo
no vomité por pura tozudez oñatiarra. Para mayor desgracia el agua dulce se repartía
en raciones de medio azumbre diario, a ninguno le sobraba para lavarse, los malos
olores desfiguraban encarnizadamente el aroma lozano del mar. Sin contar los
plañidos y los arrepentimientos, la cobardía que también huele pésimo. La mitad de
los pasajeros maldecía su voluntario destino, aquel viaje era un suplicio más
insoportable que la condenación eterna, quien nos mandaría a montarnos en este
caballo loco de madera que llaman malamente galeón, de las Canarias nos
devolveremos a España, juramos por todos los santos que de Tenerife no pasaremos.
Aunque lo histórico es que en desembarcando en la Gomera todos recobraron la
alegría de vivir, la color retornó a los carrillos de los pálidos, los bodegones de la isla
olían a queso y embutidos, nadie se acordaba de los vómitos, nadie renegaba de los
piojos que nos habían martirizado, se hablaba otra vez de las Indias con arrebatado
pensamiento y codicia y afán de gloria. Inclusive sor Eduvigis, la que se desmayó tres
veces en la cubierta, la pobre soñaba con llegar a ser madre superiora de un fabuloso
convento en la Española, todos creímos que iba a morirse en mitad del tercer éxtasis,
uno de los frailes la confesó bajo el parpadeo de las estrellas, le untó los santos óleos
al rayar el sol, parecía inevitable que arrojáramos su robusto cadáver al agua,
inclusive sor Eduvigis descendió por sus propios pasos a tierra y rezó una salve con
voz milagrosamente restaurada.
De la Gomera al Nuevo Mundo las calamidades fueron las mismas y más
prolongadas, mas ahora nadie les prestaba atención. La ensoñación de las Indias
arrebozaba la miseria y la suciedad con un extraño velo, las bocas dejaron de vomitar
y blasfemar, salieron a relucir las vihuelas, compitieron entre sí las canciones
regionales, brotaron de las arquillas las barajas y los dados, se pasearon de mano en
mano las garrafas de vino. Ni el canto ni el juego son debilidades mías, aunque nunca
he ocultado que me place beber lo necesario. A la luz de una botella de clarete me
hice casi amigo de un escribano o rábula que viajaba a las Indias por segunda vez, de
la primera no logró volver rico porque se lo impidieron vinos bubones
deshonestamente adquiridos, otra suerte le vendría en este nuevo intento, el
gobernador de Calamar o Cartagena don Pedro de Heredia era su compadre de
sacramento, le abrirá los oídos a todas sus peticiones, vuestra merced obtendrá sin
dilación la plaza de soldado que ambiciona, me dijo. También me prestó un libro de
caballerías, impreso en Salamanca y titulado «Tirante el Blanco», que leí por lo
menos tres veces pues ninguna otra cosa podía hacer salvo cansarme los ojos de tanto
mirar el mar. Era un mar tan inmenso, tan abandonado, tan espejo del de ayer y del de
mañana que mi mente comenzó a desear una tempestad que lo transformara en un
mar distinto, tempestad que afortunadamente nunca vino. Una tarde se encendió
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frente a nosotros el ciclo del poniente, no en quietas nubes rojas sino en llamas que
ondeaban como látigos, a mí me pareció una gran ciudad que ardía hasta sus
cimientos, sor Eduvigis por su parte creyó avanzar hacia el purgatorio, quizás hacia el
infierno, se alzó de su colchón como los muertos del Apocalipsis, ¡aplaca Señor tu
ira!
¡Ten misericordia de nosotros!, el contramaestre la apaciguó con un trago de
aguardiente puro. Al día siguiente del fementido incendio sepultóse nuestro barco en
una niebla espesa, algodón impalpable que borró los verdes del mar y los azules del
cielo, navegamos horas y horas en medio de aquel encaje tibio que nos envolvía
como un claustro materno, al salir de él refulgía en las alturas un sol estruendoso, una
hoguera viva que nos cercaba y que amenazaba extenderse a las maderas del barco,
no se quemaron las maderas pero sí el trigo que llevábamos, murieron acezantes tres
ovejas, jamás azotó mi piel calor igual, me doblegué vencido por una fiebre de acero
y brasas, la frente me ardía en llamas como boca de fragua, entendí que había cruzado
la raya de la locura pero nada dije, me acurruqué inmóvil y callado entre dos fardos.
San Miguel descendió implacable de los ciclos para alancear una vez más a Lucifer,
lo oí saltar del mástil más alto a los maderos de la quilla, lo vi convertirse en
furibundo mascarón de proa. Satanás aterrado no se atrevía a asomar la cabeza de las
aguas. Después el cielo se puso cristalino, los latidos de mi corazón recuperaron su
sosiego, San Miguel levantó un vuelo majestuoso y triunfal, en su lugar aparecieron
bandadas de pájaros, pardelas, grajos, rabos de junco, pelícanos, gaviotas, alcatraces
y algunos de un verdor desconocido, los mismos que le dieron la bienvenida a
Cristóbal Colón en su primer viaje. De improviso se dibujó a lo lejos una mancha
parda, enmudecidos vimos acercarse poco a poco los garabatos de los palmares y el
gris salvaje de las rocas, era la Deseada, semilla del Nuevo Mundo.
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(CARTA DEL SARGENTO Lope de
Aguirre a Don Carlos invencible, por la divina
clemencia Emperador semperaugusto, rey de
Alemania, por la misma gracia rey de Castilla,
de Aragón, de León, de Navarra, de Galicia,
de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, de los
Algaras, de Algeciras, de Gibraltar, de
Granada, de Jaén, de Murria, de Valencia, de
Mallorcas, de Cerdeña, de Córcega, de las dos
Sicilias, de Jerusalem, de las Islas de Canaria,
de las Islas Indias y Tierra Firme del Mar
Océano, archiduque de Austria, duque de
Borgoña y de Bravante y de Milán, Marqués
de Oristán y de Goziano, duque de Atenas y de
Neopatria y de Rosellón, señor de Vizcaya y de
Molina, conde de Flandes y de Tirol y de
Barcelona, etc., etc).
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sazón gobernador de Cartagena y capitán nuestro, y placíale más la pertenencia del
oro que la misericordia de Dios. Y héteme allí a este hervoroso y mínimo servidor de
Vuestra Majestad enmudeciendo sus sueños de conquista; trastrocado de guerrero en
profanador de cementerios, sacrilegio este que la Santa Inquisición castiga con sus
rigurosas hogueras; arrebatándole el reposo a las mal aventuradas almas de los indios,
y digo esto último de las almas porque su facultad de seres humanos se las concede,
ansí un fraile de Murcia que entre nosotros andaba ponía a Dios por testigo de que no
las han. Tan contumaces y deprimentes se volvieron las codicias de don Pedro de
Heredia y de su hermano Alfonso que por mucho ardorosas que fuesen nuestras
guasábaras con los indios, hárteme al cabo de vagar por medio del Cenú, el Pancenú
y el Fincenú, hurgando esqueletos y soplando calaveras, tanto que escogí zafarme del
real en compañía del capitán Francisco Cesar, un cordobés bravoso y arriscado como
no hubo otro. Deste modo fuimos a dar con nuestros cuerpos en Castilla del Oro, y el
gobernador Barrionuevo nos acogió con su beneplácito, pues tampoco a él caíale en
gracia la viciosa avaricia de los Heredia.
"Aventuras y malas venturas en gran suma hube de encarar en la dicha Castilla
del Oro y en Veragua, lugares adonde los naturales adoraban al tigre sanguinario, que
en la creencia dellos era una horrorosa bestia amarilla maculada de negro y armada
de luengos colmillos, y adoraban al par a la diosa Dabaida, que en la creencia dellos
era una dama pulcra y hermosa, en cuyos templos decíase que brillaba oro muy fino y
bueno en demasía. El gobernador de Panamá don Francisco de Barrionuevo
empederníase en la imposible empresa de juntar las aguas del inmenso mar
descubierto por Núñez de Balboa con las otras aguas descomunales del mar Océano
de Colón, hazaña milagrosa y descabellada que solamente la portentosa mano de Dios
alcanzaría a coronar. Mas el dicho gobernador hízome resbalar en su mesmo desvarío
y meses enteros caminé por en medio de salvajes selvas y despeñaderos; las
tinieblosas serranías del Darién lleváronme a olvidar los rayos del sol; atravesé
ciénegas verdes de cuyo barro vuelan al cielo muchedumbres de mosquitos y manan
fiebres pestíferas; arrostré la mordedura de venenosas víboras y de esotras serpientes
infernales que llevan campanillas en la cola; curtíme trepando torrentosas corrientes,
subido a balsas, piraguas y bergantines; en dos trances estuve en un negro de uña de
servir de manjar a los tramposos caimanes; entristecióme por de dentro el lamento de
pájaros agoreros que parecían plañir mi sentencia de muerte; y hube menester de
desafiar sin tregua ni descanso a las terribles flechas enherboladas de los indios, que
atemorizan a los ánimos más constantes; y entre mis brazos finaron tres de los
nuestros soldados a quienes la ponzoña de los dardos ennegreció la tez antes de
traerles la muerte. Mezquinas monedas pesó en mi provecho la romana del veedor en
pago y trueco de mis esfuerzos, mas tuve en grande contento y honra el recebir al
cabo de un tiempo una real cédula otorgada en Valladolid por la cual se me hacía
merced de un regimiento en el Perú, «en recompensa de sus servicios, suficiencia y
habilidad», que deste modo rezaba el escripto. Vuelto agora regidor lleguéme a esta
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tierra del Cuzco, que es muy sin comparación un prodigio, y al pisarla me llenó su
vista de alborozo tanto, que desde luego perdí memoria de lo sufrido y bendije mil
veces a Vuestra Majestad y a Dios nuestro Señor.
"Con ser como digo, no gané el reposo que tampoco buscaba en esta parte la más
fabulosa y ansímesmo la más conturbada del Nuevo Mundo. Allende desto,
preguntóme yo, ¿dónde irá el buey que no are y el guerrero que no contienda? En este
Perú soñábase a trochemoche por motivo de las tierras de los Chunchos, tal como
sospirábase en Panamá por el Dabaibe, y en Quito por el país de la Canela, y en toda
Tierra Firme por el Dorado. Los indios platicaban no sé qué y sí sé qué: que pasados
los Chunchos se alzaba una ciudad cuyas plazas las empedraba el oro en barras; que
acá las vetas de plata empujaban por reventar las costuras de la tierra; que acullá se
abrían serenas praderas y ríos cristalinos que diríanse espejos del paraíso terrenal.
Tres veces encandelóme la ilusión de los Chunchos y otras tantas partíme a
conquistar indios y fundar pueblos en servicio de Vuestra Majestad, y de todas torne a
mi casa descalabrado, tras haber sufrido por la cual causa los más crudos sinsabores
que al corazón humano cábele padecer. La primera entrada hícela en seguimiento del
griego Pero de Candía, y ningún provecho sacamos della, salvo apartarnos cien veces
del justo rumbo y nos perder enmedio de las montañas más lóbregas de la tierra, y
rescebir en las cabezas los lloveres más diluviales del firmamento, y nos ser forzoso
abrir trochas con hachas y machetes, y nos descolgar de precipicios valiéndonos de
sogas que aquí llámanse bejucos, y matar a unos pocos indios que su defensa no
intentaron, y tornarnos al Cuzco con las almas contritas, los pies abultados y el
lastimero cuerpo agujereado por las espinas.
"Cuanto dije y aun mayormente dañosa fue mi segunda entrada a los Chunchos,
cumplida bajo el mando de Peranzures, el que llevaba como segundo a Juan Antonio
Palomino. Y aunque ambos eran de mancomún ejercitados capitanes, y a la dicha
jornada partiéronse más de trescientos soldados españoles, amén de ocho mil gentes
de servicio entre indios y negros, mal provecho y ruin fortuna hubimos todos.
Llovieron sobre nuestras personas las más pésimas enemigas, y dellas la
principalmente pavorosa nos fue la hambre. Entremetidos en hondas y escuras
serranías acabantes nuestro bastimento; y no volvimos a divisar maíz ni yuca, ni
yerbas que pudiéranse chupar; y hubimos de matar a los nuestros caballos uno tras
otro, ante todas cosas por comernos su carne, y comernos luego los cueros dellos, y
las tripas y vergas viriles dellos, que nada dellos nos repugnaba. Dende en adelante
los indios y las indias dieron por morirse a cada paso; y los indios vivos comíanse
llorando de congoja a los indios muertos, tanta era su hambre, y hube gran lástima
dellos. Por añadidura hubimos esta vez de guerrear con indios bárbaros que nos
acarrearon muchas muertes y heridas. De los indios y negros que en nuestra jornada
iban, acabaron vivientes apenas cuatro mil, por mejor decir la media parte de cuantos
salieron del Cuzco; y entre los españoles fenecieron sus vidas ciento cincuenta y
cuatro, por mejor decir la mitad menos uno de quienes empezamos la entrada, y ese
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uno de menos sospecho haber sido yo. ¡Dios Todopoderoso sea bendito! Cuando
tornamos a ir al poblado del Cuzco, aquellos que alcanzamos a volver caíamonos que
no nos podíamos tener, y la gente sin nos reconocer nos tomaba por fantasmas de
nosotros mesmos, y juramos todos a una no adelantarnos ninguna otra vez a los
Chunchos por siempre jamás, amen.
"Mas quiso Dios hacerme irreducible de corazón, y no lo digo por vanagloriarme.
Al punto y hora que se hartó mi hambre y sanaron mis llagas, aprestéme a una tercera
entrada al Sueste con Diego de Rojas, y más allá de un grande lago fundamos una
villa que llamóse La Plata, y arribamos luego después al valle de Tarija. Y aunque
destas jornadas saqué nuevos quebrantos y calenturas, no me hice de rogar para
partirme a una cuarta entrada a las tierras del Sur, estotra bajo el mando de Perálvarez
de Holguín. Mas aquesta vez no pasamos de Chuquiavo, parte adonde supimos que
los de Almagro habían matado en la Ciudad de los Reyes a don Francisco Pizarro, y
se nos convocaba a combatir en contra dellos. A toda priesa nos volvimos al Cuzco, y
rompióse de allí a poco en Chupas una furiosa batalla, en la que el gobernador Vaca
de Castro y los de Pizarro vencieron y desbarataron a los de Almagro, y mi capitán
Perálvarez de Holguín perdió la vida en la contienda, y yo aparté mi persona de estar
en ella, no por el temor de topar mi muerte, miedo que nunca me ha acogotado, sino
por buenas razones que me amparan, como agora verá Vuestra Majestad si prosigue
en la fatiga de leer esta cana.
"Tenga Vuestra Majestad por historia verdadera que desde mi llegada al Perú, que
yo entiendo como tierra la más magnífica del orbe, se han visto mis ojos obligados a
presenciar las hazañas de los Pizarros y los Almagros, y de aditamento las pendencias
entrellos mesmos, porfía que ha acabado por apartarlos deste mundo, tanto a los unos
como a los otros. Por cierto tengo que no lidiaban entre sí por afición a Vuestra
Majestad, ni por mayor gloria de España, sino por el apetito de oro que les movía
todos sus huesos. La entrada de Francisco Pizarro y Diego de Almagro a estas
comarcas de vuestro reino empezó con más señales de negocio que de aventura, y
sabido es de todos que los mercaderes y aprovechados de la empresa quedáronse en
Panamá en espera del beneficio, y es público y notorio que armas y estipendios
fueron prestamos anticipados por cierto clérigo Luque que administraba los dineros
de otro cierto licenciado Espinosa, que ansí se llamaban dichos mercaderes. Otros,
Pizarro y Almagro no se miraban como compañeros de armas, sino más bien con
ojeriza de piratas rivales, de reojo y celando quien de entrellos ordeñaba mayor plata
de sus proezas. Tengo para mí que ningún cristiano osaría negar que ambos a dos
fueron conquistadores temerarios, y que jugáronse la sangre una y cien veces en el
cumplimiento de sus acciones, aunque, en aceptándolo, dígome yo, ¿cuál de los
hombres cabales que dejaron casa y familia para partirse a las Indias, anda
escurriendo la figura al sufrimiento y la muerte? Ha dicho Vuestra Majestad en ilustre
ocasión que la grandeza del hombre ha menester de otras adiciones encima del arrojo
y la bravura, y era a fe mía aquesas las prendas de que carecían tanto los Pizarros
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como los Almagros. Absuelva Vuestra Majestad, altísimo y poderoso Emperador, mi
ruda franqueza, en merced del mucho amor que le tengo; mas debo decirle a Vuestra
Majestad sin empacho alguno que nunca fueron ángeles de mi altar los Almagros ni
los Pizarros, y muy especialmente menos estos últimos, puesto que los Almagros
siquiera derramaban los dineros que habían exprimido, en tanto los Pizarros los
encofraban en arca de fierro, y desde luego perdían la llave, hasta trocarse como se
trocaron, en los hombres más ricos del Perú, quizá de todo el universo mundo.
Ansímesmo, Pizarros y Almagros arrebataban vidas humanas sin excusa ni razón,
desenfrenaban una ferocidad que volvíase en contra dellos mesmos y en entredicho
del buen crédito de Vuestra Majestad. ¿No fueron maldades superfluas las de
escarnecer y martirizar a los indios, si con deshazerlos del oro bastaba y sobraba?
¿Qué privilegio se ganaba degollando al inca Atagualpa, tras haberlo forzado a dar
rescate de tanta cuantía, si embiándolo cautivo a besar los pies de Vuestra Majestad
cumplíase obra más cristiana y de mayor lustre? Tocóme a mí hallarme presente entre
el corro de curiosos el día lastimero en que Hernando Pizarro mandóles cortar las
manos derechas a seiscientos naturales en la plaza del Cuzco, dejando ansí con vida a
seiscientos mancos enemigos de Vuestra Majestad; y igualmente tocóme el infortunio
de asistir al trance postrimero de no pequeño número de hombres humanos llevados
al tormento y al patíbulo. No es que me acobarde el ánimo, serenísimo Rey y
Emperador, el pensamiento de matar a un semejante, que ningún cristiano está libre
de hacerlo si es disposición de la Providencia, mas también es cosa muy cierta que he
visto pasar diez y seis años sobrellevando con cordura vida trabajosa en el Nuevo
Mundo y hasta la luna desta noche no he dado muerte siniestra al primero, pues no
cuento los enemigos que atravesó mi espada en la baraúnda de las guasábara, ni
esotros a quienes suprimieron en guerra las pelotas de mi arcabuz; pues columbro y
veo que los muertos en combate no enturbian conciencias, que son muertos en
defensa propia, o en honra de las banderas de Vuestra Majestad, la que es causa de
suyo más legítima. Los libros dirán a los venideros siglos de cómo la superbia y la
codicia, tras levantar extremadas diferencias entrellos, movieron a los Pizarros a
acuchillar Almagros, y a los Almagros a apuñalar Pizarros, hasta tanto los embiados
de Vuestra Majestad borraron deste mundo al último Almagro y al postrer Pizarro,
avivados dichos embiados por el desinio de redimir al Perú y le devolver la paz a sus
moradores.
"Perdone Vuestra generosa Majestad mi atrevimiento y osadía, mas no puedo
dejar afuera desta torpe carta el mal concepto que tengo de uno desos delegados
reales, aquel ya mentado Gobernador y Juez que apellídase Vaca de Castro, a quien
Vuestra Majestad mandó con encomienda de mediador justiciero, y con todo esto
tardó poco espacio en desenvainar su banderiza afición a los Pizarros, y tras la batalla
de Chupas que alcanzó a vencer merced a la sapientísima habilidad militar de su
luciferino ayudante Francisco de Carvajal, no se sació con degollar a Diego de
Almagro el Joven, sino estúvose ahorcando de día y de noche a los vencidos, que
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eran sin número, entrellos a mi paisano Pedro de Oñate, y a Francisco de Mendíbar, y
a demasiados vascongados más. De tan aseado y pulido que era el magistrado Vaca
de Castro, una vez que se hubo bañado en sangre humana, valióse de mil ardides para
bañarse en oro, y hizo de tendero cuando no de usurero, y amparóse en su cargo para
asentar monopolios y dañar competidores, y apoderóse de dineros que pertenecían a
la Real Audiencia; ¡cuánta justicia, cuánta misericordia, cuánto desinterés el deste
magistrado, que de Juez no había sino apenas el diploma!
"Entre aquellos Pizarros a fe mía que el más insufrible dellos fue el muy famoso y
engreído Gonzalo Pizarro, que tantos sobresaltos y quebrantos produjo a Vuestra
Majestad. Era de disposición gallarda y hermoso de faz, y estirado de estatura, y rico
hasta reventar por razón del oro hurtado a los emperadores incas, y por las minas de
plata de las que se aprovechó en Potosí, y por la estorsión de legiones de indios que
en esas sus minas perecían. Empero el muy satisfecho Gonzalo Pizarro sintióse de
súbito aguijado por una fiebre rebelde que nunca lo había estremecido antes, al
haberse conocimiento en el Perú de las Ordenanzas que Vuestra Majestad había dado
para aliviar de esclavitud a los indios, quitar repartimientos a los encomenderos y
ministradores, y vedar que a los naturales se les consumiese en trabajo animal. Bien
merecido desastre sucedióle a la postre a ese fementido gran rebelde, que no excedió
de rebelde menguado, puesto que su alzamiento obedeció a las consejas y parlas de
los mercaderes de indios, y su alegato apadrinóse en la perfidia de los Oidores, y le
hizo a Vuestra Majestad la guerra al grito harto prudente de «Viva el Rey» y no de
«Muera el Rey», que esto último le atañía gritar a un rebelde verdadero, de no
amedrentarle el castigo sin perdones y el irse de cabeza al infierno.
"Muy altas y nobles razones asistieron a Vuestra Majestad al tiempo de promover
las susodichas Ordenanzas, y quiera Dios que venga a parar en fábulas y mentiras lo
que agora anda de boca en boca asegurando que Vuestra Majestad halláse a la orilla
de contradecirse dellas. Y de la misma suerte disponga el Señor que jamás se
arrepienta Vuestra Majestad de haber embiado al Perú con bastón de Visorrey, y con
encargo de dejar cumplidas las benignas Ordenanzas, al muy porfiado señor Blasco
Núñez de Vela, el más honrado y valiente capitán que Vuestra Majestad haya
admitido en su servicio. En contra de su esforzada voluntad de llevar a buen puerto la
misión que Vuestra Majestad habíale encomendado, de nada valieron las mofas y las
calumnias; por nada lo desasosegó que los frailes más desalmados lo trataran de
sátrapa, inepto, loco y desaforado; de modo ninguno lo acobardó que Gonzalo Pizarro
arrojase en contra del a sus innumerables seguidores bien proveídos de pelotas y
pólvora; ni un instante lo hicieron vacilar las desvergüenzas de los Oidores
deshonestos; él habíase embarcado en Andalucía bajo el mandato real de poner en
efecto las Ordenanzas, y en efecto las pondría sin miramientos, ansí ocurriese que
cada indio a quien devolvía la libertad signifícase un paso suyo en seguimiento de su
propia muerte. No se encaminó cautelosamente a España a dar cuenta a Vuestra
Majestad de las traiciones que había sufrido; no renegó ni siquiera tibiamente de las
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Ordenanzas por apaciguar a los avarientos amotinados; testarudo, levantó un flaco
ejército con el propósito de oponerlo a sus crecidos enemigos, y dio en tierra con su
cuerpo combatiendo en contra dellos y le fue cortada la virtuosa cabeza por manos
ruines. Empedernidos, locos, ineptos como ese, debería proveer de contino Vuestra
Majestad por gobernadores de las Islas Indias y la Tierra Firme del Mar Océano, que
ello redundaría en encumbramiento de la nación española y en provisión de dignas
lecciones a bastantes ministros de Vuestra Majestad que han menester dellas.
"Tornando agora a las andanzas deste exiguo vasallo Lope de Aguirre, tenga
Vuestra Majestad por desnuda verdad, Rey y Señor, que en tanto la pasión revoltosa
derramóse por el Perú, y los amos de haciendas y estancias fuéronse a solaz y
contento empós de las banderas de Gonzalo, y Gonzalo fue entronizado y venerado
como ídolo y gobernador destas tierras, y festejáronse sus victorias en la Ciudad de
los Reyes con alarde de banquetes y juegos de toros que costaron al menos cuarenta
mil ducados, yo, el soldado Lope de Aguirre, no hice de bufón en la farsa ni me deje
socaliñar por el embeleco gonzalero; muy por el contrario, apresúreme en defender la
perdida causa del malaventurado Visorrey, en acompañamiento de Gabriel de Pernía,
sargento obediente como yo a las órdenes y providencias de Vuestra Majestad. Item
más, tan presto como el Visorrey fue despojado y enrejado por los perjuros Oidores,
híceme conjurado en una rebelión tejida para devolverle su libertad, y a un cabello
anduvimos de coronar con bien nuestra celada, que en feliz consecuencia hubiera
parado, a no ser por el soplo de una de aquesas putillas apasionadas, y perdidas por
las prendas de Gonzalo Pizarro. ¡Dios la confunda!, y si no me cortaron el pescuezo
fue gracias a la diligencia del capitán Lorenzo de Aidana; y no quedóme otro remedio
que huir a Cajamarca. Allí junte mis intenciones a las de Melchor Verdugo, que sin
ser propiamente un santo manteníase leal y fiel a Vuestra Majestad, y desechaba las
tentaciones que le tendían los tiranos para captar su voluntad y guiarlo por caminos
de inconstancias y revueltas. Hallándonos en Cajamarca recebimos carta de Gonzalo
Pizarro que se desvelaba por sumarnos a sus jornadas; empero, en lugar de prestarle
oídas, Melchor Verdugo y yo nos partimos a Trujillo; y en llegando a juntarnos
rendimos con sutileza y ardid la dicha ciudad, y la pronunciamos por plaza leal a
Vuestra Majestad; y al faltarnos fuerza para sostener el sitio, pues el endemoniado
Francisco Carvajal se nos venía encima con grande ejercito, cogimos en la playa un
navío y en él nos hicimos a la mar cuarenta soldados, entre los cuales andaba este
humilde vasallo de Vuestra Majestad, promovido a sargento mayor; y fuimos a dar
ancla en arenas de Nicaragua, de modo ninguno en escurribanda asustada sino con el
recio ánimo de recoger hombres para volvernos al frente dellos al Perú, a guerrear
contra el tirano ansí perdiéramos la vida en la demanda.
"Ansí como llegado hubimos al puerto de Realejo, nuestro fecho mayor fue pelear
y batir a las tropas que a reduzirnos embió el general Pedro de Hinojosa, el que a la
sazón hacía alarde de vanaglorioso parcial de Pizarro y no habíase pasado todavía al
campo de Vuestra Majestad como juiciosamente hizo más tarde. En el discurso de
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nuestra peregrinación nos tocaron en desgracia calamidades sin tasa, y atravesar
comarcas nunca antes caminadas por los hombres, y barquear ríos jamás antes
navegados, y desperdiciar descubrimientos quizá parejos a los que había hecho
primeramente Vasco Núñez de Balboa, y salir del lago de Nicaragua por el río
nombrado Desaguadero hasta caer en el Mar del Norte, y ocupar a la fin la ciudad de
Nombre de Dios, que en manos de los de Pizarro andaba. Embió contra nosotros
nuevas partidas el general Hinojosa, que como queda dicho preciábase por entonces
de ser enemigo de Vuestra Majestad, y no es pulla, y nos vimos en el forzoso trance
de incendiar y quemar la ciudad, y luego abandonarla y tomar el rumbo de Cartagena.
"En Cartagena de Indias, adonde la fortuna quiso llevarnos, tuvimos noticia del
muy famoso prelado don Pedro de la Gasea, proveído por Vuestra Majestad de todos
los poderes terrenales, comisionado por la real corona para humillar la erguida
insolencia de Gonzalo Pizarro, y que había arribado a Tierra Firme con mucha gana
de dar cumplimiento a ese mandato, mas no por virtud del brazo y del coraje,
fortalezas en las que Gonzalo solía mostrarse más superior, sino usando de la
inteligencia y la diplomacia, musas que a Gonzalo no le seguían juntas, y yo me
entiendo. A la casa del dicho esclarecido don Pedro de la Gasea, puesto que era él
representante legítimo de Vuestra Majestad, escrebimos para ofrecer nuestros
servicios Melchor Verdugo y este su sargento mayor, mas el reverendo sacerdote no
tuvo en mucho nuestras voluntades, prevenido de su natural en contra nuestra por los
hechos intrépidos que por ser útiles a Vuestra Majestad habíamos acometido, y nos
demandó con buena crianza que acampáramos pacíficamente en Nicaragua
pendientes de sus órdenes. Melchor Verdugo escogió la providencia de volver a
España, adonde Vuestra Majestad recompensó largamente sus servicios con la
Encomienda de Santiago, en tanto que yo enderezaba mis cristianos pasos hacia
Nicaragua, a aguardar los llamamientos de don Pedro de La Gascaque, válgame el
cielo, nunca llegaron.
"De cómo don Pedro de la Gasea, malcarado de fisonomía y cuasi jorobeta cual
las propias brujas, que daba grima, y en contrapeso, divino de juicio y de palabras
cual los ángeles mesmos, alcanzó a desbaratar y rendir a Gonzalo Pizarro sin gastar
una rociada de pelotas, es placentera historia que Vuestra Majestad se sabe letra por
letra, pues fue Vuestra invictísima Majestad quien la fraguó y la enhiló. Las cartas
que escrebía a sol y a luna el reverendo La Gasea, en su frasis aprendido en Alcalá y
Salamanca; el perdón general a todos los culpables, que pregonaba como pan bendito;
sus suaves prometimientos de mercedes, con mixtura de agrias amenazas; tantos
ardides disminuyeron sin tardanza la entereza de los del bando de Pizarro. Primero
rindiéronse al halago sus capitanes de mayor valimiento y ansímesmo abajaron su
arrogancia los mercaderes y tratantes que habían inducido a Gonzalo a urdir sus
motines. Los unos y los otros habían comenzado por hacer burla y mueca del clérigo
llamándole Licenciadillo o Gasea Gasqucta, y acabaron por pasársele en grande
número, y dejaron finalmente a Gonzalo solo con el verdugo, después de la pomposa
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batalla de Xaquixahuana, en la que los ejércitos de Vuestra Majestad en ganándola
perdieron un solo soldado y el tal difunto había sido bobo desde su nascimiento.
"Habíame rechazado una y otra vez La Gasea, esta segunda cuando desde
Nicaragua porfié en ofrecerme a su servicio como sargento, y hizo lo mesmo con dos
alféreces vizcaínos que andaban vacantes, pues parecía la voluntad del Licenciado el
derrotar a los traidores con la sola fuerza de los capitanes y soldados valedores de
Pizarro que habíansele pasado, y en efecto los derrotó, y no hube ocasión de volver al
Perú y al Cuzco, adonde había levantado las paredes de mi casa y criado a mi hija
Elvira, sino en el año cuarenta y ocho, luego después que el tirano Gonzalo Pizarro
hubo sido desbaratado, rendido, muerto y sepultado. No se reparó en mi nombre en el
repartimiento de mercedes que hizo y celebró el Presidente La Gasca en Huaynarima
desde luego de la victoria; primero, porque por jamás he pedido ni recibido paga o
socorro en trueco de los servicios que a Vuestra generosa Majestad he prestado en las
Indias, y último, porque más inclinado andaba el Presidente La Gasca a recompensar
los actos de contrición de la antigua gente de Pizarro que a parar mientes en las
pesadumbres de los que secuaces de Pizarro nunca fuimos. Y válgame Dios que si
doy cuenta a Vuestra Majestad destas miserias no es por querellarme del prelado La
Gasca, cuyas astucias y discreciones tan devotamente venero, sino por mostrar lo
interior de mi ánima en aquesta escritura de una carta que en ningún tiempo Vuestra
Majestad habrá de recebir. Tengo por honesta la pobreza alegre, y esto he visto
escrito en algún libro.
"Besa los augustos pies de Vuestra Majestad, el más sufrido y obediente de sus
vasallos, que desvelase por volver a servir a Vuestra Majestad con las armas en la
mano,
Lope de Aguirre el Soldado”.
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CUANDO LLEGÓ POR vez primera al Cuzco, nunca antes, entendió Lope de Aguirre
que existía en verdad un nuevo mundo. Nuevo e inmemorial. Lo escarbado en los
cementerios del Cenú, lo peleado en las selvas de Panamá, nada de aquello había sido
relampagueo de primicia sino naturaleza salvaje (esa alza también la cabeza en los
más antiguos territorios); y guazábaras con los indios para despojarlos del oro (la
guerra y la codicia no eran pasiones nuevas para el hombre, y para los españoles
mucho menos).
El descubrímiento reside y palpita en esta piedra sometida por los puños incas,
tallada por una milagrosa geometría, elevada al cielo por una fuerza humana que no
dejó trazas de su acción. Lope de Aguirre había nacido y crecido entre despeñaderos
y montañas, pero jamás penetró la sabiduría de la piedra sino al estribo de estas
construcciones; nunca lo turbó el arcano de las serranías sino en el hueco de estas
cuencas habitadas por dioses extraños, arrebujadas en leyendas que hacen soñar con
brujas al pecho más impávido.
El regidor Lope de Aguirre llegó al Cuzco en 1536, y en llegando se despojó del
pellejo de conquistador para reducirse a ser humano que rastreaba una patria y un
redil. Lo supo a ciencia cierta cuándo le cayeron encima la primera luna y la primera
llovizna. Amaneció construyendo una casa para sí, con fogón de piedra y lecho
igualmente de piedra. Una casa en el barrio de Pumacc Chupan, que significa «la cola
del puma», muy cerca de la confluencia de dos ríos: el Huayanay y el Tullumayo. Era
el suyo un rincón abrumado por desfiladeros nevados y cerros que las leguas de
distancia volvían azules.
Una tarde pasó por frente al claro de su puerta una india que marchaba rezagada
de las otras. Llevaba un cántaro al hombro e iba vestida con una pollera negra de
algodón, una camisa roja, un manto de muchos colores, y una montera que apenas le
cubría la parte posterior del cabello. Se llamaba Cruspa (que equivale a llamarse
Cruz) porque bajo esa palabra la bautizó el padre de doctrina, pero tenía también un
nombre indígena que a nadie le confiaba. Quizá era descendiente de una noble
familia cuzqueña, tales eran su porte y sus maneras, mas tampoco acerca de ese
origen conversaba. Tenía cara como de llanto, sonrisa como de sollozo, su voz era un
presagio de lágrimas, sin embargo no lloraba, nadie la vio llorar jamás.
La tropilla de mujeres pasaba todas las tardes por frente a la casa del regidor Lope
de Aguirre, la india Cruspa se retrasaba sin proponérselo con su cántaro al hombro y
su mirar desdichado. Lope de Aguirre se acercó a ella un sábado de agosto, mes de la
siembra, charca yapuy quilla, le preguntó si le placería ir a su casa a amasar el pan,
ella dijo que sí, y esa misma noche se llevó su soledad a vivir con él.
Siete años tardó Elvira en llegar. La hija mestiza vino a nacer después que Lope
de Aguirre regresó vencido de su última entrada a los Chunchos, aquella con
Perálvarez de Holguín que no llegó a pasar de Chuquiavo, según el propio Aguirre le
cuenta a Carlos V en su carta o «desfogue del ánima». Entonces nació Elvira, ya no la
esperaban ni la temían, y no heredó el visaje compungido de la madre, ni los perfiles
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ariscos del padre, sino que irradiaba una dulzura apaciguante, tal como la imagen de
la virgen de Aránzazu.
La niña tenía apenas un año, comenzaba a dar tumbos en los corredores de piedra,
cuando Lope de Aguirre se pronunció leal al Virrey Blasco Núñez y a las ordenanzas
reales; tuvo que escapar a Trujillo, luego fue a dar a Panamá con Melchor Verdugo.
Regresó al Cuzco cuatro años después, aplastado como había sido el levantamiento
de Gonzalo Pizarro y cortada la cabeza del rebelde, y para entonces ya la niña rezaba
el Dios te Salve y entonaba quejumbrosos ritmos quéchuas que la madre le había
enseñado.
Lope de Aguirre, ya lo sabemos, no obtuvo mercedes por sus servicios, ni
recompensas por su testaruda fidelidad a la causa del Rey. Él afirma que tampoco las
solicitó. Prefirió olvidarse de la guerra, cambiarla por las quietas nubes del Cuzco, la
casa de piedra, Elvira, Cruspa, los caballos. En Sevilla había sido domador de potros,
podía volver a serlo, claro está que podía. Estos caballos, por cierto, no eran los
mismos de Andalucía; los vientos glaciales y el peso de las montañas les habían
desteñido la pinta; aquellos eran ágiles, nerviosos, brillantes; estos son pequeños,
resistentes, opacos y capaces de cualquier alevosía. Lope de Aguirre cruza la
explanada en las idas y vueltas de los afanes de la doma, Elvira da gritos de orgullo
trepada a la barda del corral, Cruspa de ojos acongojados nada dice. Mas la niña tiene
razón. No existe en el Cuzco, ni en sus alrededores, un domador que se atreva a
competir con Lope de Aguirre en conocimiento del oficio, en firmeza de antebrazos,
en astucia. En su busca van personalmente los ricos encomenderos cuando tienen en
sus chacras potrillos por desbravar, también acuden los padres de doctrina que suelen
ser por añadidura usureros y dueños de caballerizas. En una sola ocasión lo derribó
un potro, un alazán tostado y peludo como el diablo, Elvira rompió a llorar desde la
palizada, no en lamentación del porrazo, sí protestando que aquello era una grande
sinrazón.
Mas Lope de Aguirre no se resignó a domar caballos, ni a contemplar con alma
absorta de que manera oscurecían y aclaraban las montañas. Ambicionaba otra suerte,
no para sí, no para Cruspa, sí para la niña. La villa de Potosí era esplendorosa como
las tierras que descubrió Cortés, sus inagotables vetas de plata engrandecieron a los
reyes incas y engrandecen por igual a los conquistadores. «Quien no ha visto a Potosí
no ha visto las Indias», dicen todos a una los caminantes. No existe en la tierra cerro
más airoso ni más preñado de plata preciosa. En los hornillos funden los indios sus
metales y los convierten en vajillas y joyas de grande hermosura.
Lope de Aguirre emprende el rumbo de Potosí montado en el más andador de sus
caballos peruanos, cruza ciento sesenta leguas de camino llano y montañoso, las
piedras labradas por los indios son espejos del viento a la luz de la noche, las aguas
de una laguna inmensa enjuagan por largo trecho su silueta y la de su cabalgadura, se
alzan cual procesión de fantasmas los cardos cuyo zumo secaron las hormigas. En
Potosí comprará collares y ajorcas, cálices y cofres, San Sebastianes y Vírgenes del
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Rosario, todos de plata, colocará su mercancía en otras villas con cuantiosa ganancia,
volverá al Cuzco cargado de bienes y presentes para Elvira, estos risueños
pensamientos engendraron su infortunio y su perdición.
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Yumpa que platica con los niños muertos, te previene…
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merced que Lope de Aguirre es un hidalgo vascongado y que en el coronamiento de
su escudo hay un águila con las alas desplegadas para el vuelo? ¿Sabe vuestra merced
que los Aguirres acostumbran ser hombres bravos y orgullosos, inclinados al
encrespamiento y la venganza?
ROSARIO ESQUIVEL: —No cerréis los oídos, esposo mío, a los consejos de los
venerables negociantes desta villa. Perdonadme a mí la osadía de hablaros tan en
público desta forma, mas no me mueve un afán de contradeciros, m tampoco un
sentimiento de compasión hacia el hombre a quien van a apalear. Me estremece, sí,
barruntar que el cumplimiento de vuestra sentencia desatará sobre nuestro hogar un
sinnúmero de desdichas. Los ojos del prisionero brillaban como el filo de un puñal;
sus manos se crispaban como raíces desenterradas. Os ruego, esposo mío, que
revoquéis vuestra condena.
FRANCISCO ESQUIVEL: —Mensajero, acudid sin demora a la cárcel donde Lope de
Aguirre está encerrado y ordenadle de mi parte al alguacil Martín Arteaga que
proceda a descargar doscientos azotes sobre las espaldas del detenido. ¡Daos prisa,
mensajero!
(Sale el mensajero).
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —El furor y la sangre vienen hacia tu casa como
ríos desatados por las manos de Satanás, licenciado Esquivel. El viejo indio Juan
Yuma, que platica con los niños muertos y lee el porvenir en las hojas de la coca,
hace mención a cada paso de tu nombre cuando rezonga sus himnos funerarios.
ROSARIO ESQUIVEL: —En mis sueños golpea una mar enfurecida, y revientan olas
altísimas que arrojan a la playa vuestra cabeza cortada. ¡Tengo miedo, esposo mío!
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Ay de mí! Propio es de nosotras las mujeres sentir
encogido el corazón ante la violencia y sus destrozos. Propio es de nuestro instinto
adivinar las desventuras que amenazan a los seres queridos. Pero ya viene hacia acá
el mensajero y en su paso impetuoso se repara que trae ásperas noticias.
(Entra el mensajero).
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(Entra Lope de Aguirre con la espalda cubierta de sangre).
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —No quemes tu vida en el fuego del rencor. Lope de
Aguirre, no quemes tu alma en las llamas del infierno.
LOPE DE AGUIRRE: —NO volveré a vivir jamás vida de hombre humano hasta tanto
no haya vengado gota a gota la ofensa que me han hecho. ¿Para qué regresar al Cuzco
si no alcanzaré a disfrutar la gracia de mi hija ni el calor de mi mujer mientras pese
sobre mi nuca el yugo del escarnio? Este arroyo pegajoso que me humedece la
espalda no secará, esta llaga que me desgarra el ánima no hallará cicatriz, mientras
mis ojos no hayan visto correr hasta mis pies la sangre de quien inicuamente derramó
la mía. No habrá escondrijo en la tierra ni guarida en el cielo para Francisco Esquivel
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fugitivo; doquiera que se meta lo descubrirá la brújula de odio que se volvió mi
corazón. Pido al poderoso San Miguel que endurezca mi alma cual peñasco, que afile
mis uñas cual agujas, que no permita entrada en mi pecho a la fatiga ni a la piedad,
que me haga cruel como los lobos y sigiloso como las culebras, hasta que haya
castigado a este malvado tal como tu espada inflexible de Arcángel sobajó al
ensoberbecido Luzbel, Amén.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Comenzará para Lope de Aguirre una larga noche
de persecución y acecho. La funesta sed de venganza será un dogal de hierro
enroscado a su cuello, un estruendo inextinguible que no le concederá reposo a sus
pies, ni sueño a sus ojos, ni hambre a su boca. Lope de Aguirre cultivará como rosas
malignas las heridas que le surcan la espalda; las ahondará con sus propias uñas para
mantenerlas vivas y sangrantes. La visión de los latigazos lo acompañará a todas
partes como furioso enjambre de avispas.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —Durante tres años y cuatro meses Lope de Aguirre
andará tras las huellas de su enemigo por tierras del Perú y aun más allá de sus
linderos. A pie y descalzo remontará páramos empinados, traspasará selvas
intrincadas, vadeará ríos correntosos. Mascará yerbajos como los caballos y las
llamas, beberá agua de las acequias en la cuenca de sus manos, dormirá entre
roquedos y zarzales, insensible su cuerpo al sufrimiento y al desmayo, mantenido su
aliento por la luz vengadora que le manará de los ojos.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —En vano el alcalde Francisco Esquivel pondrá
centenares de leguas de por medio entre el y el espectro acosador de Lope de Aguirre.
En vano se Ocultará en un viejo convento de la Ciudad de los Reyes, acogido a la
protección de los frailes dominicos y del Santo Inquisidor, porque una noche oye
resonar los pasos de Lope de Aguirre que cruzan y recruzan los callejones vecinos, y
otra noche atisba en la sombra difusa de una esquina su menuda silueta infernal
alumbrada por un farol de aceite. En vano buscará callado refugio en Cajamarca, en
la sola y fiel compañía de su esposa Rosario Esquivel, porque una mañana de
domingo ahí está Lope de Aguirre oyendo misa en la iglesia de la Concepción,
arrodillado en uno de los reclinatorios más vecinos al altar mayor, simulando golpes
de pecho, simulando que mira y le duelen las heridas de Cristo en la cruz. En vano
escalará trescientas leguas para trepar hasta Quito, villa arisca y sombría, poblada por
gente taimada y melancólica, pero provista de obispo y cabildo de canónigos, porque
es Lope de Aguirre aquel que se ampara en la media luz de los zaguanes o el que
brota de pronto tras las pilas de agua, descalzo y desgreñado como un mismo loco.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Oh, implacable vengador! Has pasado tres años y
cuatro meses sin que la caza se detenga un instante. Un día de septiembre el alcalde
Francisco Esquivel tomó la resolución de volver a España, queriendo interponer las
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aguas y el ciclo del mar océano entre su vida y la cólera de Lope de Aguirre. Ya están
los esposos en el puerto del Callao, ya han subido a cubierta sus cofres y sus libros,
cuando Rosario Esquivel vislumbra una figura encaramada al trinquete del navío, un
viejo marinero que si no es Lope de Aguirre se le parece en demasía, es más prudente
volver a tierra. No era Lope de Aguirre, es cierto, pero se le parecía en demasía.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Han pasado tres años y cuatro meses, mil
doscientos días con sus noches, y el alcalde Francisco Esquivel no ha llegado a comer
un grano de sosiego, ni a beber una gota de paz. Helo aquí que se acerca nuevamente
a Potosí, errante y receloso como los ciervos. (Entran Francisco Esquivel y Rosario
Esquivel).
FRANCISCO ESQUIVEL: —¿Es cordura seguir llamando vida esta agonía de no saber
si el día de hoy es el de nuestra muerte? Hay un tigre inhumano que olfatea mis
pasos, una mano que aguza todas las noches su puñal, una voluntad que cultiva el
anhelo de hundir ese fierro en mi pecho. En cada espesura puede estar agazapado, de
cada puerta puede surgir su brazo, en cada vianda puede esconderse un veneno suyo,
de cada sueño puedo no despertar.
ROSARIO ESQUIVEL: —Y este no tener hogar porque es forzoso abandonarlo todo si
su sombra se vierte en las paredes, y este no tener huerto que cultivar, ni lumbre que
encender, ni pájaros que oír cantar, porque la casa entera se deja desvalida cada vez
que una voz susurra a nuestros oídos: «Aquí está Lope de Aguirre. Ha llegado Lope
de Aguirre».
FRANCISCO ESQUIVEL: —ES menos duro hacerle frente a la muerte que seguir
padeciendo la pequeña muerte cotidiana de esperarla. Iremos al Cuzco, mujer, y al pie
de sus cerros corpulentos se jugará mi suerte. El Cuzco es el paraje donde Lope de
Aguirre echó raíces y levantó su casa, en el Cuzco viven y lo aguardan su mujer y su
hija. Tal vez la casa, la mujer, la hija, logren detener su mano en la hora de matar a un
hombre, puesto que volverse criminal será perderlas. Iremos al Cuzco, mujer, y mi
espada se cruzará con su espada, y sucederá lo que Dios haya dispuesto.
ROSARIO ESQUIVEL: —En el Cuzco te esperan el reposo o la muerte. ¡Vamos!
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: Tal como el sol abandona sus abismos y se asoma a
la raya del horizonte para darnos su luz, así desciende de los ciclos negros el ala de la
tragedia para cubrirnos de sombra. Lope de Aguirre, que ha seguido las huellas de
Francisco Esquivel por llanuras y montañas, las seguirá con igual saña hasta el
Cuzco. En el Cuzco, al arrimo de los cerros majestuosos, al abrigo de las piedras
milenarias, al amparo del recogimiento de los templos, Lope de Aguirre no se
detendrá en la orilla de su venganza.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —Es la ira de San Miguel Arcángel la que apresura
sus pasos, la que enardece su mirada, la que templa su acero. Lope de Aguirre siente
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que las alas de San Miguel Arcángel han emplumado en sus hombros, que la fiereza
de San Miguel Arcángel lo impele a matar.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Lope de Aguirre emprende sin vacilar las rutas
más peligrosas que conducen al Cuzco, cruza descalzo las altísimas lajas que hacen
puente sobre el Apurima, se arrastra por las trochas de los incas que son
despeñaderos, tramonta las hoscas serranías de los Aimaraes, llega finalmente al
Cuzco con los pies rompidos y el corazón desenvainado.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Ay de mí! Es la ira de San Miguel Arcángel la que
mueve su mano.
(Entra el mensajero).
ROSARIO ESQUIVEL: —¿Por qué lo mataste, Lope de Aguirre? ¿Por qué me dejaste
sin hogar, sin compañía, sin amor, sin razón de vivir? ¿Por qué manchaste tu honra y
perdiste tu alma?
LOPE DE AGUIRRE: —El difunto Francisco Esquivel me expuso a la vergüenza
pública, sin razón ni justicia. El difunto Francisco Esquivel despreció mi condición
de sargento del Rey, tuvo en poco la sangre de hidalgos que corre por mis venas,
mancilló mi buen nombre de honrado comerciante. El difunto Francisco Esquivel me
sentenció a recibir doscientos azotes, sin razón ni justicia, una condena para mí más
insufrible que la horca, más irreparable que el infierno. Aquellos latigazos cayeron
sobre mi carne y sobre mis huesos como los martillazos de una forja, pues le
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fraguaron a mi sustancia de hombre una hechura distinta, otra conciencia, otra
voluntad, otro destino. Mi nuevo corazón, tallado por los azotes de Francisco
Esquivel, lo persiguió a él sin tregua, lo acosó día y noche hasta encontrarlo a solas,
le dio al fin ese pequeño castigo que no redime la magnitud de su afrenta. He
comenzado a vengarme, me obstinaré en vengarme, me vengaré hasta la hora de mi
muerte.
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A PARTIR DE ESA SANGRE ya mis ojos no son los mismos, las cosas y las gentes
andan envueltas en una lumbre espesa que las hace resaltar como lámparas, ya no me
endulza sino el amor de Elvira, la niña cree adivinar cada mañana el tamboreo de los
cascos de mi caballo sobre las piedras del Cuzco, por todas partes me rastrean
soldados y alguaciles, quieren cobrarme la muerte del alcalde Francisco Esquivel,
tienen levantada la horca en una plaza sin árboles, ensayada y dispuesta la cuerda del
garrote, afilada la espada mortífera, encendida la mecha del arcabuz, relinchando el
caballo que arrastrará mi cuerpo descuartizado, nada de ello me conturba ni me
espanta, me corre por las venas un torbellino de vitriolo ardiente o de lava salobre, no
me basta tu muerte Francisco Esquivel no eras tú solo quien golpeaba mis espaldas
con el látigo, eran todos ellos en cuadrilla, los corregidores los jueces los alcaldes los
frailes los encomenderos, se alternaban para azotar mi carne y burlarse de mis llagas,
son los mismos que despojan sin misericordia a los indios, por faltas mínimas
atormentan a los yanaconas del servicio con cepos y grillos, o los despachan a
remotas comisiones para forzarles las mujeres en su ausencia, fabrican falsos
testamentos, prenden fuego criminal a caseríos enteros, les cortan las narices y las
manos a los infelices que imploran justicia, los más asquerosos pecadores son los
frailes, el padre Juan Bautista Aldabán desnuda a las indias solteras que acuden a
confesarse, les mete los dedos en las partes genitales y en el ano, les azota las nalgas
por penitencia, el vicario Domingo Matamoros reúne mocitas negras con pretexto de
enseñarles la doctrina, las va violando una por una en la sacristía, el fraile franciscano
Felipe Avendaño escucha los pecados de las niñas en un confesionario tan oscuro que
ellas no alcanzan a ver el estrago que les están haciendo, no saben luego por qué
motivo salieron preñadas.
Los soberbios, los crueles, los avarientos, los inicuos, todos desean matarme, no
me queda sino el amor de Elvira, también me quedan amigos, me queda Antonio
Santillán de Valladolid me queda Diego Cataño de Córdova, el corregidor hace tocar
las campanas a rebato para pregonar mi fuga, el alcalde lanza sus corchetes y sus
perros en mi persecución, los frailes predican el soplo vil desde sus púlpitos, con un
crucifijo en la mano atemorizan a sus feligreses, «saber dónde se halla Lope de
Aguirre y no denunciarlo es cometer pecado mortal, Antonio Santillán y Diego
Cataño me tienden la mano cuando les pido ayuda, me ocultan en un corral de ganado
vecino al monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes, dormir entre los cerdos me
ampara del frío que baja furibundo de las montañas, los alguaciles pesquisan sin
descanso en las iglesias y conventos, los abades y las abadesas les abren
contritamente las puertas, «El gran criminal que buscáis no ha venido aquí en
demanda de refugio; de haberlo hecho lo habríamos entregado sin rebozo», cuarenta
días cabales vivo y respiro en el cieno pestilente de las pocilgas, Antonio Santillán y
Diego Cataño me visitan a medianoche para traerme pan y agua, entre los cerdos
permanezco hasta la hora en que el corregidor y el alcalde llegan a considerarme
muerto, un indio tambero dice «Yo lo vi escapando solo trepando montaña», «El frío
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allá arriba no perdona cristiano», «Vi pájaros negros volando en redondo», entonces
los ministros del Rey me declaran hombre difunto, Antonio Santillán y Diego Cataño
me hacen mudar la piel de vasco por piel de negro, el zumo de una fruta llamada aquí
vitoe y que en Cartagena Llaman jagua pinta un color oscuro que solo se desprende
con el pellejo, quedo convertido en un bozal de Guinea o en un San Juan
Buenaventura, me visten con ropas andrajosas de esclavo, salimos del Cuzco a pleno
vigor del mediodía, adelante va el esclavo negro que soy yo descalzo y medio
borracho para volver más verdadera mi condición de esclavo negro, atrás vienen mis
amos Antonio Santillán y Diego Cataño a caballo con arcabuces y un halcón cazador,
pasamos la línea de guardias que vigilan los límites de la ciudad prosigo negro y solo
el camino que baja a Guamanga, Guamanga es el más dulce clima del Nuevo Mundo,
don Pedro Aguirre me da refugio en su casa y me regala quinientos pesos en dinero,
no es mi pariente aunque sí natural de Oñate como yo, me abraza y dice simplemente
«Tuviste razón en vengarte de Francisco Esquivel», me acompaña en su caballo hasta
los Charcas, aquí en los Charcas estamos arrinconados los rebeldes y los perseguidos
en espera de nuestra circunstancia, los latigazos del rey de España siguen cayendo día
y noche sobre mis lomos.
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Gascapara castigar la rebelión de Gonzalo Pizarro. Acudimos a uno u otro llamado
desde Chile, Quito, Popayán, Cartagena, Panamá o Nicaragua. Ahora se nos demanda
que aremos la tierra como los bueyes, que carguemos fardos como las acémilas, que
vendamos baratijas como los indios en sus tambos. Pero somos nada más que
soldados, ¡vive Dios!, y no hemos cruzado el mar océano para hacer trabajos viles
sino para combatir.
—En vano pretendí yo meterme negociante, hoy maldigo el momento en que me
vino tal propósito, con doscientos latigazos me pagaron la diligencia, Dios me
confunda si vuelvo a cometer un desatino parecido —digo yo.
—Nos resta una esperanza —dice Pedro de Munguía bajando aún más la voz—.
El general Pedro de Hinojosa viene encaminado a los Charcas electo gobernador.
—¿El general Pedro de Hinojosa? —digo yo—. ¿El secuaz de Gonzalo Pizarro
que nos persiguió sañudamente en Panamá, a los soldados de Melchor Verdugo,
porque nos manteníamos fieles al rey de España? ¿El que seguidamente se pasó al
Rey y a La Gasca con toda su armada y tornóse al Perú con instrucciones de pelear a
muerte contra el mismo Pizarro que en él había puesto su amistad y estima? ¿El que
recibió las más abundantes mercedes en el reparto de Huaynarima, en premio a su
fementido arrepentimiento? ¿El que se conjuró más tarde en una nueva rebelión
contra los oidores, y otra vez hurtó el cuerpo a la hora de cumplir su palabra? ¿Ese
viene alzado a corregidor de los Charcas, a gozar de la dignidad alcanzada merced a
sus innumerables perfidias?
—Por mi fe, Lope de Aguirre, que el general Pedro de Hinojosa es un rebelde
contumaz —dice Pedro de Munguía—. Es él quien nos dará las armas para tomarlas
contra la injusticia. Dígote yo que para evitar su levantamiento en la ciudad de los
Reyes lo han enviado los oidores a los Charcas, más aquí en los Charcas se levantará
más prestamente y muchos soldados sin miedo lo seguiremos. Vine a proponerte que
te juntes a nosotros, Lope de Aguirre.
—¿El general Pedro de Hinojosa? —digo yo finalmente—. Yo lo tengo por el
más traidor entre todos los traidores que ha dado a la luz el género humano, y que
Judas Iscariote me perdone la descortesía. Mas si vosotros confiáis en su Avergüenza
y aseguráis con tanta fe que viene dispuesto a darnos las armas y la ocasión de
emplearlas, voto a Dios que no haré resistencia a ir con vosotros. No faltará el tiempo
de matarlo cuando nos traicione.
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sospecho que le sobra razón, entre Potosí y la Plata andamos vagando cientos de
soldados con el corazón remendado y los brazos ociosos, la pobreza tiene cara de
puta, el general Pedro de Hinojosa nos alimenta el ánimo con lisonjas, «Sois los
guerreros más valientes de la tierra». «Sois la flor del Perú», y no se determina a
sacar la espada de su funda porque las barras de plata hacen rimero en los aposentos
de su casa. Nuestro cabecilla Vasco Godínez pierde al cabo la paciencia y se resuelve
en llamar a don Sebastián de Castilla, don Sebastián de Castilla es un hijo orgulloso
aunque bastardo del conde de la Gomera que agazapado en el Cuzco sueña con la
gloria, yo lo conozco de fama y trato, lo tengo por muy honrado cumplidor de sus
promesas, no como tú Pedro de Hinojosa que vas a perder vida Y dineros por razón
de amar demasiado tu vida y tus dineros. Sebastián de Castilla llega al Cuzco por
Navidad al frente de siete arcabuceros de su privanza, Ega de Guzmán con los ojos
relampagueando de violencia baja de Potosí a recibirlo. «Es preciso dar muerte al
general Hinojosa» dice Ega de Guzmán, «Hay que matarlo» respondo yo, «Hay que
matarlo» corean los otros, «Lo mataremos» dice gravemente don Sebastián de
Castilla.
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atesoraba secretos de confesión para medrar.
—Os van a matar, general. Ya me lo han tartamudeado al través de la rejilla cinco
penitentes.
—Nadie confiesa sus pecados antes de cometerlos, padre —le respondió Pedro de
Hinojosa.
Ni siquiera le causó zozobra el resplandor sangriento que volcó el sol sobre el
asiento de Porco, ni las llamas de púrpura sucia que cruzaban el cielo de Cachimayo,
ni los responsos de los hechiceros bárbaros que interpretaban aquellos misterios.
—Va a ser derramada la sangre del gran viracocha —murmuraban entre dientes.
—Idos a la mierda, indios de mierda, con vuestros presagios —respondía Pedro
de Hinojosa, y así se mantuvo ciego y arrogante hasta el final, negado a escuchar los
aldabazos que la muerte sacudía en su puerta.
La madrugada en que murió don Pedro de Hinojosa era tan fría que dábamos
diente con diente, y no de miedo. En la posada de Hernando Guillada nos juntamos
veinte y tres soldados con don Sebastián de Castilla que hacía de principal cabeza, en
el zaguán recibían Pedro de Saucedo y Baltazar de Osorio con las dagas en el puño y
la amenaza en la boca. ¡Aquel que entre no volverá a salir!, los veinte y tres vimos
pasar la noche encerrados en el aposento que daba al comedor, competían
ásperamente el mal olor de los pedos y el de los pies, don Sebastián nos había
repartido botas y arcabuces, aclaraba la mañana cuando llegaron nuestros vigilantes
con el aviso:
—¡Ya los negros abrieron las puertas de la casa del general!
Entonces don Sebastián de Castilla dio las voces de mando:
—¡Vosotros siete, venid conmigo! ¡Los otros quince os quedáis en este lugar bajo
las órdenes de Garci Tello el menor!
Me tocó en suerte ser de estos últimos.
Al cabo de un rato nos llegaron los gritos de nuestros compañeros:
—¡Viva al Rey, que es muerto el tirano!
Y luego, de retorno en la posada, nos contaron la hazaña:
—Primero dimos muerte al teniente Alonso de Castro que salió a recibirnos, una
estocada de Anselmo de Herevias lo dejó clavado a la pared como un murciélago,
después topamos al general Hinojosa en los corrales, Garci Tello el mayor le traspasó
el pecho con su espada sin oírle quejas ni razones, Antonio de Sepúlveda y Anselmo
de Herevias lo remataron a porrazos, le dieron y le dieron con las barras de plata que
el finado amontonaba. ¡Confesión!, gritó tres veces moribundo don Pedro de
Hinojosa, ¡viva el Rey, que es muerto el tirano!, le respondimos las tres veces,
finalmente expiró, y entonces saqueamos la casa con gran cuidado.
Nosotros por nuestra parte no matamos a hombre alguno, no estuvo en nuestras
manos matarlo, salimos con resuelta determinación de la posada en busca de los
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consejeros y acólitos del general Hinojosa, todos habíanse huido a hora temprana,
Martín de Robles partió a todo correr por los majales en camisa de dormir, a Pablo de
Meneses se lo tragó la tierra, el licenciado Polo de Ondegardo escapó en un caballo
rosillo que se lo deparó la milagrosa Santa Rita, el fraile Santiago de Quintanilla se
sepultó sin melindres en la letrina del convento, no valía la pena enmierdarse las
manos para pescarle, acudimos en tumulto a la plaza a festejar la victoria y a repasar
nuestro número, somos ciento cincuenta y dos.
El bravo capitán Ega de Guzmán tomó la plaza de Potosí tal como nosotros
habíamos tomado la nuestra, luego al punto comenzaron a brotar las traiciones como
gusanos, yo había oído maldecirlas mil veces mas nunca había sentido en mi rostro su
saliva pegajosa y verde, la historia del Nuevo Mundo ha sido amasada con barro de
traiciones, los Pizarros fueron muy grandes traidores, otros traidores más pequeños
desgraciaron a los Pizarros, aquel que se amotina en el Perú retiene siempre el
recurso de arrepentirse en un rincón oscuro de su cabeza, hoy lo digo con amargo y
propio escarmiento, ¡maldito sea el demonio!, la traición es la ponzoña que hiere de
muerte a nuestra rebelión de los Charcas y a la de Ega de Guzmán en Potosí, el
primero en cometerla es el capitán Juan Ramón que ha sido enviado por nosotros con
más de cincuenta hombres a matar al mariscal Alvarado en el Cuzco, Juan Ramón se
detiene a mitad del camino y grita ¡Viva el Rey!, y se pasa al campo enemigo, en
enterándose de ello nuestro cabecilla Vasco Godínez se dispone el muy hideputa a
traicionar el también.
Entre todos los hombres ruines de la tierra ninguno se iguala en vileza a este
Vasco Godínez de mi historia, fue Vasco Godínez quien tramó la conjura y la muerte
del general Hinojosa, Vasco Godínez envió mensajeros a don Sebastián de Castilla
rogándole que se pusiera al frente de nuestra tiranía, Vasco Godínez se propuso de ser
maese de campo de nuestro ejército y para ese cargo lo nombró complacido don
Sebastián de Castilla. Ese mismo Vasco Godínez abraza ahora a nuestro general
Sebastián de Castilla con fingido afecto de hermano, ese mismo Vasco Godínez se
vale del abrazo para hundirle en la espalda su daga de perjuro, seguidamente Baltazar
Velásquez y otros caifases se abalanzan sobre el caudillo herido, entre todos lo hacen
morir a puñaladas, Vasco Godínez pisó su cadáver y gritó ¡Viva el Rey, que es muerto
el tirano! Vasco Godínez corrió al Cuzco a suplicar un perdón que felizmente jamás
le concedieron, la justicia del Rey lo condenó a morir en la horca y al día siguiente lo
colgaron, nosotros los leales a la rebeldía del difunto Sebastián de Castilla quedamos
con vida y a merced de nuestra propia providencia.
Sobrevino luego el tiempo del castigo, al brazo del mariscal Alonso de Alvarado
le fue confiado el escarmiento de las demasías, era necesario destruir hasta los huesos
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de aquellos que segundaron a don Sebastián de Castilla en su atrevimiento, pretendía
don Sebastián de Castilla nada menos que proclamarse rey del Perú y de Quito, el
mariscal Alonso de Alvarado entró a los Charcas a sangre y sangre, el mariscal
Alonso de Alvarado degolló a cinco conjurados, hizo cuartos a siete, colgó de la
horca a nueve, dio garrote a trece, desterró a perpetuidad a los más tibios, a mí me
buscaba enconadamente, Lope de Aguirre expiará en la picota las puñaladas que
apartaron de este mundo al alcalde Francisco Esquivel, Lope de Aguirre será hecho
cuartos a causa de haber acompañado al tirano Sebastián de Castilla en su
pronunciamiento, Lope de Aguirre será degollado a causa de haber contribuido a la
infame muerte del general Pedro de Hinojosa, Lope de Aguirre alcanzó a fugarse de
la Plata para librarse de las malignas intenciones del mariscal Alvarado, un escribano
vasco de apellido Leguisamón me regaló un caballo casi cerrero, me perdí entre las
oscuridades de un camino boscoso que no conocía, vine a dar a estas cuevas donde he
vivido varios meses tal como las bestias, me alimento de yuca insípida que arranco de
la tierra con mis uñas y de peces crudos que saco de las charcas con mis manos,
lagartijas se enredan en mis barbas, espigas de maíz despuntan en mis pies, así
salvaje me halla Pedro de Munguía cuando milagrosamente descubre mi rastro y
viene a buscarme.
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hicieron parte del levantamiento de don Sebastián de Castilla o de cualesquier otro
levantamiento. Tan solo pide en cambio que los perdonados, por mejor decir,
nosotros, nos alistemos bajo el estandarte real para ir contra las tropas armadas del
tirano Hernández Girón.
(Harto peligrosa y crecida ha de ser la fuerza de Hernández Girón si ella forzó a
mudar las sanguinosas matanzas del mariscal Alvarado en tan generosa
mansedumbre, ¿viene acaso Pedro de Munguía a proponerme que nos acojamos al
perdón que nos tienden las manos abominables del mariscal Alvarado?).
—Vengo a proponerte —dice Pedro de Munguía— que nos acojamos al dicho
perdón y nos hagamos sin tardanza soldados del mariscal Alvarado y vasallos
humildes del rey de España. Si aspiramos a conservar nuestras vidas no nos queda
otra elección. El mariscal Alvarado no cesará de cortar cabezas, de colgar cuerpos
humanos de los árboles, de acosar como animales selváticos a los fugitivos, de
derramar más sangre que el propio Nerón. Dará al cabo con nuestros escondrijos y
nos hará pedazos como reses de matadero.
(¡Por Dios y en mi conciencia que aceptaré el perdón!, el mariscal Alvarado me
situará en los lugares de combate de mayor riesgo, me encomendará las misiones más
expuestas, procurará que me maten los arcabuces de Hernández Girón ya que no
alcanzaron a matarme los suyos, mas la verdad es que una muerte aun más indigna
me aguarda en el desamparo de estas cuevas, envenenado por los colmillos de las
serpientes, comido vivo por los gusanos, ahogado entre los juncos de la laguna, me
alistaré debajo de las banderas del mariscal Alvarado sin que desmengüe un adarme
este odio mortal que le profeso).
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EL EJÉRCITO O EL MARISCAL Alvarado bajaba de los Charcas al Cuzco y su caudal
engrosaba cada día. Soldados que vagaron meses enteros por las calles de Potosí, y
vecinos que nunca habían sido soldados, abandonaban la ciudad para unirse a las
fuerzas del odiado mariscal. Los perseguidos salían de sus guaridas; no había delito
que no le fuese olvidado a quien se ponía al servicio del Rey. Unos venían armados
por sí mismos, a otros el Mariscal los proveía de pertrechos y uniformes, muchos
traían consigo sus caballos y mulas, todos gritaban Viva el Rey y Muera el Tirano
Hernández Girón. La columna del Mariscal descendía como un gran río por los
barrancos de la serranía; en cada vuelta se le añadían nuevos raudales de voluntarios.
Cuando divisó las afueras grises del Cuzco el Mariscal llevaba a su lado más de mil
doscientos hombres, entre arcabuceros, piqueros y soldados de caballería.
El Cuzco lo esperaba arrebatado de un frenesí que desentonaba con sus piedras
impasibles. Banderas y banderolas colgaban de las foscas murallas. Mujeres vestidas
de colorado asomaban a los portales sombríos. Niños mestizos chapoteaban su
alborozo en lodazales y aguas sucias. Hombres de variadas edades corrían por las
callejuelas tortuosas, afanados por asentar plaza en las huestes del Mariscal. El
obispo distribuía bendiciones; las campanas repicaban aleluyas. De los aposentos
brotaban como por ensalmo alabardas y arcabuces; en los patios se forjaban lanzones
y partesanas; de las bóvedas ascendían los barriles de pólvora; de los cerros vecinos
bajaban españoles a caballo e indios descalzos.
En este mismo Cuzco se había rebelado Francisco Hernández Girón unas semanas
antes. Sus proclamas voceaban vivas a la libertad, en sus pendones estaba escrito que
los pobres se hartarían, ecten pauperes el saturabuntur, Dios me ha enviado para
romper las cadenas de los negros, todos los descontentos del Perú se me agregarán en
el propósito de poner en fuga a los picaros oidores, todos me ayudarán en la empresa
de imponer tratos de justicia. Tomó Hernández Girón la ciudad y no hizo en ella sino
cuatro muertes; dos en la turbulencia del encontrón y otras dos por un mal
entendimiento de su letrado, moderación de sangre que no era habitual en los sucesos
del Perú. En el propio Cuzco alcanzó a juntar un ejército de trescientos hombres de
infantería y cien de a caballo, a más de los que se levantaron en Guamanga, Arequipa
y Condesuyo para sustentar su aventura. Unos se iban en pos de él por legítima
inclinación, otros para probar su ventura en los azares de la guerra, y no pocos por
temor a que su indiferencia les fuera cobrada luego. Mas todos abrigaban el tapado
designio de pasarse al campo del Rey al primer descalabro. Al menos esto opinaba en
el bando contrario Lope de Aguirre, que se había vuelto receloso de corazón y lleno
de sospechas como ninguno.
Hernández Girón vuelve la espalda a las piedras del Cuzco y encamina sus pasos
hacia el Norte, hacia la ciudad de los Reyes que es la cabeza del Peni y el reducto de
los oidores. El arrojo del rebelde es extremado, inteligencia militar tiene de sobra, y
encima lo favorecen las rencillas que separan a los gobernantes de sus generales.
Vanas apariencias, rezonga Lope de Aguirre. A Hernández Girón lo venderán mañana
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sus parciales, morirá en la horca como Pizarro y Carvajal, o a puñaladas como don
Sebastián de Castilla.
No menosprecie vuestra merced la sonora batalla que acaba de ganar el tirano
Hernández Girón. El general Pablo de Meneses salió a encontrarlo con un ejército
mejor armado que el suyo y caballos más frescos. Hernández Girón le hizo frente en
las hoyas de Villacuri, lo desbarató y lo puso en fuga a revienta cinchas por entre
arenales y charcos. Miserable victoria, piensa Lope de Aguirre. Al final de la pelea
más de veinte soldados vencedores se pasaron a los derrotados enemigos para huir en
su compañía.
Lope de Aguirre había aceptado el perdón del mariscal Alvarado para librarse de
una muerte inevitable. El Mariscal lo puso a servir bajo las órdenes del capitán Juan
Ramón, aquel bellaco que fue el primero en renegar de don Sebastián de Castilla (el
mariscal Alvarado acogió con beneplácito su traición y lo nombró capitán de
infantería). Ahora Juan Ramón marcha al frente de ciento cincuenta arcabuceros, los
más curtidos, los tiradores más certeros. Entre ellos va, incrédulo, desengañado, quizá
resignado, Lope de Aguirre.
A Hernández Girón lo siguen quinientos soldados, tal vez no tantos. Entre ellos
hay cien arcabuceros de infalible puntería. Este de nombre Aureliano Granado
combatió en tierras de México y trajo fama de ser uno de los más exterminadores
escopeteros del Nuevo Mundo.
—Sé de un sitio no muy lejano —dice el coronel Diego de Villalva a Hernández
Girón— donde nadie podrá derrotarnos, pues no le valdrán los escuadrones de a pie y
de a caballo que traiga bajo su mando. Queda en la región de los indios aymaraes,
cerca del poblado de Challuanca. Ni diez mil soldados que nos atacaran lograrían
vencer a nuestros quinientos si la providencia del ciclo nos permite ampararnos en
aquel promontorio.
La ciudadela se llama Chuquinga, y se halla plantada en el tope de unas altas
peñas que trepan desde la orilla izquierda del río Abancay. Son los vestigios de una
fortaleza edificada por los antiguos indios aucarunas, más sabidos en malicias
guerreras que muchos generales cristianos. En los ruinosos paredones se abren dos
portillos, uno manifiesto que asoma al despeñadero, otro esquinado y oculto por la
maleza y los roquedales, propicio para lanzarse desde él sobre la retaguardia del
enemigo.
—Para llegar hasta nosotros en las alturas de Chuquinga —dice el coronel Diego
de Villalva— será obligación precisa engolfarse en una garganta pedregosa de tres
leguas, cruzar en hilera los lechos de las quebradas, ponerse a ser blanco fácil de
nuestros arcabuces. Dicen que el mariscal Alvarado trae más de mil hombres, sin
contar su muchedumbre de indios. Mas si los emboca por aquel pasadizo y los manda
embestir como toros ciegos, ni el Gran Poder de Dios los salvará de un gran desastre.
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—El Mariscal es tan soberbio que lo hará —dice Hernández Girón.
Lo hizo, válgame Dios que lo hizo. Enterado por medio de sus corredores de los
parajes donde Hernández Girón se encontraba, el Mariscal partió sin dilación a darle
caza con sus mil doscientos hombres en orden de guerra, sus avisados consejeros, sus
fogosos capitanes, su millar de indios guerreros, sus centenares de cabalgaduras,
arcabuces, picas, artillería, banderas, tambores y trompetas. Lindo ejército por lo bien
armado, lo bien ataviado y el denuedo de sus pechos. A jornadas de diez leguas, sin
importarle llanuras anegadizas ni sierras nevadas, dejando atrás los indios y caballos
muertos por el frío, ya llegaba el mariscal Alvarado a las cercanías de Chuquinga, en
donde Hernández Girón lo aguardaba bien guarecido.
La primera disposición del mariscal Alvarado fue despachar al capitán Juan
Ramón con sus ciento cincuenta arcabuceros en comisión de escaramuzar a los
rebeldes, amedrentarlos con sus disparos y, convidarlos de viva voz a pasarse al
campo del Rey. Hernández Girón y el coronel Diego de Villalva los vieron bajar de la
ladera, descolgarse hasta la orilla del río, erguirse estimulados por el cobre de una
corneta. Se distinguían claras las palabras y se divisaban nítidos los cuerpos, era una
madrugada serena, todavía la luna brillaba con esplendor de medianoche.
—¡Viva el Rey! ¡Mueran los tiranos! —gritó con voz desafiadora Felipe
Enríquez, y le respondió un tiro de arcabuz en el pecho que lo tumbó muerto con sus
dieciocho años recién cumplidos.
—¡Yo soy Mata, yo soy Mata el que mata! —gritó el alférez Gonzalo de Mata
que presumía de chocarrero y gustaba de jugar con las palabras.
—¡Pues yo te mato! —le replicó la voz calmosa de Aureliano Granado y
seguidamente le llegó un pelotazo a la cabeza que se la abrió en dos como una
calabaza.
—¡Dejad al tirano! ¡Volved a nuestro lado que la magnanimidad del Rey os
acogerá, compañeros de armas! —gritó el siempre parlero capitán Gonzalo de
Arreinaga.
Esta vez fue el caudillo rebelde Juan de Piedrahita quien con grande furia
descargó su arcabuz. El dicho Arreinaga cayó mal herido entre las aguas del río, y
luego vino a tierra el sargento Jerónimo de Soria, y hallaron la muerte cinco
arcabuceros más, dos de ellos de apellido Ramírez, así llamados por mero accidente
ya que no los enlazaba parentesco alguno.
Tan costosa resultaba la experiencia que el capitán Juan Ramón prefirió retirarse
con veinte y cinco hombres menos, entre muertos de bala, heridos, y dos que se
ahogaron en lo más hondo del río, sin contar a Francisco de Bilbao que se pasó al
campo del tirano Hernández Girón por pagar una promesa que le había hecho a la
virgen del Pilar. Lope de Aguirre oyó silbar las pelotas enemigas a mínima distancia
mas ninguna dio en su cuerpo en este primer episodio de la pelea.
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Después de aquella desventurada escaramuza, el mariscal Alvarado juntó bajo su
toldo a las personas principales de su alto mando, no para seguir sus consejos sino
para no escucharlos, como se verá más adelante. Tanto Lorenzo de Aldana, como
Gómez de Alvarado, como Diego de Maldonado, como Gómez de Solís, estimaron
que asaltar la atalaya de Hernández Girón significaba correr riesgo de un afrentoso
vencimiento y de una excesiva pérdida de vidas.
—Más vale dejarlo quedo en su fortaleza y esperar en paciencia que el hambre y
las demás necesidades lo fuercen a bajar —dijo Lorenzo de Aldana.
—Bajará en dos o tres días para darnos batalla o para retirarse a otros lugares, y
muchos de los suyos cogerán la ocasión por los cabellos y se pasarán a nuestro bando
—dijo Gómez de Alvarado.
El Mariscal callaba con no pequeño descontento. El Mariscal no prestaba buen
oído sino a las palabras bizarras de Martín de Robles, asturiano testarudo y reñido
con el filosofeo, que no tenía fe en las estratagemas de la milicia sino en las pelotas
de sus arcabuces y en las mismas de sus soldados.
No obstante esto, tanto porfió Lorenzo de Aldana y de tanta autoridad lo revestía
su historia de general experimentado en cien batallas contra caciques y tiranos, que el
Mariscal concluyó por prometerle que olvidaría su insensato propósito de acometer
sin más ni más la ciudadela enemiga. Con tales palabras se sosegaron los recelos de
Lorenzo de Aldana y, ya tranquilo, se apartó del campo real, en compañía de unos
cuantos sargentos y artilleros, con la intención de hostigar a los rebeldes desde un
ribazo del río e incitarlos a bajar de su madriguera.
El Mariscal andaba muy lejos de haberse convencido; vislumbraba la luz de la
victoria a un palmo y pretendían apagársela con discursos. Reverberó el mediodía
sobre las picas de los soldados y los arneses de los caballos, se pasó al Rey otro de los
hombres de Hernández Girón, y dijo lo que siempre dicen los pasados, que en el lado
contrario no se respira espíritu de lucha sino apetito de huir, y al punto alborotóse de
nuevo el ardoroso ánimo del Mariscal. Convocó a sus principales, esta vez sin
Lorenzo de Aldana que se había alejado dos leguas para llevar al cabo su traza, y les
notificó sin rodeos que estaba resuelto en dar la batalla y que no aceptaría reparos ni
consideraciones.
—Si de eso se trata, ya sé que me tocará morir —dijo Gómez de Alvarado al salir
de la tienda, y tres horas más tarde se probó que no había dicho exageración ni
mentira.
El Mariscal se sentía invadido por la ira del apóstol Santiago, guiado por el
espectro del Cid. A Martín de Robles, que era el más impaciente de sus capitanes, le
mandó pasar el río con sus arcabuceros y atacar hasta quebrarla el ala izquierda de
Hernández Girón. A Juan Ramón con sus ciento veinte y cinco hombres, entre los
cuales estaba Lope de Aguije, lo lanzó a escalar el cerro y caer sobre el costado
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derecho del Tirano. Mil indios que peleaban a gritos y pedradas asaltarían la fortaleza
desde la barranca de atrás. El propio Mariscal cruzaría a la postre el río, a tambor
batiente y banderas desplegadas, para rematar y glorificar el destrozo de los traidores.
—Vienen justamente tal como yo le había rogado a la Santísima Trinidad que
viniesen —le dice el coronel Diego de Villalba a Hernández Girón—. Ordene vuestra
merced a sus arcabuceros que pongan con paciencia la puntería, y verá caer los
soldados del buen Mariscal como conejos.
A Martín de Robles no le cabían los testículos en el pecho. ¿Para qué esperar el
toque de corneta convenido?, se lanzó fieramente a doblegar el paredón
inexpugnable, ¿quién dijo que era inexpugnable?, ninguno será osado de disputarme
el esplendor del triunfo, ¡abajo el Tirano!, ¡viva el Rey!, ¡viva el mariscal Alonso de
Alvarado!, ¡viva el invencible capitán Martín de Robles! En este delirio se mantuvo
hasta que una granizada de balas lo volvió a la razón, la sangre de los heridos purpuró
la corriente del río, se mojó la pólvora, se hundieron en el agua lanzones y arcabuces,
los muertos pasaban de quince, jamás erraba el golpe el dedo matador de Aureliano
Granado, los asaltantes retrocedían sin esperanza, Martín de Robles concluyó por
retroceder él también.
Juan Ramón entró en combate, tal como se le había señalado. Su encargo era
ocupar un pretil de tierra, a igual nivel de la vieja fortaleza, y desde allí abrir fuego
contra esos desalmados. Era necesario trepar por entre peñascos punzantes y lodo
resbaloso, bajo la mira de los arcabuces que tiraban desde ambos portillos. Fue Lope
de Aguirre, ágil y de corta talla como los monos, el primero en coronar la cuesta, y
estarse sobre ella apenas el tiempo brevísimo de recibir dos arcabuzazos en la pierna
derecha, casi se la arrancaron. El cuerpo de Lope de Aguirre se despeñó dando
tumbos por la ladera, hasta caer inerte sobre las arenas del río. Mayor reguero de
sangre le manaba de las manos desolladas y de la cara deshecha por las piedras, que
de la pierna agujereada. Quedó tendido sobre la playa, sin sentimiento de la vida ni de
la muerte, y en este punto acabó para él una batalla que para los contendores aún no
se había decidido.
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Girón en persona se puso a la cabeza de un escuadrón. Sus cornetas y tambores
tocaron son de victoria. Hierros de picas Y pechos de caballos se abatieron sobre las
tropas del Mariscal. Trescientos satanases bajaron a saltos de la ciudadela para
acometer al enemigo diezmado. Entonces huyeron los leales servidores de Su
Majestad. El tirano Hernández Girón había ganado la batalla de Chuquinga. Sería
aquella la última batalla que él vencería, la última que vencería rebelión alguna el
Perú.
Lope de Aguirre permanecía tendido en la arena, sin conciencia de la historia. En
esta ocasión la historia sería benigna con sus desdichas. Francisco Hernández Girón
resultó un triunfador de noble condición. No mató a los prisioneros, no maltrató a los
rendidos, mandó enterrar a sus muertos junto a los muertos del adversario, mandó
curar a sus heridos junto a los heridos de los vencidos. Lope de Aguirre entreabrió los
ojos al anochecer. La costra de sangre que le cubría la frente le impedía ver la
oscuridad. Veía, en cambio, luces que nadie había encendido. Este parece muerto
aunque no lo está, dijo el primer cirujano. Está mal herido, dijo el segundo cirujano y
se agachó a escudriñar la carne destrozada. Habrá necesidad de cortarle la pierna
antes de que llegue la gangrena, dijo el segundo cirujano. Y fueron estas las primeras
palabras que escuchó Lope de Aguirre al despertar de su sueño.
No le cortaron la pierna ni llegó la gangrena. El disparo fue hecho por un arcabuz
con dos pelotas, dijo el primer cirujano. El primer cirujano era también barbero y
había aprendido a sanar llagas y picadas de culebra con hierbas indias y oraciones
cristianas. Yayap Churip Yspiritu Santup Sutimpi Amén Jesús. El segundo cirujano
lavó la doble herida con agua hirviente. El asistente mulato trajo un caldero de hierro
dentro del cual hervía a borbollones el aceite. Lope de Aguirre mugió bajo la
dentellada abrasadora del cauterio. Lope de Aguirre se desangraba lentamente por las
venas truncadas. El primer cirujano ensanchó con su lanceta los bordes disformes de
la herida. El segundo cirujano introdujo en el hueco sangrante un oscuro amasijo de
harina tostada y pólvora y sal y ceniza. El asistente mulato le dio a beber triaca
mezclada con zumo de bencenuco. El primer cirujano se esforzó por volver las
astillas del hueso a su sitio valiéndose de tirones y manoseos. Lope de Aguirre mugió
otra vez como un buey en agonía. El asistente mulato sostenía fuertemente el pie con
sus dedos de tenazas. El primer cirujano usó jirones de un pañuelo para vendar la
pierna y listones de caraña para entablillarla. En las manos rotas y en el rostro
arañado le untaron cada día y cada noche un ungüento espumoso como el jabón y
espeso como el aceite. Un mes o quizá más estuvieron curándolo en un corral techado
que servía de hospital a orillas del río. El capitán Juan de Piedrahita, que probó ser el
más valeroso de todos los soldados rebeldes y a cuya bravura debióse en gran parte la
victoria de Chuquinga, ha sido nombrado maestre de campo y va todas las tardes a
platicar con Lope de Aguirre. Quiere ganárselo para las banderas de Hernández Girón
que son las banderas de la libertad, eso dice. De no saberse tan mal herido Lope de
Aguirre se iría con ellos, a perder las batallas que sin duda alguna perderán. Lo suben
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a una camilla de paja y ramas que fue entretejida por las manos de dos soldados
aragoneses. En ella lo llevan cargado, tres leguas de cerro y una de pedregal, hasta el
pueblo de Challuanca. Se le desvanece la cabeza no pocas veces en el camino. Tiene
la pierna derecha coja para siempre, el rostro y las manos chamuscados para siempre.
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TOQUÉ LA PUERTA de la casa, al torcer aldabazo abrió mi niña Elvira y rompió a
llorar, imaginé que lloraba de verme la cara chamuscada y las manos como tizones,
de verme caminar hacia ella cojeando casi arrastrándome infinitamente viejo y
vencido, mas no lloraba mi niña por esto, lloraba porque Cruspa su madre había
muerto el año pasado y yo no lo sabía, unas ardientes fiebre frías se la llevaron de
este mundo en menos de una semana, así lo contaron las dos mujeres enlutadas que
brotaron de las sombras, Juana Torralba dijo que de nada sirvieron las sangraduras de
los indios cirujanos ni los ensalmos de los negros hechiceros, María de Arriola dijo
que se habían malbaratado las oraciones a San Blas y los cirios a Santa Catalina,
Cruspa murió sin quejarse tal como mueren los de su raza, se apagó sin pestañear tal
como siempre había alumbrado, la niña quiso acompañarme al cementerio que es de
piedra como la ciudad entera, la tumba de Cruspa es una laja gris con una cruz torcida
levantada en la cabecera, por entre las grietas asoman dos lirios amarillos y tristes, mi
niña Elvira me toma de la mano para volver a casa, ya nunca más Lope de Aguirre,
ogaño soy el cojo Aguirre, el tuerto Aguirre, el loco Aguirre, el enano Aguirre como
me llamó una vez este mismo Antón Llamoso en la plaza de Oñate, asombro y
maravilla causóme encontrar a Antón Llamoso en el Cuzco, atravesó toda España y el
mar océano y la mitad del Nuevo Mundo hasta dar conmigo, se ahogaba sepultado
entre torreones y montañas vascas, volvióse huraño como los lobos, la gente
esquivaba de su trato, iba a mi casa de Araoz domingo tras domingo a pedir noticias
de Lope de Aguirre y en mi casa nada sabían de mi paradero, finalmente se embarcó
a las Indias y halló mi rastro en Cartagena, alguien le dijo que yo había sido muerto
en las guerras peruleras y el no lo creyó, me buscó en Quito y en la ciudad de los
Reyes, en esta última le refirieron la desgraciada historia de mi apaleamiento y el
castigo que de mis manos recibiera el alcalde Esquivel, entonces subió hasta el
Cuzco, y aquí está, al fin te encuentro Lope de Aguirre, y se echa a reír.
Al poco tiempo llegó también a esta villa mi fiel amigo vizcaíno Pedro de
Munguía, se apresuró en venir a mi casa, contóme cómo había seguido alistado en las
fuerzas reales hasta la derrota postrera del tirano Hernández Girón en Pucara,
Hernández Girón no escuchó en esta ocasión la voz del coronel Diego de Villalva que
le aconsejaba malicioso tiento; prefirió atenerse a las profecías de los astrólogos y
adivinas que le agoraban una victoria sobrenatural pues estaba escrito en las estrellas,
lo que está escrito en todas las estrellas y ciclos del Perú son las felonías y las
traiciones, a mitad de la batalla de Pucara se pasó al enemigo Tomás Vásquez que era
el más bravío capitán de Hernández Girón, y a poco hizo lo mismo Juan de Piedrahita
que era su maese de campo y el más persuadido de la justicia de su causa, nunca se
pasaron el licenciado Diego de Alvarado ni el coronel Diego de Villalva mas en
castigo a su lealtad fueron apresados y cortadas sus cabezas, recibieron garrote veinte
negros rebeldes que tampoco pidieron clemencia, Hernández Girón quedóse solo y
huyendo por entre matorrales y tierras desiertas, le dieron caza en el camino del
Rimac, lo llevaron a la Ciudad de los Reyes para degollarlo, su cabeza sin vida fue
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colocada entre la de Gonzalo Pizarro y la de Francisco Carvajal, y Dios sabe que de
ese modo se acabaron para siempre los alzamientos en el Perú, eso dice Pedro de
Munguía. Si no alcanzó a triunfar Hernández Girón que llevaba escrita en sus
banderas la palabra libertad, si no gozó el fruto de desenfrenar a los pueblos
Hernández Girón que prometía hartar a los pobres y quebrantar las cadenas de los
negros, ¿quién osará mañana desafiar el poderío de los virreyes y oidores?, esto se
pregunta Pedro de Munguía en el interior de mi casa, y yo me pongo a dar voces de
maldición en contra de las traiciones, y Antón Llamoso me escucha con ojos
asombrados, y mi niña Elvira me trae una copa de leche para calmarme.
Esta pierna rota estas manos casi mancas no me permiten domar caballos, las
campanas del convento de Nuestra Señora de las Mercedes suenan y resuenan, uno
no oye otra cosa sino campanas que retumban en los sesos, badajos desaforados que
claman traición traición cuando doblan a muerto, traición traición cuando el Ángel
del Señor anuncia a María, llevado por esta pierna rota caminaré hasta el tambo
donde hallaré bebiendo vino a Pedro de Munguía y Antón Llamoso, ya nadie en el
Perú desea levantarse en armas, yo sí me levantaría pues oigo correr la sangre de don
Sebastián de Castilla al par de la lluvia, oigo correr mi propia sangre bajo los
latigazos del verdugo los latigazos del alcalde los latigazos de los oidores los
latigazos del Rey, no me es permitido domar caballos, no me es posible soportar el
peso de las piedras del Cuzco sobre mis espaldas llagadas, no me atrevo a pensar en
las traiciones pues rompo a gritar a solas en mi casa en mi aposento en mi lecho, las
campanas de la iglesia Catedral apagan mis voces, Elvira aparece a la luz de la puerta
como la virgen de Aránzazu, no es Elvira, soy yo mismo que tomo la figura de la niña
para apiadarme de mis manos deshilachadas de mi pierna menguada de mi sombra
corcovada y chata, Lope de Aguirre desdentado Lope de Aguirre renco del cuerpo no
está vencido, mi nombre lo repetirán los libros, las aguas del Cuzco son viles
acequias negras que bajan por calles de pizarra, Anton Llamoso sube la escalera de
un templo inca con su cabeza en la mano, no es la cabeza de Anton Llamoso sino la
mía que sonríe con un desgaire de cuchillada, no sirvo ya para domar caballos, Pedro
de Munguía asegura y porfía que yo tengo por dentro más nervio de libertador que el
propio Hernández Girón, dos lirios amarillos han nacido de los huesos de Cruspa,
malditas sean las campanas de Nuestra Señora de las Mercedes.
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del mozo Fernando de Guzmán, sobrino suyo. La carta viene firmada por el General
Pedro de Ursúa y por ella se incita a los Guzmanes, junto con todos los soldados
españoles que por estas tierras vagan, a participar en la fabulosa jornada de los
Omaña. El dicho General Pedro de Ursúa ha enviado como portador del pliego nada
menos que a Lorenzo Zalduendo, que es su secretario, consejero y paisano.
La casa de los Guzmanes aspira a ser sevillana aunque el imperio absoluto de la
piedra no se lo consiente. Hay tiestos de clavellinas en el piso. En la mesa sirven vino
dulce y espeso, con añadidura de bizcochuelos, mas no son mujeres blancas sino
yanaconas indios quienes hacen el servicio, riegan las plantas y van hasta el convento
a comprar las golosinas.
Lorenzo Zalduendo trae en la memoria un discurso que ensalza las hazañas
guerreras del general Pedro de Ursúa, navarro nacido en el valle de Baztán, parte del
mundo más francesa que navarra según el decir de un tío de Lope de Aguirre que
vivió en ella tres inviernos.
—El general Pedro de Ursúa vino a las Indias como teniente de su primo don
Miguel de Almendáriz, mas luego ganó por sus propias virtudes renombre de
animosos caudillo. Fue él quien venció y pacificó a los indios musos que con flechas
emponzoñadas defendían sus esmeraldas y sus oros en el Nuevo Reino de Granada. Y
seguidamente fundó dos ciudades que bautizó con los nombres de pamplona y Tudela
—dice Lorenzo Zalduenda inflamada su lengua de orgullo patrio.
—Yo le conocí en la villa de Santa Marta —interrumpe Martín de Guzmán—. En
aquella sazón había escapado milagrosamente de una celada que le tendieron seis mil
indios taironas en el río Origua, a él y a doce soldados que llevaba consigo. El
milagro se debió a Dios y a la terrible puntería del propio Pedro de Ursúa. A fe mía
que en destreza de arcabucero solo puede comparársele otro baztanés apellidado
García de Arce, amigo íntimo suyo que va con él a todas partes. Entre los dos dieron
muerte a no menos de doscientos indios en aquel trance.
—Son igualmente singulares su valentía y su astucia —dice Lorenzo Zalduendo
recuperando la palabra—. De ambas dio muestras en la proeza que llevó a cabo en
Panamá para someter a los negros cimarrones del rey Bayamo. Más de seiscientos
negros esclavos se habían evadido de sus servidumbres, quebrantando la obligación
que a sus amos los unía, para esconderse en las intrincadas selvas del Darién, de
donde salían repentinamente a asaltar recuas y robar posadas. Tan ufanos se sentían
que designaron a uno entre ellos por Rey, Bayamo I lo nombraron, rodeado de corte,
trono y demás pomposidades. Y de esta manera hicieron de las suyas hasta el
momento en que a don Pedro de Ursúa le fue encomendado el difícil encargo de
sojuzgarlos, más difícil si se considera que no era hacedero darles batalla en las
cavernas y espesuras donde se amparaban. Ahí fue donde salió a resplandecer el
ingenio de don Pedro de Ursúa. Primero se esmeró en aprisionar a cuatro negros de
los de Bayamo que habían salido en ejercicios de rapiña, y luego les dio tormento
hasta que dijeron el sitio preciso en que se guarecía su caudillo. Entonces los ahorcó
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y salió en busca del supuesto rey, atravesando ciénagas, escalando montañas y
desvirgando selvas, mas no con el propósito de reñirle cruda guerra sino usando el
halago de regalarle ricos presentes, a más de la promesa de reconocer a los negros el
derecho a vivir en un territorio libre y aparte. Alcanzó a convencer a Bayamo de sus
buenas intenciones y para celebrar la paz y la amistad, lo convidó junto con su corte a
un banquete cuyos vinos estaban emponzoñados. Los cuchillos remataron la obra
comenzada por el veneno, y tan solo se libró de la muerte el falso rey Bayamo, para
ser llevado prisionero a Nombre de Dios.
—¿Cuántos años cuenta el general Ursúa? —dice Lope de Aguirre, que no desea
pasar por mudo.
—Treinta y cinco años escasos —responde Lorenzo Zalduendo al punto, como si
hubiese estado esperando la pregunta—. Mas alcanzó tanta y tan merecida fama tras
la pacificación de los indios musos y la aniquilación de los negros cimarrones, que el
Marques de Cañete no ha dudado en nombrarlo para el cargo de gobernador y capitán
general del río Marañón, no obstante que la entrada de los Omaguas la ambicionaban
y la pidieron para sí personajes de muy grande importancia, entre ellos el capitán
Juan Pérez de Guevara, y también Gómez de Alvarado que es el hombre más rico del
Perú y hallábase dispuesto a desembolsar quinientos mil pesos de su patrimonio para
sobrellevar los gastos de la empresa. Con todo, el Virrey escogió como principal
cabeza a este don Pedro de Ursúa, cuyos únicos bienes terrenales son su valentía
incomparable y su fidelidad al rey de España. Esta última es tan maciza que muchos
lo llaman Pedro Leal en lugar de Pedro Ursúa.
Después de tan extraordinarias alabanzas, Lorenzo Zalduendo cesa de hablar del
alabado para hacerse lenguas de las riquezas y tesoros de los Omaguas, que se han
convertido en sueño y señuelo de los soldados peruleros. Sucedió que un cacique de
los indios brasiles, de nombre Viarazu, llegó en huida a la Ciudad de los Reyes y le
contó al Virrey y a todo el que quisiera prestarle oídos, la existencia de un país cien
veces más rico que el Perú, gobernado por el príncipe Quarica, mil veces más
cubierto de oro que Atahualpa. Las tierras de los Omaguas son valles tan fértiles
como el paraíso perdido por Adán; las aguas de un inmenso lago espejean el temblor
de ciudades fabulosas; en los templos se adoran jaguares de oro con uñas de rubíes y
ojos de diamantes. Para llegar a ese territorio es preciso seguir las huellas de
Francisco de Orellana, a lo largo de un río que es quizá el más desmesurado entre
todos los ríos del universo.
—¡Iremos todos con Pedro de Ursúa! —grita Martín de Guzmán dándose de
puñadas en el pecho ardoroso.
—Iremos todos —dice Lope de Aguirre sin tantos ademanes.
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villa de Argete, es tan astuto como el licenciado La Gasca, aunque más cruel y
pérfido que su ilustre ejemplo, ¡voto a Dios!, Antón Llamoso. De nada le valieron a
Juan de Piedrahita ni a Tomás Vázquez, ni a Martín de Robles ni a Alonso Díaz, los
perdones que en nombre del Rey les habían sido dados, puesto que el dicho marques
de Cañete los hizo ahorcar a todos. Bien merecido lo hubieron, dígome yo, que hago
por infamia el hecho de haberse pasado al Rey, mas no fue por castigar sus traiciones
que el Marques los llevó a la horca, sino por cobrarles la condición de rebeldes que
en otro tiempo mostraron.
Para Antón Llamoso nada significan estos nombres ni estas consideraciones.
—Ya que no puede el virrey marqués de Cañete ahorcar de un golpe a cuatro mil
soldados españoles que andamos dando tumbos por el Perú sin ocupación y sin
blanca, y cómo sabe de sobra que el hambre y la ociosidad son el origen de todas las
rebeldías, pues nos ofrece entradas y descubrimientos hacia el Sur y hacia el Oriente,
por en medio de selvas tenebrosas y ríos indómitos, que si hallamos la gloria será
para el Rey y si hallamos la muerte será para nosotros —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso lo escucha absorto, maravillado de tan sonoras palabras.
—Y todos vamos acudiendo a la llamada del Marqués, pues el oro es Lucifer que
nos tienta y nos pierde. Allá en el fondo de sus almas ninguno cree ya en el Príncipe
que se enjuaga con polvos de oro al borde de una laguna, ni en los becerros de oro
más abultados que el de Moisés, ni en las calles empedradas de plata en láminas, ni
en las naranjas de rubíes, ni en las escaleras de amatista, ni en el país de la canela, ni
en el hechizo de Manoa, ni en los templos sumergidos de la diosa Dabaida.
Antón Llamoso gruñe confusas exclamaciones.
—Aquesas fueron leyendas inventadas por los indios bárbaros para oponerlas a la
realidad de nuestros caballos y arcabuces. Aquesos fueron precipicios levantados por
la imaginación de los naturales de estas tierras para hacer despeñar en sus honduras la
codicia de los españoles. Y válgame Dios que tales ardides y estratagemas tuvieron
efecto. Por centenares nuestros soldados hallaron calamidades y tumba en vez del
mundo maravilloso que buscaban —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso no se atreve a mirarlo de frente.
—Allá en el fondo de sus almas ninguno cree ya en el viejo Dorado mas todos
desesperan de hallar un Dorado nuevo. No vinieron a las Indias a labrar la tierra ni a
criar caballos sino a hacerse ricos de buenas a buenas. Brotarán soldados españoles
de todas las partes del Perú, ansiosos de tomar como verdades los embustes de estos
indios brasiles, prestos a correr los mayores peligros en perseguimiento de las
riquezas de los Omaguas, impacientes por complacer a las amazonas que se tienden
desnudas en la hierba para folgar con sus prisioneros. Yo no me emborracho con
ninguna de estas fábulas. Antón Llamoso. Pensamientos y razones harto diferentes
me arrastran a la jornada de Pedro de Ursúa —dice gravemente Lope de Aguirre.
Antón Llamoso se echa a reír.
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Las campanas del Cuzco repican por última vez Lope de Aguirre ha
vivido demasiado voy en busca de mi muerte en un caballo alazán de poca
alzada y muchas crines mi sola inclinación a la vida es mi niña Elvira no la
dejaré en el Cuzco arrodillada ante la tumba de Cruspa a merced de los padres
de doctrina que engañan y fornican a las doncellas a merced de los
encomenderos concupiscentes a merced de los mayordomos violadores voy en
busca de mi muerte o de mi gloria o de ambas jamás me separaré de mi niña
Elvira que soy yo mismo más que yo mismo. Elvira irá a la entrada de los
Omaguas con María Arriola que la atiende con Juana Torralba que la cuida
con Antón Llamoso que es su sombra guardiana con Lope de Aguirre que
nadie osará malmirarla si yo estoy a su lado no me quedan dientes sino encías
no me quedan cabellos sino greñas blancas mis manos titubean al empuñar la
espada mi pierna derecha es un leño reseco no obstante esto tiene mi pecho
una elección grandiosa que cumplir un universo de agravios que vengar yo
soy Miguel la ira de Dios yo soy Luzbel rebelde hasta la muerte no he de
dejar a Elvira abandonada al arbitrio de la lascivia de los hombres deshicimos
la casa del Cuzco y emprendimos los caminos de roca que conducen a la
ciudad de los Reyes adelante va Elvira en una carreta tirada por mulas negras
adelante va Elvira con las mujeres que la acompañan detrás voy yo junto a
Antón Llamoso en dos peludos caballos peruanos luego vienen bien montados
Lorenzo Zalduendo y los Guzmanes cierra la caravana Pedro de Munguía ya
no se oyen las campanas del Cuzco de pronto retumban truenos infernales que
hacen crujir el ciclo la Torralba se persigna y santigua en volandas Martín de
Guzmán blasfema enardecido Elvira me mira asustada sonríe cuando yo le
devuelvo la mirada.
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TU MADRE NO NACIÓ en las serranías incaicas sino a orillas de la mar, nació en
Lambayeque que es gente de otra sangre y otros pensamientos, marineros que de
tanto escuchar el embate del agua creen en la libertad, pescadores que de tanto mirar
los arenales dudan a veces de Pachacamac hacedor del mundo y de las tierras verdes,
tu madre contemplaba a los hombres con tan dulce insistencia que les desacompasaba
el pulso y los hacía tartamudear, la vio bailar una tarde en el Cuzco el príncipe
Huáscar hijo de Huayna Cápac y heredero legítimo del trono de los incas, el príncipe
la invitó a dormir con él en la densa medialuz del palacio Colcanpata, el príncipe era
un mancebo recio y silvestre que aún no había humedecido su sexo en mieles de
mujer, tu madre lo instruyó en el rito de la fornicación sobre esteras de plumas
amarillas entre paredes de granito azuleadas por el resol, la boca de tu madre sabía
besar como ninguna otra boca, el príncipe Huáscar adquirió en la fragancia de aquel
vientre la pasión de la carne que con el tiempo lo llevaría a perder el imperio y la
vida, tu madre tenía los ojos tan inmensos que en ellos cabía todo el ciclo del Perú, tu
madre se llamaba Chestan Xefcuin y desde los veneros de su alma aborrecía el
poderío imperial del Tahuantinsuyo pues los nacidos en Lambayeque vivían bajo
otros sueños y otro sol, tu madre se desnudaba en las fiestas de Chupiñamca para
bailar el casayaco, en los esguinces de la danza las aletas de la nariz de tu madre
palpitaban como el buche de una paloma, en la exaltación de la danza los pezones de
tu madre se endurecían como gotas de ébano, en el acabamiento de su danza tu madre
se estremecía bajo insólita mojadura, tu madre se llamaba Chestan Xefcuin y se libró
por milagro de perecer en la matanza de concubinas de Huáscar que ordenó
Atahualpa en el Cuzco, no fue acuchillada como las otras porque para aquella sazón
ya tu madre añorante del mar y los cantos costeños había vuelto a las dunas de
Lambayeque, en Lambayeque la hallaron los conquistadores y también ellos
enmudecieron encandilados por el resplandor de su carne, cuando surgieron del mar
los viracochas blancos tu madre Chestan Xefcuin vivía en la compañía de Mitaya
Uitama que había nacido bajo el destino de ser su servidora, a Mitaya Uitama la
bautizó fray Benito de Jarandilla para franquearle así las puertas del cielo,
Bautizacunqui cristiana tucunqui diostra Yupanqui hanacman rinque hanacman
rinque, le pusieron el excelso nombre de María mas ella prefirió conservar el mote
humilde de Mitaya que significa sierva de bajo linaje, a los cuarenta años tu madre
seguía siendo hermosa como ninguna mujer, don Blas de Atienza que había
acompañado a Vasco Nuñez de Balboa en el descubrimiento de un nuevo mar océano
fue el elegido por ella entre diez capitanes que la convidaron a compartir su lecho,
don Blas de Atienza fue tu padre y por designio suyo te llamas Inés.
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jueces, tu madre tenía los sesenta años más bellos del Perú, a ti niña te acechaban los
hombres blancos negros mestizos indios con ávidas miradas de deseo, te
escudriñaban con sus ojos los senos en flor la boca violenta los muslos torneados las
nalgas retadoras, tu padre se llenaba de ira cuando lo advertía, no así tu madre que
sonreía ufana, ni mucho menos Mitaya Uitama que los provocaba a todos
taimadamente, ¿es sabrosa mi niña verdad? Preguntaba Mitaya Uitama a los
visitantes, el mestizo Felipe Salcamoya te prometió que se mataría si tú no lo querías
y tú no lo quisiste y se mató de una puñalada la noche misma en que las mascaritas
bailaban el saynata para celebrar tus quince años, otro mestizo llamado Pablo de
Alvín se hizo novio tuyo sin que tú te dieras cuenta, te daba unos besos inacabables a
la sombra de los algarrobos, casi lo desmayaban aquellos besos al pobre Pablo de
Alvín, y digo pobre porque se enteró tu padre lo amenazó de muerte y tu novio fue a
dar a Chile en alas del miedo a morir, Mitaya Uitama te contaba sus recuerdos a la luz
de un pabilo, Mi cuerpo ha conocido muchos hombres niña, Nada en el mundo es tan
tierno como la dureza de un hombre niña, Ningún placer es comparable al de sentirse
penetrada por un hombre niña, Al resuello de un hombre sobre nuestro aliento niña,
Eres mucho más bella de lo que fue tu madre decía Mitaya Uitama cuando tu madre
no estaba presente, entonces don Pedro de Arco se enamoró de ti, tu madre te lo
anunció afligida y suspirante, ella sabía que nunca llegarías a quererlo, ella sabía
también que les estaba vedado desairar a tan honrado caballero, don Pedro de Arco
era amigo del Virrey y dueño de la mitad del Valle de Chicama, en sus campos de
trigo se afanaban tres molinos y en sus siembras de caña humeaba la chimenea de un
alambique, don Pedro de Arco era peludo y canoso como un huanaco blanco, tú
tenías dieciocho años cuando los casaron, los casó el obispo pues en ese tiempo ya
Trujillo tenía obispo y corregidor y dos conventos, el obispo rezongó oraciones en
latín y tu madre bailó el catauri y fue aquella la última vez en su vida que bailó,
perdiste la virginidad la noche misma de la boda como ordena la ley divina, ante
Mitaya Uitama fuiste a lamentar el dolor del desgarramiento. Te dolió porque no
estás enamorada, A las mujeres enamoradas también les duele pero no se quejan dijo
Mitaya Uitama, aun después de casada todos los hombres inclusive el obispo y el
corregidor te miraban con ahínco de caballos rijosos. Es que eres la mujer más bella
del Perú argumentaba tu madre, Mitaya Uitama solo quería saber si don Pedro de
Arco te cogía bien, españoles y mestizos desvelaban sus noches suspirando por tu
desnudez pero ninguno se atrevía a decírtelo, se atrevió finalmente el caballero
Francisco de Mendoza sobrino del virrey Hurtado de Mendoza que vino a Trujillo en
diligencias militares, en medio del bullicio de las fiestas don Francisco de Mendoza
se acercaba a secretearte cosas escandalosas que te dejaban asombrada, una noche te
oprimió un seno con mano abusadora, otra noche te susurró arteramente bajo el
abanico que tu voz le excitaba las partes más viriles de su cuerpo, la tercera noche
don Pedro de Arco tu marido se había alejado de la villa a cuidar de sus harinas y
azúcares, Mitaya Uitama le abrió la puerta de tu aposento a don Francisco de
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Mendoza, saltando por la ventana llegó hasta ti salpicado de lluvia, tenía tan
contenido deseo de gozarte que la primera vez no le duró el placer sino apenas un
soplo, al poco rato recuperó el vigor y hundió bruscamente su espolón en lo más
profundo de tus entrañas, te poseyó una postrera vez cuando el aguacero había cesado
y el alba comenzaba a deshacer nubes, ¿te cogió bien niña?, fue la pregunta ansiosa
de Mitaya Uitama y tú no supiste qué responderle, olvidabas doña Inés de mi alma
que Trujillo es una aldea envidiosa y maledicente, la dieron por murmurar del modo
como te miraba don Francisco, del querer que mantenía cabizbajo a don Francisco
frente a los balcones cerrados de tu casa, los rumores llegaron a los oídos del Virrey
en la Ciudad de los Reyes, don Andrés Hurtado de Mendoza vuelto un león obligó a
su sobrino a embarcarse rumbo a España sin más noche de amor en Trujillo que
aquella de tus tres debilidades, tu marido don Pedro de Arco volvió de sus haciendas
sacudido por una tos que los mantenía despiertos las noches enteras, despierto él con
su enfermedad y despierta tú con tus meditaciones, tu marido don Pedro de Arco se
confesó y murió de allí a cuatro meses, tú quedaste paseándote enlutada y
melancólica por los corredores. Eres la viuda más bella del Perú decía tu madre.
Algún día aparecerá el hombre que te coja como tú lo mereces decía Mitaya Uitama.
Cuando ancló en Guanchaco el barco que trajo a don Pedro de Ursúa tú andabas
todavía vestida de negro, tu marido don Pedro de Arco había muerto hacía tres años,
a tu padre don Blas de Atienza se lo llevaron las viruelas el pasado noviembre, de
pronto tu madre Chestan Xefcuin se resignó a envejecer canturreando sombríos aires
de quenaquenas en los aposentos más oscuros de la casa, Mitaya Uitama era tan
anciana como tu madre pero batallaba contra el tiempo, Mitaya Uitama te contaba
extrañas leyendas que nunca le oíste platicar antes, perversas imágenes de lascivia y
hechicería, coitos furiosos entre hermano y hermana al borde de una laguna, raíces
gigantescas que se convertían en falos, falos enhiestos que se convertían en rocas,
Mitaya Uitama en mitad de su relato entornaba los ojos y se sumergía en recuerdos,
un día no previsto llegó a Trujillo don Pedro de Ursúa, decían los escribanos que
había matado trescientos indios en Nueva Granada y doscientos negros en Panamá,
decían que el virrey Marques de Cañete lo nombró gobernador de la entrada de los
Omaguas desdeñando a varios poderosos señores que aspiraban a conducir tan magna
empresa, ninguna de esas hablillas o verdades te conmovió a ti Inés de Atienza, te
conmovió sí su barba roja de maíz en mazorca, su perfil arrogante de arcángel
celestial, su paso decidido de soldado seguro de sus agallas, la alegría que le manaba
de la sonrisa, la elocuencia viril de sus manos mientras hablaba, su fama de
mujeriego afortunado y discreto, don Pedro de Ursúa al verte por vez primera
presintió lo que iba a suceder, había venido a Trujillo a solicitar contribuciones para
su jornada, a prometer futuras gobernaciones futuros obispados futuras fanegas de
oro a cambio de mil miserables pesos presentes, don Pedro de Ursúa no tenía más
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fortuna que sus vestidos y su caballo, te conoció un jueves de Corpus en la casa de
don Lorenzo Albornoz Visitador de la Santa Madre Iglesia colector infatigable de
diezmos y primicias representante de Su Santidad el Papa, don Pedro de Ursúa te
habló del color purísimo de las esmeraldas que arrancan a la tierra los indios musos,
tú no lo oías por estar atisbándole el centellear de los ojos, por estarle admirando el
traje de paño de Segovia y el cuello de encajes de Flandes que el gallardo capitán
llevaba puestos, don Pedro de Ursúa te preguntó de improviso si irías a misa el
sábado y tú le respondiste que sí que a las nueve en el convento de Santo Domingo y
sonreíste sonrojada, regresaste a la casa con las mejillas encendidas y Mitaya Uitama
no necesitó preguntarte nada, la mujer goza del amor como las vicuñas y lo sufre
como las perras, eso dijo Mitaya Uitama a media voz, ya no era la misma Mitaya
Uitama que antaño te empujaba ladinamente hacia los calzones de los hombres, el
sábado a las nueve estaba don Pedro de Ursúa plantado entre los pilares del convento,
tú llegaste con Mitaya Uitama y pasaste por su lado casi sin mirarlo, aunque palpando
oliendo sintiendo su presencia, don Pedro de Ursúa se igualó a tus pasos a la salida de
la misa y echaron a caminar juntos sin que tú supieras adónde iban, todo Trujillo
indagador y maligno los estaba espiando, Mitaya Uitama se rezagaba poco a poco,
don Pedro de Ursúa extrajo de su bolso una llave y abrió la puerta de la casa que
había alquilado por residencia, no olvides Inés de Atienza que a una viuda decente
como tú no le está permitido pisar el hogar de un caballero solo y agraciado, Trujillo
entero te está espiando por los ojos de las cerraduras y las celosías de las ventanas,
don Pedro de Ursúa empuja suavemente tus hombros y tú entras con la cabeza
erguida a una sala vulgar y hostil, los muebles son sillas tiesas de cuero claveteado
sobre maderas pardas, al centro hay una mesa cubierta por un mantel bordado, ¿cómo
se puede vivir sin un verde de hojas sin un aroma de alelíes?, don Pedro de Ursúa que
jamás te había dicho una palabra de amor te tomó entre sus brazos y te besó en la
boca, tú lo besaste a él como si toda la vida hubieran sido amantes, él te llevó de la
mano como una niña hasta el aposento donde campeaba la blancura de una cama
insolente, en esta misma cama se había acostado con otras, tal vez la noche anterior
se había revolcado ahí con una mujerzuela, sin pensar en eso o pensando solamente
en eso te quitaste el vestido con gestos graves de ritual indígena, él se turbó
maravillado del esplendor de tu piel, fue a cerrar la ventana para que no cayera sobre
ti tanta luz, tú no advertiste cuando se desnudó el también, sentiste sí de pronto sus
manos cálidas que se posaban en tus senos, que descendían de tus senos por las
curvas de tus caderas, que volvían al centro de tu cuerpo y se detenían sobre tu
vientre tembloroso, presentiste la cercanía de sus labios que buscaban los tuyos y los
encontraban mojados y violentos, después su carne fue entrando en tu carne como
una fruta dura y palpitante, fue entonces cuando te dijo por primera vez que te quería,
te lo dijo cuando ya su cuerpo y el tuyo se movían a la cadencia de una música
húmeda que en ningún sitio sonaba, cuando ya su viril y tu vulva estallaban en un
parejo afloramiento de las medulas más recónditas, sacudidos por un idéntico gemido
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de rendición y triunfo, tanto deleite no lo habías sentido jamás Inés de Atienza, Inés
de Atienza que sales a la calle y ha comenzado a atardecer y todo Trujillo está
asomado a las puertas para verte pasar. Mitaya Uitama vuelve contigo a la casa sin
despegar los labios, no tiene voz para preguntarte si don Pedro de Ursúa te ha cogido
bien, la pobrecita Mitaya Uitama está llorando.
¿Qué te importa lo que piensan y dicen los defraudados hombres de Trujillo las
chismosas comadres de Trujillo el reverendo obispo de Trujillo?, atraviesas las calles
y plazas sin la protección de Mitaya Uitama, te diriges con seguros pies a la casa
donde don Pedro de Ursúa se quema de impaciencia tras los visillos, don Pedro de
Ursúa cuenta mentalmente los caballos que pasan por el empedrado, su corazón le ha
anunciado que tú llegarás justamente después del noveno, a veces llegas pero otras te
retrasas o son muy numerosos los jinetes y él comienza a asustarse porque han
pasado diez y nueve y tú aún no apareces, mas aquí estás al fin y se le borran del
pensamiento la cuenta y los temores, esta tarde don Pedro de Ursúa desnudo te dice a
ti desnuda que dentro de una semana partirá hacia el río de los Motilones, ya no
puede entretenerse más tiempo en Trujillo, el teniente Pedro Ramiro le envía desde
Santa Cruz mensajero tras mensajero, el maese Juan Corzo tiene hechos once bajeles
en el astillero, a ti te sacude un deseo atropellado de llorar y reñir, alzas la voz para
llamarlo inhumano y acusarlo de que no te quiere suficiente, le dices, únicamente te
quieres a ti mismo Pedro de Ursúa, el va a replicarte herido de tu injusticia, no te
replica, prefiere darte un beso entrecruzado y ardoroso que no acaba nunca, que tan
solo se interrumpe cuando su boca se zafa de la tuya y baja hasta tus senos
alborotados y tú sientes que se deshojan de amor tus pezones entre sus labios,
después se escurre a besarte los dedos de los pies uno por uno y a secretearles diez
pequeñas oraciones distintas cuyas palabras no distingues, te besa luego el rinconcito
escondido que no debería besarte jamás porque te puede matar antes de tiempo, tú le
dices cógeme como vicuña, porque ha venido a tu pensamiento aquella estatuilla
antigua que te mostró una vez Mitaya Uitama, un indio de rodillas gozaba a su india
tal como las vicuñas machos gozan a las vicuñas hembras, te corvas en arco y apoyas
la frente sobre la almohada, don Pedro de Ursúa te coge llanamente como vicuña, tú
lo sientes enclavado y fundido en tu claustro de mujer, tocando tabiques íntimos que
nunca había alcanzado, sollozas Así mi amor Así mi amor Así mi amor, hasta que
ambos se doblegan sobre las sábanas derribados por un mismo relámpago,
buscándose en la oscuridad las bocas que se habían perdido.
—Es una locura, Pedro de Ursúa, mas si te atreves a recibirme por soldado de tu
tropa, me iré contigo.
—Es una locura. Inés de Atienza, pero te llevaré conmigo.
Era una terrible locura, desdichada doña Inés, que estaba escrita en las estrellas.
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LOPE DE AGUIRRE EL TRAIDOR
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AÑO Y MEDIO ha pasado desde que se partió de la selva don Pedro de Ursúa en
busca de dinero y soldados, que ambas cosas nos hacen grande falta. De esta tardanza
hablan una vez más Pedro Ramiro, Juan de Aguirre y maese Juan Corzo mientras la
tarde se desliza sobre el río de los Motilones, que es el mismo Huallaga. Ya maese
Juan Corzo ha puesto justo término a sus labores de constructor de bajeles. Sus
flamantes bergantines solo están pidiendo que los echen al agua. Han sido dieciocho
meses de rudo trabajo en el astillero. A veces sudamos bajo un calor de purgatorio,
otras damos diente con diente bajo torrenciales aguaceros de nunca acabar. Los indios
y los negros talan árboles descomunales en la selva vecina. Desde aquí se escucha el
estruendoso batacazo del tronco al derrumbarse sobre la tierra. Por la corriente del río
bajan hasta la barranca del astillero las balsas cargadas de árboles tronchados. Los
serradores hincan sus afilados aceros en las duras cortezas. Los herreros avivan las
lenguas del fuego, golpean sin descanso sobre los yunques, forjan clavos y palas de
hachas. Los carpinteros afanan sus martillos, cepillan la madera, convierten las ramas
de los árboles en trabazón de navíos. Los calafates rellenan con estopa las junturas de
las tablas, recubren con brea las cubiertas y los costados de los futuros barcos. Maese
Juan Corzo va y viene por entre nubarrones de mosquitos. Va y viene ardido por el
sol, o empapado por la lluvia, o sacudido por la fiebre. Maese Juan Corzo grita sus
órdenes a cincuenta hombres de sangres diferentes, castellanos, extremeños,
vizcaínos, navarros, catalanes, mulatos, mestizos, negros, indios. Por las noches canta
el ayaymama, un pájaro tristísimo cuyas salmodias dan ganas de llorar, ¡maldita sea
su emplumada madre! En el astillero de maese Juan Corzo hemos construido dos
bergantines y nueve barcas llanas de esas que llaman chatas. En cada chata caben
cuarenta caballos y doscientas personas con sus hatos y perros.
Para el teniente Pedro Ramiro la espera de Pedro de Ursúa resulta aún más
desesperada que para maese Juan Corzo. El teniente Pedro Ramiro, fundador y
regidor de Santa Cruz de Capocóvar, representa aquí la autoridad ausente del
gobernador. Santa Cruz de Capocóvar es un poblado indígena que provee de
jornaleros, herramientas y vituallas al astillero. Las casas son estrechas chozas de
madera, reforzadas con pelladas de barro y mechas de paja seca. A Santa Cruz de
Capocóvar llegan todos los que bajan de remotas regiones, acordados de incorporarse
a la entrada de los Omaguas. Desde el Cuzco, desde Quito, desde Popayán y desde
más al norte, llegan atraídos por el tufo del oro y la fascinación de la aventura. Al
declinar la tarde se apiñan en las tabernas o ante las mesas donde pasan de mano en
mano las monedas y los naipes mugrientos. Un asturiano toca su guitarra a lo rasgado
y canta con voz cansada viejos romances. Afuera se oyen los tambores de los negros
invocando a sus dioses. Más lejos desgarran su congoja las flautas inconsolables de
los indios jíbaros. Los soldados salen tambaleándose y llenan los callejones de
insolencias y juramentos. El ebanista Mariano Ferrer habla solo a la puerta de su
casa, Mariano Ferrer se volvió loco de tanto decir mentiras. Un azote de calenturas
pestilentes se llevó de este mundo a nueve indios, tres negros y un gallego.
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El jueves pasado trajeron cargado al peón mulato Pedro Madroño desde los
matorrales del bosque, lo había picado una culebra shushube, se le hinchó el vientre
como un odre lleno, no pudieron salvarlo las oraciones ni las medicinas. Anoche
mataron de una puñalada al sargento Leandro Mora que no aceptaba burlas ni
amenazas de nadie. También anoche los hermanos Yrazábal medio borrachos
probaron a pegarle fuego al poblado por dos o tres partes. El teniente Pedro Ramiro
teme que sucedan cosas peores si don Pedro de Ursúa no acaba de volver, si las naves
de maese Juan Corzo no acaban de partir.
En cuanto a Juan de Aguirre, tesorero de la jornada, se mesa los cabellos y
maldice su ventura. Los últimos mil pesos los gastó en los bastimentos más
necesarios, ganado, cazabe, aceite y vino, para impedir que se agitara y se desbandara
la gente. Mas si no llega presto don Pedro de Ursúa, o si Santiago el Apóstol no hace
un milagro de los suyos, está perdido. El tesorero Juan de Aguirre sueña todas las
noches con el vaivén de su cadáver, lo presiente colgado de una ceiba frondosa que
despliega sus ramas frente a la pequeña iglesia de Santa Cruz de Capocóvar.
Tornó finalmente don Pedro de Ursúa a las tierras selváticas donde todo era
esperarlo. En la ciudad de Chachapoyas se lamenta amargamente de no haber logrado
recoger al menos la mitad de los doscientos mil pesos que le eran tan preciosos. Don
Pedro de Ursúa tiene una labia linda y convencedora, pinta villas de oro y castillos de
plata, describe la fantasía con tanta realidad que los mercaderes de la ciudad de los
Reyes terminan en creerle y en prometerle millares de escudos, ¡miserables!, a la hora
de la verdad ninguno me cumplió la palabra dada, el que ofreció diez mil no alcanza a
entregarme mil, el que prometió cinco mil se niega a recibirme, tan solo lo dan todo
aquellos aventureros que tienen su fe puesta en mi brazo y su ilusión en los fulgores
del Dorado, los que se juegan en esta jornada lo mismo la hacienda que la vida, Pedro
Alonso Galeas aporta tres mil pesos, Gonzalo de Zúñiga dos mil pesos y tres
caballos, también dos mil pesos Pedradas de Almesto y Juan de Valladares, Juan
Vázquez Sahagún vende todas sus pertenencias, Inés de Atienza malbarata su casa en
siete mil pesos para venirse conmigo, no obstante esto a Juan de Aguirre no le
cuadran las cuentas, ¿cómo van a cuadrarle?, faltan dineros para comprar reses y para
la paga de los soldados y para los barriles de pólvora y para las barras de plomo y
para los toneles de vino, ¡viejo Satanás, te cambio mi alma por un puñado de
asquerosos pesos que me permitan cumplir esta hazaña donde me van el nombre y la
vida!
En aquella sazón sucedió el episodio del cura Portillo que cada uno gusta de
relatar a su manera, el cura y vicario de Moyabamba había logrado reunir seis mil
pesos a costa de su hambre y privaciones, a costa de poner a trabajar a los indios sin
pagarles salarios ni cosa alguna, a este clérigo de nombre Portillo le tentaba
embarcarse en los bergantines de don Pedro de Ursúa, no solo porque ambicionaba el
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obispado de los Omaguas que el gobernador le prometía sino por la cosquilla del oro
que le quitaba el sueño, «Este pueblo ha cometido un gran pecado fabricándose un
dios de oro» leía en el libro del Éxodo, el cura Portillo no compartía los escrúpulos de
Moisés, ¡concédeme Señor no la salvación de mi alma sino un cuarto trasero del
becerro del Antiguo Testamento!, el cura le adelantó mil quinientos pesos a don
Pedro de Ursúa, después no pudo darle el resto porque se lo impidió el desgarrón de
entrañas que sufren los avaros cuando algo los fuerza a desatar los cordones de su
bolsa, don Pedro de Ursúa (o más bien el mulato Pedro Miranda que era un bellaco, o
tal vez el joven Fernando de Guzmán que presumía de andaluz ingenioso) urdió una
treta para arrebatarle al cura los cuatro mil quinientos pesos que aún debía,
representaron la comedia de un moribundo que a medianoche clamaba por
confesarse, el cura corrió en camisa de dormir a darle la absolución, el falso
agonizante y sus tres compañeros le pusieron un arcabuz de mecha encendida en el
pecho y dos afilados puñales en los riñones, entonces el cura firma todos los papeles
que le dan a firmar, lo montan en un caballo rucio y se lo llevan con los huevos al aire
como está, el anciano vicario gimotea de rodillas ante don Pedro de Ursúa, mi cuerpo
gastado y enfermizo no dispone de fuerzas para navegar ni combatir, ni siquiera sirvo
para perdonar los pecados pues los míos son demasiado grandes, mi avaricia es una
llaga repugnante, mi lujuria ha engendrado varios hijos mestizos, una noche violé a
una indiecita en la sacristía, a veces fornico con las llamas y las burras, no merezco
ser obispo de los Omaguas, ni de parte alguna, don Pedro de Ursúa se lo llevará
consigo sin prestar oído a sus humillaciones.
El sargento Lope de Aguirre negóse a participar en la farsa, aquel enredo
sacrílego no le pareció una acción digna de hombres guerreros y cristianos, te diré mi
opinión Lorenzo Zalduendo, si el cura se niega a dar los cuatro mil pesos que pide
nuestra necesidad, pues se le mata sinceramente y se le arrancan los pesos al cuerpo
difunto, esto es más honroso que arrastrarlo a la fuerza a una dura jornada donde sus
débiles costillas se van a quebrar, se morirá de mengua a los pocos días de
navegación, como en efecto se murió.
Contrariedad más enojosa que la divertida historia del padre Portillo, Inés de mi
vida, fueron los sucesos que acarrearon la muerte de Pedro Ramiro, regidor de Santa
Cruz de Capocóvar, y la muerte siguiente de los capitanes Diego de Frías, ese que
tanto me había recomendado el Virrey, y Francisco Díaz de Alvés, que fue mi
compañero de armas en el Nuevo Reino y era un poco mi pariente. (Don Pedro de
Ursúa le escribe largas cartas a doña Inés de Atienza que aún permanece en Trujillo
consumida y anhelante de venir a encontrarlo). Sucedió, Inés de mi alma, que yo
envié al Frías y al Díaz de Alvés como caudillos de una jornada hacia la región de los
indios Tavoloros, en busca de yuca y animales de comer que en este lado no abundan,
y les nombré para conducirlos a mi teniente Pedro Ramiro, que conocía los laberintos
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de la selva como la palma de sus manos y los asentaría a cada uno en la parte más
conveniente. No sospechaba yo, Inés de mis sentimientos, que tanto el Frías como el
Díaz de Alvés tenían el corazón carcomido de envidia por causa de la confianza que
yo a Pedro Ramiro le dispensaba, ya que lo había nombrado por teniente regidor de
Santa Cruz de Capocóvar y tenía pensado nombrarlo por maese de campo de la
armada en mi jornada de los Omaguas. La consecuencia de esa envidia fue, Inés de
mi adoración, que el Frías y el Díaz de Alvés acordaron de pronto abandonar la
comenzada empresa, separarse de Pedro Ramiro y su gente, y volverse ellos al real
con muy torcidas intenciones. Tan torcidas eran, Inés de mis suspiros, que al toparse
con dos soldados que marchaban por el rumbo contrario les testificaron en falso que
Pedro Ramiro se había alzado contra el Rey y contra mí, y tras haberlos persuadido
los convidaron a prenderlo y ajusticiarlo. Y como hallaron al dicho Pedro Ramiro a
orillas de un río, ocupado en pasar sus hombres de tres en tres valiéndose de una
canoa, tomaron la siniestra providencia de ocultarse en la maleza en espera de la
oportunidad en que mi teniente quedase en este lado acompañado tan solo del
servidor negro que siempre lo asistía. Entonces, Inés de mis deseos, se le arrojaron
encima y le amarraron ligaduras en las manos y mordaza en la boca, y a lo último le
hicieron cortar la cabeza por un esclavo negro del Frías a quien encomendaron el
cumplimiento de tan grave maldad. Seguidamente atravesaron las aguas del río y le
mintieron a la gente de Pedro Ramiro en decirles que habían matado al teniente
regidor por disposición mía y en escarmiento de una horrenda traición que él había
hecho. Mas quiso el destino que el esclavo negro de Pedro Ramiro alcanzase a
escapar y hallar refugio en la espesura y contemplar desde ahí cómo le daban muerte
infame a su señor y venir luego de prisa hasta Santa Cruz de Capocóvar y contarme
sin tomar aliento la verdad del episodio. De ese modo estuve enterado del todo de la
iniquidad, y cuando el Frías y el Díaz de Alvés me escribieron melosas cartas para
darme mentirosa relación de cómo Pedro Ramiro se había rebelado contra mi
autoridad y de cómo lo tenían en prisión, y pedir mi beneplácito y licencia para sus
intenciones de aplicarle garrote, yo fingí creerles la patraña y los invite cortésmente a
volver al real. En llegando ellos a mi presencia. Inés de mis desvelos, los hice prender
y luego acusar de su fechoría por treinta testigos, que no eran otros sino los treinta
soldados que presenciaron el crimen desde el opuesto margen del agua, y condené a
los cuatro matadores a morir ahorcados en las ramas de la ceiba que está sembrada
frente a la iglesia de este poblado. Me produjo no poco sufrimiento, Inés de mis
entrañas, ver colgados de aquel árbol a un favorecido del Virrey y a un primo mío que
eran además bravos guerreros necesarios para mi venidera empresa, mas dejar sin
castigo su deslealtad significaba arrostrar el riesgo de perder la estima y el respeto de
los hombres que me siguen. Las noticias que te escribo pecan de malas, Inés de mis
caricias, puesto que he perdido de un golpe a tres de mis mejores capitanes, mas tú
sabes que no me arredro ante adversidad alguna, que no presumo de humilde sino de
orgulloso y seguro de mis propios hechos, más orgulloso y más seguro a partir del día
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y punto en que te conocí y te quiero y te gozo y te poseo, Inés de mi salivita y de mi
lechita. (Y por ahí se desató don Pedro de Ursúa a derretirse de amor y carnalidad en
varios pliegos que llegaron a las manos de doña Inés de Atienza al anochecer de un
sábado y la pusieron a temblar como la llama de un candil).
Doña Inés de Atienza divisó las primeras casas de Santa Cruz de Capocóvar un
domingo a las tres de la tarde, y avanzó hacia ellas abriéndose paso por el medio de
un calor húmedo y pegajoso que era presagio de aguacero. La noticia de su llegada la
habían susurrado los dos curas en sus confesionarios, la habían divulgado las
mujeres, se había litigado a viva voz en las tabernas. Don Fernando de Guzmán,
dispuesto como ninguno para los júbilos y las fiestas, fue de casa en casa convocando
a la gente, ¡corramos a ofrecerle un recibimiento esplendoroso a la mujer más bella
del Perú!, don Fernando de Guzmán no había visto jamás de cerca ni de lejos a doña
Inés de Atienza mas solamente ante él (tal vez por su condición de hijo de padres
principales bien estimados en Sevilla) y en reservados coloquios se permitió don
Pedro de Ursúa ponderar la hermosura de su dama.
Desde hora temprana ordenó el enamorado Gobernador que se abrieran los
canutos de las cubas, el vino corría como agua de manantial, las campanas de la
capilla repicaban cual si hubiera nacido un príncipe, colgaban cintas rosadas de los
techos de paja y de las ventanas de horcones, redoblaban los tambores marciales de
los españoles y les respondían en candombe los cueros de los negros, los jinetes
afanaban sus caballos en caracoles y rodeos, los arcabuces disparaban al aire, olía a
pólvora y sudor.
De repente aparecieron en el camino polvoroso los yelmos emplumados de los
soldados que abrían la procesión, se agitaron como pájaros las banderas y los
pendones de la bienvenida, estallaron al unísono las salvas y los gritos, luego se fue
extendiendo un silencio reverencial a medida que ella avanzaba hacia el centro del
caserío. Todos habían oído que doña Inés de Atienza era la mujer más bella del Perú,
mas ninguno sospechaba tanto despliegue de belleza morena y misteriosa. Negros
eran los ojos, negra la cabellera, negra la mantilla que apenas la embozaba, negra la
saya de terciopelo que la vestía. Eran en contraste blanco el pelo de la jaca que la
traía en sus lomos, azules los jaeces, dorados los ornamentos, rojo el airón.
Don Pedro de Ursúa, orgulloso y pensativo, le tendió la mano para ayudarla a
bajar de la cabalgadura. En ese minuto pudieron apreciar, los hombres y las mujeres,
la entera magnitud de su hechicería. Tan esbelta era que se encorvaba de propósito
para no aventajar en estatura a su amante el Gobernador. Aquellos zafios guerreros
insatisfechos y aquellas celosas mujeres resentidas adivinaban bajo las telas del
ropaje la presencia de sus hermosas piernas largas, de sus anchas y duras nalgas de
mestiza, de sus pequeños senos redondos, de la ardorosa negrura de su sexo. Los
capitanes Lorenzo Zalduendo y Juan Alonso de la Bandera, el alguacil mulato Pedro
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Miranda, el soldado pagador Pedro Hernández, el capellán Alonso de Henao y varios
otros que nunca se supo, sintieron encresparse su sangre bajo la mirada inevitable de
aquella mujer. El sargento Lope de Aguirre, en cambio, alzó los ojos al cielo porque
ya caían sobre las cabezas del gentío los primeros goterones.
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acariciarle lentamente su erguido bulbo de hombre. Con la mano no, gimió él; con la
mano sí, respondiste tú; y él no se atrevió a suplicar de nuevo porque tus dedos le
arrancaban un goce turbio que crecía más y más. El roce de tu mano no se detuvo, no
se detuvo hasta el instante en que don Pedro de Ursúa fue sacudido por la delicia
áspera de un violento espeluzno, y tú sentiste estallar entre tus dedos la bocanada de
esperma. Entonces te zafaste de sus brazos, saltaste de la hamaca y corriste hasta el
postigo por donde entraba la primera luz de la mañana.
Tus ojos aterrados, Inés de Atienza, no ven sino muerte, tumulto y muerte, acero
y muerte, muerte cruelísima para don Pedro de Ursúa, muerte cruelísima para ti que
no debes, no puedes, no quieres rechazarla. Esta substancia viva que te unta la palma
de la mano devuelve desde sus nácares un eco desgarrador que te sacude los huesos.
Este caldo tembloroso hace espejear rostros en sus blancuras, perfiles que apenas
entreviste la tarde de tu llegada. Ahí están Lorenzo Zalduendo, Juan Alonso de la
Bandera y el mulato Pedro Miranda, los tres codician tu cuerpo como bestias
enceladas. Ahí está el alcalde Alonso de Montoya a quien don Pedro de Ursúa ha
hecho engrillar porque se negaba a ir voluntariamente a la jornada, don Alonso de
Montoya sigue tus pasos desde su reja con un odio implacable. Ahí está don
Fernando de Guzmán adulador y amanerado, don Fernando de Guzmán se deshace en
loas a tu beldad y en encomios a la bravura de don Pedro de Ursúa, ¿qué ambiciones
disfrazan las zalemas de don Fernando de Guzmán? Allí está el sargento Lope de
Aguirre malencarado y cojo, el sargento Lope de Aguirre jamás te mira.
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TRAS MUCHO REZONGAR y no poco maldecir partimos del astillero un veinte y seis
de septiembre, día de San Cipriano. Refiere y comenta el padre Henao que San
Cipriano fue un nigromante pagano pasado al cristianismo por la gracia de Dios. El
emperador Diocleciano lo hizo degollar, muy bien merecido (digo yo) por haberse
pasado. En compensación caerá dentro de tres días la fiesta de San Miguel Arcángel,
patrono de mi villa de Oñate y de mi persona Lope de Aguirre. Este otro sí es un
santo erecto y derecho, lanza en ristre de la Divina Providencia, a ti sigo
encomendado para que me ampares en los vaivenes de la travesía y me ayudes a
librarme de mis malignos enemigos presentes y por venir.
Tantas calamidades llovieron sobre nuestras cabezas antes de la partida que un
demonio maléfico parecía condenarnos a desesperar por siempre en aquel codo de un
río afligido y pantanoso. La mayor desventura que sufrimos fue la quiebra de los
bajeles de maese Juan Corzo. Eran once nuestros navíos y muchos meses de sudor se
consumieron en construirlos. Seis de ellos se desbarataron en botándolos al río, el
agua les entraba a grandes buches por las junturas desportilladas, la madera se partía
como rastrojo seco, las chatas cabeceaban un rato junto a la orilla y luego se iban a
pique. Maese Juan Corzo culpaba y maldecía a los largos meses que estuvieron
vírgenes los barcos en el astillero, soportando furiosos aguaceros copiados del
Diluvio Universal, anidando alimañas en sus bodegas vacías, aguardando encallados
en las arenas a don Pedro de Ursúa que nunca llegaba. Para presenciar el lanzamiento
de su flota el gobernador salió señorialmente de la tienda donde doña Inés le exprime
noche y día el alma y otras partes de su cuerpo. Mientras una a una se hundían las
chatas, Pedro de Ursúa, tu tez iba mudando del rosa al amarillo. En el trance de
descalabrarse el bergantín te diste a jurar como carretero y renegado, inclusive te
cagaste en Dios de palabra, el padre Henao lleno de horror se persignó tres veces
consecutivas. En un tris estuviste de hundirle una estocada mortal a maese Juan
Corzo en la panza, tal como hubiera hecho yo de ser quien eres, pues ningún otro
tratamiento merecía el hideputa. Tú te contentaste con hacerlo engrillar y al día
siguiente le quitaste los grillos para mandarle que emprendiera sin dilación el reparo
de sus podridos barcos. Maese Juan Corzo salta ahora de aquí para allá como un loco
de atar, empuja los indios al agua para obligarlos a rescatar tablas, grita voces de
apremio a los carpinteros y a los herreros y a los calafates, maese Juan Corzo
pringado de barro hasta las pestañas se pasa las noches en claro espoleando a las
cuadrillas de negros que se alternan en el trabajo. También yo que soy hombre de
poco o ningún sueño, dilapido mis noches velando, me divierte ver deslomarse a los
negros bajo la luna y oír la canción de un pájaro tatatao tatatao que desde la oscuridad
le toca maitines a maese Juan Corzo.
Pero al fin se canta la gloria, así decía el cura de Oñate, fray Pedro Mártir, al fin
logramos apartarnos de aquel oprobioso barrizal el día de San Cipriano. Nuestros
once flamantes navíos quedaron reducidos a dos bergantines y tres chatas remendadas
y temerosas de volver a hundirse. Llevamos a cambio de lo perdido más de
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doscientas embarcaciones pequeñas, principalmente balsas y canoas. Nuestros
hacheros derribaron el árbol más corpulento que nuestros ojos han visto y
convirtieron su tronco en la canoa más inmensa que ha surcado los ríos del mundo.
Embarcado en tan descomunal esquife va el gobernador Pedro de Ursúa, en compañía
de sus amigos y mandos de mayor valimiento. Al desplegarse de orilla a orilla tan
dispareja como numerosa flota, mi escrupuloso camarada Pedro de Munguía hace la
cuenta: 400 soldados españoles, 24 ayudantes morenos entre negros y mulatos, 600
piezas de servicio entre indios e indias, a más de las 14 mujeres blancas que van en la
jornada (sin exceptuar a doña Inés de Atienza y a mi hija Elvira que no son blancas
sino mestizas). El resto de la carga son hatos de ropa y trastos de dormitorio o cocina,
armas y escudos de todas clases, barriles de pólvora y otros de vino, rasgueo de
vihuelas y ladridos de perros, no sé cuantas cabras y ovejas, tampoco sé cuantas
vacas y terneros, 27 caballos bien aderezados, y estos últimos sí los conté con grande
fidelidad.
La consecuencia más desdichada que tuvo para toda la gente la quebradura de los
barcos de maese Juan Corzo fue la obligación de dejar en tierra buena porción de sus
bagajes y pertenencias, que no tenían cabida en las balsas y canoas. Se vieron
forzados a matar y salar gran parte del ganado que habían traído con la finalidad de
fundar hacienda en la tierra prometida, y a vender los pavos y gallinas a los doce
vecinos miserables que quedaron en Santa Cruz de Capocóvar, y a dejar los caballos
en la orilla que era esto lo más inhumano. Más de cien caballos resoplan remolinados
en las playas, sin riendas y sin amos. ¿Cómo puede un hombre privarse de su
cabalgadura en estas comarcas donde el caballo es la mitad más útil de nuestro ser?
No pocos soldados estuvieron al borde de desistir del viaje, por no abandonar sus
caballos. El general Pedro de Ursúa no se los permitió. A unos los persuadió
recordándoles con bellas palabras que el tesoro de los Omaguas se hallaba a un
escaso mes de distancia. A otros, los que jamás se persuadieron, los trae por fuerza
haciendo de remeros en la barca de doña Inés. Ahí va remando con ellos maese Juan
Corzo, que todavía pena por el desastre de sus barcos. Y va también remando el
enconado alcalde Alonso de Montoya, a quien la procesión le anda por dentro.
¿Por dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de Vargas? Tres
meses ha que el gobernador Pedro de Ursúa los despachó corriente abajo. Llevaban la
comisión de salimos al encuentro, cargados de provisiones y buenas noticias, en la
junta de un gran río descubierto por el gobernador Juan de Salinas, que unos llaman
el Cocama y otros mientan el Ucayali. Delante partió García de Arce con treinta
hombres, navegando en canoas de liviana madera y en balsas de troncos atados con
fuertes bejucos. Lo siguió Juan de Vargas con otros setenta hombres, y se llevó
consigo por orden del gobernador Ursúa uno de nuestros dos bergantines. Todos nos
reuniremos más tarde, Dios mediante: las canoas y las balsas de García de Arce, el
bergantín de Juan de Vargas y la entera muchedumbre de nuestra flota, en la junta del
río Cocama, que otros llaman Ucayali.
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A propósito de estos sucesos recuerdo yo que por estas mismas o parecidas aguas,
e igualmente en busca de bastimento, envió Gonzalo Pizarro a su preciado capitán
Francisco de Orellana. Atestigua la historia que no volvió a verlo jamás pues
Orellana no era un simple recogedor de tortugas sino un descubridor sediento de
renombre. Francisco de Orellana navegó sin parar meses enteros por entre torrentes y
remolinos, estaba conquistando el río más superlativo del universo, cayó en el mar
océano cubierto de perpetua gloria. Gonzalo Pizarro se quedó aguardándolo en la
selva, matando sus caballos para mitigar el hambre de sus huestes andrajosas. ¿Por
dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de Vargas? El gobernador
Pedro de Ursúa confía ciegamente en ellos, ha encumbrado a Juan de Vargas hasta el
grado de teniente general, García de Arce es su amigo y paniaguado de mayor
privanza. Mas tanto como todo esto era Francisco de Orellana en la estimación de
Gonzalo Pizarro, pienso yo, y no obstante ello su lealtad naufragó fácilmente en las
aguas frenéticas de estos ríos desmedidos.
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obscuridad de los confesionarios como rincones de perversión? ¿Quién iba a
preservarla de la violencia de los soldados rijosos, de la insolencia de los
encomenderos lascivos, de las artimañas de los jueces concupiscentes, de las súplicas
de los mulatos sensuales? En aquella villa de pesadas casas y ásperos cerros, donde
mi niña Elvira parecía una rosa en un jardín de piedra, los hombres sueñan a toda
hora con obscenidades y fornicaciones. Óyeme bien, Antón Llamoso, ya que tanto
insistes en conocer mis razones. En esta jornada de los Omaguas van más de
trescientos hombres verdaderos, más de trescientos aventureros de dura piel y
corazón velludo, mas ninguno de ellos osará mirar a mi niña Elvira con malos ojos,
ninguno se atreverá a profanar su inocencia con un deseo torcido mientras yo me
halle a su lado, mientras os halléis a su lado tú y Pedro de Munguía, Martín Pérez y
Diego Tirado. Juan de Aguirre y Custodio Hernández. Roberto Zozaya y Joanes de
Iturraga y otros muchos que sois mis amigos, que mañana seréis mis marañones, y
Dios me entiende. Está escrito un frasis en el Eclesiastés, Antón Llamoso, que yo me
aprendí de memoria: La hija mantiene desvelado a su padre, pues el cuidado de ella
le quita el sueño, por el temor de que sea manchada su virginidad. Así reza el
Eclesiastés, Antón Llamoso, y así pensamos los que estamos sujetos a los preceptos
de la Madre Iglesia de Roma.
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de Juan de Vargas, aunque se presume y sospecha que ambos a dos nos esperan en la
junta del rio Cocama, que otros llaman Ucayali. Los caperuzos, unos indios así
motejados en razón de los ridículos bonetes de abogados con que se cubren, nos
truecan una fanega de maíz y una canoa rebosante de tortugas por una amellada
navaja toledana que les damos. Termínase de reparar el bergantín en la barranca de
los caperuzos, y ahora alza su vela bajo el mando de Pedro Alonso Galeas, río abajo
al encuentro de García de Arce y Juan de Vargas. La única otra novedad sucedida en
aquel pasaje es que el alcalde Alonso de Montoya fue librado de los grillos que le
oprimían los pies y de la collera que le deshonraba el gollete. Es vano mi intento de
hacerle amistad pues Alonso de Montoya solo articula gruñidos de rencor y votos de
venganza.
Navegamos ochenta leguas más, hasta llegar a la desembocadura del Ucayali, que
otros llaman Cocama. En esta inmensa encrucijada de aguas es donde real y
verdaderamente nace el río de las Amazonas. Aquí hallamos a Juan de Vargas con su
gente. Con recelo y extrañeza advertimos que García de Arce no forma parte del
corro que nos recibe.
—Sabe Dios por donde andará García de Arce —dice Juan de Vargas con su dejo
de madrileño atildado—. Los caperuzos nos contaron que había pasado de largo por
sus orillas. Debió aguardarme en este sitio, cual era lo convenido, mas tampoco aquí
le permitió detenerse su impaciencia por despeñarse río abajo.
Todos imaginamos y sospechamos que García de Arce anda poseído por
ambiciones de hazañas particulares, y que pretende descubrir un Dorado para su
propia gloria y riqueza, todos lo sospechamos menos el Gobernador que conserva una
fe incorregible en su vasallaje. El fidelísimo García de Arce peleó bajo sus órdenes
contra los indios musos en el Nuevo Reino, le ayudó a ejecutar la trampa mortífera
que aniquiló a los negros cimarrones de Panamá, lo acompañó cumplidamente en las
fundaciones de Pamplona y Tudela. Murmura entre dientes el padre Henao que en
ciertas fiestas de Corpus santificadas con raudales de chicha en Cartagena, el general
Pedro de Ursúa y su dicho ayudante García de Arce preñaron a dos doncellas indias,
y estas le dieron una hija hembra a cada uno.
—No os inquietéis —dice firme y sosegadamente el Gobernador—. García de
Arce nos espera con felices nuevas un trecho adelante.
Juan de Vargas saluda militarmente y da su parte:
—Acatando la instrucción de Vuestra Excelencia, general Ursúa, y ante la
dificultad de no haber encontrado a García de Arce en este lugar que era el acordado,
decidí en subir la corriente del río Cocama, en busca de los bastimentos de los cuales
los hombres de Juan de Salinas nos dieron noticia al incorporarse a nuestra entrada.
Me llevé conmigo a los soldados de mayor fuerza natural, y dejé en este campo a los
enfermos y a los débiles, con Gonzalo Duarte al frente de ellos por su caudillo. En
efecto, y tal como lo habían dicho los hombres de Juan de Salinas, tras veinte y dos
jornadas de remontar el Cocama topamos con poblaciones de indios que nos
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proveyeron de maíz, frutos y yuca, a veces por las buenas y otras por las malas. Volví
finalmente a este sitio, con muchas canoas cargadas de alimentos y no pocos indios e
indias cautivos, y entonces hube de hacer rostro al más triste y desoído espectáculo.
Juan de Vargas baja ahora la voz, no quiere hablar sino para el Gobernador, mi
oído de lince no pierde palabra:
—Encontré a la gente tendida a la vera del bergantín, enfermos los unos,
derrumbados de fatiga los otros, todos medio muertos de hambre y aflicción. Tres
soldados españoles habían finado de mengua, y sus cadáveres fueron arrojados al río,
para evitar que los devoraran los buitres, ya que nadie tuvo ánimo para enterrarlos
cristianamente. También fueron a dar al agua quince cuerpos de indios difuntos, con
gran contento de los caimanes y los peces feroces del río.
Juan de Vargas prosigue con voz bajísima su relación: —Para colmo de males, en
el entretanto que el tiempo pasaba y no aparecía la flota de Vuestra Excelencia, se
despertaba en muchos descontentos la intención de rebelarse. Había los que
pretendían abandonar la jornada y volverse al Perú, otros más osados se inclinaban a
continuar solos río abajo en persecución de regiones más propicias, los más malvados
querían simplemente matarme. Fue menester castigar a varios de ellos, aunque yo me
esmeré en convencer a la mayor parte por medio de razones y sentencias,
explicándoles que Vuestra Excelencia era un hijodalgo cumplidor de su palabra y
celoso de su honra, y que vivo o muerto vendría a juntársenos como había prometido.
Eran cosa muy cierta los infortunios que contaba Juan de Vargas, mas nuestra
presencia aplacó las aversiones y disipó las pesadumbres, tanto que cayó el olvido
sobre los tres compañeros muertos. Llevóse al cabo un repartimiento de provisiones,
maíz y yuca, cazabe y peces salados, frutos y piezas de caza, sin poderse evitar el
despecho de los que consideraron que la división no había sido hecha con equidad y
justicia. Estos murmuraban que a doña Inés le tocó lo más exquisito por ser la bella
barragana del Gobernador. Yo, por mi parte, que no caigo en tentaciones de yucas y
cazabes, me sujete a obtener lo necesario para que no penasen de hambre mi niña
Elvira y las mujeres que de ella cuidan.
Ante nuestros ojos se abre el inmenso y temeroso mar dulce que llaman río de las
Amazonas, el Marañón de mis marañones, digo yo.
Fuiste apenas gota del alba caída en la cúpula del Vilcanota en la punzante cumbre oscura del
Vilcanota arpón del supremo hacedor Viracocha hundido en las más altas atalayas de los incas voz
inviolable de la nieve desgarra estrellas de agua cenicienta duendes de humo saltan las oquedades de
arrogantes farallones luces de almas en pena descienden de las nubes en hirvientes cuchillos haz de
relámpagos vertidos en el bramido del Apurimac que arrastra furias y estruendos por entre ijares de
montañas Apurimac revuelo de plateado gavilán sobre el estupor de los abismos Apurimac apagador de
ardientes selvas de oro Apurimac jaguar de agua jadeante puma de espumas hasta el hallazgo del
Mamaro enlazados engendran la corriente desnuda del Eni peregrina transparencia al encuentro del
Perene másculo príncipe de luminosos pliegues que ha horadado cavernas infernales y destrenzado
arcanos de enredaderas grises Eni y Perene al confundir sus aguas te convierten en Tambo cerril Tambo
que te retuerces inventas múltiples caminos de ópalo no te detienen cerros no te apaciguan llanuras vas a
caer en brazos del Urubamba hermano Urubamba hijo de tu mismo padre rocoso y huraño Urubamba
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parido por tu misma madre de alabastro y yelo Urubamba apartado de tu ruta por el espinazo implacable
de los Andes mas ni el propio Dios lograría impedir el nacimiento del Ucayali melodía vagabunda del
Tambo relincho lujurioso del Urubamba ambos ayer tibias hilachas despeñadas del Vilcanota van a
hacerse de nuevo idéntica materia cristalina fusión de lámparas azules y salvajes aromas florestales
Ucayali te llamas para mojar el corazón del Perú con tu ritmo de leche majestuosa Ucayali te llamas
para acoger la savia definitiva de treinta tributarios Camisea Sepahua Mishagua Cohenga Tahuanía
Inuya Cheshea Genipanshia Pachitea Tamaya Abujao Utuquina Callería Aguaytía Roaboya Pisqui Unini
Canchahuayo Cushabatay Santacatalina Supayacu Yanacayu Maquía Pacaya Tapiche tantas aguas
agigantan tu brío corres endemoniado a la embestida del Marañón poderoso y profundo como tú el
estallido de tu inmensidad oscura sobre su inmensidad clara es un cataclismo de ciega alegría un
huracán de vidrios y palmeras un torbellino de grandes árboles tronchados una turbia anarquía de peces
y tortugas un sonámbulo ciclo tempestuoso un cruel espejismo de emplumados infiernos ya no eres
Ucayali ya no eres Marañón sino tú padre Amazonas océano dulce y fugitivo dios supremo de los
bosques el más eterno entre todos los ríos del universo.
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UNA ESTRELLA DE mal agüero sigue guiando desde el cielo nuestra aventura. Al
apartarnos de la junta del Ucayali y proseguir nuestra derrota río abajo se quebró el
bergantín de Juan de Vargas, fue menester abandonarlo a su suerte anegado y
rompido, sus marineros se acomodaron lo mejor que pudieron en canoas y piraguas.
Bajamos por el río de las Amazonas por mí siempre llamado Marañón, bajamos en
seguimiento de García de Arce y el imperio de los Omaguas, en busca más segura del
mar océano donde estas aguas fatalmente desembocan. De pronto nos cae por la
margen izquierda el caudaloso y ancho río de la Canela, por esa poderosa corriente
tributaria entró el descubridor Orellana con su barco «San Pedro», en este punto el
Marañón se vuelve irreparablemente universal, el navegante comienza a sentirse
mínimo o infinito según la opinión que de sí mismo tiene. En mi caso un soplo de
grandeza se me enrisca dentro del pecho entretanto el gran cristal del río crece ante
mis ojos. Es algo como si volviera a nacer del vientre de mi madre, para el bien y
para el mal. Me sentí revivir una vez en el Cuzco el día en que alcancé a vengarme
con su muerte de los latigazos y agravios que me había hecho el alcalde Francisco
Esquivel. Me sentí morir de nuevo cuando volví a mi casa después de la batalla de
Chuquinga y supe por verdad del espejo que Lope de Aguirre sería para siempre un
espantajo cojo y chamuscado. Ahora la majestad de este río me devuelve la
conciencia de lo que realmente soy, no anciano renco y desdentado sino brazo
dispuesto a coronar las hazañas más insignes, fuerte caudillo de más valer por encima
de todos cuantos valen, valgo más y mucho más que el gobernador Pedro de Ursúa,
valgo tanto como el rey Felipe, a quien Dios guarde, llegarás a valer menos que yo,
rey español. A ti Pedro de Ursúa te envidian todos los hombres el amor y la posesión
de la dulce ramera que te complace, yo no formo parte de esa piara de hambrientos
cerdos, no me desvelan las caricias y desmayos de doña Inés entre tus brazos, me
desagrada sí la preeminencia de que haces alarde cuando doña Inés te acompaña. Eres
un apuesto caballero Pedro de Ursúa, de paso nivelado y barba ensortijada, cuentan
que mataste traidoramente a más de doscientos negros rebeldes en Panamá, esforzada
proeza digna de un generoso pecho como el tuyo, fuiste escogido entre cien
pretendientes por el virrey Marqués de Cañete para gobernar esta memorable entrada
de los Omaguas, duermes y follas de lunes a sábado con la mujer más bella del Perú,
empero yo me pregunto perplejo y dudoso si vales más que yo, ¿vales más que este
cojo y maltrecho sargento Lope de Aguirre, natural vascongado y no francés vicioso
como tú?, la lengua infinita de este río me dice que no vales tanto, y si no logro
demostrarlo al punto y hora ha de ser porque yo tampoco valgo nada.
¿Qué habrá sido de García de Arce? El gobernador Ursúa insiste en pregonar que
su fiel paniaguado nos está aguardando en una tierra fértil y abundosa, derretido de
lealtad y cumplimiento. Por su parte el bachiller Francisco Vázquez, que vino a esta
jornada con presunciones de cronista y todo lo adorna con su imaginación mentirosa,
asegura que García de Arce y su gente se zambulleron en la selva procurando
sustento y allí fueron devorados una mitad por las fieras y la otra mitad por los indios
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bárbaros. En cuanto a mí no ceso de creer que García de Arce ha emprendido
descubrimientos por su cuenta y riesgo, lo presiento dormido bajo sábanas de oro en
el mentado imperio de los Omaguas, o llorando el desengaño de saber que el tal
imperio no ha existido jamás.
De allí a dos días los hechos confirman que tenía razón el gobernador Ursúa, no
el bachiller Vázquez, aún menos yo. El dos de noviembre, día de los fieles difuntos,
divisamos a la luz de un mediodía transparente una isla plantada en el medio del río.
Atribuimos en el primer instante su penacho de humo a la presencia de una población
india, al acercarnos comprendemos que aquellos infelices que se asoman a la
barranca son García de Arce y su gente, gritan como unos condenados.
Vivían en un palenque o fortaleza hecha de madera y fajinas de ramas atadas con
alambre, a lo lejos se veían los ranchos espaciosos y cuadrados de los indios. La
maravillosa puntería de García de Arce es ponderada en todo el Nuevo Mundo, aquí
le sirvió para cazar lagartos de río llamados caimanes, si les apuntaba a los ojos
seguro puedes estar de que en el hueco de los ojos les daba, sus hombres se
alimentaron muchos días con las colas de aquellos animales feos y correosos, les
hallaban un sabor a mariscos secos. Igualmente sirvió la destreza de García de Arce
para matar indios en abundancia, el famoso arcabucero usaba un ingenioso ardid que
consistía en unir dos pelotas con un alambre, al disparar lograba derribar seis indios
de un solo tiro: dos que recibían los pelotazos mortales y cuatro a quienes el alambre
descabezaba.
Uno de los soldados de García de Arce refiere a la media noche cómo tuvo origen
la enemistad entre su caudillo y los indios, al principio estos eran amables y les traían
frutos de la tierra y huevos de tortuga, así se pasó el tiempo hasta un viernes en que
García de Arce hizo encerrar a sus visitantes dentro de un bohío y ordenó que los
matasen a todos, más de cuarenta fueron exterminados a estocadas y puñaladas, la
sangre formó un arroyo que bajaba por la ladera hasta juntarse a las aguas del río,
García de Arce se disculpó diciendo que el cacique Pappa les preparaba una celada, el
soldado que ha contado la historia espera que el gobernador Ursúa repruebe
severamente una acción tan cruel e innecesaria, ilusión vana la tuya compañero,
olvidas que el oficial García de Arce no hizo sino copiar punto por punto la sutil
estratagema que inventó en Panamá este su amado general Pedro de Ursúa con el fin
de arrancarles la vida a doscientos esclavos cimarrones, no hay diferencia alguna
salvo que aquellos cadáveres eran negros mientras que estos son indios, mas los unos
y los otros encerraban por igual almas humanas, por lo menos Vuestra Paternidad está
en la obligación de creerlo, Monseñor Henao.
La sangrienta medicina aplicada por García de Arce aterró a los indios en forma
tal que se perdieron de vista, quedaron vacías las casas aladradas que se alzan en el
valle. En cambio la amistad que nos prodigan los mosquitos resulta insufrible, nubes
voraces y pegajosas descienden a nuestros pellejos, pican al través de las ropas y las
mantas, no dejan dormir a mi niña Elvira con su musiquilla. Arrancamos de los
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árboles una gran variedad de sabrosas y extrañas frutas: unas verdes en forma de pera
que ocultan una carne amarilla y suave, otras doradas y de un gusto ácido que frunce
los labios, otras gordas y pulposas como manzanas pero de piel dura y grandes
semillas.
Mientras dura nuestro descanso en la isla, el gobernador Ursúa se acuerda de que
debe otorgar autoridad y grados a varios de sus oficiales, legítimo acto de gobierno
que no había cumplido antes porque los golosos brazos de doña Inés le tienen
adormecida la voluntad. A su servicial y valeroso capitán Juan de Vargas lo hizo
teniente de gobernador, al escogerlo desengañó a Lorenzo Zalduendo y a Pedro
Antonio Casco y a Juan Alonso de la Bandera, todos tres aspiraban a ese oficio desde
la muerte de Pedro Ramiro. A don Fernando de Guzmán lo hizo alférez general,
distinción alcanzada por el esfuerzo de sus zalemas y lisonjas, don Fernando de
Guzmán es siempre el único invitado a sentarse a la mesa junto al Gobernador y doña
Inés, sospecho yo que en su fuero interno le place más la compañía del Gobernador
que la de doña Inés, y Dios me perdone. A mí. Lope de Aguirre, me nombraron para
teniente de difuntos, yo seré el personaje que llevará la cuenta de aquellos que han de
morir en nuestra jornada, guardaré sus papeles y sus postreras disposiciones con gran
cuidado y vigilancia, haré una rigurosa lista de los finados y la depositaré el Día del
Juicio en las invictas manos de San Miguel Arcángel que los mandará al infierno sin
contemplaciones. Permita el cielo Pedro de Ursúa que me toque dar principio al
memorial con tu orgulloso nombre de hidalgo baztanés.
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que viniera ha llegado la hora de esforzarme en el nombre y alteza de mi propia
gloria. Desde la barbacoa de mi chata contemplo a los doscientos noventa y nueve
compañeros, los contó Pedro de Munguía, que van en la afiebrada conquista del
imperio de los Omaguas. Allá por los horizontes, acurrucada en la verdura maternal
de la selva, divisan ellos los contornos de la ciudad más prodigiosa del universo
mundo. Sus pasos recorren las largas calles de oro macizo, son de plata labrada los
muros de las casas, maúllan y mean los gatos sobre tejados de amatista, las reales
posaderas del príncipe Quarica descargan su carga sobre bacinicas engastadas en
diamantes, el príncipe Quarica se hace barnizar las criadillas con suavísimo alquitrán
y luego sus esclavas cubrenselas con polvos de oro y ornánselas con guirnaldas de
perlas, en la casa del Sol hay jardines de coral donde se ofrecen a la mano las peras
de oro y las calabazas de oro y los huevos de oro que ponen las gallinas de turquesa
por sus culos de rubí.
Habéis llegado hermanos al espléndido Dorado concebido por la imaginación de
los profetas indios a modo de contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los
arcabuces y caballos españoles. En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos
las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los unos a los
otros desaforados por la envidia y la ambición. Habéis llegado al maravilloso Dorado
del cual echó mano el virrey Marqués de Cañete para librarse de nosotros, trescientos
aventureros que le estorbábamos en su fructuosa pacificación del Perú. Habéis
llegado al Dorado cuya imagen les sirve a los caudillos para resucitar a los soldados
desfallecidos por las hambres y las fiebres, ¡alzaos que tras de aquella montaña está el
Dorado!, entonces el soldado se alza y echa a andar de nuevo dando traspiés por entre
ciénagas y riscos. Habéis acometido esta empresa con el designio de haceros ricos y
poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la tierra, sin amasar el pan, sin forjar el
hierro, sin leer los libros, con el oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios
hallarlos a flor de tierra, ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado.
Enloquecidos por la ilusión del oro profanamos sepulturas, matamos en guerra o sin
ella a millares de indios, damos tormento a los prisioneros para forzarles a hablar,
nuestra codicia jamás se ve harta, si oro encontramos volvemos sobre nuestros pasos
en reclamo de más oro, acabaremos nuestras vidas en la miseria o emponzoñados por
una flecha o atravesados por una lanza o colgados de una horca, y con nuestras
muertes se satisfará la venganza de los sacerdotes indios que fraguaron esta milagrosa
mentira.
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parte que se dice Carari nos truecan sus canoas llenas de pescado por cuchillos y
espejitos, a la Torralba le regalan un elegante papagayo de varios colores. El
gobernador Ursúa consumido hasta las médulas por la pasión amorosa de doña Inés,
enfermo además de fiebres cuartanas que a veces le hacen dar diente con diente, se
encierra en la melancolía y descuida sus obligaciones, en lugar de usar guías
conocedores de los territorios que atravesamos se obstina en escuchar los embustes y
enredos de los indios brasiles que trae consigo desde el Perú, o peor aún los desvaríos
del marinero Alonso Esteban que hizo esta misma travesía ha diez y ocho años con el
descubridor Orellana (los contrastes sufridos en aquella sazón lo volvieron al parecer
loco rematado), Alonso Esteban nos anuncia cada día la aparición inmediata del
imperio de los Omaguas, saluda desde su balsa a los caimanes como si fuesen
antiguos conocidos suyos, habla a solas con las estrellas. El alcalde Alonso de
Montoya que viene de mala voluntad en esta jornada pretende amotinarse una vez
más, desea volver las espaldas y remontar con su gente las quinientas leguas que nos
separan ahora de Santa Cruz de Capocóvar, naturalmente que el gobernador Ursúa no
se lo permite, de nuevo lo encadena y le pone collera infamante al pescuezo, a sus
parciales los condena a remar en la barca que lleva a doña Inés, el corazón bondadoso
del Gobernador le prohíbe hacer matar a Montoya y sus amigos, tal como hubiese
acordado yo por evitar que ellos me matasen primero a mí, como sin duda te matarán
a ti Pedro de Ursúa si la providencia de los ciclos por bien lo tiene. Llegando que
llegamos a la región de Manicuri se nos aniega el último bergantín, nos quedan
solamente dos chatas pues la tercera se nos pudrió al alejarnos de la isla de García de
Arce, el resto de nuestra armada se compone de balsas y piraguas iguales a las de los
indios, el gobernador Ursúa nombró al padre Alonso de Henao por vicario y provisor
de esta empresa y mantuvo la promesa de hacerlo mañana obispo del país de los
Omaguas, el otro cura Pedro de Portillo ha comenzado a agonizar de mengua y
despecho, esta noche lo bajaremos cargado a tierra para que entregue su alma al
Creador.
De pronto comenzó el hambre. La pesca abundante y rica de los primeros días,
los grandes paiches cuya carne espléndida abastecía de comida a diez hombres, los
barbudos bagres o cunchis de diversos géneros, las sardinas semejantes a sus
hermanas del mar, las pañas o pirañas feroces capaces de devorar a un hombre hasta
dejarlo en los huesos pelados, ni siquiera esas pequeñas pirañas criminales se pescan
ahora. Los cordeles se arrastran templados en pos de las canoas, al menor temblor el
pescador tira con violencia y entonces salta al aire el anzuelo despoblado cuando no
trae enredada en su punta una raíz lodosa o una alga seca. No osamos navegar de
noche sino que acampamos en las orillas, en vano buscamos árboles frutales o
palominos, esta es una dura región negada a dar alimento y amparo al hombre, los
propios indios dejaron de habitarla ha mucho tiempo. Nuestros escopeteros se
asoman a los intrincados laberintos de la selva y vuelven con las bolsas vacías,
desgarrados sus jubones por las plantas espinosas, arañados sus rostros por las lianas
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salvajes, hoscos de furia y cansancio. A veces logran matar un gallinazo repugnante,
o un lagarto de panza floja y babosa, o un mono raquítico y tan muerto de hambre
como ellos. A los cuatro días de privaciones la gente comienza a quejarse
amargamente de los desatinos del Gobernador, de sus mentecatos guías brasiles que
nada previenen, de los aromas de tocinos y exquisitos guisados que perfuman la barca
donde viaja doña Inés. Los soldados gruñen y maldicen alrededor del inmenso
caldero en cuyo seno hierven viandas abominables. Estos hombres hambrientos
aprecian en grado sumo los muslos escamosos de las iguanas, asan sapos cual si
fuesen conejos, mascan agrias raíces que provocan diarrea, preparan caldos con
cueros de zapatos y arzones de los caballos, un mono sin pellejo es la misma cosa que
el cadáver de un niño, la cara de Antón Llamoso se entristece cuando chupa los
huesos infantiles de un mono, luego les toca el honor de la olla a los fieles perros de
la ilota, al sexto día no queda un solo perro vivo ni vuelve a escucharse un ladrido
afectuoso, ¿y los caballos, señor general?, el gobernador Ursúa se ve forzado a
pronunciar una fogosa arenga ante sus soldados apiñados en la playa, los caballos son
para nosotros la cosa más sagrada, ¿qué sería de nosotros en el imperio de los
Omaguas o en el mismo infierno si nos privaran de nuestros caballos?, con estas
palabras habla Pedro de Ursúa. No he permitido que mi niña Elvira sufra penas de
hambre, traje guardadas para ella en una arca tortas de pan cazabe y variadas frutas
desde la región de Maricuri, la Torralba sacrificó una noche su papagayo para
aderezarle una cena, generoso gesto que jamás olvidaré. En cuanto a mí. Lope de
Aguirre, si se ha de contar la verdad diré que en este trance no he comido monos ni
perros ni lagartijas ni culebras ni gallinazos, las verdolagas y bledos que da la tierra
me han bastado para no perecer.
A los nueve días de hambre despuntan por el horizonte las chozas indias del país
de Machifaro.
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LOS INDIOS DE MACHIFARO se amontonan en la playa con las armas en belicoso
alarde, tú Pedro de Ursúa tomaste la ocasión por los cabellos para rescatar tu
maltrecha reputación y recuperar el respeto de tus soldados y reverdecer la pasión
amorosa de doña Inés y proveer de alimentos a tu gente amarilla y flaca, te miramos
poner pie en tierra erguido y solo tremolando en la mano diestra un lienzo blanco de
paz, cincuenta arcabuceros mandados por García de Arce te guardan las espaldas, los
indios saben de oídas que nuestras bocas de fuego pueden aniquilarlos a todos ellos
en un decir amén, el prudente cacique depone sus ansias de combate y se adelanta a
recibirte con los brazos en alto, doña Inés llora humedecida por tu heroicidad. Viva
nuestro valeroso general Pedro de Ursúa grita el padre Henao, el cacique acogedor y
asustado nos aloja en el centro de su aldea que es la más grande vista por nosotros a
lo largo de nuestro viaje, nos regala con inmensas tortugas que encierran tan sobrada
carne como un carnero, los soldados hambrientos engullen y tragan con tanto
desenfado como poca vergüenza.
En nuestro bohío se goza de bastante comodidad y espacio, en el primer aposento
duermo yo con todas mis armas encima, o por mejor decir finjo que duermo, a los
desconfiados los ayuda Dios, han comenzado a soplar en el real vientos de alevosía,
en la estancia que da al patio se aloja mi niña Elvira en compañía de las dos mujeres
que la cuidan, en el bohío vecino viven en vigilancia los hombres de mi mayor
confianza: Martín Pérez de Sarrondo, Pedro de Munguía y Antón Llamoso, al poner
del sol nos reunimos todos alrededor de las hogueras que hemos encendido con el
propósito de ahuyentar a los mosquitos, los mosquitos de Machifaro son los animales
feroces más empedernidos del orbe, ni el humo ni las llamas los arredran en su
arremetida.
A veces se acerca a visitarnos el bachiller Pedrarias de Almesto amigo y
pendolista del gobernador Ursúa, el bachiller Pedrarias de Almesto es un hombre más
leído y escribido que el resto de los que van en esta aventura, algunas noches nos
quedamos él y yo platicando sobre asuntos de la historia o de la fantasía, mi niña
Elvira gusta de oír nuestras palabras sin hacer preguntas ni añadir comentarios.
Una mañana me descubre mi niña Elvira apuntando renglones en un papel y me
dice con fingido asombro: ¿Vuestra merced, padre mío, se ha vuelto poeta de
repente?, de buena gana escribiría versos si no me fallaran la luz y el ingenio, en estas
fojas anoto solamente nombres mondos y escuetos, ¿quiénes se pondrán en contra del
gobernador Ursúa y quiénes a su lado en la hora inevitable de darle muerte?, sin su
muerte no se cumpliría jamás nuestro destino (que no es. ¡Vive Dios!, el de envejecer
o morir buscando un Dorado imaginado sino el de conquistar y ganar un maravilloso
país llamado el Perú que está pintado en todos los mapas).
Primero en mi lista: el bravísimo capitán madrileño Juan de Vargas, teniente de
gobernador, amigo íntimo y perfecto de don Pedro de Ursúa; matarlo. Segundo: el no
menos intrépido oficial y muy fiel paniaguado García de Arce, descubridor de una
isla e infalible arcabucero; matarlo. Tercero: el sargento caballericero y herrador Juan
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Vázquez de Sahagún, compadre amantísimo del gobernador Ursúa; matarlo.
Cuarto: el cronista y escribiente Pedradas de Almesto, caballero culto y amable
aunque perrunamente secuaz del Gobernador; matarlo, y de veras lo lamento. Quinto:
el reverendo monseñor Alonso de Henao, vicario de la armada y futuro obispo de los
Omaguas; matarlo, y mucho me place. Sexto y séptimo: el comendador Juan Núñez
de Guevara y el capitán Sancho Pizarro, lacayos incorregibles del rey Felipe; tarde o
temprano será irremisible matarlos. (En el pergamino donde llevo mis cuentas de
tenedor de difuntos le pondré a cada cual una cruz anticipada para ahorrarme así el
amargo duelo de ponérselas después de muertos).
Para vosotros en cambio, mis fogosos compañeros de conjura, están reservadas la
dichosa vida y la perpetua gloria. Tú, capitán Juan Alonso de la Bandera, a quien los
sueltos de lengua llaman impropiamente (puesto que tu brío varonil nadie tiene
autoridad para mancharlo de negación o duda) la Valentona, lleno como está tu pecho
de orgullo y de ambición soberbia, y tus venas de un amor desenfrenado hacia doña
Inés de Atienza que en ningún instante sabes disimular, tú, Juan Alonso de la
Bandera, repugnante y necesarísimo camarada, mañana serás conmigo en el trance
sublime de dar muerte al tirano Pedro de Ursúa. Y tú, capitán Lorenzo Zalduendo,
que llegaste ha menos de un año al Cuzco convocando guerreros voluntarios para
incorporarlos con estas huestes de tu general y paisano Pedro de Ursúa, la presencia
hechicera de doña Inés de Atienza torció tus designios y derritió tu lealtad, tú nos
acompañarás de buen grado en la empresa de matar a tu abominado protector Pedro
de Ursúa, tal como nos acompañarías a matar a tu santa madre si la dicha señora se
entrometiera entre el cuerpo embriagador de doña Inés y tu sed de gustarlo. Y tú,
embravecido alcalde Alonso de Montoya, que vienes en esta entrada sobrellevando
prisiones y grillos, tú que has manifestado mil veces en voz alta tus deseos de
volverte con tus parciales a Santa Cruz de Capocóvar, tú que has sufrido penas
infamantes de remar con collera de buey al pescuezo en la canoa de una barragana, tú
precipitado por una justa saña de venganza serás el más resuelto en la noche de hacer
justicia al tirano.
Don Pedro de Ursúa se pasea solitario y melancólico por el patio de su bohío,
tendida en colchón de amores lo aguarda doña Inés, el encantamiento de la bella
mestiza lo ha alejado de sus soldados, el desvío de sus soldados lo alejará de este
mundo. El comendador Juan Núñez de Guevara sueña despierto, la vejez y las fiebres
malignas le hacen ver tenebrosas imágenes, una noche vio parado en medio de la
obscuridad a un fantasma que gritaba: «¡Pedro de Ursúa, gobernador de Omagua y
Dorado, Dios te perdone!», y otra noche vio a cuatro espectros de blancas túnicas que
cruzaban las calles llevando en andas con acompañamiento de música tristísima un
cuerpo tieso y frío que era sin duda el de Pedro de Ursúa, el Comendador me confía
reservadamente sus visiones, yo las divulgo con presteza para que todos en el real nos
acostumbremos a la venidera muerte del Gobernador. Entretanto el padre Henao hace
llover descomuniones sobre aquellos que se niegan a dejar en manos del alto mando
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sus herramientas de trabajo y los animales de su pertenencia, Vuestra Paternidad
castiga a troche y moche con la privación de los sacramentos sin pararse a medir lo
que significa para un cristiano tal ausencia de perdón, Vuestra Paternidad descomulgó
a Alonso de Villena que es muy devoto del Santísimo Sacramento y al canario Juan
Vargas que reza el rosario todas las tardes porque ellos se resistieron a desposeerse de
sus caballos, Alonso de Villena y el canario Juan Vargas descomulgados por Vuestra
Paternidad se juntaron sin más ni más nuestra rebeldía.
Para el vencimiento y triunfo de nuestra causa nos hace falta la autoridad de un
caudillo cuya brava figura y gallardo talante enardezcan los ánimos de la gente
después de la muerte de Ursúa. Este paladín no lo serán jamás La Bandera ni
Zalduendo, ambos tienen condición de vasallos, su ambición superlativa es tan solo la
de refocilarse una noche con doña Inés, nunca se han cuidado de lo que de ellos dirá
la historia. Tampoco puede serlo Alonso de Montoya, únicamente lo mueve el afán
colérico de ver correr la sangre de su enemigo. ¿Y don Fernando de Guzmán? La
Bandera y Zalduendo me replican con inquietud que tal conjetura no pasa de
desvarío, don Fernando de Guzmán es el muy grandísimo amigo del Gobernador, en
Santa Cruz de Capocóvar vivían en costumbre de inseparables compañeros, dormían
en una misma cama no obstante que cada uno tenía su cama propia, la llegada de
doña Inés quebrantó bruscamente tan fraternos vínculos, yo pienso que don Fernando
ha sufrido demasiado en su alejamiento, que la presencia de doña Inés le parte el
alma, y Dios me perdone.
Don Fernando de Guzmán no es un grosero buscador de oro y putillas como los
otros, lo conozco desde nuestras pláticas en el Cuzco y tengo constancia de que
atesora sueños de fama y poderío en las arcas de su corazón, su padre fue regidor del
ayuntamiento en el puerto de Cádiz, don Fernando de Guzmán tiene ademanes de
mozo ilustre y noble si bien su estatura es limitada y algo escasos los pelos rojos de
su barba, ¿será un hombre irremediablemente leal?, es necesario amigos míos correr
el riesgo de que lo sea, hable con él vuestra merced Lope de Aguirre que presume de
elocuente.
Tengo por cierto que vuestra merced, mi señor don Fernando de Guzmán, es un
hidalgo caballero de Sevilla, el más apuesto y bizarro que háyase visto, y lo digo yo
Lope de Aguirre que no soy inclinado a lisonjas y zalemas. Vuestra merced me ha
dado su palabra de guardar en secreto cuanto voy a decirle, y yo correspondiendo a
esa promesa probaré de ser claro y sincero, que no otro lenguaje le place a vuestra
merced. Es cosa sabida por todos que el noble corazón de vuestra merced se duele de
los dolores y calamidades del prójimo, cuanto más que este prójimo lo forman
nuestros compañeros de andanzas y luchas. Jamás escapa a los sentimientos de
vuestra merced que los enfermos requieren de cuidados y los afligidos han urgente
necesidad de consuelo. Forzosamente hemos de reconocer que nuestro gobernador
don Pedro de Ursúa mostró al principio de esta jornada sus dotes de militar
bondadoso y magnífico para con sus soldados y servidores, y que las dichas
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circunstancias se interrumpieron en el malaventurado instante de aparecer en nuestro
campo esa hermosa dama que le carcomió el seso a nuestro enamoradizo General y lo
llevó a no hacer memoria de los seres que le eran más devotos y mayormente lo
amaban. Para doña Inés de Atienza son todos sus desvelos y todas sus palabras de
miel, con ella duerme de noche y se encierra de día, el insaciable vientre de doña Inés
lo está disminuyendo y consumiendo. En todos los bohíos de esta aldea se habla y
murmura que los desatinos de nuestro Gobernador nos traen perdidos sin remedio,
por jamás hallaremos ni rastro de aquel Dorado fabuloso cuyo perseguimiento costó
la vida a centenares de esforzados españoles, gloria y poderío solo alcanzaremos si
nos volvemos al Perú animados por la resoluta determinación de restaurar la perdida
justicia y librar de malhechores a tan maravillosa patria. Vuestra merced, mi señor
don Fernando de Guzmán, está destinado a cumplir ínclitas hazañas, de los ojos se le
trasluce a vuestra merced el signo de la grandeza. Es cosa muy cierta que el
gobernador Pedro de Ursúa ha nombrado a vuestra merced por Alférez General, mas
es igualmente cierto que por encima de vuestra merced situó a Juan de Vargas que
vale mucho menos, y por sobre de todos colocó en un altar a esa mujer que le
perturba los sentidos y que habrá de ser la fatal estrella de su total perdición.
Únicamente el coraje y denuedo de vuestra merced, convertido en general y cabeza
de este intrépido ejército de marañones, podrán restituirnos la fe a los que la hemos
perdido. Tan solo el brazo valeroso de vuestra merced, mi señor don Fernando de
Guzmán, será capaz de conducir esta quebrantada jornada a su glorioso acabamiento.
FERNANDO DE GUZMÁN (Al mestizo Felipe Lope un servidor suyo que fue castigado
anteayer severamente por el gobernador Ursúa a causa de una falta leve) —Anda tú
hasta la tienda del Gobernador, di que vas de mi parte a pedir un poco de aceite, y
averigua discretamente qué hace, quiénes están en su compañía y qué armas tienen.
LOPE DE AGUIRRE: —Ninguna coyuntura más apropiada para llevar a cabo nuestro
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motín. Pedro de Ursúa se ha desprendido de sesenta hombres que bajo el mando de
Sancho Pizarro se apartaron del real por la orden suya a ver y descubrir caminos que
se abren tierra adentro. En volviendo Sancho Pizarro nuestros enemigos serán más
numerosos y nuestra empresa será pelea harto más desigual.
MIGUEL SERRANO DE CÁCERES: —Estoy en una duda, caballeros. ¿Queréis
explicarme cuáles pasos habremos de seguir luego de apoderarnos del mando y
gobierno de esta jornada?
ALONSO DE MONTOYA: —NO queda tiempo ya para deshacer dudas, amigo.
Urgente es proceder a gran prisa, acortando las dilaciones. Deje vuestra merced las
preguntas y demandas para después de haber matado al Gobernador.
FERNANDO DE GUZMÁN: —¿Matar al Gobernador? ¿Es acaso inevitable la muerte
del Gobernador? ¿No os parece acción más cristiana la de llevarlo en prisiones sin
matarlo.—
LOPE DE AGUIRRE: —Todo eso sería como llevar a cuestas el testimonio de nuestra
traición, y arrastrar con nosotros a un prisionero impelido por sus agravios a
recuperar sus fueros. Una otra elección más cristiana, pienso yo, sería la de dejarlo
aquí en esta aldea de indios, desamparado en un bohío aunque acogido a los dulces
brazos de su doña Inés.
JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —¡Jamás! ¡Es menester matarlo!
LORENZO ZALDUENDO: —¡Voto a tal! No hay más sino matarlo.
FERNANDO DE GUZMÁN: —¡Santo Dios! Hay que matarlo.
ALONSO DE MONTOYA: —Hay que matarlo y yo me ofrezco voluntario para
empuñar el arma que lo haga. En mis tobillos siento aún la mordedura de sus grillos y
en mi pescuezo la vejación de sus colleras.
LOPE DE AGUIRRE: —Tenemos la obligación de matarlo y de acometer luego las
hazañas que el anda demasiado remiso emprender.
MULATO PEDRO MIRANDA: —Que muera el Gobernador desvergonzado, tirano
hideputa, tramposo e infame.
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(Salen todos).
JUAN PRIMERO (esclavo de Juan Alonso de La Bandera): —Te digo y redigo que
van a matar al Gobernador. Juan Primero escuchó cuando su amo lo platicaba con el
mulato Pedro Miranda.
HERNANDO MANDINGA (esclavo del gobernador Ursúa): —Tú no sabes nada. Los
negros esclavos nunca sabemos nada.
JUAN PRIMERO: —Los españoles se odian entre sí como fieras sanguinarias, los
capitanes van a matar al Gobernador, Juan Primero no quiere ver sangre humana
corriendo, Juan Primero es un negro cristiano y bueno, Juan Primero fue a dar aviso
al Gobernador de lo que pasaba, Juan Primero no lo halló en su tienda.
HERNANDO MANDINGA: —Estaba revolcándose con doña Inés en su bohío, pero los
negros esclavos nunca sabemos nada.
JUAN PRIMERO: —NO se encontraba en su tienda, Juan Primero tocó la puerta
muchas veces, los pajes no se atrevieron a abrirle, corre tú a darle aviso puesto que es
tu amo y lo van a matar esta noche.
HERNANDO MANDINGA: —¡Cállate, negro embustero!
(Al fondo de la calle se oyen los pasos de los conjurados que se acercan. Los
doce pasan en hilera, con Alonso de Montoya). Juan Alonso de La Bandera al frente.
Lope de Aguirre, provisto de todas sus armas y con la espada desenvainada, cojea en
pos de los otros.
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HERNANDO MANDINGA: —¡Cállate, negro unto de mierda! Los negros esclavos
nunca sabemos nada.
(Interior de la tienda del gobernador Ursúa. Sobras de comida sobre una mesa.
El Gobernador decaído y sin armas está tendido en su hamaca con las manos
tremadas bajo la cabera. Pedrarias de Almesto se pasea por la estancia mientras
conversa con él).
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PEDRO DE URSÚA: —¿Que deseáis, amigos míos? Sed bienvenidos aunque la
medianoche no sea ocasión propicia a visitas y parabienes. Algún asunto sin duda
muy importante os trae aquí a estas horas.
JUAN ALONSO DE LA BANDERA. —Agora lo veréis.
(El canario Juan Vargas y tres conjurados más se abalanzan sobre Pedrarias de
Almesto y lo sujetan).
(Muere).
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(Los amotinados atraviesan la calle que conduce al bohío de Juan de Vargas,
teniente de gobernador. Juan de Vargas les sale al encuentro. Trae puesto un
escaupil, que es como un peto guarnecido de algodón, y en las titanos una rodela con
la vara, que es símbolo real de la justicia).
LOPE DE AGUIRRE (a los esclavos): —¡Traed vino para celebrar nuestra victoria!
¡El vino de las misas o cualquier otro, a prisa!
(Salen los esclavos negros y vuelven al cabo de un rato con dos botijas de vino a
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cuestas. Entretanto crece la magnitud del escuadrón. El padre Hetiao sale de su
bohío y bendice a don Fernando de Guzmán. Antón Llamoso, Pedro de Munguía y
Cristóbal Hernández sirven vino a la gente en talones de barro y escudillas de
calabaza. Lope de Aguirre se trepa a un banco).
LOPE DE AGUIRRE: —¡Soldados, mis marañones! Las muertes del tirano Pedro de
Ursúa y de su secuaz Juan de Vargas no han sido ejecutadas por antojo de nuestra
maldad, ni por envidia nuestra a sus cargos, ni para aprovecharnos de sus bienes
materiales. Hemos hecho justicia quitándoles el mando y dándoles la muerte pues el
sacrificio de esas dos vidas mezquinas convenía a la salvación de doscientas vidas
preciosas que en esta empresa vienen consumiéndose, y a la libertad de millares de
hombres humanos que en el Perú padecen desmanes de los virreyes, afrentas de los
jueces y hambres de los oidores. Los virreyes y oidores, a quienes el infierno se
trague y Satanás les meta tizones por detrás, nos han enviado a conquistar y poblar un
imperio de los Omaguas que jamás ha sido, para librarse de esta manera de nuestra
rebeldía y hacernos perecer en manos de este río mal afortunado y cruel. Nosotros,
marañones míos, habremos de mudar esa derrota filistea en triunfo romano, esa tonta
ensoñación de quimeras en conquista de una patria real y verdadera. No nos pesa ni
nos causa remordimiento la muerte necesaria que le hemos dado a Pedro de Ursúa, su
sangre no nos mancha la conciencia sino que la alzamos como estandarte. Hemos
nombrado por general y cabeza de nuestro campo a don Fernando de Guzmán, noble
caballero resuelto en encumbrar esta jornada hasta alcanzar nuestra vuelta triunfante
y vencedora al Perú. Nada común nos asemeja a aquellos seguidores de Gonzalo
Pizarro que andaban dispuestos a pasarse al Rey en la primera adversidad, ni somos
como aquellos rebeldes falsos y desleales que abandonaron a Hernández Girón en
poder de sus verdugos. Nosotros somos los indomables marañones, una estirpe de
tigres libertadores que el universo mundo jamás ha visto. Juramos que ninguno de
nosotros ensuciará su nombre abandonando su bandera para abrazar la del contrario,
que ninguno de nosotros pedirá perdón del enemigo ni aun rodeado por las tinieblas
de la agonía, que nuestros pechos no hallarán tregua ni descanso hasta tanto no haber
cumplido nuestro destino vengador en el Nuevo Mundo. Somos la espada de San
Miguel Arcángel, somos la ira de Dios Padre, somos las siete plagas de la justicia,
somos los endemoniados marañones a quienes Dios nuestro señor guarde, ilumine y
haga vencer.
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a llorar).
SOLDADOS (parados a la puerta de la tienda): —¡Puta, mil veces puta! ¡Bruja, mil
veces bruja! Fuiste su ruina y perdición en la vida y agora lo lloras con hipocresía en
la muerte.
(Inés de Atienza sigue llorando sin oírlos. Pasa sus manos por el pecho del
cadáver y luego se mira fijamente los dedos tintos en sangre).
(Inés de Atienza alza los ojos por primera vez hacia Juan Alonso de La Bandera).
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(Comienza a aclarar el día. Inés de Atienza sigue llorando en silencio, abrazada
al cadáver de Pedro de Ursúa. Lentamente van invadiendo y dominando la escena
las confusas fuerzas musicales de la selva: sonidos salvajes que simulan hoscos
rezongos de órganos. Zumbidos de roncos atabales, lenguaje pastoril de caramillos y
dulzainas, penetrantes alaridos de pífanos y clarines, trémolos apresurados de
panderos gitanos y maracas caribes, vocerío amenazador de coros infernales,
estruendo desenfrenado de fanfarrias enloquecidas, oleaje resonante del amanecer).
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MUERTO EL TIRANO, era de justicia que se distribuyeran los oficios entre los
ejecutores de su muerte. Ya don Fernando de Guzmán había sido aclamado por
general y cabeza de nuestra jornada, gracias al designio de todos los conjurados. Ya
Lope de Aguirre habíase convertido de tenedor de difuntos en maese de campo, Dios
sea loado, pues sin mi presencia a tu lado no llegarías a alguna otra parte sino a tu
perdición, arrogante e incauto don Fernando. Capitán de la guardia será desde este
instante don Juan Alonso de La Bandera, en premio al furor terrible de que hizo
alarde clavándole su espada en el pecho al Gobernador. Alonso de Montoya será
capitán de a caballo, Lorenzo Zalduendo y Cristóbal Hernández y Miguel Serrano de
Cáceres serán capitanes de infantería, y Alonso de Villena será alférez general, y el
mulato Pedro de Miranda será alguacil mayor, y Pedro Hernández será pagador
mayor, y en esa forma todos los amotinados que acudimos a la tienda de Pedro de
Ursúa para darle muerte quedaremos proveídos de cargos, salvo el canario Juan
Vargas que salió mal herido de la refriega y convalece en hamaca de sus dolencias.
En cuanto a ti, Martín Pérez de Sarrondo, que tampoco recibiste recompensa y que
eres el marañón de mi mayor esperanza y confianza, yo te pido que aguardes una
hora más oportuna en la que puestos de mando te han de sobrar.
—Lo más conveniente a nuestra empresa, mi glorioso general don Fernando, es
procurar que codos los miembros de esta jornada se sientan ufanos de la muerte que
le hemos dado al tirano, que la sangre venida anoche riegue las cabezas de nuestro
pequeño ejército en lluvia tan copiosa que a ninguno le queden ganas ni facultad para
borrar su mancha. Incorporemos en esta hazaña de haber matado al Gobernador a
todos aquellos que sufren la tristeza de no haber contribuido a matarlo. Repartamos
autoridad y mando entre el mayor número de soldados, inventemos nuevos cargos si
es necesario, que si alguno hiciese resistencia a compartir el honor y la gloria de
nuestra rebeldía, si alguno demostrase turbación o acogiese con melindres nuestra
liberalidad, ese estaría cavando para sus huesos la misma sepultura de Pedro de
Ursúa.
—Hagamos capitán de infantería al viejo comendador Juan Núñez de Guevara
cuyas blancas barbas inspiran respeto y cuyos espectros le anunciaron puntualmente
el violento fin de la vida del Gobernador, y también a Pedro Antonio Galeas que es
hombre siempre resuelto a emprender aventuras y descubrimientos. Hagamos capitán
de munición a Alonso Enrique de Orellana, y capitán de la mar al piloto Sebastián
Gómez, y almirante de la mar a Miguel Bonado. Y hagamos justicia mayor del campo
a don Diego de Balcázar, que según se dice aportó sus bienes de fortuna para
sustentar esta jornada, como también se dice que el virrey Hurtado de Mendoza le
concedía el privilegio de jugar a los naipes con él.
Todos recibieron sus nombramientos con mucho recato y humildad, menos el
dicho Diego de Balcázar que en la ceremonia de aceptar la vara de justicia mayor dijo
con voz pública y sonora: «Esta la tomo en nombre del rey Felipe, nuestro señor, y no
de otro», lo cual en otras palabras significa que tiene la intención determinada de
Los indios del país volviéronse huidizos a causa de las tropelías y ofensas que
nuestros soldados les hacían, una de las dos chatas que nos quedaban como resto de
nuestra armada anegóse frente a la aldea de Mocomoco. Don Fernando de Guzmán
Las muertes que siguieron a las ya dichas no deben ser anotadas en la cuenta de
Lope de Aguirre sino en la tuya Inés de Atienza cuya belleza mestiza desenfrena a
todos los varones del real, digo mal, hay aquí dos hombres sobre quienes se hacen
astillas tus máquinas de encanto, el primero es el general Fernando de Guzmán
Los prudentes cambios de mando que hizo el gobernador don Fernando, en lugar
de aquietar sus íntimos recelos, no sirvieron de otra cosa que de agrandarlos. Juan
Alonso de La Bandera volvióse más insolente y peligroso en virtud de la abundancia
Este Lorenzo Zalduendo cuya alianza debo procurar es otro bellaco de baja ralea,
Te digo, rey Felipe, que la historia universal contará con admiración y asombro
las cosas que sucedieron en este poblado de los Bergantines, provincia de Machifaro,
en los días postreros del mes de marzo de mil quinientos sesenta y un años. Nosotros
somos doscientos cincuenta marañones desesperados, perdidos en la selva del río más
poderoso y terrible del universo, desencuadernados por el hambre y las
enfermedades, con más remiendos en el cuerpo que ropa de mendigo, sin otras armas
que un puño de arcabuces y otros tantos fierros, sin otra flota que dos barcos
construidos por nuestras propias manos, mas tenemos en cambio sobrado ánimo para
desconocerte y desafiarte a ti, excelentísimo Rey, el más ingrato y orgulloso soberano
que ha parido mujer humana.
Para hacer la guerra en el Perú con justos títulos, y así mismo para que el tamaño
de nuestra traición de lesa majestad y lesa patria no le permita mañana volver atrás a
ninguno de los que en ella andamos envueltos, es fuerza desnaturarlos de ti, de tu
corona y cetro, y de España que es tu patria y señorío. Los guerreros de Indias somos
desdichados vasallos a quienes tú, rey Felipe, de la misma manera que ayer lo hizo
Carlos tu padre, nos has forzado a trabajar de muerte y nos has desposeído de
nuestros legítimos premios, y bueno es recordar que ambas demasías fueron siempre
en tierras vizcaínas motivos suficientes para desnaturarse del señor. Todas las
rebeldías del Perú, yo me lo sé, la de Gonzalo Pizarro, la de Sebastián de Castilla, la
de Francisco Hernández Girón, perdiéronse porque jamás osaron sacudir el vasallaje,
se atemorizaron ante el desafío que significaba levantar un rey para oponerlo al
monarca de España, e izar una bandera para remediar el repudio de la bandera
Audaces
fortuna
juvat,
timidosque
repelit.
Ha salido un sol claro y limpio, las terribles noticias corren por todo el real, unos
cuantos vecinos de acobardado ánimo huyen aterrados hacia los bosques cercanos,
más de veinte soldados marañones se parten en busca de los fugitivos, al mediodía se
A los dos días de tan enormes sucesos nos partimos de aquel poblado al cual los
murmuradores del campo bautizaron con el lóbrego nombre de la Matanza, nuestros
Apenas había acabado de expirar Diego de Balcázar, mandó el cruel tirano que
también le diesen garrote a otro oficial del campo llamado Gonzalo Guiral de
Fuentes, el cual había sido muy grandísimo amigo del príncipe don Fernando, y no
obstante esto previno en cierta circunstancia a Lope de Aguirre de la celada que se
tramaba contra él para matarlo. De nada le valió agora que hiciera memoria deste
servicio, ni tampoco le concedieron la confesión que pidió compungido antes de
morir; partióse la cuerda en su garganta y hubieron de rematarlo a puñaladas.
—A fe mía —dice Lope de Aguirre— que este Gonzalo Guiral fue ciertamente
uno de los que acudieron a revelarme la conjura que el príncipe don Fernando y sus
difuntos capitanes preparaban para consumir mi vida. La traición contenta pero el
traidor enfada, así dice el refrán. Estando recibiendo su sentencia Gonzalo Guiral
pierde la color y me reprocha mi pecado de ingratitud. Sucede, le contesto, que se te
adivina en los ojos el ánimo de hacerme traición en favor de otro al igual que le
hiciste traición a don Fernando en favor mío. Cuanto a la cuerda, yo le juro a vuestra
merced que se rompió porque el Guiral de Fuentes púsose a forcejear en vez de
resignarse a morir como un soldado.
A los dos días que el cruel tirano desembarcó en la Margarita, dio orden de
ahorcar en la plaza de la Villa del Espíritu Santo al capitán de munición Alonso
Enríquez de Orellana porque le dijeron que el dicho Orellana habíase emborrachado
la noche de la llegada y puéstose a dar voces para festejar la victoria. Este castigo se
ejecutó a medianoche, sin permitirle al reo que alegara cosa alguna en su defensa ni
concederle la confesión que piadosamente demandaba.
—Bajo la vigilancia y mando del capitán Alonso Enríquez de Orellana se
hallaban los pertrechos y la artillería de nuestro campo —dice Lope de Aguirre—.
Sepa y entienda vuestra merced que el mismo día de nuestra entrada a la Villa del
Espíritu Santo, sin conocerse aún todavía si quedaban en la isla secuaces del
gobernador que se aprestaran a hacernos guerra para libertarlo, el dicho capitán
Alonso Enríquez de Orellana abandonó su puesto en la fortaleza y se metió en una
taberna del lugar a beber vino hasta que lo trajeron al real desmayado y sin sentido.
El negro Hernando Mandinga, que ayudó a cargarlo en andas y que nunca jamás dice
mentiras ni se vale de calumnias, testifica que Enríquez de Orellana en medio de su
embriaguez amenazaba que se quería amotinar, bravatas que también oyó el bachiller
Gonzalo de Zúñiga y se las calló. Hice ahorcar sin dilación al escandaloso capitán de
Dos días después huyéronse del campo del cruel tirano cinco soldados llamados
Gonzalo de Zúñiga, Francisco Vázquez, Pedrarias de Almesto, Juan de Villatoro y
Pedro Sánchez del Castillo. El general Lope de Aguirre, que rugía y bramaba con
furor de tigre, hizo llamar al gobernador Villandrando y a los alcaldes, y los amenazó
que si no aparecían los fugitivos los mataría a ellos. El Gobernador afligido y los
alcaldes espantados dieron orden de escudriñar las casas y montañas de la isla hasta
que fueran apresados los cinco marañones escapados, y tanta fue su diligencia que al
cabo hallaron a Castillo y Villatoro y los trajeron encadenados, y antes se había
rendido voluntariamente Pedrarias de Almesto que tenía una herida larga en un pie,
en tanto que Zúñiga y Vázquez jamás fueron encontrados. El cruel tirano hizo
ahorcar en un mismo árbol a Castillo y Villatoro, y le perdonó la vida
inesperadamente a Pedrarias de Almesto.
—¡Malditos sean todos los bachilleres de la tierra! —dice Lope de Aguirre—.
Bachilleres son el Vázquez, el Zúñiga y el Pedrarias, y fueron ellos los únicos que
salieron con vida de este episodio. Vuestra merced sabe perfectamente que siempre se
han perdido las guerras rebeldes en el Nuevo Mundo porque los cobardes y perjuros
se pasan al campo del Rey. El cordobés Juan de Villatoro y Pedro Sánchez del
Castillo, que era de Badajoz, fueron ahorcados la misma noche de su prendimiento y
a Pedrarias de Almesto lo eximí del castigo por una causa que después diré o que
quizá no diga nunca.
Hallábase el cruel tirano aún desencajado por el coraje en que lo puso la huida de
Pedro de Munguía, y su furor se acrecentaba ante la vecindad del navío del
Provincial, que lo habían visto a una legua de Punta de Piedras, con cien arcabuceros
y una nube de indios flecheros a bordo, sin contar los cañones y los versos. Primero
de ir a combatirlos, el cruel tirano hizo ejecutar penas de muerte en las personas del
gobernador Juan de Villandrando, el alcalde Manuel Rodríguez de Silva, el alguacil
mayor Cosme de León, el regidor Pedro de Cáceres y el criado Juan Rodríguez, a
quienes mantenía prisioneros dentro de la fortaleza de Pueblo de la Mar. Un día lunes
los hizo subir de sus calabozos oscuros y subterráneos, sin que les fueran quitados los
grillos que llevaban puestos, y les dio la palabra de respetar y cuidar sus vidas:
«Estad confiados, señores, que aunque el fraile Montesinos traiga consigo el ejército
más grande del Nuevo Mundo, y se combatiese conmigo, y en la batalla muriesen
todos mis compañeros, os aseguro que ninguno de vosotros peligrará ni morirá por
ello». Se aquietaron bastante los ánimos de los prisioneros confortados por estas
promesas, mas el pérfido tirano jamás pensó cumplirlas. Apenas acababan de ser
llevados de nuevo los presos a sus celdas cuando entró tras ellos aquel inhumano
Francisco Carrión que diera espantosa muerte a doña Inés de Atienza en la selva
marañona; luego al punto bajaron la escalera dos negros armados de siniestros
La más inhumana entre todas las muertes que hizo el cruel tirano en la Margarita
fue, ¡ay Dios!, la de doña Ana de Rojas, bellísima y principal señora de la Villa del
Espíritu Santo, a quien los poetas han de llamar «resplandor de lumbre clara». Un
vecino insidioso fue a contarle al tirano que el amotinador Alonso de Villena, antes
de ponerse en fuga frecuentaba la casa de la dicha dama, y que en la sala se fraguaban
los propósitos de matarlo, y que doña Ana asistía a las conversaciones y les daba su
beneplácito. La matrona fue encerrada al instante en prisión, y como hiciera
resistencia a que le echaran grillos pues la afrentaba que los carceleros le vieran y
tocaran sus hermosas piernas, el cruel tirano indignado ordenó que la sacaran a darle
garrote. No se conmovió el corazón endiablado de Lope de Aguirre ante los ruegos
del padre Contreras y de varias señoras de gran calidad que fueron a suplicarle
clemencia. Doña Ana de Rojas fue ahorcada en el rollo de la plaza y luego de su
muerte los arcabuceros hicieron puntería sobre el lindo cadáver que se estremecía
movido por el viento.
—Era de cierto muy bella la doña Ana de Rojas con sus rubios cabellos y sus ojos
azules, aunque nunca tanto como lo fuera doña Inés de Atienza, ¡válgame Dios! —
dice Lope de Aguirre—. Este malvado querubín había determinado de matarme
porque se sentía una nueva Judit, según ella confesó al pie de la horca, y veía en mi
persona la de un Holofernes abominable que sojuzgaba a su patria. Movida por sus
nefastas intenciones convidóme doña Ana a comer en su casa y brindóme allí unos
pasteles de muy deliciosa apariencia en cuyo seno había puesto ponzoña bastante
para exterminar a un ejército, como sin duda alguna hubiera perecido yo de no haber
tenido aviso a tiempo (por medio de dos de sus esclavos negros) de la celada que la
tierna y quebradiza dama me había tendido. Cuanto a esa historia de los arcabuzazos
que dispararon mis marañones sobre el cadáver de doña Ana de Rojas, créame
vuestra merced que es pura invención de mis enemigos los frailes para hacerme
aparecer delante del mundo como más fiero y perverso de lo que en verdad soy.
Jamás hubiera permitido yo que se desperdiciara pólvora y pelotas tirando sobre el
cadáver desarmado de una mujer.
Sepultada ya doña Ana en el cementerio del lugar, supo el cruel tirano que el
marido de la bella ahorcada, un caballero principal llamado Diego Gómez de
Ampuero, lloraba desconsoladamente la pérdida de su dama. El dicho Diego Gómez
de Ampuero, en razón de estar viejo y demasiado enfermo, ha mucho tiempo que sus
escasas fuerzas no le permitían gozar el cuerpo de su esposa, aunque veíase que no
malgastó los tiempos pasados pues consiguió engendrar ocho hijos en el vientre della.
Hallábase agora Diego Gómez de Ampuero en una estancia que está media legua de
la ciudad, recobrando su salud ya que para lo otro no había esperanza de remedio,
cuando se enteró el cruel tirano de las lágrimas que sin parar derramaba el viudo por
la muerte de su mujer, y se resolvió en consolarlo dando cuenta de su vida. Para el
caso envió a un tal Bartolomé Sánchez Paniagua, barrachel del campo, el cual era un
sevillano de tan malas entrañas que antes de venirse a las Indias usaba de robar niños
cristianos en los cortijos de Andalucía para vendérselos luego a los moros. Este
bárbaro verdugo llegóse a la cercana estancia en compañía de dos alguaciles y le
notificó a Diego Gómez de Ampuero que venía a ejecutar la comisión de matarlo, a
lo cual respondió el caballero: «Fenecida la vida de doña Ana, a mí no me hace placer
alguno el vivir», y suplicó que le dieran licencia para llamar a un cura que le tomase
confesión. Consintió Paniagua que viniese al sitio el fraile Francisco de Salamanca,
de la Orden de Santo Domingo, y sin más ni más les hizo dar garrote a ambos,
primero al penitente y luego al confesor, no obstante que solo tenía autoridad de Lope
de Aguirre para torcer uno.
—Nuestro barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua tornó a la fortaleza sumido en
temerosa confusión pues habíase excedido en el cumplimiento de mis órdenes —dice
Lope de Aguirre—. General Aguirre, díjome, vengo a pedirle a Vuestra Excelencia
perdón de la muerte de este fraile que no entraba en cuenta, mas el insensato me
miraba a la cara con enconados ojos, como si yo fuese Satanás en persona.
No te entristezcas por el mal sucedido mi buen Paniagua, le respondí, mas si
deseas alcanzar agora mi completa indulgencia debes andarte en busca de otro fraile
de la misma Orden, llamado este Francisco de Tordesillas, el cual por cierto me
confesó anteayer viernes y se negó groseramente a darme la absolución. Y hazlo
presto, Paniagua, para que tu diligencia permita subir al cielo a los dos monjes, juntos
y en dichosa fraternidad.
Por este tiempo, estando ya a punto de partirse para Tierra Firme, el cruel tirano
mandó dar muerte a una desgranada mujer vecina de la isla, a quien por nombre
decían Ana de Chávez. La acusaron de dar posada a un soldado que habíase huido de
la fortaleza, y de no avisar de lo que era sabedora, y de ayudar al fugitivo a
esconderse en donde nunca lo encontraron. Y aunque la dicha mujer juró por todos
los santos del ciclo no haber sabido nada de aquella fuga, ni haberla encubierto, el
cruel tirano no le creyó palabra y la hizo colgar.
—La grandísima bruja se hacía llamar Ana de Chávez, María de Chávez, Isabel
de Chávez, mas la gente del lugar la conocía simplemente por la Chávez y nadie
creyó nunca que tuviese un marido autorizado por la ley cristiana. En toda la Villa del
Espíritu Santo se murmuraba que si hospedaba mozos en su casa no lo hacía para
rezar el rosario sino para refocilarse con ellos. Jamás he tolerado a mis soldados que
hagan fuerza ni deshonra a ninguna mujer, antes las tengo muy a recaudo y seguras
de cualquier mal. A las que son mujeres honradas las honro mucho, más a las putas y
rameras como aquesta que llamaban la Chávez, les doy la deshonra y castigo que sus
vicios y maldades merecen.
Ya toda la gente estaba embarcada en el navío recién acabado, que había sido del
gobernador Villandrando, y en los tres barcos que les habían sido quitados a los
Tras recibir la carta del tirano y responderla en forma cortes y razonada —«le
ruego por Dios a vuestra merced que cese de hacer más daños en la isla y estime la
honra de los templos y mujeres»— fray Francisco Montesinos se resolvió a ir en
persona a llevar a la Audiencia de Santo Domingo la noticia de las ignominias que
estaban viéndose en la Margarita. A Santo Domingo llegó con su navío, siempre
acompañado de Pedro de Munguía y ocho de sus acólitos, ya que los otros seis
marañones tránsfugas se quedaron en Maracapana. Tan espeluznantes eran las
relaciones del fraile y tanta confianza se tenía en su sinceridad que el presidente
Cepeda juntó con urgente prisa a los oidores, la fortaleza se aprestó a defenderse, la
artillería y las municiones fueron sacadas de los depósitos, en cada barrio se formaron
escuadras y batallones. Uno de los oidores salió en un navío hacia Cabo de la Vela,
Santa Marta, Cartagena y Nombre de Dios; otro oidor en otro navío tomó el rumbo de
las islas de Puerto Rico, Jamaica y Cuba; llevaban cartas iguales para los varios
gobernadores: tome aviso Vuestra Excelencia de la presencia en la isla de Margarita
de un monstruo de la naturaleza llamado Lope de Aguirre que se dispone a hacernos
la guerra más perversa y sanguinaria.
—A Nombre de Dios y a ninguna otra parte se encaminará, porque es ese su
Cuan dura era aquella travesía entre la Borburata y Valencia, tras de cada cumbre
se descubría otra cumbre más alta, las plantas se alzaban espinosas y torcidas, el sol
caía violento sobre las piedras y sobre la tierra seca y sobre las cabezas de los
hombres, las cabalgaduras se doblegaban bajo la opresión de las cargas y el fuego del
cielo. Lope de Aguirre caminaba ceñido por una cota acerada, la cabeza cubierta por
una celada de hierro, llevaba una daga y una espada en la cinta, el arcabuz empuñado
en la mano diestra, su pequeña figura así agobiada se movía de un extremo a otro de
la tropa, tomaba el pulso a los ánimos de la gente, ayudaba al cansado que estaba a
punto de caer, sacaba con sus manos las bestias de los atolladeros, echaba sobre sus
espaldas mucho mayor peso del que podían llevar, ¡adelante, mis marañones!,
¡ánimo, mi niña Elvira, que presto han de aparecer un río y una sombra!
—Yendo que íbamos llegando al tope de un cerro, penetró mi cuerpo una infernal
enfermedad —dice Lope de Aguirre—. Sentí primero una enorme angustia que me
apretaba el corazón como si me anunciasen que se iba a morir mi niña Elvira en estos
barrancos, miraba sobre el camino colores encarnados y gualdas que allí nunca
habían estado, mi frente ardía hecha una brasa encendida, de los ojos me manaban
lágrimas hirvientes, y nada puedo acordarme de cuanto sucedió después.
—Se quejaba de un dolor que le quebraba el pecho —dice la niña Elvira—. Los
indios lo llevaban cargado en una hamaca, la Torralba cosió las banderas e hizo un
palio para taparle el sol que le cegaba los ojos, de repente comenzó a llamar a la
muerte, gritaba: ¡Yo soy el príncipe de las tumbas!, pidió cien veces a sus soldados
que lo mataran, ¡antón Llamoso te ordeno que me mates!, Antón Llamoso le mojaba
la frente con pañuelos empapados en agua del río, mi padre quedóse tan dormido que
yo creí que había muerto.
Diez días llevaban los marañones acampados frente a Valencia sin novedad
alguna (salvo el ahorcamiento del soldado Gonzalo Pagador que se alejó a buscar
papayas más allá de los límites fijados y permitidos por el general Aguirre) cuando
vieron llegar a don Julián de Mendoza, alguacil mayor de Borburata, junto con cuatro
soldados y una hilera de indios flecheros, trayendo entre todos a dos prisioneros
atados con cadenas y colleras, que no eran otros sino los fugitivos Pedradas de
Todas las providencias de sus enemigos llegaron en hora oportuna a los oídos del
cruel tirano gracias a las noticias que le enviaba el alcalde de la Borburata, don
Benito de Chávez, el cual hízose amigo suyo desde aquel día en que Lope de Aguirre
le restituyó con humana gentileza su mujer y su hija. El caudillo marañón, impaciente
de cólera y ansioso de gloria, salió al encuentro del destino que le aguardaba en
Barquisimeto. Ya había comenzado el mes de octubre (que, según lo profetizó un
demonio familiar llamado Mandrágora que en otro tiempo llevó dentro de su cuerpo,
sería la fecha de su muerte) cuando el general Lope de Aguirre ordenó a los
alambores que anunciaran la partida.
A la salida de la puerta de Valencia les hizo a sus soldados esta larga arenga:
—Ea, soldados, andad a derechas, mirad que entiendo vuestras maldades y sé lo
que cada uno tiene en su corazón; mirad que conozco gente del Perú, que no
entienden sino en tirar la piedra y esconder la mano; mirad, marañones, que sé que
andáis por matarme o dejarme en la mayor necesidad, en viéndoos en las haldas del
Perú; mirad que sé que con mi sangre queréis restaurar la vuestra y vuestras
maldades; mirad que tenéis las piedras del Perú tintas de la sangre de los capitanes
que habéis muerto y dejado en los cuernos del toro, y tenéis por costumbre, después
de haber destruido el mundo y gozádoos de él, libraros y restauraros con la sangre de
los pobres capitanes, que siempre traéis engañados. Daos prisa en matarme que ¡por
vida de tal!, que os tengo que ganar por la mano; el que quisiera merendarme, que lo
tengo que almorzar, y que no habéis de ser todos juntos parte para matarme, y yo solo
sí para todos vosotros. ¿En qué andáis?, ¿no sabéis que habéis muerto Príncipe y
gobernadores, tenientes y alcaldes, frailes, clérigos, comendadores y mujeres, que
habéis robado y saqueado y muerto cuanto habéis hallado? ¿No sabéis que vamos
haciendo la guerra a fuego y a sangre, y que el que de vosotros tomaren, la menor
tajada ha de ser la oreja? ¿No sabéis que sin mí no tenéis vida, ni podéis escapar de
nada en el mundo; y si queréis ser hombres de bien, que todo el mundo no será parte
para enojaros, y el Perú y todo lo demás será vuestro? ¡Por vida de tal!, marañones,
que si Dios nos da salud, que ninguno de vosotros ha de haber que no sea capitán en
Perú de la demás gente, y que tengo de hacer que los reinos del Perú sean gobernados
El capitán Pedro Alonso Galeas, aquel marañón que huyó del campo de Lope de
Aguirre en la Margarita usando la treta de apartarse cada día más y más del pueblo en
un caballo brioso, ¿lo recuerda vuestra merced?, ese mismo capitán Pedro Alonso
Galeas convirtióse luego para Lope de Aguirre en un adversario tan dañoso como el
traidor Pedro de Munguía. Pues si es cierto que el dicho Pedro de Munguía entregó a
los ministros del Rey las trazas y propósitos militares del caudillo marañón, Pedro
Alonso Galeas por su parte les dio noticia fidedigna de la gente y armas que Lope de
Aguirre llevaba consigo, y del verdadero ánimo de sus soldados. Pedro Alonso
Galeas fue el primero en llegar a Borburata, enviado en una canoa por un mestizo
servidor del Rey llamado Francisco Fajardo, con recados de alerta para la autoridades
reales. De ahí se mudó a Barquisimeto donde su aparición llovió del ciclo, pues
restauró el sosiego en muchas almas conturbadas.
—Solamente ciento cincuenta hombres trae consigo el cruel tirano, dellos sesenta
escasos le son leales sin condiciones, el resto se ha de venir al mando de Su Majestad
en hallando la coyuntura para hacerlo, a este perverso rebelde no es menester
acometerlo, basta ponérsele cerca y hacer tiempo para que se pasen a nosotros los
temidos marañones.
No era insólito el vaticinio que hacía Pedro Alonso Galeas, en esa misma forma
habían acabado todas las revoluciones en el Nuevo Mundo, la de Gonzalo Pizarro la
de Sebastián de Castilla la de Hernández Girón, tras el primer fracaso la gente se
acogía a las cédulas de perdón, al caudillo lo dejaban solo con su bandera, entonces
los verdugos lo prendían y le cortaban la cabeza, Lope de Aguirre no escaparía de esa
estrella.
Pedro Alonso Galeas no era un espía del cruel tirano, como muchos sospecharon
al principio, sino un tránsfuga serio que daba noticias útiles y precisas. Así lo
entendió sin tardanza el general Gutierre de la Peña, y le restituyó el grado de capitán
que le diera el gobernador Pedro de Ursúa antes de emprender la jornada de los
Omaguas, y lo envió al Tocuyo en busca de don Pedro Collado que escribía cartas
lastimeras para esquivarse de venir a Barquisimeto, «tengo la boca llagada del gran
fuego que me sale, la calentura me abrasa, las almorranas me destierran, me es
forzoso salir mañana a Trujillo por ser tierra fría para tomar algún aliento de salud».
Pedro Alonso Galeas tuvo de irlo a detener a medio camino de Trujillo, mitigóle los
temores que le causaban las fuerzas del tirano exageradas por su imaginación,
mejoraron sus calenturas y sus almorranas, el aliquebrado gobernador se ajustó
finalmente a llegarse a Barquisimeto en compañía de Pedro Bravo de Molina y sus
cuarenta jinetes.
Alojóse el cruel tirano en una casa inmensa que se extendía por toda una cuadra,
cercada de altas paredes de adobes y coronada por almenas, que el capitán Damián de
Barrios se había hecho construir para establecer en ella su vivienda. Tenía tanto
aspecto militar la dicha casa que los soldados la bautizaron con el nombre de «la
fortaleza» y del mismo modo la siguieron llamando hasta el acabamiento de esta
tragedia.
Lope de Aguirre le destinó a la niña Elvira el mejor de los aposentos, colgó su
propia hamaca en los corredores entre la de Antón Llamoso y la de Juan de Aguirre,
puso centinelas en las puertas y entre las almenas, y les dio licencia a los soldados
para que saqueasen el poblado. ¡Andad con cuidado, marañones!, guardad con
rectitud la honra de las mujeres (si topáis alguna) y respetad la santidad de la iglesia y
sus altares.
No hallaron cosa digna de ser saqueada, las casas habían quedado desiertas pues
inclusive los paralíticos y potrosos se fueron con los soldados, tampoco hallaron
provisiones sino cuatro cerdos chillones y unas tantas ristras de ajo, lo que sí había en
abundancia eran cédulas de perdón dejadas en las mesas y en los suelos por los
sirvientes del Gobernador, «toda la gente y soldados que se pasen a nuestro servicio
serán perdonados, cualesquiera tiranías y muertes hayan cometido en el tiempo que
(Al comiendo de las palabras de Antón Llamoso entra Lope de Aguirre por la
puerta de la izquierda, se detiene luego en el umbral dándole tiempo para concluir).
(Todos los demás capitanes, excepto Antón Llamoso, miran con discrepancia y
desagrado al almirante Juan Gómez).
(Intenta salir por la puerta que da a la calle. Se detiene al ver entrar de tropel,
desde el fondo de la casa, a varios soldados).
(Sale Jerónimo de Espíndola hacia la calle seguido por diez arcabuceros que ti
escoge. Suenan nuevos disparos).
VOZ DE JERÓNIMO DE ESPÍNDOLA (desde el otro lado de la muralla.): —Os hablo yo,
marañones, vuestro capitán Jerónimo de Espíndola que también me he acogido a la
clemencia del Rey. No perdáis vuestras vidas, que una sola tenéis en este mundo;
¡Muerte al cruel tirano Lope de Aguirre! ¡Venid con el Rey, marañones, que todas
vuestras culpas os serán perdonadas desque dejéis el bando de la tiranía! Os lo digo
yo. Jerónimo de Espíndola, vuestro capitán y compañero.
LOPE DE AGUIRRE: —¿Espíndola? ¿También tú, Espíndola? ¿Tú, el genovés que
juraba por las llagas de Cristo serme leal hasta la muerte? ¡Tú, infame,
desvergonzado, pícaro y canalla! (Se pasea sombríamente de un extremo al otro del
corredor mientras afuera suenan nuevos gritos y disparos. Se detiene de pronto para
increpar a los oficiales y soldados). ¡Idos todos al diablo con el Rey! (Señala la
puerta con gesto furioso) ¡Idos todos al diablo con el Rey he dicho!
SOLDADO PRIMERO (saliendo apresurado por la puerta que da a la calle): —¡Viva
el Rey! ¡Viva el Rey que hace mercedes!
DOS SOLDADOS MÁS (saliendo como el anterior): —¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey!
(Van saliendo atropellada y confusamente todos los otros, dando uvas al Rey,
excepto Antón Llamoso que no se ha movido de su rincón. El último que se dispone a
escapar es Pedrarias de Almesto, el cual ha mirado los sucesos con gran calma).
(Se aleja sin prisa hacia la puerta. Antón Llamoso saca su daga y se abalanza a
matarlo).
LOPE DE AGUIRRE: —No. Antón Llamoso, déjalo marchar en paz. Deseo perdonarle
la vida por cuarta vez.
PEDRARIAS DE ALMESTO (saliendo): —¡Viva el Rey, caballeros! ¡Viva el glorioso
Felipe II, mi Rey y señor!
LOPE DE AGUIRRE: —Agora quedamos nadie más que tú y yo, Antón Llamoso, en
el esperar de nuestras muertes. Mas no olvides que tú todavía puedes escapar de la
horca acogiéndote al remedio de huir por esta puerta gritando: ¡Muera Lope de
Aguirre, el cruel tirano! (Pausa). Pásate tú también al bando del Rey, capitán Antón
Llamoso, ¡yo te lo ordeno!
ANTÓN LLAMOSO: —NO me pasaré, general Lope de Aguirre, hermano Lope de
Aguirre. Yo he sido su amigo en la vida y nadie me impedirá que siga siéndolo en la
muerte. Moriré a su lado, Lope de Aguirre, y estaré contigo hasta el instante en que
las hachas del Rey hagan pedazos de nuestros cuerpos.
LOPE DE AGUIRRE: —Y luego, luego que nos hagan pedazos, nuestras almas
volarán juntas al infierno, hijo mío. Mas te aviso y advierto que no deben atribularnos
demasiado las llamas infernales, pues hemos de compartirlas con Alejandro, César,
Pompeyo y los sabios de Grecia, lo cual será cosa de mucha gloria y honra para
nosotros. En esta víspera de mi agonía, yo me quejo tan solo de Dios, al igual que lo
hizo su Hijo en la cruz, puesto que me ha abandonado. Tú puedes contar mejor que
ninguno, Antón Llamoso que mamé la fe católica en la leche, que he vivido
piadosamente en el amor de Dios, que he acatado todos sus mandamientos menos
aquel que nos prohíbe matar, pues sin matar no es posible hacer la guerra, y Dios
mismo me dispuso para ser guerrero y valer más con la lanza en la mano. Prediqué a
mis soldados que hicieran en la tierra lo que les aconsejase el corazón, alejando de
sus actos el miedo al infierno, pues yo pensaba de buen juicio que la sola creencia en
Dios bastaba para ir al cielo. Confié de la infinita equidad de Dios que lo forzaría a
ponerse de nuestra parte en la lucha que hacíamos contra el rey Felipe y sus ministros
(Entra la niña Elvira seguida por sus dos servidoras, María de Arriola y Juana
Torralba, y caminan las tres hasta el centro del corredor. Lope de Aguirre cala la
cuerda y enciende la mecha del arcabuz).
(Lope de Aguirre apunta a la niña Elvira con el arcabuz Juana Torralba corre
hacia él, tratando de cubrir a la niña con su cuerpo, forcejea con el padre para
arrebatarle el arma, Lope de Aguirre le deja finalmente el arcabuz saca una daga de
su cinta).
(Avanza hacia las dos mujeres con la daga en alto. María de Arriola y Juana
Torralba huyen despavoridas por la puerta que da a la calle. La niña Elvira no se ha
movido del centro del corredor, ni tampoco Antón Llamoso del ángulo donde se ha
arrinconado).
(Le da una tercera puñalada. La niña Elvira muere entre sus brazos. Detrás de
las murallas menudean los disparen y arrecia la gritería).
(Van entrando de tropel por la puerta que da a la calle varios de los marañones
que antes se habían pasado al Rey: Pedro Alonso Galeas, Diego Tirado, Pedrarias
FRANCISCO LEDESMA (un salmantino que forja espadas en el Tocuyo pero que
jamás las ha ceñido propiamente, señalando a Lope de Aguirre): —¿Y este hombre
pequeñito y anciano es el famoso tirano Lope de Aguirre? ¿Éste es aquel que todos
habían miedo de él? ¿Este es el enviado de Satanás, el sanguinario matador de
gobernadores y frailes? ¡Juro a tal que si yo me viese en pendencia con este lo
cogiera y lo hiciera pedazos!
LOPE DE AGUIRRE (mirándolo con gran desprecio): ¡Andad de ahí, despojo de
hombrecillo!, ¡a diez y veinte mentecatos como vos diera yo no estocadas sino veinte
zapatazos! (Ledesma atemorizado da un paso atrás).
GARCÍA DE PAREDES (Con la mano en el puño de la espada se acerca al cadáver de
la niña Elvira): —No me espanta tanto, Lope de Aguirre, que os hayáis alzado contra
el Rey nuestro señor, ni todas las crueldades que habéis hecho entre los hombres. Me
espanta mucho más la muerte perversa que habéis dado a esta inocente que era casi
una niña.
LOPE DE AGUIRRE: —Señor maese de campo, lo hice porque era mi hija, y lo pude
hacer.
GARCÍA DE PAREDES: —Cien veces merecéis que la justicia del Rey os corte la
cabeza.
LOPE DE AGUIRRE: —¿Cortarme la cabeza? ¿Se imagina y piensa Vuestra
Excelencia que en habiéndome cortado la cabeza, y hecho cuartos mi cuerpo, y
echado mis despojos a los perros, borraron mi figura de la memoria de los hombres?
¿No adivina Vuestra Excelencia que la relación de mis maldades y hazañas hará sonar
mi nombre por toda la tierra y en el noveno ciclo? ¿No entiende Vuestra Excelencia
que el rey Felipe II ha de aparecer en la historia con el título de Tirano, y a Lope de
Aguirre se le llamará Príncipe de la Libertad?
GARCÍA DE PAREDES: —¡Vive Dios que no puedo sufrir tan grande insolencia!
(Saca su espada). Me forzáis a que os mate agora mesmo, Lope de Aguirre.
LOPE DE AGUIRRE: —Señor maese de campo, guárdeme Vuestra Excelencia el
término de tres días que marca la ley para oírme, y no me mate tan presto que quiero
decir con bravo juicio grandes cosas. Yo he de declarar, primero de morir, quiénes y
cuántos destos marañones arrepentidos han sido leales a su rey de Castilla; y he de
declarar también quiénes están hartos de matar gobernadores y frailes, y de quemar y
asolar pueblos, y de hacer pedazos las cajas reales. He de descubrir el engaño de
quienes creen que todas sus culpas y crímenes les serán perdonados con pasarse a
carrera de caballo y a tiro de herrón al campo del Rey. He de decir los nombres…
(Se lleva la mano al corazón, cae sobre el catre y muere. En medio de un gran
silencio. Custodio Hernández se adelanta y le corta la cabeza a Lope de Aguirre con
su espada. Sale luego por la puerta que da a la calle, empuñando los cabellos grises
de la cabeza cortada y sangrante. Todos lo signen, con García Paredes al frente de
ellos).
Obras
Novelas
Fiebre (1939).
Casas muertas (1955).
Oficina n.º 1 (1961).
La muerte de Honorio (1963).
Cuando quiero llorar no lloro (1970).
Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979).
La piedra que era Cristo (1985).
Poesía
Agua y Cauce (1937).
25 poemas (1942).
Elegía coral a Andrés Eloy Blanco (1958).
La Mar que es el Morir (1965).
Las Celestiales (1965).
Umbral (1966).
http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_Otero_Silva