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Lope

de Aguirre, príncipe de la libertad no es sólo una nueva interpretación


literaria de una de las figuras más controvertidas y singulares de la historia
de los conquistadores españoles en América, sino también una visión inédita
de zonas esenciales del vivir americano y una creación novelesca
poderosamente original que se inserta en la plena madurez de la escritura de
su autor basándose en el hecho cierto de que Bolívar auspició la difusión de
la carta de rebeldía dirigida por Lope de Aguirre al rey Felipe II de España.
Otero Silva presenta al insólito conquistador español, insurrecto contra su
monarca, como una figura inflamada y profética que anuncia el destino de los
libertadores y se sitúa en la raíz misma de la fundación del independentismo
autóctono americano.
Una extrema variedad de técnicas —desde el diálogo dramático hasta el
relato objetivo, pasando por el monólogo interior— ilumina esta narración de
sombría y alucinada violencia poética, que nos lleva, desde la tiniebla de los
días oscuros en la península ibérica, hasta la exaltación de revuelta
liberadora en el corazón del nuevo mundo. Así, Lope de Aguirre, príncipe de
la libertad constituye a un tiempo una reflexión sobre el ser de la colectividad
americana y la creación de una magna figura individual que adquiere
proporciones de alegoría poética en un mundo de sangre y de transgresión.

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Miguel Otero Silva

Lope de Aguirre, príncipe de la


libertad
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Título original: Lope de Aguirre, príncipe de la libertad
Miguel Otero Silva, 1979

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A Fusa

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LOPE DE AGUIRRE EL SOLDADO

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—¡DIOS NOS AMPARE! A Lope de Araoz le cortaron la lengua.
El primer pleito de nuestra familia con el conde de Guevara sucedió un año antes
de mi nacimiento, para ese entonces mi abuelo materno Lope de Araoz había sido
elegido alcalde ordinario por los votos de la villa de Oñate, el conde de Guevara
estaba comprometido por las leyes a escribir al pie del nombramiento: «Creo y pongo
por tal mi alcalde», el Conde se escapó a Vitoria o se encerró a piedra y lodo en la
torre de Zumelzegui la obstinación y dureza del Conde eran no firmar, los oñatiarras
rabiosos y enfurecidos de no encontrarlo hicieron tocar a rebato las campanas, se
reunieron en bazaerre frente a la iglesia de San Miguel, decidieron arrancarle la vara
al alcalde mayor que era el alcalde del Conde, dársela a mi abuelo materno Lope de
Araoz que era el alcalde por ellos escogido, el Conde montó en cólera, hombres
armados asaltaron nuestras tierras, a mi abuelo lo despojaron de la vara a la fuerza, le
dieron la casa por cárcel, le prohibieron ejercer cargos de por vida.
El episodio de la lengua vino a pasar cinco años más tarde, ya yo había nacido y
mi madre me había puesto el nombre de Lope en honor de su padre rebelde, yo Lope
de Aguirre andaba a gatas por entre patas de nogal y roble, nadie me hacía caso, me
superaban en importancia mi hermano mayor Esteban y un mastín ceniciento que me
olfateaba el culo despectivamente, el rey Carlos recién coronado visitaba a los
flamencos, el conde de Guevara formaba parte del seguimiento y las genuflexiones,
mi incorregible abuelo Lope de Araoz voceó a grito alzado en la taberna de
Calezarra: «¡Los que andan tras el Rey, comenzando por nuestro conde de Guevara,
dueño y señor de Oñate, forman una cuadrilla de serviles y borrachos!».
A la vuelta del Conde más de veinte bellacos le fueron con el soplo, el Conde
ordenó esta vez que a mi abuelo materno le fuesen confiscados los bienes y cortada la
lengua, lo sacaron de la cárcel con una soga a la garganta, atravesó las calles de Oñate
montado en un burro sucio y enano, al jinete le arrastraban las botas por el suelo
empedrado, así lo llevaron hasta el Jaumendi que era el lugar donde el Conde tenía
asentada la picota, el pregonero iba proclamando su vergüenza: «¡Lope de Araoz ha
sido condenado a pena de destierro por tres años; si intenta volverse a Oñate le será
cortada también su mano izquierda!», le arrancaron la lengua con una daga forjada en
la ferrería de los Lazarraga, echaba tanta sangre por la boca que sin duda no le iba a
quedar una sola gota roja dentro del cuerpo.
—Mi hermano apeló ante el Real Consejo y ganaría luego la sentencia, cuando ya
la lengua se la habían cortado. A la hora de su muerte hubo de confesarse por señas
—dice mi tío abuelo Julián de Araoz.
Mi tío abuelo Julián de Araoz me ha repetido cien veces esta historia para que
nunca la olvide, mi tío abuelo Julián de Araoz parece un sarmiento de puro rugoso y
exprimido, anda noche y día vestido de negro absoluto de modo que de lejos uno no
sabe si es fraile o ser humano, del sombrero campanudo de copa se le escurren
mechas amarillas de carnero viejo, en Araoz nació y de Araoz jamás ha intentado
mudarse, Araoz no es un barrio establecido regularmente por el hombre sino un

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puñado de techos lanzados por la mano de Dios entre las abras de la montaña, de una
a otra casa no van calles sino caminos espirales flanqueados por matorrales de
helechos y cantos de pájaros, blanquea una plaza en el centro del disgregado caserío,
no vale la pena llamarla plaza sino llanura pavimentada para servir de delantal a la
iglesia y de aledaño al callejón techado donde se juega a la pelota, por entre la juntura
de las baldosas asoman confusamente los yerbajos.
—¿Y los hombres de Araoz nunca protestan? —digo yo, a sabiendas de que sí
protestan.
—Siempre hemos protestado, siempre protestaremos —dice mi tío abuelo Julián
de Araoz.
Y comienza a recordar rencorosamente otra crónica humillante y muy antigua,
«Iñigo de Guevara primer señor de Oñate se adjudicó a sí mismo un río entero para
pescar él solo para bañarse él solo para mear él solo».
—Algún día los echaremos —dice mi tío abuelo Julián de Araoz arbolando su
garrote contra la historia.

San Miguel Arcángel, patrono de Oñate, es un santo armado y combatiente, no un


monje rezador ni un mártir desvalido. San Miguel es un espíritu celeste encarnado en
piedra frenética, un adalid de las estrellas que clava su espada flamígera en las fauces
de un dragón vencido. Luzbel ya no es claridad bienaventurada, ya no es el taimado
favorito que acusaba a sus hermanos delante de Dios, sino un engendro horripilante,
con siete cabezas y diez cuernos, rabo de culebra y garras de leopardo, colmillos
torvos y belfo peludo, te mira amargamente como si tú tuvieras la culpa de su derrota,
Lope de Aguirre. Las alas de San Miguel desbordan el peto de azuloso acero y se
abren al viento como banderas desplegadas. La mano izquierda de San Miguel
empuña una balanza, es él quien medirá las consecuencias de nuestros pecados y
virtudes, es él quien decidirá cuáles almas ascenderán al Paraíso y cuáles nos
sepultaremos en los Infiernos. Pero a ningún peregrino se le ocurre meditar en el
simbolismo de la balanza, prefiere detenerse a contemplar embobado y suspenso la
llama de la espada, la armadura bruñida que ampara al guerrero, la mirada rutilando
bajo el filo del casco, el vencimiento despiadado de Satanás. Satanás verdoso y
retorcido, apostado sobre la arena de un mar invisible, te mira ahora con un dejo de
complicidad intolerable, Lope de Aguirre. Escúpelo, maldícelo, muéstrale la señal de
la Cruz, demonio malvado, peste maligna, hijo de la Grandísima Puta, amén.

Lope de Aguirre bajó desde las casas de Araoz hasta el fondo del valle, hasta el
rehoyo donde el río es devorado por el negror de una gruta. Sube ahora desde los
hondones, en derechura hacia la calzada que conduce a Aránzazu. Lo cercan como
duendes los cambiantes del verde, desde el transparente que es apenas linfa de

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remanso reflejando otros verdes, hasta el bronco y negruzco que oscurece los
espolones de la montaña. Hay verdes destellantes como piedras preciosas y otros
empalidecidos por una serenidad enfermiza. Lope de Aguirre pasa su juventud
sumergido en un gran foso verde, acorralado por un cerco de cerros invulnerables,
aturdido por el aroma de los cipreses y los enebros. El solo color discrepante es el
gris de las inmensas rocas calcáreas que rompen los mares vegetales como quillas de
barcos.
(Tú te sientes más pequeño de lo que eres, Lope de Aguirre, tu desdicha es que no
has crecido lo necesario, le das por los hombros a, no hablemos de eso).
Lope de Aguirre atraviesa los breñales montado en pelo sobre la yegua castaña, la
que mejor lo conoce entre todas las bestias del aprisco. El oficio de Lope de Aguirre
es cuidar caballos, los lleva a beber al río, aprenderá a domarlos algún día, dejó la
escuela por el rebaño sin que nadie en su casa se diera por enterado, su única lectura
es el muy mentiroso libro de Amadís de Gaula, mas su tío Julián se sabe las verdades
de la Biblia y la historia de Roma y sobre ellas hace plática cuando van a cazar
perdices.
La Virgen de Aránzazu no es una imagen erguida sobre los despojos del Diablo,
como la de San Miguel, sino sobre un espino. El milagro de su aparición es otra de
las conversas rituales del tío Julián. El pastor Rodrigo de Balzátegui descendía un
sábado por las vertientes del Aloña y de pronto sus ojos descubrieron en la maraña
del barranco un resplandor como de rosas sobre un azul endrino. Era la Virgen con el
Niño en los brazos, acompañada por un espino verde y un cencerro pastoril. Los
frailes mercedarios edificaron una ermita para ensalzar el prodigio, y los franciscanos
se quedaron a la larga con el santuario y con la efigie, como se quedan con todo. En
esta coyuntura se alzaron con la Virgen más milagrosa de la tierra: desata lluvias
sobre las sequías, detiene la crecida de los ríos, deshace las hechicerías de los brujos,
endulza los espíritus pendencieros, hace andar a los paralíticos y parir a las estériles.
El corazón cristiano de Lope de Aguirre viene a Aránzazu de peregrino, más no a
rendir culto exclusivo a la Virgen sino en igual medida a Juanisca Garibay, sobrina de
fray Pedro Arriarán, único siervo mercedario que no se movió de Aránzazu cuando
sus compañeros de cofradía abandonaron la plaza.
—Buenas tardes. Lope de Aguirre.
Juanisca Garibay habla enmarcada por una puerta de oscuro roble, clavos
chanfones y cabezudos tachonan la madera, las paredes son grises y tristonas, la
chimenea se empina como un espectro renegrido y deforme, solo el delantal azul de
la muchacha alivia la mirada.
Lope de Aguirre baja de la yegua y amarra el cabestro a una herradura que
sobresale del muro. Juanisca Garibay se le apareja (ella es más alta que tú, te lleva de
ventaja la cabeza entera, lo compruebas una vez más cuando se apoya en tu brazo
para saltar la acequia, su pelo huele a las hojas de la albahaca) y echan a andar en
yunta por las veredas, como si se tratara de un designio convenido. La pareja se

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desvía hacia un fresno apartado y solitario, para mirar el vuelo de las golondrinas, o
tal vez la piel desgarrada de la tarde.
Fue entonces cuando se oscureció el cielo, cuando enmudecieron los pájaros,
cuando comenzaron a sonar las esquilas en la hondonada. Por el tintineo de las
esquilas se sabe desde muy lejos si una oveja trepa la ladera, o si desciende a tumbos
por el despeñadero, o si camina en llano palmo a palmo, o si bruscamente se detiene.
El tintineo de las esquilas es un aleteo de bronce cuya melodía lame y eriza la piel de
la noche. Para oír caer intactas sus gotas en la sombra es preciso cerrar los oídos al
rezongo del tiempo y a las letanías de nuestra propia sangre. De ese modo las escucha
Juanisca Garibay, tan cerca del aliento de Lope de Aguirre que él respira el aura de
sus cabellos, Juanisca Garibay no altera su resuello cuando él la besa en mitad de los
labios, no se estremece entre los brazos que la ciñen, sigue escuchando pensativa y
remota el tintineo de las esquilas.
—Te quiero, Lope de Aguirre —dice a media voz.

—No mezcles la sidra con el vino navarro, Antón Llamoso —le digo sin mirarlo.
Antón Llamoso acata sumisamente mis consejos, los malos y los buenos. Es más
alto que yo, más forzudo que yo, pero procede en la vida como si yo fuese capataz
suyo. Su voluntaria esclavitud de alma tuvo origen, supongo yo, en una pelea que nos
encaró en la plaza de Santa Marina, hace ya tanto tiempo que todavía íbamos a la
escuela. Antón Llamoso peludo y cejijunto, hosco y desgalichado, parecía desde
muchacho un oso, de esos que por matarlos las ordenanzas municipales te gratifican
con diez ducados. Su brazo invencible pulverizaba las pelotas contra los muros de la
iglesia. Jamás cruzó por mi mente el pensamiento de vérmelas con él a los puños,
nunca he creído que vine a este mundo para recibir palizas. Tuve que hacerle frente el
día en que menos lo presentía, cuando se me nublan los ojos no cálculo riesgos ni
contingencias, dice mi tío Julián que me vuelvo un Famongomadán del Lago
Hirviente.
—Enano Aguirre —me dijo Antón Llamoso aquel Domingo de Ramos en la plaza
de Santa Marina. ¿Sabes tocar el tamboril?
—No me llames enano que no soy enano —le respondí.
—Está bien, enano Aguirre, no volveré a llamarte enano, pero todo Oñate piensa
que eres enano —y se echo a reír.
Entonces le di una cachetada, aunque es más forzudo que yo, más alto que yo, se
me nublaron los ojos, tío Julián. Antón Llamoso se lanzó sobre mí como toro
derribador, yo recuperé en un santiamén la conciencia de mis limitaciones, esquivé
zamarramente la embestida, le interpuse el pie izquierdo en garfio de zancadilla,
Antón Llamoso se fue de cabeza contra el enlosado, antes de que intentara levantarse
ya estaba yo a su lado encajándole patadas diestras y siniestras en las sienes, para su
desgracia yo llevaba puestas mis botas claveteadas, pegándole seguí hasta que perdió

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el sentido, llegaron al trote los sarteneros de la cofradía de San Millán, me llevaron en
vilo para que no lo matara, Antón Llamoso pasó una semana en la cama con la cabeza
vendada y los ojos hinchados, no asomó por la escuela en mucho tiempo, dejó de
hablarme hasta el día de San Miguel, para las fiestas se le habían olvidado los
porrazos, no es rencoroso, volvimos a ser amigos, él sabe tocar el tamboril y yo la
alboka. Cada día se vuelve más adicto a mis palabras, yo le explico los milagros que
él no entiende, por ejemplo: el nacimiento de un nuevo mundo hace apenas cuarenta
años, tal como tú me los explicas a mí, tío Julián.
—No sigas bebiendo, Antón Llamoso, que estás borracho como siete cubas —le
digo yo.
Lo amosca algún tanto mi reproche, no se considera borracho, paga los vinos con
mano brusca, luego grita:
—¡Te invito a tirar putas al río, Lope de Aguirre! —Y se echa a reír.
—¡Vamos! —le respondo yo para asombro suyo, y salgo con resueltos pasos de la
taberna, él me sigue.
Las dos congregaciones de este mundo que yo aborrezco con mayor desprecio
son las putas y los franceses. Los franceses porque pecan de avarientos, mezquinos y
usureros. Llegan a Oñate a hacer dinero, no importa cómo, las monedas van a parar
primero al relleno de los colchones, seguidamente a Francia. En cuanto a las putas,
tío Julián, no alcanzo a traducir en palabras los fundamentos de mi aversión, pero
válgame Dios que las odio. La sola ordenanza saludable que ha dictado nuestro
alcalde mayor es aquella que impone «diez días de cárcel a quien le preste albergue
en su casa a una mujer vagamunda».
La casa de mancebía se distingue por su farol lacrimoso, allá al final desolado de
la calle más funeraria de la ciudad. El aldabón es una cabeza de jabalí con los
colmillos en guardia. Antón Llamoso está descaradamente borracho, el vino lo
embrutece más de lo común, es más prudente que él no hable.
—El barco es de mi hermano Esteban, la noche está linda con tantas estrellas, el
río parece de cristal, os convidamos a navegar —digo yo.
Las dos mujeres son vizcaínas, de Bermeo, quizá pescadoras desamparadas por
sus maridos, no zorras propiamente dichas. La más corpulenta despliega ancas de
yegua percherona, le corresponde a Antón Llamoso. La pequeña tiene hocico de
sardina, habla a griticos de gorrión, huele a guiso de mariscos, camina a mi lado sin
muestras de embeleso.
A la orilla del Olabarrieta está amarrado el barco. ¡Qué va a ser de mi hermano
Esteban!, ¡sabe Dios de quién será!, Antón Llamoso sube el primero y tiende las
manos nazarenamente a las dos magdalenas, yo subo el último y empuño los remos,
hago avanzar el barco en zig-zag hasta situarlo en la mitad de la corriente.
Nuestras incautas convidadas no llegan a contemplar el cristal del río, ni a
disfrutar la luz de las estrellas. Antón Llamoso empuja con ambas manos a la
percherona, las inmensas nalgas retumban en el agua y elevan un torbellino de

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huracán. Sobre la marcha acuna entre sus brazos a la pequeña como niña de teta y la
deja caer tiernamente en el río. Las putas saben nadar, son de Bermeo, no corren
riesgo de ahogamiento. La giganta ha logrado asirse al filo del borde izquierdo, le
magullo una y otra vez los nudillos con el remo, golpe a golpe la fuerzo a zambullirse
de nuevo, ¡ballenaza! La otra, mi sardinita, sentada en el barro de la orilla, entrevera
gimoteos de tonta con imprecaciones de arpía.
Allí las dejamos, empapadas, enronquecidas, infelices. A las primeras casas de
Oñate, Antón Llamoso se detiene a orinar sobre la melena de piedra del león de la
fuente.
—¡Qué linda fiesta, Lope de Aguirre! —dice, y se echa a reír.

En el entierro del padre se habla solamente de las Indias, del mundo de Cristóbal
Colón, del colosal arcano desflorado por tres carabelas españolas. El padre está
tendido en su ataúd de madera; una madera tan fresca que huele a árbol, no a cajón de
difunto. Su perfil duro y afilado de gerifalte emerge como un cuchillo de los blancos
rasos femeniles que lo arrebujan. No parece muerto sino ensimismado, aunque la
verdad es que en vida nunca malgastó su tiempo en pensar: gruñía y trabajaba.
Primero fue leñador. Al final no pudo con los inmensos árboles. Se resignaba a
barbechar la tierra, volcar la semilla, guadañar el trigo.
El padre era un viejo terco y áspero. Sacudió garrotazos sobre los lomos de los
dos hijos hasta que cumplieron dieciséis años; mucho más duro le daba a Lope el
pequeño que a Esteban el mayor. Motivos para romperles las costillas los había:
arrojaban cacerolas de agua hirviente a los mendigos, enlazaban el gato de la señora
Micaela y ahorcado lo izaban a la rama más alta del haya más propicia, arrancaban
por la noche dos tablones al puente de Zubicoa que habrían de cruzar las recuas en la
madrugada, criaban alacranes para esparcirlos luego en los camastros de las viejas
santeras, una vez le untaron de mierda los hábitos al padre Calixto.
Nadie habla sino de las Indias, ninguno presta atención a los latines de fray Pedro
Mártir, ni al llanto circunspecto de la madre, ni a la lluvia que cae reposadamente
sobre el patio.
Al sonar la campana de las cuatro el tío Julián y otro viejo enlutado se acercan al
difunto, Esteban y Lope de Aguirre también se acercan, lo llevarán en hombros hasta
el cementerio que queda a no muchas varas de la casa. Adosada al portal del
camposanto, una ermita se dirige a Dios por medio de plegarias escritas en sus muros.
En el sendero que conduce a las tumbas exaltan el morir dos cruces de nogal en cuyos
brazos el artista talló cráneos, fémures y sudarios. Entierran el cajón sin aspavientos,
fray Pedro Mártir asperge con agua bendita los terrones mojados por la lluvia,
regresan en silencio y cabizbajos, cuarenta hombres caminan paso a paso bajo los
goterones, al cruzar una esquina vuelven a hablar de las Indias, de los conquistadores,
del oro. En el país vasco, en España, en todo el viejo mundo no se habla de otra cosa.

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FRAY PEDRO MÁRTIR (de la Orden de Santo Domingo, natural de Segovia,
confesor de la familia): —Vete a las Indias, Lope de Aguirre. Nuestra España es un
pueblo elegido por Dios para preservar los bastiones de su doctrina, para batallar sin
tregua contra la herejía y el paganismo. Más de siete siglos, desde Pelayo hasta
Fernando, nos hartamos de combatir con armas y con puños y con dientes para librar
al león ibérico de la coyunda musulmana, para arrojar de nuestro suelo a su Alá falso
y a sus califas embusteros.
DON MIGUEL DE URIBARRI (mi padrino de bautizo, propietario de yeserías y
molinos de trigo): —Vete a las Indias, ahijado. En sus mares se encuentran perlas del
grueso de una nuez y en sus cerros esmeraldas del tamaño de una manzana. Hay
ciudades techadas con bóvedas de plata, donde el agua se bebe en cántaros de ágata y
los niños juegan con aros de turquesa.
MI TÍO JULIÁN (tejedor de quimeras, lector de libros de caballería y maestro
de escuela): —Vete a las Indias, hijo mío. No son mentiras las hazañas de los
Amadises y los Galaores que eternamente habíamos tenido por invenciones. Ni son
patrañas las proezas griegas y romanas que glosan los trovadores. Ni son fantasías los
mundos fabulosos que miramos cuando soñamos. En las Indias los ríos y los lagos
semejan encarcelados mares de agua dulce de cuyas profundidades ascienden en la
noche hidras de muchas cabezas que resoplan llamaradas por sus muchas narices.
JUANISCA GARIBAY (en Aránzazu, cuando se callan las esquilas): —Vete a
las Indias, nere maitia. Tú no naciste para segundón; no naciste para casarte conmigo
ni con alguna otra muchacha de estas caserías, no naciste para que el lugar de tu
nacimiento te pasmara el vuelo.
FRAY PEDRO MÁRTIR (como si estuviera en el púlpito): —Vete a las Indias,
Lope de Aguirre. Hemos echado de nuestro territorio a los judíos para preservarnos
de sus cánticos anticristianos y de su sabiduría maligna. Nadie con tanta fuerza como
la nuestra ha descargado el brazo de la Santa Inquisición para castigar sin
contemplaciones los desvíos de la fe y las ofensas al Sumo Pontífice. No tardaremos
en humillar la soberbia de los Solimanes y Barbarrojas que amenazan otra vez a la
cristiandad con el poderío nefando del Islam. Borraremos de las páginas de la
historia, por los siglos de los siglos, el nombre de Martín Lutero, injerto de Caín y
Belcebú que predica la división de nuestra Iglesia y el quebrantamiento de nuestros
símbolos.
MI PADRINO DON MIGUEL DE URIBARRI (apartando los ojos de un grueso
libro azul marino donde lleva las cuentas): —Vete a las Indias, ahijado. En las Indias
hay comarcas sin límites donde se siembra la caña de azúcar, el algodón, el índigo; y
la tierra te devuelve mil veces tus sudores. Hay rebaños de indios que te son dados en
propiedad para premiar tus servicios al Rey, y que trabajan noche y día para
acrecentar tu hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las cosas, hay oro. No el oro
brujo de los alquimistas, ni el oro que fabrican los judíos y los catalanes en sus

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cazuelas, sino oro verdadero, aquel que Dios puso entre los pliegues de la gleba para
que los hombres se aprovecharan de él. Templos de oro macizo, príncipes que se
bañan en polvos de oro, pesados collares de oro que los indios te truecan por un
espejo.
MI TÍO JULIÁN DE ARAOZ (los ojos fijos en la quietud del río donde ha
hundido su cordel, las manos rígidas en espera del estremecimiento): —Vete a las
Indias, hijo mío. En las Indias hay sirenas emplumadas que seducen al viajero con
endulzadas melodías, y amazonas bravías que violan todas las noches a sus presos.
Hay águilas fantasmales que trasladan al hombre entre sus garras hasta los
despeñaderos nevados donde anidan sus polluelos, y mariposas inmensas cuyas alas
azules ocultan la luz del sol. Hay árboles que al herirlos derraman manantiales de
zumo perfumado, y hojas que al humearlas producen apariciones más tentadoras que
las de San Antonio, y cactos que destilan un vino transparente y embriagador.
JUANISCA GARIBAY (recostada al parral que trepa por las paredes,
arrancando las uvas más gruesas de un racimo oscuro, sin volverse a mirarme): —
Vete a las Indias, nere bizia. Nadie lo sabe, tan solo yo lo sé, lo que esconde ese
pequeño cuerpo tuyo cuya poquedad tanto te desvela. Caballero andante, héroe,
conquistador, caudillo, gran rebelde, todas esas cosas habrás de ser.
FRAY PEDRO MÁRTIR (solemne, predicador, al pie de una imagen de mármol
de San Miguel Arcángel): —Vete a las Indias, Lope de Aguirre. En la hora presente
Dios Todopoderoso nos ha confiado la más sublime de las misiones, la de cristianizar
un mundo desconocido donde nacen y mueren millones de seres extraños, nubes de
indios bárbaros que aún no se sabe por cierto si tienen almas racionales. Mas, si por
ventura las tienen, es indubitable deber nuestro el salvarlas del fuego eterno,
acarrearlas al seno del Señor por obra y gracia de la mano gloriosa de nuestros
guerreros y del verbo esclarecedor de nuestra Iglesia. Vete a las Indias, Lope de
Aguirre, y reclama tu parte en el destino que a nuestra raza le ha trazado el Ser
Supremo.
MI PADRINO DON MIGUEL DE URIBARRI (su voz sobrepasa los rezos y
murmureos de las mujeres de la casa): —Vete a las Indias, ahijado. Aquí en Oñate no
pasarás de yegüerizo o clavetero, la vida se te consumirá forjando lanzas y curtiendo
cueros, te morirás sentado junto a la chimenea con un perro dormitando a tus pies,
igual que todos se han muerto y seguiremos muriéndonos en esta aldea. Vete a las
Indias, ahijado, y vuelve mañana a Oñate convertido en poderoso, trayendo por
bagaje grandes cofres atestados de doblones de oro y aderezos de plata.

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DURANTE NO POCO TIEMPO, pongamos un año, Lope de Aguirre malbarató las
suelas de sus zapatos en callejas y avenidas, se cruzaba de día y de noche con frailes
enfermos que pedían limosna y rezaban credos innecesarios. A Sevilla lo trajeron las
aguas del Guadalquivir, pasajero de mogollón en una balsa cimbrada por un
cargamento de melones, membrillos y zamboas. Lope de Aguirre dormía de espaldas
sobre los tablones, si no dormía contaba resignadamente las estrellas, escuchaba la
voz desgastada del otro vagabundo, un viejo asturiano que recitaba romances de
desengaño y muerte. Lope de Aguirre descendió una mañana de mayo en un muelle
escarchado de colorines y gritos, rebosado de gente deslenguada y mentirosa, los
perros ladraban con acompañamiento de guitarra, Sevilla era un oleaje de cantos y
pregones, dogaresa del trigo, sultana del aceite, emperatriz del vino. Lope de Aguirre
fue a dar consigo en un corral de vecinos administrado por una guipuzcoana de
Vergara, un patio inmenso cercado por cuartuchos lúgubres, el más oscuro era el
suyo. Por las noches todos los recintos se apareaban en tinieblas, dependían de un
candil macilento que se repetía en uno y otro aparador. Lope de Aguirre se alejaba de
su zahúrda al brote del alba, recorría las mismas calles de ayer, rezongaba las mismas
maldiciones, se aferraba al mismo pensamiento. La mañana se llenaba pronto de
soldados, mendigos, estudiantes, balandranes, togas, cofias, mantillas y abanicos.
Lope de Aguirre se encaminaba tercamente hacia la Casa de la Contratación, allí se
constituían las flotas, se anotaban los nombres de los aspirantes, se otorgaban
licencias, se recaudaban impuestos, se repartían herencias, se sentenciaban juicios, se
daban lecciones de pilotaje, en todos sus rincones se hablaba sin parar de las Indias.
La Casa de la Contratación era un almacén espacioso y descolorido levantado a cierta
distancia de la Giralda, lejos de su portal florecían las azaleas del río. Si lograbas
esquivar las preguntas impertinentes del cancerbero entrabas a un corredor
empedrado, en su extremo izquierdo resplandecía una fuente encostrada de azulejos,
en el derecho cavilaba un pozo con brocal de mármol. Las dos plantas interiores del
edificio eran salas anegadas de pergaminos y libracos, guaridas de ratones y
cucarachas, cubiles de contadores y escribientes, desembarcadero de solicitantes e
intrusos. Entraban y salían, subían y bajaban las escaleras personajes de diversa
estofa y ánimo, este suplicaba noticias del hermano desaparecido en La Florida, este
otro deseaba comprar perlas de la Margarita. Tú te embriagabas de sueños el lunes, te
descorazonabas el miércoles, te exasperabas el viernes, los cagatintas te aconsejaban
volver la semana siguiente o te pedían una fianza que no podías alcanzar, don
Rodrigo Durán te ofrecía plaza de labrador en Tierra Firme, tú le respondías que no
eras labrador sino soldado, enfrente estaba la iglesia de Santa Isabel pero nunca se te
ocurrió a la mente entrar a rezar en ella. Sevilla era una floreciente ciudad, el fénix
del orbe, la reina del océano, olorosa a azahares y a vino moscatel, reflejada en los
espejos de un río que tan solo para mirarla había bajado de las montañas. Tú, Lope de
Aguirre, morabas en un corral de vecinos, dormías en el más mugriento arrabal de
Triana, para volver a tu casa era inevitable saltar por sobre basureros y gatos muertos,

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abrirse paso por entre nieblas de pestilencia y llantos de mendigos, apartar
brutalmente a los enfermos reales o ficticios que te cerraban el camino, la Casa de la
Contratación archivaba cuidadosamente tus solicitudes y tus imprecaciones, al final
se te consumió la paciencia y te fuiste a vivir con los gitanos.

De cómo vine a compartir tienda con los gitanos, sin tener una gota de su sangre,
es historia derivada del loco azar. El viejo tratante se metió de rondón en el patio con
un jamelgo de las bridas, pretendía venderlo a un precio inmerecido, mintió cuando
dijo la edad del animal, mintió cuando ponderó su alcurnia, mintió cuando juró que
tenía los huesos intactos. Aquel era un matalote con las rodillas quebradas, las paletas
se le salían del cuero, le eché más de quince años de sufrimientos. El tratante infirió
de mi aspecto que yo no disponía de blanca para comprarlo, sospechó en mi mirada
que mi natural malicioso me aconsejaba no creerle, incluso descubrió que yo entendía
demasiado de caballos. Pero no me entremetí cuando se lo ofreció en venta a uno de
mis vecinos, un portugués tacaño y ceremonioso, más todavía, lo ayudé a concertar el
negocio, apoyé sus embustes con aprobaciones de cabeza. El gitano y yo pasamos del
entendimiento a la amistad, se llama Tomás pero lo mientan el Tordillo, yo estaba
harto de aquel miserable corral de vecinos, ahíto de la Casa de la Contratación que
me daba cada día con el portón en las narices, le propuse al Tordillo irme a vivir con
ellos y sus caballos, el gitano no salía de su asombro en oyendo a un cristiano
hijodalgo y vascongado hablar de ese modo, le caí en gracia aunque carezco de ella,
dijo que no me arrendaba la ganancia mas complació mis pretensiones.
Tal como me saben a hiel los franceses y los andaluces, me endulzan el alma los
gitanos. No se afane vuestra merced en replicarme que son ladrones porque ya lo sé.
Mas admita en descargo vuestra merced que para ellos el robo no es un delito sino un
medio de ganarse la vida, una profesión, y ninguna profesión es pecado, salvo la
putería. De igual manera, matar a un semejante es un crimen, pero si quien lo mata es
un soldado en guerra o en misión, ha cometido la dicha culpa por hacer su oficio y
Dios lo perdona. El primer trabajo que me propuso mi amigo gitano fue el de robar en
su compañía, y aunque el no hurtar es uno de los mandamientos capitales que recibió
Moisés en el Sinaí, fui con el Tordillo de buen grado hasta el zaquizamí de un judío
usurero, donde él apañó dos escudos de oro y no sé cuántos maravedís, en tanto que
yo vigilaba los contornos a modo de centinela. Y si me negué porfiadamente a
acompañarlo una segunda vez, no fue solo por prescripción religiosa sino porque a
los vascos, aunque luzca vanaglorioso el decirlo, no nos hace placer el dinero robado.
Tampoco arguya vuestra merced que los gitanos son aficionados al amor
incestuoso pues también lo sé. Admiten el incesto, no lo niego, mas repudian el
adulterio, y en esto sí se ciñen a los códigos del Antiguo Testamento. La ley de Dios
nos prohíbe codiciar la mujer de nuestro prójimo. José puso los pies en polvorosa
para no darle gusto a la de Putifar, pero en ningún capítulo condenan el ayuntamiento

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con nuestras hermanas, ni con una parienta todavía más cercana y respetable. Hasta
los niños de doctrina saben y repiten que la raza humana habría desaparecido antes de
llegar a su tercera generación si Caín, o tal vez Abel, o más probable un tercer hijo de
Adán llamado Set, hubieran tenido recato o recelo de engendrar esa generación en el
vientre materno, no existía otro.
La primera virtud que aprendí de los gitanos fue el sufrimiento, ya que el amor a
la libertad lo traía arraigado en el pecho desde Oñate. Más el que no está dispuesto a
sobrellevar privaciones y a desafiar inclemencias, ese corre el riesgo de desperdiciar
su libertad. Se duerme sobre un colchón cuando hay colchón, mas si no lo hay se
duerme sobre estera o en parva, o no se duerme. Se come en mantel de posada
cuando hay viandas y vino, mas si no los hay se cena pan de hogaza y frutos que
regala la tierra, o no se cena. Se descansa el cuerpo cuando hay tiempo para descansar
y sombra donde tumbarse, mas si no los hay se prosigue el camino sin aliviar los
hombros del peso que llevan. Los huesos en reposo se enmohecen, las manos en
reposo se amariconan, los ojos en reposo se enlagañan, la inteligencia en reposo se
menoscaba. Camine vuestra merced por campos y collados, duerma a cielo desnudo,
tire la barra, baile zapateado, trepe a los árboles, nade en el río, no se ablande con los
aguaceros, ni se derrita con los soles, ni se frunza con las nieves, todo eso me
enseñaron los gitanos.
También aprendí de ellos a domar caballos, trabajo para el cual no me faltaba
disposición. Había consumido mi mocedad a lomo de yegua, pastoreando entre
Guezalka y Artia. Pero una cosa es montar caballo amansado y otra muy diferente es
domar al cerrero. Sepa vuestra merced que este potro al cual me tocó echarle hoy la
pierna no había sido nunca cinchado hasta el día de anteayer. Una semana atrás llegó
al campamento, lo trajo a media noche el Tordillo, nadie sabe en qué cercado ajeno lo
descubrió. Al romper del alba iba yo a pasarle la mano por las crines oscuras, le
llevaba zanahorias y terrones de azúcar piedra, luego el Tordillo me lo sujetaba y yo
lo montaba en simulacro para que se acostumbrara a mi peso. No le decía al Tordillo
que lo soltara porque aún lo sentía descomedido y folión, me lanzaría por tierra.
Finalmente le pedí hoy que nos dejara solos pues el potrillo había comenzado a
considerarme amigo suyo, casi me lo dijo. No crea vuestra merced que hay caballos
mañosos o resabiados de nacimiento, se desmandan así los mal domados, los que no
encontraron amansador que los entendiera. La doma no es una prueba de fuerza, ni de
coraje, sino un fruto de la astucia. Al cabo de tres meses de andar entre los gitanos,
ningún potro se me alza de manos para tumbarme, ni se tira contra las palizadas para
estrellarme, ni se me desboca chiflado por la llanura. En el arte de la doma participan
todos los miembros del cuerpo, la cintura para acompañar al potrillo en sus impulsos,
las manos y los brazos para mover las riendas como es debido, las piernas para
apretar las ijadas, los talones para mandar las órdenes, el grito de la boca para incitar
a correr, el cerebro para resolver las dificultades. Repare un poco más vuestra merced
en este morcillo, nadie diría que lo están desbraveciendo, ninguno pensaría que un

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jinete lo está montando por primera vez.
Por último me enseñaron a servirme de la espada y la daga; el arcabuz no es
bastante para irse a las Indias, créamelo vuestra merced. El gitano que me instruyó en
la defensa propia calza más puntos que los tratados de Pedro Mundo, aunque no los
ha leído, no sabe leer. A ese mi profesor de las armas blancas lo llaman el Canónigo,
irreverencias de los gitanos, ¡válgame Dios! Me confió los secretos de su estocada
maestra, me forzó a repetir mil veces los movimientos del engaño hasta que supe
hacerlos por natural instinto. El Canónigo es un espadachín serio y profundo, no
pierde el tiempo en fantasías ni en floreos, su finalidad no es deslumbrar al adversario
sino herirlo mortalmente. Es conveniente rasguñarle la frente, la sangre baja por los
ojos y lo ciega, ya ciego es más sencillo darle su merecido, dice el Canónigo. Lo
principal es mantener la mirada fija en los ojos del contrario, adivinarle sus
movimientos, sus miedos, sus intenciones, dice el Canónigo.
Ninguno de esos conocimientos te servirá de algo. Lope de Aguirre, mientras no
te hayas puesto enfrente de un enemigo de carne y hueso. Nadie sabe lo que vale con
la espada en la mano hasta tanto no la use para herir de verdad. Pelear por enseñanza,
por ejercicio, por fiestas, no es pelear. Cuando te juegues la vida en duelo por vez
primera, cuando entiendas que para salvarla hay que quitar de en medio la del otro,
quiera Dios que en ese instante no te tiemble la mano.
Le juro a vuestra merced que no me tembló. La malaventura sucedió en uno de
los callejones de Triana que conducen al corral de vecinos donde yo había vivido. De
tarde en tarde me alejaba de mis gitanos y entraba a Sevilla, a dar una vuelta a la Casa
de la Contratación, e indagar si había noticias sobre jornadas a las Indias. Por la
noche me acercaba al postigo de la guipuzcoana que manejaba el corral, era viuda por
cierto, algo agraciada pese al lunar de pelos que le hombreaba la mejilla, me recibía
con tiernos ojos. La buena mujer me hablaba en mi idioma, me agasajaba con
limonadas y malvasía, guardaba para mí copitas de vino generoso y rosquillas hechas
por manos de monjas, se arrellanaba luego a contarme agudezas de su difunto esposo,
suspiraba tiernamente, no había otro remedio sino consolarla en una gran cama de
cobertor y colcha que ocupaba casi la mitad de su vivienda, y si saco a luz estos
amorosos pasatiempos es porque sin ellos no se explica lo que ocurrió después. Había
sido noche de visita, la viuda, ya mis pasos cruzaban una esquina y se alejaban hacia
el campamento, salió de las sombras un corchete medio borracho, rompió a dar voces
destempladas, sus gritos me acusaban de ladrón y otras infamias. Quise persuadirlo
con razones, no entraba en mis propósitos una pendencia con comisarios ni
cuadrilleros, el deslenguado se creció de ánimo interpretando como miedo mi
cordura» añadió la injuria de cobarde a las anteriores, se me anublaron los ojos, saqué
la espada sin olvidarme de la estocada maestra que me había enseñado el Canónigo,
cómo la iba a olvidar. Debo confesar a vuestra merced que de repente me sentí más
reposado que antes, se me aclararon los ojos, el corchete comenzó a tirar sablazos
desatentados, lo detuve fácilmente con quites de mi espada, a dos por tres le apliqué

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la enseñanza más aventajada del Canónigo, se derrumbó patas arriba en el empedrado
sin dejar de gritar como un endemoniado, se encomendaba al Apóstol Santiago y a
Nuestra Señora de Guadalupe, ya no me llamaba ladrón sino criminal. Le digo a
vuestra merced que no tuve tiempo de limpiar el acero, comenzaba a clarear una
mañana sucia, me escurrí pegado a las paredes, la gente despertada por los ayes del
herido se asomaba a puertas y ventanas, el herido dejó de gritar, no creo que estuviera
muerto del todo, la espada le entró por el lado izquierdo del pecho, con un milagro de
la Virgen y quince puntos cirujanos podía curarse. ¿Creerá vuestra merced si le digo
que aquel raro accidente me trajo buena y no mala fortuna? Cuatro días más tarde
volví a Sevilla, nadie se refirió a la desventura del corchete, nunca alcancé a saber si
estaba vivo o muerto, en la Casa de la Contratación me esperaba don Rodrigo Durán
con preciosas noticias, le habían dado licencia para hacerse a la mar con sus galeones,
embarcaría más de doscientos hombres, yo era uno de ellos.

¿Nombre? Lope de Aguirre. ¿Edad? Veintidós años. ¿Padres? Esteban de Aguirre


y Elvira de Araoz. ¿Barco que tomará? El San Antonio. ¿Puerto de llegada?
Cartagena de Indias. ¿Profesión? Labrador. Hube de decir labrador y no soldado ya
que aquella navegación requería labradores y no soldados.
El San Antonio zarpó de Sanlúcar de Barrameda el día doce de mayo de mil
quinientos treinta y cuatro, los torreones se perdieron de vista al mediodía, castigaba
las cabezas un sol indigno de la primavera. El San Antonio formaba pareja con el San
Francisco, este se haría a la vela tres horas más tarde. Eran dos curtidos veleros de
estirpe veneciana, habían dado tumbos por luengos años en aguas mediterráneas,
transportando mercaderías cristianas y huyendo de las galeras moras. El contador
andaluz Rodrigo Durán los compró en Nápoles a precio de desecho, les mandó dar
una mano de pintura gris para volverlos más tristes, los destinó para comerciar con el
Nuevo Mundo, podían llegar o no llegar. El San Antonio era una carraca de ciento
cincuenta toneladas de carga y más de doscientos seres vivientes a bordo: el
propietario don Rodrigo Durán que era el jefe en tierra, el piloto que era el jefe en
alta mar, el contramaestre, los marineros, los grumetes, el mayordomo, el cocinero, el
carpintero, el tonelero, el barbero que presumía también de médico, el boticario, los
escribanos, los soldados, los veedores, los clérigos, las monjas, los labradores con sus
correspondientes labradoras, las ovejas, los cerdos, las aves de corral y yo, Lope de
Aguirre. En cuanto al fardaje inanimado, estaba compuesto por pellejos de aceite y
panzudos barriles de vino, un rimero de cajas de variado contenido no adivinable,
amén del bagaje de los pasajeros que incluía desde las camas para dormir en el Nuevo
Mundo hasta los jamones y galletas para alimentarse en la travesía. Apenas quedaba
sitio donde tenderse a dormir, donde hincarse a rezar el rosario, donde arrinconarse a
desahogar las necesidades del cuerpo.
La pesadumbre se agravó cuando comenzó a corcovear el barco y a marearse la

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gente que en su mayoría no era marinera ni siquiera de río. La primera en vomitar fue
una de las labradoras, había comido chorizos, la siguió uno de los clérigos conmovido
y contagiado del lastimoso espectáculo, nadie se contuvo de allí adelante, había que
caminar por sobre aquellas gelatinas, era forzoso respirar aquellas agrias fetideces, yo
no vomité por pura tozudez oñatiarra. Para mayor desgracia el agua dulce se repartía
en raciones de medio azumbre diario, a ninguno le sobraba para lavarse, los malos
olores desfiguraban encarnizadamente el aroma lozano del mar. Sin contar los
plañidos y los arrepentimientos, la cobardía que también huele pésimo. La mitad de
los pasajeros maldecía su voluntario destino, aquel viaje era un suplicio más
insoportable que la condenación eterna, quien nos mandaría a montarnos en este
caballo loco de madera que llaman malamente galeón, de las Canarias nos
devolveremos a España, juramos por todos los santos que de Tenerife no pasaremos.
Aunque lo histórico es que en desembarcando en la Gomera todos recobraron la
alegría de vivir, la color retornó a los carrillos de los pálidos, los bodegones de la isla
olían a queso y embutidos, nadie se acordaba de los vómitos, nadie renegaba de los
piojos que nos habían martirizado, se hablaba otra vez de las Indias con arrebatado
pensamiento y codicia y afán de gloria. Inclusive sor Eduvigis, la que se desmayó tres
veces en la cubierta, la pobre soñaba con llegar a ser madre superiora de un fabuloso
convento en la Española, todos creímos que iba a morirse en mitad del tercer éxtasis,
uno de los frailes la confesó bajo el parpadeo de las estrellas, le untó los santos óleos
al rayar el sol, parecía inevitable que arrojáramos su robusto cadáver al agua,
inclusive sor Eduvigis descendió por sus propios pasos a tierra y rezó una salve con
voz milagrosamente restaurada.
De la Gomera al Nuevo Mundo las calamidades fueron las mismas y más
prolongadas, mas ahora nadie les prestaba atención. La ensoñación de las Indias
arrebozaba la miseria y la suciedad con un extraño velo, las bocas dejaron de vomitar
y blasfemar, salieron a relucir las vihuelas, compitieron entre sí las canciones
regionales, brotaron de las arquillas las barajas y los dados, se pasearon de mano en
mano las garrafas de vino. Ni el canto ni el juego son debilidades mías, aunque nunca
he ocultado que me place beber lo necesario. A la luz de una botella de clarete me
hice casi amigo de un escribano o rábula que viajaba a las Indias por segunda vez, de
la primera no logró volver rico porque se lo impidieron vinos bubones
deshonestamente adquiridos, otra suerte le vendría en este nuevo intento, el
gobernador de Calamar o Cartagena don Pedro de Heredia era su compadre de
sacramento, le abrirá los oídos a todas sus peticiones, vuestra merced obtendrá sin
dilación la plaza de soldado que ambiciona, me dijo. También me prestó un libro de
caballerías, impreso en Salamanca y titulado «Tirante el Blanco», que leí por lo
menos tres veces pues ninguna otra cosa podía hacer salvo cansarme los ojos de tanto
mirar el mar. Era un mar tan inmenso, tan abandonado, tan espejo del de ayer y del de
mañana que mi mente comenzó a desear una tempestad que lo transformara en un
mar distinto, tempestad que afortunadamente nunca vino. Una tarde se encendió

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frente a nosotros el ciclo del poniente, no en quietas nubes rojas sino en llamas que
ondeaban como látigos, a mí me pareció una gran ciudad que ardía hasta sus
cimientos, sor Eduvigis por su parte creyó avanzar hacia el purgatorio, quizás hacia el
infierno, se alzó de su colchón como los muertos del Apocalipsis, ¡aplaca Señor tu
ira!
¡Ten misericordia de nosotros!, el contramaestre la apaciguó con un trago de
aguardiente puro. Al día siguiente del fementido incendio sepultóse nuestro barco en
una niebla espesa, algodón impalpable que borró los verdes del mar y los azules del
cielo, navegamos horas y horas en medio de aquel encaje tibio que nos envolvía
como un claustro materno, al salir de él refulgía en las alturas un sol estruendoso, una
hoguera viva que nos cercaba y que amenazaba extenderse a las maderas del barco,
no se quemaron las maderas pero sí el trigo que llevábamos, murieron acezantes tres
ovejas, jamás azotó mi piel calor igual, me doblegué vencido por una fiebre de acero
y brasas, la frente me ardía en llamas como boca de fragua, entendí que había cruzado
la raya de la locura pero nada dije, me acurruqué inmóvil y callado entre dos fardos.
San Miguel descendió implacable de los ciclos para alancear una vez más a Lucifer,
lo oí saltar del mástil más alto a los maderos de la quilla, lo vi convertirse en
furibundo mascarón de proa. Satanás aterrado no se atrevía a asomar la cabeza de las
aguas. Después el cielo se puso cristalino, los latidos de mi corazón recuperaron su
sosiego, San Miguel levantó un vuelo majestuoso y triunfal, en su lugar aparecieron
bandadas de pájaros, pardelas, grajos, rabos de junco, pelícanos, gaviotas, alcatraces
y algunos de un verdor desconocido, los mismos que le dieron la bienvenida a
Cristóbal Colón en su primer viaje. De improviso se dibujó a lo lejos una mancha
parda, enmudecidos vimos acercarse poco a poco los garabatos de los palmares y el
gris salvaje de las rocas, era la Deseada, semilla del Nuevo Mundo.

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(CARTA DEL SARGENTO Lope de
Aguirre a Don Carlos invencible, por la divina
clemencia Emperador semperaugusto, rey de
Alemania, por la misma gracia rey de Castilla,
de Aragón, de León, de Navarra, de Galicia,
de Toledo, de Sevilla, de Córdoba, de los
Algaras, de Algeciras, de Gibraltar, de
Granada, de Jaén, de Murria, de Valencia, de
Mallorcas, de Cerdeña, de Córcega, de las dos
Sicilias, de Jerusalem, de las Islas de Canaria,
de las Islas Indias y Tierra Firme del Mar
Océano, archiduque de Austria, duque de
Borgoña y de Bravante y de Milán, Marqués
de Oristán y de Goziano, duque de Atenas y de
Neopatria y de Rosellón, señor de Vizcaya y de
Molina, conde de Flandes y de Tirol y de
Barcelona, etc., etc).

"Cristianísimo y poderosísimo Señor:


"Me llamo Lope de Aguirre y hace diez y seis años me hice a la mar en el puerto
de Sanlúcar de Barrameda, acarreando en lugar de bagaje el propósito de servir a
Vuestra sacra real católica Majestad, bien dispuesto a consumir la vida si fuese
menester por darle mayor gloria a España, solícito por ser parte en descubrimientos
que sumaran mas ríos y penínsulas a los dominios de Vuestra Majestad, afanado por
aprisionar indios bárbaros que en el cautiverio sintiéranse libertados de sus malignos
demonios y se abrazaran con deleite a la fe de Cristo. Érame yo para estos tiempos un
mancebo pequeño la estatura aunque gigante en ansias, nunca ansias de riqueza y
hacienda que a la postre son manjares que envilecen, sino de gloria y batallas que tras
dello se nace cuando se sabe nacer.
"Esta carta o desfogue del ánima que. Dios mediante nunca habrá de llegar a las
excelsas manos de Vuestra Majestad, tantos son la distancia y más los impedimentos
que estiendense entrellas y las mías, se la escribe a Vuestra Majestad el menor de
todos sus servidores, un soldado vascongado entristecido por la melancolía de
corazón que se siente en el Cuzco al apagarse la tarde y que fuérzame a ventear los
recuerdos, pues sería pernicioso yerro dejarlos a morir enconados adentro.
"En mucho lastimóme. Emperador augusto, que no fuera el encargo de librar
combates para engrandecer los límites del reino de España, la suerte que me cupo al
poner pie en Cartagena y alistarme de soldado, sino la inominiosa bellaquería de
allanar sepulturas de indios con la intención de hurtar a los difuntos las jícaras de oro
y los macizos ídolos de lo mesmo que sus parientes habían enterrado por debajo
dellos. En tales correrías fatigaba por entero sus tropas don Pedro de Heredia, a la

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sazón gobernador de Cartagena y capitán nuestro, y placíale más la pertenencia del
oro que la misericordia de Dios. Y héteme allí a este hervoroso y mínimo servidor de
Vuestra Majestad enmudeciendo sus sueños de conquista; trastrocado de guerrero en
profanador de cementerios, sacrilegio este que la Santa Inquisición castiga con sus
rigurosas hogueras; arrebatándole el reposo a las mal aventuradas almas de los indios,
y digo esto último de las almas porque su facultad de seres humanos se las concede,
ansí un fraile de Murcia que entre nosotros andaba ponía a Dios por testigo de que no
las han. Tan contumaces y deprimentes se volvieron las codicias de don Pedro de
Heredia y de su hermano Alfonso que por mucho ardorosas que fuesen nuestras
guasábaras con los indios, hárteme al cabo de vagar por medio del Cenú, el Pancenú
y el Fincenú, hurgando esqueletos y soplando calaveras, tanto que escogí zafarme del
real en compañía del capitán Francisco Cesar, un cordobés bravoso y arriscado como
no hubo otro. Deste modo fuimos a dar con nuestros cuerpos en Castilla del Oro, y el
gobernador Barrionuevo nos acogió con su beneplácito, pues tampoco a él caíale en
gracia la viciosa avaricia de los Heredia.
"Aventuras y malas venturas en gran suma hube de encarar en la dicha Castilla
del Oro y en Veragua, lugares adonde los naturales adoraban al tigre sanguinario, que
en la creencia dellos era una horrorosa bestia amarilla maculada de negro y armada
de luengos colmillos, y adoraban al par a la diosa Dabaida, que en la creencia dellos
era una dama pulcra y hermosa, en cuyos templos decíase que brillaba oro muy fino y
bueno en demasía. El gobernador de Panamá don Francisco de Barrionuevo
empederníase en la imposible empresa de juntar las aguas del inmenso mar
descubierto por Núñez de Balboa con las otras aguas descomunales del mar Océano
de Colón, hazaña milagrosa y descabellada que solamente la portentosa mano de Dios
alcanzaría a coronar. Mas el dicho gobernador hízome resbalar en su mesmo desvarío
y meses enteros caminé por en medio de salvajes selvas y despeñaderos; las
tinieblosas serranías del Darién lleváronme a olvidar los rayos del sol; atravesé
ciénegas verdes de cuyo barro vuelan al cielo muchedumbres de mosquitos y manan
fiebres pestíferas; arrostré la mordedura de venenosas víboras y de esotras serpientes
infernales que llevan campanillas en la cola; curtíme trepando torrentosas corrientes,
subido a balsas, piraguas y bergantines; en dos trances estuve en un negro de uña de
servir de manjar a los tramposos caimanes; entristecióme por de dentro el lamento de
pájaros agoreros que parecían plañir mi sentencia de muerte; y hube menester de
desafiar sin tregua ni descanso a las terribles flechas enherboladas de los indios, que
atemorizan a los ánimos más constantes; y entre mis brazos finaron tres de los
nuestros soldados a quienes la ponzoña de los dardos ennegreció la tez antes de
traerles la muerte. Mezquinas monedas pesó en mi provecho la romana del veedor en
pago y trueco de mis esfuerzos, mas tuve en grande contento y honra el recebir al
cabo de un tiempo una real cédula otorgada en Valladolid por la cual se me hacía
merced de un regimiento en el Perú, «en recompensa de sus servicios, suficiencia y
habilidad», que deste modo rezaba el escripto. Vuelto agora regidor lleguéme a esta

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tierra del Cuzco, que es muy sin comparación un prodigio, y al pisarla me llenó su
vista de alborozo tanto, que desde luego perdí memoria de lo sufrido y bendije mil
veces a Vuestra Majestad y a Dios nuestro Señor.
"Con ser como digo, no gané el reposo que tampoco buscaba en esta parte la más
fabulosa y ansímesmo la más conturbada del Nuevo Mundo. Allende desto,
preguntóme yo, ¿dónde irá el buey que no are y el guerrero que no contienda? En este
Perú soñábase a trochemoche por motivo de las tierras de los Chunchos, tal como
sospirábase en Panamá por el Dabaibe, y en Quito por el país de la Canela, y en toda
Tierra Firme por el Dorado. Los indios platicaban no sé qué y sí sé qué: que pasados
los Chunchos se alzaba una ciudad cuyas plazas las empedraba el oro en barras; que
acá las vetas de plata empujaban por reventar las costuras de la tierra; que acullá se
abrían serenas praderas y ríos cristalinos que diríanse espejos del paraíso terrenal.
Tres veces encandelóme la ilusión de los Chunchos y otras tantas partíme a
conquistar indios y fundar pueblos en servicio de Vuestra Majestad, y de todas torne a
mi casa descalabrado, tras haber sufrido por la cual causa los más crudos sinsabores
que al corazón humano cábele padecer. La primera entrada hícela en seguimiento del
griego Pero de Candía, y ningún provecho sacamos della, salvo apartarnos cien veces
del justo rumbo y nos perder enmedio de las montañas más lóbregas de la tierra, y
rescebir en las cabezas los lloveres más diluviales del firmamento, y nos ser forzoso
abrir trochas con hachas y machetes, y nos descolgar de precipicios valiéndonos de
sogas que aquí llámanse bejucos, y matar a unos pocos indios que su defensa no
intentaron, y tornarnos al Cuzco con las almas contritas, los pies abultados y el
lastimero cuerpo agujereado por las espinas.
"Cuanto dije y aun mayormente dañosa fue mi segunda entrada a los Chunchos,
cumplida bajo el mando de Peranzures, el que llevaba como segundo a Juan Antonio
Palomino. Y aunque ambos eran de mancomún ejercitados capitanes, y a la dicha
jornada partiéronse más de trescientos soldados españoles, amén de ocho mil gentes
de servicio entre indios y negros, mal provecho y ruin fortuna hubimos todos.
Llovieron sobre nuestras personas las más pésimas enemigas, y dellas la
principalmente pavorosa nos fue la hambre. Entremetidos en hondas y escuras
serranías acabantes nuestro bastimento; y no volvimos a divisar maíz ni yuca, ni
yerbas que pudiéranse chupar; y hubimos de matar a los nuestros caballos uno tras
otro, ante todas cosas por comernos su carne, y comernos luego los cueros dellos, y
las tripas y vergas viriles dellos, que nada dellos nos repugnaba. Dende en adelante
los indios y las indias dieron por morirse a cada paso; y los indios vivos comíanse
llorando de congoja a los indios muertos, tanta era su hambre, y hube gran lástima
dellos. Por añadidura hubimos esta vez de guerrear con indios bárbaros que nos
acarrearon muchas muertes y heridas. De los indios y negros que en nuestra jornada
iban, acabaron vivientes apenas cuatro mil, por mejor decir la media parte de cuantos
salieron del Cuzco; y entre los españoles fenecieron sus vidas ciento cincuenta y
cuatro, por mejor decir la mitad menos uno de quienes empezamos la entrada, y ese

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uno de menos sospecho haber sido yo. ¡Dios Todopoderoso sea bendito! Cuando
tornamos a ir al poblado del Cuzco, aquellos que alcanzamos a volver caíamonos que
no nos podíamos tener, y la gente sin nos reconocer nos tomaba por fantasmas de
nosotros mesmos, y juramos todos a una no adelantarnos ninguna otra vez a los
Chunchos por siempre jamás, amen.
"Mas quiso Dios hacerme irreducible de corazón, y no lo digo por vanagloriarme.
Al punto y hora que se hartó mi hambre y sanaron mis llagas, aprestéme a una tercera
entrada al Sueste con Diego de Rojas, y más allá de un grande lago fundamos una
villa que llamóse La Plata, y arribamos luego después al valle de Tarija. Y aunque
destas jornadas saqué nuevos quebrantos y calenturas, no me hice de rogar para
partirme a una cuarta entrada a las tierras del Sur, estotra bajo el mando de Perálvarez
de Holguín. Mas aquesta vez no pasamos de Chuquiavo, parte adonde supimos que
los de Almagro habían matado en la Ciudad de los Reyes a don Francisco Pizarro, y
se nos convocaba a combatir en contra dellos. A toda priesa nos volvimos al Cuzco, y
rompióse de allí a poco en Chupas una furiosa batalla, en la que el gobernador Vaca
de Castro y los de Pizarro vencieron y desbarataron a los de Almagro, y mi capitán
Perálvarez de Holguín perdió la vida en la contienda, y yo aparté mi persona de estar
en ella, no por el temor de topar mi muerte, miedo que nunca me ha acogotado, sino
por buenas razones que me amparan, como agora verá Vuestra Majestad si prosigue
en la fatiga de leer esta cana.
"Tenga Vuestra Majestad por historia verdadera que desde mi llegada al Perú, que
yo entiendo como tierra la más magnífica del orbe, se han visto mis ojos obligados a
presenciar las hazañas de los Pizarros y los Almagros, y de aditamento las pendencias
entrellos mesmos, porfía que ha acabado por apartarlos deste mundo, tanto a los unos
como a los otros. Por cierto tengo que no lidiaban entre sí por afición a Vuestra
Majestad, ni por mayor gloria de España, sino por el apetito de oro que les movía
todos sus huesos. La entrada de Francisco Pizarro y Diego de Almagro a estas
comarcas de vuestro reino empezó con más señales de negocio que de aventura, y
sabido es de todos que los mercaderes y aprovechados de la empresa quedáronse en
Panamá en espera del beneficio, y es público y notorio que armas y estipendios
fueron prestamos anticipados por cierto clérigo Luque que administraba los dineros
de otro cierto licenciado Espinosa, que ansí se llamaban dichos mercaderes. Otros,
Pizarro y Almagro no se miraban como compañeros de armas, sino más bien con
ojeriza de piratas rivales, de reojo y celando quien de entrellos ordeñaba mayor plata
de sus proezas. Tengo para mí que ningún cristiano osaría negar que ambos a dos
fueron conquistadores temerarios, y que jugáronse la sangre una y cien veces en el
cumplimiento de sus acciones, aunque, en aceptándolo, dígome yo, ¿cuál de los
hombres cabales que dejaron casa y familia para partirse a las Indias, anda
escurriendo la figura al sufrimiento y la muerte? Ha dicho Vuestra Majestad en ilustre
ocasión que la grandeza del hombre ha menester de otras adiciones encima del arrojo
y la bravura, y era a fe mía aquesas las prendas de que carecían tanto los Pizarros

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como los Almagros. Absuelva Vuestra Majestad, altísimo y poderoso Emperador, mi
ruda franqueza, en merced del mucho amor que le tengo; mas debo decirle a Vuestra
Majestad sin empacho alguno que nunca fueron ángeles de mi altar los Almagros ni
los Pizarros, y muy especialmente menos estos últimos, puesto que los Almagros
siquiera derramaban los dineros que habían exprimido, en tanto los Pizarros los
encofraban en arca de fierro, y desde luego perdían la llave, hasta trocarse como se
trocaron, en los hombres más ricos del Perú, quizá de todo el universo mundo.
Ansímesmo, Pizarros y Almagros arrebataban vidas humanas sin excusa ni razón,
desenfrenaban una ferocidad que volvíase en contra dellos mesmos y en entredicho
del buen crédito de Vuestra Majestad. ¿No fueron maldades superfluas las de
escarnecer y martirizar a los indios, si con deshazerlos del oro bastaba y sobraba?
¿Qué privilegio se ganaba degollando al inca Atagualpa, tras haberlo forzado a dar
rescate de tanta cuantía, si embiándolo cautivo a besar los pies de Vuestra Majestad
cumplíase obra más cristiana y de mayor lustre? Tocóme a mí hallarme presente entre
el corro de curiosos el día lastimero en que Hernando Pizarro mandóles cortar las
manos derechas a seiscientos naturales en la plaza del Cuzco, dejando ansí con vida a
seiscientos mancos enemigos de Vuestra Majestad; y igualmente tocóme el infortunio
de asistir al trance postrimero de no pequeño número de hombres humanos llevados
al tormento y al patíbulo. No es que me acobarde el ánimo, serenísimo Rey y
Emperador, el pensamiento de matar a un semejante, que ningún cristiano está libre
de hacerlo si es disposición de la Providencia, mas también es cosa muy cierta que he
visto pasar diez y seis años sobrellevando con cordura vida trabajosa en el Nuevo
Mundo y hasta la luna desta noche no he dado muerte siniestra al primero, pues no
cuento los enemigos que atravesó mi espada en la baraúnda de las guasábara, ni
esotros a quienes suprimieron en guerra las pelotas de mi arcabuz; pues columbro y
veo que los muertos en combate no enturbian conciencias, que son muertos en
defensa propia, o en honra de las banderas de Vuestra Majestad, la que es causa de
suyo más legítima. Los libros dirán a los venideros siglos de cómo la superbia y la
codicia, tras levantar extremadas diferencias entrellos, movieron a los Pizarros a
acuchillar Almagros, y a los Almagros a apuñalar Pizarros, hasta tanto los embiados
de Vuestra Majestad borraron deste mundo al último Almagro y al postrer Pizarro,
avivados dichos embiados por el desinio de redimir al Perú y le devolver la paz a sus
moradores.
"Perdone Vuestra generosa Majestad mi atrevimiento y osadía, mas no puedo
dejar afuera desta torpe carta el mal concepto que tengo de uno desos delegados
reales, aquel ya mentado Gobernador y Juez que apellídase Vaca de Castro, a quien
Vuestra Majestad mandó con encomienda de mediador justiciero, y con todo esto
tardó poco espacio en desenvainar su banderiza afición a los Pizarros, y tras la batalla
de Chupas que alcanzó a vencer merced a la sapientísima habilidad militar de su
luciferino ayudante Francisco de Carvajal, no se sació con degollar a Diego de
Almagro el Joven, sino estúvose ahorcando de día y de noche a los vencidos, que

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eran sin número, entrellos a mi paisano Pedro de Oñate, y a Francisco de Mendíbar, y
a demasiados vascongados más. De tan aseado y pulido que era el magistrado Vaca
de Castro, una vez que se hubo bañado en sangre humana, valióse de mil ardides para
bañarse en oro, y hizo de tendero cuando no de usurero, y amparóse en su cargo para
asentar monopolios y dañar competidores, y apoderóse de dineros que pertenecían a
la Real Audiencia; ¡cuánta justicia, cuánta misericordia, cuánto desinterés el deste
magistrado, que de Juez no había sino apenas el diploma!
"Entre aquellos Pizarros a fe mía que el más insufrible dellos fue el muy famoso y
engreído Gonzalo Pizarro, que tantos sobresaltos y quebrantos produjo a Vuestra
Majestad. Era de disposición gallarda y hermoso de faz, y estirado de estatura, y rico
hasta reventar por razón del oro hurtado a los emperadores incas, y por las minas de
plata de las que se aprovechó en Potosí, y por la estorsión de legiones de indios que
en esas sus minas perecían. Empero el muy satisfecho Gonzalo Pizarro sintióse de
súbito aguijado por una fiebre rebelde que nunca lo había estremecido antes, al
haberse conocimiento en el Perú de las Ordenanzas que Vuestra Majestad había dado
para aliviar de esclavitud a los indios, quitar repartimientos a los encomenderos y
ministradores, y vedar que a los naturales se les consumiese en trabajo animal. Bien
merecido desastre sucedióle a la postre a ese fementido gran rebelde, que no excedió
de rebelde menguado, puesto que su alzamiento obedeció a las consejas y parlas de
los mercaderes de indios, y su alegato apadrinóse en la perfidia de los Oidores, y le
hizo a Vuestra Majestad la guerra al grito harto prudente de «Viva el Rey» y no de
«Muera el Rey», que esto último le atañía gritar a un rebelde verdadero, de no
amedrentarle el castigo sin perdones y el irse de cabeza al infierno.
"Muy altas y nobles razones asistieron a Vuestra Majestad al tiempo de promover
las susodichas Ordenanzas, y quiera Dios que venga a parar en fábulas y mentiras lo
que agora anda de boca en boca asegurando que Vuestra Majestad halláse a la orilla
de contradecirse dellas. Y de la misma suerte disponga el Señor que jamás se
arrepienta Vuestra Majestad de haber embiado al Perú con bastón de Visorrey, y con
encargo de dejar cumplidas las benignas Ordenanzas, al muy porfiado señor Blasco
Núñez de Vela, el más honrado y valiente capitán que Vuestra Majestad haya
admitido en su servicio. En contra de su esforzada voluntad de llevar a buen puerto la
misión que Vuestra Majestad habíale encomendado, de nada valieron las mofas y las
calumnias; por nada lo desasosegó que los frailes más desalmados lo trataran de
sátrapa, inepto, loco y desaforado; de modo ninguno lo acobardó que Gonzalo Pizarro
arrojase en contra del a sus innumerables seguidores bien proveídos de pelotas y
pólvora; ni un instante lo hicieron vacilar las desvergüenzas de los Oidores
deshonestos; él habíase embarcado en Andalucía bajo el mandato real de poner en
efecto las Ordenanzas, y en efecto las pondría sin miramientos, ansí ocurriese que
cada indio a quien devolvía la libertad signifícase un paso suyo en seguimiento de su
propia muerte. No se encaminó cautelosamente a España a dar cuenta a Vuestra
Majestad de las traiciones que había sufrido; no renegó ni siquiera tibiamente de las

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Ordenanzas por apaciguar a los avarientos amotinados; testarudo, levantó un flaco
ejército con el propósito de oponerlo a sus crecidos enemigos, y dio en tierra con su
cuerpo combatiendo en contra dellos y le fue cortada la virtuosa cabeza por manos
ruines. Empedernidos, locos, ineptos como ese, debería proveer de contino Vuestra
Majestad por gobernadores de las Islas Indias y la Tierra Firme del Mar Océano, que
ello redundaría en encumbramiento de la nación española y en provisión de dignas
lecciones a bastantes ministros de Vuestra Majestad que han menester dellas.
"Tornando agora a las andanzas deste exiguo vasallo Lope de Aguirre, tenga
Vuestra Majestad por desnuda verdad, Rey y Señor, que en tanto la pasión revoltosa
derramóse por el Perú, y los amos de haciendas y estancias fuéronse a solaz y
contento empós de las banderas de Gonzalo, y Gonzalo fue entronizado y venerado
como ídolo y gobernador destas tierras, y festejáronse sus victorias en la Ciudad de
los Reyes con alarde de banquetes y juegos de toros que costaron al menos cuarenta
mil ducados, yo, el soldado Lope de Aguirre, no hice de bufón en la farsa ni me deje
socaliñar por el embeleco gonzalero; muy por el contrario, apresúreme en defender la
perdida causa del malaventurado Visorrey, en acompañamiento de Gabriel de Pernía,
sargento obediente como yo a las órdenes y providencias de Vuestra Majestad. Item
más, tan presto como el Visorrey fue despojado y enrejado por los perjuros Oidores,
híceme conjurado en una rebelión tejida para devolverle su libertad, y a un cabello
anduvimos de coronar con bien nuestra celada, que en feliz consecuencia hubiera
parado, a no ser por el soplo de una de aquesas putillas apasionadas, y perdidas por
las prendas de Gonzalo Pizarro. ¡Dios la confunda!, y si no me cortaron el pescuezo
fue gracias a la diligencia del capitán Lorenzo de Aidana; y no quedóme otro remedio
que huir a Cajamarca. Allí junte mis intenciones a las de Melchor Verdugo, que sin
ser propiamente un santo manteníase leal y fiel a Vuestra Majestad, y desechaba las
tentaciones que le tendían los tiranos para captar su voluntad y guiarlo por caminos
de inconstancias y revueltas. Hallándonos en Cajamarca recebimos carta de Gonzalo
Pizarro que se desvelaba por sumarnos a sus jornadas; empero, en lugar de prestarle
oídas, Melchor Verdugo y yo nos partimos a Trujillo; y en llegando a juntarnos
rendimos con sutileza y ardid la dicha ciudad, y la pronunciamos por plaza leal a
Vuestra Majestad; y al faltarnos fuerza para sostener el sitio, pues el endemoniado
Francisco Carvajal se nos venía encima con grande ejercito, cogimos en la playa un
navío y en él nos hicimos a la mar cuarenta soldados, entre los cuales andaba este
humilde vasallo de Vuestra Majestad, promovido a sargento mayor; y fuimos a dar
ancla en arenas de Nicaragua, de modo ninguno en escurribanda asustada sino con el
recio ánimo de recoger hombres para volvernos al frente dellos al Perú, a guerrear
contra el tirano ansí perdiéramos la vida en la demanda.
"Ansí como llegado hubimos al puerto de Realejo, nuestro fecho mayor fue pelear
y batir a las tropas que a reduzirnos embió el general Pedro de Hinojosa, el que a la
sazón hacía alarde de vanaglorioso parcial de Pizarro y no habíase pasado todavía al
campo de Vuestra Majestad como juiciosamente hizo más tarde. En el discurso de

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nuestra peregrinación nos tocaron en desgracia calamidades sin tasa, y atravesar
comarcas nunca antes caminadas por los hombres, y barquear ríos jamás antes
navegados, y desperdiciar descubrimientos quizá parejos a los que había hecho
primeramente Vasco Núñez de Balboa, y salir del lago de Nicaragua por el río
nombrado Desaguadero hasta caer en el Mar del Norte, y ocupar a la fin la ciudad de
Nombre de Dios, que en manos de los de Pizarro andaba. Embió contra nosotros
nuevas partidas el general Hinojosa, que como queda dicho preciábase por entonces
de ser enemigo de Vuestra Majestad, y no es pulla, y nos vimos en el forzoso trance
de incendiar y quemar la ciudad, y luego abandonarla y tomar el rumbo de Cartagena.
"En Cartagena de Indias, adonde la fortuna quiso llevarnos, tuvimos noticia del
muy famoso prelado don Pedro de la Gasea, proveído por Vuestra Majestad de todos
los poderes terrenales, comisionado por la real corona para humillar la erguida
insolencia de Gonzalo Pizarro, y que había arribado a Tierra Firme con mucha gana
de dar cumplimiento a ese mandato, mas no por virtud del brazo y del coraje,
fortalezas en las que Gonzalo solía mostrarse más superior, sino usando de la
inteligencia y la diplomacia, musas que a Gonzalo no le seguían juntas, y yo me
entiendo. A la casa del dicho esclarecido don Pedro de la Gasea, puesto que era él
representante legítimo de Vuestra Majestad, escrebimos para ofrecer nuestros
servicios Melchor Verdugo y este su sargento mayor, mas el reverendo sacerdote no
tuvo en mucho nuestras voluntades, prevenido de su natural en contra nuestra por los
hechos intrépidos que por ser útiles a Vuestra Majestad habíamos acometido, y nos
demandó con buena crianza que acampáramos pacíficamente en Nicaragua
pendientes de sus órdenes. Melchor Verdugo escogió la providencia de volver a
España, adonde Vuestra Majestad recompensó largamente sus servicios con la
Encomienda de Santiago, en tanto que yo enderezaba mis cristianos pasos hacia
Nicaragua, a aguardar los llamamientos de don Pedro de La Gascaque, válgame el
cielo, nunca llegaron.
"De cómo don Pedro de la Gasea, malcarado de fisonomía y cuasi jorobeta cual
las propias brujas, que daba grima, y en contrapeso, divino de juicio y de palabras
cual los ángeles mesmos, alcanzó a desbaratar y rendir a Gonzalo Pizarro sin gastar
una rociada de pelotas, es placentera historia que Vuestra Majestad se sabe letra por
letra, pues fue Vuestra invictísima Majestad quien la fraguó y la enhiló. Las cartas
que escrebía a sol y a luna el reverendo La Gasea, en su frasis aprendido en Alcalá y
Salamanca; el perdón general a todos los culpables, que pregonaba como pan bendito;
sus suaves prometimientos de mercedes, con mixtura de agrias amenazas; tantos
ardides disminuyeron sin tardanza la entereza de los del bando de Pizarro. Primero
rindiéronse al halago sus capitanes de mayor valimiento y ansímesmo abajaron su
arrogancia los mercaderes y tratantes que habían inducido a Gonzalo a urdir sus
motines. Los unos y los otros habían comenzado por hacer burla y mueca del clérigo
llamándole Licenciadillo o Gasea Gasqucta, y acabaron por pasársele en grande
número, y dejaron finalmente a Gonzalo solo con el verdugo, después de la pomposa

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batalla de Xaquixahuana, en la que los ejércitos de Vuestra Majestad en ganándola
perdieron un solo soldado y el tal difunto había sido bobo desde su nascimiento.
"Habíame rechazado una y otra vez La Gasea, esta segunda cuando desde
Nicaragua porfié en ofrecerme a su servicio como sargento, y hizo lo mesmo con dos
alféreces vizcaínos que andaban vacantes, pues parecía la voluntad del Licenciado el
derrotar a los traidores con la sola fuerza de los capitanes y soldados valedores de
Pizarro que habíansele pasado, y en efecto los derrotó, y no hube ocasión de volver al
Perú y al Cuzco, adonde había levantado las paredes de mi casa y criado a mi hija
Elvira, sino en el año cuarenta y ocho, luego después que el tirano Gonzalo Pizarro
hubo sido desbaratado, rendido, muerto y sepultado. No se reparó en mi nombre en el
repartimiento de mercedes que hizo y celebró el Presidente La Gasca en Huaynarima
desde luego de la victoria; primero, porque por jamás he pedido ni recibido paga o
socorro en trueco de los servicios que a Vuestra generosa Majestad he prestado en las
Indias, y último, porque más inclinado andaba el Presidente La Gasca a recompensar
los actos de contrición de la antigua gente de Pizarro que a parar mientes en las
pesadumbres de los que secuaces de Pizarro nunca fuimos. Y válgame Dios que si
doy cuenta a Vuestra Majestad destas miserias no es por querellarme del prelado La
Gasca, cuyas astucias y discreciones tan devotamente venero, sino por mostrar lo
interior de mi ánima en aquesta escritura de una carta que en ningún tiempo Vuestra
Majestad habrá de recebir. Tengo por honesta la pobreza alegre, y esto he visto
escrito en algún libro.
"Besa los augustos pies de Vuestra Majestad, el más sufrido y obediente de sus
vasallos, que desvelase por volver a servir a Vuestra Majestad con las armas en la
mano,
Lope de Aguirre el Soldado”.

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CUANDO LLEGÓ POR vez primera al Cuzco, nunca antes, entendió Lope de Aguirre
que existía en verdad un nuevo mundo. Nuevo e inmemorial. Lo escarbado en los
cementerios del Cenú, lo peleado en las selvas de Panamá, nada de aquello había sido
relampagueo de primicia sino naturaleza salvaje (esa alza también la cabeza en los
más antiguos territorios); y guazábaras con los indios para despojarlos del oro (la
guerra y la codicia no eran pasiones nuevas para el hombre, y para los españoles
mucho menos).
El descubrímiento reside y palpita en esta piedra sometida por los puños incas,
tallada por una milagrosa geometría, elevada al cielo por una fuerza humana que no
dejó trazas de su acción. Lope de Aguirre había nacido y crecido entre despeñaderos
y montañas, pero jamás penetró la sabiduría de la piedra sino al estribo de estas
construcciones; nunca lo turbó el arcano de las serranías sino en el hueco de estas
cuencas habitadas por dioses extraños, arrebujadas en leyendas que hacen soñar con
brujas al pecho más impávido.
El regidor Lope de Aguirre llegó al Cuzco en 1536, y en llegando se despojó del
pellejo de conquistador para reducirse a ser humano que rastreaba una patria y un
redil. Lo supo a ciencia cierta cuándo le cayeron encima la primera luna y la primera
llovizna. Amaneció construyendo una casa para sí, con fogón de piedra y lecho
igualmente de piedra. Una casa en el barrio de Pumacc Chupan, que significa «la cola
del puma», muy cerca de la confluencia de dos ríos: el Huayanay y el Tullumayo. Era
el suyo un rincón abrumado por desfiladeros nevados y cerros que las leguas de
distancia volvían azules.
Una tarde pasó por frente al claro de su puerta una india que marchaba rezagada
de las otras. Llevaba un cántaro al hombro e iba vestida con una pollera negra de
algodón, una camisa roja, un manto de muchos colores, y una montera que apenas le
cubría la parte posterior del cabello. Se llamaba Cruspa (que equivale a llamarse
Cruz) porque bajo esa palabra la bautizó el padre de doctrina, pero tenía también un
nombre indígena que a nadie le confiaba. Quizá era descendiente de una noble
familia cuzqueña, tales eran su porte y sus maneras, mas tampoco acerca de ese
origen conversaba. Tenía cara como de llanto, sonrisa como de sollozo, su voz era un
presagio de lágrimas, sin embargo no lloraba, nadie la vio llorar jamás.
La tropilla de mujeres pasaba todas las tardes por frente a la casa del regidor Lope
de Aguirre, la india Cruspa se retrasaba sin proponérselo con su cántaro al hombro y
su mirar desdichado. Lope de Aguirre se acercó a ella un sábado de agosto, mes de la
siembra, charca yapuy quilla, le preguntó si le placería ir a su casa a amasar el pan,
ella dijo que sí, y esa misma noche se llevó su soledad a vivir con él.
Siete años tardó Elvira en llegar. La hija mestiza vino a nacer después que Lope
de Aguirre regresó vencido de su última entrada a los Chunchos, aquella con
Perálvarez de Holguín que no llegó a pasar de Chuquiavo, según el propio Aguirre le
cuenta a Carlos V en su carta o «desfogue del ánima». Entonces nació Elvira, ya no la
esperaban ni la temían, y no heredó el visaje compungido de la madre, ni los perfiles

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ariscos del padre, sino que irradiaba una dulzura apaciguante, tal como la imagen de
la virgen de Aránzazu.
La niña tenía apenas un año, comenzaba a dar tumbos en los corredores de piedra,
cuando Lope de Aguirre se pronunció leal al Virrey Blasco Núñez y a las ordenanzas
reales; tuvo que escapar a Trujillo, luego fue a dar a Panamá con Melchor Verdugo.
Regresó al Cuzco cuatro años después, aplastado como había sido el levantamiento
de Gonzalo Pizarro y cortada la cabeza del rebelde, y para entonces ya la niña rezaba
el Dios te Salve y entonaba quejumbrosos ritmos quéchuas que la madre le había
enseñado.
Lope de Aguirre, ya lo sabemos, no obtuvo mercedes por sus servicios, ni
recompensas por su testaruda fidelidad a la causa del Rey. Él afirma que tampoco las
solicitó. Prefirió olvidarse de la guerra, cambiarla por las quietas nubes del Cuzco, la
casa de piedra, Elvira, Cruspa, los caballos. En Sevilla había sido domador de potros,
podía volver a serlo, claro está que podía. Estos caballos, por cierto, no eran los
mismos de Andalucía; los vientos glaciales y el peso de las montañas les habían
desteñido la pinta; aquellos eran ágiles, nerviosos, brillantes; estos son pequeños,
resistentes, opacos y capaces de cualquier alevosía. Lope de Aguirre cruza la
explanada en las idas y vueltas de los afanes de la doma, Elvira da gritos de orgullo
trepada a la barda del corral, Cruspa de ojos acongojados nada dice. Mas la niña tiene
razón. No existe en el Cuzco, ni en sus alrededores, un domador que se atreva a
competir con Lope de Aguirre en conocimiento del oficio, en firmeza de antebrazos,
en astucia. En su busca van personalmente los ricos encomenderos cuando tienen en
sus chacras potrillos por desbravar, también acuden los padres de doctrina que suelen
ser por añadidura usureros y dueños de caballerizas. En una sola ocasión lo derribó
un potro, un alazán tostado y peludo como el diablo, Elvira rompió a llorar desde la
palizada, no en lamentación del porrazo, sí protestando que aquello era una grande
sinrazón.
Mas Lope de Aguirre no se resignó a domar caballos, ni a contemplar con alma
absorta de que manera oscurecían y aclaraban las montañas. Ambicionaba otra suerte,
no para sí, no para Cruspa, sí para la niña. La villa de Potosí era esplendorosa como
las tierras que descubrió Cortés, sus inagotables vetas de plata engrandecieron a los
reyes incas y engrandecen por igual a los conquistadores. «Quien no ha visto a Potosí
no ha visto las Indias», dicen todos a una los caminantes. No existe en la tierra cerro
más airoso ni más preñado de plata preciosa. En los hornillos funden los indios sus
metales y los convierten en vajillas y joyas de grande hermosura.
Lope de Aguirre emprende el rumbo de Potosí montado en el más andador de sus
caballos peruanos, cruza ciento sesenta leguas de camino llano y montañoso, las
piedras labradas por los indios son espejos del viento a la luz de la noche, las aguas
de una laguna inmensa enjuagan por largo trecho su silueta y la de su cabalgadura, se
alzan cual procesión de fantasmas los cardos cuyo zumo secaron las hormigas. En
Potosí comprará collares y ajorcas, cálices y cofres, San Sebastianes y Vírgenes del

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Rosario, todos de plata, colocará su mercancía en otras villas con cuantiosa ganancia,
volverá al Cuzco cargado de bienes y presentes para Elvira, estos risueños
pensamientos engendraron su infortunio y su perdición.

(Murallas de Potosí. Al fondo se desdibujan las líneas de los cerros Guayna


Potochi y Apo Potochi. Fuera de las murallas se levantan en desorden las casas de
paja de los indios. Al pie de las murallas hierve la animación de los mercaderes y los
viandantes. Al tope de las murallas ondea una bandera blanca con una cruz
colorada, que es el estandarte de la ciudad. Entra Lope de Aguirre al frente de su
cuadrilla).
LOPE DE AGUIRRE: —Me parto desta Villa Imperial de Potosí, la más rica y
prodigiosa de la tierra. Llevo mi recua cargada de vasijas y adornos de plata que
fundieron y labraron las manos de los indios. Voy a Tucumán que es una parte
poblada por gente pacífica, generosa y cristiana. Ahí los hombres y las mujeres dicen
siempre la verdad, guardan la palabra empeñada, no se traicionan entre sí. A ellos les
venderé mi cargamento a buen precio; compraré caballos de anchas ancas y duro
pecho, y me sobrarán unos cuantos doblones de oro contantes. Luego, luego regresaré
al Cuzco, donde me estarán esperando la sonrisa de Elvira, mi casa de piedra y la
tristeza de Cruspa.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —No presientes, no posees el don de presentir, ¡oh
mísero Lope de Aguirre!, el huracán de odio que desquiciará tu vida. No salgas de
Potosí, devuelve a los indios plateros las cosas que les has comprado, no desafíes al
signo siniestro que está escrito en el aire sobre tu cabeza.
LOPE DE AGUIRRE: —Soy un hidalgo prudente y respetuoso de las leyes, un
soldado que renunció a las armas en aras del comercio honrado. Llevo en mi
compañía una cuadrilla de indios contentos de mi buen trato, que acarrean sin fatiga
mis imágenes y copones de plata, y el bastimento para la jornada. Al frente dellos
camino yo, amigo destos naturales y conocedor destas comarcas, hombre sin
discordias y sin temores. ¿Qué adversidad maligna pretende salirme al paso como la
cabeza de una serpiente? ¿Qué oráculo desatinado se adelanta a vaticinar mi
desgracia?
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Juan Yumpa, que es un indio astrólogo y filósofo;
Juan Yumpa, que tiene cumplidos cien años y sabe leer el lenguaje de las estrellas;
Juan Yumpa, que platica con los niños muertos que riegan los jardines del cielo; Juan
Yumpa te previene en nombre de sus dioses: ¡no salgas hoy de Potosí!
LOPE DE AGUIRRE: —¿Pretendéis acaso que mi conciencia cristiana preste fe a las
profecías de un indio borracho de chicha y medio loco de vejez? ¿Me incitáis a que
ponga la religión de Jesucristo por debajo de las huacas destos dioses salvajes?
¿Habéis perdido el juicio?
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —No salgas hoy de Potosí, Lope de Aguirre. Juan

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Yumpa que platica con los niños muertos, te previene…

(Entran el alcalde Francisco Esquivel y la alcaldesa Rosario Esquivel).

FRANCISCO ESQUIVEL: —¡Soldados, detened a ese mercader pequeño de cuerpo y


de ruin talle que trae a su servicio una cuadrilla de indios! ¡Detenedlo, soldados, y
llevadlo a la cárcel con las manos atadas! En forma clara y terminante advierten las
ordenanzas que es delito cargar a los indígenas con pesos excesivos, y aquellos dos
que forman parte de la cuadrilla deste hombre van doblegados por los caminos con
grandes bultos sobre los hombros.
LOPE DE AGUIRRE: —No es buena justicia la que se dispone a hacer vuestra
merced, señor Alcalde. No portan mis indios bultos desmedidos sino huecas vajillas
de plata y fardeles de alimentos para saciar su propia hambre. Tampoco son los míos
los únicos indios cargados que vuestra merced ha visto traspasar hoy los muros de la
ciudad. Todas las cuadrillas de negociantes llevan en su seno indios que trabajan dese
modo; no ha salido de Potosí alguna que no los lleve. ¿Por qué se fija vuestra merced
especialmente en mí? ¿Es que me supone débil o cobarde al reparar que mido de
estatura menos que los otros? Comete grande error en ese caso vuestra merced, ya
que dentro deste pequeño cuerpo mío duerme un león vascongado que no tolera
agravios ni humillaciones. Sépalo en buena hora vuestra merced.
FRANCISCO ESQUIVEL: —¡Soldados, llevadlo a la cárcel bien atado, por
quebrantador de las ordenanzas y por insolente! Encerradlo bajo llave y candado en
oscura celda hasta tanto le sea notificada mi sentencia y el castigo se cumpla luego
sobre su cuerpo.
LOPE DE AGUIRRE: —No admitiré que me tiznen la piel viles manos de corchetes y
carceleros. Iré por mis propios pasos adonde el destino haya de llevarme.

(Sale Lope de Aguirre seguido por los soldados).

CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Tened cuidado, señor Alcalde, tened cuidado, no


olvidéis que los hombres de pequeño tamaño suelen convertirse en desmesurados
demonios si se les ofende y se les acosa. Que la prudencia os haga mudar de parecer,
señor Alcalde.
FRANCISCO ESQUIVEL: —Vuestras advertencias y vuestros consejos suenan a
impertinencia. Soy el alcalde y es mi encargo hacer respetar las leyes y valer mi
autoridad. El reo llamado Lope de Aguirre recibirá doscientos azotes en escarmiento
de su desdén a las ordenanzas y en castigo de la grosera respuesta que ha dado a mis
palabras. Tales son mi voluntad y mi sentencia.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —¿Doscientos azotes ha dicho vuestra merced?
¿Sabe vuestra merced que el prisionero combatió como sargento, en el campo de los
valedores del Rey: en Cartagena de Indias y en Castilla del Oro? ¿Sabe vuestra

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merced que Lope de Aguirre es un hidalgo vascongado y que en el coronamiento de
su escudo hay un águila con las alas desplegadas para el vuelo? ¿Sabe vuestra merced
que los Aguirres acostumbran ser hombres bravos y orgullosos, inclinados al
encrespamiento y la venganza?
ROSARIO ESQUIVEL: —No cerréis los oídos, esposo mío, a los consejos de los
venerables negociantes desta villa. Perdonadme a mí la osadía de hablaros tan en
público desta forma, mas no me mueve un afán de contradeciros, m tampoco un
sentimiento de compasión hacia el hombre a quien van a apalear. Me estremece, sí,
barruntar que el cumplimiento de vuestra sentencia desatará sobre nuestro hogar un
sinnúmero de desdichas. Los ojos del prisionero brillaban como el filo de un puñal;
sus manos se crispaban como raíces desenterradas. Os ruego, esposo mío, que
revoquéis vuestra condena.
FRANCISCO ESQUIVEL: —Mensajero, acudid sin demora a la cárcel donde Lope de
Aguirre está encerrado y ordenadle de mi parte al alguacil Martín Arteaga que
proceda a descargar doscientos azotes sobre las espaldas del detenido. ¡Daos prisa,
mensajero!

(Sale el mensajero).

CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —El furor y la sangre vienen hacia tu casa como
ríos desatados por las manos de Satanás, licenciado Esquivel. El viejo indio Juan
Yuma, que platica con los niños muertos y lee el porvenir en las hojas de la coca,
hace mención a cada paso de tu nombre cuando rezonga sus himnos funerarios.
ROSARIO ESQUIVEL: —En mis sueños golpea una mar enfurecida, y revientan olas
altísimas que arrojan a la playa vuestra cabeza cortada. ¡Tengo miedo, esposo mío!
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Ay de mí! Propio es de nosotras las mujeres sentir
encogido el corazón ante la violencia y sus destrozos. Propio es de nuestro instinto
adivinar las desventuras que amenazan a los seres queridos. Pero ya viene hacia acá
el mensajero y en su paso impetuoso se repara que trae ásperas noticias.

(Entra el mensajero).

EL MENSAJERO: —Cuando llegué a las puertas de la cárcel, señor Alcalde, el


prisionero Lope de Aguirre pedía a voces que le fuera cambiado por la horca el
encierro que se le imponía como castigo. ¡Cortadme la cabeza, hundidme una espada
en el corazón, pero no mancilléis mis carnes con prisiones!, así clamaba, y tan fuera
de sí se hallaba que sus puños estuvieron a punto de romper las cadenas. Entonces
llegue yo y trasladé al alguacil vuestras órdenes. Lope de Aguirre perdió la color
como un difunto al oír mis palabras, se desnudó por sí mismo, se montó por sí mismo
en la mula que había de conducirlo al rollo del suplicio; dejó súbitamente de hablar;
su silencio era más terrible que sus maldiciones…

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(Entra Lope de Aguirre con la espalda cubierta de sangre).

LOPE DE AGUIRRE: —¡Callad, mensajero, que yo mismo contaré el final desta


historia! Doscientos latigazos cayeron sobre mis espaldas y mis nalgas desnudas. Los
contaba la voz del alguacil y al par los contaba mi conciencia. El látigo desgarraba mi
piel como los picotazos de un cóndor, la sangre me corría hasta los carcañares como
azogue hirviente, y no sentía dolor porque mi rabia era tan recia que no dejaba sitio a
algún otro sentimiento; y no lloré porque nadie en mi casa me enseñó a llorar; y no
me quejé porque los hombres de mi estirpe no se quejan. Al término y raya de los
doscientos azotes, los conté uno por uno hasta el último, caí desplomado sobre las
piedras de la plaza, y me lanzaron encima un cubo de salmuera quemante y afrentosa.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —Ven a nuestra casa que anhelamos curarte las
heridas. Sanarás con los emplastos de hierbas hechiceras que prepara el taquioncoy, y
con medio rosario a la Madre de Dios, y con la canción del gran Chimú, y con la
sabiduría de los indios cirujanos. Sanarás y volverás a las piedras sagradas del Cuzco,
donde esperan por ti tu mujer y tu hija, tu casa y tus caballos. Y cuando retorne enero,
que es el mes de la penitencia y de la lluvia, apenas se verá el rastro de tus heridas, y
tú comenzarás a olvidar el agravio y a imaginar que tu desventura de hoy fue
solamente un sueño.
LOPE DE AGUIRRE: —NO olvidare jamás, así viviera siglos, ni un minuto siquiera
de este espantoso día; mi pecho no conoce el olvido. Vuestra merced, señor Alcalde,
me ha hecho apalear sin justicia ni razón, tan solo por el turbio capricho de
deshonrarme. No escuchó los reparos de los ancianos negociantes, ni lo ablandaron
las lágrimas suplicantes de su propia esposa. Vuestra merced ansiaba ver correr la
sangre del pequeño Lope de Aguirre, y Dios le dio la gracia de verla correr. Aquí la
tiene vuestra merced, escurriéndose de mis calientes venas. Bien puede vuestra
merced mojar sus dedos en ella, olería como un bálsamo, gustarla como un vino si le
place. No es sangre envenenada, se lo juro a vuestra merced.

(Salen Francisco Esquivel y Rosario Esquivel).

CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —No quemes tu vida en el fuego del rencor. Lope de
Aguirre, no quemes tu alma en las llamas del infierno.
LOPE DE AGUIRRE: —NO volveré a vivir jamás vida de hombre humano hasta tanto
no haya vengado gota a gota la ofensa que me han hecho. ¿Para qué regresar al Cuzco
si no alcanzaré a disfrutar la gracia de mi hija ni el calor de mi mujer mientras pese
sobre mi nuca el yugo del escarnio? Este arroyo pegajoso que me humedece la
espalda no secará, esta llaga que me desgarra el ánima no hallará cicatriz, mientras
mis ojos no hayan visto correr hasta mis pies la sangre de quien inicuamente derramó
la mía. No habrá escondrijo en la tierra ni guarida en el cielo para Francisco Esquivel

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fugitivo; doquiera que se meta lo descubrirá la brújula de odio que se volvió mi
corazón. Pido al poderoso San Miguel que endurezca mi alma cual peñasco, que afile
mis uñas cual agujas, que no permita entrada en mi pecho a la fatiga ni a la piedad,
que me haga cruel como los lobos y sigiloso como las culebras, hasta que haya
castigado a este malvado tal como tu espada inflexible de Arcángel sobajó al
ensoberbecido Luzbel, Amén.

(Sale Lope de Aguirre lentamente. Anochece sobre las murallas).

CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Comenzará para Lope de Aguirre una larga noche
de persecución y acecho. La funesta sed de venganza será un dogal de hierro
enroscado a su cuello, un estruendo inextinguible que no le concederá reposo a sus
pies, ni sueño a sus ojos, ni hambre a su boca. Lope de Aguirre cultivará como rosas
malignas las heridas que le surcan la espalda; las ahondará con sus propias uñas para
mantenerlas vivas y sangrantes. La visión de los latigazos lo acompañará a todas
partes como furioso enjambre de avispas.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —Durante tres años y cuatro meses Lope de Aguirre
andará tras las huellas de su enemigo por tierras del Perú y aun más allá de sus
linderos. A pie y descalzo remontará páramos empinados, traspasará selvas
intrincadas, vadeará ríos correntosos. Mascará yerbajos como los caballos y las
llamas, beberá agua de las acequias en la cuenca de sus manos, dormirá entre
roquedos y zarzales, insensible su cuerpo al sufrimiento y al desmayo, mantenido su
aliento por la luz vengadora que le manará de los ojos.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —En vano el alcalde Francisco Esquivel pondrá
centenares de leguas de por medio entre el y el espectro acosador de Lope de Aguirre.
En vano se Ocultará en un viejo convento de la Ciudad de los Reyes, acogido a la
protección de los frailes dominicos y del Santo Inquisidor, porque una noche oye
resonar los pasos de Lope de Aguirre que cruzan y recruzan los callejones vecinos, y
otra noche atisba en la sombra difusa de una esquina su menuda silueta infernal
alumbrada por un farol de aceite. En vano buscará callado refugio en Cajamarca, en
la sola y fiel compañía de su esposa Rosario Esquivel, porque una mañana de
domingo ahí está Lope de Aguirre oyendo misa en la iglesia de la Concepción,
arrodillado en uno de los reclinatorios más vecinos al altar mayor, simulando golpes
de pecho, simulando que mira y le duelen las heridas de Cristo en la cruz. En vano
escalará trescientas leguas para trepar hasta Quito, villa arisca y sombría, poblada por
gente taimada y melancólica, pero provista de obispo y cabildo de canónigos, porque
es Lope de Aguirre aquel que se ampara en la media luz de los zaguanes o el que
brota de pronto tras las pilas de agua, descalzo y desgreñado como un mismo loco.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Oh, implacable vengador! Has pasado tres años y
cuatro meses sin que la caza se detenga un instante. Un día de septiembre el alcalde
Francisco Esquivel tomó la resolución de volver a España, queriendo interponer las

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aguas y el ciclo del mar océano entre su vida y la cólera de Lope de Aguirre. Ya están
los esposos en el puerto del Callao, ya han subido a cubierta sus cofres y sus libros,
cuando Rosario Esquivel vislumbra una figura encaramada al trinquete del navío, un
viejo marinero que si no es Lope de Aguirre se le parece en demasía, es más prudente
volver a tierra. No era Lope de Aguirre, es cierto, pero se le parecía en demasía.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Han pasado tres años y cuatro meses, mil
doscientos días con sus noches, y el alcalde Francisco Esquivel no ha llegado a comer
un grano de sosiego, ni a beber una gota de paz. Helo aquí que se acerca nuevamente
a Potosí, errante y receloso como los ciervos. (Entran Francisco Esquivel y Rosario
Esquivel).
FRANCISCO ESQUIVEL: —¿Es cordura seguir llamando vida esta agonía de no saber
si el día de hoy es el de nuestra muerte? Hay un tigre inhumano que olfatea mis
pasos, una mano que aguza todas las noches su puñal, una voluntad que cultiva el
anhelo de hundir ese fierro en mi pecho. En cada espesura puede estar agazapado, de
cada puerta puede surgir su brazo, en cada vianda puede esconderse un veneno suyo,
de cada sueño puedo no despertar.
ROSARIO ESQUIVEL: —Y este no tener hogar porque es forzoso abandonarlo todo si
su sombra se vierte en las paredes, y este no tener huerto que cultivar, ni lumbre que
encender, ni pájaros que oír cantar, porque la casa entera se deja desvalida cada vez
que una voz susurra a nuestros oídos: «Aquí está Lope de Aguirre. Ha llegado Lope
de Aguirre».
FRANCISCO ESQUIVEL: —ES menos duro hacerle frente a la muerte que seguir
padeciendo la pequeña muerte cotidiana de esperarla. Iremos al Cuzco, mujer, y al pie
de sus cerros corpulentos se jugará mi suerte. El Cuzco es el paraje donde Lope de
Aguirre echó raíces y levantó su casa, en el Cuzco viven y lo aguardan su mujer y su
hija. Tal vez la casa, la mujer, la hija, logren detener su mano en la hora de matar a un
hombre, puesto que volverse criminal será perderlas. Iremos al Cuzco, mujer, y mi
espada se cruzará con su espada, y sucederá lo que Dios haya dispuesto.
ROSARIO ESQUIVEL: —En el Cuzco te esperan el reposo o la muerte. ¡Vamos!

(Salen Francisco Esquivel y Rosario Esquivel. Amanece sobre las murallas).

CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: Tal como el sol abandona sus abismos y se asoma a
la raya del horizonte para darnos su luz, así desciende de los ciclos negros el ala de la
tragedia para cubrirnos de sombra. Lope de Aguirre, que ha seguido las huellas de
Francisco Esquivel por llanuras y montañas, las seguirá con igual saña hasta el
Cuzco. En el Cuzco, al arrimo de los cerros majestuosos, al abrigo de las piedras
milenarias, al amparo del recogimiento de los templos, Lope de Aguirre no se
detendrá en la orilla de su venganza.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —Es la ira de San Miguel Arcángel la que apresura
sus pasos, la que enardece su mirada, la que templa su acero. Lope de Aguirre siente

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que las alas de San Miguel Arcángel han emplumado en sus hombros, que la fiereza
de San Miguel Arcángel lo impele a matar.
CORO DE VIEJOS NEGOCIANTES: —Lope de Aguirre emprende sin vacilar las rutas
más peligrosas que conducen al Cuzco, cruza descalzo las altísimas lajas que hacen
puente sobre el Apurima, se arrastra por las trochas de los incas que son
despeñaderos, tramonta las hoscas serranías de los Aimaraes, llega finalmente al
Cuzco con los pies rompidos y el corazón desenvainado.
CORO DE MUJERES DE POTOSÍ: —¡Ay de mí! Es la ira de San Miguel Arcángel la que
mueve su mano.

(Entra el mensajero).

EL MENSAJERO: —Traigo oscuras noticias. De nada valió la protección que a


Francisco Esquivel le ofrecieron las autoridades del Cuzco. De nada valieron las
providencias que él mismo tuvo para guardarse, ni encerrarse en los cuartos interiores
de la casa, ni no asomar la cara a la luz de la calle. De nada valió la vigilancia
ordenada por Rosario Esquivel y cumplida por los indios y los negros de la
servidumbre. Un lunes al mediodía, cuando Francisco Esquivel ojeaba antiguos
pergaminos en su biblioteca, y las nubes del Cuzco estaban quietas como veleros sin
brisa, surgió de no sé donde la imagen de Lope de Aguirre, cual si hubiera atravesado
las paredes y las puertas. Francisco Esquivel no tuvo tiempo de sacar la espada, ni de
pedir auxilio…

(Entra Lope de Aguirre con las manos tintas en sangre).

LOPE DE AGUIRRE: —NO, mensajero. No, ancianos comerciantes. No, mujeres de


Potosí. Le faltó tiempo para sacar la espada, para pedir auxilio, para encomendarse a
Dios. Con estas manos le clavé mi puñal en la sien, en el pecho, en el vientre, en la
espalda. Con estas mis propias manos.

(Entra Rosario Esquivel gimiendo y llorando).

ROSARIO ESQUIVEL: —¿Por qué lo mataste, Lope de Aguirre? ¿Por qué me dejaste
sin hogar, sin compañía, sin amor, sin razón de vivir? ¿Por qué manchaste tu honra y
perdiste tu alma?
LOPE DE AGUIRRE: —El difunto Francisco Esquivel me expuso a la vergüenza
pública, sin razón ni justicia. El difunto Francisco Esquivel despreció mi condición
de sargento del Rey, tuvo en poco la sangre de hidalgos que corre por mis venas,
mancilló mi buen nombre de honrado comerciante. El difunto Francisco Esquivel me
sentenció a recibir doscientos azotes, sin razón ni justicia, una condena para mí más
insufrible que la horca, más irreparable que el infierno. Aquellos latigazos cayeron
sobre mi carne y sobre mis huesos como los martillazos de una forja, pues le

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fraguaron a mi sustancia de hombre una hechura distinta, otra conciencia, otra
voluntad, otro destino. Mi nuevo corazón, tallado por los azotes de Francisco
Esquivel, lo persiguió a él sin tregua, lo acosó día y noche hasta encontrarlo a solas,
le dio al fin ese pequeño castigo que no redime la magnitud de su afrenta. He
comenzado a vengarme, me obstinaré en vengarme, me vengaré hasta la hora de mi
muerte.

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A PARTIR DE ESA SANGRE ya mis ojos no son los mismos, las cosas y las gentes
andan envueltas en una lumbre espesa que las hace resaltar como lámparas, ya no me
endulza sino el amor de Elvira, la niña cree adivinar cada mañana el tamboreo de los
cascos de mi caballo sobre las piedras del Cuzco, por todas partes me rastrean
soldados y alguaciles, quieren cobrarme la muerte del alcalde Francisco Esquivel,
tienen levantada la horca en una plaza sin árboles, ensayada y dispuesta la cuerda del
garrote, afilada la espada mortífera, encendida la mecha del arcabuz, relinchando el
caballo que arrastrará mi cuerpo descuartizado, nada de ello me conturba ni me
espanta, me corre por las venas un torbellino de vitriolo ardiente o de lava salobre, no
me basta tu muerte Francisco Esquivel no eras tú solo quien golpeaba mis espaldas
con el látigo, eran todos ellos en cuadrilla, los corregidores los jueces los alcaldes los
frailes los encomenderos, se alternaban para azotar mi carne y burlarse de mis llagas,
son los mismos que despojan sin misericordia a los indios, por faltas mínimas
atormentan a los yanaconas del servicio con cepos y grillos, o los despachan a
remotas comisiones para forzarles las mujeres en su ausencia, fabrican falsos
testamentos, prenden fuego criminal a caseríos enteros, les cortan las narices y las
manos a los infelices que imploran justicia, los más asquerosos pecadores son los
frailes, el padre Juan Bautista Aldabán desnuda a las indias solteras que acuden a
confesarse, les mete los dedos en las partes genitales y en el ano, les azota las nalgas
por penitencia, el vicario Domingo Matamoros reúne mocitas negras con pretexto de
enseñarles la doctrina, las va violando una por una en la sacristía, el fraile franciscano
Felipe Avendaño escucha los pecados de las niñas en un confesionario tan oscuro que
ellas no alcanzan a ver el estrago que les están haciendo, no saben luego por qué
motivo salieron preñadas.
Los soberbios, los crueles, los avarientos, los inicuos, todos desean matarme, no
me queda sino el amor de Elvira, también me quedan amigos, me queda Antonio
Santillán de Valladolid me queda Diego Cataño de Córdova, el corregidor hace tocar
las campanas a rebato para pregonar mi fuga, el alcalde lanza sus corchetes y sus
perros en mi persecución, los frailes predican el soplo vil desde sus púlpitos, con un
crucifijo en la mano atemorizan a sus feligreses, «saber dónde se halla Lope de
Aguirre y no denunciarlo es cometer pecado mortal, Antonio Santillán y Diego
Cataño me tienden la mano cuando les pido ayuda, me ocultan en un corral de ganado
vecino al monasterio de Nuestra Señora de las Mercedes, dormir entre los cerdos me
ampara del frío que baja furibundo de las montañas, los alguaciles pesquisan sin
descanso en las iglesias y conventos, los abades y las abadesas les abren
contritamente las puertas, «El gran criminal que buscáis no ha venido aquí en
demanda de refugio; de haberlo hecho lo habríamos entregado sin rebozo», cuarenta
días cabales vivo y respiro en el cieno pestilente de las pocilgas, Antonio Santillán y
Diego Cataño me visitan a medianoche para traerme pan y agua, entre los cerdos
permanezco hasta la hora en que el corregidor y el alcalde llegan a considerarme
muerto, un indio tambero dice «Yo lo vi escapando solo trepando montaña», «El frío

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allá arriba no perdona cristiano», «Vi pájaros negros volando en redondo», entonces
los ministros del Rey me declaran hombre difunto, Antonio Santillán y Diego Cataño
me hacen mudar la piel de vasco por piel de negro, el zumo de una fruta llamada aquí
vitoe y que en Cartagena Llaman jagua pinta un color oscuro que solo se desprende
con el pellejo, quedo convertido en un bozal de Guinea o en un San Juan
Buenaventura, me visten con ropas andrajosas de esclavo, salimos del Cuzco a pleno
vigor del mediodía, adelante va el esclavo negro que soy yo descalzo y medio
borracho para volver más verdadera mi condición de esclavo negro, atrás vienen mis
amos Antonio Santillán y Diego Cataño a caballo con arcabuces y un halcón cazador,
pasamos la línea de guardias que vigilan los límites de la ciudad prosigo negro y solo
el camino que baja a Guamanga, Guamanga es el más dulce clima del Nuevo Mundo,
don Pedro Aguirre me da refugio en su casa y me regala quinientos pesos en dinero,
no es mi pariente aunque sí natural de Oñate como yo, me abraza y dice simplemente
«Tuviste razón en vengarte de Francisco Esquivel», me acompaña en su caballo hasta
los Charcas, aquí en los Charcas estamos arrinconados los rebeldes y los perseguidos
en espera de nuestra circunstancia, los latigazos del rey de España siguen cayendo día
y noche sobre mis lomos.

—Ya no somos soldados —dice mi amigo vizcaíno Pedro de Munguía, bronco y


rencoroso como los lobos.
—Somos una tribu de vagamundos —digo yo dando voces—. Somos más de
siete mil míseros vagamundos que andamos recorriendo sin tregua los caminos del
Perú: del Cuzco al Collao, del Collao a la Plata, de la Plata a Potosí, con aire de
salteadores.
—El muy ilustre don Pedro de la Gasea, incomparable maestro de la injusticia, es
el mayor culpable —dice Pedro de Munguía en voz baja—. A la hora de repartir
mercedes, premió pródigamente a los traidores, y se olvidó tacañamente de los leales.
—De mí no se olvidaron —digo yo golpeándome el pecho con los puños—. A mí
me tuvieron en mucha cuenta, y recompensaron mis servicios con doscientos palos en
las costillas, y me arrancaron a jirones el ajero y la honra, y me metieron en la sangre
este veneno que no nace con uno.
—Los valles y los caseríos nos ven pasar con zapatos rotos de picaros, con bragas
descosidas de pordioseros. ¿Que nos dura de conquistadores españoles? —dice Pedro
de Munguía.
—Nos dura la furia —digo yo—. La conquista de las Indias la hemos hecho con
desesperada furia, arrojando espuma por la boca, matando indios salvajes,
matándonos los unos a los otros.
—Somos siete mil soldados vueltos salteadores de caminos —dice Pedro de
Munguía—. En este trance se hallan los que fueron llamados por los Pizarros para
aplastar la rebelión de Manco Inca, y nos hallamos los que fuimos llamados por La

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Gascapara castigar la rebelión de Gonzalo Pizarro. Acudimos a uno u otro llamado
desde Chile, Quito, Popayán, Cartagena, Panamá o Nicaragua. Ahora se nos demanda
que aremos la tierra como los bueyes, que carguemos fardos como las acémilas, que
vendamos baratijas como los indios en sus tambos. Pero somos nada más que
soldados, ¡vive Dios!, y no hemos cruzado el mar océano para hacer trabajos viles
sino para combatir.
—En vano pretendí yo meterme negociante, hoy maldigo el momento en que me
vino tal propósito, con doscientos latigazos me pagaron la diligencia, Dios me
confunda si vuelvo a cometer un desatino parecido —digo yo.
—Nos resta una esperanza —dice Pedro de Munguía bajando aún más la voz—.
El general Pedro de Hinojosa viene encaminado a los Charcas electo gobernador.
—¿El general Pedro de Hinojosa? —digo yo—. ¿El secuaz de Gonzalo Pizarro
que nos persiguió sañudamente en Panamá, a los soldados de Melchor Verdugo,
porque nos manteníamos fieles al rey de España? ¿El que seguidamente se pasó al
Rey y a La Gasca con toda su armada y tornóse al Perú con instrucciones de pelear a
muerte contra el mismo Pizarro que en él había puesto su amistad y estima? ¿El que
recibió las más abundantes mercedes en el reparto de Huaynarima, en premio a su
fementido arrepentimiento? ¿El que se conjuró más tarde en una nueva rebelión
contra los oidores, y otra vez hurtó el cuerpo a la hora de cumplir su palabra? ¿Ese
viene alzado a corregidor de los Charcas, a gozar de la dignidad alcanzada merced a
sus innumerables perfidias?
—Por mi fe, Lope de Aguirre, que el general Pedro de Hinojosa es un rebelde
contumaz —dice Pedro de Munguía—. Es él quien nos dará las armas para tomarlas
contra la injusticia. Dígote yo que para evitar su levantamiento en la ciudad de los
Reyes lo han enviado los oidores a los Charcas, más aquí en los Charcas se levantará
más prestamente y muchos soldados sin miedo lo seguiremos. Vine a proponerte que
te juntes a nosotros, Lope de Aguirre.
—¿El general Pedro de Hinojosa? —digo yo finalmente—. Yo lo tengo por el
más traidor entre todos los traidores que ha dado a la luz el género humano, y que
Judas Iscariote me perdone la descortesía. Mas si vosotros confiáis en su Avergüenza
y aseguráis con tanta fe que viene dispuesto a darnos las armas y la ocasión de
emplearlas, voto a Dios que no haré resistencia a ir con vosotros. No faltará el tiempo
de matarlo cuando nos traicione.

El general Hinojosa nos traicionó y lo matamos, entre darnos plazos y confusas


promesas se le pasaban los días, «Llegará la hora oportuna, capitanes míos, En cuanto
la Real Audiencia ponga en mis manos las municiones y pertrechos que me ha
prometido, vosotros me seguiréis en la más cruel rebeldía que ha visto el Perú»,
¡infame quebrantador de palabra!, «La verdad es que con una renta de doscientos mil
pesos ningún general se rebela», esto último lo afirma Ega de Guzmán en Potosí y yo

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sospecho que le sobra razón, entre Potosí y la Plata andamos vagando cientos de
soldados con el corazón remendado y los brazos ociosos, la pobreza tiene cara de
puta, el general Pedro de Hinojosa nos alimenta el ánimo con lisonjas, «Sois los
guerreros más valientes de la tierra». «Sois la flor del Perú», y no se determina a
sacar la espada de su funda porque las barras de plata hacen rimero en los aposentos
de su casa. Nuestro cabecilla Vasco Godínez pierde al cabo la paciencia y se resuelve
en llamar a don Sebastián de Castilla, don Sebastián de Castilla es un hijo orgulloso
aunque bastardo del conde de la Gomera que agazapado en el Cuzco sueña con la
gloria, yo lo conozco de fama y trato, lo tengo por muy honrado cumplidor de sus
promesas, no como tú Pedro de Hinojosa que vas a perder vida Y dineros por razón
de amar demasiado tu vida y tus dineros. Sebastián de Castilla llega al Cuzco por
Navidad al frente de siete arcabuceros de su privanza, Ega de Guzmán con los ojos
relampagueando de violencia baja de Potosí a recibirlo. «Es preciso dar muerte al
general Hinojosa» dice Ega de Guzmán, «Hay que matarlo» respondo yo, «Hay que
matarlo» corean los otros, «Lo mataremos» dice gravemente don Sebastián de
Castilla.

No se salvó de su muerte el general Pedro de Hinojosa porque la soberbia es el


peor consejero del hombre. En la ciudad de los Reyes le había profetizado el adivino
Catalino Tarragona:
—No suba Vuestra Excelencia a las montañas que de sus alturas ven bajar mis
ojos arroyos de sangre.
—A mí no me arredran tus maleficios —le respondió Pedro de Hinojosa.
El segundo aviso lo escuchó en el Cuzco, de labios del muy receloso mariscal
Alonso de Alvarado:
—Tened cuidado en los Charcas, que aquel lugar es guarida de los más alevosos
tiranos.
—Bajo mi mando y gobierno se volverán mansas ovejas —respondió Pedro de
Hinojosa.
Aquí mismo, en la Plata, tampoco prestó oídos a lo que decía el licenciado Polo
de Ondegardo, quien noche tras noche se allegaba a visitarlo con un terco
advertimiento:
—Están tramando una conjura para darnos muerte, general.
—Yo solo me basto a deshacer a todos los revoltosos —respondía Pedro de
Hinojosa.
También Martín de Robles y Pedro de Meneses, que antaño fueron enemigos
jurados y ogaño vivían sospechosamente inseparables, le contaron el mismo cuento.
—Ocupaos de vuestros propios enredos y dejadme en paz les respondió
desdeñosamente Pedro de Hinojosa.
Aún menos caso le hizo al fraile franciscano Santiago de Quintanilla que

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atesoraba secretos de confesión para medrar.
—Os van a matar, general. Ya me lo han tartamudeado al través de la rejilla cinco
penitentes.
—Nadie confiesa sus pecados antes de cometerlos, padre —le respondió Pedro de
Hinojosa.
Ni siquiera le causó zozobra el resplandor sangriento que volcó el sol sobre el
asiento de Porco, ni las llamas de púrpura sucia que cruzaban el cielo de Cachimayo,
ni los responsos de los hechiceros bárbaros que interpretaban aquellos misterios.
—Va a ser derramada la sangre del gran viracocha —murmuraban entre dientes.
—Idos a la mierda, indios de mierda, con vuestros presagios —respondía Pedro
de Hinojosa, y así se mantuvo ciego y arrogante hasta el final, negado a escuchar los
aldabazos que la muerte sacudía en su puerta.

La madrugada en que murió don Pedro de Hinojosa era tan fría que dábamos
diente con diente, y no de miedo. En la posada de Hernando Guillada nos juntamos
veinte y tres soldados con don Sebastián de Castilla que hacía de principal cabeza, en
el zaguán recibían Pedro de Saucedo y Baltazar de Osorio con las dagas en el puño y
la amenaza en la boca. ¡Aquel que entre no volverá a salir!, los veinte y tres vimos
pasar la noche encerrados en el aposento que daba al comedor, competían
ásperamente el mal olor de los pedos y el de los pies, don Sebastián nos había
repartido botas y arcabuces, aclaraba la mañana cuando llegaron nuestros vigilantes
con el aviso:
—¡Ya los negros abrieron las puertas de la casa del general!
Entonces don Sebastián de Castilla dio las voces de mando:
—¡Vosotros siete, venid conmigo! ¡Los otros quince os quedáis en este lugar bajo
las órdenes de Garci Tello el menor!
Me tocó en suerte ser de estos últimos.
Al cabo de un rato nos llegaron los gritos de nuestros compañeros:
—¡Viva al Rey, que es muerto el tirano!
Y luego, de retorno en la posada, nos contaron la hazaña:
—Primero dimos muerte al teniente Alonso de Castro que salió a recibirnos, una
estocada de Anselmo de Herevias lo dejó clavado a la pared como un murciélago,
después topamos al general Hinojosa en los corrales, Garci Tello el mayor le traspasó
el pecho con su espada sin oírle quejas ni razones, Antonio de Sepúlveda y Anselmo
de Herevias lo remataron a porrazos, le dieron y le dieron con las barras de plata que
el finado amontonaba. ¡Confesión!, gritó tres veces moribundo don Pedro de
Hinojosa, ¡viva el Rey, que es muerto el tirano!, le respondimos las tres veces,
finalmente expiró, y entonces saqueamos la casa con gran cuidado.
Nosotros por nuestra parte no matamos a hombre alguno, no estuvo en nuestras
manos matarlo, salimos con resuelta determinación de la posada en busca de los

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consejeros y acólitos del general Hinojosa, todos habíanse huido a hora temprana,
Martín de Robles partió a todo correr por los majales en camisa de dormir, a Pablo de
Meneses se lo tragó la tierra, el licenciado Polo de Ondegardo escapó en un caballo
rosillo que se lo deparó la milagrosa Santa Rita, el fraile Santiago de Quintanilla se
sepultó sin melindres en la letrina del convento, no valía la pena enmierdarse las
manos para pescarle, acudimos en tumulto a la plaza a festejar la victoria y a repasar
nuestro número, somos ciento cincuenta y dos.

El bravo capitán Ega de Guzmán tomó la plaza de Potosí tal como nosotros
habíamos tomado la nuestra, luego al punto comenzaron a brotar las traiciones como
gusanos, yo había oído maldecirlas mil veces mas nunca había sentido en mi rostro su
saliva pegajosa y verde, la historia del Nuevo Mundo ha sido amasada con barro de
traiciones, los Pizarros fueron muy grandes traidores, otros traidores más pequeños
desgraciaron a los Pizarros, aquel que se amotina en el Perú retiene siempre el
recurso de arrepentirse en un rincón oscuro de su cabeza, hoy lo digo con amargo y
propio escarmiento, ¡maldito sea el demonio!, la traición es la ponzoña que hiere de
muerte a nuestra rebelión de los Charcas y a la de Ega de Guzmán en Potosí, el
primero en cometerla es el capitán Juan Ramón que ha sido enviado por nosotros con
más de cincuenta hombres a matar al mariscal Alvarado en el Cuzco, Juan Ramón se
detiene a mitad del camino y grita ¡Viva el Rey!, y se pasa al campo enemigo, en
enterándose de ello nuestro cabecilla Vasco Godínez se dispone el muy hideputa a
traicionar el también.
Entre todos los hombres ruines de la tierra ninguno se iguala en vileza a este
Vasco Godínez de mi historia, fue Vasco Godínez quien tramó la conjura y la muerte
del general Hinojosa, Vasco Godínez envió mensajeros a don Sebastián de Castilla
rogándole que se pusiera al frente de nuestra tiranía, Vasco Godínez se propuso de ser
maese de campo de nuestro ejército y para ese cargo lo nombró complacido don
Sebastián de Castilla. Ese mismo Vasco Godínez abraza ahora a nuestro general
Sebastián de Castilla con fingido afecto de hermano, ese mismo Vasco Godínez se
vale del abrazo para hundirle en la espalda su daga de perjuro, seguidamente Baltazar
Velásquez y otros caifases se abalanzan sobre el caudillo herido, entre todos lo hacen
morir a puñaladas, Vasco Godínez pisó su cadáver y gritó ¡Viva el Rey, que es muerto
el tirano! Vasco Godínez corrió al Cuzco a suplicar un perdón que felizmente jamás
le concedieron, la justicia del Rey lo condenó a morir en la horca y al día siguiente lo
colgaron, nosotros los leales a la rebeldía del difunto Sebastián de Castilla quedamos
con vida y a merced de nuestra propia providencia.

Sobrevino luego el tiempo del castigo, al brazo del mariscal Alonso de Alvarado
le fue confiado el escarmiento de las demasías, era necesario destruir hasta los huesos

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de aquellos que segundaron a don Sebastián de Castilla en su atrevimiento, pretendía
don Sebastián de Castilla nada menos que proclamarse rey del Perú y de Quito, el
mariscal Alonso de Alvarado entró a los Charcas a sangre y sangre, el mariscal
Alonso de Alvarado degolló a cinco conjurados, hizo cuartos a siete, colgó de la
horca a nueve, dio garrote a trece, desterró a perpetuidad a los más tibios, a mí me
buscaba enconadamente, Lope de Aguirre expiará en la picota las puñaladas que
apartaron de este mundo al alcalde Francisco Esquivel, Lope de Aguirre será hecho
cuartos a causa de haber acompañado al tirano Sebastián de Castilla en su
pronunciamiento, Lope de Aguirre será degollado a causa de haber contribuido a la
infame muerte del general Pedro de Hinojosa, Lope de Aguirre alcanzó a fugarse de
la Plata para librarse de las malignas intenciones del mariscal Alvarado, un escribano
vasco de apellido Leguisamón me regaló un caballo casi cerrero, me perdí entre las
oscuridades de un camino boscoso que no conocía, vine a dar a estas cuevas donde he
vivido varios meses tal como las bestias, me alimento de yuca insípida que arranco de
la tierra con mis uñas y de peces crudos que saco de las charcas con mis manos,
lagartijas se enredan en mis barbas, espigas de maíz despuntan en mis pies, así
salvaje me halla Pedro de Munguía cuando milagrosamente descubre mi rastro y
viene a buscarme.

—Francisco Hernández Girón se levantó en el Cuzco, y le respondieron las


poblaciones de Guamanga, Arequipa y Condesuyo —dice Pedro de Munguía.
(Francisco Hernández Girón será víctima de desalmadas traiciones, tal como lo
fueron Gonzalo Pizarro y Francisco Carvajal y Sebastián de Castilla, Francisco
Hernández Girón será abandonado por sus parciales, y los del Rey le darán garrote en
ejemplar castigo a su rebeldía).
—A Francisco Hernández Girón —dice Pedro de Munguía— le ofrecen aliento y
apoyo todos los que se sienten dañados por las ordenanzas, y los que conservan
adentro de sí el descontento por las inicuas reparticiones que hizo La Gasca, y los que
tiemblan de indignación o de miedo ante las cruelísimas venganzas que ejecuta el
mariscal Alvarado, y los soldados vacantes que soñaban con una guerra para volver a
ser soldados, y los mercaderes que al solo anuncio de peleas multiplican sus precios.
Antes de dar principio a sus batallas, Francisco Hernández Girón tiene consigo un
ejército de más de mil hombres, entre arcabuceros, piqueros, caballería y artillería.
(Al final será repudiado y desamparado por todos, cada uno de ese millar de
hombres que hoy le sigue será fiel tan solo hasta la hora cobarde de volverle la
espalda, ser vendido por sus amigos y ahorcado por sus enemigos es el destino de
todo aquel que levante bandera rebelde en el Perú, ¿viene acaso Pedro de Munguía a
proponerme que me junte a los tramposos capitanes de Hernández Girón?).
—El mariscal Alvarado —dice Pedro de Munguía— ha prometido un perdón
general a los acusados de todo crimen o delito, un perdón que ampara a los que

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hicieron parte del levantamiento de don Sebastián de Castilla o de cualesquier otro
levantamiento. Tan solo pide en cambio que los perdonados, por mejor decir,
nosotros, nos alistemos bajo el estandarte real para ir contra las tropas armadas del
tirano Hernández Girón.
(Harto peligrosa y crecida ha de ser la fuerza de Hernández Girón si ella forzó a
mudar las sanguinosas matanzas del mariscal Alvarado en tan generosa
mansedumbre, ¿viene acaso Pedro de Munguía a proponerme que nos acojamos al
perdón que nos tienden las manos abominables del mariscal Alvarado?).
—Vengo a proponerte —dice Pedro de Munguía— que nos acojamos al dicho
perdón y nos hagamos sin tardanza soldados del mariscal Alvarado y vasallos
humildes del rey de España. Si aspiramos a conservar nuestras vidas no nos queda
otra elección. El mariscal Alvarado no cesará de cortar cabezas, de colgar cuerpos
humanos de los árboles, de acosar como animales selváticos a los fugitivos, de
derramar más sangre que el propio Nerón. Dará al cabo con nuestros escondrijos y
nos hará pedazos como reses de matadero.
(¡Por Dios y en mi conciencia que aceptaré el perdón!, el mariscal Alvarado me
situará en los lugares de combate de mayor riesgo, me encomendará las misiones más
expuestas, procurará que me maten los arcabuces de Hernández Girón ya que no
alcanzaron a matarme los suyos, mas la verdad es que una muerte aun más indigna
me aguarda en el desamparo de estas cuevas, envenenado por los colmillos de las
serpientes, comido vivo por los gusanos, ahogado entre los juncos de la laguna, me
alistaré debajo de las banderas del mariscal Alvarado sin que desmengüe un adarme
este odio mortal que le profeso).

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EL EJÉRCITO O EL MARISCAL Alvarado bajaba de los Charcas al Cuzco y su caudal
engrosaba cada día. Soldados que vagaron meses enteros por las calles de Potosí, y
vecinos que nunca habían sido soldados, abandonaban la ciudad para unirse a las
fuerzas del odiado mariscal. Los perseguidos salían de sus guaridas; no había delito
que no le fuese olvidado a quien se ponía al servicio del Rey. Unos venían armados
por sí mismos, a otros el Mariscal los proveía de pertrechos y uniformes, muchos
traían consigo sus caballos y mulas, todos gritaban Viva el Rey y Muera el Tirano
Hernández Girón. La columna del Mariscal descendía como un gran río por los
barrancos de la serranía; en cada vuelta se le añadían nuevos raudales de voluntarios.
Cuando divisó las afueras grises del Cuzco el Mariscal llevaba a su lado más de mil
doscientos hombres, entre arcabuceros, piqueros y soldados de caballería.
El Cuzco lo esperaba arrebatado de un frenesí que desentonaba con sus piedras
impasibles. Banderas y banderolas colgaban de las foscas murallas. Mujeres vestidas
de colorado asomaban a los portales sombríos. Niños mestizos chapoteaban su
alborozo en lodazales y aguas sucias. Hombres de variadas edades corrían por las
callejuelas tortuosas, afanados por asentar plaza en las huestes del Mariscal. El
obispo distribuía bendiciones; las campanas repicaban aleluyas. De los aposentos
brotaban como por ensalmo alabardas y arcabuces; en los patios se forjaban lanzones
y partesanas; de las bóvedas ascendían los barriles de pólvora; de los cerros vecinos
bajaban españoles a caballo e indios descalzos.
En este mismo Cuzco se había rebelado Francisco Hernández Girón unas semanas
antes. Sus proclamas voceaban vivas a la libertad, en sus pendones estaba escrito que
los pobres se hartarían, ecten pauperes el saturabuntur, Dios me ha enviado para
romper las cadenas de los negros, todos los descontentos del Perú se me agregarán en
el propósito de poner en fuga a los picaros oidores, todos me ayudarán en la empresa
de imponer tratos de justicia. Tomó Hernández Girón la ciudad y no hizo en ella sino
cuatro muertes; dos en la turbulencia del encontrón y otras dos por un mal
entendimiento de su letrado, moderación de sangre que no era habitual en los sucesos
del Perú. En el propio Cuzco alcanzó a juntar un ejército de trescientos hombres de
infantería y cien de a caballo, a más de los que se levantaron en Guamanga, Arequipa
y Condesuyo para sustentar su aventura. Unos se iban en pos de él por legítima
inclinación, otros para probar su ventura en los azares de la guerra, y no pocos por
temor a que su indiferencia les fuera cobrada luego. Mas todos abrigaban el tapado
designio de pasarse al campo del Rey al primer descalabro. Al menos esto opinaba en
el bando contrario Lope de Aguirre, que se había vuelto receloso de corazón y lleno
de sospechas como ninguno.
Hernández Girón vuelve la espalda a las piedras del Cuzco y encamina sus pasos
hacia el Norte, hacia la ciudad de los Reyes que es la cabeza del Peni y el reducto de
los oidores. El arrojo del rebelde es extremado, inteligencia militar tiene de sobra, y
encima lo favorecen las rencillas que separan a los gobernantes de sus generales.
Vanas apariencias, rezonga Lope de Aguirre. A Hernández Girón lo venderán mañana

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sus parciales, morirá en la horca como Pizarro y Carvajal, o a puñaladas como don
Sebastián de Castilla.
No menosprecie vuestra merced la sonora batalla que acaba de ganar el tirano
Hernández Girón. El general Pablo de Meneses salió a encontrarlo con un ejército
mejor armado que el suyo y caballos más frescos. Hernández Girón le hizo frente en
las hoyas de Villacuri, lo desbarató y lo puso en fuga a revienta cinchas por entre
arenales y charcos. Miserable victoria, piensa Lope de Aguirre. Al final de la pelea
más de veinte soldados vencedores se pasaron a los derrotados enemigos para huir en
su compañía.
Lope de Aguirre había aceptado el perdón del mariscal Alvarado para librarse de
una muerte inevitable. El Mariscal lo puso a servir bajo las órdenes del capitán Juan
Ramón, aquel bellaco que fue el primero en renegar de don Sebastián de Castilla (el
mariscal Alvarado acogió con beneplácito su traición y lo nombró capitán de
infantería). Ahora Juan Ramón marcha al frente de ciento cincuenta arcabuceros, los
más curtidos, los tiradores más certeros. Entre ellos va, incrédulo, desengañado, quizá
resignado, Lope de Aguirre.

A Hernández Girón lo siguen quinientos soldados, tal vez no tantos. Entre ellos
hay cien arcabuceros de infalible puntería. Este de nombre Aureliano Granado
combatió en tierras de México y trajo fama de ser uno de los más exterminadores
escopeteros del Nuevo Mundo.
—Sé de un sitio no muy lejano —dice el coronel Diego de Villalva a Hernández
Girón— donde nadie podrá derrotarnos, pues no le valdrán los escuadrones de a pie y
de a caballo que traiga bajo su mando. Queda en la región de los indios aymaraes,
cerca del poblado de Challuanca. Ni diez mil soldados que nos atacaran lograrían
vencer a nuestros quinientos si la providencia del ciclo nos permite ampararnos en
aquel promontorio.
La ciudadela se llama Chuquinga, y se halla plantada en el tope de unas altas
peñas que trepan desde la orilla izquierda del río Abancay. Son los vestigios de una
fortaleza edificada por los antiguos indios aucarunas, más sabidos en malicias
guerreras que muchos generales cristianos. En los ruinosos paredones se abren dos
portillos, uno manifiesto que asoma al despeñadero, otro esquinado y oculto por la
maleza y los roquedales, propicio para lanzarse desde él sobre la retaguardia del
enemigo.
—Para llegar hasta nosotros en las alturas de Chuquinga —dice el coronel Diego
de Villalva— será obligación precisa engolfarse en una garganta pedregosa de tres
leguas, cruzar en hilera los lechos de las quebradas, ponerse a ser blanco fácil de
nuestros arcabuces. Dicen que el mariscal Alvarado trae más de mil hombres, sin
contar su muchedumbre de indios. Mas si los emboca por aquel pasadizo y los manda
embestir como toros ciegos, ni el Gran Poder de Dios los salvará de un gran desastre.

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—El Mariscal es tan soberbio que lo hará —dice Hernández Girón.
Lo hizo, válgame Dios que lo hizo. Enterado por medio de sus corredores de los
parajes donde Hernández Girón se encontraba, el Mariscal partió sin dilación a darle
caza con sus mil doscientos hombres en orden de guerra, sus avisados consejeros, sus
fogosos capitanes, su millar de indios guerreros, sus centenares de cabalgaduras,
arcabuces, picas, artillería, banderas, tambores y trompetas. Lindo ejército por lo bien
armado, lo bien ataviado y el denuedo de sus pechos. A jornadas de diez leguas, sin
importarle llanuras anegadizas ni sierras nevadas, dejando atrás los indios y caballos
muertos por el frío, ya llegaba el mariscal Alvarado a las cercanías de Chuquinga, en
donde Hernández Girón lo aguardaba bien guarecido.
La primera disposición del mariscal Alvarado fue despachar al capitán Juan
Ramón con sus ciento cincuenta arcabuceros en comisión de escaramuzar a los
rebeldes, amedrentarlos con sus disparos y, convidarlos de viva voz a pasarse al
campo del Rey. Hernández Girón y el coronel Diego de Villalva los vieron bajar de la
ladera, descolgarse hasta la orilla del río, erguirse estimulados por el cobre de una
corneta. Se distinguían claras las palabras y se divisaban nítidos los cuerpos, era una
madrugada serena, todavía la luna brillaba con esplendor de medianoche.
—¡Viva el Rey! ¡Mueran los tiranos! —gritó con voz desafiadora Felipe
Enríquez, y le respondió un tiro de arcabuz en el pecho que lo tumbó muerto con sus
dieciocho años recién cumplidos.
—¡Yo soy Mata, yo soy Mata el que mata! —gritó el alférez Gonzalo de Mata
que presumía de chocarrero y gustaba de jugar con las palabras.
—¡Pues yo te mato! —le replicó la voz calmosa de Aureliano Granado y
seguidamente le llegó un pelotazo a la cabeza que se la abrió en dos como una
calabaza.
—¡Dejad al tirano! ¡Volved a nuestro lado que la magnanimidad del Rey os
acogerá, compañeros de armas! —gritó el siempre parlero capitán Gonzalo de
Arreinaga.
Esta vez fue el caudillo rebelde Juan de Piedrahita quien con grande furia
descargó su arcabuz. El dicho Arreinaga cayó mal herido entre las aguas del río, y
luego vino a tierra el sargento Jerónimo de Soria, y hallaron la muerte cinco
arcabuceros más, dos de ellos de apellido Ramírez, así llamados por mero accidente
ya que no los enlazaba parentesco alguno.
Tan costosa resultaba la experiencia que el capitán Juan Ramón prefirió retirarse
con veinte y cinco hombres menos, entre muertos de bala, heridos, y dos que se
ahogaron en lo más hondo del río, sin contar a Francisco de Bilbao que se pasó al
campo del tirano Hernández Girón por pagar una promesa que le había hecho a la
virgen del Pilar. Lope de Aguirre oyó silbar las pelotas enemigas a mínima distancia
mas ninguna dio en su cuerpo en este primer episodio de la pelea.

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Después de aquella desventurada escaramuza, el mariscal Alvarado juntó bajo su
toldo a las personas principales de su alto mando, no para seguir sus consejos sino
para no escucharlos, como se verá más adelante. Tanto Lorenzo de Aldana, como
Gómez de Alvarado, como Diego de Maldonado, como Gómez de Solís, estimaron
que asaltar la atalaya de Hernández Girón significaba correr riesgo de un afrentoso
vencimiento y de una excesiva pérdida de vidas.
—Más vale dejarlo quedo en su fortaleza y esperar en paciencia que el hambre y
las demás necesidades lo fuercen a bajar —dijo Lorenzo de Aldana.
—Bajará en dos o tres días para darnos batalla o para retirarse a otros lugares, y
muchos de los suyos cogerán la ocasión por los cabellos y se pasarán a nuestro bando
—dijo Gómez de Alvarado.
El Mariscal callaba con no pequeño descontento. El Mariscal no prestaba buen
oído sino a las palabras bizarras de Martín de Robles, asturiano testarudo y reñido
con el filosofeo, que no tenía fe en las estratagemas de la milicia sino en las pelotas
de sus arcabuces y en las mismas de sus soldados.
No obstante esto, tanto porfió Lorenzo de Aldana y de tanta autoridad lo revestía
su historia de general experimentado en cien batallas contra caciques y tiranos, que el
Mariscal concluyó por prometerle que olvidaría su insensato propósito de acometer
sin más ni más la ciudadela enemiga. Con tales palabras se sosegaron los recelos de
Lorenzo de Aldana y, ya tranquilo, se apartó del campo real, en compañía de unos
cuantos sargentos y artilleros, con la intención de hostigar a los rebeldes desde un
ribazo del río e incitarlos a bajar de su madriguera.
El Mariscal andaba muy lejos de haberse convencido; vislumbraba la luz de la
victoria a un palmo y pretendían apagársela con discursos. Reverberó el mediodía
sobre las picas de los soldados y los arneses de los caballos, se pasó al Rey otro de los
hombres de Hernández Girón, y dijo lo que siempre dicen los pasados, que en el lado
contrario no se respira espíritu de lucha sino apetito de huir, y al punto alborotóse de
nuevo el ardoroso ánimo del Mariscal. Convocó a sus principales, esta vez sin
Lorenzo de Aldana que se había alejado dos leguas para llevar al cabo su traza, y les
notificó sin rodeos que estaba resuelto en dar la batalla y que no aceptaría reparos ni
consideraciones.
—Si de eso se trata, ya sé que me tocará morir —dijo Gómez de Alvarado al salir
de la tienda, y tres horas más tarde se probó que no había dicho exageración ni
mentira.
El Mariscal se sentía invadido por la ira del apóstol Santiago, guiado por el
espectro del Cid. A Martín de Robles, que era el más impaciente de sus capitanes, le
mandó pasar el río con sus arcabuceros y atacar hasta quebrarla el ala izquierda de
Hernández Girón. A Juan Ramón con sus ciento veinte y cinco hombres, entre los
cuales estaba Lope de Aguije, lo lanzó a escalar el cerro y caer sobre el costado

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derecho del Tirano. Mil indios que peleaban a gritos y pedradas asaltarían la fortaleza
desde la barranca de atrás. El propio Mariscal cruzaría a la postre el río, a tambor
batiente y banderas desplegadas, para rematar y glorificar el destrozo de los traidores.
—Vienen justamente tal como yo le había rogado a la Santísima Trinidad que
viniesen —le dice el coronel Diego de Villalba a Hernández Girón—. Ordene vuestra
merced a sus arcabuceros que pongan con paciencia la puntería, y verá caer los
soldados del buen Mariscal como conejos.
A Martín de Robles no le cabían los testículos en el pecho. ¿Para qué esperar el
toque de corneta convenido?, se lanzó fieramente a doblegar el paredón
inexpugnable, ¿quién dijo que era inexpugnable?, ninguno será osado de disputarme
el esplendor del triunfo, ¡abajo el Tirano!, ¡viva el Rey!, ¡viva el mariscal Alonso de
Alvarado!, ¡viva el invencible capitán Martín de Robles! En este delirio se mantuvo
hasta que una granizada de balas lo volvió a la razón, la sangre de los heridos purpuró
la corriente del río, se mojó la pólvora, se hundieron en el agua lanzones y arcabuces,
los muertos pasaban de quince, jamás erraba el golpe el dedo matador de Aureliano
Granado, los asaltantes retrocedían sin esperanza, Martín de Robles concluyó por
retroceder él también.
Juan Ramón entró en combate, tal como se le había señalado. Su encargo era
ocupar un pretil de tierra, a igual nivel de la vieja fortaleza, y desde allí abrir fuego
contra esos desalmados. Era necesario trepar por entre peñascos punzantes y lodo
resbaloso, bajo la mira de los arcabuces que tiraban desde ambos portillos. Fue Lope
de Aguirre, ágil y de corta talla como los monos, el primero en coronar la cuesta, y
estarse sobre ella apenas el tiempo brevísimo de recibir dos arcabuzazos en la pierna
derecha, casi se la arrancaron. El cuerpo de Lope de Aguirre se despeñó dando
tumbos por la ladera, hasta caer inerte sobre las arenas del río. Mayor reguero de
sangre le manaba de las manos desolladas y de la cara deshecha por las piedras, que
de la pierna agujereada. Quedó tendido sobre la playa, sin sentimiento de la vida ni de
la muerte, y en este punto acabó para él una batalla que para los contendores aún no
se había decidido.

La batalla de Chuquinga se hallaba apenas en sus comienzos. Martín de Robles


rehízo su tropa y volvió a cruzar el río. Martín de Robles tras tanto insistir alcanzó a
apoderarse de uno de los andenes más altos. El terco asturiano Martín de Robles cayó
herido finalmente. Al mariscal Alvarado le descalabraron el caballo y él por su parte
se quebró una costilla en el golpetazo de la caída. Aterradora era la mortandad entre
los indios infelices que peleaban a gritos y pedradas en favor del Rey. A los
arcabuceros de Hernández Girón se les agotaban la pólvora y las pelotas, les era
forzoso arrebatar las municiones a los muertos y a los heridos. Al caer el sol las vidas
perdidas por el ejército real pasaban de setenta, sin hacer cuenta de los indios.
Arremeteremos agora a ellos, dijo el coronel Diego de Villalba. Francisco Hernández

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Girón en persona se puso a la cabeza de un escuadrón. Sus cornetas y tambores
tocaron son de victoria. Hierros de picas Y pechos de caballos se abatieron sobre las
tropas del Mariscal. Trescientos satanases bajaron a saltos de la ciudadela para
acometer al enemigo diezmado. Entonces huyeron los leales servidores de Su
Majestad. El tirano Hernández Girón había ganado la batalla de Chuquinga. Sería
aquella la última batalla que él vencería, la última que vencería rebelión alguna el
Perú.
Lope de Aguirre permanecía tendido en la arena, sin conciencia de la historia. En
esta ocasión la historia sería benigna con sus desdichas. Francisco Hernández Girón
resultó un triunfador de noble condición. No mató a los prisioneros, no maltrató a los
rendidos, mandó enterrar a sus muertos junto a los muertos del adversario, mandó
curar a sus heridos junto a los heridos de los vencidos. Lope de Aguirre entreabrió los
ojos al anochecer. La costra de sangre que le cubría la frente le impedía ver la
oscuridad. Veía, en cambio, luces que nadie había encendido. Este parece muerto
aunque no lo está, dijo el primer cirujano. Está mal herido, dijo el segundo cirujano y
se agachó a escudriñar la carne destrozada. Habrá necesidad de cortarle la pierna
antes de que llegue la gangrena, dijo el segundo cirujano. Y fueron estas las primeras
palabras que escuchó Lope de Aguirre al despertar de su sueño.
No le cortaron la pierna ni llegó la gangrena. El disparo fue hecho por un arcabuz
con dos pelotas, dijo el primer cirujano. El primer cirujano era también barbero y
había aprendido a sanar llagas y picadas de culebra con hierbas indias y oraciones
cristianas. Yayap Churip Yspiritu Santup Sutimpi Amén Jesús. El segundo cirujano
lavó la doble herida con agua hirviente. El asistente mulato trajo un caldero de hierro
dentro del cual hervía a borbollones el aceite. Lope de Aguirre mugió bajo la
dentellada abrasadora del cauterio. Lope de Aguirre se desangraba lentamente por las
venas truncadas. El primer cirujano ensanchó con su lanceta los bordes disformes de
la herida. El segundo cirujano introdujo en el hueco sangrante un oscuro amasijo de
harina tostada y pólvora y sal y ceniza. El asistente mulato le dio a beber triaca
mezclada con zumo de bencenuco. El primer cirujano se esforzó por volver las
astillas del hueso a su sitio valiéndose de tirones y manoseos. Lope de Aguirre mugió
otra vez como un buey en agonía. El asistente mulato sostenía fuertemente el pie con
sus dedos de tenazas. El primer cirujano usó jirones de un pañuelo para vendar la
pierna y listones de caraña para entablillarla. En las manos rotas y en el rostro
arañado le untaron cada día y cada noche un ungüento espumoso como el jabón y
espeso como el aceite. Un mes o quizá más estuvieron curándolo en un corral techado
que servía de hospital a orillas del río. El capitán Juan de Piedrahita, que probó ser el
más valeroso de todos los soldados rebeldes y a cuya bravura debióse en gran parte la
victoria de Chuquinga, ha sido nombrado maestre de campo y va todas las tardes a
platicar con Lope de Aguirre. Quiere ganárselo para las banderas de Hernández Girón
que son las banderas de la libertad, eso dice. De no saberse tan mal herido Lope de
Aguirre se iría con ellos, a perder las batallas que sin duda alguna perderán. Lo suben

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a una camilla de paja y ramas que fue entretejida por las manos de dos soldados
aragoneses. En ella lo llevan cargado, tres leguas de cerro y una de pedregal, hasta el
pueblo de Challuanca. Se le desvanece la cabeza no pocas veces en el camino. Tiene
la pierna derecha coja para siempre, el rostro y las manos chamuscados para siempre.

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TOQUÉ LA PUERTA de la casa, al torcer aldabazo abrió mi niña Elvira y rompió a
llorar, imaginé que lloraba de verme la cara chamuscada y las manos como tizones,
de verme caminar hacia ella cojeando casi arrastrándome infinitamente viejo y
vencido, mas no lloraba mi niña por esto, lloraba porque Cruspa su madre había
muerto el año pasado y yo no lo sabía, unas ardientes fiebre frías se la llevaron de
este mundo en menos de una semana, así lo contaron las dos mujeres enlutadas que
brotaron de las sombras, Juana Torralba dijo que de nada sirvieron las sangraduras de
los indios cirujanos ni los ensalmos de los negros hechiceros, María de Arriola dijo
que se habían malbaratado las oraciones a San Blas y los cirios a Santa Catalina,
Cruspa murió sin quejarse tal como mueren los de su raza, se apagó sin pestañear tal
como siempre había alumbrado, la niña quiso acompañarme al cementerio que es de
piedra como la ciudad entera, la tumba de Cruspa es una laja gris con una cruz torcida
levantada en la cabecera, por entre las grietas asoman dos lirios amarillos y tristes, mi
niña Elvira me toma de la mano para volver a casa, ya nunca más Lope de Aguirre,
ogaño soy el cojo Aguirre, el tuerto Aguirre, el loco Aguirre, el enano Aguirre como
me llamó una vez este mismo Antón Llamoso en la plaza de Oñate, asombro y
maravilla causóme encontrar a Antón Llamoso en el Cuzco, atravesó toda España y el
mar océano y la mitad del Nuevo Mundo hasta dar conmigo, se ahogaba sepultado
entre torreones y montañas vascas, volvióse huraño como los lobos, la gente
esquivaba de su trato, iba a mi casa de Araoz domingo tras domingo a pedir noticias
de Lope de Aguirre y en mi casa nada sabían de mi paradero, finalmente se embarcó
a las Indias y halló mi rastro en Cartagena, alguien le dijo que yo había sido muerto
en las guerras peruleras y el no lo creyó, me buscó en Quito y en la ciudad de los
Reyes, en esta última le refirieron la desgraciada historia de mi apaleamiento y el
castigo que de mis manos recibiera el alcalde Esquivel, entonces subió hasta el
Cuzco, y aquí está, al fin te encuentro Lope de Aguirre, y se echa a reír.
Al poco tiempo llegó también a esta villa mi fiel amigo vizcaíno Pedro de
Munguía, se apresuró en venir a mi casa, contóme cómo había seguido alistado en las
fuerzas reales hasta la derrota postrera del tirano Hernández Girón en Pucara,
Hernández Girón no escuchó en esta ocasión la voz del coronel Diego de Villalva que
le aconsejaba malicioso tiento; prefirió atenerse a las profecías de los astrólogos y
adivinas que le agoraban una victoria sobrenatural pues estaba escrito en las estrellas,
lo que está escrito en todas las estrellas y ciclos del Perú son las felonías y las
traiciones, a mitad de la batalla de Pucara se pasó al enemigo Tomás Vásquez que era
el más bravío capitán de Hernández Girón, y a poco hizo lo mismo Juan de Piedrahita
que era su maese de campo y el más persuadido de la justicia de su causa, nunca se
pasaron el licenciado Diego de Alvarado ni el coronel Diego de Villalva mas en
castigo a su lealtad fueron apresados y cortadas sus cabezas, recibieron garrote veinte
negros rebeldes que tampoco pidieron clemencia, Hernández Girón quedóse solo y
huyendo por entre matorrales y tierras desiertas, le dieron caza en el camino del
Rimac, lo llevaron a la Ciudad de los Reyes para degollarlo, su cabeza sin vida fue

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colocada entre la de Gonzalo Pizarro y la de Francisco Carvajal, y Dios sabe que de
ese modo se acabaron para siempre los alzamientos en el Perú, eso dice Pedro de
Munguía. Si no alcanzó a triunfar Hernández Girón que llevaba escrita en sus
banderas la palabra libertad, si no gozó el fruto de desenfrenar a los pueblos
Hernández Girón que prometía hartar a los pobres y quebrantar las cadenas de los
negros, ¿quién osará mañana desafiar el poderío de los virreyes y oidores?, esto se
pregunta Pedro de Munguía en el interior de mi casa, y yo me pongo a dar voces de
maldición en contra de las traiciones, y Antón Llamoso me escucha con ojos
asombrados, y mi niña Elvira me trae una copa de leche para calmarme.

Esta pierna rota estas manos casi mancas no me permiten domar caballos, las
campanas del convento de Nuestra Señora de las Mercedes suenan y resuenan, uno
no oye otra cosa sino campanas que retumban en los sesos, badajos desaforados que
claman traición traición cuando doblan a muerto, traición traición cuando el Ángel
del Señor anuncia a María, llevado por esta pierna rota caminaré hasta el tambo
donde hallaré bebiendo vino a Pedro de Munguía y Antón Llamoso, ya nadie en el
Perú desea levantarse en armas, yo sí me levantaría pues oigo correr la sangre de don
Sebastián de Castilla al par de la lluvia, oigo correr mi propia sangre bajo los
latigazos del verdugo los latigazos del alcalde los latigazos de los oidores los
latigazos del Rey, no me es permitido domar caballos, no me es posible soportar el
peso de las piedras del Cuzco sobre mis espaldas llagadas, no me atrevo a pensar en
las traiciones pues rompo a gritar a solas en mi casa en mi aposento en mi lecho, las
campanas de la iglesia Catedral apagan mis voces, Elvira aparece a la luz de la puerta
como la virgen de Aránzazu, no es Elvira, soy yo mismo que tomo la figura de la niña
para apiadarme de mis manos deshilachadas de mi pierna menguada de mi sombra
corcovada y chata, Lope de Aguirre desdentado Lope de Aguirre renco del cuerpo no
está vencido, mi nombre lo repetirán los libros, las aguas del Cuzco son viles
acequias negras que bajan por calles de pizarra, Anton Llamoso sube la escalera de
un templo inca con su cabeza en la mano, no es la cabeza de Anton Llamoso sino la
mía que sonríe con un desgaire de cuchillada, no sirvo ya para domar caballos, Pedro
de Munguía asegura y porfía que yo tengo por dentro más nervio de libertador que el
propio Hernández Girón, dos lirios amarillos han nacido de los huesos de Cruspa,
malditas sean las campanas de Nuestra Señora de las Mercedes.

De pronto llega al Cuzco el pamplonés Lorenzo Zalduendo, armado de


resplandecientes armas, montado en un caballo castaño que tiene un lucero en la
frente. El vistoso visitante trae una carta para Martín de Guzmán, un andaluz
aventurero este, que anduvo con Lope de Aguirre ha muchos años hurgando
cementerios indios en el Cenú y que ahora vive apaciguado en el Cuzco en compañía

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del mozo Fernando de Guzmán, sobrino suyo. La carta viene firmada por el General
Pedro de Ursúa y por ella se incita a los Guzmanes, junto con todos los soldados
españoles que por estas tierras vagan, a participar en la fabulosa jornada de los
Omaña. El dicho General Pedro de Ursúa ha enviado como portador del pliego nada
menos que a Lorenzo Zalduendo, que es su secretario, consejero y paisano.
La casa de los Guzmanes aspira a ser sevillana aunque el imperio absoluto de la
piedra no se lo consiente. Hay tiestos de clavellinas en el piso. En la mesa sirven vino
dulce y espeso, con añadidura de bizcochuelos, mas no son mujeres blancas sino
yanaconas indios quienes hacen el servicio, riegan las plantas y van hasta el convento
a comprar las golosinas.
Lorenzo Zalduendo trae en la memoria un discurso que ensalza las hazañas
guerreras del general Pedro de Ursúa, navarro nacido en el valle de Baztán, parte del
mundo más francesa que navarra según el decir de un tío de Lope de Aguirre que
vivió en ella tres inviernos.
—El general Pedro de Ursúa vino a las Indias como teniente de su primo don
Miguel de Almendáriz, mas luego ganó por sus propias virtudes renombre de
animosos caudillo. Fue él quien venció y pacificó a los indios musos que con flechas
emponzoñadas defendían sus esmeraldas y sus oros en el Nuevo Reino de Granada. Y
seguidamente fundó dos ciudades que bautizó con los nombres de pamplona y Tudela
—dice Lorenzo Zalduenda inflamada su lengua de orgullo patrio.
—Yo le conocí en la villa de Santa Marta —interrumpe Martín de Guzmán—. En
aquella sazón había escapado milagrosamente de una celada que le tendieron seis mil
indios taironas en el río Origua, a él y a doce soldados que llevaba consigo. El
milagro se debió a Dios y a la terrible puntería del propio Pedro de Ursúa. A fe mía
que en destreza de arcabucero solo puede comparársele otro baztanés apellidado
García de Arce, amigo íntimo suyo que va con él a todas partes. Entre los dos dieron
muerte a no menos de doscientos indios en aquel trance.
—Son igualmente singulares su valentía y su astucia —dice Lorenzo Zalduendo
recuperando la palabra—. De ambas dio muestras en la proeza que llevó a cabo en
Panamá para someter a los negros cimarrones del rey Bayamo. Más de seiscientos
negros esclavos se habían evadido de sus servidumbres, quebrantando la obligación
que a sus amos los unía, para esconderse en las intrincadas selvas del Darién, de
donde salían repentinamente a asaltar recuas y robar posadas. Tan ufanos se sentían
que designaron a uno entre ellos por Rey, Bayamo I lo nombraron, rodeado de corte,
trono y demás pomposidades. Y de esta manera hicieron de las suyas hasta el
momento en que a don Pedro de Ursúa le fue encomendado el difícil encargo de
sojuzgarlos, más difícil si se considera que no era hacedero darles batalla en las
cavernas y espesuras donde se amparaban. Ahí fue donde salió a resplandecer el
ingenio de don Pedro de Ursúa. Primero se esmeró en aprisionar a cuatro negros de
los de Bayamo que habían salido en ejercicios de rapiña, y luego les dio tormento
hasta que dijeron el sitio preciso en que se guarecía su caudillo. Entonces los ahorcó

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y salió en busca del supuesto rey, atravesando ciénagas, escalando montañas y
desvirgando selvas, mas no con el propósito de reñirle cruda guerra sino usando el
halago de regalarle ricos presentes, a más de la promesa de reconocer a los negros el
derecho a vivir en un territorio libre y aparte. Alcanzó a convencer a Bayamo de sus
buenas intenciones y para celebrar la paz y la amistad, lo convidó junto con su corte a
un banquete cuyos vinos estaban emponzoñados. Los cuchillos remataron la obra
comenzada por el veneno, y tan solo se libró de la muerte el falso rey Bayamo, para
ser llevado prisionero a Nombre de Dios.
—¿Cuántos años cuenta el general Ursúa? —dice Lope de Aguirre, que no desea
pasar por mudo.
—Treinta y cinco años escasos —responde Lorenzo Zalduendo al punto, como si
hubiese estado esperando la pregunta—. Mas alcanzó tanta y tan merecida fama tras
la pacificación de los indios musos y la aniquilación de los negros cimarrones, que el
Marques de Cañete no ha dudado en nombrarlo para el cargo de gobernador y capitán
general del río Marañón, no obstante que la entrada de los Omaguas la ambicionaban
y la pidieron para sí personajes de muy grande importancia, entre ellos el capitán
Juan Pérez de Guevara, y también Gómez de Alvarado que es el hombre más rico del
Perú y hallábase dispuesto a desembolsar quinientos mil pesos de su patrimonio para
sobrellevar los gastos de la empresa. Con todo, el Virrey escogió como principal
cabeza a este don Pedro de Ursúa, cuyos únicos bienes terrenales son su valentía
incomparable y su fidelidad al rey de España. Esta última es tan maciza que muchos
lo llaman Pedro Leal en lugar de Pedro Ursúa.
Después de tan extraordinarias alabanzas, Lorenzo Zalduendo cesa de hablar del
alabado para hacerse lenguas de las riquezas y tesoros de los Omaguas, que se han
convertido en sueño y señuelo de los soldados peruleros. Sucedió que un cacique de
los indios brasiles, de nombre Viarazu, llegó en huida a la Ciudad de los Reyes y le
contó al Virrey y a todo el que quisiera prestarle oídos, la existencia de un país cien
veces más rico que el Perú, gobernado por el príncipe Quarica, mil veces más
cubierto de oro que Atahualpa. Las tierras de los Omaguas son valles tan fértiles
como el paraíso perdido por Adán; las aguas de un inmenso lago espejean el temblor
de ciudades fabulosas; en los templos se adoran jaguares de oro con uñas de rubíes y
ojos de diamantes. Para llegar a ese territorio es preciso seguir las huellas de
Francisco de Orellana, a lo largo de un río que es quizá el más desmesurado entre
todos los ríos del universo.
—¡Iremos todos con Pedro de Ursúa! —grita Martín de Guzmán dándose de
puñadas en el pecho ardoroso.
—Iremos todos —dice Lope de Aguirre sin tantos ademanes.

En volviendo a su casa dice Lope de Aguirre:


—Este nuevo virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, señor de la

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villa de Argete, es tan astuto como el licenciado La Gasca, aunque más cruel y
pérfido que su ilustre ejemplo, ¡voto a Dios!, Antón Llamoso. De nada le valieron a
Juan de Piedrahita ni a Tomás Vázquez, ni a Martín de Robles ni a Alonso Díaz, los
perdones que en nombre del Rey les habían sido dados, puesto que el dicho marques
de Cañete los hizo ahorcar a todos. Bien merecido lo hubieron, dígome yo, que hago
por infamia el hecho de haberse pasado al Rey, mas no fue por castigar sus traiciones
que el Marques los llevó a la horca, sino por cobrarles la condición de rebeldes que
en otro tiempo mostraron.
Para Antón Llamoso nada significan estos nombres ni estas consideraciones.
—Ya que no puede el virrey marqués de Cañete ahorcar de un golpe a cuatro mil
soldados españoles que andamos dando tumbos por el Perú sin ocupación y sin
blanca, y cómo sabe de sobra que el hambre y la ociosidad son el origen de todas las
rebeldías, pues nos ofrece entradas y descubrimientos hacia el Sur y hacia el Oriente,
por en medio de selvas tenebrosas y ríos indómitos, que si hallamos la gloria será
para el Rey y si hallamos la muerte será para nosotros —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso lo escucha absorto, maravillado de tan sonoras palabras.
—Y todos vamos acudiendo a la llamada del Marqués, pues el oro es Lucifer que
nos tienta y nos pierde. Allá en el fondo de sus almas ninguno cree ya en el Príncipe
que se enjuaga con polvos de oro al borde de una laguna, ni en los becerros de oro
más abultados que el de Moisés, ni en las calles empedradas de plata en láminas, ni
en las naranjas de rubíes, ni en las escaleras de amatista, ni en el país de la canela, ni
en el hechizo de Manoa, ni en los templos sumergidos de la diosa Dabaida.
Antón Llamoso gruñe confusas exclamaciones.
—Aquesas fueron leyendas inventadas por los indios bárbaros para oponerlas a la
realidad de nuestros caballos y arcabuces. Aquesos fueron precipicios levantados por
la imaginación de los naturales de estas tierras para hacer despeñar en sus honduras la
codicia de los españoles. Y válgame Dios que tales ardides y estratagemas tuvieron
efecto. Por centenares nuestros soldados hallaron calamidades y tumba en vez del
mundo maravilloso que buscaban —dice Lope de Aguirre.
Antón Llamoso no se atreve a mirarlo de frente.
—Allá en el fondo de sus almas ninguno cree ya en el viejo Dorado mas todos
desesperan de hallar un Dorado nuevo. No vinieron a las Indias a labrar la tierra ni a
criar caballos sino a hacerse ricos de buenas a buenas. Brotarán soldados españoles
de todas las partes del Perú, ansiosos de tomar como verdades los embustes de estos
indios brasiles, prestos a correr los mayores peligros en perseguimiento de las
riquezas de los Omaguas, impacientes por complacer a las amazonas que se tienden
desnudas en la hierba para folgar con sus prisioneros. Yo no me emborracho con
ninguna de estas fábulas. Antón Llamoso. Pensamientos y razones harto diferentes
me arrastran a la jornada de Pedro de Ursúa —dice gravemente Lope de Aguirre.
Antón Llamoso se echa a reír.

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Las campanas del Cuzco repican por última vez Lope de Aguirre ha
vivido demasiado voy en busca de mi muerte en un caballo alazán de poca
alzada y muchas crines mi sola inclinación a la vida es mi niña Elvira no la
dejaré en el Cuzco arrodillada ante la tumba de Cruspa a merced de los padres
de doctrina que engañan y fornican a las doncellas a merced de los
encomenderos concupiscentes a merced de los mayordomos violadores voy en
busca de mi muerte o de mi gloria o de ambas jamás me separaré de mi niña
Elvira que soy yo mismo más que yo mismo. Elvira irá a la entrada de los
Omaguas con María Arriola que la atiende con Juana Torralba que la cuida
con Antón Llamoso que es su sombra guardiana con Lope de Aguirre que
nadie osará malmirarla si yo estoy a su lado no me quedan dientes sino encías
no me quedan cabellos sino greñas blancas mis manos titubean al empuñar la
espada mi pierna derecha es un leño reseco no obstante esto tiene mi pecho
una elección grandiosa que cumplir un universo de agravios que vengar yo
soy Miguel la ira de Dios yo soy Luzbel rebelde hasta la muerte no he de
dejar a Elvira abandonada al arbitrio de la lascivia de los hombres deshicimos
la casa del Cuzco y emprendimos los caminos de roca que conducen a la
ciudad de los Reyes adelante va Elvira en una carreta tirada por mulas negras
adelante va Elvira con las mujeres que la acompañan detrás voy yo junto a
Antón Llamoso en dos peludos caballos peruanos luego vienen bien montados
Lorenzo Zalduendo y los Guzmanes cierra la caravana Pedro de Munguía ya
no se oyen las campanas del Cuzco de pronto retumban truenos infernales que
hacen crujir el ciclo la Torralba se persigna y santigua en volandas Martín de
Guzmán blasfema enardecido Elvira me mira asustada sonríe cuando yo le
devuelvo la mirada.

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TU MADRE NO NACIÓ en las serranías incaicas sino a orillas de la mar, nació en
Lambayeque que es gente de otra sangre y otros pensamientos, marineros que de
tanto escuchar el embate del agua creen en la libertad, pescadores que de tanto mirar
los arenales dudan a veces de Pachacamac hacedor del mundo y de las tierras verdes,
tu madre contemplaba a los hombres con tan dulce insistencia que les desacompasaba
el pulso y los hacía tartamudear, la vio bailar una tarde en el Cuzco el príncipe
Huáscar hijo de Huayna Cápac y heredero legítimo del trono de los incas, el príncipe
la invitó a dormir con él en la densa medialuz del palacio Colcanpata, el príncipe era
un mancebo recio y silvestre que aún no había humedecido su sexo en mieles de
mujer, tu madre lo instruyó en el rito de la fornicación sobre esteras de plumas
amarillas entre paredes de granito azuleadas por el resol, la boca de tu madre sabía
besar como ninguna otra boca, el príncipe Huáscar adquirió en la fragancia de aquel
vientre la pasión de la carne que con el tiempo lo llevaría a perder el imperio y la
vida, tu madre tenía los ojos tan inmensos que en ellos cabía todo el ciclo del Perú, tu
madre se llamaba Chestan Xefcuin y desde los veneros de su alma aborrecía el
poderío imperial del Tahuantinsuyo pues los nacidos en Lambayeque vivían bajo
otros sueños y otro sol, tu madre se desnudaba en las fiestas de Chupiñamca para
bailar el casayaco, en los esguinces de la danza las aletas de la nariz de tu madre
palpitaban como el buche de una paloma, en la exaltación de la danza los pezones de
tu madre se endurecían como gotas de ébano, en el acabamiento de su danza tu madre
se estremecía bajo insólita mojadura, tu madre se llamaba Chestan Xefcuin y se libró
por milagro de perecer en la matanza de concubinas de Huáscar que ordenó
Atahualpa en el Cuzco, no fue acuchillada como las otras porque para aquella sazón
ya tu madre añorante del mar y los cantos costeños había vuelto a las dunas de
Lambayeque, en Lambayeque la hallaron los conquistadores y también ellos
enmudecieron encandilados por el resplandor de su carne, cuando surgieron del mar
los viracochas blancos tu madre Chestan Xefcuin vivía en la compañía de Mitaya
Uitama que había nacido bajo el destino de ser su servidora, a Mitaya Uitama la
bautizó fray Benito de Jarandilla para franquearle así las puertas del cielo,
Bautizacunqui cristiana tucunqui diostra Yupanqui hanacman rinque hanacman
rinque, le pusieron el excelso nombre de María mas ella prefirió conservar el mote
humilde de Mitaya que significa sierva de bajo linaje, a los cuarenta años tu madre
seguía siendo hermosa como ninguna mujer, don Blas de Atienza que había
acompañado a Vasco Nuñez de Balboa en el descubrimiento de un nuevo mar océano
fue el elegido por ella entre diez capitanes que la convidaron a compartir su lecho,
don Blas de Atienza fue tu padre y por designio suyo te llamas Inés.

Tu niñez disfrutó huertos de naranjas granadas membrillos cidras y limones,


desde que la fundó Almagro la ciudad de Trujillo se esforzó por ser villa próspera e
industriosa, a tu padre antiguo capitán de Balboa lo respetaban los encomenderos y

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jueces, tu madre tenía los sesenta años más bellos del Perú, a ti niña te acechaban los
hombres blancos negros mestizos indios con ávidas miradas de deseo, te
escudriñaban con sus ojos los senos en flor la boca violenta los muslos torneados las
nalgas retadoras, tu padre se llenaba de ira cuando lo advertía, no así tu madre que
sonreía ufana, ni mucho menos Mitaya Uitama que los provocaba a todos
taimadamente, ¿es sabrosa mi niña verdad? Preguntaba Mitaya Uitama a los
visitantes, el mestizo Felipe Salcamoya te prometió que se mataría si tú no lo querías
y tú no lo quisiste y se mató de una puñalada la noche misma en que las mascaritas
bailaban el saynata para celebrar tus quince años, otro mestizo llamado Pablo de
Alvín se hizo novio tuyo sin que tú te dieras cuenta, te daba unos besos inacabables a
la sombra de los algarrobos, casi lo desmayaban aquellos besos al pobre Pablo de
Alvín, y digo pobre porque se enteró tu padre lo amenazó de muerte y tu novio fue a
dar a Chile en alas del miedo a morir, Mitaya Uitama te contaba sus recuerdos a la luz
de un pabilo, Mi cuerpo ha conocido muchos hombres niña, Nada en el mundo es tan
tierno como la dureza de un hombre niña, Ningún placer es comparable al de sentirse
penetrada por un hombre niña, Al resuello de un hombre sobre nuestro aliento niña,
Eres mucho más bella de lo que fue tu madre decía Mitaya Uitama cuando tu madre
no estaba presente, entonces don Pedro de Arco se enamoró de ti, tu madre te lo
anunció afligida y suspirante, ella sabía que nunca llegarías a quererlo, ella sabía
también que les estaba vedado desairar a tan honrado caballero, don Pedro de Arco
era amigo del Virrey y dueño de la mitad del Valle de Chicama, en sus campos de
trigo se afanaban tres molinos y en sus siembras de caña humeaba la chimenea de un
alambique, don Pedro de Arco era peludo y canoso como un huanaco blanco, tú
tenías dieciocho años cuando los casaron, los casó el obispo pues en ese tiempo ya
Trujillo tenía obispo y corregidor y dos conventos, el obispo rezongó oraciones en
latín y tu madre bailó el catauri y fue aquella la última vez en su vida que bailó,
perdiste la virginidad la noche misma de la boda como ordena la ley divina, ante
Mitaya Uitama fuiste a lamentar el dolor del desgarramiento. Te dolió porque no
estás enamorada, A las mujeres enamoradas también les duele pero no se quejan dijo
Mitaya Uitama, aun después de casada todos los hombres inclusive el obispo y el
corregidor te miraban con ahínco de caballos rijosos. Es que eres la mujer más bella
del Perú argumentaba tu madre, Mitaya Uitama solo quería saber si don Pedro de
Arco te cogía bien, españoles y mestizos desvelaban sus noches suspirando por tu
desnudez pero ninguno se atrevía a decírtelo, se atrevió finalmente el caballero
Francisco de Mendoza sobrino del virrey Hurtado de Mendoza que vino a Trujillo en
diligencias militares, en medio del bullicio de las fiestas don Francisco de Mendoza
se acercaba a secretearte cosas escandalosas que te dejaban asombrada, una noche te
oprimió un seno con mano abusadora, otra noche te susurró arteramente bajo el
abanico que tu voz le excitaba las partes más viriles de su cuerpo, la tercera noche
don Pedro de Arco tu marido se había alejado de la villa a cuidar de sus harinas y
azúcares, Mitaya Uitama le abrió la puerta de tu aposento a don Francisco de

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Mendoza, saltando por la ventana llegó hasta ti salpicado de lluvia, tenía tan
contenido deseo de gozarte que la primera vez no le duró el placer sino apenas un
soplo, al poco rato recuperó el vigor y hundió bruscamente su espolón en lo más
profundo de tus entrañas, te poseyó una postrera vez cuando el aguacero había cesado
y el alba comenzaba a deshacer nubes, ¿te cogió bien niña?, fue la pregunta ansiosa
de Mitaya Uitama y tú no supiste qué responderle, olvidabas doña Inés de mi alma
que Trujillo es una aldea envidiosa y maledicente, la dieron por murmurar del modo
como te miraba don Francisco, del querer que mantenía cabizbajo a don Francisco
frente a los balcones cerrados de tu casa, los rumores llegaron a los oídos del Virrey
en la Ciudad de los Reyes, don Andrés Hurtado de Mendoza vuelto un león obligó a
su sobrino a embarcarse rumbo a España sin más noche de amor en Trujillo que
aquella de tus tres debilidades, tu marido don Pedro de Arco volvió de sus haciendas
sacudido por una tos que los mantenía despiertos las noches enteras, despierto él con
su enfermedad y despierta tú con tus meditaciones, tu marido don Pedro de Arco se
confesó y murió de allí a cuatro meses, tú quedaste paseándote enlutada y
melancólica por los corredores. Eres la viuda más bella del Perú decía tu madre.
Algún día aparecerá el hombre que te coja como tú lo mereces decía Mitaya Uitama.

Cuando ancló en Guanchaco el barco que trajo a don Pedro de Ursúa tú andabas
todavía vestida de negro, tu marido don Pedro de Arco había muerto hacía tres años,
a tu padre don Blas de Atienza se lo llevaron las viruelas el pasado noviembre, de
pronto tu madre Chestan Xefcuin se resignó a envejecer canturreando sombríos aires
de quenaquenas en los aposentos más oscuros de la casa, Mitaya Uitama era tan
anciana como tu madre pero batallaba contra el tiempo, Mitaya Uitama te contaba
extrañas leyendas que nunca le oíste platicar antes, perversas imágenes de lascivia y
hechicería, coitos furiosos entre hermano y hermana al borde de una laguna, raíces
gigantescas que se convertían en falos, falos enhiestos que se convertían en rocas,
Mitaya Uitama en mitad de su relato entornaba los ojos y se sumergía en recuerdos,
un día no previsto llegó a Trujillo don Pedro de Ursúa, decían los escribanos que
había matado trescientos indios en Nueva Granada y doscientos negros en Panamá,
decían que el virrey Marques de Cañete lo nombró gobernador de la entrada de los
Omaguas desdeñando a varios poderosos señores que aspiraban a conducir tan magna
empresa, ninguna de esas hablillas o verdades te conmovió a ti Inés de Atienza, te
conmovió sí su barba roja de maíz en mazorca, su perfil arrogante de arcángel
celestial, su paso decidido de soldado seguro de sus agallas, la alegría que le manaba
de la sonrisa, la elocuencia viril de sus manos mientras hablaba, su fama de
mujeriego afortunado y discreto, don Pedro de Ursúa al verte por vez primera
presintió lo que iba a suceder, había venido a Trujillo a solicitar contribuciones para
su jornada, a prometer futuras gobernaciones futuros obispados futuras fanegas de
oro a cambio de mil miserables pesos presentes, don Pedro de Ursúa no tenía más

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fortuna que sus vestidos y su caballo, te conoció un jueves de Corpus en la casa de
don Lorenzo Albornoz Visitador de la Santa Madre Iglesia colector infatigable de
diezmos y primicias representante de Su Santidad el Papa, don Pedro de Ursúa te
habló del color purísimo de las esmeraldas que arrancan a la tierra los indios musos,
tú no lo oías por estar atisbándole el centellear de los ojos, por estarle admirando el
traje de paño de Segovia y el cuello de encajes de Flandes que el gallardo capitán
llevaba puestos, don Pedro de Ursúa te preguntó de improviso si irías a misa el
sábado y tú le respondiste que sí que a las nueve en el convento de Santo Domingo y
sonreíste sonrojada, regresaste a la casa con las mejillas encendidas y Mitaya Uitama
no necesitó preguntarte nada, la mujer goza del amor como las vicuñas y lo sufre
como las perras, eso dijo Mitaya Uitama a media voz, ya no era la misma Mitaya
Uitama que antaño te empujaba ladinamente hacia los calzones de los hombres, el
sábado a las nueve estaba don Pedro de Ursúa plantado entre los pilares del convento,
tú llegaste con Mitaya Uitama y pasaste por su lado casi sin mirarlo, aunque palpando
oliendo sintiendo su presencia, don Pedro de Ursúa se igualó a tus pasos a la salida de
la misa y echaron a caminar juntos sin que tú supieras adónde iban, todo Trujillo
indagador y maligno los estaba espiando, Mitaya Uitama se rezagaba poco a poco,
don Pedro de Ursúa extrajo de su bolso una llave y abrió la puerta de la casa que
había alquilado por residencia, no olvides Inés de Atienza que a una viuda decente
como tú no le está permitido pisar el hogar de un caballero solo y agraciado, Trujillo
entero te está espiando por los ojos de las cerraduras y las celosías de las ventanas,
don Pedro de Ursúa empuja suavemente tus hombros y tú entras con la cabeza
erguida a una sala vulgar y hostil, los muebles son sillas tiesas de cuero claveteado
sobre maderas pardas, al centro hay una mesa cubierta por un mantel bordado, ¿cómo
se puede vivir sin un verde de hojas sin un aroma de alelíes?, don Pedro de Ursúa que
jamás te había dicho una palabra de amor te tomó entre sus brazos y te besó en la
boca, tú lo besaste a él como si toda la vida hubieran sido amantes, él te llevó de la
mano como una niña hasta el aposento donde campeaba la blancura de una cama
insolente, en esta misma cama se había acostado con otras, tal vez la noche anterior
se había revolcado ahí con una mujerzuela, sin pensar en eso o pensando solamente
en eso te quitaste el vestido con gestos graves de ritual indígena, él se turbó
maravillado del esplendor de tu piel, fue a cerrar la ventana para que no cayera sobre
ti tanta luz, tú no advertiste cuando se desnudó el también, sentiste sí de pronto sus
manos cálidas que se posaban en tus senos, que descendían de tus senos por las
curvas de tus caderas, que volvían al centro de tu cuerpo y se detenían sobre tu
vientre tembloroso, presentiste la cercanía de sus labios que buscaban los tuyos y los
encontraban mojados y violentos, después su carne fue entrando en tu carne como
una fruta dura y palpitante, fue entonces cuando te dijo por primera vez que te quería,
te lo dijo cuando ya su cuerpo y el tuyo se movían a la cadencia de una música
húmeda que en ningún sitio sonaba, cuando ya su viril y tu vulva estallaban en un
parejo afloramiento de las medulas más recónditas, sacudidos por un idéntico gemido

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de rendición y triunfo, tanto deleite no lo habías sentido jamás Inés de Atienza, Inés
de Atienza que sales a la calle y ha comenzado a atardecer y todo Trujillo está
asomado a las puertas para verte pasar. Mitaya Uitama vuelve contigo a la casa sin
despegar los labios, no tiene voz para preguntarte si don Pedro de Ursúa te ha cogido
bien, la pobrecita Mitaya Uitama está llorando.

¿Qué te importa lo que piensan y dicen los defraudados hombres de Trujillo las
chismosas comadres de Trujillo el reverendo obispo de Trujillo?, atraviesas las calles
y plazas sin la protección de Mitaya Uitama, te diriges con seguros pies a la casa
donde don Pedro de Ursúa se quema de impaciencia tras los visillos, don Pedro de
Ursúa cuenta mentalmente los caballos que pasan por el empedrado, su corazón le ha
anunciado que tú llegarás justamente después del noveno, a veces llegas pero otras te
retrasas o son muy numerosos los jinetes y él comienza a asustarse porque han
pasado diez y nueve y tú aún no apareces, mas aquí estás al fin y se le borran del
pensamiento la cuenta y los temores, esta tarde don Pedro de Ursúa desnudo te dice a
ti desnuda que dentro de una semana partirá hacia el río de los Motilones, ya no
puede entretenerse más tiempo en Trujillo, el teniente Pedro Ramiro le envía desde
Santa Cruz mensajero tras mensajero, el maese Juan Corzo tiene hechos once bajeles
en el astillero, a ti te sacude un deseo atropellado de llorar y reñir, alzas la voz para
llamarlo inhumano y acusarlo de que no te quiere suficiente, le dices, únicamente te
quieres a ti mismo Pedro de Ursúa, el va a replicarte herido de tu injusticia, no te
replica, prefiere darte un beso entrecruzado y ardoroso que no acaba nunca, que tan
solo se interrumpe cuando su boca se zafa de la tuya y baja hasta tus senos
alborotados y tú sientes que se deshojan de amor tus pezones entre sus labios,
después se escurre a besarte los dedos de los pies uno por uno y a secretearles diez
pequeñas oraciones distintas cuyas palabras no distingues, te besa luego el rinconcito
escondido que no debería besarte jamás porque te puede matar antes de tiempo, tú le
dices cógeme como vicuña, porque ha venido a tu pensamiento aquella estatuilla
antigua que te mostró una vez Mitaya Uitama, un indio de rodillas gozaba a su india
tal como las vicuñas machos gozan a las vicuñas hembras, te corvas en arco y apoyas
la frente sobre la almohada, don Pedro de Ursúa te coge llanamente como vicuña, tú
lo sientes enclavado y fundido en tu claustro de mujer, tocando tabiques íntimos que
nunca había alcanzado, sollozas Así mi amor Así mi amor Así mi amor, hasta que
ambos se doblegan sobre las sábanas derribados por un mismo relámpago,
buscándose en la oscuridad las bocas que se habían perdido.
—Es una locura, Pedro de Ursúa, mas si te atreves a recibirme por soldado de tu
tropa, me iré contigo.
—Es una locura. Inés de Atienza, pero te llevaré conmigo.
Era una terrible locura, desdichada doña Inés, que estaba escrita en las estrellas.

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LOPE DE AGUIRRE EL TRAIDOR

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AÑO Y MEDIO ha pasado desde que se partió de la selva don Pedro de Ursúa en
busca de dinero y soldados, que ambas cosas nos hacen grande falta. De esta tardanza
hablan una vez más Pedro Ramiro, Juan de Aguirre y maese Juan Corzo mientras la
tarde se desliza sobre el río de los Motilones, que es el mismo Huallaga. Ya maese
Juan Corzo ha puesto justo término a sus labores de constructor de bajeles. Sus
flamantes bergantines solo están pidiendo que los echen al agua. Han sido dieciocho
meses de rudo trabajo en el astillero. A veces sudamos bajo un calor de purgatorio,
otras damos diente con diente bajo torrenciales aguaceros de nunca acabar. Los indios
y los negros talan árboles descomunales en la selva vecina. Desde aquí se escucha el
estruendoso batacazo del tronco al derrumbarse sobre la tierra. Por la corriente del río
bajan hasta la barranca del astillero las balsas cargadas de árboles tronchados. Los
serradores hincan sus afilados aceros en las duras cortezas. Los herreros avivan las
lenguas del fuego, golpean sin descanso sobre los yunques, forjan clavos y palas de
hachas. Los carpinteros afanan sus martillos, cepillan la madera, convierten las ramas
de los árboles en trabazón de navíos. Los calafates rellenan con estopa las junturas de
las tablas, recubren con brea las cubiertas y los costados de los futuros barcos. Maese
Juan Corzo va y viene por entre nubarrones de mosquitos. Va y viene ardido por el
sol, o empapado por la lluvia, o sacudido por la fiebre. Maese Juan Corzo grita sus
órdenes a cincuenta hombres de sangres diferentes, castellanos, extremeños,
vizcaínos, navarros, catalanes, mulatos, mestizos, negros, indios. Por las noches canta
el ayaymama, un pájaro tristísimo cuyas salmodias dan ganas de llorar, ¡maldita sea
su emplumada madre! En el astillero de maese Juan Corzo hemos construido dos
bergantines y nueve barcas llanas de esas que llaman chatas. En cada chata caben
cuarenta caballos y doscientas personas con sus hatos y perros.
Para el teniente Pedro Ramiro la espera de Pedro de Ursúa resulta aún más
desesperada que para maese Juan Corzo. El teniente Pedro Ramiro, fundador y
regidor de Santa Cruz de Capocóvar, representa aquí la autoridad ausente del
gobernador. Santa Cruz de Capocóvar es un poblado indígena que provee de
jornaleros, herramientas y vituallas al astillero. Las casas son estrechas chozas de
madera, reforzadas con pelladas de barro y mechas de paja seca. A Santa Cruz de
Capocóvar llegan todos los que bajan de remotas regiones, acordados de incorporarse
a la entrada de los Omaguas. Desde el Cuzco, desde Quito, desde Popayán y desde
más al norte, llegan atraídos por el tufo del oro y la fascinación de la aventura. Al
declinar la tarde se apiñan en las tabernas o ante las mesas donde pasan de mano en
mano las monedas y los naipes mugrientos. Un asturiano toca su guitarra a lo rasgado
y canta con voz cansada viejos romances. Afuera se oyen los tambores de los negros
invocando a sus dioses. Más lejos desgarran su congoja las flautas inconsolables de
los indios jíbaros. Los soldados salen tambaleándose y llenan los callejones de
insolencias y juramentos. El ebanista Mariano Ferrer habla solo a la puerta de su
casa, Mariano Ferrer se volvió loco de tanto decir mentiras. Un azote de calenturas
pestilentes se llevó de este mundo a nueve indios, tres negros y un gallego.

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El jueves pasado trajeron cargado al peón mulato Pedro Madroño desde los
matorrales del bosque, lo había picado una culebra shushube, se le hinchó el vientre
como un odre lleno, no pudieron salvarlo las oraciones ni las medicinas. Anoche
mataron de una puñalada al sargento Leandro Mora que no aceptaba burlas ni
amenazas de nadie. También anoche los hermanos Yrazábal medio borrachos
probaron a pegarle fuego al poblado por dos o tres partes. El teniente Pedro Ramiro
teme que sucedan cosas peores si don Pedro de Ursúa no acaba de volver, si las naves
de maese Juan Corzo no acaban de partir.
En cuanto a Juan de Aguirre, tesorero de la jornada, se mesa los cabellos y
maldice su ventura. Los últimos mil pesos los gastó en los bastimentos más
necesarios, ganado, cazabe, aceite y vino, para impedir que se agitara y se desbandara
la gente. Mas si no llega presto don Pedro de Ursúa, o si Santiago el Apóstol no hace
un milagro de los suyos, está perdido. El tesorero Juan de Aguirre sueña todas las
noches con el vaivén de su cadáver, lo presiente colgado de una ceiba frondosa que
despliega sus ramas frente a la pequeña iglesia de Santa Cruz de Capocóvar.

Tornó finalmente don Pedro de Ursúa a las tierras selváticas donde todo era
esperarlo. En la ciudad de Chachapoyas se lamenta amargamente de no haber logrado
recoger al menos la mitad de los doscientos mil pesos que le eran tan preciosos. Don
Pedro de Ursúa tiene una labia linda y convencedora, pinta villas de oro y castillos de
plata, describe la fantasía con tanta realidad que los mercaderes de la ciudad de los
Reyes terminan en creerle y en prometerle millares de escudos, ¡miserables!, a la hora
de la verdad ninguno me cumplió la palabra dada, el que ofreció diez mil no alcanza a
entregarme mil, el que prometió cinco mil se niega a recibirme, tan solo lo dan todo
aquellos aventureros que tienen su fe puesta en mi brazo y su ilusión en los fulgores
del Dorado, los que se juegan en esta jornada lo mismo la hacienda que la vida, Pedro
Alonso Galeas aporta tres mil pesos, Gonzalo de Zúñiga dos mil pesos y tres
caballos, también dos mil pesos Pedradas de Almesto y Juan de Valladares, Juan
Vázquez Sahagún vende todas sus pertenencias, Inés de Atienza malbarata su casa en
siete mil pesos para venirse conmigo, no obstante esto a Juan de Aguirre no le
cuadran las cuentas, ¿cómo van a cuadrarle?, faltan dineros para comprar reses y para
la paga de los soldados y para los barriles de pólvora y para las barras de plomo y
para los toneles de vino, ¡viejo Satanás, te cambio mi alma por un puñado de
asquerosos pesos que me permitan cumplir esta hazaña donde me van el nombre y la
vida!
En aquella sazón sucedió el episodio del cura Portillo que cada uno gusta de
relatar a su manera, el cura y vicario de Moyabamba había logrado reunir seis mil
pesos a costa de su hambre y privaciones, a costa de poner a trabajar a los indios sin
pagarles salarios ni cosa alguna, a este clérigo de nombre Portillo le tentaba
embarcarse en los bergantines de don Pedro de Ursúa, no solo porque ambicionaba el

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obispado de los Omaguas que el gobernador le prometía sino por la cosquilla del oro
que le quitaba el sueño, «Este pueblo ha cometido un gran pecado fabricándose un
dios de oro» leía en el libro del Éxodo, el cura Portillo no compartía los escrúpulos de
Moisés, ¡concédeme Señor no la salvación de mi alma sino un cuarto trasero del
becerro del Antiguo Testamento!, el cura le adelantó mil quinientos pesos a don
Pedro de Ursúa, después no pudo darle el resto porque se lo impidió el desgarrón de
entrañas que sufren los avaros cuando algo los fuerza a desatar los cordones de su
bolsa, don Pedro de Ursúa (o más bien el mulato Pedro Miranda que era un bellaco, o
tal vez el joven Fernando de Guzmán que presumía de andaluz ingenioso) urdió una
treta para arrebatarle al cura los cuatro mil quinientos pesos que aún debía,
representaron la comedia de un moribundo que a medianoche clamaba por
confesarse, el cura corrió en camisa de dormir a darle la absolución, el falso
agonizante y sus tres compañeros le pusieron un arcabuz de mecha encendida en el
pecho y dos afilados puñales en los riñones, entonces el cura firma todos los papeles
que le dan a firmar, lo montan en un caballo rucio y se lo llevan con los huevos al aire
como está, el anciano vicario gimotea de rodillas ante don Pedro de Ursúa, mi cuerpo
gastado y enfermizo no dispone de fuerzas para navegar ni combatir, ni siquiera sirvo
para perdonar los pecados pues los míos son demasiado grandes, mi avaricia es una
llaga repugnante, mi lujuria ha engendrado varios hijos mestizos, una noche violé a
una indiecita en la sacristía, a veces fornico con las llamas y las burras, no merezco
ser obispo de los Omaguas, ni de parte alguna, don Pedro de Ursúa se lo llevará
consigo sin prestar oído a sus humillaciones.
El sargento Lope de Aguirre negóse a participar en la farsa, aquel enredo
sacrílego no le pareció una acción digna de hombres guerreros y cristianos, te diré mi
opinión Lorenzo Zalduendo, si el cura se niega a dar los cuatro mil pesos que pide
nuestra necesidad, pues se le mata sinceramente y se le arrancan los pesos al cuerpo
difunto, esto es más honroso que arrastrarlo a la fuerza a una dura jornada donde sus
débiles costillas se van a quebrar, se morirá de mengua a los pocos días de
navegación, como en efecto se murió.

Contrariedad más enojosa que la divertida historia del padre Portillo, Inés de mi
vida, fueron los sucesos que acarrearon la muerte de Pedro Ramiro, regidor de Santa
Cruz de Capocóvar, y la muerte siguiente de los capitanes Diego de Frías, ese que
tanto me había recomendado el Virrey, y Francisco Díaz de Alvés, que fue mi
compañero de armas en el Nuevo Reino y era un poco mi pariente. (Don Pedro de
Ursúa le escribe largas cartas a doña Inés de Atienza que aún permanece en Trujillo
consumida y anhelante de venir a encontrarlo). Sucedió, Inés de mi alma, que yo
envié al Frías y al Díaz de Alvés como caudillos de una jornada hacia la región de los
indios Tavoloros, en busca de yuca y animales de comer que en este lado no abundan,
y les nombré para conducirlos a mi teniente Pedro Ramiro, que conocía los laberintos

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de la selva como la palma de sus manos y los asentaría a cada uno en la parte más
conveniente. No sospechaba yo, Inés de mis sentimientos, que tanto el Frías como el
Díaz de Alvés tenían el corazón carcomido de envidia por causa de la confianza que
yo a Pedro Ramiro le dispensaba, ya que lo había nombrado por teniente regidor de
Santa Cruz de Capocóvar y tenía pensado nombrarlo por maese de campo de la
armada en mi jornada de los Omaguas. La consecuencia de esa envidia fue, Inés de
mi adoración, que el Frías y el Díaz de Alvés acordaron de pronto abandonar la
comenzada empresa, separarse de Pedro Ramiro y su gente, y volverse ellos al real
con muy torcidas intenciones. Tan torcidas eran, Inés de mis suspiros, que al toparse
con dos soldados que marchaban por el rumbo contrario les testificaron en falso que
Pedro Ramiro se había alzado contra el Rey y contra mí, y tras haberlos persuadido
los convidaron a prenderlo y ajusticiarlo. Y como hallaron al dicho Pedro Ramiro a
orillas de un río, ocupado en pasar sus hombres de tres en tres valiéndose de una
canoa, tomaron la siniestra providencia de ocultarse en la maleza en espera de la
oportunidad en que mi teniente quedase en este lado acompañado tan solo del
servidor negro que siempre lo asistía. Entonces, Inés de mis deseos, se le arrojaron
encima y le amarraron ligaduras en las manos y mordaza en la boca, y a lo último le
hicieron cortar la cabeza por un esclavo negro del Frías a quien encomendaron el
cumplimiento de tan grave maldad. Seguidamente atravesaron las aguas del río y le
mintieron a la gente de Pedro Ramiro en decirles que habían matado al teniente
regidor por disposición mía y en escarmiento de una horrenda traición que él había
hecho. Mas quiso el destino que el esclavo negro de Pedro Ramiro alcanzase a
escapar y hallar refugio en la espesura y contemplar desde ahí cómo le daban muerte
infame a su señor y venir luego de prisa hasta Santa Cruz de Capocóvar y contarme
sin tomar aliento la verdad del episodio. De ese modo estuve enterado del todo de la
iniquidad, y cuando el Frías y el Díaz de Alvés me escribieron melosas cartas para
darme mentirosa relación de cómo Pedro Ramiro se había rebelado contra mi
autoridad y de cómo lo tenían en prisión, y pedir mi beneplácito y licencia para sus
intenciones de aplicarle garrote, yo fingí creerles la patraña y los invite cortésmente a
volver al real. En llegando ellos a mi presencia. Inés de mis desvelos, los hice prender
y luego acusar de su fechoría por treinta testigos, que no eran otros sino los treinta
soldados que presenciaron el crimen desde el opuesto margen del agua, y condené a
los cuatro matadores a morir ahorcados en las ramas de la ceiba que está sembrada
frente a la iglesia de este poblado. Me produjo no poco sufrimiento, Inés de mis
entrañas, ver colgados de aquel árbol a un favorecido del Virrey y a un primo mío que
eran además bravos guerreros necesarios para mi venidera empresa, mas dejar sin
castigo su deslealtad significaba arrostrar el riesgo de perder la estima y el respeto de
los hombres que me siguen. Las noticias que te escribo pecan de malas, Inés de mis
caricias, puesto que he perdido de un golpe a tres de mis mejores capitanes, mas tú
sabes que no me arredro ante adversidad alguna, que no presumo de humilde sino de
orgulloso y seguro de mis propios hechos, más orgulloso y más seguro a partir del día

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y punto en que te conocí y te quiero y te gozo y te poseo, Inés de mi salivita y de mi
lechita. (Y por ahí se desató don Pedro de Ursúa a derretirse de amor y carnalidad en
varios pliegos que llegaron a las manos de doña Inés de Atienza al anochecer de un
sábado y la pusieron a temblar como la llama de un candil).

Doña Inés de Atienza divisó las primeras casas de Santa Cruz de Capocóvar un
domingo a las tres de la tarde, y avanzó hacia ellas abriéndose paso por el medio de
un calor húmedo y pegajoso que era presagio de aguacero. La noticia de su llegada la
habían susurrado los dos curas en sus confesionarios, la habían divulgado las
mujeres, se había litigado a viva voz en las tabernas. Don Fernando de Guzmán,
dispuesto como ninguno para los júbilos y las fiestas, fue de casa en casa convocando
a la gente, ¡corramos a ofrecerle un recibimiento esplendoroso a la mujer más bella
del Perú!, don Fernando de Guzmán no había visto jamás de cerca ni de lejos a doña
Inés de Atienza mas solamente ante él (tal vez por su condición de hijo de padres
principales bien estimados en Sevilla) y en reservados coloquios se permitió don
Pedro de Ursúa ponderar la hermosura de su dama.
Desde hora temprana ordenó el enamorado Gobernador que se abrieran los
canutos de las cubas, el vino corría como agua de manantial, las campanas de la
capilla repicaban cual si hubiera nacido un príncipe, colgaban cintas rosadas de los
techos de paja y de las ventanas de horcones, redoblaban los tambores marciales de
los españoles y les respondían en candombe los cueros de los negros, los jinetes
afanaban sus caballos en caracoles y rodeos, los arcabuces disparaban al aire, olía a
pólvora y sudor.
De repente aparecieron en el camino polvoroso los yelmos emplumados de los
soldados que abrían la procesión, se agitaron como pájaros las banderas y los
pendones de la bienvenida, estallaron al unísono las salvas y los gritos, luego se fue
extendiendo un silencio reverencial a medida que ella avanzaba hacia el centro del
caserío. Todos habían oído que doña Inés de Atienza era la mujer más bella del Perú,
mas ninguno sospechaba tanto despliegue de belleza morena y misteriosa. Negros
eran los ojos, negra la cabellera, negra la mantilla que apenas la embozaba, negra la
saya de terciopelo que la vestía. Eran en contraste blanco el pelo de la jaca que la
traía en sus lomos, azules los jaeces, dorados los ornamentos, rojo el airón.
Don Pedro de Ursúa, orgulloso y pensativo, le tendió la mano para ayudarla a
bajar de la cabalgadura. En ese minuto pudieron apreciar, los hombres y las mujeres,
la entera magnitud de su hechicería. Tan esbelta era que se encorvaba de propósito
para no aventajar en estatura a su amante el Gobernador. Aquellos zafios guerreros
insatisfechos y aquellas celosas mujeres resentidas adivinaban bajo las telas del
ropaje la presencia de sus hermosas piernas largas, de sus anchas y duras nalgas de
mestiza, de sus pequeños senos redondos, de la ardorosa negrura de su sexo. Los
capitanes Lorenzo Zalduendo y Juan Alonso de la Bandera, el alguacil mulato Pedro

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Miranda, el soldado pagador Pedro Hernández, el capellán Alonso de Henao y varios
otros que nunca se supo, sintieron encresparse su sangre bajo la mirada inevitable de
aquella mujer. El sargento Lope de Aguirre, en cambio, alzó los ojos al cielo porque
ya caían sobre las cabezas del gentío los primeros goterones.

Los pescadores averiguan la suerte mísera o venturosa de sus jornadas en las


aguas de los ríos; los pescadores empozan un poquito de esa agua entre las manos, la
besan y le murmuran la oración del mayuchulla; el agua les dice entonces si sus
canoas rebosarán de peces o si volverán al caer la tarde con las canastas vacías. Los
labradores columbran el porvenir de sus cosechas en la luz de las estrellas, que son
las creadoras y ordenadoras de los campos; cuando las tres estrellas que son hermanas
surgen en el cielo grandes y brilladoras, los labradores saben que los maizales se
cuajarán de espigas y que la tierra se preñará de papas pulposas; mas si las estrellas
achican su anchura y apocan su fulgor, el sufrimiento se tenderá sobre las sementeras.
Los cazadores se asoman al mañana y al después de mañana guiados por los
fantasmas que brotan del ayahuasca, la yerba que produce visiones maravillosas,
lagos y jardines, mujeres y melodías; merced a los delirios que engendra el
ayahuasca, los cazadores atisban los matorrales donde se guarecen los conejos y
venados, los ramajes donde anidan las perdices y palomas, y en qué madriguera
duerme el puma que mata los ganados, y en qué ribera acecha el caimán de alevosas
quijadas. Los reyes incas afrontan su destino interrogando el corazón sangrante de las
llamas; el sacerdote degüella una llama tierna y de poca edad, le abre el costado de un
lanzazo, y extrae las entrañas convulsas para leer en ellas el signo de su emperador;
los últimos latidos de aquella pequeña vida anuncian los buenos y los malos sucesos
que a los pueblos y a sus soberanos les reserva la historia. El futuro de los ancianos lo
predice Supay, el ángel maligno, hediondo a azufre y orines rancios. El futuro de los
niños se trasluce en la candela del masochina, el fuego sagrado que arde muchos
meses sin apagarse. El futuro de las mujeres se los revela a ellas Cuniraya Viracocha,
a través del lenguaje de las hojas de coca.
—Pero el futuro del hombre —decía tu madre Chestan Xefcuin—, el futuro del
hombre musculoso y viril, bien dotado de verga y compañones, ese se sabe solamente
escudriñando la médula de su tibio almidón, clavando la mirada en esas gotas de miel
blanca que son el principio supremo de la vida.
Afuera de la casa comenzaba a clarear el día sobre los verdes de la selva, Inés de
Atienza, cuando tú despertaste. Te alzaste sin hacer ruido de la cama donde don
Pedro de Ursúa había dormido contigo hasta la medianoche, y te acercaste en
puntillas al borde de la hamaca donde él estaba tendido ahora. Él te sintió llegar, te
hizo un sitio a su lado, tú ceñiste tu cuerpo al suyo desde la frente hasta los pies, y
una ternura de hormigas dulces te recorrió la piel. Don Pedro de Ursúa insaciable te
besaba la boca, y ávida tu boca le devolvía el beso, cuanto tu mano comenzó a

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acariciarle lentamente su erguido bulbo de hombre. Con la mano no, gimió él; con la
mano sí, respondiste tú; y él no se atrevió a suplicar de nuevo porque tus dedos le
arrancaban un goce turbio que crecía más y más. El roce de tu mano no se detuvo, no
se detuvo hasta el instante en que don Pedro de Ursúa fue sacudido por la delicia
áspera de un violento espeluzno, y tú sentiste estallar entre tus dedos la bocanada de
esperma. Entonces te zafaste de sus brazos, saltaste de la hamaca y corriste hasta el
postigo por donde entraba la primera luz de la mañana.
Tus ojos aterrados, Inés de Atienza, no ven sino muerte, tumulto y muerte, acero
y muerte, muerte cruelísima para don Pedro de Ursúa, muerte cruelísima para ti que
no debes, no puedes, no quieres rechazarla. Esta substancia viva que te unta la palma
de la mano devuelve desde sus nácares un eco desgarrador que te sacude los huesos.
Este caldo tembloroso hace espejear rostros en sus blancuras, perfiles que apenas
entreviste la tarde de tu llegada. Ahí están Lorenzo Zalduendo, Juan Alonso de la
Bandera y el mulato Pedro Miranda, los tres codician tu cuerpo como bestias
enceladas. Ahí está el alcalde Alonso de Montoya a quien don Pedro de Ursúa ha
hecho engrillar porque se negaba a ir voluntariamente a la jornada, don Alonso de
Montoya sigue tus pasos desde su reja con un odio implacable. Ahí está don
Fernando de Guzmán adulador y amanerado, don Fernando de Guzmán se deshace en
loas a tu beldad y en encomios a la bravura de don Pedro de Ursúa, ¿qué ambiciones
disfrazan las zalemas de don Fernando de Guzmán? Allí está el sargento Lope de
Aguirre malencarado y cojo, el sargento Lope de Aguirre jamás te mira.

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TRAS MUCHO REZONGAR y no poco maldecir partimos del astillero un veinte y seis
de septiembre, día de San Cipriano. Refiere y comenta el padre Henao que San
Cipriano fue un nigromante pagano pasado al cristianismo por la gracia de Dios. El
emperador Diocleciano lo hizo degollar, muy bien merecido (digo yo) por haberse
pasado. En compensación caerá dentro de tres días la fiesta de San Miguel Arcángel,
patrono de mi villa de Oñate y de mi persona Lope de Aguirre. Este otro sí es un
santo erecto y derecho, lanza en ristre de la Divina Providencia, a ti sigo
encomendado para que me ampares en los vaivenes de la travesía y me ayudes a
librarme de mis malignos enemigos presentes y por venir.
Tantas calamidades llovieron sobre nuestras cabezas antes de la partida que un
demonio maléfico parecía condenarnos a desesperar por siempre en aquel codo de un
río afligido y pantanoso. La mayor desventura que sufrimos fue la quiebra de los
bajeles de maese Juan Corzo. Eran once nuestros navíos y muchos meses de sudor se
consumieron en construirlos. Seis de ellos se desbarataron en botándolos al río, el
agua les entraba a grandes buches por las junturas desportilladas, la madera se partía
como rastrojo seco, las chatas cabeceaban un rato junto a la orilla y luego se iban a
pique. Maese Juan Corzo culpaba y maldecía a los largos meses que estuvieron
vírgenes los barcos en el astillero, soportando furiosos aguaceros copiados del
Diluvio Universal, anidando alimañas en sus bodegas vacías, aguardando encallados
en las arenas a don Pedro de Ursúa que nunca llegaba. Para presenciar el lanzamiento
de su flota el gobernador salió señorialmente de la tienda donde doña Inés le exprime
noche y día el alma y otras partes de su cuerpo. Mientras una a una se hundían las
chatas, Pedro de Ursúa, tu tez iba mudando del rosa al amarillo. En el trance de
descalabrarse el bergantín te diste a jurar como carretero y renegado, inclusive te
cagaste en Dios de palabra, el padre Henao lleno de horror se persignó tres veces
consecutivas. En un tris estuviste de hundirle una estocada mortal a maese Juan
Corzo en la panza, tal como hubiera hecho yo de ser quien eres, pues ningún otro
tratamiento merecía el hideputa. Tú te contentaste con hacerlo engrillar y al día
siguiente le quitaste los grillos para mandarle que emprendiera sin dilación el reparo
de sus podridos barcos. Maese Juan Corzo salta ahora de aquí para allá como un loco
de atar, empuja los indios al agua para obligarlos a rescatar tablas, grita voces de
apremio a los carpinteros y a los herreros y a los calafates, maese Juan Corzo
pringado de barro hasta las pestañas se pasa las noches en claro espoleando a las
cuadrillas de negros que se alternan en el trabajo. También yo que soy hombre de
poco o ningún sueño, dilapido mis noches velando, me divierte ver deslomarse a los
negros bajo la luna y oír la canción de un pájaro tatatao tatatao que desde la oscuridad
le toca maitines a maese Juan Corzo.
Pero al fin se canta la gloria, así decía el cura de Oñate, fray Pedro Mártir, al fin
logramos apartarnos de aquel oprobioso barrizal el día de San Cipriano. Nuestros
once flamantes navíos quedaron reducidos a dos bergantines y tres chatas remendadas
y temerosas de volver a hundirse. Llevamos a cambio de lo perdido más de

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doscientas embarcaciones pequeñas, principalmente balsas y canoas. Nuestros
hacheros derribaron el árbol más corpulento que nuestros ojos han visto y
convirtieron su tronco en la canoa más inmensa que ha surcado los ríos del mundo.
Embarcado en tan descomunal esquife va el gobernador Pedro de Ursúa, en compañía
de sus amigos y mandos de mayor valimiento. Al desplegarse de orilla a orilla tan
dispareja como numerosa flota, mi escrupuloso camarada Pedro de Munguía hace la
cuenta: 400 soldados españoles, 24 ayudantes morenos entre negros y mulatos, 600
piezas de servicio entre indios e indias, a más de las 14 mujeres blancas que van en la
jornada (sin exceptuar a doña Inés de Atienza y a mi hija Elvira que no son blancas
sino mestizas). El resto de la carga son hatos de ropa y trastos de dormitorio o cocina,
armas y escudos de todas clases, barriles de pólvora y otros de vino, rasgueo de
vihuelas y ladridos de perros, no sé cuantas cabras y ovejas, tampoco sé cuantas
vacas y terneros, 27 caballos bien aderezados, y estos últimos sí los conté con grande
fidelidad.
La consecuencia más desdichada que tuvo para toda la gente la quebradura de los
barcos de maese Juan Corzo fue la obligación de dejar en tierra buena porción de sus
bagajes y pertenencias, que no tenían cabida en las balsas y canoas. Se vieron
forzados a matar y salar gran parte del ganado que habían traído con la finalidad de
fundar hacienda en la tierra prometida, y a vender los pavos y gallinas a los doce
vecinos miserables que quedaron en Santa Cruz de Capocóvar, y a dejar los caballos
en la orilla que era esto lo más inhumano. Más de cien caballos resoplan remolinados
en las playas, sin riendas y sin amos. ¿Cómo puede un hombre privarse de su
cabalgadura en estas comarcas donde el caballo es la mitad más útil de nuestro ser?
No pocos soldados estuvieron al borde de desistir del viaje, por no abandonar sus
caballos. El general Pedro de Ursúa no se los permitió. A unos los persuadió
recordándoles con bellas palabras que el tesoro de los Omaguas se hallaba a un
escaso mes de distancia. A otros, los que jamás se persuadieron, los trae por fuerza
haciendo de remeros en la barca de doña Inés. Ahí va remando con ellos maese Juan
Corzo, que todavía pena por el desastre de sus barcos. Y va también remando el
enconado alcalde Alonso de Montoya, a quien la procesión le anda por dentro.
¿Por dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de Vargas? Tres
meses ha que el gobernador Pedro de Ursúa los despachó corriente abajo. Llevaban la
comisión de salimos al encuentro, cargados de provisiones y buenas noticias, en la
junta de un gran río descubierto por el gobernador Juan de Salinas, que unos llaman
el Cocama y otros mientan el Ucayali. Delante partió García de Arce con treinta
hombres, navegando en canoas de liviana madera y en balsas de troncos atados con
fuertes bejucos. Lo siguió Juan de Vargas con otros setenta hombres, y se llevó
consigo por orden del gobernador Ursúa uno de nuestros dos bergantines. Todos nos
reuniremos más tarde, Dios mediante: las canoas y las balsas de García de Arce, el
bergantín de Juan de Vargas y la entera muchedumbre de nuestra flota, en la junta del
río Cocama, que otros llaman Ucayali.

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A propósito de estos sucesos recuerdo yo que por estas mismas o parecidas aguas,
e igualmente en busca de bastimento, envió Gonzalo Pizarro a su preciado capitán
Francisco de Orellana. Atestigua la historia que no volvió a verlo jamás pues
Orellana no era un simple recogedor de tortugas sino un descubridor sediento de
renombre. Francisco de Orellana navegó sin parar meses enteros por entre torrentes y
remolinos, estaba conquistando el río más superlativo del universo, cayó en el mar
océano cubierto de perpetua gloria. Gonzalo Pizarro se quedó aguardándolo en la
selva, matando sus caballos para mitigar el hambre de sus huestes andrajosas. ¿Por
dónde andará García de Arce? ¿Qué habrá sido de Juan de Vargas? El gobernador
Pedro de Ursúa confía ciegamente en ellos, ha encumbrado a Juan de Vargas hasta el
grado de teniente general, García de Arce es su amigo y paniaguado de mayor
privanza. Mas tanto como todo esto era Francisco de Orellana en la estimación de
Gonzalo Pizarro, pienso yo, y no obstante ello su lealtad naufragó fácilmente en las
aguas frenéticas de estos ríos desmedidos.

Mi niña Elvira está asomada al borde de la chata, contemplando cómo se


retuercen bajo nuestro paso los remolinos del agua. La luz nublada de la tarde la
vuelve aún más niña, perdonadme si digo más angélica. Antón Llamoso me ha
preguntado dos o tres veces: ¿por qué motivo trajiste a la niña?, ¿no era más cuerdo y
discreto el haberla dejado en el Cuzco, en la compañía de María de Arriola y Juana
Torralba?
María de Arriola, la dama de compañía, es una mujer callada tirando a huraña, fue
despensera de vinos y frutos en Álava, cree vascongadamente en Dios y en los santos
del cielo, le son especialmente odiosos el robo y los pecados de la carne. Juana
Torralba es harto diferente, unos días dice que nació en Soria y otros que en Logroño,
esta si se largó a las Indias movida por una causa precisa, se desmandó detrás de un
escribano andaluz que le prometió matrimonio, el desventurado novio no alcanzó a
cumplir su juramento porque se quedó para siempre frío en un hielo de cuartana,
Juana Torralba vio nacer a mi niña Elvira y desde entonces la imagina y mira cual si
fuese la hija que no engendró en su vientre el escribano, Juana Torralba se mudó a
nuestra casa al morirse Cruspa, cuando yo manifesté que traería a la niña en esta
jornada Juana Torralba recogió sin decir palabra sus pobres vestidos y se vino con
nosotros. No tengo sino a ella en el mundo, me dijo. Juana Torralba acompaña a
María de Arriola en las oraciones de sus rosarios nocturnos, aunque siempre se
duerme antes de llegar a las letanías.
Antón Llamoso me pregunta porque he traído a la niña conmigo en lugar de
dejarle en el Cuzco bajo la guardia y amparo de las dos servidoras. No le respondo,
no debo responderle. Lo que yo me temía, si dejaba la niña atenida a la débil
protección de dos mujeres, era un peligro del cual no puede hablarse en voz alta con
nadie. ¿Quién iba a defenderla de la lascivia de los padres de doctrina que usan la

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obscuridad de los confesionarios como rincones de perversión? ¿Quién iba a
preservarla de la violencia de los soldados rijosos, de la insolencia de los
encomenderos lascivos, de las artimañas de los jueces concupiscentes, de las súplicas
de los mulatos sensuales? En aquella villa de pesadas casas y ásperos cerros, donde
mi niña Elvira parecía una rosa en un jardín de piedra, los hombres sueñan a toda
hora con obscenidades y fornicaciones. Óyeme bien, Antón Llamoso, ya que tanto
insistes en conocer mis razones. En esta jornada de los Omaguas van más de
trescientos hombres verdaderos, más de trescientos aventureros de dura piel y
corazón velludo, mas ninguno de ellos osará mirar a mi niña Elvira con malos ojos,
ninguno se atreverá a profanar su inocencia con un deseo torcido mientras yo me
halle a su lado, mientras os halléis a su lado tú y Pedro de Munguía, Martín Pérez y
Diego Tirado. Juan de Aguirre y Custodio Hernández. Roberto Zozaya y Joanes de
Iturraga y otros muchos que sois mis amigos, que mañana seréis mis marañones, y
Dios me entiende. Está escrito un frasis en el Eclesiastés, Antón Llamoso, que yo me
aprendí de memoria: La hija mantiene desvelado a su padre, pues el cuidado de ella
le quita el sueño, por el temor de que sea manchada su virginidad. Así reza el
Eclesiastés, Antón Llamoso, y así pensamos los que estamos sujetos a los preceptos
de la Madre Iglesia de Roma.

El piloto Juan de Valladares, que desde la amura del bergantín determina el


rumbo de toda la flota, suda gotas de sangre para adelantar sus barcos por el medio de
este río desconocido y alevoso. De pronto surge un remanso que nos empoza horas
enteras en su quietud, más lejos un desenfrenado torbellino nos obliga a girar a tomas
y a locas, a cada media legua nos acecha el arenal de un bajío o el filo oculto de una
roca, o bien la corriente se hace tan rápida que no alcanzamos a dominarla y nos
desviamos sin querer hacia las riberas. Nuestro único bergantín (el otro partió
adelantado bajo la autoridad de Juan de Vargas) encalló sus maderos en uno de tantos
arrecifes, con tal frenesí que la quilla se hizo pedazos y los costados comenzaron a
anegarse por más de un desgarrón. En mitad de este aprieto andaban los pilotos y
marineros del dicho bergantín cuando les dio alcance la larguísima canoa donde
navega el alto mando. El gobernador Ursúa no se detuvo a darles auxilio, su
diligencia se redujo a alzarse de su sitio y gritarles sin demasiada consideración:
—¡Daos prisa! ¡En la provincia de los caperuzos nos veremos!
Nuestra chata, en cambio, desvió su curso para probar a socorrerlos. En su afán de
tapar los agujeros, los anegados se servían de las más variadas cosas: viejas mantas,
descosidas gualdrapas, lana de los colchones, ramas de los árboles, cueros resecos,
troncos que el agua traía nadando, hasta que lograron cegar los huecos y adobaron las
costuras con tablas claveteadas y lampazos de brea.
En la provincia de los caperuzos estaba fondeado Lorenzo Zalduendo, que había
sido enviado delante a procurar vituallas. Nada se sabe todavía de García de Arce ni

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de Juan de Vargas, aunque se presume y sospecha que ambos a dos nos esperan en la
junta del rio Cocama, que otros llaman Ucayali. Los caperuzos, unos indios así
motejados en razón de los ridículos bonetes de abogados con que se cubren, nos
truecan una fanega de maíz y una canoa rebosante de tortugas por una amellada
navaja toledana que les damos. Termínase de reparar el bergantín en la barranca de
los caperuzos, y ahora alza su vela bajo el mando de Pedro Alonso Galeas, río abajo
al encuentro de García de Arce y Juan de Vargas. La única otra novedad sucedida en
aquel pasaje es que el alcalde Alonso de Montoya fue librado de los grillos que le
oprimían los pies y de la collera que le deshonraba el gollete. Es vano mi intento de
hacerle amistad pues Alonso de Montoya solo articula gruñidos de rencor y votos de
venganza.
Navegamos ochenta leguas más, hasta llegar a la desembocadura del Ucayali, que
otros llaman Cocama. En esta inmensa encrucijada de aguas es donde real y
verdaderamente nace el río de las Amazonas. Aquí hallamos a Juan de Vargas con su
gente. Con recelo y extrañeza advertimos que García de Arce no forma parte del
corro que nos recibe.
—Sabe Dios por donde andará García de Arce —dice Juan de Vargas con su dejo
de madrileño atildado—. Los caperuzos nos contaron que había pasado de largo por
sus orillas. Debió aguardarme en este sitio, cual era lo convenido, mas tampoco aquí
le permitió detenerse su impaciencia por despeñarse río abajo.
Todos imaginamos y sospechamos que García de Arce anda poseído por
ambiciones de hazañas particulares, y que pretende descubrir un Dorado para su
propia gloria y riqueza, todos lo sospechamos menos el Gobernador que conserva una
fe incorregible en su vasallaje. El fidelísimo García de Arce peleó bajo sus órdenes
contra los indios musos en el Nuevo Reino, le ayudó a ejecutar la trampa mortífera
que aniquiló a los negros cimarrones de Panamá, lo acompañó cumplidamente en las
fundaciones de Pamplona y Tudela. Murmura entre dientes el padre Henao que en
ciertas fiestas de Corpus santificadas con raudales de chicha en Cartagena, el general
Pedro de Ursúa y su dicho ayudante García de Arce preñaron a dos doncellas indias,
y estas le dieron una hija hembra a cada uno.
—No os inquietéis —dice firme y sosegadamente el Gobernador—. García de
Arce nos espera con felices nuevas un trecho adelante.
Juan de Vargas saluda militarmente y da su parte:
—Acatando la instrucción de Vuestra Excelencia, general Ursúa, y ante la
dificultad de no haber encontrado a García de Arce en este lugar que era el acordado,
decidí en subir la corriente del río Cocama, en busca de los bastimentos de los cuales
los hombres de Juan de Salinas nos dieron noticia al incorporarse a nuestra entrada.
Me llevé conmigo a los soldados de mayor fuerza natural, y dejé en este campo a los
enfermos y a los débiles, con Gonzalo Duarte al frente de ellos por su caudillo. En
efecto, y tal como lo habían dicho los hombres de Juan de Salinas, tras veinte y dos
jornadas de remontar el Cocama topamos con poblaciones de indios que nos

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proveyeron de maíz, frutos y yuca, a veces por las buenas y otras por las malas. Volví
finalmente a este sitio, con muchas canoas cargadas de alimentos y no pocos indios e
indias cautivos, y entonces hube de hacer rostro al más triste y desoído espectáculo.
Juan de Vargas baja ahora la voz, no quiere hablar sino para el Gobernador, mi
oído de lince no pierde palabra:
—Encontré a la gente tendida a la vera del bergantín, enfermos los unos,
derrumbados de fatiga los otros, todos medio muertos de hambre y aflicción. Tres
soldados españoles habían finado de mengua, y sus cadáveres fueron arrojados al río,
para evitar que los devoraran los buitres, ya que nadie tuvo ánimo para enterrarlos
cristianamente. También fueron a dar al agua quince cuerpos de indios difuntos, con
gran contento de los caimanes y los peces feroces del río.
Juan de Vargas prosigue con voz bajísima su relación: —Para colmo de males, en
el entretanto que el tiempo pasaba y no aparecía la flota de Vuestra Excelencia, se
despertaba en muchos descontentos la intención de rebelarse. Había los que
pretendían abandonar la jornada y volverse al Perú, otros más osados se inclinaban a
continuar solos río abajo en persecución de regiones más propicias, los más malvados
querían simplemente matarme. Fue menester castigar a varios de ellos, aunque yo me
esmeré en convencer a la mayor parte por medio de razones y sentencias,
explicándoles que Vuestra Excelencia era un hijodalgo cumplidor de su palabra y
celoso de su honra, y que vivo o muerto vendría a juntársenos como había prometido.
Eran cosa muy cierta los infortunios que contaba Juan de Vargas, mas nuestra
presencia aplacó las aversiones y disipó las pesadumbres, tanto que cayó el olvido
sobre los tres compañeros muertos. Llevóse al cabo un repartimiento de provisiones,
maíz y yuca, cazabe y peces salados, frutos y piezas de caza, sin poderse evitar el
despecho de los que consideraron que la división no había sido hecha con equidad y
justicia. Estos murmuraban que a doña Inés le tocó lo más exquisito por ser la bella
barragana del Gobernador. Yo, por mi parte, que no caigo en tentaciones de yucas y
cazabes, me sujete a obtener lo necesario para que no penasen de hambre mi niña
Elvira y las mujeres que de ella cuidan.
Ante nuestros ojos se abre el inmenso y temeroso mar dulce que llaman río de las
Amazonas, el Marañón de mis marañones, digo yo.

Fuiste apenas gota del alba caída en la cúpula del Vilcanota en la punzante cumbre oscura del
Vilcanota arpón del supremo hacedor Viracocha hundido en las más altas atalayas de los incas voz
inviolable de la nieve desgarra estrellas de agua cenicienta duendes de humo saltan las oquedades de
arrogantes farallones luces de almas en pena descienden de las nubes en hirvientes cuchillos haz de
relámpagos vertidos en el bramido del Apurimac que arrastra furias y estruendos por entre ijares de
montañas Apurimac revuelo de plateado gavilán sobre el estupor de los abismos Apurimac apagador de
ardientes selvas de oro Apurimac jaguar de agua jadeante puma de espumas hasta el hallazgo del
Mamaro enlazados engendran la corriente desnuda del Eni peregrina transparencia al encuentro del
Perene másculo príncipe de luminosos pliegues que ha horadado cavernas infernales y destrenzado
arcanos de enredaderas grises Eni y Perene al confundir sus aguas te convierten en Tambo cerril Tambo
que te retuerces inventas múltiples caminos de ópalo no te detienen cerros no te apaciguan llanuras vas a
caer en brazos del Urubamba hermano Urubamba hijo de tu mismo padre rocoso y huraño Urubamba

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parido por tu misma madre de alabastro y yelo Urubamba apartado de tu ruta por el espinazo implacable
de los Andes mas ni el propio Dios lograría impedir el nacimiento del Ucayali melodía vagabunda del
Tambo relincho lujurioso del Urubamba ambos ayer tibias hilachas despeñadas del Vilcanota van a
hacerse de nuevo idéntica materia cristalina fusión de lámparas azules y salvajes aromas florestales
Ucayali te llamas para mojar el corazón del Perú con tu ritmo de leche majestuosa Ucayali te llamas
para acoger la savia definitiva de treinta tributarios Camisea Sepahua Mishagua Cohenga Tahuanía
Inuya Cheshea Genipanshia Pachitea Tamaya Abujao Utuquina Callería Aguaytía Roaboya Pisqui Unini
Canchahuayo Cushabatay Santacatalina Supayacu Yanacayu Maquía Pacaya Tapiche tantas aguas
agigantan tu brío corres endemoniado a la embestida del Marañón poderoso y profundo como tú el
estallido de tu inmensidad oscura sobre su inmensidad clara es un cataclismo de ciega alegría un
huracán de vidrios y palmeras un torbellino de grandes árboles tronchados una turbia anarquía de peces
y tortugas un sonámbulo ciclo tempestuoso un cruel espejismo de emplumados infiernos ya no eres
Ucayali ya no eres Marañón sino tú padre Amazonas océano dulce y fugitivo dios supremo de los
bosques el más eterno entre todos los ríos del universo.

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UNA ESTRELLA DE mal agüero sigue guiando desde el cielo nuestra aventura. Al
apartarnos de la junta del Ucayali y proseguir nuestra derrota río abajo se quebró el
bergantín de Juan de Vargas, fue menester abandonarlo a su suerte anegado y
rompido, sus marineros se acomodaron lo mejor que pudieron en canoas y piraguas.
Bajamos por el río de las Amazonas por mí siempre llamado Marañón, bajamos en
seguimiento de García de Arce y el imperio de los Omaguas, en busca más segura del
mar océano donde estas aguas fatalmente desembocan. De pronto nos cae por la
margen izquierda el caudaloso y ancho río de la Canela, por esa poderosa corriente
tributaria entró el descubridor Orellana con su barco «San Pedro», en este punto el
Marañón se vuelve irreparablemente universal, el navegante comienza a sentirse
mínimo o infinito según la opinión que de sí mismo tiene. En mi caso un soplo de
grandeza se me enrisca dentro del pecho entretanto el gran cristal del río crece ante
mis ojos. Es algo como si volviera a nacer del vientre de mi madre, para el bien y
para el mal. Me sentí revivir una vez en el Cuzco el día en que alcancé a vengarme
con su muerte de los latigazos y agravios que me había hecho el alcalde Francisco
Esquivel. Me sentí morir de nuevo cuando volví a mi casa después de la batalla de
Chuquinga y supe por verdad del espejo que Lope de Aguirre sería para siempre un
espantajo cojo y chamuscado. Ahora la majestad de este río me devuelve la
conciencia de lo que realmente soy, no anciano renco y desdentado sino brazo
dispuesto a coronar las hazañas más insignes, fuerte caudillo de más valer por encima
de todos cuantos valen, valgo más y mucho más que el gobernador Pedro de Ursúa,
valgo tanto como el rey Felipe, a quien Dios guarde, llegarás a valer menos que yo,
rey español. A ti Pedro de Ursúa te envidian todos los hombres el amor y la posesión
de la dulce ramera que te complace, yo no formo parte de esa piara de hambrientos
cerdos, no me desvelan las caricias y desmayos de doña Inés entre tus brazos, me
desagrada sí la preeminencia de que haces alarde cuando doña Inés te acompaña. Eres
un apuesto caballero Pedro de Ursúa, de paso nivelado y barba ensortijada, cuentan
que mataste traidoramente a más de doscientos negros rebeldes en Panamá, esforzada
proeza digna de un generoso pecho como el tuyo, fuiste escogido entre cien
pretendientes por el virrey Marqués de Cañete para gobernar esta memorable entrada
de los Omaguas, duermes y follas de lunes a sábado con la mujer más bella del Perú,
empero yo me pregunto perplejo y dudoso si vales más que yo, ¿vales más que este
cojo y maltrecho sargento Lope de Aguirre, natural vascongado y no francés vicioso
como tú?, la lengua infinita de este río me dice que no vales tanto, y si no logro
demostrarlo al punto y hora ha de ser porque yo tampoco valgo nada.
¿Qué habrá sido de García de Arce? El gobernador Ursúa insiste en pregonar que
su fiel paniaguado nos está aguardando en una tierra fértil y abundosa, derretido de
lealtad y cumplimiento. Por su parte el bachiller Francisco Vázquez, que vino a esta
jornada con presunciones de cronista y todo lo adorna con su imaginación mentirosa,
asegura que García de Arce y su gente se zambulleron en la selva procurando
sustento y allí fueron devorados una mitad por las fieras y la otra mitad por los indios

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bárbaros. En cuanto a mí no ceso de creer que García de Arce ha emprendido
descubrimientos por su cuenta y riesgo, lo presiento dormido bajo sábanas de oro en
el mentado imperio de los Omaguas, o llorando el desengaño de saber que el tal
imperio no ha existido jamás.
De allí a dos días los hechos confirman que tenía razón el gobernador Ursúa, no
el bachiller Vázquez, aún menos yo. El dos de noviembre, día de los fieles difuntos,
divisamos a la luz de un mediodía transparente una isla plantada en el medio del río.
Atribuimos en el primer instante su penacho de humo a la presencia de una población
india, al acercarnos comprendemos que aquellos infelices que se asoman a la
barranca son García de Arce y su gente, gritan como unos condenados.
Vivían en un palenque o fortaleza hecha de madera y fajinas de ramas atadas con
alambre, a lo lejos se veían los ranchos espaciosos y cuadrados de los indios. La
maravillosa puntería de García de Arce es ponderada en todo el Nuevo Mundo, aquí
le sirvió para cazar lagartos de río llamados caimanes, si les apuntaba a los ojos
seguro puedes estar de que en el hueco de los ojos les daba, sus hombres se
alimentaron muchos días con las colas de aquellos animales feos y correosos, les
hallaban un sabor a mariscos secos. Igualmente sirvió la destreza de García de Arce
para matar indios en abundancia, el famoso arcabucero usaba un ingenioso ardid que
consistía en unir dos pelotas con un alambre, al disparar lograba derribar seis indios
de un solo tiro: dos que recibían los pelotazos mortales y cuatro a quienes el alambre
descabezaba.
Uno de los soldados de García de Arce refiere a la media noche cómo tuvo origen
la enemistad entre su caudillo y los indios, al principio estos eran amables y les traían
frutos de la tierra y huevos de tortuga, así se pasó el tiempo hasta un viernes en que
García de Arce hizo encerrar a sus visitantes dentro de un bohío y ordenó que los
matasen a todos, más de cuarenta fueron exterminados a estocadas y puñaladas, la
sangre formó un arroyo que bajaba por la ladera hasta juntarse a las aguas del río,
García de Arce se disculpó diciendo que el cacique Pappa les preparaba una celada, el
soldado que ha contado la historia espera que el gobernador Ursúa repruebe
severamente una acción tan cruel e innecesaria, ilusión vana la tuya compañero,
olvidas que el oficial García de Arce no hizo sino copiar punto por punto la sutil
estratagema que inventó en Panamá este su amado general Pedro de Ursúa con el fin
de arrancarles la vida a doscientos esclavos cimarrones, no hay diferencia alguna
salvo que aquellos cadáveres eran negros mientras que estos son indios, mas los unos
y los otros encerraban por igual almas humanas, por lo menos Vuestra Paternidad está
en la obligación de creerlo, Monseñor Henao.
La sangrienta medicina aplicada por García de Arce aterró a los indios en forma
tal que se perdieron de vista, quedaron vacías las casas aladradas que se alzan en el
valle. En cambio la amistad que nos prodigan los mosquitos resulta insufrible, nubes
voraces y pegajosas descienden a nuestros pellejos, pican al través de las ropas y las
mantas, no dejan dormir a mi niña Elvira con su musiquilla. Arrancamos de los

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árboles una gran variedad de sabrosas y extrañas frutas: unas verdes en forma de pera
que ocultan una carne amarilla y suave, otras doradas y de un gusto ácido que frunce
los labios, otras gordas y pulposas como manzanas pero de piel dura y grandes
semillas.
Mientras dura nuestro descanso en la isla, el gobernador Ursúa se acuerda de que
debe otorgar autoridad y grados a varios de sus oficiales, legítimo acto de gobierno
que no había cumplido antes porque los golosos brazos de doña Inés le tienen
adormecida la voluntad. A su servicial y valeroso capitán Juan de Vargas lo hizo
teniente de gobernador, al escogerlo desengañó a Lorenzo Zalduendo y a Pedro
Antonio Casco y a Juan Alonso de la Bandera, todos tres aspiraban a ese oficio desde
la muerte de Pedro Ramiro. A don Fernando de Guzmán lo hizo alférez general,
distinción alcanzada por el esfuerzo de sus zalemas y lisonjas, don Fernando de
Guzmán es siempre el único invitado a sentarse a la mesa junto al Gobernador y doña
Inés, sospecho yo que en su fuero interno le place más la compañía del Gobernador
que la de doña Inés, y Dios me perdone. A mí. Lope de Aguirre, me nombraron para
teniente de difuntos, yo seré el personaje que llevará la cuenta de aquellos que han de
morir en nuestra jornada, guardaré sus papeles y sus postreras disposiciones con gran
cuidado y vigilancia, haré una rigurosa lista de los finados y la depositaré el Día del
Juicio en las invictas manos de San Miguel Arcángel que los mandará al infierno sin
contemplaciones. Permita el cielo Pedro de Ursúa que me toque dar principio al
memorial con tu orgulloso nombre de hidalgo baztanés.

Después de una semana abandonamos la isla de García de Arce y perseveramos


en nuestra derrota. ¿Qué perseguimos Marañón abajo estos trescientos soldados
españoles provistos de un bergantín, tres chatas, cuarenta balsas, cien canoas, tres
frailes, diez y ocho mujeres, veinte y cuatro negros, seiscientos indios e indias de
servicio, veinte y siete caballos y numeroso armamento de ofensa y defensa? ¿Que
perseguimos preguntan vuestras mercedes? Señores historiadores de Indias: vamos en
busca del tesoro de los Omaguas, la esplendorosa fábula del Dorado que vuelve al
camino más cautivadora que jamás. Es de advertir internos que este servidor vuestro,
Lope de Aguirre, desvelado y eficaz teniente de difuntos, no cree poco ni mucho en
fantasmas del otro mundo ni tampoco en la realidad verdadera del imperio de los
Omaguas, ni en las islas de la perenne juventud ni en las razas que viven debajo del
agua. Nací en una provincia vascongada donde la Virgen de Aránzazu vióse en la
necesidad de aparecerse en persona y con cencerro para que no dudásemos de su
existencia. No he venido al Nuevo Mundo a acumular riquezas en mi provecho, ni a
catequizar indios en beneficio de nuestra sagrada religión, ni a emular las inventadas
hazañas de Florisando o Palmerín, he venido simplemente a valer más con la lanza en
la mano, he servido lealmente al Rey por veinte y cuatro años, he poblado pueblos, he
librado batallas, me he quedado cojo en tu nombre Carlos o Felipe, ahora venga lo

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que viniera ha llegado la hora de esforzarme en el nombre y alteza de mi propia
gloria. Desde la barbacoa de mi chata contemplo a los doscientos noventa y nueve
compañeros, los contó Pedro de Munguía, que van en la afiebrada conquista del
imperio de los Omaguas. Allá por los horizontes, acurrucada en la verdura maternal
de la selva, divisan ellos los contornos de la ciudad más prodigiosa del universo
mundo. Sus pasos recorren las largas calles de oro macizo, son de plata labrada los
muros de las casas, maúllan y mean los gatos sobre tejados de amatista, las reales
posaderas del príncipe Quarica descargan su carga sobre bacinicas engastadas en
diamantes, el príncipe Quarica se hace barnizar las criadillas con suavísimo alquitrán
y luego sus esclavas cubrenselas con polvos de oro y ornánselas con guirnaldas de
perlas, en la casa del Sol hay jardines de coral donde se ofrecen a la mano las peras
de oro y las calabazas de oro y los huevos de oro que ponen las gallinas de turquesa
por sus culos de rubí.
Habéis llegado hermanos al espléndido Dorado concebido por la imaginación de
los profetas indios a modo de contrapeso o escudo ante el estrago que les hacían los
arcabuces y caballos españoles. En el afán de domeñar esa quimera nos tragan vivos
las selvas lóbregas, nos ahogan los ríos tumultuosos, nos matamos los unos a los
otros desaforados por la envidia y la ambición. Habéis llegado al maravilloso Dorado
del cual echó mano el virrey Marqués de Cañete para librarse de nosotros, trescientos
aventureros que le estorbábamos en su fructuosa pacificación del Perú. Habéis
llegado al Dorado cuya imagen les sirve a los caudillos para resucitar a los soldados
desfallecidos por las hambres y las fiebres, ¡alzaos que tras de aquella montaña está el
Dorado!, entonces el soldado se alza y echa a andar de nuevo dando traspiés por entre
ciénagas y riscos. Habéis acometido esta empresa con el designio de haceros ricos y
poderosos de golpe y porrazo, sin labrar la tierra, sin amasar el pan, sin forjar el
hierro, sin leer los libros, con el oro y la plata de los Omaguas que pedís a Dios
hallarlos a flor de tierra, ya que a cavar una mina tampoco os han enseñado.
Enloquecidos por la ilusión del oro profanamos sepulturas, matamos en guerra o sin
ella a millares de indios, damos tormento a los prisioneros para forzarles a hablar,
nuestra codicia jamás se ve harta, si oro encontramos volvemos sobre nuestros pasos
en reclamo de más oro, acabaremos nuestras vidas en la miseria o emponzoñados por
una flecha o atravesados por una lanza o colgados de una horca, y con nuestras
muertes se satisfará la venganza de los sacerdotes indios que fraguaron esta milagrosa
mentira.

Tan solo pueblos abandonados salen al encuentro de nuestra flota, la comarca


entera tuvo la noticia de la matanza hecha por García de Arce, los habitantes de las
aldeas huyen despavoridos, a mi niña Elvira no le agrada bajar a dormir en estas
casas vacías que huelen a fantasmas, en una de ellas encontramos un niño muerto.
Algunas leguas más abajo comenzamos a topar gente amigables, los indios de esta

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parte que se dice Carari nos truecan sus canoas llenas de pescado por cuchillos y
espejitos, a la Torralba le regalan un elegante papagayo de varios colores. El
gobernador Ursúa consumido hasta las médulas por la pasión amorosa de doña Inés,
enfermo además de fiebres cuartanas que a veces le hacen dar diente con diente, se
encierra en la melancolía y descuida sus obligaciones, en lugar de usar guías
conocedores de los territorios que atravesamos se obstina en escuchar los embustes y
enredos de los indios brasiles que trae consigo desde el Perú, o peor aún los desvaríos
del marinero Alonso Esteban que hizo esta misma travesía ha diez y ocho años con el
descubridor Orellana (los contrastes sufridos en aquella sazón lo volvieron al parecer
loco rematado), Alonso Esteban nos anuncia cada día la aparición inmediata del
imperio de los Omaguas, saluda desde su balsa a los caimanes como si fuesen
antiguos conocidos suyos, habla a solas con las estrellas. El alcalde Alonso de
Montoya que viene de mala voluntad en esta jornada pretende amotinarse una vez
más, desea volver las espaldas y remontar con su gente las quinientas leguas que nos
separan ahora de Santa Cruz de Capocóvar, naturalmente que el gobernador Ursúa no
se lo permite, de nuevo lo encadena y le pone collera infamante al pescuezo, a sus
parciales los condena a remar en la barca que lleva a doña Inés, el corazón bondadoso
del Gobernador le prohíbe hacer matar a Montoya y sus amigos, tal como hubiese
acordado yo por evitar que ellos me matasen primero a mí, como sin duda te matarán
a ti Pedro de Ursúa si la providencia de los ciclos por bien lo tiene. Llegando que
llegamos a la región de Manicuri se nos aniega el último bergantín, nos quedan
solamente dos chatas pues la tercera se nos pudrió al alejarnos de la isla de García de
Arce, el resto de nuestra armada se compone de balsas y piraguas iguales a las de los
indios, el gobernador Ursúa nombró al padre Alonso de Henao por vicario y provisor
de esta empresa y mantuvo la promesa de hacerlo mañana obispo del país de los
Omaguas, el otro cura Pedro de Portillo ha comenzado a agonizar de mengua y
despecho, esta noche lo bajaremos cargado a tierra para que entregue su alma al
Creador.
De pronto comenzó el hambre. La pesca abundante y rica de los primeros días,
los grandes paiches cuya carne espléndida abastecía de comida a diez hombres, los
barbudos bagres o cunchis de diversos géneros, las sardinas semejantes a sus
hermanas del mar, las pañas o pirañas feroces capaces de devorar a un hombre hasta
dejarlo en los huesos pelados, ni siquiera esas pequeñas pirañas criminales se pescan
ahora. Los cordeles se arrastran templados en pos de las canoas, al menor temblor el
pescador tira con violencia y entonces salta al aire el anzuelo despoblado cuando no
trae enredada en su punta una raíz lodosa o una alga seca. No osamos navegar de
noche sino que acampamos en las orillas, en vano buscamos árboles frutales o
palominos, esta es una dura región negada a dar alimento y amparo al hombre, los
propios indios dejaron de habitarla ha mucho tiempo. Nuestros escopeteros se
asoman a los intrincados laberintos de la selva y vuelven con las bolsas vacías,
desgarrados sus jubones por las plantas espinosas, arañados sus rostros por las lianas

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salvajes, hoscos de furia y cansancio. A veces logran matar un gallinazo repugnante,
o un lagarto de panza floja y babosa, o un mono raquítico y tan muerto de hambre
como ellos. A los cuatro días de privaciones la gente comienza a quejarse
amargamente de los desatinos del Gobernador, de sus mentecatos guías brasiles que
nada previenen, de los aromas de tocinos y exquisitos guisados que perfuman la barca
donde viaja doña Inés. Los soldados gruñen y maldicen alrededor del inmenso
caldero en cuyo seno hierven viandas abominables. Estos hombres hambrientos
aprecian en grado sumo los muslos escamosos de las iguanas, asan sapos cual si
fuesen conejos, mascan agrias raíces que provocan diarrea, preparan caldos con
cueros de zapatos y arzones de los caballos, un mono sin pellejo es la misma cosa que
el cadáver de un niño, la cara de Antón Llamoso se entristece cuando chupa los
huesos infantiles de un mono, luego les toca el honor de la olla a los fieles perros de
la ilota, al sexto día no queda un solo perro vivo ni vuelve a escucharse un ladrido
afectuoso, ¿y los caballos, señor general?, el gobernador Ursúa se ve forzado a
pronunciar una fogosa arenga ante sus soldados apiñados en la playa, los caballos son
para nosotros la cosa más sagrada, ¿qué sería de nosotros en el imperio de los
Omaguas o en el mismo infierno si nos privaran de nuestros caballos?, con estas
palabras habla Pedro de Ursúa. No he permitido que mi niña Elvira sufra penas de
hambre, traje guardadas para ella en una arca tortas de pan cazabe y variadas frutas
desde la región de Maricuri, la Torralba sacrificó una noche su papagayo para
aderezarle una cena, generoso gesto que jamás olvidaré. En cuanto a mí. Lope de
Aguirre, si se ha de contar la verdad diré que en este trance no he comido monos ni
perros ni lagartijas ni culebras ni gallinazos, las verdolagas y bledos que da la tierra
me han bastado para no perecer.
A los nueve días de hambre despuntan por el horizonte las chozas indias del país
de Machifaro.

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LOS INDIOS DE MACHIFARO se amontonan en la playa con las armas en belicoso
alarde, tú Pedro de Ursúa tomaste la ocasión por los cabellos para rescatar tu
maltrecha reputación y recuperar el respeto de tus soldados y reverdecer la pasión
amorosa de doña Inés y proveer de alimentos a tu gente amarilla y flaca, te miramos
poner pie en tierra erguido y solo tremolando en la mano diestra un lienzo blanco de
paz, cincuenta arcabuceros mandados por García de Arce te guardan las espaldas, los
indios saben de oídas que nuestras bocas de fuego pueden aniquilarlos a todos ellos
en un decir amén, el prudente cacique depone sus ansias de combate y se adelanta a
recibirte con los brazos en alto, doña Inés llora humedecida por tu heroicidad. Viva
nuestro valeroso general Pedro de Ursúa grita el padre Henao, el cacique acogedor y
asustado nos aloja en el centro de su aldea que es la más grande vista por nosotros a
lo largo de nuestro viaje, nos regala con inmensas tortugas que encierran tan sobrada
carne como un carnero, los soldados hambrientos engullen y tragan con tanto
desenfado como poca vergüenza.
En nuestro bohío se goza de bastante comodidad y espacio, en el primer aposento
duermo yo con todas mis armas encima, o por mejor decir finjo que duermo, a los
desconfiados los ayuda Dios, han comenzado a soplar en el real vientos de alevosía,
en la estancia que da al patio se aloja mi niña Elvira en compañía de las dos mujeres
que la cuidan, en el bohío vecino viven en vigilancia los hombres de mi mayor
confianza: Martín Pérez de Sarrondo, Pedro de Munguía y Antón Llamoso, al poner
del sol nos reunimos todos alrededor de las hogueras que hemos encendido con el
propósito de ahuyentar a los mosquitos, los mosquitos de Machifaro son los animales
feroces más empedernidos del orbe, ni el humo ni las llamas los arredran en su
arremetida.
A veces se acerca a visitarnos el bachiller Pedrarias de Almesto amigo y
pendolista del gobernador Ursúa, el bachiller Pedrarias de Almesto es un hombre más
leído y escribido que el resto de los que van en esta aventura, algunas noches nos
quedamos él y yo platicando sobre asuntos de la historia o de la fantasía, mi niña
Elvira gusta de oír nuestras palabras sin hacer preguntas ni añadir comentarios.
Una mañana me descubre mi niña Elvira apuntando renglones en un papel y me
dice con fingido asombro: ¿Vuestra merced, padre mío, se ha vuelto poeta de
repente?, de buena gana escribiría versos si no me fallaran la luz y el ingenio, en estas
fojas anoto solamente nombres mondos y escuetos, ¿quiénes se pondrán en contra del
gobernador Ursúa y quiénes a su lado en la hora inevitable de darle muerte?, sin su
muerte no se cumpliría jamás nuestro destino (que no es. ¡Vive Dios!, el de envejecer
o morir buscando un Dorado imaginado sino el de conquistar y ganar un maravilloso
país llamado el Perú que está pintado en todos los mapas).
Primero en mi lista: el bravísimo capitán madrileño Juan de Vargas, teniente de
gobernador, amigo íntimo y perfecto de don Pedro de Ursúa; matarlo. Segundo: el no
menos intrépido oficial y muy fiel paniaguado García de Arce, descubridor de una
isla e infalible arcabucero; matarlo. Tercero: el sargento caballericero y herrador Juan

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Vázquez de Sahagún, compadre amantísimo del gobernador Ursúa; matarlo.
Cuarto: el cronista y escribiente Pedradas de Almesto, caballero culto y amable
aunque perrunamente secuaz del Gobernador; matarlo, y de veras lo lamento. Quinto:
el reverendo monseñor Alonso de Henao, vicario de la armada y futuro obispo de los
Omaguas; matarlo, y mucho me place. Sexto y séptimo: el comendador Juan Núñez
de Guevara y el capitán Sancho Pizarro, lacayos incorregibles del rey Felipe; tarde o
temprano será irremisible matarlos. (En el pergamino donde llevo mis cuentas de
tenedor de difuntos le pondré a cada cual una cruz anticipada para ahorrarme así el
amargo duelo de ponérselas después de muertos).
Para vosotros en cambio, mis fogosos compañeros de conjura, están reservadas la
dichosa vida y la perpetua gloria. Tú, capitán Juan Alonso de la Bandera, a quien los
sueltos de lengua llaman impropiamente (puesto que tu brío varonil nadie tiene
autoridad para mancharlo de negación o duda) la Valentona, lleno como está tu pecho
de orgullo y de ambición soberbia, y tus venas de un amor desenfrenado hacia doña
Inés de Atienza que en ningún instante sabes disimular, tú, Juan Alonso de la
Bandera, repugnante y necesarísimo camarada, mañana serás conmigo en el trance
sublime de dar muerte al tirano Pedro de Ursúa. Y tú, capitán Lorenzo Zalduendo,
que llegaste ha menos de un año al Cuzco convocando guerreros voluntarios para
incorporarlos con estas huestes de tu general y paisano Pedro de Ursúa, la presencia
hechicera de doña Inés de Atienza torció tus designios y derritió tu lealtad, tú nos
acompañarás de buen grado en la empresa de matar a tu abominado protector Pedro
de Ursúa, tal como nos acompañarías a matar a tu santa madre si la dicha señora se
entrometiera entre el cuerpo embriagador de doña Inés y tu sed de gustarlo. Y tú,
embravecido alcalde Alonso de Montoya, que vienes en esta entrada sobrellevando
prisiones y grillos, tú que has manifestado mil veces en voz alta tus deseos de
volverte con tus parciales a Santa Cruz de Capocóvar, tú que has sufrido penas
infamantes de remar con collera de buey al pescuezo en la canoa de una barragana, tú
precipitado por una justa saña de venganza serás el más resuelto en la noche de hacer
justicia al tirano.
Don Pedro de Ursúa se pasea solitario y melancólico por el patio de su bohío,
tendida en colchón de amores lo aguarda doña Inés, el encantamiento de la bella
mestiza lo ha alejado de sus soldados, el desvío de sus soldados lo alejará de este
mundo. El comendador Juan Núñez de Guevara sueña despierto, la vejez y las fiebres
malignas le hacen ver tenebrosas imágenes, una noche vio parado en medio de la
obscuridad a un fantasma que gritaba: «¡Pedro de Ursúa, gobernador de Omagua y
Dorado, Dios te perdone!», y otra noche vio a cuatro espectros de blancas túnicas que
cruzaban las calles llevando en andas con acompañamiento de música tristísima un
cuerpo tieso y frío que era sin duda el de Pedro de Ursúa, el Comendador me confía
reservadamente sus visiones, yo las divulgo con presteza para que todos en el real nos
acostumbremos a la venidera muerte del Gobernador. Entretanto el padre Henao hace
llover descomuniones sobre aquellos que se niegan a dejar en manos del alto mando

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sus herramientas de trabajo y los animales de su pertenencia, Vuestra Paternidad
castiga a troche y moche con la privación de los sacramentos sin pararse a medir lo
que significa para un cristiano tal ausencia de perdón, Vuestra Paternidad descomulgó
a Alonso de Villena que es muy devoto del Santísimo Sacramento y al canario Juan
Vargas que reza el rosario todas las tardes porque ellos se resistieron a desposeerse de
sus caballos, Alonso de Villena y el canario Juan Vargas descomulgados por Vuestra
Paternidad se juntaron sin más ni más nuestra rebeldía.
Para el vencimiento y triunfo de nuestra causa nos hace falta la autoridad de un
caudillo cuya brava figura y gallardo talante enardezcan los ánimos de la gente
después de la muerte de Ursúa. Este paladín no lo serán jamás La Bandera ni
Zalduendo, ambos tienen condición de vasallos, su ambición superlativa es tan solo la
de refocilarse una noche con doña Inés, nunca se han cuidado de lo que de ellos dirá
la historia. Tampoco puede serlo Alonso de Montoya, únicamente lo mueve el afán
colérico de ver correr la sangre de su enemigo. ¿Y don Fernando de Guzmán? La
Bandera y Zalduendo me replican con inquietud que tal conjetura no pasa de
desvarío, don Fernando de Guzmán es el muy grandísimo amigo del Gobernador, en
Santa Cruz de Capocóvar vivían en costumbre de inseparables compañeros, dormían
en una misma cama no obstante que cada uno tenía su cama propia, la llegada de
doña Inés quebrantó bruscamente tan fraternos vínculos, yo pienso que don Fernando
ha sufrido demasiado en su alejamiento, que la presencia de doña Inés le parte el
alma, y Dios me perdone.
Don Fernando de Guzmán no es un grosero buscador de oro y putillas como los
otros, lo conozco desde nuestras pláticas en el Cuzco y tengo constancia de que
atesora sueños de fama y poderío en las arcas de su corazón, su padre fue regidor del
ayuntamiento en el puerto de Cádiz, don Fernando de Guzmán tiene ademanes de
mozo ilustre y noble si bien su estatura es limitada y algo escasos los pelos rojos de
su barba, ¿será un hombre irremediablemente leal?, es necesario amigos míos correr
el riesgo de que lo sea, hable con él vuestra merced Lope de Aguirre que presume de
elocuente.
Tengo por cierto que vuestra merced, mi señor don Fernando de Guzmán, es un
hidalgo caballero de Sevilla, el más apuesto y bizarro que háyase visto, y lo digo yo
Lope de Aguirre que no soy inclinado a lisonjas y zalemas. Vuestra merced me ha
dado su palabra de guardar en secreto cuanto voy a decirle, y yo correspondiendo a
esa promesa probaré de ser claro y sincero, que no otro lenguaje le place a vuestra
merced. Es cosa sabida por todos que el noble corazón de vuestra merced se duele de
los dolores y calamidades del prójimo, cuanto más que este prójimo lo forman
nuestros compañeros de andanzas y luchas. Jamás escapa a los sentimientos de
vuestra merced que los enfermos requieren de cuidados y los afligidos han urgente
necesidad de consuelo. Forzosamente hemos de reconocer que nuestro gobernador
don Pedro de Ursúa mostró al principio de esta jornada sus dotes de militar
bondadoso y magnífico para con sus soldados y servidores, y que las dichas

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circunstancias se interrumpieron en el malaventurado instante de aparecer en nuestro
campo esa hermosa dama que le carcomió el seso a nuestro enamoradizo General y lo
llevó a no hacer memoria de los seres que le eran más devotos y mayormente lo
amaban. Para doña Inés de Atienza son todos sus desvelos y todas sus palabras de
miel, con ella duerme de noche y se encierra de día, el insaciable vientre de doña Inés
lo está disminuyendo y consumiendo. En todos los bohíos de esta aldea se habla y
murmura que los desatinos de nuestro Gobernador nos traen perdidos sin remedio,
por jamás hallaremos ni rastro de aquel Dorado fabuloso cuyo perseguimiento costó
la vida a centenares de esforzados españoles, gloria y poderío solo alcanzaremos si
nos volvemos al Perú animados por la resoluta determinación de restaurar la perdida
justicia y librar de malhechores a tan maravillosa patria. Vuestra merced, mi señor
don Fernando de Guzmán, está destinado a cumplir ínclitas hazañas, de los ojos se le
trasluce a vuestra merced el signo de la grandeza. Es cosa muy cierta que el
gobernador Pedro de Ursúa ha nombrado a vuestra merced por Alférez General, mas
es igualmente cierto que por encima de vuestra merced situó a Juan de Vargas que
vale mucho menos, y por sobre de todos colocó en un altar a esa mujer que le
perturba los sentidos y que habrá de ser la fatal estrella de su total perdición.
Únicamente el coraje y denuedo de vuestra merced, convertido en general y cabeza
de este intrépido ejército de marañones, podrán restituirnos la fe a los que la hemos
perdido. Tan solo el brazo valeroso de vuestra merced, mi señor don Fernando de
Guzmán, será capaz de conducir esta quebrantada jornada a su glorioso acabamiento.

(Interior del bohío de don Fernando de Guzmán en la aldea de Mocomoco. Al


centro de la sala una mesa tosca rodeada de bancos que son simples horcones
cubiertos por tablas lisas. En un ángulo una hamaca de colores en la cual está
sentado don Fernando de Guzmán. A su alrededor se apiñan los conjurados. Lorenzo
Zalduendo, Juan Alonso de la Bandera y Alonso de Montoya permanecen de pie, muy
cerca de la hamaca. El mulato Pedro Miranda, Diego de Torres, Alonso de Villena, el
canario Juan Vargas, Miguel Serrano de Cáceres y Cristóbal Hernández están
sentados en los bancos. Lope de Aguirre y Martín Pérez de Sarrondo no se separan
de la puerta).

FERNANDO DE GUZMÁN (Al mestizo Felipe Lope un servidor suyo que fue castigado
anteayer severamente por el gobernador Ursúa a causa de una falta leve) —Anda tú
hasta la tienda del Gobernador, di que vas de mi parte a pedir un poco de aceite, y
averigua discretamente qué hace, quiénes están en su compañía y qué armas tienen.

(Sale el mestizo Felipe López).

LOPE DE AGUIRRE: —Ninguna coyuntura más apropiada para llevar a cabo nuestro

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motín. Pedro de Ursúa se ha desprendido de sesenta hombres que bajo el mando de
Sancho Pizarro se apartaron del real por la orden suya a ver y descubrir caminos que
se abren tierra adentro. En volviendo Sancho Pizarro nuestros enemigos serán más
numerosos y nuestra empresa será pelea harto más desigual.
MIGUEL SERRANO DE CÁCERES: —Estoy en una duda, caballeros. ¿Queréis
explicarme cuáles pasos habremos de seguir luego de apoderarnos del mando y
gobierno de esta jornada?
ALONSO DE MONTOYA: —NO queda tiempo ya para deshacer dudas, amigo.
Urgente es proceder a gran prisa, acortando las dilaciones. Deje vuestra merced las
preguntas y demandas para después de haber matado al Gobernador.
FERNANDO DE GUZMÁN: —¿Matar al Gobernador? ¿Es acaso inevitable la muerte
del Gobernador? ¿No os parece acción más cristiana la de llevarlo en prisiones sin
matarlo.—
LOPE DE AGUIRRE: —Todo eso sería como llevar a cuestas el testimonio de nuestra
traición, y arrastrar con nosotros a un prisionero impelido por sus agravios a
recuperar sus fueros. Una otra elección más cristiana, pienso yo, sería la de dejarlo
aquí en esta aldea de indios, desamparado en un bohío aunque acogido a los dulces
brazos de su doña Inés.
JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —¡Jamás! ¡Es menester matarlo!
LORENZO ZALDUENDO: —¡Voto a tal! No hay más sino matarlo.
FERNANDO DE GUZMÁN: —¡Santo Dios! Hay que matarlo.
ALONSO DE MONTOYA: —Hay que matarlo y yo me ofrezco voluntario para
empuñar el arma que lo haga. En mis tobillos siento aún la mordedura de sus grillos y
en mi pescuezo la vejación de sus colleras.
LOPE DE AGUIRRE: —Tenemos la obligación de matarlo y de acometer luego las
hazañas que el anda demasiado remiso emprender.
MULATO PEDRO MIRANDA: —Que muera el Gobernador desvergonzado, tirano
hideputa, tramposo e infame.

(Entra el mestizo Felipe López).

FELIPE LÓPEZ: —Hallé al Gobernador acostado en su hamaca, descalzo y en


disposición de dormir, pues había vuelto ya del bohío de doña Inés. A su lado vi tan
solo al bachiller Pedrarias de Almesto, con quien está platicando, y a dos pajecillos.
Uno de estos, el llamado Lira, me dio el aceite que yo había pedido y vino a
despedirme hasta la puerta.
LOPE DE AGUIRRE: —¡Viva nuestro caudillo don Fernando de Guzmán!
FERNANDO DE GUZMÁN (levantándose vivamente de la hamaca) —Seré vuestro
caudillo, ¡vamos!
ALONSO DE MONTOYA (sacando su daga): —¡Vamos!

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(Salen todos).

(Una calle de la misma aldea de Mocomoco. De la lejanía llegan los ruidos


insólitos de la selva, tal como si una compañía de músicos enloquecidos tocaran en
bárbaro desorden sus instrumentos y desataran una melodía irracional y tenebrosa.
Se funden en un mismo caudal sonoro: el aullido de los vientos, el retumbo de los
truenos remotos, el crujido de las ramas secas quebradas por pasos invisibles, la
caída terrible de los inmensos árboles, el rumor constante del gran río, el estruendo
del torrente al desprenderse por un estrecho precipicio, el croar de bajo profundo de
los sapos gigante, los silbidos y cantos de mil pájaros diversos, la gritería
escandalosa de los papagayos, el chillido de los monos que suplican cual mendigos y
lloran cual plañideras, el alarido de un tapir muriendo entre las garras de un puma,
el bramido de los caimanes en celo, el llamado de las bocinas de calabaza que los
indios hacen resonar en las guasábaras como botutos bélicos, el intenso clamor de
los mauaris y yuruparis sagrados, y el repique de los tambores tundulis que se oyen a
muchas leguas de distancia). (Los esclavos Juan Primero y Hernando Mandinga
surgen de la oscuridad; Juan Primero trae un candil en la mano).

JUAN PRIMERO (esclavo de Juan Alonso de La Bandera): —Te digo y redigo que
van a matar al Gobernador. Juan Primero escuchó cuando su amo lo platicaba con el
mulato Pedro Miranda.
HERNANDO MANDINGA (esclavo del gobernador Ursúa): —Tú no sabes nada. Los
negros esclavos nunca sabemos nada.
JUAN PRIMERO: —Los españoles se odian entre sí como fieras sanguinarias, los
capitanes van a matar al Gobernador, Juan Primero no quiere ver sangre humana
corriendo, Juan Primero es un negro cristiano y bueno, Juan Primero fue a dar aviso
al Gobernador de lo que pasaba, Juan Primero no lo halló en su tienda.
HERNANDO MANDINGA: —Estaba revolcándose con doña Inés en su bohío, pero los
negros esclavos nunca sabemos nada.
JUAN PRIMERO: —NO se encontraba en su tienda, Juan Primero tocó la puerta
muchas veces, los pajes no se atrevieron a abrirle, corre tú a darle aviso puesto que es
tu amo y lo van a matar esta noche.
HERNANDO MANDINGA: —¡Cállate, negro embustero!

(Al fondo de la calle se oyen los pasos de los conjurados que se acercan. Los
doce pasan en hilera, con Alonso de Montoya). Juan Alonso de La Bandera al frente.
Lope de Aguirre, provisto de todas sus armas y con la espada desenvainada, cojea en
pos de los otros.

JUAN PRIMERO (saliendo de su escondite): —¡Válgame Dios y la Virgen! Van a


matar al Gobernador, Juan Primero lo sabe.

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HERNANDO MANDINGA: —¡Cállate, negro unto de mierda! Los negros esclavos
nunca sabemos nada.

(Interior de la tienda del gobernador Ursúa. Sobras de comida sobre una mesa.
El Gobernador decaído y sin armas está tendido en su hamaca con las manos
tremadas bajo la cabera. Pedrarias de Almesto se pasea por la estancia mientras
conversa con él).

PEDRARIAS DE ALMESTO: —Vuestra Excelencia se niega a mirar un peligro tan


manifiesto porque su generoso pecho lo desvía a no verlo. Mas yo le apunto otra vez
a Vuestra Excelencia que el atrevimiento de los soldados es clarísimo indicio de
rebelión.
PEDRO DE URSÚA: —Repetís la misma conseja que el virrey Marqués de Cañete y
el capitán Pedro de Añasco me enviaron escrita en cartas: la temerosa historia de los
desvergonzados aventureros que van en esta jornada no con el propósito de poblar
pueblos sino con la torcida intención de amotinarse contra el rey de España. ¡Voto a
Dios que nunca la he creído!
PEDRARIAS DE ALMESTO: Y en esas cartas que Vuestra Excelencia recibió figuraban
acaso los nombres propios de los revoltosos?
PEDRO DE URSÚA: —A fe mía que sí figuraban: Juan Alonso de La Bandera,
Lorenzo Zalduendo, Martín de Guzmán y Lope de Aguirre eran las principales
personas de la tata. Se me pedía encarecidamente que los echara del campo.
PEDRARIAS DE ALMESTO: —Y vuestra merced echó tan solo a Martín de Guzmán.
PEDRO DE URSÚA: —Tampoco lo eché, amigo mío. Se marchó por propia voluntad,
arredrado por presagios de una muerte que le había de venir, mas me dejó por
herencia a su sobrino don Fernando que es agora mi alférez general y mi más fiel
compañero.
PEDRARIAS DE ALMESTO: —Vuestra Excelencia confía demasiadamente en el valor
de su brazo y en su buena fortuna. Juro a Dios que no soy amigo de aconsejar
violencias mas creo que en esta coyuntura cortar cuatro cabezas ajenas sería
providencia para salvar la propia.
PEDRO DE URSÚA: —OS pasáis de avisado, mi buen Pedrarias. La rebelión que vos
teméis nunca irá más lejos de quejumbres y bravatas. El año que en este día de hoy
comienza será, mediante Dios, el más feliz y famoso de mi historia.

(Tocan reciamente a la puerta).

PEDRARIAS DE ALMESTO: —¿Quién va?

(La puerta se abre de un empujón. Entra Juan Alonso de la Bandera con la


espada desnuda, seguido de Alonso de Montoya y los otros conjurados).

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PEDRO DE URSÚA: —¿Que deseáis, amigos míos? Sed bienvenidos aunque la
medianoche no sea ocasión propicia a visitas y parabienes. Algún asunto sin duda
muy importante os trae aquí a estas horas.
JUAN ALONSO DE LA BANDERA. —Agora lo veréis.

(Juan Alonso de la Bandera, con la espada asida con ambas manos, le da al


Gobernador una estocada en el costado que lo atraviesa de banda a banda).

PEDRARIAS DE ALMESTO (Intentando desenvainar su espada): —¿Qué traición es


esta, caballeros?

(El canario Juan Vargas y tres conjurados más se abalanzan sobre Pedrarias de
Almesto y lo sujetan).

FERNANDO DE GUZMÁN: —No lo matéis, a Pedrarias no lo matéis.


LOPE DE AGUIRRE: —Huid presto, Pedrarias, si queréis salvar la vida.

(Pedrarias de Almesto huye. Alonso de Montoya le clava su daga en el pecho al


Gobernador. Fernando de Guzmán y Martín Pérez de Sarrondo lo acometen con sus
armas).

PEDRO DE URSÚA: —¿También tú, Fernando, mi hermano?

(Fernando de Guzmán lo hiere sin responderle).

PEDRO DE URSÚA: —¿También tú, Martín Sarrondo, mi paisano?


MARTÍN PÉREZ DE SARRONDO (hundiéndole la espada en el vientre): —Tú no eres
vascongado, tú eres francés.
PEDRO DE URSÚA (agonizante): —¡Confesión! ¡Pido confesión!
LOPE DE AGUIRRE: —Mal pensáis si pensáis que el padre Portillo, si agonizando no
estuviera agora mesmo, acudiría a confesaros. No olvida los cuatro mil pesos que le
robasteis, ni el tormento que le disteis al traerlo forzado a morir en esta oscura selva.
Os negaría la confesión, general Ursúa.
PEDRO DE URSÚA: —¡Ten compasión de mí, oh Dios, en la medida de tu
misericordia! ¡Miserere mei…!

(Muere).

LORENZO ZALDUENDO (dando voces): —¡Viva el rey, que es muerto el tirano!


JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —¡Viva el rey don Felipe, nuestro señor!
LOPE DE AGUIRRE: —¡Viva la libertad!

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(Los amotinados atraviesan la calle que conduce al bohío de Juan de Vargas,
teniente de gobernador. Juan de Vargas les sale al encuentro. Trae puesto un
escaupil, que es como un peto guarnecido de algodón, y en las titanos una rodela con
la vara, que es símbolo real de la justicia).

JUAN DE VARGAS: —¿Qué sucede, señores? ¿Cuál es el motivo de tanto desorden y


tanto bullicio?
LORENZO ZALDUENDO: —¡Viva el rey, que es muerto el tirano!
JUAN DE VARGAS: —¡Malvados sin conciencia, sucios bellacos, traidores a quienes
el demonio confunda!
JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —¡También a ti te llegó tu última noche, alcahuete
de mil putas, hijo de una vinagrera borracha!
JUAN DE VARGAS: —¡Reportaos, gente canalla y endurecida, perros paridos de mala
perra!

(Entre varios conjurados sujetan a Juan de Vargas, le arrebatan la vara y lo


desarman. Martín Pérez de Sarrondo le clava la espada en el pecho de tan furioso
modo que le atraviesa todo el cuerpo y hiere luego con la punta al canario Juan
Vargas que sostenía embrazados atrás los codos del prisionero. Caen a tierra uno y
otro Juan de Vargas. Las espadas y dagas de los conjurados se ensañan contra el
cuerpo del teniente de gobernador).

JUAN DE VARGAS: —¡Traidores, traidores! ¡Santo Dios, me estoy muriendo!


(Muere).
FERNANDO DE GUZMÁN: —¡Viva el rey, que son muertos los tiranos!
LOS OTROS, MENOS LOPE DE AGUIRRE: —¡Viva el rey!
LOPE DE AGUIRRE: —¡Viva nuestro general don Fernando de Guzmán! ¡Viva su
leal maese de campo Lope de Aguirre! ¡Vivan sus soldados, los invencibles
marañones!

(Soldados llenos de espanto y asombro se asoman a las puertas de los bohíos.


Algunos corren aterrados hacia la selva, otros se encierran en sus aposentos. Los
amotinados forman un escuadrón en el centro de la explanada, al cual se suman
muchos hombres allegados de buen agrado y otros que son llevados a empujones y
amenazas. Antón Llamoso y Pedro de Munguía, que se han adherido prestamente a
la rebelión, son los más activos en recoger parciales y persuadir vacilantes).

LOPE DE AGUIRRE (a los esclavos): —¡Traed vino para celebrar nuestra victoria!
¡El vino de las misas o cualquier otro, a prisa!

(Salen los esclavos negros y vuelven al cabo de un rato con dos botijas de vino a

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cuestas. Entretanto crece la magnitud del escuadrón. El padre Hetiao sale de su
bohío y bendice a don Fernando de Guzmán. Antón Llamoso, Pedro de Munguía y
Cristóbal Hernández sirven vino a la gente en talones de barro y escudillas de
calabaza. Lope de Aguirre se trepa a un banco).

LOPE DE AGUIRRE: —¡Soldados, mis marañones! Las muertes del tirano Pedro de
Ursúa y de su secuaz Juan de Vargas no han sido ejecutadas por antojo de nuestra
maldad, ni por envidia nuestra a sus cargos, ni para aprovecharnos de sus bienes
materiales. Hemos hecho justicia quitándoles el mando y dándoles la muerte pues el
sacrificio de esas dos vidas mezquinas convenía a la salvación de doscientas vidas
preciosas que en esta empresa vienen consumiéndose, y a la libertad de millares de
hombres humanos que en el Perú padecen desmanes de los virreyes, afrentas de los
jueces y hambres de los oidores. Los virreyes y oidores, a quienes el infierno se
trague y Satanás les meta tizones por detrás, nos han enviado a conquistar y poblar un
imperio de los Omaguas que jamás ha sido, para librarse de esta manera de nuestra
rebeldía y hacernos perecer en manos de este río mal afortunado y cruel. Nosotros,
marañones míos, habremos de mudar esa derrota filistea en triunfo romano, esa tonta
ensoñación de quimeras en conquista de una patria real y verdadera. No nos pesa ni
nos causa remordimiento la muerte necesaria que le hemos dado a Pedro de Ursúa, su
sangre no nos mancha la conciencia sino que la alzamos como estandarte. Hemos
nombrado por general y cabeza de nuestro campo a don Fernando de Guzmán, noble
caballero resuelto en encumbrar esta jornada hasta alcanzar nuestra vuelta triunfante
y vencedora al Perú. Nada común nos asemeja a aquellos seguidores de Gonzalo
Pizarro que andaban dispuestos a pasarse al Rey en la primera adversidad, ni somos
como aquellos rebeldes falsos y desleales que abandonaron a Hernández Girón en
poder de sus verdugos. Nosotros somos los indomables marañones, una estirpe de
tigres libertadores que el universo mundo jamás ha visto. Juramos que ninguno de
nosotros ensuciará su nombre abandonando su bandera para abrazar la del contrario,
que ninguno de nosotros pedirá perdón del enemigo ni aun rodeado por las tinieblas
de la agonía, que nuestros pechos no hallarán tregua ni descanso hasta tanto no haber
cumplido nuestro destino vengador en el Nuevo Mundo. Somos la espada de San
Miguel Arcángel, somos la ira de Dios Padre, somos las siete plagas de la justicia,
somos los endemoniados marañones a quienes Dios nuestro señor guarde, ilumine y
haga vencer.

(Interior de la tienda del gobernador Ursúa. El cadáver del Gobernador yace


cubierto de sangre en medio de la sala. Los esclavos negros Juan Primero y
Hernando Mandinga entran arrastrando el cuerpo muerto de Juan de Vargas, lo
dejan tendido junto al de Pedro de Ursúa y salen de nuevo. Por la puerta frontera
entra Inés de Atienza seguida de su dueña y dos esclavas. Inés de Atienza cae de
rodillas ante el cadáver de Pedro de Ursúa, le cierra los ojos dulcemente y comienza

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a llorar).

SOLDADOS (parados a la puerta de la tienda): —¡Puta, mil veces puta! ¡Bruja, mil
veces bruja! Fuiste su ruina y perdición en la vida y agora lo lloras con hipocresía en
la muerte.

(Inés de Atienza sigue llorando sin oírlos. Pasa sus manos por el pecho del
cadáver y luego se mira fijamente los dedos tintos en sangre).

SOLDADOS: —¡Puta asquerosa y malvada! ¡Grandísima puta desvergonzada! Tuya


y solamente tuya es la culpa de esa sangre que agora te desespera ver correr.

(Inés de Atienza besa largamente la frente del cadáver. Su negra cabellera


desplegada cubre totalmente el rostro del difunto).

SOLDADOS: —¡Puta, mil veces puta! ¡Bruja, mil veces bruja!

(Entra Juan Alonso de La Bandera, pone en fuga a los soldados y se acerca a


Inés de Atienza).

JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —Respeto vuestro dolor, señora, y temo de vuestro


futuro. Habéis menester de protección y yo he venido a ofrecérosla humildemente.
(Inés de Atienza sigue llorando sin prestar atención a las palabras de Juan Alonso de
La Bandera). Os digo que habéis menester de protección, señora. Habéis quedado
desamparada en estos bosques a merced de doscientos hombres alacranados que los
unos dellos os aborrecen con odio mortal y los otros dellos desean gozar vuestro
hermoso cuerpo como bestias. Vengo de ser nombrado Teniente Gobernador de esta
jornada y mi primera acción de mando ha sido la de correr a ponerme a vuestros pies.
(El cuerpo de Inés de Atienza se estremece sobre el cadáver). Pedid lo que queráis,
señora, que yo pondré singular empeño en ver satisfecha vuestra demanda.

(Inés de Atienza alza los ojos por primera vez hacia Juan Alonso de La Bandera).

INÉS DE ATIENZA: —YO solamente deseo y pido que me permitan enterrar a mi


muerto.
JUAN ALONSO DE LA BANDERA: —Lo enterraréis, señora, lo enterraréis, os doy la
palabra. Lo enterraréis en un rincón de la selva, el padre Henao le rezará la oración de
difuntos y una cruz cristiana quedará señalando el lugar de su sepultura. Os lo
prometo. (Sale).
INÉS DE ATIENZA: —Pedro de Ursúa, desdichado amante mío, juro por tu Dios y
por los dioses de mi madre… (Los sollozas no le permiten concluir).

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(Comienza a aclarar el día. Inés de Atienza sigue llorando en silencio, abrazada
al cadáver de Pedro de Ursúa. Lentamente van invadiendo y dominando la escena
las confusas fuerzas musicales de la selva: sonidos salvajes que simulan hoscos
rezongos de órganos. Zumbidos de roncos atabales, lenguaje pastoril de caramillos y
dulzainas, penetrantes alaridos de pífanos y clarines, trémolos apresurados de
panderos gitanos y maracas caribes, vocerío amenazador de coros infernales,
estruendo desenfrenado de fanfarrias enloquecidas, oleaje resonante del amanecer).

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MUERTO EL TIRANO, era de justicia que se distribuyeran los oficios entre los
ejecutores de su muerte. Ya don Fernando de Guzmán había sido aclamado por
general y cabeza de nuestra jornada, gracias al designio de todos los conjurados. Ya
Lope de Aguirre habíase convertido de tenedor de difuntos en maese de campo, Dios
sea loado, pues sin mi presencia a tu lado no llegarías a alguna otra parte sino a tu
perdición, arrogante e incauto don Fernando. Capitán de la guardia será desde este
instante don Juan Alonso de La Bandera, en premio al furor terrible de que hizo
alarde clavándole su espada en el pecho al Gobernador. Alonso de Montoya será
capitán de a caballo, Lorenzo Zalduendo y Cristóbal Hernández y Miguel Serrano de
Cáceres serán capitanes de infantería, y Alonso de Villena será alférez general, y el
mulato Pedro de Miranda será alguacil mayor, y Pedro Hernández será pagador
mayor, y en esa forma todos los amotinados que acudimos a la tienda de Pedro de
Ursúa para darle muerte quedaremos proveídos de cargos, salvo el canario Juan
Vargas que salió mal herido de la refriega y convalece en hamaca de sus dolencias.
En cuanto a ti, Martín Pérez de Sarrondo, que tampoco recibiste recompensa y que
eres el marañón de mi mayor esperanza y confianza, yo te pido que aguardes una
hora más oportuna en la que puestos de mando te han de sobrar.
—Lo más conveniente a nuestra empresa, mi glorioso general don Fernando, es
procurar que codos los miembros de esta jornada se sientan ufanos de la muerte que
le hemos dado al tirano, que la sangre venida anoche riegue las cabezas de nuestro
pequeño ejército en lluvia tan copiosa que a ninguno le queden ganas ni facultad para
borrar su mancha. Incorporemos en esta hazaña de haber matado al Gobernador a
todos aquellos que sufren la tristeza de no haber contribuido a matarlo. Repartamos
autoridad y mando entre el mayor número de soldados, inventemos nuevos cargos si
es necesario, que si alguno hiciese resistencia a compartir el honor y la gloria de
nuestra rebeldía, si alguno demostrase turbación o acogiese con melindres nuestra
liberalidad, ese estaría cavando para sus huesos la misma sepultura de Pedro de
Ursúa.
—Hagamos capitán de infantería al viejo comendador Juan Núñez de Guevara
cuyas blancas barbas inspiran respeto y cuyos espectros le anunciaron puntualmente
el violento fin de la vida del Gobernador, y también a Pedro Antonio Galeas que es
hombre siempre resuelto a emprender aventuras y descubrimientos. Hagamos capitán
de munición a Alonso Enrique de Orellana, y capitán de la mar al piloto Sebastián
Gómez, y almirante de la mar a Miguel Bonado. Y hagamos justicia mayor del campo
a don Diego de Balcázar, que según se dice aportó sus bienes de fortuna para
sustentar esta jornada, como también se dice que el virrey Hurtado de Mendoza le
concedía el privilegio de jugar a los naipes con él.
Todos recibieron sus nombramientos con mucho recato y humildad, menos el
dicho Diego de Balcázar que en la ceremonia de aceptar la vara de justicia mayor dijo
con voz pública y sonora: «Esta la tomo en nombre del rey Felipe, nuestro señor, y no
de otro», lo cual en otras palabras significa que tiene la intención determinada de

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pasarse al campo del Rey en cuanto lo divise cercano, a menos que yo, Lope de
Aguirre, no me halle en su vecindad para impedírselo.
A los dos días volvió al real Sancho Pizarro, que se había apartado por la orden
del gobernador Ursúa con sesenta arcabuceros a descubrir caminos y sembrados.
Temíamos que hiciera contra nosotros una reñida guerra en medio de esta selva de
bárbaros salvajes, que el diablo nos habría llevado tanto a los unos como a los otros.
Mas Sancho Pizarro acercóse muy sagaz y prudente, se enteró de los sucesos del
campo sin sobresalto alguno, o por lo menos se eximió de manifestarlo. Sancho
Pizarro recibió complacido el cargo de sargento mayor que le ofrecimos, nos dio las
gracias con sumisa compostura, ¡cuerpo de quien me parió!, que no creo en tus
palabras, Sancho Pizarro eres el más peligroso y torcido entre todos los vasallos del
rey Felipe que van en esta jornada, te lo digo yo Lope de Aguirre que nunca caigo en
error cuando sospecho dónde se esconden mis enemigos.

Seguidamente despunta en nuestro campo la yerba venenosa que ha sido ruina y


deshonra de todas las revueltas peruleras. Hemos cometido un crimen de lesa
majestad, hemos dado muerte al Gobernador y representante del Rey que el propio
Rey nos había puesto, y agora nos asalta el insensato afán de hacernos perdonar de un
Rey que irremisiblemente nos cortará las cabezas cuando las tenga bajo su real
arbitrio. Hete aquí a don Fernando de Guzmán, que es el caudillo mayor de nuestra
desvergüenza, y hete aquí a don Juan Alonso de La Bandera y a don Alonso de
Montoya, que fueron los más empecinados en borrar de este mundo al Gobernador y
los que esgrimieron con sus manos los fierros que lo borraron, hételos aquí rastreando
el asidero de disculpar ante el Rey un delito que gracias a Dios no tiene la más
mínima disculpa. Nuestro teniente general, nuestro capitán de la guardia y nuestro
capitán de caballería corren desalados de aquí para allá escogiendo las palabras del
acta contrita que van a escribir, reciben con beneplácito al bachiller Pedrarias de
Almesto que vuelve al real pues ha preferido verse preso que morir de hambre en la
selva, Pedrarias de Almesto comienza a copiar con su pulida letra de pendolista un
disparatado testimonio del tenor siguiente: «En el pueblo de Mocomoco y provincia
de Machifaro, a los dos días del mes de enero de mil quinientos sesenta y un años,
ante el escribano y testigos…». Las demás partes de la información son muestras
infelices de arrepentimiento servil: hemos matado al Gobernador tan solo porque iba
remiso y descuidado en servir a Su Majestad el Rey, porque tardaba en descubrir las
tierras que había prometido conquistar en nombre de Su Majestad el Rey, la muerte
del Gobernador era necesaria para impedir que los soldados desesperados se
amotinaran en contra de Su Majestad el Rey, esa muerte nos ha de servir para
acrecentar la gloria y poderío de Su Majestad el Rey, ¡vivan los sacrosantos cojones
de Su Majestad el Rey!
Cuando quedó hecho y derecho el pergamino de Pedrarias de Almesto, entramos

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en hilera los oficiales y capitanes del campo impacientes de firmarlo. El primero en
hacerlo, tal como le corresponde a su superior autoridad y grado, es nuestro capitán
general don Fernando de Guzmán, y a fe mía que su enroscada rúbrica no desentona
debajo las letras perfectas del Pedrarias. El segundo lugar me toca a mí maese de
campo, mas no firmo «Lope de Aguirre, maese de campo» como toda la gente
esperaba, sino «Lope de Aguirre, traidor» mirando sin mover pestaña a La Bandera y
Montoya, y mi firma y su aditamento con voz que retumba duramente, y un sordo
gruñido de pasiones contrapuestas acoge mis cuatro palabras, y yo infiero que ha
llegado el tiempo de decir la verdad.
—¿Qué locura o necedad es esta, marañones, de imaginarse que una información
pensada y maquinada por nosotros mismos nos va a eximir de la culpa de haber
muerto a un gobernador del Rey que traía su poder escrito, y provisiones selladas con
su sello, y representaba a su real persona? ¿Por qué os conturba que yo haya firmado
como traidor si para la corona, a quien esta carta va dirigida, todos hemos sido nada
más que traidores, no doce apóstoles que se despojaron de un tirano para servir al
Rey, sino doce judas que dieron muerte a un servidor del Rey porque estorbaba sus
ambiciones? Todos hemos sido traidores bravos y bizarros, y ninguna acta de
contrición podrá salvarnos de la cólera sanguinaria que los reyes de España cultivan
como preciada herencia. Ni dado el caso portentoso de descubrir nosotros en el
porvenir mundos nuevos, y hallar en nuestra derrota verdaderos Dorados y Omaguas
de oro macizo, y alcanzar a poblar inmensas tierras debajo las banderas de Su
Majestad, ni dado ese caso jamás visto escaparían nuestros cogotes del patíbulo,
puesto que el primer bachiller, virrey, regidor, o fraile que viniere a tomar residencia
española de estas tierras, se afanaría en cortarnos las cabezas. No, capitanes y
oficiales, nuestra salvación no está en escribir papeles de humillación que a ninguno
engañarán, sino en vender bien caras nuestras vidas rebeldes, en volver al Perú no en
busca de perdones inaccesibles sino de amigos igualmente descontentos como
nosotros, aquellos millares de hombres disgustados porque nunca les fueron
gratificados sus servicios, aquellos millares de peruleros resentidos por el mal trato de
los virreyes y oidores. Volvernos al Perú y unirnos a ellos para tomar esa tierra como
nuestra y defenderla de nuestros enemigos por más poderosos e invencibles que
desde lejos nos parezcan, esto es lo que a todos nos conviene.
Era la primera vez que yo hablaba con tan grande insolencia y sinceridad, los
hombres se sepultaron en un silencio que solo se oían los rumores del río y de la
selva, finalmente lo rompió el alférez general Alonso de Villena cuya inteligencia
parece haberse aclarado desde el día en que el padre Henao lo descomulgó. Dijo así:
—Yo apruebo y confirmo todo lo que ha dicho nuestro maese de campo Lope de
Aguirre, pues hacer lo contrario sería entregarnos como mansos corderos dispuestos a
ser degollados en los mataderos del Virrey.
Mas hubo uno que no quedó de acuerdo con mis opiniones sino que saltó a la
palestra aguijado por el mote de «traidor» que le picaba en la nuca del cerebro como

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una avispa. El noble y pundonoroso caballero Juan Alonso de La Bandera, tercera
autoridad de nuestro campo y capitán de la guardia, a quien algunos soldados llaman
impropiamente la Valentona, habló de este modo:
—Protesto lleno de indignación el apelativo de traidores que el maese de campo
Lope de Aguirre, con extraña ligereza, nos ha aplicado a todos. Porfío yo que haber
matado a Pedro de Ursúa y a su teniente Juan de Vargas no ha sido traición al Rey
sino lealtad al mismo, pues las dos autoridades depuestas andaban remisas de cumplir
las misiones que el soberano de España les había encomendado, las cuales no eran
otras sino descubrir y poblar tierras, y de ningún modo malbaratar los tesoros que
para nuestro avío el virrey Marqués de Cañete les había puesto en sus manos. Digo
que en mi vida he cometido jamás traición, y digo que no le acepto a hombre alguno
que lance sobre mí tan vil calumnia. Quien dijere que yo soy traidor, desde aquí le
respondo que miente, sobre ello me mataré con él.
Toda esa bravata la pronunció la Valentona sin volver los ojos a mí, con la mano
engarabatada en el puño del arma que hirió de muerte a Pedro de Ursúa, parecía un
San Jorge de puro indignado y marcial. Me apresuré yo en sacar mi espada al aire, y
el mismo gesto hicieron a mi lado Martín Pérez de Sarrondo y Pedro de Munguía, sin
mentar a Antón Llamoso cuya daga en punta ya estaba a dos dedos de las costillas de
mi adversario. Fue menester que interviniera nuestro flamante general don Fernando
de Guzmán, para buena ventura de todos, y digo buena ventura porque también La
Bandera tenía capitanes que eran sus parciales, y aquella disputa habríase convertido
sin ninguna duda en una temprana mortandad.
—Reportaos, mis amigos —dijo don Fernando poniéndose de por medio entre La
Bandera y yo—. Siendo como son comunes nuestro destino y nuestros peligros, en
mal hora nos arriscamos a matarnos entre nosotros mismos.
Intervinieron con iguales razones apaciguadoras los capitanes Lorenzo Zalduendo
y Cristóbal Hernández, y lo hicieron en forma tan porfiada y eficaz que yo concluí en
enfundar mi espada, y La Bandera nunca llegó a sacar la suya. Con una voz muy
diferente a la de antes, La Bandera dijo:
—Hagan vuesas mercedes lo que les pareciere, que yo seguiré lo que hicieron
todos, pues no le temo a la muerte que el Rey pueda darme por lo que habernos hecho
ni por lo que habremos de hacer en lo futuro, y añado que tengo tan buen pescuezo
para la horca como cualesquiera de vuestras mercedes.
Con lo cual se disolvió la junta sin legitimar acta alguna, pues no quedaron al pie
del malogrado documento sino dos firmas: la de Fernando de Guzmán, gobernador; y
la de Lope de Aguirre, traidor.

Los indios del país volviéronse huidizos a causa de las tropelías y ofensas que
nuestros soldados les hacían, una de las dos chatas que nos quedaban como resto de
nuestra armada anegóse frente a la aldea de Mocomoco. Don Fernando de Guzmán

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ordena mover el campo río abajo en busca de lugares no tan duros y negados. La
chata donde vienen nuestros veinte y cinco caballos avanza por las aguas del río con
el almirante Miguel Bonado a bordo y tres navegantes más, los demás seguimos
cruzando las orillas en extraña procesión. Los indios de servicio cargan en hamacas y
canoas a las mujeres y los enfermos; si el enfermo es un indio se queda
voluntariamente en zaga para morirse en paz. A veces se oponen a nuestra marcha
barrizales verdosos, lagos hediondos cuajados de sapos disformes y hongos podridos
en los cuales las piernas se hunden hasta la rodilla. Otras veces la ribera se estrecha
de manera que viene a formar un despeñadero de imposible paso. Entonces es
menester apartarse un buen trecho hacia la maleza y andar por medio de matorrales
enmarañados y montes breñosos hasta encontrar de nuevo el río una legua adelante.
Los macheteros marchan al frente de nuestro batallón truncando ramas para abrir
camino. De repente se trenza aún más tupida la bóveda de los árboles soberbios y se
oscurece el aire en pleno mediodía como si llegase la noche. Uno de los indios que
cargan la hamaca de mi niña Elvira es un viejo de confusa edad y natural sabiduría
cuya conversación a ella la distrae y encanta. El indio se dice Juan Piscocomayoc,
apellido que le dieron en Lambayeque por ser cazador de perdices y venados, y habla
con bastante soltura nuestra lengua pues se la enseñó un padre de doctrina, y yo no
entiendo su porqué de venir en esta jornada donde todos los otros indios son más
ignorantes que él. Juan Piscocomayoc sabe diferenciar y nombrar los millares y
millares de árboles que pueblan esta selva la más infinita del universo. Juan
Piscocomayoc le cuenta a mi niña Elvira que en estos bosques hay hormigas enormes
que en muriendo se transforman en plantas, acaban su vida allá arriba trepadas al
follaje de un árbol, su cuerpo de animal muerto comienza a respirar como bejuco
vivo, finalmente se vuelven cordeles mimbreños que sirven para tejer canastos y atar
los troncos de las balsas. También, niña Elvira, vive en estas selvas una mariposa
oscura que clava sus patitas como garfios en el tallo de una planta hasta que las
dichas patitas se convierten en raíces y las alas en grandes hojas, y ya no es nunca
más mariposa sino rama o flor. Mi niña Elvira escucha embelesada estas historias de
Juan Piscocomayoc, y las cree, y tiene razón al creerlas pues son mucho más
verdaderas que los tesoros de Omaguas y Dorados.
De ese modo caminamos dos días hasta llegar a una aldea abandonada por los
indios donde determinamos de plantar el campo. La chata de los caballos navegó
veinte leguas; nosotros en la tierra habíamos andado muchas más esquivando lodos,
barrancos y malezas. Se nos murieron dos indios, no del hambre sino del cansancio, y
otros dos emponzoñados por la yuca amarga que en sus tripas resultó raíz venenosa.
La mejor medicina contra el hambre y la fatiga es la voluntad de no dejarse
arrinconar por ellas, digo yo cojeando y con todas mis armas a cuestas.
De la armada que partió ha cuatro meses del astillero de Santa Cruz de Capocóvar
ya no navega por el río otro barco sino esta chata donde vienen los caballos. Tampoco
es el mismo el espíritu de nuestra empresa, ya el gobernador don Pedro de Ursúa está

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muerto y sepultado, ya todos los marañones sabemos que el imperio de los Omaguas
es una mera invención.
—Líbrenos Dios de seguir arrastrando esta pesadumbre de mendigos tras el rastro
de una chaca mal construida y asquerosa, roguemos a Dios que nos deje sin
embarcación alguna, pidamos a la voluntad de Dios que nos obligue y fuerce a
fabricar verdaderos navíos, esta naturaleza nos brinda con magníficas maderas en
generoso socorro —digo yo a media voz.
La chata de los caballos y el estiércol amaneció barrenada al día siguiente. Martín
Pérez de Sarrondo, Juan de Aguirre y Joanes de Iturraga cumplieron a media noche el
encargo de agujerear sus tablas con agudos punzones. Ante aquella provechosa
calamidad sentime yo movido a pedirle a don Fernando que juntara a toda la gente
del campo y me permitiera hablarles de esta manera:
—Oficiales y soldados, mis marañones, quiero anunciaros que de este sitio partirá
una jornada que no mirará otro norte que la justicia y la libertad, bauticemos esta
aldea con el nombre de los Bergantines pues aquí nos detendremos todo el tiempo
requerido para proveernos de navíos capaces de llevarnos al Perú al través de los
mares. Vamos a construir dos barcos que nos permitirán salvar la vida y conquistar la
gloria.
Fue inevitable matar nuestros veinte y cinco caballos pues en esta región de la
selva no se topa ningún animal de caza, a este brazo del río nunca acuden los peces.
Los soldados hambrientos se comen la carne de unas horrendas aves negras cuyo
sustento es la podredumbre y cuyo nombre es por ironía gallinazas. Mostrando mi
autoridad de maese de campo tomo en mis manos la construcción de los bergantines,
nunca vi armar una barca en mi juventud pues Oñate no es puerto de mar, no obstante
esto, todo hombre de natural vascongado lleva metido en su cuerpo el empeño de no
morir sin antes haber fabricado un bajel. Bajo mi mando pongo a aquel mismo
enredador maese Juan Corso de quien se sirvió don Pedro de Ursúa en Santa Cruz de
Capocóvar, óyelo bien maese Juan Corso, estos barcos no habrán de ser quebradizos
como los primeros sino firmes y recios bergantines que no se hundirán jamás, yo no
ando acostándome con ninguna doña Inés sino atizando el fuego del trabajo, aquel
que sude sin desfallecer en el astillero tendrá carne de caballo para su cena, aquel otro
que ande flojo y descuidado comerá cazabe desabrido y ruin verdolaga, ánimo
marañones, los robles y caobos caen de su altura derribados por las hachas de
nuestros leñadores, nuestras sierras y martillos imponen sus sonidos a los ruidos de la
selva, los negros carpinteros trabajan cantando, los indios vuelven del bosque
cargando preciosas vigas de cedro, los casquillos de los caballos se convierten en
clavos y tornillos, de los ajeros de los caballos hacemos fuelles y cobertizos, la fragua
de los herreros alumbra las noches de esta aldea sombría, de la tierra mana una
melaza negra que usan los calafates en vez de alquitrán, las mujeres cosen y cocinan
para los jornaleros, ni el sol ni la lluvia detienen la faena, los palos del monte se
vuelven mástiles y travesaños, ya se alza la armazón de una quilla sobre la arena de la

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playa, ánimo marañones, viva la libertad.

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A TI FELIPE rey español te declaro enemigo mío cincuenta veces más mi enemigo que el ya muerto
Pedro de Ursúa cien veces más que el fanfarrón Juan Alonso de La Bandera y que todos los vasallos
tuyos que han de morir para que edifiquemos sobre sus huesos nuestra empresa de libertad Felipe digo y
sostengo que eres rey de España sin merecimiento de corona ni trono rey de España tan solo porque
naciste hijo de Carlos emperador augusto y heredaste de sus manos el más grande imperio del mundo
Felipe cuyo poderío y gloria ha crecido a costa del hambre y penuria de los conquistadores venidos a las
Indias a descubrir países en tu servicio a poblar pueblos en tu provecho a encadenar indios en tu
beneficio Felipe reverenciado y temido por soberanos y obispos criado entre sedas y terciopelos
doctrinado en monasterios y librerías lisonjeado por marqueses de rodillas y condes postrados Felipe
triste y sombrío llorando en capillas y sepulcros llorando a solas por tu hijo que nació contrahecho y
creció enconado escondiendo tus pasiones bajo fingimientos de moderación y prudencia Felipe
carcomido por un despecho enlutado Felipe profesor de zancadillas y mentiras mi pecho atesora contra
ti un odio mortal pues no eres justo con las naciones que impropiamente riges y eres cruel con los
conquistadores que tantísimas riquezas te acarrean jamás recompensas sus hazañas ni te dueles de sus
dolores Felipe que envías al Nuevo Mundo a administrar justicia en tu nombre a virreyes desalmados
oidores avarientos y frailes disolutos rey español que malgastas los tesoros ganados por nosotros con
nuestro sudor y sangre de soldados emprendiendo guerras y malos negocios que han de producir la fatal
ruina de España Felipe a ti poderoso rey yo te desprecio y te desafío desde este mísero rincón del río de
las Amazonas somos doscientos cincuenta marañones mal contados tú eres soberano de grandes
ejércitos y armadas monarca proveído de cañones y generales nosotros somos apenas doscientos
cincuenta marañones greñudos y piojosos mas si alguien nos preguntara en este áspero trance qué
vamos a hacer mañana yo le respondería sin titubear: vencer rey español ha de parecerte locura o
desvarío mi reto a combate tan desigual ignoras que cada marañón vale por doscientos soldados
comunes ignoras que nuestro ejército ha de crecer en guerreros armas y navíos al día siguiente de cada
victoria ignoras que todos nos habernos determinado a morir en esta demanda ignoras que los espíritus
de los hombres muertos nunca podrán ser vencidos por los cuerpos de los vivos cobardes no nos asusta
la muerte ni nos arredra que las tenazas o el látigo nos arranquen el pellejo en jirones que sujetados a
terribles hogueras sintamos el hedor de nuestra propia carne quemada que al ser arrastrados por caballos
nuestros espinazos den botes sobre las piedras que nuestros huesos sean descoyuntados en la garrucha
que el garrote nos quiebre la nuca del cerebro que nuestra cabeza ruede cortada por el hacha del verdugo
ni el árbol de cuyas ramas van a colgarnos ni la lanza que va a atravesarnos el pecho ni la daga que nos
partirá el corazón ni la pelota de arcabuz que nos matará para siempre nada de ello atemoriza a
doscientos cincuenta marañones que se aprestan a librar al Perú de tus reales garras rey español heroico
y famoso a quien este mínimo vasallo tuyo te anuncia triunfos y prosperidad en tus guerras de Europa
ruego a Dios que aniquiles y venzas al sumo pontífice de Roma papa infalible mas pésimo y siniestro
gobernante ruego a la Santísima Virgen que desbarates en batalla a los ingleses y franceses sin hacer
luego penitencia de casarte con reinas o princesas encrespadas ruego al milagroso San Sebastián que
conquistes de nuevo a Germania sin traer en esta ocasión a España sus enfermedades contagiosas y sus
asquerosos vicios ruego a Santiago el Apóstol que aprisiones a todos los turcos de la tierra y los fuerces
a construir iglesias y catedrales ruego por otra parte a San Miguel Arcángel que seas vencido y
humillado por nosotros marañones aventureros en castigo de tu injusticia glorioso rey español católica
sacra y real majestad que bribón y puto fueras si la mala estrella de España no te hubiera destinado para
ser su rey.

—Pedro de Munguía, mi inseparable compañero desde el día en que me


convidaste a matar al general Pedro de Hinojosa en los Charcas, camarada que
sufriste junto conmigo las inicuas persecuciones del mariscal Alvarado, soldado a la
fuerza como yo en las batallas contra el rebelde Hernández Girón, íntimo amigo mío
compartiendo luego entrambos las tristes soledades del Cuzco, a ti Pedro de Munguía
tengo necesidad de confiar el tamaño de mis ambiciones y la medida de mis
propósitos, que no se reducen a conquistar el Perú para conservar intacto el santo
yugo de la monarquía española, sino que aspiran a desnaturarlo de España y
convertirlo en una nación libre bajo las estrellas. Si suspiramos por alcanzar el buen

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suceso de tan magna empresa, habernos la imperativa deuda de despojarnos de todas
las debilidades humanas, ser duros delante del sufrimiento propio y más duros aún
delante de los sufrimientos de nuestros enemigos. Es cosa sabida de todo el mundo
que yo Lope de Aguirre soy un cristiano de mucha fe que respeta y venera los
sagrados preceptos de la santa madre iglesia católica de Roma, no obstante esto
pienso que entre sus mandamientos hay uno imposible de cumplir si en verdad nos
disponemos a vencer al rey español como Dios mediante lo venceremos. Te dije y te
repito, mi fiel marañón Pedro de Munguía, que amo a Dios por encima de todas las
cosas, que jamás usurpo su nombre en vano, que oigo misa los domingos pese a que
sea el desvergonzado padre Henao quien la dice, que honraba a mi padre en Oñate
aunque el maldito viejo pecaba de insufrible, que no me tientan las fornicaciones y
adulterios pues mi carne se aquietó tras la muerte de Cruspa mi mujer, que en mi vida
he robado pertenencias de otros ni me ha cautivado la tentación de robarlas pues no
son los dineros y haciendas el sueño que desvela mi imaginación, que no levanto a
nadie falsos testimonios sino acuso a mis enemigos apedreándoles con amargas
verdades, que tampoco codicio los bienes ajenos ni la mujer del prójimo pues mis
envidias son de gloria y no de monedas y nalgatorios y aquesta envidia que yo
experimento no está prohibida en las reglas divinas. Si haces bien la cuenta, mi
paciente amigo Pedro de Munguía, hallarás que acato devotamente nueve entre los
diez mandatos que recibió Moisés en el monte Sinaí escritos por la mano de Jeová
sobre dos tablas de piedra y solo resta uno al que no obedezco como tampoco le
obedeció el propio Moisés cuando exterminó a los perseguidores de su pueblo con
plagas y naufragios. Roguemos a Dios como buenos cristianos, hermano mío Pedro
de Munguía, que Él nos perdone nuestro olvido de ese único mandamiento, el quinto
que ordena no matar, pues en este trance si no nos apresuramos a destruir a nuestros
enemigos nos pondremos a riesgo de que ellos nos destruyan a nosotros.

El primero en pasar a mejor vida fue el bravísimo capitán García de Arce, el


devoto paniaguado del difunto gobernador Pedro de Ursúa, su escudero el más fiel en
las aventuras de Santa Marta y Panamá, su fraternal ayudante en el exterminio de los
negros cimarrones del rey Bayamo, García de Arce el arcabucero de más prodigiosa
puntería, el implacable guerrero que mató a más de cuarenta indios en una isla de este
río de las Amazonas, García de Arce andaba triste y melancólico desde la muerte del
Gobernador, reprendía con severidad a los soldados cuando estos hacían mala
memoria del desdichado caudillo, prevengo a Su Excelencia general don Fernando de
Guzmán que el dicho García de Arce vive esperando el resquicio de vengar a su
enterrado protector, García de Arce es sin ninguna duda un hombre diestro y
arrojado, no le faltan unos cuantos parciales en el campo, permítame Su Excelencia
general don Fernando de Guzmán que el negro Hernando Mandinga le dé garrote por
la orden mía.

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Don Fernando de Guzmán se acogió finalmente a mis razones. En cuanto al
esclavo Hernando Mandinga, fue la única recompensa que yo acepté en la hora de
repartirnos los bienes del general Ursúa, los otros tomaron ropas y armas, Alonso de
Montoya se quedó para sí con el cofre de las alhajas, yo preferí apropiarme de
Hernando Mandinga que es un negro forzudo y listo a quien le he prometido su
libertad al tiempo de nuestra victoria, Hernando Mandinga y otro de los esclavos
echan mano a García de Arce cuando este sale de su bohío, le anuncian la pena de
garrote a la cual ha sido sentenciado, el curtido capitán no se amohína al sentirse con
la soga al cuello, con voz entera pide confesión, yo concedo con su demanda pues
entiendo que de nada le valdrán absoluciones de frailes en el otro mundo a quien
degolló atrozmente a más de cuarenta indios en una sola noche.
El segundo secuaz del rey español a quien le tocaba morir en esta aldea de los
Bergantines era don Diego de Balcazar, justicia mayor del campo, aquel que en la
circunstancia de tomar la vara y el cargo dijo con bastante altanería y descaro que los
recibía en nombre del rey Felipe y no de ningún otro, era prudente proceder sin
tardanza para evitar los escrúpulos inexpertos de don Fernando, don Fernando
argumentará que el Balcázar fue servidor muy íntimo del virrey Hurtado de Mendoza,
que el Balcázar entregó buena parte de su hacienda para contribuir al gasto de esta
entrada de los Omaguas, y qué sé yo cuantas majaderías más. Sin que se enterara don
Fernando en el asunto fueron Hernando Mandinga y el otro negro a buscar al
Balcázar, Antón Llamoso marchaba acompañándoles con la espada desenvainada
para imprimirle mayor solemnidad a la ejecución de aquella muerte, el Balcázar olió
la desgracia que le estaba destinada y no la admitió hidalgamente como lo había
hecho García de Arce sino que se les soltó a los verdugos y echó a correr dando
voces, ¡viva el Rey! ¡Viva el Rey! ¡Socórrame Vuestra Excelencia don Fernando que
me quieren matar!, Antón Llamoso y los negros lo persiguieron en medio de aquella
noche muy oscura, el aterrado fugitivo se despeñó en una barranca, iba desnudo tal
como le hallaron en su bohío y herido de una cuchillada que Antón Llamoso alcanzó
a darle, de allí a tres días un soldado que salió de caza lo descubrió escondido en un
matorral, don Diego de Balcázar volvió al campo cubierto de sangre y magulladuras
que daba pena, el afligido caballero lloraba desconsoladamente, don Fernando le
acogió en su tienda y le prometió la protección que él suplicaba, nunca olvidaré los
serviles gritos de ¡Viva el Rey!, con que pretendió salvar su vida, corría entre las
sombras espantado y desnudo gritando ¡Viva el Rey!, lástima grande que el Rey no
sane heridas ni dé vida, habrá de verlo vuestra merced.

Las muertes que siguieron a las ya dichas no deben ser anotadas en la cuenta de
Lope de Aguirre sino en la tuya Inés de Atienza cuya belleza mestiza desenfrena a
todos los varones del real, digo mal, hay aquí dos hombres sobre quienes se hacen
astillas tus máquinas de encanto, el primero es el general Fernando de Guzmán

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gobernador de esta jornada, no siente don Fernando otro apetito sensual aparte de su
amor a los buñuelos de yuca que le lleva puntualmente hasta su hamaca la dueña
María de Montemayor concubina de Lorenzo Zalduendo (Receta de María de
Montemayor: se hace una pasta con yuca cocida y huevos de cualquier ave
prefiriéndose los de gallina, se ponen redondos los trozos de masa como si fueran
pelotas, se fríen en aceite o manteca, se sacan de la sartén, se riegan pródigamente
con miel de las abejas, se enharinan con polvos de canela, y se sirven calientes), tú
Inés de Atienza fuiste a visitar a don Fernando de Guzmán en su tienda, aquella tarde
lucías más hermosa que nunca, don Fernando te contempló severamente y te preguntó
con mucha cortesía si traías alguna queja de la comida que te daban o del bohío
donde te alojaban, ¡con qué alejada dignidad te habló aquel hijo de un veinticuatro de
Sevilla!, dice un refrán que cuando Dios da la llaga da la medicina.
Tampoco valen mucho tus hechizos delante del maese de campo Lope de Aguirre
a quien tú abominas con todas las fuerzas de tu ánima, Lope de Aguirre cojo
maltallado tuerto desdentado te mira fijamente como si quisiera escudriñar tus
pensamientos, otras veces deja de mirarte días enteros, tal vez sospecha de tus íntimas
intenciones, Inés de Atienza.
Tú no has parado de llorar un pequeño minuto la muerte de Pedro de Ursúa, la
lloras con los ojos secos y las manos empuñadas, él era el más ardiente y tierno de los
amantes, la sangre te hierve dulcemente cuando en tu cama sueñas con sus caricias, tú
juraste sobre su cadáver (por su dios cristiano y por los dioses de tu madre) tomar
venganza de aquellos que le quitaron la vida, eres la mujer más bella del Perú y no
tienes más arma que tu belleza, todos los hombres del real sacando a Fernando de
Guzmán y Lope de Aguirre se dejarían cortar una mano a trueque de dormir una
noche contigo, el capitán de la guardia Juan Alonso de La Bandera te acosa y acorrala
como perro de caza, al capitán de infantería Lorenzo Zalduendo se le brota la lujuria
por los ojos cuando se topa contigo en las calles de la aldea, el alguacil mayor Pedro
de Miranda pasa largas horas velando ante tu bohío, el pagador mayor Pedro de
Hernández llega hasta tu puerta todas las tardes cargado de regalos y palabras
suplicantes.
Fue inevitable que cedieras a los requerimientos de Juan Alonso de La Bandera,
no tenías otra salida, mi pobre Inés de Atienza. Juan Alonso de La Bandera se cuela
en tu aposento al cerrar la noche, se desviste y se tiende desnudo a tu lado, tú cierras
los ojos para no verle, ausente y muda le permites que penetre tu carne, piensas en la
sangre vertida por las venas de Pedro de Ursúa para que tu cuerpo no sienta otra cosa
sino rencor, aborreces furiosamente a Juan Alonso de La Bandera cuando él gruñe
«mi vida» en el estremecimiento final.
A Juan Alonso de La Bandera le contaste una de esas noches las molestias y
enfados que a espaldas suyas te sucedían. El alguacil mayor Pedro de Miranda me
persigue impertinente y lascivo, ese mulato asqueroso entra a mi bohío a deshora y
sin anunciarse, me da a entender que vendrán tiempos mejores y que él me hará la

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reina de este campo, otras veces amenaza que me violará si no accedo de buen grado
a sus pretensiones. El pagador mayor Pedro de Hernández me regala con frutas y
collares, dice denuestos y calumnias acerca de don Fernando y vuestra merced, me
ruega casi llorando que me acueste con él. Juan Alonso de La Bandera salió de tu
bohío desencajado de sus quicios por los celos.
Por las cuales razones es justicia decir que las dos últimas muertes acaecidas en el
real no deben ser anotadas en la cuenta de Lope de Aguirre sino en la tuya, mi dulce
Inés de Atienza. Juan Alonso de La Bandera acudió a la tienda del general Guzmán y
reveló una conjura que el mulato Pedro de Miranda y el sanluqueño Pedro de
Hernández estaban tramando, esos traidores maquinan quitarle la vida a Vuestra
Excelencia, le ruego a Vuestra Excelencia general Guzmán que sean castigados con la
pena de garrote, el maese de campo Lope de Aguirre no puso objeción alguna,
aquella madrugada fueron ahorcados en una misma ceiba tus dos enamorados, de sus
pechos colgaba un letrero que decía: «Por amotinadorcillos», Juan López Cerratos y
Juan López de Ayala (dos marañones muy sus amigos de Lope de Aguirre) pasaron a
ocupar los oficios de alguacil y pagador que dejaron vacantes los difuntos, Juan
Alonso de La Bandera tornó esa noche a tu bohío desfalleciente de amor y erizado de
lujuria. De los doce que fueron a matar al gobernador Pedro de Ursúa, diez quedan
todavía con vida, mi desdichada Inés de Atienza.

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A TI, TENIENTE general Juan Alonso de La Bandera, hinchado de soberbia y lleno
de colores como un pavón, mayor placer te hace el mostrarte como macho público de
doña Inés que el folgar secretamente con ella, doña Inés atiza tu vanidad y sopla
como fuelles tus ambiciones, doña Inés te instiga contra don Fernando de Guzmán
quizá porque sueña con verse de nuevo hecha dama suprema de este campo, doña
Inés te empuja en contra mía porque me odia, ella me mira y contempla a veces como
si tomase la medida de mi pequeño cadáver.
Tú, Juan Alonso de La Bandera, que te alzaste en armas contra el gobernador
Pedro de Ursúa no movido por la rebeldía de corazón sino por el ansia de arrebatarle
las humedades de doña Inés que él disfrutaba, tú, Juan Alonso de La Bandera, que
tras haber matado al gobernador del Rey corriste compungido a testificar que lo
habías hecho por lealtad a ese Rey que traicionabas, tú, Juan Alonso de La Bandera,
eres mi mortal y capital enemigo, y por desgracia tuya yo no lo olvido a ninguna hora
del día.
Si ando continuamente cubierto con todas mis armas, vestida la cota, enarbolado
el arcabuz, pronta la lanza; si abandono por las noches mi tienda y escondo mi vigilia
como Zorro entre los matorrales, si Martín Pérez de Sarrondo y Antón Llamoso
acechan como grullas tus movimientos y los de tus secuaces; es porque no he echado
en saco roto tu intención de matarme, y no es esa la muerte que aspiro tener. Me tan
contado soldados de tu propio bando, y espíritus del otro mundo que son mis más
diestros espías, cómo acudiste presuroso a la tienda de don Fernando de Guzmán, a
amedrentarlo con ciertas supuestas malignidades mías y a pedirle que me colgase de
un árbol, y me contaron igualmente los dichos espíritus que él te respondió: «Antes
que matar a Lope de Aguirre que tan buen amigo me ha sido, habéis de matarme a mí
y echar mi corazón al río», a fe mía que se portó esta vez como un magnífico señor.
Lo que no me es posible sufrir, Juan Alonso de La Bandera, es que pretendas
usurpar los atributos correspondientes a mi grado de maese de campo, estando el tuyo
de teniente general situado por debajo del mío: enviaste a Sancho Pizarro con veinte
hombres a remontar un río y buscar bastimento sin consultar antes mi opinión ni
solicitar mi licencia; despachaste a Alonso de Montoya con otros veinte hombres a
descubrir pueblos y matar indios sin que yo me enterase de esta disposición. Por no
poder tolerar tu atrevimiento, Juan Alonso de La Bandera, al cielo pongo por testigo
que te lo he de cobrar.

El general don Fernando de Guzmán se ha puesto en la rigurosa obligación de


elegir entre dos graves peligros, y vacila y cavila mientras paladea sus buñuelos de
yuca. Don Fernando adivina que tú, toledano envidioso y desaforado, andas rumiando
el crimen de arrancarle el mando y la vida para convertirte en caudillo único de esta
jornada. Don Fernando presiente de mi lado designios oscuros que no alcanza a
determinar. Mi malicia me fuerza a entender que finalmente se inclinará su balanza a

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la parte tuya, pues el temor que a mí me tiene es al presente mucho menor que el que
te tiene a ti.
—Sepa Vuestra Excelencia, general y amigo mío don Fernando de Guzmán, que
no son mis deseos causarle a Vuestra Excelencia angustias ni calamidades de ningún
género. Había venido hoy a la presencia de Vuestra Excelencia impelido del deber de
referirle cómo el teniente general Juan Alonso de La Bandera se toma por su cuenta
para sí mandos y gobiernos que pertenecen a mi cargo de maese de campo. Mas al
acercarme a Vuestra Excelencia y hallarlo tan atribulado ha variado de súbito mi
pensamiento, y solo quiero pedirle con corteses palabras a Vuestra Excelencia que me
exima de este oficio de maese de campo, excesivo para mi edad madura y superior a
mis flacas fuerzas, y me nombre en cambio para capitán de caballos, pues montar y
domar estas nobles bestias han sido siempre mis ocupaciones, amén de que en el real
ya no hay caballos pues todos nos los hemos comido. Haga Vuestra Excelencia maese
de campo a Juan Alonso de La Bandera, que tanta gana tiene de serlo, y que es un
mozo bravo y despabilado que a buen seguro escuchará mis consejos. Líbreme
Vuestra Excelencia de las enojosas incomodidades que el mando trae consigo, pues
precio más consagrarme al cuidado de mi hija Elvira que todo el oro del mundo,
porque aunque es mestiza la quiero mucho, y además mis huesos necesitan reposar un
poco ya que ha muchísimas noches que no duermo.
Acogió de buen talante don Fernando esta proposición mía que lo libraba de
dificultades, te nombró a ti, Juan Alonso de la Bandera, para maese de campo, a más
de teniente general que ya lo eras, y entonces se te subieron hasta el tope los humos
de grandeza, tan ensoberbecido andabas que no te cabía un alfiler en el culo, la diste
en maltratar a los soldados gritándoles insultos y haciéndoles humillaciones, tornaron
a llamarte en sus corrillos la Valentona, tan crecido te sentías que no supiste
aprovechar aquel fortunado trance para quitarme la vida antes que fuese demasiado
tarde, no prestaste atención a los sanos consejos que sin duda te susurraba doña Inés
bajo las sábanas, «¿porqué no acabas de darle garrote a ese cojo maldito y
siniestro?», la verdad es que yo dormía con ambos ojos abiertos, y que mientras tú
agraviabas a la gente yo veía crecer el número de mis amigos, Pedro de Munguía,
Martín Pérez de Sarrondo, Juan de Aguirre, Nicolás de Zozaya, Pedro de Arana,
Diego Sánchez Bilbao, Juan Lascano, Juan Luis de Artiaga, Martín de Iñiguez,
Joanes de Iturraga, Enríquez de Orellana, Diego Tirado, Alonso Rodríguez, Antón
Llamoso y no pocos otros, son mis invencibles marañones, tiene razón de sobra tu
hermosa concubina doña Inés de Atienza al avisarte que soy un cojo maldito y
siniestro.

Los prudentes cambios de mando que hizo el gobernador don Fernando, en lugar
de aquietar sus íntimos recelos, no sirvieron de otra cosa que de agrandarlos. Juan
Alonso de La Bandera volvióse más insolente y peligroso en virtud de la abundancia

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de poderes que el Gobernador acumuló en sus manos. Sospecha al mismo tiempo el
general Guzmán que yo Lope de Aguirre no me he resignado a verme capitán de unos
caballos ya difuntos tras haber sido constructor de dos bergantines verdaderos y
maese de campo con la entera autoridad del cargo. Acongojado y liberal viene a
visitarme en mi bohío.
—Quiero haceros saber, valiente y esforzado capitán Lope de Aguirre, que antes
de volvernos al Perú os será restituido vuestro cargo de maese de campo, al cual
habéis renunciado muy a mi pesar, y la cual resolución vuestra vime forzado a
aceptar por motivos de cordura y seguridad que no escapan de vuestro entendimiento.
Tres días más tarde repite su visita, me encuentra amolando un puñal sobre una
laja blanca que Antón Llamoso sacó del río.
—Cuando de nuevo nos hallemos en el Perú, bizarro capitán Lope de Aguirre,
que algún día volveremos allí vencedores y triunfantes, será acción de buen juicio
que apretemos nuestros lazos de amistad, pues ambos hemos sido los acometedores
principales de estas hazañas. Yo os propongo con voluntad sincera que concertemos
desde este día el matrimonio de vuestra hija Elvira con mi hermano Martín de
Guzmán, que es soltero y vive en la ciudad de los Reyes. Vino a ser mi hermano
Martín el menor entre nosotros, los Guzmanes de Sevilla, y es por añadidura mozo de
buen parecer y dotado de válidas prendas morales.
Doyme yo por contento y satisfecho, agradezco el honor que se nos hace a mi hija
mestiza y a este humilde soldado vascongado, aunque si bien se mira el linaje de los
Aguirres de Oñate viene caminando de más lejos que el de los Guzmanes de Sevilla.
Mi niña Elvira tiene solamente dieciséis años, tal vez quince, nunca ha cruzado mi
mente la intención de casarla con hombre alguno, empero le digo a don Fernando que
considero esta boda como el don más crecido que pudiera otorgarme.
El domingo en la tarde se llega una tercera vez don Fernando a nuestro bohío,
agora la requerida es mi niña Elvira, el visitante se aparece cargado de presentes, trae
telas de seda y terciopelo que ayer pertenecieron al gobernador Ursúa, con niña, que
son los de celebrar en el Perú vuestras bodas con mi hermano Martín de Guzmán,
quien al veros quedará enamorado de vuestros encantos, y más aún cuando aprecie
seguidamente vuestra discreción y bondad de alma. Vuestro padre Lope de Aguirre
me ha dicho y confirmado que acogéis con mucho gusto mi petición, y por ello he
venido a veros para haceros saber que al partir de este instante os trataré como cuñada
mía y que todos los hombres del real os llamarán doña Elvira.
Luego le besó la frente con gran ceremonia, mi niña Elvira lo miraba escudada
con una sonrisa tímida o incrédula; por mi parte me dije: Lope de Aguirre, ha llegado
la hora de hablar sin tapabocas los asuntos con el capitán de la guardia Lorenzo
Zalduendo.

Este Lorenzo Zalduendo cuya alianza debo procurar es otro bellaco de baja ralea,

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no me hago fantasías. Los hechizos excesivos de doña Inés de Atienza lo sacaron de
seso desde el momento en que la vio por vez primera, se le adelantó Juan Alonso de
La Bandera en la conquista y posesión de la hermosa mujer, anda con su rencor a
cuestas como perro desdeñado. Lorenzo Zalduendo vino a esta jornada en compañía
de una barragana que trae consigo desde Trujillo, la María de Montemayor, que cuece
los mejores buñuelos del Nuevo Mundo, manceba desventurada a quien piensa
arrojar al río el día en que consiga los favores de doña Inés. En tal caso, dígome yo,
considerando lo rolliza que es María de Montemayor y lo bien que guisa los
palominos, no faltará un soldado caballeroso que la saque de las aguas y la ampare en
su lecho.
A Lorenzo Zalduendo no le permiten vivir en paz la lascivia y los celos. Lo tengo
por sujeto depravado que sueña dormido y despierto con asquerosas fornicaciones, se
ha revolcado con mil putas distintas en jergones de zahúrdas y mancebías, le han
podrido la sangre todas las enfermedades infernales, cuando llegó al Cuzco como
enviado de Pedro de Ursúa su primer interés fue preguntar dónde hallaría coño de
ramera que joder. ¡Ay de ti, Lorenzo Zalduendo! Todas las desenfrenadas
concupiscencias de tu putesco pasado volviéronse polvo de harina al cautivarte doña
Inés con sus ojos oscuros, sus anchas nalgas de mestiza y sus pequeños senos
redondos. Te morías de envidia a media noche cuando la imaginabas desnuda entre
los brazos de Pedro de Ursúa, te mueres de furor agora cuando la imaginas desnuda
entre los brazos de Juan Alonso de La Bandera, por amor a doña Inés me ayudaste a
matar al primero, por amor a doña Inés me ayudarás a matar al segundo.
—Escuche vuestra merced atentamente, capitán Lorenzo Zalduendo, las graves
novedades que vengo a darle. Es el caso que el maese de campo Juan Alonso de La
Bandera, alborotado por su hinchazón y pretensiones, viene tramando en Su corazón
traidor una conjura encaminada a derribar y matar a don Fernando de Guzmán, y
matar asimismo a vuestra merced pues siempre ha temido que lo despoje vuestra
merced de su privanza con doña Inés, y matarme a mí pues me sabe su mortal
enemigo, y matar al mayordomo mayor Gonzalo Duarte por castigar la grande
confianza que el Gobernador le tiene.
No necesito de más palabras para convencerlo y persuadirlo. Mayor fuerza que
mis razones tiene su sueño de ver un día a Juan Alonso de La Bandera tendido en
tierra con una pala clavada en el pecho, y hallar luego a doña Inés sola y acurrucada
en su bohío. El mayordomo Gonzalo Duarte, cuya probable ahorcadura por mí
avisada lo puso declaradamente de nuestro bando, nos conduce sin dilación a la
tienda de don Fernando de Guzmán y ahí es Lorenzo Zalduendo quien eleva la
acusación.
—Señor Gobernador, a quien Dios guarde, hemos venido a revelar a Vuestra
Excelencia la noticia de un levantamiento que anda fraguando el maese de campo
Juan Alonso de La Bandera, desvergüenza de la cual ya tienen conocimiento muchos
soldados del real, pues el dicho traidor no disimula sus torcidos apetitos. En

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compañía de seis desalmados secuaces suyos, entre los cuales se descuella el perverso
matador Cristóbal de Hernández a quien ha prometido hacerlo maese de campo, se
dispone a asaltar el real en una madrugada próxima y apuñalear cruelmente a Vuestra
Excelencia y al mayordomo mayor Gonzalo Duarte aquí presente, entre tanto el
capitán Lope de Aguirre y yo seremos llevados sin confesión a la horca. Proceda
Vuestra Excelencia sin tardanza a castigar al instigador de tanta villanía, que los
oficiales y soldados se enterarán de ese castigo con grande regocijo, pues están hartos
de sus maltratos y vejaciones.
Y como el general don Fernando permaneciese perplejo y callado, procedí yo a
aplacar su incertidumbre con las siguientes palabras:
—Deme licencia Vuestra Excelencia para atajar las ambiciones del insolente La
Bandera que yo le aplicaré el mejor remedio que se ha inventado en el mundo.
Con esto, oída mi petición y sabiendo mi ánimo tan determinado, don Fernando
cesó de dudar y nos dio su consentimiento para hacer lo que más conveniente nos
pareciese.

Don Fernando de Guzmán los convidó el domingo de carnestolendas a jugar la


primera en su tienda. El teniente general Juan Alonso de La Bandera, el capitán de
infantería Cristóbal de Hernández, el sargento mayor Sancho Pizarro y el
comendador Juan Gutiérrez de Guevara eran los cuatro que intervenían en la partida.
Juan Alonso de La Bandera, ¡válgame Dios!, gozaba de suerte tan venturosa en el
envite como en el amor. En aquel último y trágico instante de su vida tenía entre las
manos un lindo flux de bastos o por mejor decir, un siete, un caballo, una sota y un
cinco de ese mismo palo. Seguro estoy de que iba a echar su resto, y a ganarles un
puño de escudos a sus compañeros, cuando un negro destino se entremetió en su
camino.
El secretario de don Fernando de Guzmán, un bachiller que se decía Gonzalo de
Guiral, llegó jadeante a darnos oportuno aviso. Lorenzo Zalduendo y yo habíamos
emboscado diez bravos soldados escogidos entre aquellos que mayor malquerencia le
tenían a Juan Alonso de La Bandera. Con todos ellos armados de agujas, espadas, y
arcabuces entramos de rondón en la tienda del gobernador don Fernando, que ya la
puerta nos había sido abierta por el mayordomo Gonzalo Duarte.
Lorenzo Zalduendo dio orden de disparar y al punto tronaron los arcabuces. Juan
Alonso de La Bandera no alcanzó a levantarse de su silla, una pelota le destrozó el
hombro derecho, la espada de Lorenzo Zalduendo lo remató clavándose en su
corazón, los cuatro naipes de bastos cayeron sobre la mesa tintos en sangre, aquel que
fuera en vida un guerrero apuesto y valentón doblóse cual muñeco de retablo, de su
cuerpo derrumbado manaba sangre por no sé cuántos agujeros.
Cristóbal de Hernández por su parte, cuyas primeras heridas fueron leves ya que
su muerte no era para nosotros sino un escarmiento accidental, tuvo tiempo de ganar

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la puerta y correr desbocado hacia la orilla del río. Era aquel Cristóbal de Hernández
el hombre al cual más odio le tenía toda la gente del campo, nadie le perdonaba sus
tiranos procederes del presente ni su pasado tenebroso, fue violador de mujeres en la
villa de Guancavilca, fue torturador de infelices indios chiriguanas en la Plata, Juan
Alonso de La Bandera tenía en mientes nombrarlo maese de campo, en tal caso más
de la mitad de nosotros habría perecido a manos de este caifás sanguinario, agora
corre despavorido y se arroja de cabeza en el río tratando de escapar de una muerte
inevitable. Cuantas veces asoma la cabeza del agua procurando aire que respirar o
pidiendo a voces confesión, le llueven pedradas y disparos de arcabuz hasta que uno
de estos le da en mitad de la frente y seguidamente nos amontonamos todos para
mirar complacidos desde la playa cómo su cuerpo muerto se lo llevan las aguas río
abajo.
En esta sazón, Inés de Atienza, no lloras tú amargamente ni suplicas que te
permitan enterrar el cadáver de tu amante. Parada y tiesa como un pino a la puerta de
tu bohío, la cabellera negra caída sobre tus hombros morenos, ves pasar en silencio
aquella masa ensangrentada que hasta ayer fuera el pecho jactancioso de Juan Alonso
de La Bandera. De los doce que fueron a matar el primero de enero a don Pedro de
Ursúa, todavía ocho quedan con vida, mi inconsolable Inés de Atienza.

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MUERTO COMO HA sido don Alonso de La Bandera, tan devoto de doña Inés de
Atienza como del rey Felipe, y restituido como me ha sido el cargo de maese de
campo, cambiada veo mi desgracia en ventura, ya don Fernando de Guzmán no se
puede pasar sin mis consejos, soy su futuro consuegro, su primer capitán, su privado
de mayor valimiento. El alma de la cuestión, dígome yo, está en conocer hasta cuáles
alturas es capaz de subir este predestinado don Fernando, ya que ambiciones no le
faltan ni apostura tampoco. Dios quiera que ambos atributos le duren hasta el final de
estas hazañas pues en tal caso los libros de historia le tienen reservado un lugar
parecido al de Pompeyo, que fue el más grande hombre del universo mundo hasta el
día aciago en que Julio César lo venció y disminuyó.
Escuchando mis consideraciones y tomando mis consejos, convocó don Fernando
de Guzmán a la plaza del poblado, por público pregón, dos juntas que mudaron por
siempre jamás el porvenir de nuestra jornada. En la primera consultó humildemente a
los oficiales y soldados si veían con gusto y conformidad que él, don Fernando de
Guzmán, siguiera andando en el ejercicio del cargo de capitán general que ostentaba
desde la noche en que dimos justa muerte al gobernador Ursúa. Mostróse don
Fernando en aquella sazón más elocuente y magnífico que nunca. «De orden del
maese campo y por disposición del general», que con tales palabras comenzaba el
bando, se hallaban remolinados en la plaza tanto los oficiales como los soldados y
demás habitantes del asiento, incluidos los indios y las mujeres, despertados desde el
amanecer por nuestros destemplados tambores. Don Fernando salió paso a paso de su
tienda, armado de una partesana y seguido por diez de nosotros, sus más leales
servidores.
«Caballeros, señores y amigos míos», de este modo dio principio a su arenga que
la gente escuchó hasta el fin con gran quietud y silencio. Dijo que el cargo de general
que tenía no le placería seguirlo teniendo si ello se volvía en disgusto para alguno.
Dijo que si habíase convertido en gobernador del campo no fue por su propia
disposición sino porque un acuerdo de esforzados capitanes lo levantó a tal dignidad,
más él, para quedar y sentirse satisfecho, necesitaba la conformidad de todos. «Os he
juntado, amigos míos, para eximirme en público de mi cargo y de igual modo estos
oficiales que me acompañan, con el objeto de que vosotros déis esos oficios
libremente a la persona que vosotros elijáis y nombréis por general». Dicho lo cual
clavó en tierra la partesana que entre las manos tenía, dando así testimonio y señal de
renunciamiento, y cruzó sus manos sobre el pecho como si fuese un sacerdote
antiguo.
A todos conmovió la generosa acción de don Fernando, tanto que yo me sentí
obligado a responderle en nombre del campo entero, le pedí de todo corazón que
aceptase de nuevo ser nuestro general y cabeza, pues estábamos dispuestos a poner
nuestras vidas por seguirle y obedecerle. No bien hube acabado de hablar cuando
comenzaron a oírse claramente vivas a don Fernando que partían de los varios
rincones de la plaza, y así quedó aclamado sin discrepancia por general, y el padre

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Henao lo bendijo en latín con gran ceremonia.
La segunda junta volvióse acontecimiento de mayor solemnidad que la primera,
ya que en el curso de ella se dieron juramentos y estamparon firmas, y la gente
enardecida se resolvió en hacer la guerra en el Perú, guerra que forzosamente ha de
ser rebeldía en contra de los oidores y virreyes, y en contra de ti, Felipe, rey español.
Martín Pérez de Sarrondo me dice que no todos los oficiales y soldados del campo se
inclinan en favor de tan extremados propósitos, algunos hay que llevan metidos en la
sangre como venenos el acatamiento a la monarquía y la veneración de sus símbolos,
otros hay que solamente sueñan con la riqueza de los Omaguas, vinieron en esta
empresa en busca de oro y no de honores, tienen consigo más alma de avarientos que
de guerreros.
—¿Cuál de entrambos caminos vamos a tomar, el de poblar la tierra en nombre
del Rey, o el de ir sobre el Perú a trabajar por la libertad de los hombres? —pregunta
don Fernando a toda la gente que había acudido a nuestro llamado—. Diga cada uno
de vosotros su parecer sin temores, que yo me atendré fielmente a aquello que
señalen los más votos.
—Yo os aconsejo, bravos marañones, como soldado viejo y de experiencia que
soy —dígoles yo, Lope de Aguirre— que os inclinéis en este trance a combatir en
tierras del Perú, nunca a seguir buscando para beneficio del Rey y sus ministros
ciudades de oro que son fábula y mentira. Voto a Dios que en el Perú nos colmaremos
de gloria y poderío, y también se llenará de riquezas aquel que le plugue. Esta debe
ser nuestra elección y no la de seguir de rodillas ante un Rey que sin oír razones nos
cortará las cabezas, pues por jamás nos perdonará la muerte que le dimos a su
gobernador Pedro de Ursúa.
El padre Henao, vestido con ropa de pontificar, dijo misa en un altar que
habíamos levantado en mitad de la plaza. Tras el ite misa est y la bendición, don
Fernando nos invitó a todos a dar el juramento que nos obligaba ante Dios y ante
nosotros mismos:
Juramos a Dios y Santa María, su gloriosísima madre, y a estos santos
evangelios y ara consagrada, que unos y otros nos ayudaremos y favoreceremos, y
seremos todos conformes en la guerra que vamos a hacer en los reinos del Perú, y
que entre nosotros no habrá revueltas ni contrarias opiniones en orden a hacerla;
antes moriremos en la demanda, favoreciéndonos unos a otros, prosiguiéndola sin
que ninguna cosa de amor, parentesco, lealtad ni otra causa alguna puedan hacer
parte para retardar el hacerla, y que en todo el discurso de la guerra tendremos por
general a don Fernando de Guzmán, obedeciéndole y haciendo todo lo que él y sus
ministros nos manden, so pena de perjuros e infames, y de caer en caso de menos
valer.
Don Fernando volvió a dar muestra de su espléndida magnificencia:
—Si algunos de entre vosotros prefiriesen quedarse a poblar la tierra, en vez de
hacer la guerra en el Perú, yo les permitiré que lo hagan y elijan el caudillo que

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deseen. Y a aquellos que me pidiesen seguir algún tiempo a nuestro lado, yo los
llevaré de buen grado y los dejaré en la isla Margarita, sin hacerles daño ni darles
castigo alguno. Mi más grande deseo y afán es que firmen y juren hacer la guerra tan
solo aquellos que tengan la voluntad de hacerla.
El padre Henao, fraile engañador que en malos infiernos arda, recibía los
juramentos en el altar. El primero en darlo fue el propio don Fernando, los oficiales y
soldados lo imitamos uno por uno, la mano puesta sobre el ara consagrada, la misma
mano abierta luego sobre el misal, nuestros tambores destemplados retumbaban
gloriosamente, las mujeres lloraban a la puerta de los bohíos, yo miraba y
escudriñaba los rostros de cada cual cuando se adelantaban a firmar, Sancho Pizarro
cerró los ojos para no ver cómo su propia mano desmentía su lealtad al rey Felipe, el
comendador Juan de Guevara no alcanzaba a disimular del todo su mala gana, Pedro
Alonso Casco quedóse arrodillado en su sitio para librarse así del juramento, Juan de
Cabanas confesó de plano su resolución de no firmar, Antón Llamoso por el contrario
quiso firmar dos veces, doscientos cincuenta marañones prometimos ante el altar de
Jesucristo nuestra palabra y fe de esforzarnos hasta la misma muerte por ganar la
libertad del Perú.

Te digo, rey Felipe, que la historia universal contará con admiración y asombro
las cosas que sucedieron en este poblado de los Bergantines, provincia de Machifaro,
en los días postreros del mes de marzo de mil quinientos sesenta y un años. Nosotros
somos doscientos cincuenta marañones desesperados, perdidos en la selva del río más
poderoso y terrible del universo, desencuadernados por el hambre y las
enfermedades, con más remiendos en el cuerpo que ropa de mendigo, sin otras armas
que un puño de arcabuces y otros tantos fierros, sin otra flota que dos barcos
construidos por nuestras propias manos, mas tenemos en cambio sobrado ánimo para
desconocerte y desafiarte a ti, excelentísimo Rey, el más ingrato y orgulloso soberano
que ha parido mujer humana.
Para hacer la guerra en el Perú con justos títulos, y así mismo para que el tamaño
de nuestra traición de lesa majestad y lesa patria no le permita mañana volver atrás a
ninguno de los que en ella andamos envueltos, es fuerza desnaturarlos de ti, de tu
corona y cetro, y de España que es tu patria y señorío. Los guerreros de Indias somos
desdichados vasallos a quienes tú, rey Felipe, de la misma manera que ayer lo hizo
Carlos tu padre, nos has forzado a trabajar de muerte y nos has desposeído de
nuestros legítimos premios, y bueno es recordar que ambas demasías fueron siempre
en tierras vizcaínas motivos suficientes para desnaturarse del señor. Todas las
rebeldías del Perú, yo me lo sé, la de Gonzalo Pizarro, la de Sebastián de Castilla, la
de Francisco Hernández Girón, perdiéronse porque jamás osaron sacudir el vasallaje,
se atemorizaron ante el desafío que significaba levantar un rey para oponerlo al
monarca de España, e izar una bandera para remediar el repudio de la bandera

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española.
Yo, Lope de Aguirre, estoy cojo y chamuscado por defender tus privilegios contra
el rebelde Francisco Hernández Girón, estoy viejo y sin dientes por obra de las leyes
de la naturaleza, carezco de la juventud y donaire que el Rey de una patria nueva está
obligado a tener. Para suplir esta falta haremos Príncipe de Tierra Firme y Perú y
Chile a nuestro general don Fernando de Guzmán, que es noble y gallardo, dadivoso
y altivo, y lo coronaremos por Rey en llegando al Perú y de esta guisa te
arrebataremos un mundo que en justicia no te pertenece. Mayores derechos divinos y
humanos de reinar en el Perú habernos nosotros, conquistadores y pobladores del
Nuevo Mundo, que los que hubo el godo Ataúlfo de reinar en España, y la verdad es
que ya ninguno le porfía a aquel afortunado vencedor el haberlo hecho. Con voz
levantada digo a los marañones que me rodean:
—Es necesario forzosamente que nos desnaturemos de los reinos de España
donde nacimos y neguemos la obediencia al Rey don Felipe, señor de ellos. Es
necesario que reconozcamos y obedezcamos a don Fernando de Guzmán por nuestro
Príncipe y señor natural, y que en llegando al Perú le demos la corona de Rey.
—Y concluyo mis razones de esta manera:
—Haciendo yo principio, digo que me desnaturo desde luego de los reinos de
España, donde era natural; y que si algún derecho tenía a ella en razón de ser mis
padres también naturales de aquellos reinos y vasallos del Rey don Felipe, me aparto
totalmente de ese derecho y niego ser don Felipe mi Rey ni señor. Y digo que no lo
conozco, ni quiero conocerlo, ni tenerlo ni obedecerlo por tal. Antes, usando total
tríente de mi libertad, elijo desde luego por mi Príncipe, Rey y señor natural a don
Fernando de Guzmán, y juro y prometo de serle leal vasallo y morir en su defensa,
como por la de mi señor y rey que es. Y en señal y muestras de este reconocimiento y
de la obediencia que como a tal le debo tener, le voy luego desde aquí a besar la
mano con todos los que quisieren confirmar y aprobar lo que he dicho en esta
elección de Príncipe y Rey a don Fernando de Guzmán; porque el que no hiciere
esto, dará claras muestras de ser otro su ánimo de lo que han sido sus palabras y
juramentos.
Los marañones ensalzaron mi arenga y siguieron mis pasos, y todos nos
encaminamos a la tienda del general Fernando de Guzmán, convenido desde este día
en Su Excelencia don Fernando, Príncipe y Rey natural en razón de nuestra propia
voluntad, único soberano del Perú y la entera Tierra Firme, consagrado por las voces
de doscientos cincuenta marañones que te hemos arrebatado hoy, rey Felipe, la alhaja
más preciada de tu corona y el pedazo más maravilloso de tu imperio.

Debo confesar que la dignidad y realeza de don Fernando de Guzmán excedieron


en muchos quilates a mis aspiraciones. No nos permitió besarle la mano cuando
llegamos de tropel a darle entera relación de cómo habíamosle aclamado por nuestro

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Príncipe, sino que nos abrazó llanamente a todos, y conmovidas lágrimas le llenaron
los ojos. Se estremecía de gozo cuantas veces uno de nosotros lo llamaba de Su
Excelencia o de Príncipe, y más todavía cuando el padre Henao, que siempre exagera
sus adulaciones, lo trató con evidente anticipación de Su Majestad.
Don Fernando convirtió su tienda de campaña en improviso palacio real y alzó a
gentilhombres a Juan Gómez y Pedro Gutiérrez que antaño trabajaron haciendo de
arrieros en Toledo y Valladolid, y nombró por maestresala a Alonso de Villena que
había sido porquero y criado en la ciudad de los Reyes, sin hacer mención de los
pajes y trinchantes, ni de la cocinera mayor que le tocó serlo a María de Montemayor
en agradecimiento de los sabrosísimos buñuelos de yuca que freía. Refiero estas
cosas alegremente mas sin intención de hacer burla de ellas, pues tengo a don
Fernando por un verdadero Príncipe y no dudo que será mañana el Rey de uno de los
más grandes imperios de la tierra, y ende le sobran razones para ejercer su gobierno
gastándose tanta pompa y arrogancia.
El Príncipe don Fernando fija cuantiosos sueldos y premios que han de ser
pagados en sus cajas reales del Perú según rezan las cédulas que sus pródigas manos
conceden: «Yo, don Fernando de Guzmán, por la gracia de Dios Príncipe de Tierra
Firme y del Perú y de Chile, gratifico al capitán de guerra Diego de Tirado con un
salario de doce mil pesos en recompensa de sus relevados servicios pasados y
presentes».
Otros piden a Su Excelencia la posesión de tierras y haciendas situadas en
diversas partes del Perú y de cuya bonanza y riqueza tienen noticia, y no faltan
algunos concupiscentes poseídos del diablo de la carne, los muy desvergonzados
pretenden que el Príncipe les conceda por decreto y cédula el derecho a refocilarse
con la mujer que traen clavada en la imaginación.
—Con todo el respeto debido solicito de Su Excelencia autoridad y permiso para
gozar a su tiempo de doña Catalina Rodríguez, que es por agora mujer casada con el
encomendero Rodrigo de Padilla en Arequipa, mas cuya fogosa condición me cuadra
a mí mejor que a él.
—Ruego con toda humildad a Su Excelencia que me de licencia para arrebatarle,
a pura fuerza si fuese menester, la concubina que tiene el padre de doctrina Serafín
Cepeda, clérigo de Guamanga, una chapetona ella de nombre Lucinda Rojas, alta de
pechos y que me haría mucho placer.
Viéndose en tales aprietos el discreto Príncipe da promesas turbias, su buen
ingenio inventa artimañas para que sus rijosos vasallos se resignen en manos de
ilusiones y esperanzas.

El Príncipe don Fernando me ha llamado a consejo con gran apremio y necesidad.


Llégome yo a su presencia, acompañado de mi fiel camarada Pedro de Munguía y de
mi no menos leal ayudante Martín Pérez de Sarrondo; este último tras larga pertinacia

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mía ha sido nombrado sargento mayor del campo en lugar del taimado Sancho
Pizarro (el dicho Sancho Pizarro vino a descender de ese modo a capitán de nuestros
quiméricos y ya comidos caballos, y yo no le quito la vista de encima). Don Fernando
nos recibe sentado a la mesa, que acaba de ser alzada por dos pajes afectados y
solícitos. El Príncipe cena solitario, a la luz de las velas de un gran candelabro.
—Os he llamado —dice con gentil desenvoltura— porque vos, mi estimado
maese de campo, habláis noche y día de volvernos triunfantes al Perú, y aunque yo
confío ciegamente en vuestro ingenio lúcido, y sé que atesoráis verdaderas
experiencias del arte militar en la cabeza, quisiera conocer de vuestros propios labios
si habéis pensado y escogido cuáles caminos de agua y tierra habremos de emprender,
y cuáles ardides de guerra habremos de usar, y cuáles fuerzas armaremos para vencer
a los virreyes y oidores, y para combatir a los ejércitos que contra nosotros enviará
sin duda alguna el rey Felipe Segundo.
—Me placen en sumo grado —dígole yo— las demostraciones de celo y
prudencia que hace Vuestra Excelencia al pedirme una relación de mis trazas y
propósitos. Tenga Vuestra Excelencia la certeza de que yo no estoy loco ni otra cosa
semejante. Quizá podría alguien llamar locura nunca vista esta demanda de
doscientos cincuenta marañones que sumidos en barrizales tan remotos, osan darse
títulos de conquistadores del Perú, libertadores de las Indias y creadores de un reino
nuevo y libre. No obstante esto, si Vuestra Excelencia escucha mi plática con
atención, verá que no son sinrazones de insano sino el fruto de cuerdos pensamientos
el orden que ha trazado mi mente con el designio de irnos al Perú y vencer a los
ministros y generales del rey español.
—Pues hablad que os oiré con todos mis cinco sentidos —dice don Fernando.
—Nuestra primera diligencia —dígole yo— será la de acabar de construir los dos
bergantines, que ya demasiado tiempo hemos gastado en esa obra, y lanzarlos luego
río abajo en busca del mar océano, no sin desembarazarnos antes de unos cuantos
traidores que aún vienen agazapados en nuestro bando. Afirmo que este río va a caer
sin remedio en el mar océano, pronóstico que no es una invención mía sino un
descubrimiento comenzado y coronado por Francisco de Orellana (en compañía de un
fraile apellidado Carvajal que soñaba perpetuamente con tetas de mujer y por tal
motivo imaginó la historia de unas tribus de amazonas que jamás fueron reales, mas
le dieron su nombre fantasioso a este poderosísimo río, en vez de Marañón que es
como propiamente debiera llamarse). Perdóneme Vuestra Excelencia esta disgresión,
y volvamos al momento en que nuestros bergantines, el «Santiago» y el «Victoria»,
caen en el mar océano y toman el rumbo de la isla Margarita, que es la tierra más
conveniente a nuestros Fines por hallarse tan cercana, por el natural pacífico de sus
habitantes, y porque su rico suelo habrá de socorrernos con abundantes provisiones.
—En la isla Margarita nadie nos espera —dígole yo— y ¡voto a Dios!, que en
virtud de esta circunstancia nos apoderaremos de ella con grandísima facilidad.
Encomiende Vuestra Excelencia la dicha misión a mis manos que yo sabré cumplirla

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en volandas. Tomaremos la Margarita y la gobernaremos tan solo por tres días que
nos bastarán para pertrecharnos de agua y bastimento, y para asaltar los navíos que en
sus costas se hallen ancorados, y para recibir en nuestro campo a decenas o centenas
de hombres que voluntariamente desearán combatir a favor de la libertad.
—El segundo escalón de nuestro viaje —dígole yo— es Nombre de Dios, adonde
seguiremos con toda presteza y donde tampoco nos estará esperando nadie, y que es
puerto de singular importancia pues en sus calles se cruzan todos los caminos que
traen los soldados de España al Perú y llevan d oro del Perú a España. La arremetida
contra Nombre de Dios la haremos tras tomar tierra en las orillas del río Saor que de
sobra conozco pues lo he navegado muchas veces.
—Desde Nombre de Dios —dígole yo— marcharemos hasta Panamá el través de
la sierra de Capira, en cuyos riscos emboscaremos cincuenta arcabuceros que
cuidarán nuestras espaldas y guardarán los caminos. La toma de Panamá habrá de ser
la batalla más principal que haremos y venceremos en este primer curso de nuestra
guerra pues en la aguas de ese puerto nacerá nuestra flota y de esas mismas aguas nos
partiremos a cumplir en el Perú nuestro hazañoso destino.
—En el gobierno de Panamá —dígole yo— trataremos con mano recia e
implacable a los secuaces del rey Felipe que allí son abundantes y vanagloriosos,
pondremos terquedad en destruirlos sin tardanza antes que ellos intenten levantarse
contra nosotros. Tendrá entonces noticias el rey Felipe de que nuestra guerra es a
muerte, tal como ha sido siempre a muerte la guerra que España ha hecho contra todo
hombre rebelde.
—En la provincia de Panamá —dígole yo— formaremos el animoso ejército que
habrá de libertar al Perú y Chile. Es cosa sabida que en los montes de Panamá y en
las serranías del Darién ocúltanse no pocos soldados perseguidos por la justicia del
Rey, los cuales bajarán a hacerse parte de nuestras tropas. E igualmente correrán a
juntársenos más de dos mil negros cimarrones que andan huyendo en aquellas
montañas y que nos colmarán de bendiciones en sabiendo que fuimos nosotros
quienes ejecutamos la muerte del general Pedro de Ursúa, el mismo que les hizo vil
traición, y mató por la espalda a sus caudillos, y se llevó encadenado al muy confiado
rey Bayamo.
—En el puerto de Panamá —dígole yo— apresaremos los barcos de que
tengamos necesidad y pegaremos fuego a los restantes para evitar que alguno los
emplee mañana en pos de nosotros, y construiremos una o dos galeras de tres palos
en cuyas crujías irán enclavados nuestros cañones. Tenga por cierto Vuestra
Excelencia que de Panamá zarpará una flota de más de veinte navíos, llevando
embarcados a más de tres mil guerreros, con grande munición de arcabuces y
pólvora, amén de una galera proveída de artillería, un ejército diez veces más copioso
que los de Pizarro y Hernández Girón cuando estos se rebelaron contra la autoridad
de los virreyes y oidores, un ejército el nuestro que además no peleará gritando ¡Viva
el rey de España!, sino ¡Muera el rey de España!, y ¡Viva nuestro rey natural don

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Fernando!
El Príncipe ha entendido muy bien que estoy cuerdo y en mi entero juicio,
levántase conmovido de su asiento y me abraza con lágrimas en los ojos, tal como si
yo fuera su hijo, o por mejor decir, su padre.

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EN ESTE TIEMPO comenzó a correr de boca en boca la extraña novedad: yo, Lope
de Aguirre, llevo conmigo dentro de mi cuerpo un familiar, un demonio mínimo que
me obedece como siervo y me da noticia de las cosas secretas que suceden en el real
y de las marañas que se urden en contra de mi persona. El familiar se llama
Mandrágora y es una nubecilla que nadie alcanza a verla, Mandrágora se cuela en los
bohíos a media noche, Mandrágora escucha las murmuraciones para contármelas
luego, Mandrágora está en todas partes pues (según el testimonio de los Libros
Sagrados) los demonios están en todas partes al igual que Dios, Mandrágora y yo
hemos firmado (con sangre de mi dedo meñique izquierdo) un pacto por cuya fuerza
y virtud él me advertirá de los peligros que corro y de las traiciones que en el campo
se fragüen, y yo le entregaré mi alma en cambio a la hora de mi muerte. He hecho un
lindo negocio ya que he vendido un alma cuyo fatal signo no era otro que el infierno,
pienso además que Dios es infinitamente misericordioso y en último término
perdonará (después de algunos siglos de llamas y suplicios) a todos los condenados al
fuego eterno, en este perdón estarán incluidos Satanás y sus ángeles caídos, y
entonces el infierno desaparecerá, eso lo escribía San Jerónimo y lo repite
Mandrágora para consolarme y consolarse a sí mismo. Díceme también Mandrágora
que el Maligno no ha tenido jamás esa cornuda figura corpórea que le pintan los
pintores sino que es una sustancia invisible parapetada en las almas de los hombres, y
que en la dicha palestra hace sus batallas con Dios, yo no me meto a disputar de
teologías con Mandrágora pues su condición de diablo lo fuerza a saber esas materias
demasiado mejor que yo.
Después de tres meses de una residencia en tierra que quedará señalada con
mayúsculas letras de oro en la historia del Nuevo Mundo gracias a nuestro juramento
de libertad, nos partimos del poblado llamado los Bergantines. El «Santiago» y el
«Victoria», que han sido construidos bajo mi mando y vigilancia, carecen todavía de
cubiertas mas son suficientemente grandes y navegadores, todos hallaremos lugar
sobre sus tablas rasas, ¡más abajo los acabaremos de armar y entonces mudarán su
tosca apariencia en donaire de briosos navíos! Doy orden de ceñir nuestra derrota a la
margen izquierda del río, así vamos costeando arenales deshabitados aunque más
saludables opino yo que los verdores de la orilla derecha detrás de los cuales es solo
una visión supuesta y mentirosa el imperio de los Omaguas.
A los tres días de navegación, siempre pegados a la mano izquierda para esquivar
de las tentaciones, hallamos un pueblo mísero que los indios abandonaron con toda
brevedad al divisar nuestros barcos en la lejanía. Tomamos tierra en busca del maíz y
el pescado en barbacoa que los indios dejaron en su huida y, al acordarnos que hoy es
Domingo de Ramos, decidimos acampar por siete días en este lugar y celebrar
devotamente la Semana Santa. El padre Henao encaramado sobre una piedra hará
conmovidos sermones acerca de la pasión de Dios y llorará hipócritamente atando a
Él lo coronen de espinas, el Jueves Santo las mujeres traerán flores del bosque para
entretejerle un monumento a la hostia consagrada, el Domingo de Resurrección

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nuestras dos disonantes campanas repicarán una y otra vez el aleluya.
Fue en esta aldea desvalida donde encontró su muerte Pero Alonso Casco, que
fuera ayer alguacil mayor y Fidelísimo amigo del infortunado gobernador Pedro de
Ursúa, y agora no alcanza a ocultar su amarga pena. Este Pero Alonso Casco es
creyente y rezador hasta no poder más, se sabe en latín las cuatro oraciones y las
letanías, quedóse arrodillado y rezongando padrenuestros cuando se les llamó a todos
a Firmar el juramento de Fidelidad a don Fernando de Guzmán, hoy Miércoles Santo
vienen a contarme dos de mis marañones vascos que Pero Alonso Casco ha gritado
en latín amenazadoras palabras que no son en ninguna manera oraciones cristianas
sino versos paganos. Tenía el tal Pero Alonso Casco una conversación con el soldado
Juan de Villatoro, y de pronto la interrumpió para mesarse las barbas y exclamar en
voz alta:

Audaces
fortuna
juvat,
timidosque
repelit.

lo cual, según aprendí de mi tío Julián de Araoz en Oñate, significa en lengua


española que la fortuna ayuda a los audaces y desdeña a los cobardes. ¿Contra quién
pretendes emplear esa audacia que predicas? ¿Pero Alonso Casco? Contra el maese
de campo Lope de Aguirre, sin duda alguna. Ordeno sin más ni más que te den
garrote, de nada te vale que el príncipe don Fernando en un rebato de magnanimidad
se resuelva en revocar mi sentencia, cuando llegan sus mensajeros a salvarte la vida
ya Hernando Mandinga y Benito Mayomba te han quebrado los huesos del pescuezo
con sus cordeles, tu cadáver yace sobre una estera, en tu pecho hay un letrero que
dice: «Por habladorcillo», quise añadir «Sit transir gloria mundi» para corresponder a
tus latines mas era esta una sentencia que aventajaba en grande exceso las medidas de
tu cuerpo.

Enterrado Pero Alonso Casco y pasada la Semana Santa, proseguimos nuestro


curso, y al cabo de otros siete días dimos en un poblado mucho más grande que el
anterior; este es un anchuroso puerto habitado por indios corteses y amorosos, aunque
también borrachos y bastante ladrones. A media legua se alza un bosque de muy ricas
maderas. Ordeno y mando dar fondo en aquel sitio y consagrarnos por entero a acabar
las cubiertas de los bergantines. Haciendo uso de mi autoridad de maese de campo
dispongo que nuestra gente se divida en tres partes y se acomode en la forma
siguiente: en la playa de más abajo se alzará el bohío principalísimo de don Fernando,
donde morará el Príncipe con su escogido número de oficiales y servidores; en la

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playa del medio, muy pegada al astillero donde serán concluidos los bergantines, me
albergaré yo en compañía de mis sesenta marañones más probados; y en la playa de
más arriba, que viene a ser nuestra banda norte, acampará el resto del ejército.
Colocados en tan prudente orden, los de abajo no podrán juntarse con los de arriba
sin que los del medio los veamos pasar.
No obstante esto, tanta y tan continuada ocupación me acarrea el aderezo final de
los bergantines (vigilar el corte de los árboles, acuciar a los carpinteros, proveer de
viandas a las mujeres que trabajan de cocineras, regañar a los negros remisos que
trasladan las tablas a los huecos de los navíos) que no logro caer en la cuenta del
peligro mortal que me rodea. El primero en darme aviso y voz de alerta es
Mandrágora, mi desvelado diablo familiar:
—Anoche celebró el príncipe don Fernando en su tienda una consulta a la cual
fueron convidados todos los oficiales del real salvo tú, Lope de Aguirre, sin haber en
consideración que eres el maese de campo. ¿De qué se trató en la dicha junta? ¿Por
qué se hizo a tus espaldas? ¿Por qué el Príncipe se esquiva de tu presencia como de la
de un enemigo?
La segunda advertencia llégame de la boca del oficial vascongado Nicolás de
Zozaya, que es verdadero marañón y amigo mío:
—Dos juntas ha hecho ya el príncipe don Fernando en ausencia tuya. Me ha
referido mi compadre el capitán Pedro Alonso de Galeas, el cual fue testigo de vista
de cuanto en ellas sucedió, que el Príncipe se muestra agora arrepentido de haber
dado muerte al gobernador Ursúa, y de haberse desnaturado de España, y de haber
aceptado la corona que en la cabeza le pusiste. Es tan inmenso su arrepentimiento que
lloró con lágrimas y sollozos, más parecía una mujercilla francesa apaleada por su
marido que un guerrero español. Así me lo refirió fielmente mi compadre el capitán
Pedro Alonso de Galeas.
—El más vil entre todos —susurra Mandrágora una vez que Nicolás de Zozaya se
ha despedido y alejado— es el fementido príncipe don Fernando, puto de
carnestolendas, nalgas de madre abadesa, que a ti te debe codo cuanto ha sido y
cuanto es, y viene a pagarte con esta rastrera follonía. Únicamente puede
comparársele el padre Henao (a quien en el infierno estamos aguardando con grande
impaciencia) que se valió del sacramento de la penitencia para imponerle al Príncipe
como pena sacrílega que te cortara la cabeza.
A la postre de Zozaya y Mandrágora viene el capitán Pedro Alonso de Galeas en
persona y me cuenta punto por punto todo lo dicho y hablado en las misteriosas
juntas de don Fernando de Guzmán:
—Lorenzo Zalduendo y el padre Henao mantuvieron empedernidos que se te
debía matar en volandillas, sin esperar un minuto más. Alonso de Montoya arguyó
entonces que sería temeridad desafiar tu ira y la de los sesenta marañones que te son
más fieles. Las razones de Montoya persuadieron al general don Fernando, y por tal
motivo tomóse la resolución de dejar para una noche en que nuestros bergantines

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estuviesen navegando, y tú durmieras descuidado y a pierna tendida en la cubierta del
«Santiago», la faena de coserte a puñaladas.
Mayor indignación produce en mi pecho la ingratitud de don Fernando que la
imagen sombría de mi futura muerte. A la media noche, acostado en mi hamaca y con
Mandrágora por único testigo, los cubro de denuestos y maldiciones:
—¡Traidores asquerosos! que queréis untar de mierda la bandera de la libertad,
hideputas que soñáis con volver a sentir en el cuello el oprobioso yugo del rey Felipe,
¡bendito sea Satanás!, que antes os escupiré y os daré muerte a todos.
Mandrágora baila y zapatea en mi interior; aunque saber que mi alma ya está
irremisiblemente perdida, le place verme acumular pecados mortales.

Ya fueron acabadas y ajustadas las cubiertas de los navíos, la gente se afana


embarcando sus armas y provisiones, predice Mandrágora que en esta víspera del
viaje se precipitarán los odios, sucederán los episodios más sangrientos y terribles,
hallarán su muerte muchos de aquellos que en contra de mi vida se conjuraban.
Ando yo atareado en la elección de las cosas más esenciales que llevarán los
bergantines, cuando se aparecen dos negros cargados de colchones, almohadas y
cofres femeniles, y pretenden subirlos a bordo y hacerles lugar en las bodegas.
Preguntóles yo quien había enviado aquellos trastes y dado aquellas órdenes, y
respóndenme ellos que obedecen mandatos del capitán de la guardia Lorenzo
Zalduendo, y entonces yo los fuerzo a volverse atrás con sus ridículos envoltorios a
cuestas.
El primero de estos colchones es el lecho de doña Inés de Atienza, la mujer más
bella del Perú; el segundo es la yacija de la otra concubina de Lorenzo Zalduendo,
una tal por cual María de Montemayor, la freidora de buñuelos; Zalduendo no
repudió a la segunda al enredarse con la primera sino que prefirió seguir folgando a
tambor batiente con ambas a dos. ¡Menguado capitán de la guardia este garañón que
en vez de desvelarse cuidando con la espada a su general se pasa las noches sirviendo
de gallo pisador a dos gallinas diferentes!
En qué oscuro barranco te has despeñado, mi pobre Inés de Atienza. Juan Alonso
de la Bandera te heredó de Pedro de Ursúa, Lorenzo Zalduendo te heredó de Juan
Alonso de La Bandera, otro cualquiera te heredará mañana, cual si fueras un botín de
guerra o una perra caminera. Este Lorenzo Zalduendo es el más puerco y más bajo
entre todos. Ha llegado en edad a más de cuarenta años, no declinan sus bríos de
obstinado fornicador, te cabalga cada noche dos o tres veces, te fatiga y lastima su
insolente virilidad de verraco, te causan asco y náusea sus quejidos acezantes, mi
sufrida Inés de Atienza, en tus lindas nalgas se cruzan las huellas de los dedos de
Lorenzo Zalduendo cuyo vicioso fuego se enardece cuando te pega.
Hay un soldado en el real que no cesa de rondarte y atisbarte, se llama Nicolás de
Zozaya y se cuenta entre los secuaces de Lope de Aguirre, es feo y retorcido como

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una higuera, tú volviste una vez el rostro para mirarlo y el hombre tembló de pies a
cabeza, la segunda vez que lo miraste se puso a murmurar palabras incomprensibles
con lengua tartamuda, la tercera vez que lo mires se postrará a tus pies como un
esclavo.
El soldado marañón Nicolás de Zozaya va en busca de Lope de Aguirre y le da
parte de un gravísimo caso:
—El capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo anda ciego de rabia contra ti,
maese de campo Lope de Aguirre, y es tan grande su furia que no se recata de
proferir amenazas. Te traigo como ejemplo palpable de su desvergüenza lo sucedido
ha poco rato, cuando llegaron de vuelta a su bohío los colchones de sus dos
concubinas. El capitán Lorenzo Zalduendo púsose en cólera y gritó delante de las
mujeres: «Me llena de amargura que un hombre de mis años y condición véase
obligado a suplicar mercedes de un advenedizo como lo es Lope de Aguirre. Pese a
tal con este perro que sin él nos pasaremos y sin él proseguiremos nuestra jornada y
estamos muy prontos para librarnos por siempre de sus impertinencias y disparates».
—¿Eso dijo? —pregunto yo.
—Eso dijo —responde Zozaya.
Mandrágora, mi advertido familiar, me aconseja en voz bajísima que no pierda un
instante más. «No olvides que Zalduendo hizo alarde de un desalmado rencor hacia ti
en las juntas que se hicieron para considerar el modo y el tiempo de matarte. El
Zalduendo, ofendido por el agravio que le hiciste a los colchones de sus rameras,
pedirá agora al general don Fernando que se dé prisa a ejecutar en tu cabeza la pena
de muerte que ellos acordaron». «Ya corre hacia la tienda de don Fernando a
suplicárselo», dice Mandrágora.
A la frente de los más bravos de mis sesenta marañones salgo empós de
Zalduendo. No lo topamos en su bohío, ha bajado hasta la tienda del Príncipe a rogar
que sea acelerado el plazo de mi muerte, no erró Mandrágora en su vaticinio.
Interrumpimos la siniestra plática con la lluvia de estocadas y cuchilladas destinadas
por entero al cuerpo de Lorenzo Zalduendo. El príncipe don Fernando grita: «¡No lo
maten!», «¡Ordeno que no lo maten!» «¡Ruego que no lo maten!», mientras salta del
uno al otro rincón del aposento. La sangre de Lorenzo Zalduendo mana por más de
cincuenta agujeros, la muerte no le da tiempo de pedir confesión, en menos que canta
un gallo entrega su alma a Lucifer.

Lope de Aguirre entendió finalmente que tras de todos aquellos rencores y


traiciones, tras de aquellas porfías que acababan siempre en sangre y muerte, estaba
tu hermosa mano, mi implacable Inés de Atienza. Lope de Aguirre percibe agora que
esa tu mano no se detendrá hasta tanto de los doce que fueron a matar a don Pedro de
Ursúa no quede ninguno con vida. Lope de Aguirre discierne agora por qué
entregaste tu cuerpo simpar a dos bellacos que te repugnaban.

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Lope de Aguirre adivina que tu futuro dueño, tu futuro siervo, tu futuro
instrumento será Antonio de Zozaya, no indigno lacayo del rey Felipe como los
anteriores sino marañón rebelde y valeroso. Lope de Aguirre llama a su lado a Antón
Llamoso y Francisco Carrión, y les hace unas señas que significan: —¡Id y matad a
doña Inés de Atienza!
Tú te hallas serena en tu bohío, peinándote la negra cabellera, dolorosa y bella
Inés de Atienza, aguardando nuevas de las horribles cosas que han de suceder en este
día. De pronto se abrirá la puerta, entrará el soldado marañón Antonio de Zozaya y te
dirá con inflamada voz: «¡Han muerto al capitán de la guardia Lorenzo Zalduendo!»,
o bien: «¡Han muerto al príncipe don Fernando de Guzmán!», o tal vez: «¡Han
muerto al maese de campo Lope de Aguirre!», cualesquiera de esas tres muertes te
será placentera, los tres fueron parte del perverso motín contra Pedro de Ursúa. Los
dioses incas de tu madre te han avisado que la sangre derramada será la de Lorenzo
Zalduendo, los dioses incas nunca yerran en sus profecías, llegará a la puerta de tu
bohío el soldado marañón Antonio de Zozaya, te dará noticia del fiero crimen, y se
quedará a dormir contigo.
Mas se abre la puerta y no es Antonio de Zozaya quien atraviesa los umbrales
sino los dos más crueles sayones del maese de campo Lope de Aguirre, Antón
Llamoso y Francisco Carrión caen sobre ti sin miramientos, te sacan a empellones del
bohío, se adentran en la selva barriendo zarzas y peñascos con tu cuerpo, mi
desventurada Inés de Atienza.
A la sombra de un árbol cuya madera es tan oscura como tus ojos te dan de
cuchilladas y lanzazos, tu sangre es olorosa como los azahares y escarlata como las
amapolas. Tú, Inés de Atienza, hija de Chestan Xefcuin que fuera concubina del
príncipe Huáscar; hija por igual del capitán Blas de Atienza que fuera soldado de
Vasco Núñez de Balboa; tú, Inés de Atienza, no pides clemencia, ni te humillas en el
llanto. Tu único gemido es el de la agonía.
Cuando llegan las esclavas a darte sepultura descubren entre los breñales el más
bello cadáver que jamás ha sido visto en estas selvas, tus airados ojos negros siguen
encendidos como lámparas, tu abundosa cabellera negra enluta desconsoladamente
los espinos, te amo, mi muerta Inés de Atienza.

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EL PRIMERO EN darme aviso del peligro fue Mandrágora mi demonio familiar, de
allí a poco vinieron con el cuento el soldado marañón Nicolás de Zozaya y el astuto
capitán Pedro Alonso Galeas, agora llaman a la puerta de mi bohío Gonzalo de Guiral
y Alonso de Villena y me refieren punto por punto todo cuanto se dijo en las últimas
juntas que se tuvieron en la posada del Príncipe con el fin de decidir mi muerte, el
Guiral y el Villena son capitán de don Fernando el uno y maestresala el otro más
presienten que esta lid habrá de resolverse en mi favor, dan este paso por escapar del
fatal destino que aguarda a todos mis enemigos, nada me importa la causa que los
mueve, los acojo con los brazos abiertos y les doy un sitio en mi corazón.
Tras de haberse querellado amargamente el Príncipe de la justa venganza que yo
ejecute en las personas de Lorenzo Zalduendo y su hermosa doña Inés (-No os
permitiré, señor maese de campo, que prosigáis cometiendo abusos y desafueros sin
mi consentimiento), y tras haber escuchado mi indignada réplica (-Vaya Vuestra
Excelencia a freír buñuelos que yo no me fío ya de su palabra ni guardo respeto
alguno por sevillanos falsarios que juegan tretas dobles), el dicho Príncipe ha
prevenido y mandado la partida de los bergantines para mañana al amanecer. Tráeme
la noticia el capitán Miguel de Serrano y comienza a decir con voz levantada el
siguiente mensaje:
—Ordena Su Excelencia el Príncipe a vuestra merced que acuda con prontitud a
su tienda para ventilar en junta de oficiales…
—Dígale vuesa merced a Su Excelencia el Príncipe que no iré. A otras juntas
donde se tomaron disposiciones que yo me sé, nunca fui convidado. Lo cierto,
capitán Serrano, es que hemos llegado a un punto el cual no le da cabida a más
conversaciones.
Ya ninguno puede llamarse a engaño, don Fernando y sus secuaces se han
dispuesto a librarse de mí quitándome la vida, yo confío en mis sesenta marañones
más constantes para impedir tal ruindad, acampo con mi gente en la mitad de la isla a
pocos pasos del lugar donde están surtos los bergantines, en los dichos bergantines he
hecho meter las municiones y los pertrechos de guerra, ambos navíos cabecean atados
con recias cadenas a dos inmensos árboles que se alzan frente a mi bohío. La
albergada del Príncipe queda allá abajo, separada de nosotros por un ancho estero que
requiere ser pasado en canoas. En el campo de arriba se asientan Alonso de Montoya
y Miguel de Bovedo con algunos soldados y no sé cuántos indios de servicio.
Alonso de Montoya y Miguel de Bovedo se hallan más a mano, mi estrella me
inclina a comenzar la justicia por ellos. Es una noche tan oscura que solamente sus
propias tinieblas se alcanzan a divisar, a la frente de veinte marañones bien armados
marcho hacia el bohío donde cenan y platican los dos oficiales, los bergantines se
harán mañana a la vela, a las diez horas de navegación mataremos a Lope de Aguirre
tal como tú Alonso de Montoya lo propusiste sagazmente, tú almirante Miguel de
Bovedo llevarás el gobierno del navío, Lope de Aguirre dormirá tendido en la
cubierta del «Santiago» de repente llegarán dos lacayos del Príncipe don Fernando a

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partirle el corazón con sus dagas, Lope de Aguirre despertará entre bocanadas de
sangre y luego expirará sin dar un grito, el Montoya y el Bovedo están conversando
una vez más acerca de esos sus turbios enredos cuando entran al aposento diez
enfurecidos marañones, los dos traidores no atinan a levantarse de sus asientos,
desfigurados quedan sus cuerpos por obra de cien estocadas y puñaladas, Alonso de
Montoya había aplazado mi muerte para un día en que el «Santiago» navegara
Marañón abajo, el almirante de mar Miguel de Bovedo tendría el mando y señalaría
el rumbo de ese navío mortal, que Dios los haya perdonado.
—Agora le toca al Príncipe —dígole yo a Martín Pérez de Sarrondo que jamás se
aparta de mi lado en los tragos crueles—. ¡Vamos!
—Tan negra está la noche —responde él— que no se distinguen los bultos de los
cuerpos, mucho menos las caras. Correremos el riesgo de matarnos entre nosotros
mismos si intentamos de asaltar en tumulto la tienda de don Fernando.
Entiendo sus razones y dígole:
—Nos pasaremos la noche a bordo de los bergantines. Si por cualquiera
circunstancia llegase a oídos del Príncipe noticia de los desastres sucedidos en la
parte de arriba, y si los oficiales del Príncipe se resolviesen en atacarnos para vengar
la afrenta, ni por pienso arrostraremos el combate sino que cortaremos las amarras de
los navíos y dejaremos a don Fernando y su corte abandonados a merced de la selva.
Mas ningún signo sospechoso llega a revelarse, ningún osado se atreve a cruzar
las aguas negras del estero para llevarle relación al Príncipe de cómo murieron
Alonso de Monjía y Miguel de Bovedo, nuestros centinelas solo escuchan
monstruosos ruidos de la selva que no cesan. Al clarear la madrugada avanzamos en
cuatro canoas por medio del estero sesenta marañones silenciosos.
—¡Tú, Nicolás de Zozaya, y los cuatro soldados que van contigo, os encargareis
de dar muerte al mayordomo Gonzalo Duarte! ¡Tú, Diego de Trujillo, junto con tus
cuatro ayudantes, daréis cuenta sin tardanza del capitán Miguel de Serrano! ¡Tú,
Diego Sánchez de Bilbao, usarás tu gente en someter y matar a Baltazar de Toscano,
que es el más peligroso entre todos esos desvergonzados! —Tales instrucciones doy
las desde mi sitio a los que van en las otras canoas.
—En cuanto a vosotros, Martín Pérez de Sarrondo y Juan de Aguirre, en vuestras
manos encomiendo la muerte del príncipe don Fernando, procurad que no os fallen el
pulso ni el tino, que si os fallaren, tú. Antón Llamoso estarás muy cerca para dar buen
fin a este negocio —dígoles a los tres que van en mi compañía.
El primer bohío que la mañana dibuja ante nuestros ojos es aquel donde duerme
el padre Henao, fraile engañador y envilecido que dijo misas solemnes para honor y
gloria del gobernador Ursúa y las repitió luego para celebrar su muerte, contóme
Mandrágora que el padre Henao mostróse ser el más arrebatado inquisidor en
aquellas juntas donde se acordó de matarme, juró y voceó allí que era preciso
destripar a esta serpiente (yo) tal como San Miguel Arcángel había destripado a
Satanás. El soldado Alonso Navarro y otro de nombre Chávez, que grande ojeriza le

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tienen al fraile porque les amenazó cierta vez con descomulgarles si no cumplían la
penitencia de entregarle al confesor (que era él mismo) una puerca que ellos habían
criado, los dichos Navarro y Chávez me suplican que les dé licencia para enviar el
reverendo a los infiernos, yo se las concedo de muy buena gana. Dios sea loado,
Alonso Navarro se mete de rondón en la capilla donde duerme el padre Henao, sin
distraerse en despertarlo le clava la espada en la panza con fuerza tanta que lo pasa de
parte a parte como un cuero de vino, el fraile comienza a dar grandes alaridos y a
decir injurias y maldiciones al borde de la muerte con lo cual Vuestra Paternidad
agrava la perdición de su alma que según Mandrágora ya estaba más que perdida.
El príncipe don Fernando despierta de su sueño al ruido de nuestros pasos de
nuestras voces de nuestras armas, asómase en camisa a la puerta de su tienda, muy
poco resta de su altiva dignidad de Príncipe, ahora es un sevillano cualquiera de esos
que tiemblan de los pies a la cabeza ante la presencia de la muerte, desque me
reconoce dice con ojos espantados:
—¿Qué es esto, padre mío?
—Sosiegúese Vuestra Excelencia —le respondo yo ásperamente— que hemos
venido a hacer un ejemplar castigo en tres capitanes que se aprestan a amotinarse.
Cuando un general no sabe ni puede defender su propia vida, le es forzado hacerlo a
su maese de campo.
Y paso sin más detenerme a lo interior de la tienda donde mis marañones cumplen
bravamente sus obligaciones. Gonzalo Duarte, Miguel Serrano y Baltazar Toscano
caen en el suelo abatidos por una tempestad de agujazos y puñaladas, valga en
disculpa de ellos que fueron quince contra tres, y valga en su condenación que ellos
eran tres sabandijas y que ninguna otra suerte merecían.
Al príncipe don Fernando no lo quise ver morir, tan solo alcance a oír el
estampido de los arcabuzazos que sobre su pecho descargaban Martín Pérez de
Sarrondo y Juan de Aguirre en la sala de al lado, cuando corrí renqueando a
persuadirme de su desventura ya estaba irreparablemente muerto, la misma puñalada
de Antón Llamoso había sido un castigo sobrante. Entre las siete víctimas de este día
aciago, el solo y único cuya desdicha me causa pesar es este mozo don Fernando que
fue en vida tan garrido, razón tuvo en llamarme padre mío al pronunciar las que
fueron sus últimas palabras, por haberlo amado tal como un hijo lo alce a general de
esta jornada y a Príncipe del Perú y Chile, ingratísimo hijo mío que pagaste mi afecto
maquinando mi muerte y preparándote a rendir nuestra bandera libre ante los pies
odiosos del rey Felipe, seguiremos la guerra adelante sin ti, infeliz hijo mío que nada
sacaste de tu padre.

Ha salido un sol claro y limpio, las terribles noticias corren por todo el real, unos
cuantos vecinos de acobardado ánimo huyen aterrados hacia los bosques cercanos,
más de veinte soldados marañones se parten en busca de los fugitivos, al mediodía se

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remolina la gente en la playa que se abre a pocas brazas de los bergantines, rodeado
por ochenta de mis marañones armados de todas armas háblole a la multitud:
—Caballeros, nadie se alborote, que la guerra trae estos disgustos; hasta aquí eran
nuestros negocios muchacherías por ser mozo el que nos mandaba; agora se verá de
veras la guerra, pues no hay quien nos vaya a la mano; lo que pretendo es ver a
vuestras mercedes muy prósperas y ponerles el Perú en las manos, para que corten a
su voluntad. Déjenme a mí hacer, que yo haré que el Perú sea señoriado y gobernado
por marañones, y ninguno de todas vuestras mercedes ha de haber que en el Perú no
sea capitán y mande a las demás gentes porque de nadie me tengo de fiar sino de
vuestras mercedes. Ténganme buena amistad, que yo haré que salgan del Marañón
otros godos y que gobiernen y señoreen en el Perú como los que gobernaron a
España.
—¡Viva nuestro general y cabeza Lope de Aguirre! —grita Martín Pérez de
Sarrondo.
—¡Viva el fuerte caudillo de los invencibles marañones! —añade mi fiel
compañero Pedro de Munguía, y me hace mucho placer el título, y lo llevaré como
insignia al pie de mi nombre.
—Seré vuestro general y caudillo —digo a toda la gente que por tal me aclama—
para hacerle al rey Felipe la cruel guerra que nunca quiso hacerle Pedro de Ursúa,
pues este era de condición servil y no rebelde, la reñida guerra que no pudo hacerle
Fernando de Guzmán pues estotro era un mancebo incierto y débil. A la guerra
vamos, marañones míos. Solamente quiero y ordeno que nadie hable de oído ni en
secreto, porque vivamos seguros y sin motines.
Seguidamente procedo como buen general a hacer los nombramientos de
importancia, prefiriendo alzar al oficio de capitanes a hombres de sangre plebeya que
a otros de mayor alcurnia. Hago a Martín Pérez de Sarrondo maese de campo, y a
Nicolás de Zozaya capitán de la guardia. Juan Gómez que fuera calafate será
almirante de mar y Juan González que fuera carpintero será sargento mayor. En
cuanto a don Juan Iñiguez de Guevara, pomposo comendador del hábito de San Juan,
a toda hora respetable y vestido de negro, que fuera grandísimo amigo y consejero de
don Fernando, despójolo de su cargo para dárselo al trianero Diego de Trujillo; y
también el arrogante Juan Álvarez de Cerrato entregará su mando de capitán al
soldado Francisco Carrión que es mestizo y casado con una india. A Diego de Tirado
lo hago capitán de caballos pues es valeroso para la guerra y viéneme a ser
conveniente ganarme su voluntad. Y a Sancho Pizarro lo confirmo en el puesto que
ocupaba no obstante que Mandrágora me ha soplado que traza enredos y follonías,
ten paciencia mi buen Mandrágora que a su tiempo le cortaremos las uñas.

A los dos días de tan enormes sucesos nos partimos de aquel poblado al cual los
murmuradores del campo bautizaron con el lóbrego nombre de la Matanza, nuestros

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bergantinos navegan a corriente y remo pues aún carecen de mástiles y velas, de estas
cosas nos proveeremos río adelante en alguna otra playa. Bordeando siempre la orilla
izquierda nos topamos el humo de unos cuantos pueblos de indios, en uno de ellos
bajaron a tierra cuarenta de mis hombres entre los cuales iba el muy embustero
bachiller y cronista Francisco Vázquez, el dicho Francisco Vázquez torna a bordo
diciendo y jurando que los indios de estos lugares son antropófagos. Francisco
Vázquez dice que al huir de nuestros arcabuces los indios dejaron grandes calderas en
las que habían cocido cuerpos humanos, Francisco Vázquez vio una pierna de niño a
medio hervir y una cabeza de anciano despellejada y con los ojos abiertos, el no
menos bachiller Pedrarias de Almesto replica en voz baja que tales historias no son
más que luengas mentiras del Francisco Vázquez tan ficticias como las amazonas de
tres tetas y el fabuloso tesoro de los Omaguas, dice por añadido Pedrarias de Almesto
que las viandas hervidas que asomaban por las calderas no eran sino lagartos
llamados iguanas que miran con ojos muy parecidos a los de los hombres tristes.
Finalmente dimos con una bonita playa que hubimos luego de llamar las Jarcias
ya que a su amparo aderezamos todo cuanto les faltaba a nuestros navíos para hacerse
dignamente a la mar. Por quince días seguidos nos anduvimos trabajando, usamos de
las hamacas y redes de pesquería de los indios naturales para trenzar las jarcias de
nuestros bergantines, apañamos las sábanas de lienzo de los soldados y las mantas de
algodón de los indios de servicio para dar fin a las velas de los barcos, los flexibles
palos del monte son mudados por nuestras manos en mástiles y antenas, los indios
abandonaron en su huida harto pescado seco y sementeras de maíz, el guiso de iguana
y yuca dice María de Arriola que es un manjar exquisito mas mi niña Elvira se niega
a probarlo.
Con grande dolor de mi ánima vime forzado a ordenar las muertes de unos
cuantos que sin causa ni razón conjurábanse alevosamente contra mí, tan ruines
villanos se hablaban de oído y se secreteaban la traza de coserme a puñaladas, en
mirándoles de frente adiviné sus disimuladas intenciones, luego las confirmaron por
verdad los avisos de dos negros abnegados que me dan cuenta de todas las
menudencias que pasan en el real.
El primero en recibir ejemplar castigo fue un soldado flamenco o tudesco llamado
Bernardino Verde o Monteverde, para tal se mudó porque el suyo era un enredado
nombre germanesco que ningún cristiano alcanzaba a pronunciar, tenía cara y quizá
pensamientos de luterano mas estos desvíos de nuestra Madre Iglesia me inquietaban
menos que su desvergüenza y desgano, el dicho Monteverde iba siempre
murmurando descontentos en su idioma, olvidábase de cumplir mis órdenes fingiendo
que no las entendía claramente, hubo de hacerlo pedazos la daga de Antón Llamoso
para que en el otro mundo aprendiera la lengua castellana.
Después de esto quiso Dios ayudarme a descubrir el motín que tramaban el
capitán Diego de Trujillo y el sargento mayor Juan González, estos caballeros
canallas pensaban cortarme la cabeza y huir con gran prisa río abajo en el bergantín

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«Santiago», a ambos les había dado yo altos cargos luego que contribuyeron
eficazmente en la derrota y muerte del príncipe don Fernando, agora me
corresponden juntándose para armar trampas criminales en contra de mi vida, ando
entre traidores que por los cuatro lados me cercan y amenazan, a veces creo que no
oigo la voz del tal Mandrágora sino la de mi propio corazón que se disfraza de
demonio familiar para revelarme los peligros, ordeno que les den garrote a Diego de
Trujillo y Juan González, y que de paso reciba la misma pena Juan de Cabanas ya que
este había sido secretario del gobernador Ursúa y más adelante se abstuvo de firmar
nuestros juramentos de rebeldía y a mí nunca dejó de mirarme con arraigado rencor.
El siguiente cuerpo difunto fue el del comendador Juan Iñiguez de Guevara,
nuestros bergantines proveídos de mástiles y velas navegaban ya con majestuoso paso
río abajo, el comendador Juan Iñiguez de Guevara era un santero hipocritón que
rezaba credos y más credos arrodillado en la cubierta, en sus sueños veía fantasmas y
gentes del otro mundo, uno de mis negros fieles hízome información de cómo el
anciano Comendador andaba mezclado en el motín de Juan González y Diego de
Trujillo, el Marañón nos arrastraba bajo la poca luz de una tarde oscurecida por nubes
de lluvia, el venerable Comendador escudriñaba la ribera lejana arrimado al borde del
«Santiago», sus espaldas vestidas de negro formaban un bulto invisible entre las
sombras, díjele yo a Antón Llamoso que le diera su merecido a ese viejo traidor y me
aparté del sitio, ¿de dónde sacó Antón Llamoso aquella espada mohosa y embotada
que usó para dar cumplimiento a mis deseos?, ¿de dónde sacó tanta vida el ruinoso
Comendador?, son misterios que mi mente no alcanza a penetrar, Antón Llamoso
dióle siete tajos que no fueron bastantes para derribarlo, sacó luego su daga y se la
hundió dos veces por los riñones sin que se vieran sus efectos, al fin tomólo en peso y
lo lanzó al río, desde las aguas daba voces pidiendo confesión y perdón de Dios,
habíame yo movido hacia la popa del navío y vi cómo su cadáver se iba borrando a lo
lejos como si fuese un punto negro. María de Arriola que hallábase a mi lado y es
muy sensitiva, conmovióse de su desgracia y rezó una avemaría por la salvación de
su ánima.
De allí a poco se sucedieron las muertes de Juan Palomo y Pedro Gutiérrez a
quienes su insolencia los perdió. Era el caso que andábamos demasiadamente
apretados en los dos bergantines, tanta era la muchedumbre: doscientos o más
españoles, veinte negros y cien piezas de servicio, no contando las gentes de las
piraguas que vienen en nuestro seguimiento y que por fuerza deberán de subir a los
navíos desque caigamos en el mar. Visto esto me resuelvo en dejar en algún paraje a
las cien piezas de servicio, o por mejor decir, a los indios que desde el astillero de
Santa Cruz de Capocóvar nos acompañan, ya encontrarán el modo de avenirse y
entenderse con sus hermanos de raza que estas regiones pueblan. Muy de mañana se
acercan a mí los soldados Juan Palomo y Pedro Gutiérrez, vienen a rogarme que
revoque lo que he ordenado, alegan que los indios antropófagos de estos bosques
habrán de comerse sin dilación a nuestras desvalidas piezas de servicio, secretéame

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Mandrágora que no los mueve la caridad cristiana sino el pesar de perder la compañía
de dos indias retozonas y preñadas que con ellos duermen y les hacen placer,
replicóles yo a los querellantes que el cuento de los antropófagos es solo charlatana
invención, dígoles además que echarnos al mar con gente de sobras podría
conducirnos al naufrago y ahogamiento de todos. Juan Palomo y Pedro Gutiérrez
retiran resignados mas al anochecer pónense a murmurar amenazadores: «Lope de
Aguirre ha matado a muchos de nuestros amigos y agora nos deja aquí nuestro
servicio; hagamos lo que se ha de hacer». Lo que se ha de hacer es darles garrote a
ambos. Juan Palomo con el cordel al cuello propóneme que le mude la sentencia de
su muerte por la de dejarlo en tierra junto con las piezas de servicio, el se obligará a
adoctrinarlas en la fe de Cristo, la pura verdad es que nunca antes mostró vocación de
ermitaño, tan solo desea y quiere quedarse cabalgando a su india a campo abierto, sus
fingimientos no lo salvan del garrote justiciero.
Otro que entregó su alma al Señor en estos días (este sin ninguna intercesión mía)
fue el desventurado padre Portillo, el pobre cura venía agonizando ha muchos meses
sin atreverse a dar el último suspiro, hablaba únicamente en desvaríos y muy escasas
palabras para acordarse de los cuatro mil pesos que le robó el gobernador Ursúa y de
cómo el dicho Gobernador lo trajo forzado y lloriqueando en esta jornada, el cadáver
del padre Portillo es un mísero fardel de pellejo y huesos, amargo desengaño
sufrieron los peces cuando lo echamos al río.
Si alguna otra muerte sucedió en esta derrota del Marañón fue la de un indio a
quien habíamos hecho cautivo en una guazábara, el soldado Gonzalo Cerrato le
arrebató una de sus flechas y le preguntó por señas si era venenosa, respondióle el
prisionero también por señas que no lo era, entonces el Cerrato le hizo con la punta
de la flecha un rasguño en la pierna izquierda del cual manó sangre, el indio
impasible no dijo palabra ni hizo gestos, a la mañana siguiente lo hallaron
emponzoñado y muerto por su propia flecha, Lope de Aguirre dice y afirma que no le
place matar indios como tenía de costumbre García de Arce, Lope de Aguirre añade
que le place mucho menos matar negros como lo hizo en Panamá el vanaglorioso
Pedro de Ursúa, en lugar de matar a los negros les concederá a todos su libertad el
mismo día de mi victoria, cosa más digna de ser contada es matar capitanes españoles
que son malos y serviles vasallos tuyos, rey Felipe a quien Dios guarde.
De súbito la serena anchura del Marañón comenzó a erizarse de pequeñas islas
grandes islas dos mil islas distintas, estremecióse el cielo sacudido por tempestades
profundas truenos retumbantes relámpagos cegadores, las aguas bajaron tanto en su
descendimiento que los bergantines estuvieron a dos dedos de encallar en los lechos
de arena, ¡oíd marañones!, de lo lejos viene subiendo el oleaje desmesurado de la
creciente, fabulosas montañas de agua salobre remontan la corriente del río se
adentran en su dulce inmensidad, los bergantines giran locamente dan consigo en las
aguas de perdidos canales, las piraguas son lanzadas a gran altura caen luego y se
hunden en un caos de furiosas espumas, las islas recién brotadas desaparecen bajo el

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embate del mar, pues es el mar quien acude a la pelea resistido a dejarse penetrar por
el río poderoso y violento, el estruendo del encuentro resuena en los abismos verdes
de la selva apaga los chillidos de cien mil pájaros acalla los gritos de los remeros a
quienes el torbellino de las aguas sepulta, repónese el río de la descomunal acometida
doblega la muralla que lo ataja prosigue su ruta hacia el mar que es su morir, aquel
claro universo cimbrado por el filo del aire es el mar, aquel bramido de tigres contra
el acantilado es el mar, aquella infinita alfombra azul extendida ante los pies de Dios
es el mar, el «Santiago» y el «Victoria» caen en el seno luminoso del mar océano, un
pequeño y viejo soldado cojo y chamuscado se empina sobre el puente del
«Santiago» y ordena con terrible voz: ¡Tomad el rumbo de la Margarita!, luego se
llega paso a paso hasta la proa del navío y allí el viento le despeina las mechas
blancas, se enfrenta a las soledades y grita: ¡Yo soy Lope de Aguirre el Peregrino!,
¡yo soy la ira de Dios!, ¡yo soy el fuerte caudillo de los invencibles marañones!, ¡yo
soy el Príncipe de la Libertad!

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LOPE DE AGUIRRE EL PEREGRINO

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TRAS DIEZ Y siete días de navegación marina los bergantines de Lope de Aguirre
divisaron las costas de la Margarita en veinte días del mes de julio de mil quinientos
sesenta y un años, hasta ese instante el tiempo había sido suave y bondadoso para con
ellos, ya cerca de la isla los embistió un temporal que separó a un bergantín del otro
en forma tal que se perdieron entre sí de vista. Es posible que Lope de Aguirre se
privara de acercarse a Pueblo de la Mar, porque era este el único lugar fortificado de
aquella tierra; o tal vez la causa estuvo en la desmaña de los pilotos Juan Gómez y
Juan de Valladares que no eran otra cosa sino un calafatero y un marinero elevados a
estos oficios; lo cierto fue que ambos bergantines vinieron a dar fondo allá lejos, en la
parte superior de la isla, y no en las playas del sur que eran las más propicias al
rumbo que traían.
El «Santiago» se abrió paso por entre olas embravecidas y echó el áncora en una
región que los indios guaiqueríes Llaman Paraguache. La playa de Paraguache es una
ensenada azul cercada de cerros verdes de escasa altura, no muy lejos canta un gallo,
¡un gallo!, grita la niña Elvira, hacía muchos meses que aquellos peregrinos no
escuchaban el canto familiar de un gallo.
«El Victoria», bajo el mando del maese de campo Martín Pérez de Sarrondo toma
puerto en la Banda del Norte, más arriba de Paraguache, doblando un cabo si se sigue
la ruta del mar, a dos leguas apenas si se va por tierra. La noticia del apareamiento de
las dos extrañas naves corrió de casa en casa por toda la Margarita. El cura Pedro de
Contreras juraba y perjuraba que eran piratas saqueadores de casas y violadores de
mujeres, ¡Dios las ampare!, mas una piragua de indios que se avecinó al borde mismo
del «Santiago» avizoró que se trataba de honrados navegantes españoles mandados
por un anciano cojo y abatido. Lope de Aguirre, para quien la artimaña y el disimulo
eran las armas más eficaces en la guerra, había escondido sus soldados bajo cubierta
como también las lanzas y arcabuces, solo se ofrecían a la vista sobre el puente las
mujeres y los enfermos. Después de los indios llegaron hasta el costado del navío dos
vecinos blancos de Paraguache, uno de ellos muy parlero que se decía Gaspar
Rodríguez subió a bordo, Lope de Aguirre lo acogió con extrema cortesía, le relató
elocuentemente la tristísima historia que había inventado. Somos los restos de una
jornada que se partió del Perú a poblar pueblos en servicio del Rey. Nuestro general y
cabeza, el muy valeroso don Pedro de Ursúa, murió de calenturas en el inclemente río
de las Amazonas. Después de esta desdicha los soldados me aclamaron a mí, Lope de
Aguirre, por su caudillo y guía para que los condujese a buen puerto. Venimos
muertos de hambre, fatigas y enfermedades, que ya no podemos tenernos en pie.
Antes de proseguir nuestra ruta hacia Nombre de Dios habernos menester de vituallas
y medicinas que pagaremos a buen precio, pues desde el Perú traemos nuestros
dineros y pertenencias que no son pocas. Permítame vuestra merced que le haga
regalo de esta capa de grana con pasamanos de oro, y de este anillo engastado en
esmeraldas, y de esta copa de plata labrada en Potosí.
Gaspar Rodríguez volvió a tierra maravillado y se dio a pregonar la magnificencia

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de los maltrechos peruleros, los vecinos movidos por la caridad los unos y por la
codicia los otros bajaban por las laderas cargados de ricas provisiones: carneros
recién degollados, gallinas muertas y desplumadas, sacos de maíz y yuca, cestos de
frutas, tinajas de vino, no parecían otra cosa sino piadosos pastores camino de Belén.

El teniente de gobernador Juan Sarmiento de Villandrando había venido a este


mundo alumbrado por el signo de la felicidad. Aún le faltaban seis meses para
cumplir los treinta años y ya había conquistado para sí la primera autoridad de la
Margarita, sin más esfuerzo que el muy dulce de haberse casado con la nieta del oidor
Marcelo Villalobos, amigo entrañable del rey Carlos V. El dicho augusto emperador
le había hecho a Villalobos donación escrita de la isla de las perlas, de por vida y con
el privilegio de poder transmitirla a sus descendientes. Así por herencia la recibió la
hija del dicho oidor Villalobos, doña Aldonza Manrique, quien a su vez la ofreció
como espléndido regalo de bodas el día en que su hija Marcela y este don Juan
Sarmiento de Villandrando contrajeron amoroso matrimonio.
Se casaron hace tres meses y ya doña Marcela anda preñadita, tendrá un hijo
varón que será hasta el fin de sus días el gobernador más gallardo y prudente que la
Margarita conociera en toda su historia, en tan risueño porvenir piensa el teniente de
gobernador tendido en una hamaca blanca que cuelga entre dos árboles de cotoperí,
de repente llegan a la Villa del Espíritu Santo dos labriegos del Norte portadores de
una insólita noticia, don Juan de Villandrando vislumbra la coyuntura que tanto lo
desvelaba: la de dejar de ser el esposo de doña Marcela Villalobos a secas para
convertirse por añadidura en poderoso dueño de incontables riquezas.
—Ha dado fondo un bergantín en Paraguache y otro en la Banda Norte, a bordo
de los dichos navíos vienen más de cien hombres hambrientos y desvalidos, salieron
del Perú por mandato del Virrey y atravesaron los ríos más grandes del universo,
suplican la ayuda de Vuestra Excelencia, seguidamente proseguirán su viaje, dicen
haber descubierto el tesoro de los Omaguas que es más rico que el mismísimo
Dorado, traen cofres atestados de plata y oro.
Don Juan de Villandrando saltó de la hamaca e hizo llamar con apremio al alcalde
Manuel Rodríguez de Silva, al regidor Andrés de Salamanca y al alguacil mayor
Cosme de León, para decidir entre ellos el modo más caritativo de socorrer a los
desdichados peregrinos. Esa misma noche hicieron ensillar sus caballos, el
gobernador Villandrando subió en uno blanco llamado Lucero que era su cabalgadura
más preciada y tomaron todos el camino del Norte ansiosos de llegar a las playas de
Paraguache junto con las primeras luces del alba.
Al pasar los caseríos se les aparejaron unos cuantos vecinos y curiosos, cuando
bajaron hacia los arenales del mar ya más de veinte personas formaban la caravana.
Lope de Aguirre había desembarcado del «Santiago» para recibirlos acatadoramente,
besó la mano del gobernador e hincó rodilla en tierra de modo que la reverencia

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pareciese obediente y humilde.
—Alzaos —dijo con su natural gentileza don Juan de Villandrando— que ya sé
que sois el caudillo de esta jornada y con el respeto que tal condición se merece os
habremos de tratar. Dispuestos estamos a brindaros toda la asistencia y auxilio que
necesitéis.
—Agradeceremos hasta la hora de la muerte las mercedes que nos ofrecéis —
respondió Lope de Aguirre, en canto sus soldados ayudaban a los recién llegados a
apearse de sus caballos y luego íbanse a atar las bestias a los árboles menos cercanos.
Continuó hablando Lope de Aguirre con tanta labia que cautivó toda la
estimación del joven gobernador, le pintó con vivos colores el río Marañón y los
prodigiosos tesoros de los Omaguas que habían descubierto, acabó su discurso
pidiéndole licencia para que sus soldados bajaran a tierra sin despojarse de sus
arcabuces y lanzones con el objeto de hacer algunas ferias con los señores vecinos, se
avino gustosamente el Gobernador con su demanda, entonces Lope de Aguirre subió
de nuevo al «Santiago» a llevar la grata novedad, al cabo de un momento aparecieron
sobre la cubierta todos los soldados que andaban escondidos en las bodegas,
surgieron de súbito vestidos con sus cotas y empuñando sus armas, una gran salva de
arcabuces espantó a los alcatraces e hizo latir más de prisa el corazón del Gobernador
y los de sus acompañantes.
Lope de Aguirre bajó nuevamente del navío, ahora venía seguido de cincuenta
marañones bien armados, no habló con el tono melifluo de antes sino de esta manera:
—Señores, nosotros hemos venido desde el Perú y volveremos al Perú para hacer
la guerra, y de paso os digo que no llevamos los pensamientos de servir al Rey, pues
el rey de España es un hombre como cualquiera de nosotros, con menos títulos y
esfuerzos de los que nosotros hemos conquistado. Y dado que no confiamos en
vuestras mercedes, ni tenemos motivo alguno para confiar, os ordenamos que dejéis
las armas y seáis presos hasta tanto adquiramos honradamente el aviamento que
habernos menester para proseguir nuestra empresa.
—¿Qué es esto? —gritó el Gobernador despavorido. Jamás sus oídos habían sido
afrentados por un lenguaje tan sacrílego, le punzaban las costillas cinco puntas de
aguja, le apuntaban a la cabeza un par de arcabuces, otro tanto le sucedía a sus
compañeros, todos sin excepción entregaron con mucha diligencia sus armas, Diego
de Tirado montó de un salto sobre el brioso alazán que había sido del alcalde
Rodríguez de Silva, asimismo apañaron dos yeguas rucias el vasco Roberto de
Zozaya y el mestizo Francisco Carrión, Lope de Aguirre montó sin apurarse sobre el
caballo blanco del gobernador, nunca había llevado Lucero sobre sus lomos un jinete
más diestro y endiablado que aquel.
¡Cuán diferente de la placentera ida fue la doliente vuelta del gobernador
Villandrando a su Villa del Espíritu Santo! El general Lope de Aguirre ofrecióse
hidalgamente a llevarlo en las ancas de Lucero, el Gobernador rechazó ofendido este
convite que tomó por vejamen, lo rechazo durante la primera legua de camino, a la

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mitad de la segunda legua comenzaron a hinchársele los pies y a quemarse su
arrogancia bajo el sol, ahí convino con subir a las ancas del caballo aunque
procurando no acercarse demasiado al jinete cuyo roce le causaba esquiva
repugnancia, en tan desairada imagen lo vio entrar su atribulada doña Marcelita a la
ciudad Capital.
El maese de campo Martín Pérez de Sarrondo, que se había juntado a la gente de
Lope de Aguirre en saliendo este del Paraguache, se pone ahora a la frente de los
hombres de a caballo que al atardecer del veinte y dos de julio, día de la Magdalena,
entran triunfantes y vencedores a la Villa del Espíritu Santo, disparan al aire sus
arcabuces y gritan ante los vecinos que se asoman a sus puertas enmudecidos y
pasmados de asombro: ¡Viva el príncipe Lope de Aguirre, caudillo de los invencibles
marañones! ¡Viva la libertad!

Las prevenciones que hizo Lope de Aguirre al apoderarse del gobierno de la


Margarita no fueron tan desatinadas ni tan crueles como le han contado a vuestra
merced. La primera de ellas fue encerrar al gobernador Villandrando y a los otros
prisioneros en el fortín de Pueblo de Mar, centinela de piedra que desafiaba al viento
con sus saeteras y la torre almenada que lo coronaba. Los presos sin grillos ni
cadenas se paseaban libremente por el patio, y al cabo de tres días se permitió a todos
que volvieran a sus casas.
Con el buen propósito de borrar todo símbolo y vestigio del dominio imperial
sobre la isla, Lope de Aguirre, mandó destruir a hachazos el rollo de madera donde en
nombre del rey se ahorcaba a la gente en la plaza del pueblo, hizo luego despedazar
las puertas del aposento donde se hallaba la caja real, confiscó las monedas de oro y
quemó los libros con las cuentas reales que dentro de esta caja estaban, quemó
también los registros y los memoriales, la historia de la isla volvía a comenzar.
Tomando providencia para preservarse contra desórdenes y motines; Lope de
Aguirre echó el siguiente bando:
«Manda el Excelentísimo Señor Lope de Aguirre, la Ira de Dios, Príncipe de la
Libertad y del Reino de la Tierra Firme y de Chile, con las demás provincias que se
incluyen de una tierra a la otra, y grande y fuerte caudillo de los marañones, que
todas las personas, vecinos y moradores, estantes y habitantes en la isla, traigan
luego ante Su Excelencia todas las armas que tuvieren, ofensivas y defensivas, so
pena de muerte, y so la misma pena se recojan al pueblo todas las personas que
estuviere en el campo, y las que no estuvieren en él no salgan fuera sin su licencia y
mandado, porque así conviene a su servicio».
Y ese mismo día hizo amarrar en una ensenada todas las canoas, piraguas y otros
barcos pequeños que en aquellas costas navegaban, y los guardó con gran vigilancia
para impedir que alguno los usara llevando a Tierra Firme noticias de lo que estaba
sucediendo en la Margarita.

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Con el fin de acrecentar el número de sus marañones con gente brava y bien
dispuesta, Lope de Aguirre hizo discursos y multiplicó razones convidando a los
hombres del lugar a seguir sus banderas. No quería soldados a la fuerza sino
voluntarios que lo acompañasen hasta el Perú en la guerra que haría para castigar a
los malvados oidores y regidores. El fruto de estos afanes fue que más de cincuenta
vecinos, mayormente jóvenes aunque había tres que pasaban de cuarenta años, se
alistaron en el bando de Lope de Aguirre que para ellos era el partido de la libertad.
Desvelándose en asegurar el abastecimiento de su ejército, Lope de Aguirre
obligó a los habitantes ricos de la isla a aportar ganados y vituallas para el sustento de
su gente; les impuso a los dichos ricos el tributo de hospedar en sus casas a los
soldados marañones; y que pusieran por inventario todos sus vinos y comidas y los
guardasen en depósito.
Puesto que los lugareños que trabajaban en los hatos y sembrados eran
continuamente embaucados por gobernantes y mercaderes, mandó Lope de Aguirre
alzar los precios que se les pagaban por sus piezas y faenas; fue obligatorio comprar
por tres reales los pollos que antes costaban dos, y por seis reales los carneros que
antes vendíanse a cuatro; y también las vacas y terneras, el maíz y los frutos fueron
mejorados en sus precios en la misma proporción.
Lope de Aguirre, por último, se esforzó por defender la integridad de las mujeres
honradas. Desde doña Marcela, la esposa del Gobernador, hasta las no menos
virtuosas consortes del criado Juan Rodríguez y del carpintero Pedro Pérez, todas
ellas fueron hospedadas decorosamente en la misma casa donde vivía la niña Elvira,
la hija del caudillo. Lope de Aguirre no vacilaba en aplicar la pena de muerte si algún
soldado se atrevía a poner la mano (contra la voluntad de la víctima) sobre el cuerpo
de una mujer honrada.
Por tan varias razones hemos dicho más arriba que el gobierno de Lope de
Aguirre en la isla de la Margarita no fue tan salvaje ni tan desatinado como lo han
contado a vuestra merced los frailes vengativos y los malos cronistas[1].
Lo que acaeció luego no lo esperaba yo ni tampoco vuestra merced, Lope de
Aguirre fue abandonado y vendido por el amigo en quien había puesto mayor
confianza y fe, de ahí adelante se hizo mucho más lóbrega e incrédula el alma del
caudillo. Pedro de Munguía había sido mi más allegado compañero, mi hermano en
las dichas y desdichas desde tiempos muy lejanos, desde aquel nunca olvidado
alzamiento de don Sebastián de Castilla en los Charcas, juntos anduvimos a matar al
general Pedro Hinojosa, juntos obtuvimos perdones con condición de que saliéramos
a combatir la rebeldía de Francisco Hernández Girón, juntos nos hallábamos en la
batalla de Chuquinga donde yo fui herido en una pierna y quedéme cojo para
siempre, juntos nos volvimos a las soledades del Cuzco, juntos nos partimos en la
jornada de Pedro de Ursúa que iba a conquistar el tesoro de los Omaguas, juntos
afrontamos los terribles sucesos que en el río Marañón nos trajo nuestro destino. Te
nombré por capitán de mi guardia luego que hube depuesto de ese oficio a Nicolás de

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Zozaya que en otro tiempo pretendió y nunca pudo llegar a ser amante de doña Inés
de Atienza. ¿En quién sino en ti, Pedro de Munguía, podía pensar yo, Lope de
Aguirre, puesto en el trance de confiar a alguien el más secreto y principal de los
encargos?
Tres naturales de la isla, que agora sirven con prontitud vigilante en el campo de
los marañones, se llegaron a la fortaleza y dieron a Lope de Aguirre novedades
extraordinarias:
—Por estos mares andan navegando dos navíos a los cuales Vuestra Excelencia
podría echar mano con grandísima facilidad. El primero de ellos pertenece al
mercader Gaspar Plazuela, a quien Vuestra Excelencia ha puesto en prisión pues se
negaba a revelar el sitio donde había escondido su barco. Por un milagro de la Virgen
del Valle nosotros supimos que el dicho barco se oculta disimulado en una ensenada,
media legua al norte de Punta de Piedra.
—¿Y el otro? —dijo Lope de Aguirre.
—El otro navío se acomoda divinamente a los propósitos y trazas de Vuestra
Excelencia. Es un barco artillado con cañón y versos, y de buen andar, que al presente
hállase surto en la costa de Maracapana, lugar este que es tierra firme aunque bastante
ahí cerca pues en pasando la salina de Araya se topa. Este otro navío navega bajo el
mando y gobierno militar del fraile Francisco Montesinos, hijo del diablo, Provincial
de la Orden de Santo Domingo, quien salió de la Margarita dispuesto a convertir en
cristianos a los indios de la Guayana, y de Maracapana no ha pasado todavía. El fraile
tiene treinta hombres consigo que de poco le valdrán pues anda desprevenido y sin
vislumbres de guerra.
¡Un navío armado de cañones y versos y defendido por un fraile! Era todo cuanto
Lope de Aguirre ansiaba y requería. Los dos bergantines que hasta la Margarita lo
habían traído, arribaron a esta isla tan rotos y maltratados que él los hizo desbaratar y
quemar. Ahora solo le era hacedero disponer de tres barcos pequeños que había
quitado con mano armada a los negociantes de la isla, y otro mediano que era del
gobernador Villandrando y que aún los carpinteros no habían acabado de fabricar.
¡Un navío proveído de cañones, defendido por un fraile y ancorado a pocas leguas de
este lugar! Lope de Aguirre hizo llamar al instante a Pedro de Munguía.
—Alista bajo tu mando a veinte soldados bien escogidos y lleva de baquiano al
negro Alfonso de Niebla, que es fiel servidor y conoce la región. Anda primeramente
a punta de Piedra, dale asalto al barco de Gaspar Plazuela y envíame toda la
mercancía del dicho barco con el portugués Custodio Hernández, que irá contigo.
Sigue tu camino con el resto de los hombres hasta Maracapana, donde hallarás el
navío del fraile provincial. No intentes guerra sino válete de maña y ligereza para
engañar a esos mentecatos y apoderarte del navío, cuéntales la historia portentosa de
nuestras aventuras en el río de las Amazonas, háblales de los indios antropófagos y de
las mujeres de tres tetas y de las bacinicas de oro del príncipe Quarica, mata sin
contemplaciones al fraile Montesinos en cuanto este se descuide, lo demás será cosa

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regocijada y sencilla, echa al mar el cadáver del fraile y torna sin dilación al puerto de
Mompatare con el navío artillado en tu poder. ¡Anda presto, Munguía!
Pedro de Munguía escogió los veinte hombres, en primer término al jerezano
Rodrigo Gutiérrez que era su compadre. Partieron de Pueblo de la Mar, con rumbo al
norgüeste, en una inmensa piragua donde podrían caber treinta y cinco hombres, si
era menester. Los seis marineros que guardaban el barco de Gaspar Plazuela en Punta
de Piedra se rindieron en oyendo el trueno de veinte arcabuces. Pedro de Munguía
ocupó el barco, y le envió en piraguas a Lope de Aguirre lo que contenía la bodega,
que eran unas cuantas arrobas de pescado salado y tortas de cazabe. La traición vino
después.
—Mi grande amigo y compadre Rodrigo Gutiérrez —dijo Pedro de Munguía a
media voz, estaban solos sentados en la popa, el sol comenzaba a alumbrar las aguas
quietas, ya el barco de Gaspar Plazuela que los llevaba había puesto la proa en
Maracapana—, he pensado muchas veces que esta nuestra aventura en servicio de
Lope de Aguirre no tiene otra salida sino el fracaso y la muerte. Ningún tirano que en
las Indias se ha levantado en contra del Rey ha dejado de fenecer en horca o garrote,
así fuese poderoso como Pizarro, feroz como Carvajal o generoso como Hernández
Girón.
—Tienes razón de sobra —respondió al poco rato Rodrigo Gutiérrez sin alzar los
ojos, pues siempre los llevaba mirando al suelo.
Aquel consentimiento le bastaba a Pedro de Munguía para pasar adelante en su
perfidia. Habló del asunto a los soldados Antón Pérez y Andrés Díaz y estos se
mostraron bien dispuestos a hacer cuanto se les mandara, tal vez olieron la ocasión de
salvar sus vidas que ya nada valían. Si el alférez Juan Martín, a quien Lope de
Aguirre había dado la encomienda de matar por su propia mano al fraile Montesinos,
intentare hacer resistencia, no habría otro recurso que aquietarlo a puñaladas.
Ninguno opuso su voluntad a la infamia de Pedro de Munguía, ni siquiera el
alférez Juan Martín. Se arrimaron a la costa de Maracapana alzando banderas
blancas, tal como Lope de Aguirre les había aconsejado, más no para mudar luego la
fingida amistad en acometida, sino para pasarse con gran desenfado al bando del rey
Felipe. Para prueba de sinceridad y sumisión entregaron todos sus arcabuces, cotas y
espadas, a un fraile dominico llamado Álvaro de Castro que se orinaba los hábitos de
tanto susto que tenía. Y cuando se apareció el Provincial en persona le hicieron entera
relación de la jornada emprendida en el Perú por el gobernador Pedro de Ursúa, y del
alzamiento de Lope de Aguirre en Machifaro, y de las muertes que se sucedieron
luego, echándole la culpa de toda esa sangre a la maldad del caudillo marañón, Pedro
de Munguía no cesaba de llamar a Lope de Aguirre el cruel tirano, el cruel tirano,
cien veces el cruel tirano.
Inquietóse sobremanera el Provincial al escuchar las espantables noticias que
Pedro de Munguía y sus secuaces le daban, un calosfrío de sobresalto sacudió a
Maracapana, más de cien hombres armados de arcabuces y picas subieron al navío

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artillado del Provincial, iban a rescatar la Margarita de las garras de aquella horrenda
fiera aunque los sangrientos crímenes que relataba Pedro de Munguía eran como para
helarle el corazón al más pintado.
Lope de Aguirre por su parte imaginóse al principio que la tardanza de Pedro de
Munguía debíase a que este había sido apresado y ahorcado por la gente del
Provincial. Tal fe tenía en la lealtad de su capitán de la guardia que ninguna sospecha
le vino al pensamiento. Para mayor desgracia, el chismoso Mandrágora, su demonio
familiar, se había sepultado en un silencio de piedra. Lope de Aguirre juntó a sus
capitanes y les habló con gran ira y coraje:
—Si llegare a hacerse verdad que mi fiel capitán y amigo Pedro de Munguía ha
sido muerto por las manos perversas de este fraile indigno, juro ante vosotros que me
lo tendrán de pagar todos los curas del universo, pues la sangre de cien monasterios
vale menos que la de un soldado marañón. A ti, Francisco Montesinos, fraile criminal
y bujarrón, te buscaré y te encontraré dondequiera que te escondas para desollarte
vivo y hacer un tambor de tu asqueroso pellejo.
Mas aquel riguroso dolor que le causaba la supuesta muerte de Pedro de Munguía
trocóse en luciferina rabia cuando el baquiano negro Alfonso de Niebla, el único de
los diez y seis enviados que rehusó de quedarse en el bando del rey de Castilla,
alcanzó a escapar de Maracapana en una canoa y llegó a la fortaleza con funestas
novedades:
—El capitán de la guardia Pedro de Munguía se ha pasado al servicio de Su
Majestad, el navío del padre provincial navega hacia este Norte y no a rendirse a
Vuestra Excelencia sino a hacerle despiadada guerra, trae bombas de fuego y cañones
y doscientos arcabuceros, Pedro de Munguía convertido en soplón y ayudante del
fraile viene con ellos.
¡El capitán de la guardia Pedro de Munguía se ha pasado al servicio de Su
Majestad! Jamás había sentido en mi pecho golpe tan recio, ni cuando doscientos
azotes injustos me desollaron las espaldas en la plaza de Potosí, ni cuando me
derribaron medio muerto en la batalla de Chuquinga, ni cuando la adversidad me
obligó a matar a doña Inés de Atienza tan hermosa. El capitán de la guardia Pedro de
Munguía se ha pasado al servicio de Su Majestad y su traición significa que en manos
de mis enemigos se hallan agora codos mis designios e intenciones, que ya no podré
asaltar de improviso a Nombre de Dios, tomar la provincia de Panamá, hacer parte de
nuestras tropas a los negros cimarrones, formar un ejército de tres mil hombres,
apresar galeras y cañones, caer sobre el Perú con una grande e invencible flota, abatir
al rey de España con el estandarte de la libertad, todo paró en humo y sueño. Maldito
seas tú, Mandrágora hideputa, que no me diste aviso de su traición, que te llevarás mi
alma a los infiernos el día de mi muerte mas a quien en este campo de perfidias te
arrojo de mi cuerpo, torpe demonio a quien abomino y escupo. Haré correr la sangre
por los valles de la Margarita, la sangre de tus frailes disolutos y de tus ministros
malvados, rey Felipe, ningún infortunio alcanzará a quebrantar mi ánimo de rebelde

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hasta la muerte, no importa que me desamparen y me vendan todos mis capitanes,
mis marañones, mis hijos.
Por vez primera lo vio la niña Elvira tan fuera de juicio, por vez primera lo vio
tan anciano, no era el fuerte caudillo de los marañones, no era el príncipe de la
libertad, era solamente un viejo loco e infeliz aquel que daba voces confusas en el
patio de la fortaleza. La niña Elvira se le acercó entonces y le dijo estas inauditas
palabras: «Padre mío, bésame».

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LOPE DE AGUIRRE tomó posesión de la Margarita durante cuarenta días y en este
tiempo mandó hacer veinte y cinco muertes que han sido condenadas y vituperadas
por letrados y romancistas. En la cuenta que le llevan sus enemigos aparecen las
dichas muertes numeradas de esta manera:

1. MUERTE DE DIEGO DE BALCÁZAR.

Momentos antes de lanzar el áncora en las aguas de Paraguache, el cruel tirano


dio orden de que le fuese dado garrote al capitán Diego de Balcázar, el cual atroz
mandato fue cumplido por dos negros llamados Francisco y Jorge que hacían el papel
de verdugos.
—La sumisión y arrodillamiento del Diego de Balcázar ante monarcas y oidores
era cosa repugnante —dice Lope de Aguirre—. En la ciudad de los Reyes jugaba a
los naipes con el virrey Hurtado de Mendoza, el mismo hacía alarde de este servil
privilegio. No me caerá jamás de la memoria aquel su destemplado gesto cuando a
continuación de la muerte del gobernador Ursúa fuera nombrado el dicho Diego de
Balizar para justicia mayor del real y entonces él respondió con voz pública: «La vara
la tomo en nombre del rey Felipe, nuestro señor, y no de otro». Intenté yo de castigar
al poco tiempo aquel improperio, mas el villano escapó de mi justicia metiéndose
bajo los faldones del príncipe Fernando y dando voces con gran desenfado, ¡viva el
Rey!, ¡viva el Rey! Frente a la costa de la Margarita le llegó finalmente su última
hora que para nosotros fue la de no seguir llevando vivo y contra su voluntad en
nuestro bando a este empedernido lameculos del rey español.

2. MUERTE DE GONZALO GUIRAL DE FUENTES.

Apenas había acabado de expirar Diego de Balcázar, mandó el cruel tirano que
también le diesen garrote a otro oficial del campo llamado Gonzalo Guiral de
Fuentes, el cual había sido muy grandísimo amigo del príncipe don Fernando, y no
obstante esto previno en cierta circunstancia a Lope de Aguirre de la celada que se
tramaba contra él para matarlo. De nada le valió agora que hiciera memoria deste
servicio, ni tampoco le concedieron la confesión que pidió compungido antes de
morir; partióse la cuerda en su garganta y hubieron de rematarlo a puñaladas.
—A fe mía —dice Lope de Aguirre— que este Gonzalo Guiral fue ciertamente
uno de los que acudieron a revelarme la conjura que el príncipe don Fernando y sus
difuntos capitanes preparaban para consumir mi vida. La traición contenta pero el
traidor enfada, así dice el refrán. Estando recibiendo su sentencia Gonzalo Guiral
pierde la color y me reprocha mi pecado de ingratitud. Sucede, le contesto, que se te
adivina en los ojos el ánimo de hacerme traición en favor de otro al igual que le
hiciste traición a don Fernando en favor mío. Cuanto a la cuerda, yo le juro a vuestra
merced que se rompió porque el Guiral de Fuentes púsose a forcejear en vez de
resignarse a morir como un soldado.

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3. MUERTE DE SANCHO PIZARRO.

Aquella misma tarde de su llegada a Paraguache, envió el cruel tirano a un


soldado de su campo, llamado Martín Rodríguez, a que fuese por tierra y guiado por
un indio guaiquerí hasta la Banda Norte, donde había dado fondo el bergantín de
Martín Pérez de Sarrondo. El dicho soldado Martín Rodríguez llevaba consigo un
sumario recado que decía así: «Venga sin tardanza vuestra merced a juntarse con
nosotros y ocúpese por el camino de dar muerte al capitán Sancho Pizarro». El
sanguinario maese de campo Martín Pérez de Sarrondo ejecutó con suma
complacencia y agrado las órdenes que había recibido. Tras bajar a tierra se apartó de
la playa con cinco hombres, y en un montecillo le quitaron la vida a Sancho Pizarro,
dándole muchas puñaladas y agujazos, tal como el cruel tirano había ordenado.
—A aquel maldito Sancho Pizarro —dice Lope de Aguirre— lo llevaba yo
clavado en la conciencia desde el principio de nuestra jornada. Considere vuestra
merced que el dicho Sancho Pizarro era oficial estimado y querido del general Pedro
de Ursúa y de Juan Alonso de La Bandera, y que ambos le confiaban las misiones
más aventuradas, Sancho Pizarro era un trujillano astuto que sabía disfrazar sus
intenciones, Sancho Pizarro era un bellaco alacranado que en un trance mortal no
habría vacilado en vaciar la carga de su arcabuz sobre el pecho de su enemigo,
¡ruegue a Dios que ese enemigo no se llame Lope de Aguirre!, era obligación ganarle
de mano para impedir que tamaña desgracia sucediera.

4. MUERTE DE ALONSO ENRIQUE DE ORELLANA.

A los dos días que el cruel tirano desembarcó en la Margarita, dio orden de
ahorcar en la plaza de la Villa del Espíritu Santo al capitán de munición Alonso
Enríquez de Orellana porque le dijeron que el dicho Orellana habíase emborrachado
la noche de la llegada y puéstose a dar voces para festejar la victoria. Este castigo se
ejecutó a medianoche, sin permitirle al reo que alegara cosa alguna en su defensa ni
concederle la confesión que piadosamente demandaba.
—Bajo la vigilancia y mando del capitán Alonso Enríquez de Orellana se
hallaban los pertrechos y la artillería de nuestro campo —dice Lope de Aguirre—.
Sepa y entienda vuestra merced que el mismo día de nuestra entrada a la Villa del
Espíritu Santo, sin conocerse aún todavía si quedaban en la isla secuaces del
gobernador que se aprestaran a hacernos guerra para libertarlo, el dicho capitán
Alonso Enríquez de Orellana abandonó su puesto en la fortaleza y se metió en una
taberna del lugar a beber vino hasta que lo trajeron al real desmayado y sin sentido.
El negro Hernando Mandinga, que ayudó a cargarlo en andas y que nunca jamás dice
mentiras ni se vale de calumnias, testifica que Enríquez de Orellana en medio de su
embriaguez amenazaba que se quería amotinar, bravatas que también oyó el bachiller
Gonzalo de Zúñiga y se las calló. Hice ahorcar sin dilación al escandaloso capitán de

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municiones Alonso Enríquez de Orellana y me aproveché de la coyuntura para alzar
hasta este oficio al más fiel de mis amigos, Antón Llamoso, el cual pese a su singular
lealtad no había pasado de sargento.

5 Y 6. MUERTES DE JUAN DE VILLATORO Y PEDRO SÁNCHEZ DEL


CASTILLO.

Dos días después huyéronse del campo del cruel tirano cinco soldados llamados
Gonzalo de Zúñiga, Francisco Vázquez, Pedrarias de Almesto, Juan de Villatoro y
Pedro Sánchez del Castillo. El general Lope de Aguirre, que rugía y bramaba con
furor de tigre, hizo llamar al gobernador Villandrando y a los alcaldes, y los amenazó
que si no aparecían los fugitivos los mataría a ellos. El Gobernador afligido y los
alcaldes espantados dieron orden de escudriñar las casas y montañas de la isla hasta
que fueran apresados los cinco marañones escapados, y tanta fue su diligencia que al
cabo hallaron a Castillo y Villatoro y los trajeron encadenados, y antes se había
rendido voluntariamente Pedrarias de Almesto que tenía una herida larga en un pie,
en tanto que Zúñiga y Vázquez jamás fueron encontrados. El cruel tirano hizo
ahorcar en un mismo árbol a Castillo y Villatoro, y le perdonó la vida
inesperadamente a Pedrarias de Almesto.
—¡Malditos sean todos los bachilleres de la tierra! —dice Lope de Aguirre—.
Bachilleres son el Vázquez, el Zúñiga y el Pedrarias, y fueron ellos los únicos que
salieron con vida de este episodio. Vuestra merced sabe perfectamente que siempre se
han perdido las guerras rebeldes en el Nuevo Mundo porque los cobardes y perjuros
se pasan al campo del Rey. El cordobés Juan de Villatoro y Pedro Sánchez del
Castillo, que era de Badajoz, fueron ahorcados la misma noche de su prendimiento y
a Pedrarias de Almesto lo eximí del castigo por una causa que después diré o que
quizá no diga nunca.

7. MUERTE DE JOANES DE ITURRIAGA.

Al décimo día de haber entrado el cruel tirano a la Margarita se determinó de


matar al capitán Joanes de Iturriaga, el cual hasta ahí había sido su amigo y paisano
muy querido, y demás desto era respetado de todo el campo en virtud de sus dotes del
alma. Hallábase el capitán Iturriaga cenando y brindando en compañía de otros varios
marañones, cuando entró al aposento el maese de campo Martín Pérez de Sarrondo,
seguido de diez ayudantes suyos, y entre todos le dieron muerte a arcabuzazos,
diciendo que lo hacían por orden que llevaban del general Lope de Aguirre. La
mañana que siguió a esta noche pareció pesarle al cruel tirano su criminal acción pues
celebróle al capitán Joanes de Iturriaga un entierro con gran pompa, y el padre Pedro
de Contreras cantó solemnemente el oficio.
—De esta muerte y de ninguna otra siento arrepentimiento —dice Lope de
Aguirre—. Entiendo agora que la culpa de mi yerro la tuvo la perversidad de Martín

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Pérez de Sarrondo, mi maese de campo, a quien llenaba de envidia la afición que toda
la gente le mostraba al bravo capitán vascongado Joanes de Iturriaga. En este tiempo
yo desesperaba viendo la tardanza de Pedro de Munguía que habíase partido a
apoderarse del navío del provincial Montesinos y tanto se tardaba en llegar que yo
comencé a temer que jamás volvería a verlo. En mal hora vino el maese de campo a
soplarme insidias, y yo que andaba ciego de ira las creí todas. Cuando reparé en mi
desatino ya no había tiempo de volver atrás. Solo me sirvió de algún alivio el hacerle
al capitán Joanes de Iturriaga un enterramiento digno de sus nobles condiciones. La
procesión fúnebre partió de la fortaleza, se detuvo más de una hora en la iglesia y
concluyó en el cementerio. Adelante iba la cruz alzada sostenida por frailes y
chantres, y a lomo de mula cuatro atabaleros golpeando apagadamente los timbales,
seguidos de cajas y tambores de parches destemplados, en medio de todos iba yo
Lope de Aguirre triste y enlutado, las banderas se arrastraban por el suelo en señal de
duelo, las campanas de la iglesia doblaban en tristísimo son, las trompetas y chirimías
se desgarraban en lamentos funerales, los altares se hallaban cubiertos de negros
crespones, réquiem acternam cantaba el padre Contreras, mas ya el capitán Joanes de
Iturriaga estaba muerto y no alcanzaba a percibir las glorias y honores que se le
rendían.

8. 9. 10, 11 Y 12. MUERTES DE JUAN DE VILLANDRANDO, MANUEL


RODRÍGUEZ DE SILVA, COSME DE LEÓN, PEDRO DE CÁCERES Y JUAN
RODRÍGUEZ.

Hallábase el cruel tirano aún desencajado por el coraje en que lo puso la huida de
Pedro de Munguía, y su furor se acrecentaba ante la vecindad del navío del
Provincial, que lo habían visto a una legua de Punta de Piedras, con cien arcabuceros
y una nube de indios flecheros a bordo, sin contar los cañones y los versos. Primero
de ir a combatirlos, el cruel tirano hizo ejecutar penas de muerte en las personas del
gobernador Juan de Villandrando, el alcalde Manuel Rodríguez de Silva, el alguacil
mayor Cosme de León, el regidor Pedro de Cáceres y el criado Juan Rodríguez, a
quienes mantenía prisioneros dentro de la fortaleza de Pueblo de la Mar. Un día lunes
los hizo subir de sus calabozos oscuros y subterráneos, sin que les fueran quitados los
grillos que llevaban puestos, y les dio la palabra de respetar y cuidar sus vidas:
«Estad confiados, señores, que aunque el fraile Montesinos traiga consigo el ejército
más grande del Nuevo Mundo, y se combatiese conmigo, y en la batalla muriesen
todos mis compañeros, os aseguro que ninguno de vosotros peligrará ni morirá por
ello». Se aquietaron bastante los ánimos de los prisioneros confortados por estas
promesas, mas el pérfido tirano jamás pensó cumplirlas. Apenas acababan de ser
llevados de nuevo los presos a sus celdas cuando entró tras ellos aquel inhumano
Francisco Carrión que diera espantosa muerte a doña Inés de Atienza en la selva
marañona; luego al punto bajaron la escalera dos negros armados de siniestros

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cordeles y cuatro soldados con las espadas sacadas; Francisco Carrión dijo a los
infelices cautivos que se encomendaran a Dios pues iban a morir y tiempo no
quedaba para llamar al padre confesor; querellóse amargamente el gobernador
Villandrando alegando que el general Lope de Aguirre les había jurado momentos
antes bajo fe y palabra que ampararía sus vidas; se lamentaron con ayes lastimeros
los otros cuatro desventurados; mas el malvado Francisco Carrión cerró los oídos a
sus razones y mandó a los negros que les dieran garrote uno a uno primero al
gobernador que era el más mozo, luego al alcalde Manuel Rodríguez, seguidamente
al alguacil mayor Cosme de León, después al criado Juan Rodríguez y por último al
regidor Pedro de Cáceres que por ser tullido y manco daba gran lástima matarlo. En
enterándose el cruel tirano de que su sentencia había tenido cumplimiento, recibió
gran contento e hizo encerrar los cinco cuerpos difuntos en dos hoyos que fueron
cavados en un rincón de la fortaleza. Más antes de darles sepultura, juntó a todos sus
soldados en torno de la estera donde estaban tendidos los mortales despojos y les hizo
este horrendo discurso:
«¡Mirad, marañones, lo que habéis hecho! Allende los males y los daños pasados
que hicisteis en el río Marañón matando a vuestro gobernador Pedro de Ursúa y a su
teniente Juan de Vargas y a otros muchos, alzando y jurando por Príncipe a don
Fernando de Guzmán y firmándolo de vuestros nombres, agora habéis muerto
también en esta isla al gobernador della y a los alcaldes y justicias, ¡védlos, aquí
están! Por tanto cada uno de vosotros mire por sí y pelee por su vida, que en ninguna
parte del mundo podéis vivir seguros sin mi compañía, habiendo cometido tantos
delitos. Y no diga ninguno yo no lo hice, ni yo no lo vi, que un hombre solo soy, y
nada del lo hubiera podido hacer si no fuese por vuestro favor».
—Jamás había sido contada una historia usando tan luengas mentiras y falsedades
como esa que vuestra merced acaba de escuchar —dice Lope de Aguirre—. Con
aquel gobernador Villandrando y sus alcaldes me extremé una y otra vez en serles
benigno; a poco de haberlos hecho presos les di la libertad; les permití que volvieran
a sus casas y les pedí que me asistieran en el buen gobierno de la isla, amistad que
ellos juraron y prometieron. ¡Ay!, al cabo de tres días vinieron mis espías a darme
noticia que el Gobernador y sus alcaldes me estaban tratando con bellaquería; les
había ordenado que prendieran y guardaran las piraguas de los indios aruacas que
venían a la isla a hacer contrataciones; el gobernador Villandrando y su alguacil
mayor Cosme de León, en lugar de acatar mi voluntad, aconsejaban a los aruacas que
se huyeran a sus casas con sus piraguas y sus atentos; entonces volví a ponerlos a
codos en prisión y a echarles grillos. Después de esto les di otra vez palabra de
conservar sus vidas, sí, cierto, mas llegóse a mí luego el soldado portugués Gonzalo
de Hernández y me reveló nuevas alevosías de aquellos truhanes; el Gobernador y sus
compañeros no habían apaciguado sus ímpetus en la cárcel, ¡válgales el diablo!,
permitíanse enviar mensajeros al navío del fraile Montesinos; «baje vuestra merced a
tierra a combatirse con estos tiranos y destruirlos», le decían en un escrito. Mudóse al

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punto mi paciencia en cólera, y puse en manos del capitán Francisco Carrión la
misión de aplicarles justicia, pues la mía no es una fiesta con ramos y flores sino una
guerra a muerte con el rey de España y sus ministros. La sola parte verdadera de esa
historia que oyó vuestra merced es aquella donde cuenta que yo junté a mis soldados
cerca de los cadáveres de los cinco agarrotados, y les dije que ya ningún marañón
podría volverse atrás ni pasarse al campo del enemigo, pues nunca jamás alcanzarían
perdón para sus delitos que eran igualmente míos. El destino de sus vidas aunque
vivan mil años es pelear a mi lado hasta la hora de sus muertes.

13. LA MUERTE DE MARTÍN PÉREZ DE SARRONDO.

Tras haber agarrotado al Gobernador y a sus alcaldes y justicias, partióse el cruel


tirano a Punta de Piedras, en compañía de ochenta y cinco arcabuceros, con ansias de
hacerle batalla y vencer al fraile Montesinos, y aprisionar vivo a Pedro de Munguía
para darle cruel muerte. Dejó como principal y cabeza de la Villa del Espíritu Santo
al maese de campo Martín Pérez de Sarrondo, el cual celebró esa misma noche una
Fiesta memorable. Fueron asadas a campo abierto tres terneras gordas, pasaron por
los gaznates de la gente varias arrobas de vino, tocaron sin parar las trompetas y los
atabais, se cantaron coplillas indecentes que aludían a las nalgas del fraile provincial.
El cruel tirano no halló ni rastros del dicho fraile en las aguas de Punta de Piedras
pues ya el navío de este había alzado velas y puesto la proa para Pueblo de la Mar (se
buscaban ambos a dos sin encontrarse); desando entonces Lope de Aguirre con gran
prisa el camino andado y tornóse a la Villa del Espíritu Santo, donde ninguno lo
esperaba tan presto. En los alrededores del poblado se topó con el capitán de
infantería Cristóbal García el cual le llevaba nuevas harto ingratas: su maese de
campo Martín Pérez de Sarrondo se había valido de la fiesta y del vino para hablar
extrañas palabras que descubrían obscuras ambiciones; dijo que en Francia no se
castigaban los delitos y culpas cometidos en contra de España; dijo que si llegase a
faltar por alguna circunstancia el viejo Lope de Aguirre ahí estaba él Martín Pérez de
Sarrondo para hacer de general y caudillo de los marañones; Cristóbal García
entendió que el maese de campo maquinaba una revuelta para matar a Lope de
Aguirre y huirse a Francia con los navíos. Cristóbal García era un simple calafate a
quien Lope de Aguirre había alzado a capitán, a Lope de Aguirre le debía todo lo que
era, por esto vino a prevenirlo del peligro. En oyéndolo el cruel tirano se determinó
de matar a Martín Pérez de Sarrondo, y en llegando a la fortaleza mandó acudir al
maese de campo a su presencia; le pidió a un soldado de poca edad llamado Nicolás
de Chávez que en cuanto el convocado cruzase la puerta le disparase su arcabuz
contra la espalda, y el mozo se mostró orgulloso de hacerlo. El disparo del Nicolás de
Chávez no alcanzó a matar de un todo al maese de campo aunque le dio una peligrosa
y mala herida que lo hizo caer bañado en sangre, mas aquel villano que era duro de
cuerpo se levanto dando alaridos que retumbaban cual bramidos de bestia

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endemoniada, y corrió enloquecido por la cámara manchando de sangre y entrañas el
suelo y las paredes. A la postre tres oficiales del tirano lo acometieron a estocadas y
puñaladas, y aun así se negaba a morir el que tantas muertes cargaba en la conciencia,
y pedía confesión el que a ningún moribundo se la había concedido, y fue finalmente
el mozo Nicolás de Chávez quien le dio la última puñalada y le segó la garganta con
su daga.
—Mil muertes como esa y muchas más merecía Martín Pérez de Sarrondo —dice
Lope de Aguirre—. Jamás habría alcanzado el perdón del Rey, jamás alcanzará el
perdón de Dios en el otro mundo; quiso hacerme una asquerosa traición que de nada
le habría valido ante el Rey ni ante Dios; ¡vive el ciclo!, que desean y buscan mi
desgracia aquellos hombres que yo creía más fieles por haberlos premiado y
amparado, mi capitán de la guardia Pedro de Munguía, mi maese de campo Martín
Pérez de Sarrondo; agora espero la traición de Antón Llamoso que me la anuncia el
corazón y la verán mis ojos, ¿también vos, Antón Llamoso, queréis matar a vuestro
hermano, queréis menoscabar la honra de vuestro padre?
Esto último lo dijo Lope de Aguirre con voz levantada y mirando a la cara de
Antón Llamoso que se hallaba presente. Fue como si un rayo abrasador hubiese caído
del cielo y ardido la rústica razón de Antón Llamoso. Con ojos desencajados se hincó
de rodillas ante el cadáver destrozado del maese de campo y de este modo respondió
a los denuestos de su caudillo:
—Insigne general Lope de Aguirre, príncipe de la liberad, hermano y padre mío,
juro por los huesos de todos mis abuelos que jamás me ha venido al pensamiento la
vil idea de desconocer tu autoridad. Encima del nombre de Dios y de los santos
pongo yo tu venerado nombre, padre mío. Maldito sea por siempre y en el infierno se
queme por todos los siglos el ánima de este infame Martín Pérez de Sarrondo que
contra ti tejía traiciones y crímenes. ¡He de beberle la sangre, he de mascarle los
sesos y el corazón!
Y juntando a su discurso la espantosa acción se abalanzó sobre el cuerpo muerto,
sorbió con sus labios la sangre que corría de la garganta acuchillada, chupó con sus
labios los sesos que brotaban de la cabeza rota.
—¡Basta ya! —gritó Lope de Aguirre.

14. MUERTE DE MARTIN DÍAZ DE ALMENDÁRIZ.

El cruel tirano llevaba en su compañía a un caballero de nombre Martín Díaz de


Almendáriz, primo hermano del finado gobernador Pedro de Ursúa, al cual le había
perdonado la vida y lo guardaba en el campo en son de preso. Por último diole
licencia de quedarse libremente en la Margarita, si así lo deseaba, cuando los navíos
rebeldes dejasen la isla para proseguir su aventura. Mas de repente el cruel tirano
mudó en mala su buena intención y envió a Francisco Carrión con cuatro verdugos,
los cuales fueron a la estancia donde se hospedaba Martín Díaz de Almendáriz y le

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dieron muerte.
—Martín Díaz de Almendáriz no podía ser amigo mío —dice Lope de Aguirre—,
pues entre él y yo corría la sangre de su primo muerto. Vuestra merced debe saber
que no es de buen general dejar enemigos a sus espaldas. Por las cuales razones lo
hice matar.

15 Y 16. MUERTES DE JUAN DE SANJUÁN Y ALONSO PAREDES DE


RIVERA.

El navío del fraile Montesinos dio vueltas y revueltas en torno de la Margarita,


amenazando unas veces que desembarcaría sus arcabuceros a hacer batalla,
procurando otras ofrecer refugio a aquellos soldados que el tirano trajera consigo a
regañadientes y tuviesen la tentación de abandonarlo. En uno desos vaivenes fueron
descubiertos los soldados marañones Juan de Sanjuán y Alonso Paredes de Rivera,
que escondidos estaban entre los cardonales de una playa. El cruel tirano los acusó de
andar buscando la ocasión de huirse al navío del Provincial y los mandó ahorcar en el
rollo de la plaza.
—¿Qué otra cosa ha de hacerse con aquellos que intentan pasarse al bando
enemigo? —dice Lope de Aguirre—. ¿Lo sabe acaso vuestra merced?

17 Y 18. MUERTES DE JAIME DOMÍNGUEZ Y MIGUEL DE LOAIZA.

De los doce amotinadores que en la remota tierra de Machifaro fueron a matar al


gobernador don Pedro de Ursúa, solamente tres o cuatro quedan con vida, mi difunta
Inés de Atienza. Uno dellos es Alonso de Villena, que ayer fuera maestresala del
príncipe don Fernando y hoy es alférez general del cruel tirano y participante de todas
sus maldades y delitos. Alonso de Villena comienza a adivinar perdida la temeraria
empresa de Lope de Aguirre, Alonso de Villena intenta fabricar un descargo para
defenderse mañana de las justicias reales. Alonso de Villena hace salir el rumor de
que está trazando un alzamiento contra el tirano, claro está que van a buscarlo los
negros agarrotadores, mas ya Alonso de Villena ha saltado las bardas del corral y
escapado a lugar seguro. No alcanzó el cruel tirano a hacer escarmiento en la cabeza
de Alonso de Villena; hubo de consolarse echando mano a dos de sus allegados; el
primero llamado Jaime Domínguez Pareció de siete puñaladas que le dio Juan de
Aguirre, mayordomo y familiar del tirano; el segundo se decía Miguel de Loaiza y los
cordeles de los negros le arrancaron la cabeza.
—Tras las traiciones de Pedro de Munguía y Martín Pérez de Sarrondo se han
sucedido otras en el campo, tal como el corazón me lo anunciaba —dice Lope de
Aguirre.
—No sé si habrá llegado ya a oídos de vuestra merced la noticia de cómo el
capitán Pedro Alonso Galeas me pidió prestado un brioso caballo que había sido del
gobernador Villandrando, de cómo yo incautamente se lo presté, y de cómo él se

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valió de maña y disimulo para fingir que la bestia habíase desbocado, así desapareció
de mi vista, llegó a una playa, y fugóse a Tierra Firme en una piragua que los indios
guaiqueríes le habían preparado. Agora es este hideputa Alonso de Villena el que se
huye de la ciudad dejando en los cuernos del toro a sus camaradas de conjura.
Muchas traiciones más están escritas en las estrellas; tal vez me hallaré solo y
desamparado en el trance de mi agonía; mas mi mano no cesará un instante de
combatir con los poderosos y de castigar a los infames, lo juro ante Dios nuestro
Señor.

19. MUERTE DE ANA DE ROJAS.

La más inhumana entre todas las muertes que hizo el cruel tirano en la Margarita
fue, ¡ay Dios!, la de doña Ana de Rojas, bellísima y principal señora de la Villa del
Espíritu Santo, a quien los poetas han de llamar «resplandor de lumbre clara». Un
vecino insidioso fue a contarle al tirano que el amotinador Alonso de Villena, antes
de ponerse en fuga frecuentaba la casa de la dicha dama, y que en la sala se fraguaban
los propósitos de matarlo, y que doña Ana asistía a las conversaciones y les daba su
beneplácito. La matrona fue encerrada al instante en prisión, y como hiciera
resistencia a que le echaran grillos pues la afrentaba que los carceleros le vieran y
tocaran sus hermosas piernas, el cruel tirano indignado ordenó que la sacaran a darle
garrote. No se conmovió el corazón endiablado de Lope de Aguirre ante los ruegos
del padre Contreras y de varias señoras de gran calidad que fueron a suplicarle
clemencia. Doña Ana de Rojas fue ahorcada en el rollo de la plaza y luego de su
muerte los arcabuceros hicieron puntería sobre el lindo cadáver que se estremecía
movido por el viento.
—Era de cierto muy bella la doña Ana de Rojas con sus rubios cabellos y sus ojos
azules, aunque nunca tanto como lo fuera doña Inés de Atienza, ¡válgame Dios! —
dice Lope de Aguirre—. Este malvado querubín había determinado de matarme
porque se sentía una nueva Judit, según ella confesó al pie de la horca, y veía en mi
persona la de un Holofernes abominable que sojuzgaba a su patria. Movida por sus
nefastas intenciones convidóme doña Ana a comer en su casa y brindóme allí unos
pasteles de muy deliciosa apariencia en cuyo seno había puesto ponzoña bastante
para exterminar a un ejército, como sin duda alguna hubiera perecido yo de no haber
tenido aviso a tiempo (por medio de dos de sus esclavos negros) de la celada que la
tierna y quebradiza dama me había tendido. Cuanto a esa historia de los arcabuzazos
que dispararon mis marañones sobre el cadáver de doña Ana de Rojas, créame
vuestra merced que es pura invención de mis enemigos los frailes para hacerme
aparecer delante del mundo como más fiero y perverso de lo que en verdad soy.
Jamás hubiera permitido yo que se desperdiciara pólvora y pelotas tirando sobre el
cadáver desarmado de una mujer.

20 Y 21. MUERTES DE DIEGO GÓMEZ DE AMPUERO Y FRAY FRANCISCO

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DE SALAMANCA.

Sepultada ya doña Ana en el cementerio del lugar, supo el cruel tirano que el
marido de la bella ahorcada, un caballero principal llamado Diego Gómez de
Ampuero, lloraba desconsoladamente la pérdida de su dama. El dicho Diego Gómez
de Ampuero, en razón de estar viejo y demasiado enfermo, ha mucho tiempo que sus
escasas fuerzas no le permitían gozar el cuerpo de su esposa, aunque veíase que no
malgastó los tiempos pasados pues consiguió engendrar ocho hijos en el vientre della.
Hallábase agora Diego Gómez de Ampuero en una estancia que está media legua de
la ciudad, recobrando su salud ya que para lo otro no había esperanza de remedio,
cuando se enteró el cruel tirano de las lágrimas que sin parar derramaba el viudo por
la muerte de su mujer, y se resolvió en consolarlo dando cuenta de su vida. Para el
caso envió a un tal Bartolomé Sánchez Paniagua, barrachel del campo, el cual era un
sevillano de tan malas entrañas que antes de venirse a las Indias usaba de robar niños
cristianos en los cortijos de Andalucía para vendérselos luego a los moros. Este
bárbaro verdugo llegóse a la cercana estancia en compañía de dos alguaciles y le
notificó a Diego Gómez de Ampuero que venía a ejecutar la comisión de matarlo, a
lo cual respondió el caballero: «Fenecida la vida de doña Ana, a mí no me hace placer
alguno el vivir», y suplicó que le dieran licencia para llamar a un cura que le tomase
confesión. Consintió Paniagua que viniese al sitio el fraile Francisco de Salamanca,
de la Orden de Santo Domingo, y sin más ni más les hizo dar garrote a ambos,
primero al penitente y luego al confesor, no obstante que solo tenía autoridad de Lope
de Aguirre para torcer uno.
—Nuestro barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua tornó a la fortaleza sumido en
temerosa confusión pues habíase excedido en el cumplimiento de mis órdenes —dice
Lope de Aguirre—. General Aguirre, díjome, vengo a pedirle a Vuestra Excelencia
perdón de la muerte de este fraile que no entraba en cuenta, mas el insensato me
miraba a la cara con enconados ojos, como si yo fuese Satanás en persona.
No te entristezcas por el mal sucedido mi buen Paniagua, le respondí, mas si
deseas alcanzar agora mi completa indulgencia debes andarte en busca de otro fraile
de la misma Orden, llamado este Francisco de Tordesillas, el cual por cierto me
confesó anteayer viernes y se negó groseramente a darme la absolución. Y hazlo
presto, Paniagua, para que tu diligencia permita subir al cielo a los dos monjes, juntos
y en dichosa fraternidad.

22. MUERTE DE FRAY FRANCISCO DE TORDESILLAS.

Llegóse el barrachel Bartolomé Sánchez Paniagua a dar muerte a Fray Francisco


de Tordesillas, de la orden de Santo Domingo, y lo halló rezando de rodillas delante
el altar de la muy milagrosa Virgen del Valle. El taimado Paniagua lo sacó de la
iglesia para excusarse del sacrilegio y lo llevó a empujones hasta una casa vecina. El
virtuoso ministro del Señor entendió que había llegado al último trance de su vida; se

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arrojó al suelo boca abajo, y ahí tendido y con los labios pegados a la tierra rezó el
salmo Miserere Mei, el Credo, el Pater Noster y otras devociones; y habría seguido
rezando hasta el amanecer si no le advierten los verdugos que ya eran excesivas sus
rogativas y que debía disponerse a morir, y manos a labor lo levantaron del suelo y le
echaron el cordel al cuello para darle garrote. Suplicó entonces el santo fraile a los
dichos verdugos que le diesen la muerte más cruel y dolorosa que pudiesen pues
suspiraba por ofrecer ofrenda de su sacrificio a la misericordia de Dios, y purificar su
alma desa manera. Concederé con tu demanda, díjole el perverso Paniagua, y le echó
el lazo por la boca haciéndole torcer el garrote por detrás, con lo cual lo bañaron en
sangre y le desfiguraron los labios y todo el rostro. Mas viendo que el infeliz mártir
tardábase demasiado en morir, le volvieron el cordel a la garganta y lo hicieron
fenecer.
—Era tan solo un fraile —dice Lope de Aguirre—. Ante todas cosas dígole a
vuestra merced que acato y mantengo todo lo que predica la santa madre iglesia de
Roma, que tengo entera fe en los mandamientos de Dios, mas así mismo maldigo y
aborrezco a los frailes con toda la firmeza de mi corazón cristiano, que no es poca. La
disolución de los frailes es tan grande en estas tierras que ninguno dellos, Dios
mediante, alcanzará a librarse de las llamas del infierno. No han venido a las Indias a
salvar almas sino a hacer negocios de mercaderías, a atesorar bienes temporales sin
tasa ni medida, a vender por menos de treinta monedas los sacramentos de la iglesia,
a satisfacer su lujuria en mozas no muy viejas que encima de eso les sirven de
cocineras, a aprovecharse sin paga ni caridad de los indios que trabajan en sus
repartimientos. Estos frailes que acá en el Nuevo Mundo viven son enemigos de los
pobres, ambiciosos de mando, glotones y lascivos, avarientos y holgazanes,
sodomitas y envidiosos. Y soberbios, ¡santo Dios!, más soberbios que el mismo
Luzbel. Este fray Francisco de Tordesillas que acaba de morir a manos del borracho
Bartolomé Sánchez Paniagua y que antes de morir hizo alardes de manir, era el más
soberbio entre todos y el más ruin. ¿Te arrepientes de haber dado muerte a don Pedro
de Ursúa y a otros seres humanos en el río de las Amazonas?, me preguntó en mitad
de mi confesión. Sí me arrepiento, le respondí ¿Te arrepientes de haberle quitado la
vida al Gobernador desta isla y a sus alcaldes y justicias?, me preguntó luego. Sí me
arrepiento, volví a responderle. ¿Te arrepientes de haberte alzado y tomado armas
contra tu rey natural, el glorioso Felipe de España a quien Dios guarde?, concluyó.
De esto último no me arrepiento ni siento pesar pues no es pecado, le respondí.
Negóme entonces la absolución diciendo que ante los ojos de Dios la rebeldía contra
el Rey era culpa más horrenda que matar al prójimo. ¡Bien muerto estás, fray
Francisco de Tordesillas!

23. LA MUERTE DE SIMÓN DE SOMORROSTRO.

Simón de Somorrostro se llamaba un anciano de edad de cincuenta años, el cual

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vino a la fortaleza en la hilera de naturales de la isla que se alistaron voluntarios en el
ejército de los marañones. «Vengo a servirle a Vuestra Excelencia en esta jornada
hasta verle señor del Perú o perder la vida en la demanda», así dijo Simón de
Somorrostro, y el cruel tirano lo acogió enhorabuena y lo proveyó de lanza, traje y
cota de soldado. Mas luego a los cincuenta días, el dicho Simón de Somorrostro
arrepintióse del alocado paso que había dado, y fuese ante Lope de Aguirre a pedirle
licencia de abandonar la milicia y quedarse en su casa tan igual como antes había
vivido. El cruel tirano mandó llamar a sus negros Francisco y Jorge, y les dijo:
«Llevad a este caballero, que dice estar demasiado cansado y viejo para la guerra, a
un lugar seguro donde la justicia real no pueda hacerle mal, ni los vecinos enojarlo, ni
quemarlo el sol, ni mojarlo la lluvia». Los dos negros entendieron cabalmente las
maliciosas palabras del cruel tirano, se llevaron consigo a Simón de Somorrostro, y al
primer árbol que toparon lo ahorcaron.
—Nadie le había pedido a Simón de Somorrostro, que por cierto no era tan viejo
como él decía, que viniera a servir en nuestra jornada —dice Lope de Aguirre.
—Llego el por su propia voluntad y pretendió volverse atrás cuando se lo
aconsejó su cobardía. No tengo yo la culpa si prefirió morir ahorcado a morir
combatiendo contra el Rey.

24. MUERTE DE ANA DE CHÁVEZ.

Por este tiempo, estando ya a punto de partirse para Tierra Firme, el cruel tirano
mandó dar muerte a una desgranada mujer vecina de la isla, a quien por nombre
decían Ana de Chávez. La acusaron de dar posada a un soldado que habíase huido de
la fortaleza, y de no avisar de lo que era sabedora, y de ayudar al fugitivo a
esconderse en donde nunca lo encontraron. Y aunque la dicha mujer juró por todos
los santos del ciclo no haber sabido nada de aquella fuga, ni haberla encubierto, el
cruel tirano no le creyó palabra y la hizo colgar.
—La grandísima bruja se hacía llamar Ana de Chávez, María de Chávez, Isabel
de Chávez, mas la gente del lugar la conocía simplemente por la Chávez y nadie
creyó nunca que tuviese un marido autorizado por la ley cristiana. En toda la Villa del
Espíritu Santo se murmuraba que si hospedaba mozos en su casa no lo hacía para
rezar el rosario sino para refocilarse con ellos. Jamás he tolerado a mis soldados que
hagan fuerza ni deshonra a ninguna mujer, antes las tengo muy a recaudo y seguras
de cualquier mal. A las que son mujeres honradas las honro mucho, más a las putas y
rameras como aquesta que llamaban la Chávez, les doy la deshonra y castigo que sus
vicios y maldades merecen.

25. MUERTE DE ALONSO RODRÍGUEZ.

Ya toda la gente estaba embarcada en el navío recién acabado, que había sido del
gobernador Villandrando, y en los tres barcos que les habían sido quitados a los

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negociantes de la isla, cuando el cruel tirano hizo su última muerte en la Margarita,
ejecutada por cierto en el almirante Alonso Rodríguez que era muy su amigo bien
leal. Solamente quedaban en la playa del mar el general Lope de Aguirre y seis de sus
capitanes; a la sazón llegóse a ellos el almirante Alonso Rodríguez a advertir que los
navíos estaban cargados en exceso y que era menester bajar y dejar en tierra tres
caballos y un macho que el caudillo marañón tenía en mucha estima. Replicóle el
tirano que aquellas bestias habrían de ser útiles y provechosas en Tierra Firme, a lo
cual alegó Alonso Rodríguez, que en la Borburata hallarían ocasión de coger cuanto
ganado necesitasen. Lope de Aguirre le volvió la espalda y encaminó sus pasos hacia
la piragua que se disponía a llevarlo hasta el bordo del navío, mas el desdichado
Alonso Rodríguez, sin prevenir que en ello le iba la vida, dio alcance al cruel tirano
para aconsejarle agora que se desviase a tierra pues de no hacerlo lo mojarían las
olas. Apenas lo había acabado de escuchar el cruel tirano, se le nublaron los ojos de
ira y le tiró un mandoble con su cortante espada que le dio en el brazo izquierdo y le
abrió las carnes hasta el hueso. Arrepintióse al instante Lope de Aguirre de su
demasía y ordenó al cirujano que le curase la herida, mas luego consultó consigo
mismo y ordenó a los verdugos que lo acabasen de matar, diciendo que ya aquel
Alonso Rodríguez sería por siempre su enemigo, y que él no estaba dispuesto a llevar
enemigos en su
—Yo estaba viendo como visión fantasmal tendida sobre el mar la traición de
Pedro de Munguía que me cerraba el paso, y en este momento vino el almirante
Alonso Rodríguez a importunarme y contradecirme dos veces. ¡Dios lo haya
perdonado! —dice Lope de Aguirre—. Últimamente tengo que decir a vuestra
merced que esas veinte y cinco muertes que se afirma por verdad que yo hice en la
Margarita, las cambiaría gustosamente todas por una sola: la tan deseada muerte del
traidor Pedro de Munguía que la voluntad de Dios nunca me permitió gozar.

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EL NAVÍO DEL fraile Francisco Montesinos trocóse en aparición que rondaba en
torno de la isla, en cuervo funesto que llevaría a todos los puertos la revelación de los
propósitos de Lope de Aguirre, en demonio maligno que malograría sus ambiciones
de gloria y libertad. ¡Qué no daría el caudillo de los marañones por vivir la fecha de
enfrentarse al fraile en batalla resolutoria, él podría morir en ella y a esto no le temía
ya que también podría vencer y arrebatarle al Provincial su navío artillado y castigar
como era debido la traición de Pedro de Munguía!
Aquella batalla con el maldito clérigo no tuvo efecto jamás. El navío apareció
primeramente en el mar de Punta de Piedras; Lope de Aguirre corrió a encontrarlo
con sesenta hombres de infantería y veinte y cinco de a caballo, mas ya el navío había
zarpado rumbo a Pueblo de la Mar. A Pueblo de la Mar volvióse Lope de Aguirre a
esperarlo; su ciega impaciencia tuvo recompensa viéndolo surgir por el horizonte al
romper el alba de un martes, con banderas del Rey puestas en las gavias, con flámulas
del Rey ornando popa y proa. Lope de Aguirre salió al punto de la fortaleza con sus
ciento cincuenta arcabuceros, diez soldados arrastraban los cinco falconetes de
bronce, la caballería se tendió por la playa en forma de combate. También empuñaban
los hombres de Lope de Aguirre estandartes y banderas, mas no inflamadas por los
colores imperiales de España sino quemadas por los símbolos rojinegros de la
rebelión, dos espadas rojas se cruzaban sobre el tafetán negro, las mujeres de la isla
las habían cosido con fiereza y amor, ahora las tremolaban los marañones gritando
¡Viva el Príncipe de la Libertad!
No, nunca hubo combate. Los ciento cincuenta arcabuceros de Lope de Aguirre
hicieron una salva a modo de desafío; el fraile echó al agua cuatro piraguas que al
parecer venían a tomar tierra, luego se quedaron en prudente distancia donde no las
alcanzaban las pelotas de los arcabuces ni la munición de los falconetes; tampoco
llegaban a la playa las balas y clavos que disparaban los versos del navío. De repente
el fraile Montesinos hizo adelantar una piragua con bandera blanca de paz (en su
interior venían veinte tiradores certeros con las mechas de los arcabuces encendidas),
Lope de Aguirre no estaba para tales tretas, no les dio otra respuesta sino una rociada
de pelotas que los hizo retroceder. Después de esto perdieron una hora los contrarios
bandos cambiándose tiros que se hundían en el agua sin cumplir su destino. Lo
cumplían sí las voces, los improperios, las duras palabras castellanas que no quiebran
huesos:
¡Traidores! ¡Iscariotes!
¡Cobardes! ¡Haldetas!
¡Esclavos del tirano!
¡Bujarrones del fraile!
¡Hideputas!
¡Malparidos!
¡Luteranos! ¡Caínes!
¡Pedorros! ¡Cornudos!

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¡Untos de mierda!
¡Puercos! ¡Alcahuetes!
¡Grandes cabrones!
¡Putos! ¡Sorbeletrinas!
¡Puñeteros! ¡Capones!
¡Puras palabras sucias! Lope de Aguirre, convencido y persuadido de que los
soldados del Provincial no bajarían nunca a hacerle batalla, y de que tampoco los
suyos podrían subir al navío, se volvió a lo callado a la fortaleza y allí le dictó al
atildado escribano Pedrarias de Almesto una carta para el «muy magnífico y muy
reverendo señor fray Francisco Montesinos, Provincial», cuyo hereje y bastardo
lenguaje hizo santiguar muchas veces al piadoso general de la Orden de Santo
Domingo:
"Hacemos cuenta que vivimos de gracia, según el río y la mar y la hambre nos
han amenazado con la muerte y ansí, los que vinieren a pelear contra nosotros,
hagan cuenta que tienen a pelear contra los espíritus de los hombres muertos… Los
soldados de Vuestra Paternidad nos llaman traidores, débelos castigar que no digan
tal cosa, porque acometer a don Felipe, Rey de Castilla, no es sino de generosas y
grandes animas… Aunque también querríamos que todos fuésemos juntos, siendo
Vuestra Paternidad nuestro Patriarca, porque, después de creer en Dios, el que no es
más que otro no vale nada.
«Cesar o nihil» era la divisa de Lope de Aguirre, y al final de aquella carta la
estampaba otra vez.

Tras recibir la carta del tirano y responderla en forma cortes y razonada —«le
ruego por Dios a vuestra merced que cese de hacer más daños en la isla y estime la
honra de los templos y mujeres»— fray Francisco Montesinos se resolvió a ir en
persona a llevar a la Audiencia de Santo Domingo la noticia de las ignominias que
estaban viéndose en la Margarita. A Santo Domingo llegó con su navío, siempre
acompañado de Pedro de Munguía y ocho de sus acólitos, ya que los otros seis
marañones tránsfugas se quedaron en Maracapana. Tan espeluznantes eran las
relaciones del fraile y tanta confianza se tenía en su sinceridad que el presidente
Cepeda juntó con urgente prisa a los oidores, la fortaleza se aprestó a defenderse, la
artillería y las municiones fueron sacadas de los depósitos, en cada barrio se formaron
escuadras y batallones. Uno de los oidores salió en un navío hacia Cabo de la Vela,
Santa Marta, Cartagena y Nombre de Dios; otro oidor en otro navío tomó el rumbo de
las islas de Puerto Rico, Jamaica y Cuba; llevaban cartas iguales para los varios
gobernadores: tome aviso Vuestra Excelencia de la presencia en la isla de Margarita
de un monstruo de la naturaleza llamado Lope de Aguirre que se dispone a hacernos
la guerra más perversa y sanguinaria.
—A Nombre de Dios y a ninguna otra parte se encaminará, porque es ese su

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camino para ir al Perú —decía Pedro de Munguía con entera seguridad.
Nombre de Dios extremó sus prevenciones en forma tal que cualquiera pensaría
que esperaban allí la acometida de la flota de Solimán el Magnífico. Fue nombrado
cabeza del ejército defensor el capitán Juan de Umaña, asistido del capitán Francisco
Lozano que acudió desde Veragua con toda su gente; se fabricaron baluartes con
toneles llenos de arena y piedras atadas con alambres; cuatro piezas de artillería
apuntaban hacia el mar; detrás de cada una de las albarradas se guarecía un capitán
con veinte y cinco soldados bajo su mando; pasaban de seiscientos los hombres de
armas que guardaban la ciudad, sin contar ochocientos negros que llevaban consigo
afilados machetes. Al correr de los días, a la lindel vino y al saltar de los dados,
creció la arrogancia de los valentones, «yo solo me basto para destripar a ese
mendigo cojo con pretensiones de tirano», «lleno de agujeros te han de ver mis ojos,
Lopillo de Agarrapijas». Hasta una noche oscurísima en que el capitán Juan de
Umaña, importunado y molesto por aquellas hinchazones que encubrían terrores y
espantos, hizo tocar alarma falsamente: las campanas tañeron a rebato, veinte
arcabuceros, dispararon una salva bronca, los durmientes se alzaron despavoridos de
sus lechos, las mujeres gritaban ¡Ave María Purísima!, y ¡Dios me ampare!, más de
diez fanfarrones se escondieron en cocinas y cagaderos, «¡que viene Lope de
Aguirre!», «¡que viene el inhumano marañón!, ¡que viene el cruel tirano a darnos
garrote!».
—Lástima grande que Lope de Aguirre no llegara —dijo el capitán Juan de
Umaña.
Volviendo a Santo Domingo vemos que la Audiencia se apresuró a juntar una
armada que saliera a combatir y desbaratar al tirano dondequiera que este se hallase.
El almirante de ella sería Juan de Ojeda, militar a quien le daban renombre de
atrevido. Era sin duda una flota poderosa, compuesta de cuatro navíos con hasta mil
hombres armados, amén de las piezas de artillería y la bendición de Dios, y las muy
eficaces cédulas de perdón para los traidores que quisiesen pasarse:
«Por la presente os damos poder y facultad para que en nuestro real nombre
podáis perdonar y perdonéis, a toda la gente y soldados que se pasen a nuestro
servicio, cualesquiera delitos, traiciones y alzamientos, tiranías y muertes hayan
cometido en el tiempo que andan debajo las órdenes del tirano. Yo, el Rey».
La pujante armada tardaría varias semanas en hacerse a la mar. Cuando
finalmente y con la ayuda del cielo se lograra su partida, ya el pobre tirano Lope de
Aguirre estaría muerto.

El caudillo marañón viose forzado a mudar sus trazas de guerra. En


desapareciendo por el horizonte el navío del fraile provincial, entendió con evidencia
el rumbo que el dicho navío tomaría. El traidor Pedro de Munguía le soplará a todos
los gobernantes y oidores del Rey mi propósito de asaltar de improviso a Nombre de

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Dios y Panamá para emprender desde allí la conquista del Perú. Todos los puertos de
este mar anochecerán y amanecerán con los ojos y las armas alertas, Nombre de Dios
más que ninguno.
—Ya no iremos a Nombre de Dios sino que caeremos sobre la costa de la
Borburata que es la más descuidada — díceles Lope de Aguirre a Diego Tirado,
Roberto de Zozaya y Juan de Aguirre que le escuchan pasmados de asombro—.
Entraremos tierra adentro en la gobernación de Venezuela, le haremos batalla y lo
venceremos y le daremos muerte al gobernador Collado en el Tocuyo, cruzaremos
luego las montañas de los Andes para pasar al Nuevo Reino de Granada y desbaratar
allí a las huestes del Rey que nos salgan al encuentro, atravesaremos por las partes de
Popayan y Quito hasta llegar vencedores y triunfantes al Perú, y en el Perú
ganaremos al rey de España la batalla definitiva que sellará la libertad de Chile y los
Charcas, de Perú y Quito, de Nueva Granada, Venezuela y Panamá.
Parecía un lunático aquel hombrecito que anunciaba hazañas tan imposibles, mas
era el caso que los rudos marañones le daban crédito a sus sueños.
—Nada temo a los ejércitos del Rey que tiemblan de miedo al oír nuestros
nombres —dice Lope de Aguirre—. Temóles sí a las traiciones, más dañosas que
todas las armas guerreras; a los infames perdones que el Rey ofrece y mañana
quebrantará su palabra, como la quebrantó cuando hizo ahorcar a Martín Robles, y a
Tomás Vázquez, y a Alonso Díaz, y a Juan de Piedrahita, y muchos otros. Vosotros,
marañones que vais conmigo y que os desnaturasteis de España y que habéis dado
muerte a varios ministros del Rey no seréis perdonados nunca jamás. ¿Verdad, hijos
míos?
Faltaba poco para que zarparan los barcos de Aguirre cuando vinieron a decirle
que se había aparecido en la isla y en son de guerra un caudillo mestizo llamado
Francisco Fajardo, nacido en la Margarita. El dicho Francisco Fajardo era hijo del
noble caballero español Francisco de Fajardo y de doña Isabel, cacica de cacicas,
nieta del cacique Charainia y prima del cacique Naiguatá. El ilustre padre de Fajardo,
siendo teniente gobernador de la isla por la disposición de doña Aldonza Manrique,
aprovechóse de su oficio para robar a los indios guaiqueríes, maltratarlos y venderlos
como esclavos. En cuanto a la cacica doña Isabel, tan enamorada estaba de su marido
que jamás se opuso a los excesos que el cometía contra la gente de la raza de ella.
Tal historia le contaron los vecinos a Lope de Aguirre. También le contaron que el
hijo del gobernador y la cacica (este mismo Francisco Fajardo que ayer desembarcó
en la isla con sesenta españoles y doscientos indios en busca del tirano Aguirre para
echarlo o matarlo) se hizo mozo gallardo y avisado, de florido ingenio y atractiva
presencia, valiente y fuerte a prueba de contrarios, y que todas estas virtudes las puso
de entera voluntad al servicio del rey de España. Comenzó su empresa el dicho
Fajardo muy pacífico y sosegado, iba de un cerro a otro aconsejando a los indios que
se hicieran vasallos del rey Felipe, hablaba con elocuencia las lenguas cumanagota y
guaiquerí, gracias a sus predicaciones muchos belicosos depusieron sus macanas y se

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ofrecieron a trabajar la tierra al lado de los conquistadores. Mas cuando los capitanes
blancos la dieron en humillar y apalear a los naturales, y en violar a las mujeres indias
que se resistían a sus requerimientos, y cuando uno de los caciques llamado Paisana
se alzó contra los violadores y quiso tomar venganza de sus agravios, entonces el
mestizo Francisco Fajardo no dudó en hacer alianza con los opresores. Su lealtad a la
corona llegó a tal extremo que aprisionó al cacique Paisana, sin parar mientes en la
bandera blanca que este enarbolaba y lo ahorcó en una viga junto con diez indios
caracas que lo acompañaban.
Lope de Aguirre se echa a reír ásperamente. Resulta de esta historia que el
bravísimo guerrero Francisco Fajardo, hijo y nieto de caciques indios, lucha a brazo
partido por someter en vasallaje a sus hermanos de raza. Tal como yo, Lope de
Aguirre, soldado vascongado y en mi prosperidad hijodalgo, me he desnaturado de
España para poner mi vida por la libertad de los que en estas partes de Indias
nacieron. Lope de Aguirre ha dado muerte a no sé cuántos capitanes españoles
porque se negaban a renegar de su Rey; Francisco Fajardo ha dado muerte a no sé
cuántos guerreros indios porque se levantaron contra el yugo real; Lope de Aguirre y
Francisco Fajardo no hemos sido fabricados de la misma madera, ¿verdad hijos míos?
En pensándolo mejor, Lope de Aguirre le escribió una carta a Francisco Fajardo
rogándole y persuadiéndole que dejase de servir al rey y se viniese a confederar con
los marañones. «He tenido noticia del brío y coraje que asisten a vuestra merced y he
sabido así mesmo que las dichas cualidades las usa vuestra merced con la espada en
la mano para defender la causa del rey vuestro señor, lo cual me conturba y apesara:
Se muestra orgulloso vuestra merced por ser hijo de una cacica india y dice amar
tiernamente a la gente de su raza, ¿mas cómo puede hacerlo sirviendo a quienes dan
esclavitud, tormento y muerte a sus hermanos de sangre? Los capitanes y ministros
del rey que oprimen estos lugares de Venezuela alimentan sus perros con entrañas de
los indios que se las sacan vivos, atan a sus prisioneros indios a los árboles y luego
los queman, los entierran en la arena hasta el cuello y los dejan morir de sed, los
arrastran amarrados a la cola de un caballo, les asan los pies y manos con plomo
derretido, los descuartizan y empalan con increíble saña, todo lo cual vio vuestra
merced por vista de ojos cuando lo hizo en su presencia el malvado extremeño Juan
rodríguez Suarez. Yo convido a vuestra merced a cobijarse bajo nuestra bandera y
pelear juntos contra el Rey español, procurando alcanzar la libertad de los indios, de
los negros y de todos los hombres humanos que en estas partes del mundo viven.
Ofrezco con voluntad sincera a vuestra merced la plaza de maese de campo, pues no
he nombrado alguno desde que Martín Pérez de Sarrondo quiso traicionarme y hube
de hacer en él un ejemplar castigo. Venga vuestra merced a nuestro bando marañon
donde le haremos mucha honra, para ser nuestro maese de campo, y déjese vuestra
merced de seguir dando lustre y provecho a villanos que lo desprecian y envidian y
acechan la hora oportuna de cortarle la cabeza a vuestra merced y con esta muerte
librarse de una persona mestiza que les es odiosa».

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Respondió indignado Francisco Fajardo que no aceptaba ni admitía ofrecimiento
alguno que de manos de un tirano viniese, decía el dicho fajardo «de grosero
entendimiento es quien dude de la lealtad que le profeso al rey nuestro señor», decía
«desafío a vuestra merced, señor tirano, a que nos veamos solos a pie o a caballo para
disputar nuestro pleito con la lanza en la mano».
Lope de Aguirre no hizo caso de la bravata del hijo de la cacica. Encerró a sus
soldados en el fuerte y los sacó luego por un pasadizo que daba en la playa del mar,
cometió su último delito en la isla que fue el ya contado de dar muerte al almirante
Alonso rodríguez, se embarcaron todos en los cuatro navíos y tomaron rumbo de la
Borburata. Quitando los que se pasaron al Rey junco con Pedro de Munguía y los que
se huyeron después, le quedaban a Lope de Aguirre cierno cincuenta marañones.
Además, llevóse consigo doscientos indios e indias de servicio, ocho esclavos negros,
algunos caballos, seis piezas de artillería y todas las armas y pertrechos que pudo
tomar. También se llevó contra su voluntad, aunque dándole promesa de hacerlo
obispo del Perú, al licenciado Pedro de Contreras, cura y vicario de la Margarita.

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UN MARINO LLAMADO Pedro Barbudo, con grillos echados a los pies, sirve de
piloto en el barco más grande y nuevo, a cuyo bordo va Lope de Aguirre. Las otras
tres naves de la pequeña flota no llevan (el tirano no les permitió llevar) agujas que
las guíen; cuando el sol alumbra siguen fácilmente la huella del navío de Lope de
Aguirre; de noche se encaminan tras la luz de un farol que la nave capitana enciende
en la popa. En dos días escasos se llega a la Borburata, dijeron en Pueblo de la Mar
los que habían hecho antes la travesía. Ya habían pasado cuatro con sus noches y aún
los barcos dormitaban detenidos por una calma insufrible, el mar parecía una inmensa
laguna privada de olas y espumas, ¡voto a tal, grandísimo hideputa! Creyó al
principio Lope de Aguirre que aquella quietud era una treta del piloto para estorbar el
viaje, y estuvo a punto de matar al dicho piloto, mas luego entendió que la tardanza
de los barcos no era sino obra de Dios, y entonces se encaró resueltamente al Ser
Supremo.
—Yo, Dios bendito, que soy tu siervo más devoto, y soy además espada enviada
por tu divina voluntad a castigar a los villanos, no merezco ser maltratado de esta
manera. El rey Felipe es una encarnación del demonio, un monarca luciferino,
alcahuete de frailes corrompidos y ministros viciosos; yo soy la ira de Dios, el
mensajero ejecutor de tu cólera; no roe niegues tu amparo en esta dura guerra que
mantengo contra el Rey maligno.
—Dios todopoderoso, si algún bien me habéis de hacer, agora lo quiero, y la
gloria guárdala para tus santos, pues ellos te sirven en el cielo, y mi gloria. Señor, es
de este mundo. En el cielo hay gente tan ruin y tantos bachilleres que yo no deseo ir a
este paraíso, ni le tengo miedo a las llamas del infierno ni tampoco a la muerte, no me
mueve mi Dios para creer en tu Santo Nombre sino mi aborrecimiento a los herejes
que niegan tu existencia y a los fariseos que pecan escudándose en tu sacra religión.
Delante de esta guerra que yo tengo con el Rey don Felipe, dime sin titubear. Dios
misericordioso, ¿cuál partido defiendes Tú?
Algunos marañones lo escuchaban medio muertos de asombro, otros apoyaban a
coro sus blasfemias, el padre Contreras balbucía tremolas avemarías desde una
escotilla de la nave, Jeová mudó súbitamente sus designios, soplaron prósperos los
vientos, era el octavo día de navegación cuando se dibujaron por el horizonte los
contornos de la Borburata.

Blancura de los arenales, blancura de las salinas, blancura de las espumas


rompiéndose en las rocas, son estas las playas de la Borburata. Media legua adentro
está el poblado. Nuestra Señora de la Concepción, primera estación de un camino que
si Dios lo dispone conduce a Valencia, Barquisimeto, el Tocuyo, Mérida, Popayán,
Quito, el Perú. Los vecinos y las autoridades, avisados como habían sido por el fraile
Montesinos de la presencia de Lope de Aguirre en la Margarita, abandonaron sus
casas en divisando desde lejos cuatro barcos que eran sin duda alguna los del cruel

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tirano. Los marañones desembarcaron, clavaron en la playa una espada y una cruz
como símbolos de posesión, y entraron en el pueblo que hallaron desierto. Tan solo se
adelantó a recibirlos, andrajoso y barbudo, un hombre que resultó ser Francisco
Martín, uno de aquellos soldados que se pasaron al Provincial en compañía de Pedro
de Munguía, y que luego escogió quedarse en la Borburata cuando el navío del fraile
vino a tocar en este puerto.
—Pedro de M ungía y Rodrigo Gutiérrez me engañaron con palabras mentirosas
y me entregaron desarmado a la gente del Rey, soy un marañón leal y verdadero,
quiero volver con vosotros —dijo Francisco Martín.
Lope de Aguirre lo abrazó conmovido, lo acogió en el campo con grande afecto,
lo proveyó de armas y ropa, lo envió en busca de otros tres marañones fugitivos que
por aquellos lugares andaban. Francisco Martín vagó dos días por entre bejucales y
cardones sin topar a sus compañeros, volvióse al poblado sin haber podido
entregarles la carta amigable que Lope de Aguirre les había escrito.
Entre tanto hizo el cruel tirano su primera muerte en Tierra Firme que fue la del
portugués Antón Faría. Sucedió que el dicho Faría trató de huirse y le dieron caza
cuando ya se alejaba casi una legua. Dijo, por descargo de su conciencia, que había
querido aclarar por sus propios ojos si el mar los había traído a una nueva isla o si
estaban realmente en Tierra Firme. Lope de Aguirre ordenó que lo colgaran del árbol
más alto para que encumbrado tan arriba saliese de su incertidumbre.
Después de esto, Lope de Aguirre mandó a diez soldados con la orden de pegar
luego a los barcos que los habían traído de la Margarita y a otro que estaba surto en
aquellas aguas. Sería como las seis de la tarde, y las llamaradas de los navíos se
juntaron a las del crepúsculo.
—Mirad cómo arde la madera de nuestros barcos, mis Garañones, y cómo en ellas
se queman todas las esperanzas de volver atrás, si por ventura alguno de vosotros aún
las tiene —dijo con voz levantada Lope de Aguirre—. Agora no nos resta otra salida
sino la de combatir con las armas en la mano hasta morir en la demanda, o hasta
triunfar de nuestros enemigos y conquistar el Perú y alzar en la ciudad de los Reyes
nuestras banderas rojas y negras de la libertad. A la espalda tenemos un mar
despoblado y profundo, o por mejor decir, la nada y el abismo. Delante de nosotros se
tienden las llanuras y se elevan los cerros que hemos de cruzar, nos aguardan batallas
contra los vasallos del Rey que jamás esquivaremos. Mirad cómo quedaron hechos
cenizas nuestros barcos, mis marañones, y cómo su fuego al apagarse nos condena sin
apelación a pelear y vencer.

Los dieciocho días que pasó Lope de Aguirre en la Borburata se le fueron


procurando adquirir las cabalgaduras que requería para acarrear los pertrechos y las
provisiones. Los marañones rastrearon hatos y estancias, y volvieron al cabo con
veinte potrancas flacas y cerreras, por todo. Por fortuna el propio Lope de Aguirre

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sabía amansar caballos, era su oficio, y también sabía enseñar a los otros las mañas
que son menester para hacer la domadura.
Varios soldados que tomaron trochas y veredas en busca de ganado, o a caza de
conejos y palomas, volvieron con los pies destrozados por puyas tramposas que
habían puesto los del Rey entre la maleza. En viéndoles llegar cojeando y sangrando,
y algunos de ellos gravemente dañados por la ponzoña con que habían sido untadas
las puyas. Lope de Aguirre montó en inmensa cólera, juntó a toda su gente en la plaza
del pueblo y dijo:
—Los hombres se han matado entre ellos en todas las partes del orbe y en todos
los tiempos de la historia, mis marañones, ocultando y callando las razones de sus
matanzas, mas no es este nuestro caso. Yo, Lope de Aguirre, que deseo poco vivir,
decreto pública y francamente la guerra a muerte contra el Rey de Castilla, nuestro
mortal enemigo.
Allende esto echó un bando solemne por las calles de la Borburata, anunciado por
el sonido de los atabales y trompetas, dicho por la voz del pregonero que gritaba a
todos los vientos: «Yo, Lope de Aguirre, la ira de Dios, el fuerte caudillo de los
invencibles marañones, el príncipe de la libertad, prometo hacer la guerra cruel a
fuego y sangre contra el Rey de Castilla y sus vasallos; todo español que no luche en
favor de nuestra causa será castigado como traidor e irremisiblemente arcabuceado;
todos los servidores del Rey español deben contar con la muerte aun en el caso de
que sean indiferentes».

Nadie supo explicarse el cómo ni el porqué Lope de Aguirre se privó de aplicar su


nuevo y flamante decreto aquella misma noche, cuando sus soldados le trajeron
presos al alcalde de la Borburata. Benito de Chávez, y a su yerno el alguacil mayor.
Julián de Mendoza, a quienes hallaron escondidos en una casería cercana. El cruel
tirano los puso sin más ni más en libertad, pidiéndoles solemnemente que lo ayudasen
en cuanto pudiesen a proseguir sin tardanza su jornada hacia el Sur.
Mas no procedió Lope de Aguirre con igual magnanimidad cuando cayó en sus
manos un tal Pedro Núñez, que según se decía era un usurero avariento, y que para su
desdicha trató de engañar con falsías al caudillo marañón. El primer diálogo entre el
guerrero y el mercader fue el siguiente:
—¿Sabe vuestra merced por cuáles razones huyeron los vecinos de la Borburata
ante la aparición de nuestras naves?
—Huyeron porque tenían gran miedo de Vuestra Excelencia, señor general.
—¿Sabe vuestra merced sobre cuáles cimientos se fundaba tanto miedo?
—Los cimientos de tanto miedo eran las terribles noticias que de Vuestra
Excelencia corrían en toda la Tierra Firme, señor general.
—¿Sabe vuestra merced de cuáles delitos me acusaban las dichas terribles
noticias?

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—De cierto que no lo sé, señor general.
—De cierto que sí lo sabe vuestra merced, y le aconsejo a vuestra merced que lo
diga en voz clara si aprecia en algo su vida.
—Juro a Vuestra Excelencia por la Virgen pura que no sé nada, señor general.
—Hable vuestra merced con sinceridad que si tal hace yo le doy palabra que
ningún daño le ha de suceder.
—Acogido a la promesa que Vuestra Excelencia me da, digo y declaro que lo que
sé de esta pregunta es que a Vuestra Excelencia y a todos los que andan en su
compañía se les acusa de crueles, tiranos y luteranos, señor general.
—¿Luterano yo que quisiera ver colgados a todos los Martines Luteros de la
tierra? ¿Luterano yo que pretendo recibir martirio por los mandamientos de Dios? Un
necio y mentecato de más de la marca es vuestra merced que se atreve a repetir tan
asquerosa patraña. ¡Vive Dios!, que si no le descalabro a vuestra merced la cabeza
con mis propias manos es por no quebrantar la palabra que acabo de dar.
Tres días después de esta plática, un soldado marañón desenterró en un zaguán
una botija de aceitunas, y halló doce escudos de oro en su interior. Volvió, esta vez
sin ser llamado, el mercader Pedro Núñez a la posada donde vivía Lope de Aguirre.
—Soy el legítimo dueño de la botija y requiero para mí como pertenencia lo que
ella contiene y encierra, señor general.
—¿Por qué quiso fingir vuestra merced que la botija contenía meramente
aceitunas, siendo la verdad que debajo de las aceitunas vuestra merced había metido
monedas de oro?
—Lo hice para defender el oro de quien quitármelo quisiere, señor general.
—¿Por qué le dijo vuestra merced al soldado que la botija había sido tapada con
brea, siendo la verdad que vuestra merced lo había hecho con yeso?
—A esta pregunta no la sé responder, y por ello le pido perdón de rodillas a
Vuestra Excelencia.
—¡Válgame Satanás!, que mintió vuestra merced en jurando que la gente nos
tenía por luteranos, y en afirmando que eran aceitunas los escudos de oro, y en
diciendo que el yeso era brea, vuestra merced es el embustero más bellaco que he
visto en mi vida. ¡Que le den garrote mando!
Y garrote le dieron sin confesión.

—Antes de dejar la Borburata hube de hace ejecutar la muerte de un soldado


llamado Diego Pérez, por tibio para la guerra, por inútil y desaprovechado, y más que
todo esto porque le adiviné la intención de huirse que tenía —dice Lope de Aguirre
—. Anteayer vino a mi posada el padre Contreras Cayendo una lista de enfermos que,
según él, no podían seguir nuestra jornada, pues los abrasaba la fiebre y no se tenían
en pie, los cuales soldados eran uno llamado Paredes y otro Jiménez y otro Marquina
y el dicho Diego Pérez de esta historia, y yo les di licencia a todos cuatro para que

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quedaran curándose en la Borburata. Salí yo al día siguiente, a hora de las seis de la
mañana, montado en una yegua recién domada, y en llegando a los contornos del
poblado topé con Diego Pérez al margen de un arroyo y mirándose en las aguas como
un nuevo Narciso. ¿Qué haces aquí, Pérez, que tan enfermo no estás como habías
dicho? Sí estoy muy malo, señor general, me respondió con voz hipócrita y lastimera.
Después de oír estas palabras volvíme al real y envié al barrachel Bartolomé
Paniagua con dos negros y el encargo de que prendieran a Diego Pérez y lo colgaran
de una ceiba, y así se curó de una enfermedad que nunca tuvo.
—Sucedieron dos muertes más en el campo, en vísperas de partirnos para
Valencia —dice Lope de Aguirre—. La primera fue la de Francisco Martín, el
marañón que había tornado a nuestro bando después de pasarse al Rey junto con
Pedro de Munguía, el cual fue cosido a puñaladas por mi mayordomo Juan de
Aguirre que nunca le dio crédito a su extraña relación (Juan de Aguirre encontró no
sé dónde una probanza en la que este ruin Francisco Martín había escrito: «Lope de
Aguirre es el mayor traidor y más cruel hombre que nació de mujeres»). La segunda
muerte fue la del soldado Antón García, al cual lo mató otro soldado de nombre
Francisco Arana, de un tiro de arcabuz que se le fue sin querer, aunque en opinión de
terceros le disparó adrede pues le tenía manifiesto rencor. No tuve yo traza ni parte en
ninguna de ambas muertes, mas me guarde de castigar a los culpables de ellas dado
que Juan de Aguirre y Francisco Arana son marañones de mi mayor confianza y
esperanza.

Ya estaban las yeguas cargadas de los pertrechos y bastimentos, ya Lope de


Aguirre se había echado encima todas sus armas, ya daba voces ordenando la partida,
cuando llegó Francisco Carrión a contar una novedad que estremeció de furia al
caudillo marañón.
—¡Se han huido del campo dos soldados!
Eran ellos Pedrarias de Almesto y Diego de Alarcón, ¡mal rayo los fulmine!
Pedrarias de Almesto habíase escapado por vez primera en la Margarita, y Lope de
Aguirre mostró entonces la desmesurada generosidad de perdonarle la vida. Pedrarias
de Almesto es un pendolista de airosa y clara letra, ha comenzado a copiar una carta
para el rey Felipe II que Lope de Aguirre le dicta en las noches a la luz de un candil
de barro.
Todos pensaron que Lope de Aguirre aplazaría la partida para salir en busca de
los fugitivos, tanto era su enojo. Mas al cruel tirano le vino al pensamiento una
estratagema harto más diabólica. Hizo traer al alcalde Benito de Chávez y a su yerno
el alguacil mayor Julián de Mendoza, y junto con ellos a las honradas esposas de
ambos, que estaban codos tranquilos en sus casas, y les habló del tenor siguiente:
—Me he de llevar al Perú a vuestra hija y vuestra mujer, señor alcalde, y agora
caigo en que la hija del señor alcalde es la mujer de vuestra merced, señor alguacil

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mayor. Vosotros conocéis la tierra mejor que nadie y sabréis encontrar a Pedrarias de
Almesto y Diego de Alarcón dondequiera que se hubiesen escondido. Yo os prometo
llevar a vuestras mujeres muy bien guardadas y os prometo entregároslas sanas y
salvas el mismo día y sitio en que me traigáis a mis perdidos soldados —y sin esperar
respuesta de los atribulados maridos púsose en camino de Valencia.
La niña Elvira, María de Arriola, Juana Torralba y las dos damas de la Borburata
encabezaban la marcha.

Cuan dura era aquella travesía entre la Borburata y Valencia, tras de cada cumbre
se descubría otra cumbre más alta, las plantas se alzaban espinosas y torcidas, el sol
caía violento sobre las piedras y sobre la tierra seca y sobre las cabezas de los
hombres, las cabalgaduras se doblegaban bajo la opresión de las cargas y el fuego del
cielo. Lope de Aguirre caminaba ceñido por una cota acerada, la cabeza cubierta por
una celada de hierro, llevaba una daga y una espada en la cinta, el arcabuz empuñado
en la mano diestra, su pequeña figura así agobiada se movía de un extremo a otro de
la tropa, tomaba el pulso a los ánimos de la gente, ayudaba al cansado que estaba a
punto de caer, sacaba con sus manos las bestias de los atolladeros, echaba sobre sus
espaldas mucho mayor peso del que podían llevar, ¡adelante, mis marañones!,
¡ánimo, mi niña Elvira, que presto han de aparecer un río y una sombra!
—Yendo que íbamos llegando al tope de un cerro, penetró mi cuerpo una infernal
enfermedad —dice Lope de Aguirre—. Sentí primero una enorme angustia que me
apretaba el corazón como si me anunciasen que se iba a morir mi niña Elvira en estos
barrancos, miraba sobre el camino colores encarnados y gualdas que allí nunca
habían estado, mi frente ardía hecha una brasa encendida, de los ojos me manaban
lágrimas hirvientes, y nada puedo acordarme de cuanto sucedió después.
—Se quejaba de un dolor que le quebraba el pecho —dice la niña Elvira—. Los
indios lo llevaban cargado en una hamaca, la Torralba cosió las banderas e hizo un
palio para taparle el sol que le cegaba los ojos, de repente comenzó a llamar a la
muerte, gritaba: ¡Yo soy el príncipe de las tumbas!, pidió cien veces a sus soldados
que lo mataran, ¡antón Llamoso te ordeno que me mates!, Antón Llamoso le mojaba
la frente con pañuelos empapados en agua del río, mi padre quedóse tan dormido que
yo creí que había muerto.

Diez días llevaban los marañones acampados frente a Valencia sin novedad
alguna (salvo el ahorcamiento del soldado Gonzalo Pagador que se alejó a buscar
papayas más allá de los límites fijados y permitidos por el general Aguirre) cuando
vieron llegar a don Julián de Mendoza, alguacil mayor de Borburata, junto con cuatro
soldados y una hilera de indios flecheros, trayendo entre todos a dos prisioneros
atados con cadenas y colleras, que no eran otros sino los fugitivos Pedradas de

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Almesto y Diego de Alarcón. Pedradas de Almesto tenía una larga herida en el cuello
por la cual sangraba copiosamente.
Julián de Mendoza era portador de una carta para el cruel tirano, enviada por el
alcalde de la Borburata y cuyo sobrescrito decía de esta manera: «Al muy poderoso
señor Lope de Aguirre, príncipe del Perú y del Mar del Sur». La dicha carta venía
colmada de cortesía y obediencia, «con mi yerno Julián de Mendoza le mando a
Vuestra Excelencia los dos pérfidos huidores», «le suplico por amor de Dios a
Vuestra Excelencia que me sean devueltas mi mujer y mi hija».
Pedrarias de Almesto, que a pesar de su probada valentía era algo fanfarrón y
hablador, púsose a contarles a sus viejos compañeros las aventuras con que se había
encontrado:
—Tras escaparnos en la Borburata. Diego de Alarcón y yo nos escondimos en un
matorral tupido, y de su maraña no salimos hasta haber inferido que ya Lope de
Aguirre se había alejado dos o tres leguas del poblado. Entonces le dimos infinitas
gracias a Dios, pues nos creíamos salvados, y nos fuimos derechos a la iglesia dando
voces: «¡Quien está en el pueblo salga a servir al Rey, que a eso venimos, y álcese la
bandera por el Rey nuestro señor!». Infinito fue nuestro desconsuelo cuando vinieron
a nuestro encuentro el alcalde y sus servidores, y en vez de acogernos como hijos
pródigos comenzaron a dar gritos afrentosos: «¡Sed presos, traidores! ¡Viva el general
Lope de Aguirre!».
—Yo alcancé a defenderme con mi espada —sigue Pedrarias su cuento— y luego
torné a huirme al monte, en tanto que Alarcón quedaba prisionero y cargado de
grillos, mas tampoco anduve yo mucho tiempo en libertad pues vime forzado a volver
al pueblo para que el hambre no me finase, y los sayones del alcalde me prendieron y
me echaron cadenas junto con Diego de Alarcón, y nos dijeron que hacían esto para
trocarnos luego por las dos señoras que el general Aguirre se había llevado consigo.
—En la mitad del camino entre la Borburata y Valencia —añade Pedrarias sin
parar— quise escaparme de mis carceleros, mas el Alarcón negóse a acompañarme en
aquella empresa pues, según dijo con lágrimas en los ojos, prefería morir como
cristiano a correr tanto riesgo. Visto esto me eché en el suelo, juré por el nombre de
Dios que no andaría un paso más, pues sabía de cierto que el general Aguirre me
mataría, y consideré más prudente que me mataran ellos, y de este modo me ahorraría
las leguas de áspero camino que me faltaban. Tanto protesté y supliqué, y con tanto
tesón me resistí a levantarme, que don Julián de Mendoza afiló en una piedra la
espada que traía y se resolvió en cortarme la cabeza como yo le pedía. «Reza el
Credo porque vas a morir», me dijo, y yo comencé a rezarlo de esta guisa: «Creo en
Dios Padre todopoderoso y creo asímesmo que sois un gran traidor y un Pondo
Pilatos», con lo cual don Julián se ofendió mucho, me tomó por la barba y se aprestó
a cortarme el gaznate, mas no estaba tan bien afilada la espada como él pensaba, pues
no alcanzó a darme muerte sino a hacerme esta herida que traigo en el pescuezo. Pasé
la noche vertiendo sangre como un gallo degollado, y al salir el alba vinieron don

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Julián y sus cuatro soldados a rogarme que me alzase del suelo y prosiguiese el viaje,
y finalmente me persuadieron de ello, y aquí me hallo para que el general Aguirre me
acabe de matar.
En este punto llegó Lope de Aguirre a visitar a los dos prisioneros y les dijo:
—¿Qué es lo que habéis hecho, mentecatos? Yo me tenía prometido hacer un
tambor de vuestros pellejos, y agora se cumplirá; y veremos si el rey don Felipe, a
quien fuisteis a servir, os resucita; que en verdad os digo que no ha resucitado aún al
primer difunto.
—Señor general —respondió Pedrarias— yo me fui al Rey, y un alcalde de Su
Majestad me prendió y me envió a vos. Yo juro a Dios que si me dais la vida, he de
servir mejor que ninguno en vuestro campo, y no habrá tirano más cruel que yo, y no
dejaré a vida alcalde ni servidor del Rey, que tan bien lo hacen con los que a él se
pasan.
Lope de Aguirre lo miró fijo y sin mover pestaña, procurando descubrir si
Pedrarias había dicho verdad en lo que había dicho. Tal vez a la postre le dio crédito
sincero a sus palabras, o tal vez recordó que Pedrarias era su escribano y aún no había
puesto término a la carta al rey Felipe que le estaba dictando, o tal vez influyeron
otras razones que nadie conocía, mas lo cierto fue que después de quedarse por un
rato en silencio, el cruel tirano dijo para asombro de todos:
—Me puse a leer en cierta ocasión un ilustre libro de historia y halle un suceso
que le había acontecido a un emperador romano muy magnífico y justo, a cuya
presencia fueron llevados dos reos acusados de un mismo crimen. Mirándolos
atentamente a los ojos, el dicho emperador adivinó que el uno se sentía ufano de lo
que había hecho mientras el otro daría el alma por no haberlo hecho nunca, por lo
cual perdonó a este último y mandó que el primero fuese echado a los leones del
circo. Asimesmo quiero usar yo de mis poderes en este trance, y en virtud de ello
ordeno que Pedrarias de Almesto siga viviendo sobre la haz de la tierra, y que Diego
de Alarcón se confiese pues ha llegado el fin de sus días.
Aún oyendo la sentencia de muerte, Francisco Carrión y otros cuatro verdugos
asieron fuertemente a Diego de Alarcón, luego lo pasearon por las calles del poblado
antes de matarlo, y así decía la voz del pregonero: «Esta es la justicia que manda
hacer Lope de Aguirre, fuerte caudillo de la gente marañona. A este hombre, por
servidor del Rey de Castilla, mándale hacer cuartos. Quien tal hizo, tal paga».
A ti no te dieron muerte, siempre afortunado Pedrarias de Almesto. A ti te dieron
seis puntos en la herida, y sanaste tan presto que al cabo de cuatro días te hallabas
con la péndola en la mano, copiando con tu hermosa letra la carta que Lope de
Aguirre, el peregrino, le escribió al rey Felipe, hijo de Carlos invencible. Una carta
(según la Historia de Venezuela) «cuyo contexto es la prueba más evidente de lo
rústico de su natural grosero y de los desacatos a que llegó la desvergüenza, y el
descaro de aquel bruto».
"Creo bien, excelentísimo Rey y Señor, que para mí y mis marañones no has sido

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tal, sino cruel e ingrato a tan buenos servicios como de nosotros has recibido… Por
no poder sufrir más las crueldades que usan estos tus oidores, visorey y
gobernadores, he salido de hecho con mis compañeros, cuyos nombres después diré,
de tu obediencia, y desnaturándonos de nuestras tierras que es España, para hacerte
en estas partes la más cruel guerra que nuestras fuerzas pudieren sustentar y sufrir…
Y esto cree, Rey y señor, nos ha hecho hacer el no poder sufrir los grandes despechos
y castigos injustos que nos dan estos tus ministros, que, por remediar a sus hijos y
criados, han usurpado y robado nuestra fama, vida y honra… Estoy cojo de mi
pierna derecha de dos arcabuzazos que me dieron en el valle de Chuquinga con el
mariscal Alonso de Alvarado, siguiendo tu voz y apellido contra Francisco
Hernández Girón, rebelde a tu servicio, como yo y mis compañeros al presente somos
y seremos hasta la muerte, porque ya de hecho habernos alcanzado en estos reinos
cuán cruel y quebrantador de fe y palabra eres, y así tenemos en esta tierra tus
promesas por de menos crédito que los libros de Martin Lutero… Mira, mira Rey
español, que no seas cruel a tus vasallos ni ingrato, pues estando tu padre y tú en los
reinos de España sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos a costa de su sangre
y hacienda tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes… Mira, Rey y señor,
que no puedes llevar con título de Rey justo, ningún interés en estas parles donde no
aventuraste nada, sin que primero los que en ellas han trabajado y sudado sean
gratificados… Por muy cierto tengo que van pocos reyes al infierno, porque sois
pocos, que si muchos fuérades, ninguno podría ir al cielo, porque creo que allí
seríades peores que Luzbel, según tenéis la ambición, sed y hambre de hartaros de
sangre humana… Y ansí, Rey y señor, te juro y a Dios hago solemne voto yo y mis
doscientos arcabuceros marañones, conquistadores, hijosdalgo, de no te dejar
ministro tuyo a vida… Aunque yo y mis compañeros, por la gran razón que tenemos,
nos hay amos determinado a morir, y esto cierto y otras cosas pasadas, singular Rey,
tú has dado la causa, por no te doler del trabajo de tus vasallos y no mirar lo mucho
que les debes… En fe de cristiano te juro, Rey y señor, que si no pones remedio en las
maldades de esta tierra, que te ha de venir el azote del cielo, y esto dígolo por
avisarte de la verdad, aunque yo y mis compañeros no esperamos ni queremos tu
misericordia… Y pues, esclarecido Rey, no te pedimos mercedes en Córdoba y en
Valladolid, ni en toda España que es tu patrimonio, duélete, señor, de alimentar a los
pobres cansados en los frutos y réditos desta tierra, y mira, Rey y señor, que hay Dios
para todos, igual justicia y premio, paraíso e inferno… Nos dé Dios gracia que
podamos alcanzar por nuestras armas el precio que se nos debe, pues nos han
negado lo que de derecho se nos debía… hijo de fieles vasallos tuyos en tierra
vascongada, yo, rebelde hasta la muerte por tu ingratitud. Lope de Aguirre, el
peregrino.

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EL CAUDILLO MARAÑÓN cumplió con la palabra dada, restituyó al alcalde de la
Borburata su mujer y su hija, ambas alzaron el vuelo con alma risueña en compañía
del alguacil mayor Julián de Mendoza, se despidieron antes de la niña Elvira con
besos y lágrimas. Cuanto a la carta que le había escrito al rey Felipe. Lope de Aguirre
se resolvió en enviarla por medio del padre Pedro de Contreras, que pensando en
encomendarle esta misión lo había traído cautivo desde la Margarita.
—Os doy licencia para que tornéis a vuestra vicaría, padre Contreras, con
condición de que me juréis por el Santísimo Sacramento del altar que haréis llegar
esta carta a las propias manos del rey don Felipe II.
Al padre Contreras le pareció un tanto descomedido aquel juramento que se le
pedía, procuró esquivarse de hacerlo diciendo que debajo de su palabra llevaría la
carta al Rey, mi palabra es suficiente fianza, señor general.
—Debajo de vuestra palabra no basta —dijo Lope de Aguirre—. Me lo juráis por
el Santísimo Sacramento o no os daré la libertad.
Juró entonces el padre Contreras por la hostia consagrada, no había otra salida, y
al punto Lope de Aguirre libró de prisiones al piloto Barbudo para que acompañase al
sacerdote en su viaje y lo ayudara a llegar hasta la Real Audiencia de Santo
Domingo.
Entretanto la sangrienta fama del cruel tirano se había extendido por la entera
gobernación de Venezuela, y por el Nuevo Reino de Granada, y había alzado el Perú
y los Charcas hasta llegar a Chile. Los agarrotados por el cruel tirano pasaban de un
millar, así veía aparecer un fraile le arrancaba el balandrán y le cortaba la cabeza, ni
los monacillos escapaban de su furia, hacía arrastrar mujeres desnudas amarradas a
las colas de los caballos, Atila en las Galias no hizo tantos desafueros. Nerón en
Roma no derramó tanta sangre de cristianos, no era un espíritu humano sino un
enviado del infierno, hedía azufre y a murciélagos muertos, escondía pezuñas dentro
de los borceguíes, ¡vade retro, exi foras!
De don Pablo Collado, gobernador de Venezuela, se apoderó un miedo incurable.
El licenciado Pablo Collado había hecho estudios de bachiller en Salamanca, quiso
meterse monje pero el amor de una asturiana le malogró la vocación, casóse con ella
y vínose a las Indias, sus buenas amistades y sus propias prendas lo elevaron al cargo
de gobernador que hoy tiene en sus manos. Un domingo al salir de misa le dan graves
avisos: el perverso tirano que se dice Lope de Aguirre ha desembarcado en la
Borburata; ¡Dios sea conmigo!; la Borburata es una costa cercada por montañas; es
cosa imposible ir a pelearlo con los escasos hombres de armas y la ninguna artillería
de que puedo disponer. Luego vienen a decirme que el cruel tirano ha tomado
Valencia; se encamina hacia estos lugares; anda obstinado en darme batalla y
prenderme y degollarme. Y yo aquí en el Tocuyo, postrado con unas almorranas que
no me permiten sentarme a la mesa, mucho menos subir a un caballo. Soñaba con
irme a Cuicas a mejorarme destas dolencias, el clima es muy benigno, las aguas
sanan como bálsamo. Por último sale el rumor de que el tirano se acerca a

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Barquisimeto con negras banderas desplegadas, lo siguen doscientos marañones de
malas entrañas, y veinte negros que anudan a la garganta las cuerdas del garrote,
¡ampárame Santa Eulalia!
El estilo militar del gobernador Collado es fruto o trasunto de una prudencia
nunca vista en la historia de las guerras:
—Cuando me escriban para anunciarme que el tirano está entrando en
Barquisimeto tomemos las mujeres e hijas por delante y la demás gente; y el tirano en
Barquisimeto, y nosotros en el Tocuyo; y el tirano en el Tocuyo, y nosotros en
Humocaro; y el tirano en Humocaro, y nosotros en Carache; y el tirano en Carache, y
nosotros en Trujillo; que todo esto es camino derecho para el Rey.
Fue necesario que se presentase a la casa de la gobernación el capitán Gutierre de
la Peña, que era un bravo soldado, para que don Pablo Collado recobrara parte de su
perdido ánimo, Gutierre de la Peña había sido regidor de Coro, gobernador de la
Margarita, y también gobernador de Venezuela antes de serlo Collado. El
almorraniento licenciado, olvidando de un golpe las rencillas que los dividían, lo
recibió de esta manera:
—Capitán Gutierre de la Peña, os doy la bienvenida y os nombro general de
nuestro campo; a vuestra valerosa espada confiamos el encargo de combatir y vencer
al traidor Lope de Aguirre.
—Señor gobernador de Venezuela, acepto complacido la ocasión que Vuestra
Excelencia me ofrece de servir con las armas en la mano a Su Majestad el Rey —
respondió Gutierre de la Peña sin sobresalto.
Seguidamente el gobernador Collado mandó llamar al capitán Diego García de
Paredes, que se hallaba retirado en Cuicas y con el cual había tenido otros sinsabores,
acuda vuestra merced a defender la causa del Rey en esta circunstancia tan
angustiada. A los tres días llegó García de Paredes al Tocuyo, que es la ciudad
capital, y apenas hubo llegado cuando lo nombre para maese de campo, no podía ser
más arriba puesto que ya había alzado con gran prisa y brevedad a Gutierre de la
Peña para el oficio de general.
El tercer capitán que acudió a la llamada de don Pablo Collado fue Pedro Bravo
de Molina, justicia mayor de la ciudad de Mérida, quien se trasladó al Tocuyo con sus
cuarenta hombres de a caballo, armados de lanzas y adargas. Sumando los que
alcanzaron a juntar el gobernador Collado y Gutierre de la Peña en el Tocuyo, y los
que trajeron García de Paredes de Cuicas y Bravo de Molina de Mérida, el ejército
del Rey en esta parte se compone de doscientos soldados, casi todos ellos de
caballería.
Podrían haber sido muchos más, no lo dude vuestra merced, pero el nombre de
Lope de Aguirre infundía temor y espanto en todos los pensamientos. Tal como los
vecinos de Valencia al acercarse el tirano se fueron a vivir en los manglares del lago
Tacarigua, y los de Barquisimeto se ocultaron en arcabucos y quebradas, asimismo
los hombres del Tocuyo echaron por delante sus mujeres y pertenencias y fueron a

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esconderse en donde hubiere lugar. Varios de los soldados que había alistado Pedro
Bravo en Mérida quisieron volverse a sus casas en cuanto percibieron que los
llevarían a combatir contra el cruel tirano.
—El que no quiera ir de grado lo llevaré por fuerza —tuvo que advertir Pedro
Bravo para atajar el descontento.
Le juro a vuestra merced por la fe de quien soy que el miedo que le tenían a Lope
de Aguirre en los bandos contrarios era el arma ofensiva más poderosa de sus huestes
marañonas, sirva de claro ejemplo el de don Pedro Collado, a quien las malas lenguas
dieron en decirle Pedro Cagueta.

Todas las providencias de sus enemigos llegaron en hora oportuna a los oídos del
cruel tirano gracias a las noticias que le enviaba el alcalde de la Borburata, don
Benito de Chávez, el cual hízose amigo suyo desde aquel día en que Lope de Aguirre
le restituyó con humana gentileza su mujer y su hija. El caudillo marañón, impaciente
de cólera y ansioso de gloria, salió al encuentro del destino que le aguardaba en
Barquisimeto. Ya había comenzado el mes de octubre (que, según lo profetizó un
demonio familiar llamado Mandrágora que en otro tiempo llevó dentro de su cuerpo,
sería la fecha de su muerte) cuando el general Lope de Aguirre ordenó a los
alambores que anunciaran la partida.
A la salida de la puerta de Valencia les hizo a sus soldados esta larga arenga:
—Ea, soldados, andad a derechas, mirad que entiendo vuestras maldades y sé lo
que cada uno tiene en su corazón; mirad que conozco gente del Perú, que no
entienden sino en tirar la piedra y esconder la mano; mirad, marañones, que sé que
andáis por matarme o dejarme en la mayor necesidad, en viéndoos en las haldas del
Perú; mirad que sé que con mi sangre queréis restaurar la vuestra y vuestras
maldades; mirad que tenéis las piedras del Perú tintas de la sangre de los capitanes
que habéis muerto y dejado en los cuernos del toro, y tenéis por costumbre, después
de haber destruido el mundo y gozádoos de él, libraros y restauraros con la sangre de
los pobres capitanes, que siempre traéis engañados. Daos prisa en matarme que ¡por
vida de tal!, que os tengo que ganar por la mano; el que quisiera merendarme, que lo
tengo que almorzar, y que no habéis de ser todos juntos parte para matarme, y yo solo
sí para todos vosotros. ¿En qué andáis?, ¿no sabéis que habéis muerto Príncipe y
gobernadores, tenientes y alcaldes, frailes, clérigos, comendadores y mujeres, que
habéis robado y saqueado y muerto cuanto habéis hallado? ¿No sabéis que vamos
haciendo la guerra a fuego y a sangre, y que el que de vosotros tomaren, la menor
tajada ha de ser la oreja? ¿No sabéis que sin mí no tenéis vida, ni podéis escapar de
nada en el mundo; y si queréis ser hombres de bien, que todo el mundo no será parte
para enojaros, y el Perú y todo lo demás será vuestro? ¡Por vida de tal!, marañones,
que si Dios nos da salud, que ninguno de vosotros ha de haber que no sea capitán en
Perú de la demás gente, y que tengo de hacer que los reinos del Perú sean gobernados

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de la gente marañona, como los godos lo fueron en España por señores de ella. ¿Qué
cosa es que por temor de la muerte dejemos de acometer lo que vemos que tan
claramente es nuestro y nos lo tienen nuestros hados guardado? Mirad que en los
templos del Cuzco dicen todos a una los indios hechiceros, que de unos montes y
tierras escondidas han de salir unas gentes que han de señorear a Perú, y somos
nosotros; mirad que lo sé yo muy cierto.
Tres días después de haber dejado atrás la dicha ciudad de Valencia, llegó el
ejército marañón a unos ranchos que rodeaban un campo de minas de oro, lugar
conocido por el nombre de Valle de Chima. En las zanjas de aquellas minas
trabajaban diversas cuadrillas de esclavos. Por el camino dijo Lope de Aguirre:
—Me placerá sobremanera topar a esos cien negros que trabajan en las minas de
Chirua, pues los libertaré de su esclavitud tal como he hecho con los veinte que van
en esta jornada, y quién sabe si también los de Chirua se juntarán con nosotros para
hacerle la guerra al Rey que los desprecia y a los amos que los tienen en cadenas.
Mucho le desagradó hallar las minas desamparadas, los picos y palas esparcidos
por el suelo, las gallinas en los gallineros, el maíz en los trojes, ni un alma humana en
todos los contornos, los capataces habían huido llevándose consigo a los esclavos
negros.
—En los reinos del Perú que nosotros gobernaremos —dijo Lope de Aguirre—
esa porción desgraciada de hombres que gimen en la esclavitud será libre; la
naturaleza y la justicia nos ordenan emanciparlos; yo imploro la libertad absoluta de
los esclavos como imploraría mi vida y la vida de mi hija.
Cargaron con los puercos, las gallinas y el maíz, y prosiguieron su derrota,
caminando derechos hacia las cerradas nubes que oscurecían el horizonte. De súbito
comenzó a caer un aguacero tan terrible como el diluvio de Noé, los relámpagos
amenazaban que rasgarían las entrañas del ciclo, los truenos retumbaban en el
corazón de los cerros y hacían temblar de miedo a la niña Elvira, el camino mudóse
en rosario de charcas y lagunas, las cabalgaduras se atascaban en los barrizales y
resbalaban en las cuestas, los morriones pesaban como turbantes de plomo, llegó la
tarde y seguía lloviendo recio, llegó la noche y el aguacero no amainaba en una gota,
una yegua se espantó de la luz de un relámpago y se despeñó hasta la profunda
negrura de un barranco, se oyó la voz desafiadora de Lope de Aguirre:
—¿Piensa Dios que porque llueva no tengo de ir al Perú y destruir el mundo?
¡Pues engañado está conmigo!
Un trueno más pavoroso que todos los anteriores respondió a su blasfemia. Mas el
mal cristiano, en lugar de humillarse ante el rigor del firmamento, levantó el grito:
—¡Si se opone la naturaleza a nuestros designios, lucharemos contra ella y la
haremos que nos obedezca!
Como por ensalmo de brujas cesó la tempestad. Abriéndose paso por entre la
lluvia y la sombra los marañones habían escalado la cumbre de un monte, ahora
aclaraba una mañana limpia de grises, allá abajo se abría una llanura verde y

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apacible, era el Valle de las Damas.
—¡Adelante, marañones! —gritó Lope de Aguirre, y comenzó a bajar de la cuesta
primero que ninguno, renqueando y maldiciendo.

El capitán Pedro Alonso Galeas, aquel marañón que huyó del campo de Lope de
Aguirre en la Margarita usando la treta de apartarse cada día más y más del pueblo en
un caballo brioso, ¿lo recuerda vuestra merced?, ese mismo capitán Pedro Alonso
Galeas convirtióse luego para Lope de Aguirre en un adversario tan dañoso como el
traidor Pedro de Munguía. Pues si es cierto que el dicho Pedro de Munguía entregó a
los ministros del Rey las trazas y propósitos militares del caudillo marañón, Pedro
Alonso Galeas por su parte les dio noticia fidedigna de la gente y armas que Lope de
Aguirre llevaba consigo, y del verdadero ánimo de sus soldados. Pedro Alonso
Galeas fue el primero en llegar a Borburata, enviado en una canoa por un mestizo
servidor del Rey llamado Francisco Fajardo, con recados de alerta para la autoridades
reales. De ahí se mudó a Barquisimeto donde su aparición llovió del ciclo, pues
restauró el sosiego en muchas almas conturbadas.
—Solamente ciento cincuenta hombres trae consigo el cruel tirano, dellos sesenta
escasos le son leales sin condiciones, el resto se ha de venir al mando de Su Majestad
en hallando la coyuntura para hacerlo, a este perverso rebelde no es menester
acometerlo, basta ponérsele cerca y hacer tiempo para que se pasen a nosotros los
temidos marañones.
No era insólito el vaticinio que hacía Pedro Alonso Galeas, en esa misma forma
habían acabado todas las revoluciones en el Nuevo Mundo, la de Gonzalo Pizarro la
de Sebastián de Castilla la de Hernández Girón, tras el primer fracaso la gente se
acogía a las cédulas de perdón, al caudillo lo dejaban solo con su bandera, entonces
los verdugos lo prendían y le cortaban la cabeza, Lope de Aguirre no escaparía de esa
estrella.
Pedro Alonso Galeas no era un espía del cruel tirano, como muchos sospecharon
al principio, sino un tránsfuga serio que daba noticias útiles y precisas. Así lo
entendió sin tardanza el general Gutierre de la Peña, y le restituyó el grado de capitán
que le diera el gobernador Pedro de Ursúa antes de emprender la jornada de los
Omaguas, y lo envió al Tocuyo en busca de don Pedro Collado que escribía cartas
lastimeras para esquivarse de venir a Barquisimeto, «tengo la boca llagada del gran
fuego que me sale, la calentura me abrasa, las almorranas me destierran, me es
forzoso salir mañana a Trujillo por ser tierra fría para tomar algún aliento de salud».
Pedro Alonso Galeas tuvo de irlo a detener a medio camino de Trujillo, mitigóle los
temores que le causaban las fuerzas del tirano exageradas por su imaginación,
mejoraron sus calenturas y sus almorranas, el aliquebrado gobernador se ajustó
finalmente a llegarse a Barquisimeto en compañía de Pedro Bravo de Molina y sus
cuarenta jinetes.

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En Barquisimeto se juntaron a consejo todas las autoridades del campo, cuando
ya Lope de Aguirre atravesaba por el Valle de las Damas rumbo derecho a la ciudad.
—El cruel tirano trae consigo ciento cincuenta arcabuceros, nuestro ejército
consta y se compone de ciento ochenta hombres de a caballo, los arcabuceros
enemigos podrían convertir cada casa en un bastión y disparar desde allí con gran
ventaja, propongo que nos apartemos de la ciudad y tendamos nuestra caballería a
campo abierto —dijo el maese de campo García de Paredes.
El capitán general Gutierre de la Peña y el teniente general Pedro Bravo de
Molina fueron de parecer que tenía razón el viejo soldado, y entre todos tomaron la
resolución de retirarse con armas y provisiones, y establecer el campo media legua
más atrás, en las barrancas del río.
El caudillo marañón entró a la desamparada ciudad de Barquisimeto el veinte y
dos de octubre, en la vanguardia iban cuarenta arcabuceros con las armas en alarde,
luego marchaban las banderas negras orladas de oro con dos espadas desnudas
ensangrentadas puestas una contra otra, las trompetas y los tambores tocaban sones
de amenaza y victoria, repentinas salvas de mosquetería atronaron el cielo, ¡viva el
fuerte caudillo de los invencibles marañones!, ¡viva el Príncipe de la libertad! Los
hombres de a caballo de Gutiérrez de la Peña los ojeaban de lo alto de una loma; en
viéndolos Lope de Aguirre puso su gente en forma de combate; entonces los del Rey
volviéronse a sus cuevas y quebradas junto al río, a esperar que la gente del cruel
tirano se pasase a ellos, tal como Pedro Alonso Galeas les había prometido.

Alojóse el cruel tirano en una casa inmensa que se extendía por toda una cuadra,
cercada de altas paredes de adobes y coronada por almenas, que el capitán Damián de
Barrios se había hecho construir para establecer en ella su vivienda. Tenía tanto
aspecto militar la dicha casa que los soldados la bautizaron con el nombre de «la
fortaleza» y del mismo modo la siguieron llamando hasta el acabamiento de esta
tragedia.
Lope de Aguirre le destinó a la niña Elvira el mejor de los aposentos, colgó su
propia hamaca en los corredores entre la de Antón Llamoso y la de Juan de Aguirre,
puso centinelas en las puertas y entre las almenas, y les dio licencia a los soldados
para que saqueasen el poblado. ¡Andad con cuidado, marañones!, guardad con
rectitud la honra de las mujeres (si topáis alguna) y respetad la santidad de la iglesia y
sus altares.
No hallaron cosa digna de ser saqueada, las casas habían quedado desiertas pues
inclusive los paralíticos y potrosos se fueron con los soldados, tampoco hallaron
provisiones sino cuatro cerdos chillones y unas tantas ristras de ajo, lo que sí había en
abundancia eran cédulas de perdón dejadas en las mesas y en los suelos por los
sirvientes del Gobernador, «toda la gente y soldados que se pasen a nuestro servicio
serán perdonados, cualesquiera tiranías y muertes hayan cometido en el tiempo que

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andan debajo de las órdenes del tirano», y firmaba don Pablo Collado, como firmaba
igualmente el Gobernador una carta para el general Lope de Aguirre en la cual le
decía «tome vuestra merced al servicio del Rey, que yo le serviré a vuestra merced de
tercero para solicitar la clemencia de Su Majestad».
Carta y cédulas les fueron traídas a Lope de Aguirre. Antón Llamoso tomó en sus
manos uno de aquellos papeles, se sirvió de él para hacer un gesto obsceno y dijo:
—¡Mirad, gobernadorcillo Collado, lo que hacemos los marañones con vuestras
cédulas de perdón: nos limpiamos las partes bajas!
Mas Lope de Aguirre sabía, ¡por vida de tal!, que no todos sus hombres se
hallaban dispuestos, como el zafio y tosco Antón Llamoso, a limpiarse las partes
bajas con aquellos papeles «que debajo de su buen color y gusto tenían muy cruel
ponzoña». Por ello juntó a toda la gente en el patio de la fortaleza y les habló de esta
manera:
—Mirad, marañones. Yo como hombre experimentado en estas cosas os quiero
desengañar de las promesas que os hace el Gobernador en estas fementidas cédulas
de perdón que habéis hallado. Bien se os debe acordar que vuestras muertes y tiranías
han excedido en número y calidad a cuantas en España e Indias hayan cometido
hombres alzados contra los poderes reales; el propio Rey de justicia no os podría
perdonar, cuanto más un licenciado de dos nominativos como este Pablo Collado; ni
aun si el mismo Rey os quisiera perdonar y os perdone, los deudos y amigos de los
que habéis muerto os han de perseguir y procurar quitaros las vidas. Yo os profetizo
que si me desamparáis y os pasáis al Rey, sola una muerte me darán a mí, pero a
vosotros tres mil géneros de muertes y abatimientos; procuremos vender nuestras
vidas muy bien vendidas, marañones, y hagamos lo que somos obligados, que si
agora peregrinamos es para ir a parar a la tierra que pretendemos, que es el Perú,
donde todo nos es debido, y llegado a él, cada uno habrá premio de su trabajo.
Después de este discurso dio orden de pegar fuego a varias casas del poblado,
aquellas que pudiesen servir de parapeto a los soldados del Rey en el trance de un
asalto. «¡Procurad que las llamas no hagan daño a la iglesia!», dijo a grandes voces,
mas las casas eran de paja y la iglesia también lo era, por lo que una centella que saltó
de lejos la hizo arder como yesca, y entonces el cruel tirano mandó sacar en volandas
los ornamentos y los santos por librarlos de la destrucción. Gutierre de la Peña, por su
parte, hizo quemar las pocas casas que el primer fuego dejó en pie por evitar que los
marañones se aprovecharan de ellas, y al cabo de ambos incendios no quedó en
Barquisimeto sino los cuatro muros detrás de los cuales Lope de Aguirre y su gente
se habían guarecido.
El caudillo marañón hizo llamar al pendolista Pedrarias de Almesto, lo convidó a
sentarse en la mesa del comedor de Damián de Barrios, y le dictó su respuesta a la
carta del gobernador Pablo Collado. Lope de Aguirre nunca dejó sin contesta una
carta de nadie, en ninguna manera iba a quebrar la regla en esta ocasión, que era la
última.

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“Una carta de vuesa merced recibí y merced muy grande por las promesas y
ofrecimientos que por ella me promete, aunque yo al presente y en articulo de muerte
y después de muerto, aborrezco el tal perdón del Rey y aun su merced me es odioso,
cuando mas los perdones de vuesa merced no llegan al primer nublado… Dice vuesa
merced que mil vidas perderá en servicio de Su Majestad, guarde vuesa merced una
sola, bien que si esa pierde el Rey no la resucitará. Vuesa merced tiene mucha razón
de servir al Rey, pues a costa del sudor de tanto hijodalgo y sin ningún trabajo anda
comiendo el sudor de los pobres… Malditos sean todos los hombres chicos y
grandes, pues consienten entrar un bachiller donde ellos trabajan y no matarlos a
todos, pues son causa de tantos males… Y pues vuesa merced ha rompido la guerra,
apriete bien los puños que aquí le daremos harto que hacer, porque somos gente que
deseamos poco vivir… Y Dios nuestro Señor guarde y aumente la muy magnifica
persona de vuesa merced como vuesa merced desea.

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PASARON TRES DÍAS con sus noches sin que un solo soldado muriera en combate,
tampoco había sido herido alguno. Los espías y corredores de los bandos contrarios
se topaban de súbito en un enredo de matorrales o en la obscuridad de la noche, y
unos y otros huían sin trabar pelea, o disparaban desde lejos sus pelotas a la ventura.
(Las dos armas que determinaban las mayores victorias españolas en la conquista de
las Indias, eran el arcabuz y el caballo; en esta sazón los marañones de Lope de
Aguirre tenían los arcabuces; el ejercito del Rey disponía de los caballos). (Otras dos
armas poderosas eran el miedo y la traición; Lope de Aguirre se aprovechaba del
miedo espantable que infundía en la gente del Rey su fama de perverso tirano: los del
Rey sacaban fruto de la traición que florecía en el campo de Lope de Aguirre como
clavel ponzoñoso). Ambos ejércitos tenían de su parte a soldados de arrojada
valentía; entre los oficiales del Rey se contaban Gutierre de la Peña, García de
Paredes, Pedro Bravo de Molina, Pedro Alonso Galeas, Hernando Serrada, Pedro
Gavilla, García Valero, Francisco Infante, Gómez de Silva y el propio gobernador
don Pablo Collado que había mejorado por milagro de sus sanguinosas dolencias y
ahora pedía que la suerte de esta guerra se resolviera entre él y el tirano «en singular
batalla», en el partido de los marañones andaban Lope de Aguirre, Diego de Tirado,
Juan de Aguirre, Roberto de Zozaya, el almirante Juan Gómez, el genovés Juan
Jerónimo de Espíndola, el viejo alférez Blas Gutiérrez, Cristóbal García, Custodio
Hernández, Bartolomé Paniagua, Francisco Carrión, Antón Llamoso, Hernando
Mandinga que ya no era negro esclavo sino sargento bravo y fiel, y muchos más. Pero
se cumplieron tres días sin que la caballería del Rey acometiera la fortaleza y sin que
la arcabucería rebelde saliera a desafiar a sus enemigos. Esta madrugada, ¡voto a tal!,
se pasaron al bando del Rey tres soldados, Juan de Talavera, Pedro Guerrero y Juan
Rangel, que habían pedido licencia para abrevar sus caballos en el río; se pasaron al
Rey y aparecieron luego los tres dando voces desde la barranca lejana, incitando a los
demás marañones a seguir su torcido ejemplo. Tú entendiste al punto, Lope de
Aguirre, que mantenerse encerrado en la fortaleza era ponerse a riesgo de que otros
igualmente cobardes y traidores corrieran a aceptar las cédulas de perdón que el
gobernador Collado les ofrecía. El caudillo marañón ordenó al capitán de su guardia
Roberto de Zozaya y el capitán de infantería Cristóbal García que cayeran de
improviso en el campo enemigo con sesenta arcabuceros y, si por mala fortuna no
alcanzaban a desbaratarlos en la embestida, se acogieran luego al abrigo de una
arboleda que era jaral difícil de ser penetrado por los caballos. De este modo lo
hicieron, y al cabo de un tiempo salió Lope de Aguirre de la fortaleza con el resto de
la gente, y se juntó a sus compañeros en la maraña del monte. Ha sonado finalmente
la hora de ganar la victoria o morir en la demanda, Lope de Aguirre, rebelde forjado
en el yunque perulero, guerrero herido en el valle de Chuquinga, general y cabeza de
los invencibles marañones, tú has de probar en este trance último que eres un legítimo
nacido de la raza vascongada, un digno émulo del feroz Miguel Arcángel, el brazo
ejecutor de la ira de Dios. Gloria eterna dará a tu nombre el vencimiento del

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esclarecido rey Felipe, en estos lugares representado por oscuros parciales. ¡Adelante
marañones! ¡Apuntad al pecho y a la frente de esos villanos! (Los disparos de los
marañones picaban en los terrones, o cruzaban los aires por encima de las cabezas
contrarias). ¿Qué pasa, marañones?, ¡a las estrellas tiráis! (Eran más de un centenar
nuestros arcabuceros y ninguna de sus pelotas daban en los cuerpos de los jinetes del
Rey, ni siquiera en las ancas de sus cabalgaduras). De repente sucedió una desgracia
inaudita. El capitán de caballos Diego de Tirado, que era uno de tus amigos más
íntimos y preciados, un autentico y verdadero marañón de alma alacranada, el capitán
Diego de Tirado convirtió en fuga deshonrosa lo que parecía una arremetida de su
yegua, el capitán Diego de Tirado se pasó al campo de Su Majestad en mitad de la
batalla y tú, Lope de Aguirre, supiste en ese instante con certidumbre que tu causa
habíase perdido y que tu muerte era un acontecimiento muy cercano. El capitán
Diego de Tirado es el primero en desembarcar en la Margarita, el capitán Diego de
Tirado le arrebata las armas al gobernador Villandrando, el capitán Diego de Tirado
monta de un salto sobre el alazano del alcalde Rodríguez de Silva, el capitán Diego
de Tirado cruza a todo galope las calles de la Villa del Espíritu Santo dando voces:
¡Viva el general Lope de Aguirre príncipe de la libertad!, el capitán Diego de Tirado
me acompaña solícito en todas mis obras de muerte y castigo, «si este Diego Tirado
me es leal, el mundo he de tener por mío» (esto lo decía yo cada mañana), el capitán
Diego de Tirado se pasa al campo de Su Majestad en mitad de la batalla, media hora
después lo diviso en la barranca montado en el caballo del gobernador Collado y
diciéndonos a gritos: ¡Ea, caballeros, a la bandera real, al Renque hace mercedes!
(Los disparos de los marañones siguen deshaciendo terrones o perdiéndose en las
nubes; los soldados del Rey no tienen con ellos sino cinco arcabuces, mas ya han
herido a dos hombres de los nuestros, le dan un balazo en la frente a la yegua negra
que monta Lope de Aguirre, la tumban sin vida). Tú, Lope de Aguirre, que ya miras
tu muerte como un acontecimiento inevitable y muy cercano, te alzas de los lomos de
la yegua muerta, y gritas de nuevo: ¡a ellos, marañones! ¡No tiréis a las estrellas,
marañones, tirad al pecho del enemigo! ¡Yo solo me bastaría para hacer una guerra y
vencer a esta gente de poco más a menos, mas ninguna guerra puede hacerse con
traidores!
Lope de Aguirre sabe ya de cierto que ha perdido su primera y última batalla
contra el rey de España, hace recoger a los dos soldados heridos, da la orden de
retirarse todos a la fortaleza Apoyado por Roberto de Zozaya, Cristóbal García, Juan
de Aguirre, y Antón Llamoso apremia a los marañones con sus voces, los amenaza
con su espada la fortaleza, caballeros, ¡muera el Rey!, los lleva a empellones y los
obliga a entrar en la inmensa casa de Damián de Barrios, ¡muera el Rey, marañones,
muera el Rey!, Lope de Aguirre cierra con sus propias manos las pesadas puertas.

(Un corredor en la casa de Damián de Barrios convenida en fortaleza. En los

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extremos cuelgan dos hamacas. Al centro platican vivamente varios oficiales
marañones. Al fondo hay una puerta ancha que da a la calle; a la izquierda otra que
da al aposento de la niña Elvira; y a la derecha una tercera que da al interior de la
casa).
JUAN DE AGUIRRE: —Recio golpe ha sufrido su pecho con esta fuga de Diego de
Tirado al campo del Rey. Desde aquella traición de Pedro de Munguía no le había
visto yo tanta furia que se le sale de los ojos.
ROBERTO DÉ ZOZAYA: —¿EN qué nuevos pensamientos andará sumido agora?
(Señala la puerta de la izquierda). Entró por esa puerta hace bastante rato y no ha
vuelto a salir.
JUAN GÓMEZ: —Sospecho yo que lo rindieron al cabo el sueño y la fatiga. ¿Sabéis
cuánto tiempo hace que no duerme?
ANIÓN LLAMOSO: —La persona de Lope de Aguirre no tiene necesidad de dormir,
ni de descansar, ni de comer.
PEDRARIAS DE ALMESTO: —Más de un mes hace que no duerme. Dice que el sueño
no tiene sentido, que él se hartará de dormir después de su muerte.
CRISTÓBAL GARCÍA: —ES un enano cojo con fuerzas de gigante. Para subir las
cuestas se carga las espaldas de armas y bagajes.
HERNANDO MANDINGA: —No le dan miedo las pelotas de los arcabuces, ni el filo
de las espadas, ni el Rey, ni la muerte, ni el infierno. Tiene dentro de su cuerpo un
demonio familiar que nunca lo abandona.
JERÓNIMO DF, ESPÍNDOLA: —Todas las cosas que habéis dicho son ciertas,
caballeros, mas las dichas potencias de su alma no han impedido que nos hallemos
agora en el trance irremediable de perdernos, encerrados en esta casa lúgubre,
acosados por los jinetes enemigos, comiéndonos los perros y las ínulas para no morir
de hambre, contando como avarientos las gotas de agua para no morir de sed,
esperando las mañanas sin otra esperanza que la horca y las penas infernales.
ANTÓN LLAMOSO: —Mientras el príncipe Lope de Aguirre viva, el caudillo Lope
de Aguirre piense, el general Lope de Aguirre combata, no estamos perdidos, amigos
míos. Él hallará el modo de sacarnos de esta oscura sima, él pondrá en fuga a
nuestros sitiadores, él nos llevará a señorear el Perú para dar justo premio a nuestro
trabajo.

(Al comiendo de las palabras de Antón Llamoso entra Lope de Aguirre por la
puerta de la izquierda, se detiene luego en el umbral dándole tiempo para concluir).

LOPE DE AGUIRRE: —Únicamente las traiciones pretenden malograrnos la victoria;


las sucias traiciones del pasado, del presente y del porvenir. ¿En qué modo podíanse
comparar con nosotros, marañones, este gobernador muerto de miedo, estos dos
viejos capitanes con cinco arcabuces escasos, y estos cien soldados que a lo más son
vaqueros de zamarros de oveja y rodelas de vaca y mohosas espadas? ¿En qué modo

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podíanse comparar con nosotros, marañones, que somos un ejército intrépido y
libertador? Voto a tal, que jamás se ufanarían de haberlo hecho de no ser por el peso
de las traiciones que les dan su ayuda. (Saca un papel de la faltriquera). He escrito
esta lista formada por los nombres de aquellos que nos han de traicionar mañana, que
son los que se fingen enfermos para esquivarse de combatir, los que andan tibios y
melancólicos por los rincones, los que desvían la mirada cuando los miro, los que en
vez de jugar por la noche a los dados se ponen a rezar como monjas en claustro; yo
percibo el olor de mierda que exhala de aquellos que cavilan traiciones. Quiero de
todo corazón, capitanes, impedir que se cumplan las cincuenta felonías de estos
cincuenta hombres menguados que entre nosotros andan. Yo os propongo darles
muerte breve, reducir de esta manera nuestro bando a cien empedernidos marañones
decididos a dar toda su sangre para que campee la justicia. Yo os propongo luego,
capitanes, volvernos a la mar con ese ejército de cien furiosos invencibles, ya que tan
imposible se nos ha hecho llegar al Perú por esta vía de llanos y montañas Volvernos
a la mar, hacernos de un navío, y caer con el dicho barco de improviso sobre
Cartagena o sobre algún otro puerto donde nadie nos espere. (Pausa). A poner por
obra tales empresas se inclina mi entendimiento, caballeros, y he aquí la lista de los
que deben morir para librarnos nosotros de su perfidia y para salvarlos a ellos de
incluirse en la historia con título de traidores.
JUAN GÓMEZ: —¡Cuerpo de Dios, señor general! Si los tres huidizos que mató
Vuestra Excelencia a la salida de Valencia hubieran sido treinta, a buen seguro que
agora la gente lo pensaría mucho antes de pasarse al Rey. Confíe Vuestra Excelencia
en mí que yo lo acompañaré en todo, y en ser piloto del navío que ha nombrado.

(Todos los demás capitanes, excepto Antón Llamoso, miran con discrepancia y
desagrado al almirante Juan Gómez).

ROBERTO DE ZOZAYA: —¿Dar muerte a cincuenta hombres más, señor general, no


vendrá a ser una crueldad inútil y sin provecho?
CUSTODIO HERNÁNDEZ: —Con la sangre de esas muertes agravaremos nuestras
culpas tan enormemente que el propio poder de Dios no conseguirá la hazaña de
salvarnos de la horca.
CRISTÓBAL GARCÍA: —¿Quién puede asegurarnos que con tan atropellado proceder
no le quitaremos la vida a no pocos inocentes? Pensad que ayer el capitán Diego de
Tirado se nos lucía el más resuelto de los marañones y este juicio nuestro no le
impidió pasarse al campo del Rey. Otros hay por el contrario, que hemos tenido
siempre por medrosos, y siguen dando muestras de coraje y lealtad.
LOPE DE AGUIRRE: —Dudáis y vaciláis, caballeros, porque en algún desván de
vuestros corazones late aún la ilusión de rehuir el naufragio, de que el Rey os perdone
las tiranías y maldades que habéis cometido en el río Marañón y en la isla de la
Margarita. Vana esperanza albergáis, pues Dios mediante moriréis todos en la horca y

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seréis descuartizados como lo seré yo mismo. Si vivimos hoy este desastrado suceso,
culpables de ello son los remisos y…
JERÓNIMO DE ESPÍNDOLA: —Culpables somos todos, culpable es en primer lugar
Vuestra Excelencia, señor general. Es mi opinión que en la Margarita hemos debido
dejar a todos aquellos que preferían quedarse, sin traerlos contra su voluntad, pues
son esos, que obligados andan, los mismos que Vuestra Excelencia propone matar
agora.
LOPE DE AGUIRRE: —Señores capitanes, desde el día en que me alzasteis para
general y cabeza de esta jornada, ¡voto a mí!, que es la primera vez que os oigo
discrepar de mis palabras. ¿Que os sucede, Roberto de Zozaya? ¿Os acobarda la
cercanía descarnada de la muerte, Cristóbal García? Cuanto a vos. Jerónimo de
Espíndola que con manera tan atrevida y desvergonzada habéis osado hablarme, os
advierto que jamás he tolerado a algún hombre humano ese lenguaje, y que os
condeno a muerte para castigar tanta insolencia.

(Ninguno se mueve a ejecutar la sentencia. Solo Antón Llamoso lleva la mano al


puño de la espada, mas lo detienen las miradas de los otros capitanes. Lope de
Aguirre camina desconcertado hacia la puerta de la izquierda. De golpe se vuelve
atrás y da órdenes tajantes).

LOPE DE AGUIRRE: —¡Capitán de munición Antón Llamoso, encárguese vuestra


merced de preparar la partida hacia la Borburata, haga vuestra merced cargar las
armas en los carruajes y cabalgaduras, avise vuestra merced a toda la gente que debe
estar pronta y aparejada antes de que amanezca el día de mañana! ¡Capitán de
infantería Francisco Carrión mando a vuestra merced que acompañado del barrachel
Bartolomé Paniagua y del sargento Hernando Mandinga, despojen de sus armas a los
cincuenta sospechosos cuyos nombres están en esta lista, y que los mantengan
desarmados y debajo de gran cuidado y vigilancia!

(Salen Antón Llamoso, Francisco Carrión, Bartolomé Paniagua y Hernando


Mandinga).

LOPE DE AGUIRRE (a los otros oficiales): —No estamos perdidos, caballeros.


Ningún hombre está perdido en tanto que tenga el propósito y brío de no estarlo.
Hemos de partir hacia la mar de madrugada, cuando el enemigo no sospeche ni
imagine nuestra intención. Gutierre de la Peña saldrá a perseguirnos más tarde con su
caballería, y nosotros los esperaremos emboscados en un paso de montaña, y los
descabezaremos con nuestros arcabuces. Tras proveernos luego de caballos en los
hatos del llano, un ejército de cien marañones curtidos y probados será el nuestro que
llegará a la Borburata. Asaltaremos los navíos que allí hemos de hallar ancorados,
tomaremos sin tardanza el rumbo güeste, caeremos sobre Santa Marta o Cartagena,
volveremos a nuestra traza primera de irnos al Perú por el camino de Panamá, como

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lo hicieron Almagro y Pizarro. ¡Tened fe, capitanes, en Lope de Aguirre, fuerte
caudillo de los invencibles marañones!
VOZ DEL CENTINELA (desde lo alto de las almenas): —Los jinetes del Rey se
acercan a nuestros muros, más y más en cada vuelta. En la barraca enemiga se
asoman dos guerreros que por sus ademanes deben ser el maese de campo y el
teniente general.
LOPE DE AGUIRRE (arrebatándole el arcabuz a uno de los capitanes): —¡Vive el
diablo, que yo tengo mejor puntería que todos mis ciegos arcabuceros, y he de
probarlo agora mesmo!

(Intenta salir por la puerta que da a la calle. Se detiene al ver entrar de tropel,
desde el fondo de la casa, a varios soldados).

PRIMER SOLDADO: —Vuestra Excelencia, señor general, nos ha despojado de


arcabuces y lanzas, y se dispone agora a llevarnos desarmados hasta la mar,
marchando sin defensa por los cerros, infelices y desvalidos a merced de nuestros
contrarios. ¿Quiere acaso Vuestra Excelencia que nos den muerte a todos?
SEGUNDO SOLDADO: —Vuélvanos Vuestra Excelencia las armas, pues no nos place
ir como ovejas al matadero. SOLDADOS (a coro)—: ¡Queremos nuestras armas!
Lope DE AGUIRRE (sacando su daga y apuntándose con ella al pecho): —Con esta
daga me saquen el corazón si alguna vez llego a verter sangre de un soldado
marañón, y no lo tratase como a mi propia persona. Juro por Dios Todopoderoso.
Adorado y Glorificado, que aquí adelante no haré más que lo que cada uno de
vuestras mercedes mandare. Perderemos o ganaremos esta guerra, mas ha de ser con
parecer de todos, que mío solo no.
SOLDADOS (a coro): —¡Queremos nuestras armas! Lope DE AGUIRRE (ha ido
envejeciendo y encorvándose al paso que sus capitanes y soldados le pierden el
respeto y el temor)—: Si hasta aquí ha habido algunas muertes, hijos míos, entended
que las hice para salud de todos y para asegurar vuestras vidas. Y a todos digo desde
agora que, por el juramento que tengo hecho, y por el amor de Dios, no permitáis que
seamos vencidos por esta gente de cazabe y arepa. Y si pensáis pasaros al Rey, que
sea en el Perú, y dese modo yo, ya que muera, moriré en aquella tierra gloriosa donde
gozarán y descansarán mis huesos de lo que mi cuerpo tanto trabajó y ha padecido.
SOLDADOS (a coro). —¡Queremos nuestras armas! (Lope de Aguirre va tomando
arcabuces, lañáis y espadas, de las manos de Antón Llamoso y Francisco Carrión
que han entrado con ellas entre los bracos, y se las va entregando a los soldados de
uno en uno).
LOPE DE AGUIRRE: —¡Tomad, hijo mío, vuestro arcabuz! ¡Tomad, hijo mío, vuestra
alabarda! ¡Perdonadme el yerro de haberos quitado estas armas. Con ellas
venceremos al rey Felipe. Aún queda tiempo para hacerlo, hijos míos.
VOZ DEL CENTINELA (desde lo alto de las almenas): —Vienen bajando de la

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barranca los jinetes enemigos en forma de combate! (Se oyen disparos y sones de
trompetas y tambores afuera de la fortaleza).
LOPE DE AGUIRRE (con violencia arrebatada): —Moriremos en este sitio,
marañones, defendiendo nuestro honor como fieros Ieones. Ya no iremos a mar
alguna ni asaltaremos barco alguno. Moriremos en este sitio como rebeldes
obstinados. ¡Antón Llamoso, ordenad que desensillen las bestias, que descarguen los
carruajes, que mi niña Elvira no suba a su caballo! (El corredor se ha llenado de
soldados venidos del fondo de la casa, unos con arcabuces, algunos con espadas o
langas, otros con las manos vacías). ¡Muera el Rey, marañones! ¡Capitán Jerónimo
de Espíndola, salga vuestra merced con diez hombres a escaramuzar el enemigo!

(Sale Jerónimo de Espíndola hacia la calle seguido por diez arcabuceros que ti
escoge. Suenan nuevos disparos).

VOZ DE DIEGO DE TIRADO (desde el otro lado de la muralla): —¡Pasaos al Rey,


caballeros, que hace mercedes!
VOZ DE PEDRO ALONSO GALEAS (desde el otro lado de la muralla): —Desamparad
al tirano, marañones, que el Rey os dará el perdón.
LOPE DE AGUIRRE: —¿Habéis oído, marañones? Son las voces de Diego de Tirado
y Pedro Alonso Galeas, las voces de los traidores que os convidan a vender vuestro
honor de soldados. No hagáis caso, marañones, que la traición es cosa más triste y
pestilente que la muerte.

(Afuera de la muralla suenan trompetas y tambores. Se hace luego un silencio


que es roto por la voz de Jerónimo de Espíndola).

VOZ DE JERÓNIMO DE ESPÍNDOLA (desde el otro lado de la muralla.): —Os hablo yo,
marañones, vuestro capitán Jerónimo de Espíndola que también me he acogido a la
clemencia del Rey. No perdáis vuestras vidas, que una sola tenéis en este mundo;
¡Muerte al cruel tirano Lope de Aguirre! ¡Venid con el Rey, marañones, que todas
vuestras culpas os serán perdonadas desque dejéis el bando de la tiranía! Os lo digo
yo. Jerónimo de Espíndola, vuestro capitán y compañero.
LOPE DE AGUIRRE: —¿Espíndola? ¿También tú, Espíndola? ¿Tú, el genovés que
juraba por las llagas de Cristo serme leal hasta la muerte? ¡Tú, infame,
desvergonzado, pícaro y canalla! (Se pasea sombríamente de un extremo al otro del
corredor mientras afuera suenan nuevos gritos y disparos. Se detiene de pronto para
increpar a los oficiales y soldados). ¡Idos todos al diablo con el Rey! (Señala la
puerta con gesto furioso) ¡Idos todos al diablo con el Rey he dicho!
SOLDADO PRIMERO (saliendo apresurado por la puerta que da a la calle): —¡Viva
el Rey! ¡Viva el Rey que hace mercedes!
DOS SOLDADOS MÁS (saliendo como el anterior): —¡Viva el Rey! ¡Viva el Rey!

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LOPE DE AGUIRRE: —¿Qué espera vuestra merced, capitán Roberto de Zozaya para
desampararme como los otros? ¿Qué escrúpulo detiene a vuestra merced, capitán
Juan de Aguirre? ¡Pásense vuestras mercedes al Rey que la misericordia de Su
Majestad es infinita! Y también vuestras mercedes, Juan Gómez, Francisco Carrión.
Hernando Mandinga, Antón Llamoso. ¡Qué no quede conmigo uno solo de mis
marañones!
ROBERTO DE ZOZAYA (saliendo): —¡Viva el rey Felipe II!
JUAN DE AGUIRRE (saliendo tras él): —¡Muera el tirano Lope de Aguirre!

(Van saliendo atropellada y confusamente todos los otros, dando uvas al Rey,
excepto Antón Llamoso que no se ha movido de su rincón. El último que se dispone a
escapar es Pedrarias de Almesto, el cual ha mirado los sucesos con gran calma).

LOPE DE AGUIRRE (deteniéndolo con un gesto): —Suplico vuestra merced, señor


Pedrarias de Almesto, que no se vaya todavía. No quiero recibir mi muerte sin haber
hablado primero con vuestra merced lo que debo de hablar.
PEDRARIAS DE ALMESTO: —¿Conmigo, señor general?
Lope DE AGUIRRE: —Sí, señor Pedrarias de Almesto, con vuestra merced. Vuestra
merced sabe perfectamente que le he perdonado tres veces la vida, y sabe asimismo
cómo toda la gente imaginó que mi clemencia debíase a las cartas que yo le dictaba a
vuestra merced, y vuestra merced copiaba con hermosa letra de escribano. Mas a fe
mía que no era tal la razón Títulos de sobra había para dar muerte tres veces a vuestra
merced, pues vuestra merced quiso defender con la espada en la mano al gobernador
Pedro de Ursúa, y procuró huir de nuestro campo en la Margarita, y volvió a
procurarlo en el Borburata. A la clara se veía que no venía vuestra merced de grado
en esta jornada sino por fuerza, y que nunca ha sido vuestra merced un marañón
sincero sino un vasallo de mi enemigo el rey Felipe II.
PEDRARIAS DE ALMESTO: —No obstante esto. Vuestra excelencia me perdonó tres
veces la vida. ¡Vive el cielo que no entiendo!…
LOPE DE AGUIRRE: —Le perdoné a vuestra merced tres veces la vida, y no porque
tenga buena letra, ¡juro a Dios!, sino porque era vuestra merced la única persona en el
mundo capaz de librar a mi niña Elvira de ser violada y ultrajada por mis enemigos
después que salgan vencedores. En ese horrible tiempo venidero todos los marañones
recibirán garrote o serán colgados en la horca, menos vuestra merced que probará
ante los tribunales de justicia que ha sido siempre leal servidor del Rey y que intentó
pasarse dos veces a su bando que vino contra su propia voluntad en esta tiranía.
Tengo a vuestra merced por caballero ilustrado y de noble corazón. Si vuestra merced
tomase a mi niña Elvira bajo su amparo y guarda, ningún desalmado osará poner las
manos encima de su cuerpo. Yo le ruego humildemente a vuestra merced, y me hinco
de rodillas si es necesario, que salve a mi hija de la violencia y la preserve de la
putería. ¿Lo hará vuestra merced en cambio de las tres veces que le he perdonado la

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vida?
PEDRARIAS DE ALMESTO: —No lo haré, general Lope de Aguirre. Dios me entiende
que no lo haré. Si Vuestra Excelencia me perdonó tres veces la vida, lo hizo sin duda
alguna por evitar tres veces que Vuestra Excelencia mismo me diera muerte. Tres
veces le debo la vida porque tres veces iba a deberle la muerte, ¡en paz hemos
quedado, señor general! No he de recibir en protección a la hija de Vuestra
Excelencia, pues mañana es menester que haga la prueba de mi inocencia ante unos
jueces que querrán sentenciarme animosamente a muerte, y mal podre escapar de ese
rigor llevando debajo de mi amparo a la prenda más querida de un perverso tirano.
¡Adiós. Lope de Aguirre, maldito seas!

(Se aleja sin prisa hacia la puerta. Antón Llamoso saca su daga y se abalanza a
matarlo).

LOPE DE AGUIRRE: —No. Antón Llamoso, déjalo marchar en paz. Deseo perdonarle
la vida por cuarta vez.
PEDRARIAS DE ALMESTO (saliendo): —¡Viva el Rey, caballeros! ¡Viva el glorioso
Felipe II, mi Rey y señor!
LOPE DE AGUIRRE: —Agora quedamos nadie más que tú y yo, Antón Llamoso, en
el esperar de nuestras muertes. Mas no olvides que tú todavía puedes escapar de la
horca acogiéndote al remedio de huir por esta puerta gritando: ¡Muera Lope de
Aguirre, el cruel tirano! (Pausa). Pásate tú también al bando del Rey, capitán Antón
Llamoso, ¡yo te lo ordeno!
ANTÓN LLAMOSO: —NO me pasaré, general Lope de Aguirre, hermano Lope de
Aguirre. Yo he sido su amigo en la vida y nadie me impedirá que siga siéndolo en la
muerte. Moriré a su lado, Lope de Aguirre, y estaré contigo hasta el instante en que
las hachas del Rey hagan pedazos de nuestros cuerpos.
LOPE DE AGUIRRE: —Y luego, luego que nos hagan pedazos, nuestras almas
volarán juntas al infierno, hijo mío. Mas te aviso y advierto que no deben atribularnos
demasiado las llamas infernales, pues hemos de compartirlas con Alejandro, César,
Pompeyo y los sabios de Grecia, lo cual será cosa de mucha gloria y honra para
nosotros. En esta víspera de mi agonía, yo me quejo tan solo de Dios, al igual que lo
hizo su Hijo en la cruz, puesto que me ha abandonado. Tú puedes contar mejor que
ninguno, Antón Llamoso que mamé la fe católica en la leche, que he vivido
piadosamente en el amor de Dios, que he acatado todos sus mandamientos menos
aquel que nos prohíbe matar, pues sin matar no es posible hacer la guerra, y Dios
mismo me dispuso para ser guerrero y valer más con la lanza en la mano. Prediqué a
mis soldados que hicieran en la tierra lo que les aconsejase el corazón, alejando de
sus actos el miedo al infierno, pues yo pensaba de buen juicio que la sola creencia en
Dios bastaba para ir al cielo. Confié de la infinita equidad de Dios que lo forzaría a
ponerse de nuestra parte en la lucha que hacíamos contra el rey Felipe y sus ministros

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que son modelos de injusticia y perversión. Agora entiendo claramente. Virgen de
Aránzazu, que el Padre Eterno se hizo banderizo del rey español y dispuso desde su
empíreo mi perdición. Si la voluntad de Dios lo quisiera. Virgen Santa, serían
abatidos los soberbios y los poderosos, y triunfaría la causa de los flacos y los
humildes. Cuando a malas penas he llegado a saber que no lo quiere, encomiendo al
demonio mi alma y cuerpo, mis piernas y brazos, mi pija y cojon es. No me
desespera, estando vivo como aún lo estoy, conocer que mi ánima arde ya en los
infiernos. Y como el cuervo no puede ser más negro que sus alas, me consuela de mi
maldición el entrever que la fama de las cosas terribles que he hecho quedará para
siempre en la recordanza de la gente. (Bajando la voz) Sálvate, tú, hijo mío, pásate al
Rey. (Subiendo de nuevo la voz) ¡Capitán Antón Llamoso, es una orden!
ANTÓN LLAMOSO: —Por vez primera desobedezco un mandato de Vuestra
Excelencia, general Aguirre. (Bajando la voz) He tomado la resolución de morir a tu
lado. Lope de Aguirre, y Dios delante que llegó la hora de cumplirla.

(Suenan disparos y gritos fuera de las murallas).

LOPE DE AGUIRRE: —Si tengo de morir desbaratado en esta gobernación de


Venezuela, como de cierto ha de suceder al instante, digo y proclamo que ya no creo
en la fe de Dios, ni tampoco en la secta de Mahoma, ni en Lutero, ni en los dioses de
la gentilidad, y tengo para mí como sola creencia que el hombre no nace en la tierra
sino para nacer y morir, sin haber porvenir ni pasado. (Suenan nuevos disparos). No
le temo al Rey, ni a la muerte, ni al infierno. El único peligro que hace temblar mis
carnes de pavor y miedo es el de preguntarme qué será mañana de mi niña Elvira. Me
martillan el pensamiento las palabras del Eclesiastes: «La hija mantiene desvelado a
su padre, pues el cuidado de ella le quita el sueño por el temor de que sea manchada
su virginidad». Dentro de breve término he de morir, habremos de morir, amigo
Antón Llamoso, y no habrá espada de hombre que defienda la integridad de su cuerpo
cuando entren de tropel los bellacos infames a violar a la hija del cruel tirano, (casi
llorando) a violar a mi niña, Antón Llamoso. (Se repone, toma un arcabuz que está
tirado en el suelo, se dirige hacia la puerta de la izquierda, la entreabre y pita con
voz atronadora). ¡ELVIRA! (Pausa) ¡ELVIRA!

(Entra la niña Elvira seguida por sus dos servidoras, María de Arriola y Juana
Torralba, y caminan las tres hasta el centro del corredor. Lope de Aguirre cala la
cuerda y enciende la mecha del arcabuz).

LOPE DE AGUIRRE: —Hija mía, toma un crucifijo y encomiéndate a Dios, que te


voy a matar.
JUANA TORRALBA (enloquecida): —No haréis eso, señor, por quien Dios es, os
ruego que no hagáis eso. La niña Elvira es inocente y pura como un lirio del campo.
No la matéis, señor, que el diablo os ha engañado al aconsejaros un crimen tan

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horrendo y fiero.
LOPE DE AGUIRRE: —Es del diablo y sus garras que quiero librarla con su muerte.
Juana Torralba. Presto habrán de entrar por aquella puerta los sayones del rey Felipe,
sedientos de cometer en ella la grandísima afrenta que han cometido siempre en las
hijas de los rebeldes vencidos. Le arrancarán las ropas a jirones, violarán en nuestra
presencia sus carnes vírgenes, quedará luego entre mis enemigos a ser puta, ¡puta la
hija de Lope de Aguirre! ¡Colchón de bellacos mi niña Elvira! (Pausa).
Encomiéndate a Dios, hija mía, que te voy a matar.
MARÍA DE ARRIOLA: ¡Tened piedad, señor! No temáis de su virtud que nosotras
cuidaremos della. La niña Elvira se meterá monja, consagrará la voluntad y la vida a
Nuestro Señor Jesucristo. ¡Tened piedad, señor!

(Lope de Aguirre apunta a la niña Elvira con el arcabuz Juana Torralba corre
hacia él, tratando de cubrir a la niña con su cuerpo, forcejea con el padre para
arrebatarle el arma, Lope de Aguirre le deja finalmente el arcabuz saca una daga de
su cinta).

LOPE DE AGUIRRE: —¡Apartaos, malditas mujeres, si no queréis que os mate a


vosotras primero! Dejadme en paz, huid como hicieron todos los marañones, que si
no me obedecéis, haré yo correr al punto vuestra sangre.

(Avanza hacia las dos mujeres con la daga en alto. María de Arriola y Juana
Torralba huyen despavoridas por la puerta que da a la calle. La niña Elvira no se ha
movido del centro del corredor, ni tampoco Antón Llamoso del ángulo donde se ha
arrinconado).

ELVIRA: —¡Padre mío! (Lope de Aguirre se acerca a ella y le da dos puñaladas en


el pecho. La sangre de la niña Elvira empapa la saya y el corpiño de raso amarillo.
La hija cae de rodillas a los pies del padre que la mata). ¡Ya basta, padre mío, ya
basta!
LOPE DE AGUIRRE (con voz desgarrada): —Falta una nada más, hija mía.

(Le da una tercera puñalada. La niña Elvira muere entre sus brazos. Detrás de
las murallas menudean los disparen y arrecia la gritería).

VOCES DE SOLDADOS (desde el otro lado de la muralla): —¡Viva Felipe II nuestro


Rey y Señor!
LOPE DE AGUIRRE: —¡Viva Lope de Aguirre, rebelde hasta la muerte, príncipe de la
libertad!

(Van entrando de tropel por la puerta que da a la calle varios de los marañones
que antes se habían pasado al Rey: Pedro Alonso Galeas, Diego Tirado, Pedrarias

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de Almesto, Juan de Chávez, Cristóbal Galitido, Custodio Hernández. En pos de
ellos entra la gente del Rey: el maese de campo García de Paredes, el capitán Pedro
Bravo de Molina, Hernando Serrada, Francisco infante y muchos más. Todos vienen
armados de arcabuces, espadas, lanzas, alabardas, picas y puñales).

FRANCISCO LEDESMA (un salmantino que forja espadas en el Tocuyo pero que
jamás las ha ceñido propiamente, señalando a Lope de Aguirre): —¿Y este hombre
pequeñito y anciano es el famoso tirano Lope de Aguirre? ¿Éste es aquel que todos
habían miedo de él? ¿Este es el enviado de Satanás, el sanguinario matador de
gobernadores y frailes? ¡Juro a tal que si yo me viese en pendencia con este lo
cogiera y lo hiciera pedazos!
LOPE DE AGUIRRE (mirándolo con gran desprecio): ¡Andad de ahí, despojo de
hombrecillo!, ¡a diez y veinte mentecatos como vos diera yo no estocadas sino veinte
zapatazos! (Ledesma atemorizado da un paso atrás).
GARCÍA DE PAREDES (Con la mano en el puño de la espada se acerca al cadáver de
la niña Elvira): —No me espanta tanto, Lope de Aguirre, que os hayáis alzado contra
el Rey nuestro señor, ni todas las crueldades que habéis hecho entre los hombres. Me
espanta mucho más la muerte perversa que habéis dado a esta inocente que era casi
una niña.
LOPE DE AGUIRRE: —Señor maese de campo, lo hice porque era mi hija, y lo pude
hacer.
GARCÍA DE PAREDES: —Cien veces merecéis que la justicia del Rey os corte la
cabeza.
LOPE DE AGUIRRE: —¿Cortarme la cabeza? ¿Se imagina y piensa Vuestra
Excelencia que en habiéndome cortado la cabeza, y hecho cuartos mi cuerpo, y
echado mis despojos a los perros, borraron mi figura de la memoria de los hombres?
¿No adivina Vuestra Excelencia que la relación de mis maldades y hazañas hará sonar
mi nombre por toda la tierra y en el noveno ciclo? ¿No entiende Vuestra Excelencia
que el rey Felipe II ha de aparecer en la historia con el título de Tirano, y a Lope de
Aguirre se le llamará Príncipe de la Libertad?
GARCÍA DE PAREDES: —¡Vive Dios que no puedo sufrir tan grande insolencia!
(Saca su espada). Me forzáis a que os mate agora mesmo, Lope de Aguirre.
LOPE DE AGUIRRE: —Señor maese de campo, guárdeme Vuestra Excelencia el
término de tres días que marca la ley para oírme, y no me mate tan presto que quiero
decir con bravo juicio grandes cosas. Yo he de declarar, primero de morir, quiénes y
cuántos destos marañones arrepentidos han sido leales a su rey de Castilla; y he de
declarar también quiénes están hartos de matar gobernadores y frailes, y de quemar y
asolar pueblos, y de hacer pedazos las cajas reales. He de descubrir el engaño de
quienes creen que todas sus culpas y crímenes les serán perdonados con pasarse a
carrera de caballo y a tiro de herrón al campo del Rey. He de decir los nombres…

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(En tanto que habla, los marañones tránsfugas, lo tan apuntando con sus
arcabuces de mechas encendidas. Cuando dice las palabras «he de decir los
nombres» uno de ellos llamado Juan de Chávez dispara su arma y le da un balado de
soslayo en el brazo).

LOPE DE AGUIRRE (tambaleándose y buscando arrimo en el catre o barbacoa que


está a su espalda): —¡Mal tiro, traidor bergante!

(Otro marañón llamado Cristóbal Galindo dispara su arcabuz) le da al caudillo


en el centro del pecho.

LOPE DE AGUIRRE: —¡Ese fue un buen tiro, hijo de puta!

(Se lleva la mano al corazón, cae sobre el catre y muere. En medio de un gran
silencio. Custodio Hernández se adelanta y le corta la cabeza a Lope de Aguirre con
su espada. Sale luego por la puerta que da a la calle, empuñando los cabellos grises
de la cabeza cortada y sangrante. Todos lo signen, con García Paredes al frente de
ellos).

PEDRARIAS ALMESTO (que es el último en salir): —¡Viva el Rey que es muerto el


tirano!

(Antón Llamoso ha permanecido inmóvil en su rincón. Cuando todos se han


marchado sin hacer cuenta de su presencia, Antón Llamoso se acerca a los cadáveres
del padre y la hija, los contempla largamente con grave mirada, se persigna y
santigua, y luego escapa como una sombra por la puerta que da al fondo de la casa).

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DESPUÉS DE TU muerte cayó sobre tus ojos tanta obscuridad que te creíste sepultado en el socavón
infinito de la noche montañas de azabache y carbón pesaban sobre tu pensamiento helados círculos de
tinieblas se enroscaban alrededor de tu cuerpo como serpientes muertas el gran silencio que te envolvía
era una niebla de musgo pegajoso y lívido pasaste más de un siglo sumido en ese sueño descolorido te
despertó de súbito la luz casi solar de un relámpago el estampido torrencial de un trueno que deshiló la
madeja de tus nervios un clamoroso cataclismo resquebrajó las rocas que cubrían tu mínima figura tu
pobre alma rodó por erizados precipicios y piramos azules atravesó desiertos circundados de aullidos de
lobas feroces y leones acosados diste en la orilla de un río de espumas negras donde el gigante greñudo
que hacía de barquero te llevó al lado opuesto escupiendo blasfemias y salpicándote de lodo con sus
remos los aires que respirabas volviéronse en hedor nauseabundo como si tu cabeza se hundiese en
nimbos de excremento y carroña llegaste a una ribera vigilada por inmensos buitres que acechaban
ávidamente tus entrañas un enjambre de moscas verdinegras siguió tus pasos millares de gusanos de
anillos viscosos y peludos subieron por tus tobillos y penetraron en los agujeros de tu cuerpo
descendiste a un valle cuyas hierbas humeaban una soledad desamparada que dolía en el corazón a lo
lejos retumbó el galope de un tropel de bestias mitad hombres mitad caballos que te cercaron con las
patas delanteras en alto uno de ellos te tomó en sus brazos nervudos y te condujo hasta la copiosa
corriente de un río que era de fuego y sangre en sus ondas hirvientes gemiré sumergido por los siglos de
los siglos, tú Lope de Aguirre rebelde hasta más allá de la muerte pugnaste por escapar de aquel
oprobioso suplicio cuantas veces lo intentaste los centauros te patearon con sus cascos y te hirieron con
sus flechas una piara de diablos gruñidores hincó en tu pecho sus arpones entre todos te arrojaron de
nuevo a la linfa quemante te forzaron a tragar de nuevo sorbos repugnantes de sangre dulzona y
grumosa aquel que por la justicia divina es abatido a los círculos infernales jamás ha de zafarse de sus
honduras en la puerta del infierno deja toda esperanza es eterna la tortura son eternos el dolor y el llanto
el rico que vestía de púrpura en la vida terrenal no logró de Abraham una gota de agua para refrescar su
lengua ardida por las llamas ni le permitieron tornar por un instante a la tierra para advertir a sus
hermanos que mil tormentos les estaban reservados si no mudaban su condición pecadora nadie alcanza
a salir de estos abismos Lope de Aguirre ¡yerra vuestra merced!, yo salgo en la imaginación de los
pueblos que no me deja morir yo cruzo los mares de la Margarita montado en un caballo blanco que
viene galopando desde la raya del horizonte yo anuncio la madrugada con un revuelo de tambores que
cae de las nubes yo estampo al llegar la medianoche mis huellas con trancas en la arena las alas de los
alcatraces son cuchillos que mis manos afilan para cortar la luz el silbido de la tormenta es mi voz
animando a los marañones con gritos de guerra la vislumbre de las rocas lejanas soy yo la ira de Dios
que traigo colgada del puño diestro la bella cabeza cortada de doña Ana de Rojas los pescadores me
vuelven la espalda se arrodillan en sus barcas y rezan un padre nuestro ¡Líbranos Señor de todo mal!,
salgo en las sabanas de Barquisimeto buscando sin esperanza la sombra triste de mi niña Elvira mi
fantasma ronda los matorrales donde antaño se elevó la casa de Damián de Barrios hogaño es una
maleza cundida de murciélagos y culebras un cementerio de cabras y jumentos desde estos huesos
zafios me levanto en las noches de luna menguante mis cabellos son una tea encendida que los vientos
no apagan mis pies son llamas errantes que pasan sobre los pajonales sin quemarlos a mi lado renquea
una perra blanca que aúlla cada vez que en lo interior de una choza llora un niño en pos de mis huellas
traquea el carromato de la muerte tirado por el esqueleto de un caballo en las alturas dobla desconsolada
una campana sin campanero mis manos tremolan una bandera negra signada por lenguas rujas el
hombre humano que osare mirarme a los ojos perderá para siempre la memoria me alejo media legua y
vuelvo luego fatalmente a las ruinas de la casa de Damián de Barrios mis rugientes quejidos desgarran
la piel de la noche no me queda de mi niña Elvira sino el recuerdo de la sangre que empapaba su
corpiño amarillo.

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MIGUEL OTERO SILVA (Barcelona, Venezuela, 26 de octubre de 1908 —Caracas,
28 de agosto de 1985) fue un escritor, humorista, periodista, ingeniero y político
venezolano.
Formó parte de la Generación del 28 que insurgió contra la dictadura del general Juan
Vicente Gomez, fue crítico de arte y un acalorado seguidor del béisbol. Poseía talento
para la escritura humorística.
Exiliado en Curazao, el 8 de junio de 1929 formó parte de un contingente de 39
hombres al mando de Rafael Simón Urbina que asaltaron el fuerte Ámsterdam de
Willemstad y apresaron al gobernador holandés Leonard Albert Fruytier.
Posteriormente, los insurgentes (entre ellos Gustavo Machado, José Tomás Jiménez y
Guillermo Prince Lara) tomaron al vapor estadounidense «Maracaibo», llevándose al
gobernador Fruytier de rehén e invadiendo a Venezuela por La Vela de Coro con la
intención de derrocar al dictador Gómez. Las tropas gubernamentales, comandadas
por el General León Jurado, hicieron fracasar el intento, el 13 de junio de 1929. Ante
el fracaso de la expedición y al ver como la gran mayoría de sus copartidarios
murieron o cayeron presos, se refugiaron en la sierra falconiana. Finalmente huyó a
pie hasta Colombia en compañía de Machado y Urbina.
El 8 de agosto de 1937 es uno de los 17 delegados que participa en la Primera
Conferencia Nacional del Partido Comunista de Venezuela. En 1942, recién retornado
del exilio fundó el semanario de izquierda Aquí está, cuando el clima política
venezolano fue liberalizado bajo el gobierno del general Isaías Medina Angarita.

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«Aquí está» substituyó al anterior órgano del Partido Comunista, El martillo, que
había sido relanzado en 1938. «Aquí está» estuvo marcado por una línea editorial
«browderista». Junto a su padre, fundó el periódico El Nacional, el cual entró en
circulación el día 3 de agosto de 1943. Después de haber cumplido los 40 años,
contrajo matrimonio con la periodista y activista María Teresa Castillo, una de las
figuras más importantes de la cultura venezolana, con quien tuvo dos hijos.
En 1979 recibe el Premio Lenin de la Paz de parte de la Unión Soviética. Galardón
soviético equivalente al Premio Nobel de la Paz.
Miguel Otero Silva falleció en Caracas el 28 de agosto de 1985. Dejó a su muerte un
amplio legado literario que abarca desde obras de teatro hasta poemas, legado que ha
merecido la admiración de autores tan conocidos como Pablo Neruda y Gabriel
García Márquez.

Obras

Novelas
Fiebre (1939).
Casas muertas (1955).
Oficina n.º 1 (1961).
La muerte de Honorio (1963).
Cuando quiero llorar no lloro (1970).
Lope de Aguirre, príncipe de la libertad (1979).
La piedra que era Cristo (1985).

Poesía
Agua y Cauce (1937).
25 poemas (1942).
Elegía coral a Andrés Eloy Blanco (1958).
La Mar que es el Morir (1965).
Las Celestiales (1965).
Umbral (1966).
http://es.wikipedia.org/wiki/Miguel_Otero_Silva

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Notas

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[1] El novelista, que ha escrito todos sus libros anteriores nutriéndose de experiencias

propias y de testimonios ajenos, se vio enfrentado en esta oportunidad a un obstáculo


cuasi insalvable: no existía sobre la faz de la tierra un solo superviviente del siglo XVI
a quien interrogar. El novelista se sometió a la humillación de husmear en bibliotecas
y archivos, a contrapelo de sus técnicas de trabajo y de sus propensiones personales.
Acerca de este infortunado Lope de Aguirre, a quien el novelista eligió como
protagonista de su historia, se han escrito centenares de volúmenes que fue
imprescindible leer, analizar y acotar. Con hasta entonces desconocida paciencia, el
novelista consultó las obras de ciento ochenta y ocho autores diferentes (no tan
diferentes puesto que suelen copiarse casi literalmente los unos de los otros), entre
cronistas de Indias, realistas, historiadores, ensayistas, psiquiatras, moralistas,
narradores, poetas, dramaturgos, etc., que en alguna forma se ocuparon de Lope de
Aguirre, sus aventuras y su muerte. No aparece al final de este libro la lista completa
de sus ciento ochenta y ocho antecesores porque es precepto universal que los
novelistas no estamos obligados a rendir cuentas a nadie de nuestras bibliografías.
Lo que sí desea el novelista poner de relieve es la implacable inquina con que casi la
totalidad de esos escritores consultados han tratado en sus páginas al caudillo
marañón. Basta tomar de acá y de acullá algunos de los conceptos emitidos por ellos,
en sus diversas épocas y en sus encontrados géneros literarios, para apreciar la
magnitud del rencor que la figura de Lope de Aguirre despierta en sus plumas:
«hombre sin religión y sin ley que obedece a una voluntad inexorable y a instintos de
hiena»;
«tirano tan cruel como jamás este mundo vio; cauteloso, vano, fementido y
engañador; pocas veces se halló que dijese verdad; y nunca guardó palabra que
diese; no era un ente humano sino un agente del infierno; vicioso, lujurioso, glotón,
mal cristiano, y aun hereje luterano, o peor»;
«no hay ningún vicio que en su persona no se hallase; jaguaresco, neurótico,
blasfemo, ateo, cruel, desenfrenado; Ser desequilibrado, y sanguinario que solo
merece el oprobio que por siglos ha venido sufriendo»;
«felino astuto y carnicero que celadamente hace sus presas; traidor que jamás dijo
bien de Dios ni de sus Santos ni de hombre humano ni de amigo ni de enemigo ni de
si propio»;
«su ánima y su cuerpo durarán perpetuamente en las penas infernales»;
«de nada se dolía, siempre con un furor lucifer i no que toda piedad aborrecía»;
«solo por entretenimiento y contentamiento mataba hombres sin ninguna ocasión ni

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culpa»;
«más que Nerón y Herodes inclemente; era el más mal hombre que de Judas acá
hubo»; «Su vida fue un tejido de atrocidades inauditas que la pluma se resiste a
escribir y a creer el entendimiento»;
«sus palabras, su trato, su gobierno, eran a semejante del infierno»;
«si la pluma pudiera expresar todos sus desafueros no hubiera corazón para sufrir
crueldades, ni ojos para llorar lágrimas, tales fueron los insultos, robos y
atrocidades que cometió aquella fiera»;
«eterna la memoria de su bárbara impiedad, acreditándose defiera entre los
hombres»;
«exponente nítido de la perturbación mental: no se puede siquiera llamar cruel a
aquel pequeño homúnculo, cojo y enclenque, ya que, preso su ser por los diablo; de
la vesanía, era absolutamente irresponsable de sus actos»;
«astuto e intrigante hasta la falsedad, impulsivo y cruel hasta la ferocidad»;
«perverso tirano, gran traidor, cuando no tuvo a quien matar mató a su propia hija».
Es suficiente. Los biógrafos e interpretadores de Lope de Aguirre se han conjurado
para acumular sobre su memoria tal arsenal de improperios que han ganado el pleito
de convertirlo en prototipo máximo de la iniquidad humana.
Hubo, sin embargo, un notable escritor, político y guerrero del siglo XIX, que no vio a
Lope de Aguirre como un simple matador de gentes sino que lo juzgó esencialmente
como un precursor de la independencia americana, ese ensalzador de las ideas de
Lope de Aguirre se llamaba Simón Bolívar y es conocido por nosotros los
venezolanos bajo el sobrenombre de El Libertador. Simón Bolívar aludió en varias
ocasiones a la osadía del caudillo de los marañones, mas no precisamente para
condenarla como vesanía criminal sino para exaltarla como insurrección irreductible
contra la corona española. El Libertador ordenó a uno de sus edecanes, en la tarde del
18 de septiembre de 1821, que copiase íntegramente la carta de desafío que Lope de
Aguirre escribió a Felipe 11 desde Venezuela en 1561, y que dicha carta fuese
publicada de inmediato en el periódico «El Correo Nacional» de Maracaibo, dirigido
por el doctor Mariano Talavera, periodista clerical que ofuscado por sus prejuicios se
atrevió a desobedecer las órdenes del general Bolívar, o al menos así se deduce de los
hechos ya que en las reediciones de «El Correo Nacional» no aparece en ningún sitio
la famosa carta. Se ha encontrado sí, en los archivos de la época, una comunicación
del coronel Francisco Delgado comandante general e intendente de los ejércitos de la
República de Colombia, fechada el 29 de septiembre de 1821 en Maracaibo por
medio de la cual le notifica al Ministro de la Guerra que ha recibido la copia de la
carta de Aguirre enviada por el general Bolívar y que ha dado el mandato de su

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publicación. El Libertador calificaba el documento de desnaturalización de España,
firmado por Aguirre y sus marañones en la selva amazónica, como «el acta primera
de la independencia de América».
Más todavía. Lope de Aguirre. Por una afortunada determinación de la historia, otro
hijo de fieles vasallos vascongados como tú, emprenderá dentro de doscientos
cincuenta y ocho años la misma ruta que tú llevabas cuando te mataron en
Barquisimeto y te cortaron la cabeza. No eras tan loco, Lope de Aguirre, como te han
juzgado tus infamadores. Simón Bolívar, tal como tú lo soñabas, cruzará las cumbres
de los Andes al frente de sus soldados rebeldes e intrépidos, vencerá una y otra vez a
los ejércitos reales en las llanuras del Nuevo Reino de Granada, proseguirá su jornada
triunfante hasta el Perú y tal como tú lo soñabas, arrojará para siempre de las Indias a
los gobernadores y ministros del rey español que ya no se llamará Felipe I sino
Fernando VII. (Nota del Novelista)
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