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Raúl Roa
HISTORIA DE LAS
DOCTRINAS SOCIALES
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
Libro 271
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Raúl Roa
Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve Conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgeni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en Francia
1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONCIENCIA DE CLASE
György Lukács
Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN
Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini
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Raúl Roa Kourí
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Bibliografía
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Raúl Roa fue, ante todo, un intelectual revolucionario. Como a Rubén
Martínez Villena, le interesaban más el drama social y la acción trans-
formadora, que cincelar con mano trémula «un endecasílabo perfecto»; labor
de orfebrería literaria, por cierto, no deleznable ni desmerecedora en sí
misma. Sin embargo, Roa, al igual que Pablo de la Torriente, Rafael Trejo,
Gabriel Barceló, Salvador Vilaseca y el propio Rubén, sentíase atraído por el
torrente de la Revolución, y a ella dedicó sus mejores afanes.
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Del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico).
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El tribunal, integrado por profesores que para nada compartían las ideas
políticas del aspirante, no tuvo más remedio que concederle la cátedra. Roa
había concursado brillantemente, aunque sus calificadores le regatearon los
lauros.
Por eso, en gesto que rompía con la tradición, decidió publicar sus ejercicios
de oposición en forma de libro y someterlos al juicio de la opinión pública.
Antes de darlo a las prensas, empero, sometió el texto «a la consideración
científica de cabezas autorizadas». Le preocuba tanto «el juicio del ágora»
como «el de la élite».
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No tuvo tiempo, entonces, para dar cima a esa tarea, que acogió con
entusiasmo. En realidad, por aquellos años, sólo pudo recopilar artículos y
ensayos anteriores en Retorno a la alborada, escribir Aventuras, venturas y
desventuras de un mambí, sobre su abuelo Ramón Roa y, más tarde, dedicar
desvelos y madrugadas, entre los deberes insoslayables que le imponía la
conducción de la Asamblea Nacional, a cumplir su deuda con Rubén Martínez
Villena. La semilla de fuego en el surco, homenaje al revolucionario impar,
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libro prometido a su entrañable amiga Judith, hermana del poeta, es obra que
dejó inconclusa su muerte, y se publicó póstumamente en la colección Letras
Cubanas.
Como él mismo advertía en su introito, Historia de las doctrinas sociales no
pretende ser «un tratado de la disciplina a su cargo en la Facultad de Ciencias
Sociales y Derecho Público», proyecto que anunciaba –tal vez– cuando hubiera
traspuesto la cincuentena, «como jugosa vendimia de fecundos desvelos», ya
que esa edad «fue la escogida por Don Quijote para rendir a Dulcinea y
conquistar la gloria».
Se trata de una obra de propósito didáctico, pero no un «libro de texto», pues
Roa jamás creyó en «la eficacia pedagógica del libro de texto», que
consideraba una camisa de fuerza. Sostenía, en cambio, que el estudiante
debía participar activamente en la enseñanza:
«Hacer útil, vivaz, coloquial y alegre la tarea de aprender ha sido mi
céntrica preocupación. Ni vacuas solemnidades ni distanciamientos
filisteos. Afortunadamente –sentenciaba– jamás he sentido proclividad
alguna por los obsoletos rituales de la pedantería académica.»
Como discípulo suyo, me consta que logró infundir a su clase «el rumor de la
colmena», y que sus seminarios eran una verdadera siembra de ideas: horas
de enjundiosa y abierta discusión, en las que afloraban auténticas inquietudes,
se ponía en solfa a filósofos bien avenidos y se sometía a juicio, desde la
perspectiva científica de las doctrinas sociales, la situación que vivía la patria,
el acontecer latinoamericano y mundial, bajo la guía –tolerante, pero
orientadora– del maestro. No en balde su aula se llenaba con alumnos de
otras disciplinas: tanto de los vecinos, en el viejo edificio de la Facultad de
Derecho, como de los estudiantes de Ingeniería, Arquitectura, Pedagogía,
escuelas sitas en la colina, y de las más distantes de Filosofía y Letras y
Medicina. A menudo asistieron a sus conferencias José A. Echevarría,
Fructuoso Rodríguez, René Anillo, José Machado, Marcelo Fernández, Luis
Blanca, Faure Chomón, José A. (Pepín) Naranjo y muchos otros dirigentes de
la FEU y del Directorio Revolucionario 13 de Marzo. Su cátedra era ventana
abierta para observar, con mirada crítica, el entorno político y social.
Raúl Roa, que nunca renegó de su formación marxista, no obstante discrepar
públicamente de la vertiente estaliniana abrazada por los partidos comunistas
y de no pertenecer a organización política alguna después de Izquierda
Revolucionaria más que al Partido Comunista de Cuba, el de Fidel, estudia el
desarrollo del pensamiento social, precisamente, desde esa óptica.
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«El año 1330 –señala en otra parte– comenzó con una deslumbrante
apoteosis de las aspiraciones teocráticas de la Iglesia bajo el índice
altanero de Bonifacio VIII. No tardaría, sin embargo, en despuntar el
crepúsculo del régimen feudal y del poderío eclesiástico. Nuevas
fuerzas sociales, creadas por el renacimiento de la vida urbana y el
desenvolvimiento de la economía dineraria, porfían por abrirse camino
propio y cauce adecuado. El sacro imperio romano-germano, conmovido
en sus cimientos, se bambolea amenazadoramente.[...] El speculum
mundi de los escolásticos está a punto de quebrarse en mil pedazos
[...] El alba de la modernidad destella ya por Italia. La muerte de
Jacques Lalaing, flor y nata de los caballeros andantes, a la moda de
Borgoña, por una bala de cañón, es todo un símbolo.
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La obra concluye con “El canto de gallo de la democracia”: el siglo de las luces
y de las revoluciones. El tramonto del absolutismo y el adviento de la Unión
Norteamericana aquende el Atlántico y de la Revolución francesa de 1789.
Estos dos procesos –aclara– «forman parte de la misma constelación histórico-
social y representan el ascenso de la burguesía al primer plano de la vida
histórica». Juan Jacobo Rousseau ya lo había advertido:
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Estos dos volúmenes que ahora edito contienen las lecciones que he venido
desarrollando en mi cátedra de Historia de las Doctrinas Sociales en
cumplimiento del programa vigente. Su estructura, su tono y su estilo
evidencian el propósito didáctico que me inspira. Es, pues, una obra sin
pretensiones ni alardes. La bibliografía insertada al final se compuso,
exclusivamente, para ofrecerle al estudiante un apretado índice de libros
fundamentales sobre la materia, que pueden leerse o consultarse en la
Biblioteca General y en la de nuestra Facultad.
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I
El problema del método en las ciencias sociales
Trazar el proceso de la reflexión sobre la cuestión y el movimiento sociales y
de la integración en doctrinas de esa reflexión es el objeto del estudio que
ahora iniciamos. No basta ya, sin embargo, con lo dicho, para desarrollarlo
válidamente a la altura de nuestro tiempo. Resulta indispensable, además, si
se quiere adquirir plena conciencia de la faena emprendida, precisar el
género y ámbito de ese objeto, establecer el aparato categorial corres-
pondiente a su área gnoseológica y fijar su objetivo. El planteo y solución de
este problema en cada disciplina particular –índole de su realidad, modos de
aprehenderla, propósitos específicos– constituye hoy el punto de partida de
toda genuina investigación científica. En lo que a la nuestra concierne, baste
decir que nos permitirá esclarecer su campo propio de conocimiento, el
carácter de su método, la naturaleza de sus fines, el valor de sus resultados y
el horizonte de sus posibilidades. La culminación de esta tarea nos pondrá en
actitud de penetrar, con paso firme y pulso lleno, en la exposición histórica
del pensamiento social en todas sus fases y direcciones.
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«Las ciencias del espíritu –precisa Dilthey– son aquellas que tienen por
objeto la realidad histórico-social.» «Su misión comienza –agrega Wundt,
profundizando este concepto– allí donde el hombre, como sujeto de
pensamiento y de voluntad, aparece como factor esencial del fenómeno.»
Windelband, en su célebre discurso rectoral de Estraburgo, Historia y ciencia
natural, establece que la meta del pensar científico-natural es la ley y la de la
investigación histórica la forma. En función de este criterio, Windelband
agrupa las ciencias que Dilthey denominará de la naturaleza y del espíritu en
dos grandes categorías, rotulando las primeras nomotéticas e ideográficas las
segundas. Capaces aquellas de formular leyes; sólo aptas las últimas para
captar la individualidad. Rickert, sucesor de Windelband en la cátedra,
plantea en su libro, Ciencia natural y ciencia cultural, una distinción tajante
entre ambas, fundamentada en la oposición material entre naturaleza y
cultura y en la oposición formal entre método naturalista y método histórico.
Rickert, que intenta superar a Dilthey y a Windelband dentro de la misma
línea kantiana de pensamiento, concluye postulando la existencia de un
tercer reino, el de los seres ideales, que va a servir de sustentáculo a una
wellstanschaung en la que se funden, metafísicamente, realidad y valor. El
reino de la cultura, de lo histórico-social, es una zona intermedia entre el
reino de la naturaleza y el reino de los seres ideales; y su conocimiento queda
adscripto a una historia de tipo intuitivo, o puramente erudita y sólo
jerarquizable desde la perspectiva intemporal de los valores.
La faena realizada por Dilthey, Windelband y Rickert, en su denodado y
esclarecedor empeño de delimitar el ámbito respectivo de las ciencias de la
naturaleza y las ciencias de la cultura, forma ya parte, como los intentos
estelares de Aristóteles, Bacon, Vico y Comte, del proceso de ordenación del
conocimiento; pero el propósito resultó fallido por sustentarse la distinción
entre uno y otro tipo de ciencia en una oposición irreductible, quebrándose la
posibilidad de establecer la unidad metodológica del saber científico como
expresión viva de un ser único, que evoluciona, con ritmo ascendente, de la
materia inorgánica hasta el hombre. Resulta obligado señalar que esta rígida
antinomia carece de relieve en la tradición anglo-francesa. Su importación a
la cultura hispanoamericana se debió a los becarios de la Institución Libre de
Enseñanza y de la Junta de Ampliación de Estudios y su inusitada boga hace
dos décadas a las traducciones de la Revista de Occidente. La reciente versión
al español de las obras completas de Dilthey ha puesto de nuevo en el tapete
el dualismo derivado de la Crítica de la razón pura y de la Crítica de la razón
práctica.
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«No se trata aquí –ha dicho Hans Freyer– del enfrentamiento de una
forma plena y de un sujeto que capta; en este caso, la ley del
conocimiento, semejante a un reflector, se proyecta sobre un suceder
del que forma parte el que conoce de un modo existencial y en el que
coopera y padece con los otros.»
Este formar parte de nuestra vida hace de los hechos y fenómenos sociales un
complejo vital sujeto al transcurso. Están penetrados por el tiempo y
necesitan el espacio para producirse. Cada hecho o fenómeno social tiene un
momento determinado de nacimiento y se da en una circunstancia concreta.
No resulta posible fijarles rigurosas fronteras temporales; lo que sí ofrecen
como constante, es su conexión ideal o real con los hechos que le han
antecedido y subsiguen en el proceso histórico. Nada es inmutable en este
mundo. Todo está en él –la estructura social, el Estado, la técnica, el arte, la
relación jurídica, la religión, la familia, la propiedad, el régimen de trabajo, la
razón humana– haciéndose y deshaciéndose, integrándose y desintegrándose,
afirmándose y negándose. El ser y el devenir constituyen así fases recíproca-
mente condicionadas de un mismo proceso real y temporal, en el que todo
fluye del pasado y va hacia el futuro, en el que todo es sustantiva y
estructuralmente histórico. Tampoco nada es inmutable en el mundo de la
naturaleza; pero mientras en este el dinamismo que lo rige tiene su raíz en la
índole misma de la materia que lo forma, en el mundo de lo social es
producto de la actividad del hombre, es fuerza motriz creada por él mismo. La
materia social es radicalmente distinta a la materia cósmica. Esta es materia
física. Aquella materia histórica y, por ende, humana.
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Necesario es subrayar que constituyen legión los que, en las ciencias sociales,
se limitan a la pura búsqueda de datos y al simple acarreo de hechos,
desentendiéndose de sus conexiones concretas a la luz de una perspectiva
general: pero suelen casi siempre extraviarse esterilmente en sus pesquisas.
Nada más perjudicial que este empirismo a secas. El proceso de búsqueda y
acarreo debe estar presidido por un criterio directriz, que ponga orden,
claridad y sentido en los datos y en los hechos obtenidos. Este papel
corresponde a la teoría. La teoría aparece y sólo tiene el carácter de tal
cuando el material aportado por la investigación científica vehiculiza la
síntesis abstracta, operando esta, a su vez, activamente, sobre los elementos
empíricos suministrados por la realidad social y convirtiéndose en guía idónea
para ulteriores y más radicales indagaciones y en instrumento eficaz para
plantear y resolver los complejos problemas de la práctica.
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II
Génesis, carácter y objetivo de las doctrinas sociales
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Esta cuestión es, para el propio Tonnies, principalmente, una cuestión obrera
industrial; luego, una cuestión obrera agrícola; y presenta, según él, tres
aspectos capitales, que están en íntima relación y dependencia entre sí y que
se condicionan mutuamente, obrando unos sobre otros, ya como freno, ya
como estímulo: un aspecto económico (producción y distribución de bienes);
un aspecto político (problema del poder) y un aspecto espiritual (acceso a la
cultura); constituyendo su evolución una consecuencia refleja del estado de
cultura de los pueblos. Esta definición de Tonnies sirve de base a la que ya se
ha formulado.
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Este concepto de clase social propuesto por Sombart puede ser aplicado,
igualmente, a los mesoi atenienses que a los señores de la tierra de la época
feudal, al príncipe comerciante del temprano capitalismo que al proletariado
de nuestros días.
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Cada una de estas clases sociales pugna por realizar los objetivos que su
posición parece asignarle como válidos. La suma concertada de esfuerzos
para lograrlo constituye, genéricamente, el movimiento social. Sombart
considera que el término sólo puede aplicarse, en rigor, a las clases sociales
que aspiran a emanciparse. En este sentido, define el movimiento social
moderno como la suma de esfuerzos del proletariado para emanciparse del
régimen salarial y transformar las bases de la relación jurídica y económica
que lo convierte en dependiente de la empresa capitalista. La experiencia de
los últimos tiempos demuestra que el movimiento social moderno ha sido eso
en gran medida y que determinadas doctrinas sociales han venido constitu-
yendo la guía intelectual de ese proceso.
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Esta inestabilidad angustiosa que a todos nos punza y afecta, tiene su raíz en
esa crisis, que se proyecta dramáticamente en el pensamiento contemporáneo
como «una situación de falta de seguridad en el mundo en que se vive, como
un no contar con el mínimun indispensable de cosas firmes, como un no saber
a qué atenerse».
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III
La cuestión de los movimientos sociales
en las viejas culturas
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La fuerza vital del Egipto antiguo, como del moderno, es el Nilo. Sus
periódicas inundaciones, aprovechadas tempranamente por el hombre,
fertilizan sus dos amplias riberas y ponen a raya el empuje invasor de las
arenas del desierto. Don del Nilo, llamaron los antiguos al Egipto. El Egipto
moderno sigue siendo don del Nilo. Como una potencia ingente, dominó ayer
y domina aún hoy toda la vida del país este río providencial, exorcisado por
los faraones, cantado por los poetas y biografiado por Emil Ludwig. La vida
integral del antiguo Egipto giró en torno de sus aguas progenitoras. El saber
de dominación se constituyó en complicidad con el limo fecundante de sus
orillas. La primera protesta contra la explotación del hombre por el hombre se
produjo entre los trabajadores de los diques, ahogando, momentáneamente,
con su bronco estampido, el trueno de los torrentes. Los más antiguos
distritos o nomos se asentaron en el oasis originado por sus crecidas,
agrupándose en dos vastas regiones, el Bajo Egipto y el Alto Egipto, que
habrían de fundirse en una sola al establecerse el régimen teocrático-feudal
que llena el período histórico del antiguo imperio. Menfis, en el Bajo Egipto,
fue su primera capital, constelada de pirámides retadoras, expresión pétrea
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Los obreros se dejan convencer por esa oferta y regresan. Pero al día
siguiente nueva evasión; llegan hasta el sur del templo de Ramsés II; al
siguiente día, la situación se agrava, los obreros ocupan todo el
templo. El problema es serio: el 12 de mechir es preciso llamar a la
tropa; dos oficiales y dos centinelas de la ciudadela son elegidos como
mediadores; pero los rebeldes rechazan esta intervención. Los obreros
increpan al tesorero Hed-Hahte, diciéndole:
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El diario del escriba se interrumpe sin dar noticias del desenlace de la huelga;
pero Spiegelberg concluye, por su parte, que la razón de aquella «no era sólo
el deseo de un aumento de salarios o de una disminución de la jornada, sino
que tenía, sin duda, raíces más hondas».
«Una opinión sostenida por muchos –se afirmó entonces para siempre–
es más fuerte que el mismo rey. La soga tejida con muchas fibras es
suficiente para arrastrar a un león.»
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Hay que andar con cautela en punto a los antecedentes. No se ha logrado aún
alumbrar cenitalmente los orígenes históricos y el desarrollo social del pueblo
judío hasta la primera destrucción de Jerusalén por los babilonios. Los
documentos disponibles son escasos y en extremo lastrados de adulteraciones
y falsedades. El núcleo histórico que contienen los libros del Antiguo
Testamento es sobremanera reducido. Los dichos y los hechos que allí se
recogen constituyen, en gran medida, representaciones sublimadas de la
historia real de Israel. Resultaría inexcusable, en consecuencia, a estas
alturas, considerarlos como fuente exclusiva de la historia profana del pueblo
judío. La descomunal faena de la historiografía contemporánea en esta zona
particular de sus actividades ha sido desentrañar y esclarecer, con el auxilio
de la arqueología y la filología, el fondo objetivo que alimentó la literatura
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en símbolo de la justicia por venir. La lucha armada que subsigue entre los
adoradores de Jehová y los secuaces de Baal es la más ostensible y dramática
expresión, en el dominio de la conciencia religiosa, de los antagonismos y
discordancias que amenazan dar al traste con la sociedad israelita. No
demoraría en proyectarse sobre esta la codicia de los imperios vecinos,
obligando al pueblo judío a luchar en dos frentes en las más adversas
condiciones.
En esa época borrascosa, insurgen, según el Antiguo Testamento, como
conductores del pueblo, como caudillos políticos, como heraldos de los
oprimidos, los primeros profetas. No existen datos de ninguna índole que
testimonien su efectiva existencia. La investigación histórica ha podido
comprobar, no obstante, que en los tiempos en que estos profetas aparecen
situados por la literatura bíblica dejaron oír su verbo de condenación y de
esperanza numerosos agitadores investidos de análogos atributos. La
similitud profunda entre los profetas del Antiguo Testamento y los profetas
históricos, que entremezclaban sus apóstrofes y sus amenazas con el mensaje
flamígero de un mundo mejor como recompensa divina a los sacrificios y a la
lealtad de Israel, permite brindar una versión aproximada de la prédica y de la
conducta de estos a través de la palabra y de los actos de aquellos.
El más antiguo profeta que menciona el Antiguo Testamento es Amós. En su
juventud se había dedicado al pastoreo en Tecoa. Un día desapareció como
tragado por la tierra. Vivía, meditando en el destino de su pueblo, en el
silencio misterioso del desierto. La visión del próximo derrumbe de Israel se
apoderó súbitamente una tarde de él y marchó, escoltado por las estrellas,
hacia la ciudad pecadora a advertirla de la inminente catástrofe.
«No hay verdad, ni bondad, ni temor a Dios en el país. No hay más que
perjurios, matanzas, robos y adulterios. Se usa la violencia y un
asesinato sigue a otro asesinato.»
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La institución del préstamo con interés gravitará sobre los judíos, como una
maldición, en los siglos posteriores. Judío y usura se fundirán en una misma
imagen repelente. Obligados durante la Edad Media a ejercer el comercio de
dinero y a vivir recluidos en ghettos, se irán diferenciando, cada vez más
acusadamente, de los demás grupos humanos, constituyendo, como reacción
defensiva, una comunidad homogénea e irreductible. Muchos, para salvarse
del aislamiento social y de la persecución política, romperán con sus tradiciones
religiosas y culturales y se convertirán al cristianismo; pero la mayoría
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IV
Esparta y Atenas
1. La venda de Cupido
Resulta hoy sobremanera fácil advertir la trayectoria solar del proceso
histórico hacia una síntesis dialéctica de todos sus aportes. Jorge Guillermo
Federico Hegel, en soberano arranque, lo intuyó hace un siglo. En ese
sinfónico desfile de pueblos y culturas, Grecia constituye el primer centro
universal del espíritu europeo, convirtiéndose en punto de partida de toda
evolución espiritual ulterior. La importancia y el interés que tiene para
nosotros la antigüedad griega radica, justamente, en esta vinculación suya al
devenir de la cultura occidental, a la que lega un profuso semillero de
conquistas y un horizonte en perpetuo renuevo.
No se logra, sin embargo, hasta tiempos muy cercanos a los nuestros la pulcra
determinación de las relaciones entre la cultura griega y la occidental y la
aprehensión rigurosa de la compleja realidad histórica que la sustenta y
conforma. Esta dilatada demora en la comprensión de lo griego es uno de los
más peregrinos acaecimientos de la ciencia histórica. La explicación de la
misma ha de indagarse, por una parte, en la deshistorización de la antigüedad
grecolatina por el espíritu renacentista; y, por la otra, en el cultivo romántico
de las humanidades, que da pábulo a una mística exaltación de sus valores y a
la creencia de que la cultura occidental es mero trasunto de la clásica, que
agota en sí misma la capacidad humana de creación y decanta, en su propia
esencia, la esencia de la vida.
Esta beatería de lo griego, definida por José Ortega y Gasset como «tendencia
al deliquio y al aspaviento», es el gran obstáculo que ha entorpecido un
certero entendimiento de la cultura clásica, contribuyendo a forjar de la
misma un concepto falaz. Muestra de esta «postura de ojos en blanco» la
ofrece Alemania, en la que se llega a sostener que «entre el espíritu helénico
y el alemán existe un sagrado vínculo nupcial». «Tierra del ideal», llamó
Winckelmann a Grecia. Lessing, Vos, Goethe y Schiller se produjeron en
parejo lenguaje. No anduvo Francia muy en zaga a este sentimental derreti-
miento. ¿No creyó descubrir el siglo XVIII francés, con enternecido alborozo,
en el sentido griego de la vida el arquetipo de la vida humana? En la centuria
subsiguiente, Hipólito Taine y Ernesto Renán, críticos e historiadores ambos
de afilada pupila y cernido saber, hablaron, con admiración patidifusa, del
milagro griego, del don divino que fue Grecia. Maestra de ciudadanía,
corporización del gobierno del demos, dechado único de nivelación social,
refugio del espíritu humano, incitación al retomo, la proclama Henri Beer.
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Grande en sus vuelos y en sus caídas, en sus glorias y en sus miserias, fue
Grecia. Ningún otro pueblo del pasado se atrevió a ser lo que era con tan
juvenil denuedo. Justificado está, por eso, que se acerque uno a Grecia con
amoroso impulso. Y, justificado también que un profundo temblor nos recorra
el cordaje de la sensibilidad al penetrar en su pensamiento, en su arte, en su
agonía; pero lo que ya no puede admitirse, en puro rigor científico, es verla
como no fue ni investirla de atributos que no tuvo, ni ofuscarse con el fulgir
de sus irradiaciones como un colegial embelesado con los ojos de su novia.
2. Aqueos y Dorios
Contra lo que pudiera creerse, los pobladores originarios de Grecia no fueron
los helenos. Los helenos, como los judíos, hacen su historia y su cultura en
territorios extraños, conquistados por la fuerza. Sobre los dichos y los hechos
de sus antecesores los griegos no conservaron sino abigarradas referencias
leyendarias. Resulta tarea vana pretender reconstruir esta época remota de la
historia por medio de los textos clásicos. La historiografía griega nunca logró
trascender, ni en Tucídides, la pura descripción de lo circundante. Fuera de
Estrabón, que apunta alguna vez la posibilidad de que la Hélade estuviese
antes habitada, en todo o en parte, por bárbaros, ningún otro historiador de
la antigüedad da testimonio de los primitivos habitantes de la península
balcánica.
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fiestas dorias, se les hacía desfilar ebrios y a golpes de látigo ante los altos
dirigentes del Estado y de las familias privilegiadas, presentándolos a sus hijos
como ejemplo de degradación y desprecio. Los periecos, dedicados a los
oficios y a las actividades comerciales, gozaban de libertad personal; pero
estaban excluidos de la ciudadanía y eran objeto de exacciones económicas
intolerables.
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El siglo VIII inaugura para Grecia un nuevo ciclo histórico, caracterizado por la
conquista del mar, la expansión colonial y el papel progresista de los tiranos,
que contribuye decisivamente, como se verá, al establecimiento del régimen
democrático. Este proceso de extraversión del pueblo griego, que inicia la
crisis de los Estados oligárquicos, lanzó a Atenas, Corinto, Focea, Magnesia,
Efeso, Mileto, Calcis, Eubea, Egina y Megara a la lucha por el control del
Mediterráneo. Iniciada por los oligarcas, participaron en ella metecos,
campesinos libres, pequeños industriales y desposeídos, gente toda que nada
tenía que perder en la empresa y sí un mundo nuevo que ganar. El resultado
de este proceso fue, junto con la transformación sustantiva del régimen de
bienes, el establecimiento de una nueva clase social que hizo valer sus
derechos políticos en razón de su fortuna, imponiéndolos mediante formidables
rebeliones sociales y guerras civiles que llenan, con su dramático estruendo,
los siglos VII y VI de la historia griega. Esparta y Creta, abocadas al mismo
destino histórico, optaron por replegarse aún más en sí mismos, temerosas
sus minorías dominantes de perder en la aventura sus privilegios políticos y
sociales. El éforo Xilón, logró, mediante un artificial reajuste de su régimen
económico, mantener a Esparta al margen de los nuevos desarrollos, que
entrarán, fatalmente, en contradicción con la organización señorial represen-
tada por los eupátridas.
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«habiendo sido coronados como libres, aquellos ilotas que primero los
espartanos habían señalado como sobresalientes en valor, recorrieron
así los templos de los dioses, y de allí a poco desaparecieron de
repente, siendo más de dos mil en número, sin que ni entonces ni
después haya podido nadie dar razón de cómo se les dio muerte».
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Pues ¿de qué estáis limpios? ¿No os manchó crimen sobre crimen y
deshonrosa granjeria? ¿No habla la boca de una manera, mientras que
el corazón traidor piensa otra cosa? ¡Condenaos!»
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
Expulsados por los dorios del norte de la península balcánica, los aqueos se
ven obligados a reconstruir su vida a lo largo de la costa griega y del Asia
Menor. Las posibilidades de desarrollo contenidas en el régimen patriarcal
están ya virtualmente agotadas. El proceso de extensión de la ciudadanía,
iniciado en el mundo homérico, recibe un vigoroso impulso con la absorción
de la estructura gentilicia por la polis que el régimen democrático llevará
hasta sus últimas consecuencias al destruir Clístenes la unidad de las
circunscripciones territoriales. Muestra inequívoca del interno desplazamiento
de las relaciones sociales que está operándose es la sustitución de la themis,
justicia familiar estricta, por la diké, derecho de un carácter más amplio y
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El siglo VIII a plantea todos los Estados oligárquicos una decisión crucial: la
extraversión mediterránea o el repliegue sobre sí propio a contrapelo del
proceso histórico. Creta y Esparta optaron por esto último, enquistándose en
su estructura oligárquica. Atenas y Focea, Megara y Corinto, Eubea y Egina,
Efeso y Mileto, se lanzan, por el contrario, a la aventura marítima y en breve
plazo su poder y su riqueza se acrecen notablemente, controlando las rutas
comerciales y estableciendo numerosas colonias. Este proceso expansivo,
iniciado por las oligarquías ávidas de lucro, trajo, como consecuencia, una
sustantiva alteración de la topografía social y económica de los Estados-
ciudades y, principalmente, de Atenas. Junto a los eupátridas, usufructuarios
del poder político y de la fortuna inmueble, apareció muy pronto un nuevo
estrato social, los mesoi, disputándole el terreno en nombre de su riqueza en
dinero, logrando al cabo, por una parte, la homologación social de la
propiedad raíz y de la propiedad mobiliaria y, por la otra, sustraer del control
político de los oligarcas a nutridas zonas del demos. Originalmente esta
palabra entrañó el lugar geográfico en que se instalaba un grupo de genos
unificados en una polis. Equivale a pueblo más tarde. A partir del siglo VII se
aplica a la muchedumbre de los desposeídos por oposición a los señores. El
término acabará por asumir definitivamente este último significado al
instaurarse el régimen democrático.
Este nuevo grupo social constituido por los thetes, los artesanos, los
marineros, los intermediarios y los campesinos endeudados se vincula a la
clase adinerada y la apoya, resueltamente, en sus reclamaciones políticas. La
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
clase adinerada supo utilizar este apoyo incluyendo en su programa social las
demandas de los desposeídos, entre las que figuraban como fundamentales
la redistribución de tierras, el desplazamiento de los esclavos de las
actividades comerciales y la condonación de deudas. La irritación que suscita
en los eupátridas el poderío económico y las exigencias políticas de los
nuevos ricos se refleja en los poetas y entre estos, con subrayada relevancia,
en Alceo y en Teognis.
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8. El siglo de Pericles
Nunca fue más fecunda ni gloriosa la polis del Ylissos que en ese mediodía
soleado por el genio de Pericles. Por obra de su política social y cultural,
Atenas se convierte en el centro rector del mundo griego. Sobre ella
convergen todas las codicias; de ella irradian claridades genitoras.
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de sus funciones era efímera. Los demás cargos públicos se cubrían por
votación y su ejercicio era rotatorio.
Nada más lejano al régimen democrático moderno que aquella democracia
del siglo V en Atenas. Era, por su configuración y contenido, un régimen
minoritario, ejercido exclusivamente por los ciudadanos de pleno derecho,
que constituían una porción reducidísima de la población total de la ciudad.
La masa enorme de metecos y de esclavos estaba radicalmente excluida del
derecho de ciudadanía. Por cada tres ciudadanos, refiere Cicotti, había diez y
ocho esclavos. «El hombre –diría Aristóteles– es un animal político» Mas no
todos los hombres; únicamente el hombre de la polis, el ciudadano, el
ateniense de que hablan los oradores. No podía ser de otra manera. Las
condiciones específicas de desarrollo del mundo griego determinaron que la
democracia, al aparecer en la historia, fuera un régimen privilegiado. El
trabajo de los esclavos fue, tuvo que ser, su sustentáculo económico funda-
mental; y su prolongada vigencia la razón de que, desde la época eupátrida se
creara en las clases dirigentes una conciencia de superioridad y un desprecio
por el trabajo manual tan profundo y generalizado que la propia democracia
consideró incompatible la actividad material con la estimación que se debía a
sí mismo un gobernante.
La institución de la esclavitud resulta monstruosa a nuestros ojos. Vista en
perspectiva histórica, precisa, sin embargo, convenir en que fue una etapa
necesaria en el desarrollo ascendente de la convivencia humana. En relación
con las prácticas primitivas de matar a los prisioneros de guerra constituye un
evidente progreso; desde el punto de vista de la producción un peldaño
indispensable. El diagogos griego –reposo distinguido en el eupátrida,
contemplación de las ideas en el filósofo, ejercicio de la actividad política en
el ciudadano– fue, ciertamente, el lujo del trabajo ajeno; pero sin él Atenas
no hubiera podido ser lo que fue. Sin el sufrimiento y la expoliación de los
esclavos, sin el afán insaciable de los usureros, sin las querellas constantes
entre los Estados-ciudades, el «milagro griego» no hubiera podido frutecer ni
madurar. En el reconocimiento de estas necesarias limitaciones, está la clave
de la grandeza y de la miseria del mundo antiguo.
En el orden social, Pericles logra establecer en Atenas un sistema de equilibrio
entre los ciudadanos de pleno derecho. Los eupátridas y los caballeros son
obligados a sostener económicamente los deberes públicos que Pericles
asigna al Estado: la asistencia social a los sin trabajo, la manutención de los
huérfanos y de los inválidos, la regulación del precio del trigo, la ocupación de
los ociosos. El embellecimiento de Atenas fue emprendido con el propósito
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Raúl Roa
Algo del siglo de Voltaire hay, como se ha dicho, en este siglo de Pericles: la
confianza en la vida, la ilusión del progreso indefinido, el piafante galopar de
los sentidos, la curiosidad por la técnica de los oficios. En la constitución de
Mileto, Hipodamus establece determinadas recompensas a los forjadores de
nuevas técnicas productivas. «En ese momento –escribe Schuhl– un desarrollo
de la civilización en el sentido mecánico no hubiera sido inconcebible.» La
presunción es hiperbólica; pero registra la existencia de un capitalismo
incipiente, que tiene en los sofistas sus más caracterizados intérpretes.
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
Las ideas de los sofistas están cargadas de jugosas anticipaciones. Son, sin
duda, los precursores del subjetivismo y el relativismo filosóficos. Mantuvieron,
antes que nadie, el origen convencional de la sociedad y del Estado,
afirmando, con Trasímaco, que el orden jurídico de la polis dependió siempre
«de los intereses de la clase dominante». No llegará tan lejos Juan Jacobo
Rousseau. Enemigos de la omnipotencia de la polis propugnaron el derecho
del individuo a someterla a sus aspiraciones y necesidades. En esta posición,
hay un genial atisbo del problema de los medios y de los fines en la vida social
y política. Establecieron una radical escisión entre la conducta política y la
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«De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas
las cosas que impiden saberlo, ya por la oscuridad del asunto, ya por la
brevedad de la vida humana.»
Perseguidos por los enemigos del demos y de los mesoi, los sofista serán
luego implacablemente desacreditados por Platón y por Aristóteles. Esa
imagen repelente que la historia de la filosofía ha venido trasmitiendo de
ellos hasta el declinar del siglo XIX es obra principalmente de ambos. No fue
esa la postura de Sócrates. «Es una exageración que ha durado demasiado –
escribe Dantu– la de representar a este en guerra encarnizada con todos los
sofistas en general.» Sofista él mismo en no pocos aspectos, Sócrates clavó el
dardo de su ironía creadora sobre aquellos que traficaban con el nombre,
nunca contra los verdaderos sofistas.
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
A Sócrates le tocó ser testigo, actor y víctima de ese dramático proceso. Hijo
del escultor Sofronisco y de la comadrona Fenaretes, Sócrates fue y sigue
siendo la figura más discutida de Atenas. Si para Jenofonte, Platón y
Aristóteles es el más grande de los atenienses y un maestro vivo de conducta,
para Aristófanes fue «un locuaz charlatán, con más de sofista que de filósofo,
logómaco y demagogo.» En un libro ha poco publicado, Who was Sócrates?,
Alban Winspear sostiene la tesis de que la condena de Sócrates está
totalmente justificada a la luz de la ética democrática. Según el historiógrafo
norteamericano, Sócrates fue aprehendido y ajusticiado por figurar como
dirigente de una sociedad pitagórica ilegal que laboraba activamente por el
restablecimiento de la oligarquía. En análogo sentido, se produce Croisset en
su obra Democraties Antiques.
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En relación con la vida pública, Sócrates mantuvo, como los sofistas, una
posición crítica. Nada escapó a su análisis taladrante. En disputas memorables,
recogidas por Platón en sus Diálogos, se enfrentó con todas las instituciones
de su tiempo. Se opuso al antropomorfismo de la religión y a los excesos del
demos. Impugnó la tesis sofista del origen convencional de la sociedad, el
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Platón plantea, por primera vez, con rigor teórico, el problema del deber ser
de la organización social, encapsulado erróneamente en el problema del
mejor Estado. Más que lo que este sea, lo que el Estado es en su efectividad
concreta, le preocupa la cuestión del Estado perfecto, del Estado como idea;
pero este Estado ideal, de líneas impecables y acabada estructura, que Platón
diseña y propugna, no es tan ideal como él lo juzga y reitera la historia de la
filosofía. Construido con prescindencia formal del espacio y del tiempo,
trasunta, en efecto, la realidad histórica que lo nutre, el propósito concreto
que lo inspira y la genealogía social y la posición política de su autor, de
manifiesta simpatía por el régimen oligárquico. En su juventud ya Platón
ofrece muestras inequívocas de su afinidad de espíritu con el ideal de vida
eupátrida, pronunciándose, frecuentemente, en sus conversaciones con
Sócrates, contra el régimen democrático, que sólo conoció en su fase
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Según Robert Mac Iver, La república «es el primero y más grande de todos los
tratados sociológicos». No compartimos este criterio. Sobre el hecho de la
convivencia se reflexionó desde tempranamente por el hombre. Los viejos
textos sagrados de Egipto, de China, de la India y de Israel verifican cumplida-
mente el aserto; pero demuestran también que apenas si se barruntaron los
términos del problema. En Grecia es en donde, por primera vez, la reflexión
sobre el hecho de la convivencia adquiere rango teorético; y, particularmente,
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Murió Platón a los ochenta años. Cuéntase que, momentos antes de expirar,
dijo estas palabras, que fueron las últimas, a los amigos que le acompañaban:
«Doy gracias a los dioses por haber nacido griego y no bárbaro, libre y
no esclavo, hombre y no mujer, y sobre todo, por haberme deparado
un maestro como Sócrates.»
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Según algunos helenistas, La política fue compuesta por Aristóteles con los
apuntes de sus lecciones en el Liceo. Falta en esa obra, sin duda, lo que hace
de La república, independientemente de su contenido, una pieza literaria
antológica: preocupación formal, aliento poético, sentido plástico de la
metáfora. Tiene, en cambio, lo que falta en La república: observación
sistemática de la realidad social, análisis crítico de las distintas estructuras del
Estado-ciudad griego, precisión conceptual, rigor expositivo. Si La república
inaugura la línea teórica del pensamiento utopista. La política representa, por
el conocimiento inmediato que aporta del proceso histórico de Atenas y su
rico caudal de ideas generales, el arribo del pensamiento social griego a su
etapa científica.
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El estoicismo tuvo, por el contrario, dilatada boga en Roma. Para los estoicos,
lo fundamental era el deber y no el placer. Ni individualistas ni universalistas,
se proclaman cosmopolitas. Según ellos, la humanidad es un todo indivisible.
Las circunstancias externas –rango, condición, saber– les eran totalmente
indiferentes. La libertad del hombre no está fuera de él, sino dentro. Radica
en su propia conciencia. Marco Aurelio, emperador, era tan libre como
Epicteto, esclavo. Concibiendo la naturaleza como la personificación de la ley
universal, consideran la razón como fuente de todo derecho y de toda
justicia. El proceso de la naturaleza revela el carácter divino del universo,
sometido a una ley inmutable. La adecuación de la vida humana a esta ley
constituye el ápice del desarrollo moral. Todos los hombres, por imperativo
de la naturaleza, son hermanos; todos pertenecen, como ciudadanos, a una
república universal. Sorbida por el cristianismo, esta concepción estoica se
transforma en doctrina de la fraternidad humana. El derecho romano
incorpora, por su parte, a la teoría del derecho natural, la idea estoica de una
justicia común a todos los hombres. Zenón en Grecia y Séneca, Polibio y
Cicerón en Roma son las figuras más altas de la escuela. Resulta indispensable
subrayar, por último, que ambas concepciones, la epicúrea y la estoica, se
avienen cabalmente al estilo imperial de vida que pronto aflorará en toda la
cuenca mediterránea.
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V
Las pugnas sociales en la antigua Roma
1. Orígenes y trayectoria histórica de Roma
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Según la tradición, Roma fue fundada en el año 754 antes de nuestra era. La
validez de esta fecha no ha sido aún verificada; pero, como dice Ferrero, y por
ello la usa, «tiene, aunque controvertida, la ventaja de ser la que siempre
Roma consignó en sus actas oficiales». Sugestivas leyendas se han tejido en
torno a los orígenes de Roma. Resulta ocioso referirlas por sobadas. La
historiografía romana ha superado, a partir de Niehbur y de Mommsen, esta
concepción puramente mitológica y no admite otra explicación de los
orígenes de Roma que la histórico-social. En lo que a nuestro propósito
importa, basta dejar constancia del estado actual del problema; y dibujar a
seguidas, la imagen que en el siglo VI ofrece la topografía social de Roma. El
vértice del poder está ocupado por el rey, designado formalmente por el
consejo de patres o senado; le sigue inmediatamente este, hechura, según
algunos tratadistas, del rey; cuerpo de ancianos elegidos por el pueblo, según
otros. La facultad principal del rey era la distribución del ager publicus entre
los integrantes del Estado; pero ya en esta época era el patriarcado quien
propiamente la ejercitaba y casi siempre en beneficio propio. El acrecimiento
constante de su patrimonio territorial y su control de las magistraturas y de
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los cargos públicos en virtud de sus privilegios económicos hacía de esta clase
la verdadera regente del Estado. Los senadores salían de su seno y el rey
mismo nada decidía sin consultarla previamente. La base de la pirámide social
la forman la muchedumbre campesina y los núcleos artesanos organizados en
colegios profesionales que tenían el carácter de sociedades de socorros
mutuos. La clientela aparece ya adscripta a las familias patricias.
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Ni que decir tiene que el objetivo céntrico de la política patricia fue someter
definitivamente al grupo plebeyo, movilizando a ese efecto todos los recursos
a su alcance. Sus tribunos fueron perseguidos y sus bienes, enajenados en
masa. La hostilidad de la plebe arreció ante la violenta agresión de que fue
objeto. El descontento y la agitación se generalizaron rápidamente a todos los
núcleos sociales desposeídos. La guerra civil estaba a las puertas de Roma
cuando esta fue súbitamente atacada por las tribus fronterizas. El grupo
plebeyo, aprovechándose de la difícil situación que afrontaba el patriciado,
demandó la inmediata reforma de su estatus social. Temerosa de ser agredida
por la espalda, la clase señorial se vio forzada a ofrecerle a la plebe
determinadas mejoras a cambio de su ayuda militar, que fue decisiva; pero las
promesas no fueron cumplidas.
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La plebe no se dio por satisfecha con estas conquistas de tipo político. Recabó
enseguida la codificación del derecho, nombrándose al efecto una comisión
de diez miembros, el célebre decemvirato. El derecho en vigor, depurado y
corregido, fue grabado sobre doce tablas de bronce. La ley que lleva este
nombre, matriz originaria del derecho romano, fijaba «un minimun de medios
de vida que el acreedor debía suministrar al deudor reducido a siervo». Se
establecía también que el prestamista «debía pagar el cuádruple de la
ganancia ilícita, mientras que el ladrón debía devolver sólo el doble o el triple
de lo robado»; pero se prohibía terminantemente el matrimonio entre
patricios y plebeyos y quedaba en pie el derecho del acreedor solidario a
dividir el cadáver del deudor valetudinario insolvente. No obstante este
monstruoso precepto y su carácter esencialmente patricio, la ley de las Doce
Tablas constituye un gran paso de avance en la regulación jurídica de las
relaciones entre la nobleza territorial y la plebe y representa un transcendental
jalón en el proceso general de evolución del derecho. La disposición relativa al
matrimonio entre patricios y plebeyos fue derogada poco tiempo después por
una ley del tribuno Canuleyo, en la que se reconoce y consagra su validez
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La invasión, saqueo e incendio de Roma por los galos el año 387, que dejó a la
plebe desangrada y empobrecida, indujo al patriciado a recobrar el terreno
perdido; pero la plebe, reorganizada por sus tribunos, se revolvió briosa-
mente conservando intactas sus posiciones. Veinte años más tarde las leyes
de los tribunos Cayo Licinio Stolo y Lucio Sextio Laterano concluye la dilatada
contienda entre patricios y plebeyos con la victoria completa de estos
últimos. La legislación licinia-sextia comprendía tres aspectos fundamentales:
prohibición de poseer más de 125 hectáreas del ager publicus; derecho de
admisión de los plebeyos al consulado y a todas las magistraturas y cargos
públicos; y prohibición, con efecto retroactivo, de cobrar intereses a los que
había satisfecho, durante doce años, puntualmente, las obligaciones en especie
o pecuniarias contraídas.
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Treinta años tenía Tiberio Graco cuando fue elegido tribuno del pueblo. En su
campaña electoral, una de las más movidas y dramáticas que registra la
historia política de todos los tiempos, había vertebrado en torno a su
programa de reformas sociales al gran contingente aldeano desprovisto de
medios propios de vida. El objetivo central de este programa era la
reconstrucción de la pequeña propiedad a expensas del ager publicus.
Inmediatamente que ocupó el tribunado, Tiberio Graco presentó un proyecto
de ley a la asamblea popular planteando la forma y cuantía de la
redistribución de los dominios del Estado. Mientras el pueblo se manifestó
cálidamente en favor de la reforma propuesta por Tiberio Graco la oligarquía,
parapetada políticamente en el senado, se opuso encarnizadamente a su
realización práctica. Según el proyecto de ley de Tiberio Graco, ningún
ciudadano romano o confederado podía poseer más de 500 yugadas de
tierras fiscales, agregándose 250 yugadas para cada uno de los primogénitos.
Merced a esta prohibición, el Estado rescataba grandes extensiones de tierra
que se convertían en propiedad libre; fraccionada en lotes de 30 yugadas se
distribuía a los ciudadanos necesitados como posesión inalienable y exenta de
impuestos. Los antiguos ocupantes eran resarcidos por el Estado en
proporción a la tierra requisada. No olvidaba Tiberio Graco en su proyecto,
como se ve, los intereses de los pudientes.
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La aprobación de la ley no fue tarea fácil. Tiberio Graco tuvo que luchar, en
pareja medida, con la resistencia del senado y la de un grupo de plebeyos
encabezados por Marco Octavio; pero, al cabo, la asamblea popular votó la
ley por gran mayoría, omitiendo la indemnización de los ocupantes. La
hostilidad de los terratenientes y del senado se arreció con esta medida; y
todos sus esfuerzos se encaminaron a obstaculizar su ejecución.
El mismo error cometería años más tarde su hermano Cayo Graco, intentando
reorganizar las bases sociales de la república y la democratización del sistema
electoral con el puro apoyo del pueblo, costándole la vida el empeño.
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El año 73 el Estado romano vio retado su poderío por Espartaco, que al frente
de setenta esclavos se lanzó a la revuelta llamando en su ayuda a todos los
sojuzgados y desposeídos. En el término de un año, Espartaco logra
posesionarse de toda la baja Italia, organizando su territorio conforme a las
instituciones espartanas atribuidas a Licurgo. Hubo un instante en que
pareció tener en sus manos la victoria sobre Roma, desconcertada con su
cadena interminable de hazañas; pero sus vacilaciones, motivadas por las
fricciones internas entre sus huestes, indujeron a Roma a cerrarle definitiva-
mente el camino, enviando tras él un poderoso ejército comandado por Craso
que lo derrotaría después de enconados encuentros. Espartaco murió, como
un valiente, en el campo de batalla. La crítica histórica moderna ha limpiado
su noble figura de la siniestra aureola que proyectaron sobre ella los
historiadores antiguos. Entre estos, Plutarco constituye excepción: «Fuerte en
extremo y serio –escribe de él– inteligente y clarividente por encima de su
condición, más heleno que bárbaro.»
4. La conjuración de Catilina
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Designado pretor, Julio César asumió, como ya vimos, una actitud condenatoria
de la represión sangrienta del movimiento acaudillado por Catilina. En el año
62 va a España como gobernador y a su vuelta es elegido cónsul. En su gestión
gubernativa hizo repartir, entre veinte mil veteranos y proletarios, las tierras
fiscales de la Campaña, expropiándola a los grandes terratenientes que las
habían usurpado durante tres siglos. Nombrado al terminar su función
consular gobernador de las Galias, Julio César incorporó a Roma todo el actual
territorio de Francia.
La misma Britania fue invadida dos veces por sus legiones. Incluso se atrevió a
internarse en las selvas de las tribus germanas derrotándolas.
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El puñal de la reacción, esgrimido por Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto
en nombre de la libertad republicana, dio al traste con este memorable
empeño, que de haberse llevado a cumplido término hubiera modificado
sustantivamente el curso de la historia. La razón verdadera de este asesinato
político fue durante mucho tiempo enmascarada por la historia oficial. Bruto
y Casio aparecen, a la luz de esta interpretación tendenciosa, como libertadores;
Julio César, como liberticida.
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Según Goethe, «el asesinato de Julio César fue el crimen más grande de la
historia». Para José Ortega y Gasset, Julio César fue «el primer hombre
moderno». Por si no fuesen suficientes los testimonios transcriptos, baste
sólo recordar que a la muerte del insigne reformador estalla una nueva y
terrible guerra civil que termina el año 31 con la batalla naval de Actium y con
la instauración subsiguiente de la monarquía por Cayo Octavio, a quien el
senado confiere el título de augustus.
6. El imperio y el cristianismo
La figura de Octavio ha pasado a la historia bajo una equívoca aureola.
Ejecutor fiel de la voluntad de Julio César, le llamaron algunos. Restaurador
de la república romana, sus contemporáneos y no pocos historiógrafos de
fuste. Ni una cosa ni otra. Nada más opuesta, en efecto, a la trayectoria
política de Julio César que la de su sobrino e hijo adoptivo. El objetivo
fundamental que aquel se propuso fue, como vimos, el establecimiento de un
poder fuerte, humano y sabio al servicio de las masas populares, el imperium
mundial de la cultura grecorromana, concebido como un proceso ascendente
de nivelación social. El régimen instaurado por Octavio se fundaba en el
concierto expreso de los optimates, grandes señores de la tierra, de los
equites, dueños del comercio y de las finanzas, de los grupos supervivientes
de la nobilitas y de los jefes del ejército mercenario, coincidentes todos en el
propósito de explotar el imperium universal en favor de sus intereses. No se
atrevió Octavio a prescindir del estilo institucional de la república; pero lo
vació de efectividad y de sustancia, transformando las magistraturas y los
puestos públicos en pura bambalina. El tribunado, la más alta magistratura
popular, conquistada por el populus en dramática puja con el patriciado y
respetado en todo tiempo, fue convertido por Octavio en un cargo vitalicio,
ocupándolo tras un simulacro de elección. Era el princeps soberano.
Concentraba en sus manos todos los poderes, inclusive el militar, asumido
también con carácter vitalicio. Esta nueva correlación de fuerzas, sobre la cual
descansará la vida del imperio durante cuatro siglos, entrañó socialmente la
derrota total del populus romano.
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HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
«Yo creo –escribe este– que alguien pasó realmente: un profeta judío
bastante oscuro, que predicó y fue crucificado. Hechos tan sensacionales
como el proceso de Jesús y la agresión a los mercaderes del templo no
pueden ser considerados como pura novela. Es verdad que, si
queremos exhumar a Jesús en el orden de los hechos, no tenemos
probabilidad alguna de lograrlo por estar privados de los medios
propios de exploración. Pero es muy distinto en el orden de las ideas.
Es casi únicamente por sus ideas por lo que Jesús hombre nos prueba
su existencia y también su parte inconsciente en la síntesis cristiana.
Así, pues, alguien pasó, porque no hay ideas nuevas sin una
personalidad creadora. La leyenda popular, en sí misma, por fecunda
que sea, es un prisma, no un foco luminoso.»
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«Si uno fija los ojos en el poder de los cónsules –escribe– la constitución
parece completamente monárquica; si en el senado, aristócrata; y si se
mira al poder de las masas, parece claramente democrática. La unión de
estos poderes es adecuada a todas las situaciones, en tal forma que es
imposible encontrar un sistema político mejor que este.»
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VI
La concepción escolástica de la vida social
1. Naturaleza y estructura del régimen feudal
El declive y disolución del Imperio Romano de Occidente señala el inicio de
ese vasto y complejo período de la historia universal que se ha venido
llamando Edad Media desde el Renacimiento. La impropiedad del rótulo salta
a la vista. Edad Media implica un como radical paréntesis entre dos etapas
sustantivamente ajenas al proceso cultural encuadrado entre ambas. No fue
otro el supuesto que sirvió de base a los humanistas para acuñar la expresión.
Según estos, «no había más que dos épocas que en sentido profundo tuviesen
un valor: la antigüedad y la época en que ellos mismos vivían, época que se
esforzaba por plasmar la vida en todas las esferas vitales de acuerdo con la
cultura antigua y por producir grandes obras en la misma dirección que la
antigüedad. Lo que había entre esos dos períodos extremos era, en su
opinión, una época sombría y bárbara». Este punto de vista, que rompía
convencionalmente la unidad de desarrollo del proceso histórico, fue
recogido por la Ilustración, sustentándolo con frenética beligerancia. «Noche
tenebrosa de la historia», denominó Voltaire a la Edad Media. Los románticos
la designarían posteriormente, acordes con su concepción universalista de la
sociedad, «edad de oro de la humanidad», cayendo en el extremo contrario.
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La relación jurídica del siervo con el señor era distinta a la del villano. Ni
pactaba con él ni era libre. El siervo, como el esclavo de la antigüedad, era el
agente inmediato de la producción. Sobre sus espaldas perennemente
curvadas sobre las cosechas se levantaban todas las categorías sociales:
príncipes, funcionarios, nobleza, clero, patriciado y comerciantes, que lo
trataban como bestia de carga. Trabajaba casi todo el día para su señor. En
sus raras horas disponibles producía para sí; pero estaba obligado a pagar
sobre los frutos obtenidos una onerosa carga de tributos. Incluso ni podía
casarse ni morirse sin pagar una tasa a su señor, que manejaba a su arbitrio
su persona y la de su mujer y sus hijos, recabando para sí el derecho de
pernada y de hacer justicia por cuenta propia. El producto de su esfuerzo iba
pasando como impuesto «de mano en mano, desde el villano al castellano,
desde el castellano al barón, desde el barón al vizconde, desde el vizconde al
conde, desde el conde al marqués, desde el marqués al duque, desde el
duque al rey». En esa larga jerarquía vertical, cada grado entrañaba una
relación de vasallaje con respecto al superior y de señorío con respecto al
inferior. En el sentido horizontal, entre condes o entre barones, inter pares,
las relaciones no estaban expresamente reguladas, dando lugar a rivalidades
y pugnas constantes que nada tenían de caballerescas.
Este régimen social se tipifíca por la discordia perenne entre los minúsculos
Estados que lo forman, por las desavenencias constantes entre todas las
jerarquías y dignidades, por los desniveles y contrastes, por la hostilidad
recíproca entre el imperio y el papado, por el rudimentario desarrollo de la
técnica y del comercio y por el monopolio de la tierra, de la fe y de la cultura.
No resulta difícil comprender que las guerras civiles, las insurgencias
campesinas y los estallidos heréticos tuvieran en su seno el más propicio
caldo de cultivo.
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materiales han sido creados para que la humanidad se sirva de ellos; pero el
interés de esta demanda que la propiedad sea confiada a particulares. Si no
hay razón alguna a priori
«para que la especie humana ejerza su derecho general sobre las cosas
conforme a un modo u otro de apropiación, colectivo o privado, si hay
razones de conveniencia, resultantes de la constitución psicológica de
la naturaleza humana, que hacen preferible la apropiación individual».
«Propietas possessionum –postula el aquinatense– non est contra jus
naturale, sed jure naturalis superadditur per adinventionem rationis
humanae.»
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«entre las cosas cuyo uso se diferencia de las cosas mismas y las cosas
en las cuales el uso no puede consistir más que en su propia
consumición. En cuanto a las primeras, no se puede exigir legítima-
mente un precio por ellas y otro por su uso. No sucede lo mismo con las
otras: su uso no puede ser vendido separadamente de ellas».
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VII
El alba de la modernidad
1. Orígenes y desarrollo del capitalismo y del espíritu capitalista
en sus primeras formas europeas
El alto nivel que alcanzó el tráfico mercantil en la Edad Media declinante está
determinado por el establecimiento de grandes industrias de exportación,
principalmente textiles y mineras, en Flandes, Italia, Suavia, Inglaterra, el bajo
Rin y la Nuremberga. Los promotores y depositarios de ese intenso comercio,
que invadía zonas cada vez más amplias de la economía señorial trans-
formándola en economía dineraria, fueron generalmente, como ha
demostrado Jacobo Strieder, advenedizos salidos de los angostos círculos del
artesanado y del pequeño comercio al ancho ámbito de la especulación y del
cambio. Movilizando sus fortunas en empresas industriales y en pingües
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vez, tres siglos más tarde, la plena ascensión al poder público. El fracaso de la
sublevación de los comuneros de Castilla y de las hermandades de Valencia
en su empeño de «desfachar el yugo feudal», fue, asimismo, el fracaso de la
burguesía española y la razón última del discontinuo desarrollo histórico de
ese país, colonia última del imperio perdido.
Henri Pirenne ha estudiado la rápida difusión del espíritu capitalista por todas
las ciudades europeas. El Renacimiento y la Reforma le suministrarán los
fundamentos psicológicos que todavía le faltaban. Se caracteriza ese espíritu
por el instinto adquisitivo, por la voluntad de poderío, por el afán de ascender
a planos sociales de mando material y espiritual, por la acción creadora.
Jacobo Fúcar, Cosme de Médicis, Miguel Ángel, Copérnico y Maquiavelo
expresan ese mismo estilo de vida en el terreno de la cultura. La historia de
este espíritu es, en gran medida, la historia del desenvolvimiento del
individuo, la historia de la fe del hombre sus propias potencias. «Comienza
entonces –escribe Jacobo Strieder– ese largo proceso de racionalización en
las formas económicas, que aún hoy no parece estar concluso. Iníciase esa
penetración de la inteligencia en la dirección de los negocios, penetración en
la cual desde entonces habrá de encontrar su más fuerte expresión espiritual
el progreso de la vida económica europea. Junto a la máxima creación del
espíritu italiano renacentista, el Estado como obra de arte, colócase otra
creación nacida del mismo espíritu personalista: la economía como obra de
arte, el negocio moderno, la empresa capitalista.»
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que mostró el humanismo por los textos antiguos y el equívoco que conlleva
la palabra Renacimiento. El Renacimiento constituyó, sin duda, en su forma
de expresión, una vuelta a la antigüedad; pero esta vuelta, lejos de haber sido
una rémora, fue «un acicate hacia el mañana, porque complicó la visión
histórica del pasado y cooperó, de esta suerte, a hacer más ricas y
heterogéneas las anticipaciones ideales del futuro». El significado profundo
de esta actitud puede vislumbrarse en estas palabras de Pablo de Tarso: «Y a
renovarnos en el espíritu de nuestra mente; así también nosotros andemos
en novedad de vida». Es en este sentido que el vocablo Renacimiento
aparece, por primera vez, en las Vidas de los pintores, de Vasari. Y es en este
sentido también que profirieron expresiones análogas –renovatio, regenerari–
los grandes reformadores espirituales del siglo XIII, Francisco de Asís y
Joaquín de Fiore, videntes geniales de las soterradas corrientes de la historia.
La nova vita, de que hablaría Dante en el siglo siguiente, simboliza el nuevo
cambio de constelaciones que se está operando y el anhelo de una vida nueva
ya en marcha.
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Inglaterra fue el último país que se incorporó a la gran faena histórica que
plantea el Renacimiento; pero sería el primero en llevarla hasta sus últimas
consecuencias. El nuevo mundo que alborea será obra, en gran medida, del
método experimental de Francis Bacon, de las doctrinas contractuales de la
sociedad y del Estado de Tomás Hobbes y de John Locke, del genio político de
Cromwell y del empuje concertado de la clase mercantil y de los campesinos y
trabajadores ingleses.
riqueza principal de las Indias son los indios. Aman a su prójimo como a sí
mismos. Sus palabras, siempre amables y dulces, van acompañadas de
sonrisas»; pero en su segundo viaje lleva consigo más de quinientos indígenas
que vende como esclavos en Sevilla. Y, en carta posterior a la reina Isabel,
afirma descarnadamente con afilado sentido de la coyuntura histórica: «El oro
es excelentísimo. Con él se hacen tesoros y el que tiene tesoros puede hacer
en el mundo cuanto quiera, hasta llevar las almas al paraíso.» Jacobo Fúcar y
Chigi, banqueros de papas y emperadores, demostrarán cumplidamente la
validez del aserto; pero, Cosme de Médicis, los pondría en rídiculo en punto a
codicia y en punto a señorío. «De buenas ganas –decía– le hubiera prestado
dinero a Dios Padre, a Dios Hijo y al Espíritu Santo, para tenerlos en la
columna de mis libros de cuenta.» Y, como no pudo satisfacer este anhelo, ni
tampoco transportar almas al paraíso porque su colega Fúcar monopolizaba
el negocio, optó por enfeudar la cultura y ponerla al servicio de sus intereses
como fuente de predominio y arma de combate. La teoría del hombre aparte,
de la inteligencia pavoneándose libérrimamente sobre los partidos y las
contradicciones sociales, elaborada por Erasmo, no es más que una leyenda.
El mecenismo, transfigurado por sus propios beneficiarios, comportaba en la
práctica, la servidumbre del pensamiento.
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Natural era que los viejos textos recobraran vida plena y que a los miopes
pareciese calco o mimetismo lo que sólo era un aprovechamiento instrumental
de ideas afines, correspondientes a una etapa análoga en el proceso de las
relaciones sociales. Sombart ha demostrado cumplidamente la estrecha
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De eso no cabe duda. Pero sólo Tomás Moro en Inglaterra, Tomás Campanella
en Italia y Luis Vives en España tuvieron entonces conciencia del hecho. La
Utopía, la Civita sole y De subventione pauperum dramatizan la quiebra de
esa bella falacia.
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reino lo que apeteces, sino una tiranía; que lo que quieres es tener
muchos súbditos, no para que vivan felices, sino para que te teman y
te obedezcan sin discutirte. ¿Qué es construir un gran imperio, sino
amontonar una gran mole para hacer grandes ruinas? No hay nada
que repugne tanto a un ánimo humano, y, por su naturaleza, libre y
amante del derecho, como cualquier manifestación de servidumbre y
de esclavitud.»
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La más seria y completa investigación que se haya hecho hasta ahora del
mercantilismo y de sus rasgos económicos fundamentales se debe a Eli F.
Heckscher. En su monumental obra sobre la materia, se examina el
mercantilismo como sistema unificador, como sistema de poder, como
sistema proteccionista, como sistema monetario y como concepción social.
Heckscher fija los aportes de los que le han precedido en la faena. Fue
Gustavo Schmoller quien primero destacó el mercantilismo como sistema
unificador.
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costa quiera ser bueno, tiene que arruinarse porque está rodeado de
gentes que no lo son. Es, pues, necesario que un príncipe que desee
mantener su posición aprenda a no ser bueno y a servirse o no de su
bondad, según lo exija la necesidad. Todo el mundo admite que sería
más loable para un príncipe estar dotado de todas las cualidades que
se consideran buenas; pero como es imposible que las posea todas y
que las practique constantemente, porque la condición humana no lo
permite, tiene que ser bastante discreto para evitar la infamia de los
vicios que le harían perder su gobierno, y si es posible, estar en guardia
contra los que se lo harían perder; sí, no obstante esto, no pudiera
abstenerse totalmente, podría, con menos escrúpulos, abandonarse a
los últimos.»
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La escuela jurídica española del siglo XVI proyecta claridades propias sobre el
problema en cuestión; pero la exposición más sistemática y madura del
problema de la soberanía nacional, en la época renacentista, se debe a Juan
Bodino. En su célebre obra Los seis libros de la república, desenvuelve
magistralmente la doctrina de la indivisibilidad de la suprema potestad
política que Hobbes llevaría posteriormente hasta sus últimas consecuencias.
Este se apartará radicalmente de Bodino, como veremos, en su construcción
racionalista de la sociedad civil y de la autoridad política. Bodino asume una
actitud empírica y comparativa ante los problemas que plantea la realidad
social. No se concreta exclusivamente, como Maquiavelo, a la esfera de la
actividad política. Su estudio del Estado intenta abarcar todas las relaciones
de la vida social y pone subrayado énfasis en el problema de la justicia.
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con armas no menos formidables, hizo Calvino por la burguesía del siglo XVI
lo que Marx hizo por el proletariado del siglo XIX».
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La Utopía consta de dos partes y lleva al frente este rótulo: «Libro áureo, no
menos saludable que festivo, de la mejor de las repúblicas y de la nueva isla
de Utopía, por el insigne Tomás Moro, ciudadano y vice-sheriff de la ínclita
ciudad de Londres.» En la primera parte, el autor enjuicia severamente, por
boca de Hytlodeo, las condiciones sociales imperantes en Inglaterra, como
consecuencia del proceso de transformación que se está operando en la
estructura económica del país.
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«Hay otra causa del robo –responde el portugués–. Una causa que
supongo es propia y exclusiva de ustedes, los ingleses. La ovejas,
señor, las ovejas. En Inglaterra las ovejas se comen a los hombres. Se
han vuelto tan voraces y feroces que destruyen campos enteros, casas
y ciudades. Y si examinare los lugares en que se produce la mejor lana,
que es también la más cara, veríamos que los nobles y caballeros, y
aun algunos abades, santos varones sin duda, no contentándose con
las rentas anuales que sus antepasados y precursores estaban
acostumbrados a recibir por sus tierras, ni bastándoles llevar una vida
descansada y placentera que en nada ayuda, sino antes estorba el
bienestar público, no dejan tierras para la labranza, sino que todo lo
cercan para dedicarlo al pasteo, derriban casas y destrozan ciudades,
no dejan en pie otra cosa que la Iglesia, para convertirla en establo de
las ovejas».
Esta versión del proceso del enclosure de las tierras en Inglaterra no ha sido
aún superada. Es un cuadro vívido y exacto de la realidad.
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de los que nada hacen, o que si algo hacen no tiene gran valor para la
república, lleve una vida espléndida y deliciosa, en la ociosidad o en
ocupaciones superfluas, mientras el obrero, el carretero, el artesano y
el campesino han de trabajar tanto y tan arduamente en labores
propias de jumentos a pesar de ser tan útiles que sin ellos ninguna
república duraría más de un año, llevando una vida tan miserable que
parece mejor la de los asnos y cuyo trabajo no es tan continuado y su
comida peor, aunque el animal la encuentra más buena y no tema al
porvenir?»
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En la historia del pensamiento, Bacon ocupa rango señero por haber aportado
una primera sustentación de todos los principios del conocimiento en función
de la experiencia. Es, con Descartes, uno de los fundadores de la ciencia
moderna. En ambos domina el afán de abrirle al espíritu humano un camino
partiendo de sus fuentes. Si en Descartes se renueva la concepción platónica
del pensamiento puro, con Bacon se vuelve a la naturaleza y a la inducción. En
los últimos cuatro años de su vida, persuadido de la omnipotencia del
progreso científico, concibe una sociedad ideal, Nueva Atlántida, fundada en
la aplicación de la ciencia a la producción como vía única de salida al
problema de la desigual distribución de la riqueza. Murió dejando inconclusa
la obra.
«la fundación más noble que jamás hubo en la tierra y faro de aquel
reino, dedicada al estudio de las causas y relaciones ocultas de las
cosas a fin de extender, incesantemente, el radio del conocimiento y
de las posibilidades humanas».
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La Ciudad del Sol constituye, en el fondo, como dice Meinecke, una réplica al
crisohedonismo capitalista y a la doctrina y la práctica de la razón de Estado
puesta en boga por Maquiavelo y los soberanos de la época. Contra esa razón
que prefiere la parte al todo, se alza Campanella en favor de la razón del todo
sobre la parte, de la República sobre el Estado, de la humanidad sobre los
oficios, los grupos, las clases y las naciones. Se ha sostenido, por Gottheim,
entre otros, que las misiones jesuítas del Paraguay tomaron como modelo la
Ciudad del Sol de Campanella; pero ello, como observa Benedetto Croce,
resulta cronológicamente imposible.
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La tarea histórica del siglo XVIII será, precisamente, socavar sus cimientos y
en memorable embestida derrocarlo; mas el primer paso en este camino
tiene lugar en el propio siglo XVII y es Inglaterra quien lo da. La guerra civil
iniciada en 1640 planteó, en términos agudos, la necesidad de subvertir las
relaciones y formas feudales de vida que obstaculizaban su desarrollo
capitalista y su evolución política. Numerosas trabas y prescripciones del
régimen corporativo habían sido abrogadas por el progreso de la economía
dineraria y de los cercamientos de tierra; pero aún permanecía en pie el
dominio autoritario del rey y la exclusión del poder de la clase mercantil.
Parejamente a estos acontecimientos se suscitaron revueltas sociales y se
propusieron planes de reconstrucción que están todavía dentro de la línea del
espíritu utópico renacentista.
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Los grandes teóricos políticos y sociales de la época fueron, sin duda, Tomás
Hobbes y John Locke. El Leviatán y los Dos tratados del gobierno civil son ya
documentos clásicos en el más genuino sentido del vocablo. La buidez y el
vigor con que atacan los problemas originados por el Renacimiento, el
capitalismo, la reforma religiosa y la monarquía absoluta, infunden a sus ideas
valor permanente. Discrepancias profundas separan a Locke de Hobbes; pero
ambos coinciden en el común propósito de buscarles una vía eficaz de
superación a las cuestiones que la nueva realidad social y política plantea. La
turbulenta circunstancia en que vivieron influyó distintamente en uno y otro.
Locke no vaciló en ponerse a la cabeza de la revolución. Hobbes asumió, por
el contrario, una actitud que recuerda a la de Erasmo ante la Reforma. El
Leviatán –escribe Crossman– «es la criatura monstruosa de una mente que
temía la guerra civil».
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VIII
La revolución industrial y el capitalismo moderno
1. Génesis de la revolución industrial y del capitalismo moderno
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Es indiscutible que toda máquina, por compleja que sea, se asemeja, por estar
compuesta de las potencias más simples, a las demás herramientas; pero,
como observa Marx, «esta definición es inaceptable desde el punto de vista
económico, pues no tiene en cuenta el elemento histórico». También resulta
insuficiente la distinción propuesta por Birnie. Se llegaría por este camino al
absurdo de considerar una máquina el arado por tracción animal y una
herramienta a la primitiva máquina de hacer mallas. La índole de la fuerza
motriz no afecta a la naturaleza del instrumental. La herramienta se
transforma en máquina «sólo cuando pasa de la mano del hombre a pieza de
un mecanismo». El hombre sigue siendo el motor primordial; pero, una vez
puesta en movimiento, la máquina adquiere vida propia, se emancipa del
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Fue a Denis Papín a quien cupo la gloria de haber aplicado, por primera vez, la
fuerza motriz del vapor para mover un pistón con un émbolo. Su célebre
marmita llena toda una época de la historia de las invenciones mecánicas. La
máquina de bombear agua de las minas, construida por Newcomen sobre el
principio de Papín, se difundió enseguida por toda Inglaterra. Sus defectos
técnicos y sus limitaciones serían subsanados por James Watt al adaptar el
pistón en un movimiento rotatorio capaz de hacer girar una rueda o impeler
maquinaria con cualquier fin.
En 1780 Watt aplicó, por primera vez, la fuerza motriz del vapor en un telar
de Nottingham. Ya en 1800 había más de trescientas máquinas de vapor en
operación.
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Nunca hasta la revolución industrial, había existido, en efecto, una clase social
que, siendo jurídicamente libre, estuviera económicamente sometida al
interés y al arbitrio de otra.
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En su libro The Industrial Revolution in the XVIII Century, Paul Mantoux refiere
que en las fábricas inglesas se empleaban niños de cuatro años y se les
obligaba a trabajar a fuerza de látigo.
«un obrero, según la familia que tiene y a pesar de los esfuerzos dignos
a menudo de la más alta estima, no puede ganar en Inglaterra más que
las tres cuartas partes, y muchas veces tan solo la mitad, de la cantidad
que necesita para sus gastos imprescindibles».
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Pero las fuentes más inmediatas y fidedignas de esta época ominosa del
capitalismo moderno siguen siendo los informes oficiales de los inspectores
de fábrica ingleses. De sus escrupulosas investigaciones extrajo Carlos Marx la
inexpugnable colección de cifras y hechos en que se apoya el capítulo que
dedica a la materia en El Capital.
Fueron tales los abusos originados por la revolución industrial que la Cámara
de los Comunes se vio obligada a tomar partido en el asunto. No lograría
modificar fundamentalmente la oprobiosa situación imperante. La ley
propuesta por Robert Owen, reduciendo la jornada trabajo de la mujer y del
niño, promulgada en 1819 –verdadera piedra miliar en la historia de la
legislación obrera– se burló por los patronos durante muchos años. La voz
generosa de Lord Macaulay se alzaría en el parlamento condenando este
estado de cosas y exigiendo del poder público una intervención urgente para
remediarlo.
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En esta misma época, Byron escribió una vibrante proclama comparando a los
ludditas con los héroes de la independencia hispanoamericana y el poeta
Shelley compuso su Prometeo encadenado y su Marsellesa proletaria. Las
afinidades políticas y sociales de este último con William Godwin han sido
admirablemente esclarecidas por Henry N. Brailsford. «Intentar comprender a
Shelley sin la ayuda de Godwin, –afirma– es una tarea casi tan inverosímil
como leer a Milton sin conocer la Biblia.»
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En contraste con las formas del capitalismo moderno, están las relaciones que
el mismo genera: la competencia, el pago de jornales y el mercado. La
competencia es el alma del comercio y su objetivo es comprar barato y
vender caro. Bajo el capitalismo el obrero no tiene más medio de subsistencia
que el jornal que el patrono le abona a cambio de su trabajo. Está
radicalmente desvinculado de la propiedad de los instrumentos de producción.
Capitalista y proletario son categorías sociales distintas y separadas. «La razón
de ser del socialismo –afirma Seligman– estriba en este hecho indubitable.» El
capitalista, por último, produce para el mercado. La demanda efectiva es la
que le interesa y no la demanda social.
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Max Weber ha expuesto su teoría del capitalismo en varios de sus libros; pero
su más acabado desarrollo se encuentra en su Historia económica general. No
es tarea fácil resumirla. El pensamiento del insigne sociólogo alemán suele
expresarse en forma densa y en apretados conceptos. En cuanto a claridad de
exposición y a primores de estilo, deja bastante que desear. Su arisca
terminología y su prosa concentrada han dificultado sobremanera su
traducción al español. Basta adentrarse en su monumental obra Economía y
sociedad para percibir enseguida el menoscabo que sufren sus ideas al
verterse a otra lengua.
Según Weber:
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tiempos modernos, hayan sido el asiento de las ciencias, las letras y las
artes, y también de que el Renacimiento fuera tan floreciente y
fecundo. No es menos significativo que en el siglo XVI Holanda haya
producido un Rembrandt y un Ruysdael, y que haya sido un centro de
actividad científica y de libertad intelectual, y un asilo y refugio de
perseguidos políticos y de hombres de pensamiento.»
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7. El hombre y la técnica
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IX
El canto de gallo de la democracia
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Ningún pueblo ha alardeado tanto del impulso ideal que modeló sus orígenes
como el norteamericano. Ningún pueblo, sin embargo, «surgió jamás tan
claramente de un directo y consciente impulso material». Los peregrinos del
«Mayflower» pudieron imaginar, por constituir un grupo religiosa y
socialmente discrepante con su circunstancia, que venían a edificar en la
América del Norte la civitas terra puritana. No deja lugar a dudas en este
sentido el pacto solemnemente suscrito, entreviéndose ya la costa rizada de
espuma del nuevo y suspirado albergue:
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sus ideas. «Su mérito estaba –dice Raymond G. Getell– en adaptar las
concepciones de Sidney y de Locke a las condiciones de América.» Sus puntos
de vista fundamentales –igualdad humana, gobierno por consentimiento,
predominio de la agricultura– contribuyeron, en pareja medida, a la formación
de la conciencia democrática, a la independencia de la metrópoli y al
fortalecimiento de los intereses señoriales del sur. William A. Dunning ha
fijado magistralmente la postura de Jefferson en su obra A History of Political
Theories. Alexander Hamilton, la mentalidad más aguda y vigorosa de la
época, era partidario de la centralización administrativa, del libre juego de los
intereses capitalistas y del fomento dirigido de la navegación y del comercio.
Sus artículos de El Federalista demuestran su amplio y cernido saber en
materia política, administrativa, fiscal y financiera y su fina intelección del
curso y sesgo del proceso capitalista en Estados Unidos. James Madison
formuló una doctrina de la sociedad según la cual el origen de las pugnas
facciosas se debe a los diversos intereses y sentimientos que separan a ricos y
a pobres, a deudores y acreedores, a manufactureros y a comerciantes, a
jornaleros y a empresarios.
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El drama de la decadencia del antiguo régimen tiene en Luis XIV, Luis XV y Luis
XVI sus protagonistas más descollantes.
«Nada puede acaso indicar mejor el abismo que se había abierto entre
el monarca y los súbditos –observa sagazmente Kohn Bramstedt–
como la forma en que el populacho parisino reaccionó ante su muerte
respectiva.»
Fue, sin duda, el reinado de Luis XV el que tuvo una importancia decisiva en la
formación de la conciencia del Tercer Estado y en el desarrollo del espíritu
enciclopedista. No obstante la severa crítica de que fue objeto por Vauban y
Boisguillebert, La Bruyere y Saint-Simon, Claude y Bayle, Boulanvilliers y
Fenelón, la institución real mantuvo su esplendor y el respeto popular en la
época de Luis XIV. Cierto es que en este había alcanzado el absolutismo la
más alta concentración de poder personal de que tiene data la historia. ¿No
tuvo la osadía de proclamar que el Estado era él? Cierto también que su
reinado fue la palanca impulsora del renacimiento intelectual de Francia y del
apogeo de su crédito exterior. Voltaire no vacilaría en comparar la época de
Luis XIV con las épocas de Pericles, de Augusto y de los Médicis.
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Ni que decir tiene que semejante situación sólo podía darse en un estado
social cuyos mecanismos centrales se hubieran roto y en trance de
desmoronarse sus bases mismas de sustentación. De otro modo, no hubiera
pesado decisivamente, en el catastrófico derrumbamiento del antiguo
régimen, la mera estupidez, corrupción y frivolidad personales de Luis XV y de
Madame Pompadour. No son la causa de la decadencia y ruina del
absolutismo. Ambos son el efecto de esa decadencia y de esa ruina. Nada lo
demuestra más rotundamente que la cínica predicción de Luis XV: Apres
nous, le déluge.
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«En general –escribía un ministro de Luis XVI–, los salarios son demasiado
bajos y hay una gran masa de hombres víctimas de los intereses
particulares de unos cuantos. Los aprendices del gremio de sastres de
Marsella tienen derecho a declarar que viven en la desventura.»
Abundan los ociosos, los vagabundos y los mendigos. Los despidos y las
rebajas de salario son crónicos. Manifestaciones de protesta contra ese
estado de cosas se dejaron sentir en toda Francia. En abril de 1789 los
obreros de París destruyeron los talleres del fabricante Révaillon por haberse
negado a subir el salario durante el invierno. Los despilfarras de Luis XVI, las
concupiscencias de la Corte y las orgías de María Antonieta han colmado ya la
paciencia del pueblo.
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menos que destacar, por encima de todas las épocas que descubrió, la
primera, la autonomía de la razón y combatió apasionadamente por
ella, haciéndola valer y regir en todos los dominios del ser espiritual.»
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En la última mitad del siglo XVIII resulta fácil advertir que Francia está ya en
trance de parto. Las contradicciones entre el ancíen régime y el Tercer Estado
no parecían tener otra salida que un choque violento. Se acentúa, por
instantes, la presión de las ideas nuevas. Como observa Laski, la sociedad
absolutista no estaba ya en condiciones de resistir el reto. La polémica
expresiva de esa aguda tensión social se mantiene todavía, sin embargo, en el
plano de las ideas. El Tercer Estado protesta, acusa y demanda; pero aun no
ha decidido marchar a paso de carga sobre los bastiones del absolutismo. Se
limita a cuestionar, a través de sus teóricos, todo lo existente. Pocas veces
régimen social alguno fue tan severamente enjuiciado. El principio monárquico
se salvó en parte, durante algún tiempo, de la embestida dialéctica. No es
propiamente hasta 1789 en que se le vitupera y desahucia. Al ingresar en la
Asamblea Nacional aún Maximiliano Robespierre era monárquico. La Iglesia,
en cambio, fue combatida a sangre y fuego. Los derechos de la nobleza, la
base económica del régimen, la corrupción administrativa, la tradición feudal
sobreviviente en las costumbres y el origen divino del poder fueron
igualmente censurados sin piedad. Se partía del supuesto que todo lo que
constreñía el libre desenvolvimiento del individuo era nocivo para la sociedad
y altamente beneficioso cuanto le libraba de ataduras, impedimentos y
trabas. La propaganda de las ideas nuevas se filtró incluso en la Academia y
en la Sorbona. El teatro y la novela se convirtieron en tribunas. Sobremanera
ilustrativos resultan los informes de la policía. Las delaciones alcanzaban
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Sobre este último extremo Del Vecchio ha dado la pauta. Nada puede
sentarse con carácter definitivo si antes no se fija el significado del Contrato y
de la Declaración. El fundamento del Contrato social es el principio de la
persona como sujeto de derechos y principalmente del derecho de libertad,
que constituye la garantía misma de la dignidad humana.
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BIBLIOGRAFÍA
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