Está en la página 1de 289

1

Raúl Roa

HISTORIA DE LAS
DOCTRINAS SOCIALES

2
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 271

3
Raúl Roa

Colección
SOCIALISMO y LIBERTAD
Libro 1 LA REVOLUCIÓN ALEMANA
Víctor Serge - Karl Liebknecht - Rosa Luxemburgo
Libro 2 DIALÉCTICA DE LO CONCRETO
Karel Kosik
Libro 3 LAS IZQUIERDAS EN EL PROCESO POLÍTICO ARGENTINO
Silvio Frondizi
Libro 4 INTRODUCCIÓN A LA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Antonio Gramsci
Libro 5 MAO Tse-tung
José Aricó
Libro 6 VENCEREMOS
Ernesto Guevara
Libro 7 DE LO ABSTRACTO A LO CONCRETO - DIALÉCTICA DE LO IDEAL
Edwald Ilienkov
Libro 8 LA DIALÉCTICA COMO ARMA, MÉTODO, CONCEPCIÓN y ARTE
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 9 GUEVARISMO: UN MARXISMO BOLIVARIANO
Néstor Kohan
Libro 10 AMÉRICA NUESTRA. AMÉRICA MADRE
Julio Antonio Mella
Libro 11 FLN. Dos meses con los patriotas de Vietnam del sur
Madeleine Riffaud
Libro 12 MARX y ENGELS. Nueve Conferencias en la Academia Socialista
David Riazánov
Libro 13 ANARQUISMO y COMUNISMO
Evgeni Preobrazhenski
Libro 14 REFORMA o REVOLUCIÓN - LA CRISIS DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Rosa Luxemburgo
Libro 15 ÉTICA y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 16 EDUCACIÓN y LUCHA DE CLASES
Aníbal Ponce
Libro 17 LA MONTAÑA ES ALGO MÁS QUE UNA INMENSA ESTEPA VERDE
Omar Cabezas
Libro 18 LA REVOLUCIÓN EN FRANCIA. Breve historia del movimiento obrero en Francia
1789-1848. Selección de textos de Alberto J. Plá
Libro 19 MARX y ENGELS
Karl Marx y Friedrich Engels. Selección de textos
Libro 20 CLASES y PUEBLOS. Sobre el sujeto revolucionario
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 21 LA FILOSOFÍA BURGUESA POSTCLÁSICA
Rubén Zardoya
Libro 22 DIALÉCTICA Y CONCIENCIA DE CLASE
György Lukács
Libro 23 EL MATERIALISMO HISTÓRICO ALEMÁN
Franz Mehring
Libro 24 DIALÉCTICA PARA LA INDEPENDENCIA
Ruy Mauro Marini

4
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 25 MUJERES EN REVOLUCIÓN


Clara Zetkin
Libro 26 EL SOCIALISMO COMO EJERCICIO DE LA LIBERTAD
Agustín Cueva - Daniel Bensaïd. Selección de textos
Libro 27 LA DIALÉCTICA COMO FORMA DE PENSAMIENTO - DE ÍDOLOS E IDEALES
Edwald Ilienkov. Selección de textos
Libro 28 FETICHISMO y ALIENACIÓN - ENSAYOS SOBRE LA TEORÍA MARXISTA EL VALOR
Isaak Illich Rubin
Libro 29 DEMOCRACIA Y REVOLUCIÓN. El hombre y la Democracia
György Lukács
Libro 30 PEDAGOGÍA DEL OPRIMIDO
Paulo Freire
Libro 31 HISTORIA, TRADICIÓN Y CONSCIENCIA DE CLASE
Edward P. Thompson. Selección de textos
Libro 32 LENIN, LA REVOLUCIÓN Y AMÉRICA LATINA
Rodney Arismendi
Libro 33 MEMORIAS DE UN BOLCHEVIQUE
Osip Piatninsky
Libro 34 VLADIMIR ILICH Y LA EDUCACIÓN
Nadeshda Krupskaya
Libro 35 LA SOLIDARIDAD DE LOS OPRIMIDOS
Julius Fucik - Bertolt Brecht - Walter Benjamin. Selección de textos
Libro 36 UN GRANO DE MAÍZ
Tomás Borge y Fidel Castro
Libro 37 FILOSOFÍA DE LA PRAXIS
Adolfo Sánchez Vázquez
Libro 38 ECONOMÍA DE LA SOCIEDAD COLONIAL
Sergio Bagú
Libro 39 CAPITALISMO Y SUBDESARROLLO EN AMÉRICA LATINA
André Gunder Frank
Libro 40 MÉXICO INSURGENTE
John Reed
Libro 41 DIEZ DÍAS QUE CONMOVIERON AL MUNDO
John Reed
Libro 42 EL MATERIALISMO HISTÓRICO
Georgi Plekhanov
Libro 43 MI GUERRA DE ESPAÑA
Mika Etchebéherè
Libro 44 NACIONES Y NACIONALISMOS
Eric Hobsbawm
Libro 45 MARX DESCONOCIDO
Nicolás González Varela - Karl Korsch
Libro 46 MARX Y LA MODERNIDAD
Enrique Dussel
Libro 47 LÓGICA DIALÉCTICA
Edwald Ilienkov
Libro 48 LOS INTELECTUALES Y LA ORGANIZACIÓN DE LA CULTURA
Antonio Gramsci
Libro 49 KARL MARX. LEÓN TROTSKY, Y EL GUEVARISMO ARGENTINO
Trotsky - Mariátegui - Masetti - Santucho y otros. Selección de Textos
Libro 50 LA REALIDAD ARGENTINA - El Sistema Capitalista
Silvio Frondizi

5
Raúl Roa

Libro 51 LA REALIDAD ARGENTINA - La Revolución Socialista


Silvio Frondizi
Libro 52 POPULISMO Y DEPENDENCIA - De Yrigoyen a Perón
Milcíades Peña
Libro 53 MARXISMO Y POLÍTICA
Carlos Nélson Coutinho
Libro 54 VISIÓN DE LOS VENCIDOS
Miguel León-Portilla
Libro 55 LOS ORÍGENES DE LA RELIGIÓN
Lucien Henry
Libro 56 MARX Y LA POLÍTICA
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 57 LA UNIÓN OBRERA
Flora Tristán
Libro 58 CAPITALISMO, MONOPOLIOS Y DEPENDENCIA
Ismael Viñas
Libro 59 LOS ORÍGENES DEL MOVIMIENTO OBRERO
Julio Godio
Libro 60 HISTORIA SOCIAL DE NUESTRA AMÉRICA
Luis Vitale
Libro 61 LA INTERNACIONAL. Breve Historia de la Organización Obrera en Argentina.
Selección de Textos
Libro 62 IMPERIALISMO Y LUCHA ARMADA
Marighella, Marulanda y la Escuela de las Américas
Libro 63 LA VIDA DE MIGUEL ENRÍQUEZ
Pedro Naranjo Sandoval
Libro 64 CLASISMO Y POPULISMO
Michael Löwy - Agustín Tosco y otros. Selección de textos
Libro 65 DIALÉCTICA DE LA LIBERTAD
Herbert Marcuse
Libro 66 EPISTEMOLOGÍA Y CIENCIAS SOCIALES
Theodor W. Adorno
Libro 67 EL AÑO 1 DE LA REVOLUCIÓN RUSA
Víctor Serge
Libro 68 SOCIALISMO PARA ARMAR
Löwy -Thompson - Anderson - Meiksins Wood y otros. Selección de Textos
Libro 69 ¿QUÉ ES LA CONCIENCIA DE CLASE?
Wilhelm Reich
Libro 70 HISTORIA DEL SIGLO XX - Primera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 71 HISTORIA DEL SIGLO XX - Segunda Parte
Eric Hobsbawm
Libro 72 HISTORIA DEL SIGLO XX - Tercera Parte
Eric Hobsbawm
Libro 73 SOCIOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA
Ágnes Heller
Libro 74 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo I
Marc Bloch
Libro 75 LA SOCIEDAD FEUDAL - Tomo 2
Marc Bloch
Libro 76 KARL MARX. ENSAYO DE BIOGRAFÍA INTELECTUAL
Maximilien Rubel

6
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 77 EL DERECHO A LA PEREZA


Paul Lafargue
Libro 78 ¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 79 DIALÉCTICA DE LA RESISTENCIA
Pablo González Casanova
Libro 80 HO CHI MINH
Selección de textos
Libro 81 RAZÓN Y REVOLUCIÓN
Herbert Marcuse
Libro 82 CULTURA Y POLÍTICA - Ensayos para una cultura de la resistencia
Santana - Pérez Lara - Acanda - Hard Dávalos - Alvarez Somoza y otros
Libro 83 LÓGICA Y DIALÉCTICA
Henri Lefebvre
Libro 84 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA
Eduardo Galeano
Libro 85 HUGO CHÁVEZ
José Vicente Rangél
Libro 86 LAS GUERRAS CIVILES ARGENTINAS
Juan Álvarez
Libro 87 PEDAGOGÍA DIALÉCTICA
Betty Ciro - César Julio Hernández - León Vallejo Osorio
Libro 88 COLONIALISMO Y LIBERACIÓN
Truong Chinh - Patrice Lumumba
Libro 89 LOS CONDENADOS DE LA TIERRA
Frantz Fanon
Libro 90 HOMENAJE A CATALUÑA
George Orwell
Libro 91 DISCURSOS Y PROCLAMAS
Simón Bolívar
Libro 92 VIOLENCIA Y PODER - Selección de textos
Vargas Lozano - Echeverría - Burawoy - Monsiváis - Védrine - Kaplan y otros
Libro 93 CRÍTICA DE LA RAZÓN DIALÉCTICA
Jean Paul Sartre
Libro 94 LA IDEA ANARQUISTA
Bakunin - Kropotkin - Barret - Malatesta - Fabbri - Gilimón - Goldman
Libro 95 VERDAD Y LIBERTAD
Martínez Heredia - Sánchez Vázquez - Luporini - Hobsbawn - Rozitchner - Del Barco
Libro 96 INTRODUCCIÓN GENERAL A LA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Karl Marx y Friedrich Engels
Libro 97 EL AMIGO DEL PUEBLO
Los amigos de Durruti
Libro 98 MARXISMO Y FILOSOFÍA
Karl Korsch
Libro 99 LA RELIGIÓN
Leszek Kolakowski
Libro 100 AUTOGESTIÓN, ESTADO Y REVOLUCIÓN
Noir et Rouge
Libro 101 COOPERATIVISMO, CONSEJISMO Y AUTOGESTIÓN
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 102 ROSA LUXEMBURGO Y EL ESPONTANEÍSMO REVOLUCIONARIO
Selección de textos

7
Raúl Roa

Libro 103 LA INSURRECCIÓN ARMADA


A. Neuberg
Libro 104 ANTES DE MAYO
Milcíades Peña
Libro 105 MARX LIBERTARIO
Maximilien Rubel
Libro 106 DE LA POESÍA A LA REVOLUCIÓN
Manuel Rojas
Libro 107 ESTRUCTURA SOCIAL DE LA COLONIA
Sergio Bagú
Libro 108 COMPENDIO DE HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Albert Soboul
Libro 109 DANTON, MARAT Y ROBESPIERRE. Historia de la Revolución Francesa
Albert Soboul
Libro 110 LOS JACOBINOS NEGROS. Toussaint L’Ouverture y la revolución de Haití
Cyril Lionel Robert James
Libro 111 MARCUSE Y EL 68
Selección de textos
Libro 112 DIALÉCTICA DE LA CONCIENCIA - Realidad y Enajenación
José Revueltas
Libro 113 ¿QUÉ ES LA LIBERTAD? - Selección de textos
Gajo Petrović – Milán Kangrga
Libro 114 GUERRA DEL PUEBLO - EJÉRCITO DEL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro 115 TIEMPO, REALIDAD SOCIAL Y CONOCIMIENTO
Sergio Bagú
Libro 116 MUJER, ECONOMÍA Y SOCIEDAD
Alexandra Kollontay
Libro 117 LOS JERARCAS SINDICALES
Jorge Correa
Libro 118 TOUSSAINT LOUVERTURE. La Revolución Francesa y el Problema Colonial
Aimé Césaire
Libro 119 LA SITUACIÓN DE LA CLASE OBRERA EN INGLATERRA
Federico Engels
Libro 120 POR LA SEGUNDA Y DEFINITIVA INDEPENDENCIA
Estrella Roja - Ejército Revolucionario del Pueblo
Libro 121 LA LUCHA DE CLASES EN LA ANTIGUA ROMA
Espartaquistas
Libro 122 LA GUERRA EN ESPAÑA
Manuel Azaña
Libro 123 LA IMAGINACIÓN SOCIOLÓGICA
Charles Wright Mills
Libro 124 LA GRAN TRANSFORMACIÓN. Critica del Liberalismo Económico
Karl Polanyi
Libro 125 KAFKA. El Método Poético
Ernst Fischer
Libro 126 PERIODISMO Y LUCHA DE CLASES
Camilo Taufic
Libro 127 MUJERES, RAZA Y CLASE
Angela Davis
Libro 128 CONTRA LOS TECNÓCRATAS
Henri Lefebvre

8
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 129 ROUSSEAU Y MARX


Galvano della Volpe
Libro 130 LAS GUERRAS CAMPESINAS - REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN EN
ALEMANIA
Federico Engels
Libro 131 EL COLONIALISMO EUROPEO
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 132 ESPAÑA. Las Revoluciones del Siglo XIX
Carlos Marx - Federico Engels
Libro 133 LAS IDEAS REVOLUCIONARIOS DE KARL MARX
Alex Callinicos
Libro 134 KARL MARX
Karl Korsch
Libro 135 LA CLASE OBRERA EN LA ERA DE LAS MULTINACIONALES
Peters Mertens
Libro 136 EL ÚLTIMO COMBATE DE LENIN
Moshe Lewin
Libro 137 TEORÍAS DE LA AUTOGESTIÓN
Roberto Massari
Libro 138 ROSA LUXEMBURG
Tony Cliff
Libro 139 LOS ROJOS DE ULTRAMAR
Jordi Soler
Libro 140 INTRODUCCIÓN A LA ECONOMÍA POLÍTICA
Rosa Luxemburg
Libro 141 HISTORIA Y DIALÉCTICA
Leo Kofler
Libro 142 BLANQUI Y LOS CONSEJISTAS
Blanqui - Luxemburg - Gorter - Pannekoek - Pfemfert - Rühle - Wolffheim y Otros
Libro 143 EL MARXISMO - El MATERIALISMO DIALÉCTICO
Henri Lefebvre
Libro 144 EL MARXISMO
Ernest Mandel
Libro 145 LA COMMUNE DE PARÍS Y LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA
Federica Montseny
Libro 146 LENIN, SOBRE SUS PROPIOS PIES
Rudi Dutschke
Libro 147 BOLCHEVIQUE
Larissa Reisner
Libro 148 TIEMPOS SALVAJES
Pier Paolo Pasolini
Libro 149 DIOS TE SALVE BURGUESÍA
Paul Lafargue - Herman Gorter - Franz Mehring
Libro 150 EL FIN DE LA ESPERANZA
Juan Hermanos
Libro 151 MARXISMO Y ANTROPOLOGÍA
György Markus
Libro 152 MARXISMO Y FEMINISMO
Herbert Marcuse
Libro 153 LA TRAGEDIA DEL PROLETARIADO ALEMÁN
Juan Rústico

9
Raúl Roa

Libro 154 LA PESTE PARDA


Daniel Guerin
Libro 155 CIENCIA, POLÍTICA Y CIENTIFICISMO - LA IDEOLOGÍA DE LA NEUTRALIDAD
IDEOLÓGICA
Oscar Varsavsky - Adolfo Sánchez Vázquez
Libro156 PRAXIS. Estrategia de supervivencia
Ilienkola- Kosik - Adorno - Horkheimer - Sartre - Sacristán y Otros
Libro 157 KARL MARX. Historia de su vida
Franz Mehring
Libro 158 ¡NO PASARÁN!
Upton Sinclair
Libro 159 LO QUE TODO REVOLUCIONARIO DEBE SABER SOBRE LA REPRESIÓN
Víctor Serge
Libro 160 ¿SEXO CONTRA SEXO O CLASE CONTRA CLASE?
Evelyn Reed
Libro 161 EL CAMARADA
Takiji Kobayashi
Libro 162 LA GUERRA POPULAR PROLONGADA
Máo Zé dōng
Libro 163 LA REVOLUCIÓN RUSA
Christopher Hill
Libro 164 LA DIALÉCTICA DEL PROCESO HISTÓRICO
George Novack
Libro 165 EJÉRCITO POPULAR – GUERRA DE TODO EL PUEBLO
Vo Nguyen Giap
Libro 166 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO
August Thalheimer
Libro 167 ¿QUÉ ES EL MARXISMO?
Emile Burns
Libro 168 ESTADO AUTORITARIO
Max Horkheimer
Libro 169 SOBRE EL COLONIALISMO
Aimé Césaire
Libro 170 CRÍTICA DE LA DEMOCRACIA CAPITALISTA
Stanley Moore
Libro 171 SINDICALISMO CAMPESINO EN BOLIVIA
Qhana - CSUTCB - COB
Libro 172 LOS ORÍGENES DE LA CIVILIZACIÓN
Vere Gordon Childe
Libro 173 CRISIS Y TEORÍA DE LA CRISIS
Paul Mattick
Libro 174 TOMAS MÜNZER. Teólogo de la Revolución
Ernst Bloch
Libro 175 MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS
Gracco Babeuf
Libro 176 EL PUEBLO
Anselmo Lorenzo
Libro 177 LA DOCTRINA SOCIALISTA Y LOS CONSEJOS OBREROS
Enrique Del Valle Iberlucea
Libro 178 VIEJA Y NUEVA DEMOCRACIA
Moses I. Finley

10
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 179 LA REVOLUCIÓN FRANCESA


George Rudé
Libro 180 ACTIVIDAD, CONCIENCIA Y PERSONALIDAD
Aleksei Leontiev
Libro 181 ENSAYOS FILOSÓFICOS
Alejandro Lipschütz
Libro 182 LA IZQUIERDA COMUNISTA ITALIANA (1917-1927)
Selección de textos
Libro 183 EL ORIGEN DE LAS IDEAS ABSTRACTAS
Paul Lafargue
Libro 184 DIALÉCTICA DE LA PRAXIS. El Humanismo Marxista
Mihailo Marković
Libro 185 LAS MASAS Y EL PODER
Pietro Ingrao
Libro 186 REIVINDICACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER
Mary Wollstonecraft
Libro 187 CUBA 1991
Fidel Castro
Libro 188 LAS VANGUARDIAS ARTÍSTICAS DEL SIGLO XX
Mario De Micheli
Libro 189 CHE. Una Biografía
Héctor Oesterheld - Alberto Breccia - Enrique Breccia
Libro 190 CRÍTICA DEL PROGRAMA DE GOTHA
Karl Marx
Libro 191 FENOMENOLOGÍA Y MATERIALISMO DIALÉCTICO
Trần Đức Thảo
Libro 192 EN TORNO AL DESARROLLO INTELECTUAL DEL JOVEN MARX (1840-1844)
Georg Lukács
Libro 193 LA FUNCIÓN DE LAS IDEOLOGÍAS – CRÍTICA DE LA RAZÓN INSTRUMENTAL
Max Horkheimer
Libro 194 UTOPÍA
Tomás Moro
Libro 195 ASÍ SE TEMPLÓ EL ACERO
Nikolai Ostrovski
Libro 196 DIALÉCTICA Y PRAXIS REVOLUCIONARIA
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 197 JUSTICIEROS Y COMUNISTAS (1843-1852)
Karl Marx, Friedrich Engels y Otros
Libro 198 FILOSOFÍA DE LA LIBERTAD
Rubén Zardoya Loureda - Marcello Musto - Seongjin Jeong - Andrzej Walicki
Bolívar Echeverría - Daniel Bensaïd - Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 199 EL MOVIMIENTO ANARQUISTA EN ARGENTINA. Desde sus comienzos hasta 1910
Diego Abad de Santillán
Libro 200 BUJALANCE. LA REVOLUCIÓN CAMPESINA
Juan del Pueblo
Libro 201 MATERIALISMO DIALÉCTICO Y PSICOANÁLISIS
Wilhelm Reich
Libro 202 OLIVER CROMWELL Y LA REVOLUCIÓN INGLESA
Christopher Hill
Libro 203 AUTOBIOGRAFÍA DE UNA MUJER EMANCIPADA
Alexandra Kollontay

11
Raúl Roa

Libro 204 TRAS LAS HUELLAS DEL MATERIALISMO HISTÓRICO


Perry Anderson
Libro 205 CONTRA EL POSTMODERNISMO – UN MANIFIESTO ANTICAPITALISTA
Alex Callinicos
Libro 206 EL MATERIALISMO DIALÉCTICO SEGÚN HENRI LEFEBVRE
Eugenio Werden
Libro 207 LOS COMUNISTAS Y LA PAZ
Jean-Paul Sartre
Libro 208 CÓMO NOS VENDEN LA MOTO
Noan Chomsky - Ignacio Ramonet
Libro 209 EL COMITÉ REGIONAL CLANDESTINO EN ACCIÓN
Alexei Fiodorov
Libro 210 LA MUJER Y EL SOCIALISMO
August Bebel
Libro 211 DEJAR DE PENSAR
Carlos Fernández Liria y Santiago Alba Rico
Libro 212 LA EXPRESIÓN TEÓRICA DEL MOVIMIENTO PRÁCTICO
Walter Benjamin - Rudi Dutschke - Jean-Paul Sartre - Bolívar Echeverría
Libro 213 ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS
Susan Sontag
Libro 214 LIBRO DE LECTURA PARA USO DE LAS ESCUELAS NOCTURNAS PARA
TRABAJADORES – 1er Grado
Comisión Editora Popular
Libro 215 EL DISCURSO CRÍTICO DE MARX
Bolívar Echeverría
Libro 216 APUNTES SOBRE MARXISMO
Iñaki Gil de San Vicente
Libro 217 PARA UN MARXISMO LIBERTARIO
Daniel Guerin
Libro 218 LA IDEOLOGÍA ALEMANA
Karl Marx y Friedrich Engels
Libro 219 BABEUF
Ilya Ehrenburg
Libro 220 MIGUEL MÁRMOL. LOS SUCESOS DE 1932 EN EL SALVADOR
Roque Dalton
Libro 221 SIMÓN BOLÍVAR CONDUCTOR POLÍTICO Y MILITAR DE LA GUERRA ANTI
COLONIAL
Alberto Pinzón Sánchez
Libro 222 MARXISMO Y LITERATURA
Raymond Williams
Libro 223 SANDINO, GENERAL DE HOMBRES LIBRES
Gregorio Selser
Libro 224 CRÍTICA DIALÉCTICA. Ensayos, Notas y Conferencias (1958-1968)
Karel Kosik
Libro 225 LA POLÍTICA REVOLUCIONARIA. Ensayos, Notas y Conferencias
Ruy Mauro Marini
Libro 226 LOS QUE LUCHAN Y LOS QUE LLORAN. El Fidel Castro que yo ví
Jorge Ricardo Masetti
Libro 227 DE CADENAS Y DE HOMBRES
Robert Linhart
Libro 228 ESPAÑA, APARTA DE MÍ ESTE CÁLIZ
César Vallejo

12
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Libro 229 LECCIONES DE HISTORIA. Documentos del MIR. 1965-1974


Miguel y Edgardo Enríquez - Bautista Van Schowen - Ruy Mauro Marini y Otros
Libro 230 DIALÉCTICA Y CONOCIMIENTO
Jindřich Zelený
Libro 231 LA IZQUIERDA BOLCHEVIQUE - (1922-1924)
Izquierda Bolchevique
Libro 232 LA RELIGIÓN DEL CAPITAL
Paul Lafargue
Libro 233 LA NUEVA ECONOMÍA
Evgeni Preobrazhenski
Libro 234 EL OTRO SADE. DEMOCRACIA DIRECTA Y CRÍTICA INTEGRAL DE LA
MODERNIDAD (Los escritos políticos de D. A. F. de Sade. Un comentario)
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 235 EL IMPERIALISMO ES UNA JAULA
Ulrike Meinhof
Libro 236 EL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA DERECHA
Simone de Beauvoir
Libro 237 EUROPA ANTE EL ESPEJO
Josep Fontana
Libro 238 LA GUERRA DE LOS CIEN AÑOS
Edouard Perroy
Libro 239 TRESCIENTOS MILLONES DE ESCLAVOS Y SIERVOS TRABAJAN BAJO
EL NUEVO ORDEN ECONÓMICO FASCISTA
Jürgen Kuczynski
Libro 240 HISTORIA Y COMUNICACIÓN SOCIAL
Manuel Vázquez Montalbán
Libro 241 TEORÍA GENERAL DEL DERECHO y Otros Escritos
Pēteris Ivánovich Stučka
Libro 242 TEORÍA GENERAL DEL DERECHO Y MARXISMO
Evgeni Bronislavovic Pashukanis
Libro 243 EL NACIMIENTO DEL FASCISMO
Angelo Tasca
Libro 244 LA INSURRECCIÓN DE ASTURIAS
Manuel Grossi Mier
Libro 245 EL MARXISMO SOVIÉTICO
Herbert Marcuse
Libro 246 INTELECTUALES Y TARTUFOS
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 247 TECNOLOGÍA Y VALOR. Selección de Textos
Karl Marx
Libro 248 MINIMA MORALIA. Reflexiones desde la vida dañada
Theodor W. Adorno
Libro 249 DOCE AÑOS DE POLÍTICA ARGENTINA
Silvio Frondizi
Libro 250 CAPITALISMO Y DESPOJO
Renán Vega Cantor
Libro 251 LA FORMACIÓN DE LA MENTALIDAD SUMISA
Vicente Romano
Libro 252 ESBOZO PARA UNA CRÍTICA DE LA ECONOMÍA POLÍTICA
Friedrich Engels

13
Raúl Roa

Libro 253 LA CIENCIA DE LA SOCIEDAD


Leo Kofler
Libro 254 MARXISMO CRÍTICO. CRÍTICA COMUNISTA
Karl Korsch - Maximilien Rubel
Libro 255 UN LIBRO ROJO PARA LENIN
Roque Dalton
Libro 256 LA REVOLUCIÓN HAITIANA
Oscar de Pablo
Libro 257 SOBRE LA CONSTITUYENTE Y EL GOBIERNO PROVISIONAL
Rosa Luxemburgo
Libro 258 ESCRITOS DE JUVENTUD – SOBRE EL DERECHO
Karl Marx
Libro 259 PAN NEGRO Y DURO
Elizaveta Drabkina
Libro 260 PARA LA CRÍTICA A LAS TEORÍAS DEL IMPERIALISMO
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 261 LOS ESCRITOS DE MARX Y ENGELS SOBRE MÉXICO
Jorge Veraza Urtuzuástegui
Libro 262 BOLÍVAR, EL EJÉRCITO Y LA DEMOCRACIA
Juvenal Herrera Torres
Libro 263 MERCADERES Y BANQUEROS DE LA EDAD MEDIA
Jacques Le Goff
Libro 264 LOS SIETE PECADOS CAPITALES
Bertolt Brecht
Libro 265 HISTORIA DE LA COMUNA DE PARÍS
H. Prosper-Olivier Lissagaray
Libro 266 TEORÍA MARXISTA DEL IMPERIALISMO
Paolo Santi - Jacques Valier - Rodolfo Banfi - Hamza Alavi
Libro 267 MALCOLM X
Maria Elena Vela
Libro 268 EROS Y CIVILIZACIÓN
Herbert Marcuse
Libro 269 MANUAL CRÍTICO DE PSIQUIATRÍA
Giovanni Jervis
Libro 270 LOS MÁRTIRES DE CHICAGO
Ricardo Mella
Libro 271 HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES
Raúl Roa

14
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

https://elsudamericano.wordpress.com

La red mundial de los hijos de la revolución social

15
Raúl Roa

HISTORIA DE LAS
DOCTRINAS SOCIALES
Raúl Roa

Liminar
Raúl Roa Kourí

I. El problema del método en las ciencias sociales


1. Naturaleza y socialidad: la doble dimensión de la vida humana.
2. Ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura: posición de la historia
de las doctrinas sociales.
3. Carácter del método en las ciencias sociales.
4. El problema de la estimativa en las ciencias sociales: posibilidad de una
doctrina de los valores en nuestra disciplina.

II. Génesis, carácter y objetivo de las doctrinas sociales


1. Sociedad y cuestión social.
2. Cuestión social, movimiento social, doctrinas sociales.
3. Doctrinas sociales y derecho social.
4. La crisis de la sociedad contemporánea: particular sentido de esa crisis
en la historia de las doctrinas sociales.

III. La cuestión y el movimiento sociales en las viejas culturas


1. El proceso de integración del pensamiento social como parte
constitutiva de su historia: necesidad metódica de su estudio.
2. Egipto, China e India: estructura social y problemas correspondientes.
3. Profetismo bíblico y profetismo histórico.
4. Aporte del pensamiento y del profetismo hebreos al desarrollo ulterior
de las ideas sociales.

16
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

IV. Esparta y Atenas


1. La venda de Cupido.
2. Aqueos y dorios.
3. Estructura institucional y social de Esparta.
4. Licurgo y la sublevación de los iguales.
5. Apogeo y decadencia del imperio espartano.
6. Orígenes y evolución ulterior del mundo aqueo.
7. Proceso de formación del régimen democrático en Atenas.
8. El siglo de Pericles.
9. Los sofistas y Sócrates.
10. Platón y el problema del deber ser de la sociedad.
11. El teatro en la crisis subsiguiente a la guerra del Peloponeso.
12. La Política de Aristóteles como primer intento de aprehensión
científica de la realidad social.
13. El crepúsculo de Atenas y su proyección en el pensamiento: cínicos,
epicúreos y estoicos.

V. Las pugnas sociales en la antigua Roma


1. Orígenes y trayectoria histórica de Roma.
2. Naturaleza, desarrollo y desenlace de las luchas entre patricios y
plebeyos.
3. El proceso de expansión romana y sus consecuencias sociales.
4. La conjuración de Catilina.
5. El primer triunvirato: la magna concepción de Julio César.
6. El imperio y el cristianismo.
7. Decadencia y legado del mundo romano.

17
Raúl Roa

VI. La concepción escolástica de la vida social


1. Naturaleza y estructura del régimen feudal.
2. La Iglesia y el orden social.
3. La protesta contra la conversión de la Iglesia en institución positiva: la
herejía como forma específica de expresión del pensamiento social en
la Edad Media.
4. La crisis del especulum mundi y los antecedentes inmediatos de la
modernidad.

VII. El alba de la modernidad

1. Orígenes y desarrollo del capitalismo y del espíritu capitalista en sus


primeras formas europeas.
2. La nova vita, el Renacimiento y el humanismo.
3. El Estado nacional, los grandes descubrimientos geográficos, el
mercantilismo y la reforma religiosa.
4. El espíritu utópico y las utopías.
5. Racionalismo y revolución: el mundo nuevo del siglo XVII.

VIII. La revolución industrial y el capitalismo moderno

1. Génesis de la revolución industrial y del capitalismo moderno.


2. Razón del inicio y de la culminación en Inglaterra de la revolución
industrial.
3. La transformación de la herramienta en máquina: su repercusión en la
industria, en la agricultura, en el transporte y en el comercio.
4. Consecuencias sociales inmediatas de la revolución industrial.
5. La protesta obrera contra el maquinismo.
6. Expansión y características del capitalismo moderno: teorías de Edwin
R. A. Seligman, Werner Sombart, Max Weber y Henri Sée.
7. El hombre y la técnica.

18
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

IX. El Canto de Gallo de la Democracia

1. El Siglo de las Luces y de las revoluciones.


2. Significación del reinado de Luis XV en el proceso de la decadencia del
antiguo régimen.
3. Estructura y carácter de la sociedad absolutista.
4. El iluminismo y el Tercer Estado: el antiguo régimen ante la razón.
5. El problema de las relaciones patrimoniales en la Revolución francesa:
contenido y alcance de la pugna entre girondinos y jacobinos.
6. La Conspiración de los Iguales.
7. Sentido social de la Revolución francesa.

Bibliografía

19
Raúl Roa

Liminar
Raúl Roa fue, ante todo, un intelectual revolucionario. Como a Rubén
Martínez Villena, le interesaban más el drama social y la acción trans-
formadora, que cincelar con mano trémula «un endecasílabo perfecto»; labor
de orfebrería literaria, por cierto, no deleznable ni desmerecedora en sí
misma. Sin embargo, Roa, al igual que Pablo de la Torriente, Rafael Trejo,
Gabriel Barceló, Salvador Vilaseca y el propio Rubén, sentíase atraído por el
torrente de la Revolución, y a ella dedicó sus mejores afanes.

El derrocamiento de Gerardo Machado, el 12 de agosto de 1933, no conduciría,


empero, al anhelado «renquiciamiento y remolde» de la sociedad cubana.
Frustrados los empeños de Antonio (Tony) Guiteras en el gobierno «de los
cien días» por la intervención yanqui y la traición de Fulgencio Batista, la
revolución del 30 «se fue a bolina», ahogada en sangre durante la huelga de
marzo de 1935. Asesinados Guiteras y Aponte en El Morrillo, echados a la
cárcel y el destierro estudiantes y obreros, la brutal represión entronizada por
la reacción castrense se enseñoreó del país. Posteriormente, luego de adoptada
la Constitución de 1940 y «elegido» Batista presidente, la corruptela genera-
lizada y el contubernio con el imperialismo de los gobiernos «auténticos» 1
que le sucedieron, daríanle el puntillazo final.

Roa, que junto a Pablo y otros compañeros había fundado en el exílio


neoyorkino la Organización Revolucionaria Cubana Antimperialista (ORCA) y
abogado por la unión de todas las fuerzas revolucionarias, sumándose luego a
Izquierda Revolucionaria «movimiento que tuvo su origen en La Habana por
iniciativa de Ramiro Valdés Daussá, José A. Portuondo y otros militantes de la
lucha antimachadista» optó, más tarde, por continuarla en el terreno de las
ideas, forjando nuevas generaciones críticas, antimperialistas y patriotas en
las aulas universitarias y en la polémica pública, a través de la prensa, la
palabra y el libro.

En enero de 1939, como aspirante a Titular de Cátedra de Historia de las


Doctrinas Sociales, presentó, en carta al Decano de la Facultad de Ciencias
Sociales de la Universidad de La Habana, los requisitos exigidos para ser
admitido al Concurso-Oposición convocado al efecto, entre otros, un programa
extenso y metódico de la ciencia objeto de la cátedra, con la bibliografía
consultada.

1
Del Partido Revolucionario Cubano (Auténtico).
20
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Contrincante de Roa en esa lid académica fue Raúl Maestri, ex amigo de la


juventud, con veleidades marxistas, que terminó siendo, tras un viaje a la
Alemania nazi dizque para «abrevar en las fuentes del socialismo científico»,
apologista del nacionalsocialismo hitleriano. Maestri, ligado a la reacción
universitaria y nacional desde las páginas del Diario de La Marina (se unió,
después, al régimen del 10 de marzo), logró que se pospusieran los ejercicios
de oposición más de una vez. Y, en definitiva, no se presentó a estos,
quedando Roa como único opositor a la cátedra.

Sonado episodio en la vida universitaria fueron sus oposiciones, vistas por el


estudiantado como una confrontación entre la reacción y la revolución; entre
los viejos profesores, en cierto modo representativos del mundo estante y
retrógrado, y los jóvenes que irrumpían a la palestra pública –tras salir del
clandestinaje, la cárcel o el destierro– en denodada brega por cambiarlo.

Desde aquellos días proclamó Roa cómo concebía su lugar en la universidad:

«La docencia –afirmaba– no es una función privada. Ni el profesor


universitario un fetiche. La misión de éste es enriquecer y no defraudar
a la sociedad que lo sustenta, enaltecerla y no deprimirla, superarla y
superarse. A ella se debe. Y ante ella debe estar presto a responder
desde que trasciende el umbral de la enseñanza superior.»

El tribunal, integrado por profesores que para nada compartían las ideas
políticas del aspirante, no tuvo más remedio que concederle la cátedra. Roa
había concursado brillantemente, aunque sus calificadores le regatearon los
lauros.

Por eso, en gesto que rompía con la tradición, decidió publicar sus ejercicios
de oposición en forma de libro y someterlos al juicio de la opinión pública.
Antes de darlo a las prensas, empero, sometió el texto «a la consideración
científica de cabezas autorizadas». Le preocuba tanto «el juicio del ágora»
como «el de la élite».

En esta figuraban Fernando de los Ríos, ex profesor de la Universidad Central


de Madrid, del King College de Londres y de las universidades de Columbia,
Ginebra y México, profesor a la sazón de la New School for Social Research de
Nueva York; José Rubia Barcia, ex profesor de la Universidad de Granada; Luis
Recasens Siches, ex catedrático de la Universidad Central de Madrid y Vice-
presidente del Instituto International de Philosophie et du Droit et Sociologie
Juridique; José Gaos, ex Rector de la Universidad Central de Madrid; Maurice

21
Raúl Roa

Halperin, profesor de la Universidad de Oklahoma; Wenceslao Roces, ex


profesor de las Universidades de Salamanca y Barcelona; y el sabio cubano,
Fernando Ortíz, ex profesor de la Universidad de La Habana, Miembro de la
Academia de la Historia y de la Jurisprudencia de Madrid, Presidente de la
Institución Hispano Cubana de Cultura, director de Ultra y de la Revista
Bimestre Cubana.

Fernando de los Ríos aseveró que Roa irrumpía en la vida académica:

«con estilo lleno de nerviosidad y de tremor en que se transpira una


actitud de anhelo permanente» [...] «Este joven pensador cubano
–escribe el insigne intelectual de Ronda– aquejado de fiebre dionisíaca,
dotado de recia estructura mental y emocional, se muestra ya con
fuerzas bastantes como para permitir augurar de él que puede llegar a
ser una de las figuras que influyan en el mundo hispano y le abran
puertas de luz en esta etapa decisiva para la historia de todos.»
«Si Raúl Roa –afirmaba Ortiz– sigue en la cátedra cotidiana con la
calidez que en sus ejercicios, hará hervir las clases con entusiasmo. Y
esto no será un mal, aquí donde solemos pecar de escépticos e
indiferentes y hasta de burlones a las solicitaciones del intelecto. Las
lecciones de Roa pueden ser trascendentes para la formación de la
juventud universitaria: como una labor de forja en el yunque: ritmo de
martilleo, soplo de fragua, ardor que ablanda y moldea...»

El 31 de mayo de 1949, nueve años después de dado a la estampa su libro


Mis oposiciones, la imprenta universitaria terminaba de editar el primer tomo
de Historia de las doctrinas sociales. Desde entonces, no había sido reeditado.

En los años en que se desempeñaba como Ministro de Relaciones Exteriores


del Gobierno Revolucionario, su viejo amigo Arnaldo Orfila, a la sazón director
de Siglo XXI, le instó a terminar el tomo dos y a publicarlos ambos en esa
editora con el título Historia del pensamiento social.

No tuvo tiempo, entonces, para dar cima a esa tarea, que acogió con
entusiasmo. En realidad, por aquellos años, sólo pudo recopilar artículos y
ensayos anteriores en Retorno a la alborada, escribir Aventuras, venturas y
desventuras de un mambí, sobre su abuelo Ramón Roa y, más tarde, dedicar
desvelos y madrugadas, entre los deberes insoslayables que le imponía la
conducción de la Asamblea Nacional, a cumplir su deuda con Rubén Martínez
Villena. La semilla de fuego en el surco, homenaje al revolucionario impar,

22
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

libro prometido a su entrañable amiga Judith, hermana del poeta, es obra que
dejó inconclusa su muerte, y se publicó póstumamente en la colección Letras
Cubanas.
Como él mismo advertía en su introito, Historia de las doctrinas sociales no
pretende ser «un tratado de la disciplina a su cargo en la Facultad de Ciencias
Sociales y Derecho Público», proyecto que anunciaba –tal vez– cuando hubiera
traspuesto la cincuentena, «como jugosa vendimia de fecundos desvelos», ya
que esa edad «fue la escogida por Don Quijote para rendir a Dulcinea y
conquistar la gloria».
Se trata de una obra de propósito didáctico, pero no un «libro de texto», pues
Roa jamás creyó en «la eficacia pedagógica del libro de texto», que
consideraba una camisa de fuerza. Sostenía, en cambio, que el estudiante
debía participar activamente en la enseñanza:
«Hacer útil, vivaz, coloquial y alegre la tarea de aprender ha sido mi
céntrica preocupación. Ni vacuas solemnidades ni distanciamientos
filisteos. Afortunadamente –sentenciaba– jamás he sentido proclividad
alguna por los obsoletos rituales de la pedantería académica.»
Como discípulo suyo, me consta que logró infundir a su clase «el rumor de la
colmena», y que sus seminarios eran una verdadera siembra de ideas: horas
de enjundiosa y abierta discusión, en las que afloraban auténticas inquietudes,
se ponía en solfa a filósofos bien avenidos y se sometía a juicio, desde la
perspectiva científica de las doctrinas sociales, la situación que vivía la patria,
el acontecer latinoamericano y mundial, bajo la guía –tolerante, pero
orientadora– del maestro. No en balde su aula se llenaba con alumnos de
otras disciplinas: tanto de los vecinos, en el viejo edificio de la Facultad de
Derecho, como de los estudiantes de Ingeniería, Arquitectura, Pedagogía,
escuelas sitas en la colina, y de las más distantes de Filosofía y Letras y
Medicina. A menudo asistieron a sus conferencias José A. Echevarría,
Fructuoso Rodríguez, René Anillo, José Machado, Marcelo Fernández, Luis
Blanca, Faure Chomón, José A. (Pepín) Naranjo y muchos otros dirigentes de
la FEU y del Directorio Revolucionario 13 de Marzo. Su cátedra era ventana
abierta para observar, con mirada crítica, el entorno político y social.
Raúl Roa, que nunca renegó de su formación marxista, no obstante discrepar
públicamente de la vertiente estaliniana abrazada por los partidos comunistas
y de no pertenecer a organización política alguna después de Izquierda
Revolucionaria más que al Partido Comunista de Cuba, el de Fidel, estudia el
desarrollo del pensamiento social, precisamente, desde esa óptica.
23
Raúl Roa

Así, por ejemplo, exhuma el mundo griego en su efectiva y real concreción:

«Se trata –decía– de desentrañar y comprender lo que subyace en el


ideal platónico de la vida, en la doctrina de la conducta de Sócrates, en
la escultura de Fidias, en la comedia de Aristófanes, en la enseñanza de
Protágoras o en la oratoria de Demóstenes. Nada de ello se puede
explicar por sí mismo ni por sí solo. Se explica únicamente en función
de su medio y de su tiempo. Aquella insólita floración de espíritus
egregios está inserta y articulada en una estructura social y espiritual
determinada. La corriente histórica en que viven inmersos les vino
impuesta. Y, a la vez, han actuado sobre esta para represarla, impelerla
o transformarla. Han sido, en pareja medida, ellos y su circunstancia.
[...] La realidad maravillosa que fue Grecia –concluye– no es una
merced impar de los dioses ni un don mágico del genio helénico, sino
un producto concreto de la dialéctica histórica.»

Roa desmonta el pensamiento de Platón, descubre al verdadero Sócrates –el


que por humilde y sencillo hubiera sido despreciado por su eminente
discípulo– y se refiere a La política de Aristóteles como «primer intento de
aprehensión científica de la realidad social». Si Platón «deja planteado para
siempre el problema del deber ser de la organización social», Aristóteles deja
también planteado para siempre «el problema de lo que el Estado sea en su
efectividad concreta como supuesto previo y condicionante de su deber ser».

Esa inversión del pensamiento platónico confiere a Aristóteles, según el autor


de Historia de las doctrinas sociales, «el título de fundador de las ciencias
sociales y de una nueva dirección metódica del pensamiento».

Examinado el aporte de Roma, concluye que se trata de una «ingente y


aleccionadora experiencia» en el orden de los hechos; empero, su contribución
teórica al pensamiento social «es sumamente reducida».

«En el terreno filosófico –apunta– nada original le debemos. Sus ideas


manan directamente del hontanar griego [...] El cosmopolitismo, el
derecho natural y la fusión del jus civiles y del jus gentium fertilizan la
doctrina política de la dominación universal, transmitida por Roma a la
Edad Media y revitalizada en nuestros días, por singular designio de la
historia, por los descendientes de ítalos y germanos».

24
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Roa posa su mirada escrutadora en la concepción escolástica de la vida social.


No concuerda con «la furia volteriana» contra la Edad Media, ni clama –con
Berdiaeff, Maritain o Bernanos– por la reorganización de la convivencia
conforme a la doctrina escolástica de la sociedad. «No puede perderse de
vista el problema de la estimativa histórica y de la tendencia inmanente del
proceso de la cultura hacia la integración dialéctica de todos sus aportes»
afirma. Ni la Edad Media es un mundo cuajado de tinieblas, ni constituye una
etapa histórica cerrada, ni fue la realización terrena de la civitas Dei.

«El año 1330 –señala en otra parte– comenzó con una deslumbrante
apoteosis de las aspiraciones teocráticas de la Iglesia bajo el índice
altanero de Bonifacio VIII. No tardaría, sin embargo, en despuntar el
crepúsculo del régimen feudal y del poderío eclesiástico. Nuevas
fuerzas sociales, creadas por el renacimiento de la vida urbana y el
desenvolvimiento de la economía dineraria, porfían por abrirse camino
propio y cauce adecuado. El sacro imperio romano-germano, conmovido
en sus cimientos, se bambolea amenazadoramente.[...] El speculum
mundi de los escolásticos está a punto de quebrarse en mil pedazos
[...] El alba de la modernidad destella ya por Italia. La muerte de
Jacques Lalaing, flor y nata de los caballeros andantes, a la moda de
Borgoña, por una bala de cañón, es todo un símbolo.

Prosigue, el autor, su indagación de los orígenes y desarrollo del capitalismo y


del espíritu capitalista en sus primeras formas europeas. Y, como nada se da
por añadidura en la historia, nos recuerda que:

[...] El mundo moderno advino a la existencia entre grandes dolores y


luchas terribles. La burguesía, el capitalismo y el proletariado se abren
camino en constante forcejeo. Se registran pocas revoluciones más
vastas y hondas que esa de la cual emergió la sociedad en que vivimos
[...] El nuevo tiempo histórico que inauguran el Renacimiento y el
humanismo, los grandes descubrimientos geográficos y científicos, la
reforma religiosa, el estado nacional y el sistema mercantilista, el
espíritu utópico y las revoluciones inglesas del siglo XVIII es, pues,
como ha dicho René Gonnard, hijo de Mercurio y no de Ceres y trae
consigo el culto de Plutón y la rebeldía de Vulcano.

El mundo que alboreaba era:

25
Raúl Roa

«hijo legítimo de la ciudad, del comercio y de la usura. Su enseña es la


antropolatría, la cultura grecolatina su instrumento, la naturaleza su
oráculo, la técnica su palanca de Arquímedes, la quimera del oro su
delirio, la libertad su pregón, la mercancía su fetiche, la valoración de
lo cuantitativo su criterio de la verdad».

El humanismo, nos dice:

«es la flor privilegiada de ese borrascoso advenimiento. Representa la


sublimación ideológica de los intereses materiales de la clase mercantíl
en ascenso».

Se adentra, en capítulos sucesivos, en la génesis de la revolución industrial y


del capitalismo moderno: las consecuencias sociales inmediatas de la
revolución industrial; la transformación de la herramienta en máquina; su
repercusión en la industria, en la agricultura, en el transporte y en el
comercio; las protestas obreras contra el maquinismo; y pasa, luego, revista
crítica a las teorías de Seligman, Sombart, Weber y Sée sobre la expansión y
características del capitalismo moderno.

La obra concluye con “El canto de gallo de la democracia”: el siglo de las luces
y de las revoluciones. El tramonto del absolutismo y el adviento de la Unión
Norteamericana aquende el Atlántico y de la Revolución francesa de 1789.
Estos dos procesos –aclara– «forman parte de la misma constelación histórico-
social y representan el ascenso de la burguesía al primer plano de la vida
histórica». Juan Jacobo Rousseau ya lo había advertido:

«La influencia de la revolución norteamericana en la francesa es


notoria; ambos sucesos son, ciertamente, momentos de una misma
evolución política».

Pero la Revolución francesa –aduce Roa– ignoró la antinomia «burguesía y


proletariado», tema cardinal del socialismo moderno.

«No es la conspiración de los iguales, ni las manifestaciones esporádicas


del espíritu socialista a lo largo de su desarrollo, lo que caracteriza y
define su sentido social. Lo que la caracteriza y define son las fuerzas
económicas y políticas que la impulsan y la declaratoria de pena de
muerte, aprobada por la Convención a propuesta de Robespierre, a
todo el que abogase por una ley agraria “que implicara el reparto de
los bienes nacionales o cualquiera otra subversión de las propiedades
territoriales, industriales o comerciales”.»
26
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Las grandes jornadas de 1789 y de 1793, el Consulado, y el Imperio, condujeron


a la cristalización del espíritu preponderantemente burgués de la Revolución
francesa en el código civil de Napoleón, punto de partida del régimen actual
de bienes, que establece las plenas garantías procesales del principio
sacrosanto de la inviolabilidad del derecho de propiedad privada. Principio
que la Revolución Socialista de Octubre puso en solfa en la vieja Rusia, al
implantarse el régimen socialista, y que dejó de existir, en lo fundamental, en
nuestro país, con el triunfo revolucionario del primero de Enero de 1959.

Raúl Roa no terminó el segundo tomo de Historia de las doctrinas sociales, en


el cual debía examinar el aporte del pensamiento revolucionario de los
próceres de la independencia de Nuestra América –en particular de Simón
Bolívar y José Martí– a dicha historia; y abordar las revoluciones sociales en
Rusia, China, Vietnam, Cuba y otros países europeos y asiáticos, así como el
inicio de un desarrollo no capitalista en varios países africanos. Muchas de sus
ideas al respecto se hallan dispersas en libros, conferencias y discursos, sobre
todo en la etapa de la Revolución, como Ministro de Relaciones Exteriores y
Vicepresidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular. A ellos remito al
lector.

En esta obra, sin embargo, encontrará, en forma concisa, vibrante, original y


penetrante, una visión auténticamente progresista y revolucionaria de la
evolución del pensamiento social, desde las viejas culturas a la Revolución
francesa, que fue sin dudas la antesala de nuestro tiempo. Felíz ocurrencia la
de Víctor Casaus, amigo y un tanto discípulo de Roa, la de reeditarla. Quienes
ahora la lean, con espíritu crítico y abierto, podrán tal vez un día superar al
maestro, cuya divisa fue la de Gorgias en su memorable despedida: «Por
quien me venza con honor en vosotros.»

Raúl Roa Kourí


La Habana, 10 de agosto de 2000

27
Raúl Roa

No es precisamente un tratado de la disciplina a mi cargo en la Facultad de


Ciencias Sociales y Derecho Público de la Universidad de la Habana el que doy
a la estampa. Carezco aún del saber indispensable y de la madurez suficiente
para aventurarme en tamaña empresa. Si traspuesta la cincuentena estuviera
en condiciones de emprenderla, ese tratado vendría como jugosa vendimia
de fecundos desvelos. Esa edad fue la escogida por Don Quijote para rendir a
Dulcinea y conquistar la gloria.

Estos dos volúmenes que ahora edito contienen las lecciones que he venido
desarrollando en mi cátedra de Historia de las Doctrinas Sociales en
cumplimiento del programa vigente. Su estructura, su tono y su estilo
evidencian el propósito didáctico que me inspira. Es, pues, una obra sin
pretensiones ni alardes. La bibliografía insertada al final se compuso,
exclusivamente, para ofrecerle al estudiante un apretado índice de libros
fundamentales sobre la materia, que pueden leerse o consultarse en la
Biblioteca General y en la de nuestra Facultad.

No creo, ni he creído nunca, en la eficacia pedagógica del libro de texto.


Sobrado me sé que el texto, en la enseñanza superior, está universalmente
desacreditado. Casi siempre es una camisa de fuerza. Resulta preferible, sin
embargo, a todas luces, al régimen de copias imperante, correlato universitario
del «desde aquí hasta aquí para mañana» que señorea todavía en la escuela
primaria. Sí creo sobremanera provechoso, en cambio, que la enseñanza se
administre con la activa participación del estudiante. Hacer útil, vivaz,
coloquial y alegre la tarea de aprender ha sido mi céntrica preocupación. Ni
vacuas solemnidades ni distanciamientos filisteos. Jamás, afortunadamente,
he sentido proclividad alguna por los obsoletos rituales de la pedantería
académica. El profesor debe producirse en su oficio con la propia naturalidad
del pez en el agua. La mayoría de los que suelen asumir aire lejano y ademán
de perdonavidas pertenece, por derecho propio, a la flatulenta dinastía de los
Pachecos.

He tratado de infundirle a mi clase el rumor de la colmena. No me he ceñido


nunca al puro relato de los temas. Ni a la mera recepción, por parte del
alumno, de mis explicaciones. Eso sería, evidentemente, lo más cómodo.
Desde mi curso inaugural he establecido como método de trabajo la
interpretación dinámica de las ideas y de los problemas y el paraloquio como
forma de expresión de mi efectiva y cordial convivencia con los estudiantes.

28
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

En mi afán de incorporarlos vitalmente al proceso de aprendizaje, he


propuesto debates, composición de monografías y lecturas y comentarios de
los clásicos del pensamiento social. Y, a toda hora, he estado presto a
prolongar el convivio, si junto a mí bullían inquietudes y afloraban calidades.
El diálogo socrático es la clase perfecta. Alumno y profesor se enriquecen
mutuamente.

Esta Historia de las doctrinas sociales va dirigida a los estudiantes y a los


estudiantes va también dedicada. Alborozado me sentiría si la abandonaran
en pos de alientos más vigorosos y de horizontes más amplios. Mi divisa sigue
siendo la de Gorgias en su memorable despedida.

R. R.
[1949]

29
Raúl Roa

I
El problema del método en las ciencias sociales
Trazar el proceso de la reflexión sobre la cuestión y el movimiento sociales y
de la integración en doctrinas de esa reflexión es el objeto del estudio que
ahora iniciamos. No basta ya, sin embargo, con lo dicho, para desarrollarlo
válidamente a la altura de nuestro tiempo. Resulta indispensable, además, si
se quiere adquirir plena conciencia de la faena emprendida, precisar el
género y ámbito de ese objeto, establecer el aparato categorial corres-
pondiente a su área gnoseológica y fijar su objetivo. El planteo y solución de
este problema en cada disciplina particular –índole de su realidad, modos de
aprehenderla, propósitos específicos– constituye hoy el punto de partida de
toda genuina investigación científica. En lo que a la nuestra concierne, baste
decir que nos permitirá esclarecer su campo propio de conocimiento, el
carácter de su método, la naturaleza de sus fines, el valor de sus resultados y
el horizonte de sus posibilidades. La culminación de esta tarea nos pondrá en
actitud de penetrar, con paso firme y pulso lleno, en la exposición histórica
del pensamiento social en todas sus fases y direcciones.

1. Naturaleza y socialidad: la doble dimensión de la vida humana


El único ser vivo que presenta una dualidad existencial es el hombre. Está
emparentado por su estructura anátomo-fisiológica con ciertos mamíferos
superiores. Forma parte del mismo reino que el mono, el león y el carnero;
pero difiere de estos, no sólo por el crecimiento desmesurado de su cerebro,
sino también por tener una vida distinta de la pura vida biológica, creada y
regida por él mismo. Ningún otro animal ha sido capaz de tamaña proeza.
Este dualismo existencial es lo que determina la posición del homo sapiens en
la escala zoológica y lo que lo hace aparecer como ente aparte de la
naturaleza. ¿Lo es en rigor? ¿Es científicamente dable postular esa escisión?
¿Deja el hombre de ser naturaleza cuando desenvuelve su actividad específica-
mente humana?

Sobremanera tentador resulta este repertorio de cuestiones que súbitamente


nos asalta; pero no cabe ahora enfrentarnos con él so pena de trastrocar el
orden lógico de la exposición. Lo que ahora importa y es previo el propósito
perseguido, es delimitar, con entera nitidez, la doble dimensión en que se
expresa y concreta la vida del hombre. Esta vida se caracteriza, en efecto, por
ser, parejamente, acontecer orgánico y acontecer social. Como acontecer
orgánico, es parte constitutiva de la naturaleza. Como acontecer social, es
30
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

proceso autónomo creado por el hombre mismo a través de su propia


actividad consciente. La primera de esas dimensiones le viene inexorable-
mente impuesta. No se elige ser hombre, como tampoco puede elegirse ser
faisán, flor o lucero. La segunda es fruto de su quehacer sucesivo y constituye
la vida específicamente humana del hombre, el mundo propio que este ha
erigido dentro y diverso de la naturaleza. Esta vida específicamente humana
del hombre se singulariza por ser vida entre otros y con otros en una
situación determinada, en un complejo de relaciones, formas, intereses y
valores que configuran su ser y potencian su devenir. La condición de ser
hombre, el ser humano, tiene como supuesto la interrelación, el coexistir los
hombres unos con otros, la convivencia. El empezar a vivir con los demás
señala el ascenso de la vida como biología a la vida como biografía, el dejar de
ser el hombre pura animalidad, el sentirse con un destino intransferible en el
cosmos. La historia de la vida propiamente humana del hombre tiene aquí su
punto de arranque. Todo lo que fue, en el dilatado transcurso de su evolución
orgánica, pertenece a la zoología. Todo lo que sea en adelante, en cuanto tal
hombre, pertenece a la cultura. La cultura es todo lo que el hombre ha hecho
con su propio esfuerzo, todo lo que lleva la impronta de su voluntad creadora,
desde un hacha de piedra, una doctrina de la conducta y un poema lírico
hasta una nevera eléctrica y una pila atómica. Ser culto es poseer clara
conciencia de ese proceso. Fuera de la convivencia, mundo de la cultura en un
sentido genérico, la vida humana no se conoce ni se concibe. Ya lo anticipó
genialmente Aristóteles: «fuera de la sociedad sólo pueden existir las bestias
y los dioses porque son autosuficientes». «Sólo entre todos los hombres
–afirmará luego Goethe– se llega a vivir lo humano.»

Mucho se ha discutido sobre lo que la sociedad sea y sobre la naturaleza de


las relaciones, intereses, formas y valores que la configuran y rigen. La
disputa, directamente conectada al problema metodológico en las ciencias
sociales, aún no ha concluido; pero lo que ya resulta incontrovertible,
independientemente de la posición metódica que se adopte, es la existencia
histórica de la sociedad, la realidad objetiva que es. Concebido aisladamente,
el individuo es una abstracción, un puro fantasma. Tampoco puede
concebirse la sociedad como ente substante, con existencia aparte de los
individuos que la componen. La sociedad existe entre, por y para estos. Es un
hecho que se da, únicamente, entre ellos. Ninguna de las especies animales
que viven en grupo lo hace dentro del tejido de relaciones que vincula a los
hombres. Ni las abejas, ni las hormigas, ni las termitas conviven en el sentido
humano del vocablo. Falta, por una parte, el elemento psicológico, la

31
Raúl Roa

conciencia individual. Falta, por la otra, la conciencia de la coexistencia y de la


reciprocidad, la conciencia del yo y del tú, la conciencia de que nuestra vida
depende de las otras y las otras de la nuestra. Termites, hormigas y abejas se
ligan por meros impulsos biológicos, formando comunidades mecánicas, sin
objetivos deliberadamente propuestos. La convivencia humana se muestra,
por el contrario, como un sistema de relaciones objetivas y subjetivas en que
los fines, las apetencias y los afanes se renuevan permanentemente en
función de la necesidad y del querer. Este hacer su vida el hombre con los
otros, y el no poder dejar de hacerlo desde que se levantó épicamente de su
primitiva condición animal, es el hecho radical de su destino. La teoría que
supone al hombre haciendo su vida a solas entre los demás hombres,
formulada por la filosofía existencial y encarecida por José Ortega y Gasset en
su libro El hombre y la gente como el hallazgo matriz del pensamiento
sociológico contemporáneo, es totalmente errónea. Nadie puede hacer a
solas su vida. Robinson mismo tuvo necesidad de otra vida, la de Viernes,
para realizar la suya. El hombre hace su vida con los demás. Entre los otros y
él se realiza o se frustra, funda y destruye, crea e imita, sueña y recuerda,
ama y odia, domeña la naturaleza y forja su destino, hace historia y es
historia. El ser sujeto y objeto de convivencia es lo que lo distingue del
conjunto de los seres vivos y lo sitúa señeramente sobre ellos. Justamente es
en este sentido que el hombre está solo en el universo.

2. Ciencias de la naturaleza y ciencias de la cultura: posición de la


historia de las doctrinas sociales
Ni que decir tiene que el hombre puede ser y es objeto de ciencia en la doble
dimensión que caracteriza su vida. Su estudio como acontecer orgánico
pertenece a las ciencias de la naturaleza; como acontecer social corresponde
a las ciencias de la cultura. Las ciencias de la naturaleza se refieren a todo lo
que nos viene dado y carece por sí mismo de sentido. Las ciencias de la
cultura se refieren a todo lo que el hombre crea y tiene por sí mismo
significado. A esta última categoría pertenecen las ciencias sociales. La esfera
de conocimiento de este grupo de ciencias es el estudio y determinación de la
socialidad y el estudio y determinación del hombre como sujeto y objeto de
convivencia, en su efectiva y cambiante expresión relacional y sus plurales
contenidos empíricos. Todo lo que el hombre es y hace en proyección grupal
cae dentro de su ámbito. Las ciencias sociales describen, explican, comparan y
comprenden los vínculos concretos y los procesos efectivos que se derivan de
la producción, circulación, consumo y distribución de bienes, de la regulación
extrínseca de la conducta del hombre y de su comportamiento colectivo, de la
32
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

organización de la sociedad en clases distintas, de las formas y fuentes del


poder político, del progreso técnico, institucional y cultural, de la objetivación
del pensamiento en usos y costumbres, en concepciones religiosas, en
sistemas filosóficos, en obras de arte, en valores ideales. La historia de las
doctrinas sociales forma parte, por la naturaleza de su objeto, de este grupo
de disciplinas, que ocupa un dilatado territorio de las ciencias de la cultura.

La dimensión natural del hombre y su puesto en la escala zoológica fue


reconocida y fijada por Linneo, sentando las bases de toda antropología
científica. El establecimiento del acontecer social del hombre corresponde a
Augusto Comte; pero en su taxonomía de las ciencias este mundo autónomo
creado por el hombre quedó imperialmente regido por las categorías de las
ciencias de la naturaleza. Según el ilustre fundador de la sociología, «la física
social tiene que partir necesariamente de la fisiología individual y mantener
relaciones con ella». La extrema agudización de este punto de vista fue la
analogía biosocial propugnada por los sociólogos organicistas. La confusión
creada, como consecuencia del predominio del método naturalista en un
ámbito gnoseológico que trascendía su sistema conceptual, se tradujo en una
crisis profunda en el pensamiento sociológico que tuvo grave repercusión en
el derecho.

Esta boga imperial de las ciencias de la naturaleza indujo a los pensadores


más alertas, en el último tercio del siglo XIX, a examinar las relaciones entre
aquellas y las entonces denominadas ciencias del espíritu. En esa ardua
empresa, enderezada al establecimiento de una nueva clasificación de las
ciencias, descollaron principalmente Dilthey, Windelband y Rickert. Dilthey
–coetáneo de Nietzsche, de Wundt y del movimiento filosófico-jurídico de
vuelta a Kant iniciado en Marburgo en 1870 por Herman Cohen– entendía
que la clasificación de las ciencias no puede regirse por la meta del
conocimiento, ni por la multiplicidad de objetos, sino que debe sustentarse
en la diversidad de contenidos. Esta diversidad de contenidos tiene para
Dilthey una fundamentación gnoseológica.

«Las cosas se nos ofrecen como fenómenos –escribe Pucciarelli situando


su posición metodológica– cuando son dadas en la percepción externa,
o como realidad, cuando se dan inmediatamente en la percepción
íntima. En un caso integran el sistema de la naturaleza; en el otro se
adscriben al espíritu. La naturaleza se explica; el espíritu se comprende.
Los conocimientos se separan así en ciencias de la naturaleza y ciencias
del espíritu.»

33
Raúl Roa

«Las ciencias del espíritu –precisa Dilthey– son aquellas que tienen por
objeto la realidad histórico-social.» «Su misión comienza –agrega Wundt,
profundizando este concepto– allí donde el hombre, como sujeto de
pensamiento y de voluntad, aparece como factor esencial del fenómeno.»
Windelband, en su célebre discurso rectoral de Estraburgo, Historia y ciencia
natural, establece que la meta del pensar científico-natural es la ley y la de la
investigación histórica la forma. En función de este criterio, Windelband
agrupa las ciencias que Dilthey denominará de la naturaleza y del espíritu en
dos grandes categorías, rotulando las primeras nomotéticas e ideográficas las
segundas. Capaces aquellas de formular leyes; sólo aptas las últimas para
captar la individualidad. Rickert, sucesor de Windelband en la cátedra,
plantea en su libro, Ciencia natural y ciencia cultural, una distinción tajante
entre ambas, fundamentada en la oposición material entre naturaleza y
cultura y en la oposición formal entre método naturalista y método histórico.
Rickert, que intenta superar a Dilthey y a Windelband dentro de la misma
línea kantiana de pensamiento, concluye postulando la existencia de un
tercer reino, el de los seres ideales, que va a servir de sustentáculo a una
wellstanschaung en la que se funden, metafísicamente, realidad y valor. El
reino de la cultura, de lo histórico-social, es una zona intermedia entre el
reino de la naturaleza y el reino de los seres ideales; y su conocimiento queda
adscripto a una historia de tipo intuitivo, o puramente erudita y sólo
jerarquizable desde la perspectiva intemporal de los valores.
La faena realizada por Dilthey, Windelband y Rickert, en su denodado y
esclarecedor empeño de delimitar el ámbito respectivo de las ciencias de la
naturaleza y las ciencias de la cultura, forma ya parte, como los intentos
estelares de Aristóteles, Bacon, Vico y Comte, del proceso de ordenación del
conocimiento; pero el propósito resultó fallido por sustentarse la distinción
entre uno y otro tipo de ciencia en una oposición irreductible, quebrándose la
posibilidad de establecer la unidad metodológica del saber científico como
expresión viva de un ser único, que evoluciona, con ritmo ascendente, de la
materia inorgánica hasta el hombre. Resulta obligado señalar que esta rígida
antinomia carece de relieve en la tradición anglo-francesa. Su importación a
la cultura hispanoamericana se debió a los becarios de la Institución Libre de
Enseñanza y de la Junta de Ampliación de Estudios y su inusitada boga hace
dos décadas a las traducciones de la Revista de Occidente. La reciente versión
al español de las obras completas de Dilthey ha puesto de nuevo en el tapete
el dualismo derivado de la Crítica de la razón pura y de la Crítica de la razón
práctica.

34
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Las posiciones metodológicas de Dilthey, Windelband y Rickert conducen, por


su carácter dicotómico, a la escisión del hombre del reino de la naturaleza,
fragmentándolo convencionalmente y dejando la investigación histórica a
merced del automovimiento del espíritu. El método histórico propuesto por
Rickert resulta incapaz, por eso, no obstante la jubilosa algarabía levantada
en su torno, de aprehender los procesos histórico-sociales efectivos y de
operar críticamente sobre ellos. Herman Heller lo ha impugnado, con validez
inapelable. Según él, se resuelve, en definitiva, en una estructura meramente
conceptual al margen de la realidad empírica, trasmutando su regulación
dialéctico-causal por una conexión de puro sentido formalista. El mundo de lo
social es sólo aprehensible, como el mundo de la naturaleza, por el método
científico, que en uno y otro mundo opera con categorías distintas por la
diversa índole de la realidad de su objeto respectivo de conocimiento. Ni el
hombre es un ente aparte de la naturaleza, aunque lo parezca, ni tampoco
pura naturaleza. Es siempre, en pareja medida, acontecer orgánico y
acontecer social. La dualidad en que se expresa y concreta su existencia no
niega ni contradice la unidad sustantiva que es. La utilización del método
científico en la aprehensión de la realidad de uno y otro acontecer supera la
convencional oposición establecida al respecto. El propósito que inspira el
método científico en ambos casos es racionalizar la realidad, representarla
como es en su flujo constante; lo que varía es el sistema de conceptos, la
simbología y el planteo del problema de la experimentación.

3. Carácter del método en las ciencias sociales


El método científico en las ciencias sociales se caracteriza, en razón de la
textura de su objeto, por ser un método histórico. La naturaleza en cuanto
que es acontecer es también historia y puede ser y es objeto de historia; pero
ni la hace ni interviene en ella. Como diría Oswald Spengler, es un puro
suceder el suyo. El hombre, en cambio, hace y rige su propia historia y
constata y explica la de la naturaleza. Esta diferencia entre uno y otro
acontecer es lo que determina las categorías respectivas del método
naturalista y del método histórico.

La estructura, desarrollo y contenido de la realidad social no puede, pues, ser


aprehendida ni explicada cabalmente por el método naturalista; como
tampoco podría el método histórico aprehender y explicar la realidad natural.
Los hechos y los fenómenos de la naturaleza los encontramos fuera de
nosotros. Los hechos y los fenómenos de la sociedad son formas de expresión
de nuestra vida, modos concretos que nuestra existencia toma al realizarse.
35
Raúl Roa

«No se trata aquí –ha dicho Hans Freyer– del enfrentamiento de una
forma plena y de un sujeto que capta; en este caso, la ley del
conocimiento, semejante a un reflector, se proyecta sobre un suceder
del que forma parte el que conoce de un modo existencial y en el que
coopera y padece con los otros.»

Este formar parte de nuestra vida hace de los hechos y fenómenos sociales un
complejo vital sujeto al transcurso. Están penetrados por el tiempo y
necesitan el espacio para producirse. Cada hecho o fenómeno social tiene un
momento determinado de nacimiento y se da en una circunstancia concreta.
No resulta posible fijarles rigurosas fronteras temporales; lo que sí ofrecen
como constante, es su conexión ideal o real con los hechos que le han
antecedido y subsiguen en el proceso histórico. Nada es inmutable en este
mundo. Todo está en él –la estructura social, el Estado, la técnica, el arte, la
relación jurídica, la religión, la familia, la propiedad, el régimen de trabajo, la
razón humana– haciéndose y deshaciéndose, integrándose y desintegrándose,
afirmándose y negándose. El ser y el devenir constituyen así fases recíproca-
mente condicionadas de un mismo proceso real y temporal, en el que todo
fluye del pasado y va hacia el futuro, en el que todo es sustantiva y
estructuralmente histórico. Tampoco nada es inmutable en el mundo de la
naturaleza; pero mientras en este el dinamismo que lo rige tiene su raíz en la
índole misma de la materia que lo forma, en el mundo de lo social es
producto de la actividad del hombre, es fuerza motriz creada por él mismo. La
materia social es radicalmente distinta a la materia cósmica. Esta es materia
física. Aquella materia histórica y, por ende, humana.

El carácter autónomo que presenta este mundo creado y regido por el


hombre como ser social no implica, ni puede implicar una emancipación total
del mundo físico. Las leyes generales del universo imperan también soberana-
mente en él y, en consecuencia, forman asimismo parte de su vida los
fenómenos de la naturaleza. Ni el clima, ni el medio geográfico, ni la
necesidad de alimentación, ni el instinto sexual son hechos de la cultura; pero
sí condiciones fundamentales de su desarrollo. Las técnicas inventadas por el
hombre para defenderse del clima, explotar el suelo, satisfacer sus apetencias
tróficas y regular el instinto sexual, sí pertenecen al reino de la cultura. Vivir
sometido a la naturaleza fue la condición específica de desenvolvimiento de la
vida puramente zoológica del hombre. Erguirse contra ella y ponerla a su
servicio el punto de partida de su vida social y cultural. En este hecho radica,
precisamente, lo que distingue el proceso dialéctico natural del proceso
dialéctico humano: sujeción inexorable al ritmo biológico en aquel; en este
36
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

intervención de la conciencia como factor de evolución. Y este hecho resuelve


también definitivamente el problema que no pudieron superar Dilthey,
Windelband y Rickert al escindir artificialmente al hombre de la naturaleza.

Esta posición metodológica da, a nuestro entender, una respuesta científica a


la problemática general de las ciencias sociales. La crisis profunda que han
venido estas sufriendo en los últimos tiempos se debe, en buena parte, como
veremos, a la puesta en cuestión de los supuestos mismos de la sociedad
contemporánea; pero en buena parte también a la carencia de un método
adecuado. Las ciencias sociales, si quieren serlo, deben asentar sus plantas
fuertemente en el método científico. No pueden adoptar supuestos
apriorísticos ni hipótesis aventuradas. Las ciencias sociales, nunca se repetirá
demasiado, trabajan con hechos y fenómenos; tienen por objeto una realidad
efectiva y concreta, verdaderas cosas, como ha dicho Durkheim. En ellas la
observación reviste análoga validez que en las ciencias naturales. La experi-
mentación misma puede ser utilizada en cierto modo y grado. No cabe, desde
luego, la experimentación directa, la producción deliberada del proceso
estudiado. Sí resulta, en cambio, hacedero el experimento indirecto, ya
postulado por Comte. Sirvan de ejemplos referencias al alcance de la mano. El
que el sistema impositivo puesto en vigor por un gobierno determinado no
responda a los objetivos que se propone alcanzar, es una prueba indudable
que debía obligar al replanteo de sus condiciones, de la misma manera que lo
haría el químico en su laboratorio en similar circunstancia. La nueva política
económica establecida por Lenin en Rusia al fracasar el comunismo de guerra
y las constantes rectificaciones de los planes quinquenales soviéticos ilustran
asimismo este tipo de experimento indirecto. Igualmente, la política social
roosveltiana y la mayoría de los intentos legislativos encaminados a zanjar los
conflictos entre patronos y obreros. Capitales verificaciones pueden obtenerse
por esta vía. No pueden, sin embargo, semejarse a las obtenidas en el examen
genético, morfológico, crítico y comparativo de los procesos históricos. El
gran campo de investigación y de trabajo de las ciencias sociales es lo que al
hombre y a la sociedad le han pasado en su devenir y cómo y por qué le han
pasado. Es en este campo inagotable de donde pueden derivarse las más ricas
y provechosas enseñanzas y experiencias.

37
Raúl Roa

4. El problema de la estimativa en las ciencias sociales: posibilidad de


una doctrina de los valores en nuestra disciplina

Necesario es subrayar que constituyen legión los que, en las ciencias sociales,
se limitan a la pura búsqueda de datos y al simple acarreo de hechos,
desentendiéndose de sus conexiones concretas a la luz de una perspectiva
general: pero suelen casi siempre extraviarse esterilmente en sus pesquisas.
Nada más perjudicial que este empirismo a secas. El proceso de búsqueda y
acarreo debe estar presidido por un criterio directriz, que ponga orden,
claridad y sentido en los datos y en los hechos obtenidos. Este papel
corresponde a la teoría. La teoría aparece y sólo tiene el carácter de tal
cuando el material aportado por la investigación científica vehiculiza la
síntesis abstracta, operando esta, a su vez, activamente, sobre los elementos
empíricos suministrados por la realidad social y convirtiéndose en guía idónea
para ulteriores y más radicales indagaciones y en instrumento eficaz para
plantear y resolver los complejos problemas de la práctica.

Las doctrinas sociales se integran por igual proceso. Ni son verdades


absolutas enjauladas en fórmulas, ni puras fuerzas en acción, como pretende
Pirou, sino productos históricos. El carácter científico que asuman no
dependerá de este hecho. Depende, única y exclusivamente, de la porción de
experiencia generalizada que contengan. Están, pues, transidas de
relativismo; pero este relativismo no excluye la posibilidad de una teoría de
los valores en nuestra disciplina. Es esta, como todas las ciencias sociales, una
disciplina teorética y una disciplina valorativa. En ella el ser y el devenir se
entrelazan tan íntimamente como la teoría y la práctica. La idea de la justicia
social es el valor correspondiente a nuestra ciencia. Es la estrella polar de las
doctrinas sociales. Hacia ella enderezan estas sus esfuerzos; pero este valor es
un valor histórico y no intemporal. Su sentido varía con su contenido. La idea
de la justicia social que contempla Platón en su Politeia no es la misma que
deduce Roberto Owen del beneficio; mas, no obstante su sentido concreto y
cambiante, ha iluminado siempre y continúa alumbrando, con ideal refulgencia,
la vigilia febril de los afanados en darles a los hombres un ordenamiento
social que garantice su vida biológica y promueva su ascenso cultural sin más
limitaciones que su propia vocación y aptitudes.

38
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El método histórico que propugnamos para las ciencias sociales resulta


particularmente fértil en nuestra disciplina. Histórica es la naturaleza de su
objeto; históricos también su modo de investigación y su forma expositiva; y
por su fundamentación científica es el único apto para el tratamiento cernido
y escrupuloso de todas las direcciones del pensamiento social y de sus
supuestos condicionantes. En la historia de las doctrinas sociales hay que
penetrar con ademán sereno y la pupila limpia de prejuicios y su exposición
académica debe estar presidida por la más pulcra objetividad. En ningún
terreno, como en el de nuestra ciencia, son tan múltiples y variados los
criterios, las perspectivas y las soluciones propuestas. Cada estudiante queda,
por consiguiente, en libertad absoluta de adoptar el que estime por
conveniente o de no adoptar ninguno. Ni se propone ni se impone: se
expone. El espíritu científico y la intolerancia son incompatibles. El espíritu
científico se nutre y enraíza en la libertad de investigación y de crítica. La
intolerancia –«esa extensión hacia afuera del dominio exclusivo ejercido
dentro de nosotros por la fe dogmática»– intoxica la inteligencia, deforma la
sensibilidad y frustra la actividad científica, que es impulso libérrimo hacia la
conquista y posesión de la verdad. El más alto deber de la inteligencia,
ilustrado con impar dramatismo en el ejemplo de Spinoza, es ser inquebran-
tablemente fiel a esta misión, que es raíz y ala de todo progreso cultural y
humano. En esta apetencia insaciable de apresar y reducir la verdad que
enfebrece la vida del pensamiento, ni siquiera son inútiles los errores. «No
hay error por grande que sea –sentencia Shakespeare– que no contenga una
brizna de verdad.» En la lucha por la verdad –concluye Condillac– es «esencial
conocer las equivocaciones de los que han creído irle abriendo el camino».

La historia de las doctrinas sociales constituye, en este sentido, un espléndido


entrenamiento y una incitación fecunda.

39
Raúl Roa

II
Génesis, carácter y objetivo de las doctrinas sociales

1. Sociedad y cuestión social

La vida en convivencia, lo que el hombre es y hace en proyección grupal,


constituye, como ya se ha visto, el objeto de conocimiento de las ciencias
sociales. Esta vida se caracteriza por ser vida entre y con otros, en efectiva
interdependencia material y espiritual y dentro de un complejo concreto y
cambiante de intereses, relaciones, formas, apetencias y valores con sus
correspondientes contenidos empíricos. El estudio y la investigación de los
distintos tipos de fenómenos que se derivan de la convivencia, es tarea de las
ciencias sociales particulares; pero lo que este complejo sea y su aprehensión
conceptual es objeto exclusivo de la sociología, que se integra así como teoría
general de la sociedad. La sociología nos aporta, pues, por una parte, el
supuesto previo de toda actividad científica referida a la vida en convivencia;
y, por la otra, la perspectiva total que el especialismo desmonta y fragmenta.
Esta concepción unitaria, adoptada por la sociología desde su constitución
como ciencia, responde a la índole misma de la realidad social, que sólo
puede ser aprehendida y explicada en su totalidad y en sus conexiones
recíprocas.

«Todo estudio aislado de los varios elementos de la sociedad –postula


Augusto Comte– es, por la naturaleza misma de la ciencia, profunda-
mente irracional y será siempre esencialmente estéril.»

El afán de aprehender la realidad social y su sentido tiene su primera


manifestación en la Grecia clásica; pero su efectiva y plenaria aprehensión es
de data reciente. El concepto de convivencia es hallazgo de la pasada
centuria. La razón de la tardanza en la aprehensión de un hecho tan
inmediato y universal como es la sociedad, radica, fundamentalmente, «en
haberse venido encapsulando, por deficiencias metódicas, el concepto de
sociedad en el concepto de Estado». El Estado, que es «la entidad colectiva
mayúscula, la formación comunal más vigorosa», ocupó, de esta suerte, a lo
largo de veinte siglos, casi integralmente, el horizonte de lo colectivo. Esta
absorción de la societas por la civitas ofrece particular relevancia en el mundo
grecorromano. Sobre todo en Atenas. En determinada fase de su desarrollo,
la vida social asumió tan vigorosa expresión en la polis que esta advino, para
la pupila común y para la pupila egregia, concreción misma de la socialidad.
Sirvan de paradigma Sócrates, Platón y Aristóteles. Ninguno logró superar
40
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

esta confusión de la socialidad con la polis. Discrepan únicamente en el


tratamiento metódico del problema. Los dos primeros plantean el problema
de la sociedad como teoría del ideal jurídico, como debe ser el Estado.
Aristóteles lo plantea, por el contrario, como el Estado es en su realidad
inmediata y viva, en su efectividad concreta. El mundo de lo social quedó así
primordialmente adscripto, en el pensamiento griego, a su manifestación
política. Análoga postura se mantiene en la Edad Media. En la patrística y en
la escolástica el concepto y el hecho de la convivencia apuntan al Estado, a
cómo debe ser el Estado y cuáles sus relaciones con la civitas dei y con sus
representantes en la tierra. Como estudio normativo del Estado aparece
también el estudio de la sociedad en la corriente iusnaturalista de los siglos
XVII y XVIII, que alimenta y conforma el pensamiento de la época. Harrington,
Vico y Montesquieu constituyen excepción; en diverso grado los tres
suministran consideraciones fecundas y certeras sobre el hecho de la
convivencia. Juan Jacobo Rosseau representa la culminación del iusnatura-
lismo; pero al mismo tiempo inicia su declive. En su Discurso sobre la
desigualdad de los hombres, alumbra como ha advertido sagazmente Luis
Recasens Siches, «un genial ensayo de una ontología de lo humano, la base
para una antropología filosófica y hondas visiones para el fundamento de la
sociología.» Ya en el movimiento anglofrancés de la historia natural de la
sociedad y el Estado se perfilan, sobre la base de la psicología asociacionista y
de la doctrina del progreso, ideas matrices para la construcción de una teoría
de la sociedad. Merece especial encarecimiento el Ensayo sobre la historia de
la sociedad civil de Ferguson; pero el concepto de convivencia no empieza a
nutrirse de su propia realidad hasta Enrique Saint-Simon y Lorenz von Stein.
Sus escritos constituyen los precedentes inmediatos de la constitución de la
sociología como ciencia.

La sociología se constituye como ciencia autónoma de las relaciones entre los


hombres por Augusto Comte. Ni la pauta naturalista del fundador del
positivismo, ni su desorbitada pretensión de asignarle a la sociología una
dimensión enciclopédica, pueden ensombrecer ni aminorar este memorable
suceso de la historia del pensamiento. A partir de Comte es que se establece
definitivamente, en su radical peculiaridad, el mundo de lo social; y quedan,
asimismo, planteados, los lineamientos generales del desarrollo ulterior de la
sociología. Sobremanera importantes son, en este sentido, las aportaciones
de Comte; y, principalmente, aquellas que han hecho posible la validez
científica de la sociología. La teoría del método en las ciencias sociales debe al
planteamiento comtiano su consideración objetiva de la convivencia, la

41
Raúl Roa

subordinación sistemática de la imaginación a la observación, el criterio de


previsión compatible con la índole compleja y multiforme de los fenómenos
sociales y el experimento indirecto, la necesidad de unificar las investigaciones
parciales en una perspectiva de conjunto, el carácter histórico de la realidad
social y su dependencia de la naturaleza y la posibilidad de someter esa
realidad a determinadas leyes. La fundamental limitación de Comte estriba en
haber tomado como punto de partida el sistema de categorías propio de las
ciencias de la naturaleza; pero esta limitación suya es, a la par, sobremanera
fértil en consecuencias metodológicas. Sólo arrancando de ella y superándola
es factible elaborar, como ha dicho Max Weber, una genuina ciencia de la
sociedad.

«No deja de tener interés observar –escribe José Medina Echevarría–


cómo coinciden dos pensamientos de trayectoria tan diferente como
los de Comte y Weber. Comte, partiendo del paradigma de las ciencias
físico-naturales en su intento de construir una ciencia positiva de la
sociedad, tropieza con la naturaleza histórica del dato social, que
altera, pero no menoscaba, la aplicación de los métodos generales de
toda ciencia. Weber, partiendo del neokantismo y del historicismo, del
reconocimiento explícito y previo de la historicidad de la realidad
social, se esfuerza por demostrar la validez de su conocimiento
objetivo, o dicho de otra forma, la validez del método científico en su
aplicación al dato social. Es decir, Comte y Weber, tan lejanos en su
punto de partida, coinciden en su intento de demostrar la posibilidad
de la sociología como ciencia empírica. No es, pues, sorprendente que
entre los dos haya quedado dibujado el cuadro de los problemas
metodológicos de la ciencia social presente y futura.»

El proceso de la reflexión sistemática sobre la realidad social escapa a nuestro


propósito. Es actividad propia de la sociología y a ella corresponde su estudio.
A nuestro propósito importa únicamente dejar establecido el carácter
objetivo de su objeto y sentada la necesidad de una perspectiva de conjunto
de la pluralidad de intereses, relaciones, formas, apetencias y valores, que
dan vida e individualidad a las ciencias sociales particulares. Estas se constituyen
asumiendo, como objeto, los distintos fenómenos que a la sociedad le
ocurren y los procesos concretos por los cuales pasa en su devenir; pero han
de enfocarlos en función de sus conexiones efectivas con la totalidad de la
vida social. Abstraerlos de esta totalidad, como ha pretendido la corriente
formalista, implica una radical desnaturalización de la interdependencia de
todos ellos y de la interdependencia metódica de las ciencias sociales. ¿Cómo
42
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

estudiar el régimen de la familia de una época determinada prescindiendo de


la organización y nivel de la vida económica, política y cultural vigentes?
¿Cómo estudiar la revolución industrial prescindiendo de la constelación de
factores que la hicieron posible? Ningún fenómeno o proceso social, por
singular que parezca, se produce indepen-dientemente de los otros. Están
condicionados por ellos y a la vez los condiciona. Es, por eso, que no resulta
ya válido hacer ciencia política, económica o jurídica con un criterio «puro»,
como si sus respectivos objetos tuvieran realidad en sí mismos. Hacer ciencia
jurídica, económica o política de esa manera es, en rigor, no hacerla. Significa
meter la realidad social en la camisa de fuerza de un esquema lógico. Esta es
la gran enseñanza que nos proporciona la utilización del método científico en
sociología.

En ese vasto, abigarrado y cambiante complejo que es la realidad social, hay


un conjunto de hechos, problemas e ideas, cuyo conocimiento incumbe a
nuestra disciplina. Este conjunto de hechos, problemas e ideas, denominado
genéricamente cuestión social, se refiere a la organización de la convivencia
desde el punto de vista de la distribución de los bienes y valores de la vida
material y cultural y sus implicaciones económicas, políticas y jurídicas. Sobre
esta perspectiva se genera, organiza y desarrolla un tipo peculiar de reflexión
que, madurando progresivamente, va a asumir una expresión sistemática en
el siglo XIX y a ser objeto de ciencia. Esa ciencia es la historia de las doctrinas
sociales.

2. Cuestión social, movimiento social, doctrinas sociales


Si la reflexión sistemática sobre la cuestión social no aparece hasta el siglo
XIX, la cuestión social como hecho se pierde en la noche de los tiempos. La
historia de sus orígenes se remonta al momento mismo en que la comunidad
tribal primitiva, fase embrionaria de la vida en convivencia, es desplazada
paulatinamente, como consecuencia del progreso de la técnica, de la división
del trabajo y del establecimiento de la propiedad privada, por una sociedad
compleja organizada en categorías sociales distintas, en pugna unas con otras
por el poder, la riqueza y la cultura. En la medida en que exista una base
común de subsistencia entre las distintas clases que integran la sociedad esta
se desarrolla sin quebrantos vitales; pero cuando el sistema de relaciones
sociales entra en contradicción sustantiva con los intereses, fuerzas, apetencias
y valores que germinaron en su seno la sociedad sufre un radical desajuste en
su estructura y estallan conflictos tan agudos y tan graves perturbaciones que
ponen en crisis sus supuestos mismos de existencia, originándose nuevas
43
Raúl Roa

formas de vida social o retrotrayéndose esta a formas ya históricamente


superadas. Las épocas en que estos cataclismos se producen fueron llamadas
por Saint-Simon épocas críticas. Las épocas en que la vida social se desarrolla
sosegada y armónicamente épocas orgánicas. En aquellas predomina un
estado colectivo de disforia; en estas un estado colectivo de euforia. Tiempos
agónicos y lacerados, de «renquiciamiento y remolde», como los calificara
José Martí, los primeros; tiempos de laboreo reposado y serena fruición los
segundos. Pueden ejemplificarlos, respectivamente, la decadencia del mundo
antiguo y el siglo de Pericles, el advenimiento de la modernidad y la edad
gótica, el borrascoso presente y la dorada placidez de la era victoriana. La
historia de la cuestión social es, pues, vista en perspectiva, la historia de las
transformaciones internas de la estructura social.

Esta cuestión adopta en cada gran etapa de desarrollo de la convivencia


humana –esclavitud, servidumbre, salariado– características propias y
naturaleza irreversible; pero es siempre, en cada una de esas etapas, conflicto
en torno a la distribución de la riqueza, el poder y la cultura. Sobre la
determinación de su carácter y contenido abundan los pareceres. Para
Quesnay es una cuestión de impuestos; para Adam Smith, un desajuste
artificial entre la oferta y la demanda; para Sismondi, la escisión entre la
propiedad y el trabajo; para Whibley, de salarios; para Ziegler, cultural; para
Sianturce, jurídica; para Novicow, de producción; para León XIII, religiosa;
para Schaeffle, de cuchillo y tenedor; para Bourgeois, de educación; para
Marx, económica; para Stein, total de inmensa complejidad; para Tonnies,

«complejo de problemas, teorías y hechos, que se derivan de la


convivencia de clases, estratos y estamentos sociales distintos que
forman una misma sociedad y están separados por sus hábitos de vida
y por su ideología y visión del mundo».

Esta cuestión es, para el propio Tonnies, principalmente, una cuestión obrera
industrial; luego, una cuestión obrera agrícola; y presenta, según él, tres
aspectos capitales, que están en íntima relación y dependencia entre sí y que
se condicionan mutuamente, obrando unos sobre otros, ya como freno, ya
como estímulo: un aspecto económico (producción y distribución de bienes);
un aspecto político (problema del poder) y un aspecto espiritual (acceso a la
cultura); constituyendo su evolución una consecuencia refleja del estado de
cultura de los pueblos. Esta definición de Tonnies sirve de base a la que ya se
ha formulado.

44
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Las formas de expresión y el contenido de la cuestión social varían en cada


etapa de su desarrollo. En nuestro tiempo, ha asumido, como dice Tonnies,
por la naturaleza de los factores en presencia, la forma dominante de
problema obrero, de conflicto entre capital y trabajo; pero resulta no menos
evidente que afecta a la estructura total de la sociedad. No es problema
exclusivo de patronos y proletarios. Es problema de todos puesto que nos
toca a todos y su reajuste, solución y desenlace nos incluye a todos.
Las distintas clases sociales que han compuesto la sociedad a través del
tiempo y del espacio presentan características propias e inconfundibles; pero
estas distinciones efectivas pueden quedar superadas en el concepto y en la
realidad de clase social en general. No resulta, sin embargo, fácil conseguirlo.
La literatura sobre el problema es sobremanera caudalosa y en extremo
contradictorios los puntos de vista. Hay que moverse, pues, con cautela. Dejar
nítidamente precisado lo que, confundido con ella por muchos, no es clase,
resulta indispensable. Nos referimos a la casta, al estamento y a la profesión.
La casta es un círculo cerrado de individuos en que las riquezas, las funciones
y los privilegios se transmiten por herencia. Bouglé ha definido el régimen de
castas por las siguientes particularidades: especialización profesional
hereditaria, organización jerárquica y repulsión recíproca o mutua oposición
de los grupos unos frente a otros. El ejemplo típico del sistema social de
castas lo ha ofrecido y aún lo ofrece la India. El estamento es una formación
social determinada por un modo particular de vida. La profesión es una
técnica. La clase social se diferencia de la profesión, del estamento y de la
casta por ser, primordialmente, una relación económica; aparece como una
subdivisión de una formación social más vasta que la engloba y genera. No
está fundada ni sobre la religión, ni sobre la sangre, ni sobre el honor. Es un
complejo objetivo-subjetivo que surge de vínculos de carácter material.
Werner Sombart ha logrado elaborar un claro concepto de la clase social en
general. Según él, es «todo grupo humano que, con arreglo a sus ideas,
representa un régimen económico determinado, al que sirven de base unos
principios económicos». La pulcra distinción que Sombart hace a seguidas
entre régimen económico y principios económicos diafaniza totalmente el
concepto.
«Un régimen económico viene a ser –escribe– la totalidad de las
normas jurídicas y morales que regulan objetivamente la producción y
distribución de valores. Principios económicos son el conjunto de
motivos que determina, preferentemente, la conducta de los sujetos
económicos.»
45
Raúl Roa

Este concepto de clase social propuesto por Sombart puede ser aplicado,
igualmente, a los mesoi atenienses que a los señores de la tierra de la época
feudal, al príncipe comerciante del temprano capitalismo que al proletariado
de nuestros días.

Las clases sociales modernas cuajan en la revolución industrial y en la


Revolución francesa. Los primeros intentos de apresar conceptualmente el
fenómeno insurgen ya en la entraña de esos dos formidables acaecimientos
históricos. En la época inmediatamente posterior, Saint-Simon, Guizot,
Mignet y Luis Blanc contribuyeron sobremanera a iluminar y a nutrir ese
concepto. El aporte de Carlos Marx consiste en haber concebido las clases
sociales como producto de las condiciones materiales de existencia y haber
postulado su desaparición histórica a través de una dictadura transicional del
proletariado. Apoyándose en los autores citados y en las concepciones de
Max Weber y Tonnies, Sombart agrupa, como sigue, las categorías o clases
que integran la sociedad moderna: 1) la aristocracia feudal, que representa
un régimen patriarcal basado en la propiedad de la tierra; 2) la clase media o
pequeña burguesía, que representa un régimen económico cuya tradición la
constituye el trabajo profesional, hoy ensanchado por la vasta legión de los
denominados proletarios de cuello blanco (empleados, profesionales,
técnicos); 3) la burguesía, que representa el régimen económico capitalista y
lo rige y usufructúa; 4) el proletariado, que habiendo nacido en la misma
constelación histórico-social que origina la burguesía, representa su polo
opuesto, la antítesis de esta.

La posición que cada una de estas clases ocupa en el proceso de producción y


distribución de los bienes y valores condiciona sus intereses propios y
diferenciales. Necesita el proletario del burgués para vivir, el burgués del
proletario, el terrateniente del burgués y del campesino, empleados y
técnicos de unos y otros y los profesionales de todos; pero es una
interdependencia pugnaz, tensa como el arco de una flecha a punto de
disparar. Conviven en un equilibrio inestable. Enfocan la vida desde
perspectivas distintas y diversas son también sus necesidades y aspiraciones.

«Las capas sociales –afirma Enrique José Varona– se tocan, pero no se


compenetran; se imitan, se caricaturizan por fuera; viven una vida
distinta por dentro.»

Aunque concordar lo discordante es vieja aspiración humana, desde mucho


antes de Heráclito «la contradicción ha sido la madre de todo progreso».

46
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La concepción teórica de sus intereses propios y diferenciales constituye la


conciencia de una clase. En lenguaje kantiano, Carlos Marx deja establecido
en su Miseria de la filosofía, réplica a la Filosofía de la miseria de Proudhon,
una distinción entre clase en sí y clase para sí. Clase en sí es aquella que se
define por el rol que desempeña en el proceso de producción; clase para sí es
aquella que posee, además, conciencia del papel histórico que desempeña,
que sabe lo que es, lo que quiere y cómo alcanzarlo. La sociología del
conocimiento, que tiene en Karl Mannheinm uno de sus más finos y acertados
cultivadores, ha desarrollado fecundantemente, partiendo de esta distinción
de Marx, su doctrina de las ideologías y de la falsa conciencia.

Cada una de estas clases sociales pugna por realizar los objetivos que su
posición parece asignarle como válidos. La suma concertada de esfuerzos
para lograrlo constituye, genéricamente, el movimiento social. Sombart
considera que el término sólo puede aplicarse, en rigor, a las clases sociales
que aspiran a emanciparse. En este sentido, define el movimiento social
moderno como la suma de esfuerzos del proletariado para emanciparse del
régimen salarial y transformar las bases de la relación jurídica y económica
que lo convierte en dependiente de la empresa capitalista. La experiencia de
los últimos tiempos demuestra que el movimiento social moderno ha sido eso
en gran medida y que determinadas doctrinas sociales han venido constitu-
yendo la guía intelectual de ese proceso.

Las doctrinas sociales articulan en principios la reflexión sobre el ser y el


deber ser de la convivencia. El conflicto originado por la desigual distribución
de la riqueza, el poder y la cultura es la raíz que alimenta sus proposiciones;
pero, fuera del socialismo marxista, del sindicalismo revolucionario y del
anarquismo ninguna se plantea la solución de ese conflicto a expensas de
determinado grupo, estrato o clase de la sociedad. En cuanto al método para
conseguirlo, optan, salvo las mencionadas, por la vía constitucional. Las
doctrinas totalitarias constituyen excepción. Rechazan toda organización
social de tipo democrático y enmascaran en mitos –nación, privilegios de
sangre, espacio vital– el puro apetito de poder que las inspira. El socialismo
marxista, que teóricamente sustenta la plena realización de la democracia, ha
asumido en Rusia la expresión económica de un capitalismo de Estado y
lineamientos políticos típicamente autoritarios. La mayoría de las doctrinas
sociales propugnan, como objetivo, la necesidad de la reforma y efectiva
democratización de la estructura capitalista. El pensamiento socialista aspira,
por lo común, a una abolición gradual del sistema.

47
Raúl Roa

3. Doctrinas sociales y derecho social

Los resultados obtenidos en esta dirección en los años subsiguientes a la


postguerra anterior constituyen, sin duda, un extraordinario paso de avance
en la historia del progreso social. En primer término, se proclamó, con
universal validez, la dignidad y jerarquía del trabajo humano. Algunos Estados
plasmaron este principio, recogido en el pacto de Versalles, en sus cartas
fundamentales. Fuertes resistencias se ofrecieron, sin embargo, a su efectivo
cumplimiento por gobernantes y capitalistas; pero la potencia del movimiento
social obligó, en múltiples ocasiones, a acceder a sus demandas. Se elevó el
nivel de salarios y se mejoraron las condiciones de trabajo en Inglaterra,
Francia, Bélgica y Estados Unidos. El régimen privado de bienes fue objeto de
importantes restricciones en casi toda Europa. La constitución alemana de
Weimar, una de las más avanzadas del mundo, reguló la propiedad en función
del interés social. Los accesos a la vida civil y política se abrieron, en los países
de régimen democrático, a los partidos proletarios de oposición. Suecia,
Noruega, Dinamarca y Bélgica tuvieron, con breves interrupciones, gobiernos
socialistas. El imperio británico estuvo en 1925, y está hoy de nuevo, en
manos del partido laborista. España se organizó en una república de
trabajadores de todas clases. México le infundió un acusado carácter social a
su régimen político. Las organizaciones obreras se multiplicaron y fortalecieron.
No cabe duda que la Revolución rusa ejerció en todo ese proceso, como dice
Eduardo Benes en su libro Democracia de hoy y de mañana, un papel de
eficaz revulsivo; pero no es menos cierto que la doctrinología social
contribuyó también eficazmente a la orientación y crecimiento de la actividad
legislativa en favor de las clases populares. Es, por eso, que puede sostenerse
que este proceso doctrinal visto desde una perspectiva jurídica conduce a la
integración de una teoría del derecho social, que como disciplina positiva se
estudia en nuestra Universidad bajo el nombre de Legislación Obrera. La
historia de las doctrinas sociales y la legislación obrera son, pues, disciplinas
complementarias y estrechamente relacionadas; pero cada una posee su
ámbito propio de existencia y su objeto específico de conocimiento. La
legislación obrera constituye, propiamente, un examen de las instituciones
del derecho social y de su doctrina jurídica. De ahí que las doctrinas sociales
se estudien en ella sólo desde el punto de vista de su influencia en la
formación de dichas instituciones. En nuestra disciplina, se estudian esas
doctrinas desde el punto de vista de sus antecedentes, de su proceso, de sus
conexiones y de su destino.

48
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

4. La crisis de la sociedad contemporánea y su proyección en el


pensamiento: particular sentido de esa crisis en la historia de las
doctrinas sociales

Suele ser achaque profesoral investir a su asignatura de señoriales atributos.


Ninguna más importante que la suya. Ninguna más útil ni más sugestiva. Sin
incurrir en pareja puerilidad, puede afirmarse que la significación de la
historia de las doctrinas sociales no necesita ser encarecida. Salta por sí
misma. Baste sólo decir que, independientemente de que lo admitamos o no,
su objeto de conocimiento es el tema central de nuestra época y que el
destino mismo de la cultura está vinculado al desenlace de su problemática.

Nunca, como en nuestra época, asumió lo social dimensiones tan ingentes y


avasalladoras. Nunca tampoco la reflexión sobre lo social concitó tan
apasionadamente la acción y el pensamiento de todos. La polémica en torno
al deber ser de la sociedad, a la transformación y reordenamiento de sus
bases y de su estructura, se filtra hoy hasta los entresijos más recónditos de la
vida social y es atmósfera de pobres y ricos, intelectuales y legos, banqueros y
desocupados, terratenientes y campesinos, beligerantes y contemplativos,
hombres de la calle y hombres de su casa. La razón última de esta polémica
ardorosa, cuya manifestación extrema es la guerra que asoló recientemente a
la humanidad y la nueva que despunta en el horizonte enconado de Europa y
Asia, está en la crisis radical que afronta la sociedad contemporánea. Todo un
estilo histórico de vida está puesto en cuestión: instituciones, ideas, valores.
Las conquistas sociales y las libertades democráticas ganadas en los últimos
tiempos se han ido liquidando una a una en extensas zonas del planeta.
Numerosos pueblos de nuestra América han vuelto al caudillaje, a la montonera
y a la tiranía. Formas nuevas de opresión se alzan amenazadoras en duelo sin
cuartel por imponerse: formas nuevas de libertad y de justicia pugnan
briosamente por abrirse paso. Hay estertores de muerte y vagidos de
nacimiento. Estamos, otra vez, en una época crítica, agónica y disfórica.
Abocados a un cambio de perspectiva, de contenido, y de estructura. Frente a
un avatar histórico análogo, por su naturaleza y alcance, a la subversión del
mundo clásico y al tormentoso advenimiento de la modernidad.

Esta inestabilidad angustiosa que a todos nos punza y afecta, tiene su raíz en
esa crisis, que se proyecta dramáticamente en el pensamiento contemporáneo
como «una situación de falta de seguridad en el mundo en que se vive, como
un no contar con el mínimun indispensable de cosas firmes, como un no saber
a qué atenerse».

49
Raúl Roa

En un atmósfera análoga a la nuestra, escribió San Agustín su egregio y


desesperanzado reportaje del derrumbamiento de la cultura grecolatina.
Ahora es también un pensador cristiano quien habla, con acento profético,
del ocaso de la civilización.

«Vivimos –escribe Jacques Maritain– la liquidación del mundo de Juan


Jacobo Rousseau.»

Henry Bergson, en su senectud desvelada por místicas angustias, imputa la


responsabilidad de esa liquidación al maquinismo sin alma.

«La mecánica –afirma– no volverá a encontrar su dirección verdadera,


no prestará servicios proporcionados a su potencia, sino a condición
de que la humanidad inclinada hacia la tierra aprenda a levantar los
ojos hacia el cielo.»

El curso de este pensamiento derrotista –lúgubre tañir de campanas entre las


sombras del crepúsculo– no comienza ni concluye con Maritain y Bergson.
Mucho antes que ambos Berdiaeff y Belloc, Spengler y Duhamel, Keyserling y
Jaspers, Max Scheler y Heidegger, Chesterton y Paul Valery, habían ensayado,
como en el Alcestes de Eurípides, el ruido de las manos anunciando que todo
ha concluido. A la fe retadora en las luces y en las invenciones, ha sucedido,
en pleno señorío de la técnica, el crujido de dientes y el plañir agorero. Jamás
situación histórica tuvo en su agonía deudos tan empavorecidos como la
nuestra. Los ritos esotéricos vuelven por sus fueros y los parsifales en jeep
están en la pista. El mito ocupa una gran zona de la conciencia colectiva. Este
retorno a la postura mágica de los biznietos de Descartes y Condorcet es
síntoma inequívoco de la radicalidad de la crisis. Se ha llegado, en esta
dirección, a atribuirle causas irracionales al desorden actual, como los griegos
de la decadencia impetraron de las fuerzas oscuras del cosmos la vuelta al
equilibrio clásico. El movimiento totalitario, transposición de criterios zoo-
lógicos a la vida política y social, representa la concreción moderna de esa
postura órfica. Merece, en verdad, meditarse sobre este encantamiento de la
sociedad en una naturaleza ya desencantada.

50
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Esta crisis general de la sociedad y del pensamiento contemporáneo adquiere


un particular significado en nuestra disciplina, por estar, como la sociología, la
política, el derecho y la economía, en relación directa con el conflicto
planteado en torno al deber ser de la convivencia. El ritmo y la tendencia de
desarrollo de los acontecimientos que a nuestra vista se están produciendo y
de los cuales somos actores, abre ante la historia de las doctrinas sociales,
como ciencia, un nuevo capítulo, que no podrá ser objeto de historia en tanto
las doctrinas sociales en pugna operen como fuerzas creadoras de la misma.
El destino del hombre, de la sociedad y de la cultura depende del desenlace
de ese descomunal acaecer y asimismo la reconstrucción de las ciencias
sociales sobre el primado de la razón experimental y de una estimativa
congruente con la historicidad de la vida humana.

51
Raúl Roa

III
La cuestión de los movimientos sociales
en las viejas culturas

1. El proceso de integración del pensamiento social como parte


constitutiva de su historia: necesidad metódica de su estudio

Si el pensamiento social no alcanza una expresión sistemática y empieza a ser


objeto de ciencia hasta la pasada centuria, muchos siglos antes de que esto
acontezca el hombre supo de los contrastes y desniveles sociales efectivos
derivados de la desigual distribución de la riqueza, del poder y de la cultura,
sufriendo sus consecuencias, preocupándose por sus causas y, sobre todo,
pugnando por aminorarla o resolverla. Basta revisar el dilatado transcurso de
la reflexión humana sobre el problema de la convivencia para advertir el
nacimiento y la persistencia progresiva de un conjunto de ideas que,
adoptando como objetivo una más equitativa expansión de las bases de la
riqueza, del poder y de la cultura, se organiza y madura hasta cuajar en
doctrinas en el siglo XIX. No podía ser de otro modo. La trabazón sistemática
de un determinado repertorio de observaciones y criterios es siempre el
resultado de una larga y denodada faena en la que, por virtud del acarreo y
depuración del material objeto de estudio y del perfeccionamiento de los
métodos de investigación, quedan esclarecidos sus orígenes, fijado su proceso
de integración y establecida la peculiar índole de su realidad. La certeza de
este aserto se comprueba particularmente en las disciplinas adscriptas a lo
que Dilthey denominara «el reino de lo histórico-social». El proceso de
integración de las doctrinas políticas, de las doctrinas económicas y de la
sociología resulta, a este respecto, sobremanera ilustrativo. La reflexión del
hombre sobre las fuentes y formas del poder político, sobre la actividad
económica que lo sustenta y sobre el hecho de la convivencia tienen ya en el
mundo clásico fecundos despuntes; pero la delimitación metódica de su
respectiva peculiaridad, ámbito y contenido, no se logra sino hasta tiempos
muy cercanos a nosotros y mediante un proceso crítico de autorre-
construcción histórica que da a las doctrinas políticas, a las doctrinas
económicas y a la sociología la realidad intransferible de su objeto a través de
su propio devenir. La delimitación metódica del área gnoseológica del
pensamiento social y su sistematización en doctrinas se produce en parejo
sentido.

52
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La mayoría de los tratadistas del pensamiento social suele prescindir, por


juzgarlo innecesario, del examen de su proceso formativo. Se ciñen a
estudiarlo en su expresión sistemática. A lo sumo trazan un apresurado
bosquejo de sus antecedentes inmediatos. Es un error fundamental de
método a nuestro juicio. El proceso de integración de la reflexión sistemática
sobre la cuestión y el movimiento sociales y las formas sucesivas de su
desarrollo y de su variable contenido es parte constitutiva, por su objeto y
objetivo, de la historia de las doctrinas sociales y referencia obligada de esta.

La validez de este enfoque nos incita a preceder la exposición del pensamiento


social sistemático de un esquema de las formas diversas de expresión y del
contenido correspondiente de la cuestión y del movimiento sociales en el
mundo antiguo, en la Edad Media europea y en la etapa germinal de la
modernidad, clausurándose este examen con los grandes acaeceres
condicionantes de aquella: la revolución inglesa, la revolución norteamericana,
la revolución industrial y la revolución francesa. Importa señalar, por último,
antes de iniciarla, que la antedicha división de la historia en tres edades tiene
un valor puramente convencional. La historiografía ha concluido ya, en su
inventario documental de las viejas estructuras sociales, que la mayoría de los
pueblos de la antigüedad han pasado, en su ciclo histórico nacional, por
etapas que corresponden a una Edad Antigua, a una Edad Media y a una Edad
Moderna, que Eduardo Meyer, anticipándose a Oswald Spengler, asimiló,
respectivamente, a la infancia, a la juventud y a la madurez. Su magna
investigación del feudalismo griego es clásica. Ya tendremos oportunidad de
constatar, por nuestra parte, la existencia de un feudalismo egipcio anterior al
heleno.

El concepto de la historia ha sufrido una radical mutación en nuestro tiempo.


La teoría spengleriana de los ciclos culturales cerrados ha sido definitiva-
mente desechada. Y, asimismo, todas las concepciones que hacían girar la
historia provincianamente en torno a Grecia y a Roma. La historia, como
concepto y como realidad, es un proceso único y tiene todo el planeta por
teatro. El concepto de la historia universal, como proceso que se desarrolla de
Oriente a Occidente, fue formulado hace un siglo por el profeta del idealismo
absoluto y absolutista; pero la realidad efectiva de una historia que tuviera
todo el planeta por teatro no queda consagrada hasta nuestra época. Este
contraer la historia casi exclusivamente a la historia de la cuenca del
Mediterráneo traería, como necesaria secuela, la singularización arbitraria del
concepto y de la realidad de la cultura en el concepto y en la realidad de la
cultura occidental. Egipto y Persia, la India y China, Babilonia e Israel
53
Raúl Roa

quedaron, de esta suerte, excluidos del ámbito histórico. La cultura y la


historia empezaban para el occidente en Grecia y Roma y su investigación se
asignaba, con imperial señorío, a la filología clásica. Griegos y romanos eran
nuestros antecesores inmediatos y su sentido de la vida norma insuperable.
No habría de prolongarse mucho, afortunadamente, esta manca perspectiva.
El súbito ensanche y el caudaloso enriquecimiento experimentado por el
horizonte histórico en estos últimos tiempos, como consecuencia del progreso
extraordinario de la arqueología, de la etnología y del método científico de
investigación en las disciplinas históricas, ha ratificado, plenariamente, la genial
observación de Hegel, abriéndose, con el conocimiento de las culturas
atlántidas, «un portillo a las más extrañas posibilidades». Culturas sumergidas
o evaporadas (la hetita en Asia Menor y la egea o minoica que ilumina
vividamente la griega y establece los nexos vitales entre las culturas asiáticas
y la egipcia), pueblos desconocidos (sumeros y acadienses, precursores de la
cultura caldeo-asiaria), ciudades legendarias (como Troya, atribuida tradicional-
mente a la maravillosa capacidad de invención de los rapsodas homéricos,
como Tyrinto, cuna de una rica e influyente civilización, como Tartessos,
concreción histórica del ensueño platónico), formaciones sociales que en el
corazón de África, como en la tierra de los yorubas, muestran singulares
analogías con la de los etruscos, resucitan, mágicamente, a golpes de azada,
dándole a la ciencia histórica un ámbito planetario y una perspectiva
ecuménica. Schlieman y Schulten, Frobenius y Hemholt, Graebner y Kurt
Breyssig, Levy Bruhl y Malinowski, quedarán, como pioneros impares, de esa
gigantesca faena arqueológica y etnográfica apenas comenzada. El
conocimiento todavía en agraz que poseemos de la organización institucional,
del régimen de bienes y del sistema de distribución de la riqueza de esas
formaciones históricas nos invalida, científicamente, para detenernos en el
estudio de lo que a nuestro objeto importa; pero sí nos permite establecer,
como punto de partida, que la tradicional concepción histórica referida a la
cuenca del Mediterráneo está categóricamente traspuesta por la efectiva
realidad y el efectivo concepto de una historia universal que se mueve,
unitaria y progresivamente, de Oriente a Occidente, hacia una síntesis
dialéctica de todos sus aportes.

La vida histórica que se desenvolvió en la antigüedad fuera del ámbito


grecolatino no ha sido aún exhaustivamente explorada. Grandes batientes de
ese mundo nimbado de leyendas permanecen todavía envueltos en sombras.
Los datos que poseemos permiten afirmar, no obstante, la existencia de una
cuestión social en Egipto y China, en India e Israel. Las dimensiones tan

54
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

inusitadas que asume en este último pueblo el conflicto planteado en torno al


acaparamiento de la riqueza y a sus consecuencias éticas y sociales le
confieren, indudablemente, interés y perfil específicos y tratamiento particular:
el cristianismo, como expresión social de una religión sustentada inicialmente
por pescadores, esclavos, artesanos y mendigos fue la culminación histórica
de esa pugna memorable. En consecuencia, nos limitaremos a proyectar la
atención brevemente en Egipto, en China e India para concentrarla, con el
necesario detenimiento, en el estudio de la problemática social del profetismo
hebreo.

2. Egipto, China e India: estructura social y problemas


correspondientes

En las épocas denominadas sociológicamente salvajismo y barbarie se


encuentran, ya en germen, los elementos condicionantes de la vida civilizada.
Los orígenes de este período, que constituye el punto de partida de la historia
propiamente dicha, se suelen remontar al año 6000 antes de la era cristiana y
se registran en el valle del Nilo y en la Mesopotamia inferior, dando lugar a las
más antiguas culturas de que se tiene noticia: la egipcia, de dilatado y
complejo desarrollo; y la sumeria, destinada, tras meteórico fulgor, a ser
asimilada y absorbida por la caldeo-asiria.

La fuerza vital del Egipto antiguo, como del moderno, es el Nilo. Sus
periódicas inundaciones, aprovechadas tempranamente por el hombre,
fertilizan sus dos amplias riberas y ponen a raya el empuje invasor de las
arenas del desierto. Don del Nilo, llamaron los antiguos al Egipto. El Egipto
moderno sigue siendo don del Nilo. Como una potencia ingente, dominó ayer
y domina aún hoy toda la vida del país este río providencial, exorcisado por
los faraones, cantado por los poetas y biografiado por Emil Ludwig. La vida
integral del antiguo Egipto giró en torno de sus aguas progenitoras. El saber
de dominación se constituyó en complicidad con el limo fecundante de sus
orillas. La primera protesta contra la explotación del hombre por el hombre se
produjo entre los trabajadores de los diques, ahogando, momentáneamente,
con su bronco estampido, el trueno de los torrentes. Los más antiguos
distritos o nomos se asentaron en el oasis originado por sus crecidas,
agrupándose en dos vastas regiones, el Bajo Egipto y el Alto Egipto, que
habrían de fundirse en una sola al establecerse el régimen teocrático-feudal
que llena el período histórico del antiguo imperio. Menfis, en el Bajo Egipto,
fue su primera capital, constelada de pirámides retadoras, expresión pétrea

55
Raúl Roa

del culto a la supervivencia del alma en el cuerpo momificado de los faraones.


La segunda capital fue Tebas, en el Alto Egipto, repleta de templos imponentes y
de monumentos funerarios.

La arqueología, violando este secular sueño de muerte, nos ha dado, con el


misterio de sus tumbas, un fresco palpitante de las instituciones, de las
costumbres y de las formas de vida del antiguo Egipto.

El régimen social que predomina en el antiguo imperio se caracteriza por


estar cimentado en la propiedad feudal de la tierra, sometida en su totalidad
a la soberanía teocrática del faraón. La administración del suelo estaba a
cargo de funcionarios especialmente investidos de poderes al efecto y
secundados por un enjambre jerarquizado de vasallos que tenían a su cargo la
dirección y responsabilidad de las faenas agrícolas. Las tierras de cada distrito
eran cultivadas por sus pobladores en calidad de trabajadores libres o de
siervos, prisioneros de guerra en su mayoría. Unos y otros venían obligados,
bajo penas severísimas, a determinadas prestaciones personales y colectivas
a los jefes de distrito, a la casta sacerdotal y al faraón y sus favoritos. Millares
de hombres se movilizaban, compulsivamente, para la erección de los
grandes templos y pirámides. Los jornales eran misérrimos e insufribles las
condiciones de trabajo. La herramienta fundamental era la mano del hombre.
El plano inclinado, el rodillo y la palanca constituían entonces todo el acervo
técnico. La miseria generalizada y la depauperación progresiva, determinadas
por estas condiciones de existencia, suscitaron frecuentes sublevaciones y
protestas entre los constructores de templos y en los siervos de la tierra,
recabando los primeros mejores salarios y una redistribución equitativa del
suelo, aparejada con una condonación de deudas, los segundos. El plantea-
miento de estos objetivos es lo que va a caracterizar y definir los movimientos
sociales en la antigüedad, lo mismo en Israel, que en Grecia y en Roma, como
corresponde a una economía basada sobre la tierra y la explotación esclavista
del trabajo humano.

En la época del nuevo imperio, que subsigue a la invasión de los hyksos,


ocurrieron profundos conflictos sociales. No puede hablarse, en rigor, de un
pensamiento que sustente teóricamente la protesta de los siervos, de los
trabajadores y de los artesanos, vinculados por comunes aspiraciones y
análogos intereses. La protesta social se produce y desarrolla espontánea-
mente. A veces adquiere dramático colorido y ritmo intenso. Y, en más de una
ocasión, nos parecerá estar en presencia de un trozo de vida contemporánea.

56
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Los faraones más prudentes solían combatir el desempleo construyendo


necrópolis y pirámides. Knufu y su hijo Khafre fueron objeto de vivísima y
larga veneración por haberle procurado trabajo retribuido a los peones y
campesinos egipcios. Sus nombres se grabaron en los escarabajos de piedra
que se utilizaban como amuletos. La pirámide de Cheops, una de las siete
maravillas de la antigüedad, fue erigida mediante el trabajo forzado.
Herodoto atribuye a esto el odio profundo que concitara el faraón Khufu.

El egiptólogo Spiegelberg ha publicado una documentada monografía sobre


una huelga efectuada hace tres mil años en tiempos de Ramsés III. Un papiro
encontrado en una tumba de Tebas le sirvió de base para una plástica
reconstrucción de ese remoto acaecimiento relatado prolijamente por un
escriba oficial. La mencionada huelga tuvo por escenario la necrópolis situada
en la margen izquierda del Nilo y enroló a centenares de trabajadores. El
inminente estallido del conflicto se anuncia ya en quejas como esta:

«No nos han entregado cereal alguno; morimos de hambre; estamos


débiles.»

«En el año 29 del reinado, el 10 de mechir –refiere el escriba– los


trabajadores de la necrópolis atraviesan las cinco murallas y van a
hacerse fuertes detrás del templo de Thustmes III. Los funcionarios de
las prisiones de la necrópolis, los capataces y los jefes llegan y les
mandan que entren: “Venid”, les prometen, “tenemos cereales del
faraón en los almacenes de la necrópolis”.

Los obreros se dejan convencer por esa oferta y regresan. Pero al día
siguiente nueva evasión; llegan hasta el sur del templo de Ramsés II; al
siguiente día, la situación se agrava, los obreros ocupan todo el
templo. El problema es serio: el 12 de mechir es preciso llamar a la
tropa; dos oficiales y dos centinelas de la ciudadela son elegidos como
mediadores; pero los rebeldes rechazan esta intervención. Los obreros
increpan al tesorero Hed-Hahte, diciéndole:

“Tenemos hambre y sed, estamos desnudos, sin aceite, ni


pescado, ni alimento alguno: escribid al faraón para que nos
proporcione con qué vivir.”

En el mes de tibi, recibieron todos su ración y aun las atrasadas. Pero a


los pocos días el conflicto resurge:

57
Raúl Roa

“¡He aquí mi respuesta! –exhorta un agitador, Pe-Hor, hijo de


Ment-Mose– Subid allí, apoderaos de vuestros bienes, romped
las puertas y llevaos vuestras mujeres y niños. Yo me adelantaré
al templo de Thustmes, donde podréis atrincheraos.”

Y continúa el movimiento; el visir y los parlamentarios son incapaces


de retener a los trabajadores hambrientos.»

El diario del escriba se interrumpe sin dar noticias del desenlace de la huelga;
pero Spiegelberg concluye, por su parte, que la razón de aquella «no era sólo
el deseo de un aumento de salarios o de una disminución de la jornada, sino
que tenía, sin duda, raíces más hondas».

La constancia documental de este movimiento sirve, por lo pronto, para dejar


planteada la existencia de una cuestión social en el antiguo Egipto y el concierto
activo de densos núcleos humanos para librarse de sus consecuencias.

Las condiciones generales que presidieron el desenvolvimiento de la China y


de la India en la antigüedad dificultan sobremanera la existencia de un
movimiento social definido y más todavía la organización de un repertorio de
ideas que le sirviera de sustento y de guía. La cristalización de la vida social en
instituciones dogmáticamente consagradas en los códigos religiosos contribuyó
a infundirles, en el concepto popular, un carácter sagrado e inmutable,
obstaculizando la investigación de sus orígenes, de su naturaleza y de los
modos de transformarlas. El predominio político de la casta sacerdotal y de
sus ideas conforma y aherroja la vida del pensamiento, que opera como
apologética de su circunstancia. Los escritos de Confucio, colmados de saber
cotidiano, se reducen, en este orden de cosas, a exaltar el culto de los
antepasados y el acatamiento inflexible al régimen social vigente, que tiene
su raíz y su ápice en el emperador, hijo del cielo. El Código de Manú, la más
vieja ordenanza de la India, promulgado dos mil años después que el de
Hammurabi en Babilonia, es un intrincado complejo de prescripciones relativas
a todas las relaciones de la vida social, organizada, como se sabe, en virtud
del rudimentario desarrollo de la división del trabajo, en verdaderos comparti-
mentos estancos.

El aislamiento en que vivió la China hasta Marco Polo y la coagulación de la


vida social en castas cerradas regidas por una aristocracia teocrática en la
India, contribuyeron a crear, de sí mismas, en la óptica colectiva de ambos
pueblos, una imagen de régimen concluso, de superficie estagnada, de intem-
poralidad concreta. No podía desenvolverse, en parejas condiciones, un
58
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

movimiento social de carácter progresista ni manifestarse a plena luz un


pensamiento en contradicción vital con lo circundante. La crítica social y
política requiere, para expresarse, un ambiente propicio. Ni la India ni la
China conocieron, en la antigüedad, la secularización del pensamiento ni las
instituciones democráticas. El ideal de una vida mejor, como aspiración
socialmente alentada, fue ignorado en esos dos grandes pueblos sometidos
por la fuerza al tutelaje de un Estado omnipotente, que «exaltaba el
despotismo político y religioso, la servidumbre a lo establecido, la ataraxia
espiritual como forma superior y ennoblecedora de la vida». En la India hubo,
sin embargo, algunos hombres audaces que se atrevieron a sostener,
públicamente, la resistencia activa a la opresión imperial y el derecho del
pueblo a recabar una organización social capaz de satisfacer las necesidades y
las apetencias de todos:

«Una opinión sostenida por muchos –se afirmó entonces para siempre–
es más fuerte que el mismo rey. La soga tejida con muchas fibras es
suficiente para arrastrar a un león.»

Muestra esta inequívoca de que, por debajo de la costra petrificada de las


instituciones y de la atmósfera deletérea de incondicionalidad que las circuía,
crepitaba, sordamente, un afán de mejoramiento y de justicia.

Los pueblos orientales, que exportaron a la Antigüedad grecolatina, con sus


hallazgos culturales, la experiencia del imperio totalitario y la idea correlativa
de la servidumbre como fundamento del equilibrio social, tienen en la China y
en la India de hoy, desperezadas súbitamente de su siesta de siglos, fuerzas
motrices del progreso, de la democracia y del socialismo. En la historia
antigua constituyen el eslabón de enlace en el ulterior desarrollo de la
cultura, de la religión y de las instituciones. Fertilizaron la vida occidental en el
medioevo. La resurrección de la cultura clásica en el Renacimiento fue
propulsada, en gran medida, por los árabes, que dejaron la impronta
indeleble de su genio en el levante europeo. En nuestro tiempo, Oriente y
Occidente viven en estrecha y vital dependencia, en interpenetración
recíproca de intereses y de aspiraciones. El pensamiento occidental, en
brusco reniego de sí mismo, se refugia, con Romain Rolland, Max Scheler y
Herman Keyserling, en las civilizaciones milenarias de Asia, demandándoles,
con desesperación esperanzada, el desarrollo y plenitud del saber culto y del
saber de salvación, incompatibles con la extraversión pragmática de la vida
occidental. El Oriente, a su vez, recibe el influjo cultural y técnico de
Occidente, que utiliza sin perder su propia personalidad histórica, vigorizada y

59
Raúl Roa

enriquecida con la unificación militante del sentimiento nacional contra la


explotación económica y el dominio político de las potencias extranjeras. Los
pueblos árabes recorren análogo camino. La idea de la democracia retoña hoy
entre las pagodas, las mezquitas y los dragones, en las tierras clásicas del
despotismo, con vitalidad nueva y promisor contenido. La idea socialista
recluta, también, prosélitos y conductores en la China y en la India. La gran
síntesis histórica de Oriente y Occidente parece estar ya en marcha.

3. Profetismo bíblico y profetismo histórico


Si de algún pueblo puede afirmarse que advino a la historia como pre-
destinado a la tragedia, es, sin duda, del hebreo. La brutal persecución
desatada ayer sobre la población israelita europea en nombre del mito ario,
el creciente y sangriento conflicto de que ha sido ha poco teatro Tierra Santa
y la profunda crisis social que caracteriza nuestro tiempo, le infunden a la
cuestión judía renovado y patético interés. No es nuestro propósito, sin
embargo, adentrarnos ahora en su análisis. A la cuestión judía habrá que
referirse, desde luego; pero el objetivo fundamental que perseguimos, de
acuerdo con nuestro programa de curso, es ofrecer una sumaria reconstrucción
de la historia primitiva del pueblo judío y fijar el aporte del profetismo bíblico
a la ulterior evolución de las ideas sociales. Como podrá verse, miríadas de
años antes de que Carlos Marx y Federico Engels suscriban el Manifiesto
Comunista ya estaba haciendo de las suyas lo que modernamente habría de
denominarse la «lucha de clases». No en balde sentenciaría Jesús, en una de
sus más bellas y revolucionarias parábolas, que «primero entrará un camello
por el ojo de una aguja, que un rico en el reino de los cielos».

Hay que andar con cautela en punto a los antecedentes. No se ha logrado aún
alumbrar cenitalmente los orígenes históricos y el desarrollo social del pueblo
judío hasta la primera destrucción de Jerusalén por los babilonios. Los
documentos disponibles son escasos y en extremo lastrados de adulteraciones
y falsedades. El núcleo histórico que contienen los libros del Antiguo
Testamento es sobremanera reducido. Los dichos y los hechos que allí se
recogen constituyen, en gran medida, representaciones sublimadas de la
historia real de Israel. Resultaría inexcusable, en consecuencia, a estas
alturas, considerarlos como fuente exclusiva de la historia profana del pueblo
judío. La descomunal faena de la historiografía contemporánea en esta zona
particular de sus actividades ha sido desentrañar y esclarecer, con el auxilio
de la arqueología y la filología, el fondo objetivo que alimentó la literatura

60
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

bíblica a fin de expurgarla de la profusa vegetación leyendaria superpuesta. La


crítica protestante y algunos historiógrafos católicos de acrisolada probidad
científica le habían ya roturado el surco deslindando los elementos propia-
mente históricos del Antiguo Testamento.

Según las averiguaciones más cernidas, la irrupción de los judíos en la historia


se manifiesta como producto de una vasta migración semítica de pueblos,
que se vuelca, con ímpetu de torrentera, sobre la Mesopotamia, Siria y
Egipto. Las tribus nómadas judías, apenas salidas del régimen comunal de
bienes, se instalan por la fuerza en la tierra de los cananeos, que constituía,
por su posición geográfica, un verdadero cruce de naciones, la tierra
prometida por Jehová al pueblo elegido en su vagar paupérrimo por las
arenas candentes del desierto. No fue sin encarnizada porfía que los israelitas
pudieron asentarse en el territorio conquistado. La victoria sobre los filisteos
robusteció y afianzó su poder político, económico y cultural. Jerusalén, centro
vital de la contienda, se transformaría en la sede del arca de la alianza y en la
plaza estratégica del comercio judío con Egipto y los pueblos florecientes del
mar rojo. La actividad mercantil, principal ocupación de las clases dirigentes,
produjo la afluencia y la acumulación de enormes riquezas en los gobernantes
y en las familias privilegiadas, respirándose una atmósfera de disipación,
concupiscencia y libertinaje que sólo el Bajo Imperio Romano llegaría a
sobrepasar. El culto a Jehová, Dios de la austeridad y del desierto, se
sustituyó, en las esferas rectoras, por el culto a Baal, «símbolo religioso de las
fuerzas bullentes de la naturaleza, el Dios de un país donde abundaba la leche
y la miel, el aceite y el vino».

La imperativa necesidad de un acceso directo al mar Rojo abrió un nuevo ciclo


de prolongadas y costosas guerras con los pueblos aledaños. No tardarían en
repercutir en la estructura social de Israel, conmoviéndola al cabo en sus
bases mismas de sustentación. Impera el lujo y la licencia, se concentra la
propiedad, cunde el despilfarro, la miseria y la inconformidad. Los diezmos
del trigo, del vino y del aceite y los préstamos usurarios levantan oleadas de
protestas. Las disenciones políticas y los contrastes sociales ponen en peligro
la estabilidad nacional. Voces clamando justicia se alzan frente a los palacios
de los poderosos, exigiendo una inmediata prescripción de deudas y una
redistribución de las tierras en cumplimiento de la ley divina impuesta por
Jehová a su pueblo cuando Israel, dividido en tribus, acampaba en el desierto,
en fraternal comunión de bienes, memorias y anhelos. El culto a Jehová,
como señor de Israel, asumió una dimensión universal y advino, en la
imaginación enfebrecida de los humildes, en iracundo protector del pueblo y
61
Raúl Roa

en símbolo de la justicia por venir. La lucha armada que subsigue entre los
adoradores de Jehová y los secuaces de Baal es la más ostensible y dramática
expresión, en el dominio de la conciencia religiosa, de los antagonismos y
discordancias que amenazan dar al traste con la sociedad israelita. No
demoraría en proyectarse sobre esta la codicia de los imperios vecinos,
obligando al pueblo judío a luchar en dos frentes en las más adversas
condiciones.
En esa época borrascosa, insurgen, según el Antiguo Testamento, como
conductores del pueblo, como caudillos políticos, como heraldos de los
oprimidos, los primeros profetas. No existen datos de ninguna índole que
testimonien su efectiva existencia. La investigación histórica ha podido
comprobar, no obstante, que en los tiempos en que estos profetas aparecen
situados por la literatura bíblica dejaron oír su verbo de condenación y de
esperanza numerosos agitadores investidos de análogos atributos. La
similitud profunda entre los profetas del Antiguo Testamento y los profetas
históricos, que entremezclaban sus apóstrofes y sus amenazas con el mensaje
flamígero de un mundo mejor como recompensa divina a los sacrificios y a la
lealtad de Israel, permite brindar una versión aproximada de la prédica y de la
conducta de estos a través de la palabra y de los actos de aquellos.
El más antiguo profeta que menciona el Antiguo Testamento es Amós. En su
juventud se había dedicado al pastoreo en Tecoa. Un día desapareció como
tragado por la tierra. Vivía, meditando en el destino de su pueblo, en el
silencio misterioso del desierto. La visión del próximo derrumbe de Israel se
apoderó súbitamente una tarde de él y marchó, escoltado por las estrellas,
hacia la ciudad pecadora a advertirla de la inminente catástrofe.

«Escuchad estas palabras, vacas gruesas de Samaria –cuenta el


Antiguo Testamento que dijo en el festín otoñal de Betel–, que hacéis
agravios a los menesterosos y oprimís a los pobres. Juro por el Señor,
mi Dios, que van a venir días terribles sobre vosotros y os alzarán
sobre picas, y pondrán en ollas hirvientes vuestros residuos. ¡Ay de los
que duermen sobre lechos de marfil y comen los corderos de la grey y
beben los mejores vinos y se ungen el mejor ungüento! ¡El castigo no
tardará: Jeroboán morirá por la espada e Israel será llevada en
cautividad lejos del país!.»

No le va en zaga Oseas, que predica en el norte de Israel pocos años después


que Amós. Denuncia la oligarquía religiosa y censura severamente las
condiciones imperantes:
62
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

«No hay verdad, ni bondad, ni temor a Dios en el país. No hay más que
perjurios, matanzas, robos y adulterios. Se usa la violencia y un
asesinato sigue a otro asesinato.»

En el sur de Israel se escucha coetáneamente a la de Oseas, la voz tremante


de Isaías, el más grande de los profetas bíblicos por su prodigiosa fantasía, sus
arrebatos de cólera y sus desbordamientos de ternura. Impreca y acaricia,
fustiga y consuela. Isaías reprobó, con impar acritud, la falacía del culto
externo y anunció días trágicos para Israel:

«Anatema sobre quienes añaden casa a casa y añaden tierra a tierra,


hasta que ya no quede sitio libre y poseen solos el país!

«¡Anatema sobre quienes decretan leyes inicuas y suscriben amenazas


injustas para oprimir a los pobres en el juicio y violan el derecho de los
desheredados de mi pueblo para hacer de las viudas y de los huérfanos
una presa de los ricos!»

Miqueas, contemporáneo de Isaías, resulta empequeñecido por este. Arremete


contra los jefes de Israel y señala al pueblo la vía de su redención:

«Dividen al pueblo la disención y la desconfianza, la lucha de todos


contra todos. No se reconcilia uno con Jehová mediante holocaustos.
¿Crees que a Jehová le complacen los millares de carneros sacrificados
y los ríos de aceite? Ya se te ha indicado ¡oh hombre! lo que de ti se
pide: sólo que seas justo, ames la bondad y te conduzcas humildemente
ante tu Dios!»

La conquista y destrucción de Jerusalén por los babilonios al mando de


Nabucodonosor inicia un dilatado período de cautividad para Israel, que
tendría en Ezequiel su profeta. Millares de familias se vieron compelidas a
abandonar sus hogares y sus oficios e instalarse en tierras extrañas. Este exilio
forzado vigorizaría la unidad nacional de los judíos, cimentándola definitiva-
mente; pero originando en ellos, además, por su dedicación preponderante a
las actividades comerciales y financieras, ese desdén por las labores agrícolas
que se ha considerado como una de las notas distintivas de este grupo
humano. La convivencia con la cultura babilónica les suministró ideas nuevas
y nuevas leyendas, como la de la creación del mundo en siete días, la del
paraíso terrenal, la de la torre de Babel, la del diluvio universal y la de la
observancia estricta del sábado.

63
Raúl Roa

El regreso del pueblo judío a Jerusalén fue subrayado por la permanencia de


vastos contingentes en el extranjero, que se dispersarán más tarde por el Asia
Menor y por la cuenca del Mediterráneo. La diáspora judía, subsecuente a la
segunda devastación de Jerusalén por las legiones romanas, tiene un
precedente en esta dispersión que se produce al concluir la cautividad
babilónica. La reconstrucción de Jerusalén y del poderío económico y político
de Israel se ejecuta con ritmo vertiginoso. Nuevas riquezas afluyeron a las
arcas de los privilegiados y nuevos conflictos sociales estallaron. Y de nuevo
también aparecieron los profetas. Joel y Deutero-Isaías figuran a la cabeza.
Joel, en un rapto apocalíptico, presagia, durante la conmoción que suscita en
Jerusalén la caída del imperio persa bajo la acometida fulgurante de
Alejandro Magno, una catástrofe aún mayor: el juicio final del mundo por
Jehová. Deutero-Isaías vaticina la instauración de una sociedad perfecta, en la
que el trabajo recibirá justa recompensa y la vida será eterna, abogando al
par por la salvación conjunta de los hombres de todas las razas. Se
universaliza en él, por primera vez, el ideal de redención, limitado por sus
antecesores al pueblo escogido.

El sesgo y curso de los acontecimientos habría de quebrar implacablemente


–floración de primavera aventada por el huracán– este generoso sueño de
Deutero-Isaías. Israel, conquistada por los seleúcidas, cayó de nuevo en
cautividad. El ambiente se puebla, como por ensalmo, de inquietudes y
premoniciones. Mientras saduceos y fariseos disputan sobre la validez de las
doctrinas mosaicas, el pueblo se apercibe y organiza para la resistencia. El
recuerdo de la comunidad nómada inflama de místicas visiones la vigilia de
los desheredados. Los augures lanzan otra vez al aire haces de centellas y
manojos de consolaciones. Ya Judas Macabeo vertebra en torno suyo
cohortes de impacientes. La gesta libertadora está a punto de comenzar.

4. Aporte del pensamiento y del profetismo hebreos al desarrollo


ulterior de las ideas sociales

No se precisa ser muy zahorí para percatarse de que el profetismo bíblico,


trasunto mítico del profetismo histórico, está preñado de sustancia social. La
palabra y los hechos atribuidos por el Antiguo Testamento a Amós y a Oseas,
a Isaías y a Ezequiel, a Joel y a Deutero-Isaías, patentizan la existencia de una
organización política en la que los contrastes entre la riqueza y la miseria son
violentísimos. El examen de los textos sagrados, principalmente los Libros de
Moisés, el Deuteronomio y el Talmud proporcionan un valioso material de

64
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

referencias al respecto. En los libros III y V de Moisés se registra una tentativa


de reformas para remediar las consecuencias del acaparamiento del suelo
cultivable y de la fortuna. El fundamento de la misma se hace descansar en el
hecho de que la tierra, como el sol, el aire y el agua, obra de Jehová y no de
los hombres, es propiedad común del pueblo entero y a él corresponde su
explotación y disfrute. La tenencia privada del suelo es, por designio divino,
sólo temporal; y se justifica únicamente por los servicios que presta a la
comunidad. En el Deuteronomio se prescribe la obligatoriedad de los diezmos
y la manera de satisfacerlos, ya en especie, ora su importe en dinero. Este
oneroso gravamen va a transmitirse hasta nuestros días, entorpeciendo el
desenvolvimiento normal de la vida económica y provocando irritantes
engorros.

De la usura o préstamo con interés se trata también en el Deuteronomio. La


usura entre judíos queda taxativamente prohibida: «No prestarás a usura a tu
hermano, ni dinero, ni granos, ni otra cualquiera cosa.» En cambio, se
autoriza y estimula con el extranjero. Los judíos endeudados son objeto de
una especial consideración, estableciéndose, cada siete años, uno jubilar, en
el cual prescriben todas las obligaciones hipotecarias. El problema de la
remuneración del trabajo concita asimismo la atención del legislador hebreo,
aportando una solución que es la misma que veinticinco siglos después ha
propugnado el movimiento obrero: la retribución adecuada a las necesidades
y al rendimiento del trabajador, estipulándose su obligatoriedad por parte de
los propietarios y de los gobernantes. No está demostrado que estas
reformas sociales se llevasen a efecto; pero las frecuentes alusiones que a
ellas hace el Antiguo Testamento indica que fueron planteadas por el pueblo
judío en distintas etapas de su historia. El Talmud, que consagra el derecho de
propiedad privada y la licitud de la usura, ilumina vivamente la razón del
fracaso de esas tentativas de reformas: «Si se hubiera mantenido la ley sobre
prescripción de deudas –comenta–, se habría cerrado la puerta a los
solicitantes de prestamos.»

La institución del préstamo con interés gravitará sobre los judíos, como una
maldición, en los siglos posteriores. Judío y usura se fundirán en una misma
imagen repelente. Obligados durante la Edad Media a ejercer el comercio de
dinero y a vivir recluidos en ghettos, se irán diferenciando, cada vez más
acusadamente, de los demás grupos humanos, constituyendo, como reacción
defensiva, una comunidad homogénea e irreductible. Muchos, para salvarse
del aislamiento social y de la persecución política, romperán con sus tradiciones
religiosas y culturales y se convertirán al cristianismo; pero la mayoría
65
Raúl Roa

permanecerá fiel a su destino de nacionalidad sin Estado, poniendo, sin


embargo, al servicio del Estado en que radican, su formidable potencia
creadora. Lo que la cultura occidental les debe está a la vista. No habrá,
empero, para ellos, sosiego ni seguridad. En nombre ayer de la religión
cristiana, en nombre hoy de la pureza racial, sus bienes serán confiscados
múltiples veces y sabrán del acorralamiento inmisericorde y del destierro en
masa. Estarán siempre en el index de los competidores desplazados. En
nuestros días, ya se ha visto a qué grado de sevicia se ha llevado esta política
compulsiva. Ser judío, en la Alemania nazi o en la Italia fascista, comportaba,
de consuno, el saqueo y el vejamen, como si fuera el responsable inmediato
de la posición subalterna de esos países en la economía mundial. Conviene
tener presente esa odiosa transferencia ahora que sus mecanismos psico-
lógicos determinantes adoptan otros medios y otras formas. Y no olvidar que
en este hemisferio el indio y el negro están potencialmente expuestos a ser
transformados en chivo expiatorio. El fantasma del Leviatán se asoma hoy por
las cuatro esquinas del orbe.

No resulta ocioso reiterar el tópico. El antisemitismo ha sido siempre, a través


de la historia, una espléndida cortina de humo para encubrir la avaricia y el
despotismo de las capas más reaccionarias y privilegiadas de la sociedad.
Jamás, en ningún caso, las confiscaciones sufridas por los judíos se han
transferido a las clases sociales en cuyo nombre usualmente se han efectuado.
En realidad, el prestamo con interés no fue una diabólica invención israelita,
como hubieron de sostener equivocadamente Werner Sombart, Enrique
Martín y los hermanos Tharaud al enjuiciar el preeminente papel desempeñado
por los banqueros judíos en los albores del régimen capitalista. El préstamo
con interés es, como cualquiera otra institución económica, hijo legítimo de la
dialéctica de la historia. Es consustancial a todo sistema social en que el
incentivo sea el lucro y el regulador del cambio la demanda efectiva. Si fue
blanco de una larga requisitoria por los profetas bíblicos, por las cabezas más
empinadas de Atenas y por los más esclarecidos canonistas, es en virtud de
aplicarse preferentemente entonces al consumo, sublevando la monstruosidad
del pago de un interés por la satisfacción de necesidades directas. El
establecimiento de la esclavitud por deuda en Grecia y en Roma haría
definitivamente despreciable la institución.

Lo importante, de toda suerte, es que en el profetismo bíblico y en algunos


textos del Antiguo Testamento se dibuja ya, con toscos perfiles, un conjunto
de reflexiones y preceptos sobre el problema de la desigual distribución de la
riqueza, del poder y de la cultura. Pero aún hay más. Las visiones idílicas que
66
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

los profetas vaticinan como realidades futuras a su pueblo prefiguran los


esquemas utópicos del Renacimiento. Guardan, sin duda, una intrínseca
analogía con las sociedades ideales elaboradas por Moro y Campanella. Se
fundan, igualmente, sobre un apriori, fiándose la solución de los problemas
sociales, concretos y terrenos, a la intervención de la voluntad divina, como la
mayoría de los escritores utopistas hacían depender la realización de sus
proposiciones de la bondad nativa de la naturaleza humana y de su ínsito afán
de perfeccionamiento y pureza.
La contribución del profetismo bíblico y del pensamiento hebreo al ulterior
desarrollo y madurez de las ideas sociales es, sin duda, de considerable
importancia.
«Israel –afirma Ernesto Renán– ha fundamentado la protesta del pobre,
ha reclamado la justicia, la igualdad y la fraternidad en las cofradías. Si
Grecia ha erigido el edificio eterno de la civilización, Israel aporta una
idea capital a la cultura: la preocupación por el débil, la reclamación
obstinada de la justicia para el individuo. Nuestras civilizaciones arias,
cimentadas en la inmortalidad del alma y en el sacrificio personal, son
muy crudas. Jeremías tiene razón a su manera. La sociedad que él
concibe no es viable; pero suministra un ingrediente esencial a la obra
humana.»
La trascendencia del profetismo bíblico estriba en su vigorosa protesta contra
la injusticia social y en el espíritu revolucionario que la anima. Representa,
innegablemente, la piedra miliar en la lidia infatigable del hombre por una
convivencia pacífica, equilibrada y estable. El carácter religioso en que esta
protesta se expresa está determinado por el predominio político de la casta
sacerdotal, el bajo nivel del desarrollo técnico y el radio reducido del
conocimiento humano.
La cuestión social en Israel anticipa, en varios aspectos, por su virulencia, la de
nuestros días; pero, sobre todo, por el evidente parentesco en tono y estilo
de los viejos profetas iluminados y de los grandes revolucionarios actuales.
«Los profetas –escribe Raymond G. Getell– fueron los primeros
defensores apasionados de los pobres, de los desgraciados y de los
oprimidos; y a ellos se debe la primera manifestación de la idea de la
fraternidad humana.» «Los profetas –concluye Renán– son oradores
fogosos, a quienes hoy llamaríamos socialistas y anarquistas. Son
fanáticos de la justicia social y proclaman en alta voz que si el mundo
no es justo ni puede llegar a serlo lo mejor sería destruirlo.»
67
Raúl Roa

IV
Esparta y Atenas
1. La venda de Cupido
Resulta hoy sobremanera fácil advertir la trayectoria solar del proceso
histórico hacia una síntesis dialéctica de todos sus aportes. Jorge Guillermo
Federico Hegel, en soberano arranque, lo intuyó hace un siglo. En ese
sinfónico desfile de pueblos y culturas, Grecia constituye el primer centro
universal del espíritu europeo, convirtiéndose en punto de partida de toda
evolución espiritual ulterior. La importancia y el interés que tiene para
nosotros la antigüedad griega radica, justamente, en esta vinculación suya al
devenir de la cultura occidental, a la que lega un profuso semillero de
conquistas y un horizonte en perpetuo renuevo.
No se logra, sin embargo, hasta tiempos muy cercanos a los nuestros la pulcra
determinación de las relaciones entre la cultura griega y la occidental y la
aprehensión rigurosa de la compleja realidad histórica que la sustenta y
conforma. Esta dilatada demora en la comprensión de lo griego es uno de los
más peregrinos acaecimientos de la ciencia histórica. La explicación de la
misma ha de indagarse, por una parte, en la deshistorización de la antigüedad
grecolatina por el espíritu renacentista; y, por la otra, en el cultivo romántico
de las humanidades, que da pábulo a una mística exaltación de sus valores y a
la creencia de que la cultura occidental es mero trasunto de la clásica, que
agota en sí misma la capacidad humana de creación y decanta, en su propia
esencia, la esencia de la vida.
Esta beatería de lo griego, definida por José Ortega y Gasset como «tendencia
al deliquio y al aspaviento», es el gran obstáculo que ha entorpecido un
certero entendimiento de la cultura clásica, contribuyendo a forjar de la
misma un concepto falaz. Muestra de esta «postura de ojos en blanco» la
ofrece Alemania, en la que se llega a sostener que «entre el espíritu helénico
y el alemán existe un sagrado vínculo nupcial». «Tierra del ideal», llamó
Winckelmann a Grecia. Lessing, Vos, Goethe y Schiller se produjeron en
parejo lenguaje. No anduvo Francia muy en zaga a este sentimental derreti-
miento. ¿No creyó descubrir el siglo XVIII francés, con enternecido alborozo,
en el sentido griego de la vida el arquetipo de la vida humana? En la centuria
subsiguiente, Hipólito Taine y Ernesto Renán, críticos e historiadores ambos
de afilada pupila y cernido saber, hablaron, con admiración patidifusa, del
milagro griego, del don divino que fue Grecia. Maestra de ciudadanía,
corporización del gobierno del demos, dechado único de nivelación social,
refugio del espíritu humano, incitación al retomo, la proclama Henri Beer.
68
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

«Muerta es la vieja Grecia –escribió José Martí, nada sospechoso de


grecofilia– y todavía colora nuestros sueños juveniles, calienta nuestra
literatura, y nos cría a sus pechos, madre inmensa, la hermosa Grecia
artística. Con la miel de aquella vida nos ungimos los labios aún todos
los hombres.»

Y, son muchos todavía los que, en esta hora de universal palingenesia, se


agarran, conmovedoramente, como náufragos, a la imagen que dejó Tucídides
de la democracia ática en la deslumbrante madurez del siglo de Pericles.

¿Marca Grecia, en verdad, la curva más alta de la capacidad humana de


creación y de anhelo? ¿Se extinguió acaso con Grecia la forma suprema de la
convivencia humana? ¿Corresponde, en rigor, esta versión apologética a la
realidad histórica que dice representar? ¿Fue Grecia, en puridad, un paréntesis
de cristalina quietud en las turbulencias sociales del mundo antiguo, una
democracia sin desasosiegos ni quebrantos, serena y bella, como un verso sin
entraña? ¿La isonomia fue para todos o patrimonio exclusivo de una minoría
privilegiada? ¿Tuvo el demiurgo los mismos derechos que el eupátrida?
¿Mereció alguna vez el geomoro el saboreo olímpico del diagogos? ¿Pudo el
esclavo que fecundaba la tierra para garantizarle al filósofo el ejercicio
desinteresado de la teoría y al ciudadano su dedicación plenaria a la actividad
política, dejar oír su voz de protesta en la eclessias? ¿Traspasó alguna vez el
ilota el pórtico rutilante de la apella?

La investigación histórica ha respondido, negativamente, a este dramático


repertorio de cuestiones. Deonna, Picard y Schuhl han demostrado «lo que
hay de falso y grotesco en los pretendidos dogmas sobre la perfección y la
serenidad de la vida ateniense». Oswald Spengler, que casi nunca tiene razón,
le sobra, sin embargo, cuando se mofa de los clasicistas alemanes que
admiten a pie juntillas que los atenienses «se pasaban la vida filosofando a
orillas del Ilissos, en pura contemplación de la belleza». Werner Jaeger les ha
sobrepasado largamente en el afán esclarecedor y en los resultados obtenidos,
que abren, sin duda, un nuevo y promisor capítulo en los estudios clásicos. Si
el «equívoco» platónico ha sido ya despejado y si ya podemos disponer de
una teoría general del espíritu griego, lo debemos a su ingente faena.
Obligado es consignar, empero, que sin la obra de roturación y siembra
emprendida por Jacobo Burckhardt y Federico Nietzsche, imposible hubiera
sido a aquellos iluminar tan vívidamente el mundo griego. A Burckhardt
corresponde el haber subrayado, antes que nadie, en su memorable curso de

69
Raúl Roa

1872 en la Universidad de Basilea, los batientes sombríos de ese mundo. «Si


algún pueblo padeció y sufrió –dice– fue este pueblo excelso.» «Ninguno
–añade– se hizo más daño a sí mismo.»

Entre los oyentes de Burckhardt, estaba Federico Nietzsche, profesor de


filología en la propia Universidad. Ni que decir tiene que la «nueva manera»
de interpretar la historia, que afloraba ya en sazón en su maestro, fue
genialmente captada por el inquieto discípulo, que la utilizaría, con óptimo
rendimiento, en su luminoso libro El origen de la tragedia. Nietzsche, en
efecto, develó, aún más que Burckhardt, la dorada túnica del mito y puso, en
flagrante evidencia, a los que, sin perspectiva ni sentido de los ritmos vitales
que rigen y configuran las épocas históricas, pretendían dar de Grecia una
visión artificiosa, como si el contradictorio flujo del proceso social y sus
repercusiones alternativas en la conciencia de los distintos grupos y clases
pudieran coagularse, sin menoscabo, en la redoma de un idílico esquema.

Según Nietzsche, la historia de Grecia no fue, precisamente, prototipo de


serenidad. La estéril superstición, alimentada en el turbio hontanar de los
idealismos postizos desenmascarados por Karl Mannheim, cobró su auténtica
categoría vital al preñarse de tiempo y espacio. Si Grecia supo de la fruición
inefable de la euforia colectiva, conoció también la disforia social. Y, más de
una vez, sintió clavarse, en su carne desgarrada, el dardo cruel de la
desesperación sin esperanza, que desangra y aniquila el espíritu, vencido al
cabo por un sentimiento de impotencia que todo lo impregna y pervade y por
una desaforada irrupción de los más oscuros apetitos. El ritmo dionisíaco
comparte con el apolíneo el desarrollo del espíritu griego. La concepción de la
vida como tragedia, como lucha del hombre contra el destino en la certeza de
su vencimiento, predomina en Grecia en su infancia y en su adolescencia
social y cultural, como expresión irracional de una realidad que parece
escaparse de las manos de sus fautores. El ritmo apolíneo, la concepción de la
vida como señorío gozoso sobre los instintos y la circunstancia social, rige en
el apogeo de su plenitud histórica, singularizada por la estatuaria perfecta, los
sistemas racionalistas de filosofía y la consideración de lo humano y de su
concreto destino. El ritmo dionisíaco volverá a apoderarse del pueblo griego
en la hora crepuscular de su decadencia histórica, caracterizada por vastas y
profundas agitaciones políticas y sociales, por luchas sangrientas entre
Atenas, Esparta, Tebas y Macedonia, por el entronizamiento de la autocracia
y el eclipse de la polis como forma específica de vida civil griega.

70
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Si a esta nueva óptica se la pule y completa con el análisis sociológico de la


estructura histórica del espíritu que la nutre y modela, brotará, con entera
limpidez, el trasfondo social del pensamiento griego, hasta ahora embozado
poéticamente en la leyenda. La vieja y arrumbada hermenéutica cuenta aún,
desde luego, con fervorosos prosélitos. Muchos de ellos se han virado incluso
contra la nueva perspectiva, tildándola de herética. Lo cierto es, sin embargo,
que la ubre de la ortodoxa ha tiempo que ni agua mana. En sus momentos
estelares, tuvo diestros filólogos y rastreadores infatigables de los textos
filosóficos. Ahora se limita a dar, como propios, venerables refritos.
La época en que los perros se amarraban con longanizas pasó definitivamente.
No nos contentamos ya con un Platón de estampilla ni con un Sócrates de
vidriera. De lo que ahora se trata, es de exhumar el mundo griego en su
efectiva y real concreción. Se trata de desentrañar y comprender lo que
subyace en el ideal platónico de vida, en la doctrina de la conducta de
Sócrates, en la escultura de Fidias, en la comedia de Aristófanes, en la
enseñanza de Protágoras o en la oratoria de Demóstenes. Nada de ello se
puede explicar en sí mismo ni por sí solo. Se explica únicamente en función de
su medio y de su tiempo. Aquella insólita floración de espíritus egregios está
inserta y articulada en una estructura social y espiritual determinada. La
corriente histórica en que viven inmersos les vino impuesta. Y, a la vez, han
actuado sobre esta para represarla, impelerla o transformarla. Han sido, en
pareja medida, ellos y su circunstancia. Y, porque lo fueron, lograron
trascenderse a sí propios y a esta, inmortalizando su espíritu en la mortalidad
de su carne. Le robaron al cielo sus secretos por estar muy enraizados en la
tierra. Esa fue su proeza y esa también su tragedia.
Este enfoque es el único, a nuestro juicio, que permite darle a la Hélade lo
que la Hélade merece. Punto de partida de toda cultura ulterior, la griega
aporta a la nuestra cardinales hallazgos en el pensamiento y un rico patrimonio
de formas estéticas. La cuantía y calidad de este legado, incorporado al
acervo propio de la cultura occidental, que lo asimila y trasciende, es lo que
hace a esta deudora perenne de la cultura clásica. Y lo que explica, asimismo,
en los que carecen de conciencia histórica, esa beatería de lo griego que, al
arrebujar su verdadera imagen, deforma y empobrece su prístina fascura, esa
como lozanía de anhelo inconcluso que rezuma. La realidad maravillosa que
fue Grecia no es una merced impar de los dioses ni un don mágico del genio
helénico, sino un producto concreto de la dialéctica histórica. El milagro
griego no es otra cosa que el haber sido Grecia «el punto más bello de
desarrollo de la infancia social de la humanidad». Esa, y no otra, es la razón de
su eterno atractivo.
71
Raúl Roa

Ni Grecia constituyó, ni puede constituir hoy, la meta y el mito de la


aspiración humana. Como todas las formaciones históricas que fueron y
serán, Grecia anidaba, en su vientre prócer, los gérmenes de su propia
disolución. Uno de sus filósofos más buídos profetizó, mucho antes del
tramonto, histórico de Atenas, su inexorable derrumbamiento y el derrum-
bamiento inexorable del futuro a través de su propia superación. ¿Por qué
había de bañarse dos veces en un mismo río si no pudieron hacerlo Asiria y
Caldea, Babilonia y Persia, Creta y Egipto? Grecia intentó, como Prometeo,
rebelarse contra su destino. Fue inútil. La marejada macedónica y su desgaste
interno habrán de ahogarla en Queronea. El problema de la unidad del
mundo antiguo, planteado ya en las guerras del Peloponeso, tendrá una
solución provisoria en el imperio alejandrino, que extendió sus centelleantes
confines hasta las fronteras misteriosas de la India. Roma dará soberbio
remate a ese proceso.

Grande en sus vuelos y en sus caídas, en sus glorias y en sus miserias, fue
Grecia. Ningún otro pueblo del pasado se atrevió a ser lo que era con tan
juvenil denuedo. Justificado está, por eso, que se acerque uno a Grecia con
amoroso impulso. Y, justificado también que un profundo temblor nos recorra
el cordaje de la sensibilidad al penetrar en su pensamiento, en su arte, en su
agonía; pero lo que ya no puede admitirse, en puro rigor científico, es verla
como no fue ni investirla de atributos que no tuvo, ni ofuscarse con el fulgir
de sus irradiaciones como un colegial embelesado con los ojos de su novia.

«Amor –sentenció un griego– equivale a conocimiento.» Conocimiento; no


ceguera. La venda de Cupido es ya sólo válida para los enamorados bobos.

2. Aqueos y Dorios
Contra lo que pudiera creerse, los pobladores originarios de Grecia no fueron
los helenos. Los helenos, como los judíos, hacen su historia y su cultura en
territorios extraños, conquistados por la fuerza. Sobre los dichos y los hechos
de sus antecesores los griegos no conservaron sino abigarradas referencias
leyendarias. Resulta tarea vana pretender reconstruir esta época remota de la
historia por medio de los textos clásicos. La historiografía griega nunca logró
trascender, ni en Tucídides, la pura descripción de lo circundante. Fuera de
Estrabón, que apunta alguna vez la posibilidad de que la Hélade estuviese
antes habitada, en todo o en parte, por bárbaros, ningún otro historiador de
la antigüedad da testimonio de los primitivos habitantes de la península
balcánica.
72
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La historiografía contemporánea ha conseguido proyectar un potente haz de


luz sobre la época prehelénica y poner al descubierto los orígenes de la Grecia
propiamente dicha. El vasto proceso migratorio que culmina con el estable-
cimiento de los aqueos y los dorios en la península balcánica se remonta,
según Gustavo Glotz, al año tres mil antes de la era cristiana. Aqueos y Dorios
pertenecen al mismo grupo lingüístico indoeuropeo y están parejamente
organizados en genos, pequeñas comunidades unidas por vínculos de sangre.
Los aqueos se instalan en el norte de Grecia y los dorios en la Grecia Central y
en el Peloponeso. No discurriría mucho tiempo sin que los aqueos, expulsados
del norte de Grecia por los dorios, se lanzaran a la aventura marítima, que les
traería, con la expansión colonial y la fortuna mueble, la libertad política y una
cultura superior destinada a ser la primera cultura de porte universal. El
producto más refinado de esa evolución es Atenas. El proceso histórico de
Esparta, cimentado en una invasión que se repliega sobre sí misma en tierra
adentro, conduce, por el contrario, a la integración de un Estado agrícola y
militarista fundado en los privilegios de raza, que tiene, como inmediata
consecuencia social, la erradicación de la ciudadanía de todos los que no
pueden hacer valer su sangre doria. Esparta se lanzará a la conquista del mar
cuando Atenas esté ya de vuelta de su señorío; y, al hacerlo, conservará
intacta su estructura social y su régimen político.

La organización de los aqueos y dorios en genos ha inducido a levantar la


hipótesis de que los griegos vivieron, sobre las tierras conquistadas, un
dilatado período de propiedad comunal. El examen de las fuentes sólo
permite concluir que, en el momento mismo en que los griegos aparecen en
la historia, la propiedad comunal está ya en proceso de desplazamiento por la
propiedad privada y la autoridad patriarcal insurge avasalladora sobre la
matriarcal. Las euménides de Esquilo ilumina vivamente, como ha demostrado
Bachofen, las raíces psicológicas de este proceso. Müller Lyer, en su magna
obra La familia, sostiene que el triunfo de la autoridad patriarcal sobre la
matriarcal entraña la desaparición de «los tiempos de la fraternidad y de la
igualdad primitiva». El mito de la edad de oro es una supervivencia de esta
época. Pablo Kisch, en su apasionante libro El enigma del matriarcado, se
produce en igual sentido que Müller Lyer. Si los residuos del matriarcado son
más fuertes en Esparta que en Atenas, se debe a la estructura social
retardada prevaleciente en el Peloponeso. Es, en razón de este fenómeno,
que se ha llegado a aseverar que «entre la comunidad primitiva y la sociedad
con claro sentido de la propiedad privada, que tardará muy poco en aparecer,
la sociedad espartana señala una etapa de transición»; pero lo que sí resulta

73
Raúl Roa

innegable es que la sustitución general del matriarcado por el patriarcado en


la época en que los griegos invaden la península balcánica se produce como
consecuencia de la desintegración del régimen comunitario de propiedad. En
los genos aqueos y dorios predomina ya la forma familiar de propiedad. La
disolución de la estructura gentilicia y la organización de la convivencia en
Estado-ciudad acontece entre los aqueos en la época homérica. La fusión de
los genos dorios en la polis se produce, por el contrario, tardíamente.

Esparta y Atenas, que polarizan en su historia social y política la historia


general de Grecia, serán, por consiguiente, objeto cardinal de nuestra
atención.

3. Estructura institucional y social de Esparta


El régimen social espartano se ha propuesto más de una vez como realización
ejemplar de convivencia igualitaria y niveladora. No pensaba de otra suerte
Saint-Just cuando ofrecía a su pueblo como panacea, en sus Instituciones
republicanas, la transformación de Francia en una república lacedemonia de
agricultores y soldados. El contraste de esta concepción literaria con la
realidad histórica espartana nos pondrá en aptitud de esclarecer la verdadera
naturaleza y el genuino alcance del igualitarismo espartano.

El poder político y económico estaba a cargo en Esparta, como en todos los


Estados dorios, de una reducida minoría que impera, como raza vencedora,
sobre una población de más de doscientos mil ilotas sometidos tras fieras
batallas y de cien mil periecos, que se rindieron sin lucha a cambio de
determinadas ventajas. Los ilotas, sometidos a una explotación exhaustiva,
cultivaban el suelo en calidad de instrumentos de trabajo. No hay un criterio
unánime en cuanto a la condición jurídico-social de los ilotas. Según Ernst
Curtius, «los ilotas eran esclavos». Algunos historiadores han pretendido
equiparar la condición jurídico-social de los ilotas a los siervos de la gleba de
la Edad Media. Barbagallo, más cauto, se limita a sostener que esa servidumbre
difiere radicalmente en su sentido a la dominante en el régimen feudal.
Jacobo Burckhardt coincide con Curtius. Un examen riguroso de las fuentes
parece abonar este último criterio. Los ilotas estaban efectivamente vinculados
al proceso material de producción por una relación jurídico-social de
esclavitud. Sobre su actividad se asentaba la vida material de Esparta y eran
tan numerosos que rara vez fue necesario importar esclavos extranjeros.
Carecían de libertad personal y de derechos cívicos. Y eran objeto, constante-
mente, de los más brutales atropellos. Burckhardt refiere que, en las grandes
74
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

fiestas dorias, se les hacía desfilar ebrios y a golpes de látigo ante los altos
dirigentes del Estado y de las familias privilegiadas, presentándolos a sus hijos
como ejemplo de degradación y desprecio. Los periecos, dedicados a los
oficios y a las actividades comerciales, gozaban de libertad personal; pero
estaban excluidos de la ciudadanía y eran objeto de exacciones económicas
intolerables.

El pueblo propiamente espartano lo constituían los «iguales», los descendientes


de los conquistadores, los guardianes del Estado, que obtenían de este, en
retribución de sus servicios, un kleros, o trozo de tierra, en calidad de usufructo.
Sometidos desde niños a una educación férrea, corporal y militarista bajo la
severa vigilancia de los éforos, estaban adscriptos al Estado espartano como
servidores. En el período de entrenamiento, se les obligaba a vivir en común y
a fomentar su fortaleza física mediante la gimnasia y la vida a la intemperie.
La oligarquía dominante necesitaba hombres vigorosos y dóciles para
mantener a raya a los ilotas. Los niños deformes o débiles eran inmediatamente
suprimidos. No tenían valor alguno para el Estado espartano. Para endurecer
a los jóvenes, se les obligaba a las prácticas del silicio ante el altar de
Artemisa. El homosexualismo, ejercitado clandestinamente al principio, fue al
cabo autorizado como medio eficaz de estrechar los lazos de amistad y de
compañerismo. El producto de semejante educación no podía ser otro, afirma
Guillaume, que «salvajes brutales, taciturnos, obedientes, crueles y, a veces,
heroicos». Un tipo de hombre, como ha dicho Burckhardt, extraño al resto de
los griegos. Entrenados desde niños para la lucha, no supieron otro oficio que
el de las armas ni alentaron más ideal que el de la guerra. Eran los «iguales»,
los primogénitos del Estado, los guardianes del poder y de la riqueza; pero ni
disfrutaban de esta, ni tenían una participación real en las funciones de aquel.

La pluralidad del ejecutivo era la característica más acusada del régimen


espartano. Gobernaban dos reyes bajo la inmediata inspección de cinco
éforos. Provenientes de las familias más ricas, los éforos tenían atribuciones
para decidir en caso de discrepancias entre ambos reyes. El demos, compuesto
por los «iguales», se integraba en la apella o asamblea general del Estado,
que pretendía corporizar la voluntad política del pueblo espartano. Jamás los
ilotas lograrían apostarse en torno de sus columnas. En realidad, el templo de
la soberanía espartana era una institución puramente decorativa, controlada,
a semejanza de los parlamentos fascistas, por delegados del poder central.
Nada se discutía ni aprobaba en su seno que no fuera autorizado previamente
por aquel. El cuerpo consultivo de mayor jerarquía en Esparta y, en rigor, el
verdadero regente del poder y de la riqueza, era la gerusia, formada por
75
Raúl Roa

ancianos experimentados y de rancia estirpe dórica. Los «iguales», manifiesta-


mente privilegiados en relación con los ilotas y los periecos, estaban, pues, en
situación de franca inferioridad a los dirigentes del Estado. Existía una
oligarquía dentro de la oligarquía.

4. Licurgo y la sublevación de los «iguales»

En la época en que aparece situado Licurgo por Plutarco, no hay duda ya de


que la gerusia, el eforado y la reyecía poseían el efectivo control de los
medios de producción, representados entonces por la tierra como forma
fundamental de la riqueza. Esta hegemonía económica asume formas cada
vez más cerradas y agresivas en el orden social y, en el terreno de la cultura,
adopta la forma descarnada de saber de dominación sin rutilancia alguna.
Gimen los ilotas en los campos de cultivo bajo el látigo de los «iguales», que
descargan sobre ellos su insatisfacción rencorosa. Los periecos se revuelven,
impotentes, exprimidos por los tributos. Entre los «iguales» mismos, cargados
de deudas, empieza a cundir el descontento. La oligarquía, temerosa de
perder sus privilegios, redobla su vigilancia y suprime a los inconformes; pero
la fermentación social sigue en ascenso. Los ilotas intentan rebelarse. La
gerusia responde con una matanza colectiva de esclavos. Se yerguen, a su
vez, grupos de «iguales» contra el Estado, apoyados por los periecos. La crisis
planteada culmina con una sublevación general de los guardianes de la
oligarquía, que demandan de los reyes, de los éforos y de la gerusia una
igualdad efectiva entre todos los descendientes de los conquistadores, una
inmediata condonación de deudas y una distribución equitativa de la politiké
kora o tierra cívica. El resultado de la sublevación de los «iguales», que
obtuvieron casi todos sus objetivos, fue el reforzamiento de la base agraria
del régimen y la momentánea unificación política de todos los espartanos por
su participación conjunta en la dirección del Estado. La apella corporizó, por
primera vez, la soberanía del demos; pero los ilotas y los periecos fueron
totalmente desconocidos en este reajuste social efectuado en nombre del
principio de igualdad. A esta época, precisamente, es a la que Plutarco refiere
la legislación de Licurgo, enderezada, como se verá, a fortalecer las bases de
la oligarquía dominante.

Asevera Plutarco, que «nada se puede decir de cierto sobre el legislador


Licurgo». Ni si existió o no existió; pero semejante incertidumbre no resulta
obstáculo para que nos refiera la vida y milagros de Licurgo con la enfadosa
prolijidad de un testigo de vista. La hipótesis hoy predominante es que

76
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Licurgo fue un ente de ficción, un tipo creado, como Moisés, por la


imaginación popular y puesto a vivir en tiempos socialmente propicios a su
aparición. La picardía genial de Plutarco estriba, justamente, en hacerlo
surgir, como los evangelistas a Jesús, cuando la coyuntura social y económica
demandaba la presencia de un hombre capaz de interpretar la correlación de
fuerzas planteada en esa coyuntura y de darle una salida a las contradicciones
existentes. Parece ocioso advertir que, en ningún momento, Plutarco asigna a
Licurgo la misión de derribar las bases fundamentales del poder de la
oligarquía, concretando su programa de reformas a una redistribución
equitativa de las tierras entre los espartanos propiamente dichos y a un
conjunto de medidas encaminadas a regimentar las relaciones sociales en
beneficio de la minoría gobernante.

A su retorno a la patria lacedemonia, después de diez y ocho años de


ausencia, Licurgo encontró la ciudad, al decir de Plutarco, en estado de grave
perturbación. Ilotas y periecos rumiaban sordamente su inconformidad. Los
«iguales», los espartanos genuinos, los descendientes de los conquistadores,
andaban a las greñas con sus gobernantes por razón de haberse estos
adueñado de sus tierras y prohibirles el acceso a la politiké kora, otrora
accesible a todos los que pudieran mostrar su sangre doria. Esta desigualdad
tan pronunciada era la fuente que alimentaba el descontento. Se imponía,
pues, abolirla y restablecer la antigua igualdad. Antes de acometer su
empresa niveladora, Licurgo recabó y obtuvo el apoyo de la pitonisa; pero
como este apoyo no era suficiente si los oligarcas decidían resistir por la
fuerza a sus propósitos, Licurgo precavidamente organizó a sus adeptos en
partido político. La fuerza de este partido político, que pronto encuadraría en
sus filas a todos los «iguales», guardianes a su vez del poder de la oligarquía,
obligó a esta, para evitar males mayores, a encomendarle a Licurgo la
reorganización de la vida social espartana. Según refiere Plutarco, Licurgo
dividió a Esparta en diecinueve mil partes iguales, distribuyendo nueve mil
kleros entre los «iguales» con derecho de ciudadanía y el resto entre los
dorios que, por una u otra razón, lo habían perdido. Suprimió el comercio y la
navegación, sustituyó las monedas de oro y plata por las de hierro, estableció
las comidas frugales y en común y la militarización integral de los «iguales»,
regimentó el matrimonio y la procreación, dictó medidas para la conservación
de la pureza racial, mantuvo el ilotado en la esclavitud y proclamó la inutilidad
de la filosofía y el arte. El único arte que para el espartano existe es el arte de
la guerra, en la que «no debe despojarse al enemigo sin antes terminar el
combate porque es una imprudencia».

77
Raúl Roa

A eso se contrae el programa de reformas sociales que Plutarco atribuye a


Licurgo. Ni Herodoto, ni Tucídides, ni Jenofonte suministran datos concretos
respecto a su efectiva realización. El criterio predominante es que la
legislación social de Licurgo constituye una idealización posterior de la
transformación operada, dentro del régimen espartano, en el siglo IX, con
motivo de la sublevación de los «iguales». Nada más lejos, de todos modos,
del paradisiaco carácter comunista que algunos autores le han venido
asignando. Nada más cerca, en cambio, del régimen totalitario. La Esparta
reformada, caso de haber existido, es una tosca anticipación de la Alemania
nazi.

5. Apogeo y decadencia del imperio espartano

El siglo VIII inaugura para Grecia un nuevo ciclo histórico, caracterizado por la
conquista del mar, la expansión colonial y el papel progresista de los tiranos,
que contribuye decisivamente, como se verá, al establecimiento del régimen
democrático. Este proceso de extraversión del pueblo griego, que inicia la
crisis de los Estados oligárquicos, lanzó a Atenas, Corinto, Focea, Magnesia,
Efeso, Mileto, Calcis, Eubea, Egina y Megara a la lucha por el control del
Mediterráneo. Iniciada por los oligarcas, participaron en ella metecos,
campesinos libres, pequeños industriales y desposeídos, gente toda que nada
tenía que perder en la empresa y sí un mundo nuevo que ganar. El resultado
de este proceso fue, junto con la transformación sustantiva del régimen de
bienes, el establecimiento de una nueva clase social que hizo valer sus
derechos políticos en razón de su fortuna, imponiéndolos mediante formidables
rebeliones sociales y guerras civiles que llenan, con su dramático estruendo,
los siglos VII y VI de la historia griega. Esparta y Creta, abocadas al mismo
destino histórico, optaron por replegarse aún más en sí mismos, temerosas
sus minorías dominantes de perder en la aventura sus privilegios políticos y
sociales. El éforo Xilón, logró, mediante un artificial reajuste de su régimen
económico, mantener a Esparta al margen de los nuevos desarrollos, que
entrarán, fatalmente, en contradicción con la organización señorial represen-
tada por los eupátridas.

Este forzado proceso de introversión, bruscamente roto por la irrupción de


los persas en el Mediterráneo, va a superarse más tarde en la decisión de la
gerusia de lanzarse también a la aventura imperialista, proyectando sus
ambiciones sobre Atenas y sus florecientes establecimientos mercantiles;
pero en esa pugna con Atenas –conocida históricamente por la guerra del

78
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Peloponeso y fase inicial de la lucha por la unidad del mundo antiguo


culminada por Roma– la oligarquía espartana participa, como quedó ya
advertido, en su condición de tal, conservando intactos sus privilegios
económicos y sus derechos de sangre. Atenas fue vencida por Lisandro y
arrasadas sus murallas ornadas de gloria, el poder de la ciudad confiado a
treinta tiranos y sus arcas desfalcadas. El imperio espartano iniciaba su égida
fugaz, como fuerza corrosiva y corruptora.

El sistema económico establecido en Esparta, como consecuencia de su


estructura imperial, se sustenta en el predominio del comercio y del dinero;
pero su control y disfrute y el régimen político siguen en manos de la gerusia.
La decadencia histórica de Esparta no tardará en manifestarse y correrá
pareja con la de Atenas. Plutarco afirma que la introducción del oro y la plata
en Esparta determina, por la concentración de las fortunas en círculos cada
vez más angostos, un Estado de fundamental resquebrajamiento económico y
moral, originándose un proceso de desigualdad social entre los propios
«iguales» que los lleva, vertiginosamente, a la indigencia. Brota el descontento
y se organiza la rebeldía. Levantamientos de ilotas son inmisericordemente
sofocados. Ya estos en el siglo V, durante la primera guerra del Peloponeso,
se habían rebelado en masa contra el Estado. Fue en esa sazón que se creó,
para mantenerlos reducidos por el terror, una legión juvenil denominada la
kripteia, cuya misión era eliminar a los ilotas «más robustos y poderosos».
Plutarco resulta, a este respecto, sobremanera ilustrativo.

«Los magistrados –escribe– envíaban cada cierto tiempo por diversas


partes a los jóvenes que les parecía tenían más juicio, los cuales
llevaban sólo una espada, el alimento absolutamente preciso y nada
más. Estos, esparcidos de día por lugares escondidos, se recataban y
guardaban en reposo; pero a la noche salían a los caminos y a los que
cogían de los ilotas, les daban muerte; y muchas veces, yédonse por
los campos, acababan con los más robustos y poderosos de ellos.»

Platón en Las leyes, mixtifica deliberadamente el sentido político de la


kripteia, dándole un puro carácter de entrenamiento militar. Nada tiene de
sorprendente esta actitud suya si se recuerda que el esclarecido discípulo de
Sócrates estuvo siempre íntimamente vinculado a los intereses eupátridas. En
su Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides refiere que:

79
Raúl Roa

«habiendo sido coronados como libres, aquellos ilotas que primero los
espartanos habían señalado como sobresalientes en valor, recorrieron
así los templos de los dioses, y de allí a poco desaparecieron de
repente, siendo más de dos mil en número, sin que ni entonces ni
después haya podido nadie dar razón de cómo se les dio muerte».

El imperio espartano se derrumbaría, prontamente, corroído por sus contradic-


ciones internas y la estrecha perspectiva de sus dirigentes. Empeñado con
Tebas en porfiada pugna, vio invadido su propio territorio y sustraído a su
control Arcadia y Mesenia, conquistadas a raíz de la sublevación de los
«iguales»; vencedor al cabo en Mantinea fue traicionado más tarde por
Arquidamo III y derrotado por los macedonios en Megalópolis, ocultándose
Esparta, durante decenios, a la mirada de la historia, «para reaparecer
envuelta en un manto trágico, poco antes de extinguirse definitivamente, con
los hechos y destinos de Agis y Cleomenes».

De estirpe real, Agis se propuso reconstruir totalmente, desde arriba, el


Estado espartano, en quiebra irremediable. El complejo de contradicciones
acumuladas por el desarrollo histórico de Esparta amenazaba estallar en una
gigantesca convulsión social. El proyecto de ley presentado por Agis en la
gerusia para conjurar la inminente catástrofe disponía la inmediata
redistribución de las tierras entre los espartanos y los periecos dignos, por sus
cualidades físicas y morales, de ser incorporados a la ciudadanía, la supresión
de los privilegios de sangre y del eforado y el efectivo funcionamiento de la
apella, controlada de nuevo por la oligarquía poco tiempo después de la
sublevación de los «iguales» en el siglo IX; pero como la gerusia dilataba su
aprobación, Agis decidió someterlo a la apella, defendiéndolo ante sus
miembros.

«Lego toda mi fortuna –dijo al concluir su exaltada perorata– que es


considerable en campos y praderas, a más de 600 talentos de plata
efectiva. Otro tanto hacen mi madre y mi abuela, así como mis amigos
y parientes que se cuentan entre los más ricos de Esparta.»

Sólo Leonidas se pronunció en contra. La respuesta de la reyecía, del eforado


y de la gerusia fue la inmediata disolución de la apella y ordenar la captura de
Agis. Este, para eludirla, se refugió en el templo de Neptuno, que era
inviolable. En una de sus frecuentes salidas, fue aprehendido por Leonidas y
condenado a la pena de estrangulación por traidor a la patria y por haber
puesto en peligro la estabilidad del Estado espartano. Murió como un héroe.

80
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

A un viejo servidor, que lloraba junto a él, le replicó altivamente: «Cesa de


llorar amigo, pues muero injustamente y por eso me revelo más sereno que
mis verdugos.» Su abuela Arquidamia y su madre Agistrata fueron estrangu-
ladas inmediatamente después que él.

El programa social de Agis fue recogido por el rey Cleomenes, hijo de


Leonidas y desposado con la viuda de aquel. Según Polibio, esta accedió a los
requerimientos matrimoniales de Cleomenes previo compromiso suyo de
establecer las reformas propuestas por Agis. Cleomenes, efectivamente,
suprime el eforado, destierra a los oligarcas, anula las deudas, reparte las
tierras, liberta mil ilotas y declara la guerra a la liga aquea. Los Estados que la
integran, sintiéndose seriamente amenazados por sus ejércitos, conciertan
una alianza con el rey de Macedonia Antígono Doson y le salen al encuentro.
Fue una lucha larga y feroz, cuajada de alternativas para los combatientes;
pero el resultado fue la derrota de Cleomenes en Sellasia y el restablecimiento,
por los vencedores, del régimen institucional abolido por el reformador
espartano.

La historia de Esparta, a partir de entonces, corre en plano inclinado hacia el


caos. No habrá ya esperanza de recobramiento para ella. El tramonto era
general en el mundo griego. También Atenas agonizaba entre dolorosas
sacudidas. El régimen espartano, elaborado sobre los privilegios de sangre y la
opresión de los «iguales», de los periecos y de los ilotas, se extinguió
rápidamente, dejando tras de sí, como estela maldita, un reguero de
crímenes, de corrupción y de miseria. En nombre del igualitarismo para todos
los espartanos, había establecido la desigualdad social más aguda que registra
la historia. Nunca sociedad alguna afrontó, en efecto, desniveles más
subrayados e irritantes que en Esparta. El pensamiento no tuvo vía de
desarrollo en aquella ergástula de guerreros ignaros. El legado de Esparta a la
historia de la cultura se redujo a un estilo arquitectónico rampante y a
canciones salvajes. No aportó valor alguno a la vida del espíritu. Los versos
ardorosos de Tirteo, la rebelión viril de los ilotas y el bizarro perfil de Agis son
los únicos trazos de luz que irradian del cuenco tenebroso de su historia.
Esparta fue el polo opuesto de Atenas, el costado negativo de Grecia, la
pesadilla del mundo clásico y la obligada referencia, en todos los tiempos, de
tiranos y déspotas.

Sobre su recuerdo la conciencia humana ha grabado, como epitafio condigno,


la terrible imprecación de Andrómaca:

81
Raúl Roa

«¡Ay de vosotros, de todos los mortales odiosos habitantes de


Lacedemonia, llenos de perfidia, maestros de la mentira, pensando
siempre en la mala acción, sinuosos hipócritas, monstruos de lengua
viperina! Sin razón os honra el pueblo griego.

Pues ¿de qué estáis limpios? ¿No os manchó crimen sobre crimen y
deshonrosa granjeria? ¿No habla la boca de una manera, mientras que
el corazón traidor piensa otra cosa? ¡Condenaos!»

6. Orígenes y evolución ulterior del mundo aqueo


En el vasto conglomerado de minúsculos Estados-ciudades que fue la
antigüedad griega, Atenas, ocupa, por su genio creador y su complejo proceso
social, una posición señora, adviniendo, para la posteridad, en paradigma
esplendente de lo helénico. Si Esparta no pudo trascender nunca la estructura
oligárquica, Atenas atraviesa en su desarrollo todas las situaciones sociales
posibles dentro de las fuerzas históricas operantes en el mundo griego. El
régimen democrático es la fase superior de evolución de este proceso y su
fruto espiritual la primera cultura de rango ecuménico que registra la historia.
La constelación de factores que viabiliza y condiciona este memorable
acaecer tiene sus raíces remotas en la época aquea y su fuerza motriz en la
fortuna mueble, que transforma las relaciones sociales originarias y ensancha
la base material de la vida pública, controlada hasta entonces por los
eupátridas.

Mezclados prontamente con la población vencida, los genos invasores del


norte de Grecia establecen su dominio político en función de la propiedad
patriarcal de la tierra ocupando de pleno derecho los organismos del Estado.
Este período turbulento, caracterizado por una constante fricción entre los
jefes de clanes y las expediciones punitivas de los reyezuelos asiáticos y de los
propios helenos contra determinadas ciudades, es el alba heroica cantada por
Homero, en la que, «los hombres y los dioses se entregaban jubilosos a la
guerra y al amor». Eduardo Meyer ha contrastado agudamente, en su
Historia de la Antigüedad, el desarrollo social del mundo aqueo con el
feudalismo occidental. En ese tiempo lejano, arrebujado aún en la atmósfera
del mito, ya el agora o mercado es también la plaza pública. A ella acuden y
se entremezclan en chillona parlería comerciantes y clientes, gentes del
común y segundones; y, al par que venden y compran, cambian opiniones,
reciben y trasmiten noticias y discuten sobre los problemas inmediatos que

82
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

les afectan en su vida de relación. Los núcleos sometidos y los metecos o


extranjeros que afluyen, principalmente fenicios, gozan de una ciudadanía
restringida; pero les está prohibido el acceso a los cargos públicos por carecer
de bienes raíces. La esclavitud, surgida como consecuencia de la expansión de
los medios materiales de vida, empieza ya a constituirse en modo fundamental
de producción. Su fuente originaria es la guerra; más tarde a la guerra se
añadirá la esclavitud por deudas entre los propios griegos, fuente constante
de protestas y de disturbios. Ya en esta época abundaban los thetes,
trabajadores libres que no disponían de otra fortuna que su potencia de
trabajo. Según Hesiodo, se les solía encontrar curvados sobre los surcos en el
período de cosechas; pero una vez concluida la faena de recolección eran
despedidos y «se marchaban con sus mujeres y sus hijos a afrontar la vida
errando de campo en campo sin que ninguno de ellos encontrara alivio». «La
edad de oro, en que se disfrutaba en común de los bienes –escribe el poeta–
es ya sólo un recuerdo»; ahora es la edad de hierro, en que «los hombres no
cesan de experimentar durante el día fatigas y miserias ni de estar
consumidos durante la noche por las duras angustias que les envían los
dioses». Sólo les resta el deber del trabajo y la esperanza de la justicia, cuyo
respeto demanda Hesiodo de los poderosos de la tierra, «devoradores de
presentes». Y les recuerda, con acento admonitorio, que

«el poder de Zeus fácilmente da la fuerza y la quita, humilla al que


quiere humillar y exalta al que permanece en la sombra; fácilmente
endereza al torcido y maltrata al arrogante».

Este concepto ético-social de la justicia es el aporte de Hesiodo a la


concepción helénica de la convivencia equilibrada. El gran poeta de la vida
campesina, «introduce por primera vez –escribe Jaeger– la idea del derecho
elaborado en forma de epopeya».

Expulsados por los dorios del norte de la península balcánica, los aqueos se
ven obligados a reconstruir su vida a lo largo de la costa griega y del Asia
Menor. Las posibilidades de desarrollo contenidas en el régimen patriarcal
están ya virtualmente agotadas. El proceso de extensión de la ciudadanía,
iniciado en el mundo homérico, recibe un vigoroso impulso con la absorción
de la estructura gentilicia por la polis que el régimen democrático llevará
hasta sus últimas consecuencias al destruir Clístenes la unidad de las
circunscripciones territoriales. Muestra inequívoca del interno desplazamiento
de las relaciones sociales que está operándose es la sustitución de la themis,
justicia familiar estricta, por la diké, derecho de un carácter más amplio y

83
Raúl Roa

fundamentado en la ley. El control de la pena, hasta entonces privativo del


genos, pasa a manos de la polis. Esta reforma legal, que atribuía la
administración de la justicia a un tribunal del Estado, fue obra de Dracón y
constituye un extraordinario paso de avance en la integración de un régimen
jurídico de garantías para los presuntos o efectivos delincuentes. La disolución
de la estructura gentilicia y el establecimiento de una justicia de Estado
coincide con el desarrollo del comercio y de la circulación monetaria y con la
legalización de la esclavitud por deudas. La desproporción entre la población
esclava y los hombres libres adquiere un ritmo acelerado. El resultado de este
complejo de circunstancias es la concentración progresiva de la propiedad
territorial con vista al mercado y el auge del prestamo usurario. La guerra del
acreedor contra el deudor será, a partir de esta coyuntura, una de las formas
virulentas de expresión del problema social en los Estados griegos y,
particularmente, en Atenas, donde la lucha por la condonación de deudas
mantiene en constante tensión el dominio de los eupátridas.

El siglo VIII a plantea todos los Estados oligárquicos una decisión crucial: la
extraversión mediterránea o el repliegue sobre sí propio a contrapelo del
proceso histórico. Creta y Esparta optaron por esto último, enquistándose en
su estructura oligárquica. Atenas y Focea, Megara y Corinto, Eubea y Egina,
Efeso y Mileto, se lanzan, por el contrario, a la aventura marítima y en breve
plazo su poder y su riqueza se acrecen notablemente, controlando las rutas
comerciales y estableciendo numerosas colonias. Este proceso expansivo,
iniciado por las oligarquías ávidas de lucro, trajo, como consecuencia, una
sustantiva alteración de la topografía social y económica de los Estados-
ciudades y, principalmente, de Atenas. Junto a los eupátridas, usufructuarios
del poder político y de la fortuna inmueble, apareció muy pronto un nuevo
estrato social, los mesoi, disputándole el terreno en nombre de su riqueza en
dinero, logrando al cabo, por una parte, la homologación social de la
propiedad raíz y de la propiedad mobiliaria y, por la otra, sustraer del control
político de los oligarcas a nutridas zonas del demos. Originalmente esta
palabra entrañó el lugar geográfico en que se instalaba un grupo de genos
unificados en una polis. Equivale a pueblo más tarde. A partir del siglo VII se
aplica a la muchedumbre de los desposeídos por oposición a los señores. El
término acabará por asumir definitivamente este último significado al
instaurarse el régimen democrático.

Este nuevo grupo social constituido por los thetes, los artesanos, los
marineros, los intermediarios y los campesinos endeudados se vincula a la
clase adinerada y la apoya, resueltamente, en sus reclamaciones políticas. La
84
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

clase adinerada supo utilizar este apoyo incluyendo en su programa social las
demandas de los desposeídos, entre las que figuraban como fundamentales
la redistribución de tierras, el desplazamiento de los esclavos de las
actividades comerciales y la condonación de deudas. La irritación que suscita
en los eupátridas el poderío económico y las exigencias políticas de los
nuevos ricos se refleja en los poetas y entre estos, con subrayada relevancia,
en Alceo y en Teognis.

7. Proceso de formación del régimen democrático en Atenas


La contradicción planteada al régimen eupátrida por el desarrollo creciente
de la economía dineraria perturbó de tal suerte la vida de Atenas que la
oligarquía gobernante se vio compelida a acceder a una reforma de su
estructura política y social, designándose a Solón para llevarla a efecto. El
insigne legislador ático, uno de los siete sabios de Grecia, puso en la difícil
faena el acusado sentido de ponderación que caracterizó su genio. En uno de
sus poemas –documento histórico del más alto valor– ya Solón había
señalado que la ambición de acumular bienes de fortuna estaba destruyendo
la ciudad. «Los ricos –escribe– realizan actos injustos, hurtan y cometen robos
sin respetar el tesoro de los dioses ni el tesoro de la polis.» Según él, la
desigualdad de las riquezas es la raíz de las disensiones y querellas entre los
atenienses. Para Solón, «la igualdad no engendra discordias y acomoda a ricos
y pobres; esperando unos una igualdad que consiste en dignidad y virtud, y
los otros, una igualdad de número y medida». En otras palabras: propugna
una igualdad desigual. No deja, sin embargo, de prevenir que la desgracia que
los pobres sufren bien puede llegar hasta la casa de los ricos y que, cuando la
injusticia impera, nadie escapa a su infortunio». La justicia es, para Solón, el
supuesto indispensable de la estabilidad social. «Las malas leyes –dice– traen
males innumerables sobre la ciudad; pero las buenas leyes distribuyen todas
las cosas en buen orden y en su propio lugar y al mismo tiempo evitan lo que
no es justo.» No se trata, en este caso, de una pura visión profética. Solón ha
advertido genialmente «la dependencia causal entre la violación del derecho
y la perturbación de la vida social».

El objetivo céntrico que inspira la constitución elaborada y propuesta por


Solón es la adecuación efectiva de las relaciones sociales a la correlación de
fuerzas creada por la aparición de la economía dineraria, que promueve un
nuevo tipo de genealogía. Las prerrogativas sociales se habían fundado hasta
entonces en la propiedad raíz y se trasmitían por herencia. Ahora el poder del

85
Raúl Roa

dinero reclamaba su puesto en la jerarquía social. Los nuevos ricos no se


contentaban ya con un puro compartimiento de la dirección política de
Atenas. Aspiraban al control exclusivo de las actividades industriales y
mercantiles y al dominio plenario de las asambleas, de los consejos y de las
magistraturas. Situado entre ambos extremos, Solón intentó conciliar los
intereses en pugna mediante una distribución de los ciudadanos en cuatro
categorías sociales de acuerdo con el nivel de su fortuna:

1) los pentacosiomedinos o grandes propietarios;


2) los caballeros;
3) los zeugitas o pequeños propietarios;
4) los thetes o trabajadores libres.

Estos últimos, que estaban excluidos de las magistraturas por su renta


mínima, recibieron en compensación el acceso a la eclesias o asamblea
popular. Los metecos constituían una categoría especial. Si les estaba vedada
la posesión de bienes raíces podían, en cambio, ejercer los oficios y el
comercio mediante la satisfacción de un impuesto residencial de doce
dracmas anuales. La esclavitud de los prisioneros de guerra queda legitimada;
pero la esclavitud por deudas de los atenienses es suprimida y expresamente
sancionado el prestamo sobre las personas. La teoría de la persona humana
tiene su más remota referencia empírica en las reformas de Solón.

La constitución timocrática o censitaria de Solón representa una fase


trancisional hacia el régimen democrático en la mayoría de los Estados
griegos. Deriva en otros hacia la plutocracia. En Atenas tuvo efímera vigencia,
siendo derribadas por los eupátridas en un desesperado esfuerzo por
fortalecer las bases de su predominio político y social. La pugna entre los
oligarcas y los mesoi apoyados por el demos, provisoriamente aplazada, se
reanuda y culmina en el régimen de los tiranos. La tiranía fue la forma de
gobierno más execrada por el pensamiento griego. La tiranía significa, en
efecto, la negación de la libertad y del orden jurídico; pero este caso concreto
era la violación de la libertad y del orden jurídico simbolizado por los
eupátridas. Son los tiranos los que transforman la fisonomía patriarcal del
mundo griego, impulsan decisivamente la cultura y rematan la faena
emprendida por los oligarcas en el siglo VIII. Constituyen el eslabón necesario
de enlace entre la timocracia y el régimen de las multitudes. Kipselos en
Corinto, Ortágoras en Syciones, Polícrates en Samos, Teógenes en Megara y
Pisístrato en Atenas logran fundir en torno suyo a los mesoi y al demos y, al
propio tiempo, que aseguran para aquellos el control de las actividades

86
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

industriales y mercantiles, le garantizan a este condiciones llevaderas de vida.


En su ulterior evolución, la tiranía se transforma en autocracia y concita sobre
sí el odio de los comerciantes y del demos, abriéndose una etapa de
sangrientas luchas civiles que desembocan en Atenas en el establecimiento
de las bases del régimen democrático de Clístenes. El proceso de la trans-
formación y decadencia de la tiranía ha sido certeramente trazado por
Polibio.

Enfrentado victoriosamente con Iságoras, Clístenes instaura la filiación local


de los ciudadanos atomizando la estructura gentilicia, atribuye al demos el
derecho de elegir por votación directa a sus gobernantes, castiga con el
ostracismo a los partidarios de la tiranía, aumenta los miembros del senado,
imprime un sentido popular a las fiestas de las Panateneas, restringe las
atribuciones de la bulé, declara obligatorio el servicio de las armas y libera a la
polis de la pesada tutela del olimpo, secularizando el pensamiento. La
fundación de la Liga de Delos en defensa de la integridad del mundo griego y
la derrota de los persas por los atenienses y espartanos en épicas jornadas
consolida el sistema democrático en Atenas y alumbra para la antigüedad su
hora de plenitud bajo la égida rutilante de Pericles. El régimen democrático,
fruto del desarrollo crematístico y del impulso adquisitivo, determina un
intenso despertar de la conciencia social y la preocupación multitudinaria por
los intereses de la ciudad y por el rumbo de su política. Tres nuevas figuras
irrumpen en escena: el orador, el sofista y el demagogo. Y aparece también,
conjuntamente, la reflexión teórica sobre el ser y el deber ser de la
organización social.

8. El siglo de Pericles

Nunca fue más fecunda ni gloriosa la polis del Ylissos que en ese mediodía
soleado por el genio de Pericles. Por obra de su política social y cultural,
Atenas se convierte en el centro rector del mundo griego. Sobre ella
convergen todas las codicias; de ella irradian claridades genitoras.

«Insensato –clama al aire encendido el poeta Leusipo– el que no desea


ver a Atenas; insensato el que la ve y no la admira; y más insensato
todavía, el que la ve, la admira y la abandona.»

87
Raúl Roa

Discípulo del sofista Damón y del filósofo Anaxágoras, Pericles comparte la


amistad de los espíritus más altos de Atenas. Es valiente, justo, enérgico,
incorruptible, audaz. Hasta sus propios adversarios se vieron precisados a
reconocer sus virtudes de estadista. Ningún testimonio más elocuente en este
sentido que el historiador Tucídides, condenado al ostracismo por el caudillo
de los mesoi y de las multitudes. La figura central de su Historia de la guerra
del Peloponeso –fecundo semillero de esclarecimientos y contribuciones a la
historia política y al problema de las relaciones entre la ideología y la
realidad– es Pericles. Según Tucídides, Pericles es el hombre de Estado
modelo y su Estado la forma ideal de convivencia porque conjuga armónica-
mente los contrastes sociales, eliminando el peligro de las revoluciones.
Pericles impulsó las artes y las letras, embelleció a Atenas, fomentó
instituciones sociales en favor del demos, le abrió vías creadoras al pensa-
miento filosófico y a la meditación política, se puso junto a la fortuna mueble
contra la fortuna inmobiliaria, alentando la resistencia popular contra los
grupos eupátridas conspiradores.

«La constitución que nos rige –escribe Tucídides en la grandiosa


oración fúnebre que atribuye generosamente a Pericles– nada tiene
que envidiar a la de los otros pueblos; sirve de modelo a todos y no
imita a ninguna. Su nombre es democracia, porque ella mira al interés,
no de una minoría, sino del mayor número. Atenas es la escuela de
Grecia.»

El régimen democrático, que enraiza su vigencia en el compromiso de núcleos


sociales con intereses distintos, alcanza bajo la égida de Pericles su forma
límite de desarrollo histórico en el mundo griego. La institución que expresa y
define su sentido es la eclesias o asamblea popular, a la cual tenían acceso
todos los ciudadanos. La reunión de estos en su seno constituía la fuente
soberana del poder del Estado; sus decisiones tenían fuerza de ley. La libertad
de opinión era absoluta; pero se castigaba sin contemplaciones al orador que,
aprovechándose de su prestigio y de su palabra, intentara proyectar la
ciudadanía contra la seguridad del régimen democrático. Si en la doctrina
jurídica la polis democrática postulaba la isonomia o igualdad de todos los
ciudadanos ante la ley, en la práctica desconfiaba del oligarca e imponía a los
grandes propietarios y a los caballeros cargas públicas muy fuertes denomi-
nadas liturgias. La asistencia de los ciudadanos pobres a la eclesias era
retribuida con el equivalente de su salario, creándose con el tiempo un tipo
profesional de asambleísta que fue materia dócil de los demagogos. La
designación de las magistraturas se efectuaba mediante sorteo y la duración
88
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

de sus funciones era efímera. Los demás cargos públicos se cubrían por
votación y su ejercicio era rotatorio.
Nada más lejano al régimen democrático moderno que aquella democracia
del siglo V en Atenas. Era, por su configuración y contenido, un régimen
minoritario, ejercido exclusivamente por los ciudadanos de pleno derecho,
que constituían una porción reducidísima de la población total de la ciudad.
La masa enorme de metecos y de esclavos estaba radicalmente excluida del
derecho de ciudadanía. Por cada tres ciudadanos, refiere Cicotti, había diez y
ocho esclavos. «El hombre –diría Aristóteles– es un animal político» Mas no
todos los hombres; únicamente el hombre de la polis, el ciudadano, el
ateniense de que hablan los oradores. No podía ser de otra manera. Las
condiciones específicas de desarrollo del mundo griego determinaron que la
democracia, al aparecer en la historia, fuera un régimen privilegiado. El
trabajo de los esclavos fue, tuvo que ser, su sustentáculo económico funda-
mental; y su prolongada vigencia la razón de que, desde la época eupátrida se
creara en las clases dirigentes una conciencia de superioridad y un desprecio
por el trabajo manual tan profundo y generalizado que la propia democracia
consideró incompatible la actividad material con la estimación que se debía a
sí mismo un gobernante.
La institución de la esclavitud resulta monstruosa a nuestros ojos. Vista en
perspectiva histórica, precisa, sin embargo, convenir en que fue una etapa
necesaria en el desarrollo ascendente de la convivencia humana. En relación
con las prácticas primitivas de matar a los prisioneros de guerra constituye un
evidente progreso; desde el punto de vista de la producción un peldaño
indispensable. El diagogos griego –reposo distinguido en el eupátrida,
contemplación de las ideas en el filósofo, ejercicio de la actividad política en
el ciudadano– fue, ciertamente, el lujo del trabajo ajeno; pero sin él Atenas
no hubiera podido ser lo que fue. Sin el sufrimiento y la expoliación de los
esclavos, sin el afán insaciable de los usureros, sin las querellas constantes
entre los Estados-ciudades, el «milagro griego» no hubiera podido frutecer ni
madurar. En el reconocimiento de estas necesarias limitaciones, está la clave
de la grandeza y de la miseria del mundo antiguo.
En el orden social, Pericles logra establecer en Atenas un sistema de equilibrio
entre los ciudadanos de pleno derecho. Los eupátridas y los caballeros son
obligados a sostener económicamente los deberes públicos que Pericles
asigna al Estado: la asistencia social a los sin trabajo, la manutención de los
huérfanos y de los inválidos, la regulación del precio del trigo, la ocupación de
los ociosos. El embellecimiento de Atenas fue emprendido con el propósito
89
Raúl Roa

de procurarle medios de vida a los thetes. Esta política social de Pericles,


enderezada a vertebrar sobre bases de efectiva permanencia la vida de la
polis, ha sido calificada más de una vez como precursora del moderno
socialismo de Estado. No sería difícil rebatir el aserto; pero lo que sí resulta
indubitable es que Pericles intenta resolver el problema de la distribución de
la riqueza y de los antagonismos sociales mediante una sabia y prudente
conciliación de los intereses económicos de los eupátridas, de los caballeros,
de los mesoi y de la masa desposeída del demos.
Semejante transformación de las relaciones de convivencia tenía que
determinar un viraje radical en el sentido de la vida. A la angustia dionisíaca,
propia de los tiempos de germinación y decadencia, sucede la serenidad
apolínea, propia de los tiempos de madurez, de ese espléndido minuto en
que cada ciclo histórico destila sus zumos mejores. El imperativo de racional y
clara armonía que fluye de la organización de la vida civil se traduce con
plenitudes concretas en la estatuaria y en la arquitectura. En ambas predominan
los contornos precisos, la directa desnudez de lo inmediato. El dinamismo de
las figuras es puramente externo, en manifiesto contraste con la intimidad
retorcida y patética que estremece la escultura helenística. Múltiples signos
singularizan este Estado de espíritu. A la vieja noción del deber, se ha
contrapuesto la nueva noción del bienestar. A la omnipotencia de la polis, el
derecho del individuo a servirse de ella. A la tragedia, la comedia. A la filosofía
de la naturaleza, la consideración del hombre y de su concreto destino. Al
diagogos por herencia, el diagogos por esfuerzo propio. A las creencias
religiosas, la ironía. «Fuera de aquí la vieja musa», clama con impar soberbia
el poeta Timoteo. «El hombre –postula la sofística– es la medida de todas las
cosas.» «El derecho positivo –afirma Trasímaco– es lo que aprovecha al más
fuerte.» «¿Cuáles son los hombres más sabios –inquiere Sócrates de
Aristarco– los que permanecen en el ocio o los que se ocupan de cosas útiles,
los que trabajan o los que sin hacer nada deliberan sobre los medios de
subsistencia?»

Algo del siglo de Voltaire hay, como se ha dicho, en este siglo de Pericles: la
confianza en la vida, la ilusión del progreso indefinido, el piafante galopar de
los sentidos, la curiosidad por la técnica de los oficios. En la constitución de
Mileto, Hipodamus establece determinadas recompensas a los forjadores de
nuevas técnicas productivas. «En ese momento –escribe Schuhl– un desarrollo
de la civilización en el sentido mecánico no hubiera sido inconcebible.» La
presunción es hiperbólica; pero registra la existencia de un capitalismo
incipiente, que tiene en los sofistas sus más caracterizados intérpretes.
90
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

9. Los sofistas y Sócrates

Para las fuentes aristocratizantes, el sofista es un dialéctico mañoso al servicio


de su clientela, un viejo cazador de jóvenes adinerados, un consciente
mixtificador de la verdad. Esta imagen repelente de la sofística, elaborada por
sus adversarios políticos, es la que ha solido proyectarnos hasta muy
remontado el siglo XIX la historia de la filosofía. El redescubrimiento y la
revalorización de la cultura griega, emprendido por Jacobo Burckhardt y
culminado por Funck, Brentano, Zeller, Gompers, Deonna, Schuhl, Richter,
Picard y Jaeger ha puesto, definitivamente, las cosas en su sitio, restaurando
la verdadera fisonomía de los sofistas. Si entre estos pulularon bribones y
embaucadores, la investigación histórica demuestra que, en conjunto,
representan una posición progresista del pensamiento social griego; y que
algunos, como Protágoras, fueron espíritus egregiamente dotados. El mismo
Sócrates, su empecinado antagonista, hubo de reconocerlo y proclamarlo.

Ideólogos de la fortuna mueble, maestros ambulantes, vendedores de


conocimientos, en su mayoría metecos, los sofistas fueron entrenadores
políticos de los mesoi, columna vertebral del régimen democrático. En vez de
la naturaleza de los números o la sustancia del cosmos, enseñaban la
«sabiduría práctica que evita los escollos y los consejos fecundos que
aseguran el triunfo en la vida pública». Ningún artilugio a la sazón más apto
para lograrlo que la palabra. En el siglo V no hay posibilidad de señorear sobre
el demos ateniense sin el diestro manejo de la elocuencia. El oficio principal
de los sofistas fue suministrarles a los jóvenes partidarios del régimen
democrático, mediante una remuneración en metálico, los trucos oratorios
indispensables para mover la eclesias en favor de sus puntos de vista. En este
sentido fueron, como ha dicho Hermán Heller, los primeros técnicos de los
negocios públicos, los creadores de un determinado obrar político. Según
Jaeger, los sofistas son los fundadores de la ciencia de la educación.

Las ideas de los sofistas están cargadas de jugosas anticipaciones. Son, sin
duda, los precursores del subjetivismo y el relativismo filosóficos. Mantuvieron,
antes que nadie, el origen convencional de la sociedad y del Estado,
afirmando, con Trasímaco, que el orden jurídico de la polis dependió siempre
«de los intereses de la clase dominante». No llegará tan lejos Juan Jacobo
Rousseau. Enemigos de la omnipotencia de la polis propugnaron el derecho
del individuo a someterla a sus aspiraciones y necesidades. En esta posición,
hay un genial atisbo del problema de los medios y de los fines en la vida social
y política. Establecieron una radical escisión entre la conducta política y la

91
Raúl Roa

ética privada, roturándole el camino a Maquiavelo, a Hegel y a Treitschke. Se


pronunciaron abiertamente contra la esclavitud. «La oposición del esclavo y
del hombre libre –enseña un sofista– es desconocida en la naturaleza.» Para
ellos, todos los hombres son iguales, sin distinción de razas ni de oficios. La
agricultura, loada por los teóricos eupátridas como nodriza del hombre, es
sustituida en su estimativa económica por el préstamo con interés, el
comercio, el cambio, la industria y el trabajo manual. En su Tratado de los
salarios, Protágoras hace una cálida condenación de los jornales insuficientes,
abogando por el derecho del individuo a una vida decorosa y estable.

Esta perspectiva social, que chocaba violentamente con la tradición eupátrida,


le atrajo a los sofistas la hostilidad agresiva de los oligarcas y de los elementos
que operaban a su servicio en la eclesias. El propio Protágoras fue condenado
al ostracismo y sus libros «quemados en el agora a voz de pregonero». La
razón de este auto de fe es atribuida por Diógenes Laercio a estas palabras de
Protágoras en uno de sus tratados:

«De los dioses no sabré decir si los hay o no los hay, pues son muchas
las cosas que impiden saberlo, ya por la oscuridad del asunto, ya por la
brevedad de la vida humana.»

Perseguidos por los enemigos del demos y de los mesoi, los sofista serán
luego implacablemente desacreditados por Platón y por Aristóteles. Esa
imagen repelente que la historia de la filosofía ha venido trasmitiendo de
ellos hasta el declinar del siglo XIX es obra principalmente de ambos. No fue
esa la postura de Sócrates. «Es una exageración que ha durado demasiado –
escribe Dantu– la de representar a este en guerra encarnizada con todos los
sofistas en general.» Sofista él mismo en no pocos aspectos, Sócrates clavó el
dardo de su ironía creadora sobre aquellos que traficaban con el nombre,
nunca contra los verdaderos sofistas.

En la época en que Sócrates aparece en el ágora, ya el régimen de equilibrio


social establecido por Pericles empieza a desmoronarse. Tiempos borrascosos
se avecinan para Atenas. Las guerras por la hegemonía de Grecia en que
Atenas es vencida y arrasada por Esparta culmina en la instauración de un
régimen de terror inspirado por Lisandro, el gobierno de los treinta tiranos,
durante el cual los grupos democráticos son perseguidos y acosados y los
oligarcas, dueños de los puestos de mando de la polis, se empeñan en
restablecer las bases de su hegemonía económica y social; pero cuando la
democracia en sangrientos combates reconquista el poder ya las condiciones

92
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

que habían propiciado su real vigencia en Atenas están factualmente


superadas. El régimen autocrático, planteado por el curso de los aconteci-
mientos, no tardará en abrirse paso con Filipo y Alejandro. La derrota de
Atenas inicia el desarrollo de esta decadencia turbulenta que correrá pareja a
la de Esparta.

A Sócrates le tocó ser testigo, actor y víctima de ese dramático proceso. Hijo
del escultor Sofronisco y de la comadrona Fenaretes, Sócrates fue y sigue
siendo la figura más discutida de Atenas. Si para Jenofonte, Platón y
Aristóteles es el más grande de los atenienses y un maestro vivo de conducta,
para Aristófanes fue «un locuaz charlatán, con más de sofista que de filósofo,
logómaco y demagogo.» En un libro ha poco publicado, Who was Sócrates?,
Alban Winspear sostiene la tesis de que la condena de Sócrates está
totalmente justificada a la luz de la ética democrática. Según el historiógrafo
norteamericano, Sócrates fue aprehendido y ajusticiado por figurar como
dirigente de una sociedad pitagórica ilegal que laboraba activamente por el
restablecimiento de la oligarquía. En análogo sentido, se produce Croisset en
su obra Democraties Antiques.

Este libro de Winspear responde a una nueva orientación metodológica en los


estudios filosóficos, de la cual son muestras relevantes el Plato today de
Crossman, The platonic legend de Fite y The origin and growth of Platos’s
logic de Lutoslawski. No basta, para responder satisfactoriamente a la
interrogación que la personalidad cambiante de Sócrates plantea, ceñirse a
las fuentes tradicionales de sus dichos y hechos. Ya, de por sí, resulta
sobremanera difícil separar claramente lo mítico de lo real en las versiones de
Platón, Jenofonte y Aristóteles. Acontece con Sócrates lo propio que con
Pitágoras. Sabemos de este por los escritos de Filolao. De Sócrates sabemos
por sus discípulos, cuya respectiva imagen varía a veces decisivamente. El
Sócrates que «sólo sabe que no sabe nada» de los diálogos platónicos no es el
mismo Sócrates omnisciente y soberbio de La república. Ningún punto de
contacto ofrece el Sócrates de Jenofonte con el Sócrates de la Apología.
Winspear subraya el sospechoso olvido en que la historia de la filosofía ha
solido tener al Sócrates que aparece en Las nubes de Aristófanes, enteramente
contrapuesto al que discurre en el Fedón, en el Carmides o en el Cristias,
símbolo ya consagrado de la «justicia, sabiduría, temperancia y mesura».
Aristófanes presenta un Sócrates ducho en la argumentación sofística y dado
demagógicamente a la política de partido.

93
Raúl Roa

Winspear concluye que, en realidad, hubo dos Sócrates que se sucedieron en


el tiempo. Uno es el Sócrates logómaco, locuaz y verboso que pinta
despectivamente el reaccionario Aristófanes. Este Sócrates sigue las doctrinas
de Arquilao y de Anaxágoras. Fiel a su «demonio interior», recorre las
plazuelas de Atenas mayéutica en ristre, interrogando a todo transeúnte con
la tenaz persistencia de un tábano. Este es el Sócrates de la juventud, el
Sócrates sencillo y pobre que Platón hubiera despreciado, el Sócrates marido
de Jantipa, el Sócrates de «pega, pero escucha».

En virtud de riquezas posteriormente adquiridas que le abren de par en par


los más altos círculos sociales, este Sócrates se transforma en el otro que
Platón describe en el Simposio. Es un Sócrates de pergeño aristocrático,
amigo de Alcibiades, Carmides y Critias y maestro de Platón. Ha abandonado
a Jantipa y aparece del brazo de Myrtos, relacionada con los más influyentes y
ricos oligoides de Atenas. Este Sócrates está íntimamente ligado a las
sociedades pitagóricas que pugnan en la sombra contra la democracia. Su
prisión y sentencia por «corruptor de la juventud» ocurrió, precisamente, al
restablecerse el régimen de las multitudes. La fuga de Platón a seguidas de su
muerte evidencia inequívocamente, para Winspear, el carácter político de los
cargos que se le imputaban. Pero aun admitiendo la validez de esta
documentada interpretación, Sócrates quedará siempre como un hombre que
tiró la piedra y no escondió la mano, como un mártir de sus ideas, como el
ejemplo cívico reconfortante de que hablara John Stuart Mill.

Ni ello podría menoscabar tampoco su posición cimera en la historia de la


cultura. Baste sólo decir que Sócrates funda la epistemología y el método
científico y nos lega, con la mayéutica, el más afilado instrumento pedagógico
que se conoce. En Sócrates, la filosofía griega cambia radicalmente de
perspectiva. Más que las esencias, le importó lo humano. Su filosofía es de
clara filiación antropocéntrica y hace del problema de la conducta la
referencia obligada de todas sus reflexiones. La buena conducta es, para
Sócrates, sinónimo de conducta inteligente. Por primera vez, la razón humana
cobra una categoría ética y es centro de imputación de todas las cosas,
quedando la filosofía emancipada de la religión.

En relación con la vida pública, Sócrates mantuvo, como los sofistas, una
posición crítica. Nada escapó a su análisis taladrante. En disputas memorables,
recogidas por Platón en sus Diálogos, se enfrentó con todas las instituciones
de su tiempo. Se opuso al antropomorfismo de la religión y a los excesos del
demos. Impugnó la tesis sofista del origen convencional de la sociedad, el

94
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Estado y el derecho. Postuló la socialidad natural del hombre y la necesidad


de la organización política como síntesis de las aspiraciones humanas.
Restauró las relaciones entre la vida pública y la ética privada. Rebatió la
teoría de la igualdad de todos los hombres y consideró ineficaz el sistema de
elección por sorteo. Exaltó la potencia creadora del trabajo manual y definió
la verdad como un producto de la razón individual, al alcance de cualquiera
que examinara sus propias ideas. Y sostuvo, con su muerte, «la convicción de
que el individuo debe obedecer los imperativos de su conciencia antes que los
mandatos legales de un Estado». En vano intentaron sus discípulos exhortarle
a la huída. «Critón –fueron sus últimas palabras– debemos un gallo a
Esculapio; no te olvides de dárselo.» Entre los que recogieron su postrer
aliento, estaba confundido y lloroso, Platón, el más esclarecido de sus
discípulos, el espíritu más refinado y la mente más sutil del mundo antiguo.

10. Platón y el problema del deber ser de la sociedad


Si en Sócrates la filosofía aparece vitalmente ligada a la persona, en Platón, su
genial discípulo, se convierte en pura reflexión teorética, constituyendo con
su doctrina de los universales el punto de partida de toda filosofía idealista.
No es incumbencia nuestra enfrentarnos con este problema. En la que a
nuestro propósito importa, urge sólo subrayar la íntima conexión existente
entre la doctrina platónica de los universales y su concepción política y social.
Ya se verá, oportunamente, como esa conexión se traduce, por una parte, en
una filosofía de señores y, por la otra, en un radical repudio del derecho de la
ciudadanía a gobernarse por sí misma.

Platón plantea, por primera vez, con rigor teórico, el problema del deber ser
de la organización social, encapsulado erróneamente en el problema del
mejor Estado. Más que lo que este sea, lo que el Estado es en su efectividad
concreta, le preocupa la cuestión del Estado perfecto, del Estado como idea;
pero este Estado ideal, de líneas impecables y acabada estructura, que Platón
diseña y propugna, no es tan ideal como él lo juzga y reitera la historia de la
filosofía. Construido con prescindencia formal del espacio y del tiempo,
trasunta, en efecto, la realidad histórica que lo nutre, el propósito concreto
que lo inspira y la genealogía social y la posición política de su autor, de
manifiesta simpatía por el régimen oligárquico. En su juventud ya Platón
ofrece muestras inequívocas de su afinidad de espíritu con el ideal de vida
eupátrida, pronunciándose, frecuentemente, en sus conversaciones con
Sócrates, contra el régimen democrático, que sólo conoció en su fase

95
Raúl Roa

terminal, levantisca y demagógica; pero es la condena y muerte de su


maestro, «el hombre más justo, mejor y más sabio que hubo conocido», lo
que decide el destino político de Platón y lo sitúa en irreductible antagonismo
con el demos, esa «especie de monstruo feroz presto siempre a renovar la
audacia de los antiguos titanes». Tan feroz y tan monstruoso que es
indispensable utilizar el mito y la mentira a fin de mantenerlo dócilmente en
la posición que en la jerarquía social le viene impuesta por naturaleza.

Suele evocarse a Platón renunciando patéticamente a la política a la muerte


de Sócrates y ofrendándose a la pura contemplación de las ideas repugnado
de la vida pública. Esta versión convencional, alimentada en buena parte por
la historia de la filosofía, no corresponde al Platón de carne y hueso que
suministra la realidad de los hechos. Si algún filósofo tuvo vocación de mando
y anheló ser supremo arconte de Atenas, fue el autor de La república. La
Academia, fundada al regreso del ostracismo voluntario que se impuso a la
muerte de su maestro, ha sido tradicionalmente juzgada como un centro de
pura especulación metafísica, en que lo fundamental era la desinteresada
contemplación de las ideas como mundo de realidades. Fue eso, sin duda;
pero, también, un centro de naturaleza política. La Academia fue contratada,
en varias ocasiones, para la confección de leyes y constituciones. El propio
Platón recibió de la ciudad de Cirene el encargo de redactar un cuerpo
fundamental de normas jurídicas para uso de la oligarquía gobernante. Tres
veces se trasladó a Siracusa afanoso de llevar a la práctica, por intermedio de
Dionisio, su doctrina del gobierno de los mejores. Ningún dato, sin embargo,
más revelador del acusado temperamento político de Platón que su diario
aleccionamiento de eupátridas ambiciosos y de mercaderes aristocratizados
en las prácticas antidemocráticas del gobierno de la polis. El fruto de este
magisterio fue recogido y publicado en forma de diálogos en La república, en
El estadista y en Las leyes, que representan verdaderos jalones en la historia
de las ideas políticas y sociales; y que por la sutileza del razonamiento, la
plasticidad del estilo y la riqueza poética que atesoran, constituyen, singular-
mente La república, obras de arte de valor imperecedero.

Según Robert Mac Iver, La república «es el primero y más grande de todos los
tratados sociológicos». No compartimos este criterio. Sobre el hecho de la
convivencia se reflexionó desde tempranamente por el hombre. Los viejos
textos sagrados de Egipto, de China, de la India y de Israel verifican cumplida-
mente el aserto; pero demuestran también que apenas si se barruntaron los
términos del problema. En Grecia es en donde, por primera vez, la reflexión
sobre el hecho de la convivencia adquiere rango teorético; y, particularmente,
96
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

en los sofistas, en Sócrates, en Platón y en Aristóteles. No puede afirmarse,


sin embargo, que en algunos de ellos alentara un sociólogo en el genuino
significado del vocablo. La actitud de espíritu propiamente sociológica es
bastante reciente. El pensamiento griego no pudo asumirla por razón de no
estar todavía puesta en claro la textura, ámbito y contenido de la socialidad.
En su consideración del hecho de la convivencia, esta estuvo siempre
absorbida por la polis. No otro es, como ya se dijo, el caso de Platón, que
plantea el problema de la sociedad encapsulado en el problema del mejor
Estado, como si no tuviera cada uno su propia y peculiar existencia y no
estuviera la del Estado incluida en la de la sociedad. Aristóteles mismo, el más
buido observador de la realidad social en el mundo antiguo, incurre en parejo
error.

La república contiene, sin duda, reflexiones cardinales sobre el problema de la


convivencia y, principalmente, sobre cómo esta debe ser; pero no plantea, en
ningún momento, la peculiar índole de la misma ni logra delimitarla. Platón
mismo declara el propósito que persigue: racionalizar las relaciones
sociales conforme a su concepto de la justicia. Este concepto de la justicia
pretende ser su perfecta representación abstracta. No llega a serlo. Tras él,
condicionándolo, está la perspectiva política y la genealogía social del egregio
pensador griego. La justicia, en su sentido social, consiste en darle a cada cual
lo que a cada cual le corresponde, por su aportación directa o indirecta al
patrimonio colectivo. En el sentido platónico, se contrae a la ejecución
armoniosa de la función que le viene impuesta inexorablemente a cada cual
según su condición, saber y aptitudes. Es, pues, una justicia de clase, referida
al predominio exclusivo y permanente de determinados intereses históricos y
que se agota en su servicio. Por muy pitagóricamente que aparezca expresada,
constituye un instrumento de mando y de sojuzgamiento; no un ideal
susceptible de renovar su contenido y su tabla de valores a compás de la
dinámica social. Semejante limitación, queda, sin embargo, superada, en la
suprema función que la doctrina platónica asigna a la justicia como idea en el
desarrollo armónico de la vida social.

Platón da cima teórica a su empeño por boca de Sócrates, personaje central


de la tesis sofista del carácter convencional y coactivo del derecho. Examina
enseguida la naturaleza del Estado, que constituye, no obstante estar
compuesto por individuos, una realidad superior que los trasciende, que es la
genuina y última realidad, sólo aprehensible por los hombres naturalmente
equipados para el ejercicio del razonamiento abstracto. En la primera parte
de esta concepción de la naturaleza del Estado, Platón se anticipa genial-
97
Raúl Roa

mente a la tesis transpersonalista. En la segunda, establece un tipo de saber


inaccesible para la mayoría de los hombres. Igual acontece, en su filosofía,
con la naturaleza del bien, de la belleza, de la virtud. Es patrimonio y deleite
de los teóricos, de los que viven contemplándose y contemplando. Ni que
decir tiene que el correlato político-social de esta doctrina es el gobierno de
los oligoides, la reducción de la esfera del poder, de la riqueza y de la cultura
a un angosto círculo social.

El problema del origen del Estado es objeto de vivísima discusión.


Generalizando la tesis del origen del Estado ideal al origen de todo Estado,
Platón lo atribuye, con ejemplar sentido realista, a la imposibilidad de
satisfacer la multiplicidad de apetitos y necesidades humanas sin la
cooperación de todos dentro de un ordenamiento político-jurídico deter-
minado. Este punto de vista comporta, como ha dicho Karl Vorlander, «un
explícito reconocimiento de la base económica del Estado».

La estructura del Estado es concebida por Platón mediante un paralelismo


psicofisiológico entre el organismo humano y la sociedad. Según Platón, en la
sociedad ideal existen tres castas sociales que corresponden, respectivamente,
a los sentidos, a la voluntad y a la razón: los labriegos u hombres de bronce,
los guerreros u hombres de plata y los magistrados u hombres de oro. Cada
casta social tiene una función propia e intransferible y un estatus jurídico
correlativo. El sustento material de la comunidad queda asignado a los
labriegos. La seguridad del Estado se confía a los guerreros. La responsabilidad y
dirección del Estado corresponde a los magistrados, que forman una minoría
privilegiada por naturaleza, dotada originariamente para el ejercicio del
mando. Educados desde su infancia para regir la república, los magistrados
viven en comunidad de bienes y de mujeres, en total entrega a la filosofía y a
su misión directora. Hacen las leyes y velan por su cumplimiento. La
formación física, moral e intelectual de los futuros magistrados les lleva la
mayor parte del tiempo. Los guerreros, que subsiguen a los magistrados en la
jerarquía social, quedan liberados igualmente de las preocupaciones de tipo
material, viviendo en comunidad de bienes y de mujeres; por excepción se les
permite el acceso a la casta de los magistrados. El objetivo que Platón
persigue con la comunidad de mujeres es hacer del Estado un todo
indisoluble. Los labriegos, inferiores por naturaleza, están excluidos del
régimen comunitario de propiedad. Carecen del espíritu de renunciación
patrimonial que singulariza a los magistrados y a los guerreros y se hallan
impedidos, por consiguiente, de vivir sin propiedad privada. Ninguna de estas
castas puede, sin poner en peligro la armonía del Estado trascender la esfera
98
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

de actividades determinadas por sus aptitudes. Sólo a condición de que los


magistrados gobiernen, los guerreros luchen y los labriegos trabajen reinará
la justicia, el Estado ideal adviene realidad concreta al realizarse su fin. En la
raíz de esta construcción formalmente perfecta, está imbíbita la idea de que
los que mandan deben vivir a expensas del trabajo ajeno y mantener
reducidos a la obediencia a los supuestos inferiores. La tesis se conjuga
cabalmente con el ideal platónico de vida, con su filosofía oligoide y con su
doctrina de los universales.

La república inaugura la línea teórica del pensamiento utopista; pero


representa dentro del género el antecedente más remoto de la utopía de tipo
retrospectivo. Conlleva, en efecto, de corporizarse históricamente, la
restauración de formas sociales de vida ya traspuestas por el curso de los
hechos. No representa, por eso, una visión imperfecta de la sociedad futura.
Representa, por el contrario, una sublimación deliberada del igualitarismo
espartano, una espartanización de Atenas en beneficio de los intereses
eupátridas, asignándole su custodia a los hombres mejores, a los reyes
filósofos o a los filósofos reyes. Nadie en condiciones anímicas más óptimas
para llevar su teoría a la práctica que el propio Platón, ni nadie más jubiloso
que él de haberlo logrado; pero si no le fue dable conseguirlo dejó planteado
para siempre en La república el problema del deber ser de la sociedad en el
problema del mejor Estado, la idea de la justicia como fundamento esencial
de la convivencia, la división del trabajo como base del rítmico desarrollo de
la vida social, la importancia de la educación, la capacitación técnica del
gobernante y la subordinación del interés privado al interés público. Escrita
para servir determinados intereses históricos, resultó, por los atisbos geniales
de su autor, una obra clásica, una obra de valor permanente, una de las más
finas y elaboradas construcciones del pensamiento humano.

En El estadista o El hombre de Estado, atribuido por varios helenistas a


discípulos suyos, Platón concentra de nuevo su atención en el problema del
mejor Estado, desenvolviendo con cierto sentido práctico algunas de las ideas
matrices de La república. El propósito cardinal que persigue es establecer una
distinción tajante entre cómo debe gobernarse un Estado y como se gobierna.
El único capaz de hacerlo es el filósofo investido de la autoridad política. Sólo
él puede, por su virtud y su saber, lograr que florezca la justicia mediante la
educación. No resulta, sin embargo, fácil que la circunstancia se produzca. De
producirse, no harían falta las leyes. Cada uno, en plenitud de libertad, podría
moverse sin restricciones de ninguna clase. Cada uno, formado en el ideal de
la justicia, se comportaría debidamente; pero como este tipo de gobernante
99
Raúl Roa

omnisciente no parece compatible con la realidad de su tiempo, Platón


concluye por afirmar la necesidad de someter las relaciones sociales a un
complejo jurídico-político que sirva de base a la comunidad. En la medida que
ello acontezca el gobierno será mejor o peor, eficiente o deficiente. La
clasificación de los gobiernos que inmediatamente formula se fundamenta en
este criterio. Si se sujeta a la ley, el mejor gobierno es la monarquía, la forma
intermedia la aristocracia y el peor la democracia; si la viola o repudia, el peor
es la tiranía, la forma intermedia la democracia y el mejor la oligarquía. Las
formas de gobierno no se legitiman o invalidan, pues, por sí mismas. Su
legitimidad o invalidez depende de si son o no constitucionales.

Si en La república prevalece un acusado espíritu laconizante y en El estadista


un concepto jurídico del Estado y de la sociedad, en Las leyes, escrita en su
senectud, Platón vuelve su pupila esperanzada a la Atenas de Solón,
tomándola como arquetipo. El fundamento de la autoridad política lo hace
radicar ahora en la inteligencia y en la riqueza territorial. El ideal de la
comunidad de bienes y de mujeres queda radicalmente desechado por
impracticable. La propiedad privada se postula ahora como condición
indispensable de la vida social y, en consecuencia, se universaliza; pero la
limita en su extensión y la somete a rigurosas prescripciones. Está prohibido
vender, compartir e hipotecar los kleros o porción del suelo, que el Estado
asigna a cada uno como propiedad privada; y prohibido, asimismo, reunir
varios en una misma mano por matrimonio o por herencia. La distribución de
los productos de las cosechas corre a cargo del Estado. Los oficios, el
comercio, la usura y el monopolio son expresamente prohibidos y condenados;
en vez de promover la consolidación social y el progreso moral del Estado
contribuyen a quebrantar su unidad y a corromper las costumbres. En lo que
a las formas de gobierno se refiere, Platón se pronuncia por un sistema de
frenos y contrapesos que impida, en pareja medida, la tiranía y la demagogia;
pero como en La república y en El estadista aboga decididamente por la
elección de los mejores, caracterizados como tales, por su saber y su riqueza.
Es interesante subrayar, por último, que en este libro Platón formula una
teoría del desarrollo social, una clasificación de las sociedades y una doctrina
de la población. En lo que a la primera respecta, considera que la sociedad
humana ha atravesado en su evolución por cinco etapas: 1) familias aisladas
que viven del pastoreo y de la caza, identificada con la edad de oro; 2)
régimen patriarcal, en que las clases se consolidan en clanes y tribus; 3)
ciudades agrícolas; 4) ciudades comerciales, ubicadas en la costa y
corrompidas por el dinero; 5) ciudades mixtas, en parte agrícolas y en parte

100
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

comerciales. En lo que a la segunda concierne, las jerarquiza y valora en


función de su posición geográfica; 1) sociedades meridionales, como Fenicia y
Beocia, dominadas por el goce de los sentimientos; 2) sociedades nórdicas,
como la Tracia, inspiradas en el afán de poder y los honores militares; 3)
sociedades templadas, como Atenas, en las que prepondera la vida del
espíritu. En cuanto a la población, se declara partidario de reducirla a 5.040
ciudadanos, con la correspondiente proporción de esclavos y metecos,
propugnando, como vía práctica, el control de la natalidad y las prácticas de la
eugenesia.

Murió Platón a los ochenta años. Cuéntase que, momentos antes de expirar,
dijo estas palabras, que fueron las últimas, a los amigos que le acompañaban:

«Doy gracias a los dioses por haber nacido griego y no bárbaro, libre y
no esclavo, hombre y no mujer, y sobre todo, por haberme deparado
un maestro como Sócrates.»

Su influencia sobre el desarrollo ulterior del pensamiento occidental llega


hasta nuestros días. El cristianismo hereda, a través de San Agustín, su
doctrina de las virtudes cardinales y la idea de la inmortalidad del alma; y,
particularmente, su concepción de un orden social organizado con un criterio
jerárquico.

«No sin razón se ha dicho –comenta a este respecto Augusto Messer–


que donde más perfectamente ha encarnado el Estado platónico es en
la Iglesia católica.»

Suplantado temporalmente por Aristóteles en la Baja Edad Media, el


platonismo resurge victoriosamente contra el estagirita y la escolástica en el
Renacimiento, instalándose en el ombligo de la vida intelectual. La Utopía de
Tomás Moro y La ciudad del sol de Campanella, reanudan la línea teórica del
pensamiento utopista a la luz de La república. Fuerte es la impronta que
Platón deja en Rousseau, Kant, Fichte y Hegel. No menos fuerte la que
imprime en la filosofía contemporánea. En orden al pensamiento político y
social, su concepción universalista de la sociedad, del Estado y del derecho es
hoy el centro de encendidas disputas. Giovanni Gentile, filósofo del fascismo,
lo proclama precursor de este. Numerosos socialistas lo consideran y
declaran, a su vez, como el más ilustre precedente de sus teorías. Una y otra
pretensión implican, parece obvio añadirlo, un descomunal error de perspectiva
histórica. Demuestran, sin embargo, que todavía Platón está vitalmente
inserto en la teoría social y en la política de partido.
101
Raúl Roa

11. El teatro en la crisis subsiguiente a la guerra del Peloponeso

La hondura y extensión de la crisis social que subsiguió en Atenas a la guerra


del Peloponeso puede medirse por la repercusión que tuvo en las letras y,
principalmente, en el teatro. El desajuste de las relaciones y jerarquías
establecidas por el imperio ateniense, los irritantes desniveles de fortuna, el
predominio de los demagogos en la eclesias, la inquietud y el descontento
dominante en todos los estratos de la polis no podían ser indiferentes a los
cultivadores de un género literario que se nutre de la vida misma. El genio
satírico griego encontró materia propicia en esta turbulenta circunstancia. El
teatro fue entonces, como nunca lo sería después, espejo y palenque. Fue un
teatro pugnaz, partidarista, definidamente inserto en la lucha social. No
respetó hombre ni institución ligado al régimen de las multitudes. Exaltó las
viejas formas sociales de vida. Se opuso abiertamente contra las apetencias
populares de un funcionamiento efectivo de la democracia. Y combatió, sobre
todo, las ideas comunitarias vinculadas en la tradición al mito de la edad de
oro. La insistencia en el tema y la manera peculiar de tratarlo es un
testimonio indirecto de la considerable difusión que parece haber tenido en
importantes núcleos sociales. Como lo es, asimismo, La república de Platón,
que subvierte el significado primigenio del ideal de la comunidad de bienes y
la transforma en privilegio intransferible de los dirigentes y guardianes de un
Estado de eupátridas. Esta brumosa añoranza de un mundo apacible y
colmado de dones, en que la esclavitud no existe ni tampoco existe el trabajo,
en que la vida se desarrolla idílicamente, suele florecer y arraigarse en los
grupos sociales más atrasados y desvalidos cuando todo parece hundirse bajo
sus plantas. Es lo que debió seguramente acontecer, a raíz de la victoria
espartana, en los núcleos más pobres del demos ateniense.

La comedia se ensañó particularmente con esta corriente social. Ferécrates,


Tecleides y Eupolis ridiculizan las ideas comunitarias y hacen befa de los
forjadores de paraísos terrenales. Ninguno alcanzó, sin embargo, el vuelo
literario ni la acerada agudeza de Aristófanes, verdadero genio del sarcasmo y
de la burla. Aristófanes se mofa despiadadamente de los que pretenden
conformar a la medida de sus deseos el régimen de bienes, la forma de
gobierno y la relación sexual. La Asamblea de mujeres constituye, en este
sentido, la antiutopía por antonomasia. Muestra Aristófanes, también, una
fina intelección de los fenómenos económicos. La ley que llevará injustificada-
mente el nombre de Gresham está ya formulada por Aristófanes en los
mismos términos en su comedia Las ranas: toda moneda de inferior valor
intrínseco que circule con otra de superior calidad acaba siempre por
102
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

expulsarla de la circulación. En el Pluto, formidable diatriba contra el


aprovechamiento injusto, Aristófanes se pronuncia contra el error vulgar que
confunde el dinero con la riqueza, rebatiendo a distancia de siglos, la tesis
mercantilista. Adversario de Sócrates, lo fue parejamente de Platón; pero
coincide con este en su desprecio por la industria y el comercio y en su
exaltación de la agricultura y de la vida rural. En este sentido, Paul de Saint
Víctor lo caracteriza como «el hombre del pasado, conservador hasta el
arcaísmo, enemigo acerbo de las cosas de su tiempo».

12. La política de Aristóteles como primer intento de aprehensión


científica de la realidad social

Si Platón deja planteado para siempre el problema del deber ser de la


organización social, su discípulo Aristóteles deja también planteado para
siempre el problema de lo que el Estado sea en su efectividad concreta como
supuesto previo y condicionante de su deber ser. Esta inversión de la postura
platónica confiere a Aristóteles el título de fundador de las ciencias sociales y
de una nueva dirección metódica del pensamiento. En Aristóteles concluye el
idealismo subjetivo iniciado por Sócrates y comienza la investigación inductiva
de la realidad social. Fue el entendimiento más claro, preciso, penetrante y
nutrido de la antigüedad, descollando, con pareja brillantez, en las más
variadas disciplinas. Resulta asombroso, en verdad, lo que supo. Y, aún más,
la interna unidad que logró imprimirle a su saber.

Nacido en Estagira, Aristóteles pasó su primera juventud en la corte de


Macedonia, en donde su padre, disector de animales y estudioso de la
naturaleza, era el médico de cámara. Al morir este, fue enviado por sus
parientes a Atenas, ingresando en la Academia, en la que pronto habría de
situarse, por su afán de inquirirlo y aprenderlo todo, a la cabeza de sus
compañeros, logrando asimismo, el aprecio admirativo de Platón, que le
apodaba «el lector». Si Aristóteles debió a su padre la orientación empírica de
su pensamiento, a Platón deberá el prodigioso desarrollo de sus facultades
intelectuales. No le fue a este dable, sin embargo, modelarlo a su imagen y
semejanza. Nunca maestro alguno tuvo, en efecto, discípulo más reacio a la
aquiescencia inconsecuente que Aristóteles. Sentía por Platón respeto
profundo y tierno afecto; pero jamás le ocultó su discrepancia. Cada vez que
lo juzgó indispensable le salió gallardamente al paso. «Soy –solía decir– amigo
de Platón; pero más amigo de la verdad.» Esta levantada actitud suya, única
fecunda y digna entre maestro y discípulo, le acarreó la enemiga soterrada de

103
Raúl Roa

los profesorcillos de alquiler que pululaban en la Academia, ávidos de


malquistarlo con Platón. No dio este nunca oídas a sus intrigas y chismes,
manteniendo hasta su muerte una cordial e íntima relación con Aristóteles. La
circunstancia de su deceso fue aprovechada por aquellos para designar, en
lugar suyo, como director de la Academia, en vez de a Aristóteles, a un audaz
logómaco sobrino de Platón. Pudo haber suplantado la Academia fundando
otra; pero, fiel a la memoria de su maestro y al escenario de sus más altas
proezas intelectuales, Aristóteles prefirió trasladarse a la corte de Misias, un
Estado griego del Asia Menor regido por un antiguo condiscípulo, Hermias de
Atareus, con cuya sobrina contrajo matrimonio. De allí, llamado por Filipo de
Macedonia, volvió a esta para hacerse cargo de la educación de su hijo
Alejandro. Este magisterio le valió honores y riqueza; pero poco antes de que
el regio discípulo iniciara su épica expedición al Oriente, Aristóteles se
trasladó a Atenas dedicándose a la enseñanza en el Liceo de Apolo durante
doce años sobre las más disímiles y complejas cuestiones, inspirado en el
propósito de sintetizar en un cuerpo unitario de doctrinas todo el saber
filosófico, científico y artístico de su tiempo. Atisbos matrices y observaciones
de universal validez le deben las ciencias de la naturaleza, la metafísica, la
ética, la arqueología, la filología, la teoría literaria, la filosofía de la ciencia y,
sobre todo, las ciencias sociales, en particular la política, la economía, la
sociología y la historia. La reflexión aristotélica sobre la vida social está
recogida en su libro sobre Las constituciones y en La política. Del primero sólo
algunos fragmentos de la constitución de Atenas han llegado hasta nosotros.
Basta, empero, su simple lectura para percatarse de la envergadura del
empeño. El texto de La política, perdido durante largo tiempo, se conserva en
su casi totalidad.

Según algunos helenistas, La política fue compuesta por Aristóteles con los
apuntes de sus lecciones en el Liceo. Falta en esa obra, sin duda, lo que hace
de La república, independientemente de su contenido, una pieza literaria
antológica: preocupación formal, aliento poético, sentido plástico de la
metáfora. Tiene, en cambio, lo que falta en La república: observación
sistemática de la realidad social, análisis crítico de las distintas estructuras del
Estado-ciudad griego, precisión conceptual, rigor expositivo. Si La república
inaugura la línea teórica del pensamiento utopista. La política representa, por
el conocimiento inmediato que aporta del proceso histórico de Atenas y su
rico caudal de ideas generales, el arribo del pensamiento social griego a su
etapa científica.

104
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La política está dividida en ocho libros. En el primero, Aristóteles establece el


objeto y límite de la ciencia política y estudia el origen y los elementos
constitutivos de la polis, el arte de adquirir riqueza y su aplicación y el
problema de la virtud en relación con el mando y la obediencia. En el libro
segundo refuta la teoría platónica de la comunidad de bienes y de mujeres y
analiza las constituciones de Faleas de Calcedonia y de Hipodamos de Mileto,
constrastando con agudo sentido crítico las instituciones políticas de los
lacedemonios, cretenses, cartagineses y atenienses. En el tercero desarrolla
una doctrina del ciudadano y de la ciudadanía. Abundan en el cuarto sagaces
observaciones sobre la vida perfecta, la extensión, número y posición
topográfica de la ciudad, naturaleza y carácter que conviene a los ciudadanos,
su distribución social y proporción correspondiente. El libro quinto está
dedicado por entero a la educación. El sexto plantea la cuestión del mejor
Estado. El séptimo se refiere a la organización de la democracia. Y el octavo y
último al problema de las revoluciones, sus causas, cómo se producen y modo
de evitarlas.

Según Aristóteles, el objeto de la ciencia política es el estudio de la ciudad,


que es «la asociación humana más importante porque lleva en sí las demás».
No puede abordarse adecuadamente este estudio–advierte enseguida– con
un criterio lógico. Es «necesario hacerlo, como en todo, mirando la polis en su
proceso de desarrollo a partir de su primer origen». Traducido al lenguaje
científico de nuestro tiempo, este punto de vista, que Aristóteles denomina
analítico, constituye la primera enunciación en la historia de la cultura del
valor de la reconstrucción genética para la aprehensión verdadera y plena de
cualquier tipo de realidad. La teoría del método en las ciencias sociales le
debe este precioso aporte. Veamos ahora, en apretado resumen, los
resultados que de su aplicación obtiene el estagirita en La política.

Aristóteles hace radicar el origen de la sociedad en las ventajas que se derivan


de la asociación, ya que «el hombre no hace nada que no mire como un
bien». La forma primaria y esencial de la asociación humana es la familia,
caracterizada por ser «la doble reunión del macho y de la hembra, del amo y
del esclavo». La primera tiene por objeto la conservación de la especie; la
segunda, proveer a su subsistencia material. La asociación de varias familias,
por conveniencia y utilidad común, da lugar a la aldea, constituyendo la
asociación de un grupo determinado de aldeas la forma límite de desarrollo
de la vida social. Esta forma límite es la polis o Estado-ciudad, que Aristóteles
confunde conceptualmente con la sociedad. Contenida en las formas
anteriores, la ciudad es el resultado «de los esfuerzos del hombre para
105
Raúl Roa

satisfacer sus deseos y necesidades individuales». Nace del imperativo de


«vivir y existe para vivir dichosa», poseyendo «todos los medios de bastarse a
sí misma, alcanzando, por decirlo así, el fin para que fue formada». La ciudad,
que es la forma suprema de expresión del impulso asociativo, está así en «el
orden de la naturaleza antes que la familia y antes que cada individuo, pues el
todo debe ser anterior a la parte».

«Suprimid el todo –agrega Aristóteles–, no quedará pie ni mano, como


no sea nominalmente, porque una mano separada del tronco no será
mano más que de nombre. Evidentemente el Estado se halla dentro
del orden natural y es antes que el individuo aislado; porque si cada
individuo aislado no puede bastarse a sí mismo lo propio sucederá con
las otras partes con relación al todo. Ahora bien: el que no puede vivir
en sociedad o el que no necesita de nada ni de nadie, porque es
autosuficiente, no forma parte del Estado: es una bestia o es un dios.»

El hombre es, por naturaleza, un ser social, un zoom politikón, un animal


político y, en consecuencia, únicamente en el Estado puede alcanzar su
perfecto desarrollo.

No se le escapó a Aristóteles la existencia de animales que viven reunidos,


como las abejas o las hormigas; pero el hombre se diferencia de aquellos en
que convive reflexivamente, en que es un ser racional, dotado de la facultad
del lenguaje, que le permite discernir «lo que es útil o perjudicial y, por
consiguiente, justo o injusto; esto es lo que distingue singularmente al
hombre». Mediante esta facultad suya de expresar sus sentimientos,
intereses y apetitos es que resulta posible el establecimiento y desarrollo de
un orden social y adquiere sentido el impulso asociativo del hombre. La
sociología del lenguaje, elaborada por Vosler y Weisgerber, Jassperson y
Durkheim, Tarde y Spann, tiene aquí su más remoto antecedente, como
también lo tiene el fundamento metódico de la moderna taxonomía de las
ciencias.

Definida la naturaleza del Estado como un todo, Aristóteles examina el


problema de las relaciones entre «las partes primitivas e indescomponibles de
las familias que lo integran y constituyen la base de la economía doméstica».
Estas partes son, ordinariamente, el amo y el esclavo, el esposo y la esposa, el
padre y los hijos. Hay que contar, sin embargo, con un cuarto elemento, «que
algunos confunden con la administración doméstica y según otros es una
rama de la misma y de gran importancia: la crematística o arte de amasar

106
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

fortuna». Subrayemos rápidamente la posición de Aristóteles en cada una de


las cuestiones planteadas.

Según los sofistas, no existe en la naturaleza distinción alguna entre hombre


libre y hombre esclavo. Para Aristóteles, que objeta este punto de vista, la
esclavitud es un destino natural que las leyes consagran. El hombre necesita
para satisfacer sus necesidades de determinados instrumentos. Son unos de
uso; otros de producción. Estos se dividen en inanimados y animados.
Ejemplo del primero: el timón de que se sirve el piloto. Ejemplo del segundo:
el esclavo, que es el primero de todos los instrumentos de producción. Si los
instrumentos tuvieran vida propia, si «los telares marcharan por sí solos y las
cítaras tocarán sin citaristas, no habría necesidad de esclavos ni de amos de
esclavos». Como no es así, la esclavitud se impone por imperativo vital
ineludible. Ahora bien, ¿cómo se define el ser objeto de esclavitud? ¿Y cómo
el que no lo puede ser? ¿Existen hombres para quien la esclavitud sea justa y
ventajosa? ¿Existen hombres para quienes resulta injusta y perjudicial? Según
Aristóteles, hay hombres que nacen para obedecer y otros para mandar.
Aptos aquellos, exclusivamente, para las tareas de la vida material. Aptos
estos, por su superior inteligencia, para el ejercicio del poder, el disfrute de la
riqueza y los goces del espíritu. Esta doble categoría de seres responde al
predominio respectivo del cuerpo y del alma. El alma se impone al cuerpo,
«manda en él como el amo a un esclavo, el entendimiento manda en el
instinto como un magistrado en sus ciudadanos y el monarca en sus súbditos.
Resulta evidente, por tanto, que la obediencia del cuerpo al alma, y la
sumisión de la parte afectiva a la parte razonable, es una cosa útil y conforme
a la naturaleza. La igualdad o el derecho de mandar, alternativamente, sería
funesto para las dos partes». La relación entre amo y esclavo es la misma
–afirma Aristóteles– que «la relación existente entre el hombre y los otros
animales». Siempre que el esclavo sea intelectualmente inferior la institución
resulta beneficiosa para el armónico desarrollo de la vida social y está
justificada. Resulta, en cambio, perjudicial e injusta, cuando la sufren los
hombres intelectualmente superiores. En este caso es puramente accidental.

Esta teoría de la esclavitud, resucitada jubilosamente por los traficantes de


negros del siglo XVIII, deja fuera de la vida de la polis a la porción más
numerosa que la habita y es su sustentáculo nutricio. El destino del esclavo es
trabajar como una bestia para que el ciudadano se ocupe de la política, el
filósofo contemple lo divino y el eupátrida disfrute del diagogos. La actividad
manual es radicalmente incompatible con la dignidad del ciudadano y el
respeto que se debe a sí mismo el gobernante.
107
Raúl Roa

Las relaciones entre el esposo y la esposa, el padre y los hijos, fueron


cuidadosamente estudiadas por Aristóteles. En lo que a las relaciones entre
marido y mujer concierne, sostiene, apoyándose en Platón, que el marido es
naturalmente el jefe del hogar; pero la obediencia que la mujer le debe no es
la misma que el súbdito está obligado a prestarle al monarca, sino la que se le
presta dentro de un régimen constitucional al gobernante. Su autoridad sobre
la esposa es, pues, la que se ejerce sobre personas libres. En cuanto a los
hijos, la relación de obediencia es análoga a la del súbdito con el monarca.

El arte de amasar fortuna es objeto de preferente atención por parte de


Aristóteles. Economía y crematística quedan pulcramente delimitadas como
supuesto previo a la consideración del problema. La economía no tiene otro
propósito que allegar los medios estrictamente necesarios de subsistencia. La
crematística asume como fin la opulencia y la fortuna. Es la ciencia de lo
superfluo. Los medios de adquirir de la economía son la caza, la pesca, la
ganadería, la explotación de los bosques y de las minas y la guerra, que

« es aquella parte de la caza que se aplica contra los hombres


destinados por la naturaleza a obedecer y que se niegan a la sumisión».

El medio de adquirir fundamental de la crematística es la moneda. Agudas


observaciones apunta Aristóteles sobre su naturaleza, medida, peso y fin. El
empleo de la moneda es legítimo como instrumento de cambio; pero
ilegítimo como instrumento de lucro. El préstamo con interés o usura, arte de
hacer dinero con el dinero, merece, por subvertir la función natural de la
moneda, el más severo repudio. «La moneda –escribe– fue creada para
facilitar los cambios y no para multiplicarla sin que esos cambios se
efectúen.» Impugna, parejamente, las ganancias derivadas del comercio, el
monopolio y la especulación. Su actitud, a este respecto, es idéntica a la
asumida por Platón y Aristófanes.

Discrepa decididamente, en cambio, de la teoría de la comunidad de mujeres


y de bienes expuesta por su maestro en La república. No acepta Aristóteles la
razón aducida por Sócrates para justificar la comunidad de mujeres: el
fortalecimiento de la unidad orgánica del Estado. Juzga esta unidad como el
mayor bien de la polis; pero entiende que obtenerla por esta vía es atentar
contra la naturaleza misma de las cosas. Igual acontece con la comunidad de
bienes. El sentimiento de propiedad es inherente a la naturaleza humana.
Nada inspira menos interés que la propiedad compartida. El grado de interés
que las cosas suscitan en el hombre se halla en relación directa con la

108
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

participación que este tenga en su propiedad. No considera, sin embargo, la


propiedad como un derecho absoluto. Debe de estar limitada por el Estado y
sometida por este a la satisfacción de las necesidades individuales. El régimen
de bienes que Aristóteles considera el más justo es aquel en que las cosas son
privadas desde el punto de vista de la apropiación y comunes desde el punto
de vista del disfrute.

Aristóteles deslindó nítidamente la esfera respectiva del Estado y del gobierno.


El Estado está «compuesto por el cuerpo total de ciudadanos»; el gobierno
por «aquellos que ordenan y regulan la vida de aquel, ocupan los cargos
públicos y ejercen la soberanía, que debe distribuirse adecuadamente entre
los órganos constitutivos del Estado». En el planteo de esta tesis, Aristóteles
sienta las bases de la moderna doctrina de la división de poderes.

El problema de las formas de gobierno y la cuestión del mejor Estado parecen


haber preocupado hondamente a Aristóteles. Somete a las primeras a un
análisis sistemático a la luz de las distintas estructuras políticas de Grecia. Las
examina y compara, constata su funcionamiento y eficacia, pone al descubierto
los factores objetivos que subyacen detrás de las instituciones. La tradicional
clasificación de los gobiernos, que los agrupa y define de acuerdo con el
número de los que ejercen la soberanía, formulada por Píndaro y repetida
con ligeras variantes por Tucídides, Herodoto y Platón, queda superada por
artificiosa y subjetiva. La democracia no es el gobierno de los más, sino el
gobierno de los pobres; la oligarquía el gobierno de los ricos, no el gobierno
de los menos. La autoridad política viene, pues, condicionada, principalmente,
por el complejo de las relaciones económicas, influyendo también en su figura
el ambiente físico y el tipo de ocupaciones dominante. Muchos han querido
ver en este punto de vista el primer esbozo de la concepción materialista de
la historia. En la disputa doctrinal planteada por Platón en torno al deber ser
del Estado, Aristóteles se decide por aquel que exprese efectivamente el
carácter y las necesidades de cada Estado-ciudad. Puesto a escoger, se
pronuncia en favor del régimen democrático moderado, en que la distribución
conveniente de la riqueza y del poder constituye el más potente dique de las
revoluciones.

El problema de las revoluciones, su naturaleza, causas y modo de evitarlas


absorbe las últimas páginas de La política. Aristóteles diferencia, en primer
término, la revolución de la rebelión. La revolución es producto de la
desigualdad social. La rebelión de la desigualdad de honores. Constituye la
primera, en consecuencia, un proceso de transformación de la estructura

109
Raúl Roa

económica. Se concreta la segunda a una pura remoción de los gobernantes.


La distinción establecida por Aristóteles entre revolución y rebelión ha sido
verificada plenamente por la experiencia histórica; pero aun suelen confundirse
lamentablemente. Las revoluciones surgen siempre de las desigualdades
sociales, de los desniveles económicos, de la opresión política y de la
corrupción de las costumbres; mas, sus motivos inmediatos varían según la
naturaleza de los regímenes. Faleas de Calcedonia, en su proyecto de
constitución, propone igualación de las fortunas como el único medio efectivo
de evitar las revoluciones. Aristóteles considera que la igualación de las
fortunas sería hontanar permanente de conflictos y querellas. El problema
podría resolverse a su juicio, con un régimen mixto, en que imperase el
sometimiento a la ley, la libertad política, la proporcionalidad demográfica y
la distribución equitativa de la riqueza entre los ciudadanos.

Eclipsada varios siglos por la filosofía platónica, la concepción aristotélica


resurge desustanciada en la Edad Media sirviendo de base a la escolástica.
Alberto el Magno y Tomás de Aquino meditaron ahincadamente sobre La
política. Aristóteles fue entonces la autoridad indiscutible, convirtiéndose, por
obra de teólogos y canonistas, en un poderoso obstáculo al progreso de la
ciencia y del saber. El Renacimiento se alzó violentamente contra sus
doctrinas. Es célebre la frase de Peter Ramus: «Todo cuanto dijo Aristóteles
es falso.» Y, no menos célebre, la hostilidad de Francis Bacon y de sus
discípulos. Esta agresiva actitud no afecta, en realidad, al verdadero
Aristóteles, falsificado por la Edad Media. Su obra está presente en el
pensamiento moderno. Maquiavelo y Montesquieu le deben jugosas
enseñanzas y fecundas orientaciones. Las ciencias sociales y, principalmente
la teoría política, tienen en él su punto de partida. No obstante las
limitaciones propias de su época, Aristóteles quedará siempre como el primer
pensador que intentó aprehender científicamente la realidad social, aunando
en su faena la percepción maravillosa de lo inmediato con el vuelo de su
genio universal.

13. El crepúsculo de Atenas y su proyección en el pensamiento:


cínicos, epicúreos y estoicos

Tocóle a Aristóteles asistir, en los últimos años de su vida, al dramático


proceso de descomposición del mundo griego. Esparta, Tebas y Atenas se
destruyen recíprocamente en violentas embestidas. Alejandro Magno, su
antiguo discípulo, domina la escena histórica con sus hazañas y conquistas. La

110
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

cuenca del Mediterráneo, antaño señoreada por los trirremes de la Hélade, es


ahora un lago macedónico. El problema de la unidad del mundo antiguo,
planteado en la guerra del Peloponeso, tiene su solución provisoria en el
imperio alejandrino, que extiende sus fronteras hasta los confines de la India.
Roma dará cumplida coronación a este proceso, merced al cual el localismo
heleno, la pasión por la polis como forma límite de la convivencia humana, se
debilita profundamente, transformándose los Estados-ciudades griegos en
instituciones puramente vegetativas de la nueva ecúmene. La gloria de
Atenas, tres centurias atrás en plenitud de brillo, refulge en el recuerdo como
una lumbrada mítica.

El viraje en la perspectiva del pensamiento social expresa las condiciones


históricas creadas por el imperio autocrático. Ya no interesa la cuestión de lo
que el Estado sea ni el problema del mejor Estado, ni tampoco preocupa la
conciliación del interés privado con el interés de la polis. El objetivo céntrico
que ahora interesa al pensamiento social es la consecución, por vía individual,
del propio bienestar. Los hombres son todos iguales por naturaleza y todos
tienen igual derecho a la felicidad personal. La distinción entre hombre libre y
esclavo, entre griego y bárbaro, es puramente convencional. Es contraria a la
naturaleza de las cosas. La ciudadanía es condición inherente a todo hombre.
Para los sabios, afirman los cínicos, la polis y el patriotismo no existe. El sabio
es ciudadano del mundo. Las obligaciones artificiales no deben cumplirse. El
hombre no tiene más obligaciones que las que él mismo se impone.
Suprimirlas es librarse. Se es dueño de sí mismo en la medida en que se vive
conforme a los preceptos de la naturaleza. El tonel de Diógenes es el símbolo
de esta postura, que Juan Jacobo Rousseau asumirá, como propia, muchos
siglos después.

Para los epicúreos, el Estado tiene como fuente originaria la voluntad


humana. Transponiendo en su pensamiento ideas formuladas por la sofística,
Epicuro enseña que el ego es la suprema y concreta realidad y que el Estado
es sólo un medio para satisfacer sus aspiraciones y necesidades. La justicia
carece de fundamento objetivo y la religión es un instrumento de dominio
creado por el hombre. No le interesa ni preocupa la forma de gobierno.
Cualquiera es útil si el individuo puede lograr su bienestar dentro de ella. El
epicureismo, que tuvo gran predicamento en Grecia, tuvo apagado eco en
Roma. Horacio y Lucrecio son sus dos más destacadas cabezas latinas.

111
Raúl Roa

El estoicismo tuvo, por el contrario, dilatada boga en Roma. Para los estoicos,
lo fundamental era el deber y no el placer. Ni individualistas ni universalistas,
se proclaman cosmopolitas. Según ellos, la humanidad es un todo indivisible.
Las circunstancias externas –rango, condición, saber– les eran totalmente
indiferentes. La libertad del hombre no está fuera de él, sino dentro. Radica
en su propia conciencia. Marco Aurelio, emperador, era tan libre como
Epicteto, esclavo. Concibiendo la naturaleza como la personificación de la ley
universal, consideran la razón como fuente de todo derecho y de toda
justicia. El proceso de la naturaleza revela el carácter divino del universo,
sometido a una ley inmutable. La adecuación de la vida humana a esta ley
constituye el ápice del desarrollo moral. Todos los hombres, por imperativo
de la naturaleza, son hermanos; todos pertenecen, como ciudadanos, a una
república universal. Sorbida por el cristianismo, esta concepción estoica se
transforma en doctrina de la fraternidad humana. El derecho romano
incorpora, por su parte, a la teoría del derecho natural, la idea estoica de una
justicia común a todos los hombres. Zenón en Grecia y Séneca, Polibio y
Cicerón en Roma son las figuras más altas de la escuela. Resulta indispensable
subrayar, por último, que ambas concepciones, la epicúrea y la estoica, se
avienen cabalmente al estilo imperial de vida que pronto aflorará en toda la
cuenca mediterránea.

Agotada su capacidad de creación y de anhelo, Atenas, se extinguió, como


Esparta, entre dolorosas y sangrientas convulsiones. Vivo quedó, empero, su
espíritu y vivo también su sueño de eternidad. Fecundó al Oriente, a Roma y
al Occidente con sus aportes culturales, legándole una compleja problemática
intelectual y social y el ejemplo imperecedero de haberse atrevido a ser lo
que era con espléndido arrojo. Su inmortal descubrimiento fue la concepción
antropocéntrica del mundo y de la vida y la idea del libre desarrollo del
espíritu como condición ineludible de toda obra de creación humana. El
precio de ese gran hallazgo fue la esclavitud, el diagogos y la democracia de
clase. El deber de nuestro tiempo, en que ya los talleres marchan solos y las
cítaras pueden tocar sin citaristas, es erradicarlas definitivamente de la vida
histórica mediante el establecimiento de un régimen social que garantice el
acceso de todos al poder, a la riqueza y a la cultura. Meta y mito para sus
hijos mejores y para sus herederos ofuscados, Atenas fue punto de partida de
todo lo que somos y seremos. Y constituirá siempre, en la historia del
pensamiento, el radiante amanecer de su conciencia.

112
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

V
Las pugnas sociales en la antigua Roma
1. Orígenes y trayectoria histórica de Roma

Ningún pueblo de la Antigüedad alcanzó la plenitud de su proceso histórico


en tan breve tiempo como Roma. En la época en que Atenas irradiaba sobre
la cuenca mediterránea los espléndidos destellos de su genio y de su poderío,
la que habría de ser urbe imperial de los césares y heredera de la cultura
griega trasponía, fatigosamente, el angosto horizonte de la vida rural. ¿Quién
hubiera podido predecir a la sazón que la agreste villa del Tíber estaba
destinada históricamente a dictarle tres veces su leyes al mundo? Dos siglos
más tarde, unificada la península itálica bajo su hegemonía, vencedora de las
samnitas, de Pirro y de Cartago, se lanzaría, con ímpetu felino y fragor de
tormenta, a la conquista del dominio universal, señoreando soberbiamente,
en el término de una centuria, desde el Atlántico hasta el Eufrates, desde el
Rhin y el Danubio hasta las lindes reverberantes del desierto líbico. Tamaño
acaecimiento, que sólo tiene par en la historia moderna en la formación del
imperio británico, no pudo producirse, como se verá, sin que Roma sufriera,
en su estructura interna, profundas transformaciones económicas y violentas
sacudidas sociales. La trayectoria de la antigüedad romana constituye, en este
sentido, una ingente experiencia, una escuela viva para estos tiempos
preñados de subversiones que vivimos.

Como los israelitas, los romanos hacen su historia en territorio ajeno, en la


península de los Apeninos. La identidad de los primitivos pobladores de esta
región permanece todavía difuminada en el misterio. En el siglo VIII, límite
aún no traspasado por la historiografía romana, la península itálica aparece
habitada por un heteróclito conglomerado de pueblos, cuya respectiva
procedencia continúa sujeta a controversia. El único núcleo conocido está
compuesto por migraciones helenas, aposentadas en lo que más tarde se
denominará la Magna Grecia. El centro y el sur de la península se encuentra
habitado por los itálicos, rama del tronco lingüístico indoeuropeo, probable-
mente venidos del norte de Europa. Según León Bloch, los itálicos se
asentaron en el valle padano desde tiempo muy remoto. Las excavaciones
efectuadas demuestran que ya habían trascendido la fase sociológica de la
barbarie. Cultivaban el trigo, poseían extensos fundos dedicados a la
ganadería y les era conocido el arte de fundir el bronce. El complejo de
relaciones sociales prevaleciente en esa época entre los itálicos se caracteriza

113
Raúl Roa

por la forma mixta del régimen de bienes. La propiedad comunal en


desintegración y la propiedad privada en ascenso conviven dentro de la
misma estructura gentilicia. La propiedad de los predios de cultivo y de
pastoreo continúa siendo, en general, patrimonio común de la tribu. La
vivienda y la huerta, escindiéndose progresivamente del conjunto, son ya
propiedad privada de los grupos consanguíneos. Este proceso de trans-
formación de las antiguas condiciones de vida repercutirá, profundamente,
en la organización de la familia y en la estructura social. El tradicional poder
objetivo de la tribu sobre sus miembros dará paso al poder personal del pater
familiae. Las supervivencias del régimen comunal de propiedad al régimen de
propiedad privada. La monarquía de tipo patriarcal, que corona este desarrollo,
expresa y define la naturaleza del nuevo sistema social. Expulsados por los
etruscos del valle del Po, los itálicos emigraron en diferentes direcciones,
radicándose la porción principal en el Lacio después de recia pugna con sus
moradores. La mayoría de estos optó por someterse, razón por la cual se les
llamó clientes, que significa obedientes. En un principio, dependieron
directamente como cosas de sus dueños. No afrontaron nunca, sin embargo,
las duras condiciones de vida de los ilotas. En su evolución ulterior, esta
institución se transmutó en una especie de servidumbre familiar, suavizándose
la relación de dominio con el reconocimiento de la integridad personal de los
componentes de la clientela.

En el valle del Po vivían otros dos pueblos de origen parejamente nebuloso: al


este los venetos, al oeste los ligures, desplazados al cabo por los yapigios y los
mesapios, pertenecientes a los grupos étnicos que habitaron la península
balcánica en la época prehelénica. Entre esos distintos pueblos, organizados
todavía en régimen tribal, se extendía el dominio de los etruscos. Escasos y
sobremanera discutidos son los datos que se poseen sobre sus orígenes; pero
sí puede afirmarse que estamos en presencia de un pueblo altamente
evolucionado, de rica y dilatada tradición cultural.

«Los etruscos –puntualiza Guillermo Ferrero– son los artesanos, los


comerciantes y también los corsarios de la península; surcan los mares
en sus navíos; constituyen ciudades; las dotan de acueductos y
alcantarillas; las rodean de fortificaciones; sobresalen en arquitectura,
pintura y escultura. Tienen, asimismo, una organización política
compleja: forman una confederación de pequeños Estados, gobernado
cada uno por un rey y hasta celebran, sin duda, asambleas periódicas.»

114
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Parece lógico presumir que a los etruscos debía corresponder la función


unificadora y hegemónica en la península. No fue así. En las postrimerías del
siglo VII, su poderío político, económico y cultural había experimentado
brusco eclipse al empuje incontrastable de los galos. Refugiados en los Alpes,
en la Toscana y en parte de la Umbría del Lacio, los etruscos se entregaron a
una vida de corrupción y de molicie. «Gordos y sucios», les denominaban
peyorativamente los romanos, otrora desalojados por aquellos del valle
padano.

La función histórica de unificar y dirigir la península correspondería al núcleo


itálico enclavado en el valle del Tíber. No fueron los únicos, sin embargo, que
se dispusieron a llevar a cabo la épica empresa. Estaban ya intentándola los
habitantes de Alba Longa, que tenían bajo su control gran parte del Lacio;
pero los fundadores de Roma habrían de suplantarlos prontamente y
concluir, tras fieras luchas, por imponer su dominio a todas las comunidades
vecinas, muchas de las cuales se fusionaron con la rival vencedora. El
territorio ocupado se consideraba usualmente propiedad del Estado y su
tercera parte, convertida en ager publicus, se distribuía como propiedad
privada entre los ciudadanos romanos. La espléndida posición geográfica de
Roma facilitaría la extensión de su poder y de su influencia, dictándole su
política de integración y hegemonía como paso indispensable para lanzarse a
la conquista del mundo ultramarino.

Según la tradición, Roma fue fundada en el año 754 antes de nuestra era. La
validez de esta fecha no ha sido aún verificada; pero, como dice Ferrero, y por
ello la usa, «tiene, aunque controvertida, la ventaja de ser la que siempre
Roma consignó en sus actas oficiales». Sugestivas leyendas se han tejido en
torno a los orígenes de Roma. Resulta ocioso referirlas por sobadas. La
historiografía romana ha superado, a partir de Niehbur y de Mommsen, esta
concepción puramente mitológica y no admite otra explicación de los
orígenes de Roma que la histórico-social. En lo que a nuestro propósito
importa, basta dejar constancia del estado actual del problema; y dibujar a
seguidas, la imagen que en el siglo VI ofrece la topografía social de Roma. El
vértice del poder está ocupado por el rey, designado formalmente por el
consejo de patres o senado; le sigue inmediatamente este, hechura, según
algunos tratadistas, del rey; cuerpo de ancianos elegidos por el pueblo, según
otros. La facultad principal del rey era la distribución del ager publicus entre
los integrantes del Estado; pero ya en esta época era el patriarcado quien
propiamente la ejercitaba y casi siempre en beneficio propio. El acrecimiento
constante de su patrimonio territorial y su control de las magistraturas y de
115
Raúl Roa

los cargos públicos en virtud de sus privilegios económicos hacía de esta clase
la verdadera regente del Estado. Los senadores salían de su seno y el rey
mismo nada decidía sin consultarla previamente. La base de la pirámide social
la forman la muchedumbre campesina y los núcleos artesanos organizados en
colegios profesionales que tenían el carácter de sociedades de socorros
mutuos. La clientela aparece ya adscripta a las familias patricias.

Más allá del perímetro de la civitas, en las colinas aledañas y principalmente


en el Aventino, vivía la plebe, un grupo social de origen oscuro y sobremanera
cuestionado. Binder y Gustavo Bloch han aportado al respecto consideraciones
de superlativa importancia. La plebe se caracteriza por constituir una conste-
lación particular de condiciones de vida, de intereses y de aspiraciones. Vive
económica y socialmente adherida al Palatino y en pugnaz dependencia del
patriciado, que intenta reducirla a la misma situación jurídica en que se
encuentra la clientela. La resistencia de la plebe a someterse a este propósito
del patriciado, organizando sus cuadros y designando sus jefes o tribunos,
daría lugar a un largo conflicto que no terminará hasta el año 367, en que
la legislación licinia-sextia consagra la igualdad jurídica y social de los
contendientes.

2. Naturaleza, desarrollo y desenlace de las luchas entre patricios y


plebeyos

Los primeros rozamientos entre patricios y plebeyos se producen en la fase


terminal de la monarquía. La inseguridad de las fuentes impide una cabal
reproducción de esos episodios; pero la naturaleza de los mismos viene dada,
como quedó ya apuntado, por el intento patricio de reducir a vasallaje al
grupo plebeyo. Aumentada y robustecida de continuo por los internos
desplazamientos que se operaban en las otras clases sociales, la plebe había
gozado de un bienestar relativo a virtud de los periódicos repartos de tierra
que el Estado realizaba, permitiéndole diversificar su actividad y competir
ventajosamente con los agricultores libres en la civitas. Esta situación se
transforma radicalmente al asignarse el patriciado la facultad de distribuir el
ager publicus. Los sucesivos repartos de tierra fiscales se efectuaron, en su
casi totalidad, en beneficio de la clase señorial. El resultado de esta política
fue la movilización del grupo plebeyo en defensa de sus condiciones de vida.
La réplica patricia pone todos los resortes del Estado al servicio de su
empeño.

116
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

«El reparto de tierras –afirma León Bloch– que hubiera podido y


debido establecer el equilibrio social se convirtió, por la usurpación
patricia, en una fuente perenne de discordias, contribuyendo a
encender y a enconar los contrastes de clase.»

La pugna entablada tuvo en sus comienzos diversas alternativas. Faltaba en


ambos campos la unidad de acción y de objetivos. Los estratos superiores del
patriciado eran abiertamente contrarios a toda política que entrañase un
compromiso con la plebe. Los patricios vinculados a las formas incipientes de
la economía cambiaria eran partidarios de un entendimiento formal con las
capas de la plebe dedicadas a los oficios y al comercio. Este intento
conciliatorio, enderezado a escindir políticamente la masa plebeya en favor
del patriciado como clase, poniéndola bajo el señorío de esta, fue recogido de
la tradición por Menenio Agripa en su célebre Apólogo. No pudo abrirse
camino. La mayoría de los plebeyos y los estratos superiores del patriciado se
produjeron parejamente contra esta tendencia contemporizadora, haciéndola
fracasar. La oposición entre patricios y plebeyos asumió, a partir de este
instante, caracteres de refriega. Múltiples reveses hubo de sufrir la plebe en
esta fase de la lucha; pero siempre logró rehacer sus filas y renovar el ataque.

La situación de los plebeyos se agravaría considerablemente en esta sazón al


verse compelidos a recurrir a los préstamos para poder seguir cultivando sus
entecas heredades. Muy distintas a las de hoy eran entonces las condiciones
del crédito. La moneda tenía aún una función muy modesta. El escaso
desarrollo del comercio y de la industria limitaba, en grado sumo, la
necesidad del dinero. No cabe ya duda que en el antiguo derecho territorial
romano prevalecía el régimen del crédito en especie. El prestatario recibía del
prestamista semillas, ganado reproductor o utensilios de trabajo, obligándose
a restituir lo prestado en el plazo convenido con una cantidad adicional. Si al
vencimiento del plazo el deudor no estaba en condiciones de satisfacer sus
obligaciones, el acreedor podía disponer de sus bienes y de él mismo a su
entero antojo. En este último caso, el deudor respondía con su propia
persona. Si era joven todavía y apto para el trabajo, el acreedor podía
utilizarlo como siervo en sus tierras o venderlo como esclavo en el exterior. Si
el deudor estaba físicamente incapacitado, el acreedor podía en este caso
incluso matarlo. Habiendo varios acreedores estos tenían el expreso derecho
«de dividirse el cadáver del deudor».

117
Raúl Roa

La dureza de esta legislación no necesita ser subrayada. La lucha por su


abrogación es una de las constantes del movimiento plebeyo y su
mantenimiento por parte del patriciado fuente ubérrima de enriquecimiento.
Miríadas de pequeños agricultores fueron despojados de sus bienes al
amparo de esta legislación.

El derrocamiento de la monarquía y la instauración de la república señorial


dio al patriciado la plenitud del poder. La suprema autoridad radicaba en el
consulado. En tiempos normales, Roma era regida por dos cónsules, ambos
de extracción patricia; pero en las situaciones de peligro se optaba por el
mando único, invistiéndose al cónsul escogido, usualmente el más enérgico y
adicto, con los atributos del magister populis, el tradicional dictador romano.
No estaba este obligado, durante su mandato, a dar cuenta de sus actos. Su
gestión concluía al cesar el estado de emergencia, restableciéndose automáti-
camente el régimen constitucional. En realidad, el poder discrecional de los
cónsules no difería bajo este último del ejercido durante el régimen del
magister populis. La autoridad que aquellos solían arrogarse en épocas
normales sólo tenía como límite el interés del patriciado. Los cuerpos
deliberantes, el senado y la asamblea de la tribu, dependían directamente de
la clase señorial. En las votaciones populares triunfaban siempre las centurias
compuestas por los assiduis, o ciudadanos de primera clase en razón de sus
prerrogativas económicas, que constituían mayoría absoluta. El grueso de la
población estaba excluido, prácticamente, de las magistraturas, de los cargos
públicos y del dominio y disfrute de la riqueza, confinadas al angosto círculo
de las familias nobles. Por su configuración y contenido, la república patricia
era, pues, típicamente aristocrática, res privada de los que la detentaban en
nombre del populus.

Ni que decir tiene que el objetivo céntrico de la política patricia fue someter
definitivamente al grupo plebeyo, movilizando a ese efecto todos los recursos
a su alcance. Sus tribunos fueron perseguidos y sus bienes, enajenados en
masa. La hostilidad de la plebe arreció ante la violenta agresión de que fue
objeto. El descontento y la agitación se generalizaron rápidamente a todos los
núcleos sociales desposeídos. La guerra civil estaba a las puertas de Roma
cuando esta fue súbitamente atacada por las tribus fronterizas. El grupo
plebeyo, aprovechándose de la difícil situación que afrontaba el patriciado,
demandó la inmediata reforma de su estatus social. Temerosa de ser agredida
por la espalda, la clase señorial se vio forzada a ofrecerle a la plebe
determinadas mejoras a cambio de su ayuda militar, que fue decisiva; pero las
promesas no fueron cumplidas.
118
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Guiados por sus tribunos, los plebeyos abandonan la ciudad y declaran


solemnemente, ante las murallas del Palatino que van a fundar una comunidad
independiente en el Monte Sagrado.

«El éxodo de la ciudad –comenta León Bloch– no era, en realidad, otra


cosa que una huelga general. Sin la masa plebeya, Roma no hubiera
podido resistir los ataques de los pueblos vecinos. La secessio plebis no
era, en el fondo, más que una amenaza demostrativa, una ilegal
declaración de guerra a la nobleza, disfrazada con la forma legal de la
huelga.»

Esta actitud retadora no demoraría en frutecer. Urgido de su apoyo militar, el


patriciado tuvo, en efecto, que reconocer la organización política particular de
la plebe; y, asimismo otorgar a los tribunos populares el derecho del veto y de
la inviolabilidad de sus personas, extendida posteriormente a los ediles. El
incumplimiento del veto, o cualquier agresión a los tribunos se castigaba con
la pena de muerte, arrojándose al culpable de la Rupe Tarpea. El recono-
cimiento de los plebiscitos, propuesto por los cónsules Valerio y Horacio,
remata esta etapa del conflicto patricio-plebeyo. En lo adelante, las
decisiones de las asambleas particulares de la plebe constituirán leyes
obligatorias para todo el pueblo, inclusive los patricios, previa la auctoritas
patrum.

La plebe no se dio por satisfecha con estas conquistas de tipo político. Recabó
enseguida la codificación del derecho, nombrándose al efecto una comisión
de diez miembros, el célebre decemvirato. El derecho en vigor, depurado y
corregido, fue grabado sobre doce tablas de bronce. La ley que lleva este
nombre, matriz originaria del derecho romano, fijaba «un minimun de medios
de vida que el acreedor debía suministrar al deudor reducido a siervo». Se
establecía también que el prestamista «debía pagar el cuádruple de la
ganancia ilícita, mientras que el ladrón debía devolver sólo el doble o el triple
de lo robado»; pero se prohibía terminantemente el matrimonio entre
patricios y plebeyos y quedaba en pie el derecho del acreedor solidario a
dividir el cadáver del deudor valetudinario insolvente. No obstante este
monstruoso precepto y su carácter esencialmente patricio, la ley de las Doce
Tablas constituye un gran paso de avance en la regulación jurídica de las
relaciones entre la nobleza territorial y la plebe y representa un transcendental
jalón en el proceso general de evolución del derecho. La disposición relativa al
matrimonio entre patricios y plebeyos fue derogada poco tiempo después por
una ley del tribuno Canuleyo, en la que se reconoce y consagra su validez

119
Raúl Roa

desde el punto de vista del derecho público y privado. El patriciado conservó


para sí, en todo tiempo, la forma solemne del matrimonio. La participación de
la plebe en la cuestura fue conquistada también en este período. La cuestura
era una institución superviviente de la época monárquica. Abolida según la
tradición por Tarquino el Soberbio, las fuentes arrojan su existencia desde los
albores de la república patricia. Había cuatro cuestores. Dos estaban
encargados de la administración de la caja militar y los otros dos de la
administración del tesoro público. A estos últimos, además, correspondía
recibir el juramento de los magistrados y custodiar las decisiones de la
asamblea y los decretos del senado.

La invasión, saqueo e incendio de Roma por los galos el año 387, que dejó a la
plebe desangrada y empobrecida, indujo al patriciado a recobrar el terreno
perdido; pero la plebe, reorganizada por sus tribunos, se revolvió briosa-
mente conservando intactas sus posiciones. Veinte años más tarde las leyes
de los tribunos Cayo Licinio Stolo y Lucio Sextio Laterano concluye la dilatada
contienda entre patricios y plebeyos con la victoria completa de estos
últimos. La legislación licinia-sextia comprendía tres aspectos fundamentales:
prohibición de poseer más de 125 hectáreas del ager publicus; derecho de
admisión de los plebeyos al consulado y a todas las magistraturas y cargos
públicos; y prohibición, con efecto retroactivo, de cobrar intereses a los que
había satisfecho, durante doce años, puntualmente, las obligaciones en especie
o pecuniarias contraídas.

La legislación licinia-sextia puso término al régimen social vigente en Roma


desde el año 500. La república patricia, asentada en el predominio señorial
del suelo, de las magistraturas y de los cargos públicos, es sustituida por la
república democrática, fundada en el equilibrio contractual entre las viejas
fuerzas dominadoras y las nuevas fuerzas incorporadas, dando paso a un
complejo de relaciones sociales de base más ancha y estable, cuya columna
vertebral la constituía una vigorosa clase media enraizada en la tierra. Las dos
descripciones clásicas del Estado romano, la de Polibio y la de Cicerón, se
refieren a esta época en que se conjugan, en síntesis creadora, el agricultor, el
soldado y el ciudadano.

120
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

3. El proceso de expansión romana y sus consecuencias sociales


La paz interna le propiciaría a Roma el ascenso impetuoso por los
derriscaderos de la historia. En incontenible empuje, logra completar el
proceso de unificación de la península itálica bajo su hegemonía; logrado este
propósito se lanza a la conquista del mundo mediterráneo. El imperio
cartaginés le saldrá violentamente al paso, poniendo en peligro su futuro. Los
ejércitos de Aníbal llegan a apoderase de todo el sur de Italia, instalando su
cuartel general en Capua; pero la victoria final será de Roma, abriéndose las
rutas del mar, del comercio y del imperio. La estructura social de la república
democrática empieza ya a resultar incompatible con el desarrollo de la
potencia romana. Modifícase rápidamente la correlación de fuerzas creada
por la legislación licinia-sextia. El litoral suplanta a la campiña, el dinero a la
tierra, el caudillo al ciudadano. La fisonomía de Roma se transforma con ritmo
vertiginoso. Afluyen la riqueza y los esclavos; se multiplican los armadores y
las compañías mercantiles; la propiedad territorial se concentra en manos de
los equites, los nuevos ricos nacidos a la sombra de la piratería y del despojo,
de las operaciones financieras y del comercio marítimo, en pugna abierta con
los optimates y la nobilitas, categoría social de extracción aristocrática que ha
roto ya sus vínculos con las viejas formas económicas de vida y es dueña del
poder, que dirige y centraliza con el típico estilo de una oligarquía ilustrada.
Su figura representativa es Escipión el Mayor, que es el primer romano que
avizora el futuro con perspectiva imperial. Y sus dos grandes teóricos Panecio
de Rodas y Polibio de Megalópolis. El desplazamiento de la pequeña
propiedad por el latifundio, la sustitución de los agricultores libres por
esclavos y la leva constante de cultivadores y artesanos produjo la
aglomeración en los centros urbanos de vastas masas de indigentes, el típico
proletariado romano, utilizado por caudillos y demagogos en favor de sus
ansias de lucro y de sus apetitos de poder. Esta situación concluye por
suscitar en las masas defraudadas un fermento de rebeldía que no tardará en
asumir caracteres revolucionarios.

La tensión popular se torna amenazadora en la primera mitad del siglo II. En


distintos lugares, los esclavos, sustentáculo fundamental de la vida
económica, intentan sublevarse. Macedonia y la isla de Delos son teatro de
intensos y prolongados disturbios sociales. Los colegios de artesanos apoyan,
en muchos lugares, las demandas de los campesinos despojados. Faltaba sólo
la voz orientadora y la acción decidida para poner en marcha aquella
marejada de inconformidad. Esa voz y esa acción la encarnó Tiberio Graco.

121
Raúl Roa

De ilustre prosapia, Tiberio Graco se sintió movido desde su juventud a


remediar la situación de los desposeídos. En esta inclinación suya fue factor
relevante su preceptor Blosio, filósofo itálico nutrido en las ideas sociales de
los griegos. El resto lo hizo su propia observación directa de los subrayados
contrastes de la vida romana:

«Hasta las bestias salvajes que viven en el suelo de Italia –afirmó en


célebre arenga a su regreso del servicio militar– tienen, por lo menos,
su guarida. Sólo no pueden contar más que con el aire y la luz los
hombres que por Italia combaten y mueren. Sin hogar, sin morada,
errabundean a través del país con sus mujeres y sus hijos. Mienten
nuestros generales cuando animan a sus soldados para que se batan
corajudamente, diciéndoles que defienden contra el enemigo sus
hogares y las tumbas de sus antepasados, pues ninguno de ellos posee
hogar ni podría mostrar la tumba de sus antepasados. En realidad, es
por defender las riquezas ajenas por lo que se les pide que viertan su
sangre y mueran. Se los llama pomposamente los amos del mundo;
pero ninguno de ellos posee siquiera un pedazo de tierra donde
apoyar la cabeza.»

Treinta años tenía Tiberio Graco cuando fue elegido tribuno del pueblo. En su
campaña electoral, una de las más movidas y dramáticas que registra la
historia política de todos los tiempos, había vertebrado en torno a su
programa de reformas sociales al gran contingente aldeano desprovisto de
medios propios de vida. El objetivo central de este programa era la
reconstrucción de la pequeña propiedad a expensas del ager publicus.
Inmediatamente que ocupó el tribunado, Tiberio Graco presentó un proyecto
de ley a la asamblea popular planteando la forma y cuantía de la
redistribución de los dominios del Estado. Mientras el pueblo se manifestó
cálidamente en favor de la reforma propuesta por Tiberio Graco la oligarquía,
parapetada políticamente en el senado, se opuso encarnizadamente a su
realización práctica. Según el proyecto de ley de Tiberio Graco, ningún
ciudadano romano o confederado podía poseer más de 500 yugadas de
tierras fiscales, agregándose 250 yugadas para cada uno de los primogénitos.
Merced a esta prohibición, el Estado rescataba grandes extensiones de tierra
que se convertían en propiedad libre; fraccionada en lotes de 30 yugadas se
distribuía a los ciudadanos necesitados como posesión inalienable y exenta de
impuestos. Los antiguos ocupantes eran resarcidos por el Estado en
proporción a la tierra requisada. No olvidaba Tiberio Graco en su proyecto,
como se ve, los intereses de los pudientes.
122
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La aprobación de la ley no fue tarea fácil. Tiberio Graco tuvo que luchar, en
pareja medida, con la resistencia del senado y la de un grupo de plebeyos
encabezados por Marco Octavio; pero, al cabo, la asamblea popular votó la
ley por gran mayoría, omitiendo la indemnización de los ocupantes. La
hostilidad de los terratenientes y del senado se arreció con esta medida; y
todos sus esfuerzos se encaminaron a obstaculizar su ejecución.

Amenazado de muerte, Tiberio Graco no cejó en su propósito. En actitud


desafiante, presentó de nuevo su candidatura al tribunado, renovando la ira
de sus enemigos. Aunque no estaba prohibida expresamente la aspiración
sucesiva al tribunado, se consideraba contraria «a la costumbre, al tacto y a la
decencia política». Esta circunstancia, hábilmente explotada por los
terratenientes, le creó una atmósfera adversa entre sus propios partidarios.
Acusado de transgredir el derecho consuetudinario y de ambicionar la
diadema real, Tiberio Graco fue asesinado, por orden de la oligarquía, con
trescientos de sus partidarios, el propio día de la elección. Muchos de sus
amigos fueron procesados por conspirar contra la república. El cadáver de
Tiberio Graco fue arrojado a los buitres. Y el inductor de su asesinato, el
senador Escipión Nasica, premiado con la dignidad de pontífice máximo.

«La sangre derramada en las elecciones para el tribunado en el año 133


–afirma Bloch– señala una piedra miliar en la evolución interna de Roma.» En
lo adelante, el problema de la reforma social en Roma resultaría jurídicamente
incompatible con la constelación de formas económicas y políticas vigentes;
no podría ya plantearse la superación de la crisis social dentro del cuadro de
fuerzas que la engendraba. El error fundamental de Tiberio Graco fue el no
haberse percatado que

«para efectuar reformas de algún alcance, no bastaba el voto de la


asamblea popular, sino que necesitaba también el apoyo de una fuerza
armada y decidida en oposición a los medios legales y extralegales de
que disponía el senado.»

El mismo error cometería años más tarde su hermano Cayo Graco, intentando
reorganizar las bases sociales de la república y la democratización del sistema
electoral con el puro apoyo del pueblo, costándole la vida el empeño.

«Fieles a sus hábitos de hipocresía –comenta Max Beer– los romanos


hicieron erigir el templo de la concordia en el propio sitio donde
fueron asesinados los Gracos y sus partidarios.»

123
Raúl Roa

El fracaso de las tentativas reformadoras de los Gracos significaba que toda


una tradición social y económica genuinamente romana estaba en crisis. Las
nuevas fuerzas creadas por la expansión imperialista desbordaban ya el
estrecho marco agrario del Estado patricio-plebeyo, oponiéndose a todo
reordenamiento de sus bases que ignorase el predominio de sus intereses.
José Luis Romero ha analizado certeramente la política social de los Gracos y
el proceso de la crisis que culminaría en la extinción de las instituciones
republicanas y el advenimiento del principado.

La guerra social en Roma adquiere, a partir de este momento, caracteres


agudos. En el siglo I las discordias civiles y las rebeliones de esclavos incendian
todo el país. El senado y los equites forman frente único. Las masas populares
se agrupan en torno a Mario, vencedor de Yugurta, de los simbrios y de los
teutones, llamado el «tercer fundador de Roma». Elegido cónsul se puso a la
cabeza del partido democrático. Sila, jefe del partido de los optimates, le
disputó el poder en batallas sangrientas. Designado dictador, procedió a
reorganizar la estructura política del Estado. El régimen establecido por Sila
fue de factura marcadamente reaccionaria. Las prerrogativas otorgadas por
Cayo Graco a los equites les fueron arrebatadas. El senado, baluarte de los
optimates, fue elevado a la categoría de poder supremo. No se atrevió Sila a
suprimir el tribunado; pero sometió a severas restricciones el derecho del
veto y el de iniciativa. El gobierno de los optimates, sin el contrapeso del
tribunado, de la censura y de los jurados, se reveló incapaz de regir
pacíficamente los destinos de Roma. La agitación volvió a apoderarse del país.
En el mismo campo aristocrático se levantaron voces de protesta. La pugna
de facciones no tardaría en desencadenarse, convirtiéndose la vida pública en
patrimonio de los más audaces y ambiciosos. El ejército, reclutado entre
aventureros y delincuentes, empezó a ejercer un papel preponderante. Los
golpes de fuerza y los contragolpes se suceden en rauda teoría. De la
república democrática instaurada el año 367, sólo queda ya su vestidura
formal.
Las sublevaciones de esclavos vinieron a complicar la ya confusa situación. El
esclavo, instrumentum vocale, se había convertido en el agente inmediato de
la producción al extender Roma sus fronteras. Su fuente de abastecimiento
era la guerra. Carecía de derechos cívicos y personales, compartiendo el
establo con el ganado, el instrumentum semivocale. Dormía y comía en
común bajo la vigilancia del villicus; trabajaba de sol a sol bajo la inspección
implacable de los capataces. Sobrada razón tenía en rebelarse contra sus
verdugos.
124
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El año 73 el Estado romano vio retado su poderío por Espartaco, que al frente
de setenta esclavos se lanzó a la revuelta llamando en su ayuda a todos los
sojuzgados y desposeídos. En el término de un año, Espartaco logra
posesionarse de toda la baja Italia, organizando su territorio conforme a las
instituciones espartanas atribuidas a Licurgo. Hubo un instante en que
pareció tener en sus manos la victoria sobre Roma, desconcertada con su
cadena interminable de hazañas; pero sus vacilaciones, motivadas por las
fricciones internas entre sus huestes, indujeron a Roma a cerrarle definitiva-
mente el camino, enviando tras él un poderoso ejército comandado por Craso
que lo derrotaría después de enconados encuentros. Espartaco murió, como
un valiente, en el campo de batalla. La crítica histórica moderna ha limpiado
su noble figura de la siniestra aureola que proyectaron sobre ella los
historiadores antiguos. Entre estos, Plutarco constituye excepción: «Fuerte en
extremo y serio –escribe de él– inteligente y clarividente por encima de su
condición, más heleno que bárbaro.»

La rebelión de Espartaco, no obstante su fuerza expansiva, carece de relieve


doctrinal. Es un movimiento social puramente instintivo.

4. La conjuración de Catilina

En la segunda mitad del siglo I las contradicciones internas de Roma llegan a


su máxima tensión. El movimiento popular, no obstante sus reiteradas
derrotas, se reagrupa y fortalece, nutriéndose constantemente con los
campesinos expulsados de sus tierras y los esclavos manumitidos. Mientras
Pompeyo se enfrentaba con Mitrídates en Asia, en Italia cundía el descontento y
se organizaban conspiraciones contra la nobleza y el senado, encabezadas
casi siempre por tránsfugas de las esferas dominantes. Desfigurándose sus
objetivos por los historiadores a sueldo del poder, han pasado a la posteridad
como demagogos vulgares o aventureros disfrazados de apóstoles. Ninguno
ha alcanzado, sin embargo, la triste celebridad de Lucio Sergio Catilina.
Salustio ha dejado de él la imagen de un monstruo. Marco Tulio Cicerón, su
adversario político, la palabra más elocuente y florida de la clase senatorial, le
imputa los más abominables vicios y pasiones. Aún siguen vibrando sus
célebres quousque tándem.

Candidato al consulado el año 63 frente a Cicerón, Catilina enarboló como


suyo el programa social de Publio Servilio Rulo, cuyo objetivo básico era la
revisión radical de los títulos de propiedad y posesión en toda Italia a fin de

125
Raúl Roa

redistribuir las tierras entre los campesinos desposeídos y los proletarios de la


ciudad, sostenidos precariamente por el Estado. En favor de Cicerón, que
representaba el «cartel del orden» como él mismo lo calificara, se movilizaron
los intereses señoriales y sus resortes políticos. Catilina fue derrotado; pero,
al año siguiente, se presentó de nuevo como candidato al consulado. Agitada
y turbia fue la campaña electoral. Se compraron y vendieron votos. Cicerón
volcó sobre Catilina y sus partidarios el chorro cáustico de su retórica.
Derrotado otra vez, Catilina se dispuso a llevar a efecto sus propósitos por vía
extralegal, ya que las circunstancias habían demostrado que nada podía
obtenerse por los medios constitucionales. Aprovechándose del descontento
producido por el resultado de la elección, organizó un fuerte partido
revolucionario, lanzándose a la insurrección. Mientras esto acontecía, se
proclamó en Roma el estado de sitio y se enviaron varios ejércitos en
persecución de los sublevados. Cicerón fue proclamado dictador, obteniendo
del senado una condena general, sin previo proceso, de todos los adherentes
a Catilina. Contra esta violación del régimen jurídico, levantó su voz de
protesta el pretor Cayo Julio César, secretamente conectado con el
movimiento. Marco Porcio Catón el Joven sostuvo, frente a Julio César, la
necesidad de una represión ejemplar. Atacado por enemigos superiores,
Catilina y sus conjurados fueron vencidos en las alturas de Fiésole, cerca de
Florencia. En Roma fueron estrangulados en las cárceles, por orden de
Cicerón, los sospechosos de haber participado en sus propósitos.

Ningún juicio más acertado sobre la figura y el empeño de Catilina que el


expuesto por Ernesto Palacios en un libro cálidamente elogiado por Herman
Keyserling:

«La versión sobre la perversidad de Catilina –escribe– puede explicarse


por una coalición de circunstancias desfavorables a su memoria. La
mala estrella que lo persiguió en vida, ha seguido rigiendo su destino
póstumo. Pero, frente a esa imagen, a la que Napoleón no daba
crédito, se levantan en tropel las objeciones y la historia. ¿Era, acaso,
un crimen tratar de abatir un régimen de podredumbre, que habría de
caer ruidosamente, bajo otras manos, pocos años más tarde? ¿Podía
identificarse con la patria aquella oligarquía utilitaria e incapaz de
realizar el bien público, aquella camarilla de valetudinarios contra la
cual se alzó Catilina? ¿Es creíble que un depravado, enloquecido de
ambición subalterna, con la psicología de un capitán de bandidos, haya
logrado agrupar bajo sus banderas a los veteranos de las guerras de
conquista y a la flor de la juventud romana, como no pueden menos de
126
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

confesarlo sus mismos detractores? Si a estas reflexiones se agrega la


presunción que surge del apoyo de Julio César –que triunfara luego
contra el mismo enemigo– y la muerte digna de un romano antiguo del
vencido en Pistoya, poco a poco va surgiendo en nuestro espíritu un
Catilina muy distinto del que nos ha transmitido la historia, en figura
de un héroe desventurado, precursor del imperio. Si fue vencido en su
tentativa, abonó con su infortunio la tierra nueva donde habría de
triunfar después en espíritu, como todos los precursores.»

5. El primer triunvirato: la magna concepción de Julio César


El fracaso de la conjuración de Catilina entraña el colapso definitivo de las
instituciones republicanas. La hegemonía del senado y el predominio de los
intereses señoriales quedaron fuertemente consolidados. El año 61, Pompeyo,
Craso y Julio César, jefes de grandes facciones políticas y militares, constitu-
yeron un régimen de tregua, el primer triunvirato.

En el seno de esta tregua política bullían, sin embargo, fermentos explosivos.


No pasaría mucho tiempo sin que los triunviratos se empeñasen en una lucha
recíproca por el control del poder. En el interregno Julio César se aprovechó
para ensanchar el territorio colonial de Roma y hacerse de una fuerza militar
poderosa y fiel a sus objetivos políticos y sociales. Partícipe de las ideas de
Rulo y Catilina, Julio César elaboró un vasto programa de reorganización
general de la vida romana, que conllevaba la extinción del poder senatorial y
el sometimiento de la oligarquía al interés público. Joven aún, se había
manifestado contra la falsificación del régimen republicano, abogando por
una redistribución de las tierras entre los campesinos y los proletarios. Sila
tuvo en él un adversario implacable. Decretada su muerte por el dictador,
pudo salvarse gracias a la intervención de algunos amigos influyentes. «Os
arrepentiréis; –exclamó Sila– en César hay muchos Mario.» Exilado voluntaria-
mente de Roma, estuvo en Asia Menor, retornando al fallecimiento de Sila.
Abandonó a Roma poco tiempo después para completar su instrucción en
Rodas, frecuentando la escuela del filósofo Apolonio Milón. El año 65 fue
elegido edil. Muchos de los monumentos que embellecieron a Roma son obra
suya.

127
Raúl Roa

Designado pretor, Julio César asumió, como ya vimos, una actitud condenatoria
de la represión sangrienta del movimiento acaudillado por Catilina. En el año
62 va a España como gobernador y a su vuelta es elegido cónsul. En su gestión
gubernativa hizo repartir, entre veinte mil veteranos y proletarios, las tierras
fiscales de la Campaña, expropiándola a los grandes terratenientes que las
habían usurpado durante tres siglos. Nombrado al terminar su función
consular gobernador de las Galias, Julio César incorporó a Roma todo el actual
territorio de Francia.

La misma Britania fue invadida dos veces por sus legiones. Incluso se atrevió a
internarse en las selvas de las tribus germanas derrotándolas.

El creciente poderío de Julio César y la repercusión de sus hazañas en el


populus provocó en las esferas rectoras una profunda inquietud. Por
sugestión de Pompeyo, el senado se negó a renovarle la gobernación de las
Galias por otros cinco años. La respuesta de Julio César fue marchar sobre
Roma. Pompeyo y la mayoría de los senadores se refugiaron en Albania.
Recibido entre las aclamaciones del pueblo, Julio César fue investido con los
poderes de dictador para que diera a la república una nueva constitución;
pero antes de ponerla en práctica asegura las fronteras de Roma, pone fuera
de combate a Pompeyo en Farsalia, expugna a Alejandría, rinde a Egipto en el
amor de Cleopatra, derrota al rey de Numidia y aniquila en España los últimos
restos del ejército de Pompeyo, encabezado por sus hijos Cneo y Sexto.
Pacificados sus dominios, Julio César retorna a Roma cargado de laureles y
emprende la realización de su magno programa social.

En líneas generales, Julio César aspiraba a fundamentar el poder central sobre


el tribunado y el mando militar. El poder periférico debía asentarse en la
autonomía de las comunas y en las provincias. La lex Julia municipalis
demuestra que los municipios venían a constituir, en el plan de Julio César, el
eslabón de enlace entre el poder central y las provincias, viabilizándose así el
gran pensamiento de la descentralización ya entrevisto por Cayo Graco,
Canuleyo, Saturnino y Publio Servilio Rulo. En el orden económico y social,
Julio César no se contraía a suprimir la prisión por deudas y los intereses
usurarios. Propugnaba, asimismo, el fraccionamiento de los latifundios y la
desaparición gradual de la esclavitud. La creación de una clase campesina
vigorosa y libre debía ser el lógico resultado de la victoria del populus sobre
los equites y optimates, empeñados en mantener el régimen de exacción y de
privilegio que había quebrantado y corrompido la república.

128
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El puñal de la reacción, esgrimido por Cayo Casio Longino y Marco Junio Bruto
en nombre de la libertad republicana, dio al traste con este memorable
empeño, que de haberse llevado a cumplido término hubiera modificado
sustantivamente el curso de la historia. La razón verdadera de este asesinato
político fue durante mucho tiempo enmascarada por la historia oficial. Bruto
y Casio aparecen, a la luz de esta interpretación tendenciosa, como libertadores;
Julio César, como liberticida.

La historiografía moderna ha reivindicado plenamente la figura de Julio César.


En su Historia de la república romana, Mommsen enjuicia a sus adversarios y
particularmente a Cicerón. «Hombre sin opinión, sin criterio, sin perspectiva
histórica», dice de este. En cuanto a la política social de Julio César, afirma
que

«toda ella era emanación de una necesidad histórica, vista y apreciada


por él y servida con fuerza a la altura de la empresa. La idea central
que domina en todos los actos de Julio César, lo mismo en las leyes
agrarias que en la conducta de la guerra de las Galias, en el triunvirato,
como en la guerra civil, es la ecúmene romano-helénica de los pueblos
del Mediterráneo, la nivelación de las oposiciones sociales, culturales y
políticas en el mundo antiguo y defensa contra la barbarie de fuera,
bajo el imperio de un poder fuerte, humano y sabio».

«Julio César –sentencia Hegel– tenía la exacta representación de lo


que era la república romana; sabía que era una mentira, que Cicerón
hablaba vaciedades y que era menester sustituir tanta oquedad.»

«Julio César –sostiene Michelet– es el hombre de la humanidad. Catón,


Pompeyo y Bruto sólo son romanos. Julio César es el hombre
universal.»

Anticipándose a Mommsen, escribe Merival:

«Ya antes se había realizado la característica democrática de Julio


César, pero tan sólo como medio egoísta de tiranía o de adulación de
la plebe. Pero ahora se invierten las partes. Las leyes sociales de Julio
César son su mayor galardón y sus hechos guerreros se explican como
el camino maravilloso para llegar a sus fines sociales.»

129
Raúl Roa

Según Goethe, «el asesinato de Julio César fue el crimen más grande de la
historia». Para José Ortega y Gasset, Julio César fue «el primer hombre
moderno». Por si no fuesen suficientes los testimonios transcriptos, baste
sólo recordar que a la muerte del insigne reformador estalla una nueva y
terrible guerra civil que termina el año 31 con la batalla naval de Actium y con
la instauración subsiguiente de la monarquía por Cayo Octavio, a quien el
senado confiere el título de augustus.

6. El imperio y el cristianismo
La figura de Octavio ha pasado a la historia bajo una equívoca aureola.
Ejecutor fiel de la voluntad de Julio César, le llamaron algunos. Restaurador
de la república romana, sus contemporáneos y no pocos historiógrafos de
fuste. Ni una cosa ni otra. Nada más opuesta, en efecto, a la trayectoria
política de Julio César que la de su sobrino e hijo adoptivo. El objetivo
fundamental que aquel se propuso fue, como vimos, el establecimiento de un
poder fuerte, humano y sabio al servicio de las masas populares, el imperium
mundial de la cultura grecorromana, concebido como un proceso ascendente
de nivelación social. El régimen instaurado por Octavio se fundaba en el
concierto expreso de los optimates, grandes señores de la tierra, de los
equites, dueños del comercio y de las finanzas, de los grupos supervivientes
de la nobilitas y de los jefes del ejército mercenario, coincidentes todos en el
propósito de explotar el imperium universal en favor de sus intereses. No se
atrevió Octavio a prescindir del estilo institucional de la república; pero lo
vació de efectividad y de sustancia, transformando las magistraturas y los
puestos públicos en pura bambalina. El tribunado, la más alta magistratura
popular, conquistada por el populus en dramática puja con el patriciado y
respetado en todo tiempo, fue convertido por Octavio en un cargo vitalicio,
ocupándolo tras un simulacro de elección. Era el princeps soberano.
Concentraba en sus manos todos los poderes, inclusive el militar, asumido
también con carácter vitalicio. Esta nueva correlación de fuerzas, sobre la cual
descansará la vida del imperio durante cuatro siglos, entrañó socialmente la
derrota total del populus romano.

La fase imperialista de Roma tuvo su hora áurea en Octavio. En un breve


lapso el vasto sistema colonial romano quedó adscripto al poder del pater
patrice. La nueva ecúmene se transformó gradualmente en una gigantesca
unidad económica, que tenía la urbe de las siete colinas como centro. El
poder del princeps fue cada vez más exclusivo y omnímodo. La vieja teoría

130
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

que fundaba su autoridad en la voluntad popular, mantenida formalmente


por Octavio, se sustituyó por la idea de su origen divino. En esta dirección se
llegaría incluso a adorar al emperador como un Dios. Las reformas
administrativas de Dioclesiano liquidan definitivamente los residuos externos
de la república, concentrándose de jure en el princeps la suprema autoridad
política. El senado se vio obligado a traspasar a este todas las provincias que
administraba y en lo adelante fue el emperador quien nombró a todos los
procónsules. El imperio se dividió en doce diócesis o distritos; el poder militar
y el poder civil fueron separados en las provincias. La burocracia, el ejército,
los optimates y los equites quedaron a las órdenes inmediatas del emperador.
Constantino el Grande, que inaugura la etapa de orientalización del imperio
romano de occidente, unifica el sistema económico conforme a las prácticas
intervencionistas dominantes en los imperios asiáticos. El imperio romano, al
someter a todos los individuos de las naciones conquistadas a un mismo
poder personal, vitalicio e irresponsable, totaliza la empresa iniciada por
Alejandro de Macedonia de unificar la antigüedad sobre una base autocrítica.

La alianza del Estado romano con el cristianismo es obra también de


Constantino. No es incumbencia nuestra enfrentarnos con el cristianismo
como problema religioso ni inmiscuirnos en los dominios de la fe; es su
proyección social lo que importa únicamente a nuestros efectos. La existencia
histórica de Jesús o su inexistencia nada tiene que ver en este caso. En lo que
a nosotros personalmente concierne, compartimos la tesis de Henri Barbusse:

«Yo creo –escribe este– que alguien pasó realmente: un profeta judío
bastante oscuro, que predicó y fue crucificado. Hechos tan sensacionales
como el proceso de Jesús y la agresión a los mercaderes del templo no
pueden ser considerados como pura novela. Es verdad que, si
queremos exhumar a Jesús en el orden de los hechos, no tenemos
probabilidad alguna de lograrlo por estar privados de los medios
propios de exploración. Pero es muy distinto en el orden de las ideas.
Es casi únicamente por sus ideas por lo que Jesús hombre nos prueba
su existencia y también su parte inconsciente en la síntesis cristiana.
Así, pues, alguien pasó, porque no hay ideas nuevas sin una
personalidad creadora. La leyenda popular, en sí misma, por fecunda
que sea, es un prisma, no un foco luminoso.»

Sean o no elaboradas por Jesús, estas ideas se incorporan vitalmente al


desarrollo ulterior de la cultura occidental, constituyendo uno de sus
ingredientes esenciales.

131
Raúl Roa

En lo que respecta a su fase inicial, el cristianismo jugó un importante papel


político. No se debe a él, como se ha dicho, la abolición de la esclavitud; pero
sí fue la religión de los esclavos, de los mendigos y de los oprimidos. Los
versículos de los evangelios fueron enarbolados contra el absolutismo del
Estado romano por todos los que «trabajaban y tenían carga pesada».
Socialmente, la prédica cristiana se tradujo en el ideal de la comunidad de
bienes, de la fraternidad humana y de la pobreza apostólica, reminiscencia
esta última de la tradición esenia. Los primitivos padres de la Iglesia
reforzaron esta postura con sus severas admoniciones contra la codicia y la
propiedad privada, deslindando claramente la esfera temporal del Estado de
la esfera espiritual de la Iglesia. Pablo de Tarso, el apóstol de los gentiles,
llevó sobre sus hombros de gladiador infatigable la tarea de vertebrar los
grupos cristianos dispersos y darles una orientación programática uniforme.
Fue el gran político de la nueva cruzada. La lucha contra los cultos paganos
tuvo en él su caudillo.

Las fricciones del Estado romano con el cristianismo comenzaron aquí


precisamente. El imperio rehusó conocer su pretensión de constituirse en la
única y verdadera fe universal. El servicio del Estado y los sacrificios exigidos
por este a todos los cultos obtuvo la repulsa de la Iglesia, que lo juzgaba
incompatibles con sus principios. El cristianismo fue prohibido y perseguidos
encarnizadamente sus prosélitos. Matanzas en masa de cristianos se
produjeron en Roma bajo Nerón y Bajo Decio. Dioclesiano, empeñado en
restablecer la unidad quebrantada del imperio, descargó su furia sobre los
obispos con el propósito de exterminarlos. Parejo objetivo lograría Constantino
por vía inversa. En vez de agredirlos, inició una política de atracción, logrando
hábilmente transformar a los obispos cristianos en funcionarios del imperio y
a la Iglesia en un departamento del Estado. El viejo precepto «Dad al César lo
que es del César» perdió su sentido. Constantino fue toda su vida el Pontifex
maximus y asumió, por derecho imperial, la jefatura suprema de la Iglesia en
todos sus dominios. Convocó y presidió el Concilio Ecuménico de Nicea sin
estar bautizado y fue proclamado obispo de los obispos. Su famosa conversión
al cristianismo sólo fue, pues, una genial maniobra política. El cristianismo,
aliado ya al Estado romano, se convirtió en su única religión oficial bajo
Teodoro el Grande. Esta adaptación suya a los intereses de la vida temporal,
que perdurará hasta nuestros días, determinaría el refugio de la tradición
cristiana primitiva en los claustros, en la herejía y en las corrientes
quiliásticas, que habrán de renacer, posteriormente, entre los anabaptistas y
en las revoluciones inglesas.

132
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

7. Decadencia y legado del mundo romano


El imperio romano es una de las estructuras históricas más colosales que
registra el proceso de la cultura. Nadie hubiera podido afirmar, bajo la
dinastía de los Julio, de los Flavios y de los Antoninos, que sus días estaban
contados. Federico Nietzsche ha hablado de «la melancolía de las construc-
ciones eternas que se apoderaba del provincial cuando iba a Roma y
contemplaba los edificios imperiales». Este inmenso organismo mostraría, sin
embargo, prontamente, síntomas visibles de descomposición. En el siglo II se
produce la primera fase del proceso de rebarbarización interna. Setenta años
de anarquía militar, subsiguientes a la muerte de Septimio Severo, «desarticulan
y arruinan toda la prosperidad y la cultura anterior». El siglo III señala el
comienzo del tramonto del imperio romano. Un siglo más tarde se debatiría
convulsamente en la agonía. El mundo romano había ya muerto, como dice
Max Weber, cuando los bárbaros irrumpieron en sus fronteras. No fue a la
caída del imperio que la cultura de la antigua Roma se extinguió.
«El imperio romano, considerado como entidad política, –concluye
Weber–, sobrevivió varios siglos al apogeo de su cultura. Había trans-
currido mucho tiempo de esta época floreciente cuando sobrevino el
derrumbamiento. Ya a principios del siglo III se había agotado la
literatura romana. El arte de los juristas y sus escuelas habían
declinado. La poesía latina y griega dormían el sueño de la muerte. La
historiografía se consumía lentamente hasta casi desaparecer y aun las
inscripciones comenzaron a faltar. La lengua latina entraba enseguida
en plena descomposición. Cuando siglo y medio más tarde, al
extinguirse la dignidad imperial de Occidente, acontece el acabamiento
externo, se tiene la impresión de que ya hacía mucho tiempo que los
bárbaros habían triunfado interiormente.»
Desaparecía el imperio romano, pues, no al impacto de los bárbaros, como se
ha venido sosteniendo erróneamente, sino víctima de sus contradicciones
internas, despedazado por las guerras civiles, por la polarización de la riqueza,
del poder y de la cultura en reducidos círculos sociales, por el agotamiento
del sistema de producción esclavista, por la lucha de facciones y de caudillos.
La agonía de Roma –afirma Ferrero– fue «un acaecer espantoso, cuajado de
revueltas, asesinatos, pillajes, incendios, exterminios, devastaciones, destruc-
ciones». El año 410, asaltada por los visigodos, Roma, la soberbia capital del
imperio, fue reducida a pavesas. Su suerte estaba echada. La Ciudad de Dios
de San Agustín recoge en páginas tremantes este momento crepuscular de la
historia, en que las furias desatadas amenazan aniquilarlo todo. En su radical
133
Raúl Roa

incomprensión de este decisivo acaecer, el esclarecido pensador cristiano


sitúa la salvación del linaje humano en una comunidad ideal al margen de las
turbulencias del mundo, donde no hubiera riqueza ni pobreza e imperase la
paz y la dicha. La civitas dei es la contrapartida de la civitas terra. Communio
sanctorum o sociedad de los elegidos, la primera; communio perditorum, o
sociedad de los réprobos, que tiene su raíz en la rebelión de los ángeles, la
segunda. Encarnación una del cristianismo y de sus valores éticos; símbolo la
otra del paganismo y de sus vicios. En esta hora de tránsito violento, la
evasión agustiniana vuelve a reiterarse con dramático énfasis.
Si Roma constituye en el orden de los hechos una ingente y aleccionadora
experiencia, su aporte teórico al pensamiento social es sumamente reducido.
En el terreno filosófico nada original le debemos. Sus ideas manan
directamente del hontanar griego. La influencia epicúrea y estoica, más esta
que aquella, dejan su impronta inconfundible en la concepción romana de la
sociedad y del Estado. El epicureísmo tiene su más vigorosa granazón bajo el
imperio y en Horacio y Lucrecio sus acentos más representativos. El
estoicismo tiene sus más significados cultores en Cicerón, Bruto, Catón el
Joven, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio. Ambas direcciones filosóficas se
acoplan admirablemente con el sentido imperial de la vida. El cosmopolitismo,
el derecho natural y la fusión del jus civiles y del jus gentium fertilizan la
doctrina política de la dominación universal, transmitida por Roma a la Edad
Media y revitalizada en nuestros días, por singular designio de la historia, por
los descendientes de italos y germanos.
Polibio y Cicerón son los teóricos políticos de mayor relevancia en el mundo
romano. Inaugura el primero, sin duda, una nueva manera de enfocar y
comprender la historia. Sobrepasa a Tucídides y a Aristóteles en su concepción y
en su interpretación. Polibio, como se ha dicho, «ya piensa explícitamente en
categorías de la historia universal». Su teoría de la forma mixta de gobierno
anticipa la constitución de Inglaterra.

«Si uno fija los ojos en el poder de los cónsules –escribe– la constitución
parece completamente monárquica; si en el senado, aristócrata; y si se
mira al poder de las masas, parece claramente democrática. La unión de
estos poderes es adecuada a todas las situaciones, en tal forma que es
imposible encontrar un sistema político mejor que este.»

La doctrina de Polibio sobre el movimiento cíclico de la historia ha sido


brillantemente explanada por Dilthey.

134
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

No pueden calificarse de originales las aportaciones de Cicerón a la historia


del pensamiento político. La influencia de Polibio es visible en sus obras; pero
especialmente en La república y en Las leyes. La más importante contribución
del implacable denostador de Catilina es su formulación de la doctrina estoica
del derecho natural, que revivirá posteriormente en la teoría contractual del
Estado. Orador de grandes vuelos y de grandes caídas, la palabra y el
pensamiento de Cicerón respondieron siempre a los intereses y aspiraciones
de la nobleza y del senado.

En el ámbito jurídico, el legado de Roma es sobremanera cuantioso y está


presente en nuestro régimen de bienes, familia y personas. El Digesto, que
consagra la primitiva teoría del origen popular del poder soberano y la
igualdad de todos los hombres ante la ley, ha servido y sirve aún de base a la
concepción democrática del derecho. En lo que al pensamiento social
específicamente concierne, Roma deja planteado, como Grecia, el problema
de la convivencia equilibrada mediante una armónica integración de todos los
intereses, fuerzas y relaciones sociales. Los reformadores romanos, desde los
Gracos hasta Julio César, intentan llevarla a efecto, sin lograrlo.

135
Raúl Roa

VI
La concepción escolástica de la vida social
1. Naturaleza y estructura del régimen feudal
El declive y disolución del Imperio Romano de Occidente señala el inicio de
ese vasto y complejo período de la historia universal que se ha venido
llamando Edad Media desde el Renacimiento. La impropiedad del rótulo salta
a la vista. Edad Media implica un como radical paréntesis entre dos etapas
sustantivamente ajenas al proceso cultural encuadrado entre ambas. No fue
otro el supuesto que sirvió de base a los humanistas para acuñar la expresión.
Según estos, «no había más que dos épocas que en sentido profundo tuviesen
un valor: la antigüedad y la época en que ellos mismos vivían, época que se
esforzaba por plasmar la vida en todas las esferas vitales de acuerdo con la
cultura antigua y por producir grandes obras en la misma dirección que la
antigüedad. Lo que había entre esos dos períodos extremos era, en su
opinión, una época sombría y bárbara». Este punto de vista, que rompía
convencionalmente la unidad de desarrollo del proceso histórico, fue
recogido por la Ilustración, sustentándolo con frenética beligerancia. «Noche
tenebrosa de la historia», denominó Voltaire a la Edad Media. Los románticos
la designarían posteriormente, acordes con su concepción universalista de la
sociedad, «edad de oro de la humanidad», cayendo en el extremo contrario.

Ambas posiciones se disputaron el terreno a lo largo del siglo XIX y riñen en


nuestros días sus últimas batallas. Son muchos los que reiteran la furia
volteriana contra la Edad Media. No son menos los que propugnan la
reorganización de la convivencia conforme a la doctrina escolástica de la
sociedad. «¡Abajo la Edad Media!» –vociferaban aquellos–. «¡Volvamos a la
Edad Media!» –claman estos con Nicolás Berdiaeff, Jacques Maritain, George
Bernanos y Pablo Luis Lansdberg, espíritus próceres, a la cabeza; pero,
evidenciando unos y otros, en pareja medida, su incomprensión del problema
de la estimativa histórica y de la tendencia inmanente del proceso de la
cultura hacia la integración dialéctica de todos sus aportes. Las cosas en su
sitio. Ni la Edad Media es un mundo cuajado de tinieblas, ni constituye una
etapa histórica cerrada, ni fue la realización terrena de la civitas Dei.

La Edad Media, como todo ciclo histórico, germina en la entraña de la época


que inmediatamente le precede. Ya en la decadencia romana comienzan a
delinearse rasgos configurantes de su posterior desarrollo. Nutrida en su
seno, incorpora a su propio acervo, fecundado por el ímpetu germano,

136
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

valores esenciales de la cultura clásica y determinados ingredientes de las


religiones asiáticas, imprimiéndoles una forma de expresión que viene
condicionada por la relación de trabajo fundada en la servidumbre y por el
predominio social y cultural de la Iglesia. No cabe ante ella otra posición que
la asumida ante la antigüedad grecolatina, transfigurada por los humanistas,
la Ilustración y la historiografía de la primera mitad del siglo XIX: revalorizarla
rigurosamente a la luz de la realidad que la sustenta y conforma y adentrarse
en su crepitante subsuelo, en el que se gestan las fuerzas troncales que
habrán de regir el destino ulterior del Occidente. Sólo por contraste con el
mediodía moreno de sol que fue el siglo de Pericles es dable aludir a la
penumbra medioeval; pero aquella portentosa lumbrarada no fue desconocida
por el feudalismo. Sus irradiaciones alumbraron la vigilia atormentada de los
conventos. A la Iglesia debemos, en gran parte, la conservación de valiosos
manuscritos y textos antiguos, copiados con férvido celo por los monjes en la
soledad dolorosa de sus celdas. La Iglesia misma tachonaría el bruno
firmamento de la civitas terra con los destellos geniales de Duns Escoto, San
Buenaventura, Alberto el Magno, Tomás de Aquino, Nicolás de Oresme y Raúl
de Prelles. Y nos transmitió en las florecillas de Francisco de Asís y en el
trágico amor de Dante y Beatriz una fragancia lírica que aún nos conmueve y
perfuma; y en las dudas de Abelardo y en las subversiones heréticas una
anticipación del racionalismo cartesiano y una protesta, galvanizada por
corrientes de la más pura religiosidad, contra la injusticia social y la
conversión del cristianismo primitivo en una institución positiva militante.

La organización social de la Edad Media, asentada en la explotación servil de


la tierra, no aparece definitivamente constituida hasta el siglo XI. En sus
orígenes este proceso se confunde con las formas transicionales de propiedad
creadas en los últimos tiempos del imperio romano, como consecuencia de la
sustitución en gran escala del régimen de esclavitud por el régimen del
colonato. La irrupción de los bárbaros y su establecimiento como grupo
dominante sobre el territorio latino aceleró el proceso de decadencia del
sistema de producción esclavista, roturándole el camino al régimen de la
servidumbre. La mayor parte de las tierras ocupadas quedaban en posesión
inmediata de los reyes, repartiéndose el resto entre los jefes militares; pero la
totalidad de la misma era declarada propiedad del rey conquistador. El
trabajo de la tierra, forma fundamental de la riqueza, fue encomendada a los
villanos y a los siervos. Los villanos, que eran libres o francos, como su
ascendiente inmediato el colono romano, estaban jurídicamente subordinados
a sus señores por una prestación de tipo personal sustitutiva de la renta

137
Raúl Roa

pecuniaria. A cambio de ciertos servicios se les asignaba un lote de tierra en


usufructo denominado feudo. El acto de adscripción a la gleba se llamaba
precaria. La aquiescencia del señor prestaria. La relación de autoridad
quedaba de esta suerte reconocida voluntariamente. En el orden teórico, ese
acto de derecho privado constituye la base jurídica del régimen feudal,
caracterizado, en su conjunto, por la fusión de la propiedad y de la soberanía
representada por el rey y por los príncipes y sus señores a quienes estaban
sometidos los villanos por una relación contractual entre hombres de
condiciones sociales y poderes diferentes. En la práctica, la situación del
villano era análoga a la del siervo.

La relación jurídica del siervo con el señor era distinta a la del villano. Ni
pactaba con él ni era libre. El siervo, como el esclavo de la antigüedad, era el
agente inmediato de la producción. Sobre sus espaldas perennemente
curvadas sobre las cosechas se levantaban todas las categorías sociales:
príncipes, funcionarios, nobleza, clero, patriciado y comerciantes, que lo
trataban como bestia de carga. Trabajaba casi todo el día para su señor. En
sus raras horas disponibles producía para sí; pero estaba obligado a pagar
sobre los frutos obtenidos una onerosa carga de tributos. Incluso ni podía
casarse ni morirse sin pagar una tasa a su señor, que manejaba a su arbitrio
su persona y la de su mujer y sus hijos, recabando para sí el derecho de
pernada y de hacer justicia por cuenta propia. El producto de su esfuerzo iba
pasando como impuesto «de mano en mano, desde el villano al castellano,
desde el castellano al barón, desde el barón al vizconde, desde el vizconde al
conde, desde el conde al marqués, desde el marqués al duque, desde el
duque al rey». En esa larga jerarquía vertical, cada grado entrañaba una
relación de vasallaje con respecto al superior y de señorío con respecto al
inferior. En el sentido horizontal, entre condes o entre barones, inter pares,
las relaciones no estaban expresamente reguladas, dando lugar a rivalidades
y pugnas constantes que nada tenían de caballerescas.

El establecimiento del imperio cristiano por Carlomagno sienta las bases


definitivas del régimen feudal, que en el siglo XI se generaliza por la Europa
Occidental. Este proceso de transformación interna de la sociedad europea,
que adopta particularidades concretas en los distintos países, se produce con
análogo ritmo y sentido en Alemania, Italia y España, extendiéndose a
Inglaterra a fines del siglo XI, a los Estados latinos de Oriente en los siglos XII y
XIII y a los países escandinavos a partir del siglo XIV. Las singularidades del
feudalismo español han sido admirablemente precisadas por Claudio Sánchez
Albornoz en un libro que honra a nuestra cultura y es ya clásico en la materia.
138
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Este régimen social se tipifíca por la discordia perenne entre los minúsculos
Estados que lo forman, por las desavenencias constantes entre todas las
jerarquías y dignidades, por los desniveles y contrastes, por la hostilidad
recíproca entre el imperio y el papado, por el rudimentario desarrollo de la
técnica y del comercio y por el monopolio de la tierra, de la fe y de la cultura.
No resulta difícil comprender que las guerras civiles, las insurgencias
campesinas y los estallidos heréticos tuvieran en su seno el más propicio
caldo de cultivo.

En la época del imperio carolingio hay un vago despertar del comercio,


desperezándose la vida urbana de su larga modorra. El centro de la actividad
económica siguió, no obstante, en el campo, donde se producían los elementos
cardinales de la existencia. El resurgimiento del comercio en el siglo XII, a
impulso de los mercaderes judíos, altera la estructura terrícola de la vida. Las
viejas ciudades recobran, paulatinamente, sus prestigios apagados. Surgen
otras nuevas, los burgos, plazas estratégicas y sede de la clase mercantil,
matriz originaria de la burguesía moderna. En lo alto de la ciudad, alzaba su
mole dominante la catedral, a cuya sombra protectora vivía la gente rica y se
enseñaba el trivium y el cuadrivium y el manejo mecánico del silogismo; pero
el corazón del burgo era la plaza del mercado, punto de confluencia de las
mercaderías y centro de reunión de los vecinos. Las noticias importantes
–nacimiento, matrimonio, muerte, guerra, procesión, peste– se comunicaban
a toques de campana o a voz de pregonero.

La formación de una numerosa clase artesana es la consecuencia social más


relevante del renacimiento de la vida urbana. Ni la actividad mercantil ni la
manual eran libres. La organización corporativa era la base de la vida social.
Los comerciantes y los artesanos se agrupaban en guildas o gremios, cerrados
herméticamente a los extraños. Sin pertenecer a ellos, no se podía trabajar en
ningún arte y oficio ni ejercer el comercio. El ingreso en el gremio artesano
estaba prolijamente reglamentado. Se entraba de aprendiz, bajo la inmediata
inspección de los oficiales o compañeros y al servicio del maestro, que ejercía
sobre él la autoridad de un padre. El aprendizaje duraba alrededor de tres
años. Los oficiales recibían una determinada remuneración y gozaban de
algunas ventajas. El título de maestro sólo podía adquirirse tras rigurosas
pruebas y la previa aprobación de un tribunal constituido por los maestros
más diligentes del gremio. Los gremios artesanos de herreros, carpinteros,
panaderos, sastres, joyeros, zapateros, tejedores, carniceros y albañiles
alcanzaron extraordinaria importancia por la cuantía de sus componentes y su
peso específico en la vida social. El sistema gremial abarcaba también las
139
Raúl Roa

actividades académicas. En las guildas de profesores y estudiantes existían


tres grados: el de bachiller, el de licenciado y el de doctor. Trasunto,
respectivamente, del aprendiz, del oficial y del maestro de la corporación
artesana.

El pensamiento correspondiente a este sistema de relaciones sociales asume,


tanto desde el punto de vista de su apología de lo circundante como desde el
punto de vista de su puesta en cuestión, un carácter definidamente teológico.
No podía ser, en realidad, de otra manera. Monopolizadora de la fe y en gran
escala de los medios de producción, constituidas sus más altas dignidades en
poderosos señores feudales y convertidas las catedrales en centros bursátiles,
la Iglesia concluyó por ejercer una dominación de tipo totalitario sobre la
conciencia social, supeditando dogmáticamente el pensamiento y la conducta
a la verdad revelada y a sus apetencias patrimoniales, desarrollándose así,
bajo su señorío, el proceso cultural y las manifestaciones todas de la vida.
«Fuera de la Iglesia –escribe San Cipriano– no hay salvación»; pero esta
salvación trasciende el tránsito del hombre por la tierra. No interesa,
primordialmente, liberarlo de las miserias y sufrimientos de un mundo
ensombrecido por el pecado y azuzado por la codicia. Lo que interesa es su
destino último, el trasmundo invisible en que se premia a los buenos y se
castiga a los malos. Salvar el alma: he ahí el gran problema. Las agujas
enhiestas de las catedrales, afanosas de infinito, simbolizan el ideal de vida
preconizado por la Iglesia.

2. La Iglesia y el orden social


La organización positiva que se había dado la Iglesia, como consecuencia de
su transformación en poder económico y político, estaba en manifiesta
contradicción con los propósitos que presidieron sus primeros pasos. El ideal
de la pobreza apostólica y de la comunidad de bienes que ilumina el
cristianismo primitivo –ideal predicado por los profetas, exaltado por Jesús y
difundido por la patrística– se había convertido en un afán desapoderado de
señorío temporal y en una voluntad pragmática de llevarlo a efecto. Ese ideal,
que constituía el más preciado patrimonio de la Iglesia, no formaba ya parte
del contenido inmediato de su vida. Era un poder más, en perpetua disputa
con el emperador y con los príncipes y sus señores por la hegemonía de las
fuentes de riqueza y de la dirección política de Europa. Litúrgicamente tenía
su pensamiento puesto en Dios y bajo la advocación de Dios actuaba en el
mundo.

140
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La concepción cristiana de la sociedad sufrió pareja evolución. Tertuliano,


Clemente de Alejandría, Bernabás de Chipre, Ambrosio, Basilio el Magno y
Juan Crisóstomo, apoyándose en los Hechos de los Apóstoles, predicaban la
pobreza apostólica y la comunidad de bienes, instituida por Dios y conforme
al derecho natural. El mismo San Agustín –el más afilado entendimiento de la
cristianidad– había condenado el régimen privado de bienes, reclamando su
extinción. El divorcio entre esta actitud y la realidad era patente. El proceso
histórico no marchaba, ni podía marchar, hacia la propiedad indivisa, sino
hacia la propiedad divisa. Inserta en ese desarrollo, la Iglesia, cada vez más
pujante y poderosa, no tenía otra vía que, revisando sus dichos, legitimar sus
hechos a la luz de la razón y de la fe. Esa magna faena, genuina proeza
dialéctica, fue llevada a cumplido término por Tomás de Aquino en la Summa
Theológica, en la que sintetiza, en un solo cuerpo de doctrina, el conocimiento
de la época sobre una doble base aristotélica y cristiana.

La idea que sirve de pivote a la concepción escolástica de la sociedad es la del


orden social jerarquizado apriorísticamente por Dios en tres clases: los
principiantes, los adelantados y los perfectos. Estas clases, que idealizan la
posición social efectiva de las existentes en el régimen feudal, no se
consideran hechos económicos, sino, como dice Landsberg, hechos vitales y
espirituales. «La clase –escribe– supone el honor de clase, el derecho y deber
de clase y la solidaridad en todas las cosas sociales.» Cada uno está obligado a
ajustarse a su condición. Cada uno ocupa en la sociedad el puesto que le
impone su clase. Cada uno también tiene que trabajar para vivir. El trabajo es
obligatorio para todos. La adquisición de bienes materiales no está prohibida;
pero sí el lucro mismo. Nadie debe abusar de las ventajas de su posición
económica. El interés de cada uno debe estar protegido. La ganancia excesiva
atenta contra el orden social poniéndolo en peligro. Debe haber un precio
justo para cada cosa y un salario justo para cada trabajo. En consonancia con
esta perspectiva general, la Iglesia formuló un conjunto de principios relativos
a la propiedad, al trabajo y su remuneración, al capital, y al interés, a los
cambios y a la moneda y a la población que contrapuso al ideal de la pobreza
apostólica y de la comunidad de bienes del cristianismo primitivo. René
Gonnard ha hecho un completo resumen de estos principios y a él acudiremos
frecuentemente al examinarlos.

La cuestión de la propiedad fue acuciosamente analizada por Tomás de


Aquino en el capítulo de la Summa tocante al pecado de robar. El hombre,
según él, está llamado a «servirse de los bienes materiales para realizar sus
fines y, por tanto, es lícito buscarlos y poseerlos privadamente». Los bienes
141
Raúl Roa

materiales han sido creados para que la humanidad se sirva de ellos; pero el
interés de esta demanda que la propiedad sea confiada a particulares. Si no
hay razón alguna a priori

«para que la especie humana ejerza su derecho general sobre las cosas
conforme a un modo u otro de apropiación, colectivo o privado, si hay
razones de conveniencia, resultantes de la constitución psicológica de
la naturaleza humana, que hacen preferible la apropiación individual».
«Propietas possessionum –postula el aquinatense– non est contra jus
naturale, sed jure naturalis superadditur per adinventionem rationis
humanae.»

Esto es: la propiedad privada no es contraria al derecho natural ni de derecho


natural tampoco; pero sí es conforme al derecho natural, dada la índole
racional del hombre. El gran teólogo apela en su argumentación a la crítica
que hace Aristóteles al llamado comunismo platónico.

El problema de la organización positiva de la propiedad incumbe, en cambio,


exclusivamente, al derecho positivo. Ningún gobierno puede suprimir, sin
trastrocar el orden social, la propiedad privada; pero sí puede reglamentarla
variamente. La propiedad privada queda, pues, intocada en sí misma. Su
concepto, sin embargo, no corresponde ni teórica ni factualmente al jus
utendi, fruendi ac abutendi romano. El derecho del propietario no «debe
tener en jaque al destino general y providencial de los bienes, puesto que se
le admite precisamente para garantizarlo más. El propietario es un
administrador por cuenta de la sociedad». La propiedad feudal es, para la
doctrina escolástica, el jus procurandi et dispensandi. Al propio tiempo que un
derecho, es un deber. El propietario está obligado, por eso, según Tomás de
Aquino, «a dedicar sus cuidados a la cosa, administrarla y distribuir sus
frutos». «Dispensador del tesoro de los pobres», le llaman los teólogos,
reiterando el criterio aristotélico según el cual

«los bienes, personales desde el punto de vista de la propiedad,


debían ser comunes desde el punto de vista del disfrute. El
propietario puede utilizar sus bienes, pero convenienter, con arreglo a la
razón, moderadamente, conformándose con el género de vida que
corresponde a su condición».

Santo Tomás «le recomienda la liberalidad, la templanza, pero no le prohibe,


sino que también le recomienda, la economía y la magnificencia».

142
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Si el propietario falta a su deber, la cuestión de sus responsabilidades se


transfiere al juicio divino. Los pobres no tienen derecho alguno que ejercitar
contra él. Sólo en los casos de extrema urgencia pueden, sin cometer el
pecado del robo, satisfacer «una necesidad personal, inmediata y perentoria,
tomando lo necesario de lo superfluo de otro, que esté a su alcance». Esta
concepción de la propiedad conlleva, ineludiblemente, la legitimidad de la
desigualdad de condiciones, fundamento subjetivo de la pluralidad objetiva
de trabajos a ejecutar. Para los escolásticos, la riqueza es lícita mientras no se
alce como un riesgo en el camino de la salvación. Algunos canonistas se
manifiestan ríspidamente contra la excesiva acumulación de los bienes y
contra el régimen latifundiario. En cuanto a la pobreza apostólica, se la
considera un consejo, no un precepto. Es, sin duda, la regla de oro de la
perfección evangélica; pero nadie está obligado a someterse a ella. «Difficile
est –afirma prudentemente Tomás de Aquino– charitatem servare inter
divitias.» Lo que distingue precisamente a los ortodoxos de los heresiarcas es
que «estos se esfuerzan sin cesar en imponer como un precepto lo que
aquellos interpretan como un consejo. En el siglo XIV, ciertas órdenes
monásticas que mantenían tesis excesivas, vieron condenadas estas tesis por
el papa Juan XXII.»

La proclamación de la ley del trabajo, obligatorio para todos en principio en


virtud de un mandato divino expresamente formulado en el Génesis,
constituye, con la afirmación de la personalidad humana, una de las
aportaciones más valiosas de la Iglesia a la integración del pensamiento
social. Mientras Platón y Aristóteles juzgan el trabajo manual incompatible
con la autoridad del gobernante y el rango del filósofo, la escolástica lo
considera enaltecido dos veces: por orden de Dios que lo prescribe y por su
fin mismo, que es el desarrollo de la vida física y moral del hombre. No todos
los tipos de trabajo revisten la misma dignidad. La doctrina escolástica
establece entre ellos una jerarquía que guarda singular semejanza con la
propuesta por los socráticos y, principalmente, con la mantenida por
Aristóteles: la importancia de cada uno viene dada, no sólo por su propia
finalidad, sino también por su relación más o menos directa con el bien
general. En este sentido, distingue las artes possessivae y las artes
pecuniativae. Tienen las primeras por objeto la producción de bienes
encaminados a satisfacer las necesidades humanas. Las segundas se
preocupan, exclusivamente, de proporcionar riquezas artificiales. Las artes
possessivae –que priman sobre las pecuniativae por estar directamente
conectadas con el bien general– comprenden la agricultura, la industria y la

143
Raúl Roa

administración. Las artes pecuniativae abarcan todo lo relativo al manejo del


dinero, a los cambios y a la usura, estando esta última severamente
reprobada porque tiende al lucrum in infinitum. En su teoría del ciclo dinero-
mercancía-dinero, Carlos Marx recoge este punto de vista escolástico y le
extrae nuevos jugos.

Wilhelm Hohof, pensador católico de cimentado prestigio, ha escrito varios


estudios contrastando las ideas económicas del fundador del «socialismo
científico» y de Santo Tomás. Sobremanera acucioso es el capítulo en que se
esfuerza por demostrar las concomitancias existentes entre la teoría del valor
de Marx y la sustentada por el gran teólogo medioeval. Ahondando en los
antecedentes habría ya podido encontrarla formulada en Aristóteles. La
distinción entre valor de uso y valor de cambio está meridianamente
establecida en La política.

En lo que a la condición social del trabajador atañe, la doctrina escolástica se


preocupa por garantizarle una remuneración legítima, planteando las dos
grandes cuestiones conexas del precio justo y del salario justo. Se entiende
por precio justo aquel que permita vivir decorosamente al productor con el
fruto de su esfuerzo y le impida poner a ración al consumidor. El salario justo
es aquel que garantiza las condiciones de existencia del trabajador. La
apreciación del precio justo se forma en la consideración de los siguientes
factores: trabajo empleado, capacidad exigida, costo de producción, riesgo
corrido y la costumbre. La valoración del salario justo está determinada, más
que por un análisis de sus elementos objetivos, por la costumbre y una
communis estimatio. «Debitum lucrum de labore –escribe Tomás de Aquino–
secumdum communio aestimationem». A fin de impedir los abusos de ambas
partes, algunos canonistas asignan al Estado la misión de determinar los
precios.

El problema de los préstamos con interés concitó la atención preferente de la


Iglesia. La ilicitud de la usura fue promulgada por la legislación canónica en
Francia en el 789. No volvería a derogarse hasta justamente un milenio
después. Ni que decir tiene que en tan dilatado período una medida de
tamaña envergadura habría de suscitar dificultades prácticas innúmeras y
engorrosos reajustes doctrinales. En su origen, la prohibición se formuló
sobre una doble base aristotélica y cristiana, apelándose al célebre texto de
San Lucas Memertuum date nihil inde sperantes; pero el aparato puramente
teológico y ético de la argumentación tuvo que modificarse a compás del
desarrollo económico, evolucionando el criterio prohibitivo, con la conducta

144
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

de la Iglesia, a la legitimidad de ciertas indemnizaciones. En favor del principio


prohibitivo, se produjeron Tomás de Aquino y los grandes canonistas del siglo
XIII. Según ellos, la misión normal del dinero es el cambio y no la ganancia de
más dinero. «Pecunia pecuniám non parit», afirmaban axiomáticamente.

«El dinero no produce frutos por sí mismo –afirma un escolástico que


cita Boehm Bawerk en su Historia de las teorías del interés– ni
engendra nada. Es, pues, ilícito e injusto aceptar algo más de la
cantidad prestada en pago del empleo de esta, porque tal suplemento
no procede del dinero, que es estéril, sino del trabajo ajeno.»

La ganancia derivada del préstamo era, en consecuencia, contraria a la ley del


trabajo y a la justicia, ya que se hacía pagar al prestatario un bien dispensado
por Dios a todos igualmente: el tiempo. La teoría moderna del interés lo
justifica precisamente por ser el precio del tiempo. Santo Tomás establece
una distinción tajante

«entre las cosas cuyo uso se diferencia de las cosas mismas y las cosas
en las cuales el uso no puede consistir más que en su propia
consumición. En cuanto a las primeras, no se puede exigir legítima-
mente un precio por ellas y otro por su uso. No sucede lo mismo con las
otras: su uso no puede ser vendido separadamente de ellas».

Entre las indemnizaciones legítimamente exigibles que se abrieron paso en la


legislación canónica, están el damnum emergens, el lucrum cessans y el
periculum sortis. La primera es la pérdida sufrida, la segunda es la ganancia
frustrada, la tercera el riesgo corrido. Es interesante advertir que los tres
casos contemplan únicamente el interés del prestamista, haciéndose caso
omiso del prestatario. Esta teoría escolástica de la usura, ácremente
censurada por el mercantilismo y la escuela liberal, ha sido reivindicada en
nuestro tiempo.

«Es sólo –comenta Deschamps– una de las aplicaciones de una teoría


más amplia, la del carácter antinatural y, por consiguiente, inmoral e
ilegítimo de las ganancias conseguidas en la circulación, en el cambio,
cualesquiera que sean los objetos: dinero, mercancías, o fuerza de
trabajo, y que parece tan anticuada y tan falta de interés en nuestra
sociedad moderna... que Carlos Marx hubo de hacerla suya y sacar de
ella muchísimo partido.»

145
Raúl Roa

Para la doctrina escolástica fue igualmente reprobable la ganancia derivada


del comercio, de la compra y reventa de cosas no modificadas, res inmutata.
La especulación y el acaparamiento son enérgicamente denunciados. «Bestias
feroces», denomina Raimundo de Peñafort a los agiotistas y acaparadores. El
gobierno es el único que «puede y aun debe acaparar, pero en interés
público: esta es la política anonaria, que se traduce frecuentemente en un
proteccionismo a la inversa, con detrimento de la agricultura». Análoga
actitud asumen los canonistas frente a las alteraciones de la moneda en
beneficio de los príncipes. Esta práctica viciosa llegó a generalizarse a tal
extremo que culminó en una verdadera enfermedad económica, el morbus
numericus de los escolásticos. Sirva de referencia el caso de Juan el Bueno
que, sólo en dos años, modificó treinta y tres veces el valor nominal de la libra
tornesa y, en diez años, sesenta veces. En su libro De origine, natura, jure et
mutationibus monetarum, Nicolás Oresme, discípulo de Buridán, obispo de
Lisieux, preceptor de Carlos V de Francia y precursor de Copérnico en
astronomía y de Descartes en geometría, defendió la verdadera función de la
moneda, enjuiciando duramente sus alteraciones fraudulentas. Oresme
sostiene que:

«el príncipe es el único que tiene el privilegio de acuñar monedas por


ser el representante de la comunidad, que goza de mayor prestigio y
autoridad; pero el príncipe no es, no debiera ser, el dueño de la
moneda que circula en su país, ya que esta es un instrumento legal,
para cambiar las riquezas naturales entre los hombres. La adulteración
es un impuesto disimulado que conduce al desequilibrio del comercio
y al empobrecimiento».

Y, anticipándose a la ley de Gresham, afirma que:

«cuando se adultera la moneda se lleva el oro y la plata a otros lugares


donde se cotizan más altos, a pesar de las precauciones que se tomen,
por lo que disminuye en el reino la cantidad de buen dinero».

Es partidario, además, de un bimetalismo moderado. Como ha dicho Eric Roll,


«el espíritu que alienta en los escritos de Oresme es el de una época muy
posterior». Sus principales preocupaciones son el problema del mercado y la
protección de este de las arbitrariedades del príncipe.

146
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

En orden a la población, la doctrina escolástica se manifiesta en favor de su


crecimiento constante, conforme al mandato bíblico. Se puede encontrar, no
obstante el universal criterio poblacionista que rige en la Edad Media, una
clara anticipación malthusiana en el Sueño del pastor de Raúl de Prelles.
Situándose ante la aterradora posibilidad de una población que extravasase la
capacidad de subsistencia, Prelles aconseja la restriccion del instinto genésico
mediante la disciplina voluntaria de la castidad.

La filosofía política y social de Tomás de Aquino está inclusa en la gran síntesis


universal que propone la Summa, verdadera catedral gótica del pensamiento
cristiano. El problema teórico fundamental planteado por el curso de los
hechos era poner en consonancia efectiva la teología con la compleja y
multiforme realidad del imperio y eliminar la tensión creciente entre la Iglesia
y la autoridad temporal. Santo Tomás se sitúa abiertamente junto al poder
del papado. Su defensa de la potestas indirecta de la Iglesia es ya clásica. La
unidad de la sociedad, como cuerpo visible de la divinidad, es el objetivo
céntrico de su filosofía política y social.

Santo Tomás recoge la clasificación de los gobiernos erróneamente atribuida


a Aristóteles y se declara partidario de la monarquía; pero como es Dios quien
ha creado y rige el mundo, «el gobierno debe ser una magistratura o
fideicomiso de la comunidad». Su autoridad se justifica únicamente en cuanto
contribuya al bien común. El gobierno tiene primordialmente una finalidad
moral. Mantener la paz, conservar el orden y socorrer al desvalido son sus
deberes cardinales. Aunque aborrece la tiranía, Tomás de Aquino discrepa de
la defensa del tiranicidio que hace Juan de Salisbury, precursor de Juan de
Mariana, el teórico por antonomasia del regicidio.

El acatamiento a la ley es uno de los puntos capitales de la filosofía política y


social del aquinatense. Distingue cuatro tipos de leyes: la ley divina, la ley
natural, el jus gentium y el jus civilis. Estas dos últimas, relativas a las
relaciones entre los hombres, deben aplicar «los principios superiores de
orden que prevalecen en el universo». Derivan estas leyes de la natural,
reflejo a su vez de la razón divina en las cosas creadas. La aspiración de una
Europa cristianizada, bajo el mando de la Iglesia, es el eje de la doctrina
tomista de la vida política y social.

147
Raúl Roa

La posición de Dante Alighieri, en cuanto a la controversia entre el pontificado


y el imperio, es antagónica a la de Tomás de Aquino. Su teoría de la
monarquía universal aboga ardientemente por la independencia de la
autoridad temporal frente al poder de la Iglesia. No cabe duda que las
concepciones políticas y sociales de Dante trasuntan las querellas y conflictos
de la Italia de su tiempo. La unidad del imperio era la única vía, a su juicio,
para superar la crisis social originada por la pugna de facciones y la rivalidad
entre los dos poderes; pero, en ningún momento, Dante deja de admitir que
la autoridad del emperador dimana directamente de Dios. La influencia de
Aristóteles en las concepciones políticas y sociales de Dante resulta patente.

Dante anuncia ya, a pesar de su acendrado cristianismo, la vita nuova y la


diritta vía. Es una típica figura de transición. En su obra están expresadas «aún
en forma contradictoria y oscura aquellas ideas que habían de conducir al
Renacimiento a un voluntarismo potente, a la afirmación de la eminente
dignidad del hombre individual y a la exaltación de la vida». En Dante pugnan
«el intelectualismo, del cual procede, con el voluntarismo, hacia el cual le
impulsan los nuevos gérmenes de su espíritu avizor». «La obra propia del
género humano, tomado en su totalidad –afirma– consiste en desplegar toda
la potencia del intelecto posible; en primer lugar, a fin de indagar, secundaria-
mente, por virtud de tal indagación y como extensión a ella, a fin de obrar.»

3. La protesta contra la conversión de la Iglesia en organización


positiva: la herejía como forma específica de expresión del
pensamiento social en la Edad Media

La doctrina escolástica de la convivencia, que postulaba la orgánica conexión


del interés individual con el interés colectivo como presupuesto del equilibrio
social, ofrecía de la realidad una imagen en radical contradicción con los
factores condicionantes del régimen medioeval. No existía congruencia
alguna entre esa imagen y el objeto efectivo de su representación. Bajo
aquella severa y conclusa arquitectura fluía la vida pugnando fragorosamente
por abrirse paso. Del fondo de la laguna estancada, brotaban remolinos de
angustia y surtidores de fuego. Huizinga aporta a la cuestión esclarecimientos
fundamentales.

Este desajuste entre la doctrina y los hechos, iniciada en la época de


Constantino al convertirse los obispos en funcionarios del imperio, no tardaría
en promover un intenso malestar social. En el seno mismo de la Iglesia, bajo

148
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

los atrios resplandecientes y los altares trémulos de cirios, cundió el


descontento. El movimiento monástico y la corriente quiliástica, que
estremeció la cristiandad en el siglo IX, tiene su fuerza motriz en la
mixtificación del evangelio por parte de la Iglesia. La eclessia primitiva,
compuesta de pescadores y mendigos, perseguida y errante, se había
transformado en un poderoso baluarte del orden feudal, disputándole a los
príncipes y al emperador la hegemonía del poder, de la riqueza y de la
cultura. En el siglo XII, la protesta se organiza y extiende. Por donde quiera
irrumpen las herejías.
La subversión contra el poder temporal de la Iglesia no trasciende teórica-
mente el ámbito de la conciencia religiosa; pero se traduce en la práctica en
una discrepancia violenta con la estructura social circundante, que aspira a
remover con un sentido retrospectivo, impregnado del ideal esenio y del mito
griego de la edad de oro. No obstante estar en pugna con el desarrollo
histórico, la herejía constituye, por su repulsa a las desigualdades existentes,
la forma específica de expresión del pensamiento social en la Edad Media.
Entre los mantenedores de la rebeldía religiosa, figura con singular relevancia
el monje calabrés Joaquín de Fiore, en cuyo pensamiento se funden la áurea
visión de la comunidad cristiana primitiva, el concepto platónico de la
armonía y el afán de justicia agustiniano. Impresionado por el manifiesto
contraste entre la prédica del desprendimiento de la riqueza y la conversión
de la Iglesia en un poder económico y político de carácter absorbente,
Joaquín de Fiore planteó, por primera vez, la necesidad de una reforma
estructural de la Iglesia, pudiéndose afirmar que en él apunta el formidable
movimiento de inconformidad que sacudirá a la Iglesia católica en los siglos
XV y XVI quebrantando gravemente su unidad. Como Prisciliano en España,
Joaquín de Fiore anuncia a Lutero. Hay ya elementos suficientes para dejar
nítidamente establecida la posición precursora del gran hereje español
ahorcado en Tréveris. Von Fiedrich Paret, profesor del Seminario Evangélico
de Tubinga, ha desentrañado el problema con gran acopio de datos y certeras
deducciones. Marcelino Menéndez y Pelayo ha contribuido también a fijar la
posición herética de Prisciliano y su condición de antecesor de Lutero. El
capítulo que le dedica en su Historia de los heterodoxos españoles está
evidentemente desorientado; pero en los apéndices de la edición de este
libro aparecida en 1917 rectifica su juicio en virtud de haberse descubierto en
la biblioteca de Winsburg varios opúsculos atribuidos a Prisciliano y que
probablemente son copias de trabajos compuestos por discípulos suyos.
«Defendía, dentro de la teología de su tiempo –escribe el gran polígrafo

149
Raúl Roa

español–, cierto género de libre examen, aplicado a la interpretación del


texto bíblico; por lo cual Paret lo coloca, no sin fundamento, entre los
precursores del protestantismo.» «Podría disputarse –continúa– si era
gnóstico o maniqueo; pero en este libro, Liber de Fide et Apocryphis, se
presenta como un teólogo protestante que no acata más autoridad que la de
la Bíblia y se guía al interpretarla por los dictámenes de su propia razón.»

Y concluye terminantemente de esta guisa: «Lo que Prisciliano reivindica no


es sólo el libre uso y lectura de los apócrifos de la Iglesia, sino la omnímoda
libertad de su pensamiento teológico, lo que él llama la libertad cristiana.»

El Evangelio eterno es el libro que se ha venido suponiendo condensa las


ideas sociales y religiosas de Joaquín de Fiore. Durante mucho tiempo, la
paternidad de este libro fue una de las cuestiones más oscuras de la historia
profana y de la historia eclesiástica. Ernesto Renán ha puesto las cosas en su
sitio en su documentado ensayo Joaquín de Fiore y el Evangelio eterno.
Bernardo Antonio de Riso, obispo de Catanzaro, adoptó sus conclusiones en
su opúsculo Della vita e delle opere dell’abbate Gioachino, editado en Milán
en 1872. No cabe ya duda que el Evangelio eterno fue redactado por
discípulos de Joaquín de Fiore. No cabe duda tampoco que la doctrina
desenvuelta en ese libro expresa vagamente las ideas religiosas y sociales
mantenidas por Joaquín de Fiore en sus obras auténticas, La concordia del
Antiguo y del Nuevo Testamento, el Comentario sobre el Apocalipsis y el
Salterio desacordi. Sobremanera curioso, como antecedente de La divina
comedia, es el himno al paraíso, contenido en el último de los libros
mencionados. Es el relato de un viaje por el mundo sobrenatural.

De las investigaciones efectuadas por Renán, aparece que el Evangelio eterno


es una doctrina atribuida a Joaquín de Fiore a partir del siglo XIII, que la
facción más batalladora de la escuela franciscana le asignó un papel análogo
con relación a San Francisco de Asís al de Juan Bautista con relación a Jesús,
que se puso la etiqueta de Evangelio eterno al conjunto de las obras
principales de Joaquín de Fiore, que se publicó una Introducción al Evangelio
eterno, compuesta o arreglada por Gerardo de Borgo San-Domingo en 1254,
que esta Introducción era el prólogo de una edición resumida de las obras de
Joaquín de Fiore y que el texto de esta Introducción parece perdido. De toda
suerte, Joaquín de Fiore mantuvo una posición crítica frente a la organización
temporal de la iglesia y a las consecuencias sociales del feudalismo, contribu-
yendo decisivamente a la formación de la conciencia reformista.

150
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La doctrina atribuida a Joaquín de Fiore concibe el desarrollo de la historia


real en función de tres mundos trascendentes: el del Padre, el del Hijo y el del
Espíritu Santo. El primero es el mundo de la dominación de los hombres por
el terror. El segundo es el mundo en que la obediencia se presta espontánea-
mente. El tercero es el mundo en el que el hombre se realiza a sí mismo y en
su visión de Dios. Este mundo, o reino, o Era del Espíritu Santo es el mundo de
la pobreza apostólica, el mundo de los pobres y de los oprimidos, el mundo
de la comunidad de bienes. El reino del Espíritu Santo era, pues, el reino de
una sociedad temporal organizada conforme a los principios del evangelio.
Semejante aspiración no podía realizarse dentro de la iglesia sin una previa
reorganización de su estructura material. La necesidad de esta reorganización
es la idea fundamental que la doctrina del Evangelio eterno transmite a los
movimientos heréticos y reformadores subsiguientes que, extendiéndose por
toda Europa –cátaros, valdenses, franciscanos, albigenses, arnaldistas,
begardos– van a culminar en John Wyclef y en Juan Huss.

La iglesia y el poder imperial respondieron a esta oleada de revueltas con una


política de mano dura, ejecutando a sus principales caudillos y organizando
cruzadas de exterminio contra determinadas sectas. «La herejía –afirmaba
Tomás de Aquino– es un pecado por el cual no sólo merece uno que se le
excluya de la Iglesia, sino también del mundo.» En 1231 la Iglesia reconocía
oficialmente a la orden de los dominicos como «perros de presa de Dios» en
la lucha contra la herejía. La institución del Santo Oficio pondría luego en sus
manos uno de los más siniestros aparatos sojuzgadores de la conciencia
humana que recuerda la historia. El auto de fe y la tortura siembran el terror
en Europa. Aún sobrecoge el recuerdo de Torquemada.

4. La crisis del especulum mundi y los antecedentes inmediatos


de la modernidad

El siglo XIII marca la hora de plenitud de la Iglesia. La civilización cristiana y el


régimen feudal han llegado al máximo despliegue de sus energías creadoras.
El año 1300 comenzó con una deslumbrante apoteosis de las aspiraciones
teocráticas de la Iglesia bajo el índice altanero de Bonifacio VIII. No tardaría,
sin embargo, en despuntar el crepúsculo del régimen feudal y del poderío
eclesiástico. Nada puede desarrollarse más allá de un límite determinado.
Junto a la cumbre iniciase siempre en la historia la decadencia. Nuevas
fuerzas sociales, creadas por el renacimiento de la vida urbana y el
desenvolvimiento de la economía dineraria, porfían por abrirse camino propio

151
Raúl Roa

y cauce adecuado. El Sacro Imperio Romano-germano, conmovido en sus


cimientos, se bambolea amenazadoramente. Es ya un armatoste sin sustancia
ni sentido. El interés económico de las ciudades se aduna al interés político
del rey, circunstancialmente concertados, se movilizan contra la nobleza y el
clero en nombre de la nación como Estado. El papado recula ante el poder
laico, que reivindica para sí la plenitud de la soberanía: Avignon y el gran
cisma auguran la inminencia de la catástrofe.

La tradición religiosa se ritualiza en la conciencia social. «Creo para


comprender», había postulado el cristianisno por boca de San Agustín. Ahora
Abelardo afirma resueltamente: «Comprendo para creer.» Nominalistas y
realistas queman los últimos cartuchos de una larga controversia entre la
razón y la fe. El latín se bate desesperadamente en retirada ante la insurgencia
avasalladora de las lenguas nacionales. Se marchitan los laureles del cantar de
gesta, de la caballería y del torneo. El interés por el mundo empieza a
desplazar a la visión del trasmundo, el goce de los sentidos a la preparación
para la muerte, la observación a la contemplación, el cálculo a la espada,
Platón a Aristóteles, el Arte de amar de Ovidio a la Imitación de Cristo de
Kempis. Guillermo de Occam pone en cuestión la autoridad de derecho divino
y la propiedad privada. Marsilio de Padua, el más original de los tratadistas
políticos de la Edad Media, sostiene, en su Defensor pacis, que «el conjunto
de los ciudadanos es la fuente suprema de la ley». Ambos están influenciados
por Duns Scoto y Roger Bacon y ambos se percatan del advenimiento del
Estado nacional. Sublevaciones campesinas y reformadores religiosos incendian
Europa. El speculum mundi de los escolásticos está a punto de quebrarse en
mil pedazos.

Las primeras sublevaciones campesinas, denominadas genéricamente


jacqueries, tienen como teatro a Francia. El punto de partida de estos
movimientos sociales empíricos fue la crisis política y el empobrecimiento
general que subsiguió a la victoria de Inglaterra sobre Francia en la guerra de
Flandes, originada por las rivalidades de los pañeros ingleses y de los
comerciantes franceses. El desprestigio de la realeza y la miseria aldeana,
aunada al creciente sentimiento de independencia política que fermentaba
en las guildas de mercaderes y artesanos, crearon las bases subjetivas de la
rebelión. Extendida vertiginosamente por toda la región comprendida entre
París y Amiens, llegó a poner en grave aprieto a la nobleza y al propio rey. No
fueron misericordiosos los rebeldes con sus opresores. En muchos sitios se
entregaron al pillaje y al crimen. Vencidos a la postre, los sublevados fueron
sometidos a los más crueles castigos. «Ni los ingleses, los peores enemigos
152
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

del reino –refiere un cronista de la época– hubieran podido conducirse tan


ferozmente como los nobles con los aldeanos.» Uno de los jefes, Guillermo
Calle, fue ejecutado en París tras horrendas torturas. Las aldeas situadas
entre el Oise, el Sena y el Nain fueron arrasadas a sangre y fuego.

En Inglaterra los campesinos se lanzan a la revuelta bajo la inspiración


doctrinal de John Wyclef y la dirección política de John Ball. Wyclef propugna
el establecimiento de un régimen social comunitario sobre una base
monárquica. Se le ha considerado, por eso, un comunista monárquico. Según
Wyclef, la sociedad de su época, fundada en la propiedad privada, fue
precedida por una sociedad natural fundada en la comunidad de bienes. Es el
pecado original –criterio de clara raíz agustiniana– el que determina el
nacimiento de la propiedad privada y del poder político. La propiedad privada
y el poder político se justifican únicamente por el disfrute del estado de
gracia. No tiene derecho a poseer bienes privados ni a ejercer la autoridad
real quien se halle en pecado mortal. Esta doctrina de Wyclef, difundida en
toda Inglaterra en el siglo XIV, legitima todos los movimientos sociales
encaminados a despojar de sus bienes y de la autoridad política a los que
hayan perdido, por sus pecados, el estado de gracia, circunstancia en que, por
su género licencioso de vida, se encontraban la mayoría de los nobles. Verdad
es que Wyclef era opuesto a los medios violentos; pero resulta fácil explicarse
que sus prédicas concluyeran por persuadir a los campesinos ingleses de que
la expropiación de las tierras de sus expropiadores era una acción virtuosa.

La fermentación y la revuelta que se adueñarán pronto del país tendría en


John Ball su intérprete y su caudillo. Ball se proclama discípulo de Wyclef. La
sublevación campesina encabezada por él, arrastrando tras de sí a densos
núcleos de trabajadores urbanos, adquirió rápidamente tan considerables
proporciones, que el rey Ricardo II se vio compelido a pactar con los
sublevados. No discurriría mucho tiempo, sin embargo, en ser estos reducidos
y aplastados, dictando el monarca vencedor una proclama en que declaraba:
«Siervos erais y siervos seguireis siendo; pero no como hasta ahora, sino en
condiciones más duras.» Trevelyan ha trazado un vigoroso cuadro de este
dramático proceso.

En el primer tercio del siglo XV, estalló en Bohemia un movimiento herético-


social que, como este que acaba de examinarse, reviste una significación
histórica que trasciende la propia ideología religiosa que lo envuelve e
ilumina. Este movimiento aparece encabezado por Juan Huss y precedido por
las prédicas de Militch von Kremsier y de Matías von Janov. El influjo de

153
Raúl Roa

Wyclef sobre Huss contribuye, con el de los citados, a integrar el pensamiento


rector de esta briosa insurgencia.

La sublevación de Ball, inspirada doctrinalmente en Wyclef, adopta, como la


dirigida por Huss, un definido carácter social, no obstante desarrollarse en la
esfera de la conciencia religiosa; pero el movimiento hussita se distingue de
aquella en que es, al propio tiempo, una insurgencia de tipo nacionalista
contra la dominación extraña. No sólo propugna una reforma radical en la
estructura de la Iglesia; propugna parejamente la lucha por la independencia
checa. A la muerte de Huss, quemado en Praga por hereje, el movimiento
desatado por él se desarrolla en dos direcciones principales: una de estas,
denominada ultraquista o calixtiniana, se concreta exclusivamente a proponer
la reorganización de la Iglesia y la confiscación de los bienes del clero; la otra,
llamada taborita, plantea, juntamente con la reorganización de la Iglesia, un
reordenamiento del régimen patrimonial sobre la base de la independencia
de Bohemia, convirtiéndose la colina de Tabor en el centro del movimiento
heréticosocial europeo. Los taboritas fueron al cabo derrotados por las
fuerzas combinadas del pontífice y del emperador. No fue estéril su rebeldía
ni su sacrificio. En el orden religioso, como Wyclef y Ball, le fertilizaron el
surco a Lutero. En el orden político, son los precursores de la independencia
checa.

La agitación social y religiosa, renovada a cada derrota con ímpetu mayor,


sacude dramáticamente la fase terminal de la Edad Media. La penetración de
la economía dineraria en el campo se produce paralelamente. Los señores se
comercializan y los comerciantes se ennoblecen. El proceso del enclosure de
las tierras está ya a las puertas. «En Inglaterra –dirá pronto Tomás Moro– las
ovejas se comen a los hombres.» Tiempos de sustantivas transformaciones en
la técnica, en la cultura y en la sociedad se olfatean en el aire enfebrecido de
curiosidades y negaciones. La Edad Media, que intentó aprisionar el
desarrollo histórico en el férreo esquema de la escolástica y establecer la
ecúmene cristiana como expresión temporal de la civitas Dei, ha concluido su
ciclo vital, sin haber logrado su grandioso ensueño de eternizar la vida social
en la nostalgia del paraíso perdido. El alba de la modernidad destella ya por
Italia. La muerte de Jacques Lalaing, flor y nata de los caballeros andantes, a la
moda de Borgoña, por una bala de cañón, es todo un símbolo.

154
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

VII
El alba de la modernidad
1. Orígenes y desarrollo del capitalismo y del espíritu capitalista
en sus primeras formas europeas

Suele olvidarse a menudo que nada se da por añadidura en la historia. El


mundo moderno advino a la existencia entre grandes dolores y luchas
terribles. La burguesía, el capitalismo y el proletariado se abren camino en
constante forcejeo. Se registran pocas revoluciones más vastas y hondas que
esa de la cual emergió la sociedad en que vivimos. Sus raíces se remontan
mucho más allá de las mutaciones operadas en la estructura y en la faz de la
sociedad europea durante los siglos XV, XVI y XVII. Se ven ya sus briosas
ramazones en la Alta Edad Media. El punto de partida de ese dilatado
proceso, que lo es también de la descomposición del régimen feudal, puede
situarse en la reanudación de la vida urbana y de la actividad crematística en
el siglo XII. Múltiples circunstancias y factores confluyeron en la Baja Edad
Media, acelerando ese complejo y revuelto desarrollo; pero el determinante
de su curso ulterior es el ascenso progresivo de la economía dineraria en
algunas ciudades de Occidente a partir de las cruzadas. La teoría de Werner
Sombart sobre la génesis del temprano capitalismo ha sido definitivamente
impugnada. El criterio hoy predominante es que fue el comercio y no el
producto de la propiedad territorial la fuente y la fuerza con cuyo auxilio se
formaron las fortunas burguesas de la etapa germinal de la modernidad. El
nuevo tiempo histórico que inauguran el Renacimiento y el humanismo, los
grandes descubrimientos geográficos y científicos, la reforma religiosa, el
Estado nacional y el sistema mercantilista, el espíritu utópico y la utopía y las
revoluciones inglesas del siglo XVIII, es pues, como ha dicho René Gonnard, hijo
de Mercurio y no de Ceres y trae consigo el culto de Plutón y la rebeldía de
Vulcano.

El alto nivel que alcanzó el tráfico mercantil en la Edad Media declinante está
determinado por el establecimiento de grandes industrias de exportación,
principalmente textiles y mineras, en Flandes, Italia, Suavia, Inglaterra, el bajo
Rin y la Nuremberga. Los promotores y depositarios de ese intenso comercio,
que invadía zonas cada vez más amplias de la economía señorial trans-
formándola en economía dineraria, fueron generalmente, como ha
demostrado Jacobo Strieder, advenedizos salidos de los angostos círculos del
artesanado y del pequeño comercio al ancho ámbito de la especulación y del
cambio. Movilizando sus fortunas en empresas industriales y en pingües
155
Raúl Roa

negocios con los poderes espirituales y profanos se integran, prontamente,


en una categoría social en pugnaz contradicción con las relaciones materiales
que sirven de sustentáculo a la concepción escolástica de la convivencia. Esta
acumulación progresiva de riqueza dineraria, multiplicada posteriormente por
la explotación esclavista de los yacimientos auríferos de América, la piratería
y el pillaje colonial y por la expropiación en gran escala de la tierra de cultivo
para dedicarlas a la cría de ganado lanar, es la base objetiva del temprano
capitalismo. «Nos hemos enriquecido –observa Sombart, esta vez certera-
mente– porque pueblos y razas enteros han muerto por nosotros; por
nosotros se han despoblado continentes enteros.»

El desplazamiento urbano de densas masas campesinas despojadas de sus


medios propios de vida sirvió, por partida doble, a los intereses y finalidades
de los comerciantes: ensanchando el mercado de consumo interno y
abasteciéndolos de una mano de obra en extremo barata. Sin otro patrimonio
que su propia fuerza de trabajo, el contingente aldeano desvalido no tenía
otra alternativa, para subsistir, que aceptar el misérrimo salario que se le
ofrecía. Jurídicamente era libre. No dependía ya del señor, ni tenía que pagar
impuestos, ni someterse a las rigurosas prescripciones de los gremios de artes
y oficios. Era libre, absolutamente libre, para alquilarse; mas no para fijar las
condiciones de su arriendo que le venían inexorablemente impuestas. Ni que
decir tiene que la existencia de esta nueva categoría social, prefigura del
proletariado moderno, chocaba con las formas corporativas del régimen de
trabajo y la explotación servil de la tierra, sumándose al ya tenso
antagonismo entre la nobleza territorial y la clase mercantil, entre el castillo y
el burgo, entre las artes possessivae y las artes pecuniativae. No demoraría
mucho en hacer crisis esta constelación de discordancías. El desarrollo
creciente del comercio, del crédito, de la actividad industrial y del sistema de
producción fundado en la libertad de trabajo no podía ya evolucionar hacia
formas superiores de expresión sin un reordenamiento de las bases sociales y
de la relación de autoridad dominantes. La vieja aspiración de la clase
mercantil a regirse por cuenta propia se hacía ahora imperativa.

Recabar de la nobleza un régimen de franquicias, en que se limitara su


derecho de imponer tribunos y multas a capricho, fue la primera demanda
planteada por la naciente burguesía como clase. En 1294, ya la de Florencia lo
había logrado. La burguesía española un siglo antes, haciéndose representar
por los procuradores desde las cortes convocadas por Alfonso II. Fue, pues, en
España, donde la clase social que regiría el mundo moderno tuvo su primer
despunte de conciencia política. En España intentará también, por primera
156
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

vez, tres siglos más tarde, la plena ascensión al poder público. El fracaso de la
sublevación de los comuneros de Castilla y de las hermandades de Valencia
en su empeño de «desfachar el yugo feudal», fue, asimismo, el fracaso de la
burguesía española y la razón última del discontinuo desarrollo histórico de
ese país, colonia última del imperio perdido.

Múltiples ciudades obtienen estas cartas de franquicias, compradas muchas


de ellas a los señores. Fortaleza hasta entonces, el burgo se trueca en
mercado. En su plaza central se compran y venden los productos de la tierra y
las manufacturas, se efectúan las transacciones, se extienden y cobran letras
de cambio, se pignoran valores y se presta dinero a interés. La moneda
suplanta al servicio personal. El señor mismo y aún la Iglesia se ven
compelidos a utilizarla. Los puentes levadizos de los castillos feudales y los
pórticos majestuosos de las catedrales se rindieron a los traficantes, que
cruzaban aquellos y se instalaban en estos pregonando alegremente sus
mercaderías. Esta invasión de los dominios hasta entonces inaccesibles de los
príncipes de la tierra y de las dignidades eclesiásticas suscita conflictos y
querellas; pero carecen todavía de significado político. La clase mercantil sólo
aspiraba, en esta fase de su desarrollo, a insertar sus intereses en el régimen
feudal. El paso inmediato se encaminaría, precisamente, a reclamar una
esfera intangible de acción dentro de ese régimen.

Nada más instructivo, a este respecto, que la evolución de ese proceso en el


espíritu de la burguesía. En un principio, se contentaría esta con que la
educación eclesiástica acogiera en su seno determinadas enseñanzas que
convenían a sus intereses. Su primera victoria fue la sustitución de la escuela
monacal por la escuela catedralicia, en la que se prestaba particular atención
a la enseñanza práctica conectada con las actividades mercantiles. La
fundación de las universidades fue la conquista subsiguiente. Ya la burguesía,
decidida a lograr una esfera propia de acción dentro del régimen feudal, no se
conformaba con vivir a merced de sus usufructuarios. En el seno de estas
«corporaciones de profesores y estudiantes», la burguesía fomentó el
ambiente intelectual que necesitaba para combatir y derrocar el feudalismo y
la escolástica en el plano de la cultura. En el terreno de la enseñanza primaria
se produjo parejo proceso. El latín fue sustituido por la lengua nacional. El
trivium y el cuadrivium por nociones de ciencias naturales, de historia, de
geografía y de cálculo. La proyección práctica que estas dos últimas disciplinas
tenían para la burguesía –tentada ya por la visión de un camino más corto a
las Indias– determinó el establecimiento de escuelas especiales de náutica y
de contabilidad, en las que banqueros y comerciantes recibían la instrucción
157
Raúl Roa

indispensable para el ejercicio de sus complejas actividades. La Iglesia


respondió a este empeño de la clase mercantil convirtiendo las catedrales en
mercados, en bolsas de valores y en bastiones del feudalismo en retirada. La
lucha abierta por el control de la cultura, poderoso instrumento de
dominación de la conciencia social, fue la consecuencia de esta creciente y
pugnaz rivalidad económica. La ciudad de Florencia sería el centro inicial de
ese duelo memorable entre dos mundos embestidos.

Henri Pirenne ha estudiado la rápida difusión del espíritu capitalista por todas
las ciudades europeas. El Renacimiento y la Reforma le suministrarán los
fundamentos psicológicos que todavía le faltaban. Se caracteriza ese espíritu
por el instinto adquisitivo, por la voluntad de poderío, por el afán de ascender
a planos sociales de mando material y espiritual, por la acción creadora.
Jacobo Fúcar, Cosme de Médicis, Miguel Ángel, Copérnico y Maquiavelo
expresan ese mismo estilo de vida en el terreno de la cultura. La historia de
este espíritu es, en gran medida, la historia del desenvolvimiento del
individuo, la historia de la fe del hombre sus propias potencias. «Comienza
entonces –escribe Jacobo Strieder– ese largo proceso de racionalización en
las formas económicas, que aún hoy no parece estar concluso. Iníciase esa
penetración de la inteligencia en la dirección de los negocios, penetración en
la cual desde entonces habrá de encontrar su más fuerte expresión espiritual
el progreso de la vida económica europea. Junto a la máxima creación del
espíritu italiano renacentista, el Estado como obra de arte, colócase otra
creación nacida del mismo espíritu personalista: la economía como obra de
arte, el negocio moderno, la empresa capitalista.»

2. La nova vita, el Renacimiento y el humanismo


La fermentación espiritual originada por este proceso de radicales trans-
formaciones en la estructura de la sociedad europea alcanza en Italia su más
alta capacidad creadora y su plenitud de esplendor. A este fúlgido, estremecido
y fecundante período de la historia, en que la razón y la ciencia imponen sus
fueros abatiendo la escolástica y el sentido señorial de la vida, es a lo que,
desde entonces, se ha venido llamando Renacimiento. Todavía suele
considerarse este vuelco ingente de la conciencia europea como una pura
resurrección arqueológica de la antigüedad grecolatina. Tres factores han
influido, decisivamente, en la elaboración de esta falsa perspectiva: la
deshistorización del fenómeno por aquellos que sólo quisieron o pudieron ver
en él un espléndido rebrote erudito del espíritu clásico, el amoroso deleite

158
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

que mostró el humanismo por los textos antiguos y el equívoco que conlleva
la palabra Renacimiento. El Renacimiento constituyó, sin duda, en su forma
de expresión, una vuelta a la antigüedad; pero esta vuelta, lejos de haber sido
una rémora, fue «un acicate hacia el mañana, porque complicó la visión
histórica del pasado y cooperó, de esta suerte, a hacer más ricas y
heterogéneas las anticipaciones ideales del futuro». El significado profundo
de esta actitud puede vislumbrarse en estas palabras de Pablo de Tarso: «Y a
renovarnos en el espíritu de nuestra mente; así también nosotros andemos
en novedad de vida». Es en este sentido que el vocablo Renacimiento
aparece, por primera vez, en las Vidas de los pintores, de Vasari. Y es en este
sentido también que profirieron expresiones análogas –renovatio, regenerari–
los grandes reformadores espirituales del siglo XIII, Francisco de Asís y
Joaquín de Fiore, videntes geniales de las soterradas corrientes de la historia.
La nova vita, de que hablaría Dante en el siglo siguiente, simboliza el nuevo
cambio de constelaciones que se está operando y el anhelo de una vida nueva
ya en marcha.

La actitud contemplativa fue la actitud típica del mundo antiguo. El


Renacimiento es acción, dinamismo, actividad creadora, afán de gloria y de
poder, culto a la individualidad que en el hacer se hace y hace el hacer, fe en
la razón, en la naturaleza y, sobre todo, en el hombre, a quien, conforme al
apotegma de Pico de la Mirándola en su De hominis dignitate «le es dado
tener lo que desea y ser lo que quiere». La edad de oro nunca estuvo a sus
espaldas. Fue siempre en sus hijos auténticos, un sendero, una vía, una
aspiración con vista al futuro.

«La edad que el Renacimiento crea –puntualiza Fernando de los Ríos–


sólo añora a través de los eruditos, no a través del tipo por él creado,
no a través del hombre nuevo de la nueva edad; este no suspira, sino
que, enamorado del espíritu, se entrega febrilmente a la acción,
dispuesto a crear, de un modo inmediato a beneficio de su
individualidad, el medio personal que considera digno de sí.»

«El gran aporte del Renacimiento –afirma Jacobo Burckhardt en su


clásico libro Cultura del Renacimiento en Italia– fue «el descubrimiento
de la personalidad humana». «En la Edad Media –añade– las dos caras
de la conciencia humana, la interna y la externa, yacían soñando o
semidespiertas bajo un velo común. A través de ese velo, tejido con fe,
ilusión y preocupación infantil, el mundo y la historia aparecían teñidos
con unos colores de matices maravillosos. El hombre tenía conciencia

159
Raúl Roa

de sí, únicamente en cuanto miembro de una raza, pueblo, partido,


familia o corporación, sólo a través de alguna categoría general. Fue en
Italia donde este velo se evaporó por primera vez; con ello se hicieron
posible un estudio y una consideración objetiva del Estado de todas las
cosas de este mundo. Con la misma fuerza se afirmó el lado subjetivo
correspondiente; el hombre se convirtió en un individuo espiritual
(uomo singolare y uomo único) y se reconoció a sí mismo como tal.»

Este descubrimiento de sí mismo produjo en el hombre un deslumbramiento


que todavía ofusca en la distancia del tiempo. Fue como si despertara de una
catalepsia de siglos y todo amaneciera de nuevo para él.

El mundo viejo, en que la vida venía hecha y el hombre estaba sujeto a


perpetua servidumbre, se aprestó al embate. Florencia fue el centro inicial,
como ya quedó dicho, de ese duelo memorable entre dos concepciones
embestidas. Fertilizada por el trasiego continuo de las mercaderías y de los
viajeros, regida a partir de 1434 por los Médicis, príncipes afanosos de saber y
de riqueza, Florencia se convertiría, a la caída del Imperio Romano de Oriente
en 1453, en la cuna del Renacimiento y del humanismo. Los más descomunales
entendimientos y artistas de todas las épocas –Boticcelli, Donatello, Ficino,
Maquiavelo, Pico de la Mirándola, Lorenzo el Magnífico, Leonardo da Vinci–
pintaron, esculpieron, pensaron y soñaron junto al trémulo cristal del Arno,
que otrora recogiera, en idílica imagen, el primer encuentro de Dante y
Beatriz. Nunca, en tiempo alguno, ni siquiera en el siglo de Pericles, vivieron
una misma vida y respiraron una misma atmósfera espíritus tan impares
como los que enjoyaron a Florencia en aquel minuto alucinante de la historia,
inicio de la nova vita entrevista y cantada por el autor de La divina comedia.
No quedaron muy en zaga de Florencia las demás ciudades italianas. Roma
fue la síntesis luminosa y fragante de esta primavera de prodigios. La Iglesia
misma sucumbió a sus aromas. Rafael y Miguel Ángel constelaron de frescos y
de estatuas de la más pura estirpe clásica –vírgenes y querubines transidos de
exultante paganía– el sacro recinto de los sucesores de San Pedro.
«Disfrutemos del papado –clamaba León X– puesto que Dios no los ha dado.»
Los Borgias soberbio linaje de almas pervertidas, fatigaron parejamente el
boato, el incienso y el crimen. La propia insurgencia de Savonarola en
Florencia contra el desenfreno de los jerarcas de la Iglesia, preludio de la
rebeldía luterana y calvinista, asume el mismo ademán desorbitado que
caracteriza el estilo de vida de la época.

160
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

De Italia el Renacimiento se extiende por todos los países de la Europa


Occidental. En Alemania el nuevo espíritu se traduce, por razones inherentes
a su desenvolvimiento histórico, en una fusión dinámica de la herencia gótica
y del impulso humanista, fenómeno que esclarece las añoranzas medioevales
que impregnan la protesta luterana. Dos figuras colosales dominan el
Renacimiento alemán: el cardenal Nicolás de Cusa y Alberto Durero. La
invención de la imprenta fue, sin embargo, la aportación cardinal de Alemania
al movimiento renacentista.
Francia logró imprimirle personalidad propia y peculiar acento al nuevo
espíritu, anticipando en la poesía de Ronsard, en la sátira de Rabelais y en el
ensayo de Montaigne su señero destino en la historia de la cultura. Los Países
Bajos entraron, como España e Inglaterra, un tanto tardíamente en el proceso
renacentista. No fue, empero, menos valiosa su contribución. Erasmo de
Rotterdam, el homo pro se, es acaso la figura más destacada e influyente de la
época. Baste decir que su impronta está presente en todas las minorías cultas
de Europa y principalmente en la elite intelectual española, en la que el
humanismo se introduce y prende a través de sus libros. Bataillón ha escrito,
a este respecto, un libro ya clásico. Es necesario advertir, sin embargo, que el
erasmismo español se diferencia de sus congéneres europeos en que se
constituye –caso único en la historia del humanismo– como un intento de
salvación integral de la personalidad humana y de la cultura occidental.
Joaquín Xirau ha elaborado una tesis preñada de atisbos sobre el tema en
cuestión. No se constriñe el humanismo español «a la letra de las doctrinas de
Erasmo. Lo trasciende en todos los sentidos y forma un cuerpo de doctrinas
de la más amplia y fecunda resonancia. Hay en todos sus representantes algo
que los une en la unidad de la misma aspiración». Es la filosofía christi, la
consideración cristiana –no eclesiástica ni teocrática– del problema de la
unidad humana, totalizada con «las concepciones de la antigüedad clásica y
todos los avances de la cultura humanista y racionalista». Es una filosofía
integradora de todos los elementos configurantes de la época, desde Galileo
hasta Lutero. Y capaz, en consecuencia, de haber impedido la ruptura interna
de la conciencia europea, salvando la libertad. No otra es la aspiración que
informa la actitud generosa y tolerante de Juan Luis Vives, de Fray Bartolomé
de las Casas y de Vasco de Quiroga. Esta posibilidad estelar del humanismo
español la quebrarían Carlos V, Felipe II y la Contrarreforma.

161
Raúl Roa

El ímpetu epopéyico que anima a los conquistadores españoles es también,


sin excluir sus codicias y crueldades, hijo legítimo del espíritu renacentista.
Resulta ya, pues, definitivamente trasnochada la vieja tesis alemana de que
en España no hubo Renacimiento.

Inglaterra fue el último país que se incorporó a la gran faena histórica que
plantea el Renacimiento; pero sería el primero en llevarla hasta sus últimas
consecuencias. El nuevo mundo que alborea será obra, en gran medida, del
método experimental de Francis Bacon, de las doctrinas contractuales de la
sociedad y del Estado de Tomás Hobbes y de John Locke, del genio político de
Cromwell y del empuje concertado de la clase mercantil y de los campesinos y
trabajadores ingleses.

La subversión que entraña esta violenta secularización del pensamiento


alcanza a todas las esferas y a todos los juicios de valoración social. Aníbal
Ponce ha trazado una vívida pintura de este proceso. Hasta entonces la
nobleza había sido privilegio de sangre. A partir de entonces se discernirá por
el poder, la fortuna y la cultura. «El noble –había dicho Petrarca en los
umbrales del nuevo tiempo– no nace: el noble se hace.» El hombre había
vivido hasta entonces fugado del mundo. A partir de entonces vivirá en el
mundo haciendo su vida. «La vida, la verdadera vida –escribía Boccaccio en el
prólogo del Decamerón– es esta vida humana amasada de ingenio y de
instinto.» El goce adámico de los sentidos, extraído por los humanistas de los
textos clásicos, volvió por sus fueros y bajo la égida sabia y benevolente de la
antigüedad grecolatina los instintos se lanzaron rijosos por todos los caminos.
Movida por parejo impulso la inteligencia emprendió análoga aventura. Un
afán de saberlo todo se apoderó de los espíritus. La curiosidad, embridada
durante diez siglos por el freno de la escolástica, se proyectó sobre todo: el
espacio, el tiempo, la naturaleza y el hombre mismo. Se dilataron,
prodigiosamente, los horizontes del conocimiento. El reloj conquistó el
tiempo, el telescopio el espacio, la observación la naturaleza, la brújula el
mar, la razón filosófica la conciencia del hombre. Si la tierra no era el ombligo
del universo, como habían demostrado Copérnico y Galileo, el hombre sí era
el arquitecto de su propio destino. No tenía más límite que su propio afán. El
espíritu adquisitivo, galvanizado por el capitalismo naciente, se trasmutó en
fuerza creadora. La aventura por los mares ignotos no tardará en comenzar.
Cristóbal Colón, nieto de tejedores, dona en proeza impar todo un continente
a los reyes católicos. Y, al hacerlo, la idea de la esfericidad de la tierra, intuida
por los árabes, se trueca en mercado mundial y América en cornucopia. En
carta famosa, Colón escribe, con lírico acento, a sus regios protectores: «La
162
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

riqueza principal de las Indias son los indios. Aman a su prójimo como a sí
mismos. Sus palabras, siempre amables y dulces, van acompañadas de
sonrisas»; pero en su segundo viaje lleva consigo más de quinientos indígenas
que vende como esclavos en Sevilla. Y, en carta posterior a la reina Isabel,
afirma descarnadamente con afilado sentido de la coyuntura histórica: «El oro
es excelentísimo. Con él se hacen tesoros y el que tiene tesoros puede hacer
en el mundo cuanto quiera, hasta llevar las almas al paraíso.» Jacobo Fúcar y
Chigi, banqueros de papas y emperadores, demostrarán cumplidamente la
validez del aserto; pero, Cosme de Médicis, los pondría en rídiculo en punto a
codicia y en punto a señorío. «De buenas ganas –decía– le hubiera prestado
dinero a Dios Padre, a Dios Hijo y al Espíritu Santo, para tenerlos en la
columna de mis libros de cuenta.» Y, como no pudo satisfacer este anhelo, ni
tampoco transportar almas al paraíso porque su colega Fúcar monopolizaba
el negocio, optó por enfeudar la cultura y ponerla al servicio de sus intereses
como fuente de predominio y arma de combate. La teoría del hombre aparte,
de la inteligencia pavoneándose libérrimamente sobre los partidos y las
contradicciones sociales, elaborada por Erasmo, no es más que una leyenda.
El mecenismo, transfigurado por sus propios beneficiarios, comportaba en la
práctica, la servidumbre del pensamiento.

«Sucesivamente preceptor, secretario, profesor, sirviente de los


príncipes, consumiéndose en estudios ingratos, víctima de enemistades
mortales y de plagios incesantes, levantado hasta las nubes o hundido
en el desprecio, opulento hoy, miserable mañana, el humanista –concluye
Burckhardt– es la imagen viva de la inestabilidad.»

Por un Petrarca y un Pontano, circunstancialmente colmados de honores y


genuflexiones, cuántos eran los que, como Ronsard, sólo merecían de su
empinado protector este cínico comentario: «A un buen poeta hay que
cuidarlo como a un buen caballo.»

Mientras Leonardo pinta, Copérnico escruta, Erasmo escribe, Maquiavelo


marrulla y Vesalio diseca, dos contrapuestas concepciones del mundo, de la
sociedad y del Estado se disputan encarnizadamente el predominio. El
feudalismo y la escolástica se resisten a abdicar su imperial hegemonía y se
empeñan en una de las más enconadas batallas de la historia. La sociedad
medioeval, asentada en una rígida organización unitaria y jerarquizada de la
vida y en un sistema cerrado de creencias, acabará por ceder, desmoronándose
a la arremetida implacable del poder del dinero, de los descubrimientos
geográficos, del progreso de la ciencia, de la invención de la imprenta, de las

163
Raúl Roa

herejías, del empuje popular y de la secularización del pensamiento, tomando


cuerpo y vigencia el régimen social que germinara en su seno. Independizado
de la función, del oficio y de la misión que la estructura feudal le asignara, el
hombre nuevo erige su razón en instancia suprema de todas las cosas,
soltándose de las férreas amarras que uncían su voluntad y domeñaban sus
apetencias. El mundo que alborea es hijo legítimo de la ciudad, del comercio y
de la usura. Su enseña es la antropolatría, la cultura grecolatina su instrumento,
la naturaleza su oráculo, la técnica su palanca de Arquímedes, la quimera del
oro su delirio, la libertad su pregón, la mercancía su fetiche, la valoración de
lo cuantitativo su criterio de la verdad.

El humanismo es la flor privilegiada de ese borrascoso advenimiento.


Representa la sublimación ideológica de los intereses materiales de la clase
mercantil en ascenso. Se nutre y sueña arrullado por la incitante canción del
Vellocino. El tráfago incesante de los muelles fecunda y al par invalida su afán
de tolerancia, de fraternidad de las elites, de paz universal. Banqueros
insaciables, mercaderes ennoblecidos, pontífices paganos y tiranuelos sin
escrúpulos protegen y fomentan el humanismo y exhiben sus creaciones
portentosas con la propia insolencia con que muestran su boato, sus vicios y
sus crímenes. «Yo me he hecho a mi mismo» –afirma con impar soberbia
Pontano–. Erasmo se proclama hombre aparte. Vano desahogo de espíritus
enjaulados.

Nada más doloroso y deprimente que el espectáculo ofrecido por aquella


rutilante constelación de sabios, pintores, escultores y poetas. Pretensos
señores de la inteligencia, si subsistían era a fuerza de dádivas. Arrimarse a un
mecenas implicaba inexorablemente la rendición del espíritu y la servidumbre
del intelecto. Incluso apercibirse a fungir de bufón. A cambio de lisonjas y
genuflexiones recibían una mezquina soldada. Fueron muy pocos los
humanistas que se atrevieron a «mandar en su hambre». Se podrían contar
con los dedos de una mano los que no encorvaron el espinazo ni vendieron la
conciencia. «Vivimos en una época difícil –escribíale Luis Vives a Erasmo– en
la cual no se puede hablar ni callar sin peligro.» Como en los días azarosos
que corren, la dignidad del intelectual y del artista estaba sometida en aquella
sazón memorable a la más dura de las pruebas. Como hoy, había muchos que
«habiéndose acercado a la verdad no tenían el coraje de decirla o imponerla».
No se pueden leer sin profunda tristeza estas palabras de Erasmo: «En cuanto
a mí, no tengo inclinación a arriesgar mi vida por la verdad. No todos tenemos
energía para el martirio, y si el temor me invade, imitaré a San Pedro.» La
trahisson des oleres está ya dramáticamente prefigurada en esa miserable
164
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

profesión de fe. El humanista por antonomasia se declaraba incapaz de


exponer una uña en favor de la humanidad. La cultura moderna ha arrastrado
consigo, como pecado original irredimible, el marchamo ignominioso de esa
cobardía. Ante la perspectiva de la cicuta, la mayoría de sus más altos
exponentes ha solido afiliarse despavorida en el partido de Erasmo.

La posición histórica del humanismo ha sido ya nítidamente precisada por


Burckhardt, Dilthey y Monnier. Como los sofistas fueron los ideólogos de la
fortuna mueble en el siglo de Pericles y lo fueron Voltaire, Diderot y Rousseau
del Tercer Estado en las vísperas de la Revolución francesa, los humanistas
son los intérpretes de la burguesía renacentista y los heraldos de la nueva
aurora. La áurea reverberación de las monedas ilumina y galvaniza el culto de
la antigüedad, que se lanzará exultante a guerrear por las ciudades. Las
traducciones y comentarios de los humanistas se clavan, como dardos de
fuego, en la carne ya tumefacta de la estructura feudal y de la cultura
eclesiástica. Y dan, a la vez a los mercaderes y a los capitanes de empresa,
embriagados con el luorum in infinitum, el «amor a la riqueza y a la ganancia,
el gusto por la vida laica y el pensamiento libre». No resulta ya una novedad
afirmar que la «familia platónica» se reclutaba en el mundo del patriciado,
que entremezcla al comercio de los negocios, el de las ideas.

Bajo ese signo se ventila, justamente, el duelo dialéctico entre el Platón


resurrecto por los humanistas y el Aristóteles desustanciado de la escolástica.
Es un episodio decisivo de la pugna planteada por racionalizar la vida
económica y desembarazarla al propio tiempo de impedimentos y trabas. No
podía ya aquella desarrollarse sin una disciplina que pusiera orden y mesura
en los negocios y empresas y sin amplia libertad de acción. En esta necesidad
de cuantificar el orbe de las relaciones mercantiles, abrevan las ciencias
nacientes su obsesión por lo numérico y su afán por lo pragmático.
Reflexiones de Marco Aurelio –«la naturaleza procede siempre en vista de la
utilidad»–; consejos de Séneca –«el sabio no debe despreciar las riquezas sino
más bien acrecentarlas»–; preceptos de Cicerón –«el dinero es deseable no
por sí mismo, no por la atracción que ejerce, sino por las ventajas que es
capaz de procurar»– suministraban los elementos constitutivos de la
concepción crematística de la vida.

Natural era que los viejos textos recobraran vida plena y que a los miopes
pareciese calco o mimetismo lo que sólo era un aprovechamiento instrumental
de ideas afines, correspondientes a una etapa análoga en el proceso de las
relaciones sociales. Sombart ha demostrado cumplidamente la estrecha

165
Raúl Roa

vinculación existente entre las concepciones de los antiguos y las ideas


económicas de las primeras fases del capitalismo italiano. No se trataba,
pues, de una exhumación arqueológica de los textos clásicos, de un
renacimiento literal de la antigüedad grecolatina. Más que un conflicto
librario, era el manejo polémico de la herencia racionalista del pensamiento
antiguo contra la estructura social del medioevo y la dogmática que le servía
de apoyatura teórica.

«Todo lo que la Iglesia les negaba, –observa Aníbal Ponce– la potencia


del dinero que ella calificaba de execrable en los demás, no en ella
misma; la necesidad de la acción orientada en lo terreno, el goce de la
vida hasta entonces tenido por pecado, todo eso, y mucho más, se lo
daban los clásicos tal como el humanismo había aprendido a
descifrarlo desde el punto de vista de la burguesía.»

El humanismo fue, de esta manera, no obstante su invocación originaria al


hombre como tal, el instrumento ideológico que equipó a la clase mercantil
para derrotar al feudalismo en el plano de la cultura. Esa fue su misión, su
egregia misión histórica, que supo cumplir ejemplarmente, contribuyendo no
sólo a socavar la base objetiva de su predominio social y cultural, sino además
a «liberar las almas de los terrores y pesadillas de la Iglesia», vividamente
relatados por Huizinga en su libro El otoño de la Edad Media.

Esta acción liberadora no conlleva, sin embargo, ni teórica ni prácticamente,


una extensión de sus consecuencias a las masas populares. Sobremanera
distinta fue la actitud del humanismo frente al popolo minuto, forzado del
salario, combustible del lujo, pedestal del ocium cum dignitate. Los
humanistas se aprestaron a legitimar, con erudito denuedo, la explotación de
los trabajadores de la ciudad y del campo por los banqueros, traficantes y
príncipes. La libertad de comercio y el derecho a la promoción social y a la
vida laica que propugnaban no trascendía la esfera de los intereses ni la tabla
de valores de la clase mercantil. El pueblo necesitaba de la servidumbre y de
la religión por razones inherentes a su propia naturaleza. Maquiavelo había
dado la pauta. La Iglesia, enemiga de los banqueros, resultaba, empero, aliada
ineludible en cuanto que era la única apta para desviar a un plano
trascendente la inconformidad de las masas:

«Condición imprescindible para la salud del Estado –advertía– es la


religión. Un Estado no se encuentra bien organizado sino cuando se
preocupa tanto de los intereses de la religión como de los propios.»

166
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Múltiples ejemplos podrían ilustrar la postura antihumanista del humanismo.


«Escribo para los eruditos, y no para la plebe» –puntualizaba Policiano. «He
sospechado siempre de las multitudes» –escribía Leonardo Bruni–, reviviendo
la pavura de Platón ante esa «especie de monstruo feroz dispuesto siempre a
renovar la audacia de los antiguos titanes.» «Los campesinos –afirmaba
Maffeo Veggio– no participan de la naturaleza humana, sino de la naturaleza
del buey.» «El pueblo –postulaba Marsilio Ficino– es como el pulpo: animal de
muchos pies y sin cabeza.» «El pueblo –concluía Guicciardini– es un monstruo
lleno de confusión y errores, cuyas vanas opiniones están tan alejadas de la
verdad como España de la India, según Ptolomeo.» «Los hombres que en las
repúblicas ejercen un arte mecánico– decía el genial florentino a la sombra
protectora del poder– no están jamás en condiciones de gobernar como
príncipes, porque nunca han sabido otra cosa que obedecer. Es necesario no
confiar la dirección sino a los ciudadanos que no han obedecido sino a los
reyes y a las leyes, es decir, a los que viven de sus rentas.» «Es vil e indigno
–exclamaba Erasmo en la impunidad garantizada de su biblioteca– sentir con
el pueblo.» «La ciencia –aconsejaba León Battista Alberti– debe ser sacada del
encierro y esparcida a manos llenas; pero, a condición de que el individuo se
eleve sobre su propia clase para alcanzar una educación adecuada al rango
superior.» Y el excelso Giordano Bruno suscribía, sin librarse por eso de la
hoguera, esta insigne doblez: «Las verdaderas proposiciones no son
presentadas por nosotros al vulgo, sino únicamente a los sabios que pueden
comprender nuestro discurso; porque si la demostración es necesaria para los
contemplativos que saben gobernarse a sí mismos y a los otros, la fe, en
cambio, es necesaria al pueblo que debe ser gobernado.» Resulta imperativo
subrayarlo. Los mismos que se mofaban de los dogmas de la Iglesia, los
mismos que se declaraban incrédulos y racionalistas proponían al pueblo un
programa de supersticiones, confinando a un reducido círculo de iniciados los
goces del espíritu, la libertad de conciencia y los destellos de la verdad. El
banquete platónico –recordaba Lorenzo el Magnífico cada 7 de noviembre a
sus nueve convidados– es inaccesible por naturaleza al hombre común.

Y esto acontecía al paso que se clamoreaba, con matinal alborozo, el


descubrimiento y divinización del hombre. No podía ser, en rigor, de otra
manera. La esencia que así se exaltaba y enaltecía era una existencia
concreta. El uomo universale no era, ni podía ser, en aquella etapa del
proceso histórico, sino el hombre transfigurado de la burguesía mercantil, el
hombre de los cuarenta escudos que restregaría luego Voltaire en el rostro
del doctor Quesnay. La escisión de la sociedad en líneas antagónicas de

167
Raúl Roa

convivencia obstaculizaba radicalmente la integración de la unidad humana


que transportara a Telesio. El humanismo renacentista estaba ya superado,
desde sus propios orígenes, en su intento de totalidad.

De eso no cabe duda. Pero sólo Tomás Moro en Inglaterra, Tomás Campanella
en Italia y Luis Vives en España tuvieron entonces conciencia del hecho. La
Utopía, la Civita sole y De subventione pauperum dramatizan la quiebra de
esa bella falacia.

«Dispone Cristo –escribe el gran humanista español– que el que tenga


dos túnicas dé la una al que no tenga ninguna. Sin embargo, mira cuán
enorme es la desigualdad. No puedes ir tu vestido sino de seda,
mientras a otro le falta hasta un retazo de jerga para cubrir su
desnudez. Hallando groseras para ti las pieles de carnero, de oveja o
de cordero, te abrigas con las más finas de ciervo, de leopardo o de
ratón del Ponto, mientras tu prójimo tirita de frío, encogido hasta
mitad del cuerpo por el rigor del invierno. Tú, cargado de oro y
pedrerías, ¿no acudirás a salvar ni con un real al necesitado? A ti, por
causa de la hartura, te enojan y provocan a vómitos los capones,
perdices y otros manjares igualmente delicados y costosos, en tanto
que tu hermano, desfallecido e inválido, no tiene para aplacar su
hambre y la de su infeliz mujer y de sus hijuelos, ni siquiera un pan de
salvado, inferior en calidad al que tú echas a los perros. Encuentras
estrechas para ti viviendas tan espaciosas que habrían bastado a
aposentar las comitivas de los antiguos reyes y tu pobre hermano no
tiene donde recogerse durante la noche a descansar. Y vives sin temor
de que un día te lancen a la faz aquellas severas palabras del
Evangelio: “Hijo, tú recibiste ya tu parte de bienes en esta vida.”»

Y, dirigiéndose a Carlos V, en tiempos ya preñados de violencias, legará a la


posteridad uno de los más bizarros gestos de que puede enorgullecerse el
humanismo.

«¿Qué es regir y gobernar los pueblos –le escribe desafiante al más


poderoso emperador de Occidente– sino defenderlos, cuidarlos y
tutearlos como a hijos? ¿Y hay cosa más irracional que pretender
tutelar a quienes no quieren tutela? ¿O tratar de atraerse a fuerza de
daño a los que dices querer beneficiar? ¿O es que matar, destruir e
incendiar, también es proteger? Ten cuidado de que no se trasluzca
que más bien que regir, lo que pretendes es dominar; que no es un

168
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

reino lo que apeteces, sino una tiranía; que lo que quieres es tener
muchos súbditos, no para que vivan felices, sino para que te teman y
te obedezcan sin discutirte. ¿Qué es construir un gran imperio, sino
amontonar una gran mole para hacer grandes ruinas? No hay nada
que repugne tanto a un ánimo humano, y, por su naturaleza, libre y
amante del derecho, como cualquier manifestación de servidumbre y
de esclavitud.»

La nueva época que despunta gloriosamente en Florencia trae la entraña


partida desde la propia cuencia materna. Su destino será, desde entonces, a
la vez que proficuo trágicamente contradictorio. Junto al humanismo, la
deshumanización. Junto a la fiesta de luces y fragancias del Renacimiento, la
oscura miseria y la crasa ignorancia del popolo minuto. Junto a los frescos de
Rafael y a las estatuas de Miguel Ángel, el salve lucrum de los tenderos
romanos. Junto a la afirmación de la propiedad individual y del método
científico, el reflorecimiento del espíritu utópico y de la teoría de la propiedad
comunitaria fundada en el estado de naturaleza. Junto al imperio de la
realidad inmanente y al libre juego de los sentidos la comezón metafísica y el
sueño romántico de un mundo ideal. Junto al señorío de Mercurio y al culto
de Plutón, la agonía de Ceres y la rebeldía incontrastable de Vulcano.

3. El Estado nacional, los grandes descubrimientos geográficos,


el mercantilismo y la reforma religiosa

Las mutaciones ocurridas en la estructura de la sociedad europea por el


desarrollo de la economía dineraria impelen vigorosamente el proceso de
integración de las nacionalidades europeas y el establecimiento de monarquías
absolutas en Inglaterra, Francia, España y Portugal. Se vinculan las provincias
y forman reinos y se fusionan y unifican derechos y prescripciones señoriales
y eclesiásticas bajo la hegemonía de un poder público unipersonal que se
libera del papado y afirma en la ley, no obstante proclamar el origen divino de
su legitimidad. Resulta ya un lugar común ineludible concluir que esa trans-
formación en la base de la autoridad política y en la fisonomía del Estado es
fruto de la circunstancial alianza de los príncipes soberanos y de la burguesía
de las ciudades contra las formas de existencia del régimen feudal.

169
Raúl Roa

Los grandes descubrimientos geográficos y la explotación de los territorios


conquistados, al par que resuelven su imperativa necesidad de recursos
financieros y aceleran la unidad nacional, imprimen un carácter específico a la
política económica de los Estados europeos. El caudal de oro y plata que
afluye al continente y fecunda los canales de la circulación da un fuerte
impulso a la actividad de prestamistas, banqueros, armadores y manu-
factureros, que el Estado reglamenta mediante un sistema de medidas
prácticas encaminadas a promover el acarreo de metales preciosos, el
desarrollo de la industria en detrimento de la agricultura, el exceso de la
exportación sobre la importación y el crecimiento demográfico con fines de
predominio político. Este sistema de intervención estatal en las actividades
económicas privadas, puesto en vigor por las monarquías absolutas de Europa
durante los siglos XV, XVI y XVII, es lo que se conoce con el nombre de
mercantilismo.

La más seria y completa investigación que se haya hecho hasta ahora del
mercantilismo y de sus rasgos económicos fundamentales se debe a Eli F.
Heckscher. En su monumental obra sobre la materia, se examina el
mercantilismo como sistema unificador, como sistema de poder, como
sistema proteccionista, como sistema monetario y como concepción social.
Heckscher fija los aportes de los que le han precedido en la faena. Fue
Gustavo Schmoller quien primero destacó el mercantilismo como sistema
unificador.

«El mercantilismo en su médula más íntima, no es otra cosa –escribe–


que la creación del Estado; pero no la creación del Estado pura y
simplemente, sino creación del Estado y de la economía nacional, al
mismo tiempo; la creación del Estado en el sentido moderno de la
palabra, convirtiendo la comunidad del Estado, a la par, en una
comunidad económica nacional y redoblando con ello su importancia.»

La política mercantilista –resume– va encaminada «a la total transformación


de la sociedad y de su organización, tanto la del Estado como la de las
instituciones, a la sustitución de la política económica local y regional por una
política económica estatal y mercantil». El mercantilismo como sistema de
poder fue estudiado por William Cunningham en su libro The Growth of
English Industry and Commerce. «Los políticos de los siglos XVI y XVII y de la
mayor parte del siglo XVIII –afirma– coincidían con el propósito de reglamentar
la industria y el comercio de tal modo, que el poder de Inglaterra se
fortaleciera en los demás países. Los afanes privados y la comodidad personal

170
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

debían pasar a segundo plano ante el deber patriótico de hacer fuerte a la


nación.» Los aspectos relativos al mercantilismo como sistema proteccionista
y sistema monetario fueron sistemáticamente analizados por Adam Smith en
su clásica obra sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones. No
se trata, por supuesto, dada la posición liberal de Smith, de una interpretación
objetiva; pero lo importante es que Smith logró calar a fondo en la esencia de
la política comercial y monetaria del mercantilismo.

Heckscher enfoca el mercantilismo «como una fase de la historia de la política


económica». No se propone, en ningún momento, la exposición del desarrollo
económico en que el mercantilismo está inserto; más sin prescindencia de los
factores económicos condicionantes del sistema. Según Heckscher, existe una
unidad perceptible en la política económica de las diversas corrientes del
mercantilismo. Esa unidad se manifiesta, particularmente, en la consideración
del Estado como sujeto y como objeto de la política mercantilista. El objetivo
cardinal era, a todas luces, fortalecer el poder del Estado en el exterior frente
a otros Estados y afirmar el poder del Estado en el interior frente a sus
súbditos. ¿Cómo se hace fuerte un Estado? ¿Cómo impulsar su florecimiento
y bienestar? ¿Qué es lo que determina la prosperidad y decadencia de los
países? He ahí las cuestiones fundamentales que se plantea el mercantilismo
como sistema de poder. La preocupación de que «el peligro primordial contra
el que se debe precaver la política económica es el de haber exceso de
mercancías dentro del país» es lo que lleva al mercantilismo a convertirse en
sistema proteccionista. Ni que decir tiene que esta característica repercute en
la esfera del régimen monetario. Las conexiones del dinero y la mercancía con
la balanza comercial constituye «lo más específicamente mercantilista de
todo el sistema» Heckscher sostiene que, en punto a sus principios
económicos, el mercantilismo muestra una tal unidad de doctrina que puede
admitirse, con las naturales reservas, su carácter científico. El mercantilismo,
finalmente,

«revela también una cierta unidad de doctrina respecto a los principios


generales de la sociedad, en cuanto afectan al campo de lo económico;
lo cual repercute también, en una serie de puntos importantes sobre la
fisonomía de la política económica».

En este sentido es que Heckscher considera el mercantilismo como concepción


social. Su obra La época del mercantilismo alumbra cenitalmente los orígenes
del capitalismo moderno.

171
Raúl Roa

Como ha dicho acertadamente Gonnard, «la doctrina mercantilista es contraria


a la doctrina económica medioeval, del mismo modo que el espíritu del
Renacimiento es contrario al de la escolástica y el de la monarquía al
feudalismo». Dubois la define como «teoría del enriquecimiento de las
naciones mediante la acumulación de metales preciosos». No es cierto, como
se deduce de esta definición, que el mercantilismo confunde la riqueza con
los metales preciosos, ni tampoco, como sostiene Ingram, que «hace
idénticos el dinero y la riqueza». Es evidente que el mercantilismo adoptó
particularidades concretas en los distintos países y sus concepciones y
medidas hubieron de ajustarse a las exigencias nacionales; pero no es menos
cierto que, como ha precisado Gonnard, visto en conjunto puede contraerse
al esquema siguiente: 1) El mercantilismo se basa en la ilusión crisohedónica
de la preeminencia de la riqueza monetaria, o sea, de los metales preciosos
amonedados y amonedables. El Estado debe perseguir, a fin de robustecerse,
la adquisición de oro y plata. 2) La conquista de metales preciosos debe
ponerse en manos del Estado y utilizar como medio el edicto real. El soberano
debe regular y dirigir los esfuerzos de la nación para lograr el fin perseguido.
3) A fin de conservar el metal cuando se posee y adquirirlo cuando se carece,
el Estado debe garantizar la explotación de las minas, impedir la salida del
metal y favorecer su entrada. Para impedir que salgan el oro y la plata y para
provocar su entrada, se precisa actuar en sentido inverso sobre las
mercancías: reducir las importaciones y aumentar las exportaciones. En otras
palabras: una balanza comercial favorable. 4) Es indispensable organizar la
industria y el comercio. Reglamentar la primera de modo que pueda producir
barato mediante el incremento de la población, el máximo legal de salarios, el
régimen de trabajo forzoso, la creación de manufacturas reales y la
protección a los capitalistas. Reglamentar el segundo para impedir las
importaciones y favorecer las exportaciones, a salvo de invertir los términos
cuando se tratase de materias primas utilizables por la industria nacional. Y,
por último, crear, para mayor ventaja de esta, mercados privilegiados,
colonizando países nuevos o imponiendo su hegemonía a pueblos débilmente
desarrollados. 5) La imposibilidad de que esta política pueda triunfar a un
tiempo en todas partes obliga a proclamar la oposición irreductible de los
intereses nacionales entre sí, adoptando como divisa la de que «nadie gana
más que lo que otro pierde», preconizada por Montaigne en el siglo XVII y
vuelta a enunciar por Voltaire en el XVIII como una evidencia. «Tenemos
tantas pérdidas –estampó en el Diccionario filosófico– como ganancias el
extranjero.»

172
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El mercantilismo es la doctrina y la práctica de los Estados nacionales en los


preludios del capitalismo industrial y le sirve de puntal a la burguesía en los
tiempos en que, no obstante su pujanza, tenía que desenvolverse y
asegurarse bajo la tutela del poder público. Más tarde, al convertirse ese
sistema en obstáculo para su evolución ulterior, la burguesía reclamará la
libertad de acción para sus intereses, contraponiendo la teoría de la
espontaniedad del mundo económico a su reglamentación positiva.

La formación del Estado nacional y su política de tesaurización crea el aparato


doctrinal correspondiente. El tema de la soberanía concitará la atención
preferente del pensamiento político y social. La soberanía, como fenómeno
histórico, comienza a desarrollarse en el siglo XIII. «Cada barón –dijo entonces
el poeta y señor feudal Beaumanoir– es soberano en su baronía.» En la lucha
entre el pontificado y el imperio, la palabra cobra carta de naturaleza y la
supremacía del poder político se traduce en esta expresión: «El rey en su
reino no reconoce superior.» El concepto de soberanía nacional se dibuja ya
en los libros de los antipapistas medioevales Marsilio de Padua y Guillermo de
Occam; pero es en Maquiavelo en donde va a encontrar por primera vez
rigurosa formulación.

«Italia –afirma el secretario de la república florentina– ha sido llevada


a su abyecta situación presente, más esclavizada que los hebreos, más
oprimida que los persas, más desunida que los atenienses, sin jefe, sin
orden, herida, despojada, despedazada, dominada y abandonada a
todas las formas de destrucción.»

El problema que a Italia se plantea es sobrepasar esta situación catastrófica


mediante el establecimiento de un poder unitario, fuerte y soberano, que se
apoye en la ley, la religión y el ejército permanente. Ningún medio en la
consecución de este objetivo es ilícito por monstruoso que parezca. Esta
escisión radical de la ética y la política, ya planteada por la sofística,
constituye la llamada doctrina del maquiavelismo, expuesta en el capítulo XV
de El príncipe como sigue:

«Muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni


existieron nunca. Hay tanta distancia en saber cómo viven los hombres
y saber cómo deberían vivir, que quien abandona para gobernarlos el
estudio de lo que se hace, por el estudio de lo que sería más
conveniente hacer, aprende más bien lo que debe producir su ruina
que lo que debe salvarle de ella, puesto que un príncipe que a toda

173
Raúl Roa

costa quiera ser bueno, tiene que arruinarse porque está rodeado de
gentes que no lo son. Es, pues, necesario que un príncipe que desee
mantener su posición aprenda a no ser bueno y a servirse o no de su
bondad, según lo exija la necesidad. Todo el mundo admite que sería
más loable para un príncipe estar dotado de todas las cualidades que
se consideran buenas; pero como es imposible que las posea todas y
que las practique constantemente, porque la condición humana no lo
permite, tiene que ser bastante discreto para evitar la infamia de los
vicios que le harían perder su gobierno, y si es posible, estar en guardia
contra los que se lo harían perder; sí, no obstante esto, no pudiera
abstenerse totalmente, podría, con menos escrúpulos, abandonarse a
los últimos.»

Esta concepción pesimista de la naturaleza humana formará ya parte de todas


las teorías autoritarias posteriores y ha sido fecundamente exprimida en
nuestro tiempo por los teóricos y abogados del totalitarismo.

En su Discurso sobre la primera década de Tito Livio, Maquiavelo expone su


célebre doctrina de la triada. La virtud, la fortuna y la necesidad son los
principios rectores del proceso histórico y de la conducta humana. Virtud
equivale, en el lenguaje de Maquiavelo, a energía. Fortuna significa,
indistintamente, destino, fatalidad, o azar. Necesidad es «lo que la unidad de
las circunstancias históricas exija llevar a cabo». No importa si es incongruente
con lo que se dijo o antitético con lo que antes se hizo. El gran político se
caracteriza por poseer un sentido instintivo de la necesidad. La genealogía
renacentista de esta postura salta a la vista. La política ignora constitutivamente
la moral. Su problema es el poder. El fortalecimiento de este y el
ensanchamiento creciente de su base geográfica es el objetivo de la política.
Esta se legítima, pura y exclusivamente, por la realización de ese objetivo y no
por el afán de justicia que la anime.

Maquiavelo distingue, recogiendo la tradición grecolatina, seis formas de


gobierno, que distribuye en los tres pares siguientes: monarquía-despotismo,
autocracia-oligarquía y democracia-anarquía. El problema de cuál sea el
mejor no está ausente de su pensamiento. Se pronuncia, como Aristóteles y
Polibio en favor de la forma mixta de gobierno; pero siempre antepone a toda
consideración normativa o teórica de la cuestión de la estabilidad empírica
del poder público. La interpretación pragmática de la realidad política
prepondera en su obra y en su vida. Para Maquiavelo lo que importa, en
último término, es la unificación nacional de Italia; y el propósito de contribuir

174
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

a obtenerla es lo que orienta y configura su pensamiento político y social. El


problema de la concordancia de la ética con la finalidad perseguida no tiene
lugar en su sistema. Esta tesis, que entraña una visión oportunista de la
historia, ha tenido implicaciones prácticas que ni siquiera alcanzó a sospechar
Maquiavelo. Sólo los teólogos y juristas españoles de la época en que fue
propuesta lograron calarle sus ocultas potencias demoníacas, oponiéndole la
concepción de la autoridad política contenida en el Fuero Juzgo: «Tú eres rey
al obrar rectamente.» El poder no se justifica, pues, por sí mismo; lo justifica
el uso que de él se haga.

La escuela jurídica española del siglo XVI proyecta claridades propias sobre el
problema en cuestión; pero la exposición más sistemática y madura del
problema de la soberanía nacional, en la época renacentista, se debe a Juan
Bodino. En su célebre obra Los seis libros de la república, desenvuelve
magistralmente la doctrina de la indivisibilidad de la suprema potestad
política que Hobbes llevaría posteriormente hasta sus últimas consecuencias.
Este se apartará radicalmente de Bodino, como veremos, en su construcción
racionalista de la sociedad civil y de la autoridad política. Bodino asume una
actitud empírica y comparativa ante los problemas que plantea la realidad
social. No se concreta exclusivamente, como Maquiavelo, a la esfera de la
actividad política. Su estudio del Estado intenta abarcar todas las relaciones
de la vida social y pone subrayado énfasis en el problema de la justicia.

Según Bodino, el Estado es el resultado de «una asociación de una serie de


familias gobernadas por un poder supremo y por la justicia, y en la cual la
propiedad privada está separada de la estatal. La unidad del poder supremo
del Estado, que está subordinado únicamente a Dios, reside en la soberanía».
La función cardinal de esta es la formación de la ley; pero como Bodino
identifica la soberanía con el monarca, este, creador del derecho, no está
sometido a ninguna restricción jurídica. Esta posición omnipotente la recibe el
monarca de Dios y el pueblo le debe total obediencia.

Estado y gobierno quedan taxativamente diferenciados. El Estado se


caracteriza por ser el titular de la soberanía y el gobierno por venir
condicionado por el sistema mediante el cual ejerce sus atribuciones el
soberano. Si el poder es patrimonio de una persona, de una minoría o de la
mayoría de los ciudadanos, el Estado puede ser, respectivamente,
monárquico, aristocrático o democrático. Bodino rechaza enérgicamente las
formas mixtas de gobierno y se manifiesta adversario resuelto de «las
pretensiones de los parlamentos y Estados generales de su tiempo», negando

175
Raúl Roa

que estos cuerpos puedan participar en el ejercicio de la soberanía. Para


Bodino, «la monarquía hereditaria, excluyendo las hembras del trono, es el
tipo mejor de gobierno, porque libra al Estado de querellas intestinas, puede
hacer frente a la imprevisión de los acontecimientos y es una organización
adecuada para la extensión de los dominios».

Bodino rechaza las ideas sociales comunitarias difundidas en la antigüedad y


renacientes en su tiempo. Impugna a Platón y a Tomás Moro, sosteniendo
que la supresión de la propiedad privada «repugna a la naturaleza humana».
Es contrario, en cambio, a la esclavitud, institución que el capitalismo
mercantilista volvería a restaurar en los territorios coloniales y se muestra
ardiente paladín de la tolerancia religiosa. En cuanto a sus ideas sociales,
Bodino elabora una teoría sobre la influencia del clima en el desarrollo de la
civilización que va a tener extraordinaria trascendencia. Según él, es preciso
«acomodar la forma de la cosa pública a las condiciones del lugar y las
ordenanzas humanas a las leyes naturales». La senda que recorrerán
Montesquieu, Taine y Buckle está ya abierta. Y también roturado el surco del
naturalismo económico individualista.

En su consideración de la política comercial, Bodino se revela como un


mercantilista liberal. En muchos aspectos, puede estimarse ya como un
teórico del libre cambio. Y, en ningún momento, no obstante representar y
encarecer las ideas económicas fundamentales del sistema mercantil, se
declara partidario del puro crisohedonismo. Más que en la acumulación de
metales preciosos, Bodino veía «la causa principal de la riqueza en el
aumento de la población».

La corriente de ideas políticas y sociales que se forma alrededor de los


problemas planteados por la integración de las grandes nacionalidades tiene
en el inglés Ricardo Hooker una figura relevante. Su libro De las leyes de la
constitución eclesiástica, representa, no sólo el eslabón de enlace entre la
nueva filosofía política y social y las concepciones de Marsilio de Padua y
Guillermo de Occam, sino que constituye también el nexo real entre el
pensamiento de la época y las teorías de Harrington, Hobbes y Locke. Hooker
introduce en la filosofía inglesa del Estado y de la sociedad la doctrina del
contrato, incorporando a la misma el concepto de la libertad civil diez años
antes que lo hiciera Altusio. Según Hooker, el derecho natural es el derecho
de la razón. Este derecho dimana directamente de la razón humana y esta de
la razón divina. En este punto de vista, está ya anticipada la posición
racionalista del siglo XVII. Discrepa Hooker, en cambio, de Bodino, en su

176
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

concepción de la soberanía. Mientras para Bodino la soberanía está vinculada


al monarca, en Hooker está representada por el parlamento; sólo este puede
crear leyes que obliguen al individuo. Se manifiesta, sin embargo, en favor de
la legitimidad de los reyes; y se opuso a la separación puritana de la Iglesia y
del Estado. Coincide con Bodino, no obstante, en la tolerancia religiosa,
manteniendo que únicamente por la persuasión racional y pacífica podían
modificarse los criterios religiosos opuestos al anglicanismo. Subsiste, sin
embargo, en esta postura, el afán de encarcelar el espíritu en una sola
confesión religiosa. La tesis renacentista según la cual cada uno puede buscar
libremente la verdad por las vías que le trace su conciencia individual
–expresión subjetiva de la pluralidad objetiva de las manifestaciones de la
revelación primitiva–, la retomará la Reforma y se abrirá paso más allá de sus
posiciones dogmáticas.

La rebeldía luterana y calvinista contribuyó, decisivamente, al proceso de


secularización del poder público. Minada por las herejías y las querellas
intestinas, batida por la economía dineraria y la concepción racionalista del
mundo y de la vida que alumbra y preconiza el Renacimiento, la Iglesia
romana sufre la más extensa y profunda crisis de su historia, fracturándose
gravemente su estructura. La Reforma religiosa tampoco fue un mero
conflicto de textos. Sus causas indirectas, como ha subrayado Bainville,
pertenecen al dominio económico y político; sus orígenes remotos se pierden
en los orígenes mismos de la historia moderna. La participación de la
dogmática en el conflicto fue mínima. En el subsuelo de las noventa y cinco
tesis de Lutero contra la venta de indulgencias y la corrupción del papado, lo
que late es el impulso independentista de la Iglesia nacional alemana y el
descontento de los príncipes comerciantes de Sajonia, anhelosos de sacudirse
el yugo extranjero. La sublevación campesina contra el señorío feudal y
eclesiástico acaudillada por Tomás Munzer con un programa evangélico y el
culto al Estado, el derecho de resistencia a la opresión y la soberanía de la
conciencia propugnados por Lutero ilustran el sentido social de la Reforma,
que en Calvino no deja ya lugar a dudas. No muestra vacilaciones, como
Lutero, ante la legitimidad del capital y del préstamo con interés. Valora
positivamente el comercio y la industria, exalta el trabajo y predica, en
ascéticas arengas, el libre juego del espíritu adquisitivo. Su divisa y la de sus
prosélitos es la misma que tremolará luego el protestante Guizot:
«¡Enriqueceos!» Por esta clara comprensión del régimen social en ascenso,
podrá afirmar Tawney en su libro La religión en el orto del capitalismo que
«no es una opinión caprichosa decir que, en un escenario más limitado, pero

177
Raúl Roa

con armas no menos formidables, hizo Calvino por la burguesía del siglo XVI
lo que Marx hizo por el proletariado del siglo XIX».

El problema de la correlación entre capitalismo, protestantismo y judaísmo ha


sido objeto de dilatada controversia en nuestro tiempo. Frente a la tesis
nietzscheana de que la Reforma no es sino «la obra de espíritus aún no
saciados de Edad Media», insurgen los que consideran, apoyándose en el
correlato existente entre el dogma de la predestinación y el triunfo de los
mejores en el mercado, que la Reforma actúa como levadura del capitalismo,
eliminando el ideal ascético de la escolástica de las actividades económicas.
Ha sido Carlos Marx quien esclareció antes que nadie esta conexión factual
entre Reforma y capitalismo. Max Weber, la más lúcida y poderosa cabeza de
la sociología alemana contemporánea, mantuvo, invirtiendo la tesis marxista,
el mismo criterio en su denso ensayo La ética protestante y el espíritu del
capitalismo. Hennebicq reitera el punto de vista de Weber en su libro sobre la
Génesis del imperialismo inglés. Werner Sombart sostiene, por el contrario,
que fueron los judíos la tropa de vanguardia del naciente capitalismo; y que el
puritanismo y el protestantismo están influenciados por las promesas de
poder y de riqueza contenidas en el Antiguo Testamento. Bernouilli afirma,
por último, que «el calvinismo con su dogma de la predestinación, se ha
convertido en tutor obedecido de un capitalismo sin escrúpulos».

La ruptura de la unidad interna de la Iglesia por el triunfo de la Reforma en


Alemania, Francia e Inglaterra trajo, como consecuencia, una reacción
virulenta de la Iglesia romana, dando comienzo a las terribles y sangrientas
guerras de religión. La soberanía de la conciencia, que pudo haberse salvado
pacíficamente de realizarse la integración universal propuesta por el
humanismo español, sólo tiene ahora como alternativa el defender a sangre y
fuego el «santo derecho a la herejía». La Contrarreforma, dirigida por Íñigo de
Loyola, se hizo fuerte en el Estado y en la Iglesia y desde allí dio una
descomunal batalla al protestantismo y a la economía capitalista. Fernando
de los Ríos ha estudiado el problema de las relaciones de la religión y el
Estado en el siglo XVI en una conferencia pronunciada hace ya muchos años
en la Universidad de Columbia. Según él, todas las dicotomías y antítesis
creadas por el humanismo y la economía dineraria acaban «por hallar símbolo
adecuado en la obra de la Reforma y de la Contrarreforma, que a su vez giran,
aparentemente, sobre el dualismo, entre la salvación por la fe o la salvación
por las obras; es decir, representan la ruptura de la unidad entre el pensar y
el hacer, y la lucha por o contra la libertad y responsabilidad de las acciones».
España se abraza a la Contrarreforma, se entrega a la causa de la catolicidad y
178
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

confía al Estado la misión de la defensa de su empeño. En un principio,


España intenta la conciliación dialéctica y factual de los opuestos; pero sin
lograrlo en virtud de la concurrencia de antagonismos y disentimientos
inherentes a su propia historia, lastrada por siete siglos de guerra religiosa
con los árabes y la sobrevivencia del feudalismo en su estructura económica y
social. La identificación entre confesión y nacionalidad, entre patria y religión,
la llevaría, inexorablemente, a la fusión dinámica de Iglesia y Estado y a trocar
su aspiración ecuménica por una empresa eclesiástica afanosa de hegemonía
temporal.

No demorarían las ovejas en pastarse a los hombres en la campiña británica y


pronto el humo de las fábricas comenzará a ensombrecer las ciudades. La
épica contienda por la libertad de mercado y de trabajo, secularización y
fortalecimiento del poder público, participación activa del pueblo en el
ejercicio de la soberanía, conquista y control de la naturaleza, incremento de
la producción y del espíritu de empresa, está ya en marcha. Nada, ni nadie,
podrá detenerla. Ni la Contrarreforma, ni el reagrupamiento de la nobleza y
del clero en torno a la monarquía absoluta. Y no tardarán en escucharse el
canto de gallo de la democracia y los vagidos del socialismo.

4. El espíritu utópico y las utopías

El espíritu utópico y la utopía como género literario suelen florecer en todas


las épocas críticas de la historia. No resulta excepción esta que vivimos.
Buena prueba de ello es el renacimiento del espíritu utópico en la política de
partido y la actualización de los paradigmas precedentes, traduciéndose y
editándose profusamente las construcciones ideales de Platón, San Agustín,
Moro, Campanella, Bacon y Harrington. Las conexiones entre la Utopía de
Moro y las Ordenanzas del jesuíta español Vasco de Quiroga, precisadas con
documentación de primera mano por Silvio A. Zavala, ha suscitado en toda
América una copiosa literatura sobre el tema. La elección del mismo como
objeto del ejercicio inaugural del Premio Especial José Martí de la cátedra que
profesamos, respondió a ese interés coetáneo por el espíritu utópico y la
utopía como formas de expresión de situaciones sociales determinadas. Dicho
premio fue adjudicado a Julio Le Riverend. Su valiosa monografía, La Utopía
de Tomás Moro en América, vio la luz en la revista de nuestra Universidad.

179
Raúl Roa

Las implicaciones peyorativas que el lenguaje vulgar ha impuesto al término y


la contraposición marxista del socialismo científico al utópico son responsables
del desdén con que, durante mucho tiempo, se ha tratado al utopismo. La
reivindicación que Eugenio Imaz ha hecho de la utopía, desentrañando su
sentido histórico, ha sido sobremanera oportuna y certera. Si la utopía no
logra cristalizar la mayor parte de las veces, representa siempre un anhelo de
mejorar lo establecido y mantener la pupila del hombre en un mundo
redimido de injusticias como meta ideal de sus aspiraciones. El hecho de que
todas ellas hayan sido superadas por los hechos no invalida los principios
universales que suelen informarlas. La lucha por lo «irrealizable» ha sido
extraordinariamente fértil en consecuencias prácticas. Casi todo lo que
podemos mostrar hoy como auténtico progreso, incluso la ciencia, fue en sus
comienzos, fantasmagoría de iluso, sueño sin sentido. La utopía es menos
utópica de lo que creen los «realistas» del empirismo mostrenco. Sobre los
«proyectos» geniales de Galileo y Descartes se funda toda la física moderna.

Karl Mannheim ha acometido, en un libro reciente, un análisis sistemático de


los problemas que plantea el espíritu utópico, los cambios en su configuración
a través de la historia y sus relaciones con la realidad, diferenciando
tajantemente la utopía de la ideología.

Este análisis ha sido desenvuelto desde la perspectiva de la sociología del


conocimiento. No olvida Mannheim que el objetivo propuesto está
indisolublemente ligado a la controvertida y compleja cuestión de «cómo
piensan los hombres». Justamente su preocupación fundamental es
establecer las relaciones entre el pensamiento real de los grupos humanos,
las motivaciones inconscientes que lo influyen y la circunstancia social. Se
trata, en suma, de conocer la vida colectiva mediante la «captación
comprensiva de las situaciones vitales originarias» de que hablara Dilthey.

Según Mannheim, «un estado de espíritu es utópico cuando resulta


incongruente con el estado real dentro del cual ocurre». No debe, sin
embargo, considerarse como utópico cualquier estado de espíritu –advierte
enseguida– que es «incongruente con la inmediata situación y la trasciende y
en este sentido se aparta de la realidad». «Sólo se designarán con el nombre
de utopías –precisa Mannheim– aquellas orientaciones que trascienden la
realidad cuando al pasar al plano de la práctica, tienden a destruir, ya sea
parcial o completamente, el orden de cosas existente en determinada
época.»

180
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El estado de espíritu utópico se caracteriza, pues, por trascender la realidad y


chocar al propio tiempo con el orden social prevaleciente. No debe confundirse,
por consiguiente, con los estados de espíritu que, aun trascendiendo la
existencia real, siguen aferrados al orden tópico, trasladando los afanes de
cambio y mejoramiento más allá de la historia y de la sociedad. La concepción
escolástica de la convivencia ejemplifica cabalmente, para Mannheim, este
trascender sin trascendencia histórica de la realidad social. Es un caso típico
de ideología.

«La idea cristiana del amor fraternal –escribe Mannheim– sigue


siendo, en una sociedad basada sobre la servidumbre, una idea
irrealizable y, en este sentido, ideológica, aun cuando se reconozca
que puede actuar como motivo en la conducta del individuo. Vivir en
forma coherente, a la luz del cristiano amor al prójimo, en una
sociedad que no esté organizada según el mismo principio, resulta
imposible. El individuo, en su conducta personal, se ve obligado –en
cuanto no se propone trastornar el orden social vigente– a renunciar a
sus más nobles principios.»

La utopía se propone transformar la realidad histórica en otra más acorde con


sus propias concepciones. Es esto precisamente, como ya se ha visto, lo que
la define y caracteriza. No resulta ocioso añadir que los representantes del
orden social vigente clavarán el marbete de utópico a todos los conceptos de
existencia que, desde su punto de vista y de su situación real, nunca, en
principio, podrán realizarse. La connotación que conlleva usualmente el
vocablo tiene su raíz en esta actitud. Utopía –lo dice hasta el propio
diccionario– es todo «plan, proyecto, doctrina o sistema halagüeño, pero
irrealizable».

El concepto de ideología, que Mannheim contrapone al de utopía, refleja uno


de «los descubrimientos que han surgido del conflicto político, a saber, que
los grupos dominantes pueden estar de tal suerte ligados en su pensamiento
a los intereses de su situación que, sencillamente, sean incapaces de percibir
ciertos hechos que vendrían a destruir su sentido de dominación. La palabra
ideología entraña el concepto de que, en determinadas situaciones, el
inconsciente colectivo de ciertos grupos oscurece el verdadero estado de la
sociedad, tanto para esos grupos como para los demás y, en consecuencia, la
estabiliza».

181
Raúl Roa

Dicho de otra manera: en ciertas coyunturas los grupos sociales estratificados


actúan con una falsa conciencia de la realidad que afrontan para perpetuarla
en beneficio propio. Fue Carlos Marx quien planteó, por primera vez, la lucha
política en términos de ideología. Durante largo tiempo, los partidos socialistas
y el proletariado revolucionario dedicaron sus mejores energías a denunciar
los «motivos ocultos» de sus oponentes. El arma de la mutua revelación y del
descubrimiento recíproco de los factores condicionantes de la política y de los
idearios sociales es ya hoy propiedad común de todos los partidos y grupos
que lidian por el poder, propiciando de esta suerte el medro de las tendencias
irracionales y la boga del mito.

El renacimiento del espíritu utópico en nuestros días no puede compararse, ni


en ímpetu vital ni en recursos imaginativos, a los que le caracterizan en ese
vuelco ingente que prepara el advenimiento de la modernidad. Esta eclosión
de sociedades ideales, en radical disconformidad con la conformación
histórica circundante, responde, sin duda, a una de las direcciones del espíritu
renacentista, que se trasciende a sí propio y en contraste con la realización
tópica de sus apentencias últimas, se muestra afanoso de un mundo social
limpio de impurezas e imperfecciones, en el que la razón de comunidad
suplante la razón de Estado. Trayectoria dispar toma ese anhelo. Vuélvese en
algunos hacia el pasado, a la época mítica de la edad de oro o de Saturno.
Proyéctase en otros hacia el futuro, a la época aún en devenir en que cuajará
en realidad lo que se sueña. El influjo de los factores condicionantes de su
época está presente en todos los escritores utopistas. Muestran todos la
impronta de los relatos que viajeros imaginativos propalan en Europa de la
vida ingenua, frugal y feliz de las comunidades indígenas de América. La
doctrina del buen salvaje, recogida y exaltada por Juan Jacobo Rousseau,
tiene su antecedente en esta línea de pensamiento.

Este violento contraste entre la vida natural y la vida civilizada –inserto en el


meollo mismo de la corriente jusnaturalista– lleva a la mayoría de los
escritores utopistas, enfrentados con la áspera realidad que los rodea, a situar
sus esquemas ideales en islas lejanas, sin ubicación geográfica precisa, como
si la cultura, el progreso técnico y las instituciones sociales fueran
incompatibles con la felicidad del género humano. El apartamiento de tierra
firme parece constituir para Moro, Bacon y Campanella el supuesto
indispensable del nacimiento y pervivencia del régimen social perfecto.
Tomás Moro pagaría con su noble cabeza este error de perspectiva.

182
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Fue Moro precisamente quien bautizó todo un género literario al titular


Utopía el libro en que propone un sistema ideal de convivencia a sus
contemporáneos. Utopía significa lo que no existe, lo que está fuera del
espacio. El utopismo de la Utopía radica en este situar fuera del topos uranos
la solución de los problemas concretos que el espacio plantea; pero es
también lo que le imprime un carácter revolucionario a todas las
construcciones de ese tipo. Las utopías se fugan del mundo estante después
de examinarlo y de haber puesto a plena luz sus fealdades, injusticias y
limitaciones. Es una evasión contra la realidad. Sólo fuera de esta, y en islas
lejanas aún no mancilladas por la civilización, puede ser lo que el espacio
impide que sea, lo que ya es según los navegantes de los siglos XV y XVI en
parajes casi inaccesibles de los nuevos mares descubiertos. La solución de
todos los problemas estribaba en remodelar la vida social europea conforme
a esas sociedades racionalmente construidas. Nada resulta imposible para el
hombre. Este puede, si quiere, trasmutar en realidad los ideales que alienta.
Lo que subyace en este razonamiento resulta hoy enteramente claro: lo que
no existe debe existir y dejar de existir lo que existe, transformarse en utopía
la topía, lo que es en lo que debe ser. La utopía es, en última instancia, un
acto de fe en el ilimitado poder creador de la razón humana.

Si el Renacimiento fue pródigo en ingenios y genios, resulta, en cambio,


extremadamente tacaño en conductas. En este sentido, Tomás Moro,
canciller de Enrique VIII de Inglaterra hasta que sus convicciones entraron en
conflicto con el poder, constituye ejemplo. Dotado de un talento privilegiado
y de un rico y cernido saber, tuvo también un pulcro concepto de la vida
pública y privada. Fue, en todo instante, consecuente consigo mismo y con
sus ideas. Nacido en 1478, vivió la mayor parte de su vida en Londres. Lord
Canciller de Inglaterra, mostró en su espinosa gestión relevantes aptitudes de
estadista. Fue amigo de todos sus pares. En su casa escribió Erasmo el Elogio
de la locura. Compelido por Enrique VIII a que prestara expreso acatamiento a
su matrimonio con Ana Bolena, se negó resueltamente por entrañar ello una
traición a su fe religiosa. Condenado a la pena de decapitación, Moro murió
sereno y altivo, abrazado a sus principios como a un haz de luceros. La
historia de los mártires de la libertad de conciencia tiene pocas páginas dignas
de parangonarse con esta.

La Utopía apareció en 1515, al regreso de una misión diplomática que le fue


encomendada a Moro en los Países Bajos. En esa misión, encaminada a
solucionar ciertas discrepancias surgidas entre los comerciantes ingleses y sus
colegas flamencos, Moro conoció en Amberes a un viajero portugués que, con
183
Raúl Roa

el nombre de Rafael Hytlodeo, será el personaje central de su libro. En


conversaciones con este sobre sus audaces correrías por el nuevo mundo, se
impuso de la existencia de un género de vida sobremanera distinto al
dominante en Europa; que hechiza y prende su ardiente fantasía. El contraste
urbano entre Londres y las ciudades flamencas, repletas de jardincillos y casas
relucientes, y dotadas de una fuerte estructura comunal, debieron
impresionarle también vivamente, al extremo de que la descripción de
Amaurota guarda singular semejanza con las urbes flamencas visitadas por él.
Las consecuencias sociales de la expropiación campesina y la insurgencia
avasalladora de la economía dineraria son los elementos objetivos que
impelen a Moro a evadirse de la realidad. El mito de la edad de oro, la lectura
del Nuevo Mundo de Américo Vespucio y su devoción por la idea de justicia
como supuesto indispensable de toda convivencia social armónica–influjo
directo de su cotidiana lectura de Platón– configurarán el tipo de sociedad
ideal que ha ido elaborando mentalmente en sus líricas divagaciones por los
canales de Brujas. A su vuelta a Inglaterra, escribe de un tirón la Utopía.

La Utopía consta de dos partes y lleva al frente este rótulo: «Libro áureo, no
menos saludable que festivo, de la mejor de las repúblicas y de la nueva isla
de Utopía, por el insigne Tomás Moro, ciudadano y vice-sheriff de la ínclita
ciudad de Londres.» En la primera parte, el autor enjuicia severamente, por
boca de Hytlodeo, las condiciones sociales imperantes en Inglaterra, como
consecuencia del proceso de transformación que se está operando en la
estructura económica del país.

«El agricultor –dice el marino portugués– es expulsado de su propiedad


con engaños y trampas, que a veces se acompañan de violencia, o se le
aburre con tales abusos y desmanes, que se ve obligado a venderlo
todo; por un medio o por otro, a tuertas o a derechas, deben largarse
esas pobres gentes sencillas hechas pedazo: hombres, mujeres,
maridos, esposas, huérfanos, viudas, madres afligidas con sus criaturas
y toda su casa, de poco valor pero abundante ya que la labranza exige
muchas manos. Al ser expulsados, súbitamente se ven en la necesidad
de vender por una bicoca sus existencias, que aunque de poco precio
podrían realizarse más ventajosamente. Y, cuando han errado hasta el
agotamiento, no les queda otro camino que robar, con lo que dan lugar
a que en masa los ahorquen, o se ven precisados a andar de mendigos
y entonces los encarcelan por vagabundos».

184
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El cardenal Morton, uno de los últimos grandes arzobispos de Canterbury, a


quien Moro hace partícipe de este diálogo, inquiere de Hytlodeo una
precisión mayor de las causas de la epidemia de robo que asuela a Inglaterra.

«Hay otra causa del robo –responde el portugués–. Una causa que
supongo es propia y exclusiva de ustedes, los ingleses. La ovejas,
señor, las ovejas. En Inglaterra las ovejas se comen a los hombres. Se
han vuelto tan voraces y feroces que destruyen campos enteros, casas
y ciudades. Y si examinare los lugares en que se produce la mejor lana,
que es también la más cara, veríamos que los nobles y caballeros, y
aun algunos abades, santos varones sin duda, no contentándose con
las rentas anuales que sus antepasados y precursores estaban
acostumbrados a recibir por sus tierras, ni bastándoles llevar una vida
descansada y placentera que en nada ayuda, sino antes estorba el
bienestar público, no dejan tierras para la labranza, sino que todo lo
cercan para dedicarlo al pasteo, derriban casas y destrozan ciudades,
no dejan en pie otra cosa que la Iglesia, para convertirla en establo de
las ovejas».

Esta versión del proceso del enclosure de las tierras en Inglaterra no ha sido
aún superada. Es un cuadro vívido y exacto de la realidad.

En la segunda parte, como contrapartida de este dramático espectáculo,


Hytlodeo relata sus impresiones de Utopía, una isla lejana descubierta por él
en uno de sus viajes y donde estas cosas no acontecen.

«Utopía –afirma– es no sólo la mejor de las repúblicas, sino la única


que puede arrogarse con derecho la calificación de república. Cuando
en algún otro lugar os hablan del interés público, cuidan únicamente
de los intereses privados. Allí, como no hay nada privado, se ocupan
seriamente de los negocios públicos. Y ambas actitudes tienen su
explicación. Pues en los otros países, si cada cual no se ocupa de sus
propios intereses, aunque la república sea floreciente, corre el peligro
de morirse de hambre y todos, pues, vense obligados a preocuparse
más de sí que del pueblo, es decir, de los demás. Por el contrario, en
Utopía, donde todo es de todos, nadie teme que pueda faltarle algo en
lo futuro cuando se han tomado las medidas para que estén repletos
los graneros públicos. Quisiera que alguien osara comparar con este
régimen tan equitativo la justicia de otros países. Pues, ¿qué justicia es
la que permite que cualquier noble, banquero, usurero u otro semejante

185
Raúl Roa

de los que nada hacen, o que si algo hacen no tiene gran valor para la
república, lleve una vida espléndida y deliciosa, en la ociosidad o en
ocupaciones superfluas, mientras el obrero, el carretero, el artesano y
el campesino han de trabajar tanto y tan arduamente en labores
propias de jumentos a pesar de ser tan útiles que sin ellos ninguna
república duraría más de un año, llevando una vida tan miserable que
parece mejor la de los asnos y cuyo trabajo no es tan continuado y su
comida peor, aunque el animal la encuentra más buena y no tema al
porvenir?»

La isla de Utopía alberga cincuenta y cuatro ciudades magníficas y espaciosas.


Su organización, sus leyes y sus costumbres, son idénticas. La capital,
Amaurota, está enclavada en el centro. Todos los años los tres ancianos más
sabios de cada ciudad se reúnen en Amaurota para discutir y resolver las
cuestiones comunes a todo el país. Cada grupo de treinta familias elige
anualmente entre sus miembros un magistrado, llamado sifogrante en el
idioma antiguo y filarca en el moderno. A la cabeza de diez sifograntes y de
sus familias hállase el que antes se denominaba traníboro y ahora
protofilarca. Los sifograntes, reunidos en asamblea, escogen, mediante
escrutinio secreto, un príncipe seleccionándolo entre cuatro candidatos
propuestos por el pueblo. Cada cuarta parte de la ciudad designa un
candidato y lo recomienda a la asamblea. El príncipe es un magistrado
vitalicio, a no ser que se haga sospechoso de aspirar a la tiranía. Los
protofilarcas son elegidos anualmente; pero se reeligen, a menos de existir
motivos serios en contra. Las restantes magistraturas se renuevan cada año.
El régimen político de Utopía, es, pues, una federación democrática de
distritos autónomos.

La base económica de esta sociedad ideal es la agricultura. El cultivo de la


tierra es oficio común a todos los utopianos. Nadie puede hallarse dispensado
de su conocimiento. Cada utopiano, además de la agricultura, debe aprender
un oficio determinado. Abundan los tejedores, los albañiles, los carpinteros y
los herreros. Nadie, fuera de los inválidos, enfermos o ancianos, está exento
de la obligación de contribuir con su esfuerzo material a la subsistencia de
Utopía. La jornada de labor es de seis horas. El resto del tiempo lo dedican a
su cultivo interior o al aprendizaje de nuevos oficios. Las comidas se efectúan
en común. La guerra de agresión se juzga un acto de barbarie. Sólo se justifica
y exalta la guerra de liberación. El ideal de Utopía es vivir en paz con sus
vecinos.

186
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El producto del trabajo se atesora en el granero público y se distribuye en


proporción a las necesidades de todos. No se conoce la propiedad privada ni
la moneda. Los metales preciosos, principalmente el oro, carecen de valor
para los utopianos. La relación de trabajo se funda en la libertad personal. Los
utopianos no reducen a esclavitud ni a los prisioneros de guerra, a menos que
sean agresores, ni a los hijos de esclavos, ni, en general, a ninguno de los que
en otras tierras son vendidos como tales, sino a aquellos cuyo origen merece
ese castigo y los que fueran condenados a muerte en alguna ciudad
extranjera, que constituyen la categoría más numerosa. Los esclavos deben
trabajar constantemente y además llevar cadenas. El objetivo de Utopía,
–concluye Tomás Moro– es la «felicidad para el mayor número dentro de un
Estado que honre a sus ciudadanos, no por sus riquezas, sino por sus
servicios».

El ideal de planificación total de la vida de un país, la división racional del


trabajo, la tecnificación de las funciones de gobierno y el libre desenvolvimiento
de las aptitudes personales son contribuciones de Moro a la integración en
doctrinas del pensamiento social. Como ha dicho Ramón Esquerra, en su
exaltación de la vida campesina y del alto valor social de la agricultura entran,
en pareja medida, las lecturas y las aficiones del canciller y el espectáculo y la
experiencia subsiguiente de la Inglaterra rural destruida por las ovejas. En la
Utopía de Moro –afirma Xirau– «la técnica científica se halla al servicio del
hombre», concebido de acuerdo con los «ideales de la philosophia Christi».
Moro «no hizo otra cosa en su vida –concluye Imaz– que tratar de humanizar
el fanatismo católico».

La conmemoración en 1935 del centenario de la muerte de Moro sirvió para


revivir, en periódicos, libros y revistas de Europa la vida y la obra del excelso
humanista. Nada nuevo se ha aportado, sin embargo, a lo ya dicho
anteriormente por Henri Bremond, Daniel Sargent, R. W. Chambers y Karl
Kautsky. En España, la Utopía encontró penetrantes comentaristas desde su
aparición.

«Su segunda vida escribió con sangre su muerte, –escribe Francisco de


Quevedo y Villegas– coronada de victorioso martirio. Fue un ingenio
admirable, su erudición rara, su constancia santa, su vida exemplar, su
muerte gloriosa. Yo me persuado que fabricó la Utopía contra la tiranía
de Inglaterra ¡por esso hizo Isla su idea!, justamente reprehendió los
desórdenes de los más príncipes de su edad. No han faltado lectores
de buen seso que han leído con seño algunas proposiciones deste

187
Raúl Roa

libro, juzgando que su libertad no pisaba segura los umbrales de la


religión, siendo assi, que ninguna son más vasallas de la Iglesia
Católica, que aquellas, entendidas su mente.»
De América, tierra de utopía, reciben influjo decisivo las utopías del
Renacimiento. Su descubrimiento va precedido y acompañado de un
enjambre de mitos. Platón la presentiría mágicamente en la Atlántida. En
América la mitología se transforma en historia y la utopía adviene topía. El
presagio de un mundo creado por la razón humana hace su agosto en Europa.
Moro, Campanella y Bacon intuyen el plus ultra en las fabulosas tierras recién
descubiertas.
Hace ya algunos años Domingo Amunátegui y Solar desarrolló la tesis de que
el Nuevo Mundo estuvo sometido, desde Carlos V hasta Felipe IV, a un
empírico socialismo de Estado. No la hemos leído; pero sí conocemos el
excelente resumen que ofrece Alfonso Reyes en su libro Última Tule.
Amunátegui estudia detenidamente el ensayo comunista de los jesuítas en
Paraguay. Diversos reductos se fueron creando hasta fundarse la primera
misión en 1602.
«Los reductos –escribe Reyes– servían de amparo a las poblaciones de
indios, blandas y sumisas, que venían huyendo de los esclavistas
desembarcados en el Brasil. En el centro del reducto, la ostentosa casa
de Dios servía de núcleo a las viviendas de los padres, los talleres y
escuelas, los lazaretos y almacenes de provisiones, las huertas, las
residencias de indios, espaciosas y concebidas para una familia
numerosa. Luego venían las tierras de labor, las praderas, los ganados,
los criaderos de caballos. La vida se regía a toque de campana y era
modelo de organización. Aquel pequeño Estado utópico no poseía ni
necesitaba dinero, y el que se obtenía mediante la venta de artículos o
cosechas a los extraños, se invertía todo, al instante, en servicio de la
comunidad. Por medio siglo creció y floreció la república cristiana,
extendiéndose hasta la costa occidental del río Uruguay. En 1750, con
las particiones entre España y Portugal, toda esta región pasó a poder
del Brasil, como parte de Río Grande do Sul. A la sola idea de que los
jesuítas tuvieran que abandonar el país, los pueblos se levantaron. Los
jesuítas, envalentonados, encabezaron la lucha. Y así se mantuvo una
existencia precaria, combatida y sobresaltada hasta que sobrevino la
expulsión de la Compañía. Los indios entonces, entre medrosos y
reacios, huyeron y se reintegraron poco a poco en su antigua vida
silvestre.»
188
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El humanista y misionero José Peramás es autor de un curioso y prolijo


paralelismo entre los reductos de los guaraníes y La república de Platón.
Sobre los problemas teóricos planteados por la conquista puede consultarse
con provecho el opúsculo de Lewis Hanke Los primeros experimentos sociales
en América.

Las investigaciones de Silvio A. Zavala demuestran, palmariamente, la influencia


de la Utopía de Tomás Moro en la experiencia social que tuvo por teatro a
Michoacán y como inspirador a Vasco de Quiroga. Siempre había gozado este
de fama como jurista preclaro, gobernante ejemplar, protector de los indios y
sacerdote de vida impoluta y reconocido fervor. Pertenecía al claro linaje de
Fray Bartolomé de las Casas y su formación en la philosophia Christi era visible
en la palabra y en la conducta. Manejaba familiarmente los clásicos y los
humanistas.

Zavala ha esclarecido, magistralmente, «la pauta de su obra social y el sentido


de su reforma». Ya José Moreno se había referido a la igualdad de bienes
existente en el primer hospital fundado por Vasco de Quiroga; y había aludido
también a los antecedentes clásicos y renacentistas del ensayo. Zavala
probaría que Vasco de Quiroga «encuentra la idea platónica de la república
perfecta, como en comprimido, en la Utopía, y la transporta y vincula de
hecho en nuestra América, campo que siempre pareció propicio a los
renacentistas para nuevos ensayos en busca de una sociedad más feliz». En su
Informe de Derecho, publicado en 1535, Vasco de Quiroga, declara las
inspiraciones que ha recibido de las Saturnales de Luciano y varias veces
afirma que extrajo de Moro su idea de los hospitales, comunidades que
funcionaron durante dos siglos con óptimos resultados. Zavala coteja,
minuciosamente, la Utopía de Moro y las Ordenanzas de Vasco de Quiroga. La
similitud es sorprendente en punto a la organización comunal, al régimen
familiar, a la distribución de los frutos, a las condiciones de trabajo y a las
instituciones políticas. «Al incorporar el proyecto a su ámbito cultural y
relacionarlo no sólo en la Utopía –concluye Zavala–, sino con la actitud
renacentista que en último término lo inspiró, no naufraga el mérito de don
Vasco. No podremos pensar, ciertamente, que su obra fue fruto de
inspiración individual; mas quedan aclaradas históricamente su intención y la
grandeza del propósito. Subsiste, además, la fervorosa e ingenua voluntad
con que quiso aplicar prácticamente lo nacido en su origen como comentario
ideal.» El nombre de Vasco de Quiroga se veneraba aún en el siglo XIX entre
los indios michoacanos. Benjamín James ha revivido su enérgica y dulce figura
en reciente biografía.
189
Raúl Roa

Si Moro situó la solución del problema de la desigual distribución de la


riqueza en el establecimiento de un régimen comunitario de bienes, Francis
Bacon, barón de Verulam, autor del Novum organum, canciller de inglaterra e
hijo legítimo del nuevo tiempo histórico, asigna a la ciencia ese magno
cometido. No sólo difiere de Moro en su enfoque de los problemas y en su
posición filosófica. Difiere también en su comportamiento público. En este
sentido, fue su antítesis. Su genio y su conducta anduvieron siempre
divorciados.

En la historia del pensamiento, Bacon ocupa rango señero por haber aportado
una primera sustentación de todos los principios del conocimiento en función
de la experiencia. Es, con Descartes, uno de los fundadores de la ciencia
moderna. En ambos domina el afán de abrirle al espíritu humano un camino
partiendo de sus fuentes. Si en Descartes se renueva la concepción platónica
del pensamiento puro, con Bacon se vuelve a la naturaleza y a la inducción. En
los últimos cuatro años de su vida, persuadido de la omnipotencia del
progreso científico, concibe una sociedad ideal, Nueva Atlántida, fundada en
la aplicación de la ciencia a la producción como vía única de salida al
problema de la desigual distribución de la riqueza. Murió dejando inconclusa
la obra.

Rindiéndole tributo al pensamiento utopista, Bacon, como Moro y Campanella,


enclava la Nueva Atlántida en una isla lejana del mar del sur; pero, al revés de
estos, proyecta su pupila, desembarazada de recuerdos clásicos, en el futuro,
anticipando genialmente conquistas y realizaciones que constituyen hoy
jalones fundamentales en la historia del progreso científico.

El gobierno de la Nueva Atlántida está en manos de un sabio legislador, que


tiene por preocupación céntrica todo lo relativo al desarrollo del espíritu de
investigación y de iniciativa. El eje de la vida social es la Casa de Salomón:

«la fundación más noble que jamás hubo en la tierra y faro de aquel
reino, dedicada al estudio de las causas y relaciones ocultas de las
cosas a fin de extender, incesantemente, el radio del conocimiento y
de las posibilidades humanas».

Equipada a ese efecto con laboratorios, instrumentos de precisión y aparatos


de toda índole, la Casa de Salomón es un instituto de investigación científica
puesto al servicio de la humanidad. Se fabrica a capricho el oro y la plata y se
elaboran artificialmente nuevos metales. Grandes observatorios instalados en
las colinas regulan el curso de los astros y controlan el Estado del tiempo. Las
190
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

frutas y las flores de otras latitudes se reproducen en los laboratorios. Hondas


cuevas sirven de hospitales a los hombres enfermos. Píldoras maravillosas se
elaboran para desterrar las enfermedades y prolongar la vida. La ley de
gravitación ha sido vulnerada por vehículos que imitan el vuelo de los pájaros
y los misterios del mar han sido descifrados por embarcaciones que pueden
navegar debajo del agua. Estas son, en apretado resumen, las riquezas que
atesora la Casa de Salomón, que se propone realizar la felicidad humana
mediante la aplicación del conocimiento científico.

La historia ha demostrado, en dramáticos términos, que la ciencia por sí


misma es incapaz de engendrar la felicidad humana. Bertrand Russell ha
enjuiciado, severamente, este grave simplismo de Bacon que el siglo XIX elevó
a la categoría de axioma. Según Russell, «el aumento de la ciencia es uno de
los ingredientes de una civilización feliz, pero no basta por sí mismo; necesita
ir acompañada de un aumento de sabiduría, entendiendo esta como una
concepción justa de los fines de la vida». Esto es algo –agrega– que «la ciencia
por sí misma no proporciona. Es necesario poner la ciencia al servicio de esa
concepción so pena de ser destruidos por ella». No en balde la bomba
atómica es la esperanza y la pesadilla de nuestro tiempo.

En la Ciudad del Sol de Tomás Campanella, la razón de comunidad se subraya


aún más que en la Utopía de Moro. Recibió Campanella el influjo de Platón y
de Joaquín de Fiore, monje calabrés como él; pero se apoya, principalmente,
como observa Eugenio Imaz, en «la autoridad del mártir Moro». Espíritu
aventurero, Campanella tomó participación en la lucha contra la dominación
española, pasando la mayor parte de su vida en la cárcel. En su último
cautiverio, que duró treinta años, escribió la Ciudad del Sol, titulada así, según
algunos exégetas, «por antifrasis y por alusión a la oscuridad de su celda, o
por aspiración a disfrutar de la luz del día». Está escrita, como la Utopía y La
Nueva Atlántida, en forma de diálogo, entre el Gran Mestre de la Orden de
los Hospitalarios y un marino genovés que, en una de sus circunvalaciones,
tiene la ocasión de visitar la Ciudad del Sol, estudiando detenidamente sus
instituciones y su régimen de vida.

En la sociedad solariana impera la más estricta comunidad de bienes y la más


rigurosa jerarquía, como en los cenobios medioevales. Cuanto se produce
pertenece a la comunidad. No existe la moneda ni el cambio, enjuiciándose
severamente las consecuencias corruptoras de la persecución de la riqueza. El
trabajo es obligatorio; pero está prohibida toda forma de esclavitud. La
jornada de labor es de cuatro horas. A la cabeza de la comunidad se halla un

191
Raúl Roa

filósofo-sacerdote a quien llaman Sol. Es el guardián supremo de los solarianos y


su supremo inspector. Tres ministros le ayudan: el de la Fuerza, o ministro de
la guerra, el de la Sabiduría, o ministro de educación y el del Amor, o ministro
de la salud pública. En correspondencia con la propiedad comunitaria, las
relaciones conyugales tienen un carácter público. El ministro del Amor tiene a
su cargo seleccionar los acoplamientos sexuales a fin de mejorar y fortalecer
biológicamente la comunidad. Sólo tienen derecho a engendrar hijos, según
las ordenanzas, los hombres física e intelectualmente fuertes. La cópula no
podrá efectuarse más que dos veces a la semana, después de tomar el baño y
rogarse a Dios que conceda hijos hermosos y sanos. Las horas de ayuntamiento
son fijadas por el médico y los astrólogos. Entre los hombres y mujeres que
tengan derecho al matrimonio fornicarán «las mujeres altas y hermosas con
hombres altos y fuertes, los hombres delgados con mujeres gruesas y las
mujeres gruesas con hombres delgados. Los hombres de temperamento
sanguíneo, prontos a la cólera, recibirán mujeres de temperamento tranquilo y
flemático; los hombres dotados de rica fantasía, mujeres de espíritu positivo.
En resumen: se velará con cuidado para que, de la mezcla de temperamentos
y caracteres, del cruzamiento de disposiciones y capacidades físicas e
intelectuales, nazca un tipo de hombre armónico». Esta regimentación
eugénica de las relaciones sexuales tiene, como objetivo, «vivir una vida
terrena feliz por medio de la existencia en común y gozar de la eterna
presencia de Dios después de la muerte».

La Ciudad del Sol constituye, en el fondo, como dice Meinecke, una réplica al
crisohedonismo capitalista y a la doctrina y la práctica de la razón de Estado
puesta en boga por Maquiavelo y los soberanos de la época. Contra esa razón
que prefiere la parte al todo, se alza Campanella en favor de la razón del todo
sobre la parte, de la República sobre el Estado, de la humanidad sobre los
oficios, los grupos, las clases y las naciones. Se ha sostenido, por Gottheim,
entre otros, que las misiones jesuítas del Paraguay tomaron como modelo la
Ciudad del Sol de Campanella; pero ello, como observa Benedetto Croce,
resulta cronológicamente imposible.

Entre las utopías menores de esta época, merecen quedar registradas


Cristianópolis de Juan Valentín Andrae, las abigarradas fantasías de Rabelais y
la República de Salento y la Bétique de Fenelón. Enclavada en una isla fuera
de las rutas marítimas, Cristianópolis es una ciudad limpia y tranquila, una
verdadera «república de trabajadores, que viven en paz y en comunidad de
bienes». El gobierno está regido por una asamblea popular y un poder
ejecutivo; este último se halla integrado por un ministro, un juez y un director
192
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

de enseñanza. En su descripción de la arquitectura y trazado urbano de


Cristianópolis, Andrae se anticipa al Looking Backward de Bellamy, traducido
al español con el título de El año 2000. En la República de Salento, Fenelón
presenta una sociedad de agricultores dividida en siete clases, que no es otra
cosa, como aclara Franck, sino la república ideal de Platón modificada por el
cristianismo y los prejuicios de casta de un señor feudal. La Bétique, del
mencionado autor, es una transfiguración de la Arcadia mitológica,

«con un pueblo de pastores desprovistos de vicios, teniendo todo en


común, sin deseos, y entregados despreocupadamente a la naturaleza,
que cuida de ellos».

El espíritu utópico renacentista retoñará al calor de las revoluciones inglesas


del siglo XVII y su racionalismo naturalista se percibirá claramente en el
socialismo igualitario francés del siglo XVIII. No se encontrará ya rastro visible
de él en el denominado socialismo utópico de principios de la centuria
subsiguiente. Esta corriente social, que tiene en Saint-Simón, Fourier y Owen
sus cabezas representativas, responde a otro complejo de fuerzas y de ideas y
propone soluciones distintas al problema de la distribución de la riqueza, del
poder y de la cultura.

5. Racionalismo y revolución: el mundo nuevo del siglo XVII


El mundo nuevo que se abre paso durante los siglos XV y XVI recibe en el XVII
un impulso decisivo en el proceso de liquidación de la vieja sociedad feudal.
La potencia fecundante de ese impulso es tal –afirma Harold J. Laski– que:
«los resultados de sus descubrimientos no se agotan todavía,
transcurridos ya trescientos años». No debe, sin embargo, subrayarse
demasiado su separación del período antecedente. «La evolución de
uno a otro –advierte el propio Laski– es gradual más que distinta. Se
trata tan sólo de la floración de semillas plantadas en tiempos
anteriores. Newton y Descartes, Hobbes y Locke, Pascal, Sydenham y
Bayle, sólo desarrollaron, de modo genial, las mejores percepciones de
sus predecesores. Lo que quizás lo diferencia del siglo XVI no es tanto
el carácter de su actitud como la escala e intensidad con que la hace
avanzar. En el siglo XVI está todavía por ganarse la batalla aun cuando
ya exista la seguridad de la victoria. En el XVII el triunfo es tan
completo que apenas puede discernirse el enemigo en el campo de
batalla.»

193
Raúl Roa

La concepción racionalista del mundo, de la sociedad y del Estado, ligada


vitalmente a las formas capitalistas del desarrollo económico, se instala en el
centro de la vida espiritual y arremete polémicamente contra los fundamentos
objetivos y culturales de la unidad cristiana medioeval, contraponiéndole la
unidad nueva de una temporalidad universal. J. P. Meyer ha precisado
magistralmente los cambios fundamentales que se han producido en la
estructura de la sociedad europea.

«En la Europa occidental –escribe– habían surgido Estados poderosos y


absolutos que unirán las regiones económicas medioevales en
unidades económicas mayores. Surgió una burguesía en el sentido
moderno de la palabra, que apoyaba a quienes detentaban el poder
del Estado, con objeto de encontrar protección frente a la acción
arbitraria de los señores feudales nacionales. Pero el cambio no se
detuvo ahí. El aumento del poder político de los príncipes trajo consigo
una mayor concentración de riqueza en sus manos y remplazó con
ejércitos mercenarios las bandas de vasallos feudales. Siguiendo la
misma línea, la descentralización medioeval cedió el puesto a una
administración profesional y pagada y el pago en dinero remplazó al
pago en especie en el ejército, la administración, la cobranza de
impuestos y el crédito estatal. Pecunia nervus rei publicae, enseñó
Bodino.»

No es posible revisar ahora la rica cosecha de ideas que germina al calor de


esas mutaciones. Es la época de los grandes sistemas racionalistas en filosofía
y del naturalismo en ciencia. «Filosofía y ciencia se unen –dice Dilthey– para
elaborar, utilizando la razón como instrumento, una concepción natural del
mundo.» El flujo de este desarrollo se acrece vigorosamente, desde Leonardo
da Vinci, Kepler y Galileo, hasta Descartes, Spinoza, Hobbes y Leibniz. Este
proceso de secularización del pensamiento que inicia el Renacimiento tiene
su secularización en el empirismo filosófico de John Locke, en quien despunta
la auténtica orientación de la burguesía en el campo de las ideas. La
enigmática frase de Galileo cobraría entonces su cabal sentido y su plenitud
de eficacia:

«El libro de la filosofía es el de la naturaleza que está constantemente


ante nuestros ojos, pero que sólo unos pocos son capaces de descifrar
y leer, ya que está escrito y compuesto en caracteres distintos de los
de nuestro alfabeto, en triángulos y cuadrados, círculos y esferas,
conos y pirámides.»

194
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El paradigma de este afán de exactitud fue la rígida prueba de la geometría


euclidiana, aplicada incluso a las relaciones sociales y a los fenómenos éticos.
La soberanía de la física funcional ha dado comienzo. Y, asimismo, el señorío
del hombre sobre su circunstancia natural. El cogito, ergo sum de Descartes
es el lema filosófico de la clase burguesa y está en la raíz de sus concepciones
sociales, políticas y económicas. Ni sociedad, ni Estado, ni economía son
productos históricos: son creaciones de la conciencia conforme a la estructura
racional de la naturaleza humana. El hombre construye su mundo a partir de
sí mismo y de acuerdo con los dictados de la razón, que es la suprema
instancia legitimadora. El régimen absolutista constituye el obstáculo
fundamental al ulterior desarrollo de este proceso.

La tarea histórica del siglo XVIII será, precisamente, socavar sus cimientos y
en memorable embestida derrocarlo; mas el primer paso en este camino
tiene lugar en el propio siglo XVII y es Inglaterra quien lo da. La guerra civil
iniciada en 1640 planteó, en términos agudos, la necesidad de subvertir las
relaciones y formas feudales de vida que obstaculizaban su desarrollo
capitalista y su evolución política. Numerosas trabas y prescripciones del
régimen corporativo habían sido abrogadas por el progreso de la economía
dineraria y de los cercamientos de tierra; pero aún permanecía en pie el
dominio autoritario del rey y la exclusión del poder de la clase mercantil.
Parejamente a estos acontecimientos se suscitaron revueltas sociales y se
propusieron planes de reconstrucción que están todavía dentro de la línea del
espíritu utópico renacentista.

Entre los escritores que mantienen esta postura sobresalen Pedro


Chamberlen, Juan Bellers, Gerardo Winstanley y Jacobo Harrington. Según
Chamberlen, la riqueza y la fuerza de las naciones eran los trabajadores,
«quienes laboraban para la sociedad, constituían la mayor parte del ejército y
tenían el mismo derecho que los ricos al disfrute de la tierra y sus productos».

«El objeto de la riqueza –afirmaba– era la abolición de la pobreza, que


sólo podía eliminarse mediante la nacionalización de la fortuna del rey,
de los obispos, de los deanes y de los delincuentes, así como de los
terrenos incultos, minas, montes y de los tesoros de la tierra y del
mar»

Chamberlen propuso también el establecimiento de un banco nacional y el


cultivo del suelo sobre una base cooperativa. «El nuevo orden –concluía–
conducirá al amor a la patria, a la obediencia a la ley y a la estabilidad de las

195
Raúl Roa

instituciones.» Juan Bellers, que comparte las ideas principales de Chamberlen,


es ardiente partidario de la fundación de un sistema de colonias agrícolas
para los pobres. En los centros industriales se establecerían talleres
cooperativos y se pagaría por horas de trabajo, fórmula que Robert Owen
pondrá en la base de su proyecto de banco de cambio. Gerardo Winstanley
predica, en su libro La ley de la libertad, la distribución comunitaria de la
tierra, fungiendo de cabeza dirigente del sonado movimiento de los
cavadores.
La Oceana de Jacobo Harrington es la obra capital del pensamiento utopista
de esta época. Muchos autores discrepan de la inclusión que tradicionalmente
se le ha venido haciendo a su autor entre los alquimistas sociales. No les falta,
en cierto modo, razón. Harrington rehuye en este libro suyo, escrito bajo la
dominación de Oliver Cromwell y a él dedicado, la elaboración apriorística del
tipo de organización social que propugna. Reclama, en cambio, la necesidad
del método inductivo para el estudio de los problemas de la convivencia
humana. La Oceana resulta así, independientemente de la forma literaria que
su autor emplea, de clara filiación utopista, un alegato encendido de la teoría
republicana de gobierno. Según Harrington, la constitución política es
producto de las relaciones económicas. «Como la propiedad de la tierra sea
en su distribución –escribe–, así será la naturaleza del gobierno.» Cuando un
solo hombre es propietario de la tierra o de la mayor parte de ella impera un
régimen monárquico-patriarcal; si pocos, o una aristocracia domina al pueblo,
el gobierno es una monarquía mixta; y si todos son propietarios de tierras el
gobierno es una república. Esta deberá dictar, en consecuencia, según
Harrington,
«una ley que establezca y proteja para siempre el equilibrio de la
propiedad mediante una distribución que impida que ningún hombre o
un número determinado de hombres lleguen a superar a todo el
pueblo en la posesión de las tierras».
Las bases políticas de la república diseñada por Harrington corresponden
históricamente al sistema económico que delínea: voto secreto, rotación en
el ejercicio de los cargos públicos, sistema legislativo bicameral, enseñanza
libre y obligatoria y tolerancia religiosa. Esta correlación funcional entre la
estructura económica y las formas políticas representa, evidentemente, una
anticipación genial de la teoría marxista de la reciprocidad dialéctica entre los
factores materiales de la vida histórica y su superestructura cultural.
Montesquieu la manejará con provecho, como veremos, en su clásico tratado
El espíritu de las leyes.
196
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La influencia de Harrington en la teoría política y social fue honda y larga. La


Oceana ha contribuido decisivamente, al desarrollo y enraizamiento del
espíritu y de la forma democrática de gobierno.

«En la propia época de Harrington –escribe Ricardo Koelner–,


comenzaron sus ideas a influir en América, acrecentándose particular-
mente en la revolución de independencia de 1789. Harrington produjo
una impresión profunda en Sieyes. Los planes constitucionales de este,
elaborados siglo y medio más tarde, partían de la convicción de que la
lógica inmanente de un orden basado en el contrato social podía
convertirse automáticamente en energía política mediante el estable-
cimiento de instituciones apropiadas. Allí, donde en la construcción
ideal de Harrington, el método aparecía plásticamente, donde describía
medios de abrir cauce en la legislación a la voluntad y a las energías del
pueblo a través del parlamento, encontró Sieyes guía en él. Volvió a
Harrington en tres ocasiones decisivas: en su escrito programático de
1788-89, en el que señalaba a los Estados generales la dirección de su
actividad; en su propuesta de constitución republicana en 1795 y en los
planes que presentó a Napoleón en 1799. A través de él, Harrington
influyó, no sólo en el origen, sino en el desenlace de la Revolución
francesa. La rehabilitación de la soberanía popular llevada a cabo en
Inglaterra, por la revolución de 1688, lo repuso como valor literario.
Llegó a ser un clásico de la democracia.»

Los grandes teóricos políticos y sociales de la época fueron, sin duda, Tomás
Hobbes y John Locke. El Leviatán y los Dos tratados del gobierno civil son ya
documentos clásicos en el más genuino sentido del vocablo. La buidez y el
vigor con que atacan los problemas originados por el Renacimiento, el
capitalismo, la reforma religiosa y la monarquía absoluta, infunden a sus ideas
valor permanente. Discrepancias profundas separan a Locke de Hobbes; pero
ambos coinciden en el común propósito de buscarles una vía eficaz de
superación a las cuestiones que la nueva realidad social y política plantea. La
turbulenta circunstancia en que vivieron influyó distintamente en uno y otro.
Locke no vaciló en ponerse a la cabeza de la revolución. Hobbes asumió, por
el contrario, una actitud que recuerda a la de Erasmo ante la Reforma. El
Leviatán –escribe Crossman– «es la criatura monstruosa de una mente que
temía la guerra civil».

197
Raúl Roa

Sobremanera interesante resulta el examen de la evolución espiritual de


Hobbes. Savia humanista, arquitectura escolástica, moral puritana, savoir
faire aristocrático: he ahí, según León Strauss, autor de una espléndida
biografía del ilustre pensador inglés, las notas distintivas del joven Hobbes.
Cuatro fueron sus modelos en este tiempo: Homero en poesía, Aristóteles en
filosofía, Demóstenes en la oratoria y Tucídides en la historia política. Todos,
menos este último, fueron destronados por el Hobbes maduro. Aristóteles
fue sustituido por Platón. Y, más de una vez, llegó a proclamar, reiterando la
postura de Ramus y de Bacon, que el estagirita fue «el maestro más
pernicioso que jamás haya existido». La muerte de Lord William Cavendish,
de quien fuera tutor y secretario, acontecida en 1628, señala el inicio de una
nueva etapa en la formación filosófica de Hobbes, coincidente con su plenitud
intelectual. El primer contacto de Hobbes con la visión científica de los
problemas se produce a través de Euclides y a partir de entonces, en que ya
se barrunta la guerra civil, su concepción de la vida social y política adoptará
un estilo geométrico. En lo adelante, su preocupación central será el
establecimiento del régimen de convivencia más acorde en la naturaleza
humana, que juzga dominada por el apetito de rapacidad y el afán de poder a
costa del prójimo.

La revolución de 1648 y los acaecimientos subsiguientes, caracterizados por


una aguda querella entre católicos, episcopales y presbiterianos y por el
creciente descontento social de las masas campesinas y artesanas, indujo a
Hobbes a dar forma escrita a sus reflexiones sobre el problema de la
gobernación civil. El Leviatán, publicado en 1651, fue el fruto de esas
reflexiones. Es un libro, pues, totalmente influenciado por la crisis política y
social que afronta Inglaterra y elaborado con el propósito manifiesto de
poner término a la tensión ambiente. Lo que importa, según Hobbes, es secar
de raíz las fuentes de la violencia. Y ello sólo puede lograrse, según él,
mediante la organización voluntaria de un poder civil que someta, al supremo
interés de la convivencia pacífica, los impulsos atávicos que anidan en la
naturaleza humana.

La fundamentación de la teoría del contrato social en el Leviatán disiente de


la predominante, por lo común, en la corriente jusnaturalista. No comparte
Hobbes la idea aristotélica de la socialidad natural del hombre. El hombre se
encuentra en el mundo como el resto de los animales y es en él absoluta-
mente libre. Sólo el obstáculo insuperable pone límite a lo que le permiten
sus fuerzas naturales. Esta circunstancia es la que determina que la relación
natural de hombre a hombre sea el bellum omnium contra omnes. El apetito
198
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

del hombre es incolmable. Tropieza, empero, con la finitud de los bienes.


Cada cual se ve, en consecuencia, impelido a desear lo propio que los demás.
No hay otra vía para satisfacer ese deseo que la fuerza. El hombre, sin
embargo, difiere del animal en cuanto que siendo también ser de razón llega
un instante en que se percata de que el estado natural lo conduce al dolor en
vez de al placer y sólo puede mantenerse el predominio de este sobre aquel si
se logra acabar con la guerra de todos contra todos y se establece una paz
permanente. El anhelo de paz es tan natural como el afán de poder.

Resulta imposible establecer la paz entre los hombres, sin embargo,


prescindiendo totalmente de la fuerza. Es necesario incorporar a la misma el
elemento que caracteriza el estado de naturaleza. La paz permanente se
alcanza únicamente si existe una fuerza que la garantice. En la concepción de
Hobbes no puede ser, ninguna entidad universal o abstracta. Tiene que ser,
necesariamente, un individuo, un hombre. Los demás hombres deben hacer
dejación de todos sus derechos naturales y ponerlos todos, en su propio
beneficio, en manos de ese individuo, que al recoger y concentrar en sí la
fuerza de todos, deviene omnipotente. El origen de todo poder político y de
toda sociedad civil radica en este acto voluntario, inspirado fundamentalmente
por el terror a la muerte violenta. Véase como Hobbes describe este proceso
en el Leviatán:

«Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres


que represente su personalidad; y que cada uno considere como
propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que
haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que
conciernan a la paz y a la seguridad comunes; que además, sometan
sus voluntades cada uno a la voluntad de aquel, y sus juicios a su juicio.
Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real
de todos ellos en una y la misma persona instituida por el acto de cada
hombre con cada uno de los demás, en forma tal como si cada uno
dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de
hombres mi derecho a gobernarme a mí mismo, con la condición de
que vosotros transfiráis a él vuestro derecho y autoricéis todos sus
actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una
persona se denomina Estado, en latín civitas. Esta es la generación de
aquel Leviatán, o más bien, de aquel Dios mortal, al cual debemos bajo
el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa.»

199
Raúl Roa

En el sistema de Hobbes, la sociedad queda convertida en una creación


voluntaria y es susceptible, por ende, de ser racionalmente regida y
dominada.

La concepción de Hobbes entraña, en la práctica, la pérdida de la persona y


de la personalidad en el individuo. Su abdicación ante el Estado es absoluta.
«No hay potestad sobre la tierra –afirma Hobbes al frente de su libro– que
pueda serle equiparada.» «El absolutismo que de ahí dimana –escribe Joaquín
Xirau– es mucho más riguroso que cualquier forma de absolutismo teocrático.»
Sólo en la construcción hegeliana del Estado encontramos pareja sumisión de
la persona humana a los dictados de la autoridad política. Es por ello, que ha
podido decirse en nuestros días, que la teoría totalitaria de la sociedad y del
Estado ha bebido sus esencias filosóficas en el Leviatán de Hobbes. No puede
admitirse el aserto sin reservas. Las finalidades de una y otra resultan, por lo
pronto, radicalmente antagónicas. El objetivo de Hobbes es la paz a toda
costa. La guerra a toda costa es el objetivo de la teoría totalitaria. Cierto que
Hobbes se manifiesta en favor del uso de la fuerza para mantener el orden;
pero no es menos cierto que, como súbdito, se declara libre de toda
obligación con el soberano si este fracasa en el cumplimiento del pacto social.
El punto fundamental de coincidencia estriba en la concepción pesimista de la
naturaleza humana que propugna Hobbes. Si el hombre es puramente «un
ser natural, un animal de estructura más o menos complicada, no es posible
otro trato que el que se da a los rebaños». Es así, pues, que Hobbes resulta
hoy dos veces actual: por ser un clásico de la teoría política y social y por
haber estado sus ideas formando parte de doctrinas corporizadas en
estructuras reales y en partidos políticos en pugna abierta por establecerlas.

John Locke, fundador del empirismo filosófico y del derecho público


constitucional moderno, es el portavoz y teórico de la revolución de 1688.
Volvió a Inglaterra en el propio barco que conducía a Guillermo de Orange.
Hobbes tuvo en él un adversario de condigna estatura intelectual. Los Dos
tratados de gobierno civil constituyeron, en efecto, una severa impugnación
de las ideas políticas y sociales del autor de Leviatán.

Según Hobbes, el Estado era un medio de evitar la anarquía. Locke lo


considera, por el contrario, un instrumento para mejorar el orden social
inherente a la naturaleza humana. Para Hobbes, los hombres viven en
constante porfía en el Estado de naturaleza. Según Locke, los hombres nacen
todos libres e iguales y mediante el trabajo garantizan su existencia. Dios
entregó la tierra a todos los hombres en propiedad común; pero, a la vez, les

200
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

dio el derecho a la propiedad privada de lo obtenido con el propio esfuerzo.


La propiedad privada es fruto del trabajo y queda legitimada por este. Para
salvaguardar este derecho natural del individuo, es que se constituye,
mediante un acto voluntario, la sociedad política y el gobierno civil. No
renuncia el hombre en este acto a todos sus derechos naturales. Renuncia
sólo a los que son necesarios para la existencia y garantía de la comunidad. El
objetivo fundamental del Estado es la protección de los derechos naturales
del hombre y, principalmente, de su derecho inalienable a la vida, a la libertad
y a la propiedad. «La grande y principal finalidad de los hombres que se unen
en repúblicas –escribe Locke– es el mantenimiento de su propiedad.»
Mientras el Estado cumpla con los fines para los cuales fue establecido, los
pactantes están obligados a prestarle obediencia. En caso contrario, tiene el
derecho a derrocar al soberano y a restablecer el orden natural quebrantado.

Las implicaciones subversivas de esta tesis no necesitan ser precisadas. Baste


sólo recordar el influjo de Locke en la revolución norteamericana y en la
revolución francesa. Su huella es visible en Montesquieu y en Rousseau.
Todos sus puntos de vista, incluso el que consagra el derecho de agresión a la
tiranía, se avienen perfectamente a los intereses de la clase mercantil
británica, usufructuaria de la revolución de 1688. El bill de derechos que puso
en manos del parlamento el control de los impuestos, la recluta del ejército,
la independencia del poder judicial, la libertad de prensa y la tolerancia
religiosa encuentran en la obra de Locke fundamentación teórica y cálida
defensa. La doctrina de la separación de poderes es la conclusión lógica de su
concepción del Estado.

En el ajuste económico y social subsiguiente a la revolución gloriosa de 1688,


la clase media inferior y el contingente aldeano fueron totalmente ignorados,
no obstante su participación activa en los acontecimientos que prepararon su
triunfo. El poder político fue controlado por una coalición de comerciantes
ennoblecidos y de nobles comercializados; pero la aplicación a la monarquía
constitucional del principio de libertad de mercado y de trabajo sentó las
bases para una Reforma ulterior de la estructura establecida y le roturó el
camino a la revolución industrial.

201
Raúl Roa

VIII
La revolución industrial y el capitalismo moderno
1. Génesis de la revolución industrial y del capitalismo moderno

La revolución industrial, el derrocamiento del absolutismo en Francia y las


guerras de independencia en América sientan las bases objetivas y espirituales
del capitalismo moderno y de la democracia individualista. Se ha cuestionado,
en lo que a la revolución industrial atañe, el término que se ha venido usando
para calificar el proceso de transformaciones que se opera en los siglos XVIII y
XIX en la faz y en la estructura económica de la sociedad europea. William
Ashley lo ha objetado por impropio.

«La transformación industrial ocurrida –escribe en la introducción a la


obra de Harry Hamilton The Cooper and Brass Industries to 1800– fue
menos una revolución que una rápida e irresistible evolución.»

Henri Sée se muestra acorde con el economista británico en su libro Origen y


evolución del capitalismo moderno.

«En el vasto teatro de la historia económica–afirma– no se producen


cambios improvisados de decorado. Del mismo modo que ciertas
industrias, como la minería, presentan desde un principio, o por lo
menos, desde el siglo XVI la forma de empresa capitalista, ni la antigua
organización del trabajo y el artesanado desaparecen bruscamente de
la escena; se les ve sobrevivir aún en la época del triunfo definitivo del
capitalismo industrial.»

Esta óptica, proveniente del campo de la teoría económica liberal, resulta ya


inadmisible. Cierto es que la revolución industrial no se produjo súbitamente
y cierto también que las mutaciones que promueve no fueron obra de la
improvisación. No lo es menos que ninguna revolución, por catastrófica y
sangrienta que sea, ha estallado sin previa preparación, sin la concurrencia de
factores propicios y sin un estado de espíritu que la expresa y demanda al
madurar las condiciones materiales y psicológicas que soterradamente la
pusieron en marcha. Basta asomarse al ventanal de la historia para percatarse
de que las revoluciones ni se inventan, ni se promulgan, ni se imponen. No se
conoce la generación espontánea en la vida social. Las revoluciones son
siempre la resultante de un «lento, largo y gradual proceso». El salto en la
historia, como en la naturaleza, se produce sólo al transformarse, dialéctica-

202
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

mente, la cantidad en calidad. Durante siglo y medio se incubó lo que


propiamente se denomina revolución industrial. Incluso Arthur Birnie, que
suele considerar incompatible la transformación de tipo revolucionario con el
ritmo sosegado del desarrollo económico, acepta que:

«los cambios que aquella produjo fueron tan extensos en su extraña


mezcla de bien y de mal, tan dramáticos en su combinación de
progreso industrial y de sufrimiento social, que bien pueden llamarse
revolucionarios».

En análogo sentido, se habían antes manifestado Sismonde de Sismondi,


Carlos Marx, Paul Mantoux y Werner Sombart. Arnold Toynbee consagró
definitivamente el término en su ya clásica obra Lectures on the Industrial
Revolution.

Las fuerzas económicas que hicieron factible la transformación de la


herramienta en máquina y el establecimiento del capitalismo moderno
comienzan a moverse, como oportunamente ya vimos, desde la Baja Edad
Media. Sería útil volver un momento sobre nuestros pasos. Las primeras
manifestaciones del capitalismo moderno en su forma comercial tienen por
escenario las repúblicas italianas y los Países Bajos. Baste recordar, por una
parte, que las repúblicas italianas habían extraído colosales ganancias del
comercio marítimo subsiguiente a las cruzadas; y por la otra; que las ciudades
holandesas eran a la sazón uno de los principales centros de trasbordo entre
el Oriente y el norte de Europa. No sólo fue la ciudad de Florencia el
maravilloso gemario donde el Renacimiento y el humanismo fulgieron con
deslumbrantes irisaciones; fue también la cuna del capitalismo moderno. El
vasto comercio florentino entre el Occidente y el Oriente adquirió pronto un
estilo capitalista en la venta y remate de artículos de lana y seda. Los
mercaderes acudían a las ferias de Brié y de Champagne, efectuaban un
tráfico al por mayor, establecían sucursales en el Levante y saldaban sus
cuentas en letras de cambio. Se multiplicaron los cambistas y banqueros, que
se enriquecen rápidamente con la custodia de fondos, las concesiones de
créditos, los préstamos al Estado, el fomento de empresas y los seguros
marítimos. Una de las actividades más lucrativas eran los anticipos de dinero
a la Santa Sede. El radio de acción y el poder financiero de los mercaderes
italianos puede calcularse por el volumen de sus operaciones en Francia,
España, Portugal e Inglaterra. Según Werner Sombart

203
Raúl Roa

«fueron los italianos los primeros que manifestaron la mentalidad


capitalista y el ideal burgués que exalta las ventajas de la actividad
industrial, la exactitud y el cuidado en el registro puntual de las
cuentas».

El Libri della famiglía, de León Battista Alberti, constituye fuente de consulta


indispensable al respecto.

No sólo los comerciantes florentinos participaron decisivamente en el


desarrollo del capitalismo financiero, sino que también compartieron con los
mercaderes de los Países Bajos, la primacía en el ejercicio de la industria
sobre una base capitalista. La industria lanar florentina, que producía en
cantidad considerable para los mercados extranjeros, prefigura la manufactura
capitalista, que habría de desempeñar papel primordial en el advenimiento
de la gran industria. Análogo proceso atraviesan, en ese período de
transición, Francia e Inglaterra. No obstante su incipiente desarrollo
económico y su apartamiento de las grandes rutas comerciales, en España
aparece tempranamente el capitalismo. Sevilla y Barcelona fueron, por obra
de mercaderes judíos y genoveses, activos mercados y centros de
operaciones bancarias. Lo que sí ya está definitivamente esclarecido es que
las fuerzas hostiles al régimen feudal hunden sus raíces en el desarrollo
creciente de la economía dineraria y forman parte de la constelación
histórico-social que engendra el Renacimiento, el Estado nacional, los
descubrimientos geográficos, el mercantilismo, la reforma religiosa y las
revoluciones inglesas del siglo XVII.

Sin la evolución y predominio de esas fuerzas, no hubiera podido producirse


el conjunto de invenciones que, desde el punto de vista técnico, caracteriza la
revolución industrial. La fundición del hierro y el acero, el ferrocarril y el
tractor, el telégrafo y el teléfono resultan inconcebibles en una sociedad que
vive fundamentalmente de la tierra y replegada sobre ella. El cultivo servil del
suelo, el molino de viento, la silla de posta, el cambio en especie y el sistema
gremial, sobran, a su vez, en una sociedad fundada en el maquinismo, en la
gran industria y en el trabajo asalariado. El grado de desarrollo de la
evolución técnica marcha, de consuno, con el grado de desarrollo del régimen
social de producción. Ningún griego pudo representarse las formas de
existencia de una gran metrópoli moderna. Los señores feudales estaban
radicalmente invalidados para concebir la explotación técnica de la
agricultura. La capacidad de ensueño y el genio inventivo se hallan limitados
por el sistema de circunstancias que constituye su tiempo histórico. De vivir

204
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

en la Edad Media, Julio Verne hubiera escrito, a lo sumo, pintorescos libros de


caballería. Francis Bacon pudo, en cambio, en la época renacentista,
imaginarse el aeroplano y el submarino.

La invención es un producto histórico. El proceso mental que la produce es,


en rigor, el mismo que solemos emplear para resolver los problemas que nos
plantea la vida cotidiana. La diferencia entre uno y otro estriba, como observa
Abbot Payson Usher, en que los objetivos últimos únicamente logran
alcanzarlos la sensibilidad más fina y la imaginación más fértil de individuos
que sobresalen del nivel intelectual común.

«A menudo –precisa Birnie– los descubrimientos parecen deberse a un


accidente; pero inconscientemente el inventor afortunado trabajó
dentro de límites que le trazan las necesidades cambiantes de la
sociedad».

Nadie inventó la gravitación universal. Newton, en una observación genial, se


concretó a comprobarla. Algo parecido le aconteció a James Watt con la
fuerza motriz del vapor. El mundo antiguo conoció su existencia; pero no
pudo utilizarla. Su aplicación no sería posible hasta el siglo XVII y como
consecuencia de la ampliación del mercado y de la extensión del comercio
que subsiguió a los grandes descubrimientos geográficos y a la explotación
colonial de los territorios conquistados en Asia y América. La creciente
demanda ultramarina no podía ya satisfacerse con los métodos vigentes de la
producción artesana y manufacturera. Era preciso producir en gran escala
para satisfacerla cumplidamente. Esa necesidad imperativa es la que determina
la sustitución de los métodos de producción y de la organización del trabajo y
despierta y enciende el genio técnico que, transformando la herramienta en
máquina y el taller manufacturero en fábrica, va a abrirle insospechadas
perspectivas a la industria, a la agricultura, al transporte y al comercio,
modificando las bases y las formas de vida de la sociedad europea.

Esa formidable palingenesia se inicia y también culmina en Inglaterra. En


Francia y Bélgica no comienza el proceso de industrialización hasta las
primeras décadas del siglo XIX. Ninguno de esos dos países ha logrado aún
completarlo. En Alemania la revolución industrial empieza en la última mitad
del siglo pasado; pero, en lo que va de entonces a los días inmediatos a la
última guerra mundial, devino en un país altamente industrializado. El sur y el
este de Europa continúan siendo primordialmente agrarios. En los últimos
veinte años, Rusia ha avanzado, con ritmo impetuoso, en el camino de la

205
Raúl Roa

industrialización. El proceso ha sido llevado a un altísimo coeficiente de


madurez en Estados Unidos. Japón, no obstante las supervivencias feudales
que entraban su economía, ha progresado notablemente en el orden
industrial. Salvo Argentina, México, Chile y Brasil las naciones que integran la
América hispana no han logrado aún entrar en la órbita del industrialismo. La
estructura económica agraria predominante depende financieramente de
Estados Unidos e Inglaterra. Los cuantiosos recursos naturales que atesoran
les garantizan, de ser técnica y nacionalmente explotados, un papel de
vanguardia en el proceso de industrialización

2. Razón del inicio y de la culminación en Inglaterra de la revolución


industrial
La razón de que fuera Inglaterra y no España, Holanda, Francia o Portugal la
cuna y el ápice de la revolución industrial hay que buscarla en su propia
historia y en la historia de esos pueblos y no en un pretendido destino
manifiesto. Se ha atribuido erróneamente la posición dominante de Inglaterra
en el proceso de industrialización al puro hecho de haberse enriquecido
fabulosamente con el saqueo de sus territorios coloniales. En los siglos XVI y
XVII había en Europa países más ricos que Inglaterra que les llevaban algunos
años por delante en la explotación de los mercados ultramarinos, como
España y Portugal; pero la formación de un régimen industrial no depende,
exclusivamente, del desarrollo del capital comercial y del comercio colonial. El
incremento de aquel tiende siempre a minar las bases agrarias de vida. No
logra, sin embargo, por sí mismo, crear un sistema industrial de producción.
Es necesario que este exista, embrionariamente, en el momento en que el
capital comercial cobra vuelo y se expande.

España verifica, plenamente, la validez de lo dicho. En el orden político, fue la


burguesía española la primera que tuvo conciencia de su destino. En el orden
económico, ya en el siglo XII eran sumamente apreciadas en Europa las
sederías árabes de Sevilla y en el siglo XIII las manufacturas catalanas vendían
sus productos en Inglaterra y Holanda. No siguió otro proceso en España la
constitución de la monarquía absoluta que el ya conocido en el resto de
Europa; pero la monarquía utilizó en provecho propio, como en parte alguna,
las pugnas de la nobleza y la clase mercantil. Inmediatamente que aquella fue
sometida, la corona se dispuso a dificultar el desarrollo ascendente de la
burguesía, que había conquistado numerosos fueros y había reducido más de
una vez la soberbia voluntad de los reyes.

206
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Tres triunfos capitales obtuvo la monarquía, en concierto con la nobleza y el


clero, sobre la burguesía española: la reconquista de Granada, la expulsión de
los judíos y el Tribunal del Santo Oficio. No tardaría el nuevo rey de España, el
futuro Carlos V de Alemania, el más poderoso emperador de Occidente, en
arbitrar todos sus recursos para destruirla y subyugarla. En un principio, el
conflicto asumió pergeño político y carácter nacionalista, explotando la clase
mercantil inteligentemente la extranjería del rey y su resistencia a respetar
determinados fueros. De las cortes de Valladolid brotaron, encendidas, las
primeras protestas. No ocultaría el Rey su desagrado ni su decidido propósito
de desoírlas. La réplica de las Cortes de Santiago de Galicia, un año más tarde,
al solicitar el Rey un subsidio de 40 000 ducados, fue una desafiante negativa.
Vanos fueron los esfuerzos de Carlos I para quebrantar, mediante soborno, el
fiero espíritu de independencia de los representantes de las ciudades. El
regidor Tordesillas pagaría su venalidad con la horca.

En 1520, la burguesía española se apercibió a presentarle batalla a la


monarquía y a la nobleza. El episodio culminante de esta lucha memorable es
la sublevación de los comuneros de Castilla y de las hermandades de Valencia.
Algunos historiadores le restan significación social a estos movimientos. Ángel
Ganivet les niega incluso carácter revolucionario. No es este el punto de vista
de Antonio Ballesteros, Blanquez Fraile, Rafael Altamira y Manuel Azaña.
Ballesteros reconoce y subraya la significación social de la sublevación
valenciana. «La rebelión de los agermanados –escribe– fue del pueblo contra
los privilegios de la nobleza.» «Las germanías –afirma categóricamente
Blanquez Fraile– personifican en Valencia y en Mallorca la lucha social de
clase.» Altamira coincide, en lo fundamental, con ambos, en cuanto admite el
carácter revolucionario del movimiento de los comuneros y la significación
social de la sublevación de las hermandades. Manuel Azaña, en cambio, no

«sólo demuestra con buen acopio de documentos que la revolución de


los comuneros es similar a los alzamientos del Tercer Estado victorioso
en Europa mucho tiempo después, sino que los actores del drama
sabían con bastante exactitud por qué luchaban.»

La mayoría de los comuneros era, según refiere un cronicón empolvado,


«gente ordinaria». Las reclamaciones de las Cortes y los documentos de la
época evidencian, nítidamente, que el objetivo cardinal del movimiento de los
comuneros era desfechar el yugo feudal.

207
Raúl Roa

La derrota de los comuneros en Villalar tuerce, radicalmente, el rumbo


histórico de España. El descubrimiento, conquista y colonización de América
demostrará en el orden económico hasta qué punto la estructura social
predominante en España estaba reñida con el proceso capitalista y el régimen
industrial. Las enormes riquezas acumuladas por España, en su política
extractiva en América, servirían para alimentar y fortalecer a la Corona, a la
Iglesia y a los señores de horca y cuchillo que, consecuentes con su
perspectiva feudal de las relaciones sociales, invierten en beneficio propio el
oro y la plata acarreados en los galeones. El incremento del capital comercial
robusteció en España las condiciones de existencia del feudalismo agonizante
y generalizó la miseria. El esplendor, la indigencia y la truhanería de la época
se proyectan vívidamente en la literatura. La picaresca es la novela del
mercantilismo español. Andrajo de muchos en irónico contraste con la
opulencia de pocos. Guzmán de Alfarache, el Lazarillo de Tormes, Monipodio
y el Buscón Don Pablos son personajes de carne y hueso.

No cabe ya duda que en el proceso anteriormente descrito se generan los


factores determinantes de la llamada decadencia española. Recuérdese que
hasta 1830 no aparecen en España las máquinas de vapor. En 1846, estando
en Madrid, Domingo Faustino Sarmiento le escribía a Victoriano Lastarría que
en España «dan las doce cuando todos los relojes dan las cinco». He ahí, en
una frase aparentemente peyorativa, la clave profunda de una tragedia
histórica aún inconclusa.

El caso de Holanda resulta también sobremanera ilustrativo. En la madrugada


de su poderío colonial, su política comercial estuvo estrechamente vinculada
al desarrollo de la manufactura dentro del país; pero no tardaría en dedicarse,
principalmente, a la usura y al comercio intermediario. Esta desconexión
funcional, entre el desarrollo del capital comercial y la actividad industrial,
concluiría por provocar un incremento hipertrofiado de aquel que retrasó en
siglos la industrialización de Holanda.

La confluencia de factores favorables produjo en Inglaterra un resultado


distinto. Mientras España irrumpe como potencia metropolitana dentro de
una constelación típicamente feudal, Inglaterra entró en la esfera de la
política colonial al mismo tiempo que el régimen corporativo y la estructura
autoritaria del poder tocaba a su término con el proceso de los cercamientos
de tierra, la venta del patrimonio eclesiástico, el desarrollo de la manufactura
y las revoluciones políticas del siglo XVII. La subversión de la estructura
económica feudal impidió que sus beneficiarios aprovechasen en su favor las

208
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

pingües ganancias del comercio ultramarino y del tráfico de esclavos. Ni


ocurrió tampoco lo que en Holanda. Desde época ya temprana, el capital
comercial inglés estuvo en contacto íntimo con la industria. En el siglo XVII, el
aflujo del capital comercial a las actividades industriales alcanzó volumen
considerable. La industria a domicilio y la manufactura capitalista datan de
esa época y compiten ventajosamente con la producción artesana. La
característica más acusada de esta última es, como ha dicho Heinrich
Herkner, su «sujeción jurídica y efectiva en múltiples aspectos». El Estado, por
regla general, administraba las nacientes empresas, fomentándolas y
protegiéndolas a cambio de jugosas contraprestaciones. Su principal mercado
de consumo eran los círculos financieros y cortesanos. El capitalismo es
también, en cierto grado, hijo del lujo. Sólo en este sentido es aceptable la
tesis de Sombart.
En un principio, el artesanado de las ciudades y la industria agrícola doméstica
sirvieron de base al desarrollo de la manufactura; pero en el período propia-
mente manufacturero el artesano dejó de ser un productor independiente
para transformarse en asalariado. En los inicios del siglo XVIII, ya el artesanado
estaba en franco proceso de desintegración. La producción manufacturera
produjo, a su vez, una creciente racionalización del trabajo entre los obreros
domésticos, intensificando el rendimiento de la actividad industrial. El proceso
de producción se subdividió en las más simples operaciones mecánicas. No
tardará en surgir, como consecuencia de este detallamiento técnico, el obrero
especializado. El desarrollo de la producción manufacturera influye también
en la organización del trabajo. La manufactura diseminada y el trabajo a
domicilio fueron sustituidos por la manufactura centralizada y el taller
capitalista y la concentración consecuente de un crecido número de
operarios. No existía otra diferencia entre este tipo de empresa y una fábrica
que la que se deriva de la diversa índole del instrumental. Se empleaba la
herramienta y no la máquina como instrumento de producción. Adam Smith
fue el teórico del sistema manufacturero. Véase con qué mezcla de fruición y
sorpresa describía el proceso de fabricación de un alfiler:

«Un obrero saca el alambre, otro lo estira, el tercero lo corta, el cuarto


lo afila, el quinto hace la cabeza del alfiler. El acabado de la cabeza se
divide, a su vez, en dos o tres operaciones: el colocarlo es una operación
especial; otro es el acabado del alfiler; y aun el empaque del alfiler en
el papel es una operación independiente. De esta manera, la preparación
de un alfiler requiere, aproximadamente, dieciocho operaciones
distintas.»
209
Raúl Roa

Espoleado por la conquista de nuevos mercados y la concurrencia extranjera,


el capital comercial inglés impulsó el desarrollo de la manufactura, logrando
adueñarse de las ramas de la producción que alimentaban la exportación.
Este enlace orgánico entre el comercio exterior, la explotación colonial y la
actividad industrial fue la razón determinante del predominio económico de
inglaterra y el antecedente indispensable de su ulterior evolución capitalista,
acelerada por sus recursos naturales y su espléndida posición geográfica. El
clima templado, su vasta línea de costas, su amplio sistema de comunicaciones
fluviales y terrestres y los ricos yacimientos de carbón y hierro contribuyeron,
decisivamente, a su desarrollo técnico, económico y financiero. El aislamiento
que le daba su posición insular y el dominio de las rutas marítimas que ejerció
a partir de su victoria sobre España, Francia y Holanda sirvió de base a la
supremacía política y comercial que mantuvo durante tres siglos a tambor
batiente y bandera desplegada.

3. La transformación de la herramienta en máquina: su repercusión


en la industria, en la agricultura, en el transporte y en el comercio
El conjunto de cambios ocurridos en la estructura económica, en el régimen
de relaciones sociales y en la organización del trabajo de Inglaterra crea las
condiciones para la transformación de la herramienta en máquina. No
hubiera sido ello posible sin la acumulación previa de una gran masa de
capitales, la expropiación de la tierra a los campesinos, la venta del
patrimonio eclesiástico, la formación de un vasto conglomerado humano
carente de medios propios de vida, la subdivisión técnica del trabajo y la
ampliación del mercado. El proceso de extensión de la subdivisión técnica del
trabajo en la manufactura capitalista fue la fase preparatoria de la producción
maquinizada. La especialización del obrero en operaciones simples y
repetidas abrió amplias perspectivas a la fabricación de aparatos mecánicos
de estructura precisa y compleja. La necesidad de fabricar instrumentos
propios de trabajo se hizo imperativa a partir de la manufactura concentrada.
«Estos talleres –escribe Andrew Ure en su obra Philosophy of
Manufactures– desplegaban ante la vista la división del trabajo en sus
múltiples gradaciones. El taladro, el escoplo, el torno: cada uno de
estos instrumentos tenía sus propios obreros, organizados jerárquica-
mente según su grado de pericia.»

210
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

«Este producto de la división manufacturera del trabajo –concluye


Carlos Marx– producía, a su vez, máquinas. La máquina pone fin a la
actividad manual artesana como principio normativo de la producción
social. De este modo, se consiguen dos cosas: primero, desterrar la
base técnica en que se apoyaba la anexión de por vida del obrero a
una función parcial; segundo, derribar los diques que este mismo
principio oponía al imperio del capital.»

Si en la fase de la manufactura capitalista el punto de partida de la revolución


operada en el régimen de producción fue la fuerza de trabajo, en la gran
industria fue el instrumento de trabajo. En el curso de estas dos etapas
entrecruzadas de la historia social se produce precisamente la transformación
de la herramienta en máquina. No existe un criterio unánime en cuanto a las
semejanzas y diferencias entre ambos instrumentos de producción.

«La máquina y la herramienta –sostiene Birnie– se asemejan por


cuanto son instrumentos que permiten al hombre efectuar ciertas
operaciones más diestramente que con la simple mano. La diferencia
mayor está en que la herramienta es puesta en movimiento por la
fuerza física del hombre y la máquina por una fuerza natural, como el
viento, el agua o el vapor.»

Este criterio ha sido usualmente impugnado por matemáticos y mecánicos.


Unos y otros acostumbran a definir la herramienta como una máquina simple
y la máquina como una herramienta compuesta. No establecen distinciones
de ninguna índole entre ambas. Se componen unas y otras de las mismas
potencias y unas y otras poseen la misma estructura. Suelen considerar
máquina incluso a la palanca, al plano inclinado, al tornillo y la cuña.

Es indiscutible que toda máquina, por compleja que sea, se asemeja, por estar
compuesta de las potencias más simples, a las demás herramientas; pero,
como observa Marx, «esta definición es inaceptable desde el punto de vista
económico, pues no tiene en cuenta el elemento histórico». También resulta
insuficiente la distinción propuesta por Birnie. Se llegaría por este camino al
absurdo de considerar una máquina el arado por tracción animal y una
herramienta a la primitiva máquina de hacer mallas. La índole de la fuerza
motriz no afecta a la naturaleza del instrumental. La herramienta se
transforma en máquina «sólo cuando pasa de la mano del hombre a pieza de
un mecanismo». El hombre sigue siendo el motor primordial; pero, una vez
puesta en movimiento, la máquina adquiere vida propia, se emancipa del

211
Raúl Roa

hombre y repite mecánicamente las mismas operaciones que antes ejecutaba


el obrero con otras herramientas semejantes. La máquina se distingue,
finalmente, de la herramienta, por su composición compleja y delicada y su
alto grado de mecanización y detallamiento.

La transformación de la herramienta en máquina constituye el punto de


partida técnico de la revolución industrial. El progreso del maquinismo se vio
obstaculizado, en un principio, por la dificultad de encontrar una fuerza
motriz apropiada. La baratura del viento corría pareja con su inconstancia. El
agua estaba estrictamente limitada por razones de lugar. No se inventan los
ríos ni los saltos de hulla blanca a medida del deseo. Las alternativas de la
fuerza hidráulica, en los molinos que se movían por impulsión mediante
palancas, contribuyó, sin embargo, a «centrar la atención hacia la teoría y la
práctica del grado de impulsión, que luego había de tener importancia tan
enorme en la gran industria». La cuestión quedó definitivamente resuelta con
la aplicación del vapor a la máquina. El vapor ofrecía ventajas obvias sobre el
agua y el viento. Podía ser creado en el sitio preciso y en la proporción en que
se necesitara. La invención de la máquina de vapor representa, por eso, el
hecho central de la revolución industrial.

La revolución industrial se manifiesta inicialmente en la industria textil de


algodón. No en balde era la más importante de Inglaterra por su vasto
mercado ultramarino de consumo. El creciente auge de esta industria y su
incapacidad técnica para continuar satisfaciendo la enorme demanda de
tejidos de algodón obligó a los manufactureros del ramo a interesarse por el
perfeccionamiento del herramental utilizado. Se excitaron con premios a los
inventores de nuevos expedientes mecánicos para la filatura y el tejido de
telas de algodón. Múltiples artesanos familiarizados con instrumentos
complejos –relojes, molinos de agua, telares automáticos– se pusieron a la
obra. La fabricación de maquinaria quedaría a cargo del hombre de ciencia
muchos años más tarde.

La maquinaria voladora del mecánico John Kay fue el primer mejoramiento de


importancia en la industria textil de algodón. Su objetivo era acelerar el
proceso productivo del tejido. El progreso obtenido, en la intensificación y
aceleramiento del trabajo, generalizó rápidamente el invento de Kay. No
demoraría el ritmo de desarrollo de la demanda de hilaza en sobrepasar
largamente la capacidad de producción de los hilanderos. Esta circunstancia
obligó a los manufactureros a mejorar el proceso técnico del hilado.

212
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

En 1765, un tejedor, James Hargreaves, construyó un pequeño hilador


mecánico, que se movía a mano y podía trabajar simultáneamente con
dieciocho husos. La introducción del hilador mecánico de Hargreaves en el
proceso del hilado produjo cambios sustantivos en la industria y un
desplazamiento de dieciocho trabajadores por cada aparato.

Las deficiencias técnicas de los primeros inventos fueron sucesivamente


superadas por la máquina de agua de Arkwrigth, el huso mecánico de
Crompton y la máquina de hilar de Cartwright. Los progresos obtenidos en la
industria del algodón repercutieron en otras ramas de la industria y
apresuraron el advenimiento de la fábrica como centro de producción. En
1790 existían en Inglaterra alrededor de 150 fábricas de hilados de algodón,
empleándose en algunas hasta 600 obreros. Estas fábricas estaban situadas
en las riberas de los ríos del norte y occidente de Inglaterra. La producción de
hilados y tejidos de algodón alcanzó, en breve tiempo, colosales dimensiones.
Basten, por vía de ejemplo, estas cifras: en 1764 Inglaterra importó 3.970.000
libras de algodón; en 1789, 32.476.000; en 1799 la importación de algodón
alcanzó 48.000.000 de libras; en 1821, 137.000.000. El proceso de mecanización
de la industria textil se completa al finalizar el siglo XVIII. Los tejedores a
mano supervivieron, precariamente, durante algún tiempo. Ya en la primera
mitad del siglo XIX se habían extinguido. Análogo proceso se operó en la
industria de lana, jersey y seda.

Las limitaciones provenientes de la utilización de la fuerza hidráulica en la


industria fabril determinó la necesidad de aplicar un elemento propulsor que
pudiera resolver el problema. Sobremanera interesante es la historia de los
que le desbrozaron el sendero a James Watt. El más antiguo intento que se
conoce de aprovechar la fuerza motriz del vapor es el aparato de Herón de
Alejandría. No trascendió este, en realidad, la tosca categoría de un barrunto
frustrado. Siglos después los mecánicos europeos ensayan la fabricación de
dispositivos enderezados a imprimir movimientos a ruedas mediante la
energía producida por la combustión de la madera o del carbón en los hornos.
Leonardo da Vinci, Jacobo Leupold, Jacob de Strada y Vittorio Zoncahan han
descrito prolijamente este tipo primitivo de motor. Un mecánico italiano,
apellidado Branca, diseñó en 1629 una rueda movida por la fuerza motriz del
vapor engendrada en una caldera. Este aparato contiene ya en sí los
elementos constitutivos de la turbina moderna. Ninguno de estos intentos
tuvo realización práctica alguna.

213
Raúl Roa

No es menos cierto, sin embargo, que todos se proponían, como afirma


Danilevsky en su Historia de la técnica, la fabricación de un motor térmico
rotativo e iban abonando el terreno sobre el cual surgiría la máquina de
vapor. Los intentos posteriores de Ramsay, Worcester, Armenton y el abate
Hautefeille contribuirían extraordinariamente al desarrollo de la minería.

Fue a Denis Papín a quien cupo la gloria de haber aplicado, por primera vez, la
fuerza motriz del vapor para mover un pistón con un émbolo. Su célebre
marmita llena toda una época de la historia de las invenciones mecánicas. La
máquina de bombear agua de las minas, construida por Newcomen sobre el
principio de Papín, se difundió enseguida por toda Inglaterra. Sus defectos
técnicos y sus limitaciones serían subsanados por James Watt al adaptar el
pistón en un movimiento rotatorio capaz de hacer girar una rueda o impeler
maquinaria con cualquier fin.

No era Watt un simple obrero especializado. Sus conocimientos de física,


química, mecánica y matemática están a la altura de su época. Había
laborado como mecánico, en la Universidad de Glasgow, en la época en que
enseñaban en sus aulas el economista Adam Smith, el químico Blake y el físico
Robinson. Proverbiales eran sus dotes de organizador y su sentido de la
responsabilidad en el trabajo. Su perfeccionamiento de la bomba de Newcomen
y sus constantes investigaciones y experimentos le habían proporcionado
crédito y prestigio entre los manufactureros ingleses.

La máquina de vapor de Watt, culminación de un largo y complejo proceso en


el que intervienen múltiples factores individuales y colectivos, es la primera
máquina de radio universal que se conoce. Su fuerza propulsora, creada en su
propio seno, se alimentaba con carbón y agua.

«El gran genio de Watt –afirma Marx– se acreditó en la especificación


de la patente expedida a su favor en abril de 1784, en la que su
máquina de vapor no se presenta como un invento con fines
especiales, sino como un agente general de la gran industria. En esta
patente se alude a empleos, algunos de los cuales, como el martillo de
vapor, por ejemplo, no llegaron a aplicarse hasta más de medio siglo
después.»

En 1780 Watt aplicó, por primera vez, la fuerza motriz del vapor en un telar
de Nottingham. Ya en 1800 había más de trescientas máquinas de vapor en
operación.

214
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La construcción de maquinaria fue obligada secuela de la aplicación del vapor


a la industria. Esta nueva rama industrial requería el acarreo de grandes
cantidades de materia prima. La industria metalúrgica se vio inmediatamente
impulsada a efectuar cambios fundamentales en su estructura. El desarrollo
de la metalurgia hizo posible llevar hasta sus últimas consecuencias el
proceso de la técnica mecánica. En un principio afrontó esta nueva rama
industrial serias dificultades. La más importante de todas era, sin duda, la
escasez de combustible. Los bosques de Inglaterra se clarearon vertiginosa-
mente por el incremento gigantesco de la construcción de buques y el carbón
de leña comenzó a faltar. Enormes yacimientos de mineral de hierro
quedarían inexplotados durante varios años por la circunstancia señalada. El
descubrimiento del carbón de coke salvó a la industria inglesa de un
inminente colapso. En 1829 el carbón en bruto fue aplicado en gran escala en
Escocia. De esa sazón data la floreciente industria de hierro de Clyde. El
descubrimiento de la manufactura barata de acero en 1856 por Henry
Bessemer desplazó al hierro de la mayor parte de los usos industriales. El
desenvolvimiento de la industria siderúrgica produjo, a su vez, una demanda
progresiva de combustible; pero el reinado absoluto del carbón sería al cabo
sustituido por el polémico señorío del petróleo, esencia vital de la industria
moderna.
El proceso técnico alcanzado por la industria en los siglos XVIII y XIX provocó
una verdadera revolución en la agricultura, en los transportes, en el comercio
y en la organización del trabajo. La emancipación del campesinado de la
servidumbre feudal en la Europa occidental y la introducción de la maquinaria
en la agricultura transformó radicalmente las perspectivas del agro,
incorporándolo cada vez más al ritmo y estructura de la economía urbana. En
1804 se construyó la primera locomotora, en 1819 cruza el Atlántico el primer
buque de vapor, en 1825 hay ya un camino de hierro entre Stockton y
Darlington. Mucho antes que en España, el ferrocarril resoplaría en nuestra
campiña tiznando el paisaje con la rítmica erupción de su grotesca chimenea.
La conquista de la electricidad inicia una etapa de milagrería aún en plenitud
de posibilidades. En 1835 se establece el primer telégrafo eléctrico. A fines
del siglo XIX el cable submarino ha reducido el mundo de tal suerte que las
oscilaciones de la bolsa, los cambios políticos y las declaraciones de guerra se
conocen a raíz de haberse producido. En nuestro tiempo, el teléfono, el
cinematógrafo, la aviación, la radio, la televisión y el radar abren un nuevo
capítulo de la historia técnica de la humanidad cuya trascendencia apenas
puede vislumbrarse. La desintegración del átomo –proeza sin paralelo de la

215
Raúl Roa

ciencia moderna– sobrepasa, evidentemente, todos los triunfos del hombre


sobre la naturaleza.

«Alrededor de la transmutación atómica –afirma Paul Languevin– gira


un conjunto de descubrimientos cuya importancia puede compararse
con el descubrimiento del fuego y con la posibilidad de utilizarlo.»

En cuanto a lo que podría entrañar como fuerza creadora de bienestar y


progreso, baste decir que:

«una sola carga de 10 000 toneladas de uranio permitiría que Francia


tuviera, durante un siglo, una energía diez veces superior a la energía
eléctrica y térmica de que hoy dispone, lo que equivaldría a que cada
familia obtuviera el rendimiento del trabajo de 40 ó 50 esclavos sin
gasto alguno de alojamiento y manutención.»

La energía atómica sólo se ha aplicado hasta ahora a la destrucción y a la


muerte. Sobre su uso futuro se cierne hoy una interrogación pavorosa.

Las repercusiones de la revolución industrial en el tráfico de mercancías y


personas fueron igualmente extraordinarias. El comercio exterior vinculó a los
pueblos y redujo las distancias. La economía se internacionalizó. Las naciones
más apartadas dependieron, en plurales aspectos, de sus antípodas.
Proliferaron las áreas industriales, los centros fabriles se erizaron de torres
humeantes, florecieron los sindicatos. La profecía de Malthus era ya sólo una
pesadilla. La ley del rendimiento decreciente de la tierra se debía, no a la
tacañería de la naturaleza y al crecimiento en progresión geométrica de la
población, sino a deficiencias de la organización social. El nivel de confort
ascendió y se expandió. Se abarataron las mercaderías. El hombre común
participó de goces privativos antes a los privilegiados de la fortuna. El espíritu
científico se levantó a alturas insospechadas. La ilusión dieciochesca del
progreso indefinido parecía deslumbrante evidencia. Nunca fue tan
ostensible, por lo mismo, el contraste entre la riqueza y la pobreza y jamás
tan agudos y chocantes los desniveles.

«Cabría preguntar –escribe melancólicamente John Stuart Mill– si


todos los inventos mecánicos aplicados hasta el presente han facilitado
en algo los esfuerzos cotidianos de ningún hombre.»

La problemática de la miseria social, en una sociedad técnicamente pertrechada


para eliminarla, quedaba planteada en dramáticos términos.

216
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

4. Consecuencias sociales inmediatas de la revolución industrial


Las terribles condiciones de existencia que la revolución industrial impuso a
amplias zonas de la sociedad derivan, principalmente, de la formación de un
proletariado industrial y rural dependiente del alquiler de su fuerza de
trabajo. No es exclusivo de este período de la historia la reducción a la
indigencia de grandes masas humanas. En tiempos anteriores ha habido toda
clase de gente sin medios propios de vida, mendigos y vagabundos; pero la
población trabajadora en la Alta Edad Media «estaba firmemente incorporada
en el organismo social por su pertenencia a las corporaciones, por los
derechos de posesión de la tierra o por la servidumbre hereditaria». La vasta
muchedumbre humana que laboraba en la gran industria naciente no tenía,
en cambio, por lo común, perspectiva alguna de ascender a una posición más
estable. Su subordinación a la demanda de trabajo y a las alzas y quiebras del
mercado era absoluta. La ley de la competencia dictaba soberanamente el
interés del patrono y sus relaciones con el obrero.
«Los individuos que pertenecían a la clase trabajadora –observa
Heirich Herkner– semejaban náufragos, que nadando en el mar se
ahogan tan pronto como les falten las fuerzas. En cambio, los
propietarios eran como navegantes que van seguros en los barcos y
nada temen aun cuando sus fuerzas personales faltan.» «El desarrollo
de la maquinaria –escribía Goethe– me tortura y me angustia. Avanza
como una tormenta lentamente; pero ya ha tomado una dirección y ha
de llegar a alcanzarnos. Todavía perdura en nuestra mente el recuerdo
de la alegre vida que habéis visto estos días y de la cual os dio gran
testimonio ayer la ataviada multitud que por todas partes se
apretujaba. Pensad que, poco a poco, todo eso ha de desaparecer y
morir, y que la llanura animada y poblada durante siglos ha de recaer
en su primitiva soledad.»

El dramático espectáculo ofrecido por este enorme conglomerado humano


sin otros medios de subsistencia que su propia fuerza de trabajo es, sin duda,
un hecho radicalmente nuevo en la historia. Sismondi lo advertirá antes que
nadie.

«El cambio fundamental que ha sobrevivido en la sociedad, en medio


de la lucha universal por la competencia, ha sido –afirma– la
introducción del proletariado entre las condiciones humanas; del
proletariado cuyo nombre, tomado de los romanos, es antiguo, pero
cuya existencia es totalmente nueva.»
217
Raúl Roa

Nunca hasta la revolución industrial, había existido, en efecto, una clase social
que, siendo jurídicamente libre, estuviera económicamente sometida al
interés y al arbitrio de otra.

«La creación de un proletariado rural e industrial –sentencia Birnie– es


la consecuencia social de mayor importancia y, puede agregarse, la
más desafortunada de la revolución industrial.»

La apropiación por el capital de las fuerzas de trabajo sobrantes, el


desplazamiento del hombre y la utilización de la mujer y del niño en las
actividades fabriles, la prolongación de la jornada de trabajo, la intensificación
de este y la caída del nivel de los salarios fueron las consecuencias sociales
inmediatas de la revolución industrial. Nada pudo el proletariado frente a
estas condiciones de existencia que la burguesía en ascenso le imponía. La
relación entre patrono y obrero se fundaba, en esta época de tajantes
desniveles y contrastes, en el contrato libre de trabajo. En múltiples ocasiones
la compraventa se efectuaba en términos leoninos para los asalariados. A
veces:
«la demanda de trabajo infantil se asemeja incluso en la forma a la
demanda de esclavos negros y a los anuncios que solían publicar los
periódicos norteamericanos».
«Me llamó la atención –consignaba en un informe oficial un inspector
de fábrica inglés– un anuncio publicado en el periódico de una de las
ciudades manufactureras más importantes del distrito, que decía
literalmente así: “Se necesitan de doce a veinte muchachos que no
sean demasiado jóvenes para que puedan pasar por chicos de 13 años.
Jornal: 4 chelines a la semana.”»
La explotación del trabajo de la mujer y del niño llegó a asumir dimensiones
brutales en este período. El salario que una y otro recibían era, por lo regular,
la mitad del correspondiente a un obrero adulto en cuanto a la primera y
cuatro o cinco veces inferior en cuanto al segundo. La transcripción que sigue
da una idea del grado en que se utilizaba el trabajo de la mujer y del niño:
«En 1815 las mujeres constituían el 56% de los obreros empleados en
la industria textil del algodón y en la industria del lino el porcentaje de
las mujeres ascendía al 70%. En 1834 en 380 fábricas de hilados y
tejidos en Escocia había en un total de 46.825 obreros, 13.720
menores de 13 a 18 años de edad y 7.400 niños menores de 13 años,
no obstante la ley fabril que lo prohibía expresamente.»

218
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

En su libro The Industrial Revolution in the XVIII Century, Paul Mantoux refiere
que en las fábricas inglesas se empleaban niños de cuatro años y se les
obligaba a trabajar a fuerza de látigo.

«Desde luego, –advierte Mantoux– no en todas las fábricas se


registraban tales horrores, aun cuando el maltrato de los obreros, sin
excluir a los menores de edad, era lo más generalizado en la Inglaterra
de fines del siglo XVIII.» «El excesivo trabajo –agrega Mantoux–, la falta
de descanso y de sueño y la naturaleza misma de los trabajos a que se
forzaba a los niños en el período crítico del crecimiento eran suficientes
para arruinar su salud y deformar sus cuerpos convirtiéndolos
tempranamente en cargas sociales. No podía ser más frugal ni más
pobre la alimentación; en ciertas regiones se vieron grupos de niños
lidiando con los cerdos para arrebatarles la bazofia. Los patronos no se
preocupaban tampoco de la salud de los obreros.
Las enfermedades profesionales eran endémicas. El primer caso de
factory fever aparece en Manchester en 1834 y pronto invade los
distritos industriales causando innumerables víctimas.»

En su obra De Inglaterra y los ingleses, el economista liberal Juan Bautista Say,


epígono de Adam Smith y paladín de la libre empresa, estampa, significativa-
mente, que:

«un obrero, según la familia que tiene y a pesar de los esfuerzos dignos
a menudo de la más alta estima, no puede ganar en Inglaterra más que
las tres cuartas partes, y muchas veces tan solo la mitad, de la cantidad
que necesita para sus gastos imprescindibles».

El libro de Federico Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, es


una de las más severas denuncias que jamás se hayan hecho de la
depauperación moral y material de la clase obrera en la etapa subsiguiente a
la revolución industrial.

«La fábrica –se lee en el Gentleman Magazine– puede considerarse


como una mezcla de males morales, higiénicos, religiosos y políticos.
En las grandes manufacturas la corrupción humana acumulada en
grandes masas parece incubar una fermentación que la exaspera a un
grado de malignidad no igualada en el infierno.»

219
Raúl Roa

La situación de la mujer trabajadora, desde 1750 a 1850, ha sido exhaustiva-


mente estudiada por Ivy Pinchbeck en su monografía Women Workers and
Industrial Revolution.

En cuanto a Francia, no le va en zaga a Mantoux el doctor Villerme en su


escalofriante informe a la Academia de Ciencias Morales y Políticas de París y
en su documentada obra Cuadro del estado físico y moral de los obreros.

«En algunos establecimientos de Normandía –dice– el látigo de nervio


de buey, destinado a azotar a los niños, figura en el telar del hilador
entre el número de los instrumentos de trabajo.»

Pero las fuentes más inmediatas y fidedignas de esta época ominosa del
capitalismo moderno siguen siendo los informes oficiales de los inspectores
de fábrica ingleses. De sus escrupulosas investigaciones extrajo Carlos Marx la
inexpugnable colección de cifras y hechos en que se apoya el capítulo que
dedica a la materia en El Capital.

Fueron tales los abusos originados por la revolución industrial que la Cámara
de los Comunes se vio obligada a tomar partido en el asunto. No lograría
modificar fundamentalmente la oprobiosa situación imperante. La ley
propuesta por Robert Owen, reduciendo la jornada trabajo de la mujer y del
niño, promulgada en 1819 –verdadera piedra miliar en la historia de la
legislación obrera– se burló por los patronos durante muchos años. La voz
generosa de Lord Macaulay se alzaría en el parlamento condenando este
estado de cosas y exigiendo del poder público una intervención urgente para
remediarlo.

«El hombre que no puede ofrecer sino la propiedad insustancial de su


trabajo a cambio del producto real y efectivo de la propiedad raíz y
cuyas diarias necesidades requieren para su sustentación diario
trabajo – advertía en su libro State of the Poor, Morton Eden, discípulo
de Adam Smith–, tiene que estar, necesariamente, a merced de su
patrono por la naturaleza de las condiciones en que vive.»

La actitud de la novel burguesía industrial inglesa frente a los sufrimientos y


penurias de la clase obrera está gráficamente expresada en esta anécdota
que recoge Mantoux:

«“¿Qué haremos ahora?”, –inquirían conturbados de su patrono unos


obreros despedidos. Y aquel se limitó a responder flemáticamente:
“Las leyes naturales decidirán.”»
220
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

No es posible detenerse ahora en un examen a fondo del problema de la libre


contratación del trabajo a la luz de una concepción humanista y democrática
del derecho. Baste recordar, a propósito, la polémica sostenida por Macaulay
al proponerse la limitación de la jornada de labor en la Cámara de los
Comunes. Los adversarios de esta medida aducían que la duración de la
jornada de trabajo y las condiciones del salario eran de la exclusiva competencia
de las partes contratantes. Macaulay, para refutar esta argumentación, citó el
proyecto sobre reglamentación higiénica de la vivienda presentado al
parlamento por el conde de Lincoln. Según el avisado estadista, un propietario
de Manchester podría impugnarlo con idéntico razonamiento de esta suerte.

«A su señoría, el conde Lincoln, no le gustan las casas que carecen de


desagüe. Cree su señoría que sus alcobas son sucias; nadie lo obliga a
dormir en ellas. Use su señoría de su libertad, pero no restrinja la de
sus vecinos. Yo puedo hallar muchas familias que paguen gustosamente
un chelín mensual, porque las deje vivir en lo que su señoría llama un
cobertizo propio para bestias. ¿Y por qué no he de cobrar yo el chelín
que quieren darme voluntariamente? ¿Y por qué ellos no han de tener
el abrigo que yo les proporciono por un chelín? ¿Por qué envía, su
señoría, sin mi permiso, a un hombre para que blanquee mi casa
obligándome así a pagar lo que yo no le he mandado a hacer? Mis
inquilinos juzgan que la casa está bastante limpia para ellos, o si no, no
hubieran sido inquilinos míos, y si ellos y yo estamos satisfechos, ¿por
qué se mete su señoría entre nosotros, hollando arbitrariamente todos
los principios del libre cambio?»

Esta argumentación era la misma, en sustancia, que la empleada por los


oponentes a la limitación de la jornada de trabajo.

«Si el conde de Lincoln me permite que yo lo defienda –continuó


Macaulay– contestaré a la objeción de este modo: Yo prefiero la sana
doctrina del libre cambio. Pero vuestra doctrina es una caricatura de la
sana doctrina. Nada tendríamos que ver con los contratos celebrados
entre su señoría y sus inquilinos, si estos contratos afectaran sólo a
intereses pecuniarios. Pero algo más que intereses pecuniarios está en
juego. Concierne a la comunidad que no viva la mayoría de la gente de
un modo que hace a la vida miserable y breve, que debilita el cuerpo y
corrompe la inteligencia. Si por vivir en casas que parecen zahúrdas
contrae gran número de ciudadanos gustos groseros; si se han
familiarizado tanto con la suciedad, la hediondez y el contagio, que se

221
Raúl Roa

esconden sin repugnancia en agujeros que revolverían el estómago a


un hombre limpio por costumbre, esto será una prueba más de que
hemos descuidado nuestros deberes y una razón más para que ahora
los cumplamos.»

Y concluyó de esta guisa:

«Si no limitáis la jornada, sancionaréis el trabajo intenso que empieza


demasiado pronto en la vida, que continúa por luengos días, que
impide el crecimiento del cuerpo y el desarrollo del espíritu, sin dejar
tiempo para ejercicios saludables y para el cultivo intelectual, y
debilitaría todas esas cualidades que han hecho grande a nuestro país.
Nuestros jóvenes sobrecargados de trabajo, se convertirán en una raza
de hombres débiles e innobles, padres de una prole aún más débil e
innoble, y no tardará mucho el momento en que la degeneración del
trabajador afectará desastrosamente a los intereses mismos a que
fueron sacrificadas sus energías físicas y morales.»

Estas palabras de Macaulay debían inscribirse, con áureos caracteres, en el


frontispicio de la moderna legislación del trabajo.

5. La protesta obrera contra el maquinismo

No tardaría en manifestarse la protesta de la clase obrera contra la


explotación del trabajo y las condiciones sociales de vida subsiguientes a la
revolución industrial. En los finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, se
produjo una viva inquietud en las fábricas y se vertebraron numerosos grupos
en defensa de sus intereses y aspiraciones. Varios de estos grupos se
pronunciaron en favor del inmediato restablecimiento del régimen corporativo;
pero la mayoría se mostró partidaria de luchar por la supresión de las
máquinas, el derecho de coalición y la extensión del sufragio. En el orden
político, este movimiento tuvo su más caracterizado órgano de expresión en
The London Corresponding Society, fundada por el zapatero Thomas Hardy y
el poeta John Thelwall. Las ideas políticas y sociales de William Olvilgie,
Thomas Paine, Patrick Colquhon, William Worsdworth, Samuel Taylor
Coleridge, Charles Hall y William Godwin influyeron en la formación y
desarrollo de la agitación obrera y popular de la época. Gran difusión y
predicamento obtuvo entonces el libro de Godwin An Enquire Concerning
Political Justice. Los miembros de The London Corresponding Society eran, en
su mayor parte, «menestrales, obreros manuales y tenderos, que abonaban
222
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

semanalmente un penique». Se organizaron numerosas filiales compuestas


cada una de veinte personas. Filósofos como Horne Tooke, revolucionarios
como Thomas Paine, poetas como William Blake y vegetarianos como John
Ritson, se sintieron atraídos por este movimiento y participaron en sus
campañas. Edmund Burke, el teórico por antonomasia de la contrarrevolución,
le salió al paso a The London Corresponding Society. Después de fugaz y
accidentada existencia, la Sociedad fue disuelta por el gobierno en 1799, se
pretextó de haber estado estrechamente ligada a los jacobinos franceses.
Las crisis económicas originadas por las guerras napoleónicas agudizaron
hasta la exasperación la protesta social en Inglaterra. La agitación obrera
culminó en acciones directas contra las máquinas, muchas de las cuales
fueron destruidas. Ya las postrimerías del siglo XVII habían presenciado
frecuentes sublevaciones contra los aparatos mecánicos y sobre todo contra
el molino de cintas. Su inventor fue perseguido enconadamente y estrangulado
al cabo en Danzig. Fueron tan graves los disturbios suscitados por el molino
de cintas que fue prohibido en Leyden y en Colonia por las autoridades
municipales. En diversas regiones de Alemania, fue quemado en la plaza
pública.

«Esta máquina, que tanto ruido armó en el mundo entero –escribe


Marx–, era en realidad, la precursora de las máquinas hilanderas y
textiles y, por tanto, de la revolución industrial del siglo XVIII. Por
medio de ella, un muchacho inexperto en el trabajo textil podía
accionar todo el telar sin más que empujar una palanca; una vez
perfeccionada, esta máquina tejía de 40 a 50 piezas al mismo tiempo.»

Motines, incendios de fábricas y destrucción de máquinas caracterizan la


historia social de Inglaterra en los albores del siglo XIX. Es ya célebre, en este
sentido, el movimiento luddita. Su denominación proviene del calcetero
inglés Ned Ludd que, habiendo hecho añicos en cierta ocasión el telar en que
trabajaba como protesta contra el bajo nivel de su salario, dio lugar a que se
generalizase el dicho «hagamos lo que Ludd». En 1811 los ludditas constituían
ya un núcleo extenso y dado abiertamente a la violencia. Numerosas
máquinas fueron destruidas o dañadas en nombre de Ludd.

El movimiento adquirió tal fuerza expansiva y demoledora que en 1812 el


parlamento aprobó una ley decretando la pena de muerte para los
destructores de máquinas. Lord Byron, el gran poeta romántico, pronunció un
inflamado discurso al discutirse esta ley en la Cámara de los Comunes. Estas
fueron sus palabras finales:
223
Raúl Roa

«Aún reconociendo, como es obligado, que estos excesos toman ya


proporciones amenazadoras, no puede negarse que obedecen a un
estado de miseria jamás conocido. Yo, que he recorrido el teatro de la
guerra en la península ibérica, que he estado en algunas de las
provincias más agobiadas de Turquía, no he visto jamás, ni bajo el más
despiadado despotismo de un gobierno mahometano, tanta anónima
miseria como he encontrado, al regresar de mi viaje, dentro de las
fronteras de este país cristiano. ¿Y cuáles son vuestros remedios?
Después de varios meses de pasividad y de otros cuantos meses de
actividad todavía peor, aparece, por fin, el grandioso específico, la
hierbecilla que no ha fallado jamás a ningún médico de Estado desde
los tiempos de Dracón hasta nuestros días: la pena de muerte. Pero,
¿es que, aun prescindiendo de la injusticia tangible y de la falta de
fundamento de la causa que la motiva, no hay ya bastantes penas de
muerte en nuestras leyes? ¿No hay bastantes cuajarones de sangre en
nuestros códigos que todavía queréis derramar más, hasta que los
cielos griten y clamen en contra nuestra? ¿Son esos los remedios con
que queréis curar a un pueblo hambriento y desesperado?»

En esta misma época, Byron escribió una vibrante proclama comparando a los
ludditas con los héroes de la independencia hispanoamericana y el poeta
Shelley compuso su Prometeo encadenado y su Marsellesa proletaria. Las
afinidades políticas y sociales de este último con William Godwin han sido
admirablemente esclarecidas por Henry N. Brailsford. «Intentar comprender a
Shelley sin la ayuda de Godwin, –afirma– es una tarea casi tan inverosímil
como leer a Milton sin conocer la Biblia.»

Motines contra las máquinas se organizaron en casi toda Europa en la


primera mitad del siglo XIX. En 1840, se produjo en Alemania un movimiento
semejante al luddita entre los tejedores silesianos. Gerard Hauptmann ha
escrito sobre el tema uno de los dramas más intensos del teatro
contemporáneo.

La madurez política de la clase obrera explica este tipo elemental de protesta.


No es la máquina, en sí misma, la responsable de su infortunio, sino la
relación social que la gran industria demandada establece entre la máquina y
el hombre que la trabaja. La máquina esclavizadora, que adapta el ritmo
orgánico al ritmo mecánico de sus pistones y poleas engendrando la fatiga
social y el automatismo idiotizante, anida en su entraña la máquina
liberadora, la máquina amiga, creadora de riqueza, bienestar y justicia.

224
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Tiempo habría de pasar antes de que el obrero supiera discernir la maquinaria


de su empleo y los medios materiales de producción de su forma social de
explotación. En su ulterior desarrollo, el proletariado, al transformarse de
clase en sí en clase para sí, se enfrentará con el régimen industrial adoptando
formas adecuadas de organización y de lucha y obteniendo al cabo el
reconocimiento de sus derechos políticos, sindicales y humanos y múltiples
demandas encaminadas a mejorar sus condiciones sociales de vida en punto a
higiene, educación, despido, maternidad y vejez. A ese resultado contribuyen
también eficazmente la difusión y arraigo de las doctrinas sociales y su
incorporación a los idearios de los partidos políticos.

6. Expansión y características del capitalismo moderno: teorías de


Edwin R. A. Seligman, Werner Sombart, Max Weber y Henri Sée
La revolución industrial impulsó vigorosamente el desarrollo de la forma
capitalista de producción, circulación, distribución y consumo de la riqueza.
Inglaterra fue también el país de Europa en que este proceso asumió su estilo
clásico de expresión. En 1815, todavía, como observa J. H. Hobson en su obra
The Evolution of Modern Capitalism, «la especialización geográfica era
incompleta, la exportación relativamente pobre y el trabajo no estaba
representado por cifras elevadas». Tres décadas más tarde la organización
capitalista de la industria había ya triunfado en toda la línea. La concentración
industrial y el maquinismo constituyen los mecanismos centrales de la vida
económica inglesa. Se establecieron miríadas de sociedades anónimas y por
todas partes afloraron instituciones de crédito y organizaciones bancarias. De
1822 a 1850 se fundaron más de 600 compañías de seguros, abastecimiento
de agua, gas, minas, canales, puertos y ferrocarriles, representando un capital
de 500.000.000 de libras esterlinas. Entre 1833 y 1836 se establecen 72
bancos en Inglaterra y 10 en Irlanda. En 1841 se promulgó una ley fijando en
10 horas la jornada de trabajo. El movimiento cartista llegaría a su apogeo en
los umbrales de la revolución de 1848.

Mucho más lento fue el progreso del capitalismo en Francia. Si la gran


revolución había modificado sustantivamente la estructura jurídica, política y
social, la organización económica quedó, en cambio, lastrada por las formas
de producción sobrevivientes del antiguo régimen. La razón de este retraso se
debió, en buena parte, a la escasez de combustible y a la larga serie de
guerras y perturbaciones que subsiguen a la revolución, con el consiguiente
drenaje de los recursos económicos del país y la quiebra del imperio colonial y

225
Raúl Roa

del comercio marítimo. En Bélgica el proceso evolucionó con ritmo más


acelerado. Ya en 1870 Bélgica es uno de los baluartes del capitalismo
europeo. El proceso capitalista comenzará propiamente en Alemania
mediando ya el siglo; pero su ritmo se intensificará por días a partir del
Imperio, fruto legítimo del «carbón y del hierro» al decir de Bismarck. Viena
fue, durante largo tiempo, el único centro financiero importante de la
monarquía austríaca. Rusia permaneció hasta las postrimerías del siglo XIX
configurada y regida por intereses y fuerzas típicamente feudales. En la
Europa oriental y en Italia, España y Portugal el desarrollo capitalista era
sobremanera lento ya muy avanzado el siglo XIX.

Desigual fue la evolución del capitalismo en Estados Unidos. A partir de 1825


empezó a propagarse en las regiones del norte el sistema fabril. No se
explotarían hasta muchos años después los ricos yacimientos de carbón y
hierro. Europa seguiría abasteciendo a Estados Unidos de artículos manu-
facturados. Las energías creadoras del pueblo norteamericano se volcaron
impetuosamente en la colonización interior del vasto territorio y en la audaz y
jugosa aventura del Far West. En los estados del sur, dedicados principalmente
al cultivo del algodón, imperaba un gran atraso técnico y la relación de
trabajo se basaba en la esclavitud. Un siglo más tarde Estados Unidos dejaría
atrás en su portentoso desarrollo económico a todos los pueblos del orbe. El
proceso de perfeccionamiento y expansión del maquinismo y el alto nivel de
tecnificación a que ha llevado su aparato industrial puede medirse por el
número de patentes de invención concedidas por el gobierno de año en año.
En la década de 1790 a 1800, 276; en la década de 1850 a 1860, 25.087; en la
década de 1890 a 1900, 234.956, y en la década de 1926 a 1936, 491.676. La
mayoría de estas patentes de ingeniería han contribuido a mejorar la
maquinaria, incrementar su rendimiento y engrosar el ejército industrial de
reserva. Si el descomunal desenvolvimiento industrial ha convertido a Estados
Unidos en el país más rico y poderoso del mundo, le ha creado una multitud
de complejos problemas nacionales e internacionales. La creciente supedi-
tación del hombre a la máquina y las relaciones sociales en general se han
venido enmarañando extraordinariamente y se han planteado problemas tan
espinosos como el de la penuria en la abundancia, el cierre masivo de fábricas
y el aumento del paro forzoso, sobre todo en los años inmediatamente
anteriores a la administración de Franklyn D. Roosevelt.

El capitalismo entra ya en franco proceso de expansión internacional al


tramontar la pasada centuria. Su adolescencia fue tarda y penosa, su
juventud desconcertante y audaz, fácil y dinámica su madurez. En nuestro
226
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

tiempo, el capitalismo ha adoptado una forma preponderantemente financiera


y monopolista, unciendo la industria, la agricultura y el comercio al señorío de
la banca y de la gran empresa. Vivimos en la era del trust. No puede negarse
que el sistema capitalista de corporaciones ha contribuido, en gran medida, al
progreso económico y técnico de la sociedad contemporánea. Sin una rápida
movilización del capital en gran escala, no hubiera sido posible la construcción
de ferrocarriles, la fabricación de carreteras, la explotación de la naturaleza y
el desarrollo en masa de empresas industriales, agrícolas y mercantiles, lo
cual se ha traducido socialmente en el abaratamiento de las mercancías y en
el mejoramiento general de las condiciones de vida.

No menos cierto que lo antedicho es que el altísimo coeficiente de desarrollo


en la producción, en la técnica y en la concentración capitalista está destru-
yendo, progresivamente, la pequeña propiedad, el pequeño comercio y la
pequeña industria. Según estadísticas del gobierno de Estados Unidos, de las
333.000 corporaciones que en 1936 pagaban impuestos sobre utilidades en
ese país, las 200 más poderosas regían virtualmente su vida económica. Estas
corporaciones representaban el 40% de las entradas netas de la nación y el
45% de sus activos brutos. Las reformas sociales y económicas del New Deal
intentaron poner coto a esta patológica concentración de riqueza y de poder
propia de una estructura imperial y no de una república democrática.

Nada original hemos aportado, ni era nuestro propósito, al caracterizar el


capitalismo moderno a la luz de los hechos. Veamos ahora, sumariamente, las
principales teorías que se han elaborado para explicarlo a la luz de su
naturaleza. La primera investigación sistemática del régimen capitalista la
realizó Carlos Marx en su magno libro El Capital. No resulta este el sitio
adecuado para exponerla. Será objeto del tratamiento correspondiente en el
capítulo relativo al socialismo marxista. En esta ocasión, nos ocuparemos,
exclusivamente, de las teorías del capitalismo desarrolladas por Edwin R. A.
Seligman, Werner Sombart, Max Weber y Henri Sée. Seligman ha intentado
apresar, en una perspectiva de conjunto, los caracteres generales del
capitalismo desde el punto de vista de su forma, de sus relaciones y de su
espíritu. Según el gran economista norteamericano, el capitalismo es «la
forma de vida económica que pone en manos de una clase específica el
control de todas las etapas del proceso de producción, desde la provisión de
la materia prima, hasta la venta en el mercado del producto acabado». El
capitalismo es, considerado como pura técnica, el economizador de trabajo
par excellence. Sobre esta base técnica se han construido las formas de la
industria moderna: producción en masa, estandarización e integración. La
227
Raúl Roa

producción en masa ha viabilizado –escribe Seligman– «la regulación de la


producción total y la reducción del costo, de modo que con cada disminución
del precio se alcanza continuadamente un nuevo estrato de consumidores».
La estandarización es el correlato de la producción en masa. Al fabricarse los
productos en serie, se reducen los precios, se generaliza el consumo y
se multiplican la riqueza y el bienestar. Ni la producción en masa ni la
estandarización pueden desarrollarse sin la integración de la industria, que
tiene su más alta expresión en los cartels y en los trusts.

En contraste con las formas del capitalismo moderno, están las relaciones que
el mismo genera: la competencia, el pago de jornales y el mercado. La
competencia es el alma del comercio y su objetivo es comprar barato y
vender caro. Bajo el capitalismo el obrero no tiene más medio de subsistencia
que el jornal que el patrono le abona a cambio de su trabajo. Está
radicalmente desvinculado de la propiedad de los instrumentos de producción.
Capitalista y proletario son categorías sociales distintas y separadas. «La razón
de ser del socialismo –afirma Seligman– estriba en este hecho indubitable.» El
capitalista, por último, produce para el mercado. La demanda efectiva es la
que le interesa y no la demanda social.

El espíritu capitalista se manifiesta bajo un triple aspecto: individualismo,


deseo de ganancia y cálculo. No es nuevo en la historia el individualismo
como estado colectivo de conciencia y estilo de vida; pero ha sido el régimen
capitalista, fundado en la propiedad privada y en el libre juego del interés
personal, el que le ha dado un prodigioso estímulo al identificar el éxito
económico con el esfuerzo propio y el espíritu de empresa. El deseo de
ganancia es consustancial al sistema. No se mueve una tuerca de este si no va
impelida por aquel deseo. Y nada se escatima en la consecución de ese
propósito. Esta es la razón del taylorismo y del fordismo, la introducción de
métodos eficientes y racionales en la actividad productiva. En un sentido más
amplio –concluye Seligman– «el espíritu moderno puede decirse que consiste
en la aplicación de cálculos más exactos en el logro de los resultados
apetecidos.»

Para Werner Sombart, el capitalismo se funda en «la posesión privada de


valores de toda índole, incluyendo entre ellos los medios de producción,
como materias primas, herramientas, fábricas e instalaciones». El proceso de
su evolución histórica ha «conducido a la producción de mercancías en gran
escala, reuniendo bajo una dirección única, y en una obra común, múltiples
energías individuales».

228
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La forma de producción capitalista exige la concentración de millares de


obreros en las fábricas y en las minas; pero ese mismo proceso evolutivo es el
que hace

«que todos los trabajadores reunidos para laborar en común no


tengan las mismas relaciones jurídicas con los medios de producción
que emplean. Los unos son los propietarios de estos medios y esta
propiedad de los medios de producción les confiere el derecho de
dirigir los trabajos y de disponer del fruto de los mismos. Los otros, es
decir, la gran masa privada de recursos, carece de toda propiedad
sobre los medios de producción y esto los obliga a buscarse el sustento
ofreciendo a los propietarios de esos medios, a cambio de una
retribución, la fuerza de sus brazos, esto es, lo que constituye su única
propiedad».

De esta situación, de hecho, surge, según Sombart, el contrato libre de


trabajo.

«Mediante este contrato, –dice en su ya clásico libro The Modern


Capitalism– el obrero desposeído se compromete con el propietario de
los medios de producción a realizar un trabajo determinado a cambio
de determinado jornal. Fácil es comprender, teniendo en cuenta que
toda producción estriba en la unión del trabajo del hombre con los
factores materiales de ella, que la forma de producción capitalista se
diferencia de todas las demás por el hecho de que en ella los dos
factores de la producción, se hallan representados por grupos separados
que necesitan reunirse para que resulte un obra útil –lo contrario de la
organización artesana, en que el trabajador es, al mismo tiempo,
propietario de los medios de producción– y además porque la unión
antedicha se realiza por el libre acuerdo, por el contrato libre de
trabajo, circunstancia que lo distingue aún, por ejemplo, de la forma
de producción basada en la esclavitud, en la cual también se observa la
diferencia entre dos grupos sociales distintos.»

El afán de lucro y el nacionalismo económico «son los principios que rigen


esta organización económica e imprimen su sello peculiar a la vida social
moderna». La actividad productiva se endereza siempre a valorizar o
incrementar el capital que se aplica a la producción: la caza del beneficio es el
objetivo céntrico del sistema. Este afán de lucro es lo que explica que:

229
Raúl Roa

«toda la actividad mental del sujeto económico –el capitalista, el


propietario de los medios de producción– o de sus agentes retribuidos
se ejercite en dar a la producción una forma racional lo más adecuada
posible a las condiciones en que el proceso económico y técnico se
desarrolla.»

La clase social que representa los intereses del sistema capitalista es la


burguesía. Esta se compone, en primer término de «los sujetos económicos
directos, los iniciadores de empresas capitalistas, los patronos, a los cuales
viene a agregarse en nuestras sociedades modernas un gran número de
personas interesadas en su prosperidad». En la burguesía, Sombart incluye,
además, los siguientes elementos: a) Todas «aquellas personas que tienen o
podrían tener una posición económica independiente que reconocen el
principio de la explotación, del nacionalismo económico y de un régimen
jurídico de libertad de contratación a aquel acomodado». Forman también
parte de este grupo «un pequeño número de personas que, al parecer, son
artesanos, y, entre los agricultores, los modernos colonos». b) Todas «las
entidades económicas dependientes; pero que al mismo tiempo actúan como
colaboradores o representantes de empresas capitalistas y la mayor parte de
las veces tienen también un interés directo en su éxito económico. En esta
categoría pueden incluirse directores, abogados y jefes que perciben un tanto
por ciento en los grandes negocios».

El polo opuesto de la burguesía es el proletariado. Si se aspira a penetrar en la


esencia de esta clase social, es indispensable desechar –advierte Sombart–,
«esa imagen de chusma mal vestida que suele despertar esta palabra en
quien no ha leído a Carlos Marx». La palabra proletario –precisa– «se emplea
hoy, con independencia de su significación primitiva, en un sentido técnico
para designar la clase social que se halla al servicio y cobra un salario de las
empresas capitalistas y que es, en consecuencia, el objeto del sistema». No
debe confundirse esta clase social con todos los desposeídos. A ella
pertenecen, exclusivamente, «el conjunto de los trabajadores asalariados
libres, es decir, todas aquellas personas cuyos intereses respecto a las
empresas capitalistas en que laboran no son los mismos que los de las
entidades designadas antes como aburguesadas». Según Sombart, el haber
incluido en la clase obrera núcleos sociales que le son ajenos, fue lo que llevó
a Marx a sostener, erróneamente, «que el movimiento proletario es el
movimiento independiente de la inmensa mayoría, el interés de la mayoría
inmensa». Lo que caracteriza al proletariado no es su miseria absoluta sino su
miseria específica.
230
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

De esta miseria específica y del resentimiento que subconscientemente lo


emponzoña, al verse preterido en el reparto de los frutos cosechados con su
sudor y su brazo, brota su voluntad de subvertir el régimen capitalista y su
afán de poder. Las doctrinas socialistas disidentes del capitalismo y, sobre
todo, el socialismo marxista, adoptan como punto de partida, en el terreno de
la acción política, ese contraste objetivo, que tiene su fundamento, no en
condiciones naturales y permanentes, sino en particularidades de la organiza-
ción social, en la esencia del régimen económico predominante.

«Contra la naturaleza –postuló Hegel– nadie puede sustentar un


derecho; pero en el estado de sociedad toda deficiencia representa
una injusticia inferida a una u otra clase social.»

Max Weber ha expuesto su teoría del capitalismo en varios de sus libros; pero
su más acabado desarrollo se encuentra en su Historia económica general. No
es tarea fácil resumirla. El pensamiento del insigne sociólogo alemán suele
expresarse en forma densa y en apretados conceptos. En cuanto a claridad de
exposición y a primores de estilo, deja bastante que desear. Su arisca
terminología y su prosa concentrada han dificultado sobremanera su
traducción al español. Basta adentrarse en su monumental obra Economía y
sociedad para percibir enseguida el menoscabo que sufren sus ideas al
verterse a otra lengua.

Según Weber:

«existe el capitalismo dondequiera que se realiza la satisfacción de


necesidades de un grupo humano con carácter lucrativo y por medio
de empresas, cualquiera que sea la necesidad de que se trate;
especialmente decimos que una explotación racionalmente capitalista
es una explotación con contabilidad de capital, es decir, una empresa
lucrativa que controla su rentabilidad en el orden administrativo por
medio de la contabilidad moderna, estableciendo un balance».

Han existido varios tipos de organización económica en que la satisfacción de


sus necesidades han sido en parte capitalista, en parte artesana o señorial.
Génova es un típico ejemplo de economía «que cubrió una porción de sus
necesidades públicas, las referentes a la guerra, por el procedimiento
capitalista de las sociedades anónimas». Sólo puede decirse «que toda una
época es típicamente capitalista cuando la satisfacción de las necesidades se
halla, conforme a su centro de gravedad, orientada de tal modo, que si
imaginamos eliminada esta clase de organización queda en suspenso la
231
Raúl Roa

satisfacción de aquellas». Distintas formas presenta el capitalismo en los


diversos períodos de su historia; pero «la satisfacción de las necesidades
cotidianas por medios capitalistas sólo es peculiar de Occidente, y aun en los
países que lo integran resulta cosa natural desde la segunda mitad del siglo
XIX». Las manifestaciones del capitalismo en tiempos anteriores «son simples
prodromos e incluso las pocas explotaciones capitalistas del siglo XVI hubieran
podido ser eliminadas de la vida económica de aquel entonces sin que
sobrevinieran transformaciones catastróficas».

Weber sostiene que la «premisa general para la existencia del capitalismo


moderno es la contabilidad racional del capital como norma para todas las
grandes empresas lucrativas que se ocupan de la satisfacción de las
necesidades cotidianas». Estas empresas necesitan, a su vez, para su
desenvolvimiento y auge, un conjunto de condiciones previas que Weber
enuncia y examina prolijamente: apropiación privada de todos los bienes
materiales de producción, libertad mercantil, mecanización de la producción,
del transporte y del cambio, codificación del derecho, trabajo libre,
comercialización de la economía y representación de los bienes patrimoniales
por medio de valores transferibles.

A fin de proporcionarle un sustrato empírico a su teoría, Weber revisa los


hechos externos del desarrollo capitalista, las primeras grandes crisis de
especulación, el libre comercio al por mayor, la política colonial desde el siglo
XVI hasta el XVIII, la evolución de la técnica de explotación industrial y el
desarrollo de la ideología capitalista. La propalada tesis de Sombart, según la
cual «la influencia de metales preciosos puede considerarse como motivo
único originario del capitalismo», es objetada por Weber. Ni tampoco acepta
la extendida opinión de que «entre las condiciones decisivas para el
desarrollo del capitalismo occidental figura el incremento de la población». A
su juicio, el capitalismo surgió en las ciudades industriales del interior de
Europa y resultó favorecido por las guerras, el afán de lucro y la boga del lujo
a partir del Renacimiento.

«Lo que en definitiva creó el capitalismo –afirma Weber– fue la


empresa duradera y racional, la contabilidad racional, la técnica
racional, el derecho racional, la ideología racional, la racionalización de
la vida y la ética racional en la economía.»

232
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

También discrepa Weber de Sombart en la responsabilidad que este atribuye


a los judíos en la formación del espíritu capitalista. El aporte fundamental de
los judíos al capitalismo fue «la hostilidad hacia la magia». Los gérmenes del
capitalismo moderno –dice Weber– «deben buscarse en un sector donde
oficialmente domina una teoría económica hostil al capitalismo, distinta de la
oriental y la antigua: el protestantismo, que puso efectivamente la ciencia al
servicio de la técnica de la economía».

«Mientras la clase trabajadora se conformaba con su suerte –concluye


Weber– pudo prometérsele la buenaventuranza; pero, una vez
desaparecida la posibilidad de este consuelo, tenían que revelarse
todos los contrastes que se advierten en una sociedad que, como la
nuestra, se halla en pleno crecimiento.»

Henri Sée niega, rotundamente, que la simple existencia de capitales haya


constituido la sociedad capitalista. La acumulación de capitales es, desde
luego, una condición indispensable; pero era necesario al par que esa masa
de capitales se originara en el comercio en gran escala e influyera sobre su
ritmo, volumen y alcance. El capitalismo comercial dio «por fuerza nacimiento
al capitalismo financiero, el cual contribuyó a una nueva acumulación de
capital al provocar una circulación más activa de mercancías y dinero». Factor
fundamental en la evolución del capitalismo fue «la necesidad de dinero cada
vez mayor de los grandes principados y monarquías». No cabe ya duda que
«la creación del crédito público ha contribuido grandemente al desarrollo de
las grandes potencias financieras que surgieron en la aurora de los tiempos
modernos». Los grandes descubrimientos geográficos derramaron sobre
Europa cuantiosas riquezas acelerando la evolución del capitalismo. La
supeditación posterior del capitalismo comercial y financiero al capital
industrial da origen al capitalismo moderno que se «distingue de los demás
regímenes económicos por la movilidad de los capitales y las sociedades por
acciones, el perfeccionamiento de la organización del crédito y la banca y la
transformación de los medios de comunicación y transporte lograda por la
máquina de vapor».

«Si el capitalismo puede considerarse como responsable de muchos


sufrimientos, acaso durante el prolongado período de su formación
más que en su pleno florecimiento –resume Sée en un juicio de valor–
hay que reconocer que ha sido también un instrumento de actividad
intelectual y de emancipación. Esta es, sin duda, la razón principal de
que Italia en el siglo XIV, y los Países Bajos en los albores de los

233
Raúl Roa

tiempos modernos, hayan sido el asiento de las ciencias, las letras y las
artes, y también de que el Renacimiento fuera tan floreciente y
fecundo. No es menos significativo que en el siglo XVI Holanda haya
producido un Rembrandt y un Ruysdael, y que haya sido un centro de
actividad científica y de libertad intelectual, y un asilo y refugio de
perseguidos políticos y de hombres de pensamiento.»

El triunfo del capitalismo es el triunfo de la burguesía como clase. La


Revolución francesa y el establecimiento del régimen democrático–cuajo
político del proceso de transformación social y económica que se produce a lo
largo de los siglos XV, XVI, XVII, y XVIII– proporciona al régimen capitalista el
conjunto de ideas que lo fundamentan y legitiman. La concepción individualista
de la convivencia es la doctrina social del capitalismo clásico, del capitalismo
en su fase ascendente, del capitalismo que tiene en la época victoriana su
hora de apogeo y de ilusión.

Los problemas y situaciones que la forma de producción capitalista plantea a


la clase obrera y sus repercusiones generales en la estructura de la sociedad
moderna condicionan y configuran la cuestión y el movimiento sociales de
nuestro tiempo y constituyen el obligado abrevadero de las doctrinas
sociales. El problema de la sobrevivencia del capitalismo es tema preferente
de la teoría económica y del debate profano en estos días azarosos que
vivimos. Su inestable y compleja situación salta a la vista y las dudas sobre su
supervivencia se filtran ya incluso, como observa Adolph A. Schumpeter, en
los círculos más optimistas de la opinión conservadora. No tienen otro
objetivo que asegurarle la existencia, mediante la ampliación de sus bases
sociales y la regulación del proceso económico, las investigaciones teóricas y
las actividades prácticas de John Maynard Keynes y su escuela. La identidad
inicial entre capitalismo, liberalismo y democracia determina la seria crisis
que afronta hoy esta última, agravada por las posiciones antidemocráticas
adoptadas por vastas zonas del socialismo y los movimientos totalitarios. De
toda suerte, resulta indiscutible que, no obstante sus contradicciones,
injusticias y deficiencias, el capitalismo moderno representa una fase superior
de desarrollo y de progreso generales en relación con los regímenes económicos
precedentes. Su mayor grandeza se cifrará siempre en haberle suministrado a
la sociedad el instrumento capaz de sojuzgar la naturaleza y ponerla a su
servicio.

234
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

7. El hombre y la técnica

La expansión de la vida material en beneficio de las clases humildes durante


las últimas décadas no tiene precedente en la historia. No es menos cierto, sin
embargo, que aún sigue planteado el problema de la miseria social en una
sociedad armada de todos los instrumentos para definitivamente abolirla.
Absoluta ha sido la victoria del hombre sobre la naturaleza. En el pórtico
radiante del reinado de la razón, la técnica y la democracia, Renato Descartes
lanzó esta profecía:

«En lugar de esa filosofía especulativa que se enseña en las escuelas es


posible encontrar una filosofía práctica gracias a la cual, conociendo las
acciones del fuego, del agua, del aire, de los astros, de los cielos y de
todos los otros cuerpos que nos rodean, tan distintamente como
conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, las podríamos
emplear de la misma manera para todos los usos adecuados y
hacernos así dueños y señores de la naturaleza.»

Nunca predicción alguna tuvo tan cumplida realización. La naturaleza es hoy,


cuatro siglos después del Discurso del método, materia dócil en las manos del
hombre. El mundo de las cosas inanimadas ha sido radicalmente desencantado
por la ciencia, que se yergue retadora sobre el polvo del exorcismo, del
talismán y de la alquimia. Nada más distante de la magia –aunque parezca
mágico– que el proceso de la desintegración del átomo. No cabe ya discutirlo.
En el camino de la conquista y aprovechamiento de la naturaleza, el progreso
ha sido lineal y vertiginoso; pero, en la propia medida en que la naturaleza iba
entregando sus secretos se fue hechizando paradójicamente el mundo de las
relaciones sociales. El racionalismo político y el optimismo progresista, que
alumbraron la ruta de la burguesía en su hora de plenitud, se ven hoy
agredidos, como observa Ernest Cassirer en su libro El mito del Estado, por las
tendencias irracionales que se han apoderado de amplios sectores de la
conciencia colectiva. La fe en la razón y en la bondad ingénita del hombre
–punto de partida y ápice del liberalismo económico y de la democracia
individualista– hanse visto en gran parte suplantadas por el imperio de los
instintos y la creencia en la perversidad natural del hombre. Maquiavelo y
Hobbes han retornado vencedores del brazo de Hegel y Carlyle entre los
escepticismos disolventes de Rabelais y Montaigne. Hemos sido testigos de la
caída de muchedumbres enteras en abismos insondables. Nada cuenta ya,
para muchos, la dignidad de la persona humana. Abundan, desgraciadamente,
los que consideran que la libertad es un artilugio de la ilustración, el derecho

235
Raúl Roa

a la vida y al trabajo un lema, la soberanía popular una entelequia: «El Estado


es un Dios mortal.» La frase terrible de Hobbes, puesta dialécticamente en
marcha por Hegel, fue y sigue siendo la divisa del fascismo, que ha
sobrevivido a su derrota en el campo de batalla y se apresta a reaparecer por
otras vías y otros modos. Y es también la divisa del socialismo autoritario. Se
prescinde de la ética en la política, que se va reduciendo alarmantemente a
nudo arte para la conquista y goce del poder. No importa la inmoralidad de
los medios si conduce al fin perseguido. El culto a la violencia, al
providencialismo y a la frivolidad se abre paso y consagra.

En ese terreno abonado por la fatiga, el marasmo y la desilusión, se nutre


precisamente la diatriba contra la concepción racional de la vida a que hubo
ya de aludirse en los comienzos de este libro. De nuevo se arremete contra la
técnica y particularmente contra el maquinismo; pero, antes como ahora, de
lo que se trata es de reordenar las relaciones sociales a fin de que el hombre
recobre su «fertilidad perdida» e instaure su omnímodo señorío sobre la
técnica, cuya misión es manumitir el espíritu, subyugar la naturaleza,
propagar las luces y expandir la riqueza. La técnica dejará de ser una espada
de Damocles cuando la sociedad se planifique democráticamente para la
libertad sobre el primado de la justicia distributiva. Ninguna tarea más alta ni
más apremiante si efectivamente se aspira a «poner al hombre en el pleno
goce de sí mismo» y a establecer una convivencia cordial «con todos y para el
bien de todos».

«La consigna de rehumanizar al hombre–afirma Francisco Romero– no es una


consigna vana; ha sonado muchas veces en los últimos tiempos, sin gran eco
hasta ahora, y conviene que sea escuchada, pues no mira sino a reintegrar al
hombre en su dignidad original. Un humanismo a la moderna no debe
entenderse como un programa frívolo, como la divulgación de gente
anticuada y al margen de la vida, como una declamación de diletantes. Acaso
sea el programa más práctico entre todos los imaginables. El mero
humanismo debe partir de la idea o noción del hombre, de la comprobación
de aquello que lo distingue y singulariza, y debe al mismo tiempo poner a su
servicio todo el aporte válido de la civilización, de modo que se organice una
vida humana en el más alto y pleno sentido.»

236
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

IX
El canto de gallo de la democracia

1. El Siglo de las Luces y de las revoluciones

Si la revolución industrial condiciona la estructura económica y la índole de


las relaciones sociales del capitalismo moderno, la Revolución francesa,
coetánea y complemento suyo, vigoriza y afianza las formas políticas, jurídicas
y culturales del predominio de la burguesía como clase, desarrollando hasta
sus últimas consecuencias el proceso que inician el Renacimiento, el Estado
nacional, los grandes descubrimientos geográficos, el mercantilismo, la
reforma religiosa y las revoluciones inglesas del siglo XVII. Este descomunal
acaecimiento, que derriba la sociedad absolutista sustituyéndola por una
relación de poder fundada teóricamente en los derechos del hombre y del
ciudadano y en la soberanía popular, es el canto de gallo de la democracia,
del régimen constitucional y del sistema parlamentario, que generalizándose
durante el siglo XIX por las principales naciones de Europa y América,
configura y rige el destino ulterior de la modernidad hasta nuestros días, en
que los desniveles y contrastes originados por la concentración de la riqueza y
la creciente supeditación del poder público a la alta finanza y a las grandes
corporaciones han puesto en cuestión las bases mismas de existencia de la
sociedad capitalista. Nada de esto, sin embargo, menoscaba ni enturbia el
trascendental significado de la Revolución francesa en la historia de la
evolución política, social y espiritual del mundo. Su enorme contribución al
proceso de emancipación de la conciencia humana y al progreso general de la
sociedad sólo puede valorarse efectivamente adoptando como punto de
partida este hecho. No en balde la Revolución francesa ha pasado a la
posteridad con el apelativo de grande y el siglo XVIII con el sobrenombre de
Siglo de las Luces.

Podría rotularse también el siglo de las revoluciones. La ingente transformación


histórica de 1789 fue precedida, allende el Atlántico, por el alzamiento
revolucionario de las trece colonias inglesas, que obtienen al cabo de épica
brega su independencia nacional y sientan los fundamentos de una
organización social análoga a la que establecería la Revolución francesa. La
conexión entre uno y otro proceso es más profunda de lo que suele
suponerse. Ambos forman parte de la misma constelación histórico-social y
representan el ascenso de la burguesía al primer plano de la vida histórica.

237
Raúl Roa

Eso explica la sustantiva unidad de principios que muestran en sus


documentados capitales, el influjo de la teoría política y social inglesa en las
concepciones norteamericanas y la indeleble impronta que deja en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano el Bill of Rights del
estado de Virginia. Según George Jellinek, la génesis y la forma de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano hay que buscarlas en
los Bill of Rights de los estados de la Unión norteamericana y no en el
Contrato social de Juan Jacobo Rousseau. «La influencia de la revolución
norteamericana en la francesa –afirma– es notoria; ambos sucesos son,
ciertamente, momentos de una misma evolución política.»

Ningún pueblo ha alardeado tanto del impulso ideal que modeló sus orígenes
como el norteamericano. Ningún pueblo, sin embargo, «surgió jamás tan
claramente de un directo y consciente impulso material». Los peregrinos del
«Mayflower» pudieron imaginar, por constituir un grupo religiosa y
socialmente discrepante con su circunstancia, que venían a edificar en la
América del Norte la civitas terra puritana. No deja lugar a dudas en este
sentido el pacto solemnemente suscrito, entreviéndose ya la costa rizada de
espuma del nuevo y suspirado albergue:

«Nosotros, los abajo firmantes, habiendo emprendido, para gloria de


Dios y avance de la fe cristiana y honor de nuestro rey y país, un viaje
para establecer la primera colonia en la parte norte de Virginia, en
presencia de Dios pactamos y combinamos por el presente, mutua y
solemnemente, nuestras personas en un cuerpo político civil, para
nuestra ordenación y conservación y consecución de los fines
antedichos y en virtud de ello, para elaborar, constituir y construir
aquellas justas e iguales leyes, ordenanzas, actas, constituciones y
cargos que en el curso del tiempo se consideren más adecuadas y
convenientes para el bien general de la colonia, a las cuales
prometemos todos la debida sumisión y obediencia.»

Desde esta perspectiva teocrática se organizó la comunidad de Nueva


Inglaterra. La historia demuestra palmariamente que la causa determinante
de aquella emigración, afanosa de una sociedad limpia de impurezas y
limitaciones, era el resultado directo de la transformación agrícola e industrial
acontecida en Inglaterra en los siglos XVI y XVII.

238
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La comunidad puritana, fundada por los peregrinos del «Mayflower», traía ya


consigo la dualidad de desarrollo que habría de caracterizar la historia de las
trece colonias inglesas: la gran propiedad rural que se expande hacia el sur y
la estructura capitalista, liberal y democrática que se establece y propaga
hacia el norte y el este con un propósito consciente de poder político, libertad
religiosa y creación de riqueza.

«El seeker carolino y el teócrata jacobita –escribe Vernon Luis


Parrington en su libro Main Currents in American Thought– el demócrata
y el calvinista coloniales, el republicano fisiócrata y el financiero
defensor del capitalismo representan en forma concreta las diversas
tendencias primitivas norteamericanas; y alrededor de estos centros
mayores vendrían a formarse grupos menores en la gran lucha de
aquellos primeros años, que con el tiempo condujo al desconocimiento
de las doctrinas monárquicas y aristocráticas y a la ejecución atrevida
de un experimento político de alcance continental.»

La proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano el 12 de junio de


1776 por el pueblo de Virginia fue un acto de universal trascendencia. La
constitución promulgada en marzo de 1786 es un documento imperecedero
en la historia política de la humanidad.

«Esta constitución –afirma Bryce– supera a cualquiera otra constitución


escrita debido a la excelencia intrínseca de su plan, a su adaptación a
las circunstancias del pueblo, a la sencillez, concisión y precisión de su
lenguaje y a la formación juiciosa como fija los principios con claridad y
firmeza, en tanto que a la vez permite elasticidad en los puntos de
detalle.»

Pero el ritmo que presidió la compleja organización y el prodigioso desarrollo


de Estados Unidos fue fundamentalmente económico. Basta asomarse a los
debates de El Federalista en torno a la constitución para percibir la
preponderancia de las consideraciones económicas en el pensamiento
realista y pragmático de Hamilton, Madison y Jay, partidarios fervientes del
capitalismo industrial y de un poder federal fuerte y decidido. La corriente
liberal de raíz fisiocrática tuvo en Thomas Jefferson su más autorizado vocero.

Harto visible es la influencia de Montesquieu, Locke y Paine en el


pensamiento político y social norteamericano para que necesite ser
subrayada. Jefferson es el más brillante expositor de la teoría del Contrato
social y del derecho de resistencia a la tiranía. No ofrecen originalidad alguna
239
Raúl Roa

sus ideas. «Su mérito estaba –dice Raymond G. Getell– en adaptar las
concepciones de Sidney y de Locke a las condiciones de América.» Sus puntos
de vista fundamentales –igualdad humana, gobierno por consentimiento,
predominio de la agricultura– contribuyeron, en pareja medida, a la formación
de la conciencia democrática, a la independencia de la metrópoli y al
fortalecimiento de los intereses señoriales del sur. William A. Dunning ha
fijado magistralmente la postura de Jefferson en su obra A History of Political
Theories. Alexander Hamilton, la mentalidad más aguda y vigorosa de la
época, era partidario de la centralización administrativa, del libre juego de los
intereses capitalistas y del fomento dirigido de la navegación y del comercio.
Sus artículos de El Federalista demuestran su amplio y cernido saber en
materia política, administrativa, fiscal y financiera y su fina intelección del
curso y sesgo del proceso capitalista en Estados Unidos. James Madison
formuló una doctrina de la sociedad según la cual el origen de las pugnas
facciosas se debe a los diversos intereses y sentimientos que separan a ricos y
a pobres, a deudores y acreedores, a manufactureros y a comerciantes, a
jornaleros y a empresarios.

No escapó tampoco a la buída pupila de Madison, como observa Juan


Clemente Zamora en su libro El proceso histórico, la supuesta eficiencia de la
democracia para evitar los efectos de la desigualdad económica. Las
discrepancias y distinciones provocadas por la diversidad de opiniones,
propiedades y pasiones, no pueden desaparecer por decreto. Mucho más
rotundo y diáfano resultaría posteriormente Daniel Webster al examinar la
influencia ejercida por la riqueza en la determinación de las formas políticas.

«Me parece evidente –afirma– que, excepto cuando interviene la


fuerza militar, el poder político, natural y necesariamente, pasa a
manos de quienes tienen la propiedad. En mi opinión, una forma
republicana de gobierno descansa, tanto o más que en la constitución
política, en las leyes que regulan la transmisión de la propiedad.» «El
más libre de los gobiernos –dirá más tarde– no sería tolerable durante
mucho tiempo si la tendencia de sus leyes fuera crear rápidamente
una acumulación de riquezas en pocas manos, haciendo a la gran masa
de la población miserable y dependiente. En tales casos, el poder del
pueblo tiene que destruir los derechos de la propiedad, si no quiere
que la influencia de la propiedad limite y controle el ejercicio de la
autoridad popular.»

240
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Webster desentrañó meridianamente el origen económico de las instituciones


políticas norteamericanas.

«Nuestros antecesores de Nueva Inglaterra –escribe– no trajeron de


Europa grandes capitales; pero si los hubieran traído en nada hubieran
podido invertirlos. Llegaron a un país nuevo en el que no había aún ni
tierras arrendadas, ni arrendatarios que prestaran servicios. Los
conquistadores se hallaban todos en un nivel económico semejante.
Su situación requería la división y reparto equitativo de las tierras, y
puede asegurarse que este acto necesario determinó el carácter del
gobierno que establecieron. El tipo de sus instituciones políticas quedó
determinado por las leyes fundamentales que regían la propiedad.»

Pero nadie ha esclarecido tan agudamente los factores económicos


condicionantes de la historia social de Estados Unidos como Charles A. Beard.
Las dos interpretaciones clásicas de las instituciones políticas de Estados
Unidos siguen siendo La democracia en América de Alexis de Tocqueville y
The American Commowealth de James Bryce. Y habrá siempre que acudir a El
Federalista si se trata de aprehender el sentido de la teoría política y social
norteamericana en los días tumultuosos y promisores en que el gallo de la
democracia saludaba el alba de una nueva vida y de una nueva esperanza.

El Siglo de las Luces y de las revoluciones, que removió la conciencia universal


con las concepciones de Montesquieu, Vico, Voltaire, Jefferson, Diderot,
Quesnay, Hamilton, Condorcet, Madison, D'Alambert, Smith y Rousseau,
aportó también con Washington, Mirabeau, Dantón, Marat, Saint-Just,
Robespierre, Babeuf y Napoleón, valores imperecederos a la historia política,
social y militar de la humanidad. Rivalizan unos y otros en estatura humana y
en estilo de vida. Unos y otros atestiguan que el Siglo de las Luces y de las
revoluciones fue el más fecundo criadero de titanes del pensamiento y de la
acción que recuerdan los tiempos. Sus hazañas fueron dignas de Prometeo.

2. Significación del reinado de Luis XV en el proceso de la decadencia del


antiguo régimen

La Revolución francesa constituye, desde el punto de vista sociológico, el tipo


clásico de las revoluciones. Se puede precisar su curso nítidamente desde sus
orígenes hasta su violento desenlace. Mucho antes de que la gigantesca
conflagración ilumine el cielo de Francia y reduzca a pavesas el antiguo
régimen síntomas visibles acusan su gestación en el ámbito de las ideas.

241
Raúl Roa

Manifestaciones objetivas delatan el deterioro irremediable de los tejidos


vitales de la sociedad absolutista. Aún están lejos las barricadas y los sans
culottes; pero ya la fermentación popular y el estado de los espíritus
preludian el parto.

«Una generación antes –escribe Harold J. Laski– se predijo su


advenimiento. La gente percibía que estaba viviendo tiempos peligrosos;
más los preparativos de la explosión final fueron graduales y
acumulativos.»

El drama de la decadencia del antiguo régimen tiene en Luis XIV, Luis XV y Luis
XVI sus protagonistas más descollantes.

«Nada puede acaso indicar mejor el abismo que se había abierto entre
el monarca y los súbditos –observa sagazmente Kohn Bramstedt–
como la forma en que el populacho parisino reaccionó ante su muerte
respectiva.»

La de Luis XIV fue coreada, no obstante el soleado refulgir de su reinado, por


un trompeteo ensordecedor de maldiciones. La de Luis XV fue recibida por el
público con el escarnio y la befa de la caza y del amor, sus dos distracciones
favoritas. La de Luis XVI fue saludada, al subir al cadalso en 1793, con el grito
exultante de una democracia recién nacida: ¡Vive la Nation!

«Luis XVI –afirmó Kohn Bramstedt– ya no era la personificación, sino


meramente la sombra de una institución gastada, que había perecido
por la ceguera de sus defensores y la indolencia de las clases
elevadas.»

Fue, sin duda, el reinado de Luis XV el que tuvo una importancia decisiva en la
formación de la conciencia del Tercer Estado y en el desarrollo del espíritu
enciclopedista. No obstante la severa crítica de que fue objeto por Vauban y
Boisguillebert, La Bruyere y Saint-Simon, Claude y Bayle, Boulanvilliers y
Fenelón, la institución real mantuvo su esplendor y el respeto popular en la
época de Luis XIV. Cierto es que en este había alcanzado el absolutismo la
más alta concentración de poder personal de que tiene data la historia. ¿No
tuvo la osadía de proclamar que el Estado era él? Cierto también que su
reinado fue la palanca impulsora del renacimiento intelectual de Francia y del
apogeo de su crédito exterior. Voltaire no vacilaría en comparar la época de
Luis XIV con las épocas de Pericles, de Augusto y de los Médicis.

242
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

El reinado de Luis XV se caracterizó por el descrédito internacional de Francia


y el saqueo sistemático del tesoro en beneficio de la corona y de la nobleza.
La desproporción entre la pujanza económica de la burguesía y su impotencia
política se hizo evidente incluso a las clases privilegiadas. El poder absoluto se
agrietó profundamente y la dignidad del trono sufrió un radical quebranto. La
autoridad del régimen se mantuvo mediante la intimidación, el soborno y la
licencia. Luis XV no tenía otra preocupación que sus caballos, sus lebreles y
sus amantes. Madame Pompadour llegaría a regir, durante algún tiempo, los
destinos de Francia. Como gráficamente se ha dicho, el rey «no fue ya el amo,
sino el servidor de las clases ociosas».

Ni que decir tiene que semejante situación sólo podía darse en un estado
social cuyos mecanismos centrales se hubieran roto y en trance de
desmoronarse sus bases mismas de sustentación. De otro modo, no hubiera
pesado decisivamente, en el catastrófico derrumbamiento del antiguo
régimen, la mera estupidez, corrupción y frivolidad personales de Luis XV y de
Madame Pompadour. No son la causa de la decadencia y ruina del
absolutismo. Ambos son el efecto de esa decadencia y de esa ruina. Nada lo
demuestra más rotundamente que la cínica predicción de Luis XV: Apres
nous, le déluge.

3. Estructura y carácter de la sociedad absolutista


Un rápido análisis de la estructura política y administrativa de la sociedad
absolutista y de la posición de las distintas clases que la componían nos
permitirá precisar los factores determinantes de esa decadencia. La sociedad
absolutista se asentaba en una burocracia centralizada, que asume el efectivo
control de la vida pública de Francia a partir de 1614, fecha en que dejaron de
convocarse los Estados Generales. Alexis de Tocqueville ha caracterizado
admirablemente esta burocracia corrompida y omnímoda en su clásico libro
L’Ancien Régime. Los propios parlamentos, cuerpos representativos de las
clases privilegiadas, estaban uncidos a la voluntad del Conseil Royal, efectivo
regente del poder. El Conseil Royal, integrado por cuarenta miembros
escogidos en su mayoría entre los ministros de Estado y los favoritos de la
Corte, tenía amplias facultades y controlaba el régimen fiscal. Su figura
principal era el Controleur Général des Finances, que reunía en sus manos
las atribuciones de Ministro de Comercio, Agricultura y Orden Público.
Funcionarios capaces y honestos habían desempeñado este cargo en épocas
anteriores. Sirva de ejemplo Colbert. En el período inmediato a la revolución,

243
Raúl Roa

fue designado para ocuparlo Jacques Turgot, hombre de vigoroso carácter,


extraordinario talento, amplia cultura y espíritu progresista. Sus famosos
edictos aboliendo el sistema gremial y reformando el régimen tributario le
ganaron la admiración de los enciclopedistas, la repulsa de la nobleza, la
antipatía del Tercer Estado y la inmediata dimisión al perder el favor de la
corona. El Conseil Royal tenía jurisdicción, finalmente, sobre los intendants de
las provincias, que eran, según John Law, «los verdaderos gobernantes de
Francia».

En las vísperas de la revolución, imperaba la confusión, el peculado y el


desorden. La institución real de origen divino sirve ya sólo «para cubrir todas
las arbitrariedades, todos los despilfarros y todos los abusos». Los ministros y
los intendentes «son detestados en su mayoría y la centralización imperfecta
que personifican, lejos de fortificar a la monarquía, hace que se ponga en
contra de ella la opinión pública». Nadie ha descrito tan vívidamente el caos
administrativo de Francia en esa época como Albert Mathiez. Ya las
intendencias constituyen una rémora del progreso general de la nación. Ni
siquiera pueden precisarse las fronteras provinciales ni las que separan a
Francia de los pueblos limítrofes. Se ignora en dónde empieza y en donde
acaba la autoridad territorial del rey. El Sacro Imperio Romano-germano
sobrevive en algunos municipios. Hay regiones que «pagan tres veces, por
vecino cabeza de familia, a sus tres señores feudales: el rey de Francia, el
emperador de Alemania y el príncipe de Condé». La Provenza, el Delfinado, la
Bretaña y la Alsacia «invocan las viejas capitulaciones en méritos a las cuales
se habían unido a Francia y consideran, ufanándose de ello, que en sus
territorios el rey no es otra cosa que el señor, el conde o el duque». El reino
de Navarra se niega a designar su representación en los Estados Generales. Se
mezclan y confunden las viejas circunscripciones judiciales. Las diócesis
eclesiásticas «se entrecruzan a través de las fronteras políticas». Resulta
frecuente que sacerdotes franceses dependan de prelados alemanes y a la
inversa. «Francia –afirmaba Mirabeau– es un agregado inconstituído de
pueblos desvinculados.»

La imagen que ofrece la estructura social de Francia en la segunda mitad del


siglo XVIII es sobremanera compleja. No puede decirse todavía que ya estén
maduras las condiciones objetivas de desarrollo de la forma capitalista de
producción. Tampoco puede negarse que las fuerzas económicas en que se
apoyaba el antiguo régimen estaban ya en franco proceso de agotamiento.
Francia seguía siendo, en lo fundamental, una nación agrícola.

244
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La nobleza compartía con la corona y la jerarquía eclesiástica el señorío sobre


la tierra. La plebe nobiliaria, como la denominara acertadamente Mathiez,
integrada por los segundones que no habían podido ingresar en la milicia o en
la Iglesia,

«vegetaba ensombrecida en sus modestas y cuarteadas casas


solariegas, detestaba a la alta nobleza poseedora de los empleos de la
Corte, despreciaba y envidiaba a la burguesía de las poblaciones que
progresaba y se hacía rica en el ejercicio del comercio y de la industria,
defendía con aspereza sus últimas inmunidades fiscales contra los
ataques de los agentes del rey y se hacía más arrogante cuanto más
pobre y menos poderosa».

De los 26.000.000 de habitantes de Francia, sólo alrededor de 147.000


pertenecían a la alta nobleza. Esta reducida capa social, que poseía las tres
cuartas partes del territorio nacional, absorbía la quinta parte del
presupuesto del Estado, estaba exenta de impuestos, disponía a su antojo de
los puestos de la Corte, controlaba la oficialidad del ejército y disfrutaba de
jugosos emolumentos y numerosas sinecuras.

La caza, el juego, la prostitución, la intriga y el agio constituían la trama


fundamental de la vida de la Corte. No es raro que los cortesanos más
despiertos y ambiciosos se aburran de esa dorada molicie y aspiren a trocar el
papel de figurones por el desempeño de funciones más útiles y dignas. Las
ideas nuevas encuentran abono propicio en sus conciencias. A esa
constelación de inconformes pertenecen Lafayette, Custine, Vioméril, Lameth
y Dillon, que ofrendaron su brazo a la independencia de las trece colonias y se
opusieron luego al antiguo régimen. A la hora que se precisaba ofrendarlo
todo en la defensa del trono en peligro, la alta nobleza se presentaría
desunida, vacilante, escéptica y medrosa. Ya se había extinguido en su
espíritu la vertu que otrora le infundiera objeto y significado a las aristocracias
en la historia.

La jerarquía eclesiástica era dueña de una cuarta parte de las tierras


labrantías. Los cardenales, obispos y abades percibían una crecida renta anual
de sus diócesis y bienes. En 1789 todos los obispos de Francia, sin excepción,
eran nobles y vivían en la Corte. Parece obvio añadir que entre la jerarquía
eclesiástica y los humildes curas de misa y olla existía un profundo abismo. El
clero constituía, sin embargo, como estamento, un grupo orgánico y solidario
del régimen, compartiendo con la nobleza las responsabilidades y los frutos

245
Raúl Roa

de la explotación del paisanaje. Los propietarios del suelo ejercían derechos


feudales sobre los campesinos y las tierras que cultivaban en usufructo.

Los campesinos constituían la clase social más numerosa de la época y su


situación era el índice más expresivo de la bancarrota del antiguo régimen.
Según Arthur Young, cronista inglés que visitó Francia en los preludios de la
revolución existían cuatro categorías de personas vinculadas al régimen de la
tierra: los propietarios estrictamente feudales, los propietarios de pequeñas
parcelas, los colonos con renta en metálico y los cultivadores que sub-
arrendaban sus fundos en aparcería. Este último grupo era el más vasto.

«En Flandes, en Alsacia, en las riberas de Gerona y en la Gran Bretaña


–refiere Young– me he encontrado con habitantes que tenían bastante
para vivir. En la baja Bretaña encuentra uno incluso gente rica; pero la
mayor parte de los labriegos viven pobres y desdichados, debiendo
atribuirse esto al reparto de las tierras, por pequeñas que sean, entre
todos los hijos. Yo he visto, y no una vez sino muchas, repartos que
llegan hasta el punto de entregar a una familia, como único modo de
sustento, un árbol frutal y doscientos pies cuadrados de tierra.»

El campesinado estaba sometido, como clase, a un férreo sistema de


restricciones y cargas que le impedían un desarrollo económico independiente.
La mayor parte de sus ingresos iba a engrosar las arcas de la nobleza y del alto
clero. Solía habitar en chozas de barro. Su alimentación era escasa y
deficiente. Trituraba la carne de res sólo en las grandes solemnidades. El
azúcar le era prácticamente desconocido. Venía obligado a pagar anualmente
a los dueños del suelo ciertas cantidades en dinero o en especie. Debía
también pagar tributos si compraba alguna parcela de tierra o la transfería a
sus herederos. Impuestos especiales gravaban el transporte de sus frutos al
mercado por caminos y puentes. No podía efectuar la recolección de las
cosechas hasta tanto no lo hicieran los señores. Sus sembrados se
encontraban a merced de las partidas de caza organizadas por los nobles. A
estas obligaciones de tipo feudal se asociaban las impuestas por la Iglesia y la
mayor parte de las tasas nacionales. En el orden político y civil, carecía de
todos los derechos. «Los campesinos –concluye Mathiez– son las bestias de
carga de esta sociedad.» Su problema no tenía, pues, solución efectiva en el
antiguo régimen: su solución dependía de la subversión total de la sociedad
absolutista. De ahí que su destino estuviera directamente vinculado al destino
de la burguesía.

246
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La situación del artesanado era análoga a la anteriormente expuesta. En su


mayoría, estaba compuesto por trabajadores de la industria y de la
manufactura, por oficiales y aprendices de los gremios de arte y oficio. La
industria francesa no había logrado aún entrar, no obstante los esfuerzos de
Colbert y las demandas de los comerciantes, en pleno dominio de la
manufactura capitalista. Existían ya en París, en Picardía y en Lorena
numerosas manufacturas centralizadas; pero preponderaba todavía la
organización gremial del trabajo, la reglamentación mercantilista de la
producción y el taller doméstico. Muchos comerciantes trasladaron sus
industrias al interior de Francia para librarse de estas restricciones. La mano
de obra se reclutaba entre los campesinos desocupados. La industria rural y la
manufactura centralizada de las ciudades contribuyeron decisivamente a la
desintegración del artesanado. No tardaría en introducirse la máquina en la
industria textil y producir al par la transformación del artesano en jornalero.
Sobremanera duras fueron las condiciones sociales de vida de este en los
albores de la industrialización de Francia.

«En general –escribía un ministro de Luis XVI–, los salarios son demasiado
bajos y hay una gran masa de hombres víctimas de los intereses
particulares de unos cuantos. Los aprendices del gremio de sastres de
Marsella tienen derecho a declarar que viven en la desventura.»

Abundan los ociosos, los vagabundos y los mendigos. Los despidos y las
rebajas de salario son crónicos. Manifestaciones de protesta contra ese
estado de cosas se dejaron sentir en toda Francia. En abril de 1789 los
obreros de París destruyeron los talleres del fabricante Révaillon por haberse
negado a subir el salario durante el invierno. Los despilfarras de Luis XVI, las
concupiscencias de la Corte y las orgías de María Antonieta han colmado ya la
paciencia del pueblo.

Las trabas impuestas al desarrollo industrial perjudicaban principalmente a la


burguesía. El ámbito del mercado interno estaba limitado por la mínima
capacidad adquisitiva de la mayoría de la población. La burguesía se vio
obligada a constreñir su actividad creadora al abastecimiento de las clases
privilegiadas y a la manufactura de artículos de lujo para el extranjero. La
confección de telas de lino, algodón, lana y seda era la rama fundamental de
la industria francesa. Los jabones y perfumes, tan encarecidos entonces y
ahora por su calidad exquisita, encontraron amplia y creciente acogida en los
círculos adinerados de toda Europa. A esta forzosa reducción de su mercado
añádense los trastornos ocasionados por el progreso técnico de la industria

247
Raúl Roa

inglesa. Las mercancías británicas, mejor elaboradas y más baratas, compitieron


ventajosamente con las francesas, mermando considerablemente el volumen
del comercio exterior. La hostilidad de la corona a la burguesía la llevó a
suscribir un tratado comercial con Inglaterra en virtud del cual se reducían los
derechos de importación a los productos manufacturados ingleses en Francia
y se rebajan los aranceles al vino francés en Inglaterra. Este convenio,
enderezado exclusivamente a beneficiar los intereses de la nobleza, suscitó
una vigorosa protesta de la clase mercantil y un gran descontento en el
pueblo.
La fuerza social de la burguesía francesa dimanaba de su situación económica.
En los años inmediatamente anteriores a la revolución es ya dueña de la
riqueza mobiliaria y se ha fortalecido aún más con la continua adquisición de
tierras a los nobles y a la Iglesia. El núcleo principal de esta clase lo constituían
los comerciantes e industriales de Marsella, Burdeos, Lyon y Nantes,
enriquecidos con el comercio colonial, las operaciones bursátiles, el tráfico de
esclavos y las compañías por acciones. Su objetivo céntrico era la abolición de
las restricciones que embarazan el desarrollo de sus intereses industriales y
agrarios y el establecimiento de un régimen político que promoviese y
garantizara su libertad de acción en el campo económico. La porción más
numerosa la formaba la pequeña burguesía, que reclutaba a sus miembros en
el comercio al por menor, en el artesanado rural y en los obreros de las
ciudades. Era, conjuntamente con el campesinado, el estrato social más
revolucionario. La delgada capa superior de la burguesía se hallaba integrada
por banqueros y prestamistas, que eran los arrendatarios del tesoro público.
Su objetivo se ceñía a una reforma del sistema fiscal que asegurara
únicamente el cobro de sus deudas. La incompetencia y venalidad de la
administración era el blanco fundamental de su crítica. Su preocupación era la
bancarrota del Estado.
No sólo la burguesía se ha adueñado de los resortes fundamentales de la vida
económica y financiera de Francia. En el plano de la cultura ha logrado
apoderarse también de la conciencia social. Las condiciones estaban ya
maduras para la histórica empresa que derribaría la sociedad absolutista. A la
burguesía le corresponderá dirigirla arrastrando tras sí a todas las capas
urbanas y campesinas sojuzgadas por la monarquía, la nobleza y el alto clero.
«Los campesinos y todo el país –escribe Jean Jaures– se alzaron contra
el viejo régimen, no sólo por la miseria de la agricultura, sino también
porque ese régimen entorpecía el desarrollo inicial del capitalismo. Esa
fue la causa fundamental de la gran Revolución francesa.»
248
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

4. El iluminismo y el Tercer Estado: el antiguo régimen ante la razón

Signo inequívoco de la boga que ha adquirido en nuestro tiempo la concepción


irracional del mundo, de la vida y de la sociedad es el generalizado desdén a los
siglos XVIII y XIX incluso en círculos responsables de la filosofía y de las
ciencias sociales. De «superficial» suele motejarse al iluminismo y de
«estúpida» la época que gestó las más altas proezas intelectuales y técnicas
de la nuestra. José Ortega y Gasset es uno de los grandes culpables de ese
radicalismo de salón que hizo su agosto en las juventudes desorientadas y
escépticas de la preguerra. No es la primera vez que la concepción racional
del mundo, de la vida y de la sociedad se ve sometida a implacables
sanciones. Ya el romanticismo hubo de incoar juicio sumario a la ilustración.
La experiencia totalitaria ha sido el correlato político de esa postura
reaccionaria en nuestros días.

No se trata, en modo alguno, de pedirle al iluminismo respuestas para la


solución de nuestros problemas. Se trata, por el contrario, como ha dicho
Ernst Cassirer, de valorar objetivamente la ilustración prescindiendo del haz
de prejuicios que todavía impide su genuina estimación histórica.

«Me parece llegado el momento –afirma– de que nuestra época se


mire en el claro y luminoso espejo que le presenta la época de la
Ilustración. Muchas de las cosas que nos parecen hoy en día resultados
del progreso, perderán sin duda su brillo miradas en ese espejo, y otras
muchas de las que nos gloriamos, se ofrecerán desdibujadas y
dislocadas. Pero sería un juicio precipitado y una ilusión peligrosa
atribuirla a las imperfecciones del espejo, en lugar de buscar la razón
en otra parte. La consigna que Kant señala como lema de la ilustración
–¡Sapere ande!– se aplica también a nuestra propia relación histórica
con ella. En lugar de rebajarla y de mirarla despectivamente desde
nuestra altura, debemos osar el volvernos a medir y confrontarnos
internamente con ella. El siglo que ha contemplado y reverenciado en
la razón y en la ciencia la fuerza suprema del hombre no puede ni debe
estar pasado y perdido para nosotros; debemos encontrar un camino,
no sólo para contemplarlo como fue, sino también para liberar las
fuerzas radicales que le dieron forma.»

Mucho antes que Cassirer ya Hegel y Dilthey habían intentado la revalorización


filosófica del iluminismo con fecundos resultados.

249
Raúl Roa

Si se pretende juzgar al iluminismo desde una perspectiva filosófica, no puede


reducirse al «puro cuerpo doctrinal que elaboró y trató de fijar dogmática-
mente». En punto a las ideas que lo informan y a sus motivaciones
intelectuales más profundas, el iluminismo se ha concretado a recoger la
herencia cultural del inmediato pasado y a desarrollarla hasta sus últimas
consecuencias sobre una base antimetafísica y en forma omnicomprensiva;
pero esta manifiesta relación de dependencia con el optimismo renacentista y
el racionalismo cartesiano es sobrepasada por el iluminismo en la forma
totalmente nueva y singular que aporta al pensar filosófico. Incluso cuando ha
trabajado:

«con un material intelectual dado de antemano, como ocurre sobre


todo con su imagen científico-natural del mundo, y no ha hecho más
que construir sobre los fundamentos colocados por el siglo XVII, ha
dado, sin embargo, a todo lo que sus manos tocaron un sentido nuevo
y ha abierto un nuevo horizonte filosófico».

Cassirer ha precisado certeramente la posición del iluminismo en la historia


del pensamiento. Si bien es cierto que la ilustración comienza destruyendo la
forma del conocimiento filosófico, el sistema metafísico heredado, arreme-
tiendo contra el esprit de systéme, no lo es menos que acepta y utiliza
deliberadamente el esprit sistématique en su épico empeño de transformar
los conceptos abstractos en fuerzas activas.

«En lugar de encerrar la filosofía en los límites de un edificio doctrinal


firme –escribe Cassirer–, en vez de vincularse a unos axiomas deter-
minados, establecidos para siempre, y a sus consecuencias deductivas,
la ilustración se esfuerza en andar desembarazadamente y, en esta
marcha inmanente, trata de develar la forma fundamental de la
realidad, la forma de todo ser natural y espiritual.»

La filosofía representa así al espíritu «en su totalidad, en su función pura, en


su modo específico de indagar y preguntar, en su metódica y en su marcha
cognoscitiva». La ciencia natural se convierte en el soplo vivificador de la
historia, del derecho y de la política. Lo que singulariza al iluminismo es «el
uso que hace de las ideas filosóficas, el lugar que les asigna y la misión que les
encomienda». Aun va más lejos Cassirer.

250
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

«Cuando el siglo XVIII se designa soberbiamente a sí mismo como siglo


filosófico –afirma– la pretensión resulta justificada en la medida en que,
de hecho, a la filosofía se le restaura en su derecho primordial y se la
comprende en su sentido integral, clásico. No permanece aprisionada en
el círculo del pensamiento puro, sino que reclama y encuentra una salida
hacia ese orden más profundo del que, como pensamiento, surge
también todo el obrar espiritual del hombre y en que, según la convicción
fundamental de esta filosofía, tiene que fundarse. Se desconoce, por lo
tanto, el sentido de esta filosofía de la ilustración cuando, considerándola
una mera filosofía reflexiva, se intenta ponerla de lado. De hecho, el
sentido fundamental y el objetivo esencial de la filosofía de la ilustración
no se reducen a acompañar a la vida y a captarla en el espejo de la
reflexión. Antes bien, cree en la espontaneidad radical del pensamiento;
no le asigna un trabajo de mera copia, sino que le reconoce la fuerza y le
asigna la misión de conformar la vida. No se ha de contentar con articular
y poner en orden, sino que debe conjurar y realizar el orden, comprendido
como necesario, para mostrar en el acto mismo de la verificación su
propia realidad y verdad.»

No resulta ya admisible, desde el punto de vista filosófico, contemplar el


iluminismo como una «mera suma de doctrinas particulares». El contenido y
desarrollo de la filosofía del siglo XVII puede caracterizarse fácilmente en sus
distintos sistemas. No cuesta mayor esfuerzo aislar sus hilos conductores de
Descartes a Malebranche, de Spinoza a Leibniz, de Bacon y Hobbes a Locke;
pero «estos hilos conductores se rompen en el umbral mismo del siglo XVIII».
Ya el sistema filosófico, como tal, ha perdido su fuerza vinculatoria y
representativa. Ni siquiera Christian Wolff, que se ase desesperadamente a la
concepción sistemática, logra abarcar y comprender la problemática filosófica
de su época.

«El pensamiento de la ilustración –resume Cassirer– quiebra constante-


mente los límites rígidos del sistema y, en los espíritus más ricos y
originales, trata de sustraerse siempre al rigor de la disciplina
sistemática.
Su carácter y su destino no se manifiestan en la forma más clara y pura
cuando logra cuajar en cuerpos doctrinales, en axiomas y preceptos,
sino cuando la vemos trabada en la marcha del pensar mismo, cuando
duda y busca, cuando allana y construye. Cuando se escriba una
historia de la razón, cuyo ámbito trató de perfilar Kant, no se podrá
251
Raúl Roa

menos que destacar, por encima de todas las épocas que descubrió, la
primera, la autonomía de la razón y combatió apasionadamente por
ella, haciéndola valer y regir en todos los dominios del ser espiritual.»

No basta, sin embargo, a nuestro propósito, enjuiciar el iluminismo desde una


perspectiva meramente filosófica. El iluminismo fue también la piqueta
demoledora que manejó la burguesía en el plano de la cultura. La agitación
espiritual que precede a la toma de la Bastilla madura y cuaja la conciencia
política del Tercer Estado, suministrándole una clara visión de sus intereses y
de sus objetivos. El centro de la teoría política y social se desplaza de
Inglaterra a Francia, en donde, al calor de los hechos y de la especulación
filosófica, dilata sus horizontes y renueva su problemática desde Montesquieu
hasta los enciclopedistas.

Sobremanera importante fue el papel desempeñado por las controversias


teológicas en el proceso de formación de la conciencia burguesa. Bernhard
Groethuysen, uno de los más esclarecidos discípulos de Dilthey, ha dedicado
un denso y jugoso volumen a mostrar cómo la clase burguesa, con su
conciencia de clase y visión del mundo, es producto en buena parte de su
contraposición a las ideas y valores religiosos de la sociedad que pretende
derribar. La burguesía conquista en esa pugna sus propias ideas y sus propios
valores. Las formas de vida que podía ofrecerle la Iglesia se alzaban como un
obstáculo al pleno desarrollo de sus aspiraciones, intereses e ideales.
Necesitaba, pues, forzosamente, crearse una ideología propia en ríspido
disentimiento de las concepciones religiosas tradicionales.

«En tal ideología –escribe Groethuysen– se despliega la visión de un


mundo que se basta a sí mismo y en cuyos valores encuentra el
burgués la justificación de sus obras y de sus aspiraciones. Esa visión
del mundo se convierte en una parte integrante de la conciencia
burguesa, o mejor dicho, justamente con el desarrollo de esta nueva
ideología en su oposición a las viejas formas de existencia se torna el
burgués consciente de sí mismo.»

El hombre burgués posee una naturaleza histórica distinta a la de sus


antecesores mediatos e inmediatos. Difiere, sobre todo, del hombre
medioeval. No le interesa darle a su vida un sentido trascendente. Su patria
es este mundo terrenal que aspira a domeñar y regir para sí en nombre de
todos. De esa actitud brota, precisamente, su concepción laica de la sociedad
y del Estado. Pero, al propio tiempo que tiene clara conciencia de su peculiar

252
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

actitud ante el mundo y la vida y de sus tajantes discrepancias con la Iglesia,


la nobleza y la corona, acepta y cultiva hábilmente en beneficio propio la fe
ingenua del pueblo. Como los iluministas, aboga denodadamente por la moral
laica y por la ciencia para sí; pero propugna y defiende la religión para los
demás.

«No cabe negar que la religión –decía Rivarol– es útil para la


conservación del orden social establecido. La propiedad está mucho
más segura bajo el amparo de la religión que bajo el de una moral laica
emancipada.» «Cuando más sumido esté el pueblo en la miseria y la
aflicción a consecuencia de los impuestos elevados –escribía Necker–
tanto es mayor también la necesidad de darle una educación religiosa.»

Esta pragmática dualidad de postura ante la religión culminaría paradójica-


mente en Voltaire. Al emanciparse socialmente, la burguesía se emancipa
también de la coyunda de la religión positiva; pero sigue utilizando sus
dogmas en defensa del orden social establecido por ella.

En la última mitad del siglo XVIII resulta fácil advertir que Francia está ya en
trance de parto. Las contradicciones entre el ancíen régime y el Tercer Estado
no parecían tener otra salida que un choque violento. Se acentúa, por
instantes, la presión de las ideas nuevas. Como observa Laski, la sociedad
absolutista no estaba ya en condiciones de resistir el reto. La polémica
expresiva de esa aguda tensión social se mantiene todavía, sin embargo, en el
plano de las ideas. El Tercer Estado protesta, acusa y demanda; pero aun no
ha decidido marchar a paso de carga sobre los bastiones del absolutismo. Se
limita a cuestionar, a través de sus teóricos, todo lo existente. Pocas veces
régimen social alguno fue tan severamente enjuiciado. El principio monárquico
se salvó en parte, durante algún tiempo, de la embestida dialéctica. No es
propiamente hasta 1789 en que se le vitupera y desahucia. Al ingresar en la
Asamblea Nacional aún Maximiliano Robespierre era monárquico. La Iglesia,
en cambio, fue combatida a sangre y fuego. Los derechos de la nobleza, la
base económica del régimen, la corrupción administrativa, la tradición feudal
sobreviviente en las costumbres y el origen divino del poder fueron
igualmente censurados sin piedad. Se partía del supuesto que todo lo que
constreñía el libre desenvolvimiento del individuo era nocivo para la sociedad
y altamente beneficioso cuanto le libraba de ataduras, impedimentos y
trabas. La propaganda de las ideas nuevas se filtró incluso en la Academia y
en la Sorbona. El teatro y la novela se convirtieron en tribunas. Sobremanera
ilustrativos resultan los informes de la policía. Las delaciones alcanzaban

253
Raúl Roa

frecuentemente a miembros de la nobleza y a favoritos de la Corte. El nuevo


espíritu se ha difundido y arraigado de tal suerte que sus propios adversarios
se consideran impotentes para repudiarlos. Malesherbe, auspiciando la
publicación de la Enciclopedia, demuestra hasta qué punto el ancien régime
había perdido la confianza en sí propio.

La razón, erigida en instancia suprema de todas las cosas, es la daga afilada


que desgarra implacablemente las instituciones y las ideas en que se apoya la
sociedad absolutista; para, al par que niega y derriba, la razón afirma y quiere,
operando como ariete y fuerza creadora. Su radicalismo no tiene precedente.
Nada aguarda ni desea del pasado. Lo espera todo de sí mismo y del futuro.
Su fe en su poder creador carece de límites. Se sueña capaz de modelar la
vida, la sociedad y el mundo a su albedrío. Ese optimismo matinal, de pura
estirpe renacentista, es una de las características más acusadas del espíritu y
del pensamiento de la época, que en el abate Saint-Pierre y en Condorcet se
expresará en forma de verdadero transporte. En la entraña de ese candoroso
mesianismo, bullían las fuerzas sociales que aspiraban a regir su vida por
cuenta propia sin más limitaciones ni dogmas que los impuestos por sus
propias conveniencias. Las viejas ideas petrificadas desconocían sus
necesidades y aspiraciones; las nuevas les servían de vehículo y de arma para
satisfacerlas y legitimarlas. «¿Qué es el Tercer Estado? –preguntaba Sieyes
ante la nación– Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora? Nada. ¿Qué exige? Ser
algo.» La interrogación de Sieyes no demoraría en tener cumplida respuesta a
los acordes estremecedores de la Marsellesa.

La visión de conjunto con que suele apresarse el iluminismo ha inducido casi


siempre a presentarlo como unidad perfecta de pensamiento, actitud y
conducta. Nada menos cierto. Laski ha contribuido decisivamente a subvertir
esta imagen falaz –que amplifica y enriquece Cassirer– en su libro El
liberalismo europeo.

«Lo que Voltaire deseaba –dice– difería en mucho de los ideales de


Rousseau; y si hay una alianza entre Turgot y los fisiócratas, hay
también distinciones de importancia que hacer en sus ideas. También
Holbach y Helvetius participan en mucho de la concepción volteriana;
pero ni su programa ni su método concuerdan con los suyos. Mably
habría aprobado mucho de lo que él deseaba; pero aquel tiene una
concepción, que en puntos importantes, niega todo lo que es vital en
la filosofía de Voltaire. Por añadidura, en un sentido, la actitud más
notable del siglo es la del abate Meslier; y mientras que él se habría

254
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

unido a los filósofos en su intento de derribar, es cierto que habría


combatido contra ellos tan apasionadamente como los bolcheviques
combatieron contra los socialdemócratas en su intento de realizar. En
la actitud de ellos hacia Inglaterra hay diferencias de interés; era una
inspiración constante para Voltaire; para Rousseau y Holbach más una
advertencia que un ejemplo. Y hay corrientes vitales de pensamiento
en el período; de Diderot en metafísica, por ejemplo, y de Linguet en
teoría social, que no podemos encajar en ningún plan nítidamente
trazado. La época es de tremenda confusión.»

Unánime es, sin embargo, la coincidencia en el ansia y necesidad de libertad.


Las discrepancias comienzan en la fundamentación y límite de sus principios y
en la manera de conquistarla y establecerla. El estrato superior de la
burguesía y determinados núcleos de la nobleza y del bajo clero se hubieran
transado jubilosamente con una monarquía constitucional. Mirabeau
desplegó su verbo magnífico al servicio de ese objetivo. El estrato medio de la
burguesía sólo aspiraba a la instauración de un régimen político en el que
estuvieran inmutablemente garantizados el derecho de propiedad, la
seguridad social y la libertad de mercado y de trabajo. Dantón puso su
encrespada elocuencia al servicio de ese propósito. El estrato inferior de la
burguesía soñaba y quería una república democrática de propietarios iguales.
La intransigencia fecunda de Robespierre estuvo al servicio de esa utopía. Al
desorbitado empeño del gran líder jacobino deberán los banqueros,
industriales y comerciantes el predominio de su propiedad, seguridad y
libertad. El impulso revolucionario del iluminismo culmina y se agota en el
inflexible discípulo de Juan Jacobo Rousseau. Dantón es el héroe de la
burguesía. Robespierre el héroe de la revolución.

Si el pensamiento nuevo de la época adopta posiciones diversas e incluso


antagónicas ante los problemas que afronta y enjuicia, un aguzado sentido
criticista lo vincula y contrapone al ancien régime. Carlos de Secondat, barón
de Montesquieu, inicia el pliego de cargos en 1721 con sus Cartas persas, en
las que satiriza la sociedad absolutista poniendo a contraluz la falsificación del
parlamento, la corrupción administrativa, la incompetencia de los
gobernantes y la riqueza de los obispos, «avaros que siempre toman y nunca
entregan». La crítica del despotismo que Montesquieu desarrolla en este libro
prefigura ya la doctrina de la separación de poderes expuesta en el Espíritu de
las leyes. En 1734 publica sus Consideraciones sobre las causas de la grandeza
y la decadencia de los romanos. El Espíritu de las leyes aparece en 1748.
Montesquieu colaboró en la Enciclopedia con un artículo titulado «Goüt». Sus
255
Raúl Roa

viajes por Europa y principalmente su estadía en Inglaterra influyeron en su


concepción pragmática de la sociedad y del Estado. En un principio, su
concepto de la libertad tiene una raíz puramente ética; pero su observación
directa de las instituciones inglesas lo llevó a concluir que la libertad es la
resultante necesaria de una organización adecuada del Estado.

No sólo el Espíritu de las leyes es uno de los tratados políticos más


importantes de todos los tiempos. Es también un rico venero de reflexiones y
atisbos históricos, económicos y sociales. El problema central que se planteó
Montesquieu fue la salvaguardia del individuo de los ataques y restricciones
de la arbitrariedad y del despotismo. Inicia, sin duda, la línea política de
desarrollo del pensamiento liberal. Sus reservas ante los peligros de la
libertad proceden de su espíritu profundamente apegado a la prueba de los
hechos. El mantenimiento del orden público constituye verdadera obsesión
en sus meditaciones políticas.

La definición de las leyes como «relaciones necesarias que se derivan de la


naturaleza de las cosas» es el punto de partida de la filosofía social de
Montesquieu. No se preocupa mucho este en explanar el concepto. Lo que le
interesa es dejar claramente establecido que la naturaleza «aporta un canon
de justicia absoluta anterior al derecho positivo». Negarlo resultaría tan
absurdo como decir que «antes de trazar un círculo no eran iguales todos los
radios». Se imponía, pues, unificar en un derecho natural común la disparidad
de leyes, costumbres e instituciones.

«He examinado previamente a los hombres –afirma–, y he creído que


su infinita variedad de leyes y costumbres no eran inducidos sólo por
su fantasía. He planteado los principios y he visto que los casos
particulares se plegaban a ellos dócilmente, sin que las historias de las
naciones sean sino continuidades y estando cada ley particular unida
con o dependiente de otra ley más general.»

En rigor, lo que a Montesquieu le importa es la determinación de los plurales


factores que condicionan y singularizan el carácter de las leyes. El supuesto de
que todas son modalidades de un derecho natural común era mera hipótesis
de trabajo. Ya Aristóteles en la antigüedad y Bodino en el despunte de los
tiempos modernos habían subrayado la influencia del régimen social y de los
factores naturales en la índole de las relaciones jurídicas; pero ninguno se
había planteado el problema con la perspectiva cósmica de Montesquieu.

256
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Según Montesquieu, las leyes civiles y políticas deben asentarse en la justicia,


que «es una relación de conveniencia que se halla realmente entre dos
cosas». El espíritu de las leyes emerge, como natural fluido, de los principios
de cada gobierno, los que a su vez se fundamentan en tres postulados: la
virtud, el honor y el temor. Estos tres postulados configuran respectivamente,
la república, la monarquía y el despotismo. En la república, el pueblo se
gobierna a sí mismo; en la monarquía es gobernado; en el despotismo es
sometido. Sólo en la república impera la libertad.

«La libertad consiste –sentencia Montesquieu– en poder hacer lo que


se debe querer y no ser obligado a aquello que no se debe querer. La
libertad es el derecho de hacer todo lo que permitan las leyes.»

En el principio de la libertad como base del equilibrio político, hace descansar


Montesquieu su célebre teoría de la división de poderes, que habría de
convertirse en uno de los dogmas fundamentales del pensamiento demo-
crático. No era nueva la idea en el campo de la doctrina política y social. La
forma mixta de gobierno aparece ya en Las leyes de Platón y fue esclarecida
por Aristóteles y Polibio. Harrington la había propuesto en la Oceana como
base de todo gobierno libre y Locke la había desenvuelto magistralmente en
los Dos tratados del gobierno civil. De Locke la tomaría Montesquieu; pero no
sin antes vaciarla del contenido revolucionario que le insufla el pensador
inglés.

En cuanto al candente problema de la transformación del ancien régime,


Montesquieu se declara en favor del posibilismo político. No aboga, en
ningún momento, por soluciones de tipo revolucionario. Se concreta a
auspiciar el acomodamiento progresivo de la sociedad absolutista a las
nuevas circunstancias. El desarrollo lógico y práctico de su argumentación
conduce al establecimiento de una monarquía constitucional análoga a la
inglesa. Su posición dentro del iluminismo es típicamente reformista.

Ningún punto de contacto ofrece la concepción de la ley natural de


Montesquieu con la doctrina del derecho natural a la sazón en boga. En este
sentido, está mucho más cerca de Juan Bautista Vico que de Juan Jacobo
Rousseau. Ignora también Montesquieu el problema de los derechos
inmanentes del individuo y las prerrogativas de la soberanía popular.
Muestra, en cambio, una buida percepción de circunstancias y factores hasta
entonces subestimados por la doctrina política y social.

257
Raúl Roa

Recogiendo la tesis desenvuelta por Harrington en la Oceana, Montesquieu


precisa la correlación existente entre el poder político y el régimen social de
propiedad y la influencia recíproca entre las condiciones sociales, económicas,
geográficas y culturales y las instituciones políticas, jurídicas y religiosas. Su
teoría sobre las relaciones entre la esclavitud y la libertad con el clima gozan
aún de predicamento en determinadas esferas del tradicionalismo social. La
libertad es fruto privilegiado de las zonas templadas. La esclavitud es
producto típico de las zonas calientes. Este punto de vista no resiste el más
leve análisis a la luz de los hechos. Venía, en cambio, como anillo al dedo, a
los traficantes de esclavos de la época.

Su actitud ante la pobreza, el trabajo y la propiedad difiere de la adoptada por


la mayoría de sus contemporáneos. «Un hombre no es pobre –escribe–
porque no tenga nada, sino porque no trabaja.» Su repulsa a la caridad es
terminante:

«Las limosnas que se dan a un hombre en la calle no llenan las


obligaciones del Estado, el cual debe a todos los ciudadanos una
segura subsistencia, alimentos, vestidos decorosos y un género de vida
que no sea contrario a su salud.»

En su estimativa del trabajo y de la propiedad fija las relaciones entre ambos


sin detrimento del primero.

«El que no tiene ningún bien y trabaja –afirma– ha de encontrarse tan


satisfecho como el que tiene cien escudos de renta sin trabajar. Aquel
que no tiene nada, pero sí un oficio, no es más pobre que el que posee
diez hectáreas de tierras propias y que ha de trabajarlas para subsistir.
El obrero que ha dado a sus hijos su parte por herencia les ha dejado
unos bienes que se multiplican en razón de su número. No le ocurre lo
mismo al que tiene diez hectáreas para vivir y las reparte entre sus
hijos.»

Pero lo que más interesa destacar en Montesquieu es su posición metodo-


lógica, su orientación histórico-inductiva, que va a contribuir a la rigurosa
fundamentación científica de la teoría política y social. En este sentido se
aparta igualmente del normativismo jusnaturalista predominante en su
tiempo.

258
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La personalidad de Voltaire descuella señeramente en el siglo XVIII francés y


tiene ya aposento propio en la historia. Fue un trabajador incansable. Escribió
acerca de cien volúmenes en prosa y verso sobre filosofía, política y religión.
Voltaire compartió la admiración de Montesquieu por las instituciones
inglesas. De su viaje a Inglaterra, trajo el proyecto de popularizar la física de
Newton y la filosofía de Locke. Ambas concepciones le servirían de base a su
ya decidido propósito de someter la sociedad absolutista y la religión a una
crítica racional. Ningún escritor de la época le aventajó a Voltaire en su lucha
por la libertad de conciencia. En sus Lettres sur les Anglais, Voltaire se ocupa
detenidamente de la naturaleza y alcance del régimen político y social que
observó en inglaterra. interpreta la historia de este país como un proceso
ascendente hacia la libertad política y religiosa, en manifiesto contraste con
el desenvolvimiento de Francia hacia el despotismo y la intolerancia.
Sobremanera sagaz es su análisis de la evolución de la autoridad civil y de los
factores condicionantes del acceso del pueblo al poder público. El impulso
decisivo de este proceso lo atribuye a la liberalidad imperante en la
monarquía de los Tudor. Escaso papel le asigna a la Carta Magna en el
desarrollo de la libertad política.

Voltaire es el representante más caracterizado del posibilismo político del


Siglo de las Luces. Nada le fue más ajeno que elpathos revolucionario.
«Voltaire era –escribe Laski– el reformador social por excelencia, descuidado
acerca de la consistencia y la hechura de los sistemas; afanoso de conseguir
resultados prácticos inmediatos.» No fue, como Rousseau o Saint-Just, un
creyente en la lógica de la justicia absoluta. Estos atacaron a fondo el orden
social existente y comprometieron más de una vez la santidad del derecho de
propiedad. La psicología de Voltaire era «la de un propietario para quien la
conservación del orden era la primera ley de la naturaleza». Nadie advirtió
tan lúcidamente como él la descomposición del antiguo régimen; pero
siempre se mostró reacio a propalar ideas enderezadas a derribarlo por la
violencia. En el orden político y social se manifestó profundamente cauteloso.
Nunca propugnó reformas que pudieran alterar sus cimientos.

«Voltaire simboliza en su mejor aspecto –afirma Laski– la concepción


normal del burgués bueno y humanitario de su generación, quien
reconoce la existencia de un profundo error y ansía el mejoramiento
compatible con la seguridad de su propio bienestar. Pero en el fondo
de su mente hay siempre el temor a ir demasiado lejos en el sentido
del cambio, temor a que, una vez que las compuertas se abran, no
quede nada en pie al desbordarse la marea. Busca, en consecuencia,
259
Raúl Roa

condiciones de acomodamiento que convengan a las necesidades


inmediatas. Cierra su mente a las conclusiones de más fondo con las
que resulta demasiado arriesgado enfrentarse.»

Si Voltaire encuentra dialécticamente irrebatible la doctrina democrática, en


la práctica concluye que «los hombres no son dignos de gobernarse a sí
mismos». En frase lapidaria, proclama su repudio al antiguo régimen en
nombre de la dignidad humana: «Un ciudadano de Amsterdam es un hombre;
un ciudadano a unas pocas millas de distancia de allí, no es más que una
bestia de carga.» Pero, advierte enseguida, que «teme más la tiranía de un
hombre de leyes que la tiranía del rey». En su concepción política, sólo hay
cabida para la libertad civil según el modelo inglés, declarándose «republicano
realista».

Nadie ha superado todavía a Voltaire en su diatriba contra la iglesia católica.


Jamás cejó en su persecución y denuncia. Las últimas energías de su dilatada
existencia las concentró en combatirla. «Venid conmigo, bravo Diderot,
intrépido D’Alembert, –escribe en el Diccionario filosófico– combatid el
fanatismo, destruid las insípidas declamaciones, las miserables argucias, la
historia mendaz.»

¡Guerra a la Infame! La Iglesia le ofreció como prenda de reconciliación, por


conducto de Madame Pompadour, un capelo cardenalicio; pero Voltaire
replicó a la tentadora oferta escribiendo su Tratado de la tolerancia, que es
una verdadera catapulta contra el clero y la religión.

Esta furia volteriana contra el dogmatismo y las supersticiones se disuelve con


apagado rumor de resaca ante el farallón inconmovible de la propiedad
privada. La religión, incompatible con la libre conciencia de los espíritus
superiores, es indispensable para impedir que «el pueblo asesine a los ricos
en sus lechos». Sin ella, «no habría freno a la conducta de los hombres». La
religión «es una necesidad social para el mantenimiento del orden». Esta
concepción policíaca de Dios reitera la postura humanista.

«Ni el libre arbitrio ni la inmortalidad del alma –declara crudamente


Voltaire– existen para mí ni siquiera como principios metafísicos; pero
es necesario defenderlos como si en efecto fuesen verdad.»

260
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Voltaire se pronuncia contra la igualdad social. La propiedad comunitaria, en


que pretende basarse, es pura quimera. «Es imposible en nuestro mundo
infeliz –afirma– que los hombres que viven en sociedad no estén divididos en
dos clases: ricos y pobres.»

La inteligencia está desigualmente distribuida. Su premio es la propiedad. Los


ricos compensan a los pobres de sus fatigas y miserias abriéndoles la
oportunidad de hacer fortuna. De su inteligencia dependerá exclusivamente
que lleguen o no a conseguirla. La idea que supone una relación proporcional
entre riqueza y felicidad es, por lo demás, más falsa de lo que suele creerse.
«Un pastor –concluye Voltaire– es con frecuencia más feliz que un rey.»

Su actitud ante la gente común es la misma que asumieron los humanistas


ante el popolo minuto. La canaille es indigna, por naturaleza, de los nobles
goces de la ilustración.

«Es esencial –escribió Damilaville– mantener las masas en perpetua


ignorancia; todo que el posea una propiedad y necesite criados no
puede pensar de otra manera.»

«Todo esfuerzo gastado en instruir al criado y al zapatero –le dice a


D’Alambert– es sencillamente malgastar el tiempo. «Todo está perdido
–postula– cuando el pueblo se mezcla en la discusión.»

Laski ha fijado definitivamente la posición de Voltaire en el iluminismo.

«Lo esencial en él –resume– es un profundo respeto para el orden


establecido. En términos generales, los cambios que pedía eran los de
la próspera propiedad burguesa. Deseaba una libertad compatible con
oportunidad máxima para los propietarios. Escribió una defensa
ardiente del lujo bajo el influjo de Mandeville. En el crecimiento del
comercio vio un beneficio social independiente de la distribución de
sus resultados. Protestó contra la legislación suntuaria como una
violación de los derechos de propiedad. Su requisitoria contra la Iglesia
se funda, en gran parte, en la incompatibilidad entre la disciplina de
ella y la prosperidad nacional. Su interés por los pobres no llegaba más
allá de un deseo piadoso por mejorar su suerte en lo más
indispensable. Nada hay en él de la indignación apasionada contra un
orden social injusto que constituye la clave del pensamiento de
Rousseau; ni siquiera tiene esos momentos que Diderot conoció, en los
que estaba dispuesto a dudar de si un hombre de sentimientos podría

261
Raúl Roa

aprobar alguna vez el irracionalismo de la vida social. El mundo que él


deseaba constituir era, por supuesto, infinitamente mejor que el que
había heredado. Pero en mucho las mejoras habrían de limitarse en
sus beneficios a los propietarios. Más allá de las necesidades de estos
no penetraba, como un principio activo y consciente, su liberalismo.»

La filosofía tiene su primera fundamentación materialista moderna en Buffon,


La Mettrie, Condillac y Cabanis. En Denis Diderot madura este materialismo
filosófico de clara raíz metafísica, que anticipa en cuarenta años la explicación
de la naturaleza de Lamark y de Darwin. Diderot en el Supplément au voyage
de Bougainville sobrepasa a Rousseau en su célebre requisitoria contra los
fundamentos de la civilización; pero mantiene, por lo general, una franca
defensa de la propiedad privada, incluso de la territorial concebida a la
manera fisiocrática. Se produce enérgicamente contra el lujo y la licencia y
propugna el impuesto progresivo, la distribución equitativa de la riqueza y la
difusión de las luces. La teoría social tiene en Diderot a uno de los más
bizarros paladines de la dignidad humana. No son menos valiosos sus aportes
a la historia de las ideas estéticas. «Sin la ayuda de Diderot –afirma Lessing–
no hubiera podido yo escribir mi Laakoon.» «Filisteo será –dijo Goethe– quien
no sepa apreciar a Diderot.» La Enciclopedia, magna summa del saber
profano, fue obra suya y de D’Alambert. En sus páginas colaboraron
Montesquieu, los fisiócratas, el barón de Holbach, Condorcet y Juan Jacobo
Rousseau. Los fisiócratas fortalecen con su teoría de la libertad natural y del
impuesto único la conciencia económica del Tercer Estado. Holbach,
emigrado alemán, postula, revolucionando la física y la filosofía, que todo
nace de la materia y todo vuelve a ella. Condorcet proclama el progreso
ilimitado de la sociedad, profetizando, con Turgot, un mundo en perenne
proceso de perfeccionamiento. Juan Jacobo Rousseau sienta, en el Contrato
social y en el Discurso sobre el origen de las desigualdades humanas, las bases
de la ideología política revolucionaria.

Rousseau es, sin duda, la figura más sugestiva y singular de la época, el


pensador que refleja más descarnadamente las condiciones sociales
dominantes y propone soluciones concretas para superarlas. Los grandes
revolucionarios franceses descienden espiritualmente de este hombre
reflexivo, sentimental y atormentado en quien culmina el racionalismo
político y alumbra el romanticismo social. Este dramático dualismo se refleja
en su estilo de vida y en su pensamiento. Entre su apasionada agresión a la
sociedad, al arte y a la ciencia contenida en su memoria premiada por la
Academia de Dijon en 1750 y su construcción racional de la sociedad
262
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

democrática desarrollada en el Contrato social hay, en efecto, un abismo


insalvable. El mismo que parece existir entre las Reflexiones de un paseante
solitario y el Discurso sobre el origen de las desigualdades humanas.
En la primera fase de su pensamiento, Rousseau irrumpe contra el
racionalismo de la ilustración. Naturaleza y cultura constituyen estados
contrapuestos y el predominio de esta sobre aquella es la causa de la
desdicha humana y del desorden social. «Cuando más se han perfeccionado
las artes y las ciencias –decía– tanto más depravadas se han vuelto nuestras
almas.» El distanciamiento entre la vida y el pueblo es obra de la civilización.
El estado de naturaleza es constitutivamente superior al estado de
civilización. En este impera el desfreno, el adulterio, la explotación y la
propiedad privada, origen último de todos los contrastes sociales y de todas
las perturbaciones políticas. En el estado de naturaleza impera la inocencia, la
fraternidad, la libertad. Nadie simboliza más acabadamente ese ideal perdido
que el buen salvaje sobreviviente en las islas inaccesibles del Pacífico. La tesis
va ínsita en varios discursos, en sus novelas y en sus escritos sobre educación,
especialmente en el Emilio.
En la fase última de su pensamiento, la perspectiva de Rousseau cambia
enteramente. La propiedad privada no es ya una negación de la vida social; es
su fundamento mismo. El estado de civilización, la garantía de la convivencia
racional. La doctrina del derecho natural, elaborada sucesivamente a través
de Altusio, Grotius, Hobbes, Spinoza y Puffendort adquiere en el Contrato
social su plenitud de significado.
Según el pensador ginebrino, la sociedad política, antecedida por el estado de
naturaleza en que los hombres son libres e iguales y viven en comunidad de
bienes, se crea mediante un pacto voluntario en que, a cambio de ceder sus
derechos naturales a la totalidad social, el hombre recibe una parte igual e
inalienable de la soberanía, recobrando de nuevo bajo la protección del
Estado los derechos naturales que había transferido. Las voluntades
individuales de cuantos resignan sus derechos y poderes en el seno de la
organización política se fusionan después dando paso a la voluntad general,
que es la expresión misma de la soberanía. Frente al pueblo soberano, los
individuos no tienen ningún derecho. Frente al desconocimiento de su
soberanía, los individuos tienen todos los derechos, incluso el de derrocar por
la fuerza a los usurpadores. La legitimidad del gobierno descansa en el
mantenimiento de la libertad, de la seguridad y de la propiedad, derechos
naturales, inalienables e imprescriptibles del individuo. Su ilegitimidad
comienza en el instante mismo en que los ignore o vulnere.
263
Raúl Roa

La teoría del contrato social de Rousseau difiere de la de Hobbes en tres


puntos capitales. En el Leviatán, el pueblo hace un pacto voluntario con el
exclusivo propósito de transferir inmediatamente su poder supremo al
soberano. En el Contrato social, la voluntad general es el producto del
recíproco, intransferible e inalienable concierto de los individuos. Hobbes
identifica soberano y gobierno. Rousseau los distingue y separa postulando
que el gobierno es sólo un agente temporal del soberano. Hobbes considera
que el régimen de propiedad privada está sometido, en última instancia, al
interés del Estado. Rousseau sostiene, por el contrario, que el derecho de
propiedad privada es un derecho natural inherente al individuo y, en
consecuencia, fuera de la jurisdicción del Estado, organización positiva cuya
función cardinal es precisamente salvaguardarlo. El ideal social de Rousseau
es el establecimiento de una república democrática de propietarios iguales.
Nadie llega, pues, dentro del iluminismo, más lejos que él en el problema de
la distribución del poder y de la riqueza. Esto explica el fervoroso culto que le
rendirá Francisco Noel Babeuf a Juan Jacobo Rousseau.

Ni que decir tiene que la concepción roussoniana de la genética de la


sociedad está radicalmente reñida con la historia y con la lógica. Rousseau
mismo hubo de advertir que la teoría del pacto social era un puro expediente.
Le faltó agregar, en cambio, que la presentación del Estado como producto de
la voluntad humana era, en una estructura social asentada sobre el
absolutismo político de origen divino, la forma más eficaz de hacer patente
sus arbitrariedades y de incitar a la confección de un nuevo Estado conforme
a la naturaleza racional del hombre.

El aporte de Rousseau a la formación de la conciencia moderna es realmente


considerable. Nadie afirmó antes que él con tanto rigor y claridad los
principios de igualdad y libertad. Su influencia sobre Klinger, Herder, Goethe,
Fichte, Kant y Schiller fue decisiva. En el campo de la filosofía religiosa, su
huella es clara principalmente en Hamann y Jacobi. Las concepciones
religiosas de Rousseau se trasfunden al movimiento romántico a través de
Schleiermacher. Suyo es ese «sentimiento del infinito, con la inmersión en la
propia interioridad como condición y camino a la intuición de la divinidad»
que caracteriza a las figuras representativas del romanticismo. En cierto
sentido, Rousseau, como observa Rodolfo Mondolfo, es un precursor del
pragmatismo «en cuanto confiere a la certidumbre moral la prioridad sobre la
certidumbre intelectual y hace de aquella casi la premisa y el fundamento de
esta». Y es también precursor de Stuart Mill y de Renouvier en el planteo y
consideración del problema del mal. Su posición ante el problema de la vida
264
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

recuerda a la de Henri Bergson. No en balde De Ruggero lo llama el Rousseau


de la gnoseología. Mondolfo ha trazado un admirable paralelismo entre
Rousseau y Bergson.

«Muchas tendencias –escribe– los acercan: profundo sentimiento de la


vida y aversión al intelectualismo; retorno a los datos inmediatos de la
conciencia como a genuina fuente de una filosofía que no desea
permanecer exterior al espíritu, sino que tenga el conócete a ti mismo
como santo y seña; inmersión en la profundidad de la conciencia en
forma de una intuición que nos identifica la vida con todo.»

Fácil resulta percibir en la doctrina política y social de Rousseau los elementos


constitutivos de la ética kantiana. «Rousseau –confiesa el gran filósofo
alemán– me abrió los ojos; yo aprendí a honrar a los hombres.» Este
sentimiento de

«la belleza y dignidad de la naturaleza humana permaneció siempre


vivo en Kant; también la Crítica de la razón práctica habla de la
sublimidad de nuestra naturaleza, aun derivando el sentimiento de ella
de la idea de la personalidad, a la cual reduce la exigencia expresada
en la segunda fórmula del imperativo: que se considere la humanidad
en la propia persona y en la de los demás siempre como fin en sí y
nunca como medio».

No sólo eso. El sentimiento absoluto que distingue la voluntad general


aparece como «el sentimiento distinto de los sentimientos especiales
particularistas, como el que juzga lo particular sólo en lo universal». Pero el
sentimiento absoluto a que se refiere Rousseau no excluye la razón ni la
voluntad. «La conciencia de la actividad y de la libertad –escribe– sólo se
afirma cuando se sigue la razón.» Y al elevarse este sentimiento absoluto a
«la visión universalista de la personalidad se hace capaz de inspirar la ley
antes que la máxima particularista y conducir a la intuición de la humanidad
como fin en sí y del reino de los fines».

La contribución de Rousseau a la pedagogía contemporánea no necesita ser


destacada. Es ya, por conocida, un tópico de uso casero. Rousseau enseñó «el
respeto del niño, la admiración entusiasta de su natural perfección de niño; la
necesidad del desarrollo activo y libre de las capacidades naturales, que sólo
adquieren su fuerza y fecundidad cuando son una autoconquista y una
autoformación; la exigencia de la unidad y de la plenitud de la personalidad,
que en todo hombre debe presentar en forma integral y completa a la
265
Raúl Roa

humanidad». Las teorías pedagógicas de Kant, Pestalozzi, Froebel, Fichte,


Herder y Richter son frutos sazonados al calor de las concepciones de
Rousseau. La influencia de Rousseau en la literatura y el arte se manifiesta en
Chateaubriand, Lamartine, Musset, George Sand, Hugo, Byron, Goethe,
Puschkin, Turgueniev, Tolstoi, Gorki y Amiel. Significación capital tienen las
Confesiones de Rousseau en la historia de la literatura. La conciencia del
dramático antagonismo entre «la nobleza ética de la naturaleza y la
depravación de la corrupción social» palpita desnudamente en este
impresionante documento.

La contribución más importante de Rousseau a la formación de la conciencia


moderna es, sin duda, en el ámbito de la doctrina política y social. Se ha
controvertido largamente si la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano estuvo o no inspirada en el Contrato social de Rousseau. Ya se ha
visto que Jellineck lo niega terminantemente. No puede negar, sin embargo,
que el Contrato social fue el evangelio de los grandes revolucionarios de
1789. «Le Contrat social –escribió Augusto Comte– inspira plus de confiance
et de vénération que n’en obtinrent jamais la Bible et le Coran.» De lo que no
cabe duda, como afirma Mondolfo, es que «la acción de la doctrina
roussoniana tal como era sentida por los hombres de la revolución resulta
indisputable en su potencia e intensidad; queda en discusión solamente si lo
mismo corresponde a la doctrina tal como era realmente».

Sobre este último extremo Del Vecchio ha dado la pauta. Nada puede
sentarse con carácter definitivo si antes no se fija el significado del Contrato y
de la Declaración. El fundamento del Contrato social es el principio de la
persona como sujeto de derechos y principalmente del derecho de libertad,
que constituye la garantía misma de la dignidad humana.

«Los derechos del hombre –precisa Mondolfo– son la fuente y la meta


de toda institución política, base de la soberanía en cuanto la ley es
expresión de la voluntad general, fin de su acción en cuanto el Estado
debe dirigirse a la satisfacción de las exigencias del derecho natural, so
pena de perder su legitimidad de existencia.»

No tiene otro significado, en rigor, la Declaración de los Derechos del Hombre


y del Ciudadano. Mondolfo llega incluso a afirmar que los Bills of Rigths están
fundamentalmente inspirados por Rousseau. Esta cuestión está aún en trance
polémico. Pero lo que sí es ya indiscutible es que la revolución norte-
americana y la revolución francesa forman parte de un mismo proceso

266
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

histórico y sus doctrinas están permeadas por el espíritu del tiempo. Y es


indiscutible también que el Contrato social fue una poderosa fuerza
revolucionaria, que ha operado en todos los procesos democráticos a través
de sangrientos conflictos hasta cuajar en regímenes fundados en el estado de
derecho y en la soberanía popular. Numerosos socialistas y anarquistas se
han apoderado de la diatriba de Rousseau contra las injusticias y vicios de la
sociedad civil vertiéndola como propia.

«El valor moral y la fuerza instigadora de todo movimiento social


moderno –concluye Mondolfo– estriba en que, aun cuando cree haber
superado el ángulo visual ético-jurídico, saca siempre de las exigencias
éticas sus reivindicaciones, volviendo siempre, si bien inconsciente-
mente, al derecho de naturaleza de Rousseau».

Con su principio de la personalidad, Rousseau había superado la antítesis del


individualismo y del panteísmo social. Al extraer de «la nature de l’hommme
l’égalité des droits et la notion de justice», ponía la personalidad con sus
derechos naturales por norma y por fin de la constitución social; mas querer
el desarrollo libre de aquella, significaba para él tender al perfeccionamiento
común de la humanidad, porque la exigencia de la personalidad y de la
libertad es universalista y porque la interioridad espiritual es impulso de
amor, conciencia de la unidad y armonía del propio ser con el de todos los
demás hombres y del universo entero. Por esta superación de la antítesis de
individuo y sociedad, por esta fundación del principio ético de la
personalidad, por este otorgamiento de un valor humano al principio de
libertad, Rousseau está siempre vivo en la conciencia moderna.

En el proceso criticista que armó al Tercer Estado de la ideología que


necesitaba para abatir al absolutismo en el plano de la cultura, el pueblo
descubrió su propia existencia y, consecuentemente, su derecho al poder
político. La convocatoria de los Estados Generales selló el destino del antiguo
régimen. El nexo entre este y el pueblo, quebrado en la época de Luis XV,
saltó hecho pedazos y las masas populares, en irresistible alud, conquistaron,
con la Bastilla, la base objetiva y espiritual en que fundará su predominio
histórico hasta hoy la burguesía.

Es necesario mencionar, por último, la aparición de una corriente de


pensamiento que se desarrolla en discrepancia con la sociedad absolutista y
con la sociedad burguesa en proceso de cuajo. Este conjunto de reflexiones,
unificadas por el concepto de la igualdad social, tiene en Meslier, Mably y

267
Raúl Roa

Morelly sus más descollantes voceros. En el terreno político, se manifiestan


adversarios de los enciclopedistas y simpatizantes de Rousseau. En el terreno
económico, se muestran enemigos irreconciliables de los fisiócratas. El abate
Meslier, apenas conocido por sus contemporáneos, adquirió boga póstuma al
publicarse su Testamento político, que contiene una puntiaguda crítica de la
monarquía, del absolutismo, de la religión y de la propiedad privada. Morelly
propugna, en su Código de la naturaleza, la regulación de la vida social sobre
la base de un régimen comunitario de propiedad. Y, anticipándose a sus
coetáneos, Mably afirma que la cuestión social es una cuestión obrera,
impugnando la doctrina fisiocrática y, en particular, a Mercier de la Riviere en
su libro Dudas propuestas a los filósofos economistas. Este movimiento va a
tener en Francisco Noel Babeuf, en la época del Directorio, su caudillo y su
mártir. En el fondo, el denominado socialismo igualitario es una prolongación
radicalizada del utopismo renacentista, mezclado con las ideas filosóficas de
la ilustración.

5. El problema de las relaciones patrimoniales en la Revolución


francesa: contenido y alcance de la pugna entre jacobinos y
girondinos

La Revolución francesa atraviesa en su desarrollo tres grandes fases que


pueden cronológicamente encuadrarse entre 1789 y 1799. En la primera de
dichas fases, gobierna el estrato superior de la burguesía, esforzándose por
establecer un compromiso con el antiguo régimen sobre la base de una
monarquía constitucional. En la segunda fase, culminante en el régimen del
terror, la monarquía es derrocada y se enfrentan, en duelo memorable,
girondinos y jacobinos, portavoces, respectivamente, a la burguesía industrial
y comercial y de la pequeña burguesía apoyada por el pueblo bajo de París.
Durante este turbulento período se liquidan las supervivencias del absolutismo,
se confiscan las propiedades de la Iglesia y de la nobleza, se destruye la tierra
entre los campesinos y se proclama por boca de Robespierre, el ideal
roussoniano de una república democrática de propietarios iguales. En la
tercera fase, es abatido el gobierno revolucionario y se instala en el poder la
coalición termidoriana que le prepara el ambiente al Consulado y al Imperio
napoleónico, cuya gran faena histórica sería atacar el feudalismo en escala
continental y defender frente a monárquicos y republicanos, las posiciones
económicas conquistadas por la burguesía industrial y el campesinado a lo
largo del tormentoso proceso revolucionario.

268
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La aparición en la época del Directorio de un movimiento en pugna con el


sentido de desarrollo de los acontecimientos ha servido de base para que
tradicionalistas y revolucionarios difundieran, al finalizar el siglo pasado, la
creencia de que la Revolución francesa tuvo un acusado carácter socialista.
Esta perspectiva, originada en una tendenciosa interpretación de los hechos y
de las fuerzas operantes, se fortaleció sobremanera al generalizarse el
proceso revolucionario en su conjunto, apoyándose el aserto en un
impresionante despliegue de datos relativos a la presencia del espíritu
socialista en muchas medidas, proyectos de ley, folletos y libros y cuadernos
de aquella época. Según Hipólito Taine, la Revolución francesa fue socialista
en sus actos y en sus doctrinas. En lo que al primer aspecto concierne, se
presenta como una subversión contra la propiedad privada, confiscándose en
favor de la burguesía los bienes legítimos de la nobleza y del clero. En las
doctrinas, la impronta del espíritu socialista es también diáfana. La propiedad
fue considerada una creación social por Mirabeau. El abate Fauchet sostuvo
que todos los ciudadanos tienen derecho, por ser acreedores natos del
Estado, a cuanto necesiten y, sobre todo, a la tierra. Célebre fue su campaña
en favor de una ley que suprimiese la propiedad de terrenos cuyo valor
excediera de 50.000 libras tornesas y de la necesidad de fijar un máximo a las
dotes y a las herencias. Algunos girondinos, siguiendo a Rousseau, se
manifestaron contra la desigualdad social y las grandes fortunas. Brissot de
Warville y Rabaut de Saint-Étienne abogaron por la inversión del dinero de los
ricos en fundaciones y establecimientos públicos. Los jacobinos se produjeron
en favor de la regulación pública de la riqueza en provecho de los desvalidos.
Su líder negó categóricamente que la propiedad fuera un derecho natural,
definiéndola en forma comprometedora.

«La propiedad es –afirmó Robespierre– el derecho que tienen todos los


ciudadanos a disfrutar y disponer de la parte de sus bienes que
garanticen las leyes.»

Según Robespierre, el Estado tiene derecho a limitar la propiedad, a castigar a


los acaparadores, a regular el derecho sucesorio, a establecer un impuesto
progresivo sobre las grandes fortunas y a garantizar la vida y el trabajo. Su
discípulo Saint-Just, transponiendo a la Francia de su tiempo el régimen social
espartano, propugna el reparto regimentado de tierra, el trabajo obligatorio,
la educación militar y la supresión del comercio y de la industria. La
culminación de esta tendencia socializadora, que fluye por los actos y las
doctrinas de la Revolución francesa, caracterizándola al decir de Taine, es la
conspiración encabezada por Babeufbajo la consigna de igualdad o muerte.
269
Raúl Roa

No cabe duda que la propiedad fue objeto, durante la Revolución francesa, de


numerosos y violentos ataques; pero nunca, ni aun en los momentos más
agudos de la dictadura jacobina, se atentó contra su esencia por los caudillos
del Tercer Estado. Las confiscaciones de los bienes del clero y de la nobleza no
se hicieron con vista a suprimirla ni a socializarla, sino, como ha dicho Georgio
del Vecchio, «a difundirla, a generalizarla, a libertarla de la opresión y de las
trabas feudales». La Revolución se presenta, en este aspecto, como una lucha
sin cuartel entre la propiedad de manos muertas y la propiedad individual.
Triunfante esta, quedaría robustecida y garantizada como nunca lo estuvo
desde la época romana. Fueron las circunstancias y no un determinado
propósito socialista las que obligaron a dictar a Saint-Just, en nombre de la
Convención, medidas que revisten un claro carácter de terror de clase.
«El representante de la nación –se dice en un bando suscrito por Saint-
Just– ordena al burgomaestre de Estrasburgo que en el transcurso del
día de hoy, coloque, distribuyéndolas entre los distintos barrios de la
ciudad, cien mil libras de obligaciones, que deberán reunirse entre los
ricos y socorrer a los patriotas pobres y a las viudas y huérfanos de los
soldados muertos por la causa de la libertad.»
«En el ejército –se dice en otro– hay cien mil hombres descalzos. Ordeno
y mando que en el transcurso del día de hoy se despoje de su calzado a
los aristócratas de Estrasburgo y que para mañana a las diez antes
meridiano se entreguen en el cuartel general diez mil pares de zapatos.»

Significación análoga tienen las leyes dictadas por la Convención regulando el


precio máximo de los artículos de primera necesidad y el salario de los
obreros y las medidas encaminadas a impedir la especulación con los bienes
nacionales. El principio de la propiedad privada fue invocado siempre en
todas estas emergencias. Ni aun los más exaltados jacobinos intentaron
resolver el problema agrario fuera de las relaciones patrimoniales establecidas
por la burguesía. El propio Robespierre, que define la propiedad como una
institución positiva y ansía extender su disfrute a toda la población, se
concreta a incorporar en la Constitución de 1793 este precepto:

«La sociedad debe a los ciudadanos carentes de recursos los medios de


subsistencia, estando obligada a suministrarle trabajo o garantizar a
los que no pueden trabajar los medios de vida.»

270
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La pugna entre jacobinos y girondinos sobre la naturaleza del régimen de


propiedad se reduce a mantener por aquellos el derecho del Estado a fijar los
límites de la acumulación capitalista; la acumulación en sí está fuera de toda
controversia.
«Declaremos –propuso Dantón– que todas las propiedades comerciales,
industriales y territoriales serán mantenidas eternamente.»
«La propiedad –preceptúa la constitución jacobina, recogiendo la
fórmula de las constituciones anteriores, que a su vez la toman de la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano– es un derecho
inviolable y sagrado.»
Nada ilustra, sin embargo, tan límpidamente el sentido individualista de la
Revolución como la Ley Chapellier, aprobada el 14 de junio de 1791. Según
esta,

«todas las asociaciones de artesanos, obreros y jornaleros, o los que por


ellos instigados, atenten contra el libre ejercicio de la industria y el
trabajo, pertenecientes a toda clase de personas, y bajo toda especie de
condiciones, convenidas mutuamente, contra la acción de la policía y el
exacto cumplimiento de las sentencias, así como contra las subastas y
adjudicaciones públicas de diversas empresas, serán consideradas como
reuniones sediciosas, y como tales disueltas por los depositarios de la
fuerza pública, a tenor de las órdenes que reciban. Serán castigados con
todo el rigor de las leyes, los autores, instigadores y jefes de dichas
asociaciones y todos los que pasen a vías de hecho y cometan actos de
violencia».

Marat protestó enérgicamente contra la Ley Chapellier por considerar que


reconocía implícitamente el derecho de los patronos a concertarse para fijar
los salarios y los precios y constituir una maniobra de la contrarrevolución
enderezada a impedir las reuniones políticas contra las intrigas reaccionarias.
Esta apreciación de Marat fue terminantemente desmentida por Robespierre
en esos mismos días al solicitar que se armara la ciudadanía, medida mucho
más peligrosa a todas luces que la coaligación obrera para obtener mejores
condiciones económicas de vida. La Ley Chapellier, que Marx calificó errónea-
mente de golpe de Estado burgués, es una manifestación evidente, como dice
Jaures, «del exacerbado individualismo de la revolución».

271
Raúl Roa

La insurgencia de Babeuf, único movimiento definidamente socialista dentro


de la Revolución francesa, constituye el primer vagido del socialismo
moderno, la primera protesta socialista organizada contra el orden burgués.
En eso estriba, precisamente, su extraordinaria significación; y la necesidad,
en consecuencia, de darle tratamiento propio y detenido.

6. La Conspiración de los Iguales


La etapa más agitada y fecunda de la Revolución francesa es la que corre
entre 1792 y 1795. En este período, la monarquía es abolida, se proclama la
república popular, se lleva hasta sus últimas consecuencias el proceso de
transformación de las relaciones feudales de propiedad, se establece la
dictadura revolucionaria contra la reacción interna y los poderes concertados
del exterior, se regulan los precios y los salarios y se reorganiza la enseñanza.
Los jacobinos, encabezados por Robespierre, llevan el peso de esta lucha
formidable, enfrentándose en la Convención con los republicanos de derecha
de Dantón y los extremistas de izquierda de Santiago Roux.

Partidarios de la comunidad de bienes y de la igualdad social, los extremistas


de izquierda, insignificante facción denominada los rabiosos, combatían
violentamente a Robespierre, imputándole complicidad con «los explotadores
del pueblo que habían convertido la libertad en un fantasma». Junto a
Robespierre, pero trascendiendo sus objetivos sociales, estaba Francisco Noel
Babeuf, conocido popularmente por Cayo Graco, apoyándolo en su lucha
encarnizada contra los girondinos, los agiotistas, los acaparadores y la
reacción extranjera. El punto central de su programa inmediato era la defensa
de la constitución de 1793. Si bien esta constitución consagraba taxativa-
mente el derecho de propiedad privada, permitía, sin embargo, por la amplia
esfera que otorgaba a la libertad política, la propaganda de sus ideas; y
aplicada hasta sus últimas consecuencias podía, en una coyuntura propicia,
viabilizar su propósito mediato de establecer «la dictadura que conduce al
comunismo mediante la democracia». Esta concepción de Babeuf, desarrollada
ulteriormente por Felipe Buonarroti en su libro La Conjuración de los Iguales,
constituye una anticipación elemental de la doctrina marxista de la dictadura
del proletariado.

La caída de Robespierre el 9 termidor y el ascenso al poder de la coalición


financiera-industrial que tiene en el Directorio su instrumento político
determinó un reagrupamiento de los partidarios más decididos de la
revolución. El jefe de este movimiento fue Cayo Graco Babeuf, que organizó
272
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

sus huestes secretamente en la Sociedad de los Iguales y concentró todas sus


energías en un golpe de mano contra el Directorio. El ideólogo de esta
conspiración es Felipe Buonarroti, emigrado italiano descendiente de Miguel
Ángel y nacionalizado francés por la Convención.

«Cuanto ha pasado en Francia desde la proclamación de la república


–escribía– no es, a mi entender, más que expresión del conflicto
existente entre los partidarios de la riqueza y de los privilegios, por una
parte, y los amigos de la igualdad y de la clase trabajadora, por la
otra.»

Los conspiradores se reunían sigilosamente en el club del Panteón. El


periódico La Tribune du Peuple, dirigido por Babeuff, recogía y propagaba las
aspiraciones del movimiento. El objetivo cardinal de este era destruir la
desigualdad creada por la revolución al absorber los ricos todos los bienes y
monopolizar el mando político y la educación y sustituirla por una sociedad
basada en la igualdad absoluta.

«Dejamos sentado –afirma Babeuff repitiendo conceptos de su célebre


artículo “De la guerra de los ricos con los pobres”– que la igualdad
perfecta es de derecho primitivo; que el pacto social, lejos de ir contra
este derecho natural, sólo debe servir para dar a cada individuo la
garantía de que este derecho no será violado jamás, y que, por lo
tanto, no debían haber existido instituciones que favorecieran la
desigualdad y la codicia, que permitieran que lo necesario de uno
pudiera ser usurpado para formar lo superfluo de otros. Que no
obstante, había sucedido lo contrario; que absurdos convenios se
habían introducido en la sociedad y que habían protegido la
desigualdad y permitido el despojo del mayor número por los menos;
que había épocas en que los últimos resultados de estas mortíferas
reglas sociales se traducían en que la universalidad de todos se hallaba
sometida en poder de unos cuantos; que la paz, que es natural y lógica
cuando todos son dichosos, se alteraba necesariamente en casos tales;
que imposibilitaba la masa de vivir, hallando todo fuera de su posesión
y no encontrando sino corazones despiadados en la casta que lo
habían acaparado todo, todos estos hechos reunidos determinaban la
época de esas grandes revoluciones, fijaban esos períodos memorables,
pronosticados en el libro de los tiempos y del destino, en que una
transformación general en el sistema de las propiedades viene a ser
inevitable y en que la rebelión de los pobres contra los ricos es de una

273
Raúl Roa

necesidad invencible. Hemos demostrado que desde 1789 habíamos


llegado a este punto y que, por eso, estalló entonces la revolución.
Hemos demostrado que desde el 89 y, particularmente, desde el 94 y
el 95, la aglomeración de las calamidades y de la opresión pública
hacían muchísimo más urgente el alzamiento majestuoso del pueblo
contra sus expoliadores y sus opresores. La igualdad de hecho no es
una quimera. Todos los moralistas de buena fe han admitido este
principio superior y han tratado de realizarlo. Los que lo han enunciado
más claramente han sido, a mi juicio, los más estimables y distinguidos
tribunos. El judío Jesús no merece en absoluto ese título por haber
expresado con demasiada oscuridad la máxima ama a tu prójimo
como a ti mismo, según él decía. Estas palabras insinúan algo; pero no
dicen de una manera suficientemente explícita que la primera de todas
las leyes es que ningún hombre pueda aspirar legítimamente a que ni
uno sólo de sus semejantes sea menos dichoso que él. Juan Jacobo
Rousseau ha concretado mejor este principio cuando escribe: «Para
que el estado social sea perfecto, es menester que cada uno tenga
bastante y que nadie tenga demasiado. Este corto pasaje es, en mi
sentir, el elixir del Contrato social.»

Publicado y distribuido en hoja suelta los días 21 y 22 de germinal, el


programa social de Babeuff contenía los puntos siguientes: 1) La naturaleza
ha dado a todos los hombres un derecho igual al goce de todos los bienes. 2)
El objeto de la sociedad es defender esa igualdad, atacada con frecuencia por
el fuerte y el malvado, en el estado de naturaleza, y aumentar mediante la
cooperación de todos, los goces comunes. 3) La naturaleza ha impuesto a
cada uno la obligación de trabajar. Nadie puede, sin cometer un crimen,
sustraerse al trabajo. 4) El trabajo y los goces deben ser comunes. 5) Hay
opresión en el hecho de que uno se extenúe trabajando y carezca de todo, al
paso que otro nade en la abundancia sin hacer absolutamente nada. 6) Nadie
ha podido, sin cometer un crimen, apropiarse exclusivamente los bienes de la
tierra o de la industria. 7) En una verdadera sociedad civil no debe haber ricos
ni pobres. 8 ) Los ricos que no quieren renunciar a lo superfluo a favor de los
indigentes son los enemigos del pueblo. 9) Nadie puede, por la acumulación
de todos los medios privar a otro de la instrucción necesaria para su felicidad.
10) El fin de la revolución es destruir la desigualdad y establecer la felicidad.

274
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Entre los socialistas de la época, Babeuff es el único que se propone como ha


advertido Laski, la superación efectiva del régimen social creado por la
Revolución, elaborando un programa definido y un plan concreto de acción
para alcanzar sus objetivos. El movimiento insurreccional, preparado
cuidadosamente, no llegaría a estallar. Babeuff y Buonarroti fueron delatados
por un confidente del Directorio que figuraba entre los conspiradores.
Babeuff fue condenado a la pena capital. En el instante mismo en que le era
comunicada la sentencia, volviéndose dramáticamente a los jueces pronunció
estas palabras, justificativas de su conducta:

«La propiedad privada es la fuente de todas las desdichas de este


mundo. Predicando esta doctrina, que desde siglos vienen enseñando
los filósofos, quise hacer solidario de la república al pueblo de París
que, cansado de revoluciones y desanimado por su infortunio, volverá
a la monarquía por la intriga y los atentados de los enemigos de la
libertad.»

Babeuff fue guillotinado en la madrugada del 8 pradial. Alta la cabeza,


retadora la mirada subió al cadalso, cumpliendo gallardamente uno de los
términos de su propia disyuntiva. Buonarroti fue recluido en la Isla del Diablo.
Vivió quince años fuera de Francia al ser libertado. En ese interregno, publicó
La Conjuración de los Iguales, la más completa historia crítica de la génesis,
desarrollo y fracaso de la insurgencia socialista acaudillada por Babeuf, que
fue la biblia de los revolucionarios de 1830 y de 1848.

7. Sentido social de la Revolución francesa


Fuera está ya de toda controversia el criterio de Hipólito Taine. La Revolución
francesa fue la explosión más exaltada y cabal de individualismo y de
individualidades que registra la historia; pero fue, sobre todo, la revolución de
la burguesía contra la monarquía absoluta y las relaciones feudales de
propiedad, la afirmación victoriosa del liberalismo económico y del
racionalismo político, la transformación social que desplazó en favor de los
estratos medio y superior del Tercer Estado el control del poder, la riqueza y
la cultura y la llamarada que inflamó a los pueblos oprimidos en su lucha por
la libertad y la independencia. La contribución de nuestra América al
pensamiento social será estudiada en capítulo aparte en el segundo volumen
de esta obra.

275
Raúl Roa

La Revolución francesa ignoró la antinomia «burguesía y proletariado», tema


cardinal del socialismo moderno. No podía ser de otra manera. Esa antinomia
aún no había adquirido expresión objetiva ni era dable que la burguesía la
concibiera subjetivamente. No es la Conspiración de los Iguales, ni las manifes-
taciones esporádicas del espíritu socialista a lo largo de su desarrollo, lo que
caracteriza y define su sentido social. Lo que la caracteriza y define son las
fuerzas económicas y políticas que la impulsan y la declaratoria de pena de
muerte, aprobada por la Convención a propuesta de Robespierre, a todo el
que abogase por una ley agraria «que implicara el reparto de los bienes
nacionales» o cualquiera «otra subversión de las propiedades territoriales,
industriales o comerciales».

El contenido preponderantemente burgués de la Revolución francesa cristaliza


en el código civil de Napoleón. Si cada una de las constituciones revolucionarias
declaró inviolable y sagrado el derecho de propiedad privada, el código de
Napoleón, punto de partida del régimen actual de bienes, excepción hecha de
la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y de las naciones bajo su
dominio, establece las plenas garantías procesales del principio. El estrato
inferior del Tercer Estado poco cuenta en este cuerpo jurídico. Se prohíbe la
huelga y la coaligación de los obreros. El contrato de trabajo queda asimilado
al de locación de servicios. Radicalmente distinta es la posición del patrono.
Tiene derecho a organizarse, a cerrar sus industrias o comercios y a imponer
las condiciones del salario.

La era de los privilegios feudales había concluido. Se iniciaba ahora, en


nombre del pueblo, la era de los privilegios burgueses. Todos los hombres
eran formalmente iguales ante la ley. Todos eran efectivamente desiguales
ante la riqueza y la cultura. La libertad natural consistía en dejar hacer a los
patronos y en no dejar pasar a los obreros. La fraternidad se reducía a un
bello vocablo de coruscantes efectos retóricos en las conmemoraciones
solemnes. Estos principios, aún irrealizados, constituyen, sin embargo, con la
doctrina de los derechos inmanentes del hombre y la teoría del gobierno por
consentimiento, el aporte imperecedero de la Revolución francesa y
continúan siendo la obligada premisa de toda fundamentación económica de
las relaciones de convivencia sobre el primado de la justicia distributiva, que
es la aspiración céntrica de la democracia social, surgida dialécticamente de
sus propias entrañas. La Revolución francesa fulgirá por los siglos de los siglos
en el devenir de la humanidad.

276
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

La tremenda conmoción social y espiritual que acompaña al advenimiento del


capitalismo moderno y de la democracia individualista galvaniza y madura la
reflexión teórica sobre el ser de las nuevas formas de existencia y el deber ser
de la sociedad. El pensamiento social asume, a partir de esta coyuntura, una
forma sistemática de expresión. La concepción individualista de la convivencia,
que abre el segundo volumen de esta obra, inicia propiamente la historia de
las doctrinas sociales. Sin este apresurado bosquejo del proceso de integración
de esas doctrinas como parte constitutiva de su historia, el vasto panorama
de escuelas, tendencias y corrientes que se han venido disputando el favor de
la opinión pública durante los últimos cien años carecería de trasfondo y de
perspectiva.

277
Raúl Roa

BIBLIOGRAFÍA

I
Max Scheler: El puesto del hombre en el cosmos. Buenos Aires, 1938.

Wilhelm Dilthey: Introducción a las ciencias del espíritu. México, 1944.

Enrique Rickert: Ciencias naturales y ciencias culturales. Madrid, 1922.

Max Weber: Economía y sociedad (Cap. II, «Fundamentos metodológicos»). México, 1944.

Karl Mannheim: Ideología y utopía (Cap. III, «Los determinantes políticos y sociales del
conocimiento»). México, 1941.

Herman Heller: Teoría del Estado (Sec. II, «La realidad social»), México, 1942.

S. M. Neuschlosz: Análisis del conocimiento científico (Cap. VII, «Las ciencias histórico-sociales»).
Buenos Aires, 1939.

Albion W. Small: The Meaning of the Social Science. Chicago, 1912.

E. L. Thonrdike: Human Naturae and Social Order. New York, 1942.

José Gaos: «Sociedad e historia.» Revista Mexicana de Sociología, vol. I, n.° 3.

José Medina Echevarría: Sociología: teoría y técnica, México, 1941.

Juan Clemente Zamora: El proceso histórico, La Habana, 1938.

J. B. Justo: Teoría y práctica de la historia. Buenos Aires, s/f.

Charles Seignobos: El método histórico aplicado a las ciencias sociales. Madrid, 1923.

M.M. Postman: «El método histórico en las ciencias sociales». (Trimestre Económico, vol. VI,
núm. 3, México, 1939).

Raúl Roa: Mis oposiciones, La Habana, 1941.

José Ortega Gasset: ¿«Qué es el valor»? (Obras completas), Madrid, 1936.

Alfredo Stern: La filosofía de los valores. México, 1944.

Max Scheler: Sociología del saber. Madrid, 1935.


— Ética. («El formalismo en la ética y la ética material de los valores»»). Madrid, 1941.

Carlos Marx: Ideología alemana. México, 1938.

Thomas Nixon Carver: Essays in Social Justice. Cambridge, 1932.

278
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

II
Albión W. Small: Introduction of the Study of Society. New York, 1940.

Hans Freyer: La sociología, ciencia de la realidad. Buenos Aires, 1944.

Emil Durkheim: La sociología y las reglas del método sociológico. Santiago de Chile, 1936.

Jorge Simmel: Sociología. Buenos Aires, 1939.

L. von Wiese: La sociología: historia y problemas. Barcelona, 1932.

Ferdinand Tonnies: Sociología. México, 1942.

José Medina Echavarría: Sociología: Teoría y técnica. México, 1941.

Luis Recasens Siches: Lecciones de sociología. México, 1948.

Maurice Halbwachs: Morfología social. México, 1944.

Georges Gurtvich: Las formas de la sociabilidad. Buenos Aires, 1941.

Pitirim A. Sorokin: Social and cultural dimanics. New York, 1937.

Max Weber: Economía y sociedad. México, 1944.

Renato Treves: Sociología y filosofía social. Buenos Aires, 1941.

J. S. Mckenzie: Outlines of Social Philosophy. London, 1915.

Werner Sombart: El socialismo y el movimiento social. Santiago de Chile, 1936.

Ferdinand Tonnies: Desarrollo de la cuestión social. Barcelona, 1933.

Ludwig Stein: La Question Sociale. París, 1900.

Raymond Aron: «El concepto de clase». Revista Mexicana de Sociología. vol. I, n.° 1.

Gaetan Pirou: Doctrines Sociales et Science Économique. París, 1929.

G. D. H. Cole: Social Theory. New York, 1942.

Emory S. Bogardus: The Development of Social Thought. New York, 1942.

James P. Lichtemberger: Development of Social Theory. New York, 1938.

J. A. Hobson: The social problem. London, 1909.

Carlos Vaz Ferreira: Sobre los problemas sociales. Buenos Aires, 1929.

John L. Gillin: Social problems. New York, 1943.

Hadley Cantril: The Psychology of Social Movements. New York, 1942.

Sigmund Freud: «Psicología de las masas y análisis del yo.» Obras completas. Madrid, 1948.

Francisco Giner de los Ríos: La persona social. Madrid, 1925.

Karl Mannheim: Ideología y utopía. México, 1941.


— Diagnóstico de nuestro tiempo. México, 1944.
Jacobo Burckhardt: Sobre la crisis en la historia. Madrid, 1946.

J. Huizinga: Entre las sombras del mañana. Madrid, 1936.

279
Raúl Roa

III
J. Huizinga: Estado actual de la ciencia histórica. Santiago de Chile, 1935.

J.G.F. Hegel: Filosofía de la historia. Madrid, 1929.

Oswald Spengler: La decadencia de occidente. Madrid, 1923.

Jacobo Burckhardt: Reflexiones sobre la historia universal. México, 1943.

Alfred Weber: Historia de la cultura. México, 1941.

José Ortega Gasset: Las atlántidas. Madrid, 1942.

Adolfo Shulten: Tartesos. Madrid, 1924.

Müller-Lyer: La familia. Madrid, 1930.

Pablo Kriche: El enigma del matriarcado. Madrid, 1930.

A. Moret y G. Davy: De los clanes a los imperios. Barcelona, 1925.

Max Weber: Historia económica. México, 1942.

A. Moret: El Nilo y la civilización egipcia. Barcelona, 1927.

Guillermo Oncken y Eduardo Meyer: Historia del antiguo Egipto. Buenos Aires, 1943.

G. Masperó: En tiempos de Ramsés y de Asurbanipal. Madrid, 1913.

J. Toutain: La economía en la Edad Antigua. Barcelona, 1929.

Arturo Capdevila: El Oriente jurídico. Buenos Aires, 1942.

Gustavo Le Bon: Las civilizaciones de la India. Barcelona, 1901.

Ricardo Pischel: Vida y doctrina de Budha. Madrid, 1927.

Marcel Granet: Chinese civilization. Edimburgo, 1930.

Ricardo Wilheim: Kung-Tsé. Madrid, 1926.

Will Durant: The Story of Civilization. New York, 1935.

Ernesto Renán: Historia del pueblo judío. Madrid, 1927.

Edouard Montet: Historia del pueblo de Israel. Santiago de Chile, 1937.

Adolfo Lods: Israel. Barcelona, 1941.


— La religión de Israel. Buenos Aires, 1939.

La Santa Biblia («Libro de los profetas»). New York. 1911.

Julio A. Beer: Literatura del Antiguo Testamento. Buenos Aires, 1930.

Mateo Goldstein: Derecho hebreo. Buenos Aires, 1947.

J.O. Hertzler: The History of the Uthopian Thoughts. London, 1919.

Karl Kaustky: Orígenes y fundamentos del cristianismo. Buenos Aires, 1938.

Bela Szekely: Antisemitismo. Buenos Aires, 1940.

280
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

IV
A. Jarde: La formación del pueblo griego. Madrid, 1925.

Ernst Curtius: Historia de Grecia. Madrid, 1887.

Víctor Duruy: Historia de los griegos. Madrid, 1920.

Herodoto de Halicarnaso: Los nueve libros de la historia. Valencia, 1915.

Gustavo Glotz: La civilización egea. Barcelona, 1926.

Fustel de Coulanges: La ciudad antigua. Madrid, 1908.

Gustavo Glotz: La ciudad griega. Barcelona, 1929.

Jacobo Burckhardt: Historia de la cultura griega. Madrid, 1935.

Federico Nietzsche: El origen de la tragedia. Montevideo, 1941.

Tucídedes: Historia de la guerra del Peloponeso. Barcelona, 1930.

J. Toutain: La economía en la Edad Antigua. Barcelona, 1929.

Plutarco: Vidas paralelas. Buenos Aires, 1940.

R. Maisch-F. Pohlhammer: Instituciones griegas. Barcelona, 1931.

Erich Bethe: Un milenio de vida griega antigua. Barcelona, 1937.

Will Durant: The Life of Greece. New York, 1939.

Sidney Hook: Life of Agis. New York, 1935.

Raúl Roa: «Agis, el espartano.» Bufa subversiva. La Habana, 1935.

Werner Jaeger: Paideia. México, 1942.

Raúl Roa: Mis oposiciones. La Habana, 1941.

A. Croiset: Las democracias antiguas. Madrid, 1911.

Roberto Cohen: Atenas: una democracia. Santiago de Chile, 1938.

León Robin: El pensamiento griego y los orígenes del espíritu científico. Barcelona, 1926.

Emil Bréhier: Historia de la filosofía. Buenos Aires, 1942.

Rodolfo Mondolfo: Historia del pensamiento antiguo. Buenos Aires, 1942.


— El genio helénico. Buenos Aires, 1943.

Gabriel S. Moreau: La filosofía política de Solón. Buenos Aires, 1926.

Heráclito: Fragmentos. México, 1939. Los presocráticos. (Colección de Textos Clásicos de


Filosofía). México, 1944.

Raúl Ritcher: Sócrates y los sofistas. Santiago de Chile, 1937.

Víctor Brochard: Estudios sobre Sócrates y Platón. Buenos Aires, 1940.

Alban D. Winspear: Who was Socrates? New Jersey, 1940.

281
Raúl Roa

Platón: La república. París, s/f. Idem: Las leyes. Madrid, 1928.


— Diálogos. México, 1922.

Pablo Natorp: «Platón» (Los grandes pensadores), Buenos Aires, 1938.

Pablo L. Landsber: La Academia platónica. Madrid, 1932.

Auguste Dies: Platón. México, 1941.

R.H.S. Crossman: Plato today. London, 1937.

Aristóteles: Obras completas (edición de Oxford University Press) London, 1942.

Francisco Brentano: «Aristóteles» (Los grandes pensadores), Buenos Aires, 1939.

Aristófanes: Comedias. Valencia, s/f.

Alfonso Reyes: La crítica en la edad ateniense. México, 1941.

Paul Barth: Los estoicos. Madrid, 1930.

María Zambrano: El pensamiento vivo de Séneca. Buenos Aires, 1944.

Pierre-Maxime Schuhl: Maquinismo y filosofía. México, 1941.

H. Salvioli: El capitalismo en el mundo antiguo. Madrid, 1925.

A. Souchon: Las teorías económicas en la Grecia antigua. Barcelona, 1930.

William A. Dunning: A History of Political Theories New York, 1930.

J.P. Mayer: Trayectoria del pensamiento político. México, 1941.

Raymond G. Gettel: Historia de las ideas políticas. Barcelona, 1930.

P. Jouguet: El imperialismo macedónico y la helenización del Oriente. Barcelona, 1927.

R. W. Livingstone: El legado de Grecia. Madrid, 1944.

V
León Homo: La Italia primitiva y los comienzos del imperialismo romano. Barcelona, 1926.

Víctor Chapot: El mundo romano. Barcelona, 1928.

León Homo: Las instituciones políticas romanas. Barcelona, 1928.

José Ortega Gasset: Historia como sistema. Madrid, 1941.

León Bloch: Luchas sociales en la antigua Roma. Buenos Aires, 1934.

Arturo Rosemberg: Historia de la república romana. Madrid, s/f.

José L. Romero: La crisis de la república romana. Buenos Aires, 1942.

Salustio: La conjuración de Catilina. Madrid, 1940.

Ernesto Palacio: Catilina. Buenos Aires, 1946.

Marcel Ollivier: La rebelión de los esclavos. Madrid, 1933.

Guillermo Ferrero: Grandeza y decadencia de Roma. Santiago de Chile, s/f.

282
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

León Homo: El imperio romano. Madrid, 1936.

Jerome Carcopino: La vida cotidiana en Roma. Buenos Aires, 1942.

Julio César: Comentarios de la guerra de las Galias. Buenos Aires, 1940.

Tácito: Los anales. Buenos Aires, s/f.

Chateaubriand: Historia de las revoluciones antiguas. Buenos Aires, 1942.

M. Rostovtzeff: Historia económica y social del imperio romano. Madrid, 1937.

Eloy Bullón: La política social de Trajano. Madrid, 1935.

Eduard Gibbon: The Decline and Fall of the Roman Empire. New York, s/f.

Ludo Moritz Hartmann: La decadencia del mundo antiguo. Madrid, 1930.

Montesquieu: Grandeza y decadencia de los romanos. Buenos Aires, 1942.

George Sorel: La ruina del mundo antiguo. Madrid, s/f.

San Agustín: La ciudad de Dios. Buenos Aires, 1941.

J. M. Robertson: Historia del cristianismo. Madrid, 1925.

E. Ciccoti: El ocaso de la esclavitud. Barcelona, 1907.

Max Weber: «Causas sociales de la decadencia de la cultura antigua.» Revista de Occidente,


Madrid, 1926).

Alberto Grenier: El genio romano. Barcelona, 1927.

J. Declareuil: Roma y la organización del derecho. Barcelona, 1928.

Ciril Bailey: El legado de Roma. Madrid, 1944.

VI
Ferdinand Lot: The End of the Ancient World and the Beguining of the Middle Age. N. Y., 1931.

Claudio Sánchez Albornoz: En torno a los orígenes del feudalismo. Mendoza, 1942
— Del cristianismo y la Edad Media. (El Colegio de México). México, 1943

Lynn Thorndike: History of Medieval Europe. New York, 1928.

W. C. Davis: Europa medieval. Barcelona, 1928.

V. Vedel: Ideales de la Edad Media. Barcelona, 1925.

Henri Pirenne: Historia de Europa. México, 1942.


— Historia económica y social de la Edad Media. México, 1939.
— Medieval cities. Princeton, 1939.

P. Boissonnade: Life and Work in Medieval Europe. New York, 1937.

283
Raúl Roa

Alfons Dopsch: Economía natural y economía monetaria. México, 1943.

P.P. Incháustegui: Orígenes del poder económico de la Iglesia. Madrid, 1926.

Etienne Gilson: La filosofía de la Edad Media. Buenos Aires, 1940.

Martin Grabmann: Filosofía medieval. Barcelona, 1928.


— Santo Tomás de Aquino. Buenos Aires, 1942.

G. K. Chesterton: Santo Tomás de Aquino. Buenos Aires, 1940.

Wilhem Schwer: Catholic Social Theory. London, 1940.

F. Pallás-Vilaltella: La doctrina social de la Iglesia. Madrid, 1941.

Ernesto Renán: Vida de los santos. Madrid, s/f.

Leopold von Ranke: Historia de los papas. México, 1943.

British Encyclopedia. (Artículos sobre Wyclef), Ball y la guerra de campesinos. London, 1911.

George Macaulay Trevelyan: Historia política de Inglaterra. México, 1943.

J. Huizinga: El otoño de la Edad Media. Madrid, 1930.

P. L. Landsberg: La Edad Media y nosotros. Madrid, 1926.

A. Aguirre Reapaldiza: Roger Bacon. Barcelona, 1935.

Dante Alighieri: De la monarquía. Buenos Aires, 1941.

Miguel Asim Palacios: Dante y el Islam. Madrid, 1927.

Marcelino Menéndez y Pelayo: Historia de los heterodoxos españoles. Madrid, 1911.

G. Gierke: Political Theories in the Middle Age. New York, 1919.

William A. Dunning: A History of Political Theories. New York, 1930.

Nicolás Beardiaeff: Una nueva Edad Media. Barcelona, 1936.

VII
Werner Sombart: Lujo y capitalismo. Madrid, 1927. Idem: L’Apogée du Capitalisme. París, 1932.

Henri Sée: Origen y desarrollo del capitalismo moderno. México, 1939.

Jacobo Strieder: «El advenimiento y el crecimiento del capitalismo.» (Historia universal de


Walter Goetz, vol. IV). Madrid, 1933.

Henri Hauser: Les Débuts du Capitalisme. París, 1927.

Volodia Teitelboim: El amanecer del capitalismo y la conquista de América. Santiago, Chile. 1943.

Jacobo Burckhardt: La cultura del Renacimiento en Italia. Buenos Aires, 1942.

Henry S. Lucas: The Renaissance and the Reformation. New York, 1934.

Walter Pater: El Renacimiento. Buenos Aires, 1944.

Frantz Funck-Brentano: El Renacimiento. Santiago de Chile, 1939.

284
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Ernesto Hering: Los Fúcar. México, 1944.

Aníbal Ponce: Humanismo burgués y humanismo proletario. México, 1938.

Jacques Maritain: Humanismo integral. Santiago de Chile, 1941.

Ramiro de Maeztu: La crisis del humanismo. Barcelona, s/f.

Jaoquín Xirau: «Humanismo español.» (Cuadernos Americanos. vol. I). México, 1942.

Juan Luis Vives: De Subventione Pauperum. Valencia, s/f.


— De concordia y discordia. México, 1940.

M. Bataillon: Érasme et l’Espagne. París, 1937.

Eloy Bullón: El concepto de la soberanía en la escuela jurídica española del siglo XVI. Madrid, 1936.

Eli F. Heckscher: La época mercantilista. México, 1943.

Nicolás Maquiavelo: El príncipe. París, s/f.


— Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Buenos Aires, 1944.

James Burham: The Machiavellians. New York, 1943.

José L. Romero: Maquiavelo historiador. Buenos Aires, 1943.

J. P. Mayer: Trayectoria del pensamiento político. México, 1943.

William A. Dunning: A History of Political Theories. New York, 1930.

R. H. Tawney: La religión en el orto del capitalismo. Madrid, 1936.

Juan de Mariana: Del rey y de la institución de la dignidad real. Madrid, 1935.

Fernando de los Ríos: Religión y Estado en la España del siglo XVI. New York, 1927.

Karl Mannheim: Ideología y utopía. México, 1941.


— Utopía del Renacimiento. México, 1941.
Sivio A. Zavala: La utopía de Tomás Moro en la Nueva España. México, 1937.
— Ideario de Vasco de Quiroga. México, 1941.

Vasco de Quiroga: Documentos. México, 1939.

Benjamín Jarnes: Vasco de Quiroga, obispo de Utopía. México, 1942.

Julio Le Riverend: La utopía de Tomás Moro en América. (Revista Univ. La Habana). Cuba, 1942.

Blas Garay: El comunismo en la misiones. Montevideo, 1921.

José Manuel Peramás: La república de Platón y los guaraníes. Buenos Aires, 1946.

Alfonso Reyes: Utopías americanas. Buenos Aires 1938.

J. O. Hentzler: The History of the Uthopian Thought. New York, 1923.

Karl Kaustky: Thomas More and his Uthopia. New York, 1907.

H. F. Russell Smith: Harrington and his «Oceana». Cambridge, 1914.

Wilhelm Dilthey: Hombre y mundo en los siglos XVI y XVII. México, 1944.

285
Raúl Roa

George H. Sabine: The Works of Gerard Wistanley. New York, 1941.

Thomas Hobbes: Leviatán. México, 1940.

Leo Strauss: The Political Philosophy of Thomas Hobbes. Oxford, 1936.

Ferdinand Tonnies: Vida y doctrinas de Hobbes. Vilatoux: «La cité de Hobbes» (Theorie de l’État
Totalitaire). París, 1935.

John Locke: Ensayo sobre el gobierno civil. México, 1941.

G. M. Trevelyan: The English Revolution, 1688-1689. London, 1940.

Harold J. Laski: Political Thoughts in England (From Locke to Bentham). London, 1937.

G. M. Trevelyan: Historia política de Inglaterra. México, 1943.

VIII
Henri Hauser: Les Débuts du Capitalism. París, 1927.

Henri Seé: Origen y evolución del capitalismo moderno. México, 1939.

Paul Mantoux: The Industrial Revolution in the XVIII Century. London, 1912.

Ferdinand Tonnies: Desarrollo de la cuestión social. Barcelona, 1933.

Arthur Birnie: Historia económica de Europa. México, 1938.

Max Weber: Historia económica. México, 1942.

J. M. Trevelyan: English Social History. London, 1944.

Abbot Payson Usher: Historia de las invenciones mecánicas. México, 1941.


—«El capitalismo como sistema social.» (Trimestre Económico, vol. V., n.° I).
México, 1938.

V. Danilevsky: Historia de la técnica. México, 1941.

Arnold Toynbee: Lectures on the Industrial Revolution of the Eighteenth Century. London, 1912.

A. Efimov y N. Treiberg: Historia de la época del capitalismo industrial. México, 1937.

Ivy Pinchbleck: Woman Workers and the Industrial Revolution. New York, 1940.

José A. Gilli: La fábrica. Buenos Aires, 1944.

Werner Sombart: Lujo y capitalismo. Madrid, 1927. Idem: L’Apogée du Capitalisme. París, 1932.
— La industria. Barcelona, 1931.

Beller: L’Évolution de l’Industrie. París, 1941.

Dexter S. Kimball: Economía industrial. México, 1942.

Carlos Marx: El Capital. Madrid, 1933.

J. A. Hobson: The Evolution of Modern Capitalism. London, 1902.

John Rae: The Sociological Theory of Capital. New York, 1905.

286
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Paul M. Sweezy: The Theory of Capitalist Development. New York, 1942.

Edwin R. A. Seligman: «Capitalism.» (Encyclopedia of Social Sciences). New York, 1937.

Francisco Consentini: La reforma de la legislación civil y el proletariado. Madrid, 1922.

Alfredo L. Palacios: El nuevo derecho. Buenos Aires, 1936.

Aureliano Sánchez Arango: Legislación obrera (t. I). La Habana, 1942.

Louis M. Hacker: Proceso y triunfo del capitalismo americano. Buenos Aires, 1942.

Renato Descartes: Discurso del método. París, s/f.

Nicolás Berdiaef: El hombre y la máquina. Santiago de Chile, 1933.

Oswald Spenger: El hombre y la técnica. Santiago de Chile, 1933.

Alfredo L. Palacios: La fatiga y sus proyecciones sociales. Buenos Aires, 1935.

Pierre-Maxime Schuhl: Maquinismo y filosofía. México, 1941.

Julien Coffinet: El hombre y la máquina. Buenos Aires, 1943.

Gina Lombroso: La tragedia del progreso. Madrid, 1932.

Henri Bergson: Las dos fuentes de la moral y de la religión. Montevideo, 1944.

Henri Le Chatelier: Ciencia e industria. Buenos Aires, 1947.

George Genow: La energía atómica en la vida cósmica y humana. Buenos Aires, 1946.

Frederic Joliot-Curié: La desintegración atómica. Buenos Aires, 1948.

IX
Hipólito Taine: Los orígenes de la Francia contemporánea. Madrid, 1912.

John Neville Figgis: El derecho divino de los reyes. México, 1942.

Hamilton Jay Madison: El Federalista. México, 1933.

Charles A. Beard: The Rise of American Civilization. New York, 1941.


—The American Spirit. New York, 1940.
— An Economic Interpretation of the American Constitution. New York, 1913.

John C. Miller: Origins of the American Revolution. Boston, 1943.

James Bryce: The American commowealth. New York, 1921.

Alexis de Tocqueville: La democracia en América. Madrid, 1911.

A.A. Cournot: Historia de los movimientos intelectuales y de las instituciones en los tiempos
modernos. Buenos Aires, 1946.

Bertrand Rusell: Historia de la filosofía occidental. Buenos Aires, 1947.

J. Franklin Jameson: The American Revolution Considered as a Social Movement. Princeton, 1940.

287
Raúl Roa

Paul Hazard: La crisis de la conciencia europea. Madrid, 1941.

Ernest Cassirer: Filosofía de la ilustración. México, 1943.

Bernhard Groethuysen: La formación de la conciencia burguesa. México, 1943.

Montesquieu: Del espíritu de las leyes. París, s/f.

Sieyes: ¿Qué es el Tercer Estado? Buenos Aires, 1943.

Voltaire: Diccionario filosófico. Buenos Aires. s/f.

I. K. Luppol: Diderot. México, 1940.

Juan Jacobo Rousseau: El contrato social. París, s/f.

George Jellineck: Los derechos del hombre y del ciudadano. Madrid, 1925.

Giorgio del Vecchio: Los derechos del hombre. Buenos Aires, 1934.

Thomas Paine: Los derechos del hombre. México, 1944.

Rodolfo Mondolfo: Rousseau y la conciencia moderna. Buenos Aires, 1943.

Harold Hoffding: Rousseau. Madrid, 1931.

Carl L. Becker: La ciudad de Dios del siglo XVIII. México, 1943.

Alberto Mathiez: La Revolución francesa. Barcelona, 1934.

P. Espinosa: La filosofía del siglo XVIII y la revolución. Madrid, 1894.

Jean Jaures: Historia socialista de la revolución. Madrid, 1911.

Ugo Guido Mondolfo: La Revolución francesa. Buenos Aires, 1942.

Pedro Kropotkine: Historia de la Revolución francesa. Buenos Aires, 1944.

Walter Goetz: Historia universal. Madrid, 1933.

J. P. Mayer: Trayectoria del pensamiento político. México, 1941.

William A. Dunning: A History of Political Theories. New York, 1930.

Raymond G. Gettel: Historia de las ideas políticas. Barcelona, 1930.

Edmund Burke: Textos políticos. México, 1942.

Joseph de Maistre: Considerations sur La France. París, 1924.

G. Walter: Historia del terror. Santiago de Chile, 1939.

R. H. Tawney: La igualdad. México, 1945.

Gabriel Deville: Graco Babeuf y la Conjuración de los Iguales. Buenos Aires, s/f.

A. Lichtemberg: El socialismo y la Revolución francesa. Barcelona, 1903.

288
HISTORIA DE LAS DOCTRINAS SOCIALES

Harold J. Laski: El liberalismo europeo. México, 1939.


— «La tradición socialista en la Revolución francesa.» (Derecho y política).
Madrid, 1932.
— Fe, razón y civilización. Buenos Aires, 1945.

Luis Alberto de la Herrera: La Revolución francesa y Sud América. París, 1920.

Arthur P. Whitaker: Latin American and the Englightment. New York, 1942.

Francisco Nitti: La democracia. Madrid, 1932.

Carlos Sánchez Viamonte: El problema contemporáneo de la libertad. Buenos Aires, 1945.

Emilio Frugoni: Las tres dimensiones de la democracia. Buenos Aires, 1945.

289

También podría gustarte