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Apunte Curso “El trabajo en la actualidad” – LIPOVETSKY: “El crepúsculo del deber” – Javier Alegre

GILLES LIPOVETSKY - “El crepúsculo del deber”


Selección de párrafos y comentarios

Javier Alegre

LIPOVETSKY, Gilles (1994). El crepúsculo del deber. La ética indolora de los nuevos
tiempos democráticos. Barcelona, Anagrama.

El presente escrito tiene por propósito presentar sintéticamente el rico análisis que
realiza Gilles Lipovetsky en El crespúsculo del deber respecto de la concepción moralista del
trabajo y la gestión tayloriana, por un lado, y la concepción posmoralista del trabajo y la
gestión postayloriana, por el otro. Por ello, realizamos una selección de extractos del libro
que van acompañados de breves comentarios aclaratorios o ampliatorios, de aquí que las
numerosas citas que hay pertenecen exclusivamente a dicho texto y tienen por objetivo
brindar un acceso directo y a la vez simplificado a la palabra del autor.

a) Diagnóstico: doble secularización ética y sociedad posmoralista (del posdeber)


El libro de Lipovetsky encierra diagnósticos y propuestas respecto de las sociedades
contemporáneas y el lugar que ocupa la ética en ellas. Aquí nos detenemos sólo en los
diagnósticos ya que son mucho más interesantes y apropiados que sus propuestas.
Lipovetsky plantea que se ha dado una doble secularización respecto de la moral
religiosa estricta y universalista que reinó desde el Medioevo. Los dos períodos que señala
son: a) el primero, que va desde la Ilustración hasta mediados del siglo XX, en que retrocede
la moral religiosa tradicional pero se mantiene el sentimiento de deber hacia valores y
entidades humanos superiores, es un “deber laico, rigorista y categórico” (p. 11); b) el
segundo, que llega hasta la actualidad, en donde lo que pierde vigor es el sentimiento de deber
mismo, desaparece como fundamento y eje rector de nuestras conductas, lo que da origen a la
época del posdeber.
Veamos cómo caracteriza cada uno de estos períodos. Respecto del primero señala:
“primer ciclo de la secularización ética cuya característica es que, al emanciparse del espíritu
de la religión, toma una de sus figuras claves: la noción de deuda infinita, el deber absoluto.
(…) las obligaciones superiores hacia Dios (…) se han metamorfoseado en deberes
incondicionales hacia uno mismo, hacia los otros, hacia la colectividad. El primer ciclo de la
moral moderna ha funcionado como una religión del deber laico” (pp. 11-12)
“Los modernos han rechazado esta sujeción de la moral a la religión. (…) afirmación de una
moral desembarazada de la autoridad de la Iglesia y de las creencias religiosas, establecida
sobre una base humano-racional, sin recurrir a las verdades reveladas” (p. 22)
“(…) carácter ambivalente de la idolatría moderna del deber. La sustitución de un fundamento
teológico por un fundamento laico no ha bastado, ni mucho menos, para aligerar a la moral de
cualquier carácter religioso. (…) la absolutidad de los imperativos sólo ha sido desplazada,
transferida del ámbito religioso al de los deberes individuales y colectivos. Pero sigue siendo
verdad que esta reproducción del esquema religioso se ha desplegado según una lógica
específicamente moderna, voluntarista y futurista” (p. 35)

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En tanto que al segundo período lo caracteriza de la siguiente manera:


“se ha puesto en marcha una nueva lógica del proceso de secularización de la moral que no
consiste sólo en afirmar la ética como esfera independiente de las religiones reveladas sino en
disolver socialmente su forma religiosa: el deber mismo. (…) ésta es una sociedad que, lejos de
exaltar los órdenes superiores, los eufemiza y los descredibiliza, una sociedad que desvaloriza
el ideal de abnegación estimulando sistemáticamente los deseos inmediatos, la pasión del ego,
la felicidad intimista y materialista. (…) la cultura cotidiana ya no está irrigada por los
imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos
subjetivos; hemos dejado de reconocer la obligación de unirnos a algo que no seamos nosotros
mismos” (p. 12)
“Desde mediados de nuestro siglo, ha aparecido una nueva regulación social de los valores
morales que ya no se apoya en lo que constituía el resorte mayor del ciclo anterior: el culto del
deber. (…) La retórica sentenciosa del deber ya no está en el corazón de nuestra cultura, la
hemos reemplazado por las solicitaciones del deseo, los consejos de la psicología, las promesas
de la felicidad aquí y ahora” (pp. 46-7)
Esta época del posdeber da lugar a las sociedades posmoralistas. La sociedad
posmoralista se caracteriza por ser “una sociedad que repudia la retórica del deber austero,
integral, maniqueo y, paralelamente, corona los derechos individuales a la autonomía, al
deseo, a la felicidad” (p. 13):
“La sociedad posmoralista designa la época en la que el deber está edulcorado y anémico, en
que la idea de sacrificio de sí está socialmente deslegitimizada, en que la moral ya no exige
consagrase a un fin superior a uno mismo, en que los derechos subjetivos dominan los
mandamientos imperativos, en que las lecciones de moral están revestidas por los spots del
vivir-mejor” (pp. 47-8)
Estos rasgos de la sociedad posmoralista dan lugar a dos grandes tipos de
consecuencias. Por una parte, implica un individualismo exacerbado, la glorificación del
éxito, la eficiencia y el consumo y el aumento de males sociales endémicos (violencia,
exclusión, drogadicción, etc.), “otros tantos fenómenos que hay que vincular con las políticas
neoliberales pero igualmente con la delicuescencia de las instancias tradicionales del control
social (Iglesia, sindicato, familia, escuela), a la vez que con una cultura que celebra el
presente puro, estimulando el ego, la vida libre, el cumplimiento inmediato de los deseos”
(pp. 14-15).
Por la otra parte, asistimos a un revival de posturas que conciben a la ética como forma
renovada de afrontar estos efectos negativos, aunque es claro que ella no posee la fuerza
necesaria para reencausar la sociedad debido a los cambios estructurales que se han producido
en las últimas décadas. Por ello, muchas veces estos discursos responden más a las
condiciones e intereses generados por los nuevos procesos socio-económicos y sólo alcanzan
a plantear respuestas engañosas y falsas salidas a los problemas actuales. Veamos cómo lo
expresa Lipovestsky:
“el tema de la reactivación moral, aun del «orden moral», está en boga, pero ¿de qué naturaleza
es este resurgimiento y de qué moral habla exactamente? Estas preguntas son el centro de esta
obra. Digámoslo de entrada: atacamos como falsa la idea falsamente evidente del «retorno»”
(p. 10)
“(…) ya que la ética en la actualidad juega el papel de remedio milagro clave, tanto se parece a
un leitmotiv retórico: la ilusión ideológica no ha sido enterrada con la derrota de las «religiones
seculares», se reencarna en el eticismo (…) Miseria de la ética que, reducida a sí misma, se
parece más a una operación cosmética que a un instrumento capaz de corregir los vicios o
excesos de nuestro universo individualista y tecnocientífico” (p. 16)

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“Más allá del comeback ético, la erosión de la cultura del deber absoluto continúa
irresistiblemente su carrera en beneficio de los valores individualistas y eudemonistas, la moral
se recicla en espectáculo y acto de comunicación” (p. 47)
Pues bien, Lipovetsky dedica su libro a analizar el modo en que se fueron dando estas
transformaciones históricas y cómo se han reflejado en los diferentes ámbitos de la vida
humana (familia, religión, relaciones sociales, trabajo, ocio, hábitos corporales, prácticas
sexuales, deporte, medios de comunicación, etc.). Lo que haremos nosotros es centrarnos en
lo que concierne al mundo del trabajo y analizar las categorías y disposiciones que
predominaron en la esfera laboral en los diferentes momentos.

b) Concepción moralista del trabajo, industrialismo y taylorismo


Lipovetsky sostiene que –en consonancia con el primer movimiento de la doble
secularización ética que describimos en el apartado anterior– en el industrialismo, y su fe en
el progreso científico-tecnológico que marcó el ritmo del siglo XIX y la primera mitad del
XX, se da el predominio de una concepción que asocia directamente el trabajo con la
voluntad disciplinada y el deber. Esta visión coloca al deber en el centro mismo del trabajo, a
la vez que otorga y subraya permanentemente el carácter humanizante e incluso redentorio
intramundano que poseería todo trabajo. Así, con el industrialismo el trabajo pasa a
convertirse en una de las formas por excelencia de moralización y superación de sí mismo
para los trabajadores.
“Revitalizando objetivos e ideales superiores, magnificando los deberes absolutos hacia
nosotros mismos (higiene, trabajo, ahorro), los modernos se han dedicado a combatir la abulia
y la dispersión improductiva, a crear almas más fuertes, más sintéticas y enérgicas, a educar la
voluntad. (…) El objetivo esencial ha llegado a ser la producción de un individuo útil al
mundo, maximizador de sus potencialidades, adaptado a la conquista racional del porvenir” (p.
125)
“En la lista de los deberes hacia uno mismo ninguno ha sido sin duda tan alabado socialmente
como el trabajo. Nuestro primer deber es el trabajo, el segundo la bondad, podía leerse en los
manuales de moral y de educación cívica de principios de siglo. El trabajo se impuso no sólo
como un deber social sino como un fin en sí mismo (…) Para ser digno de la humanidad en su
propia persona, el hombre debe trabajar y perfeccionarse, el trabajo le enseña a respetar su
propia vida, a progresar, a apartarse del mal, con él adquiere las más altas cualidades morales,
fortifica su salud, su voluntad, su perseverancia. Si el trabajo ennoblece al hombre, la
haraganería lo degrada y lo deshonra” (p. 121)
En esto consiste el núcleo de la concepción moralista del trabajo. Esta visión vincula
directamente el trabajo con instancias o entidades de una esfera muy superior al nivel
individual (sociedad, patria, humanidad, progreso, Dios) y hace predominar el sentido de
deuda y de deber: el trabajo es aquello a través de lo que el individuo puede saldar su deuda
con lo que ha recibido por parte de estas instancias superiores y que le ha permitido subsistir y
llegar a ser lo que es. Por ello el trabajo es no es sólo una obligación que toda persona tiene
respecto de sí misma, sino también –y principalmente– es un deber respecto de los demás, de
la patria, de la humanidad, de Dios. Podríamos decir que trabajando de forma honrada y
esforzada es el modo en que cualquier individuo aporta su granito de arena para contribuir al
bienestar de la sociedad, a la grandeza de la nación, al progreso de la humanidad, a la gloria
de Dios, etc.
Los discursos que sostienen la concepción moralista (provenientes del ámbito
religioso, político, económico, empresarial, filosófico) hacen énfasis en que el trabajo es el
medio más adecuado para lograr que el individuo saque lo mejor de sí, forje su carácter,

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contribuya al progreso humano y sea un ciudadano honesto y útil, de aquí que hayan
entronizado el carácter reformador y edificante que tendría cualquier forma de trabajo. Con la
visión moralista el trabajo se transforma (como nunca había sucedido antes en la historia y
como nunca volvería a suceder, es posible agregar) en el agente básico de subjetivación,
identificación, integración y estructuración sociales. Es decir, el trabajo no sólo obtendría lo
mejor de las capacidades y condiciones del individuo, sino que además sería fuente de
reconocimiento social y serviría para estructurar y organizar la sociedad.
“las sociedades industriales modernas han dado brillo ejemplar al valor trabajo. En el curso del
siglo XIX, burgueses puritanos y espíritus laicos, socialistas y liberales compartieron la misma
religión del trabajo (…). La fe en el trabajo civilizador y liberador ocupa el centro del discurso
social, la pereza es un «crimen social» que crea un peligro para el que se entrega a él y para la
colectividad de la que es miembro, cada uno debe pagar su deuda social y contribuir al
desarrollo de la especie humana y de la nación. (…) El trabajo se impone en todas partes como
un ideal superior, una ley imperativa del hombre y del ciudadano” (pp. 172-3)
Ahora bien, junto con el predominio de estos discursos moralizantes sobre el trabajo
coexistían condiciones denigrantes e inhumanas en la mayoría de las fábricas a lo largo del
siglo XIX y también, a partir de inicios del XX, la absoluta rutinización y mecanización de las
tareas laborales dentro del modelo de organización tayloriano. Se da una marcada
contradicción entre la concepción moralista del trabajo y las condiciones reales en que éste
era llevado a cabo y los lineamientos de la gestión tayloriana. Dicho metafóricamente: las loas
cantadas al trabajo fuera de las fábricas en el industrialismo parecían rebotar contra y no
poder superar los muros de las mismas fábricas y terminaban por desvanecerse y ser trituradas
por la división extrema, la automatización, el embotamiento y el control permanente y
omnímodo de las actividades laborales presentes en el corazón del taylorismo.
“las sociedades que han profesado la moral del trabajo son las mismas que se han dedicado a
desembarazarla sistemáticamente de toda dimensión humana. Mientras que el principio del
deber moral sustentaba los panegíricos del trabajo, era científicamente expulsado de la
organización moderna de éste. Desde las primeras décadas del siglo XX, la gestión tayloriana
del trabajo, preocupada por el problema de la «haraganería » y de las caídas de ritmo, se dedicó
a transformar al obrero en un autómata sin pensamiento, ejecutante estricto de tareas
fragmentarias preparadas por las oficinas de métodos, «reducto humano» movido por la sola
motivación del salario por rendimiento: no hay más principio organizador que el cronómetro, la
obediencia ciega, el salario basado en el trabajo a destajo. (…) el control «científico» de los
cuerpos ha prevalecido sobre el gobierno de las almas, la disciplina mecánica sobre la
interiorización de los valores, los estímulos materiales sobre las diferentes motivaciones
psicológicas” (p. 173)

c) Concepción posmoralista del trabajo, posindustrialismo y postaylorismo


Lipovetsky señala que desde las últimas décadas del siglo XX se comienza a dar un
trastrocamiento en la forma en que se concibe y valora el trabajo, lo que desemboca en que en
la actualidad se dé el predominio de una cultura posmoralista y postecnocrática que reemplaza
el evangelio del trabajo por la búsqueda de mayor bienestar personal y el logro de beneficios
individuales. Así se da la superación de la visión moralista del trabajo anclada en los
sentimientos de deuda y obligación y el trabajo pasa ahora a remitir en primer orden a
cuestiones de índole personal, micro-grupal o como mucho empresarial, que ya no están
cimentadas sobre el deber, sino más bien sobre la posibilidad de conjugar esfuerzo, placer y
bienestar.
“el trabajo está cada vez menos asociado a la idea de deber individual y colectivo, las grandes
homilías sobre la obligación del trabajo ya no tienen vigencia. (…) El advenimiento de la

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sociedad de consumo de masas y sus normas de felicidad individualista han representado un


papel esencial: el evangelio del trabajo ha sido destronado por la valorización social del
bienestar, del ocio y del tiempo libre, las aspiraciones colectivas se han orientado masivamente
hacia los bienes materiales, las vacaciones, la reducción del tiempo de trabajo” (p. 174)
“el trabajo ha dejado, en lo esencial, de ser considerado como un deber hacia uno mismo. Si
bien el esfuerzo y el trabajo no han perdido en absoluto su valor social e individual, ya no se
los pregona como fines morales en sí (…). La exigencia de productividad se incrementa pero al
mismo tiempo el trabajo se libera (…): no entregarse en cuerpo y alma al trabajo no atenta
contra la dignidad de la humanidad en nuestra propia persona, (…) los deberes en el mundo del
trabajo son, en adelante, relativos a la empresa y al otro, no a la propia persona” (pp. 121-2)
A partir de esta nueva disposición hacia el mundo laboral se constituye la concepción
posmoralista del trabajo. La visión posmoralista resalta que ahora el trabajo pierde su
connotación de obligación social, ya no se plantea como modo de saldar nuestra deuda con
instancias superiores, sino que adquiere valor en tanto es el medio para lograr metas
individuales y avances en el plano material. El trabajo abandona su referencia inmediata a
esferas colectivas (sociedad, patria, humanidad, etc.) y remite preferencialmente al ámbito
individual: la búsqueda de bienestar, progreso y realización propios; lo que da por resultado
una nueva valorización del trabajo sustentada sobre bases utilitaristas y posmoralistas, que por
ello va acompañada del culto a la persona y los derechos en el ámbito privado. Así, el trabajo
deja de ser un puente directo hacia la colectividad y se lo vive primordialmente como agente
de avance y desarrollo individual, a la vez que disminuye la importancia que se le había
otorgado en el industrialismo en tanto factor de subjetivación, integración y estructuración
sociales.
En la concepción posmoralista los valores humanistas y universales ligados al trabajo
son reemplazados por los valores individuales y empresariales, a la vez que la solidaridad
social es desplazada por el beneficio individual. El trabajo queda desanclado del sentimiento
de deuda u obligación hacia instancias colectivas o hacia uno mismo; lo que mueve a trabajar
no es el sentido del deber o la superación de sí mismo, sino el bienestar y el éxito propios,
forma en que se expresa el individualismo contemporáneo en la esfera laboral. Si bien el
trabajo nunca fue realizado en forma totalmente desinteresada (siempre se lo llevó a cabo en
busca de algún tipo de compensación o retribución), este costado utilitarista era acompañado
por otros aspectos dentro de los discursos predominantes en épocas pasadas o bien no
sobresalía de modo tan hegemónico como lo hace en la actualidad. El trabajo ya no goza de
una valoración tan positiva como antaño, pero sigue ocupando un lugar preponderante en la
vida y el imaginario de los individuos, esta reivindicación se cimienta sobre bases
individualistas y consumistas, es congruente con las expectativas de comodidad, prosperidad
y mayor tiempo libre en la esfera privada.
“es necesario no perder de vista el desplazamiento operado en la ideología dominante del
trabajo. Éste, en efecto, ya no encuentra su legitimidad profunda en un ideal colectivo superior
(nación, progreso indefinido de la humanidad, solidaridad, socialismo) sino en la fuerza de la
misma empresa; ya no predomina la retórica idealista del trabajo sino la competitividad, la
concurrencia, el desafío de la «calidad total». (…) El trabajo no se glorifica ya como un deber
hacia Dios ni siquiera como un deber hacia los demás, se ha convertido en una acción de puro
logro al servicio de la productividad total de la empresa. Hemos trocado la moral «solidarista»
del trabajo por la ética posmoralista de la excelencia. (…) el trabajo ya no está al servicio de
una finalidad superior sino de la empresa y de las pasiones neoindividualistas sin objetivo ni
trascendencia” (pp. 179-80)
“Al igual que el trabajo se ha apartado de la idea de deber hacia uno mismo, también se ha
desprendido masivamente de la de obligación moral respecto de la colectividad. (…) el trabajo
es percibido como una actividad fuente de rentas cuya integridad es legítimo preservar lo más

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posible, aunque sea en detrimento de la colectividad, una actividad esencialmente al servicio


del individuo. (…) En lo esencial, el trabajo se ha liberado de cualquier significado de deuda o
de solidaridad hacia la sociedad: en adelante se trabaja para sí” (pp. 180-1)
“La civilización del posdeber desvitaliza las grandes prédicas sobre el trabajo pero reconstituye
el valor del trabajo y de la conciencia profesional sobre bases utilitaristas, posreligiosas,
posmoralistas. (…) Al menos parcialmente, la era individualista posmoralista se revela
autoorganizadora: primero es el ego pero los deseos de autonomía y de afirmación personal se
conjugan para volver a legitimar la actividad del trabajo, para insuflar de nuevo motivación al
margen de cualquier panegírico del deber social” (pp. 183-4)
Para Lipovetsky las sociedades hedonistas contemporáneas logran congeniar las
exigencias del trabajo y el placer, ambos ya no son vividos como opuestos o excluyentes, sino
que es posible hacerlos convivir. El trabajo puede ser también fuente de sensaciones positivas
(bienestar, éxito, progreso individuales) y en base a ello sigue siendo un factor de atracción y
organización de la vida individual. El deseo de reconocimiento social se encuentra en la base
de, y mueve a, las actividades laborales en tiempos posmoralistas, ahora el trabajo es
presentado como un ámbito donde puede darse la realización personal y donde obtener el
reconocimiento y prestigio sociales en base a las cualidades personales:
“Decir de nuestras sociedades que son hedonistas no significa que estén entregadas sin
reservas a la espiral descontrolada de los goces ni que el placer capte todas las energías e
intenciones: de hecho, el trabajo, la búsqueda de la calidad de vida y de la salud movilizan más
a los individuos que los consumos voluptuosos. (…) El hedonismo posmoderno ya no es
transgresor ni diletante, está «gestionado», funcionalizado, es sensatamente light” (p. 56)
“[la neogestión] estimula las pasiones individualistas de autonomía y realización personal para
mejor cumplir los objetivos de competitividad de las empresas” (p. 124)
“Si el trabajo ha perdido su sentido de obligación moral hacia la colectividad, está lejos de
haber dejado de ser un polo de motivación en la existencia, sea cual sea la fuerza creciente de
las aspiraciones a la felicidad privada. (…) A la temática de la «alergia al trabajo» le han salido
arrugas: en la actualidad se quiere sobre todo ganar dinero y ser reconocido en su trabajo. (…)
el eclipse del trabajo-deber no ha provocado en absoluto el hundimiento social de las
motivaciones para el trabajo y los deseos de implicación profesional” (pp. 181-3)
“Lo que define al neoindividualismo posmoralista es la coexistencia entre trabajo y descanso,
logro profesional y logro íntimo” (p. 187)
“Sin duda, el deseo de reconocimiento social y moral no es propio de las sociedades
contemporáneas, el individualismo posmoderno no lo inventa, pero lo extiende a ámbitos que
en otro época estaban poco o nada afectados por él: manera de trabajar, de hablar y de dirigir,
indumentaria y lugares de trabajo, (…)” (p. 282)
Esta nueva representación del trabajo configurada por la concepción posmoralista es
solidaria con los cambios introducidos por el capitalismo neoliberal y la organización
postayloriana en el ámbito del trabajo. Veamos un poco las relaciones mantenidas por la
visión posmoralista con estos procesos que atraviesan el mundo laboral y el modo en que se
refuerzan mutuamente entre ellos.
Respecto de las características propias del nuevo capitalismo, el reemplazo de la
construcción de proyectos a largo plazo (estrategia industrial) por la persecución de
beneficios inmediatos (estrategia financiera de los mercados especulativos) dan rienda suelta
a la especulación financiera y la búsqueda de ganancias a corto plazo propias del
neoliberalismo, las cuales coadyuvan en forma manifiesta para la disolución de la visión
moralista del trabajo del industrialismo (en este punto se puede advertir la conexión con los
planteos de Sennett):

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“La disolución de la moral del trabajo también aparece manifiesta en el crecimiento de la


esfera financiera, en la fascinación ejercida por la Bolsa y sus ganancias milagrosas. (…) el
espíritu de empresa ha retrocedido ante el espíritu financiero y su cebo de ganancia a corto
plazo. ¿Qué ha pasado con el respeto al trabajo y el espíritu de responsabilidad en economías
más preocupadas por beneficios fáciles que por la estrategia industrial, más ávidas de especular
que de producir? El culto de los empresarios ha sido suplantado por las estrellas de las
finanzas, la construcción difícil y austera del futuro se ha evaporado ante las promesas del
beneficio inmediato” (pp. 190-1)
En lo que hace a la gestión postayloriana, un primer aspecto a tener en cuenta es que la
moral del trabajo es reemplazada por los discursos empresariales de búsqueda del éxito y los
direccionamientos de la gestión de la excelencia como factores de estimulación. La
permanente motivación y adhesión de los empleados pasan a ser un factor clave en la gestión
por recursos humanos, a través de las cuales se pretende lograr la máxima eficiencia y
entrega total al trabajo por parte de los empleados. De aquí que ocupe un lugar primordial la
interiorización de los objetivos empresariales y se dé la sustitución del control de los cuerpos
(propio del taylorismo) por el control de las almas:
“Ya no son los panegíricos de la obligación categórica los que dominan nuestra época, es el
discurso de la valorización de los recursos humanos, los «comportamientos deseados», la
autoorganización de los equipos, la reorganización de las condiciones de trabajo, los planes de
incentivación financiera. Tras un largo ciclo híbrido de materialismo tayloriano y de idealismo
del deber, la atención recae en la exigencia de lograr la adhesión activa de los empleados
rechazando las formas autoritarias del trabajo, tomando en cuenta el «potencial humano». (…)
el moralismo del trabajo ha sido relevado por el reformismo organizativo y comunicacional”
(pp. 122-3)
“En la actualidad, la gestión mediante la cultura trata de producir sistemáticamente la adhesión
y la motivación de los hombres mediante la interiorización de los objetivos de la empresa: el
control mecánico del cuerpo tiende a ser sustituido por un «control de las almas» ligero y
comunicacional, participativo y simbólico (códigos, ritos, proyectos, credo), destinado a reunir
todas las energías al servicio de una misma comunidad de pertenencia. (…) mientras que los
valores individualistas culminan, la empresa trabaja para lograr la identificación con la
organización, para soldar a los hombres en torno a valores comunes” (p. 176)
En la organización postayloriana ya no se pone énfasis en la vigilancia directa, la
disciplina rigorista y la mecanización y reiteración de tareas propias del taylorismo, más bien
se tiende a sustituir todo esto por la búsqueda de la motivación permanente, la adhesión
emocional, la participación y la formación constantes. En los nuevos modos de gestión, la
cultura empresarial centrada en la motivación, la iniciativa y la responsabilidad se revela
como el mejor medio para alcanzar los objetivos fijados.
“la gestión posburocrática no se separa de un objetivo ético, siendo lo esencial reemplazar el
principio de obediencia por el principio de responsabilidad, dinamizar los recursos creativos de
todos los colaboradores, desarrollar la calidad de vida en el trabajo. Happy-end moral: la pieza
clave del logro económico ya no se llama explotación de la fuerza de trabajo, disciplina y
división mecánica de las tareas sino sistema de participación, programas de formación,
incremento de las responsabilidades” (p. 271)
Según Lipovetsky en los nuevos modos de gestión el acento deja de estar puesto en el
control y la vigilancia exteriores y pasa a estarlo en la responsabilidad individual: el mandato
ético pasa de la obligación externa al ámbito interno de la propia responsabilidad. Así, la
responsabilidad es presentada como necesaria para la expansión personal, se la hace desear
como un componente ineludible para el reconocimiento y éxito individuales. Esta nueva
disposición se refleja en el rechazo hacia la disciplina burocrática y la apreciación favorable
de la autonomía individual dentro de las organizaciones. Esta ética centrada en la

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responsabilidad logra reconducir los intereses individuales en pos del beneficio empresarial y
el aumento de la productividad a través de lograr la entrega personal y el compromiso que
abarque la mayor gama posible de esferas y capacidades (físicas, intelectuales, psicológicas,
emotivas, etc.).
“El principio de responsabilidad aparece como el alma misma de la cultura posmoralista. Si
bien las llamadas a la responsabilidad no pueden separarse de la valorización de la idea de
obligación moral, tienen la característica de no predicar en absoluto la inmolación de uno
mismo en el altar de los ideales superiores” (p. 209)
“La ética de la responsabilidad no impone autoritariamente una norma, la hace desear como
conforme a la expansión de cada uno, no valora el espíritu de equipo más que en la medida en
que el grupo es lo que permite convertirse más en uno mismo perfeccionando la eficacia de la
empresa. (…). Si la ética de la responsabilidad se esfuerza en producir el cortocircuito en la
oposición estricta vida profesional/vida privada mediante la autonomía y la expansión
personal, en los hechos, se revela, como un instrumento inédito de hiperabsorción del
individuo en la empresa. Lejos de disiparse, la división trabajo/ocio se ve reencaminada de una
manera nueva, en beneficio esta vez del primer término” (p. 276)
De este modo, la concepción posmoralista del trabajo actúa como trasfondo de la
acción conjunta entre la gestión por recursos humanos y la denominada ética empresarial: los
rasgos de la organización postayloriana (desburocratización, descentralización, mayor
horizontalidad y participación, apertura comunicativa, trabajo en redes, formación
permanente, delegación de poderes, etc.) se oponen a las características verticalistas y
autoritarias que eran propias del modelo tayloriano, a partir de lo cual se autopropone como la
superación no sólo técnica y administrativa, sino también ética (e incluso humanista) del
taylorismo:
“Revolución de la gestión y ética de la empresa son complementarias, constituyen las dos caras
correlativas de la misma deslegitimización de la organización tayloriana del trabajo y de la
misma promoción del principio de responsabilidad individual. (…) la regulación en la empresa
se desprende del modelo disciplinario en beneficio de los dispositivos que favorecen la
adhesión a valores, la participación, la implicación en la comunidad. (…) se produce el
trastrocamiento posmoralista: ayer la moral era la que prescribía regularidad y disciplina, hoy
es un instrumento de flexibilidad de la empresa; ayer, era un sistema de autoridad, de presión y
de conducción incondicional, hoy significa menos jerarquía y disciplina, y más iniciativa,
apertura al cambio y agilidad con el objeto de una mayor competitividad” (pp. 270-2)
Pero esta alianza entre renovación ética y nueva gestión empresarial está en
dependencia de objetivos estratégicos respecto de los empleados: lograr la absorción de todas
sus energías y capacidades, que desarrollen capacidades de innovación y superación de
obstáculos y, a la vez, que se sientan motivados e integrados a la organización, para así
obtener un mayor compromiso y rendimiento de su parte a través de involucrar los intereses
individuales.
“la gestión participativa debe ser pensada como instrumento de resolución de las
contradicciones de la nueva era individualista desprendida de las normas disciplinarias y
moralistas anteriores. Al promover las normas individualistas de autonomía y realización de
uno mismo en el trabajo, la neogestión trata de contrarrestar los fenómenos de no implicación
individualista generados por la «sociedad abierta» del consumo y de la comunicación. (…) No
constreñir más en el trabajo con la norma ideal o la disciplina, sino hacer de él una esfera
potencialmente rica en realización íntima y capaz, con ello, de conjurar los movimientos de no
pertenencia individualista” (p. 275)
“La empresa celebra la autonomía individual, pero simultáneamente, hace de ésta una norma
específica. (…) La empresa ya no se contenta con controlar el tiempo de trabajo de los
hombres, persigue su entrega emocional, su adhesión, la superación de ellos mismos a través,

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entre otras cosas, de jornadas encargadas de intensificar el espíritu de equipo (team building),
de adaptar a los hombres a las nuevas estructuras flexibles, de liberar las emociones
(psicodramas, juegos de roles) y las «energías insospechadas»” (pp. 277-8)
Es interesante resaltar que el entramado generado por la concepción posmoralista del
trabajo, la gestión postayloriana, la ética de la responsabilidad y la cultura empresarial genera
distintas contradicciones de importancia que Lipovetsky sitúa en el núcleo de las
concepciones y organizaciones laborales actuales. Nos parece valioso resaltarlas ya que
reflejan en parte el complejo y paradójico contexto en que se realizan las prácticas laborales
actuales y además sirven para mostrar el carácter contradictorio de distintos mandatos y
discursos que recorren el mundo del trabajo contemporáneo, sin dejar de mencionar que son
situaciones problemáticas que exigen ser atendidas por parte de los profesionales de las
relaciones laborales. Podemos presentarlas sintéticamente del siguiente modo:
- Contradicciones entre exigencias laborales/personales:
“cuanto menos deber hacia uno mismo, más prescripciones de logros y de imperativos de
movilización; cuanto menos se celebra la obligación interna de perfeccionarse, más exalta la
empresa a los ganadores y la voluntad de hacerlo mejor; cuanto más derecho hay a disponer de
uno mismo en la esfera íntima, más disponibilidad exige la actividad profesional, más
adaptabilidad y compromiso completo de cada uno” (p. 124)
- Contradicciones de la gestión postayloriana:
“al esforzarse por superar las contradicciones de la organización disciplinaria, la gestión por la
cultura, al menos cuando se reduce sólo a ella, no deja de reproducir otras nuevas. (…) una
gestión que valoriza la autonomía individual, pero que celebra al mismo tiempo la fusión
comunitaria, que estimula la competencia entre los hombres y simultáneamente el espíritu de
equipo y el ideal de consenso, que exalta la adhesión voluntaria de los individuos pero que la
prescribe como obligatoria, que pregona a la vez el pleno desarrollo del individuo y la
captación de todas las energías al servicio de la empresa” (pp. 177-8)
- Contradicciones de la ética de la responsabilidad y la cultura empresarial:
“Si la denuncia de la empresa tecnocrática y la celebración del individuo responsable y creativo
merecen el elogio al reactivar la tradición ética del respeto a la persona, no deben perderse de
vista las nuevas contradicciones que resultan de ella: más independencia pero más ansiedad,
más iniciativa pero más exigencia de movilización, más valoración de las diferencias pero más
imperativo competitivo, más individualismo pero más espíritu de equipo y de «comunidad
integrada», más celebración del respeto individual pero más conminaciones a cambiar y
reciclarse” (p. 279)

Respecto de las consecuencias patológicas que pueblan el mundo laboral actual, dado
que las empresas no sólo buscan responsabilidad y disciplina sino también entrega emocional
por parte de sus empleados, ejercen un control sutil, polimórfico, multifacético, que se
extiende hasta los resortes más profundos de la personalidad, con lo cual tienden a generar
ansiedad, depresión, stress, etc., todas enfermedades vinculadas con las esferas subjetiva,
psicológica y emocional de los individuos. Cuadros patológicos que se hacen presentes y van
ganando terreno en las más distintas capas de las organizaciones laborales y comienzan a ser
un signo distintivo de nuestros tiempos:
“En otra época la moral represiva era fuente de histeria, hoy la moral de la autonomía y de la
expansión contribuye a generar ansiedad, surmenage y depresión. Ésta es la paradoja: el
rechazo de la organización tayloriana y el broche final de la empresa humanista aceleran la
desestabilización, la fragilidad subjetivas. Ya sea en la esfera privada como en la esfera
profesional, en todas partes la autonomía individualista se paga con desequilibrio existencial”
(p. 279)

9
Apunte Curso “El trabajo en la actualidad” – LIPOVETSKY: “El crepúsculo del deber” – Javier Alegre

Para cerrar este escrito, queremos hacer mención aunque sea brevemente –ya que no es
nuestro tema central– al análisis que Lipovetsky realiza de la ética de los negocios, que es
presentada como una continuación y superación de la corriente de responsabilidad social
empresarial nacida en Estados Unidos en la década del ‘60 y que el autor encuentra en pleno
auge en los ´90. Este auge de la ética de los negocios consiste en una moda para nada
desinteresada: hace un uso estratégico de la ética, saca réditos del recurso a posicionamientos
morales y retraduce los intereses económicos en términos éticos. Por ello, este revival ético en
el mundo de los negocios es congruente con los tiempos posmoralistas y no puede esperarse
de él más que una renovada forma de encubrir las conductas reñidas con el bien común: antes
que calar en la dimensión ética de las prácticas empresariales, tiende a poner a la ética al
servicio de los intereses comerciales. Dejemos que el autor nos explique más en detalle:
“El brote de fiebre ética parece no tener límites. (…) Se sabía que el universo de la empresa
estaba guiado por la eficacia y la rentabilidad y ahora lo vemos en busca de un alma, de
«negocios éticos», último grito de las modas empresariales. (…) la moda de la ética en los
negocios ha nacido y se ha extendido por Estados Unidos, tomando el relevo de la corriente de
pensamiento llamada de «responsabilidad social de las empresas»” (p. 245)
“La moda de los códigos y cartas éticas no tiene nada de idealista, está sostenida en lo más
profundo por la creencia de que la ética es esencial para el éxito comercial y financiero, (…) la
business ethics [ética de los negocios] se basa en la moral del interés bien concebido: lo que
caracteriza nuestra época no es la consagración de la ética sino su instrumentalización
utilitarista en el mundo de los negocios” (pp. 249-50)
“de fin ideal e incondicional, la ética se ha transformado en medio económico, en instrumento
inédito de gestión, (…) la ética se convierte en un auxiliar eficaz de lo económico. (…)
Mediante la instrumentalización de la virtud que promociona, la ética de los negocios aparece
como una figura ejemplar del posmoralismo democrático contemporáneo librando a la
obligación del lastre de cualquier idea de abnegación y absolutidad desinteresada: Ethics is
good business [la ética es un buen negocio]” (p. 252)
“En ninguna parte la operatividad utilitarista de la moral es tan explícita como en las nuevas
estrategias de comunicación de las empresas. (…) En la actualidad, la legitimidad de la
empresa ya no está dada ni cuestionada, se construye y se vende, estamos en la era del
marketing de los valores (…). No es la ética la que gobierna la comunicación de empresa, es
ésta la que se impone y la administra interna y externamente. La ética funciona en primer lugar
como lifting y línea ofensiva-defensiva de la empresa” (pp. 260-1)

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Javier Alegre
javier.alegre@comunidad.unne.edu.ar

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