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ABSTRACCION

J. FLOREZ

A veces melancólico me hundo


en mi noche de escombros y miserias,
y caigo en un silencio tan profundo
que escucho hasta el latir de mis arterias.

Más aún: oigo el paso de la vida


por la sorda caverna de mi cráneo
como un rumor de arroyo sin salida,
como un rumor de río subterráneo.

Entonces presa de pavor y yerto


como un cadáver, mudo y pensativo,
en mi abstracción a descifrar no acierto

Si es que dormido estoy o estoy despierto,


si un muerto soy que sueña que está vivo
o un vivo soy que sueña que está muerto.

GOTAS DE AJENJO

–Oye, musa, necesito

una gran pluma...

–¡Un cometa!

–Mucha tinta amarga

–¡El mar...!

–Un gran libro...

–¡El infinito...!

–¡Vengan!

–¿Para qué poeta?

–¡Para escribir mi pesar!


II

Como párpado inmenso, inmensa nube

pasa enfrente del sol: ojo gigante

que mira todo el universo y sube

por una senda azul siempre triunfante.

Y esa nube que ataja en un momento

al rayo abrasador que el sol envía,

se rompe ante aquel rayo. El firmamento

ábrese entonces... y se aclara el día.

Es el error como la nube aquella:

Suele ofuscar a la Verdad que alumbra;

mas la Verdad lo abate y lo atropella;

y aquel se arrastra... ¡y la Verdad se encumbra!

III

No me culpes a mí: culpa al infame

de quien tú fuiste por primera vez:

y que ablandó las pomas de tu huerto

antes de su completa madurez...

La hez no vale lo que vale el vino,

y él se bebió tu vino... yo, la hez.

¿Qué me diste? Las sobras solamente,

las sobras ¡ay! de tu primer festín;

la humedad de sus labios en tus labios,


en tus carnes el tufo de aquel ruin…

y el rastro de sus dedos en las rosas

y lirios de tu gárrulo jardín...

¿Qué hice yo? Perdonarte tu pasado,

seguirte siempre y por tus ojos ver;

sufrir tus altiveces, tus orgullos,

soportar tus caprichos de mujer;

y darte hasta morirme lo que amabas

en mí, lo que hoy deploras ¡el Placer!

Que caiga, pues, tu cólera, que caiga sobre

el que tus guirnaldas deshojó...

Sobre ese a quien saludas todavía

y a quien amas acaso... ¿qué sé yo?

Tus iras no me hieren, no me tocan;

¡caigan todas sobre él... sobre mí, no!

IV

Me gustan las ojeras

en los semblantes tristes

de los seres que luchan

con el mal, y resisten

los espantosos golpes

que del pesar reciben,

y que apenas se fruncen...

y solo a solas gimen.

Detesto las ojeras


en los semblantes tristes,

de aquellos que en las crápulas

y en los burdeles viven;

y enfermos de la carne

y enfermos del espíritu,

van en busca del vórtice

del desprecio y del crimen.

Por eso son tan bellas

en las mártires vírgenes,

en las madres dolientes,

y en los bardos sublimes; y al contrario, asquerosas,

repugnantes y horribles,

en los que se degradan,

es decir; ¡en los viles!

Una cuna rosada que la luna

tras de un cristal con níveo rayo armiña;

y en el mullido fondo de la cuna

un ángel, ¡una niña!

Unos ojos ardientes, unos ojos

en que el azul del cielo es más sereno,

tersa piel, blancos dientes, labios rojos,

y un volcán de purísimos antojos

bajo la curva trémula de un seno.

Una noche muy fría. Llueve... llueve.


¡El trágico fantasma de la tisis

pasa sobre la nieve!

Es la salida del teatro. ¡Hueca

resuena entre el tumulto

ruidoso una tos seca!

¡Unos ojos abiertos, exaltados

como los de una liebre,

algunos rizos luengos y dorados

por el sudor pegados a una sien excavada por la fiebre!

Pisadas silenciosas

relampaguear de cirios,

olor de blancas rosas,

de azucenas y lirios.

VI

Huyeron las golondrinas

de tus alegres balcones;

ya en la selva no hay canciones

sino lluvias y neblinas.

Me da el pesar sus espinas

sólo porque a otras regiones

huyeron las golondrinas

de tus alegres balcones.

Insondables aflicciones

se posan entre las ruinas

de mis ya muertas pasiones.


¡ay, que con las golondrinas

huyeron mis ilusiones!

VII

–¿Escuchas?

–Sí.

–¿Qué escuchas?

–Un gorjeo

que brota de los labios de mi amada.

–¡Soñador! Es tu madre que murmura,

puesta de hinojos, funeral plegaria.

–¿Escuchas?

–Sí.

–¿Qué escuchas?

–¡El crujido

del vaporoso traje de mi amada!

–¡Soñador! No te engañes, es que cosen

un sudario de lienzo tus hermanas.

–¿Ves?

–¡Sí!

–¿Qué ves?

–El ardoroso brillo

que despiden los ojos de mi amada!

–¡Soñador! Es la aurora que despunta en el mundo intangible de las almas.

–¿Sientes?

–¡Oh sí!
–¿Qué sientes?

–¡Ella! ¡Ella!

En este instante, ¡mírala...! ¡me abraza!

–¡Soñador! ¡No te engañes... no delires...

soy yo, soy yo... contempla mi guadaña!

Dijo esto con sardónica ironía

la Muerte... Y alejose de la estancia.

El poeta exhaló su último aliento,

y su espíritu huyó como una ráfaga.

Después, madre y hermanas, todas juntas,

alrededor de un féretro lloraban.

En la calle reían... y a lo lejos

doblaban por un muerto los campanas.

VIII

¿Has contemplado, a lo lejos,

al sol que, paso a paso,

va descendiendo al ocaso

con su manto de reflejos,

cómo por lúgubres huellas

deja, en su triunfal descenso,

cubierto el espacio inmenso

de crespones y de estrellas?

Así, niña, es el amor:

como el sol, paso entre paso,

cuando desciende a su ocaso


y no da luz ni calor,

en el corazón herido,

nos deja, en triste quebranto,

¡por astros, gotas de llanto,

y por tinieblas, olvido!

IX

Niña: ese pelo se cae

y esas pupilas se enturbian

y esos labios palidecen

y esas mejillas se arrugan;

esos dientes se carían,

ese alto seno se enjuta,

esas espaldas se encorvan

y esa frente se deslustra.

Las manos blancas y tersas

tórnanse ásperas y duras;

los pies se tuercen, la carne

se ablanda y pierde su albura.

Por eso nunca te alegres

de ser bella; porque nunca

las hermosas han dejado

de tornarse, al fin... en brujas.

Y además, de una vez sabe

que toda humana hermosura,

no es más... no es más que un bocado


que va al vientre de las tumbas.

Tú no sabes amar; ¿acaso intentas

darme calor con tu mirada triste?

El amor nada vale sin tormentas,

¡sin tempestades... el amor no existe!

Y sin embargo, ¿dices que me amas?

No, no es el amor lo que hacia mí te mueve:

el Amor es un sol hecho de llamas,

y en los soles jamás cuaja la nieve.

¡El amor es volcán, es rayo, es lumbre,

y debe ser devorador, intenso,

debe ser huracán, debe ser cumbre...

debe alzarse hasta Dios como el incienso!

¿Pero tú piensas que el amor es frío?

¿Que ha de asomar en ojos siempre yertos?

¡Con tu anémico amor... anda, bien mío,

anda al osario a enamorar los muertos!

XI

Cuando a la media noche me despierta

el medroso aullido

de mi perro que, acaso mal dormido


en el umbral de mi puerta,

de los trasnochadores el rüido

oye en la calle lóbrega y desierta,

o el alerta

del gallo

que en las hondas tinieblas sumergido

cela, ampara y vigila su serrallo,

me incorporo en el lecho,

me incorporo y medito

en el daño espantoso que me has hecho.

En el mal infinito

que me causó tu amor... ¡amor maldito

que arrancar no he logrado de mi pecho!

Y abro los ojos en la sombra entonces,

mientras que a mis oídos

llegan melancólicos tañidos

de los lejanos bronces.

Y evoco, soñoliento,

los recuerdos queridos

que llenaron de luz mi pensamiento:

recuerdos, ¡ay!, de las difuntas horas

en que bebí el fulgor de tus pupilas

negras, pero brillantes como auroras.

* *

¿Por qué os fuisteis tan presto, horas tranquilas,

Muertas encantadoras?

XII
Fue en tiempo de borrascas, en una selva obscura

bajo una vieja acacia, somnífera y hojosa;

tus grandes ojos verdes sufrían la tortura

quemante de los besos de mi boca golosa:

tus ojos, impregnados de miedo y de ternura,

tus ojos, esmeraldas que me robó la fosa.

Se ennegrecía el cielo: ¡cómo olvidar las horas

que pasaron entonces, cuando en mis brazos presa

al morderte los labios –No más... que me devoras–

decías, y agregabas: –Me has hecho sangre... besa

más pasito! y sangraban como picadas moras

tus labios, ¡ay! rubíes que me robó la huesa.

Después, lloraste mucho... la borrasca rugía;

de pronto vibró un trueno y –¿Oyes cómo retumba la voz de Dios?– dijiste, y


agregaste: –¡Alma mía!

¡Es que el cielo indignado sobre mí se derrumba!

¡Perdón! ¡Perdón!– yo en tanto tus lágrimas bebía,

tus lágrimas, diamantes que me robó la tumba.

XIII

Te di el perdón y te alargué mi mano;

tú me juraste redimirte, al verte

libre de Mal, y lejos de la Muerte

y de la podre del comercio humano.


Te salvé del abismo, del insano

foco en que te podrías como inerte

piltrafa en feria; trastoqué tu suerte,

sin ambición, sin interés liviano.

¿Y has caído de nuevo en el pantano;

y a pedirme perdón vienes ahora?

¿Y otra vez vienes a jurar en vano?

¡No más disculpas de ocasión murmures!

¡Llora, sí, llora mucho! ¡Llora, llora!

Y ven, si quieres... pero nada jures.

XIV

Cuando la madre murió,

la huérfana Margarita,

para consolar su cuita

a muchas puertas llamó.

Pero la desventurada,

sin pan, sin luz, ni calor,

a su constante clamor

¡toda puerta halló cerrada!

Se acordó entonces del río...

y en él ya se iba a tirar,

cuando comenzó a temblar

de miedo... de horror... de frío.

De su intento arrepentida
esa noche recorrió

la ciudad, y se quedó

en una calle, dormida.

¡Despertola un caballero;

le ofreció placer y lujo, y a su casa la condujo;

es decir, al matadero!

De allí salió aquella flor

de blancura inmaculada

toda roja, toda ajada,

toda llena de rubor.

Después, sin rumbo ni apoyo

apuró toda la hiel:

fue a la cita, fue al burdel,

fue a la cárcel... fue al arroyo.

Y aquel ángel sin candor,

de la orgía en el estruendo,

¡se fue muriendo, muriendo

de vergüenza y de dolor!

Pero halló la última puerta,

la puerta del más allá...

¡la puerta que siempre está

a todo mortal abierta!

Y al cabo curó su mal,

sus males (porque eran mil)

una mañana de abril

murió en un viejo hospital.


Perdónala, pues, Dios mío;

imploro en vano tu apoyo;

y si se tiró al arroyo...

¡fue por no tirarse al río!

XV

El hombre engendra al hombre; da la vida

(es decir: la inquietud, la pena, el llanto)

en un espasmo lúbrico, y, en tanto,

la sociedad lo aplaude complacida.

El hombre mata al hombre; el homicida

da el consuelo: la paz del camposanto;

y la ley le persigue... y, con espanto,

la sociedad repúdialo ofendida.

Si el ser que nace es presa del quebranto,

y el que muere por fin descansa inerte...

este problema hasta el Creador levanto:

¿Quién es más criminal (que Dios decida)

aquel que, ciego y loco, da la muerte...?

¡o, aquel que, impuro y cuerdo, da la vida!

XVI

Cruzó como un relámpago el vacío,

bajo el trémulo palio de las frondas;


y cayó, de cabeza, en pleno río,

destrozando el espejo de las ondas.

Tres veces resurgió su cuerpo impuro

–su cuerpo encenegado en la molicie–

y otras tantas hundióse en el oscuro

fondo, bajo la rota superficie.

Después... flotó el cadáver en el agua,

en donde el sol, al expirar, ponía

el último reflejo de su fragua.

¡Y el cadáver se fue... con las abiertas

pupilas asombradas: lo seguía

un callado cortejo de hojas muertas!

* *

¡Agucé mis ternuras hasta vivir de hinojos

a sus plantas, en éxtasis: tal fue mi idolatría

sin ver más luz que el lampo divino de sus ojos,

ni ansiar más gloria que una: llamarla mía, mía.

Un pescador la extrajo del agua el otro día.

La vi... Y entonces tuve frenéticos antojos

de ceñirme a su yerta carne por si podía

animar el turgente mármol de sus despojos.

Me contuvo un amigo... el más amado: un hombre

cuyo nombre me callo... porque no importa el nombre.

–No te enloquezcas– dijo –ya que no fuiste experto:

esa mujer que serte constante y fiel juraba,

te engañaba conmigo, y, oye: Nos engañaba


con otro... ¡y por ese otro, es por quien ella ha muerto!

XVII

¿Que por qué vuela en rimas

rojas, y negras, y blancas

a modo de mariposas

mis dichas y mis desgracias?

¿Sabes por qué? –porque toda

emoción dulce o amarga

que hiere mi corazón,

se rompe en verso en mi alma.

XVIII

Rígido ya, sobre su blanco lecho

descansa al fin. La trémula bujía

que baña en luz su descarnado pecho,

deja en la sombra su cabeza fría.

Su esposa, al golpe despiadado y rudo

del pesar, triste, en su aflicción le nombra;

mas él, inmóvil, permanece mudo,

con los ojos abiertos en la sombra.

Mujer... no llores más, tu pena es vana;

¿tanto alarde por qué? ¡Torna al reposo!

No solloces ni grites... que mañana


los labios besarás de un nuevo esposo.

XIX

En mis versos está toda mi vida.

Cada estrofa es un ánfora que, en calma,

lleva una tempestad, y que convida

en ella a ver la sangre de una herida...

el filo de un dolor... la hiel de un alma.

XX

Una montaña de oro

vi en horizonte lejano;

corrí tras ella...: mi mano

tendí, y era aquel tesoro

un arrebol de verano.

En una noche muy bella,

brillar en la lejanía

del espacio, vi una estrella;

corrí afanoso tras ella

y hallé sólo.. una bujía.

Vi arder en tu corazón,

por mí, como roja pira

la llama de la pasión;

mas ¡ay! todo fue ilusión:


oro, estrella, amor... mentira.

XXI

Cuando tú quebrantaste el juramento

aquél... (¡y en qué ocasión!) en mi alma muda

floreció en un momento

el árbol ponzoñoso de la duda.

Cuando a infame traición luego ayudaste

casi en tu propio hogar... la flor bendita

de la fe, que en mi espíritu sembraste,

cerró su cáliz y rodó marchita.

Si ese árbol vive aún... ¿la culpa es mía?

Si se secó esa flor... ¿mía es la culpa?

Si todo efecto fue de tu falsía,

¿quién, al verte sufrir, no me disculpa?

XXII

No os enorgullezcáis, niñas hermosas,

porque líneas tenéis esculturales:

vuestras carnes se pudren, y, en las fosas,

todos los esqueletos son iguales.

XXIII
¡Oh, tú, la más hermosa de todas las mujeres!

Tú, que clavaste tantos agudos alfileres

en esta mariposa que llaman corazón.

En esta mariposa que destrozaste, y luego

pedazo por pedazo la fuiste echando al fuego

candente de tu loca y efímera pasión.

Recoge las cenizas de sus dolientes alas,

devuélvele sus brillos, devuélvele sus galas,

devuélvele la vida... y enséñala a volar.

Y mátala mil veces, si así lo necesitas,

con tal que le vuelvas la vida que le quitas

en tantas veces cuantas la acabes de matar.

Sabiendo tus perfidias y extraños devaneos,

aquella mariposa ceñida a tus deseos

irá a donde tú vayas... sin miedo de morir:

porque sabrá ya entonces que aunque la despedaces,

recobrará la vida, tras términos fugaces,

con verte un solo instante llorar o sonreír.

XXIV

La guirnalda que culmina

en la frente triunfadora,

huele a sangre, sabe a hiel;

siempre encubre alguna espina

punzadora

la caricia del laurel.


XXV

Es media noche. En medio del recinto

está solo el cadáver de la hermosa...

y en la pared, desmantelada y fría,

de su cara proyéctase la sombra.

El seductor se acerca, y en los labios

del cadáver aquel su labio posa;

y en la pared, sobre la sombra aquella,

hace los mismo su callada sombra.

Y murmura: –Quizás mañana mismo,

cuando yo ruede a la profunda fosa,

como en esa pared... en el infierno

se besarán nuestras malditas sombras.

XXVI

¡Oh, bosques seculares,

refugio del silencio y de la sombra,

que el cielo y los eternos luminares

por techumbre tenéis, y por alfombra,

de hojas marchitas rumorosos mares!

Dadme un eterno asilo

en vuestros hondos laberintos frescos;

ay, donde pueda reposar tranquilo...


donde no sienta el penetrante filo

de mi dolor... ¡oh, bosques gigantescos!

Y cuando al fin termine la borrasca

de mi vida, y en mí se acabe todo,

mi cadáver cubrid con la hojarasca

de vuestros viejos árboles... de modo

que no sienta del ábrego los besos,

que no nazca una flor sobre mi lodo,

ni nadie pueda descubrir mis huesos.

XXVII

Siempre miraba soñolienta y fría,

con la cabeza hundida entre las manos,

las estrofas de amor que le escribía;

más ya se la comieron los gusanos...

Y aunque fue siempre bella,

hoy que nadie, tal vez, se acuerde de ella,

se acuerdan de mis versos todavía.

XXVIII

Como una águila fúnebre, fantástica y deforme,

la sombra de una nube se arrastra sobre el mar,

y el mar, eternamente palpitante y enorme,

no acierta a saber cómo

puede en su azul y gigantesco lomo


una mísera nube su silueta arrastrar.

Mas de pronto esa nube se ennegrece y se agita

y su sombra se agranda sobre el azul temblor;

ya es nubarrón obscuro, ya es noche que vomita

del abismo en el seno,

con el fragor terrible del huracán y el trueno,

es formidable boa del rayo asolador.

Y entonces el gran trémulo que su furor quebranta

contra las mudas rocas que intentan atajar sus cóleras siniestras, retuércese y se
espanta,

porque se explica cómo

puede en su azul y gigantesco lomo

una mísera nube su silueta arrastrar.

XXIX

–Cóndor, huésped eterno de los Andes,

que andas en las cumbres de granito

y en la serena atmósfera te expandes:

yo conozco mejor el infinito

que tú, porque mis alas son más grandes.

–¡Calla, poeta! ¿Acaso no comprendes

que tu ambición es sueño de un segundo?

¿que si tus alas al espacio tiendes,

no acabas de subir cuando desciendes

a ensuciarte otra vez... mosca del mundo?

XXX
De noche, cuando voy al camposanto,

pongo el oído en las obscuras grietas

que abre el tiempo en el duro calicanto

de las tumbas, y en tanto

que, agudas cual saetas,

los búhos me prodigan indiscretas

miradas llenas de profundo espanto,

oigo vagos ruidos

allá en el fondo de las negras cajas,

donde duermen los muertos ateridos,

envueltos en sus fúnebres mortajas.

Y, entonces, confundido,

en busca de mi madre corro al punto,

y después de contarle lo que he oído,

ansioso le pregunto:

–¿No crees que ese ruido

de las tumbas indica

que entran allí las auras y retozan?

Y mi madre al instante me replica:

–No es eso; son los muertos que sollozan.

XXXI

Hay en mi casa un gato

que siempre me acompaña en mi aposento;

y es, tal vez, el amigo más barato


y hasta el menos ingrato

de los pocos amigos con que cuento.

XXXII

Bajo los altos cipreses,

el sepulturero, un día,

cantaba de esta manera

con honda melancolía:

«Entierro un grano de trigo

y el grano produce granos;

entierro un hombre... y el hombre

sólo produce gusanos».

XXXIII

Si yo fuera serpiente

de esas que en el camino

al sentir el errante peregrino

ávidas le hincan el agudo diente,

a cuántos monstruos viles,

de almas inmundas en que hierve el cieno,

les hubiera infiltrado mi veneno

así como esos pérfidos reptiles.

XXXIV
¡Ah! los canes, los Zoilos, que en toda lidia

literaria, en el daño sois tan expertos;

roedores de glorias, pozos de envidia,

no viviréis un día después de muertos.

¡Pobres seres oscuros, sois impotentes

para sacar un rayo de luz del caos;

no arrojéis más saliva sobre las frentes

altas... ante esas frentes, arrodillaos!

XXXV

Después de los excesos

de aquella noche de pasión, mi amada,

tras los últimos besos,

tal vez rendida pero no saciada,

–rojas como un incendio las mejillas–

hermosa, jadeante,

apoyó la cabeza en mis rodillas,

y se puso a pensar... en otro amante.

XXXVI

Dicen que entre las tumbas del camposanto

suelen incorporarse los pobres muertos,

y a través de las grietas del calicanto,

ver con los ojos turbios, tristes y yertos,

si alguien llega a sus tumbas vertiendo llanto.


¡Ay!, cuántos esqueletos sus cuencas frías

pondrán tras de las grietas que hay en sus fosas,

y esperarán en vano, días... y días...

que alguien llegue y mitigue sus espantosas,

sus eternas y amargas melancolías.

XXXVII

¡Ay! cuántas noches rumorosas, bellas

en el portal vecino me vislumbran

tus pupilas, estrellas

que no saben el vórtice que alumbran.

Pues no conoces tú, ni menos ellas,

esta alma dolorida

hoy flagelada por la adversa suerte,

ni mis odios profundos con la vida,

ni mis viejos amores con la muerte.

XXXVIII

Antes de que a los golpes

del pesar yo sucumba,

dejar haré una grieta

pequeñita en mi tumba.

Para que tú, por ella,

te asomes, y tus ojos


alumbren mis helados

y lívidos despojos.

¡Y para que por ella

puedas verter tu llanto

sobre el cadáver mustio

de este ser que amas tanto!

Y para que le digas

al solitario muerto:

–¡De nadie seré nunca!...

¡sólo de ti!

¿No es cierto

que así dirás? Entonces ¡oh, mi dulce adorada!

¡Escucharás adentro...

una gran carcajada!

XXXIX

¡Por mi amor, dulce Lola,

tu corazón en vano se disuelve

de tu llanto en el mar; quédate sola!

el amor es lo mismo que la ola:

¡llega, pasa, se aleja... nunca vuelve!

XL

Cuando acabó el ateo,


con su frase vibrante y atrevida,

de eliminar a Dios... dijo: –No creo

en ese ser injusto.

Y, enseguida,

nos habló de sus penas.

La ancha frente

inclinó melancólico y sombrío...

y exclamó, distraído, de repente:

–¡Qué infeliz soy... Dios mío!

XLI

Tanto a los muertos, hermosa,

he querido y he cantado,

que debo ser muy amado

por los que están en la fosa.

Por eso en el camposanto

me gusta estar noche y día:

no sufro... siento alegría,

me río... no vierto llanto.

Porque pienso que, aunque yertos

y mudos, se han de alegrar

cuando me sienten entrar

a sus dominios los muertos.

XLII
¿Me preguntas por qué mi verso es rudo?

¿por qué no exhalo rimas melodiosas?

¿por qué mi labio permanece mudo

cuando te miro? ¡oh, sol de las hermosas!

Porque cuando el Dolor hinca los dientes

en el pecho, y rencores infinitos

muerden el corazón como serpientes...

no puede dar el alma... sino gritos.

XLIII

Entre legajos de papel roídos,

de mi baúl en el revuelto fondo,

donde duermen mis versos, arrugados

por mis pálidos dedos temblorosos;

guardo una crencha de cabellos rubios,

cual de rayos de sol luengo manojo:

resto de la hermosura de esa pérfida,

de esa infame que aún vive y adoro;

de esa mujer que hoy canta en las orgías,

al aire suelta la melena de oro,

y ebria y casi desnuda se revuelca

del negro vicio entre el inmundo lodo.

¡Ah, mi buen Dios! Responde estas preguntas

que voy a hacerte; escucha –hablo de hinojos:–


di, ¿por qué despreciamos a los ángeles?

¿por qué nos gustan tanto los demonios?

XLIV

Mariposa te llaman, no por hermosa

sino porque te cubres con ricas galas;

tú bien sabes que es siempre la mariposa...

un gusano con alas.

XLV

¿Qué labio hay que no mienta? –me decía,

en medio de la orgía,

la cortesana enteca

por el vicio brutal –suelta la ropa–

–¡Este!– le dije, en tanto que oprimía,

entre mi boca seca,

el labio cristalino de mi copa.

XLVI

En la lívida cara transparente,

del cadáver de aquella niña hermosa,

clavó un gusano el invisible diente;

y el glotón comió tanto noche y día,

piel y carne sabrosa,


que en la fosa de aquella halló su fosa...

pues murió de una fuerte apopejía.

Y hay quien me cuenta que al morir decía:

–Mujeres, no adoréis vuestra hermosura.

Vuestros encantos son fulgores vanos.

No olvidéis que en la hueca sepultura,

con vuestra carne, alabastrina y dura,

se revientan de gordos los gusanos.

XLVII

Ayer, cuando en el alma me dejaba

el rojo estío del amor su huella,

al ver un sitio agreste, murmuraba

«¡Quién estuviera allí, solo... con ella!»

Y hoy que, con ella, avanzo hacia el futuro,

llevando en mi alma la frialdad del polo,

al ver un sitio como aquel... murmuro:

«¡Quien estuviera allí, sin ella... solo!»

XLVIII

Después de aquel amor grande y profundo,

yo la olvidé… ¡mas ay! que el bien perdido

me ama en silencio aún, aunque iracundo

su corazón se duele de mi olvido.


Y ahora, al verme con el alma helada

y muda, de la vida en el estruendo

se ríe como yo... ¡desventurada!

Se ríe... sí, ¡pero se está muriendo!

XLIX

«Eres ¡oh, niña! nube esplendorosa;

yo, oruga que se arrastra y jamás sube;

mas la oruga se torna en mariposa

y entonces puede traspasar la nube».

Así te dije; y el desdén insano

tembló en tu boca y sonreíste altiva:

En mariposa se tornó el gusano,

y se fue muy arriba…muy arriba!

Hoy ocultas la faz en tu pañuelo,

porque el sonrojo hasta tu frente sube:

¡ay!...que el gusano que rodó en el suelo,

traspasó, al fin, la esplendorosa nube!

Tanto me odias, me aborreces tanto,

que pienso que algún día

irás al camposanto

a hollar la hierba de la tumba mía.

Ojalá... nada importa que furiosa


pises allí sobre mi cuerpo helado:

con tu pie, diminuto y delicado,

perfumarías la hierba de mi fosa.

¿Sabes lo que me aterra

de la muerte y me espanta?

–No estar a flor de tierra,

entonces, ¡ay! para besar tu planta.

LI

Llora el hombre... y llora y llora...

y el llanto la faz deslíe;

la carne acaba, y, entonces,

la calavera se ríe.

LII

Eras ayer tan pura...

como la blanca aurora

que entre cortinas de zafir fulgura

y níveas perlas en los prados llora.

Eras ayer tan bella...

como la oscura noche

que alumbra con el lampo de la estrella

al gran crespón de su enlutado coche.

Eras ayer altiva...


como la palma verde

que al lanzar su plumaje tan arriba,

en el vapor del nubarrón se pierde.

Mas ¡ay!...¡fue sueño todo!

¡Pues parece imposible

que hoy te rías y cantes entre el lodo,

y que tengas el alma tan horrible!

LIII

Arráncame los ojos cuando muera.

Arráncamelos y huye, niña hermosa,

porque abrirlos, atónito, pudiera,

por mirarte otra vez desde mi fosa.

¡Oh, nunca vayas a turbar la calma

de este ser que de ti ya nada espera!

¡Pero si piensas ir, prenda del alma,

arráncame los ojos cuando muera!

LIV

Por los morados círculos

de tus hondas ojeras,

resbalaron dos lágrimas...

las últimas dos gotas prisioneras.

Con ademán olímpico


sacudió la cabeza,

en tanto que el crepúsculo

desleía en la sombra su tristeza.

Y en un momento trágico,

sin rumor, sin alarde,

se fue su noble espíritu

con la luz amarilla de la tarde.

LV

De pie sobre la tumba de un suicida,

exclamé con voz ronca y dolorida:

–¡Cobarde! No mereces descansar...

¿No supiste vencer vanos dolores?–

Y hollé, rabioso, las fragantes flores

que allí mismo empezaban a brotar.

Eso fue ayer. Hoy triste y desolado,

y de vivir y de luchar cansado,

ya me parece, atónito, escuchar...

que alguien pisa mi tumba de ira loco,

y me grita: –¡Cobarde!– Tú tampoco,

tú tampoco mereces descansar!

LVI

¿Sabes qué es amor, bien mío?


–Un mal, a mi parecer,

que se alivia... con placer,

y se cura... con hastío.

LVII

Llevas lumbre purísima en el alma;

yo, sombras en mi espíritu desierto;

tú, de los lagos la apacible calma;

yo, la calma espantosa del Mar Muerto.

Por eso, niña, cuando canto a solas

en el silencio de mis noches largas,

mis rimas son como las turbias olas

de aquel mar: ¡melancólicas y amargas!

LVIII

Guardo en mi pecho un trono

para la madre mía:

que aunque ella me dio el ser, yo la perdono...

porque no supo el daño que me hacía.

LIX

En las tardes brumosas del invierno,

cuando el sol taciturno, paso a paso

va cayendo en las sombras del ocaso


como envuelto en las llamas de un infierno, abro las mustias alas y me cierno

por la infinita bóveda al acaso,

falto de luz y de vigor escaso,

presa de las nostalgias de lo eterno.

Y subo, subo, y cuando el ojo mío

descubre entre los velos de la noche

mi supremo ideal, en el vacío una mano brutal mis olas cierra

y caigo... sin una ¡ay! sin un reproche,

sobre el fangal inmundo de la tierra.

LX

–¿Oyes? La lluvia cae. Tengo frío.

La noche tiembla. El cierzo hace pedazos

las ramas de los árboles. El río

muge rabioso. Estréchame en tus brazos.

Posa tu boca en el semblante mío.

¿Ya no me quieres...? ¡Abre, tengo frío!

–¿Por qué has tardado tanto...? ¡Tengo sueño!

Sufro. La vida me atormenta. Agudas

me hinca las uñas con brutal empeño

la zarpa del dolor... mas tú me escudas.

¡Entra, oh Muerte adorada! ¡Sé mi dueño!

Quiero dormir contigo... Tengo sueño.

LXI
Blanco velo que al mármol importuna,

flota sobre la frente inmaculada

y tersa de la virgen desposada,

como un vago crepúsculo de luna.

Sutil como las gasas de la cuna

de la niñez que duerme sosegada,

y luego cual la niebla aletargada

sobre el glauco cristal de la laguna.

¡Calma, oh novia, tu ardor, calma tu anhelo,

y expira, antes que alumbre el nuevo día

marchita tu inocencia –flor de cielo!

¡Y en vez de aquella toca tan sombría

que ponen a las muertas, aquel velo

lleva intacto a la tumba negra y fría!

LXII

Tanto quiero dormir, cuando el infierno

de este vivir acabe, dulce amiga,

que dudo si hasta el mismo sueño eterno

podrá al cabo extinguir tanta fatiga.

LXIII

Oye tus ojos tan profundas huellas


dejaron para siempre en mis entrañas,

que en las noches tranquilas

suelo mirar absorto las estrellas

sobre la cresta azul de las montañas,

tan sólo porque en ellas

me parece que miro tus pupilas

rodar tras de la red de tus pestañas.

Presa, entonces, de trágica agonía,

pierdo toda mi calma,

y hasta el fondo del alma

torno azorado la mirada mía;

y al contemplar de tus desdén los rastros,

por no ver más tus ojos, bien quisiera,

con ira de pantera,

rasgar los cielos y extinguir los astros.

LXIV

Luego... apoyó la escultural cabeza

deshecha en bucles, en mi mano fría;

y entornando los ojos con tristeza

miró el sudor que por mi faz corría.

Y me dijo, llorosa

con un acento desmayado y tierno:

–¡Cómo puede tu mano temblorosa

sostener los abismos de un infierno!–

LXV
Así decía un loco,

una noche, en la calle:

«Espíritus enfermos

que en cárceles de carne

golpeáis con el ala dolorida

el muro que os encierra y os atrae,

como las mariposas,

hambrientas de luz y aire,

en el que se estremecen

cascarón miserable.

»Espíritus enfermos:

aliviad vuestros males...

¿Por qué no alzáis poderoso vuelo?

Vuestras alas son fuertes y son grandes:

las de las mariposas,

diminutas y frágiles...

y, sin embargo, rompen

para siempre su cárcel!».

Así decía un loco,

una noche en la calle.

LXVI

La ramera lloraba... y se reía

con una de esas risas espantosas,

con una de esas risas que podrían

espantar a los muertos en sus fosas.


Acababa de dar a luz, y en tanto

que alguien le preguntaba quién sería

el padre de aquel ser... llena de espanto,

la ramera lloraba... y se reía.

LXVII

Él mismo aró la tierra y extirpó la cizaña;

él mismo sembró el trigo que en buen pan se tradujo;

él mismo hizo su choza; y al pie de la montaña

cavó su propia tumba con celo de cartujo.

Vivió solo en Dios fijo bajo el azul del cielo,

humedeciendo el humus con la hiel de su llanto;

sin ambición ninguna; mas con un doble anhelo;

no saber de los hombre y morir como un santo.

Pero lo más curioso del caso es que la gente,

al verlo, desde lejos, siempre esquivo y huraño,

no lo creyó un Matías ni un Andrés ni un Antonio.

Porque los que pasaban, inopinadamente, por cerca de la choza del mísero ermitaño,

se signaban creyendo que allí estaba el demonio.

LXVIII

Siempre se emborrachaba y se dormía

en los más degradantes bodegones;

y al despuntar el resplandor del día,


llena de mudas aflicciones,

vino al bodegonero le pedía.

Y acercando la copa al labio yerto,

sin placer apuraba un vino impuro;

y, con la triste palidez de un muerto,

en la pared del bodegón obscuro

fijaba el ojo de mirar incierto.

Las rameras lo amaban; en la orgía

quizás era entre todos el primero:

porque a veces cantaba, se reía,

improvisaba versos y sabía

regalarles a aquéllas su dinero.

Pero el monstruo implacable del hastío,

lo halló en su senda, y en el alma mustia

le clavó el diente venenoso y frío;

y se llenó su corazón de angustia, cual se llena de sombras el vacío.

Sus amigos decíanle: –¡Detente!

(ebrio al mirarlo y triste y silencioso)

rodando vas por desigual pendiente.

Pero él todo lo oía indiferente.

¡Meditaba en un algo tenebroso!

Todo fue en vano: al fin, una mañana,

entre viejos toneles de cerveza,

dobló la mustia faz, antes lozana,

y se rompió de un tiro la cabeza,

dando así fin a su existencia vana.


LXIX

Él vivirá, porque tu amor, bien mío,

le infundirá calor y lo hará eterno;

mientras que yo... me moriré de frío,

como mueren las flores en invierno:

implorando una ráfaga de estío.

LXX

Yo tengo como el mar horas serenas

en que pierde mi espíritu su brío,

y se aduerme en la carne como el río

sobre su luengo tálamo de arenas.

Horas en que la sangre de mis venas

blandamente circula, en que el Hastío

como siniestro cárabo sombrío,

huye de la guarida de mis penas.

¡Ah!... Si entonces, acaso venturoso

un instante me ves, y una sonrisa

desarruga mi mudo labio inerte,

es porque aquellas horas de reposo,

que pasan para mí siempre deprisa,

tienen algo del sueño de la muerte!

LXXI
Yo soy como esas olas gigantescas

que, sobre el lomo enorme

del monstruo azul, se agitan y retuercen,

y van rodando sin saber adónde.

Yo soy como esas negras tempestades

que obscurecen el orbe,

y como inmensas furias desgreñadas

lloran mientras, los ámbitos recorren.

Yo soy como esos rudos huracanes

que, en las obscuras noches,

lanzan hondos quejidos lastimeros

en las arcadas de los anchos bosques.

Yo no sé qué pesares espantosos

el corazón me roen,

y a un mismo tiempo el alma me engrandecen

y hacen que grite y me retuerza y llore.

Y, sin embargo, ante el alegre mundo que mi mal no conoce,

río y me apropio la frialdad que ostentan

las estatuas de bronce.

LXXII

¿Dios premia a los rebeldes? ¡Qué ironía!

Al furioso Satán, al iracundo,

en pago de su enorme rebeldía,


le dio el trono del mundo.

LXXIII

Un arrebol de púrpura, lejano,

se refleja en el río.

Y el río se desliza sobre el llano

y aleja, aleja su caudal sombrío.

Cómo nos parecemos en el mundo:

tú al arrebol, yo al río:

tú me alumbras, y yo, meditabundo,

me voy huyendo de tu luz, bien mío.

LXXIV

Cuando el artista puso la vigorosa mano

sobre las teclas, todos enmudecieron... luego,

de las entrañas frías y trémulas del piano

surgió la risa, el llanto, la imprecación y el ruego.

Después... al recio empuje terrible y soberano

del Músico, volaron en torbellino ciego,

arrullos y sollozos y gritos de oceano

en notas perfumadas y en hálitos de fuego.

Se incorporó el artista, de pronto, y una ola

de entusiasmo inaudito lo envolvió en un instante.

Su frente ya ceñía la inmortal aureola.

Sólo su novia, muda, y en un rincón distante,


al pensar que la Gloria le quitaba su amante,

y, que, al fin, quedaría desconsolada y sola

inclinó la cabeza como frágil corola...

y rodó por el suelo... tembloroso diamante.

LXXV

Todas las embriagueces de la vida

me invaden, como nunca, en este instante:

¡Qué hermosa estás así, desfallecida

sobre mi corazón agonizante!

La palidez inunda tu semblante,

mientras tu boca que a libar convida,

se abre a mi beso cínico y quemante,

como ante el golpe del puñal... la herida.

Cierras los ojos, tiemblas, balbuceas

frases incoherentes que no acierto

a descifrar; se ofuscan mis ideas...

Huye el mundo... la luz, ¡todo!... Despierto,

y tú, Amor –ave mística– aleteas

y huyes dejando el corazón desierto!

LXXVI

El tiempo que se va siempre nos deja

en el alma fulgores infinitos;

es el recuerdo luminosa abeja


que de las flores vívidas se aleja

en busca de los cálices marchitos.

LXXVII

Ojos en que la noche ha detenido

su cortejo de sombras y de estrellas;

ojos cuyas miradas son centellas

escapadas del arco de Cupido.

Ojos negros, más negros que el olvido;

ojos radiantes, de pupilas bellas,

que habéis dejado tan profundas huellas

en mi doliente corazón herido.

Ojos en que brillar se ve la aurora

eterna del amor: ved mi quebranto,

ved el lento dolor que me devora;

y, ante las sombras de mi vida incierta,

una gota verted de vuestro llanto

sobre la flor de mi esperanza muerta!

LXXVIII

Oigo el silencio. En las tinieblas flota

el fuego fatuo. El aura, entumecida,

el ala inquieta... está como dormida;

no se escucha ni el eco de una nota.


¡Esta es su tumba!... ¡Abandonada! Rota

por el tiempo…la negra cruz, caída...

en su redor, la tierra, removida,

ni el tallo de una flor siquiera brota!

¿Y ella? dime, sepulcro tenebroso

responde: ¿en dónde está?... Dime, ¿qué

de los encantos de su cuerpo hermoso?

¿De sus pies, de sus manos... de su seno?

¿De aquellos ojos de mirada triste?

¿De aquellos labios purpurinos?...

LXXIX

Cubrí de rosas su ataúd, de rosas

blancas y purpurinas;

y al volver del recinto de las fosas,

me traje las espinas.

LXXX

Y bien: ¡qué importan los cielos azules

que el sol abrillanta,

la aurora que nace, la tarde que muere,

la noche sombría;

la flor que perfuma y el ave que canta...

si todo es tan viejo, si nada me gusta,

si todo me hastía!
El oro, el talento, los dulces placeres,

los sueños de gloria,

las vírgenes bellas de labios que guardan

fugaz ambrosía,

¡cómo han de importarme! Si todo es escoria,

si todo es tan viejo, si nada me gusta,

si todo me hastía.

Mas, ¡ay!, algo existe que intensas fruiciones

a mi alma procura;

y ese algo es una hueco muy hondo que forma

una piedra muy fría,

do sé que se extinguen placer y amargura, do todo se pudre, do todo se acaba,

do nadie se hastía.

Por eso yo aguardo, con loca impaciencia,

bajar hasta el fondo

tan lúgubre y triste de aquel hueco negro

que ha mucho que espío,

y en él, con las penas horribles que escondo,

dejar para siempre este pérfido monstruo

que llaman Hastío.

LXXXI

Cabellera de luz, frente de armiño,

cejas de oro, tez de terciopelo,

mejillas de arrebol, ojos de cielo,

acento de turpial, candor de niño,

boca de miel ¡y... corazón de hielo!


LXXXII

Hermosa y sana, en el pasado estío

murmuraba en mi oído sin espanto:

–Yo quisiera morirme, amado mío;

más que el mundo, me gusta el camposanto.

Y de fiebre voraz bajo el imperio,

moribunda, ayer tarde me decía:

–No me dejes llevar al cementerio;

yo no quiero morirme todavía.

¡Oh, Señor! ¡Y qué frágiles nacimos!...

¡Y qué variables somos y seremos!

Si la muerte está lejos, la pedimos;

pero si cerca está... no la queremos.

LXXXIII

Entre lívidas nubes desgarradas

Dios hablaba a Satán aquella noche,

lanzándole centellas por miradas;

y en tono de reproche,

–¡Se desborda el infierno! –le decía–

¿y aún tu rabia y tu rencor no calmas?

Y riendo Satán le respondía:

–Y tú, dime, ¿por qué la rabia mía

no extingues y perdonas a tus almas?


LXXXIV

Cuentan que un rey, soberbio y corrompido,

cerca del mar, con su conciencia a solas,

sobre la playa se quedó dormido;

y agregan que aquel mar lanzó un rugido

y sepultó al infame entre sus olas.

Hoy bien hacéis, ¡oh, déspotas del mundo!,

en estar con los ojos siempre abiertos...

porque el pueblo es un mar, y un mar profundo,

que piensa, que castiga y que, iracundo,

os puede devorar. ¡Vivid despiertos!

LXXXV

–No llores– me decía–

yo te daré muy pronto la alegría

aunque me cueste la ventura mía.

Voluptuosamente

despertábase el bosque al soplo blando

del aromoso ambiente,

una mañana de febrero, cuando

entramos en el bosque de repente.

Mas ¡ay! yo entré llorando!...

Ella entró sonrïente...

Voluptuosamente

se adormecía el bosque al soplo blando


del aromoso ambiente,

aquella tarde de febrero, cuando

salimos de aquel bosque de repente.

Ella salió llorando...

Yo salí sonriente!

LXXXVI

¡Todas las noches te veo

y hablo contigo y te toco

y te abrazo como un loco,

te acaricio... y te poseo!

¿Sin embargo, estás cautiva

en una tumba desierta...

qué me importa que estés muerta,

si en mis sueños estás viva?

LXXXVII

¡Cava, sí; cava más, sepulturero,

hasta que encuentres la candente lava;

que quede muy profundo ese agujero!

¡Nada temas, no hay nadie en el sendero;

cava más... cava más... cava más... cava!

¿Que para qué tan hondo? –Así lo quiero;

todavía columbro el negro fondo

al resplandor de un pálido lucero


que tiembla en el cénit... ¡Sepulturero,

cava más... mucho más... mucho más hondo!

Sí; será tuyo todo mi dinero

si acabas antes de que alumbre el día.

¿Ese ruido? –¡Es un pájaro agorero

que graznando pasó!... –Sepulturero,

cava más... todavía... ¡todavía!

Ahora, escucha: bájame a esa fosa...

esa fosa será mi mejor lecho;

y encima, con tu pala silenciosa,

derrámame esa tierra cariñosa...

y no cuentes a nadie lo que has hecho.

LXXXVIII

Al escuchar mi apóstrofe, dijiste:

–¡Mi vida es agua clara!

¡Sí, muy clara... aunque triste!

¡Si a ella te asomas... te verás la cara!–

Yo me asomé; pero al hurgar su fondo,

en apariencia plácido y sereno,

debajo de aquella agua, en lo más hondo,

¡hallé un montón de pestilente cieno!

No me detengo en el principio apenas

desde entonces; me agrada verlo todo:

porque ya sé que a veces las arenas

no son arenas... ¡sino inmundo lodo!


LXXXIX

Yo moriré primero

que tú; mi alma, tranquila,

irá a la luz y a la verdad; entonces

sabré si tus constantes juramentos

fueron mentiras o verdades; todo

lo sabré: si tu llanto fue sincero,

si fue tu grito de pasión el grito

del corazón que deshace en llamas

de amor puro, o la voz de la lujuria

estrangulada en tu garganta seca.

El pasado, el presente y el futuro

de tu alma veré. ¡Lo sabré todo!

Y entonces, de mi espíritu implacable

recibirás el premio o el castigo;

porque, todas las noches,

descenderá mi espíritu a tu lecho,

y dejará en tu faz, si has sido buena,

un ósculo purísimo, acallado

como el rumor de la dormida ola

que las arenas de la orilla lame...

u oirás (si has sido pérfida) en la sombra, esta palabra acusadora: ¡Infame!

XC
Empaña la tristeza del pecado sus ojos:

de un pecado que nunca borró el agua bendita;

cuajada está en sus labios, antes puros y rojos,

la dolorosa mueca de una angustia infinita!

Una vez... despertaron sus dormidos antojos;

¡fue una noche muy dulce! ¡Fue una noche maldita!

Él la rogaba, y ella cubierta de sonrojos,

no pudo más... y, loca... se entregó... ¡Pobrecita!

Y sucedió... lo mismo que sin cesar sucede:

¡Él huyó, y ella, sola, con placer y amargura,

recuerda aquella noche que ya volver no puede!

¡Y a un vago escalofrío de miedo y de ternura,

de cuando en cuando, todo su frágil cuerpo cede, al ver que se deforma su


escultural cintura!

XCI

En la sala anatómica

y en las horas de clase,

sobre las planchas yertas

abría los cadáveres.

Fue siempre en medicina,

el peor estudiante.

Dejaba en las orgías

su dinero y su sangre...

Mientras que en una choza

su pobre y vieja madre,

tiritaba de frío...
se moría de hambre.

En la sala anatómica,

una vez, en la clase,

el profesor le dijo,

mostrándole un cadáver:

–Ábrale usted el vientre...

Se acercó el estudiante...

clavó el largo cuchillo de aquel cuerpo en la carne,

y, al clavarlo, dio un grito,

dio un grito, y cayó exánime.

¡Aquel cuerpo... era el cuerpo

de su olvidada madre!

XCII

Melancólica reina, pudibunda,

que vagas, por los ámbitos del cielo,

como un místico témpano de hielo

entre la negra oscuridad profunda.

En esta noche en que tu faz circunda

un halo transparente como el velo

de las vírgenes novias, un anhelo

azul y enorme como el mar, me inunda.

¿Sabes lo que mi espíritu ambiciona

en esta noche de noviembre, fría,

en que el cierzo las tumbas desmorona?


–¡Que bajes de la bóveda sombría

y pongas esa sideral corona

sobre el sepulcro de la madre mía!

XCIII

¡Oh, Dios! ¿Satán te vence? Ángel eterno,

¿abate la virtud con tu permiso?

Ya no caben las almas en su infierno.

¡Oh, Dios! ¡Qué solo está tu paraíso!

Como dueño de todas las maldades,

cambia en horrible lo sagrado y bello;

y Tú, en tanto, explosión de claridades,

no tienes para herirlo... ni un destello.

Él corrompe a la virgen impoluta

que tú formaste; y, sumergida en llanto,

esa virgen se torna prostituta

y va al infierno al expirar... ¡Dios Santo!

Dejas que te arrebate ese murciélago

tus hechuras, o acaso es que no alcanza

tu poder a extinguirlo en ese piélago

donde se lee: ¿Perded toda esperanza?

XCIV

La vida es un mar sombrío;


la humanidad, sin embargo,

río es que allí va a luchar;

yo soy agua de ese río:

menos dulce y más amargo

mientras más entro en el mar.

XCV

Un ave es el olvido: ave que arranca

el mal del corazón y huye muy lejos...

El ala negra del olvido...

es blanca cuando se lleva los dolores viejos.

XCVI

Si mi boca fuera abeja

y tu boca fuera flor...

¡Qué borrachera de néctar!

¡Qué borrachera de amor!

Si tu boca fuera abeja

y mi boca fuera flor...

¡esa abeja no vendría

nunca a endulzar mi amargor!

XCVII
Sus ojos se entornaron; sobre los blancos hielos

de las altivas cumbres agonizaba el sol;

y de las densas brumas, tras de los amplios velos,

quedó flotando, a solas, inmóvil, en los cielos,

el lívido cadáver del último arrebol.

La luna, como un arco de nívea luz cuajada,

subió con lento paso de lo infinito en pos;

y entonces, reclinando la frente inmaculada

sobre mi pecho ¡mira! –me dijo mi adorada–

¡qué barca tan hermosa para bogar los dos!

Hoy... ¡ella ya no existe! Bajo un rosal florido

descansa la que un día me dio luz y calor;

mas desde aquella tarde contemplo entristecido

la luna, cuando sola, como un bajel perdido

en el azul derrama su gélido fulgor.

XCVIII

Triste fatalidad; se pierde un hombre

pero nadie a buscarlo se apresura;

se pierde una mujer, y, en el instante,

todos van en su busca.

XCIX

Machacaba una bruja, en un mortero,


una noche muy triste y muy sombría,

a la luz azulosa de un brasero,

un cráneo sucio, que aunque viejo... ¡hedía!

–¿Qué estás haciendo ahí, bruja dañina?–

le pregunté, venciendo mis temores.

–Unos polvos –gruñó–, la medicina

que suelo propinar a los traidores.

Y agregó: No hay mejor medicamento

para curarlos de sus males... ¿dudas?

–¿Y ese cráneo? –exclamé– y en el momento:

–Es de un traidor –me respondió– ¡de Judas!

En el lugar donde tu seno arranca

ostenta su blancor una flor breve;

pero esa flor, para vivir tan blanca,

en ese vaso en que el rubor se estanca,

tiene que ser de mármol... ¡o de nieve!

CI

Muerde, pasión horrible... muerde, clava

con ímpetu colérico tu diente

corvo, largo y agudo, en mi doliente

corazón hecho de encendida lava!

¡Muerde sin compasión!... ¡Tu inmunda baba,


de mi sangre refunde en el torrente!

Anonádame... acaba ya, serpiente,

de hacer pedazos mi existencia... ¡acaba!

Sí... no me martirices... no te enrosques a mi ser, cual se enroscan tus hermanas

a los troncos marchitos de los bosques!

Por piedad... ¡filtra tu mortal veneno!

Mas no te tornes en cenizas vanas... no vayas a morir...¡Vive en mi seno!

CII

Vestida de blanco la vi en la mañana,

en un vasto templo y al pie de una cruz;

mostraba en su tersa mejilla lozana,

la huella del último beso de luz...

Vestida de rojo, después, a mi lado

la vi, por la tarde, como un resplandor;

mostraba en su boca de flor de granado

la huella del último beso de amor

Y luego en la noche, de negro vestía,

su yerto cadáver... ¡Oh muerte cruel!

¡Mostraba en su frente, ya pálida y fría,

la huella del último beso de hiel!

CIII
¡Oh, calavera sombría:

cuántos misterios ocultas...

y a mi razón cómo insultas

con tu mueca amarga y fría!

Yo sé que tuviste un día

carne que te dio hermosura,

y ojos de lumbre tan pura,

que un amante, en sus excesos,

quiso devorarte a besos

hasta morir de ventura.

¡Y hoy, con las cuencas vacías

y las mandíbulas secas,

aquella ventura truecas

en sordas melancolías,

pues de los pasados días

sólo conservas, inerte,

a los cambios de la suerte,

la estúpida realidad,

y la fosca oscuridad,

de la noche de la muerte!

CIV

Cuando se destrenzó tu cabellera

como un manojo de áspides sombríos,

y entre tus labios húmedos y fríos

se hundió mi boca por la vez primera,

sentí en el alma renacer la hoguera


de mis locos y ardientes desvarios;

y al perdonar tus bárbaros desvíos,

olvidé tus infamias de ramera.

Al roce de tu carne sonrosada,

crespa saltó la sangre entre mis venas

con el ímpetu audaz de la cascada.

Y en horas de calor y éxtasis llenas,

a la luz de tu fúlgida mirada,

vi deshojarse el árbol de mis penas.

CV

(La Madre) Ya no la quema de la fiebre el fuego.

¡Pero está yerta!... sin color... ¡sin vida!...

(La Muerte) –No llores, hasta luego;

¿la ves?... ¡ya está dormida!

CVI

Yo sé que te fastidia mi presencia...

que mi amor te da hastío...

mas, cuando yo sucumba,

y tú te quedes sola en la existencia;

mientras yo sienta el frío de la tumba,

tú sentirás el otro... el otro frío;

¡el espantoso frío de mi ausencia!


CVII

Sientes el alfiler que te atraviesa,

y en lenta convulsión la vida exhalas;

mas la Muerte, que en mísera pavesa

todo lo torna, a ti te deja ilesa:

no destruye ni el polvo de tus alas!

¡Mariposa!... ¿Por qué, di, la hermosura

de la mujer disgrégase en la calma

de la Muerte?

–Porque ella es carne impura:

Va al crisol de la hueca sepultura,

y yo vengo de allí... ¡Yo soy el alma!

CVIII

–¿La luz más refulgente?

–Está en tus ojos.

–¿La mayor alegría? –En tu presencia.

–¿La miel más dulce?

–Entre tus labios rojos.

–¿El vergel más florido?

–En tu existencia.

–¿La sombra más oscura?

–Está en mi noche.

–¿El dolor más intenso?


–Está en mi herida.

–¿El acíbar más acre?

–En mi reproche.

–¿Y el camino más áspero?

–En mi vida.

CIX

Cuando llegué a tu fosa, madre mía,

no hallé nada en tu fosa:

¡Nada!: ¡estaba vacía!...

Pero vi que una blanca mariposa,

con rumbo hacia el azul... de allí salía.

CX

Si en la sorda contienda de la vida

nunca duerme el dolor; si airado y fuerte

pulula el mal, y por doquier se advierte

la sombra en las conciencias escondida...

Si herido el corazón, la planta herida,

llora la humanidad su infausta suerte,

¿por qué la vida amamos, y la muerte

con su calma sin fin nos intimida?

CXI
Por hacerte sufrir, ángel de hielo,

por hacerte llorar siquiera una

lágrima de infinito desconsuelo,

diera en la vida de ultratumba... ¡el cielo!

Y en ésta: ¡bienestar, gloria y fortuna!

CXII

Si otro fue el hombre que sorbió en el vaso

de tu boca purpúrea el primer beso...

no puede estar tu corazón ileso

ni ilesa puede estar... tu piel de raso.

En la vida decide el primer paso,

y a decirte verdad yo te confieso,

que es por eso no más... no más por eso,

que, aunque mucho te adoro, ¡no me caso!

No me caso contigo... por exceso

de pulcritud... o por temor acaso...

porque... porque... ¡el asunto es muy espeso!

Y además, porque un beso es siempre un caso

muy grave... una razón de mucho peso

que hace pensar en... ¡en cualquier fracaso!

CXIII

Si yo pudiera desgarrar la oscura


sombra que envuelve tus despojos yertos,

y contemplar deshecha tu hermosura

en medio del recinto de los muertos,

y volverte la vida un solo instante,

al mirarnos atónitos las caras,

¡cómo rïera yo de tu semblante!

Y tú, pobre mujer... ¡cómo lloraras!

CXIV

–¿Por qué te pones pálido?–me dijo,

cuando de mi constancia el juramento

hice vibrar; y con el rostro fijo

en mi semblante, continuó: –Te exijo

por Dios, que me respondas al momento.

–Es que una sombra en mi interior despierta–

la respondí, con voz entrecortada.

(Me acordé de una muerta

a quien juré también... y hoy,

sola y yerta, duerme bajo unas zarzas... ¡olvidada!)

CXV

Cuando el último soplo de la vida

universal se extinga, y en el cielo

pare la noche de la muerte el vuelo,

la gran noche, la noche sin medida;


y de esta humanidad adolorida

ni un rastro quede sobre el mustio suelo,

y los astros-cadáveres, el velo

de la sombra traspasen en su huida,

cuando el hondo silencio de la nada

se crispe entre las fauces del vacío,

y de mi ser ni la ceniza helada

siquiera guarde mi sepulcro angosto,

¿qué será de este espíritu sombrío...

de esta alma en que el Dolor hizo su agosto?

CXVI

Tu recuerdo me punza y me da gloria:

es tormento y perfume de mi vida...

porque invade el jardín de mi memoria

lo mismo que una zarza... florecida.

CXVII

Pasa la ola amarilla

del revuelto Magdalena,

y gime y lame la orilla

de blanda y menuda arena.

Ya se detiene, ya huye
sin recelo, sin temor;

aquí una rama destruye,

allá... deshoja una flor.

Pero en su larga carrera

nunca llega a imaginar,

que otra ola azul la espera:

la ola amarga del mar.

Nuestros hados, niña loca,

como aquellas olas son:

yo hallé néctar en tu boca...

tú, hiel en mi corazón.

CXVIII

En mis sueños acercas tu semblante

a mi rostro, y me dices dulces cosas

con tu más dulce acento...

Acento susurrante

como un vuelo de alegres mariposas.

Y respiro tu aliento,

tu aliento puro como el aura errante

que ha besado, al pasar, miles de rosas...

y entonces ¡ay... desfallecer me siento!

¡En mi embriaguez fantástica imagino

que la felicidad su vuelo para,

por fin, en el erial de mi camino,

y que un soplo divino


perfuma las arrugas de mi cara!

¡Y, de aquella embriaguez en el exceso,

se recogen mis labios como para

darte el más rojo y crepitante beso!

Los ojos abro... y todo lo adivino:

¡Se disipa el aroma en que me inundas,

huyen tus frases tiernas, y aparece de nuevo mi camino,

con sus sombras profundas

y sus nieves inmóviles y eternas!

CXIX

Naciste en fresco bosque y yo en playas desiertas;

por eso tan distintos son nuestros idëales:

Te place el agua viva, y a mí las aguas muertas;

te gustan los vergeles, y a mí los arenales.

Para los dos el mundo tiene extraños matices:

Te placen los palacios, y a mí los monasterios;

a ti los cielos puros, y a mí los cielos grises,

te gustan las ciudades, y a mí los cementerios.

Algo distinto siempre nuestras almas alegra:

A ti la flor luciente, y a mí la seca zarza,

a ti el día brillante, y a mí la noche negra,

a ti el ave que trina, y a mí la muda garza.

Mas de mi senda nunca tus lindos pies desvíes,

porque tu ser alumbra mis tristes soledades; tú cantas y yo grito, yo lloro y tú


sonríes,
envuelta vas en brisas, yo envuelto en tempestades.

¡Ven, acércate, niña!... y si tu alma se asombra

al contemplar la sima de mi naturaleza,

¡Sol de amor! A esa sima baja y rompe su sombra

y en fuga pon los búhos que guardan mi tristeza.

CXX

Le aserraron el cráneo

le estrujaron los sesos,

y el corazón ya frío

le arrancaron del pecho.

Todo lo examinaron

los oficiales médicos...

mas la causa no hallaron

de la muerte de Pedro;

de aquel soñador pálido

que escribió tanto versos

como el espacio, azules,

y como el mar, acerbos.

Oíd, cuando yo muera

cuando sucumba, ¡oh médicos!

no me aserréis el cráneo,

ni me estrujéis los sesos

ni el corazón, ya frío,

me arrebatéis del pecho...

Hasta el alma no llega


jamás el escalpelo...

pues mi mal es el mismo,

es el mismo de Pedro:

De aquel soñador pálido

que escribió tantos versos,

como el espacio, azules,

¡y como el mar acerbos!

CXXI

¡Oye!... mientras respire el pecho mío

y una esperanza mi horizonte alumbre,

yo, poeta sombrío,

en pos iré de la anhelante cumbre.

Y subiré tranquilo y sin alarde,

sin oír, en mi lóbrego sendero

ni la risa cobarde

ni el generoso aplauso lisonjero.

No importa que el cansancio y la tristeza

me fastidien; acepto mi destino;

doblaré la cabeza,

pero después proseguiré el camino.

¿Que el rayo vibra y se oscurece el cielo?

¿Que el sol se ha hundido en el profundo ocaso?

¿Que se estremece el suelo?

¿Que tengo que caer?... ¡dar podré un paso!

¡Y si llega la muerte, y todo es vano,


los que marchan conmigo hacia la lumbre con la lira en la mano

llevaran mi cadáver a la cumbre!

CXXII

Dijo la ola al murallón: –¡hermano,

tres siglos ha que te golpeo en vano,

sin que tú nunca de impedirlo trates;

tres siglos, sobre el mundo y bajo el cielo,

que con mi amarga espuma te flagelo;

pero tú... ni te quejas ni te abates.

Y dijo el murallón, con voz arcana:

–Flagela más... flagela más, hermana.

Flagela más. Tu empeño no me arredra.

Que si tienes vigor, y es tu destino

azotarme, furiosa, de contino,

¿qué me importa? ¡Yo soy valla de piedra!

Yo, que esto oía, en medio de la noche,

con mi voz más profunda de reproche,

exclamé, presa de mortal fatiga:

¡Ay! Quién tuviera el corazón tan duro

como ese inmóvil y paciente muro,

para retar al mal que me fustiga.

CXXIII
Oyendo está tus rumores

allá abajo el ángel mío;

corre y llévale estas flores

que deshojo en tus hervores...

Corre, corre, manso río Corre y dile que la adoro,

que estoy pálido y sombrío,

que por sus desdenes lloro,

y dile que es mi tesoro;

pero, corre, manso río.

Mas si no oye mi quebranto,

si desdeña el amor mío,

entonces llévale el llanto

que estoy vertiendo hace tanto

sobre tus ondas ¡oh, río!

CXXIV

Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares,

en lo mucho que sufro pienses a solas,

si exhalas un suspiro por mis pesares,

mándame ese suspiro sobre las olas.

Cuando el sol con sus rayos desde el oriente

rasgue las blondas gasas de las neblinas,

si una oración murmuras por el ausente,

deja que me la traigan las golondrinas.

Cuando pierda la tarde sus tristes galas,

y en cenizas se tornen las nubes rojas,


mándame un beso ardiente sobre las alas

de las brisas que juegan entre las hojas.

Que yo, cuando la noche tienda su manto,

yo, que llevo en el alma sus mudas huellas,

te enviaré, con mis quejas, un dulce canto

en la luz temblorosa de las estrellas.

CXXV

Los amigos dijéronme: –¿Qué tienes?...

–¡Mudo y pálido vienes!

–¡Pareces un fantasma!

–¡Estás más blanco

que un cadáver!

–Ven, siéntate, en la vía

hay mucha gente...

–Ven, aquí hay un banco.

Yo, lívido, temblaba como un reo.

¡Ay, ninguno sabía

que a mi lado pasabas aquel día,

como nunca, gentil, por el paseo!

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Ni saben todavía,
por qué pierdo el color... ¡cuando te veo!

CXXVI
–Llegar quiero a aquel monte,

madre, y tocar el cielo–.

Y enseñé con mi mano,

en el turbio horizonte,

todo cano de hielo,

un gran monte lejano.

Mi madre dijo: –vano,

pobre niño, es tu anhelo;

si quieres anda al monte

y en él alza tu mano:

ya verás que huye el cielo

y que huye el horizonte.

¡Sé dulce en este suelo,

sé virtüoso y sano…

y sin llegar al monte,

podrás tocar el cielo!

CXXVII

En la alta cumbre se abrillanta el hielo;

surge del bosque inmensa algarabía.

Vas a nacer, ¡oh, Sol! –volcán del cielo–.

Ya despuntas, Aurora, –flor del día–.

Mas, ¡ay! ¿a qué venís?

Por qué ese empeño de acariciar mis ojos fatigados?

¡No sacudáis las alas de mi sueño!

¡No despeguéis mis párpados cerrados!


Si de mostrarme habéis solo miserias,

con vuestra ardiente luz fascinadora,

la sangre calcinad de mis arterias…

mas no me despertéis, ¡oh, Sol! ¡Oh, Aurora!

CXXVIII

Ya no entonan los pardos ruiseñores,

en las selvas, sus cántigas sencillas;

marchitáronse ya todas las flores,

y están todas las hojas amarillas.

Ven, junta tu cabeza a mi cabeza,

y déjame llorar... huyó el estío

con su calor, se va con su tristeza

el otoño... ya sopla un viento frío!

CXXIX

Tus pupilas radiantes,

son dos vivos diamantes

que brillan, engarzados, en un húmedo broche

de azabache... ¡por eso, día son y son noche!

Tus ojos, niña mía,

noche son y son día,

porque en ellos hay huellas

de soles incendiarios y de heladas estrellas.


Yo amo sus resplandores

y adoro sus negrores:

Sus resplandores rasgan de mi vida las nieblas,

y me dan blando abrigo sus cálidas tinieblas.

Por tus pestañas filtran tus ojos vivas llamas,

como su luz los astros por las tupidas ramas.

¡Alumbra de tus ojos con el foco divino

las punzadoras zarzas de mi largo camino!

Y, para que no sangren después de heridas tantas, otra vez, en el mundo, mis
doloridas plantas.

¡Señálame, en la vida, los mejores senderos,

con el lampo piadoso de esos dulces luceros!

Y, cuando me recline bajo la tierra oscura,

pon tus ojos, abiertos, entre mi sepultura!

CXXX

–¿En dónde estás, amigo? Te busco y no te encuentro;

¿acaso no me escuchas? Responde, ¿en dónde estás?

–¡En un abismo!... baja, no temas... más adentro;

¿vacilas? ¡no vaciles, desciende, más... más... más!

Y yo seguí bajando; tan hondo era el vacío

en que estabas, que, al verte, te tuve compasión;

¡y aún te hallé bailando, casi muerto de frío,

sobre un campo de nieves y sombras... Corazón!

CXXXI
Solo un instante me amó,

y fue cuando iba a morir;

nada me pudo decir,

mas la frente me besó;

tal vez quiso ella que yo

bebiera toda la hiel,

hasta en el instante aquel

en que colmaba mi anhelo:

porque si al fin me abrió el cielo,

fue para entrar ella en él.

CXXXII

¡Y no temblé al mirarla! El tiempo había

su tez apenas marchitado; hacía

tanto... que ni de lejos la veía...

Vago tinte de aurora su semblante

inundó de repente, en el instante

en que me vio tan cerca... ¡y tan distante!...

Las luchas interiores, no los años,

revelaban también sus desengaños,

que absortos tuvo a todos los extraños.

Llevaba en el regazo un pobre niño,

trémulo y silencioso y sin aliño,

pero bello, y más blanco que un armiño.


¡Todo lo adiviné!... y aquella hermosa

que fue hasta ayer inmaculada rosa,

única a quien llamado hubiera esposa...

pero que nunca a mi reclamo vino,

que me odió y en mi lóbrego camino del desprecio glacial sembró el espino;

aquella esquiva flor que en una grieta

de mis ruinas nació, cual la violeta,

y a un tiempo me hizo pérfido y poeta,

en el momento en que los rayos rojos

del triste sol de ocaso, los despojos

de la tarde alumbraban, de sus ojos

vertió al bajar del tren, como rocío,

un diluvio de lágrimas... ¡Dios mío!

Pero yo estaba como el mármol... ¡frío!

CXXXIII

Mira Dios con microscopio

todos los astros del cielo,

y los hombres desde el suelo

los miran con telescopio.

Ve Dios insignificantes

átomos en las estrellas,

y los hombres ven en ellas

soles y mundos gigantes.

Y hay quien diga, sin rubor,


que fuimos hechos... –¡qué chanza!–

¡a imagen y semejanza

del infinito Creador!

La humanidad: lodo y hiel,

una colonia es, no más,

de microbios que jamás podrán parecerse a Él.

CXXXIV

Flores humanas, hermosas,

bien pudierais ser divinas,

si lo mismo que las rosas

¡ay, no tuvierais espinas!

CXXXV

Adiós, año maldito. Cuando el día

nuevo empiece la tierra a iluminar,

y halles a tus hermanos en la fría

y oscura eternidad,

no les cuentes que vivo todavía...

¡porque no te creerán!

En esa hora gris, en esa hora


muda y sombría en que el dolor embriaga,
en que parece el astro de la aurora
un ascua inmensa que en la mar se apaga,

yo levanté la tapa de tu fosa:


la dura piedra que la vista ataja,
y desleída, horrenda y asquerosa
te vi en el fondo de la negra caja.

¡Los hambrientos gusanos cómo hervían


en esas formas que adoré por bellas!
De tus ojos, las cuencas parecían,
ya sin pupilas, noches sin estrellas.

Mustia la sien, lánguido el cuello,


regazo de mi boca ardiente;
húmedo el cráneo y los cabellos;
deforme el seno, y sin candor la frente.

Tu cuerpo, que era un vaso de perfume,


con su olor nauseabundo me asfixiaba.
¿Qué aroma mundanal no se consume?
¿Qué carne no se pudre y no se daña?

Así te vi. Entonces, un reguero


de llanto desprendiose de mis ojos
en tanto que el cruel sepulturero
me ocultaba tus lívidos despojos.

¿Qué pasa? ¿Por qué frunces el ceño?


¿No te ha gustado mi doliente historia?
Pues oye: todo ha sido sólo un sueño
que he querido grabar en tu memoria

para hacerte saber que la hermosura


y la gracia que en ti el amante advierte
van a ser en la hueca sepultura
regocijo insaciable de la muerte.

Y que tan sólo la virtud bendita


tiene aún su esplendorosa lumbre.
¡Astro que en el espíritu gravita,
flor nacida en la misma podredumbre!

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