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La

aventura equinoccial de Lope de Aguirre, basada en la histórica antiepopeya de la


expedición capitaneada por un vasco a lo largo del Amazonas, ofrece un amplio y
variado espectro de caracteres a la búsqueda de un imposible. El mítico El Dorado se
convierte en el centro vital de unas mentes estremecidas y agitadas que luchan contra
sí mismas y contra el universo, plasmado en una tierra indomable, la selva del
Marañón, y en unos monarcas lejanos que recuerdan al dios del abandono.
Un discurso exuberante, pleno de matices, ayuda a recrear la atmósfera sobrehumana
de la tarumba equinoccial.

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Ramón J. Sender

La aventura equinoccial de Lope de


Aguirre
ePub r1.4
Titivillus 26.05.2019

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Título original: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre
Ramón J. Sender, 1964
Diseño de cubierta: Manuel Estrada

Editor digital: Titivillus
Corrección de erratas: Yorik, JackTorrance, Strangelove y Coleccionista
ePub base r2.1

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I

El año 1559, cuando en tierras del Perú se pregonaba la expedición de Ursúa al


Dorado, algunos se preguntaban quién era Ursúa para haber logrado del rey que le
concediera aquella empresa.
Era Ursúa un capitán nacido en 1525 en Arizcun (Navarra), en el llamado valle
del Baztán y no lejos de Pamplona. Tenía una alta idea de sí mismo que trataba de
hacer compartir a los otros. Algunos lo odiaban por la persistencia que ponía en
aquella tarea. De talla algo más que mediana, bien portado, un poco adusto y altivo,
tuvo dificultades en aquellos territorios de Indias. Cerca de Quito, en la provincia de
los indios llamados chitareros, descubrió una mina de oro. Más tarde, en tierras de la
actual Colombia, fundó Pamplona y Tudela, redujo a los indios musos y despertó
tales envidias en otros capitanes que una noche, por instigación de su enemigo
Montalvo de Lugo, le quemaron la casa y tuvo que saltar desnudo por una ventana.
Era pues uno de esos hombres de presencia provocadora que suscitan
antagonismos. Siendo justicia mayor de Santa Marta ofendió a algunos patricios de la
colonia que le quitaron aquel cargo y llegó a verse comprometido porque dos
enemigos suyos, entre ellos el capitán Luis Lancheros, consiguieron órdenes de
prisión contra él, aunque no llegaron a hacer uso de ellas.
Afrontaba Ursúa las dificultades con valentía y arrogancia, pero no siempre sabía
salir de ellas. Viéndose un día en un mal trance que podía determinar su ruina, acudió
al virrey marqués de Cañete, quien, para probarlo, le encargó la reducción de los
negros sublevados en Panamá. Éstos eran muchos y fuertes y habían llegado a
constituir una amenaza grave. Con fuerzas inferiores los venció y apresó al rey negro
Bayamo, a quien llevó a Lima en collera. Entonces fue cuando el virrey comprendió
que Ursúa era alguien y le dio la empresa del Dorado. Sus enemigos callaron por el
momento.
En plena juventud —no tendría más de treinta y cinco años— había Ursúa
fundado ciudades, conquistado naciones indias y últimamente sometido a los negros
cimarrones. Era un buen capitán con un futuro delante y su estrella relucía.
Los que lo trataban de cerca lo acusaban sólo de tener una idea excesiva de sí
mismo. «Se cree de origen divino», decía algún oficial envidioso. Y el padre Henao,
su amigo, respondía: «¿Por qué no? Todos los hombres lo somos».
Comenzó Ursúa a concentrar a su gente en la provincia de los Motilones, en Santa
Cruz, al norte del Perú, tierra áspera y montañosa. La llamaban de los Motilones
porque estaba habitada por una casta de indios que llevaban afeitada la cabeza. Al
principio acudieron a su llamada gentes de todas clases, entre ellos sujetos

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malfamados, perseguidos y verdaderos delincuentes, porque el virrey marqués de
Cañete había ofrecido amnistía a los que se alistaran. Para compensar aquello Ursúa
quiso atraer a algunos capitanes hidalgos y escribió a don Martín de Guzmán,
ofreciéndole el puesto de jefe de operaciones militares, es decir, de maese de campo.
Le decía entre otras cosas: «Le ruego que de su parte y la mía suplique a todos los
caballeros que conozca y estén sin empleo o con empleo inferior a sus merecimientos
que vengan a esta jornada, que en buena camaradería iremos todos y sea nuestra
fortuna próspera o adversa trataré de servirlos aquí y de informar de sus méritos en
Castilla delante del rey».
Don Martín aceptó y entregó tres mil pesos a Ursúa para gastos de la expedición,
que buena falta le hacían. Cuando fue Guzmán a Santa Cruz pareció decepcionarse
un poco viendo la clase de gente que se había alistado. Había entregado los tres mil
pesos en espera de beneficios, ya que aquellas expediciones, además de ser aventuras
bélicas, eran empresas comerciales. Que lo cortés y lo valiente no quitaban a lo
práctico.
Uno de los principales caballeros de Lima, llamado Pedro de Añasco, escribió a
Ursúa diciéndole que había sabido que quería llevar en la expedición a su amante
doña Inés de Atienza, viuda de un vecino del Perú, y le aconsejaba que no lo hiciera.
Para eso le recordaba los versos del romance del conde Irlos:

Caballero que va en armas


de hembras no debe curar…

La presencia de doña Inés —decía— sería causa de contrariedades. Le rogaba que


le diera consentimiento para hacer una discreta gestión de manera que doña Inés
accediera a quedarse en Trujillo sin que supiera que era deseo de su amado el
separarse. Ursúa contestó a todos los puntos de la carta, pero no dijo nada de doña
Inés y por el contrario se quedó pensando: ¿quién autoriza a Añasco a intervenir en
mi vida privada?
En otra carta Añasco le decía también que cuidara mucho de algunos individuos
que llevaba en su armada y que prescindiera de ellos, «ya que por diez hombres más
o menos no dejará de salir adelante en su jornada». Le daba los nombres de los
soldados que consideraba peligrosos, entre ellos Lope de Aguirre, Zalduendo y La
Bandera. Pero Ursúa no echó de su campamento sino a un soldado que no era
ninguno de aquellos tres y sólo por un delito ligero de indisciplina.
Pensaba Ursúa que no se hace la guerra con santos y a veces el peor a la hora de
la verdad es el mejor.
El virrey mismo escribió a Ursúa recomendándole también que echara por lo
menos a La Bandera, Zalduendo, Lope de Aguirre, al mulato Miranda y a dos o tres
más. No salió ninguno de ellos del campamento porque Ursúa confiaba en su propia
astucia y vigilancia. Don Martín Guzmán, nombrado general de campo, le aconsejó
también que hiciera una limpia, y habiéndose negado Ursúa, don Martín meditó las

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cosas despacio y por fin decidió retirarse. Sin embargo, no reclamó el dinero a Ursúa,
sabiendo que su amigo estaba en grandes necesidades, y se quedó algunas semanas
más para ayudar a Ursúa a organizar la intendencia.
Uno de los soldados sospechosos era, como hemos visto, Lope de Aguirre, que
solía rodearse de aventureros con historias de sangre, entre ellos un tal Llamoso y
otro Bovedo y Figueroa y el mulato Miranda también citado y otras malas piezas,
negros o blancos. Pero Aguirre era algo más —mucho más— que un pícaro. Los
pícaros eran los primeros que lo sabían.
Eran ya trescientos entre los que se habían concentrado en Santa Cruz, de los
cuales algunos partieron para las orillas del río, que estaban veinte leguas más abajo,
con objeto de fabricar los bergantines de la expedición. Entre ellos había serradores,
carpinteros y calafates, ebanistas de ribera, tallistas de arboladura y peones para la
corta de árboles, estos últimos casi todos negros. Llevaban, como se puede suponer,
herramientas al caso y hierro para fabricar clavos y grapas. También materiales para
hacer brea. Para esta última contaban además con las resinas naturales del bosque. El
maestro de oficiales que dirigía la construcción de bergantines se llamaba Juan
Corzo. Mientras unos trabajaban otros les abanicaban y oxeaban para impedir que el
calor y los mosquitos acabaran con ellos.
El pueblo de Santa Cruz, cuyo nombre completo era Santa Cruz de Capocoba, lo
gobernaba su fundador y alcalde Pedro Ramiro por delegación del virrey. Era Ramiro
noble y valeroso, con experiencia en aquellas tierras y tan serio que a veces su
seriedad era cosa de broma. El gobernador lo nombró teniente general, que era el
cargo más respetable después del suyo, y el nombramiento causó alguna extrañeza
entre los aventureros más ambiciosos.
El clima no era muy saludable en aquellas latitudes. No llovía —era la época seca
del año—, pero había humedad siempre en los lugares donde los árboles producían
sombra. Había demasiada humedad. Se sentía siempre el aire mojado.
El capitán Ursúa a veces pensaba que su empresa iba a fracasar antes de
comenzar realmente. Había tomado dinero de todo el mundo y como pasaban los
meses sin que la expedición saliera, llegaron a amenazarle en Lima con nombrar un
contador que fuera al campamento y revisara las cuentas. Eso le asustó y le hizo
acelerar los trámites.
Al caer la tarde, Ursúa gozaba del fresco en un solanar descubierto acompañado
de sus galantes memorias de Trujillo y veía a veces que en el fondo del paisaje ya
oscuro quedaba la cresta de una serranía y en ella un alto pico bañado todavía de sol,
dorado y luminoso. Aquel pico, encendido sobre la prematura noche del valle, le
hacía pensar en Inés de Atienza, que estaba aún en Trujillo, pero que pronto acudiría
a Santa Cruz también. El color del último sol en las altas rocas era el mismo de la piel
de doña Inés.
A veces pasaba por debajo del solanar el soldado Pedrarias, hombre de buena
presencia y mejor parola. Ursúa se acordaba de que aquel hombre era de los pocos

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que en Lima se habían atrevido a decir, en una reunión de hidalgos en la que había
dos curas, que no creía en Dios.
Ursúa creía algunos días. Otros, no.
Había días en los que el aire centelleaba como las aristas del diamante y eran días
secos. La temporada de lluvias no había comenzado.
Ursúa encontró aquel día a Pedrarias y al verlo en mangas de camisa y
despechugado, le dijo:
—¿Qué, no aguanta bien vuesa merced el calor?
—Oh —dijo Pedrarias—, vuesa señoría sabe que el calor es una tortura antigua
en estas tierras.
Quiso Ursúa tantear la opinión de Pedrarias, a quien consideraba hombre de
cabeza clara:
—Sois —le dijo— uno de los pocos hombres de historia limpia que no me han
aconsejado todavía que eche gente del campamento.
—¿Qué gente?
—Gente de mal vivir, dicen.
Ursúa no quería decir nombres. La mejor virtud de un jefe es la impersonalidad.
Y Pedrarias se daba cuenta y respondía:
—Me figuro quiénes son, pero ésos pueden ser los mejores soldados, porque son
los que más necesidad tienen de hacer olvidar su bellaquería.
En aquel momento pasó don Martín de Guzmán, quien intervino:
—Son casos desesperados esos soldados. Quiera Dios que no sean un mal
contagioso en la armada.
Cambiando de tema, Ursúa echó a andar con Guzmán y le dijo:
—Tengo que salir pronto, porque este campamento es una alcancía sin fondo.
Guzmán volvió a aconsejarle que hiciera una purga en el campo. Le respondió
Ursúa:
—Si fuéramos a hacer una investigación a fondo en las vidas de toda la gente,
desde lo más alto a lo más bajo, no resistiría nadie la prueba. Y por eso creo como
Pedrarias que hay que darles a los peores una ocasión para emparejarse con los
buenos. Vuesa merced verá cómo da resultado.
—No, yo no lo veré, Ursúa. Tengo que volver a Lima.
Confiaba demasiado Ursúa y no era la suya una confianza en la rehabilitación de
los otros, sino en su propia insensibilidad para los lados incómodos de las cosas. Él
sabía hacerse un mundo aparte en medio de los demás y encerrarse consigo mismo y
cuando llegara doña Inés aquel aislamiento sería de verdad gustoso.
Durante los últimos meses, Ursúa, enamorado de Inés, había puesto en ella el
interés que era capaz de sentir por la humanidad entera. Por esa razón, fuera de Inés,
todo lo demás le parecía indiferente y lejano.
Este sentimiento, en un jefe, podía ser peligroso.

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Aquel mismo día se marchó Martín de Guzmán, acabada ya la organización de la
intendencia, con depósitos en Santa Cruz y en la ribera del río Huallaga.
Los preparativos de la empresa eran tan complicados que habían pasado ya ocho
meses desde los primeros pregones y todavía no sabía cuándo saldrían. La demora no
se debía a los bergantines, porque esta faena iba muy adelantada y podría ser
apresurada y acabada en pocos días si era preciso, pero Ursúa andaba muy sin
dineros. Se sabía que había tenido que acudir a las arcas del Tesoro, parsimoniosas
con los que emprendían conquistas, y al bolsillo mismo del virrey, quien le prestó
algunas cantidades. Pero faltaban aún vituallas, herramientas y armas.
Por otra parte, Ursúa necesitaba informes más concretos sobre el Dorado. Los
indios motilones trajeron a otros indios llamados brasiles, quienes hablaban a Ursúa
de pueblos construidos con losas de plata y del gran lago donde se bañaba cada día el
rey de aquel país para ser después ungido y su piel cubierta de láminas o de polvo de
oro. Era servido aquel rey por esclavos vestidos de igual manera. Pero de lo que nadie
hablaba era del lugar exacto donde el Dorado —así llamaban a aquel príncipe—
reinaba. Unos decían una provincia y otros otra. Al parecer caía cerca de las orillas
del río Amazonas, a seis o siete grados de latitud sur, casi en la línea equinoccial.
Ursúa estaba decidido a emprender la aventura, aunque la inseguridad de los
informes, la falta de dinero y la calidad de la gente que llevaba lo tenían inquieto y
disimuladamente escéptico. La falta de dinero de Ursúa era tal que no vacilaba ante
ningún medio para conseguirlo. Pocos días antes, camino de Santa Cruz, pasaban
algunos capitanes por una población llamada Moyobamba, cuyo cura párroco era un
tal Pedro del Portillo. Este buen hombre, a costa de su estómago, según las malas
lenguas, había juntado hasta seis mil pesos, que conservaba en oro en casa de un
comerciante acaudalado. Al ver el cura la lúcida gente que llevaba Ursúa y saber que
eran los del Dorado, se le despertó la codicia, pidió a Ursúa que lo hiciera capellán de
aquella expedición y le ofreció hasta dos mil pesos de los seis mil que tenía. Al
gobernador no le dolían prendas y prometió hacerlo obispo de los territorios
descubiertos; pero más tarde en Santa Cruz, viendo el cura que escaseaban los
víveres, que no pocos de los soldados que encontraba eran echacuervos y pícaros —
algunos con la cabeza pregonada— y sobre todo que nadie estaba seguro del
emplazamiento del Dorado ni de lo que iban a hacer —si rescatar o poblar o ambas
cosas o ninguna de ellas—, se le apagaron las esperanzas y una noche acudió a Ursúa
a decirle que se volvía a Moyobamba con sus feligreses y que no creía en las novelas
de caballerías.
Ursúa, que no había recibido aún el dinero, pero lo había gastado, según decía,
comprando lingotes de plomo para balas, le hizo ver el daño que aquella
determinación les causaba a todos y ofreció más réditos y garantías. Pero el cura, que
parecía hombre temeroso y débil, se envolvía en su recelo y decía a todo que no.
—Está bien, puede retirarse cuando quiera —dijo Ursúa severo y glacial—, pero
tendrá que ser a pie, porque el caballo suyo fue a la ribera con materiales para los

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bergantines y nos hace falta. Todo anda escaso aquí, sobre todo los víveres, y a lo
peor se lo han comido ya los carpinteros. Espero —añadió con humor— que habrán
guardado las herraduras, porque ellas y los clavos nos hacen tanta falta como los
alimentos. Sin embargo, no se aflija vuesa reverencia, que yo le daré una cédula por
el valor del animal, vivo o muerto, y la podrá cobrar con intereses en Omagua
después de la conquista.
Respondió el cura que se iría a pie por Cristo, de cuya crucifixión se sentía
culpable, y que no quería tener más tratos con tipos de aquella ruin calaña, que tal vez
conquistarían Omagua, pero nunca conquistarían la confianza de los hombres
honrados como él.
Ursúa, disimulando la ira, le autorizó a irse cuando quisiera y le volvió la espalda.
Algunos soldados habían oído la conversación y Zalduendo acudió y dijo, rascándose
la barba desde el cuello hacia arriba: «¿Por qué le deja marchar vuesa señoría? ¿Por
clérigo? Las necesidades de guerra de trescientos hombres y el servicio del rey valen
más que eso, y si por miramientos lo dejáis, yo digo que con vuesa licencia traeremos
al campamento hasta el último maravedí de ese hombre antes del mediodía de
mañana». Vacilaba Ursúa y, por fin, dijo:
—Si lo hicieran sin daño y además ofreciendo al sacerdote el pago con réditos, yo
no diría nada.
—¿El pago en qué tiempo, señor?
—Cuando Dios provea —dijo Ursúa con un gesto vago.
Salieron los soldados y alcanzaron al cura en el camino. Poniéndole las espadas al
pecho le exigieron el dinero y el padre Portillo, creyendo llegada su última hora, sacó
un libramiento de los dos mil pesos que llevaba ya hecho —el que pensaba darle a
Ursúa— con cargo al mercader. Le exigieron el resto de su fortuna y el cura hizo otro
papel y firmó. Fueron los soldados con aquellos documentos al mercader, cobraron
cerca de seis mil pesos, que era todo el capital del sacerdote, y volvieron a Santa
Cruz.
Como se puede suponer, aquel oro desapareció enseguida para cubrir lo más
apremiante y Ursúa dijo que estaba seguro de que el cura volvería al real para correr
el mismo azar bueno o malo de su fortuna. Y su profecía se cumplió dos semanas más
tarde.
Algunos soldados se enmohecían en la espera, formaban rivalidades y
despertaban discusiones y querellas. Entre los soldados de peor fama estaba, como
dije, Lope de Aguirre, hombre de corta estatura, cojo de heridas recibidas en acción,
cenceño y de aire atravesado. En los lugares donde había vivido, especialmente en las
regiones del norte del Perú, se le conocía como Aguirre el loco. Pero lo decían con
simpatía y amistad y sin dejar de respetarlo.
La fama de loco que tenía Aguirre influía en sus actos, es decir, que a medida que
envejecía —tenía ya cuarenta y cinco años, que no eran pocos para un soldado— se
creía en el caso de justificar su reputación. Para responder al deseo de influencia que

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la mayor parte de las personas tienen, se adaptaba a la reputación que le habían
hecho, y aquella fama de loco le vino de algunas ocurrencias causadas por su falta de
memoria, como la siguiente: cuando trece años antes nació su hija Elvira, salió de
casa para avisar al cura y bautizarla y, habiéndose olvidado por el camino, se fue a
beber con el primer conocido que topó. A veces perdía la memoria de lo más
inmediato, aunque se acordaba muy bien de hechos ocurridos en su infancia y en su
juventud. Por otra parte, solía decir que leía las intenciones más secretas de los otros
y lo explicaba con ejemplos a veces inquietantes.
Aquella su fama de loco era una manera de gloria, aunque fuera en el fondo
bastante mezquina y vil, y se veía que el no haber conseguido otra lo traía inquieto.
En Santa Cruz pensaba Lope de Aguirre demasiado en sí mismo. Un día de
aburrimiento afiló la pluma, buscó papel y comenzó a escribir: «Yo, el mentado Lope
de Aguirre, cristiano viejo, hijo de medianos padres, hidalgo natural vascongado de la
villa de Oñate, en los reinos de España, digo que nací el cuatro de febrero del año
1513 en la dicha villa donde me bautizaron.
»En la edad menor fui como tantos otros y aún peor, porque mis padres me
consideraban la vergüenza de la familia y querían meterme en algún barco y echarme
a la mar. Esto lo digo más por mi padre, que los otros andaban siempre tratando de
salvarme si podían, especialmente mi madre, pero como estaba tan arrinconada y
acoquinada, poco caso hacía nadie de ella si no era en la iglesia, adonde llevaba
aceite y cera y vestidos para los santos en las grandes fiestas.
»No pienso que haya cosas muy nombradas, digo entre las que me acaecieron,
sino que todas las horas del día oía hablar de las Indias y de las tierras descubiertas en
el nuevo mundo. Se hablaba de eso en Oñate por los muchos navegantes que iban y
venían diciendo historias más o menos puestas en razón, que recordaban a veces las
de los libros de Amadís.
»Yo y otros muchachos andábamos con todo eso muy levantados de mollera y el
que más y el que menos pensaba aventurar su vida por la mar descubriendo tierras o
por la tierra descubriendo naciones. Y atendíamos más a eso que a las declinaciones
latinas, aunque también andaba yo algo ocupado con Valerio Máximo y sus historias
de la Roma antigua que nos hacía leer el maestro.
»Luego mi padre me mandó a Altuna a una escuela de caballeros, digo de
destreza y caballería. Si hubiera de decir y traer a la memoria parte por parte todas las
cosas de aquel tiempo en la villa vascongada habría menester otro cronista que
tuviera más clara elocuencia y mejor retórica, y con todo y eso serían de poca monta,
porque todos los chicos son iguales en todas partes, bellaquería más o menos.
»Trato de escribir mis recuerdos, pero algo va de la espada a la pluma y ésta es
más pesada tal vez que el arcabuz y la partesana, digo, para el que no tiene costumbre
como yo».
Pero de pronto le pareció desairado escribir sobre sí mismo y tiró el papel a la
chimenea apagada. Más tarde fue a buscarlo, lo alisó otra vez con las palmas de las

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manos —la izquierda estaba contraída por una herida mal curada— y se dijo: «En
Oñate mi vida no tuvo importancia, pero aquí en Indias me he portado como otros».
Y con esa idea siguió escribiendo.
«Me embarqué en Sevilla para venir acá en el año 1537 con una cédula que tenía
ya del año anterior para ser regidor en el pueblo donde viviera el gobernador del
Perú, y digo que esos cargos sólo se dan a personas hidalgas de solar conocido.
Después de aquella cédula me dieron otra firmada el 1 de diciembre de 1536,
diciendo que aquel regimiento que me otorgaban debía yo tenerlo y ejercerlo allí
donde quedara establecido el gobierno de Nueva Toledo, cuya entrada y conquista se
había capitulado ya con Almagro. Yo estaba contento con aquello, porque me parecía
digno de mí.
»Cuando llegué a esta tierra del Perú vi que la tropa andaba separada en bandos,
unos por Pizarro y otros por Almagro, de lo que vino la contienda de 1538, en donde
si me hallé o no me hallé a nadie le importa y no voy a decirlo aquí, que demasiado
hablan los que no hacen nada y no voy yo a echarme tierra a los ojos. Pero la verdad
es que estuve en las entradas de los Chunchos con Pedro de Candía y en los Andes,
que son montes fríos y ásperos como ninguna otra montaña en el mundo, y allí
muchos cayeron y volvíamos maltrechos cuando nos salió al encuentro el mismo don
Hernando Pizarro en persona con Peransúrez, Diego de Rojas, el famoso también
Gonzalo Pizarro y otros capitanes y allí mismo don Hernando le quitó el mando a
Candía y se lo dio a Peransúrez, con quien yo marché a Carabaya y a Ayavire, montes
adentro otra vez y en el peor tiempo, que yo pensé que era mi fin como los otros el
suyo y más de uno acertó, aunque yo, por fortuna, me equivocara. Que dentro de lo
malo siempre he tenido alguna suerte.
»Llegamos algunos dolientes al pueblo de Sietelinga, donde descansamos cinco o
seis semanas, que falta nos hacía. Y después, en lugar de seguir, nos volvimos por el
mismo camino, pero no todos, sino menos de la mitad, que los otros se quedaron por
las barrancas helados o muertos de hambre. Algo se ha hablado de eso, pero unos lo
cuentan y otros lo viven. Y todavía otros que no han andado en el trance lo cobran en
mercedes. Con Peransúrez iba yo todavía cuando sucedió la mala muerte de Pizarro
el viejo, y al saberlo nos volvimos todos desde Chuquisaca hasta el Cuzco, y allí nos
reunimos hasta trescientos, todos hombres de armas, y fuimos por Guamanga y la
provincia de Jauja a Guaylas, donde estuvimos más de tres meses esperando a Vaca
de Castro, y yo, con otros, volví a Guamanga, que también lo llaman Ayacucho, y allí
estuve hasta cuando llegaron a Guaylas las tropas de Vaca de Castro, y tuvieron un
recio encuentro con Almagro el mestizo en septiembre de 1542.
»Después se levantaron motines contra el virrey Núñez Vela por las regulaciones
que vinieron de España en favor de los indios, y yo era sargento, y estaba en Lima, y
de los pocos leales que estuvieron en el campo del virrey, con grande peligro de sus
vidas, fuimos dos sargentos, el llamado Gabriel de Pernia y yo, pero no se pudo
salvar el virrey, que lo encarcelaron y después murió en Añaquito. Las regulaciones

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sobre los indios eran bien pensadas, pero imposibles de practicar, como se vio
después.
»De lo que pasó luego en Trujillo, donde yo estaba, no diré palabra, que otros
hablarán por mí si quieren, y podría hacerlo el padre Henao, que por sus hábitos es
hombre de verdad, y otro Aguirre llamado Juan, que estaba también allí, y es tan
bueno como el que esto escribe, aunque todavía no le han puesto, como a mí, fama de
loco.
»En las entradas y encuentros de bandos me encontré y también en el mal fin del
justicia mayor de Charcas llamado Hinojosa tuve parte, aunque no la que se ha dicho,
que no me mojé de sangre, pero así va la verdad como el diablo lo dispone y lo
mismo pasó en la mala muerte de don Sebastián Castilla, a consecuencia de todo lo
cual a mí me pregonaron la pena de muerte y harto tuve que andar caminos de noche
y trepar montañas para salvar la piel.
»Dejando esto, que no es necesario entrar en prolijidades, cuando dieron el
perdón a los que se alistaran en las banderas del virrey, para combatir contra
Hernández de Girón, yo bajé al llano y fui uno de los que se ofrecieron y al campo
salimos, y en la batalla de Chuquinga, cerca de Challuanca, me dieron dos
arcabuzazos en la pierna, de los que me quedó la renquera que se sabe, y un tercer
tiro en la mano izquierda, que si fuera la derecha habría acabado con mi oficio de
hombre de guerra y también de jinete desbravador de caballos. Pero no fue así, por
fortuna.
»Viendo yo que todos sacaban algo de sus hechos y hazañas, y aun de lo que no
hacían, y que yo no sacaba más que el tiempo y la sangre perdidos y que me hacía
viejo y sólo me daban potros que desbravar, comencé a sentirme estrecho dentro de
mi conciencia, y con otros como Zalduendo anduvimos en revueltas y aun tuve la
soga al cuello después de un motín en el Cuzco. Como hombre veraz lo confieso, que
aquí no me falla la memoria.
»La mayor parte del tiempo fui leal, pero ¿de qué me valía? Hasta cuando
defendía al virrey estaba en falta y querían hacérmelo pagar. Reconozco que alguna
vez he hablado más de la cuenta y la muerte de alguno es testimonio, pero los que se
pierden en estas tierras se pierden porque quieren, que lejos están de Castilla, y si
Pizarro, y Girón, y Almagro acabaron mal fue porque ninguno de ellos tenía bastantes
arrestos para alzarse con la corona del Perú y hacerse rey contra el de Castilla, que
allí no saben nada de lo que pasa aquí por la distancia, y aunque quisieran remediarlo
ya sería tarde. Eso es lo que he dicho siempre».
Escritas estas páginas, Lope de Aguirre se levantó, las leyó, se quedó dudando y
luego arrojó los papeles al fuego. Viéndolos arder se decía: «No sé qué me pasa que
en poniéndome a escribir siempre digo cosas por las que pagaría con la cabeza si se
divulgaran». Veía arder los papeles y se agradecía a sí mismo aquella precaución.
Cuando los papeles se consumieron, Lope de Aguirre decidió que era pronto para
escribir sus propias hazañas.

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En estas reflexiones se estuvo Lope de Aguirre aquel día mientras fuera llovía
caudalosamente —cosa rara, porque era fuera de estación—, y algunos soldados
pasaban por la plaza corriendo con un saco puesto en la cabeza como capillo y
cogulla de fraile.
Había soldados que tenían consigo sus mujeres o sus mancebas en el real, aunque
la mayor parte pensaban quedarse en tierra cuando embarcaran. Algunos llevaban
consigo también la hacienda. Una hacienda miserable, como se puede imaginar. Lope
llevaba a su hija Elvira, de trece años, y a una sirvienta llamada la Torralba, criolla de
vida dudosa, a quien Lope había redimido más o menos y obligado con las promesas
del Dorado. Era un poco rara aquella mujer. Lo primero que hizo al llegar a Santa
Cruz fue subirse al solamar de la casa y cantar una jota soriana. Luego se disculpó
con Lope de Aguirre:
—Subí para tender ropa, y una vez allí tuve que cantar.
La verdad era que tenía buena voz y que la gente acudió a oírla.
En la casa había una habitación decorosa y cómoda que ocupaban la niña Elvira y
la Torralba. Las dos eran muy religiosas y la Torralba trataba de hacerse perdonar su
pasado a fuerza de rezos. Aquello de la jota era una vena de extravagancia que había
en la familia —decía ella— por el lado materno. En cuanto se sentía en un lugar
elevado, una escalera, la rama de un árbol, lo alto de una colina, rompía a cantar.
Lope la llamó, y al tenerla delante le dijo:
—Mañana sale una tropilla de motilones de carga para el valle. Mire si Elvirica
necesita alguna cosa.
Necesitaban tantas y habían renunciado tantas veces a tenerlas que la Torralba
dijo que no. Nada necesitaban sino la ayuda de Dios cuando llegara el momento de
partir, que parecía atrasarse demasiado, y aquello le daba mala espina. Pero acababa
de decirlo cuando Elvira acudió pidiendo que le compraran un espejo.
—Teneos derecha, voto a Cristo.
Iba la niña un poco echada hacia delante, porque de otro modo se le marcaban
demasiado los pechos y, siendo una novedad en su cuerpo, no estaba acostumbrada.
—Teneos derecha —repetía el padre.
Un día la Torralba le explicó la causa de aquella tendencia de la niña a encorvarse
y Lope alzó las cejas, extrañado:
—Parte es del atractivo de la mujer, ¿no es eso?
—Sí —respondió la Torralba—, pero lleva tiempo acostumbrarse.
Era Elvira joven y linda, con la piel dorada de las mestizas, y en sus ojos, ahora,
que iba siendo mujer, descubría a veces Lope luces familiares.
No disimulaba la Torralba su miedo a la expedición y a veces la niña se
contagiaba del miedo de la dueña. Las dos estaban contentas, sin embargo, de que
fuera río y no mar donde iban a navegar.
Les decía Lope aquella tarde lluviosa mientras paseaba por el cuarto acomodando
los pasos a la cojera:

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—No tengáis miedo, que vamos al Dorado, donde siempre es la primavera y hay
mucha población y buen orden en las costumbres, de modo que tendréis allí una vida
mejor.
—¿Es seguro que podrán conquistarlo tan pocos hombres? —decía la Torralba.
—No eran más los de Cortés en México. Dentro de algunas semanas estaremos en
el río y por él iremos a donde podamos mejorar en honra y provecho.
Diciendo esto Lope creía ver a la Torralba cantando su jota soriana en el solanar
de un palacio del Dorado con maineles de plata maciza.
—¿Es verdad —preguntaba Elvira— que el Dorado es un hombre que reina al
lado de una laguna?
—El rey de esa tierra —contestaba Lope— adonde vamos tiene la costumbre de
cubrirse todas las mañanas el cuerpo con un licor untuoso y sobre él espolvorean oro
en el pecho y la espalda y en todos los miembros, de modo que parece estar hecho de
ese metal y así resplandece a la luz del sol.
La Torralba recelaba:
—He oído decir que los indios brasiles suelen ir a la guerra para hartarse de carne
humana.
—Cuentos de viejas.
Parecía oírle la Torralba con escepticismo. Y añadió:
—Lo que dudo es que tan pocos hombres puedan sujetar a tanta gente de guerra
como debe haber en el Dorado.
—Con menos gente entró Belalcázar en Quito.
Iba Lope irritándose porque sabía que la Torralba no le creía.
—En el Dorado —gritaba como si ella fuera sorda— hay minas de plata, las más
ricas del mundo, y tribus de indios que se llaman los bochicas, que cada mañana
echan pedruscos de oro a un lago como tributo porque su Dios está adentro y es fama
que ese lago ha subido más de tres estados con los tesoros acumulados abajo, y eso
debe ser cierto, porque los chibchas yo los he visto cuando echan también al agua de
un lago sus ofrendas. Ordás fue el primero que tuvo noticias y supo que ese señor del
Dorado era tuerto para más detalles y que llevaba tantos canutillos de oro como
victorias había tenido y ofrendaba cada año al lago un bulto del tamaño del hombre,
todo de oro macizo, con otras figuras alrededor de reyes muertos o sojuzgados, y
éstas no son fantasías, sino noticias de hombres como yo.
Seguía escéptica la Torralba, como suelen serlo las mujeres viejas ante cualquier
novedad. Lope insistía:
—Y sabemos muy bien dónde está el imperio omagua y también la casa del sol
de la Nueva Granada y otras cosas de más suponer, y las veréis antes de mucho, y aún
os daréis de narices con ellas.
—¿Eso lo dice don Pedro? —preguntaba la Torralba.
—Don Pedro de Ursúa puede decirlo si quiere, pero antes lo digo yo. ¿Oyes?
Hace no más de diez años, Quesada, hermano del adelantado, fue a esas tierras o, por

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mejor decir, a la ciudad de Macatoa, próxima a los omaguas, caminando desde la
orilla del mar en la dirección que le marcó un guía indio. Para más señales de
orientación, llevaba el pecho cara al sol en la mañana y en la tarde el sol no le daba
sobre la espalda, sino sobre el hombro derecho, y así llegó con los suyos al Guaviare,
que es un río, y luego a Macatoa, y andando ocho jornadas más con el sol en el
hombro derecho llegó a la gran población de Omagua. Le habían dicho que no se
acercaran a la ciudad porque eran muchos y muy guerreros los habitantes, y lo mismo
le pasó a Cortés en México, pero si hicieran caso nunca habrían entrado. Y en la
ciudad de Omagua la vieron con calles derechas y largas y casas muy juntas,
sobresaliendo una que estaba en medio y pertenecía al cacique Guarica. Allí tenía su
morada y templo con muchos ídolos de oro grandes como una niña de cincuenta
lunas, que así cuentan la edad los omaguas. El jefe Huten, que se llamaba así porque
era de origen tudesco, mandó entrar y dio batalla contra más de quince mil indios, a
los que venció y desbarató. Pero, no pudiendo sostenerse en la tierra, acordaron salir
de ella. Al pasar por Tocuyo fue Huten muerto por Carvajal. Todo eso pasó y anda
escrito y todo el mundo lo sabe. Pero nosotros vamos a hacer cosas mejores con la
ayuda de Dios, y aun sin ella, y en los omaguas, y más adentro de ellos, en el Dorado.
¡Y todo esto es verdad porque lo digo yo!
Aunque incidentes como aquél eran frecuentes con la Torralba, nunca podía
acostumbrarse Lope a ver que había gente inocente y de buena fe dispuesta a dudar
de lo que él decía. Simplemente, porque lo decía él, y tal vez porque era cojo.
La idea de que comenzaba a ser viejo y no podía confiar mucho en el futuro para
labrarse aquella autoridad que no tenía aún lo trastornaba a veces. No tenía autoridad
siquiera con la Torralba.
Se reunía Lope a menudo con Zalduendo, García de Arce y Pedro Castillo a
murmurar de Ursúa, no como capitán, sino como hombre joven siempre dispuesto a
darse importancia.
—No es que se la da —advertía Arce—, sino que la tiene.
Pero no todos estaban de acuerdo con esto.
Luego hablaban de mujeres. Zalduendo era el más enamorado del grupo. El
metisaca —como llamaba al amor— lo traía loco la mayor parte del año y andaba
con una doña María, mulata, casada, que le hacía malas ausencias a su marido en el
real. La llamaban doña por broma, pero todos le daban aquel tratamiento, lo que no le
molestaba ni mucho menos a la mulata. Así como Elvira, la niña de Lope, quería un
espejo, la mulata quería una polvera. Tenía fama doña María de gustarle el vino,
además. Su debilidad era el trago y el albayalde.
Prefería García de Arce a las mujeres «de la vida» y odiaba a las que, dándoselas
de honestas, andaban con melindres y presunciones. Y contaba que en su viaje de
Quito a Lima —que lo hizo casi todo por mar— encontró una dama quimerista y él la
requebró, y ella le dijo que era la esposa de un capitán que iba a Lima a reunirse con
su marido, y que por eso le estaban mal los martelos. Aquello de ser la esposa de una

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persona de cierta suposición encalabrinó a Arce y llegaron a tener relación íntima de
lo que sucedió una enfermedad de morbo gálico que lo tuvo a la muerte.
—¿Quién era el capitán? —preguntó Aguirre.
—Ni ella estaba casada ni Dios que lo fundó, y se daba aires y humos para salir
mejor con la suya, maldita sea.
Reía Zalduendo y miraba a Lope, quien, taciturno e inquieto como siempre, antes
de que Arce acabara con su historia ya estaba pensando en otra cosa. Pensaba que
Ursúa podría aprovechar, si quisiera, la fuerza de todos los que estaban allí en armas
para lanzarse sobre Lima y darle un sobresalto al marqués de Cañete. De eso no
habló, como es natural. Sabía que aquellas bromas se pagaban caras. Pero el
pensamiento no delinque y en él se entretenía.
Había salido de España con su nombramiento de regidor, pero cada día le había
traído alguna contrariedad, y ahora, con su cojera y su mano izquierda engarabitada,
no podía pretender muchas grandezas. «Seis palmos de tierra en algún lugar y una
losa encima, una losa sin nombre, porque mi nombre no le dice nada halagüeño a
nadie». La fama de loco le venía de aquella impaciencia que con el menor pretexto
estallaba sin ton ni son. Recordaba un pequeño incidente con cinco soldados en la
plaza de Santa Cruz, todos grandes, huesudos y musculosos, y con ellos Lope,
enclenque y corto de talla. Uno de los gigantes mostraba los brazos y decía a lo jaque:
«Si una flecha diera aquí saldría rebotada». Otro creía que eran los músculos de las
piernas los más importantes para el combate porque con ellos se aguantaba el envite y
desde ellos se respondía. Cada uno presumía de algo, y al final dijo Lope con su voz
bronca:
—¿Y de lo que no se nombra cómo andamos, caballeros?
Tenía fama de bravo Lope, y nadie dudaba de su arrojo porque aquella reputación
en un ser tan desmedrado era rara y sin proporción y la gente gusta de los contrastes.
Anduvo Lope aquel día indagando con sus amigos sobre el estado de los
bergantines en construcción, y al anochecer volvió a su casa. Tuvo la tentación de
ponerse otra vez a escribir, pero no estaba seguro de ser más discreto ahora que antes
y se estuvo un largo espacio tumbado en el suelo junto a la chimenea, en una manta.
Las dos camas que había las usaban las mujeres.
«Va siendo tarde —se decía— para mí y dentro de tres o cuatro años ya no habrá
que pensar en nada que valga la pena». Se le iban los años sin haber hecho lo que
pretendía en su juventud. Entretanto iba y venía zapateando —así decía por cojeando
— sin rumbo.
La fama de valiente que le ponían era una fama mixta de bufonería. Una vez dijo
Zalduendo:
—Es mezquino de cuerpo Aguirre, pero tiene el ánimo de un león.
En todo caso, el hidalgüelo de Oñate no iba a tener ya una oportunidad para
recibir en las contiendas la parte del león. En tiempos de guerras y conquistas había
dos clases de hombres: los que hacían algo y salían adelante con títulos de nobleza,

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fortuna y grandeza, o morían de un modo glorioso, y los otros, los que morían de la
fiebre en los intervalos de los combates o picados por un alacrán o comidos por una
culebra, como le había sucedido al tío de uno de los soldados que iban en la
expedición. Así decía el soldado: «A mi tío se lo comió una culebra», como la cosa
más natural del mundo.
Tal vez era Lope uno de esos héroes de la antiepopeya y moriría también tragado
por una alimaña. No era broma. Las serpientes abundaban y eran bastante grandes
para comerse a un cristiano. Él había visto una en Venezuela que se había tragado un
buey después de quebrantarle los huesos. Lo había engullido ya todo, pero quedaban
fuera los cuernos, y algunos soldados decían que era una culebra cornuda y otros que
no, y Lope fue a verlo. Pudo acercarse porque estaba la serpiente demasiado
embarazada para escapar o agredir a nadie, y fue él quien decidió que no tenía la
serpiente —una de las llamadas boa constríctor— cuernos, pero que los tenía el buey.
Tardó tres días la serpiente en romperlos y echarlos fuera.
Estas reflexiones impacientaban a Lope no contra los otros, sino contra sí mismo.
Alguna vez había pensado en matarse, y si no lo hizo fue porque tenía una hija por
quien velar y también —todo hay que decirlo— porque un hombre que se mataba
estando en un lugar como aquél, donde se podía dar la vida tan fácilmente en acción
guerrera, era un hombre muy para poco.
Algunos días se despreciaba a sí mismo, y entonces tenía que insultar a cualquiera
de los negros que iban en la expedición. Aquellos insultos acababan en bromas, risas
y amistades. Los negros eran esclavos y reían en cuanto se les daba la menor
oportunidad.
Los que había en Santa Cruz no eran más que seis, porque los otros estaban
trabajando en la corta de madera para los bergantines. Cuando Lope bebía un poco
más de la cuenta, aunque no solía emborracharse, decía a alguno de aquellos negros
que a veces actuaban de verdugos:
—Yo sé cuál es el trabajo que más le gustaría a su mercé. ¿Con el hacha o con la
cuerda?
—Mejol la cuelda, señol —decía el negro mostrando dos sartas de dientes parejos
y brillantes.
Lope añadía:
—Me alegro de saberlo, morenos. Siempre se halla empleo para una buena
habilidad.
Ellos decían a todo que sí por seguirle el humor. Lope sabía que aquellos negros
eran gente infantil, aunque a veces parecían viejos demonios.
Aquella tarde los negros se cobijaban bajo el porche de la plaza porque estaba
lloviendo y uno de ellos, a quien llamaban Alonso, llevaba la voz tónica de la jácara:
—¿Qué cosá?
—El zapatico de seda.
—¿Qué cosá?

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—La rueda de la canela.
—¿Qué cosá?
—El corsé de la donsella.
—¿Qué cosá?
—El pavo de Navidá, que así le hasía la rueda.
—¿Qué cosá?
—Lo que sabía mi abuela la noche de carnavá.
—¿Qué cosá?
—El diablo de la cansela lo sabe y no lo dirá.
—¿Qué cosá?
A veces salía uno a bailar y a veces otro. Bailaban como si estuvieran solos. Es
verdad que nadie se detenía a mirarlos si no era Pedrarias, un soldado con manías de
humanista, que quería enterarse de todo. Los negros seguían:
—La limeña yendo a misa y el cortejo de mamá.
—¿Qué cosá?
—La aguja de marear.
Seguían así a veces por horas enteras diciendo «cosas». Lope los miraba y les
decía a veces que Ursúa había cogido a Bayamo, el rey de los negros de Panamá, y lo
había puesto en collera y llevado a los pies del virrey.
—¿Qué le pasará? —preguntaba el negro Alonso, asustado.
Decía Lope bajando la voz:
—Nada, hermano. Ya le pasó. Lo alcorzaron.
Querían los negros a Lope de Aguirre porque los convidaba a beber y porque
hablaba bien de Bayamo, rey de los negros, alcorzado por la cabeza.
Había una persona en el real que, siendo de la verdadera nobleza andaluza, trataba
a Lope con más consideración que la gente ordinaria. Ése era don Hernando de
Guzmán, pariente de reyes y de la sangre de los Medinasidonias. Lope se dio cuenta
de que aquel hombre principal, que era sólo un muchacho, todavía lo respetaba más
que los otros. Tal vez aquel respeto era solamente el que un joven adolescente suele
tener por un hombre casi cincuentón, pero, fuera lo que fuera, respeto era, y Lope se
encontraba más a gusto con don Hernando de Guzmán que con otros soldados de la
expedición.
Nunca decía Guzmán chocarrerías ni hacía el menor comentario cuando oía
opiniones sobre Ursúa en favor o en contra. En realidad, nunca emitía una opinión, a
no ser que se la pidieran expresamente, y aun entonces respondía cosas que trataban
de ser conciliatorias para los dos bandos si había discrepancia y discusión. Lope se
decía: «Ése es el estilo de los poderosos, de los que tienen algo que perder. Todos los
que en la vida tienen algo que perder son discretos y prudentes, tienen frases de
amistad y no discrepan a nadie, aunque con nadie están profundamente —y menos
apasionadamente— de acuerdo». Así era don Hernando. No estaba en el caso de
conquistar nada como Lope, sino de defender sólo lo que tenía.

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Y resignado a medias con su suerte, Lope se decía: «En cambio, yo soy
imprudente y hablo más de la cuenta y a veces soy chocarrero y mordaz, porque
siendo pequeño y sin presencia tengo que hacerme notar de alguna manera». Aquello
lo dejaba disgustado de sí mismo, pero el disgusto le duraba poco.
Sucedió en aquellos días que una niña de nueve años llegó llorando al real, se
acogió al amparo de Ursúa y éste le preguntó qué le pasaba. Con intérprete pudieron
averiguar que el marido de aquella niña era un viejo cacique y acababa de morir. Las
cinco esposas que tenía debían morir también, según la costumbre, para que sus
almas acompañaran a la del marido en el viaje post mortem hasta que encarnaran en
alguno de los animales salvajes de la montaña, especialmente venados y papagayos.
A la niña no le asustaba la muerte, pero sí la selva, adonde tendría que ir cuando fuera
cierva o lorita.
Ursúa la retuvo consigo, días después la bautizaron y la pusieron al servicio de
una dama hermosa y misteriosa que acababa de llegar a Santa Cruz y que era la
amante de Ursúa. Se llamaba Inés —según dije antes—, Inés de Atienza, y miraba a
la niña y repetía:
—Es para no creerlo, una viuda de nueve años.
Parecía la niña feliz allí. Le enseñaban español lo más rápidamente posible para
poder usarla como lengua —así decían— con algunas tribus del interior, si era
preciso.
A todo esto, la tropa de Santa Cruz estaba ya completa y bien armada. Envió
Ursúa veinte arcabuceros más a los astilleros de Topesana, para custodia de los que
trabajaban en los bergantines, y cincuenta indios para relevar a los que abanicaban a
los trabajadores. Había allí equipos dedicados a eso, sin los cuales habría sido
imposible hacer nada, no sólo por el calor y los mosquitos, sino también por los
tábanos, las avispas y hasta por una especie de cucarachas volantes.
Era aquella tierra muy caliente, por estar en la línea ecuatorial, y todas las
alimañas grandes o chicas vivían allí y se reproducían muy a su sabor. Había quienes
tenían más miedo a un ciempiés o a una de aquellas cucarachas volantes que a las
flechas envenenadas.

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II

Los soldados iban saliendo para los astilleros porque lo mejor de la intendencia
estaba ya a la orilla del río y poco a poco llegó a desaparecer de Santa Cruz la mitad
de la gente.
Indios mansos con vituallas —casi siempre ganado mayor o menor— iban
también en jornadas lentas al río Motilón, adonde llegaban en tres días más o menos,
ya que distaba unas veinte leguas.
Lope seguía en Santa Cruz y miraba a su alrededor tratando de formarse un grupo
de amigos leales, pero no conocía bastante a aquella gente para encontrarles el lado
propicio. Había entrado en buena amistad con Frías y con otro capitán que estuvo
también en la aventura de los Andes con Peransúrez años atrás y a quien libró una
noche de morirse de frío. Pero como todos sabían que la situación en Santa Cruz era
provisional y andaban con cuidados de alojamiento y comida, nadie se detenía a
hacer amistad con nadie y bebían y brindaban y se separaban, como suele pasar en las
posadas de los caminos.
A la hora de ir a los astilleros, Lope de Aguirre pensaba llevar a Elvira a la grupa
de su caballo, pero necesitaba una mula de carga y otra de andadura para la dueña. A
veces le decía a la Torralba:
—¿Estáis hecha a los malos caminos?
Ella no sabía si se lo decía en sentido real o figurado y se abstenía de responder,
recelosa.
Buscó Lope jamugas para la mula de la dueña y acabó por encontrarlas, aunque
no tenía prisa por partir.
La gente se había puesto peligrosamente inquieta con los aplazamientos. Pero
Lope solía tener reacciones contrarias a las de los demás. Y cada día estaba un poco
más tranquilo. Solía sucederle en las vísperas de las fechas decisivas. En todo caso, el
hecho de haber formado listas de caballos y mulos y arneses y haber enviado al río la
mayor parte del matalotaje quería decir que estaba ya señalada la fecha para
embarcar. Según la costumbre militar, esa fecha no la sabía nadie sino el gobernador
Ursúa. Éste iba a Lima y volvía completando los preparativos.
Lope se encontró en la plaza con el padre Portillo, quien se había decidido a ir en
la expedición, como dije antes. El buen cura no tenía grandes ánimos ni espíritu
aventurero alguno, y cuando vio un día que iba como capellán de la armada otro
sacerdote llamado Alonso de Henao sospechó que las promesas de Ursúa podían ser
palabras vanas y se desanimó más todavía. Lope le dijo:

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—Ya veo que es vuesa merced hombre de resoluciones prácticas. Según el refrán,
cuando no puedas con tu contrario, pásate a su bando.
El padre Portillo, sospechando que había ironía en aquellas palabras, suspiraba y
no respondía. Era receloso también.
Trató Lope de consolarlo, le dijo que su obispado era cosa más que probable y
finalmente decidieron hacer juntos el viaje al río Huallaga o Motilón. Llevaba
consigo el padre Portillo algunos libros que pensaba empaquetar con sus ropas y entre
ellos una biblia. Lope se la pidió y la abrió al azar por los salmos de David. Leyó los
versículos 10, 11 y 12 del salmo 117: «Todas las gentes me cercaron y en el nombre
del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme, cercáronme, y en el nombre del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme como abejas y ardieron como fuego en espino, y en el nombre del
Señor me vengué contra ellos».
Lope se quedó un momento reflexionando, y al devolverle al cura el libro repitió
el tercer versículo. Luego añadió:
—Hasta en los libros santos se autoriza la venganza. ¡Qué grandes palabras ésas!:
«En el nombre del Señor me vengué contra ellos».
El cura no sabía qué pensar porque le habían hablado de Lope como de un
hombre atolondrado y violento. Se atrevió a decir:
—En este libro hay las palabras que a cada cual le pueden salvar.
—Eso había oído.
Repetía con una voz grave y un poco lejana: «Todas las gentes me cercaron, y en
el nombre del Señor me vengué contra ellos». Recordaba aquellos versículos y los
repitió varias veces a lo largo del camino.
Iban a la ribera del río Huallaga, un río bastante ancho con raudales fuertes, que
iba a desembocar más abajo en el Amazonas.
Cabalgaba la Torralba en su mulo muy a lo señora, y por un momento pareció que
iba a cantar la jota soriana.
El padre Portillo se hizo bastante amigo de Lope y ayudó durante el viaje
llevando del ronzal el mulo de carga en los pasos difíciles. En cuanto a Elvira, iba a la
grupa del caballo de su padre y miraba asustada, sintiéndose un poco perdida en la
violencia de aquellos paisajes.
Adoraba Lope a su hija, y sintiendo sus brazos alrededor de la cintura y la cabeza
apoyada en su espalda, no podía evitar alguna palabra amorosa. Hay una legítima
voluptuosidad de padre y Lope no había pensado renunciar a ella. Así, cuando Elvira
le preguntaba si faltaba mucho, él la respondía: «Sólo un pequeño trecho, corazón
mío».
Pero le sucedió a Elvira un accidente desgraciado. El espejito que le habían traído
de Lima se le fue de las manos cuando se miraba y cayó trompicando a un abismo en
cuyo fondo se veía azulear un arroyo. No se atrevió la niña a pedir a su padre que

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fuera a recuperarlo porque comprendió que habría sido imposible. Y se quedó el resto
del camino bastante triste.
Cuando llegaron a la ribera vieron que el campamento estaba muy animado y que
los bergantines eran nueve y estaban en tierra varados sobre carriles de madera, según
costumbre. En el agua había además varias balsas y unas embarcaciones de forma
nueva y nunca vista que llamaban los marineros chatas cordobesas y que eran
rectangulares con dos pisos, uno al nivel del agua, otro a dos estados de ella, y en el
piso segundo unas toldillas para proteger del sol a la gente.
El calor allí con cualquier tiempo —nublado o sereno— era de veras angustioso y
todos se decían, aunque sin creerlo, que una vez en el río las brisas de la hoya
refrescarían el aire. Además, en aquellos días de junio de 1560 la estación vernal
estaba en toda su furia.
Ciertamente que en aquellas latitudes el invierno y el verano apenas se
distinguían y tan calientes eran los dos que los indios, si tenían que trabajar, lo hacían
de noche, aunque en general lo evitaban. Sólo se distinguían las estaciones por el
régimen de lluvias. Desde julio hasta Navidad llovía poco. A partir de la Navidad
solía haber una tormenta diaria que comenzaba a la hora de la siesta.
El calor hacía a veces imposible el trabajo, y no sólo para los españoles, sino
también para los indígenas aclimatados al lugar.
En todo caso, la Naturaleza era generosa y proveía en aquellas latitudes con
largueza de frutos de la tierra y peces del río y también aves u otros animales del
bosque. Era como si sabiendo que no se podía hacer nada bajo un sol mordedor e
implacable se adelantara a ofrecer al hombre lo indispensable para que viviera sin
trabajar.
No sucedía eso en todas partes, sin embargo, sino sólo en algunos lugares del
interior, donde los indios, sabiéndolo, tenían sus mayores poblados. En Santa Cruz,
que era tierra alta, no había aquella abundancia ni mucho menos. Al lado del río
Huallaga, tampoco. Pero habían sido llevados a aquel lugar rebaños de cabras y de
ovejas, vacas y grandes cantidades de una harina especial con la que hacían galleta.
Llevaban también aceite y sal, esta última abundante.
Lope de Aguirre veía a su alrededor mucha gente impaciente, y con aquello se
afirmaba mejor en su calma. «Muchas cosas he visto yo en esta tierra, y las que veré
todavía —le decía al padre Portillo—. Pero aún no he visto que los hombres reciban
según sus méritos. Y en tiempos revueltos como los que vivimos es necesario que los
hombres plebeyos suban y reciban su premio, cuanto más los que hemos nacido en
casa hidalga y libres de pechos». Después de estas u otras palabras parecidas, no era
raro que Lope recordara los versículos del salmo de David. El cura no sabía qué
pensar. Tan pronto le parecía Lope un perdido como un hombre razonable con
posibilidades de virtud. Su aire ascético (lo parecía más porque faltándole las muelas
de arriba no podía alimentarse y comía poco y mal) era más de ermitaño del yermo

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que de guerrero. Pero el cura no podía menos de salir de su error oyéndolo a veces
blasfemar.
El padre Portillo no era muy inteligente ni tampoco fuerte de carácter, y, en
definitiva, más que por la ambición del obispado, iba con la expedición para no
separarse demasiado de sus seis mil pesos. Su falta de carácter se advertía mejor
cuando se le veía al lado del padre Henao, hombre sanguíneo, decidido, buen
razonador y con muchas letras humanas. En cuanto Portillo vio a su colega pensó,
como dije antes, que si de aquella entrada salía algún obispado sería para el padre
Henao. Sin embargo, podría suceder que hubiera dos. Y entonces Ursúa le daría a él
el segundo antes que pagarle los seis mil pesos con réditos o sin ellos. De eso estaba
seguro el padre Portillo.
Una tarde, en la cantina, Lope de Aguirre, Frías y algún otro soldado discutían
materias graves. Frías, capitán casi famoso, exponía sus ideas sobre la guerra y la
paz. Aguirre escuchaba y con frecuencia pensaba lo contrario. Dijo, como si con estas
palabras quisiera cerrar la discusión:
—Lo que pasa es que en la vida está permitido todo y vuesas mercedes no se han
enterado todavía.
Frías no quería quedarse atrás, pero tampoco deseaba darle la razón a Lope. Y
dijo con cierto aire de superioridad:
—En la vida está permitido todo, es cierto, señor Lope de Aguirre, pero no a
todos.
Los otros soldados callaban. Lope de Aguirre concedía:
—Ciertamente que no a todos. Al ruin no le está permitido nada.
—Ni al bellaco.
—Siento deciros que en eso discrepamos. Al bellaco le está permitido todo si es
maestro y dueño de su bellaquería y no esclavo della.
—¿Y quién dice si lo es o no lo es?
Apuntaba Lope con un dedo a su propio corazón:
—Aquí nos lo dicen.
Volvió el silencio. Frías invitó a beber otra ronda y apuraron los vasos. Lope
repitió:
—A todos les está permitido todo, menos al ruin.
Frías se apresuraba a darle la razón, pero Lope adivinaba que aquella idea era
nueva para él y le halagaba y le sorprendía y le escandalizaba, todo al mismo tiempo.
Pocos días después pudo confirmarlo de manera inolvidable.
Sucedió que dos capitanes y dos soldados fueron juzgados en Santa Cruz,
condenados a muerte y decapitados. Uno de los capitanes era precisamente Diego de
Frías, hombre de confianza del virrey. El otro, amigo también de Lope (nada menos
que el tesorero de la jornada), se llamaba Francisco Díaz de Arlés. Como Frías, había
sido Arlés antiguo amigo del gobernador Ursúa. En cuanto a los soldados, eran gente
anónima, sin relieve.

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La cosa vino del resentimiento de aquellos dos capitanes contra Ursúa por haber
éste nombrado teniente general al corregidor de Santa Cruz don Pedro Ramiro, quien
además de ser capitán conocido y experto en entradas era hombre respetado por
indios y españoles. Cuando Ursúa hizo saber que lo había nombrado teniente general
hubo algunas decepciones, porque aquél era el puesto más codiciado. El
nombramiento fue imprevisto e hizo pensar a Frías y a Díaz de Arlés que los otros
tampoco se harían de acuerdo con los planes que más o menos llevaban todos en la
cabeza desde el día que se alistaron.
Parece que entre lo que cada cual pensaba de sí mismo y lo que pensaba Ursúa
había una diferencia y aquello dejaba a Frías y a Arlés perplejos. Peligrosa suele ser
la perplejidad de los capitanes armados en tiempos de paz.
Hubo que enviar una misión al interior para reinstalar algunos indios en sus
lugares —después de haber trabajado en los astilleros— y recoger víveres ya
comprados y envió Ursúa a su flamante teniente general Pedro Ramiro con los
capitanes antedichos y algunos soldados. Pero los capitanes se creían humillados por
el hecho de estar bajo el mando de Ramiro, a quien consideraban hombre civil, y a
mitad de camino se volvieron dejándolo solo con un puñado de soldados y un
centenar de indios. A poco de separarse los dos capitanes encontraron a los soldados
de la retaguardia Grixota y Martín y éste les preguntó extrañado:
—¿Adónde bueno caminan vuesas mercedes?
Los capitanes no sabían qué responder y por fin dijo Frías:
—Nos volvemos al real, porque el teniente general Ramiro es desleal al
gobernador.
—¿Cómo es eso? —preguntó, asombrado, Grixota.
—Va alzado con la gente —mintió Arlés— y quiere entrar a poblar en una
provincia por su cuenta. Eso es contra el rey y habíamos pensando prenderle, pero
siendo sólo dos no es seguro poderlo reducir. Si vuestras mercedes ayudan podríamos
ir los cuatro y hacer nuestra obligación.
Los soldados, que no tenían por qué dudar de los capitanes, prometieron y fueron
los cuatro en busca de Pedro Ramiro, que estaba, como si el diablo dispusiera las
cosas, a la orilla de un río, sólo con un soldado y toda la gente en la orilla contraria.
Habían ido pasando de dos en dos en una piragua y Ramiro esperaba que ésta
volviera. El día y la hora eran de un calor intolerable y se oía en las ramas de algunos
árboles estallar la savia.
Al llegar los cuatro entraron en conversación como si no pasara nada y luego
Ramiro les preguntó de mal talante:
—¿No decían vuesas mercedes que se iban al campamento? Han hecho bien en
volver, porque de otro modo habría tenido que dar conocimiento a nuestro jefe.
Diego de Frías alzó la voz, presuntuoso:
—Jefe por jefe el mío es el virrey y a él me atengo.

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—Yo también —añadió Arlés— y sepa vuesa merced que no somos simples
soldados de filas a quienes se puede amenazar.
Comprendió Ramiro que allí había un resentimiento envenenado y fue a replicar
con alguna ira, pero se contuvo y mostrando la piragua dijo:
—Vayan vuesas mercedes al otro lado. Sólo hay lugar para dos cada vez. Vayan y
luego pasaremos yo y este soldado.
—No. Todavía no.
—Señores —dijo Ramiro autoritario—, estamos en comisión de servicio y es una
orden.
En aquel momento cayeron los cuatro sobre Ramiro y lograron, aunque a duras
penas, sujetarlo y desarmarlo. Cuando lo tenían maniatado, Frías le puso una daga
envainada por delante del cuello, bajo la barba, y la apretó con las dos manos hasta
que causó a Ramiro la muerte por estrangulación. Entonces pensaron cortarle la
cabeza y llevarla al real, pero decidieron arrojar el cuerpo entero al río.
Al ver lo que sucedía, el soldado que estaba esperando con Ramiro la piragua
salió corriendo y llevó la noticia al gobernador Ursúa. Éste, para evitar que el soldado
hablara, lo hizo arrestar hasta que el negocio quedara esclarecido.
Días después llegaron los dos capitanes, fueron ante el gobernador y le dijeron
que Ramiro se había levantado contra el rey y tuvieron que arrestarlo y que después
quiso huir con la gente y se vieron en el caso lamentable de matarlo. No habían
llevado su cabeza temiendo que los grandes calores la descompusieran por el camino.
Y se lamentaban de haber tenido que llegar a aquella medida extrema.
Ursúa disimuló y los capitanes quedaron en libertad hasta que llegaron los dos
soldados cómplices y cuando estuvieron todos en el campamento los arrestó y los
envió con fuerte escolta a Santa Cruz, donde días después fueron juzgados
rápidamente en público y los condenaron a muerte por traidores. En el proceso
declararon más de treinta testigos. Figuraban entre ellos varios soldados que
esperaban a Ramiro el día del crimen a la otra orilla del río y la sentencia fue
pregonada en toda la tierra de los Motilones.
Las cabezas de los cuatro fueron cortadas en la plaza de Santa Cruz con una
espada de dos manos. Actuó como verdugo el negro Bemba.
El hecho causó impresión en los expedicionarios, quienes se dieron cuenta —los
que lo habían olvidado— de la gravedad de la empresa en la que estaban. La
expedición no era ninguna broma, Ursúa, como hombre avisado, comprendió que la
muerte de Ramiro, por un lado, había suprimido resquemores y envidias en el
campamento, y por otro, la ejecución de los cuatro había impuesto con toda severidad
la disciplina, que andaba un poco relajada. Sabía Ursúa aprovechar los sucesos tal
como se presentaran, buenos o malos.
Cuando días después el negro Bemba llegó desde Santa Cruz a la orilla del río y a
los astilleros, donde nadie hablaba de otra cosa, Lope lo invitó a beber y le dijo
después del tercer vaso:

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—Parece que cayeron cuatro cabecitas, ¿eh? —mostraba el negro la doble hilera
de dientes, sonriendo de una oreja a la otra, sin responder—. Cuatro, una después de
otra, primero mi amigo Frías…
—No, primero fue el otro, señol, el capitán Arlés. Y luego el Frías.
Era Frías de tal calidad que podría esperar el puesto de teniente general, el mismo
que Ursúa le había dado a Ramiro. Y en cambio el negro Bemba le había cortado la
cabeza. Lo miraba Lope con una mezcla de recelo y de sorpresa zumbona:
—¿Estuvo suave la función?
—Suave estuvo, como hay Dios, mi capitán Aguirre.
Era aquélla una palabra que solía emplear el negro para expresar su satisfacción.
La comida que le gustaba era suave, el capitán que no lo maltrataba —Lope no era
capitán, pero al negro le gustaba pensarlo—, suave, y el día cuando el calor no
apretaba demasiado, suave también.
En eso del calor los negros llevaban ventaja a los españoles, porque estaban
acostumbrados y la pigmentación de su piel les ayudaba a aguantar mejor. Sin
embargo, sudaban como cada cual. La diferencia estaba en que no se quejaban nunca.
El trabajo de los astilleros había acabado en lo más importante, pero estaban por
terminar algunas chatas y grandes balsas de muy poco calado, buenas para las
corrientes de lechos pedregosos. Trabajaban todavía con prisa unos cortando árboles,
desbrozándolos, seccionándolos y poniendo la madera a secar. Otros haciendo
carbón; tres negros le daban al yunque fabricando clavos de diferente tamaño,
labrando el hierro que caía en sus manos y especialmente el de las herraduras de los
caballos muertos por accidente o degollados para aprovechar su carne y alimentarse.
Entretanto, las maderas de las nuevas chatas se secaban y bajo la dirección de
Corzo, maestro de carpinteros, iban tomando forma. Otros construían jarcias y
velamen y había un gran caldero siempre cociendo con resina y pez para el calafate.
Era constante la actividad. Las moscas, tábanos y mosquitos amenazaban acabar
con la expedición. Los calores, sin embargo, no eran allí tan fuertes como en el llano
ni como habían sido en Santa Cruz.
En la cantina del campo dijo un día Lope a sus amigos refiriéndose a su cojera:
—¿Saben vuesas mercedes por qué zapateo? Porque a mi padre le gustaba el
chacolí de Altuna. No rían demasiado pronto, caballeros, que yo lo explicaré. Yo no
me habría dedicado a las armas si mi padre no me hubiera llevado a Altuna a
aprender destreza y otras artes con un viejo soldado que tenía escuela abierta. Y mi
padre me llevó como pretexto para acudir cada semana a Altuna a embriagarse como
un puerco. Allí aprendí también a desbravar potros, que aunque me esté mal decirlo,
no lo hago mal. Pero de allí vino el ir luego a la armada de Indias y recibir los
arcabuzazos y el zapatear por estos campamentos. Del chacolí de Altuna.
Algunos reían y otros miraban de reojo pensando: «El loco Aguirre hablando mal
del padre que lo engendró». Aquello no era decoroso.

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Ocurrió poco después que en la chabola de Lope de Aguirre y delante de su hija,
uno de los que habían oído contar aquello dijo a la Torralba:
—¿No sabe que Lope de Aguirre zapatea porque a su padre le gustaba el chacolí
de Altuna?
Lope de Aguirre le lanzó a la cara una celada vieja y el hombre salió mohíno,
sangrando por la nariz. Desde la puerta Lope lo despidió diciendo:
—¡Cada bellaquería quiere su tiempo y sazón, hideputa!
Ursúa se marchó a Santa Cruz y pocos días después reapareció acompañado de
doña Inés de Atienza, su amante. Sorprendió la llegada porque todos daban por
seguro que al salir las tropas de Santa Cruz ella volvería a Trujillo.
Al principio fue aquella mujer recibida con extrañeza, luego hubo algunos vítores
y aplausos —que disgustaron bastante a Ursúa—, pero después se hizo un gran
silencio y en los días siguientes la opinión de los soldados fue cambiando.
Los había que estaban indignados.
Ursúa instaló a Inés en su propia tienda, que era la que ocupaba antes don
Ramiro, grande y con varios compartimentos. Era aquella mujer joven viuda, e hija
de un español de Lima y de una india principal emparentada con los incas, según
decían.
Doña Inés apenas se dejaba ver de nadie. Don Pedro de Ursúa, que estaba en
plena mocedad, se pasaba días y noches en la tienda con ella. Estaba tan enamorado
que, a pesar de sus responsabilidades de jefe y caudillo, descuidaba revistar la guardia
o enviar el parte diario al virrey.
Sucedió otro hecho inesperado que había de tener con el tiempo graves
consecuencias. Alonso de Montoya, que era el alcalde de Santa Cruz, había dado a
Ursúa sus indios y sus ganados como contribución a la expedición en la cual se había
alistado. Este individuo, cuando vio que Ursúa llevaba consigo a su amante, decidió
abandonar la expedición y volver a su alcaldía. El pretexto fue que se sentía
responsable de dejar despoblado el lugar, cosa que estaba prohibida por las leyes,
pero Ursúa entendía los verdaderos motivos.
Al ver el gobernador que Montoya se iba, le dijo que tendría que retener sus
ganados y sus indios. Disgustado Montoya prefirió en todo caso marcharse y
entonces Ursúa cambió de parecer, y no queriendo malquistarse con alguien que
podía hacerse oír de las autoridades de Lima le dijo que le devolvería indios y
ganados. Esperaba Montoya esa devolución, pero pasaban los días sin que se
cumpliera y comenzó a lamentarse y a decir que la expedición sería catastrófica, y
quiso convencer a otros oficiales para que se volvieran con él a Santa Cruz.
Considerando aquella actividad sediciosa, Ursúa lo arrestó y lo puso en cadenas en el
astillero mismo. Gritaba Montoya mientras lo herraban.
—Mal hace vuesa merced señor gobernador en herrarme. Debía ahorcarme,
porque nunca seré amigo de vuesa merced y juro a Dios que lo he de matar yo si
tengo ocasión.

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Así hablaba Montoya, que era hombre nervioso y pugnaz.
A pesar de todo, Ursúa decidió llevarlo en la jornada del Amazonas con sus indios
y ganados, de grado o por fuerza. Aquella seguridad en sí de Ursúa les parecía a
algunos demasiado insolente. Era Montoya un hidalgo de pro y lo había maltratado
en público. Pero la insolencia de Ursúa no estaba sólo en mostrarse demasiado seguro
de sí, sino que iba acompañada de alguna clase de desdén que no era habitual en
Ursúa, pero que venía a ser consecuencia de su saciedad sexual. El macho harto de
carne tiende a alzar un poco más de lo discreto la cabeza y la voz. Con los animales
sucede igual.
Obligaba Ursúa a hacer antesala a todo el mundo, no importaba su cargo militar.
Y eso no era por soberbia, sino porque a todas horas estaba dulcemente ocupado con
doña Inés, la cholita, como comenzaban a llamar en el virreinato a las mujeres
mestizas. El nombre venía de los indios y eran ellos los primeros en diferenciar a
aquellos productos híbridos que a veces reunían las mejores cualidades de las dos
razas.
Hurtándola a las miradas de los soldados, Ursúa se conducía como un sheik
prudente de Argelia.
Los soldados hablaban:
—Tenemos una gobernadora —decía Lope—: Inés de Atienza.
Zalduendo lo corrigió:
—Doña Inés.
Preguntó Lope entre ofendido y jocoso:
—¿De dónde le viene el don a esa hembra?
—Hermosa es —dijo Zalduendo—, y el tratamiento de don bien lo puede merecer
la hermosura. Además, viene de príncipes incas.
—Bah —dijo Lope y escupió a un lado—. Príncipes de los monos y de los
papagayos. En todo caso hace mal Ursúa en traerla, que aquí no hemos venido a
adamarnos entre las sábanas, sino a matar enemigos y a fundar pueblos.
Era Zalduendo grande, desgarbado, y en su cuerpo había materia para cuatro
como Lope de Aguirre. Éste comenzaba a hablar del gobernador sin respetos mayores
y viendo que lo escuchaban con gusto cargaba la mano. Lo llamaba gabacho porque
había nacido cerca de Francia y luego de insultarlo así reía bobamente como reía muy
pocas veces Lope.
Una tarde, al oscurecer, oyó Ursúa voces cerca de su tienda. Reconoció a Lope de
Aguirre, que decía a otro:
—¡Y qué bien que lo ha contado vuesa merced!
Lo decía con entusiasmo. Tenía Ursúa curiosidad por oír más, pero se acordó del
proverbio: «El que escucha a escondidas su mal oye». Y además le parecía desairado.
Se dejó caer en su hamaca. Era aquella hora del atardecer en la que libre de
cuidados gustaba de retozar con su amada. La oía andar cerca y miraba la cima lejana
de la montaña. Le gustaba ver cómo iba llegando la noche allí, pero seguía encendido

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aquel pico alto, amarillento y dorado. Con el color del durazno y de las mejillas de
Inés.
—Un color de chola linda —se dijo entre dientes.
No se atrevía a decir aquella palabra —chola— delante de Inés porque ella la
consideraba insultante. Y, sin embargo, Ursúa la decía con ternura.
Le gustaba a Ursúa encontrarse con Pedrarias, pero a menudo iba este hidalgo
acompañado por Lope de Aguirre y Ursúa sacrificaba el placer de dialogar con
Pedrarias a cuenta de no tener que oír a Lope, quien solía hablar de un modo
corrosivo y directo.
El día anterior había hablado Ursúa con Pedrarias sobre las ejecuciones de los
cuatro traidores que mataron al teniente general. Pedrarias dijo:
—Yo conocí a Frías en el Cuzco y habría puesto la mano en el fuego por él. Pero
en la línea equinoccial donde estamos es diferente. El sol cae demasiado vertical. Si
gastáramos anteojos ahumados como los grandes de España, quizá habría menos
hechos de sangre en el real.
Elvira, la hija de Lope, había visto dos veces de cerca a Ursúa y repetía:
—Padre, el general no tiene manos de guerrero. Se diría que no ha cogido nunca
una espada.
—Podría ser que esta vez tuvierais razón, hija. Que sea un galán de corte y no de
patio de armas.
No se sentía a gusto Lope cada vez que pensaba en Ursúa y menos cuando lo veía
tan joven y tan chapetón. Llamaban así a los oficiales que llegaban de Castilla, con
trajes nuevos y miradas altivas.
Y pensaba: «Cree que él lo decide todo dentro y fuera de las cabezas y los
corazones de los demás, pero se engaña de medio a medio. Si de influencia se va a
hablar yo podría decir algo y aún mucho». Se acordaba Lope de haber hablado con el
capitán Frías dos días antes de la muerte del teniente general. Estaban en la cantina y
Lope le dijo a Frías que todo estaba permitido en la vida.
Es decir, estaba permitido todo, pero no a todos. Pensaba Lope riendo hacia
dentro: «Claro que no a todos, bien se ha visto».
«No podía pensar yo —añadía Lope, satisfecho— que tuviera tanta influencia en
un capitán como Frías». Pero los hechos no podían haber sido más elocuentes: Frías
se atrevió a todo y le salió mal.
Aún no embarcaban y los días iban pasando y trayendo su provisión de pequeñas
o grandes contrariedades. Montoya seguía encadenado. Los cuchicheos y recelos y
opiniones adversas contra Ursúa y su amante iban a dar en lo mismo:
—No están casados —le decía Zalduendo a don Hernando Guzmán—. ¡No están
casados!
—¿Y qué tiene que ver eso? —intervenía Arce—. En Indias nadie está casado
sino cuando le traen la esposa de Castilla.

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—No es verdad —dijo Lope—, porque yo puedo mentar más de cien nombres de
españoles casados con indias a golpes de campana y de hisopo.
—Pero ¿qué matrimonio es ése? —insistía Zalduendo—. Una india en la cama
con nombre de esposa, cuatro en la cocina con nombre de doncellas, que la doncellez
la perdieron el día que entraron; tres indias más en el pajar y cuatro en los saladeros y
planchaderos y tahonas de la hacienda. Y todas igual. Hijos van e hijos vienen, y si
eso es matrimonio que lo diga mi puta abuela.
Aguirre se ponía a contar algo en relación con la mala influencia de las mujeres
en expediciones de guerra, pero se le iba el santo al cielo. Por fin se acordaba del
caso, aunque no habría podido decir si sucedió hacía un año o diez. Unos días la
memoria de lo inmediato le flaqueaba más que otros.
Declaraba enfáticamente que debía estar prohibido llevar mujeres a las entradas y
conquistas.
—Vuesa merced lleva a Elvirica —acusaba Zalduendo.
—Ella no es una mujer.
—Ha cumplido los trece. Casadera es.
—Pero no es una mujer. Una hija no es una mujer.
Los otros se callaron, prudentes.
—¿Y la Torralba? —preguntaba Zalduendo.
Aguirre lo miró despacio a los ojos, se volvió hacia don Hernando Guzmán y
dijo:
—Este Zalduendo es peor que Ursúa, digo en lo que se refiere a las faldas.
No envidiaba Lope a Ursúa por la hembra. Ciertamente —pensaba— que en
tiempo de paz es dulce el amor de las faldas, pero ¿qué hombre con un mínimo de
experiencia guerrera no distinguía entre las faldas de la mujer y la tarea militar? Lope
de Aguirre no envidiaba a Ursúa y recordaba también algunos versos del romance del
Conde Irlos, pero diferentes de los que le habían escrito a Ursúa desde Lima. Los
versos de Lope decían:

Bien es verdad la condesa


que conmigo os querría llevar,
mas yo voy para batallas
y no voy para folgar…

Pensaba la gente en Ursúa y cavilaba. El resultado de las reflexiones de la gente


sobre Ursúa acababa siendo el mismo siempre: Es un buen capitán, pero con su Inés
está mostrando el lado flaco de su persona y su carácter y eso no es bueno. Lope
decía ya en voz alta a quien quería oírlo que Ursúa no gobernaba sino con doña Inés.
Lo que irritaba más a Lope era que Ursúa se atreviera a ser insolentemente feliz allí a
la vista de todo el mundo, olvidando que de su ánimo dependía el destino de tantos
hombres, la mayor parte de los cuales por una razón u otra se consideraban

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desgraciados. «Ursúa —decía Lope— ha encontrado ya su reino de Omagua y el
Dorado y los tiene en su tienda y los goza cada día y de los demás se le da un bledo».
A todo esto Montoya, corregidor de Santa Cruz, seguía en cadenas. Casi todos los
indios que iban en la expedición eran suyos. Y Ursúa le había prometido
devolvérselos antes de echarse al río con los barcos. Pero ni lo liberaba ni le devolvía
los indios ni se echaba al río.
Iban cinco mujeres casadas y cuatro que pretendían casarse en camino. Sin contar
a la Torralba y a las indias ni tampoco a Inés ni a Elvira.
A pesar de sus cadenas, Montoya seguía intrigando y quiso convencer a Custodio
Hernández, su vecino y dueño también de indios, para que le retirara los suyos a
Ursúa. Pero Hernández se negaba a escucharle y decía que como siguiera hablando
de aquella manera y se enterara Ursúa podía darle que sentir.
—¿A mí? —gritaba Montoya y soltaba a reír histéricamente. Insultaba al
gobernador, llamándolo francés adamado y sólo bueno para los martelos. Finalmente
concluía—: Poco debe valer cuando no me ha matado ya.
Lo decía muy convencido, hasta ese extremo llegaba el rencor y la inquina.
Ursúa era español de Navarra y ciertamente no hacía mucho que Navarra había
sido francesa. Aludiendo a eso, Aguirre y Montoya se ponían fácilmente de acuerdo
para decir alguna broma sucia a costa del idilio de Ursúa e Inés y de las costumbres
eróticas de las Galias.
Queriendo Ursúa mostrar que la partida era inminente dio poderes legales a
Zalduendo para nombrar capitanes y otros cargos en la expedición, aunque
provisionales y sujetos a confirmación. Nombró él mismo a don Hernando Guzmán
maestre de campo, lo que no fue mal recibido. Y a Lope de Aguirre tenedor de
difuntos, cargo extraño y más civil que otra cosa.
—El gabacho cabra —dijo Lope— me ha visto platicar con Montoya y me ha
cogido malquerencia.
El cargo le obligaba a llevar cuenta de los que fallecían, de sus haciendas y
testamentos. No se podía entender aquel nombramiento sino como una broma de mal
gusto. En cuanto a los poderes de Zalduendo, Ursúa se los dio para ver cuáles eran
sus ambiciones y las de sus levantiscos amigos. Esperaba que se manifestaran cruda y
francamente con Zalduendo, ya que con Ursúa no se habría atrevido nadie a protestar.
Y dio un empleo importante antes a Guzmán para evitar que le diera Zalduendo uno
inferior y a Lope de Aguirre un empleo bajo para evitar que se lo diera Zalduendo
alto.
Habría Lope rechazado el cargo si tal cosa fuera posible dentro de las costumbres
militares.
Prefirió callarse.
Cuando alguno le preguntaba por qué le habían dado aquel puesto, él se hacía el
desentendido, y si insistían preguntaba a su vez:

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—¿Qué es lo que quiere saber vuesa merced? ¿Si me aflijo o me envanezco? Sepa
vuesa merced que los cargos definitivos no los da el gobernador, sino el enemigo en
el campo de batalla.
El tiempo apremiaba, porque había que llegar a tierra de los omaguas antes de que
éstos fueran advertidos y tuvieran demasiada ocasión para prepararse.
El día de partir llegó.
Al echar los barcos al agua algunos de ellos se desarticularon, porque con la
temperatura y la humedad y la facilidad de proliferación de toda clase de vegetales e
insectos, se habían formado hongos corrosivos y el resto de la tarea de destrucción
silenciosa lo habían hecho las termitas.
Hubo algún desasosiego y confusión, pero en los tres bergantines que quedaron y
algunas balsas y barcas menores y chatas pudieron ir acomodándose.
Además de los soldados expedicionarios iban seiscientos indios, entre ellos
muchos yanacunas de los de Custodio Hernández, que eran los más afectos a los
españoles y se vestían como ellos y hablaban el idioma de Castilla bastante bien.
Iban también veintiocho negros bozales, pocos de ellos cristianos.
Aquel día era el primero de julio de 1560.
Pero no salieron. Hubo que desembarcar y el problema más grave se presentó en
la siguiente forma: habiéndose roto siete bergantines y la mitad de las chatas no
podían embarcar más de veinticinco caballos y hubo que abandonar cerca de
trescientos después de haberlos comprado caros en los criaderos de Quito. Tampoco
pudieron embarcar ni la quinta parte de los víveres, es decir, los animales vivos que
llevaban para alimentarse. Quedaron unas cien cabras y otras cabezas de ganado
abandonadas. Incluidas varias docenas de cerdos. Como Noé en su arca, quedaron
algunas parejas para hacer cría.
El de los bergantines era un problema grave, pero Ursúa, que no solía mostrar un
talante alegre, decidió tomarlo todo a broma. Parecía sonriente, distraído y feliz con
cada nueva dificultad. Y dijo:
—No importa. Así y todo saldremos en algunas semanas. Irá por delante en una
chata Juan de Vargas, que saldrá pasado mañana con cien hombres, la mayor parte
indios, para esperarnos con comida en la boca del río Cocoma, donde tenemos o
teníamos amigos. Y ciento cincuenta leguas más abajo fondeará García de Arce, que
saldrá hoy mismo con treinta hombres. Los dos allegarán bastimentos y víveres a la
orilla del río y nos esperarán con ellos.
Así se hizo. Salió el capitán Arce antes de anochecer.
Decía Ursúa que sólo necesitaría llevar comida para los pocos días que tardara en
encontrar a Juan de Vargas. Eso facilitaba la instalación de la tropa y de sus pobres
haciendas. Había quien llevaba un colchón, algunas cosas de cocina y hasta un cubo y
una tabla para lavar ropa. Las mujeres, costureros, vestidos, incluso —quién iba a
pensarlo— algún santo de madera policromada por el cual sentían especial devoción.

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A Montoya lo habían llevado a bordo con sus cadenas y lo volvieron a sacar.
Ursúa le dijo:
—Me duelo desos hierros tanto como vuesa merced, pero en cuanto comience la
jornada se le quitarán. Confieso que es la presencia de vuesa merced demasiado
importante para dejarlo detrás de mí sabiendo que queda rencoroso y hostil y que
podría hacerme daño en la opinión de las autoridades de Lima.
Trataba de halagarlo con un género de sinceridad total que sin embargo no
siempre convencía. El recurso último de Ursúa solía ser aquel de descubrir sus
propias cartas y mostrar sus motivaciones secretas. Pero Montoya tragaba saliva y
miraba a otra parte.
Con las faenas del embarque y desembarque por todas partes se oían balidos de
ovejas, cacareos de gallinas y también ladridos de perros, que los llevaban como
auxiliares de campaña, recordando los buenos oficios que le hicieron a Cortés en
México. Eran perros criados con carne cruda.
Elvirica parecía que no, pero se daba cuenta de todo. Y le decía a su padre:
—Aquí les cortan la cabeza a unos hombres grandes como catedrales, ponen en
cadenas a otros y nada pasa, nadie protesta, nadie se duele y nadie llora.
Lope la miraba complacido y decía:
—Así es la vida militar, Elvirica. ¿Qué creías tú?
Aprovechaba la Torralba la ocasión para repetir que aquella vida no era para seres
humanos, pero ella comprendía que estaban en Indias y que no era lo mismo que estar
en España y que en definitiva todo lo daría por bien empleado si podía cuidar de
Elvira y llegar un día a establecerse en el país del Dorado.
Añadía la Torralba que doña Inés, la amante del gobernador, era hermosa y
parecía buena persona, pero tenía cosas que estaban bien en una castellana y no en
una chola.
—¿Qué cosas si se puede saber? —preguntaba Lope.
—Tiene una sonrisa que yo diría demasiado victoriosa.
—¿Victoriosa?
—Eso es. Y en una castellana se vería mejor.
La miraba Lope extrañado. A veces la Torralba hablaba de un modo chocante,
pero tal vez era por la tarumba del equinoccio. Una sonrisa demasiado victoriosa.
¡Bah!
Al oscurecer comenzaba a despertar la selva, y aunque en aquellos lugares no era
muy poblada, se oían cientos de sapos silbadores y de aves nocturnas. También el
rugido lejano de algún jaguar en celo.
Sobre aquel estruendo, que a medida que se iba alejando se hacía más denso y
también más débil, dominaban los sapos. Unos sapos pequeños, con tres dedos que
acababan en tres bolitas, pero de voz aguda y poderosa.
Pedrarias, que era hombre maduro, sentimental y solitario, le llevaba a veces a
Elvirica una fruta, algún objeto innecesario y gracioso e incluso alguna ofrenda que

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parecía de galán, por ejemplo, una orquídea notable por la rareza, que con el calor y
la humedad se encontraban en todas partes. Hacía Lope como si no se diera cuenta de
aquellos homenajes, halagado. Era Pedrarias una de las pocas personas de quienes
Lope no hablaba nunca mal. Tampoco bien, es verdad, pero su silencio era —cosa
rara— un silencio amistoso. Pedrarias dijo una noche:
—Niña, tenéis que aprender a escuchar la selva.
—¿La selva?
—Hay que acostumbrarse y dormir sin oírla. Porque llega un momento en que ya
no se oye.
Creía Lope que no había manera de dejar de escucharla y entonces Pedrarias le
dijo soltando a reír: «No es nada eso. Aquí no hay verdadera selva ni más animales
que el perrerío de la expedición. Ya veréis lo que es bueno cuando bajemos al
Amazonas».
—Al Marañón, diréis.
—Al Amazonas, señor Lope de Aguirre. Yo prefiero llamarlo así.
—¿Y en qué consiste la diferencia?
—En que el Amazonas está en la línea del equinoccio y allí la vida natural es
mucho más escandalosa. Ya lo veréis, amigo mío.
Cerca, los perros ladraban, atraillados.
Recordaba Lope que Pedrarias, refiriéndose a aquellos animales, había dicho el
perrerío. ¡Qué maneras raras de hablar! Y a Lope le gustaba aquello. Su niña copiaba
las rarezas de palabra de Pedrarias. Dijo una o dos veces aquello del perrerío,
gozando de la palabra, la niña.
¿Sería también aquella rareza motivada por la tarumba del equinoccio? No
estaban aún en el equinoccio, pero la diferencia de latitud debía ser poca. Pensaba
igualmente Lope que según la mulata doña María, amiga de Zalduendo —que servía
de azafata a doña Inés—, ésta se pasaba el día retozando con el gobernador y los
había sorprendido sin querer más de una vez cuando Inés, con la cara junta a la de
Ursúa, parpadeaba rozando su piel con las largas pestañas y diciendo:
—¿Te gusta? Son besos de colibrí.
Lope de Aguirre, pensando en aquellos besos de colibrí, sentía como una ofensa
personal. Iba a hablarle de aquello a don Hernando de Guzmán, pero el joven
aristócrata no decía nada. Nunca decía nada contra nadie. A falta de otra cosa el
silencio mantiene el decoro.

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III

Tenía Zalduendo una amante en Lima y tres hijos pequeños, hablando de los
cuales dijo un día delante de varias personas:
—Se ganan el cielo, los pobrecitos.
Quería decir que se morían de hambre. Y esperaba que los otros rieran con
aquellas cosas. Lope, que adoraba a su hija, envolvía a Zalduendo en una mirada fría.
Entre otros chicos iba un paje a quien llamaban Antoñico y solía decir de sí
mismo que era un conquistador como los demás. Lope le dijo un día que era un
pergeño de conquistador y le llamaba así: Pergeño. Pero el chico se enfadó cuando
vio que los otros se acostumbraban a llamarlo de aquella manera, aunque deformando
el nombre: Pergenio. Y cuando le llamaban así no contestaba.
Como era natural, las censuras contra Ursúa aumentaban con los días y las
dilaciones y esperas. Los curas censuraban también a Ursúa, pero nunca lo hacían
delante de los soldados. Era como ejercer un derecho exclusivo de la Iglesia.
Aquel día se instalaron en una balsa cubierta treinta soldados al mando de García
de Arce. Sabiendo que el viaje en la balsa iba a ser rápido y que saldría Vargas dos
días después, ordenó Ursúa a Arce que se detuviera en la desembocadura del
Huallaga con el Amazonas y recogiera allí todos los víveres que pudiera conseguir de
los poblados próximos. Con los víveres listos debía esperar a Vargas, quien los
embarcaría y seguiría para detenerse en otro lugar donde acumularía mantenimientos
mayores y esperaría a su vez al grueso de la expedición.
La distancia hasta el lugar donde Arce debía esperar a Vargas era de unas cien
leguas, y aquel territorio, el de los Caperuzos. Lo llamaban así por estar habitado por
unos indios que usaban bonetes en la cabeza, lo que no dejaba de llamar la atención,
ya que no habían visto indios con la cabeza cubierta, hasta entonces.
Salieron pues los de Arce y confiando en ellos Ursúa comenzó a elegir la gente
que debía ir con Vargas y a acomodar la impedimenta en un bergantín y no en una
chata como había pensado al principio. Feliz con aquella mejora, Vargas bromeaba
según su estilo. Era un madrileño parco de palabras, de ánimo frío y penetrante.
Pocos días después de la salida de Arce salió también Vargas en su bergantín.
Tenían todos el genio alegre y ligero de las despedidas. Era aquel día el 28 de junio
de 1560.
Cuando echaron los otros bergantines, ya reparados, al agua algunos se
desencuadernaron otra vez y los restos se fueron flotando. La gente se burlaba de los
oficiales armadores y de los carpinteros, pero Ursúa explicó que la mayor parte de las
piezas maestras de la estructura estaban podridas o socavadas por las hormigas. Sólo

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los barcos que se habían construido más recientemente podían navegar, por no haber
dado tiempo a las termitas de hacer su devastadora faena.
Las chatas, en cambio, flotaban bien. Eran anchas de base y tenían sólo una borda
rudimentaria, pero estaban abiertas por todas partes a las brisas.
Al echar al agua las dos últimas chatas se desbarataron por las mismas razones
que los bergantines. Hubo que quedarse en tierra todavía más de dos meses mientras
se remendaban y se construían embarcaciones nuevas, la mayor parte balsas y chatas.
Habían descubierto que poniendo una capa de pez en las piezas maestras las hormigas
no las tocaban. Algunos soldados que eran andaluces y supersticiosos creían que
aquellos accidentes iban a traer mala suerte.
Acomodados mejor o peor todos salieron por fin a primeros de septiembre de
1560 bajo los calores tórridos de la estación.
No embarcó Ursúa en definitiva más que treinta caballos. Los demás, hasta cerca
de trescientos, habían de volverse cimarrones en las serranías próximas. Ursúa
contemplaba aquellas pérdidas con semblante alegre y era el único que había reído al
ver que se le desintegraban los bergantines. Sin duda, hacía aquello para no deprimir
más la moral de la gente.
Iban en total doscientos treinta hombres de guerra españoles, unos cien auxiliares
entre negros y mestizos de distintas razas, otros trescientos indios mansos, es decir,
adaptados, bautizados y que hablaban español. Varias mujeres indias o mestizas y las
cinco españolas que dijimos, sin contar a la distinguida cholita de Trujillo.
Se había reservado Ursúa en el mejor bergantín un compartimento en la proa para
sí y para doña Inés. Llevaba Ursúa dos indios que le servían y doña Inés dos mulatas.
El camarote era abierto por delante, hacia el río, y cerrado por los otros tres lados,
salvo la puerta, que era un mamparo de madera, movedizo.
—Ahí va la reina en su camarín —dijo Zalduendo, envidioso.
Llevaban dos bergantines con doble cubierta y cuatro chatas grandes y además
quince o veinte balsas más largas que anchas con borde y baranda y un cobertizo en
un extremo. Fuera de las horas centrales del día, en las que el sol caía vertical y a
plomo, había alguna sombra, porque navegando cerca de la orilla derecha la hacían
los árboles, que eran casi siempre palmas o cocoteros, y una vez en la hoya fluvial las
brisas que llegaban encañonadas desde las alturas traían alivio.
Pero el calor era insufrible y Ursúa se alegró de haber dejado la mayor parte de
los animales en tierra, ya que no le parecía posible llevar forrajes para todos ni viajar
en aquellas condiciones y con el estiércol acumulado sin correr peligro de
enfermedades.
Quedaba doña Inés, como se puede suponer, a cubierto de las miradas y un indio
y una mulata hacían una guardia discreta, mientras que un soldado con armas la hacía
ostensiblemente y era relevado a lo largo del día y de la noche con la consigna de no
dejar entrar a nadie sin un permiso especial. Además daban cada día el santo y seña,
es decir, la consigna secreta que se renovaba.

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El primer día la consigna fue Doña Inés, por galantería, y cuando el jefe de la
guardia se acercó a Ursúa al caer la tarde para darle el parte, el gobernador le ordenó:
—La novedad, a la dama.
Entonces el soldado, dirigiéndose a ella en la rígida actitud del saludo, decía:
—Sin novedad, señora.
Y se retiraba creyendo haber percibido en Ursúa olor de vino reciente, lo que no
quería decir nada, porque el gobernador era moderado en sus hábitos.
El orden de la expedición no dejaba de ser curioso. Había un servicio de guardia
que se hacía con rodela y celada. Algunos usaban también loriga, pero la llevaban
sobre las puras carnes, ya que el calor habría hecho imposible ir a la vez vestidos y
armados. Era la guardia de doce soldados y un alférez, que relevándose daban sin
fatiga los ocho cuartos de la centinela de cada día. Cuando estaban en tierra la
guardia era dos veces más numerosa.
En el bergantín de Ursúa iban los oficiales más notables. Iba también el padre
Henao, quien no perdía ocasión de acercarse al gobernador con advertencias,
adulaciones y consejos, el más frecuente de los cuales era que se casara con doña Inés
para dar buen ejemplo.
El otro sacerdote, el padre Portillo, menos hábil, se había quedado en el bergantín
segundo y no se acercaba al jefe de la expedición si no lo llamaban.
Lope de Aguirre, que deseaba estar cerca de su hija Elvira y de la Torralba, iba en
el segundo bergantín, donde había tratado de acomodar a las dos mujeres lo mejor
posible y lo había conseguido a medias. Los soldados no protestaban. Con todos sus
defectos y asperezas sabían hacerse a un lado y dejar los mejores lugares para las
mujeres como cosa natural. No habiendo en la cubierta lugar a cubierto de las
miradas, había preparado Lope con hamacas y tablas un camarote relativamente
cómodo debajo de la cubierta. El calor era mayor, pero el carpintero abrió en la quilla
una escota cuadrada que quedó sin cortina ni reparo, por donde entraba el aire. Varias
veces al día baldeaban la cubierta y eso daba algún fresco, aunque pasajero. Las dos
mujeres creían que iban a asfixiarse y Elvira suspiraba a cada momento no sólo por el
calor, sino también por el espejito perdido en Los Motilones. En vano había buscado
otro, aunque sabía que el gobernador Ursúa tenía muchos para darlos a los indios a
cambio de oro o alimentos.
Se instaló Lope arriba lo más cerca posible de la proa y se reservó de un modo
oficioso y no declarado los servicios del negro Bemba, quien a cuenta de quedarse en
el bergantín se ofrecía a ser su criado. A veces el negro llamaba a Lope vueseñoría,
según la costumbre adulatoria que tenían los esclavos de su raza.
Todo el mundo andaba ligero de ropa. Los negros, desnudos del todo, aunque
cubiertas las caderas y el sexo con una especie de mandil que anudaban de un modo
al parecer ligero, pero seguro.
Daban los negros importancia a los privilegios que representaba el viajar en un
lugar u otro. Los que no podían ir en los bergantines con el pretexto de servir a

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alguien se habían acomodado en las chatas, procurando quedarse en la más grande y
aun en ella remar y maniobrar para seguir de cerca al bergantín segundo. Eran
terriblemente sensitivos los negros a la vanidad de cualquier preeminencia.
En las demás chatas y balsas se apiñaban hombres y mujeres sin orden ni
concierto. Se oían ladridos de perros y canciones de cuna —o blasfemias— todo
junto.
Durante el día nadie se extralimitaba de palabra ni de obra, nadie protestaba.
Aunque todos iban medio desnudos no había desafueros con las mujeres. Por la
noche cada cual velaba celoso de la hembra si la tenía y cuidaba de que nadie la
molestara. Casi todos dormían mal, por el calor, los mosquitos y la inacción forzosa
durante el día.
Iba como guía en el bergantín primero Alonso Esteban, que había hecho aquel
mismo viaje, como dije antes, con Orellana. Era hombre peligroso, según decían
algunos, cosa difícil de entender, porque parecía medio niño o medio viejo, según por
donde le llegaba la luz, y lo mismo pasaba con su carácter.
Solía mirar a las riberas con la cabeza demasiado alta, como sí estuviera tratando
de identificar lugares que podían serle familiares.
Confiaba Ursúa en la memoria visual de Esteban, quien decía, sin embargo, que
hasta que llegaran al Amazonas no podía prometer acordarse de los lugares
recorridos, porque la expedición de Orellana no había bajado al Amazonas por el
Huallaga, sino por otro afluente.
—Orellana era hombre serio, responsable —dijo Ursúa como preguntando.
—Serio para unas cosas y no tanto para otras. A veces tomaba por lo trágico las
fruslerías y en cambio echaba a broma las tragedias.
—¿No pensábais medrar con Orellana? ¿No sois ambicioso?
Era aquélla una pregunta un poco extraña, pero Ursúa solía hacerlas sin miedo a
lo que pudiera haber en ellas de impertinencia. Esteban tardó en responder y por fin
dijo:
—Yo no me hago ilusiones. Me he quemado ya y soy sólo ceniza. Lo mismo les
pasa a otros como Lope de Aguirre, pongo por caso, pero ellos no lo quieren
confesar.
—Pedrarias me ha dicho que erais rico en España. Él adivina las cosas con sólo
echarle a una persona la vista encima.
—Pero a veces se equivoca.
—¿Erais rico?
—Tenía un buen pasar.
—¿Cómo es que caísteis en Indias?
—Como otros. Desórdenes de la juventud y especialmente poca ventura en el
juego.
Parece que había tenido otras razones y que estuvo complicado en el proceso de
los Cazallas y los alumbrados de Pastrana y condenado en ausencia por la

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Inquisición, aunque a una pena leve.
Hizo Ursúa varias preguntas más, una tras otra: ¿Tuvisteis alguna diferencia con
Orellana? ¿Habéis devengado derechos con él, digo haberes? ¿Tenéis esposa en el
Perú? ¿Habéis dejado hijos en España? A todas aquellas preguntas respondió Esteban
negativamente con movimientos de cabeza. Como no decía más, Ursúa se dijo: «Ha
venido aquí para evitar los calabozos de Lima y fue a Lima para evitar las búsquedas
de la Inquisición».
No se lo dijo, pero Esteban adivinaba aquella reflexión y el silencio de los dos
comenzaba a ser agrio.
—¿Bajabais a tierra a dormir, digo, cuando hicisteis esta jornada con Orellana?
—No, pero teníamos más espacio en los bergantines y llevábamos víveres de
repuesto.
Siguió diciendo que aquello de las hormigas destructoras no había existido
siempre en Los Motilones y que diez años antes no las había.
—¿Aguantáis bien el equinoccio? —preguntó Ursúa, pero suponiendo Esteban
que era una pregunta rutinaria no respondió y entonces añadió el gobernador—: El
clima es malo, pero no intolerable.
—Ya verá vuesa merced más abajo.
—¿Qué?
—Esto no es aún el equinoccio.
Oyó Ursúa dentro la voz de doña Inés y se apresuró a acudir a su lado. Ella le
decía con el acento bobo de la luna de miel:
—Eres el jefe de la expedición, el que manda en todos. Pero no en mí. No eres mi
jefe, sino mi amante.
Luego le hacía ver a lo lejos el pico de aquella montaña que mucho después de
oscurecer seguía viéndose iluminada como siempre. En el cielo azul había una sola
nubecita iluminada también, color rosa.
Se reflejaba en el río, temblando con el oleaje.
Las noches eran menos calurosas, pero la tortura de los mosquitos peor. Alguien
habló de encender fuego en el primer bergantín de modo que el humo les librara de
aquella peste. Y Ursúa amenazó con poner en collera por el resto del viaje al primero
que encendiera fuego a bordo. Y añadió: «Aunque los mosquitos les beban la última
gota de sangre».
Lope de Aguirre le oyó y se dijo que aquella última frase no era necesaria y que
sonaba a crueldad y a impertinencia.
Poco antes del amanecer oyó Ursúa aquella noche un extraño ronquido
cadencioso y rítmico, que no parecía humano. Al principio pensó, divertido, que
podría ser Inés que roncaba, pero se arrepintió de aquella irreverencia y la besó,
dormida, suavemente.
Cuando clareó un poco más vio que aquellos ronquidos los producían los
caimanes, de los cuales se veían algunos a los dos lados del bergantín.

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Doña Inés era ese estilo de hembra que se excita con el sonido de las palabras
procaces. No es mal estilo —revela una fuerte imaginación erótica— y aquel
amanecer decía a Ursúa con los ojos entreabiertos y voluptuosos:
—Yo no soy tu esposa, ¿verdad?
—No.
—No soy tu novia, tampoco. ¿Qué dirías que soy?
—Mi amante —respondía Ursúa, ensoñecido.
Ella protestaba:
—Te pido que digas la verdad. No soy yo tu amiga, tu amante, ni tu esposa. Soy
tu puta.
Esto último lo decía bajando mucho la voz, pero con un aliento cálido que
quemaba en su brazo desnudo y con un timbre de voz de niña pequeña.
Era una de las peculiaridades de su mundo secreto.
La gente no iba muy cómoda a bordo. Muchos habían llevado a la orilla del río
colchones de buena lana, pero sólo embarcaron en los bergantines tres: el de la hija
de Lope, que luego lo usaba él, porque la hija prefería la hamaca, que era más fresca,
y los dos de Ursúa.
Pronto comprendieron los soldados que en el centro del ancho río los mosquitos
molestaban menos y echaron por allí, pero no se apartaban demasiado de la orilla,
temerosos de la violencia del caudal y de que en caso de zozobrar no pudieran
acogerse a tierra.
Al oscurecer, los rumores de la selva se imponían sobre el de las aguas. Millares
de sapos silbando a un tiempo daban una masa de sonidos diáfanos y agudos. Entre
ellos se oían los pájaros nocturnos y los cocodrilos en celo. Era como si las dos orillas
estuvieran pobladas de multitudes humanas gritadoras e histéricas. Los silbidos, los
aullidos, los gemidos roncos o agudos aumentaban o disminuían según que los
navegantes se acercaran o se alejaran de las orillas.
Los perros de las chatas olfateaban desorientados y gruñían mirando a un lado y a
otro.
Aunque no hubiera tormentas ni truenos ni rayos ni lluvia, había relámpagos y el
cielo entero parecía caerse al río y encenderlo. De tarde en tarde salía de la selva un
alarido desgarrador que sobresaltaba al negro Bemba, quien miraba en aquella
dirección y decía:
—¡Ya lo atrapó! El jaguar atrapó al cochino salvaje. ¿No lo oye gritar, señol? O al
mono. A algún macaco grande.
—Amigo, así es todo —comentaba Lope—. La vida es para el que tiene mejores
uñas. Digo, para el que más puede.
Durante el día, la naturaleza dormía y sólo estaba despierto el río con sus rumores
blandos.
Lope atendía al bienestar de Elvira y cuidaba de que se alimentara. Además,
Pedrarias solía velar por ella también y llevarle algo, de vez en cuando.

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En la chata grande que seguía al bergantín de Lope, tres o cuatro negros se
animaban cada día al entrar la noche con canciones, al mismo tiempo que comenzaba
a despertar la selva y Bemba desde la borda del bergantín segundo los miraba con
envidia. Alguien sacó de alguna parte un güiro en el que raspaba a compás.
No se veía en las sombras a diez pasos de distancia, pero la vaga claridad que
conservaban las aguas se reflejaba en el aire y a veces marcaba los perfiles de la
gente. De vez en cuando palpitaba otra vez la superficie del río bajo un relámpago.
Canturreaba un negro sufriendo los embates del oleaje, que le cubría las piernas
hasta las rodillas, agarrado a un poste de la chata:

El blanco muere rezando,


el negro muere llorando
y el indio muere no más…

Abrazado al poste hacía movimientos de danza como obedeciendo al ritmo de una


música interior.
Negros, mulatos y cabras se entendían, aunque estos últimos eran despreciados
por los otros. Llamaban cabras a los hijos de negro e india o al revés y eran feos casi
siempre, de un color gris irregular y ojos atravesados e innobles. Aunque había
alguna rara excepción. Solían tener todos apellidos nobles y rimbombantes, al menos
en el Perú.
No dormía Lope. Dormía poco desde hacía tiempo. Se había acostumbrado a no
dormir desde que anduvo huido en Nicaragua con la cabeza pregonada. Cuando
dormía dos o tres horas tenía bastante y no quería más.
Lo que hacía era cavilar y se repetía taciturno y grave: «Éste es el tiempo revuelto
en que algunos hombres se elevan de la nada a la cumbre: Pizarro, Almagro, Cortés,
De Soto». Pero en la baraja de la suerte a él sólo le llegaban las malas cartas y en la
expedición lo habían hecho tenedor de difuntos. Recordándolo sonreía con media
boca torcida. Cuando Ursúa se lo dijo pensó Lope: «A ver si no eres tú el primero a
quien tenga que asentar en mi lista, adamado, francés, maricón». Llamaban entonces
maricones a los mozos que iban perfumados y que cuidaban demasiado del porte y de
la galantería, sin que eso quisiera decir otra cosa.
Y Lope seguía pensando: «He renunciado casi a todo. Ahí va la Torralba,
cantadora de jotas sorianas, pero en la guerra no es cosa de andar siempre encima de
la mujer, que eso endulza el ánimo y nos quita el aguante para las empresas de
sangre». Además, la presencia de la niña hacía imposible cualquier tentación
promiscuadora.
Lope hacía un gesto de desdén cuando alguien hablaba de los atractivos de doña
Inés y, sin embargo, no era bastante viejo para que el ascetismo le fuera impuesto por
la naturaleza, ni mucho menos.
Entre los expedicionarios los había rijosos como Zalduendo y La Bandera, que
andaban siempre buscando oportunidades para aprovecharlas, y en cambio Lope no

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se planteaba siquiera el problema. «Mi hija —se decía— es lo único que tengo yo en
mi vida y fuera de ella todo lo demás es sangre, mugre, vergüenza e injusticia». Las
mercedes y prebendas eran para el que las ganaba con la espada. Y Lope no se
quitaba la loriga ni la celada la mayor parte del día y de la noche, porque nunca se
sabe cómo ni dónde va a presentarse la ocasión. Vestido de hierro tenía que evitar
ponerse al sol, porque entonces la malla se calentaba demasiado y ocasiones hubo de
recibir una quemadura en el cuello o en el antebrazo. Una quemadura de la loriga que
se había calentado.
Él esperaba no necesariamente la ocasión de la violencia por sí misma, sino por
restablecer la justicia. Tenía igual corazón que cualquier otro, se llamara Pizarro,
Cortés o Almagro. Había peleado contra indios, negros, blancos. Había abierto
caminos en la selva, entrado en el barro de las tembladeras hasta sentirlo en los
pechos, trepado en los Andes nevados hasta faltarle el resuello.
Había dado y recibido arcabuzazos, de frente y también a traición.
Y comenzaba a ser viejo sin ver el provecho de todo aquello. Tierra e indios había
por todas partes, pero el fruto de la victoria era siempre para los otros.
—¿No duermes, capitán? —le preguntó Bemba—. Su melcé está siempre
cavilando —y se tocaba la frente—. Otros lo disen. Disen que su melsé tiene su idea
maestra aquí, en la cabesa.
—El que no tiene su idea maestra está fregado en este mundo y en el otro,
Bemba. En el otro también. ¿Y tú? ¿No tienes tú una idea maestra, también?
—Oh, señol, Bemba no tiene impoltansia. Neglo es diferente. Neglo siempre
flegado, señol.
El escándalo de la selva llegaba a su plenitud dos horas después de haberse puesto
el sol. El negro aplastaba un mosquito en su carne desnuda. Y decía:
—Cuando entre la estasión llovedera caerá agua del sielo y luego, espera un poco,
señol, y habrá más moscos que antes.
—¡Pues sí que es un alivio!
—Sí, señol. Un alivio será.
Una de las flaquezas del negro era que no entendía nunca el acento irónico ni
tenía sentido del humor, aunque sí aptitud a la orgía y a la bacanal.
Los víveres escaseaban y Ursúa contaba impaciente el tiempo que tardarían en
llegar al primer puesto de socorro, es decir, a donde les esperaba Vargas con comida.
A veces no estaba seguro Ursúa de que Vargas les esperara, después de tanto tiempo.
En dos meses pueden suceder muchas cosas. Pero este recelo y temor no lo
comunicaba a nadie.
Seguía Lope cavilando: «Hasta ahora ha habido tres o cuatro personas que han
podido alzarse en el Perú contra don Felipe y tal vez llegar a hacerse reyes de estas
Indias como lo es Él de Castilla. Caudillo, cacique, rey». La idea era extravagante y
le hacía reír. Pero luego añadía: «Con corona o sin ella yo podría dar un golpe de
fortuna, un día. Otros los dieron y si falló yo sé por qué». En cuanto al trono, ¿qué

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tenía un rey para sentarse en un trono? Un trasero. Era todo lo que hacía falta. Bien.
Lope de Aguirre tenía el suyo como cada cual.
«Un día amanecerá el sol para mí y entonces se hará justicia». Y sin saber por qué
ni qué clase de justicia y sin poder concretar las humillaciones que creía estar
sufriendo añadía: «Me van a soñar los bellacos, que no todo va a ser bajar la cabeza y
aguantar. Yo no le pedí a nadie que me trajera a la vida. Una vez en ella tengo que
hacer algo. Gente más ruin que yo hay en el mundo y con todo y eso han prosperado
y algunos han salido adelante con títulos del reino y con muchos millones de pesos de
oro fino». Algunos sólo sacaron fama y reputación, pero algo es salir del montón
anónimo y lograr un puesto en la memoria de las gentes.
Entre todas las palabras que relacionaba con su estado había una que le parecía
especialmente adecuada: venganza. Los salmos de David, el hombre pequeño que
acabó con el filisteo grande, repetían aquella palabra: venganza. Pero había otra
mejor para Lope: reivindicación. La había leído hacía poco en un documento legal:
reivindicación. Eso es. Reivindicarse era calzarse la púrpura del enemigo después de
haber removido la daga dentro de la herida.
Un hombre de cuarenta años en adelante necesita alguna clase de respeto de los
otros para poder vivir de acuerdo consigo mismo. ¡Alguna clase de reverencia,
incluso! Y él no la tenía y cuando quería erigirla siempre había alguno que reía y
tomándolo a broma decía: «Cosas de Aguirre». Incluso cosas de Aguirre el loco. A su
alrededor, en el bergantín había muchos pares de ojos vigilantes: ojos retadores, ojos
procaces, ojos canallas y traidores, ojos estúpidos, ojos carniceros, ojos
desafiadores… Toda la colección.
La Bandera envidiaba a Zalduendo por sus relaciones con la mulata doña María.
Los veía frecuentemente un poco ebrios y no siempre de pasión. Les gustaba el vino a
los dos y ella solía explicarlo con muy buena parola:
—Bebería desde la mañana hasta la noche, sólo por estar siempre flotando en esa
niebla suavecita donde se acaban los pensamientos, los buenos y los malos, los
angelicales y los cabrones. Es lo mejor no pensar. Ser como esos animalitos de la
selva que al entrar la noche comienzan su barullo buscándose para el amor, como
esas moscas que vuelan con su lucecita en la barriga y la apagan y la encienden
diciendo: «Aquí estoy, aquí me tienes, mi amorcito».
Cuando La Bandera oía hablar así a la mulata —aunque nunca parecía escucharla
— tenía envidia de Zalduendo. Los hijos de Zalduendo se ganaban el cielo en el
Cuzco muriéndose de hambre, pero él iba a bordo de un bergantín y se emborrachaba
con su mulatita al caer la tarde, cuando despertaban los monos en la selva.
La Bandera no bebía nunca a solas, es decir, sin compañía, y la de un hombre o
varios hombres no le satisfacía. Tenía la obsesión de embriagarse en privado —así
decía— con una hembra adecuada.
En la embarcación que iba detrás del segundo bergantín seguían los negros
cantando. Lope de Aguirre le preguntó a Bemba:

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—¿Qué es eso, el candombé?
—No, señor.
—¿Pues qué es?
—La macumba, sólo que ese gorrino, con perdón, la canta mal. Ése no es negro
—dijo Bemba—, que es cabra.
El aludido lo oyó y respondió desde las sombras:
—Si soy cabra, vení vuesa mercé a oldeñarme.
Rió Lope de Aguirre en las sombras y Bemba, sin molestarse, dijo:
—La verdad es que vuesa melsé es cabra.
—Y vos sois cabrón, Bemba.
—Si lo soy tenga cuidado vuesa melsé no le blinque ensima.
Y los otros reían, porque en cuanto ríe un negro ríen todos.
—L’agua del río está caliente —decía el negro de la chata que llevaba el timón—
y es tan caliente que no la pueden aguantar los lagartos y todos van saliendo a la
orilla.
Durmió aquella noche Lope casi tres horas.
Dos días después hubo un accidente que pudo ser grave. El primer bergantín, el
de Ursúa, tropezó con unos bajos rocosos y se rompió una parte de la quilla, dando
paso a un brazo de agua. Lo llevaron a duras penas a la orilla, donde lograron vararlo.
Allí, con mantas, lana de los colchones, que mezclaron con brea, y alguna tabla
pudieron arreglar la avería, pero para dejar el bergantín en uso y a flote había que
trabajar diez o doce horas más y Ursúa pasó al de Lope de Aguirre y llevó consigo a
doña Inés, a la que dejó con la Torralba y con Elvira. La niña de Lope admiraba
mucho a doña Inés y tomó de ella prestado su espejito de mano.
Los cocodrilos salían a las playas y miraban recelosos a los hombres. O
codiciosos. Era curioso ver cómo aquellos animales, tan estúpidos en apariencia,
sabiéndose incapaces de incubar sus huevos por tener sus cuerpos caparazones que
les impedían transmitirles el calor, buscaban la orilla arenosa y acertaban a dejarlos
en lugares y profundidades donde llegando el calor no los maltratara hasta poner en
peligro la vida de las tiernas criaturas que crecían dentro.
Al día siguiente siguieron navegando y por orden de Ursúa se adelantó Zalduendo
en una balsa con algunos soldados para que al llegar el grueso de la expedición a los
Caperuzos encontraran las provisiones preparadas en un lugar adecuado para el
embarque. Imitando a Ursúa había Zalduendo llevado consigo a la mulata doña
María.
Dos días tardaron aún Ursúa y los suyos en llegar a los Caperuzos y hallaron a
Zalduendo con comida, pero sólo a él y no a Vargas ni a García de Arce. Tampoco
había noticias de ellos.
Ursúa se quedó muy preocupado. Dijo a los soldados que más adelante hallarían a
Vargas y a Arce y que lo único que importaba era seguir el viaje cuanto antes. Hubo

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que detenerse, sin embargo, a esperar el bergantín averiado y a los que lo tripulaban,
así como una chata y dos o tres canoas ligeras que se habían atrasado.
Por fin el bergantín llegó, seguido por las otras embarcaciones, y Ursúa vio que el
navío no estaba para muchas aventuras; mandó que siguiera con el personal que
llevaba río adelante hasta encontrar a Juan de Vargas, que debía esperar en la
confluencia de aquel río con el Amazonas.
Al mando del bergantín averiado iba Pedro Alonso Galeas, hombre sereno y de
valor frío.
Llegó Galeas algunos días después al encuentro de la gente de Vargas, ciento
cincuenta leguas más abajo de Los Motilones, y lo que encontró allí no fue para
levantar los ánimos. Cuatro españoles habían muerto de hambre y además todos los
indios e indias que llevaban. La mitad de los cuerpos habían sido descarnados y
mondados por la voracidad de los buitres amazónicos, especie de gallinazos grandes
y negros, con pico amarillo. En medio de ellos esperaban los supervivientes
reducidos a los huesos también, pero vivos aún.
Uno de ellos, que apenas podía hablar, les dijo que Vargas y los otros soldados los
habían dejado allí y subieron por el Amazonas buscando comida. Un día más tarde
llegó Vargas también muy flaco. Había navegado veintidós jornadas sin hallar gente
ni víveres de ninguna clase hasta que por fin encontró dos poblaciones y pudo cargar
algunas canoas con maíz y otras vituallas y regresar con treinta indios e indias que
tomó consigo para el servicio.
Los españoles que iban con Alonso Galeas en el bergantín averiado se alegraron
al ver llegar a la gente de Vargas, pero los que esperaban desde hacía casi un mes
estaban tan enfermos que poco les iba a aprovechar la ayuda. Y así fue, porque
aunque les dieron de comer no tardaron en morir.
Aguardaron algunos días al resto de la expedición y por fin se reunieron todos. Es
decir, todos menos Arce y los suyos, a quienes no habían hallado todavía.
Continuaron navegando después de haber repartido los víveres que traía Juan de
Vargas y la gente andaba descontenta por aquello de que el que reparte se queda con
la mejor parte. Todavía de aquella mejor parte las primicias eran para doña Inés, que
si hubieran sido para el gobernador la gente no lo habría visto tan mal.
Por su parte, Zalduendo, imitando al jefe, reservaba para doña María la mulata
algunas viandas, disimuladamente.
Pero las dos eran caprichosas y hacían alarde de rechazar y tirar al río alimentos
que otros codiciaban.
Había decidido Ursúa que cada día al oscurecer los bergantines, las chatas y las
balsas se arrimaran a la orilla y fueran atracadas para que la gente bajara a dormir a
tierra. No era prudente navegar de noche en aquellos pobres navíos, que cada vez
eran más débiles en medio de corrientes fluviales cada día más caudalosas y
violentas.

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A Arce y a su balsa entoldada y a sus treinta hombres no los habían hallado
todavía ni tenían de ellos noticias.
Después de haber visto lo que sucedió con la gente de Vargas, muchos los daban
por muertos.
Fueron navegando todos río abajo y Ursúa y su amante volvieron a su bergantín,
donde tenían aposentos mejores. Cierto es que el bergantín hacía agua y que tenían
que trabajar seis negros en achicarla, pero como sólo navegaban durante el día y se
acogían de noche a las orillas, el peligro era menor.
Andaban todos preocupados por el riesgo de perder a García de Arce y a sus
hombres. Desde que comenzaron la expedición sólo habían sucedido cosas infaustas.
Dos días después de navegar por el Amazonas, el bergantín donde iba Ursúa se
quebró del todo y hubo que acostarlo y distribuir la carga y los viajeros en el otro y
en las chatas y balsas y canoas. Como éstas iban muy cargadas, el peligro se hizo
mayor.
Otra vez pasaron Ursúa y doña Inés al bergantín donde iba Lope, quien viendo
llegar detrás de ellos a todos los demás, incluida la guardia entera, dijo:
—Éramos pocos y parió la abuela.
El gobernador no lo oyó.
Ursúa y sus amigos más próximos, entre ellos el comandante de la guardia y el
cura Henao, se fueron apoderando de los mejores lugares y no en las bodegas, sino en
la cubierta, en la cual hizo Ursúa instalar unos toldos y paredes ligeras hasta quedar
acomodado y aislado con su amiga tan bien como antes o mejor. No faltó quien
murmurara, especialmente los que antes gozaban de la cubierta y las toldillas. Uno de
los que protestaban era, como se puede imaginar, Lope de Aguirre.
En aquel enorme río, que más parecía un mar, porque en muchos lugares no se
divisaba la otra orilla, había millares de aves pescadoras y tortugas y caimanes. Estas
dos especies vivían en el río y salían a desovar a las arenas de la orilla.
Llevarían seis días navegando río abajo cuando vieron unos indios en sus canoas
que al parecer estaban pescando y que al ser sorprendidos abandonaron sus redes y
trebejos y salieron huyendo tierra adentro.
Aunque los persiguieron no pudieron alcanzarlos, pero Zalduendo, que era el que
había bajado con aquel fin, volvió con más de cien tortugas y millares de huevos, lo
que fue bien recibido por los hambrientos expedicionarios, pues hacía dos días que no
se repartían víveres. El negro Bemba enseñó a Lope a preparar la tortuga cruda en su
concha (haciendo plato de ella) con un jugo que sacaron de una planta y sal y aceite
—un aceite especial que debía ser de coco—. A Lope le gustaba y quiso hacérselo
probar a Elvira, su hija, pero ella no quiso. La comieron la Torralba y Lope mientras
éste se burlaba de su hija, a quien llamaba Doña Melindres.
Poco después pasaron la boca de otro gran río que unos llamaban de la Canela y
otros decían que no, porque el de la Canela estaba más abajo. En todo caso
encontraron más tortugas y más huevos y bastante bien provistos siguieron su

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camino. Lope, durante el tiempo que estuvieron recogiendo tortugas, entró un poco
en la selva y salió con algunas frutas silvestres para su hija Elvira.
Dos días después encontraron en el río una isla bastante grande donde, por fin,
vieron la balsa maltratada de Arce y a él y algunos otros guarnecidos en un fortín, con
señales de sufrimiento y de gran necesidad, aunque no tanto como los de Vargas.
Ninguno había muerto de hambre, aunque algunos murieron de accidentes en la selva
o en acción de guerra con los indios. Allí encontraron las primeras tierras
medianamente pobladas, según parecía, aunque no precisamente por gente amistosa.
Dio cuenta Arce de todo lo que les había pasado. No pudieron detenerse en el
lugar señalado por Ursúa a causa de las grandes corrientes y por navegar sin ancla, y
fueron a desembarcar más abajo, pero al entrar en la selva perdieron a dos hombres,
uno mordido por una serpiente y otro enredado en un zarzal venenoso, de donde no
pudo salir. Con la gran hambre que todos llevaban y la necesidad de buscar comida,
al hacerse de noche tuvieron que abandonar a su suerte a aquellos dos hombres, que
no volvieron a aparecer. Siguieron explorando y navegaron en la balsa hasta llegar a
la isla. Allí echaron pie a tierra y, asediados por los indios de guerra, se abrieron paso
con dificultad hasta una cima rocosa donde se fortificaron. No comieron sino carne
cruda de algún caimán que mataban los arcabuceros que iban en el destacamento.
Arce era un tirador excepcional y aquel pequeño grupo, con sólo tres arcabuces y
otras armas ordinarias —lanzas y espadas—, resistieron sin apenas comer dos meses
contra masas de tres y cuatro mil indios que daban guerra día y noche. En los
primeros encuentros murieron tres españoles y resultaron ocho o nueve heridos.
Durante el día, Arce disparaba su arcabuz haciendo prodigios de puntería y
destreza. Mató de un solo tiro a dos caciques que se acercaban en una lancha y
después a cuatro jefes indios de un solo disparo también —iban en otra canoa—,
poniendo en el cañón del arcabuz dos balas enramadas con alambre de acero. En fin,
tantos daños les hicieron a los indios de aquella región que determinaron éstos
acercarse en son de paz, pero decididos, según informes de un espía, a acabar con los
españoles cuando estuvieran confiados. A todo esto, Arce y los suyos habían
levantado una casa con muros de piedra y mamparos de defensa. Los españoles
supieron las intenciones de los indios, y una noche, habiendo logrado tener
encerrados y sin armas a noventa de ellos, entraron y los mataron a estocadas y
lanzadas. No todos los soldados estuvieron de acuerdo en aquello y algunos
protestaron entonces y volvieron a protestar delante de Ursúa.
Después de aquella hecatombe, los indios ya no presentaron nunca batalla a los
españoles y les llevaban comida y vino. La fama de los españoles a partir de aquel
hecho fue deplorable, y en aquellos territorios y en muchas leguas más abajo nadie
esperaba a los españoles cuando se anunciaba su llegada. Les dejaban maíz y alguna
otra vitualla pobre y desabrida y huían al monte.
García de Arce habría tenido que justificarse difícilmente de aquellos hechos en
Lima, y sobre todo en Castilla, si hubiera sobrevivido a la expedición de Ursúa. Pero,

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por fortuna o por desgracia, no fue así.
Era García de Arce el que había contado meses atrás a Lope su aventura a bordo
de un barco con la falsa esposa de un capitán entre Quito y Lima y tenía todavía la
preocupación del morbo gálico. Una de las razones por las que había aceptado ir en la
expedición de Ursúa era porque, siendo los sudores uno de los remedios y el más
eficaz que se daba a los enfermos del morbo gálico, esperaba en aquella expedición,
bajo los ardores de la línea equinoccial, sudar hasta la última gota de linfa viciada o
pura que tenía en el cuerpo. Esta obsesión parecía agravarse con los años y ni siquiera
las miserias de aquellos dos meses de lucha con la muerte se la hicieron olvidar, pues
cuando Ursúa abrazó al gran arcabucero y le preguntó cómo le iba dijo García de
Arce:
—Sudando la ponzoña de dentro y vigilando la de fuera.
Porque allí los indios usaban flechas envenenadas.
Mandó Ursúa enterrar a los muertos, curar a los heridos e hizo que desembarcaran
los caballos —no habían bajado a tierra desde que embarcaron en los astilleros—, y
con ellos envió una patrulla a descubrir tierra adentro para ver si hallaba poblaciones
y gente.
A todo esto, García de Arce y los suyos, que consideraban ya perdido para
siempre el contacto con la sociedad civilizada y habían renunciado a ver a Ursúa,
hicieron grandes fiestas.
Acordaron todos quedarse allí descansando varios días con gran contento de los
remadores de las chatas y las canoas y las balsas. Una de las chatas —donde iban los
amigos del negro Bemba— estaba cuarteada y medio hundida y hubo que renunciar a
ella porque se veía que no podría seguir adelante. Se pusieron a fabricar otra y los
carpinteros, los pilotos y hasta un tallador sevillano trabajaban por la noche, ya que
por el día era imposible a causa del calor. Don Pedro de Ursúa, que se veía siempre
fatigado por los cuidados de la expedición y negligente en muchas cosas de
importancia, hizo teniente general a Juan de Vargas y alférez general a Hernando de
Guzmán, el hidalgo sevillano de familia aristocrática de quien era aficionado Lope de
Aguirre. Había sido antes maese de campo, pero no hubo ocasión de que actuara
como tal.
Al regresar la patrulla de caballería trajo consigo a varios indios, entre ellos al
más principal de aquella isla. Se llamaba Papa, lo que al principio causó sorpresa y
regocijo. Sus súbditos tenían un aire bastante civilizado, llevaban ropas, aunque
rudimentarias, y eran hombres y mujeres bien plantados. Sus ropas eran blancas,
pintadas con rayas de colores vivos. Con aquella curiosidad de descubridores que
tenían todos los soldados, pronto vieron que las pinturas eran de pincel y no de tejido.
Interrogado por Ursúa, el llamado Papa justificó como pudo la guerra que había
hecho a los españoles —hablaba traducido por la viudita de nueve años— y ofreció
paces después de lamentarse de la conducta sanguinaria de los soldados de Arce.

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Comprobaron los españoles que no había oro ni la menor sospecha de él, y esto
les decepcionaba porque habían caminado más de trescientas leguas sin hallar
indicios de ninguna clase de riqueza, a pesar de las promesas del Dorado. Por otra
parte contaba mucho Ursúa con los rescates de oro de los indios, para los cuales
llevaba cuentas de vidrio, navajitas y pequeños espejos de bolsillo.
Quería Elvira uno de aquellos espejitos y su padre fue a pedírselo a Ursúa, quien,
por haber ordenado que nadie cambiara nada con los indios, no quería dárselo. Por
añadidura se atrevió a ironizar de una manera arriesgada:
—¿Para qué puede querer un espejito un tenedor de difuntos?
Antes de que Lope respondiera a su manera —lo que habría creado tal vez un
incidente peligroso—, intervino doña Inés diciendo que aquel espejo lo quería Lope
de Aguirre para su hija y que mujer sin espejo era como hombre sin espada. Por fin,
Lope consiguió su espejo y se lo llevó a su hija, quien lo agradeció con risas y
alegrías.
Se alimentaban los indios de aquella isla con maíz, principalmente, y de él
sacaban un líquido alcohólico que llamaban chicha, igual que hacían los aborígenes
del altiplano más abajo, en tierras próximas al Perú. También hacían fermentar el
jugo de la yuca y lo bebían y era un vino muy encabezado con el que se embriagaban.
Tenían raíces tuberosas y legumbres de varias clases, como batatas y fríjoles, pero el
sustento principal lo sacaban del río, porque eran hábiles pescadores.
Vivían en bohíos grandes y cuadrados y para la guerra y la caza empleaban
dardos arrojadizos con la punta hecha del mismo palo. Casi siempre envenenados.
Construida por fin la nueva chata y varias balsas y canoas para suplir las
embarcaciones perdidas, volvieron a embarcarse todos y también los treinta caballos,
es decir, sólo veintinueve, porque uno se les había muerto empuyado, o sea, pinchado
por una puya envenenada de las que plantaban los indios en los caminos en lugares
disimulados.
En la isla habían encontrado —en los bohíos abandonados— gallos y patos
silvestres y gran cantidad de frutas, de las cuales le correspondió a Lope una piña y
dos cocos. Puso las tres colgadas en el techo frente a la escota cuadrada por la que
entraba la brisa de la navegación y las mojaba a menudo de modo que con la
constante evaporación se pusieran frescas.
El Amazonas era muy diferente del Huallaga. Era grande y agitado y tempestuoso
como un mar. Sus aguas tenían un color diferente, con reflejos amarillentos. Y
Esteban, el guía, decía que se acordaba de haber pasado por allí, pero sus noticias no
eran de gran provecho todavía.
Por la noche se quedaba solo Aguirre en la popa junto a la baranda y se estaba
pensando que habían hecho a Juan de Vargas teniente general y que sería él quien
condujera la expedición si Ursúa caía enfermo o moría o simplemente si se sentía
perezoso entre los brazos de su amada doña Inés. Era Juan de Vargas un madrileño,
sin grandes méritos, pensaba Lope. Pero era grande de cuerpo, galán de presencia,

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valiente y comedido y discreto en la expresión —eso se lo concedía Lope de Aguirre
—. Aunque tenía Vargas sus fallas y la mayor era su cambio de conducta desde que lo
hicieron teniente general y la falsedad evidente de sus maneras. Cuando estaba solo
tenía una expresión congelada, pero con los otros fingía estados de ánimo adecuados
al caso, aunque no tanto que convenciera a nadie. Así pues, algunos trataban a Vargas
como a un hombre de quien no había que fiarse.
En la guerra, los que lo habían visto decían que era desigual y a veces salvaba la
vida del que valía menos para poner en riesgo de muerte y perder a cuatro valientes.
Por todo esto, Lope lo miraba con recelo y se dio cuenta de que Vargas evitaba
encontrarlo a solas. Pensando en Vargas se decía Lope mirando en el cielo una luna
turca —un gajo de luna en creciente—: «Vargas el madrileño, de noche claro y de día
cenceño». Pero precisamente Vargas era lo que habría querido ser él. A Vargas le
llegaban las cosas a las manos. Las cosas que Lope no conseguía, aunque las
procurara. Y teniéndolas Vargas, las cosas buenas, no era feliz.
Aquella falta de adaptación de Vargas a su buena fortuna ofendía a Lope, y a
solas en el rincón de la proa y viendo las estrellas deshacerse en polvo en la estela de
otra chata que se les había adelantado, volvía a pensar en lo que podría haber hecho o
dejado de hacer: «A mi edad no hay que venirme a mí con lealtades ni sumisiones.
Mucho más hombre soy por los años y por la experiencia que la mayoría de los que
vienen en esta entrada. Más viejo que Ursúa y más veterano y experto que él con las
armas. Yo no voy a venerar a ningún santón morisco ni gabacho, porque Ursúa tiene
más de francés comedor de caracoles que de español».
Habiendo entrado Vargas en funciones de teniente general, no daba Ursúa órdenes
ni parecía cuidarse de nada sino del bienestar de doña Inés. Era Vargas el que iba y
venía con su cara impávida y sus brazos largos, que lo parecían más cuando se
remangaba la loriga. Antes de nombrar teniente y alférez generales usaba el
gobernador mucha y buena crianza con soldados y civiles, empleando más tolerancia
que rigor, pero en cuanto entraron en el Amazonas cambió de condición y era
desabrido, malcarado, taciturno, ingrato con sus amigos y desenfadado y cruel con los
dolientes. Vargas le dio varias veces listas de enfermos, pero Ursúa se encogía de
hombros y no sólo no iba a verlos, sino que ni siquiera preguntaba por cortesía si
estaban mejor.
Todo aquello era debido a retozar demasiado con doña Inés —pensaba Lope de
Aguirre—. Los hombres llegados a madurez lo sabían y los jóvenes e inexpertos lo
adivinaban. El hombre harto de carne se hacía egoísta, adusto y cruel.
Recordaba Lope que el día anterior había visto a Vargas —es decir, había estado
mirándolo casi una hora— sin que él se diera cuenta. No hubo entre ellos cambio de
miradas, y menos de palabras. No sabía Vargas que era observado porque Lope estaba
en la cubierta inferior y lo veía desde abajo por la abertura de un mamparo.
Parecía Vargas ausente de todo. Se entretenía en mirar a los mosquitos zancudos,
que eran allí más grandes que en otras partes, alimentarse de su sangre. Sucedía con

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aquellos insectos algo raro. Al picar en la piel se les iba poniendo el vientre rojo e
hinchado y más abultado de lo que se podía esperar, y entonces, cuando habían
bebido todo lo que podían tolerar, caían a tierra como desmayados. Vargas los miraba
y cada vez que caía uno reía, abstraído con sus propios pensamientos.
—¿En qué estarás pensando para reírte así, teniente general, hideputa? —se decía
Lope.
Algunos mosquitos, henchidos de sangre y redondos y grávidos, reventaban al
caer al suelo y morían, dejando una manchita redonda de sangre.
Aquellos mosquitos los llamaban los indios que iban en las chatas piums.
Habían visto que los indios de la isla de Arce se mojaban la piel con un jugo
vegetal para evitarlos y para defenderse también de los tábanos y de las abejas, pero
los resultados eran sólo temporales y no les salvaban enteramente del peligro.
En aquella parte del Amazonas había algunos poblados, pero pequeños y muy
miserables. Al bajar a dormir encontraron una noche un grupo de indios desnudos,
que no huyeron. Estaban comiendo orugas que sacaban de las palmeras y de otros
árboles. Unos las comían crudas y otros asadas y tostadas. A Lope se las ofrecieron
los negros —que las comían con placer— y Lope dijo:
—¿Por quién me toman vuesas mercedes, morenos bellacos, macacos de la
Guinea, hermanos míos?
Porque Lope los llamaba con malos nombres, pero añadía la palabra hermanos,
con la cual compensaba los efectos de la ofensa.
Reían los negros y seguían masticando aquellos gusanos asados, cuya carne crujía
entre sus dientes. Uno de los negros decía:
—No piense vuesa melcé como un viejo cabra que viene en la chata rabera y que
me ha dicho que no las come polque en la tripa se le güerven mariposas y se le
quedan dentro y luego se le meten en el colazón, y cuando por la noche está echado
pala dormir pasa el tiempo y no duerme el viejo cabla y dice que siente la maliposa
revolotiando en un lado del colazón y luego en el otro.
Bemba comentaba:
—Yo sé de quién habláis, Vos.
—¿No es veldá, Bemba?
—Sí que sí, Vos.
Aquel negro no tenía nombre. Lo llamaban Vos. Eso dijo él, por lo menos, cuando
Lope le preguntó cuál era su nombre.

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IV

Ursúa se estaba horas enteras en su camareta de la cubierta viendo las aguas del
Amazonas y pensando en su propio destino, que nunca le había causado inquietud.
Por eso no era supersticioso, ya que la superstición es la forma más frecuente del
miedo al destino.
Inés le decía:
—¿Qué miras?
Todo era motivo de broma para ella, todo menos su amor. Cuando quería llamar a
sus criados nunca se acordaba del pequeño orden establecido por Ursúa: un golpe de
gongo —había uno colgado cerca de la puerta— era para el paje, dos para la doncella,
tres para el indio, cuatro para el comandante de la guardia. Inés no se acordaba.
De nada se acordaba nunca Inés ni falta que hacía, según le decía a Ursúa, cálida
y rendida.
Había acordado que Inés no llamaría nunca estando Ursúa fuera porque la
presencia del centinela o del comandante de la guardia cuando esperaba a la doncella
habría sido incómoda, sobre todo estando como estaba, casi siempre medio desnuda.
Inés se sentía a menudo fuera de sí. «Me gustaría —decía en éxtasis— ser
creyente religiosa y que hubiera infierno y condenarme por ti, amor mío».
En cuanto al gobernador Ursúa, no hablaba apenas porque el calor sostenido día y
noche imponía una vasta pereza, pero cualquier detalle, cualquier movimiento de
Inés, renovaba su deseo.
Por ejemplo, a veces Inés tenía su graciosa barbilla y su hociquito perlados por el
sudor, y estando sus manos ocupadas se secaba sus labios y su barbilla contra el
hombro derecho y tal vez luego contra el izquierdo, con un movimiento rápido como
el de una graciosa ave. Ursúa sonreía, y acercándose besaba aquel hociquito
prodigioso.
En el bergantín segundo, la instalación de la Torralba y de Elvira no era muy
cómoda. Una vez dentro de aquel recinto estrecho, con las dos hamacas colgadas y
bamboleantes, todo estaba bien, pero para entrar y salir había que hacer alardes de
acrobacia. La niña los hacía graciosamente y se preciaba de ello. La Torralba no
podía. Y cuando iba a salir tenía que doblarse como un número 4 y asomar fuera una
de sus rodillas desnudas (por ella sabían los otros que ella iba a salir y le hacían
lugar). No podía menos la Torralba de mostrar aquella rodilla desnuda porque nadie
llevaba medias en aquella tierra de los equinoccios. Y porque la única falda se
levantaba, quisiéralo o no, al alargar la rodilla doblada por aquel pasadizo único.

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Inés, que era delgada y ágil, pasaba entera por donde la Torralba podía sólo meter
su pierna doblada.
—Sois una lagartija, niña mía —le decía la dueña, que le había tomado verdadero
cariño.
La misma dueña solía decir: «No hay mal que por bien no venga. Con estos recios
sudores desta tierra tenemos los cuerpos limpios como patenas. Sin necesidad de
bañarnos». La vida entera era en aquellos lugares como un baño constante, no muy
placentero, como no suelen serlo las cosas que nos son impuestas y que no hacemos
por nuestro propio deseo.
Era a veces difícil respirar, tan difícil como en un baño turco.
Seguían río abajo y fueron a dar de pronto en un pueblo rodeado de enormes
selvas y abandonado recientemente por sus habitantes.
Se llamaba el pueblo Carari, según supieron después, y se instaló allí al ejército
entero con guardias y vigilancia. Como en otras ocasiones —la última vez en la isla
que quedó bautizada con el nombre de García en honor a García de Arce—, el mejor
aposento fue para el gobernador y para doña Inés y era un gran bohío con todas las
comodidades que se pueden encontrar entre indios salvajes. Pieles de animales por
todas partes y plumas de papagayo blanco o verde. También un mono amaestrado que
saltaba al hombro de doña Inés y parecía hablarle al oído.
Los pajes se divertían mucho con él.
—Ahora comienzo a comprender —decía Inés mirando alrededor, satisfecha—
que este viaje nuestro es un verdadero viaje de novios, a pesar de todo.
Añadía que en un lugar como aquél podría pasar toda la vida. No sola, claro.
—¿Con el mono? —preguntaba el gobernador, jovial.
Viéndolos tan felices, el padre Henao volvió a hablarle a Ursúa de casarse, pero el
gobernador respondió impaciente:
—Si me caso o no será cuando yo diga y no cuando diga vuesa reverencia; así
que no volváis a hablarme del asunto.
Y aunque estaba muy amartelado con su cholita, pensaba como el pastor del
romance:

… que mujer tan amorosa


non quiero para mí, non…

Al menos, como esposa legítima y señora de su hogar. Ella tampoco se lo exigía.


Ella no le exigía nada a él.
Hicieron exploraciones por los alrededores buscando señales de humanidad
viviente, pero no hallaron a nadie. Se veían a veces algunos indios en piraguas
acercándose recelosos, pero nunca bastante para que valiera la pena salir a su alcance.
Después de algunos días, sin embargo, un cacique acompañado de algunos indios
se acercó en son de paz y Ursúa le dio collares de vidrio.

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El cacique se marchó contento y poco después fueron llegando otros indios con
comida, esperando merecer los mismos regalos de Ursúa, quien se mostraba liberal e
iba poco a poco contrarrestando los efectos del terror desplegado por Arce en su isla,
que ellos se habían enterado porque el miedo se propaga con la velocidad de la luz.
Por codicia, los soldados comenzaban a investigar a ver qué más podían ofrecer
los indios, y el gobernador dio un bando diciendo que si algún soldado cambiaba o
rescataba algo a espaldas suyas sería castigado, ya que había que tratar con el mayor
tino a los pobladores de aquellas tierras si querían merecer su amistad y conseguir su
alianza. A pesar de todo, algunos soldados cambiaban objetos a escondidas, a veces
por las buenas y a veces obligando a los indios con amenazas y mojicones y coces.
Dejaron aquella población cuando vieron que no ofrecía ventajas mayores y
siguieron río abajo. Al anochecer se detenían, como siempre, en tierra para dormir. Y
aunque los indios huían, poco a poco regresaban y era evidente que habían tenido
noticias de la conducta de Ursúa en el pueblo anterior, y eso los hacía más confiados
y amistosos.
Aquella noche, algunos soldados se aventuraron hasta la entrada de la selva.
Hacía luna clara. Eran los árboles tan espesos que parecía imposible penetrar, y Lope,
que era curioso de novedades más por las preguntas que le hacía su hija que por sí
mismo, se propuso volver al día siguiente con la luz del sol.
Y así lo hizo.
La vegetación era todavía más espesa de lo que prometía la noche anterior.
Había muchas clases de palmeras, y a simple vista, y sin ser experto, se podían
distinguir hasta cinco o seis, unas de altísimo tallo recto, con una tufa de palmas
como las de la pascua florida. Otras iguales de tallo, pero con palmas de abanico en
lo alto; otras, aun en las cuales las palmas se desplegaban desde el suelo alrededor del
tronco y más variedades todavía, combinando diferentes formas y hasta colores
porque había una palmera color marfil, casi blanca, en lugares donde no entraba
nunca el sol.
La abundancia de palmeras por todas partes —árbol que en Europa sólo tenía
carácter suntuario— daba a la selva un aspecto de gran parque señorial. Acercándose
un poco se veía que los señores de aquel parque, cuyos confines no se podían
imaginar, eran los monos, los jaguares, los pumas, los tapires, las onzas y mil
especies y subespecies y familias.
Los indios se acercaban a la selva con alguna confianza, aunque no siempre ni en
todas partes. Sabían que la selva podía tragárselos, igual que el río y el mar.
Ursúa envió a Pedro de Galeas con una tropilla a descubrir terreno, señalándole
un plazo de seis días, al cabo de los cuales debía estar de regreso y partió el capitán
con su gente y fueron caminando tierra adentro por las márgenes de un estero que se
comunicaba con el río. Cerca y a poca distancia dieron vista a unos indios que
regresaban a la aldea con cargas de comida pensando que los españoles se habían
marchado ya, pero al ver a Galeas y a sus soldados abandonaron la carga y salieron

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corriendo. Los soldados no pudieron alcanzar a ninguno porque iban ligeros y
conocían mejor la tierra. Pero poco después hallaron una india que parecía confiada y
que por señas dijo que no era de aquella provincia, sino de otra hacia el Oeste que
estaba a cinco soles —cinco días— de distancia. Era muy amistosa, y aunque a
Galeas le pareció poca presa para llevarla a Ursúa, regresó con ella al real. Allí
encontró sorpresas. Todo el mundo estaba alertado y mohíno y algunos armados con
todas las armas, a pesar de las recias calores.
La causa era Alonso de Montoya, que se mostraba levantisco. Cuanto más se
alejaba de sus tierras en los Motilones, menos esperanza tenía Montoya de volver y
más alacranada —así decía Lope— se sentía su conciencia contra Ursúa. Los hierros
que éste le había puesto en los astilleros antes de partir le habían sido quitados hacía
tiempo y Ursúa quiso ganar su amistad invitándole más de una vez a comer con él y
con Vargas. Decía Montoya a todo que sí, pero guardaba su recelo y su mala fe y
esperaba una oportunidad.
Había tratado Montoya de convencer a algunos grupos de soldados para que
desertaran con él y volvieran al Perú y Ursúa se enteró, pero quiso ser clemente y
hacerse el desentendido recordando que le había castigado duramente en los astilleros
antes de partir. Por otra parte, la conspiración de Montoya no llegó a manifestarse y el
disimulo por los dos bandos fue bastante para pasarlo por alto. La tercera vez no pudo
menos que darse Ursúa por enterado, porque fueron varios soldados a buscarle y
repitieron delante de él las mismas palabras que Montoya había dicho. Les proponía
apoderarse de algunas embarcaciones como balsas y chatas y volverse al Perú
remando río arriba. Aunque con visibles deseos de benevolencia, Ursúa tuvo que
castigarlo y lo puso a remar por algunos días como un galeote.
—Me han dicho —le dijo Ursúa— que queréis dejar el bergantín y volver río
arriba.
—Es verdad —confesó él, retador.
—Pero aunque dejéis el bergantín es posible que el bergantín no os dejara a vos,
Montoya.
Él callaba y remaba. Era hombre que tenía muchos amigos entre la gente civil de
la tierra de los Motilones y aun de Lima. Se sentía por eso tan fuerte como Ursúa.
Desde el primer incidente grave en la orilla del Huallaga había dado a entender a
Ursúa que no lo perdonaba y que nunca volvería a ser un amigo. Pero Ursúa tenía en
sí mismo una confianza sobrehumana, aquella misma confianza que le reprochaban
Lope de Aguirre y otros, repitiendo a sus espaldas:
—¿De dónde le viene eso de creerse superior a nosotros? ¿Quién se figura que
es?
Se le acercaba Lope de Aguirre a veces a Montoya y le hablaba bajo mano. Aquel
hombre que remaba entre dos negros en la chata grande había hecho en Indias
algunos hechos brillantes de armas a poca costa —una herida en el pecho y otra en un
brazo—, un asentamiento con indios, alguna fortuna y un solar con señorío y

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esclavos. Lope, viéndolo en desgracia y en pugna con el gobernador, no comprendía,
por un lado, la paciencia de Ursúa ni, por otro, tampoco la constante inquina de
Montoya, quien no se doblaba a las amenazas, como no se acomodaba tampoco a las
caricias y a las amistades.
Sentía Lope que en aquel hombre había como un advertimiento providencial y
que debía oírlo y aprovecharlo. Hacer causa común con él era prematuro antes de
tener un grupo de incondicionales en el campo. Sería como declararse candidato al
mismo castigo sin la menor posibilidad de salir adelante en ninguna clase de intriga
contra Ursúa. Y aunque simpatizaba con Montoya miraba a un lado y a otro sin saber
qué decidir. «Si a mí me condenara al cepo o a remar, lo mataría a Ursúa». Lo
mataría, entre otras razones, porque no podía tolerar Lope la idea de que su hija
Elvira lo viera en aquella humillación.
Todos iban apercibidos viendo que Ursúa mostraba mal talante y andaba en
interrogatorios y apercibimientos y amenazas. Lope lo miraba desde lejos, y
recordando a Montoya en el remo decía para sí: «Qué mal haces, Pedro de Ursúa, en
ofender y dejar con vida al hombre a quien ofendes».
Mucha arrogancia era, y Lope la atribuía al desdén de los demás que tenía Ursúa
en lo más genuino de su carácter y que trataba en vano de disimular. Luego Lope veía
el bergantín varado en la playa y pensaba:
—Se cuartea en la arena como un animal herido. Como Montoya.
Al oscurecer, cuando la gente parecía más retraída, salían los negros que solían
formar rancho aparte y comenzaban, como los animales nocturnos, a alegrarse. Inés
los veía desde su bohío con cierta sensación de riesgo y decía a Ursúa:
—Son negros y se adelantan a la noche. Negros que van delante de ella.
—¿Cómo es eso? —preguntaba Ursúa distraído.
—¿No lo ves? Ahora se van a poner a celebrar su fiesta porque se acerca la
noche. Para ellos la noche es como su madre negra.
—¡Bah!, son esclavos. Déjalos con sus niñerías.
Casi siempre era Bemba el que tenía la iniciativa del primer sarao. Y una de las
cosas que se proponían en aquellas fiestas era demostrar a los blancos que les tenían
sin cuidado sus problemas. Bemba parecía animarse cada día al oscurecer, al mismo
tiempo que despertaba la selva, y ahora alzaba una mano en el aire doblando el brazo
y salía al centro del corro con pasos de baile, la cabeza temblorosa:
—Dime que vaya al convité.
—¿Para qué?
—Al convité de su mercé.
—Yo te diré.
—Al convité del capitán.
—Él te dirá.
—Al convité de carne y vino donde se embriaga la mamá. Al convité.
—Yo te diré.

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—Dime que vaya al convité donde se embriaga el coronel.
—Yo te diré.
—El general se va al cuartel y allí no más te va a arrestá.
—Él me dirá.
Los miraba desde lejos Lope de Aguirre y decía entre dientes:
—¡Cómo se divierten los bellacos!
Comprendía Lope que eran gente distinta, con otras preocupaciones o tal vez sin
preocupación alguna. Y no los quería, pero los cultivaba sin saber exactamente por
qué. Es decir, sabía que a veces uno de ellos cortaba cuatro cabezas humanas y
aquello tenía alguna clase de mérito.
La india atrapada por Galeas, que era mujer afable, habló mucho delante del
gobernador —con intérpretes—, y por lo que dijo comprendió Ursúa que no estaba
aún en la tierra de los Omaguas y que no valía la pena detenerse a explorar. Tenía
miedo Ursúa a algunas cosas: a los mosquitos de tierra, que eran más y peores que los
del río; a la naturaleza vegetal y animal —lujuriosa y agresiva—, y, sobre todo, a que
los fustes y armazones de las quillas de las embarcaciones acabaran de descoyuntarse
o de pudrirse. Por allí debía haber termitas hambrientas.
También temía que la impaciencia y la mala voluntad de la gente —que parecía
recrudecerse en tierra— llegara a alguna clase de extremos. Si esto sucedía antes de
llegar al Dorado, su autoridad se debilitaría peligrosamente. Y Ursúa comenzaba a
dormir mal lo mismo a bordo que en tierra. Lo atribuía al calor. En cambio, los
soldados, que dormían muy mal en las embarcaciones por falta de espacio,
descansaban mucho mejor en tierra y estaban deseando que llegara la noche para
desembarcar.
Mandó Ursúa volver a bordo y con las primeras luces del día salieron otra vez río
abajo.
Era aquélla la parte central del Amazonas con sus promesas y sus peligros, entre
los cuales había que contar las flechas envenenadas y las cerbatanas y también una
clase de peces pequeños que hacían difícil la pesca. Cuando los anzuelos iban
cebados con otro pez, éste era devorado inmediatamente por aquellos seres
minúsculos que, sin embargo, no mordían el anzuelo, y si lo mordían, no valían la
pena por su pequeñez.
Era peligroso nadar en el río si se tenía alguna herida aunque fuera pequeña, y los
peces olfateaban la sangre porque aquel olor los hacía voraces y agresivos.
Hicieron la prueba con el mono que había llevado a bordo el negro Alonso. Lo
arrojaron atado por los riñones, y el animalito estuvo nadando sin que le sucediera
nada. Luego le hicieron una pequeña herida en el rabo y volvieron a arrojarlo. Tres
minutos más tarde sacaron su esqueleto limpio, como si no hubiera tenido nunca
carne encima.
Días después, a un indio le pasó lo mismo.
El Amazonas seguía mostrando sus misterios y sus peligros.

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Desde la isla de García de Arce habían navegado ciento setenta y dos leguas.
Una noche, al salir a tierra para dormir, vieron que los indios no huían. Era aquel
pueblo de las provincias llamadas de Caricuri. Otros decían de Manocuri y tardaron
en comprender que los dos nombres iban juntos y eran los de una misma región.
Llevaban los indios algunas pequeñas joyas de oro bajo que, naturalmente,
despertaron la codicia, y Ursúa condenó a bogar en los remos a diez soldados, a
quienes sorprendió haciendo cambalaches por su cuenta.
Montoya había sido perdonado o tal vez acabó de cumplir su castigo; el caso es
que no remaba ya.
Tenían aquellos indios las caras más raras que habían visto hasta entonces y se
deformaban voluntariamente hasta extremos grotescos y a veces espantosos. Se
consideraban los dueños del Amazonas, y así se lo dijeron a Ursúa con intérpretes. El
gobernador se enteró de otras particularidades notables. Los primeros pobladores del
Amazonas de los que había memoria eran los araucos, hasta que llegaron los
tupiguaraníes. Estos últimos eran menos oscuros de piel, pero con caras apaisadas, de
gatos, a veces más anchas que largas, y ojos oblicuos, que les daban una apariencia
poco humana.
Como digo, se deformaban voluntariamente y había hombres cuya cara era toda
nariz y otros con los labios saledizos y hocicudos como los de los cerdos. Las
mujeres que iban en la expedición de Ursúa, aunque fueran indias, miraban con
horror aquellas caras. Dedujo Ursúa que los indios se deformaban para atemorizar a
las tribus vecinas.
Todos aquellos indios usaban la cerbatana. Y Bemba se acercaba a alguno de ellos
que tenía el extremo de la cerbatana en los labios y le decía:
—A mí no me sopla vuesa mersé, indio puerco.
El indio, sin comprender, apartaba la cerbatana de sus labios corriendo. Sus
sonrisas a menudo en aquellos labios deformados eran horribles.
Se quedaron allí algunos días.
A solas por la noche, Lope, como siempre, pensaba en sí mismo, pero no
monologaba, sino que, acercándose al bohío de Montoya, trababa conversación con
él. Estaba siempre Montoya de un humor venenoso e irascible y no solía escuchar a
nadie.
—¿Por qué no me mata ese gabacho cornudo? —preguntaba a Lope.
Lope le dijo:
—Es verdad, en su caso yo os habría matado. Pero Ursúa no mata a nadie porque
es Dios benigno que vela por nuestro bien desde las alturas. Y, además, no gobierna.
Sólo gobierna en la cama —decía Lope—, y es que la tal Inés le ha debido dar
hechizos.
Algunos se recataban de Aguirre porque lo creían imprudente y no querían ir
demasiado lejos.

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—Yo también soy de los alacranados —dijo un día a Montoya— y quiero estar en
vuestra confianza.
Los resentidos comenzaban a reunirse cada noche con Montoya y éste llevó
consigo a Lope. En aquella primera reunión Aguirre, a fuerza de juramentos y
blasfemias, se hizo escuchar mejor que Montoya. Y era mucho más radical.
Había bastante confusión en cuanto a los bienes de la armada y el gobernador
ordenó que se hiciera inventario de las cosas que pertenecían al ejército y estaban, por
lo tanto, bajo su jurisdicción.
Se levantó algún alboroto como consecuencia de aquellas órdenes. Lope agitaba y
voceaba y amenazaba y muchos le daban la razón, contagiados de su dinamismo
agresivo. Montoya parecía llevar, sin embargo, la iniciativa del descontento, hasta
entonces.
Una gran parte de los soldados se disponían a volver al Perú desertando de la
expedición. Faltaba sólo señalar el día y la hora.
A fines de noviembre levantaron otra vez el campo y fueron navegando dos
jornadas hasta el pueblo de Mococomo, donde se trató más en secreto y con mayor
determinación el negocio de la fuga. Lope se mostraba taciturno y silencioso, pero
preguntado y obligado a hablar, alzó la mano y dijo nada menos lo siguiente: «Dejar
el campo, huir y volver al Perú es una determinación mezquina y de hombres civiles
y ruines. Al fin será una fuga y escape como otros. Lo que yo propongo es dar muerte
al gobernador y apoderarse de la armada». Se hizo un gran silencio. A todos les
pareció aquello cosa muy grave, aunque no disparatada. Algunos miraban a Lope
desde entonces con respeto, pensando que se jugaba la cabeza al hacer en público
declaraciones tan radicales. La idea de matar a Ursúa no pareció mal a algunos como
Zalduendo y La Bandera, que se morían por doña Inés. Otros cogieron miedo y no
volvieron a aquellas reuniones secretas. Lope los miraba de reojo y murmuraba entre
dientes, tocando con su mano la daga como si fuera un talismán.
Al día siguiente antes de embarcar hubo dudas. La tarea del inventario no estaba
acabada y acordó el gobernador quedarse un día más.
Soldados orientados por indios de aquel lugar fueron de caza y se enteraron de
cosas curiosas. La mejor pieza que se podía cobrar en el Amazonas era la huangana,
que no faltaba por allí y llamaban así a una especie de jabalí. Era un animal
inteligente que para cazar formaba con otros muchos un vasto círculo y luego iban
todos reduciéndolo y estrechándolo y comiéndose todo lo que hallaban dentro,
vegetal o animal. El mayor enemigo de los huanganas era el tigre. Éste solía estar al
acecho y caía sobre el último cuando caminaban en manada, es decir, en hilera dentro
de la selva. El último suele ser el más débil y además podía atacarlo el tigre sin ser
visto por los otros.
Pero la víctima chillaba y entonces acudían los huanganas en su auxilio.
El tigre tenía el cuidado y precaución de herir al huangana en algún lugar crítico
—el cuello, la yugular o el corazón o los cuartos traseros—, de modo que no pudiera

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caminar, y después se subía a un árbol a esperar que los otros se marcharan. Cuando
por fin seguían su camino, dejando al herido abandonado a su triste suerte —lo que
tarde o temprano sucedía—, el tigre bajaba y se lo comía. Pero a veces sucedía que el
árbol adonde el tigre trepaba estaba carcomido por los líquenes o la vejez o las
hormigas y entonces se doblaba y caía con su peso. En ese caso el agresor estaba
perdido, porque los valientes huanganas le atacaban en masa y de un modo u otro
acababan con él. Y además se lo comían. Eran muy voraces los huanganas y
ocasionalmente carnívoros como los cerdos.
Todo era voraz en el Amazonas; los peces, los animales de tierra, el sol y, sobre
todo, los minúsculos mosquitos.
Había oído Lope de Aguirre la historia de los huanganas y los tigres y decía que
el tigre, antes de atacar, debía estar seguro de que el árbol al que iba a acogerse no
estaba podrido por dentro. Y el hombre debía pensar en aquel ejemplo. La selva
ofrecía ejemplos para todos los casos de la vida.
Cavilaba Lope por la noche en aquello y al final llegaba a la conclusión de que no
había entre los enemigos de Ursúa nadie tan resentido como él mismo. Montoya sabía
en qué se le había ofendido y sabía también que un día se vengaría. El resentimiento
era contra Ursúa nada más. Pero el de Lope lo era contra los hombres todos, contra el
cielo y la tierra, contra el rey y contra Dios. Los otros se daban cuenta de que algo
fatídico y sombrío dominaba en la voluntad de Lope, pero no sabían qué. Ya no
llamaban a Aguirre el loco, porque veían que no era la razón lo que le faltaba, sino
todo lo demás. Le faltaba todo en el mundo menos la razón. Y él quería apoderarse,
con su razón, de todo lo que le faltaba.
Montoya lo buscaba por la noche y a Lope le gustaba esperar en la puerta de su
bohío que llegaran los otros en las sombras. Una vez todos juntos hablaban mucho
sin llegar nunca a decidir nada concreto. Y palpaba Lope su daga, nervioso.
Sucedió que, cuando se disponían a reembarcar y seguir su viaje, el bergantín
averiado acabó de irse a pique, lo que obligó a detenerse más en aquel lugar hasta
fabricar balsas y canoas que lo sustituyeran.
En tres o cuatro días estuvieron las balsas y las canoas acabadas. Ursúa se
condujo una vez más sin prudencia al salir de aquel pueblo, porque lo hizo sin
informarse antes de lo que iba a suceder en las jornadas siguientes. Y partieron sin
repuesto de víveres, pensando hallarlos en cualquier poblado ribereño, como antes.
Pasaron dos días sin hallar comida y el tercero el hambre comenzó a afligirlos a
todos. Como bajaban a dormir a la playa, era de ver a aquellos hombres a veces
granados y de barbas en pecho buscando bledos y otras miserias de raíces que comer
y hurgar en la arena por huevos de tortuga sin hallarlos. Hasta ese alivio les negaba la
naturaleza. La mulata doña María, que sentía un desprecio completo por toda clase de
peligros, se alegraba, porque decía que le sobraba grasa en donde ella sabía.
—Yo también lo sé —comentaba Zalduendo con un guiño bellaco.
No se veía un ser humano por ninguna parte. Digo, indios.

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La pesca, que solía ser fácil, parecía haberse retirado del río, y si durante el día
soñaban con hallar algo en tierra, por la noche, cuando se acostaban hambrientos en
la playa, esperaban por el contrarío hallar algo el día siguiente en el río. Y así, con las
esperanzas diferidas, iba pasando el tiempo entre cuidados y necesidades.
Para descansar en la noche había que orillar las naves y exponerse a ser devorado
por los animales más grandes: los caimanes, o por los más pequeños: los mosquitos.
Viajaban en el bergantín y en las chatas como en coches de posta atestados,
incómodos, respirando cada uno el aliento del vecino. Y pensando demasiado. Como
el cuerpo no podía moverse, era la mente la que se movía, y Ursúa se daba cuenta.
Por la noche bajaban como digo y la naturaleza libre les daba una sensación de
desahogo. Pero los mosquitos, los grandes murciélagos —que eran distintos en el
Amazonas y al principio les habían parecido arañas volantes— y en tierra los
cocodrilos representaban una amenaza de cada momento. Era la época de la
incubación y las madres vigilaban los nidos de sus huevos, y más cuando aparecían
los nuevos seres, hacia los cuales sentían la misma ternura que las demás alimañas
tienen por sus hijos. Menos Zalduendo, que los dejaba que «se ganaran el cielo».
Y había quien dormía con el arcabuz enlazado en las piernas y vigilado de cerca
por un caimán receloso, los dos hambrientos y tratando de ver quién iba a comerse a
quién.
En tierra nadie reflexionaba. La mente se estaba quieta, porque el peligro mataba
la imaginación.
La relativa comodidad de las playas tenía sus riesgos, y no había nunca descansos
sin nuevas fatigas y amenazas.
Dormir en la playa tampoco era fácil por el estruendo de las selvas más o menos
cercanas, que despertaban cada día al oscurecer y que daban la impresión de grandes
ciudades en su natural agitación y tráfago. No tranquilizaba a los soldados la idea de
que todos los seres que allí vivían eran animales, incapaces de hacer el mal
reflexivamente, porque no era el daño lo que temían, sino el no saber lo que sucedía.
Los peores sinsabores y angustias del hombre vienen de lo mismo: del no entender o
del entender a medias.
El cielo era, como sucede en la línea del ecuador, de una negrura y oscuridad
completa y las estrellas brillaban como en ninguna otra parte del espacio. La cruz del
sur les decía que estaban en el hemisferio austral.
Hallaban en las playas muy pocos huevos de tortuga y sólo algunas repugnantes
iguanas. Hasta aquellos pájaros pescadores de tierra que otras veces habían comido y
que cuando son pollos se pueden coger con las manos habían desaparecido del todo.
Durante el día había que estar siempre remando para evitar que la corriente los
llevara a la costa o bien para mantener las distancias y que unas naves no
zalabordaran con las otras.
Más fácil parecía la navegación en el bergantín, pero había que andar también
alerta y eran pocos los negros o los indios que de día tenían los brazos quietos. El que

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no remaba andaba tomando fondo con la sonda o manteniendo la dirección con el
timón, que era un gran madero en la popa.
Pensaba Lope: «Ahora habrá que comerse el perrerío».
Se producían tremendos chubascos inesperados y a menudo con sol, lo que daba
lugar con frecuencia a algún arco iris.
Decía Lope mirándolo:
—Todo el mundo se queda con la boca abierta, pero a mí nunca me ha hecho
impresión eso. Un arco de colores. ¿Y qué?
Pedrarias dijo una de sus opiniones que los soldados no solían tener en cuenta. Es
decir, que sólo escuchaban con respeto tres personas: doña Inés, Elvira y Lope.
—A mí tampoco me gusta el arco iris —dijo—, que es vulgar como lo son todas
las cosas incomparables, es decir, las que no se pueden medir con las necesidades del
hombre.
No hablaba Pedrarias de aquella manera con nadie sino de tarde en tarde con
Lope.
Puso Ursúa vigilancia armada para evitar que mataran algún caballo y se lo
comieran. Los otros animales menores, como las cabras y los cerdos embarcados en
los Motilones, habían sido consumidos hacía días. Estaban comiéndose los perros, y
Lope le mentía constantemente a su hija, diciéndole que aquella carne era cordero o
lomo de cerdo. A veces ella recelaba y se negaba a comer, pretextando que no tenía
hambre. Su padre alzaba la voz:
—A vuestra edad es obligado tener hambre y vuesa merced va a comer porque lo
mando yo.
Alonso Esteban, el que fue con Orellana en una expedición anterior, repetía que
en aquella jornada no tuvieron hambre. Dos días después le dijo Pedrarias:
—Ya nos hemos comido el perrerío. ¿No ve vuesa merced que no se oye nunca
ladrar?
A pesar de todo, Ursúa y su amada comían, nadie sabía cómo ni qué. Pero al
parecer tenían provisiones en reserva.
Cuando veían a Inés y hablaban con ella de las hambres que pasaban, la linda
cholita parpadeaba con sus largas pestañas —las pestañas de los besos de colibrí— y
hacía como si con aquellos parpadeos quisiera evitar el llanto. Pero no tenía ganas de
llorar.
En el bergantín la Torralba bostezaba y decía:
—¿Por qué vinimos a esta tierra? Un país sin invierno es un país engañoso, donde
sólo puede vivir la gente enemiga de Dios.
Los soldados comenzaban a sentirse atemorizados por el destino y a pensar que
sus hambres, como cualquiera otra posible desgracia, no dependían de Ursúa ni de la
pobreza del país, sino de una fatalidad que los llevaba a la ruina y a la aniquilación.
La mulata doña María se burlaba de la escasez y Ursúa le advirtió que no
alardeara, porque la gente no creía en sus alardes y pensaba que tenía víveres

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escondidos. Lo que por otra parte era verdad.
Murieron algunos indios, seguramente de hambre, y sus cuerpos fueron arrojados
al río, donde sirvieron —todavía y a pesar de todo— de pasto a los peces y a los
caimanes.
De un modo u otro, con palabras, con el gesto, con la mirada, todo el mundo
protestaba. Menos un capitán, frío e impasible, que apenas hablaba y que se llamaba
Martín Pérez. Éste había evitado la familiaridad con los otros hasta extremos
increíbles. Hablar de su propia hambre habría sido una invitación a la confianza y él
no era hombre para eso.
Un día se quedaron en la playa en lugar de volver a las embarcaciones, esperando
poder cazar algo en la selva, pero no hallaron sino monos, que parecían darse cuenta
del peligro y huían y trepaban a lugares inaccesibles sin dejar de parlotear y alborotar.
—Se diría que están hablando —decía La Bandera.
—Y lo están —asentía Lope—, pero no dicen una palabra de verdad.
Era cierto que los monos nunca parecían animales honestos.
Había ido también a la selva el único soldado de veras viejo que iba en la
expedición, un tal Núñez de Guevara, nada menos que comendador de Rodas. Era
hombre robusto y fuerte, pero con barba blanca y calvo.
—Ustedes los viejos —le dijo Zalduendo, como siempre inoportuno— no deben
tener mucho interés en la vida.
—Es lo que algunos creen y se equivocan de medio a medio —respondió él,
gravemente.
Pedrarias logró cazar una iguana —animal de veras repugnante— y se lo dio a
Lope, advirtiéndole: «Bien aliñada sabe como la carne blanca de pollo y Elvirica no
podrá distinguir».
Lope quiso esconderla en un saco, pero el animal con las espinas de su dorso y
con las uñas lo desgarró. Entonces Lope mató a la iguana con la ayuda de Pedrarias y
entre los dos la prepararon antes de volver a la playa.
Algunos indios bajaron también a tierra, pero la mayoría se quedaron en las
chatas y en las balsas, tan extenuados por el hambre que no tenían fuerza siquiera
para evitar el sol y ponerse a la sombra.
El padre Henao iba a la caza con los soldados y Portillo se quedaba con algunos
indios dándoles la extremaunción y diciendo en voz alta que no había justicia en la
tierra.
Andaba el padre Portillo tan hambriento y amarillo como los indios.
Doña Inés y su azafata no salían del bergantín, donde más o menos había todavía
algo que comer. En cuanto a Ursúa, se negaba a participar de sus colaciones, primero
para que no les faltaran a ellas y después porque las hambres de los soldados habían
llegado a un extremo en que no podía menos de compartirlas el jefe por decoro.
Uno de los que llevaban mejor su hambre era Lope de Aguirre, porque de
ordinario comía muy poco y el estómago se acostumbra a la escasez lo mismo que a

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la abundancia.
Dos personas había a quienes nada faltó en la expedición: Inés, por el amor de
Ursúa, y Elvirica, por el amor de su padre.
Los chicos, los pajes, encontraban algo en la selva como los perros sin amo en las
ciudades. Pero uno de ellos fue mordido por una serpiente cascabel y murió poco
después.
Hubo algunos que pensaban que en un caso extremo estaba permitido el comer
carne humana —el chico muerto estaba bastante rollizo— e incluso Esteban llegó a
preguntar si el veneno de la serpiente se habría extendido a todo el cuerpo y si la
carne del muerto sería venenosa. Lope, que lo oyó, le dijo:
—Quita de ahí, don miseria, hideputa.
Esteban no dijo nada. Era uno de esos hombres a quienes la desgracia hace
cobardes, así como hay otros —Lope, por ejemplo— a quienes exaspera y da brío y
capacidades de agresión.
Los negros habían descubierto unas raíces que masticándolas bien se podían
comer. No sabían bien, pero eran frescas y jugosas. Atraparon a media tarde un
mono, lo despellejaron y se lo comieron crudo. Decían que la carne cruda alimentaba
más que la cocida.
Al día siguiente volvieron todos a las embarcaciones y siguieron el viaje.
Los indios no decían nunca nada. No se sabía si eran felices o desgraciados,
hambrientos o hartos. A su resignación, los indios cristianizados añadían una especie
de desesperanza de esclavos. Como había dicho Lope una vez a Zalduendo, «esos
indios en cuanto se bautizan y tienen nombre español parece que han perdido lo poco
que les quedaba de seres humanos». Ciertamente, de llamarse Ixikamal a llamarse
Baldomero o Felipe había alguna diferencia en peor, como decía la Torralba.
—Pero en cambio ganan el cielo cuando se mueren —añadía Elvira.
Al oír aquellas palabras de su hija, Lope de Aguirre la miraba con ternura y no
decía nada.
Durante nueve días se mantuvieron los expedicionarios del aire o poco menos.
Cada día murieron algunos indios más, que fueron arrojados también al río. Esteban
se entretenía viendo a algún caimán atareado con aquellos cuerpos.
Las verdolagas y otras hierbas que hallaban cerca de la playa en la noche no
hacían sino estimular más el hambre. No hay que decir que si quedaba algún animal
vivo desapareció. Ya no se oían ladridos ni balidos de día ni de noche. Sólo quedaban
los caballos.
Por fin llegaron un día a media tarde a un lugar donde la playa desaparecía y se
formaba como una barranca bermeja. Se veía allí una aldea bastante grande.
Sin duda los indios los habían visto desde lejos, porque tuvieron tiempo para
prevenirse y con la mayor diligencia pusieron en docenas de canoas a sus mujeres y
niños con las cosas de mayor valor que tenían en sus bohíos y los hombres hábiles
para la guerra formaron un gran escuadrón y se prepararon a la defensa.

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—Hola, hola —decía Lope tanteando su espada.
Viendo Ursúa que aquella gente cabal de cuerpo y de ánimo y bien armada a su
manera iba a romper las hostilidades, dispuso la tropa en orden de batalla. Avanzaba
delante con algunos arcabuceros que llevaban las mechas encendidas, pero mostrando
una bandera blanca en señal de paz. Parece que los indios lo entendieron.
Había ordenado Ursúa que nadie disparara hasta que él diera la orden. Los indios,
sin deshacer su formación, seguían esperando. De sus filas salió un cacique con
tantos hombres como acompañaban a Ursúa y avanzó con talante amistoso.
Al encontrarse tomó el indio el trapo blanco, hizo señales de paz y de amistad e
invitó a los españoles a entrar con él en el poblado. Entretanto los indios se retiraban,
pero sin perder la formación y quedando como a la expectativa.
Desembarcaron todos, incluidos los indios que podían caminar y los negros, y se
quedaron a su vez esperando órdenes de Ursúa, quien con el cacique estaba
organizando el alojamiento de la gente.
Consiguió Ursúa que señalaran a los expedicionarios un barrio con los víveres
que en él había, que no eran pocos, ya que cada casa tenía al lado una pequeña laguna
llena de tortugas de todos los tamaños, con empalizada alrededor para que no
huyeran. Dentro de las casas, además, había bastante provisión de maíz y también de
puerco salvaje y de aves.
Cuando el cacique y el gobernador estuvieron de acuerdo, Ursúa señaló las casas
donde debían acomodarse y los indios de guerra se retiraron a sus barrios, también. El
gobernador dio órdenes estrictas de que ninguno de los que venían con él pasara a los
distritos donde vivían los indios y mucho menos pidiera ni tomara nada de ellos.
La gente sacó el estómago de mal año, como se suele decir. Además de las
tortugas vivas de las lagunas había otras muchas recién muertas para las comidas de
los indios, hasta seis o siete mil. Y sazonándolas como ellos solían, comieron los
hambrientos a su sabor.
Los soldados, los indios de la provincia de los Motilones y los negros comían a
dos carrillos y malgastaban más víveres de los que aprovechaban.
Cuando vieron los indios cómo se conducían sus visitantes pensaron que éstos no
guardarían las condiciones estipuladas y por la noche y sin ser vistos —eran muy
hábiles en sus movimientos nocturnos— comenzaron a sacar algunas de las vituallas
más importantes, lo mismo de las lagunas que de las casas, porque entraban y salían
sin hacerse sentir y hasta de debajo de la cabeza de algunos soldados sacaron cueros y
ropas sin despertarlos.
Al día siguiente los soldados advertían la merma y como en las noches siguientes
los españoles siguieron la pista de los indios llegaron a descubrir lo que sucedía.
Entonces se consideraron autorizados a recuperar los víveres y también, como se
puede suponer, a tomar lo propio y lo ajeno. Hubo incidentes peligrosos. En
definitiva se impusieron los que iban mejor armados.

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Trataba Ursúa de poner orden sin conseguirlo. Y creyendo necesario castigar a los
que se excedían de un modo más ostensible, arrestó a un mestizo y éste se lamentó:
—Mire vueseñoría que al alférez Guzmán está maltratando en mi persona.
—Tú no eres el alférez.
—Soy su criado, que es lo mismo para el caso.
El gobernador lo mandó a poner en el cepo. Acudió al saberlo don Hernando de
Guzmán y le pidió como favor personal que lo soltara, pero Ursúa dijo que tenía que
hacer un escarmiento.
—Hágalo vuesa merced con otro, porque esto parece un vejamen contra los que
tenemos mando.
—Aquí no hay más mando que el mío, señor alférez, y mientras sea así no queda
otro remedio que cumplir mis órdenes.
El alférez se calló. Como Guzmán había protestado, tuvo Ursúa buen cuidado de
hacer ostensible el castigo y de mantenerlo varios días para que la firmeza de su
decisión fuera conocida por sus contrarios. No hay duda de que Ursúa respetaba a
Guzmán, sabiendo que era hijo del veinticuatro de Sevilla don Alvar Pérez de
Esquivel y de doña Aldonza Portocarrero y que había vivido en la misma casa del
virrey Hurtado de Mendoza, pero no tenía una idea demasiado alta de los méritos del
joven. Sabía que descendía de godos y que la tradición de Guzmán el Bueno estaba
en su linaje. Pero tenía rasgos de carácter un poco infantiles. El mismo Hernando lo
sabía y evitaba entrar en demasiada familiaridad con nadie para no descubrirlos.
Entre esos rasgos de carácter el joven Guzmán, que se había distinguido en dos
acciones de guerra, una de ellas la defensa del fuerte de Peuco en Chile, mostraba
cierta fantasía crédula. De niño tuvo criados y ayos moros —cosa frecuente en las
casas nobles—; había oído historias de todas clases y a veces las contaba,
especialmente cuando había bebido un poco. No había contado ninguna en aquella
expedición. Pero en Lima había dicho que algunos herreros árabes de Mauritania del
Sur se convertían en hienas, es decir, en un animal de aquellos que llamaban boudas,
pero que eran las hienas reidoras, y sólo podían volver a ser herreros comiendo unas
hierbas especiales.
También contaba —y dos de los negros que iban en la expedición se lo habían
dicho y esto era verdad— que en África y no lejos de Mauritania había hombres-
leones que de vez en cuando, vestidos con las pieles de esas fieras y cubiertos con su
cabeza hueca —como un gorro—, entraban en los poblados y asesinaban docenas de
personas. Solían ir ocho o diez hombres-leones y otras tantas mujeres leonas, todos
disfrazados con las pieles correspondientes, que para mayor eficacia debían estar
frescas. Y mataban a dos manos —con dos dagas— a todo el que atrapaban. La
mascarada no podía ser más sangrienta. Nadie se defendía contra ellos y la gente
llegaba a creer que los hombres-leones lo eran de verdad. Se dejaban matar
resignados a una costumbre sangrienta que tenía fuerza de ley.

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Esa superstición causaba cada año más de cien muertes en aquellos territorios. Y
dos de los negros que habían nacido en África cerca de aquel lugar daban fe de las
palabras del alférez general.
Había oído el alférez Guzmán otras cosas que a medida que entraba en edad
consideraba demasiado cuestionables para ser dichas entre hombres maduros.
Así pues, aunque todos tenían amistad y respeto por don Hernando, ese respeto
no era necesariamente el de los aventureros en el campo de la violencia, sino, por
decirlo así, más bien un respeto civil de tiempos de paz, consecuencia de un
sentimiento de clase.
El mestizo, su criado, que seguía en el cepo, le dijo una noche cuando don
Hernando fue a verlo:
—¿Por qué no me da vueseñoría el bebedizo para que me convierta en hiena?
No sabía don Hernando si lo decía en serio o por burla. Aquel esclavo le había
oído contar una vez la leyenda africana en Trujillo.
Como en aquel pueblo grande de Machifaro —así se llamaba— había abundancia
de víveres, Ursúa se sentía inclinado a pasar allí la pascua de Navidad, que estaba
cerca. Además tenía indicios de que la gente de aquellos lugares estaba enterada más
o menos de la localización de las tierras del Dorado y pensaba continuar con ellos sus
averiguaciones.
Decidió enviar como otras veces a Pedro de Galeas con algunos hombres para
que, ocupando ocho o diez canoas, fueran entrando en un estero que comunicaba con
el río. Galeas y su gente entraron algunas millas en un brazo de agua negra, espesa y
maloliente. Probablemente era petróleo.
—Si esto no nos lleva al infierno —decía Galeas— milagro será.
Algunas horas después de navegar por aquel brazo del río, llegaron a una laguna
inmensa, hacia cuyo interior navegaron unas tres leguas sin ver los confines y
perdiendo de vista la orilla de donde salieron. Como no llevaban brújula ni
ballestillas temieron perderse y después de andar algunos días a la vista de tierra por
el lado naciente y sin ver poblaciones ni gentes decidieron volver, según las
instrucciones de Ursúa.
Mientras Galeas regresaba llegaron cerca de Machifaro en canoas unos doscientos
indios de las tierras altas a saquear el pueblo, cosa que solían hacer de vez en cuando.
Se habían acercado durante la noche cautamente, según la costumbre de los indios,
ignorando que en Machifaro estaban los españoles.
Descubiertos los enemigos por los vigías del cacique de Machifaro, avisaron a
Ursúa y le pidieron ayuda.
Esperaron que se hiciera de día, y al comprobar los atacantes que el pueblo estaba
lleno de guerreros españoles decidieron retirarse por el río, pero no sin hacer antes un
gran estruendo y aparato de tambores y trompetas para asustarlos.
Mandó Ursúa a su teniente Juan de Vargas que saliera con sesenta arcabuceros y
el cacique de Machifaro, a quien acompañaban algunos indios, y bogando en canoas

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grandes por otro brazo del río les cortaron la retirada a los que pensaban atacar. Éstos
eran cararíes y se dispusieron al combate, pero la mayor parte murieron bajo el fuego
de los arcabuces. Los supervivientes casi todos cayeron prisioneros. Los pocos que
pudieron huir lo hicieron selva adentro, sin comida ni defensas, para morir aquella
noche en los dientes de las fieras o a manos de los indios de la región, que los
buscaban rencorosamente. Y en la noche se oían sus alaridos.
Abandonaron las doscientas canoas, muchas de ellas con víveres y objetos de
algún valor.
Sucedió en el campo un hecho que sorprendió a todos. Aquel mismo día Ursúa
nombró provisor —es decir, obispo provisional— al padre Alonso de Henao. Y lo
pregonó así:
«Por el derecho de patronazgo que su majestad tiene en estas tierras y en todas las
iglesias y obispados dellas, haciendo yo uso de los reales poderes que me han sido
conferidos, puedo nombrar, a falta de prelado, un provisor, y lo nombro en la persona
de don Alonso de Henao».
Lo primero que hizo el padre Henao en su nueva capacidad fue excomulgar, a
petición de Ursúa, a todos los soldados que conservaran en su poder, sin
conocimiento del gobernador, herramientas, hachas, machetes, azuelas, barrenas,
clavos y también objetos rescatados de los indios, a menos que inmediatamente
acudieran a depositar todos aquellos objetos a los pies del sacerdote.
Se levantaron nuevas murmuraciones y algún que otro altercado, porque los que
sabían de leyes decían que el gobernador no podía nombrar al cura para aquel puesto
ni el padre Henao aceptarlo.
El alboroto llegó hasta doña Inés, que estaba siempre apartada de las tropas, y ella
misma se extrañó de aquel nombramiento, pero por otras razones. Preguntó a Ursúa si
creía verdaderamente en Dios.
—Hay días que no creo en Dios —dijo él—, pero Dios cree en mí y entonces es
igual.
Oyó aquello la mulata María, que servía a doña Inés, y se lo dijo a su amigo
Zalduendo, quien a su vez lo divulgó por el campo. «Dios cree en Ursúa», decía
irónicamente. Lope respondió:
—Se acerca el día en que no creerá en Ursúa ni Dios. Porque en estas tierras del
equinoccio se vive deprisa.
Había gente letrada que decía que tanto podía excomulgar el padre Henao como
su abuela. Además, siendo la diligencia tan claramente provechosa para Ursúa y aún
para su bolsillo (que si hubiera sido sólo para su autoridad no habría parecido mal) las
murmuraciones se agravaron.
Los más descontentos eran Montoya y Lope de Aguirre. Los otros les hacían
coro. Una noche, viendo Aguirre que el criado de Guzmán seguía en el cepo, fue a
ver al alférez general y le dijo:

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—Parece mentira que haya hombres de buen linaje como vueseñoría que permitan
que se maltrate a su criado.
—¿Qué puedo hacer? —preguntaba el joven alférez general.
—Si no lo hace vuesa merced lo haré yo, por Dios vivo.
La noche se les pasó en charlas y consideraciones sobre el destino de la
expedición, el enamoramiento de Ursúa y otras materias. Lope dijo que en tiempos
revueltos los hombres que tenían lo que hay que tener subían y llegaban a las
mayores alturas, dando lecciones a los soberbios engreídos. Y cada cual podía medrar
según su condición y el que era poco llegar a mucho y el que era mucho llegar a más.
Él no tenía grandes ambiciones, pero necesitaba reivindicar sus derechos
atropellados o desconocidos en Quito, en Panamá y en Lima. Otros que valían menos
tenían encomiendas y honores y piezas de oro que no habían pasado por el cuño del
visorrey ni dado el quinto para su majestad.
—Yo en la piel de vuesa merced, don Hernando de Guzmán —dijo sin pararse en
barras—, no miraría en menos que apoderarme del Perú. Otros pudieron hacerlo y
estuvieron a punto de conseguirlo llevando en las venas una sangre menos limpia que
la de vuesa merced. Y si el caso llega tenemos que volver a hablar de eso, pero a
solas y sin que nadie nos escuche, porque yo tengo un defecto y una virtud. El
defecto es que no me gusta dejar enemigos a mi espalda y la virtud es que mi corazón
me avisa de quiénes son mis enemigos y de su mala intención cuando la hay. Y no
piense que hablo como loco. En todo caso no olvide que lo que digo como loco sé
sostenerlo como cuerdo, que es más de lo que se usa por ahí. Y nada perderá vuesa
merced con oírme a mí, que soy de los pocos que saben estimar una amistad.
Añadió que debía guardarse de Ursúa, porque comenzaba a agriársele la voluntad
y tenía autoridad para descabezar a un cristiano y a una docena de cristianos y en
aquellos calores del ecuador a todos se les florecía la sangre con malos hongos
venenosos y si llegaba el caso había que ganarle por la mano.
El gentilhombre sevillano le escuchaba sin saber qué pensar. Tenía aquella noche
mucho sueño (por ser joven necesitaba dormir más que Lope) y cuando se separaron
iba pensando el alférez general que todo lo que le había hablado Lope era locura,
pero eran aquéllas una clase de locuras nada ingratas sobre las cuales le gustaba
reflexionar a solas. Tardó en dormirse a pesar de su sueño recordando que, como
Lope de Aguirre no dormía, solía fatigar a la gente con sus visitas y sus diálogos y
sus quimeras nocturnas.
Alguien avisó a Ursúa de las maquinaciones de los descontentos y al día siguiente
lo primero que hizo el gobernador fue perdonar al criado de Guzmán, quien fue
sacado del cepo, y llamar a su bohío a los revoltosos. Llegaron Lope de Aguirre, La
Bandera, Montoya, Zalduendo y algunos otros, todos sin armas, menos dos soldados
que estaban de guardia. Al entrar Ursúa los recibió con buen semblante y les invitó a
tomar asiento. Luego les ofreció vino del que hacían los indios de Machifaro, que era
bastante fuerte, y sacando unos papeles que tenía preparados les dijo:

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—Quiero mostrarles algo que les atañe. Vean aquí las prevenciones que me
habían hecho contra vuesas mercedes antes de salir de los Motilones. Quiero decir
que habría podido librarme de vuesas mercedes antes de embarcar y no quise hacerlo
porque confiaba más en el valor de cada uno como soldado que en los recelos de los
escribanos y bachilleres de Lima.
Como si esto no fuera bastante, se puso a leer. Uno de aquellos papeles decía:
«Mire que con diez hombres menos conseguirá vueseñoría entrar en el Dorado lo
mismo que con diez hombres más, y así le aconsejo que haga salir de su armada a los
siguientes soldados, que allí adonde van tienen que llevar consigo el desorden y el
daño». Luego leía Ursúa los nombres de todos ellos, es decir, menos el de Montoya,
que hasta llegar a los astilleros se había conducido como un caballero discreto y
como un hombre de honor.
Leídos uno por uno los nombres, Ursúa añadió:
—No crean vuesas mercedes que esto es todo. Aquí me ponen por lo menudo y
bien detallada la historia penal de cada uno de vuesas mercedes y me ofrecen darles
un cargo y desempeño en otra parte de manera que se justifique su apartamiento y
retirada sin que puedan sospechar que ha sido cosa mía. ¿Ven vuesas mercedes? Aquí
dice —y volvió a leer— «se puede hacer de manera que nadie tenga recelo de ser
malquisto por vueseñoría»… Etcétera, etcétera. Pero yo no quise hacer el menor caso
y ni siquiera respondí.
Seguro Ursúa del efecto de sus palabras miró a los rostros de aquellos hombres.
Nadie hablaba. Las expresiones eran congeladas y mudas.
Por fin preguntó Lope:
—¿Quién firma la carta?
—Eso no puedo decirlo, señores. Nada sacarían vuesas mercedes con saberlo y es
mejor que ignoren el nombre, ya que incluso desde el punto de vista de la seguridad
de vuesas mercedes más vale que no sepan quiénes son los que les quieren mal.
—No entiendo esa razón —dijo Zalduendo.
—Yo os la haré entender. Si vuesa merced sabe quién ha escrito esa carta no
podrá menos de dárselo a entender a él algún día en Lima, con cualquier motivo, y de
eso no le puede venir ningún provecho a ninguno de los dos y menos a vuesa merced,
que tiene menos poder. Esa persona está situada demasiado altamente para que se
preocupe de hacer daño a vuesas mercedes sino muy en defensa propia. Así pues, no
hayan cuidado y dejen sobre mí este pequeño problema. Lo único que me interesa es
que vean vuesas mercedes que me he conducido como su amigo y camarada, primero
en los Motilones y después ahora y aquí.
Callaban todos. La Bandera dijo:
—El gobernador dice bien y es mejor no saber lo que no se puede remediar. Yo le
doy las gracias en mi nombre y en el de todos.
Ursúa se apoyó en aquellas palabras para dejar restablecida la cordialidad, les
ofreció otra vez de beber y luego los acompañó a la puerta.

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Ya fuera, La Bandera decía: «Es noble lo que ha hecho y le quedamos todos
obligados».
—¿Obligados a qué? —preguntó Lope.
—Al respeto y confianza que nos muestra.
—No es respeto ni confianza —dijo Lope— y vean vuesas mercedes con qué nos
sale ahora La Bandera. No hay respeto ahí. Lo que le pasa a Ursúa es que se
considera tan por encima de nosotros que no teme enseñarnos las cartas del juego y
decirnos: vean que he estado a punto de echarlos del real y no lo he hecho porque no
creo que sean vuesas mercedes capaces de hacerme sombra a mí y ni aun de darme
una mala noche. Eso no es respeto, sino más bien desprecio, y cada cual lo entienda
como quiera, pero yo perro viejo soy. Con esas generosidades y tolerancias y
magnanimidades no me embauca nadie.
Montoya pensaba lo mismo.
—Y si no —insistió Lope viéndose apoyado—, ¿por qué no nos dijo el nombre
del que firmaba la carta? Eso habría sido lealtad. Si me hubiera dicho: el hideputa que
les tiene inquina es fulano de tal y tal y anden vuesas mercedes advertidos, entonces
sería otra cosa. Pero quiere ganar por los dos lados. Tener la confianza de los de Lima
y el agradecimiento nuestro.
Los otros meditaban aquellas palabras, pero todavía La Bandera no se dejaba
convencer.
—Yo apuesto a vuesas mercedes —añadió Lope de Aguirre— que en los días
próximos se va a atrever a hacer algún nuevo desaguisado con nosotros, digo,
condenando a alguno a remar en las chatas. Hasta ahora sólo se ha atrevido a castigar
al criado de don Hernando y a nuestras almas, y lo digo por las excomuniones.
—A mí me tuvo remando tres días —dijo Montoya— el hijo de la gran perra.
Entretanto y de noche, los negros hallaban como siempre algún pretexto para
cantar. Al oírlos, Montoya alzaba la cabeza alertado y Zalduendo, con una expresión
de fatiga, dijo:
—Aaaaah, son los negros, que tienen querencias de su puerca tierra.
El que llevaba la voz cantante era, como siempre, Bemba, el amigo de Lope:

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Mavá Ghelelé
Ghelelé gh’eté
Ounú Gum ou Kú
Gum u Kú Yeyé
Mel ul Amel u
Kia yeitel arú
So ga dau Bú
So ga dau Bú
So ne yam’arú
No gaidé Bairá?
Vairé vail engó
Maul’ode gh’amba
Ghl ambal elelé
Mava Ghelelé
Ghelelé gh’eté.

Más o menos exactamente traducido —Pedrarias Armesto solía pedir la


traducción a los negros— viene a decir: Oigo la cigarra, / la cigarra que canta. / La
nube del monte Gumé, / la nube le cubre la cresta. / Oh, hijas, e hijos míos, / bajad a
ver/ la sombra sobre la tierra, / esa sombra que baja. / Seré yo capaz de trepar aún, /
soy viejo y gastado, / mi cuerpo no vale ya, / demasiado gastado mi cuerpo; / pero
oigo la cigarra, / la cigarra que canta.
Y la noche seguía. Un poco más lejos del bohío de los negros palpitaba la selva
en sus insectos, en sus sapos, en sus aves nocturnas. Se oía muy bien la cigarra a la
que el negro se refería. La cigarra, que para los negros venía a ser como el ruiseñor
para los blancos. Palpitaba la selva en sus millares de garzas y de loros en celo. En
sus tigres desvelados.
Al amanecer, algunos papagayos blancos se acercaban y al principio parecían
palomas, pero en las voces que daban se veía pronto que eran de otra casta. Los
soldados se los comían cuando podían atrapar alguno —a falta de otra cosa—, pero
tenían la carne correosa y dura y como aquellos animales vivían muchos años, si eran
viejos no había manera de cocerlos, que tardaban mucho en ponerse tiernos y mucho
menos se podían comer crudos. Así y todo algunos los consideraban una gran ventura
cuando no había otra cosa.
Pero en Machifaro no faltaba comida.

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V

El padre Portillo, al ver que el padre Henao había sido nombrado obispo
provisional, se sintió deprimido, y oyendo a Montoya y a Lope de Aguirre hablar de
la falta de humanidad de Ursúa dijo:
—Yo estuve a punto de morir en los días de las hambres recias y viendo que doña
Inés tiraba al río desechos de pescado y de fruta me acerqué y llamé al gobernador,
aunque no salía casi la voz de mis dientes. Y cuando le dije la gran miseria en que me
encontraba, volvió la espalda y dijo: «Nada tengo que dar».
Lo miraba Montoya duramente al entrecejo, según su costumbre.
—¿Y qué hizo vuesa merced?
—¿Qué iba a hacer? Levanté las manos al cielo y dije: Favor me llegue del cielo,
ya que no hay en la tierra ni justicia ni caridad.
Lope le preguntaba al cura si creía que Ursúa estaba autorizado para nombrar
provisor. Decía Portillo que lo dudaba, pero aunque lo estuviera, la primera provisión
de Henao excomulgando a los que retenían bienes de la armada era herética y sin
base. El cura remató sus palabras con una sentencia latina que parecía autorizar su
opinión.
También Zalduendo tenía motivos personales de malquerencia. Lamentando las
jornadas estériles del Amazonas, le había preguntado a Ursúa si no sería mejor parar
en cualquier parte y entrar a poblar tierras adentro. Ursúa lo miró por encima del
hombro y le dijo: «Primero encanecerán vuesas mercedes que saldrán deste río».
—¡Su puta abuela de su señoría el gabacho! —comentó Lope—, que yo encanecí
ya en lo alto de los Andes hace años y le he de hacerse tragar esas palabras.
Aquella tierra de Machifaro daba a Ursúa la impresión de ser una parte de la
región de Omagua en las cercanías del Dorado. Llevaba el gobernador consigo dos
indios brasiles, quienes conocían el emplazamiento de aquella tierra y repetían a
menudo que estaban acercándose. Con eso cobraban ánimo. Y creyéndose a punto de
conseguir sus propósitos, confirmó Ursúa a Alonso de Henao el nombramiento de
obispo de Omagua. En vista de eso, el sacerdote ya no le reprochaba a Ursúa el no
haberse casado con doña Inés y en todo le halagaba y le absolvía.
Fue entonces cuando volvió Pedro Alonso de Galeas con sus soldados
exploradores y dijo que en treinta leguas alrededor no había población ni alma
viviente, sino aguas negras e infectas.
Añadiendo a esto que los dos indios brasiles y el español Alonso Esteban parecían
otra vez desorientados y miraban y miraban y no reconocían los lugares ni sabían

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cómo orientarse, la gente comenzó a desmayar y a pensar que no llegarían nunca a
Omagua.
A veces Alonso Esteban decía que sí y otras que no sobre un mismo asunto, y
aunque el nombre de aquel pueblo de los Machifaros lo había dicho antes de llegar, la
verdad era que no sabía si desde allí se podía ir o no al interior, en busca del Dorado.
Quedó Ursúa malhumorado porque esperaba algo de Galeas y vio que volvía con
malas noticias o sin noticia alguna. Por una infracción que cometió uno de los
soldados que llegaba hambriento y sacó una tortuga de la balsa de un bohío en el
barrio de los indios, lo castigó a remar tres días en el bergantín.
Juan de Vargas tampoco era partidario de aquellas medidas y una vez más le dijo:
—Eso los afrenta y no los corrige. Más le valdría a vuesa merced ahorcarlos.
Parece que Vargas iba dándose cuenta de la clase de gente que llevaban consigo.
Pero Ursúa se desinteresaba de todo menos de Inés y seguía malhumorado y
rencoroso.
Solía Ursúa enviar a Galeas a explorar, porque era el soldado que más había
puesto en la expedición. Representaban los víveres y los dineros dados por Galeas
una verdadera fortuna y por eso confiaba Ursúa en él más que en otros, pensando que
ligaba el éxito de la expedición con su prosperidad personal.
Además, Galeas era hombre sin fantasía y sin imaginación; un hombre que no
mentía, que no permitía que las apariencias le engañaran. Uno de los hombres más
seguros del campo.
Montoya y otros que ya abiertamente formaban corro con Lope de Aguirre y
hablaban en voz alta contra el gobernador decían que habían caminado más de
setecientas leguas y ni habían hallado las provincias ricas que buscaban ni
poblaciones industriosas ni comarcas agrícolas y de provecho, que no había rastro de
ellas ni rumbo por donde tratar de buscarlas. Y ni siquiera comida para subsistir. Así
pues, sería más acertado, antes que acabasen de perecer todos, tomar la vuelta del
propio río y volverse al Perú, ya que no había esperanza alguna de nada bueno.
Fueron a ver a Ursúa y se lo dijeron francamente. Ursúa respondió que ya sabían
que era su amigo y que estaban en la obligación de confiar en él. Nada se lograba
nunca en Indias sin sufrir antes grandes trabajos y con un poco más de aguante y de
perseverancia los llevaría a buen fin. Añadió que si era preciso seguir buscando hasta
que los niños que iban en la expedición se hicieran viejos, sería razonable pensando
en el valor inmenso de las riquezas hacia las cuales iban.
Quería Zalduendo saber algo concreto en qué apoyar sus esperanzas y preguntaba
al gobernador, quien le respondió diciendo que tenía presentimientos y buenos
presagios.
—Tan certeros como los de su señoría son los nuestros —dijo Zalduendo— y a
nosotros nos dicen lo contrario.
Algunos creían que Ursúa tenía razón, pero cuando el gobernador quiso aludir
otra vez a las pruebas de confianza que les había dado mostrándoles las cartas de

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Lima, respondió Aguirre:
—Eso probaba mejor la confianza de vuesa merced en sí mismo que en nosotros.
—¿Qué queréis decir, Lope?
—Lo que digo.
—Tenedme, señores, por vuestro padre, que como tal pienso únicamente en el
bien de vuesas mercedes.
—Yo me tengo el mío en Oñate, en las provincias vascongadas.
Los otros rieron, unos con amistad para Lope de Aguirre y los más con ironía y
burla contra Ursúa.
Se confirmaron una vez más los soldados en su opinión de que con Ursúa no irían
a ninguna parte. Hasta los amigos de Ursúa tenían que aceptar que estaba muy
cambiado y que iba conduciéndose cada día de un modo más extraño. Parecía un
sonámbulo a quien no interesaba nada de lo que pensaban, hablaban o hacían los
demás.
—Eso —dijo La Bandera otra vez— es porque está encelado con la hembra.
Había en la expedición un hombre que se llamaba igual que el teniente general:
Juan de Vargas. El hecho de que tuviera el mismo nombre, pero no fuera nadie —un
campesino de las islas Canarias con sangre guanche—, lo mantenía un poco inquieto
y a veces se acercaba al verdadero Juan de Vargas adulador y bufonesco y otras se iba
con los maldicientes.
Ese Vargas dijo que sabía que doña Inés empleaba unas hierbas y con ellas
cocidas mezclaba el vino de Ursúa. Siendo chola y descendiente de incas se suponía
que tenía alguna inclinación por los viejos usos de la tierra y por sus misterios.
Decían otros que Ursúa había enflaquecido mucho por aquellos hechizos y que
era doña Inés quien gobernaba el campo. Que los castigos contra los soldados para
obligarles a remar en las chatas o en el bergantín los decidía ella y que Ursúa sólo se
interesaba en buscar, cuando llegaban a tierra, el mejor bohío, que estaba siempre
apartado del real, porque despreciaba a la soldadesca y quería alejarse para gozar
mejor de su dama.
Los principales miembros de la oposición del gobernador y los que menos
precauciones tomaban ya para hablar eran Alonso de Montoya, Juan Alonso de la
Bandera, Lorenzo de Zalduendo, Miguel Serrano, un aparejador de Cáceres de
expresión seca como el corcho; Pedro Miranda, mulato con la cara cruzada de
cuchilladas y cicatrices; Martín Pérez, adusto y señoril, y otros como Pedro
Fernández, Diego de Torres, Alonso de Villena, Cristóbal Hernández, el dicho
canario Juan de Vargas, homónimo del teniente general, a quien llamaban por el
segundo apellido —Zapata—, y algunos otros. Las cabezas más visibles eran Lope,
Montoya y La Bandera.
Una noche, puestos de acuerdo, fueron a ver al noble sevillano don Hernando de
Guzmán y le hablaron como si sus palabras fueran resultado de graves deliberaciones.
Lope hizo un exordio ligeramente adulatorio. Todos sabían que era don Hernando de

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noble sangre, bien acondicionado y afable, que podía aspirar a ser más que alférez de
la expedición y que habían acordado nombrarle para sustituir al gobernador don
Pedro de Ursúa. Esperaban que no se negara a aceptar aquel cargo, porque de su
aceptación dependía el bien de todos y el servicio de Dios y del rey. Lope de Aguirre
añadió textualmente y en su estilo y lenguaje:
—Ya le es notoria a vuestra señoría la perdición en que vamos todos y el poco o
ningún remedio que tiene la situación, como también los agravios que sin motivo nos
hace Ursúa. Ese hombre anda fuera de sentido y no es necesario que le hayan dado
filtros ni hierbas, porque basta con que la mujer nos aficione como la naturaleza lo
tiene a bien para que poco a poco nos haga perder la razón. Eso no se puede tolerar en
un hombre que tiene a su cargo la vida de trescientos españoles y de otros tantos
indios cristianos y mujeres y niños. Si dura una semana más el gobierno de Ursúa
sucederán más inconvenientes. Un día prendió a su criado y otro día le prenderá a
vuesa merced. Pero si aceptáis nuestro nombramiento podemos todos ir a las tierras
de Omagua a conquistar y poblar y haremos así gran servicio al rey, quien se tendrá
por bien obligado a cuidar mejor de la persona vuestra y de todos nosotros.
—¿Y qué se ha de hacer con Pedro de Ursúa? —preguntó don Hernando,
halagado por un lado y por otro temeroso.
—Matarlo —dijo alguien impaciente, y todos pensaron, aun sin mirar, que había
sido Montoya.
Viendo Lope que Guzmán palidecía, intervino otra vez:
—También yo fui de ese dictamen hace días, pero pienso que no es preciso
matarlo si todos no estamos de acuerdo en eso. Tal vez podríamos dejarlo en este
pueblo con algunos amigos y compañeros suyos. Por ejemplo, el padre Henao, Vargas
y alguno de los pajes.
—Eso sería mejor —dijo Vargas Zapata—, que de otro modo el escándalo de su
muerte sonaría demasiado.
Pareció que todos quedaban de acuerdo en lo principal, aunque no se había
concretado ninguna forma de acción. Como era natural, don Hernando de Guzmán
pidió un plazo para reflexionar.
Aquellos días la gente exploraba en el bosque cercano e iba aprovechando las
frutas de la selva. Antoñico, el paje mestizo que solía pasarse el día en casa de Lope,
iba a veces al bosque y volvía con noticias que comunicaba a Elvira con entusiasmo.
Y aquella tarde Elvira decía a Pedrarias, viéndolo entrar en el bohío:
—Antoñico se empeña en que hay un ave en la selva que llora y que entre lloro y
lloro dice mi nombre. Eso no es posible, ¿verdad, señor Pedrarias?
El soldado alzaba una ceja:
—¿Quién sabe?
Había muchos pavos silvestres y los indios los estimaban. Algunos tenían parejas
de ellos en su casa con las alas cortadas y era curioso cómo en las mismas casas
cuando llegaba la época del celo hacían sus nidos.

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Los indios llamaban a los niños de los pavos urubú-coará, que como se ve es una
onomatopeya del canto de ese animal. Aquellos indios referían muchas cosas de su
vida al urubú-coará; por ejemplo, para decir que algo era bueno o que alguien había
tenido éxito en la vida o simplemente que alguien deseaba prosperidad a otro,
hablaban del urubú-coará.
Era el nido de los pavos un símbolo de lujo, riqueza y bienestar.
Algunos soldados, en lugar de ir a la selva, preferían el río y buscaban cocodrilos
jóvenes, porque su carne, especialmente en los cuartos traseros, se parecía a la del
faisán, y asándola con habilidad era muy estimada.
No era fácil cazar un cocodrilo. Ni tampoco evitar lo contrario, es decir, librarse
de ser cazado por él. Parecían estúpidos y tardos de movimientos, pero tenían
maneras de pelear muy astutas y además de taimados eran fuertes. Cuando tenían una
víctima a la vista, la dejaban acercarse por la espalda, y cuando estaba al alcance de
sus movimientos le daban un rápido y fuerte golpe con la cola, y quedando ella
aturdida, y a veces sin sentido, la devoraban tranquilamente.
Más de una vez, viéndose el cocodrilo incapaz de alcanzar su presa y asediado
por algún soldado, lo cubrió de barro con un coletazo y luego se lanzó al agua
gruñendo.
El gruñido de los cocodrilos es como el de los cerdos cuando estos animales
gruñen con la boca cerrada.
Había soldados muy valientes en la guerra que tenían miedo del cocodrilo, y al
revés, otros flojos de ánimo en la vida ordinaria que eran valientes con ellos.
Como digo, un grupo considerable de soldados estaban de acuerdo contra Ursúa,
a quien algunos llamaban el caimán, pero nadie sabía qué hacer, todavía, y lo único
cierto era que los conjurados andaban juntos y armados y gozaban alguna clase de
gloria anticipada. El grupo que fue a ver al sevillano Guzmán acudió después al
ancho bohío de Lope, donde éste obsequió a sus amigos con vino de Machifaro y en
aquel su estilo nervioso, cortado, pero a menudo elocuente, les estuvo contando
después algunas de sus aventuras, cosa que no solía hacer. Contaba un episodio del
tiempo cuando iba con Peransúrez camino de Chile y pasaron los Andes.
—Una mañana a punto del día —decía Lope—, cuando volvíamos al camino, un
pajecito de doce años que se llamaba Pascual me dijo, señalando a un hombre sentado
en una peña y mirándonos fijamente con la expresión del que ríe: ¿Por qué se ríe ese
hombre? ¿Es que se está burlando de nosotros? Y yo le dije: Pascual, hijo, reza por su
alma, porque está muerto. Era uno de los que se murieron de frío aquellos días.
Oyéndolo pensaban los más próximos: «Ahora nos morimos de calor».
En fin, ése era el destino de los soldados y cada cual se retiró aquella noche a
dormir dejando como siempre a Lope desvelado.
Sería medianoche cuando Lope y la Torralba y Elvira y también Montoya, que
vivía cerca, entre los rumores del río y los de la brisa, y a través del zumbido
agudísimo de los zancudos, oyeron el alarido de un animal atrapado por un jaguar.

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Debía ser un tapir el que gritaba. Buena presa el tapir. Gordo, casi sin pelo, todo se
aprovechaba en él. Era una especie de cerdo indefenso.
Los gritos de un animal al caer preso del jaguar o del puma son los más
lastimosos que se pueden oír, y el que los ha oído una vez no los olvida ya nunca.
Incluso el mono, al que nadie toma en serio, el mono que parece incapaz de
dramatismo y menos de tragedia, da un alarido gutural tan desesperado y al mismo
tiempo tan lleno de apelaciones a la ayuda que el que lo escucha siente desgarrarse
algo en su conciencia por no acudir, por permitir que aquello suceda.
Incluso el pájaro que ríe, que siempre ríe. ¡Había que oírlo cuando sentía la garra
del tigre! Porque los tigres y los jaguares gustaban mucho de algunas aves.
En el barrio de los indios había novedad. Una mujer había dado a luz y como
aquellos indios practicaban la copada, el padre se acostaba en la cama con el recién
nacido y recibía el homenaje de los vecinos mientras la mujer iba al río a lavarse.
El padre Portillo, que no podía creerlo, asistió a aquel acto y vio al padre en la
cama recibiendo por un lado los consuelos y por otro los plácemes de sus amigos.
Por cierto que aquella noche había más luciérnagas volantes que de costumbre y
la choza de la feliz familia parecía envuelta en ellas. Aquellas moscas luminosas, que
tanto extrañaban al principio a los españoles, iban y venían encendiendo y apagando
a voluntad su lámpara azul. La luz les salía del vientre y era tan poderosa que con una
botella de cristal en la que metieran una docena de aquellos bichos se podía de noche
leer una carta.
Uno de los negros miraba los insectos luminosos y decía a otro:
—Mira, Vos. Aquí los mosquitos yevan una linterna.
Todas las noches, los negros hacían alguna clase de fiesta y los indios acudían a
sentarse en corro alrededor y los miraban con admiración, aunque con reservas
supersticiosas. Aquella noche estuvieron hasta muy tarde entregados a sus cosas —
reminiscencias de la selva africana—, y por rara ocurrencia no era Bemba el que
dirigía la función.
Los ruidos de la noche cuando se estaba cerca de la selva eran muy diversos, sin
contar los que producían los animales nocturnos. Se oían a veces cataratas falsas —
ilusión de caída torrencial de agua—, el derrumbamiento quizá de un enorme árbol al
que las termitas habían vaciado el tronco, la explosión de la savia con un ruido de
disparo (fuerte no como un arcabuzazo, sino más aún como el tiro de una culebrina),
el rayo súbito en un cielo que desde donde estaban los soldados aparecía lleno de
estrellas y despejado, pero que más adentro tenía nubes, al parecer. El estampido del
rayo era seco y se multiplicaba en la selva como el ruido de una lámina de metal
contra una rueda dentada en movimiento.
De día sucedía lo mismo. A veces, con el cielo azul y el sol resplandeciente, se
oía también la descarga de un rayo y comenzaba la lluvia a raudales, no lejos de allí.
Las nubes no se veían, pero poco después se advertía la maleza del suelo de la selva
ir subiendo como si la tierra se hinchara con el agua.

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Todavía había que tener en cuenta el rugido ocasional de un huracán que se
acercaba y que a veces no llegaba al lugar del río o se desviaba hacia las tierras altas.
Se oía el rayo en pleno sol y cielo azul. Después, el ruido de la lluvia en el
bosque, luego otro rayo quizá y más lluvia y por fin el cielo que se iba cubriendo
sobre el río y éste, inmenso como un mar, subía rápidamente de nivel y entraba por
algún lado en la selva oscura acezando.
Las búsquedas y curiosidades de los soldados seguían cada día. No era sólo el oro
lo que buscaban, sino también la raíz del misterio de aquellas tierras y aquellas
gentes. Entre las plantas había la guayusa, que era un poderoso afrodisíaco. Se decía
que Ursúa abusaba de ella, y La Bandera no podía entender que fuera necesario
estimulante alguno con una mujer como la bella Inés. Así pues, una parte de la culpa
del cambio de carácter de Ursúa había que atribuírsela al uso de aquellos excitantes y
a la taciturnidad y fatiga nerviosa.
Por eso a veces Ursúa se exasperaba con pequeños problemas y respondía
airadamente a las preguntas más inocentes sobre el orden de la expedición e incluso
le pegó una vez a un negro que se le acercó bailando ligeramente sobre un pie y
preguntando al mismo tiempo dónde pondría la mesa para comer.
Irritó a Ursúa aquella disposición del negro, que tal vez consideró falta de respeto,
y le cruzó la cara con su fusta de jinete.
El negro lloraba como un niño y no por el dolor —decía y repetía—, sino por el
desamor y la afrenta. Que los «neglos tienen también su velgüensa aunque no lo
parezca».
Así decía.
Iba con los conspiradores el padre Portillo, aunque no intervenía nunca en sus
deliberaciones. La presencia de aquel sacerdote había tranquilizado a Ursúa las dos o
tres veces que tuvo noticias de la conspiración.
Las mujeres de raza blanca, que eran cinco —sin contar a las que representaban la
aristocracia, que eran Inés, Elvira y la Torralba—, organizaron una fiesta de Navidad
con nacimiento y música y villancicos.
Pusieron el nacimiento en un bohío y allí fueron a trabajar también la Torralba y
Elvira, pero cuando supo Aguirre que su hija se mezclaba con mujeres como María,
la amante de Zalduendo, que hablando decía palabras sucias, se enfadó y ordenó a la
Torralba que no sacara a su hija de casa sin su permiso.
Estaba oyéndolo Pedrarias y sonriendo, cuando Lope le dijo:
—No es caso de risa. La inocencia —añadió como si se disculpara— necesita
protección, porque si no cae sobre ella toda la miseria y la bellaquería del mundo.
Pedrarias le daba la razón:
—A fe que decís verdad, señor Lope de Aguirre.
Pero Elvira estaba desolada y se la oía llorar dentro. Pedrarias dijo a Lope de
Aguirre:
—Id a consolarla, pobre niña.

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—¿Quién, yo? El padre es el último para una cosa así y más vale mantener la
autoridad, que en definitiva por ella se sienten protegidos los hijos en los malos días
de su vida.
Luego lo invitó a entrar con él donde estaba la niña.
—Vengo —le dijo Lope a Elvira— porque me ha pedido Pedrarias que os
consolara. Pedrarias se siente muy lastimado con vuestro llanto. Vamos, vamos, bien
está, hija, y anda al nacimiento si queréis, pero no sola, sino con la Torralba y con el
señor Pedrarias, si es que tiene a bien acompañaros.
Aquello extrañó a Elvira y halagó mucho a las dos mujeres. Pedrarias dijo:
—Lo tengo a merced.
Explicó entonces Elvira que estaba cosiendo un vestidito para el Niño Jesús y que
sólo quería ir a probárselo.
—¿Un vestido? —preguntaba Pedrarias con una gravedad humorística.
—Bueno, una camisita —y Elvira la mostraba, desplegada.
—Hija —decía Lope—, ¿estáis segura de que Jesús tenía camisa en el portal de
Belén?
Pedrarias y Lope de Aguirre se pusieron a discutir aquel importante asunto y los
dos convinieron en que el Niño Jesús estaba en su cuna desnudo del todo. Elvira los
escuchaba pensando si hablaban en serio o en broma. Y por fin dijo:
—No tenía camisa porque todos eran allí judíos y fariseos. Pero aquí, entre
personas cristianas, vergüenza sería y por eso yo quiero ponerle ésta. Pero si padre es
de opinión contraria no se la llevaré.
Lope de Aguirre dijo todavía que en un país como aquél más era comodidad que
pobreza el ir desnudo. Pero, en fin, creía que Elvira debía llevarle al Niño Jesús la
camisa, aunque sólo fuera como señal de homenaje.
La Torralba pensaba: «Qué raro. Lope de Aguirre se encuentra siempre muy a
gusto con Pedrarias». Aquello de que Lope se encontrara a gusto con una persona
superior a él —pensaba la Torralba— nunca lo habría creído.
Consideraba Lope a Pedrarias como un ser de otra especie, con su buena estatura,
su cabeza noble, sus letras, su falta de envidias y de rencores. «Éste es —se decía—
uno de esos hombres nacidos para ser estimados en el mundo». No sabía exactamente
qué clase de estimación, pero a veces se decía que con gusto lo habría tomado por la
mano, llevado a su casa y dicho: «Señor Pedrarias, hacedme la merced de contraer
matrimonio con mi hija». Aquello no estaba aceptado por las costumbres y habría
sido muy impertinente. Lope, que adoraba a su hija, lo había pensado, sin embargo,
más de una vez.
Sin poder adivinar las interioridades de la conciencia de Lope, sentía Pedrarias en
él un aura de amistad segura y sin sombras, más fuerte que los riesgos normales de
discrepancia. Por su parte, Pedrarias respetó siempre a Lope de Aguirre. Sin
habérselo confesado el uno al otro, los dos gozaban de aquella rara lealtad.

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Habían seguido los enemigos de Ursúa frecuentando a don Hernando en su bohío
y tratando de hacerle aceptar el nombramiento de gobernador. Pero Guzmán no
necesitaba tantos argumentos para convencerse. El primer día había dicho que
necesitaba algún tiempo para pensarlo, aunque se veía que no tenía grandes
objeciones que hacer, y sin haber aceptado formalmente resultó que las reuniones que
tuvieron algunos días después era ya don Hernando quien las convocaba y presidía. Y
daba por establecido que aquel plan primero de dejar a Ursúa en Machifaro con algún
incondicional suyo como el padre Henao y Vargas y seguir ellos río abajo para
descubrir y poblar el Dorado era el mejor. No quería don Hernando que se derramara
sangre.
Cada vez que alguien hablaba de dejar al padre Henao en Machifaro, el otro
sacerdote, padre Portillo, se sentía esperanzado de nuevo en relación con las
dignidades que esperaba, pero tenía mala salud y no estaba seguro de poder vivir
hasta alcanzar la mitra.
La noche de Navidad, el nacimiento estaba terminado. Había de todo menos
nieve, que no la pudieron simular con nada. Es decir, María, la casada infiel, que era
amante de Zalduendo y parecía presumir públicamente de ello, había querido simular
la nieve vertiendo harina sobre el paisaje del portal de Belén con un cedazo, pero no
pudo porque se opuso el intendente.
Unas Navidades como aquéllas —sofocándose todo el mundo de calor— no las
habían podido imaginar nunca. Pero el nacimiento estaba muy en su punto. El Niño
Jesús era una muñeca y había detrás del portal montes y serranías. La estrella
anunciadora estaba flotando en el cielo y se veían campesinos, pastores, caminantes y
pequeños animales. Había incluso un villano con los pantalones bajos haciendo sus
necesidades detrás de un árbol y aquello hacía reír a los indios y acudían todos a
verlo. Aquellas figuritas las había llevado consigo la mulata por ser recuerdo de su
casa en la Asturias lejana, según decía.
Tenían que montar guardias especiales en aquel bohío porque los indios se habían
propuesto robar todo aquello, considerándolo como parte del secreto de la fuerza de
los hombres barbados y blancos.
La noche de Navidad hubo fiestas, música y baile. Los muchachos jóvenes dieron
su contribución cantando villancicos, María la mulata bailó la zarabanda mientras la
cantaban a coro las otras mujeres. Antoñico cantó también dos tonadas de su tierra.
Algunos soldados se emborracharon y hubo que sacarlos de allí a la fuerza. En
cambio, Juan de Vargas —el canario—, también borracho, la cogió devota y llorona y
rezaba y lloraba. Luego quiso cantar y no pudo, por la emoción.
Dijo Pedrarias a Lope de Aguirre, señalándole a un alemán que iba en la
expedición cuyo nombre castellanizado era Monteverde:
—Ése se llama Grünberg y es tudesco y no debe hallarse a gusto en esta fiesta,
porque es de los que siguen a Lutero. El pobre tiene derecho a condenarse a su gusto
como cada cual.

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—Yo me condenaré a mi manera —respondió Lope de Aguirre—, pero la
condenación de ellos es la hoguera y tenga cada cual el fin que merece.
Le extrañó aquello a Pedrarias, porque creía que Lope de Aguirre era hombre de
ideas francas y liberales en materia religiosa, o mejor, sin ideas ningunas.
Hablando de Ursúa dijo Lope:
—Él piensa que nos lleva engañados y va a salirle cara la equivocación.
En el bohío, los negros bailaron y bebieron y las músicas de los machifaros,
ásperas y todo, les prestaron alguna clase de ritmo.
Fuera se extendía, con el denso rumor de la selva, la inmensidad de la noche llena
de misterios antiguos. Los indios que se asomaban a la puerta se sentían prendidos
por la magia de un niño recién nacido en una cuna de pajas entre José y María y bajo
el aliento de la mula y el buey. Como en aquella tierra las flores estaban por castigo,
tenía el Niño Jesús las más hermosas que se habían visto nunca y también las más
raras, ya que la mayoría eran orquídeas.
Antoñico trataba de acomodar a la música de los indios un villancico
improvisado:

Mira Pascual que ha nacido


nuestro Señor en las flores…

No sabía seguir y fue Lope quien le ayudó:

Y entre las lanzas indianas


de trescientos marañones.

—¿Qué es eso de marañón? —preguntó el muchacho.


—Nosotros somos marañones, vuesa merced y yo y todos. Menos el gabacho
Ursúa —respondió Lope.
Explicó que aquel río por el que navegaban había sido llamado por algunos
también el Marañón. Y que el nombre de marañones era sonoro y no parecía mal.
Hubo un incidente humorístico. El marido de doña María la mulata, que era un
cabra, es decir, un mestizo de negro e indio, quería imitar a los soldados de Castilla y
lo hacía bien en todo, menos en la manera de hablar. Los de Castilla hablaban usando
la zeta cuando era necesario y no como los andaluces, que usaban siempre la ese. El
marido de doña María, la amante de Zalduendo, colocaba mal sus eses y sus zetas a
menudo.
Y habiendo sido invitado a cantar en la Nochebuena, comenzó por una canción
titulada Los siervos de Jesús. Y él, para presumir de pronunciación pura, decía: «Los
ciervos de Jesús». Y cantaba:

En esta Nochebuena
ciervos somos del Niño…

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Claro, la gente reía y la primera en hacerlo era la misma doña María.
Al salir Elvirica reía, aunque sin malicia y creyendo que aquel error tenía gracia
en sí mismo. No sabía cuál era el segundo sentido de aquella expresión —el ciervo
del Señor.
Estuvo también Inés acompañada del gobernador. Y La Bandera le dijo:
—Aquí lo que yo echo en falta es un buen clavecín y a vuesa merced tocándolo y
cantando.
Ella lo miró extrañada y dijo:
—Yo no sé tocar el clavecín ni sé tampoco lo que es.
Ursúa, contra su voluntad, porque no estaba a gusto aquella noche en aquel lugar,
explicó a Inés lo que era el clavecín y ella dijo que había visto uno en casa del virrey
cuando vivía su esposo y eran invitados a veces los días de grandes fiestas nacionales.
Los indios miraban desde el aro de la puerta y algunos, asomando su cabeza entre
el muro de hojas secas y el pavimento, a ras de tierra.
El nacimiento había causado sensación entre ellos.
En el campamento seguían las conspiraciones, pero La Bandera y Zalduendo
opinaban que era mejor matar a Ursúa, ya que si lo dejaban en tierra moriría pronto
de todas formas a manos de los indios. Había que matar también a su teniente general
Juan de Vargas. Cada vez que alguien citaba este último nombre el soldado de
Canarias intervenía:
—Yo, Juan de Vargas y Zapata, el canario, declaro que estoy de acuerdo.
Todos lo miraban extrañados pensando: parece que no quiere que haya sino un
Juan de Vargas en el mundo.
Lope quería matar a Ursúa y marchar con todas las fuerzas al Perú para coronar
príncipe a don Hernando contra Felipe II y desgajarse —así decía él— de Castilla.
Otros eran partidarios de seguir río abajo con la idea de descubrir y poblar el Dorado.
Como estaban de acuerdo en asesinar a Ursúa y a su teniente general, sólo faltaba
señalar la hora y el día.
Se habría dicho que Ursúa tenía alguna premonición, porque al día siguiente, que
era el 27 de diciembre, salió de su bohío, fue a visitar a tres soldados enfermos, con
los cuales estuvo largamente de plática, después conversó con otros en buena amistad
y el resto del día anduvo por el real con expresión risueña y amistosa. Al parecer, se
había señalado un nuevo plan de conducta y estaba jugando la carta de la simpatía y
la campechanía.
Por la tarde anduvo a caballo por los alrededores. Ursúa entendía la jineta y la
brida y era hombre galante bien vestido y pulido. Incluso en aquellos lugares andaba
aderezado como por la ciudad. Parece que tenía una idea mezquina de los demás,
porque les prometía el oro y el moro hasta que los tenía sometidos y entonces
olvidaba sus promesas y mostraba por ellos algún desvío. Tal vez era demasiado
joven y no había aprendido aún que el hombre, cualquier hombre, no necesita ni
quiere ser tal vez amado, pero sí que necesita y quiere ser tenido en cuenta.

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Olvidar aquello era grave y traía complicaciones y dificultades.
Estaba Lope en la puerta de su casa cuando pasó por delante el gobernador y le
dijo sin detenerse:
—¿Qué hay de bueno, Lope de Aguirre? Felices pascuas.
—Felices y no tan felices, según como se mire.
—Hayan vuesas mercedes fe en mí que vamos a buen puerto.
—¿Y qué garantía nos da vuesa merced?
—Mi palabra y mi espada.
—Espada y palabra tiene cada cual, hasta el más ruin.
Ursúa lo miró, sorprendido, y siguió al trote sin responder.
Sucedió aquella noche algo extraño y misterioso que después dio mucho que
hablar. Cerca de la casa donde vivía el gobernador estaba la del comendador de
Rodas, hombre grave y apersonado, que se llamaba Juan Núñez de Guevara, amigo
del gobernador. Estaba paseando frente al bohío donde solía dormir, porque hacía
mucho calor y andaba desvelado, cuando vio detrás de la casa del gobernador una
forma humana que dijo en voz grave y no muy alta:
—Pedro de Ursúa, gobernador del Dorado y de Omagua, Dios haya piedad de tu
alma.
Guevara fue a ver quién había dicho aquello y delante de los ojos se le deshizo el
bulto y no vio a nadie.
Al día siguiente, el comendador, que no era de los conspiradores y nada sabía de
sus planes, contó el caso a algunos amigos y sabiendo que Ursúa estaba aquellos días
un poco enfermo pensaron que quizá era un anuncio de muerte natural.
Eso creían todos. El comendador Guevara era hombre que necesitaba pasear.
Cuando estaban navegando en el río y no podía pasear se ponía impaciente, sacaba su
cabeza a la brisa, haciendo flotar en ella sus barbas de capuchino, y miraba al agua,
porque con la sensación física del movimiento del barco se calmaba un poco.
Cuando bajaba a tierra, lo primero que hacía, después de elegir su vivienda si la
había o el lugar de la playa donde dormir, era ponerse a pasear con las manos a la
espalda y la mirada en el suelo.
Aquella noche, al oír la voz, que no era siquiera una voz temerosa, sino sólo
grave y monitora, se detuvo un momento extrañado, luego acudió a ver y no halló a
nadie. Estuvo pensando Núñez de Guevara en aquello toda la noche. El año nuevo, el
día primero de enero de 1561, vio al gobernador dirigirse hacia la selva por la
mañana con Juan de Vargas y volver después con una garza blanca, viva, que aleteaba
asustada.
Era aquélla un ave hermosa de veras y decía el gobernador que la llevaba para
domesticarla en su casa y dársela a la pequeña viuda de nueve años que se les
incorporó en los Motilones. Aquella niña quería tener un pájaro y siempre hablaba de
las garzas blancas, porque su abuela, cuando murió, se convirtió en una de ellas,
decía.

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Aquel día seguía Ursúa mostrándose jovial y amistoso. Juan de Vargas le
acompañaba con su expresión impasible y fría.
Desde la puerta de su bohío los veía regresar Lope de Aguirre, quien se decía
entre dientes:
—No saben lo que va a sucederles hoy. ¿Creen vuesas mercedes que todo es
gobernar y tenientear y recibir mercedes y llenarse en plena juventud de encomiendas
y de rentas y de honores? ¿Qué han hecho vuesas mercedes para merecerlo? ¿Y en
qué les soy yo inferior a Pedrarias o Montoya? Hace tres días que Vargas no me
responde al saludo y dicen que está medio sordo, pero yo me lo sé mejor y pronto nos
veremos las caras y decidiremos quién saluda y quién responde. Yo tengo más don de
discernimiento en esta uña que vuesas mercedes en todo el cuerpo y antes de mucho
Dios amanecerá y medraremos. Podríais aprender lo que yo valgo, pero ya será tarde
para que os aproveche el conocimiento. Lo que valdré mañana lo he valido ayer y lo
valgo hoy, pero vuesas mercedes no se han enterado. Los otros, tampoco. Ni Pizarro,
ni Almagro, ni el marqués de Cañete. ¿Qué clase de ruindad es la de vuesas
mercedes? A mí me basta con echar la vista encima de un cristiano o de un pagano
para saber los puntos que calza y lo que puede hacer y no puede hacer. Y vuesas
mercedes no han sabido ver en mí lo que está bien a la vista. Jugad con la garza
blanca, que poca ocasión va a quedaros para retozar con las cosas de este mundo,
gandules, cobardes, bellacos, ruines. Jugad, jugad con la garza, que bien os va a
sobrevivir esa garza real.
Lope conocía aquella ave, que tal vez era con el papagayo la más hermosa del
país. Había ido también Lope al bosque con Elvira y el pajecico. A aquellas garzas las
llamaban garzas reales, porque se parecían a las de España.
En la selva, Antoñico quería que la niña oyera a aquella otra ave que decía su
nombre, pero no lo consiguió. En su lugar oyó otras cosas. Las voces tenían un eco
extraño, como si estuvieran dentro de una enorme catedral. Y algunas aves parecían
hablar castellano y aún se diría que lo hablaban. No tardaron el paje y Elvira en
bautizar a algunos pájaros según lo que decían y así había un ave grande y de
hermoso plumaje que llamaron desde entonces Bien-te-vi, porque era aquello lo que
decía con su canto:
—¡Bien-te-vi!
Otros pájaros no decían nada, pero también los llamaban los soldados y los indios
por el sonido de sus voces. Así pues, estaba el acuraú, el moirucututú y el jacurutú,
este último bastante lúgubre, que no aparecía hasta el anochecer. Por eso la
consideraban los soldados un ave de mal agüero.
Recordaba Lope aquellas cosas viendo al gobernador y a su teniente desaparecer
entre los bohíos del poblado.
Quiso el comendador Guevara avisar a Ursúa de aquellas voces siniestras que
pidieron a Dios piedad para su alma, pero pensó que aquellas voces las pudieron

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haber oído el mismo Ursúa o doña Inés. Si no las oyeron, nada sacaba llevando a su
ánimo la zozobra y la angustia.
Además, no creía el comendador Guevara que aquel augurio fuera a cumplirse tan
pronto en el caso de que se cumpliera. Finalmente pensó que sus oídos pudieron
engañarle.
Aquel mismo día envió Ursúa otro destacamento mandado por Sancho Pizarro en
una dirección distinta de la que había seguido Galeas. Fueron a aquella misión
muchos de los amigos más íntimos del gobernador, con lo cual éste pareció quedar
más desamparado que nunca. Sancho Pizarro, que, aunque extremeño y con aquel
nombre, no era pariente de los conquistadores del Perú, sufría como él decía de un
mal que los demás no tomaban en serio, pero que para él resumía todas las miserias.
El aburrimiento. Había nacido para hacer algo difícil y cuando no podía hacer nada
inventaba dificultades falsas y se ponía a salvarlas. Con eso molestaba a veces a los
otros.
Tenía la obsesión de la acción y sabiéndolo Ursúa le encomendó aquel servicio y
le dio de plazo seis días para regresar con los informes que hubiera podido recoger.
Llevaba un grupo de veteranos expertos y también la india caricuri, que sabía varios
idiomas de los que se hablaban en el Amazonas.
Además de la advertencia de la sombra monitora, aquel mismo día último del año,
estando reunidos en el bohío de Zalduendo los conjurados, les oyó un criado negro a
quien llamaban Juan Primero (cuando le preguntaban algo, antes de responder se
ponía a reflexionar y decía: «Primero…», y de ahí le venía el apodo). El negro Juan
oyó que iban a matar a Ursúa aquella noche.
Pensando que por aquel favor Ursúa le devolvería la libertad, quiso ir a avisarle.
La primera vez fue a media tarde. El gobernador estaba con doña Inés y a las
importunidades de sus pajes, que le decían que era cosa importante, contestó de mala
manera. Juan Primero pensó si dejaría aquel mensaje a los criados, pero el asunto era
demasiado grave y decidió volver.
Después de haber comido Zalduendo, el negro pudo salir otra vez y llegar a la
casa del gobernador, pero Ursúa estaba aún —u otra vez— con doña Inés y como
solían los dos andar medio desnudos o desnudos del todo por la fuerza del calor, no
quisieron abrirle. Entonces Juan dijo a otro negro cocinero del gobernador lo que
sucedía. Al oírlo el cocinero se tapó los oídos:
—¿A mí qué me venías con eso, hermano? ¿Qué más se me da?
—Pues la vida de su eselensia es.
—Ésas son cosas de cabayeros y a su mersé Juan Primero ni le va ni le viene.
—Díselo no más a su eselensia.
—Si se lo diré o no se lo diré yo lo veré, hermano, que las cosas de cabayeros son
altas para entenderlas los pobres morenos esclavos, como vos y como yo, y además,
fásil es que el señol no abra la puerta y si no la abre, ¿cómo se lo voy a desí?
Se marchó Juan, temeroso de que Zalduendo lo echara en falta y sospechara.

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Así, por una razón u otra, nadie avisó al gobernador.
Sería ya medianoche cuando la gavilla de los conjurados se reunió en casa de don
Hernando. Para asegurarse de que Ursúa estaba solo enviaron al criado mestizo de
Guzmán con el pretexto de pedir un poco de aceite al cocinero del gobernador. El
mestizo, que había estado muchos días castigado por Ursúa en el cepo y el remo, se
prestaba con gusto a cualquier clase de complicidad. Volvió poco después diciendo
que don Pedro de Ursúa estaba solo y que todos los demás dormían, incluso el
cocinero negro, a quien tuvo que despertar.
Dejaron pasar algún tiempo todavía y poco antes de las tres de la mañana —que
es la hora llamada en los campamentos del último cuarto o el cuarto de la modorra
—, cuando más descuidado estaba todo el mundo, salieron en tropel. Iban delante
Montoya y Cristóbal Hernández, con las espadas desnudas, pero antes de entrar
esperaron a que los demás conjurados tomaran posiciones para asegurar la empresa.
Quedó Aguirre guardando la puerta principal y se pusieron otros al pie de las
ventanas.
Entraron Montoya y Hernández y hallaron al gobernador desnudo en una hamaca
hablando con un pajecillo llamado Lorca. Al ver entrar a los dos hombres armados, se
incorporó Ursúa y dijo:
—¿Qué es esto, señores?
—Ahora lo veredes —dijo Montoya y le dio una gran estocada que le atravesó las
costillas por el lado derecho.
Herido, aunque no de muerte, Ursúa se levantó y fue a coger un broquel y una
espada, hablando con la boca llena de sangre, pero recibió varias cuchilladas más y
cayó muerto sobre unas ollas donde solían guisarle de comer, de modo que el
contenido de una de ellas se volcó sobre su cuerpo. Las últimas palabras de Ursúa
fueron pidiendo confesión.
Ya muerto, le dieron todavía de estocadas, y por no ser menos y afianzarse en la
confianza de los demás, el mismo don Hernando, que estaba fuera con Aguirre, entró
y en presencia de todos clavó su espada en el cuello de Ursúa. Con aquello quería
decir que se hacía responsable de lo hecho y no pedía en el futuro menos
responsabilidades que los demás ante la justicia, si el caso llegaba.
Recordaba Lope aquella noche que don Hernando había sido amigo íntimo del
muerto, que algunas noches dormía en su mismo cuarto en otra hamaca y que comían
juntos muchas veces. También recordaba que le había dicho don Hernando que no
solía ir a ver a Ursúa sino cuando era llamado, para evitar encontrar sola a doña Inés
y con eso dar lugar a alguna clase de recelo del enamorado.
Pero los tiempos habían cambiado.
El cocinero del gobernador se golpeaba con los puños la cabeza, repitiendo:
«Cosas de cabayeros son, pero yo podría haberle avisado y eso me valdría la
libertad». Nadie sabía a qué se refería ni eran momentos aquéllos para averiguarlo.

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Zalduendo se puso a gritar: «Muerto es el tirano, ¡viva el rey!». Al escándalo
acudieron otros soldados. Entre ellos llegaba Juan de Vargas, frío e impasible como
siempre y armado con cota y peto, preguntando:
—¿Qué sucede, señores? ¿Por qué están vuesas mercedes aquí a estas horas?
Lo rodearon poniéndole lanzas y espadas al pecho y dos de ellos comenzaron
deprisa a desarmarle. Habiéndole quitado ya una manga de la loriga o sayo de armas,
Martín Pérez, hombre de muy pocas palabras, pero presto a la acción, no quiso
esperar más y metiendo la espada por debajo de una axila de Vargas le dio una
estocada a fondo de tal modo que saliendo el arma por el costado contrario hirió —
ironías del azar— al otro Juan de Vargas, al de Canarias, que estaba muy atareado
desarmando a la víctima.
Con la estocada de Martín Pérez habría tenido bastante el teniente general, pero le
dieron muchas más hasta cerciorarse de que estaba muerto.
El de Canarias iba malherido también, pero no lograba hacerse oír de Loaisa el
cirujano ni de nadie que pudiera curarlo. Por fin se dejó caer contra la casa del
gobernador decidido a morir y llamó al padre Portillo, quien llegó a confesarlo
creyendo que estaba realmente en las últimas. El de Canarias hizo una confesión de
crímenes de todas clases y perversiones y aberraciones. Pero era ya de día y no había
muerto. Lo mismo el herido que el cura parecían un poco decepcionados.
En el campo todos gritaban: «¡Viva la libertad!». O bien: «¡Muera el tirano y viva
el rey!». Con las voces despertaron al resto de la tropa, pero muchos no se atrevían a
salir de sus bohíos, porque aunque no podían imaginar lo que estaba sucediendo,
sospechaban que en el motín había sangre.
Vargas, el canario, no murió de aquella herida y siempre que veía al padre Portillo
lo miraba con recelo, entre tímido y airado, y acababa por decirle a media voz:
«Secreto de confesión era, curita del diablo, y mucho ojo con lo que se habla».
Todos pensaban entonces en las particularidades de la vida de Ursúa. El tres debía
ser el número funesto del gobernador, porque vivió sólo tres meses y tres días desde
que embarcaron y fue asesinado a las tres de la mañana.
Eso decía la mulata doña María, versada en supersticiones y muy excitada con
aquellos sucesos, como se puede suponer.

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VI

Los soldados, cuando pasaban cerca del bohío del gobernador, aguzaban el oído
esperando oír llorar a doña Inés, pero no había en aquella casa sino un gran silencio.
Alguien se lo dijo al comendador Guevara, que estaba otra vez paseando frente a
la puerta de su casa, y el anciano hizo este comentario:
—No puede llorar todavía doña Inés. No llorará hasta que pasen dos o tres días.
Algún indio se acercaba y parecía olfatear como los gatos, a distancia, la carne
muerta. El mismo silencio del bohío de Ursúa se extendía por el campamento.
Los capitanes comprometidos hablaban en voz baja y cuando oían algún ruido
inesperado —una lanza que se caía o una rodela que chocaba con otra— se volvían a
mirar, inquietos.
El joven noble sevillano —don Hernando de Guzmán— iba y venía con grandes
ojos desvelados y en sus movimientos se advertía una nueva seguridad de sí y una
especie de gratitud por la vida. Iba convocando a la gente en el bohío del muerto.
Era como si la vida se hubiera interrumpido en todas partes un momento para que
cada cual pudiera cerciorarse mejor de lo que sucedía, los criminales de su crimen y
los otros de su tolerancia y aceptación pasiva. Y para que reflexionaran un poco. En
el bohío todos estaban despiertos menos la indita de nueve años, que dormía
ignorante de todo. Inés, sentada en su cama, trataba de interpretar cada rumor, cada
palabra y cada silencio.
La garza blanca que días antes había cazado Ursúa estaba en el suelo con una pata
atada al enramado del muro y cada vez que alguno pasaba cerca aleteaba, asustada.
Entraban y salían los capitanes moviéndose más de lo necesario. Se daban
órdenes los unos a los otros y nadie hacía nada, en realidad.
Más tarde acudieron a la casa de Ursúa todos los que estaban advertidos
anticipadamente de lo que iba a suceder. Al entrar Lope de Aguirre vio que salía el
pajecillo Lorca con varios paquetes y le preguntó qué era aquello y adónde iba.
—Éstos son —dijo Lorca muy serio— los cabodaños.
Es decir, los regalos que Ursúa tenía preparados para fin de año. Eran cinco para
los cinco chicos que trabajaban como pajes con diferentes capitanes. Lope de Aguirre
preguntó:
—¿Hay uno para Antoñico?
—¿Pues no ha de haberlo? Ya digo que hay para todos.
—Llévalo a mi casa y entrégalo a Elvira.
Dijo Lorca que eso pensaba hacer. Tenía aquel chico los ojos agrandados por el
espanto, pero hablaba como si nada hubiera sucedido. Pensó Lope de Aguirre que el

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paje no acababa de creerlo, porque cuando las cosas son demasiado espantosas se
hacen irreales y a Aguirre cuando era joven le pasaba lo mismo.
El bohío estaba lleno de gente de armas.
Allí estaban los más responsables y una vez reunidos enviaron a buscar a los que
faltaban.
Algunos soldados, mostrándose dolidos de la muerte de Ursúa, eran conducidos a
empujones o a culatazos de arcabuz y como protestaban se oían disputas y voces.
En casa del gobernador muerto, los negros acababan de abrir una profunda fosa
dentro mismo de la habitación donde murió y enterraron en ella los dos cuerpos, el de
Ursúa desnudo.
Los que aguzaban el oído tratando en vano de oír el llanto o las lamentaciones de
doña Inés no acababan de salir de su asombro, y viendo que Lope iba y venía y daba
órdenes y disponía las cosas alguien preguntó quién era el jefe del campamento y
Zalduendo y La Bandera señalaron al mismo tiempo a don Hernando de Guzmán,
quien afirmó con la cabeza, se situó en el lugar presidencial, pidió silencio y dijo que
nombraba maestre de campo a Lope de Aguirre si nadie se oponía.
No habiendo sido contestado el nombramiento, quedó Lope con el puesto más
importante después del que tenía Guzmán.
Lo primero que quería hacer Lope de Aguirre —según dijo— era poner en hierros
a los amigos más allegados del difunto Ursúa, pero don Hernando se opuso
enérgicamente, diciendo que no parecía bien comenzar a ejercer su oficio con
violencia y que lo que había que esperar era, por el contrario, la pacífica persuasión
de todos en aquella nueva etapa de la jornada del Dorado.
Mandó entonces Lope de Aguirre, bajo pena de muerte, que ningún soldado
hablara a nadie en voz baja y que todos lo hicieran en voz alta y clara y con palabras
inteligibles, de suerte que los demás supieran de qué se trataba. Parece que algunos se
descuidaron, porque tenían por costumbre hablar más bajo que los otros, y fueron
sobresaltados con amenazas. También prohibió Lope que ninguno saliera en toda la
noche del lugar donde estaba. Luego hizo sacar los barriles de vino de consagrar y del
que para su uso llevaba el gobernador y allí lo repartieron. Todos bebían menos Lope
de Aguirre, que seguía vigilante y armado hasta los dientes.
Cuando fue de día Lope de Aguirre mandó tocar llamada y acudieron los que
faltaban y entonces, viendo el nuevo maestre de campo que estaban todos menos los
que se fueron con Sancho Pizarro a descubrir tierra y no habían vuelto aún, habló con
su estilo nervioso, razonable y violento a un tiempo mismo:
—Caballeros, soldados, hermanos míos —dijo—, bien creo que os habéis
extrañado de este negocio y de cómo se ha hecho y algunos de vuesas mercedes nos
echarán la culpa por no haberles dado conocimiento y otros quizá porque no se hizo
antes. El no dar conocimiento a vuesas mercedes ha sido porque donde hay muchos
buenos no falta un ruin que lo descubra y denuncie y este negocio convenía que fuera
muy secreto y el no haber sido hecho antes fue por servir a vuesas mercedes, ya que

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muchos días hace que nos quisimos huir y dejar a este francés como él merecía, pero
luego, pensándolo bien y para sacar a vuestras mercedes a tierra de promisión y
hacerles libres, quisimos mejor matarlo. Así lo hemos hecho por el bien de todos.
Acuérdense vuesas mercedes del mal tratamiento que ese enemigo de Dios nos hacía
y cómo nos traía avasallados, echándonos de su conversación cuando lo íbamos a ver,
y cómo se reservaba lo mejor para sí y en días de ayuno y miseria nadie comía sino
él; pero además quiero descubrir a vuesas mercedes un secreto que lo he sabido muy
cierto y es que este francés gabacho nos quería traer por aquí perdidos algún tiempo y
después salirse él solo o con los más adictos y dejarnos en despoblado y sin repuesto
de armas ni comida. Buscaba de ese modo liquidar sus deudas y sus compromisos y
buscar después otro nombramiento en Quito para las tierras del norte, que tenemos
documentos que dan testimonio y constancia. Siendo así, ¿qué íbamos a hacer sino
defendernos? Lo hecho bien hecho está y no podía ser de otra manera.
Siguió diciendo cosas contra Ursúa que convencían o no, pero en todo caso
aflojaban la tensión del silencio y de la distancia entre los conjurados y los otros. Al
final, anunció que iban a hacer delante de todos algunos nombramientos más para el
buen orden de la armada, y, confirmados los cargos de gobernador y de maestre de
campo en las personas de don Hernando y Lope de Aguirre, se hizo el nombramiento
de capitán de la guardia a favor de Alonso de la Bandera. Éste aceptó contento,
pensando que el cargo le permitiría alguna autoridad cerca de la viuda de Ursúa,
porque la guardia estaba al lado de su bohío y cuando navegaban se instalaba en el
bergantín.
Nombraron luego capitanes de infantería a Lorenzo Zalduendo, a Cristóbal
Hernández y a Miguel Serrano de Cáceres. Capitán de a caballo a Alonso de
Montoya. A Alonso de Villena lo hicieron alférez general. Alguacil mayor y
barrachel o borrachel, como se solía decir, al mulato Pedro de Miranda y pagador
mayor a Pedro Hernández. Dejaron sin cargos entre los que habían intervenido en la
muerte de Ursúa sólo a dos personas: al adusto Martín Pérez y a Juan de Vargas, el
canario.
Lope dijo a Martín que no le daba puesto alguno en aquel momento por tenerlo en
consideración para mayores desempeños y que sería remunerado y gratificado en la
primera ocasión que se ofreciera. Insistió en que tenía muy especial cuenta de su
persona. En cuanto a Vargas, el canario, no atendía por el momento sino a la curación
de su herida —una estocada en el hombro— y nada quería saber de prebendas.
Para que no dijeran que todo quedaba entre el grupo que hizo las muertes, Lope
nombró jefe de navegación a un portugués llamado Sebastián Gómez y capitanes
supernumerarios de infantería al comendador Núñez de Guevara —el que había visto
la sombra funesta junto a la casa de Ursúa y oído su trágico advertimiento— y a
Pedro Alonso Galeas, capitán responsable de las municiones a Alonso Henrique de
Orellana y almirante de la mar a Miguel Robledo.

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Nombraron justicia del campo a Diego Belalcázar, quien al recibir la vara pareció
sorprendido y dijo, no sin algún balbuceo:
—Yo la recibo en nombre del rey don Felipe, nuestro señor.
Fue mal acogida esta declaración y Belalcázar rectificó, aunque se veía que era
por prudencia, ya que tal como estaban los ánimos en aquel momento no podía hacer
otra cosa. Pero Lope de Aguirre había quedado irritado por el incidente y alzó la voz:
—Debo declarar a vuesas mercedes que he sido y soy traidor y lo repito para que
vean que no hay que esperar desde ahora nada de nadie sino de nuestra espada. ¿Qué
es eso de recibir dignidad alguna en nombre del rey? ¿De qué rey? ¿Del que va a
cortarnos la cabeza si puede habernos a la mano?
Villena, alférez general, dijo:
—Por vida de Dios que Lope dice bien.
—Yo tengo que decir mi palabra —respondió La Bandera— y es que matar a
Ursúa no ha sido traición ninguna, sino servicio del rey y muy buen servicio, porque
Ursúa no quería buscar ni conquistar ni poblar tierra teniendo tan buena gente y
habiendo gastado su majestad tantos dineros de su caja. Yo no soy traidor y al que me
llame traidor le digo que miente por la mitad de la barba y que con iguales armas o
con menos me mataré con él si es preciso.
Lope se puso un poco pálido y fue a responder, pero los otros intervinieron y le
rogaron que diera por acabado el incidente. Lope murmuraba: «Ya se ve que La
Bandera tiene miedo del rey». La Bandera, que lo oyó, dijo en voz colérica que no
había hablado de aquella manera por miedo y que tan buen corazón tenía como los
otros y un pescuezo no peor para darlo a la horca si llegaba el caso.
La gente se dividió en grupos. Algunos soldados fueron a Lope y le insistieron en
la desvergüenza de La Bandera, pero Lope los atajaba:
—Calma, señores, que cada día trae su afán.
El cura Alonso de Henao, que estaba en la puerta, se escandalizó al oír en labios
de Lope aquellas palabras de los evangelios y se retiró, encontrando por el camino al
padre Portillo. Como al morir Ursúa había perdido Henao su obispado, se hablaban
ahora los dos sacerdotes de igual a igual.
Con la patrulla de Sancho Pizarro habían ido también cinco o seis indios. Y les
sucedió un incidente que pudo costar la vida a dos de ellos y a un español. Vale la
pena relatarlo para ver la rara inteligencia de algunos animales salvajes y en este caso
de los jaguares del Amazonas, tan feroces como los tigres del Asia.
Dos indios y un soldado entraron en la selva buscando algo de comer y
marchaban en fila y a alguna distancia unos de otros. El soldado iba delante con un
arcabuz y el indio que lo seguía con una lanza. El tercero iba sin armas, con sólo una
cuerda al hombro.
Se separaron algún trecho los tres y apareció entre los arbustos un jaguar que se
lanzó sin rugir ni otra señal que revelara su presencia contra el indio que iba sin

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armas. Era seguro que había dejado pasar antes a los hombres armados para caer
sobre el menos peligroso.
De una zarpada a la cabeza el animal arrancó al indio el cuero cabelludo, que le
quedó colgando sobre los ojos. El indio se sintió perdido, retrocedió y pidió auxilio.
Llegaba el otro indio en su ayuda y el jaguar, dejando al herido, fue sobre el que le
amenazaba y de un manotazo le arrancó una oreja y parte de la mejilla. Disparó
entretanto el soldado su arcabuz y le acertó, aunque ligeramente, al animal. Éste se
lanzó sobre el soldado y lo hirió también de una zarpada. El animal se quedó
entonces con sus tres enemigos heridos y sangrantes a una distancia igual de los tres,
esperando para acometer al que le pareciera más peligroso en un momento
determinado. Y miraba al uno y luego al otro mostrando los dientes y gruñendo y
vigilando. Por fin, otro tiro de arcabuz lo mató.
Cerca de aquel lugar encontraron un pavo silvestre medio desplumado y comido.
Lo que quedaba del ave y el cuerpo entero del tigre fueron asados por Sancho
Pizarro, que además de soldado era gentil cocinero. Los indios y el arcabucero no
tardaron en curar, porque lo bueno que tenía aquel clima era que el que no moría en el
acto se curaba más pronto que en otras latitudes.
Lope de Aguirre y don Hernando estaban preocupados pensando cuáles serían las
reacciones de Sancho Pizarro cuando llegara y se enterara de lo sucedido, porque
Sancho era muy partidario de Ursúa y también lo eran los soldados que llevaba
consigo. Enviaron algunos hombres seguros para que vigilaran los caminos y cuando
el destacamento volvió le salió al encuentro Lope con una patrulla fuerte y explicó a
Pizarro lo sucedido, diciendo que había sido una decisión de todo el campamento y
muy en servicio del rey. Como hombre sagaz, Sancho Pizarro dijo a todo que sí y
fingió estar de acuerdo, agradeciendo que le hubieran nombrado sargento mayor del
campo.
Luego dio cuenta Sancho de sus descubrimientos, que carecían de importancia,
pues sólo encontró dos pueblecillos sin riqueza alguna y casi sin habitantes y donde
los mismos indios estaban muy necesitados. Se veía que en todo lo que descubrieron
y exploraron no había disposición para la vida humana en términos decentes. Eso fue
lo que dijo Pizarro.
Así pues, descartaron la posibilidad de entrar tierra adentro los que todavía
mantenían aquella ilusión, que no eran por cierto los principales amotinados.
Uno de los pajes que tenía Ursúa, el llamado Lorca, se puso a las órdenes
personales de Guzmán.
Antoñico quedó con Lope, ya que en vida de Ursúa, como hemos visto, había
tomado amistad con el vasco y con su hija Elvira, quien consideraba al muchacho
como un hermano menor. De once años, Antoñico era bastante gallardo para esa edad
y no cuidaba de banderías ni de motines, pero se ocupaba mucho de la selva y de sus
misterios y estuvo contando a Elvira que había visto un ave de vuelo blando y larga
cola que decía al cantar y repetía una vez y otra: «María, ya es de día». Así como el

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jacurutú anunciaba la noche lúgubremente, este otro pájaro anunciaba el día con
jovialidad.
Elvira recordaba la otra ave que también hablaba español y decía cuando alguien
entraba en la selva: «Ya te vi, ya te vi».
Las tinieblas y el alba tenían sus adecuados heraldos en la selva. «María-ya-es-de-
día» y «Ya-te-vi, ya-te-vi» eran los primeros cada amanecer, según el paje Antoñico.
Otra criatura extraña de la selva decía «toró-toró» siempre repetido y casi con voz
humana. Era un animal un poco grotesco, que respondía cuando le hablaban, pero no
tenía más voces que aquellas dos. Antoñico a veces gritaba en medio de los árboles
sin ver animal ninguno:
—¿Dónde estás?
E inmediatamente contestaba el animal:
—Toró-toró.
No era ave, sino un mamífero que reptaba por los árboles y vivía en ellos y tenía
una cara extraña con cierto aire de mujer y pelaje gris blanco. No atacaba. Y
Antoñico le decía:
—¿Dónde estás, gran bellaco?
—Toró-toró —respondía el otro.
Aunque nadie había ido a ver a doña Inés después de los trágicos sucesos, se
hablaba mucho de ella y con muy poco respeto. La Bandera salió una vez en defensa
de su honor y se burlaron los otros diciendo que doña Inés había matado a Ursúa con
sus hechizos y que tuviera cuidado no fuera a matarlo a él también.
—Y a fe —decía La Bandera, pensativo— que hay mujeres en el mundo con las
que vale la pena correr el riesgo.
Zalduendo lo creía también y a veces se quedaban los dos mirándose con la
expresión vacía. Todavía a los dos los miraba Lope con reservas cazurras.
Lope, que parecía el más justificado en sus rencores contra Ursúa, era también el
único en el grupo de los conjurados que no se había manchado con sangre. No
acababa de entenderlo él mismo y miraba a Zalduendo y sobre todo a La Bandera
como a individuos que habían hecho su trabajo, el que le correspondía a él. «Es
natural que a mi edad —pensó— yo me sirva de jóvenes». Claro es que ninguno de
los dos había sacado la espada por servir a Lope, sino por diversas razones, la primera
el recuerdo del capitán Frías y su colega decapitados por Ursúa en Santa Cruz.
Habían sido muy amigos de ellos. Y La Bandera por amor y codicia de doña Inés.
No se entendía Lope con La Bandera, quien se había manchado de sangre y
quería haberse manchado por el rey. Al mismo tiempo, Belalcázar recibía la vara de
justicia por el rey también. El único tal vez que no se había manchado de sangre era
Lope y sin embargo era también el único que había dicho de sí mismo que era un
traidor y que lo tenía a gala.
Pocos días después, don Hernando, haciendo uso de su autoridad como
gobernador y general del campo, convocó a asamblea y pidió los pareceres de todos,

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capitanes y soldados, acerca del futuro inmediato, de lo que había que hacer y de si
había que ir o no en busca del Dorado. Dijo que aquellos pareceres de todos deberían
ser escritos y firmados en un papel y que así el acuerdo sería legal.
Se adelantó a decir su opinión, según la cual lo mejor sería mantener los planes
primeros y tratar de descubrir, conquistar y poblar el Dorado, y así, una vez
descubiertas aquellas naciones, el rey lo tendría por gran servicio y les perdonaría la
muerte de Ursúa y de Vargas. Pero sería bien para descargo de todos que se hiciesen
luego informaciones y se buscara la opinión de los más importantes del ejército y
mejor aún de los soldados todos, y si acordaban seguir los planes de Ursúa había que
dejar escrita una declaración diciendo que Ursúa no quería llevarlos adelante ni ir a
Omagua ni al Dorado y andaba remiso y engañador.
Todos recordaban —siguió diciendo Guzmán— la condición intolerable de Ursúa
y había que tratar de hacer bien lo que él no hacía bien ni mal. El Dorado existía y los
indios brasiles hablaban de un cacique, Guatavita, que sabía dónde estaba la laguna
de Parima en la ciudad maravillosa de Manos. Todos sabían cómo en los días de gran
solemnidad religiosa aquel cacique adoraba a su padre el sol y arrojaba a la laguna de
Parima bultos de oro del tamaño del mismo rey.
Comenzando siempre con aquella expresión de «todos sabemos…» siguió
refiriéndose a las maravillas del Dorado y al final insistió en que lo mejor sería
descubrir y poblar en nombre del rey. Así se podría decir en el escrito que para
descubrir y poblar aquella tierra fue necesaria antes la muerte de Ursúa. Añadía que
mandarían al rey más oro que mandaron Pizarro y Cortés. Y que a fuerza de oro
habrían de hacer olvidar al emperador las muertes de Ursúa y de Vargas. Acabó
diciendo que él se declaraba primer y máximo culpable de las muertes de Ursúa y de
Vargas y que aceptaba toda la responsabilidad para que vieran que no tenía miedo y
que su consejo no era por temor al castigo de nadie, sino por el bienestar y la
prosperidad de todos, en cuya opinión ponía él su voluntad, porque no tenía otra sino
la de servirles.
La idea la apoyaron enseguida Montoya y La Bandera, pero Lope se mantenía
aparte, inquieto, con la impresión de que algo se le escapaba entre las manos, y por
fin pidió la palabra y dijo:
—Míos fueron, si vuestras mercedes se acuerdan, los primeros pasos que se
dieron sobre la muerte del gobernador y también mías las condiciones que puse,
sobre las cuales todos estábamos de acuerdo. Yo no quiero repetir aquí cuáles fueron
esas condiciones, pero me remito otra vez a la buena memoria de todos, incluso de
vueseñoría el gobernador general don Hernando. Sólo pido que vuesas mercedes
reflexionen un poco antes de decidir.
No quería porfiar por no dejar en mal lugar al nuevo gobernador y para evitar que
el resto del ejército viera que andaban ya en contradicciones, discusiones y peleas.
El nuevo gobernador se quedó un poco sorprendido y pidió a Lope que fuera más
explícito y claro. Pero Lope, excusándose, dijo:

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—Lo que tenía que decir lo he dicho ya y que cada cual recuerde los términos
establecidos antes de emprender lo que hemos hecho y consulte su propia conciencia
de hombre y de soldado.
Nadie contestó. Parece que algunos coincidían con Lope de Aguirre y lo dijeron y
éste no pudo menos de vanagloriarse para sus adentros. Pero don Hernando insistió
en que cualquiera que fuera la opinión de Lope sería bueno hacer una declaración
general sobre las causas de la muerte de Ursúa y que todos la firmaran. En aquel
documento habría que comenzar diciendo que Ursúa no tenía respetos humanos…
—Ni divinos —dijo el padre Portillo, que acababa de entrar.
Todos lo miraron y él se ruborizó un poco.
—¿Ven vuesas mercedes? —dijo don Hernando.
Añadió que el mismo sacerdote estaba dispuesto a firmar y esto animó a algunos.
Así pues, se escribió la declaración entera, en la cual se acusaba al gobernador sin
hablar para nada de la sublevación ni mucho menos de la muerte del jefe y de su
lugarteniente. Sin más discusión fueron firmando todos.
Al llegar el turno de Lope de Aguirre, éste escribió con grandes letras: «Lope de
Aguirre, traidor». Los que iban a firmar detrás de él se sobresaltaron y Lope, que
esperaba aquel sobresalto y que daba muestras de no poder aguantar más su propio
silencio, alzó la voz y dijo:
—Caballeros, mudando mi propósito anterior voy a hablar. ¿Qué locura o
necedad es esta en que algunos de nosotros hemos dado que cierto parece más
pasatiempo y juego de niños? No es de hombres cuerdos lo que vuesas mercedes
hacen fiando su crédito de esta información que estamos firmando, porque por muy
bien escrita que esté no va a resucitar a los muertos, y habiendo matado a un
gobernador del rey pretender que con papeles como ésos nos hemos de librar de culpa
es una locura, porque el rey y los jueces saben muy bien cómo se hacen esos papeles
y para qué fines y descargos. Todo el mundo sabe en Quito y en Lima y en Santo
Domingo que si apretados cada uno de nosotros por la necesidad y la tortura nos
obligaran a declarar cosas de monta contra nosotros mismos, las declararíamos siendo
falsas. Y si eso sucede cada día en sus tribunales y justicias, ¿cuánto más fácilmente
seremos todos capaces de declarar mentiras y embustes si es en nuestro favor y en
cuestión de vida o de muerte? Yo os lo prevengo. Nadie se engañe, porque todos
matamos al gobernador y todos nos hemos holgado de ello y hasta los que no lo
sabían son culpables en lenguaje militar por consentirlo y no enterarse. Cada cual
meta su mano en el pecho y diga lo que siente. Todos hemos sido y somos traidores y
todos nos hemos hallado en este motín y suponiendo que la tierra que buscamos se
encuentre y se pueble y sea diez veces más grande que España y que de ella saque el
rey más oro que de todas las Indias juntas, el primer bachiller o letradillo que a ella
venga con poderes de su majestad a tomarnos residencia ha de cortar a vuesas
mercedes las cabezas sin preguntar a Castilla, que la ley es la ley, y con eso nuestros
trabajos habrán sido vanos. Mi parecer es que dejando esos intentos de justificarnos y

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buscar la tierra, y puesto que de todas maneras nos han de quitar las vidas, nos
anticipemos y las vendamos caras y busquemos fortuna a punta de espada en nuestra
tierra que bien conocen vuesas mercedes cuál es, digo, el Perú. En ella tenemos
nuestros amigos, que cuando sepan que vamos allá en rebelión nos saldrán a recibir
con los brazos abiertos y hasta pondrán la vida en nuestra defensa, que yo he vivido
con ellos y los conozco y lo que nunca osarían en Castilla lo osarán en estas tierras
del otro lado del mar, que parece que en la travesía de esas aguas atlánticas cambia el
espíritu del hombre. Y la idea que expongo no es mía ni es nueva, que vuesas
mercedes saben que antes incluso de comenzar la jornada del Amazonas en la que
estamos se comentaba en todas partes que el marqués de Cañete, visorrey, quería
alzarse contra Felipe II y no por sí solo, sino teniendo por mano derecha a Ursúa y
aprovechando que habiendo sido depuesto del virreinato y teniendo que dar
residencia, el nuevo virrey nombrado en Castilla don Diego de Acebo se había
muerto en Sevilla antes de embarcar, que parecía designio del cielo. Vuesas mercedes
dirán blanco o negro y que hablar es hablar y que los hechos son otra cosa, pero yo
digo que cuando todo el mundo decía en voz baja lo que vuesas mercedes han oído en
Lima y en el Cuzco y en Trujillo era porque en el ánimo de todos estaba la buena
razón del asunto y nadie se extrañará de nuestro levantamiento; al contrario, muchos
suspirarán descansados y tranquilos, que el que más y el que menos teme al rey y a
sus escribanos. Y todos querrán y podrán hacerse una naturaleza nueva a nuestro lado
y ellos y nosotros seremos unos y seremos fuertes.
Una vez más se puso a su lado Villena (nombrado alférez general por don
Hernando) diciendo: «Lo que el señor Lope de Aguirre, nuestro maese de campo, ha
dicho me parece lo más acertado y lo que a todos conviene y así yo lo confirmo con
mi voto, lo apruebo y le doy mi confianza por las buenas causas y razones como
acaba de dar y quien otra cosa le aconseje al gobernador mi señor no le tiene buena
voluntad ni le desea bien, sino verle perdido y con él a todo su campo». Y repitió,
concluyendo muy firme y enérgico: «La opinión del señor maese de campo es la
mía».
Tal vez para que no se dijera que el parecer del gobernador no tenía quien lo
defendiera, intervino La Bandera, repitiendo lo que ya había dicho, pero
explayándolo más y con acento amistoso y conciliador: «No fue traición —dijo— el
haber muerto a Ursúa ni se cometió con su muerte ningún delito, pues convino así a
todos y era lo mejor que se podía hacer por tener Ursúa otra intención que la del rey,
quien le había mandado que descubriese y poblase la tierra de Omagua y el Dorado.
Por eso su majestad fue mejor servido, yo creo, con la muerte del gobernador Ursúa,
que andaba flojo y desganado y nos llevaba a todos a la ruina y habría costado al rey
mucha gente y mucha hacienda ya gastada en vano. Y así tengo por bien que lo mejor
será disimular los que intervinimos en este negocio y mostrarnos leales al rey y hasta
esperar premio, que lo merecemos de la real mano —al llegar aquí vio que Lope de
Aguirre negaba con la cabeza y hacía señales de lástima y de burlona compasión, lo

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que irritó tanto a La Bandera que volvió a su violencia anterior—: Y quien dijere que
por estas causas de lo que hemos hecho somos traidores yo le digo que miente y lo
haré bueno donde quiera y con las armas que quisiere».
Lope fue sobre La Bandera, pero intervinieron los otros capitanes e impidieron
que la reunión acabara con sangre. Como Lope de Aguirre decía palabras
entrecortadas a media voz, llamando cobardes a los que tomaran aquella posición, La
Bandera alzó la voz otra vez:
—Ya he dicho que yo no tengo miedo de que el rey me mande cortar la cabeza ni
busco su perdón, que tengo tantos hígados como el que más y doy la vida por poco y
aún por menos si es preciso. Y así digo que, a pesar de mi opinión aquí expuesta, lo
que acuerde la comunidad será mi ley y andaré como el primero en cumplirlo.
Pero a pesar de las presiones y las discusiones de grupo tampoco en aquella
reunión se llegó a acuerdo ninguno. Al salir estaban los ánimos bastante exaltados y
continuaron todo el día las argumentaciones, aunque La Bandera, preocupado por la
idea de que lo creyeran miedoso, condescendía a veces con Lope. Era La Bandera
fuerte como un campeón olímpico y Lope de Aguirre pequeño, cojo y físicamente
insignificante. Aquella condescendencia del fuerte hería a Lope de Aguirre.
La Bandera, con toda su energía, tenía sus lados flacos de carácter. Era cierto su
deseo de volverse a congraciar con las autoridades de Lima y sobre todo con el rey.
Era el miedo del hombre que de pronto ve todos los caminos de la esperanza
cerrados. Así como Lope era por naturaleza un desesperado y con aquella decisión se
abría horizontes nuevos, La Bandera, por el contrario, era hombre de esperanzas, y al
verse sin ellas se sentía desorientado y confuso. En el reparto de los bienes del
mundo, La Bandera era de los triunfadores naturales y Lope de los que pierden. Pero
Lope tenía también su filosofía y no envidiaba a aquella clase de triunfadores sumisos
porque, como decía él, «tan presto muere don Magnífico como don Mezquino, y de
hombre a hombre, cero».
Sucedía también que La Bandera, enamorado de doña Inés, esperaba haberlo
conseguido todo cuando la tuviera a ella.
Entretanto el tiempo comenzaba a cambiar también en aquella parte del
Amazonas.
Hasta entonces habían tenido una relativa sequedad de atmósfera y un tiempo
calmo. Los mosquitos molestaban mucho en tierra y no tanto en el río. Pero
comenzaba la estación de las lluvias.
A partir de la Navidad, cada día, a la hora de la siesta, había una tormenta
estrepitosa con rayos y centellas. La lluvia caía a raudales y después de cada descarga
eléctrica aumentaba en intensidad y fuerza. Algunas veces la tormenta duraba dos o
tres horas y salía otra vez el sol. Pero era frecuente que continuara a lo largo del día y
de la noche.
Los rayos no eran color malva ni azules, como en otras partes, sino de colores
diferentes, y entre dos azules había de pronto uno color rosa, sembrando sus

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ramificaciones por la alta bóveda. O rojo.
Los truenos, a veces, eran constantes y sin interrupción, es decir, que los ecos de
uno se mezclaban con las vibraciones del anterior, pero en otras ocasiones eran secos
como cañonazos y sin eco alguno. El negro Bemba se entretenía en contar sus propias
pulsaciones entre un rayo y el otro. Unas veces contaba cuatro, otras hasta siete
pulsaciones. Y así durante horas y horas.
—Ésta es la ley de la línea equinoccial —decía Alonso Esteban— y de aquí en
adelante todo será lo mismo. Aguaceros, caimanes, serpientes y rayos y centellas.
Las tormentas eran a veces espantosas, y una vez La Bandera sorprendió a Lope
de Aguirre, sin que éste se diera cuenta, hablando consigo mismo o con Dios o con el
diablo:
—Sí, puedes tronar y centellar y quemar la tierra y el cielo. También a Ti te
resulta el cielo estrecho como a mí el mundo. Pero yo tengo un plan y si no te parece
bien, a tiempo estás para matarme ahora de un rayo. Si no me matas entenderé que lo
apruebas y tanto mejor para todos.
La Bandera, que era hombre de supersticiones, al oír después de las palabras de
Lope un rayo que debió caer cerca y ver las armas del nuevo maestre de campo brillar
y refulgir con el relámpago, tuvo la impresión de que el rayo había fulminado a Lope.
Luego volvió a verlo indemne y se extrañó.
A vueltas con sus propias reflexiones, La Bandera llegó a temer a aquel hombre
raquítico y tremendo.
Era verdad lo que dijo el barbado capitán Guevara y pasados los primeros días
doña Inés comenzó a llorar. A veces se la oía en la noche dar grandes voces pidiendo
que la mataran también a ella. Como doña María la mulata estaba en su mismo cuarto
(con la indita viuda de nueve años) trataba de consolarla, pero era inútil.
Un día, enterado el gobernador de la desesperación de doña Inés, fue a verla. Se
mostró frío, distante y protector. Al principio creyó Inés que iba a requerirla de
amores, pero el nuevo gobernador se limitaba a decirle que podía y debía estar
tranquila y sentirse segura y que la dejarían en el primer territorio cristiano que
hallaran si no quería seguir con ellos.
—¿Yo? ¿Dónde? Si vuesas mercedes no saben siquiera adónde van —dijo ella.
El nuevo gobernador le aseguró que lo sabían muy bien. Inés, entre sollozos, le
decía:
—Si esos forajidos han sido capaces de traicionar a don Pedro de Ursúa también
lo serán de traicionar a vuesa merced. Y algún día se acordará de estas palabras que
acabo de decirle, señor Hernando de Guzmán.
En medio de su ira y de sus lágrimas, parecían las dos mujeres un poco
decepcionadas viendo que don Hernando, joven y apuesto —y sobre todo, cabeza del
campo—, no trataba de recibir a la viudita en herencia.
La mulata pensaba: «Éste ha debido leer y aun aprender de memoria el romance
del conde Irlos y su debilidad no es la hembra, sino la autoridad y el poder».

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Poco después de salir Guzmán entró La Bandera. Y aquello ya era otra cosa:
regalos de frutas, una polvera nueva para la mulata, un quitasol y un mosquitero para
Inés y de pronto alusiones y palabras ligeramente incongruentes, por ejemplo aquel
deseo de que doña Inés aprendiera un día a tocar el clavecín, en Castilla.
La mulata se ponía de parte de La Bandera en todo, porque sabía que, como
candidato, excluía la posibilidad de Zalduendo, que era su amante. Doña María quería
que doña Inés aceptara a La Bandera para excluir a Zalduendo de entre los
pretendientes.
Tenía La Bandera entre otras ventajas la de ser capitán de la guardia, que estaba al
lado en un cobertizo de tablas y esteras de henequén. Y de navegar —cuando
volvieran al río— en el mismo bergantín con doña Inés.
La Bandera era tan torpe como cualquier enamorado y doña Inés se daba cuenta.
Después de haber llorado a Ursúa una buena novena comenzó a escuchar al nuevo
galán. Éste iba poco a poco perdiendo su torpeza. Ya no le hablaba del clavecín y en
cambio había pasado a las obras y aprovechaba cualquier oportunidad para saltarle al
cuello y abrazarla y besarla.
Ella resistía blandamente, produciendo unos rumores guturales de súplica y
protesta que a La Bandera le sonaban como los arrullos de una paloma, y así se lo
dijo.
La niña india de nueve años, que hablaba ya español, veía todas las cosas en sólo
dos planos: lo bueno y lo malo, lo propicio y lo contrario, lo blanco y lo negro. Y La
Bandera tuvo la fortuna de caerle bien. Era un hombre bueno. Para la niña, las garzas
blancas venían del cielo y los cuervos negros del infierno.
La Bandera pertenecía al reino de las garzas blancas.
Se convirtió el comandante de la guardia en un esclavo voluntario y en un amador
platónico de Inés y la mulata doña María en hábil celestina.
Como la mayor parte de la noche la pasaba La Bandera desvelado, tenía ocasión
con cualquier pretexto de acercarse a la vivienda de Inés y una noche la halló casi
desnuda y sola. Aunque parecía aquello especialmente propicio, doña Inés se
defendió. «¿Creéis —decía— que puedo olvidar tan pronto a don Pedro de Ursúa?
¿Por quién me tomáis?». La Bandera le hacía ver que siendo ya imposible resucitarlo
y encontrándose ella en plena juventud a nadie podría extrañarle que aceptara un
amor nuevo. La mujer y el hombre eran el universo entero y gracias al amor la vida
seguía existiendo. Y ella y él eran la vida.
Pero Inés se defendía aún. Es verdad que no iba a llevar la defensa muy lejos.
La selva se sentía desde el poblado mucho mejor que desde el río. Había en ella al
atardecer rumores de multitud como en una ciudad en días de fiesta o jubileo, cuando
unos gritan, otros hablan, alguno ríe, grupos de niños cantan o lloran, todo
incesantemente y a un mismo tiempo.
En días secos, aquella selva estaba infestada de mosquitos zancudos que los
indios llamaban carapanás, sobre todo al oscurecer y en la noche. Era imposible

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evitarlos y algunos soldados se cubrían la cara con trapos, pero siempre hallaban los
mosquitos algún resquicio en el pescuezo o en la oreja o en la mano.
Además, su aguijón pasaba los tejidos ligeros y picaba lo mismo a través de ellos.
Durante el día no molestaban si había brisas fuertes, pero en lugar de ellos
aparecían unas moscas tenaces, obstinadas y pegajosas que mordían como avispas.
Recordaban a los tábanos de Castilla, pero más abundantes, y a veces parecían una
verdadera plaga.
Sólo cuando los bergantines viajaban lejos de las orillas se sentía algún alivio.
La tormenta equinoccial —así decía Esteban, el experto navegador de Orellana—,
que comenzaba hacia las tres de la tarde duraba a veces, como dije, todo el día y la
noche. Y el estruendo no dejaba dormir. Fue Lope al bohío de los negros, que estaba
cerca del suyo. Aunque eran más de veinte los negros, la casa era grande y sobraba
lugar para todos. Los blancos cuando se aburrían se ponían a conspirar, pero los
negros no se aburrían nunca, porque antes de que llegara aquella posibilidad rompían
a cantar y a bailar. Habían hecho, a imitación de los indios de Machifaro, con unas
calabacitas secas dentro de las cuales ponían semillas o piedrecitas menudas, un
instrumento sonoro. Moviéndolas a compás y a contratiempo con los tambores daban
un sonido que no era desagradable. Llamaban a aquellas calabacitas maracas.
Le gustaba a Lope ver cómo Bemba, su amigo y ahora su criado, era quien
llevaba la dirección del baile. Y gritaba Bemba:
—Los hermanitos Marassa, caray.
—Ya veo —respondían los otros a coro.
—Juntitos los dos Marassa.
—Juntitos.
—Levantando guirigay.
—Caray.
—En la puerta de la ayupa.
—Ya ves.
—Los dos hermanos Marassa.
—¡Qué pasa!
—Pasa lo que yo me sé.
—Marassa.
—Marassa bambú guedé.
—Ya ve.
Y seguían así horas enteras. Lope se asomó y, viendo a Bemba de espaldas,
bailando, y a los otros distraídos con su fiesta prefirió marcharse sin darse a conocer.
Sabía que aquellos negros lo querían a él porque era pequeño, oscuro, retorcido y
cojo. Porque era, de un modo u otro, inferior. En cambio, odiaban a los triunfadores
atléticos como La Bandera. Sin darse cuenta, Lope sabía las cosas que los otros
sentían, aunque ellos mismos no se dieran cuenta. Por ejemplo, sabía que
comenzaban a temerle a él en el campo.

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La tormenta seguía.
Como era de esperar, el día siguiente amaneció límpido y fragante. Lope, a medio
armar —con la loriga, pero sin celada—, se acercó al bosque. Iba con Elvira, que
gustaba mucho de aquellos paseos cuando su padre podía acompañarla a falta de
Pedrarias.
Vieron aquel día pasar por el llano descubierto (allí donde se acababa la arena de
la playa) una multitud de monos chillones que se perdieron en la selva. Detrás de
aquella multitud de animales de pelaje grisáceo y caras de expresión violenta y
agresiva —de perros que estaban a punto de dejar de ser perros, pero que eran perros
todavía— iban cincuenta o sesenta monos rubios, con su carita rosada. Algunos se
detuvieron y se alzaron sobre las patas de atrás para mirar a los soldados.
Elvira dijo: «Es imposible que estos animales no tengan alguna clase de alma y de
entendimiento». El padre explicó:
—Tienen alma irracional…, eso dicen al menos, hija.
Pero los monos de la cara sonrosada y el pelo blanco amarillento, tan limpios que
parecían muñecos de lana y seda, se detenían un momento, miraban, alguno alzaba el
brazo para rascarse con la otra mano en la axila, daba un pequeño grito de sorpresa o
de comentario —que parecía irónico— y seguía a los otros.
—Ésos —dijo Esteban, que se acercó— andan más de cincuenta leguas cuando
llega el tiempo de las nueces por allá hacia las fuentes del río, digo, hacia los Cararis
y más arriba. Cuando llega el tiempo de la sazón de esa nuez, se van todos allá y
cuando la comen algunos se ponen malos y se mueren y los otros se vuelven medio
locos. Les da la locura de la hembra, que esas nueces tienen un aceite que despierta
deseos tremendos. Eso dicen.
Callaban los dos pensando en Ursúa y en doña Inés y veían pasar los últimos
monos blanco-amarillentos con su carita de seda color rosa. Elvira reía y hablaba
haciendo gorjeos de complacencia viendo a aquellos animalitos tan limpios y de
gestos tan estilizados y graciosos.
Habían decidido los capitanes en una reunión —sin volver a hablar del gran
problema que quedó planteado entre La Bandera y Lope de Aguirre— continuar el
viaje río abajo en vista de que, a juzgar por las apariencias, en Machifaro nada había
que descubrir ni conquistar ni poblar. Todos se alegraron, aunque sólo fuera porque
navegando lejos de las orillas los mosquitos los dejaban en paz.
Los negros hablaban entre sí y comentaban las cosas a su manera. Refiriéndose a
la muerte de Ursúa, el negro a quien llamaban Vos decía:
—Lo abrieron por delante muy bien porque estaba en cueros. Y le salió el alma.
Luego tuvimos que enterrarlo con el otro.
Para los negros y para muchos de los indios del Amazonas, la muerte no existía
sino en forma de accidente, es decir, de mala voluntad misteriosa y secreta de alguien
que influía desde las sombras y que salía adelante con su influencia. Por desgracia,
todos tenían personas que los querían mal.

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Si no, no se moriría nadie nunca. Eso creía Vos.

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VII

Cuando Lope subía al bergantín oyó a Martín Pérez que a bordo hablaba con
Zalduendo y le decía:
—Lo de Ursúa tenía que suceder y yo sabía y lo estaba esperando hace tiempo.
Yo lo sabía por la fecha de su nacimiento, digo, por los astros.
Le extrañó a Lope que Martín Pérez hablara tanto, porque era hombre de muy
pocas palabras. Tenía una cabeza seca y mongólica, y según él nuestros actos están
acoplados al movimiento del sol, la luna y las estrellas. Así, era fatalista y no creía
que las palabras ni las opiniones humanas tuvieran mucho valor.
Por eso no hablaba.
Algunos tenían miedo de Martín Pérez por su laconismo y su manera de pasar al
lado sin detenerse, como una sombra maldita. Quizá por todo eso, o porque realmente
lo merecía, tenía prestigio como hombre de guerra. Lope lo estimaba mucho.
Acababan de subir al bergantín los últimos cuando el padre Portillo, apoyado en
la borda del lado norte, sacó su breviario y se puso a leer. Desde abajo, desde la chata
cordobesa que flotaba al lado, se oyó una voz de mujer:
—¡Padresito, quérame vos un poco!
Lope no sabía cómo entender aquello. La misma voz gritaba:
—Si no me querés un poquito me condenaré. ¡Me muero por vos, padresito!
Disgustado, el sacerdote se fue al lado contrario del bergantín sin dejar de leer su
breviario.
Zalduendo contenía la risa y otros, por el contrario, reían más fuerte de lo que
habría sido discreto. El padre Portillo enrojecía ligeramente en la frente y las mejillas,
sin apartar su vista del breviario.
Dos soldados trataban de acomodar tres iguanas vivas, pero ellas querían huir y
alguien dijo: «Mátenlas sus mercedes». Uno de los soldados explicó: «No se puede.
En media hora olerían a muerto con estas calorazas». Y el que había aconsejado que
las mataran comentó: «Tampoco huelen a vivo ahora, camarada».
Algún que otro soldado llevaba víveres, pero casi todos confiaban en el azar.
El bergantín —el único que quedaba— iba muy cargado. Se habían instalado allí,
además de los nuevos jefes, doña Inés con su criadita india y la mulata María, que
había venido siendo su doncella. Consiguió doña Inés mamparos y cortinas que la
aislaran de la gente. Pedía las cosas y las exigía como si Ursúa estuviera vivo todavía.
Por casualidad, la guardia quedaba siempre instalada cerca de donde estaba ella y
La Bandera no la perdía de vista.
Habían pasado once días desde la muerte del gobernador.

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En la chata que seguía al bergantín y que tenía algún espacio libre, los negros —
que nunca parecían tener calor ni hambre ni sufrir molestia alguna— volvían a sus
ritos:

Okelé fayao-ó
lleibé nem’ore-é
Okelé fayé…
okele-fayao-ó
Umba yangós aremé?
Yangós arim etemé
Okelé fayé
Yangós arim etemé
Nu to, nau filuné
filú ga yorimé.

Explicaban a Pedrarias que aquello quería decir: En la distancia, el pájaro okelé /


allá lejos, qué triste está. / Allí el pequeño okelé, / allá lejos el pajarito okelé, /
¿quizá está viendo caer la lluvia? / Porque la ve canta / en la distancia el pajarito
okelé, / ve caer la lluvia y la saluda. / Ah, ah, cantas y mi corazón, / mi corazón
amargo, se siente más amargo…
Era una canción triste, porque salían de un lugar conocido donde habían sido
felices para ir a otro que no sabían cómo sería.
De vez en cuando, el negro que llevaba la iniciativa, y que era ahora el llamado
Juan Primero, miraba alrededor el río, la selva de aquella orilla —la orilla contraria
no la alcanzaba la vista— con una especie de codicia de propietario. Sin duda aquella
tierra era más parecida a la tierra africana de sus orígenes que a la de los españoles.
No había en el campo unidad de opiniones ni mucho menos. Unos querían
quedarse a descubrir y poblar el Dorado y otros volver al Perú y hacerse lugar allí a
punta de espada. De un modo sobreentendido, y los que querían poblar el Dorado
esperaban el perdón de Castilla y los que preferían volver al Perú desafiaban al rey.
Se podía plantear la cuestión de otra manera. Era el problema de los cobardes y
de los valientes o de los hombres con esperanza y de los desesperados.
El mismo día que salieron de Machifaro llegaron al anochecer a otro pueblo
también en la orilla izquierda del río, tan despoblado y vacío que no había ni una
triste cazuela de barro donde guisar. Pero se detuvieron a hacer noche. Para mayor
dificultad, el bergantín comenzó a hacer agua y cuando quisieron repararlo vieron que
el fuste central estaba podrido también, a pesar de la brea, y sacaron a toda prisa las
vituallas y las armas antes de que fuera a pique.
El grupo que prefería volver al Perú se había dividido también en dos, porque
unos pensaban volver por el mismo río a fuerza de remos en la chata grande, que era
la única segura, y enterado Lope de Aguirre (que era partidario de ir al Perú por
Panamá) la hizo desbaratar aquella misma noche. Como sólo les quedaban
embarcaciones menores y el lugar parecía a propósito para hacer nuevos navíos,

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acordaron quedarse allí hasta construir dos bergantines grandes, capaces de navegar
por alta mar.
La Bandera veía todo aquello con cierto escepticismo y se acogía al amparo de
doña Inés con el pretexto de protegerla, dándole en tierra el mejor bohío y poniendo
la guardia a su lado. Eran ya amigos íntimos y por la noche no se hallaba nunca a La
Bandera en la guardia, porque las pasaba todas ocupado en la dulce tarea del amor.
Inés, que había resistido en tierra, no pudo negarse a bordo del bergantín porque la
vista de las aguas del río la enloquecía un poco.
Parece que doña Inés se encontraba en un raro estado de estupor entre aterrada y
abúlica. Pero, como decía Zalduendo, «se le daba una higa de todos los soldados y
querría que se los llevara el diablo en una noche». Como se puede suponer,
Zalduendo envidiaba a La Bandera.
A solas con La Bandera recordaba doña Inés que en Trujillo y en vida de su
marido éste había dicho muchas veces que el estado natural de una mujer en Indias
era el estado de viuda. Y viuda fue pronto doña Inés de su marido, que murió en la
revuelta de Gonzalo Pizarro. Después, como hemos visto, lo fue de Ursúa, y cuando
alguien aludía a aquello, ella decía con una expresión indefinible:
—Me gustan los españoles. Querría ser la viuda de todos los españoles.
La Bandera no sabía cómo entender aquello. ¿Tal vez Inés quería verlos a todos
muertos? Las cholitas tenían ya una manera de pensar propia y distinta.
Al saber que había dicho aquello, Pedrarias comentó:
—Debe ser cansado quehacer para las mujeres ese de ser hermosas.
Los negros, algunos de los cuales eran buenos carpinteros, comenzaron a cortar
árboles, a desbastarlos y a preparar la madera bruta. Los pilotos y gente de mar
hacían los diseños, dando a las embarcaciones nuevas el mayor calado y arbolado
posible.
Habiendo desembarcado los caballos y los enseres, cada cual se acomodó como
pudo. La verdad era que en aquel pueblo había lugar para todos.
Con la frecuentación de doña Inés, La Bandera iba cambiando de hábitos, ni más
ni menos que Ursúa, aunque por un estilo diferente. A menudo se quedaba inmóvil
con la vista perdida en el aire y Lope lo veía desde lejos, se golpeaba con la fusta la
pierna coja y reía por lo bajo diciendo: «Ya le dio la tarumba del martelo al
comandante de la guardia».
La Bandera le había dicho a doña Inés que ella era la mujer con quien había
soñado desde niño. Y le contaba una historia que no dejaba de tener interés: No
habría cumplido aún doce años cuando en la casa de sus abuelos en Torrijos vio un
día un extraño objeto de adorno encima de una cómoda. Era como una combinación
de conchas y de perlas que hacían los portugueses, endurecida dentro de una campana
de cristal. Había en algún lugar entre las valvas nacaradas y las perlas una
pequeñísima mujer de marfil rosado, desnuda. Según como se miraba la figurita, se

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proyectaba ampliada o reducida, pero cualquier parte de ella o toda entera era de un
poder sugestivo de veras diabólico.
La Bandera no olvidaba la primera vez que fue sorprendido mirando aquella
mujer, porque lo castigaron duramente. Calculando después los riesgos volvió
muchas veces a entrar a escondidas, y a contemplar aquel prodigio.
Desde entonces la mujercita de marfil rosado de la cómoda de sus abuelos era el
ideal femenino suyo y daba la casualidad de que Inés parecía una copia fidelísima de
aquella figura. Con esas asociaciones y con su tendencia al éxtasis, Lope lo veía
disminuido cada día. Y sonreía para sí repitiéndose que en la vida había que saber
esperar.
La fabricación de los bergantines y algunas chatas nuevas y balsas había de llevar
según calcularon más de dos meses. En realidad, fueron tres; pero lo peor no fue la
inmovilidad y tardanza, sino que las hambres que sufrieron fueron tales que tuvieron
que comerse los caballos, hasta el último. Algunos negros que los cuidaban les habían
tomado cariño y se dolían y había que ver a Juan Primero llorando por un rodado que
llamaban «Babieca», como el del Cid.
Así y todo llegó a faltar también la carne de caballo y tenían que ir al otro lado
del río, que en aquel lugar era más de diez leguas de ancho, a buscar yuca, que
molían y con la cual hacían un pan cazabe o galleta de poco alimento y mal sabor.
Los que no podían más —y solían ser los indios de quienes se hacía menos cuenta—
se metían en la selva y volvían con algunas frutas silvestres y dátiles y guayaba para
sí y los suyos.
Habían conservado hasta entonces alguna pareja de animales para hacer cría en
las tierras que poblaran, pero allí perecieron también.
Lope comenzaba a llamar a los soldados marañones porque el río que navegaban
lo llamaba el Marañón, mientras que para los que habían ido con Orellana se llamaba
el río, como hemos dicho varias veces, Amazonas. Alonso Esteban se lo recordaba a
Lope de Aguirre, y él decía: «¿Qué le pasa a vuesa merced con las amazonas?
Marañones somos y marañones triunfaremos o moriremos». Le sonaba bien aquel
nombre: marañones.
Con el cargo de maestre de campo tenía muchas ocasiones Aguirre de ejercer
alguna clase de autoridad, y lo hacía con una mezcla de amistad y paternalismo
amenazador que la mayoría le toleraban porque después de Núñez de Guevara —el
que vio el fantasma anunciando la muerte de Ursúa— era el más viejo del campo.
Además, en tiempos confusos el más extremista suele arrastrar consigo las opiniones
de los otros, y Lope de Aguirre lo era. Tenía, pues, no pocos partidarios.
El hambre era en el campamento no sólo un hecho físico, sino moral también por
sus tremendos efectos deprimentes. Así como los niños creen valer más comiendo
más y todo lo cifran en eso, los adultos se sienten disminuidos con el hambre.
Morir está bien —pensaban algunos—, pero no de hambre. Morir de hambre es
de perros y no de personas, y menos de hombres cristianos.

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Un soldado decía, sentado contra un árbol:
—Me comería tres barcos de nabos con habichuelas.
La Bandera se pasaba el día buscando qué comer, no para sí, sino para su amada.
Entre otros problemas tenía uno de veras dramático que consistía en que los excesos
del amor le debilitaban y necesitaba reparar fuerzas. Pero los víveres que lograba se
los llevaba a ella y, bien alimentada Inés, exigía más amor. Y La Bandera, feliz,
temblaba en sus piernas.
Se iba quedando La Bandera en los huesos y Lope de Aguirre lo veía con ironía.
Los carpinteros y aserradores estaban toda la noche y parte del día trabajando.
Los de las sierras cortaban troncos de árbol, y cuando Elvirica salía de su bohío
acomodaba sus pasos sin darse cuenta al ritmo de la sierra. Quería evitarlo, pero no
podía. Y a veces regresaba a su bohío con la impresión de que caminaba bailando, sin
atreverse a ir a donde quería ir.
Como siempre, Lope era de los que menos sufrían con el hambre, porque, aunque
hubiera víveres sobrados, no comía casi nunca. Lo mantenía el instinto de
reivindicación y de venganza. Iba y venía por el campo día y noche y lo veía todo y
estaba en todas partes. Menos a las horas de la tormenta. Cuando después de los
primeros rayos comenzaba a llover había que retirarse, recogerse, ocultarse y dejarles
la tierra y el cielo a las aguas tibias en la línea ecuatorial.
Viéndose tan atendida y mimada, doña Inés desarrollaba algunas coqueterías
nuevas. Con La Bandera se consideraba superior socialmente y se atrevía a todo. Una
noche lo hizo salir a buscar una hierba que usaban contra las picaduras de los insectos
porque le había mordido una hormiga roja en el tobillo.
Otro día se lamentaba Inés de que un párpado le temblaba constantemente, y
como no sabía La Bandera qué hacer, además de besarla tiernamente en los ojos,
llamó a una india de las que iban en la expedición, que era curandera, y que dijo sin
la menor duda:
—Eso le pasa a vuesa mercé porque ha visto dos sapos haciendo el amor.
No se acordaba Inés de haber visto tal cosa. Pero la india juraba que no se le iría
aquel temblor del párpado hasta que viera otros dos sapos en la misma ocasión y
acción. Porque lo que producía el daño producía el remedio.
Con eso se marchó, y en los movimientos del cuerpo de la india se veía la alegría
de marcharse, ya que la relación directa con los españoles —o castillas, que decían—
le daba miedo. Estar cerca de los castillas era estar cerca de la muerte por una razón u
otra.
Después de aquellos consejos, Inés miraba a La Bandera, y éste pensaba que si
ella lo pedía no tendría más remedio que ir a buscar dos sapos en celo, macho y
hembra, y llevarlos al bohío.
La necesidad de atender a Inés y de buscarle alimentos le hacía aguzar el ingenio
a La Bandera. Un día encontró tres huevos de caimán y los preparó friéndolos con
aceite de palma. Pero, al saber que eran de caimán, ella no los quiso y los comió el

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mismo La Bandera, quién atrapó una indigestión que se le complicó con el cólico
nervioso que padecen a veces los enamorados demasiado activos. Estuvo una semana
resignado a las formas platónicas del amor.
Lope seguía vigilando la construcción de los bergantines. Había escondido
víveres para los carpinteros y aserradores porque no debía faltarles nada a aquellos
hombres de quienes dependía el futuro de todos.
No estaba Aguirre muy satisfecho porque había en el campamento algunos
incondicionales de Ursúa que lo miraban de reojo y le obedecían de muy mala gana.
Por ejemplo, García de Arce, además de negarle obediencia, comenzaba a murmurar
y a levantar opiniones divergentes. Hacía tiempo que Lope la tenía tomada con Arce,
quien seguía con la obsesión de estar enfermo de morbo gálico y había dicho un día
que la mujer que lo había contagiado a bordo era la esposa de un capitán
guipuzcoano, y al enterarse Lope de Aguirre, aunque era evidente que no se refería a
él, le quedó cierto resquemor. Lo que más duele de la calumnia no es el hecho
imputado, sino la mala intención.
Una noche, al verlo pasar delante de su puerta, le dijo:
—¿Por qué no acudisteis ayer cuando los tambores llamaron a asamblea?
—No estaba bien de salud.
—¿El morbo gálico todavía? No se apure vuesa merced, que yo sé un remedio
que no falla.
Olvidaba a veces Lope los sucesos del día anterior; otras no podía determinar si lo
sucedido el día anterior había pasado dos meses atrás y viceversa. Pero de las cosas
pasadas diez años antes —como aquella de la esposa del capitán— se acordaba muy
bien.
Creía Lope leer en la mente de sus enemigos, y Arce era uno de ellos. Al menos
por tal lo había tenido. «Este hombre —pensaba—, allí donde yo esté me hará
sombra. Unas veces con bromas como la de la hembra esposa del guipuzcoano, que le
pegó el morbo gálico, y otras con veras. Porque hay gentes con la obsesión de
disminuirme de un modo u otro. ¿Es que sólo disminuyéndome a mí prosperan
ellos?». Tenía Lope entre cejas también a Belalcázar por haber hecho declaración de
lealtad a Felipe II cuando recibió la vara de justicia. Era un hombre grave que al
anochecer cada día parecía más grave porque se sentía muy viejo, y cuando se
retiraba a su bohío iba arrastrando los pies y apoyándose en una rama de árbol que
para aquel fin tenía. Al día siguiente se volvía a sentir en la mañana joven otra vez.
Viendo aquello, Pedrarias se decía: es la influencia de estas latitudes, donde todo es
exagerado, y el atardecer es una tragedia desoladora, y el amanecer, una orgía que nos
embriaga.
Eran las casas de aquel pueblo grandes; en cada una de ellas vivía, al parecer, una
tribu entera, y todas juntas eran una confederación o cosa parecida. Cubiertas de
palmas, como todas las que encontraron en las orillas del río, no tenían puertas y

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debían los españoles poner toldos de sábanas para dormir porque los mosquitos los
devoraban. Hacía tanto calor que ni de día ni de noche se podía sufrir la ropa.
Buscaban para comer huevos de aves o de tortuga que raramente encontraban,
unas frutas planas que eran como naranjas, pero blancas, ananás, pavos y pauxis, que
eran también buenas aves. Pero no siempre encontraban carne y las frutas eran más
refresco que alimento. Los que trabajaban en los bergantines se habían reservado
parte de los caballos, que tenían salados y ocultos.
Pasaba la gente mucha hambre y la falta de sal, por haberse concluido la que
traían de los Motilones, aumentaba la angustia. La última que quedaba la emplearon
los de los bergantines en salar el último caballo para conservarlo, todo esto con
conocimiento de Aguirre, que protegía especialmente a los negros carpinteros.
Algunos días iban selva adentro y no hallaban sino monos, que cazaban con tanta
dificultad que no valía la pena. Si usaban los arcabuces no podían matar más que uno
—el primero—, porque los demás, asustados, se iban muy lejos.
Entretanto, Gonzalo Duarte —otro sospechoso para Lope— hacía buñuelos para
don Hernando con algún maíz que halló y tuvo sobre aquello palabras con Lope,
quien lo llamaba «el buñolero».
Había dos soldados que no se avenían a comer carne de mono si sabían que lo era
y los otros se burlaban. Hubo casos tristes. Mujeres que se dejaban casi morir de
inanición para que comieran sus hijos, y también lo contrario, personas que se
escondían de sus hijos para devorar la parte de alimentos que les correspondían y que
les habían robado.
Pasaban a veces tres o cuatro días sin hallar nada de comer.
Y no aparecían indios por parte alguna.
Sobre los monos de la selva había diversidad de opiniones. Los monos
cuadrumanos que no se ponían de pie se podían matar y cocer sin reparo, pero de
pronto acudían docenas de otras clases de macacos a ver a los expedicionarios, y
aunque no se aventuraban muy lejos de la selva —siempre quedaban a una distancia
de los árboles menor que la que los separaba de los hombres—, a veces se dejaban
aproximar y los indios de la expedición atacaban de pronto a palos (no usaban otras
armas) a toda aquella asamblea de antropoides. Era una mala faena aquélla, como
decía Belalcázar. La mayor parte de los monos huían y trepaban a los árboles, pero
seis u ocho quedaban aturdidos en el suelo y eran rematados, despellejados y puestos
a cocer poco después. Con ellos no podía comer sino la décima parte de la armada.
La Bandera se cuidaba de que no faltara, sin embargo, para doña Inés.
A veces La Bandera abandonaba la guardia y se iba a cazar para ella.
Aunque parezca increíble, algunos soldados no querían emplearse en la faena de
matar monos a garrotazos si los animales se presentaban de pie o con buenas
maneras. Eso decían. Con los arcabuces era difícil, porque nunca estaban un
momento quietos los monos.

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También Lope veía a veces con repugnancia la exterminación de un grupo de
monos y el padre Henao le preguntó cómo podía repugnarle aquello a un hombre
como él.
—¿Qué me pasa a mí, según vuesa reverencia?
—No, nada —respondió el cura—. Lo digo porque no hay duda de que es vuesa
merced hombre de pelo en pecho.
—¿Qué tiene que ver eso? ¿No ve vuestra reverencia que esos animales son seres
inocentes? Ninguno de ellos ha querido ser obispo. Son más inocentes que vuesa
merced y que yo mismo. Por eso se les quiere a los animales a veces más que a las
personas. Además, esos animales nos imitan a nosotros los hombres.
También era verdad. El sacerdote lo miraba con recelo y evitaba discutir con él
desde entonces.
Había pendiente alguna tarea de persuasión en el campo antes de decidir el
destino final de la expedición y Lope y Montoya no se descuidaban. Lope de Aguirre,
sobre todo, iba a los soldados de menos luces y les prometía facilidades y honores en
el Perú. Muchos se dejaban deslumbrar, sobre todo los más veteranos, que recordaban
cómo algunos caudillos rebeldes estuvieron a punto de triunfar en el Perú contra el
rey. Y creían se podía repetir la aventura bajo mejores auspicios.
Era Lope ya obedecido y seguido por muchos, entre los cuales no faltaba quien lo
considerara más importante que el gobernador mismo. Solía tener Lope una palabra
de halago para cada uno de los soldados si ellos las aceptaban y, si no, miradas
reticentes, reservas y amenazas.
Una noche fue a ver al gobernador, y hallándolo solo le dijo que no podía ni debía
tolerar en el campo a dos personas que eran enemigos suyos declarados: Arce y
Belalcázar. Enemigos abiertos del gobernador. Sobre todo, Arce, porque así como
Belalcázar había proclamado públicamente su adhesión al rey y, por lo tanto, era
menos peligroso, en cambio, Arce andaba haciendo diferentes caras según soplaba el
viento y guardando secreta su intención.
Sin embargo, Lope la conocía aquella intención porque penetraba en los
propósitos secretos de aquellas personas que le obligaban a concentrar en ellas su
pensamiento durante el espacio de una luna.
Don Hernando, que era un poco supersticioso como nacido en Sevilla, lo miraba
sin saber qué pensar. Aquello del espacio de una luna lo intrigaba.
Hablando de Arce recordaba Lope sus palabras de diez años antes sobre la mujer
del morbo gálico. Y le decía a don Hernando:
—¿Cree vuesa merced que se va a salvar un día de la justicia de Castilla por ser
clemente con enemigos como Arce y Belalcázar?
—Yo no espero nada de la justicia de Castilla, señor maestre de campo.
—En la guerra ya es sabido que sólo tiene razón el que la gana —dijo Lope—, y,
por lo demás, yo bien me acuerdo de cuando vuesa merced metió la espada por el
cuello de Ursúa y otros se acuerdan igual que yo.

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Palideció don Hernando y dijo:
—Podéis prender a Arce cuando queráis, pero que sea justificado. ¿No mandáis
en el jefe de alguaciles, digo en el mulato Pedro de Miranda? Entendeos con él.
—Ese mulato borrachel anda remolón y menos caso me hace a mí que a mi criado
negro, el Bemba.
Era aquel mulato de Talavera de la Reina, se las daba de caballero y Aguirre
sospechaba que había sido quien dos días antes de morir Ursúa le avisó desde fuera
del bohío, porque una vez le había oído decir que tenía clarividencia para ver llegar la
muerte de otras personas.
El gobernador repitió:
—Podéis disponer de Arce.
—No es sólo Arce, que Belalcázar está amotinando la gente contra vuesa merced.
—¿Hay pruebas?
—Las hay y buenas —respondió con ironía Lope—. La más importante es que lo
digo yo.
—¡Vamos, vamos, señor Lope de Aguirre!
—¡No vamos a parte alguna!
Viendo el gobernador que Lope hablaba con encarnizamiento, le dijo:
—Repito que tenéis carta blanca con Arce si es cierto lo que decís, que yo no lo
dudo. Pero es bueno que se hagan las cosas con justicia y con testimonios ciertos. A
Belalcázar dejádmelo en paz.
Le pidió entonces Lope que firmara un papel que le presentó. El gobernador le
dijo sin leerlo:
—Tanta autoridad tiene vuestra firma como la mía, que estamos en guerra y sois
el maese de campo.
Salió Lope renqueando y fue a buscar a los negros Juan Primero y Bemba, a
quienes sacó del trabajo de los bergantines y llevó a su casa.
—Desde ahora —les dijo— vais a servirme a mí, pero como en mi casa no hay
acomodo vais a vivir en un bohío desocupado. Allí estaréis los dos solos y sin que
entre a vivir con vuesas mercedes ningún otro hombre blanco ni indio, negro ni
mulato.
—¿Desde cuándo, señol?
—Desde esta misma noche. Digo, desde ahora.
Se fueron los negros un poco intrigados y desde la puerta Lope les dio orden de
acudir al punto del alba a su casa.
El día siguiente, poco antes de amanecer, cuatro soldados de la guardia arrestaron
a Arce y lo llevaron a presencia de Aguirre. Los acompañaba el mismo La Bandera,
jefe de la guardia, que no comprendía bien lo que pasaba.
—¿Qué tenéis que hacer aquí, La Bandera? —le dijo Lope de Aguirre.
Y añadió en broma: «¿Cómo osáis abandonar un momento la guardia y con ella a
doña Inés? ¿No tenéis miedo de que os la quite Zalduendo?».

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Salió La Bandera renegando de las bromas de Lope.
—¿Qué es esto? —preguntaba Arce, alarmado.
—No tardaréis en verlo. Átenlo vuesas mercedes mis hijos y vengan detrás.
Estaba Lope armado como para el campo de batalla. Fueron al bohío donde
dormían los negros Bemba y Juan. Una vez allí, Bemba, que se creía en delito, dijo:
—Ahora íbamos a casa de vueselensia, como nos dijo ayer.
—Bien está, bien está. Vuesas mercedes, soldados, vuelvan a la guardia, que yo
tengo aquí órdenes que cumplir del gobernador —y mostraba el papel escrito que don
Hernando se había negado el día antes a firmar.
Los soldados dejaron al preso y Lope dio a Bemba una cuerda encerada que
llevaba arrollada al cinto:
—Desde ahora vuesas mercedes tienen otro oficio —dijo a los negros—. Me van
a ejecutar la sentencia de garrote que llevo aquí.
Les mostró el papel. Ninguno de los negros podía leer, pero sabían que Lope era
maestre de campo y tenía autoridad para aquello y para más.
Caído en el suelo, Arce se agitaba en vano y trataba de hablar, pero la mordaza se
lo impedía. Resollaba como un buey.
—¿Te gusta el empleo? —preguntaba Lope a Bemba, irónico.
En lugar de responder, el negro sonreía mostrando sus dientes blancos y
perfectos. Bajo la mirada de Lope, el negro Bemba enlazó el cuello del prisionero y el
maese de campo hizo un gesto con la mano para que esperara:
—Capitán García de Arce: éstas son órdenes mías, porque yo sé que vuesa
merced me es contrario en el corazón y vivimos un tiempo en el que si hemos de
salvarnos sólo puede haber una voluntad en el campo.
Se agitaba el otro queriendo hablar sin lograrlo y Lope hizo una señal avanzando
la mandíbula en la dirección del preso. Bemba comprendió y apretó las cuerdas.
Antes de que Arce acabara de morir, dio Lope orden al otro negro de que abriera
la fosa allí mismo, a cubierto de miradas indiscretas, y lo enterraran dentro del bohío.
Con una profundidad de vara y media.
—Lo que lleve el capitán en la escarcela —añadió—, vuesas mercedes se lo
reparten como buenos amigos.
Salió Lope de Aguirre, después de cerciorarse de que Arce estaba muerto. Luego
se fue despacio hacia su casa, donde le esperaban un grupo de marañones armados.
Habían sido avisados la noche anterior.
—Esperen aquí vuesas mercedes —dijo— y no tengan demasiada prisa.
Salió Lope con su hija camino del bosque. Aquellos paseos matinales con Elvira
—al rayar el alba, que era el único momento placentero del día— eran el lujo de su
vida.
Pero aquella mañana Lope y su hija sólo encontraron cosas feas. Había culebras,
escorpiones y arañas, algunas de éstas tan grandes y ágiles que cazaban pájaros y se
los comían en pocos minutos.

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Había también, como se puede suponer, gran cantidad de abejas que a veces
ponían sus enjambres en lugares inadvertidos y algún soldado, sin querer, daba en
ellos para arrancar una rama con frutos o alcanzar alguna presa de caza. Pocos días
antes volvió al campamento el negro Carolino, desnudo, dando voces, con más de
treinta picaduras de abeja en la espalda.
Le quitaron algunos de los aguijones que llevaba clavados y cuando iban a
aplicarle aguardiente para aliviar la inflamación y el escozor se volvió olfateando y
dijo al padre Henao y a la mulata María:
—Eso, mejor adentro, padresito.
Lo que habían de gastar en la piel prefería beberlo. La mulata no quería, pero el
padre Henao accedió y el negro se sintió muy aliviado después de beber el
aguardiente.
No perdía Lope ocasión de halagar y acariciar a los negros y sabía muy bien por
qué.
Al volver del bosque seguían los soldados armados, lo que no era poca molestia
con los calores del día. Lope les dijo que trajeran a Belalcázar por las buenas o por
las malas, pero vivo.
Salieron los otros a cumplir la orden, presurosos y con un aire de veras ejecutivo.
No sabían aún que Arce había sido agarrotado.
Sucedía entretanto un hecho de veras singular. Llegaba una nube de mariposas de
la otra orilla del río. En aquel lugar, el Amazonas tenía una anchura de más de seis
leguas y los soldados miraban la nube, que parecía una enorme mancha solar flotando
en el aire. Predominaban en ella dos colores: oro y gris.
Volaban ya fatigadas, según se podía ver, y Elvira y el paje Antoñico, que solían
fijarse en aquellas cosas de la naturaleza, se decían: «No llegarán». Elvira repetía:
«Seguro que no llegarán». Se dolía de la suerte de aquellas lejanas mariposas que
ponían en el aire un inmenso reflejo flotante y que hacían que las brisas cambiaran de
color. Seguramente habían salido de la otra orilla empujadas por algún céfiro y
contaban llegar al otro lado, pero perdieron la brisa al llegar a la mitad del camino y
no podían más. Lope dijo:
—Viven tan poco tiempo que no llegan a tener experiencia verdadera de nada y
no pueden aprender lo que es la distancia entre dos orillas.
Otros seres tenían no sólo alguna inteligencia —es decir, instinto—, sino
experiencia también. Pero no las mariposas, que vivían sólo tres o cuatro días. En ese
tiempo, ¿qué podían aprender?
La nube luminosa fue bajando y por fin la mayor parte cayó en el agua. Iban las
mariposas tan cerca unas de otras que el río, en un espacio de más de mil quinientas
varas, cambió de color y parecía que habían puesto sobre él un tapiz de seda.
En aquel momento se levantó otra vez la brisa y algunas mariposas que no habían
tocado aún el agua volvieron a elevarse, pero carecían de fuerzas y fueron a caer un

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poco más adelante. Lope sonreía un poco dolido: «Así son también las personas —
decía entre dientes—. Se equivocan en sus problemas de altura y de distancia».
Desde la ventana de su bohío, mirando aquel vasto tapiz de mariposas, doña Inés
le decía a La Bandera:
—Venid a ver. Millones de muertes ahí en un segundo y yo viva. Yo viva,
siempre. Y lo peor es que quiero seguir estando viva.
Parecía que iba a llorar, pero La Bandera la envolvía en sus caricias y promesas y
doña Inés acababa por reír un poco histéricamente.
En aquel momento llegaron ante Lope de Aguirre los marañones —así los
llamaba— con Belalcázar. Iba desnudo del todo, como lo encontraron, y habiéndose
negado a caminar lo llevaban en vilo, entre seis, horizontal y suspendido en lo alto.
Belalcázar, sabiéndose perdido, iba gritando: «¡Viva el rey!», para atraer la atención
de los otros soldados del campo disconformes con Lope de Aguirre.
Antes de que llegaran a donde estaba Lope con su hija, ella entró en la casa,
viendo que aquel hombre iba del todo en cueros.
Hizo Lope seña a los marañones de que le siguieran y se dirigió otra vez al bohío
de los dos negros. Iba Belalcázar gritando aún y dando vítores al rey Felipe. No iba
maniatado y acertó a desprenderse de sus esbirros y a salir corriendo hasta alcanzar la
orilla del río. Una vez allí, se arrojó al agua de cabeza y nadó con todas sus fuerzas
para alejarse de la orilla.
Lope estaba furioso y dijo a dos marañones:
—Tomen una canoa y síganlo, y allí donde lo encuentren empújenlo abajo con la
contera de la lanza, que por la boca debe morir el que con la boca traiciona.
Pero a los gritos de Belalcázar habían salido capitanes y soldados y con ellos el
gobernador don Hernando, quien, viendo a toda aquella gente alarmada, contuvo a los
marañones que iban a buscar la canoa y a cumplir las órdenes de Lope.
Estaba Belalcázar ya agotado y no habría podido resistir mucho más cuando el
gobernador don Hernando dio orden de que fueran a rescatarlo cuatro hombres
neutrales, desarmados y sin malquerencia alguna. Éstos lo traían poco después
desnudo como el día que nació. Llevaba dos grandes mariposas muertas y pegadas al
labio inferior y escupió tres o cuatro más. Las quillas y los remos de las dos canoas
estaban tapizados de alas de mariposa con los colores un poco fúnebres, pero muy
brillantes de oro y negro.
Dijo el gobernador a Belalcázar delante de todos:
—Vaya vuesa merced a su casa y no haya cuidado.
Luego llamó a Lope y se alejó con él, diciéndole, aunque sin acento de
reconvención porque no se sintiera humillado delante de la gente:
—¿Qué es eso? Yo os autoricé a tomar medidas contra Arce, sólo contra él.
Aquel día llegaron indios de un pueblo próximo, y como señal de paz trajeron
vino y pan cazabe. Los soldados salieron orientados por ellos en busca de más vino y
de más alimentos y volvieron con todo lo que hallaron, que no fue poco.

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Hubo aquella noche mucha gente borracha y se oyeron voces de todas clases en
favor o en contra de Lope, quien andaba sereno y oyendo y aquilatando amistades y
posibles peligros, pero mostrando descuido y alegría. Llamaban los indios a aquel
vino con un nombre aprendido de las tribus del alto Amazonas, de quienes habían tal
vez tomado la habilidad y la costumbre de fabricarlo. Se llamaba aya-huasca, que en
idioma quechua quiere decir «vino de los muertos».
Tenían la superstición de que aquel vino les ponía en relación con los seres de
ultratumba y a través de ellos podían adivinar, anticipar los hechos, tener
inspiraciones sagradas sobre lo que había que hacer en la guerra o en la paz. Aquel
vino les había dicho que se hicieran amigos de los marañones, y por eso acudían allí.
El aya-huasca lo fabricaban masticando las mujeres un tallo vegetal hasta
reducirlo a pulpa y escupiéndolo en una vasija grande alrededor de la cual se
sentaban todas. Cuando la vasija estaba llena, la llevaban a una especie de lagar,
donde pocos días después fermentaba.
Aquella noche, los que trabajaban en los bergantines reclamaron la ayuda de
Bemba, que, como dije antes, era un buen carpintero, y Lope tuvo que dejarlo que
volviera a su empleo. El mismo Bemba llevó a Carolino frente al maese de campo y
le dijo:
—Éste es Carolino, que maneja los cordeles y también el hacha si es preciso.
Carolino añadía modestamente:
—También la espada, señol, si por un casual. La de dos manos.
A los negros del servicio de Lope les llegó su ración de vino también y, medio
borracho, Carolino preguntaba a Juan por qué no habían matado a Belalcázar.
Respondía Juan:
—Es que se escapó por el río y luego acudió don Gusmán —así decía— en su
favorsito.
Se quedan callados y Juan explicaba todavía:
—El negosio del carnero y el del cabrón, dos negosios son.
—¿Por qué lo dices? —preguntaba el otro.
—Porque no todas las cosas son una y hay que saber distinguir.
Lope, que los oyó, recriminó a Juan Primero, por atreverse a hablar de aquella
manera.
—Vuesas mercedes —les dijo— no van nunca a decir una palabra sobre el trabajo
que hacen, y no olviden que si a vuesas mercedes les gusta dar garrote a los blancos
hay blancos a quienes no les disgustaría dar garrote a un negro. Así es que…
Carolino se rió sin ganas y se llevó cómicamente las dos manos al cuello como
para protegerlo:
—Cosa de Juan fue, que es un bocaza.
Lope de Aguirre se fue después a su bohío, pero estuvo despierto toda la noche
hasta una hora antes del amanecer, como muchas veces le sucedía. Y pensaba en los
hechos recientes:

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—Ya ha desaparecido Arce y la gente se ha enterado sin que yo lo diga. Se han
enterado porque tal vez el mismo don Hernando lo ha dicho. Bien. Los marañones
son discretos, pero don Hernando habla como cumple a un jefe tan mozo y sin
experiencia. No es que yo piense que la muerte de un hombre como ése podía
ocultarla mucho tiempo, pero no esperaba que se conociera tan pronto. Al enterarse
de la muerte de Arce, unos dicen blanco y otros negro, pero a todos se les encoge el
ombligo.
»Menos a La Bandera, que se ha atrevido a decir que, siendo él teniente general
—porque lo ha nombrado anteayer don Hernando— y yo maestre de campo, tenemos
la misma autoridad, y lo que yo haga lo ha de deshacer él si llega a tiempo, que en lo
de Arce no llegó, pero sí en lo de Belalcázar. La Bandera es teniente general y manda
la guardia, pero su gobierno fuera de ella es ilusión como el de Ursúa y sólo manda
verdaderamente con doña Inés. Otro que caerá por do más pecado había, como dice
el romance. Yo les dejo a vuesas mercedes el gozo y la gala de doña Inés. Yo soy
hombre serio, y en la guerra hay que hacer la guerra, y en la paz, el amor.
»Arce ha caído y Belalcázar no. Pero no sólo no cayó Belalcázar, ese soldado que
cada atardecer envejece, y al irse a dormir va arrastrando los pies, sino que armó el
más grande escándalo que ha habido en el real desde que salimos de los Motilones,
porque hasta la nube de mariposas le ayudó. Y eso me perjudica y me beneficia,
según como queramos verlo. Me perjudica porque he mostrado públicamente la
intención de matar a un enemigo y lo he dejado vivo, con lo cual el cartel de la
ignominia queda flameando al aire y hablando contra mí. Pero yo voy siendo fuerte.
Si no fuera tan fuerte habrían venido esta noche a buscar mi cabeza los partidarios de
Ursúa, que los hay todavía y no son pocos.
»Tengo que serlo más cada día, sin embargo, o cada día seré más débil, que así
son las cosas en tiempos como los que vivimos. El único peligro que se me presenta
inmediato es La Bandera. Y me lleva una ventaja: que don Hernando lo está criando a
sus pechos. Lo ha hecho teniente general sin saberlo yo y ahí está con tanto mando
como yo mismo y deseoso de entenderse como fiel vasallo de su majestad don Felipe
II después de haber conquistado y poblado el Dorado. De eso no habla, pero yo sé
que no piensa en otra cosa, aunque lo disimula. Él está disimulando conmigo, y todo
lo que tengo yo que hacer es disimular con él, que también yo entiendo este negocio y
en Guipúzcoa tenemos fama dello, y tengo que demostrar que esa fama es autorizada.
Él me lleva una ventaja, y es que no ha dado garrote a nadie y que no ha puesto a
morir a nadie que siga vivo después de andar en cueros chillando por todo el campo
como cerdo en la víspera de San Martín. Me tiene esa ventaja y la de sus manejos a la
sombra de don Hernando.
»Pero La Bandera anda enamorado y eso es algo. Zalduendo sueña con quitarle la
hembra a La Bandera, y eso es algo más. Yo sé que La Bandera lo sabe y busca con
don Hernando la manera de acrecentarse en autoridad y poder para ganarles sus
posiciones por la mano a todos sus posibles rivales, incluido Zalduendo. Pero si otros

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rivales de La Bandera cortejan a su hembra, yo no. Yo sólo quiero el poder, y para eso
primero hace falta astucia. Luego vendrá la fuerza, si ha de venir.
»Si ahora yo doy la cara y obligo a La Bandera a defenderse públicamente llevo
la de perder. Así pues, en lugar de ensoberbecerme y retar a La Bandera, lo mejor
será que me descarte, que me retire y que diga palabras de humildad si es preciso. Es
decir, que haga confiarse y descuidarse a los dos: a La Bandera y a don Hernando.
»Pero hay que contar los pasos que doy. La Bandera ha armado dos o tres
tremolinas de celos por haber encontrado en los aposentos de la hermosa viuda a dos
hombres que se mueren por ella. Uno es el mulato jefe de alguaciles Pedro de
Miranda, que da la casualidad de que es mi enemigo, y otro es el bendito de Pedro
Hernández, que cumplió muy bien en el negocio de la muerte de Ursúa y Vargas. Don
Pedro Hernández quiere él que le llamen y, la verdad, yo no me avengo a eso con un
hombre que cuando no está enamorando a doña Inés con suspiros y miradas está
comiéndose las uñas o arrancándose el pelo uno por uno, que tiene una calva del
tamaño de un escudo de a ocho encima de la oreja y él dice que es de la celada, por
mejor parecer. Los dos son enemigos míos y no porque piensan de manera diferente
sobre el destino de la expedición, sino, sencillamente, porque creen que yo no soy
bastante para mandarles como maestre de campo. Y cuando me nombraron
anduvieron murmurando y diciendo que a mí me tolerarían como una especie de
supersargento, pero no como capitán, y menos como maestre de campo. En eso
coinciden también con La Bandera, aunque en lo demás son rivales.
»Si ahora doy frente a La Bandera me harán oposición, que La Bandera manda
tanto como yo y tiene en su mano la guardia y además cuenta con la oreja de don
Hernando, que lo escucha mejor desde que declaró que estaba dispuesto a conquistar
la voluntad del rey con sus actos de guerrero valeroso y de político sagaz desde el
Dorado. Si le doy frente me aniquilarán, y tal vez se ha tratado ya de eso entre don
Hernando y él.
»Ya que no puedo adelantarme con las armas porque después del escándalo de
Belalcázar no sé cómo me seguirían los marañones, tendré que mostrarme propicio a
La Bandera y si eso no basta, servil. Ardides de guerra son. Pero mi intención ni Dios
la conoce, aunque la conozco yo muy bien. Y en la guerra todo está permitido.
»He visto anoche una vez más la cara de La Bandera y sé muy bien lo que hay
debajo de aquella frente de hombre adamado y amartelado y febril. Hay descuido y
mala voluntad. Hagamos que se confíe un poco más y el resto vendrá solo.
Siguió Lope de Aguirre pensando en lo mismo desde ángulos diferentes, y como
dormía poco salió a pasear.
Se encontró al azar con el jefe de los alguaciles, Pedro de Miranda. Estaba Lope
convencido de que Miranda había sido el fantasma profético que avisó a Ursúa de su
muerte.
—Tenga mucho cuidado vuesa merced —le dijo—, que jugando a los fantasmas
puede acabar por serlo.

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—Todos lo seremos un día —respondió él.
—Pero algunos antes de su hora y sazón, creo yo.
Oyendo aquello, Miranda se amilanó bastante y no supo qué responder.
Al día siguiente, durante la tormenta que comenzó a la hora de la siesta, el cielo
parecía venirse abajo. Hacía tanto calor que el agua que caía los soldados la sentían
caliente en la piel. También lo estaban las aguas de aquellos ríos y arroyos afluentes
del Amazonas. En cambio, el agua de este enorme río estaba fresca.
Los indios, que habían visto que los españoles no se iban del pueblo, se
impacientaban y poco a poco fueron ocupando las casas que quedaban vacantes, que
eran muchas. En ellas se establecieron, aunque pacíficamente y dispuestos siempre a
ceder el paso a los españoles y servirlos.
Los marañones los enviaban a pescar, que en eso eran más hábiles, y los indios
obedecían. Eran aquellos indios la gente más fea de aspecto que se podía imaginar.
Las mujeres parecían machos airados y zainos, y los hombres, bestias apocalípticas,
sobre todo los que llevaban las orejas (como habían visto en otras tribus más al
Norte) alargadas por abajo hasta descansar en los hombros y a veces más abajo, en
los pechos.
Como decía antes, en los afluentes del Amazonas el agua estaba siempre caliente,
y en el Amazonas, fresca, y la diferencia la sentían los peces porque en los lugares de
confluencia se quedaban como pasmados con el frescor del Amazonas. El color del
agua también cambiaba. Había ríos azules y también negros, pero el Amazonas era
amarillo aun en las horas de cielo más azul y sol más refulgente. A veces el amarillo
del río se hacía dorado, y entonces algunos marañones se acordaban del cacique
vestido de láminas y de polvo de oro y pensaban hacia dónde caería aquella tierra.
En los lugares donde el Amazonas y algún afluente de agua cálida se reunían
había centenares de peces pasmados por el placer, que se quedaban flotando y se les
podía coger con las manos o con unas redes anchas que usaban los indios.
Lo malo era que no había donde conservarlos porque con el calor pronto se
descomponían y no podían guardarlos de un día para otro. Por eso cuando llegaban
jornadas sin pesca (en las que el río parecía vacío) se producían recias hambres.
Todos tenían miedo a un mañana sin comida en las orillas desiertas y sin poblar de
aquellos parajes inmensos que parecían olvidados de Dios.
Había que salir cuanto antes de aquel pueblo, pero era imposible mientras no
estuvieran acabados los bergantines y algunas chatas nuevas para los indios.
Al hablar de los indios viajeros se entiende los que salieron de los Motilones, de
los cuales había más de ciento sesenta aún vivos. Otros muchos habían muerto de
hambre en la isla de Arce o en la boca del río Huallaga o en las largas navegaciones
sin comida. Había otros enfermos y se les veía decaecer de día en día hasta su muerte.
Desde el bergantín solía Lope estar oyendo toser a un indio que iba en la chata toda la
noche.

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Los que vivían en aquella tierra eran, como digo, disformes y bestiales de
apariencia. Por noticias de otros indios, y sobre todo de Alonso Esteban, que había
pasado por aquellos lugares mucho antes, supieron que aquella gente no hacía ascos a
un buen asado de carne humana, aunque se recataban con los españoles. Más de una
vez encontraron puestos a asar bajo las piedras calientes —entre dos capas de ellas,
con fuego debajo y encima— un cerdo salvaje y otras un cuerpo humano de alguna
tribu vecina. Sin embargo, parece que esto último lo hacían más por religión que por
gula, ya que creían que el espíritu del muerto a quien se comían pasaba a enriquecer
el suyo propio. Entre aquellos indios había algunos de veinticinco años que eran ya
abuelos. Sus mujeres no eran más viejas, como se puede suponer, y a los treinta y dos
algunas eran ya bisabuelas. En aquella tierra ecuatorial los cuerpos se desarrollaban
más deprisa, y las mentes, más despacio. Parece que suele ser así en todas las
especies, y aquellas criaturas que se pueden valer a sí mismas antes son las que
menos desarrollan su inteligencia o su astucia. Con los hombres, en cierto modo, es
igual. Los menos precoces en la infancia suelen ser los más inteligentes después.
El cerebro es un órgano delicado cuya formación y perfeccionamiento requiere
años de lenta experimentación. Los que más tardan en alcanzar madurez son los que
cuando la alcanzan son más inteligentes.
Muchos de aquellos indios e indias, a los diez años, eran adultos y maduros, pero
su madurez era muy precaria. Se quedaban en aquella edad siempre y su infantilidad
se veía antes que nada en la falta del sentido de responsabilidad, en la ligereza con
que mentían una y mil veces cada día, en el gusto por el hurto y por los pequeños
placeres de la gula y también en la indiferencia por los valores morales y por
cualquier clase de abstracción como la virtud, la justicia, la bondad, el bien. No es
que no les gustaran aquellas cosas, sino que no las entendían y no existían para ellos.
Lope no se ocupaba de los indios indígenas, pero si se presentaba alguna ocasión
de juzgar su conducta los trataba como a los animales domésticos. Con desdén,
aunque con cierto respeto por su inocencia. Así pues, a lo largo de la jornada del
Amazonas no mató a ninguno de ellos, aunque tampoco hizo nada por salvar a dos o
tres que se ahogaron en el río.
Un día, y de un modo inesperado, los indios hicieron una gran fiesta. Aquél era
uno de los motivos de su regreso al pueblo. Era la fiesta del Urubú-coará (nido de
pavo silvestre), donde se embriagaban con el jugo de una planta que los ponía tristes
al principio y como enfermos —palidecían y sudaban cada uno mirando al suelo y sin
pensar en los otros—, pero después sentían una alegría y un bienestar raros. Y
muchos deseos de comunicarse y hablar. Bailaban entonces horas y horas
completamente desnudos. A veces el hombre acertaba a dar un golpe con el trasero a
la mujer y la enviaba tambaleándose quince o veinte pasos lejos. Las mujeres reían.
Cuando era lo contrario, es decir, la mujer quien enviaba lejos al hombre o lo
derribaba con un golpe del trasero reían todos, hombres y mujeres. A aquel golpe lo

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llamaban «el coletazo del yacaré», porque les recordaba el movimiento defensivo del
caimán.
Veían los españoles todo aquello indiferentes y pensando que ninguna mujer tenía
atractivos y que sólo alguna niña entre los nueve y los diez años podía ser apetecible
antes de ser tatuada y deformada. Esa edad equivalía allí a los quince años de las
mozas de Castilla.
Lope acudió a la fiesta seguido de Elvira y de la Torralba, pero se quedaron poco
tiempo, y volviendo luego a casa decía Elvira:
—Esos indios son peores que los motilones, padre.
—Posiblemente.
—Son gente muy baja y tirada esos indios.
—Pero tienen sus méritos, como cada cual. Siempre hay un lado por el que
merecen consideración estas gentes, por bajas que sean.
No lo creía la Torralba. La hija dudaba también y preguntaba:
—¿Cuál?
—No hay putas entre los indios, hija mía.
La niña se quedaba pensando, y la Torralba, también. Creía la dueña que no había
putas entre las indias, porque siéndolo todas se perdía la idea de la distinción entre
ellas y las mujeres honradas. Pero la Torralba no se atrevía a discrepar de Lope y se
guardaba sus opiniones para sí misma.
Ya cerca del bohío, Lope repetía:
—No hay putas entre los indios. ¿Y saben vuesas mercedes por qué? Pues porque
tampoco hay curas.
Reía Lope, y Elvirica se enfadaba y le decía que tendría que ir a confesar aquel
pecado con el padre Henao.
—Prefiero a Portillo —dijo Lope.
Dejó a las mujeres en el bohío y volvió al lugar del sarao.
Iba Elvira preocupada con las palabras de su padre dando vueltas a su
imaginación. Una vez en casa, le dijo a la Torralba:
—¿Puede aclararme una duda vuesa merced?
—Si puedo, lo haré con gusto, Elvira.
—¿Por qué hay putas?
—La necesidad y el vicio, hija.
—También entre los hombres hay necesidad y vicio. ¿Por qué no hay putos?
La Torralba se quedaba mirando al vacío sin saber qué responder. Por fin soltó a
reír y dijo:
—Los hay, Elvirica. Sólo que de otra manera.
Y como era tarde se acostaron a dormir, sin más explicaciones.
Lope estaba en el bohío de los indios y pensaba en sus amigos y en sus enemigos.
La Bandera odiaba al mulato Miranda y a Pedro Hernández, sus rivales enamorados,

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quienes cada vez que hallaban libre la puerta de los aposentos de Inés entraban
ciegamente y locamente, sin haber conseguido hasta entonces la amistad de la viuda.
Y aquella misma noche La Bandera fue a ver a Lope y, como al azar, acusó a sus
rivales de estar conspirando contra los nuevos mandos del real. No dejó de extrañarle
a Lope de Aguirre aquella acusación de La Bandera, pero recordaba que el mulato
hizo el fantasma junto al bohío del gobernador y que el otro se arrancaba los pelos del
lado derecho de la cabeza, y decía que la calva era de la celada.
Esto último no sería nada, pero Pedro Hernández llamaba siempre a Lope de una
manera vejatoria: «el cojo Aguirre». Además le convenía a Lope servir por el
momento a La Bandera. Lo miraba de hito en hito y se decía: viene a mí, a pesar de
hallarnos en malos términos, porque me tiene en poco. Si me tuviera algún respeto no
vendría. Lope de Aguirre le pidió que le enviara a los dos supuestos conspiradores.
Llegaron Miranda y Hernández maniatados y fueron juntos con Lope al bohío de
Carolino y de Juan Primero. Bastaba con que enseñara Lope a los negros el papel
escrito para que éstos cumplieran su obligación. Aquel papel era una vitela sucia,
porque la tinta se había corrido con el sudor del que la llevara.
El mulato y Hernández fueron agarrotados, puestos de espalda el uno contra el
otro y atadas las gargantas de los dos con un solo lazo corredizo. Más tarde volvió
por allí Lope de Aguirre y encontró a los negros abriendo la fosa y bromeando y
riendo.
Volvía Lope a su casa pensando que, a pesar de cualquier clase de
consideraciones morales, era aquél un buen camino y había que seguirlo hasta el fin.
Primero para hacer confiarse a La Bandera y que descubriera su intención y la de
Guzmán. Después ya vería lo que hacía.
El día siguiente, en cuanto se levantó don Hernando, fue Lope a su bohío, y al
verlo entrar, el joven gobernador le llenó de improperios y le dijo que el campo no
era una cuadrilla de forajidos, que una vida humana era siempre respetable y que no
volviera a hacer ni a mandar ejecución alguna sin su conocimiento. Oyéndolo se
decía Lope: «Está visto que La Bandera juega también con dos barajas. Después de
conseguir de mí que suprimiera a sus rivales vino aquí a acusarme ladinamente con
don Hernando de haberlos suprimido. Es más sutil La Bandera de lo que yo pensaba
y habrá que aguzar el entendimiento». En vista de la reacción de Guzmán, todo lo que
se le ocurrió a Lope de Aguirre fue ofrecerle la dimisión.
—Yo no necesito vuestra dimisión, ni la quiero —respondió el jefe.
—Vos no queréis mi dimisión, pero yo sí —replicó firmemente Lope—, y aquí la
traigo, con ánimo conciliador y sin mala voluntad.
Poco después llegaron algunos oficiales, y delante de ellos volvió a hacer su
renuncia en términos más formales. Lope de Aguirre dijo:
—Bien saben vuesas mercedes que yo he sido uno de los que más metieron
prenda en preparar y poner en acción la rebelión pasada, con fortuna, y que tengo
ahora la mirada puesta en el orden que ha venido después, digo en organizar el campo

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lo mejor posible y pensándolo así es conveniente para todos que deje mi cargo y
dimita de mi puesto de maese de campo, ya que éste y el de La Bandera son mandos
equiparables y los soldados andan diciendo que las órdenes de La Bandera y las mías
a veces van contrapuestas por rencillas de tiempos pasados. Para evitar problemas
como ésos y mayores renuncio a mi cargo, porque además soy viejo y querría tener
algún sosiego para pasear con mi hija que, aunque mestiza, me parece bien y la
quiero mucho. El señor capitán La Bandera sea al mismo tiempo teniente general y
maese de campo, que yo sé bien que se honrará de ello y por ahora no hacen falta dos
personas para su desempeño, digo, hasta que entremos en terreno porfiable y de
guerra. Y esto es lo primero que tenía que decir a vuesas mercedes.
»Lo segundo es que, habiendo sido nombrado La Bandera teniente general y
siendo además ahora maese de campo, no debe en manera alguna seguir siendo
comandante de la guardia, que eso es menosprecio de puestos tan elevados. El cargo
de capitán de la guardia hay que dárselo a Zalduendo, buen soldado y cumplidor. Ésta
es mi última opinión de maese de campo y la digo sin otro interés que el buen orden
del campamento. Espero que se cumpla, para bien de todos.
Don Hernando se alegró, aunque le porfió un poco para que desistiera, y después
dijo que le nombraba capitán de la caballería y que, aunque por el momento no había
caballos, se harían con ellos en cuanto llegaran a tierras donde los hubiera. En cuanto
al nombramiento de Zalduendo para comandante de la guardia, tenía razón, y sería
hecho aquel mismo día de modo que entrara Zalduendo inmediatamente en
funciones.
Lope salió con la gravedad que le permitía su cojera. Al enterarse La Bandera de
todo aquello se quedó asombrado y fue a ver a Lope, quien repitió que lo había hecho
mirando por la buena hermandad en el real y por el sosiego de la gente y estaba
dispuesto, si era necesario, a hacer más.
Habiendo ganado aquella importante batalla —así lo creían ellos—, los
partidarios de don Hernando andaban llenos de ilusiones y comenzaron a confiarse y
a ir declarando más francamente sus propósitos. Lope escuchaba y hacía sus cábalas
y por las mañanas, a primera hora, paseaba con su niña hasta el bosque. A veces
entraba un poco, pero no mucho, porque había culebras venenosas.
Entretanto, ni La Bandera ni Lope de Aguirre se descuidaban el uno del otro, y
Zalduendo, que era ya capitán de la guardia, estrechaba el cerco de doña Inés en las
horas que dejaba libre La Bandera a la viudita.
Doña Inés había estado, y estaba aún, enferma de aprensión de ánimo, según
decía Pedrarias, que sabía un poco de medicina. A veces, cuando se quedaba sola, se
hablaba a sí misma, casi siempre de una manera lastimosa. Zalduendo, el primer día
que entró a verla, la sorprendió en uno de aquellos trances.
—Estoy sola, sola, sola en el mundo —decía—, sin escuchar más que el golpiar
de mi corazón.

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Y lo decía entre dientes. Decía golpiar, lo que en una mujer de cierta distinción
como ella chocaba un poco a los españoles. Pero en aquellos detalles se distinguían
los cholos. Ellos decían golpiar, y los españoles de Castilla, golpear.
Lo primero que le dijo Zalduendo fue que tenía celos de La Bandera y también de
Ursúa y del primer marido, aunque los dos habían muerto. Extrañada de aquella
manera tan rara de hacerle la corte, Inés no sabía qué decir, y Zalduendo añadió
palabras extrañas y románticas. La hizo asomarse para ver en el fondo del río una
nubecita reflejada. Era de noche, pero aquella nubecita estaba aún llena de sol. Se
acordó Inés de Ursúa, que percibía también cosas como aquélla.
En cuanto Lope se encontró con Martín Pérez, quien le reprochó haber dimitido,
Lope le dijo:
—Vuesa merced sólo piensa en sí mismo, pero yo pienso en todos.

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VIII

Andaba Zalduendo muy fino con doña Inés, a la que cortejaba a espaldas de La
Bandera, pero olvidaba todas sus finezas cuando alguien fuera del bohío de la viudita
le preguntaba.
—El metisaca gobierna el mundo —dijo contestando a una pregunta de Lope.
Las extremas humildades de Lope de Aguirre, en las que creía La Bandera,
porque los hombres fuertes suelen ser confiados, eran sospechosas para don
Hernando, quien, viendo un día trabajar a Lope de Aguirre con un mandil de cuero,
ayudando al herrero de la fragua, que fabricaba arandelas y clavos, no pudo menos de
acordarse del herrero de la Mauritania que por la noche se volvía hiena, según los
cuentos oídos en su infancia, y también de los hombres-leones (éstos no eran cuentos
infantiles, sino hechos adultos y ciertos), que caían sobre las aldeas con un cuchillo
en cada mano.
Se conformaba Lope de Aguirre con el puesto de capitán de la caballería (sin
caballos) que le habían dado, y al verlo apartado de la dirección de los negocios, los
partidarios de don Hernando se sintieron más fuertes y comenzaron a decirle al
gobernador que desconfiara de Lope y que no siguiera sus consejos. Viendo Lope que
sus enemigos rodeaban siempre a don Hernando, se le acercó una noche de improviso
con las armas puestas, a pesar de los grandes calores. Don Hernando se asustó tanto,
que con voz insegura se adelantó a hablarle:
—Me alegro mucho de que hayáis venido, porque tengo que deciros algo
importante. Cada día comprendo mejor que me huelgo con vuestra amistad y quiero
asegurar para el futuro mis alianzas de familia con vuesa merced. Por eso desde ahora
os pido, lo más grave y formalmente que puedo, que caséis vuestra hija con un
hermano mío que está en Lima y es el mayorazgo, y así, con la voluntad de Dios,
nuestras sangres quedarán reunidas.
Mientras hablaba se acordaba del herrero de Mauritania y de las hienas y los
hombres-leones. Aquello de las mezclas de sangre le parecía una expresión inexacta y
un poco siniestra, pero ya no había remedio.
Y allí estaba Lope de Aguirre, el hombre pequeño, cenceño, pero de secreta y
poderosa voluntad, que por pequeño que sea un león siempre señorea a los demás,
aunque sean jirafas o elefantes. Cuando Lope de Aguirre le vio tan nerviosamente
afable y aun rendido, le dijo, con aquella sangre fría que a veces era lo más notable de
su carácter:
—Señor, todas esas atenciones y mercedes mucho las estimo, pero me hacen
pensar que la conciencia anda escrupulosa y que desean mis enemigos, a través de las

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palabras de vuesa merced, cerrarme los ojos para lo que ellos planean contra vos o
sólo contra mí o tal vez contra los dos juntos, que nada me extrañaría, según lo que he
averiguado en los días últimos.
Era verdad que los enemigos de Lope habían aconsejado a Hernando de Guzmán
que les diera autoridad para matarlo.
—Os hablo con mi conciencia abierta de par en par —dijo el gobernador.
—Eso podría no ser verdad, y bueno será que me lo diga todo, ya que yo he
averiguado parte. Y no olvide vuesa merced que leo a través de las frentes y de los
escrúpulos de las personas.
Don Hernando vacilaba, y de pronto le dijo:
—Todo viene de una cosa y la misma. De que habéis renunciado vuestro cargo de
maestre de campo y la gente quiere hacer leña del árbol caído. Prometedme aceptarlo
de nuevo y entonces os diré toda la verdad, con la cual seguramente no os diré nada
nuevo, porque yo también creo que podéis adivinar las cosas que os conciernen.
—Está bien, don Hernando. Acepto el puesto otra vez y os escucho.
—Quiero mandar pregonar la aceptación vuestra.
—No, eso no, todavía. Yo os diré cuándo.
—Así haré. Sabed, pues, señor maese de campo, que es verdad y que algunos han
venido a pedirme que les permita emplearse contra vuesa merced. Yo les he dicho
que si alguno se atreve a hablar de esa manera otra vez lo pondré en hierros.
Lo escuchaba Lope y se decía: «No lo creo. Este gobernador no es capaz de
hablar con tanta firmeza. Tal vez quiso hablar así y no habló, que es muy diferente».
Pero Lope se mostró agradecido por la confianza. Suponiendo don Hernando que
aquello no bastaba para tranquilizar a Lope, le insistió en la boda de su hermano con
su hija Elvira y le dijo que desde aquel momento, y gracias a aquellas palabras, que
tenían valor legal de compromiso de esponsales, habría de llamar a su hija doña
Elvira, y no Elvira a secas, y que se ofrecía a ser el padrino y a dotarla altamente.
Le daba las gracias Lope, y lo único cierto que sacaba de todas aquellas palabras
era una conclusión, siempre la misma: «Don Hernando de Guzmán se siente culpable
y tiene miedo. ¿A qué tiene miedo? A mí, a Lope de Aguirre».
El miedo de los otros actuaba sobre Aguirre como suele actuar sobre algunas
fieras, es decir, estimulando la agresión. Pero Lope de Aguirre estaba lejos de pensar
en agredir, por lo menos a don Hernando. Pensaba en La Bandera y sólo en él. Sabía
que era el mayor obstáculo que se oponía a sus designios. La entrevista acabó
después de haber logrado el gobernador desvirtuar los recelos más graves de Lope.
Todavía no creía que Lope de Aguirre estuviera satisfecho, y fue al día siguiente a
su casa llevando un regalo para doña Elvira, a quien llamó así y le comunicó el
acuerdo de la boda futura. Elvira no sabía nada, y el hecho de que su padre no se lo
hubiera dicho intrigó a don Hernando más que todas las palabras de Lope.
A todo esto, Lope le daba las gracias, pensando en otra cosa. Tantas dobleces veía
don Hernando en Lope, que un día le dijo: «A fe señor Lope de Aguirre que a veces

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se diría que venís de linaje de indios por la distancia que hay entre vuestras palabras y
vuestros pensamientos». Vio un poco extrañado a Lope y añadió: «Ya veis que os
trato como a pariente próximo, con confianzas de hermano».
—Gracias, don Hernando.
—Lo hago poniendo el corazón en mis palabras.
—Y yo no soy hombre para desestimar las confianzas de vueseñoría.
La Bandera quería entretanto mandarlo todo, disponerlo todo. Su estatura y su
arrogancia natural daban a su tendencia autoritaria un acento provocativo. Los
amigos que perdía La Bandera no iban, sin embargo, con Lope, sino que quedaban al
margen, neutrales, y Lope no hacía nada por atraérselos. Pero iba siempre armado y
acompañado de dos o tres marañones que velaban por él. También La Bandera
recelaba y tomaba precauciones.
Una noche, sin haber hecho pública Lope la aceptación del puesto de maestre de
campo, fue en busca de Zalduendo, que estaba junto al río. Llegó por detrás Lope sin
hacer ruido en la arena o haciendo tan poco, que era cubierto por el rumor de las
aguas.
Cuando estuvo al lado le dijo:
—Zalduendo, distraído andáis. Si yo hubiera sido un caimán ya estaríais en mis
tripas.
—No es tan fácil, que rastreo a los lagartos y a otras cosas con mis buenas
narices.
Se preciaba de aquellas narices Zalduendo. Y por eso añadió:
—¿Sabéis lo que hacía aquí? Pues olfatear el aire, que a veces siento como el olor
de la mar, y es que debemos estar más cerca.
—Donosas narices. Bien seguro que cada día nos vamos acercando a la mar.
—Yo lo que digo es que la siento desde aquí.
—¿Y a qué huele?
—A cabello de hembra huele la mar, y lo digo en serio.
—Una hembra huele de un modo y otra de otro, supongo.
Explicó Zalduendo la diferencia entre el olor del río y el del mar y así estuvieron
un rato, sin que Lope le escuchara, porque pensaba en otras cosas. Entretanto vieron
que un enorme caimán hembra se acomodaba para desovar a la distancia de unas
ciento cincuenta varas, donde la arena acababa y comenzaba la hierba y la maleza.
Las hembras de los cocodrilos ponían sus huevos no en la playa, sino en lugares
donde las hojas y las ramas caídas de los árboles comenzaban a pudrirse con el sol y
la humedad del légamo y de la lluvia.
Cada hembra ponía de cincuenta a sesenta huevos grandes como los de cisne, es
decir, algo mayores que los de la oca, pero mucho más fuertes de envoltura.
Los ponían todos juntos y luego cubrían el lugar con hojarasca y cieno para
ocultarlos. Sabía cada hembra dónde estaba su nido, y a veces, cuando el sol no caía
sobre él, se ponían encima para ayudar a la incubación.

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Un soldado apuntó con el arcabuz a aquella hembra que estaba quieta y disparó.
No dio señales el animal de haberse apercibido. Disparó otra vez el soldado y ella se
estremeció, cambió de postura y, dando la espalda al río, siguió sobre los huevos
como si nada sucediera.
—Hay que acertarles en un ojo o debajo del brazuelo cuando se bandean, que allí
se acaba la coraza y comienza la ternilla.
Siguieron hablando y, llevando Lope el tema a lo que le convenía, le dijo que
estaba en un problema grande, porque había descubierto que La Bandera y Cristóbal
Hernández querían matar a Guzmán y alzarse con el real para ir con la cabeza de
Guzmán a pedir perdón a Lima y que lo tenían combinado para un día próximo.
Zalduendo se quedó muy sorprendido y dijo:
—¿Por qué no vais a avisar al gobernador?
—Ése es el caso. A mí no me creerá, porque sabe que somos La Bandera y yo
contrarios y que andamos rencorosos. A vuesa merced le creería mejor que a mí y,
además, como capitán de la guardia os corresponde esa diligencia tan delicada y tan
grave.
Estuvo Zalduendo haciendo más preguntas, con el deseo que tenía de que la
acusación fuera verdad, porque odiaba a La Bandera y estaba perdidamente
enamorado de doña Inés. Al final se dejó convencer.
Fue a ver a don Hernando y se lo dijo, sin explicar cómo se había enterado —
Lope se lo prohibió—, pero dándole a entender que era cosa sabida en el
campamento. Don Hernando llamó a Lope y éste se lo confirmó, excusándose de no
habérselo dicho antes porque quería cerciorarse, dada la gravedad del asunto.
Entonces se pusieron de acuerdo Zalduendo y Lope de Aguirre y seis marañones,
con la autorización de don Hernando, para matar a La Bandera y a Cristóbal
Hernández, que era su guardia de corps. Podían llegar y sorprenderlos y matarlos en
casa del gobernador, donde estarían descuidados y sin armas el día siguiente.
Y aquellas ejecuciones se hicieron sin que intervinieran Carolino ni Juan Primero.
Lope, acompañado de Zalduendo, que andaba muy codicioso viendo la proximidad
del momento de tener a doña Inés en sus brazos, llegaron a la hora indicada y a
estocadas y de dos arcabuzazos mataron al amante de doña Inés y al caballero
Cristóbal Hernández, que antes habían pasado por ser los más adictos y más leales
que tenía el nuevo gobernador.
Lope creía haber logrado una victoria importante.
Pasó el cargo de capitán de infantería que tenía Hernández a Gonzalo Guiral de
Fuentes, y el de teniente general quedó por el momento sin proveer. Lope de Aguirre
dijo entonces al gobernador:
—Ahora es el momento de que mande vueseñoría pregonar mi segundo
nombramiento de maestre de campo.
Y así se hizo.

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Los indios, que veían lo que sucedía en el campo, comenzaban a cambiar de
actitud con los españoles y se alejaban otra vez, cesando en la ayuda a los
expedicionarios. No porque tuvieran sentido moral ni respetos por la vida humana,
sino por miedo. Si eso hacen entre sí, ¿qué no harán con nosotros?, pensaban.
Volvieron los días de hambre.
Las cosas llegaron a agravarse de tal forma, que saliendo un día a buscar yuca
para molerla y hacer con ella pan cazabe, una tropa de españoles mal armados fue
atacada por los indios, quienes con flechas y cerbatanas mataron a Sebastián Gómez,
capitán de la mar, a un tal Molina, a Villarreal, a Pedro Díaz, a Mendoza y a Antón
Rodríguez.
Seis muertos en una escaramuza eran muchos muertos, y Antoñico, que había ido
también, se salvó con otros por pies y llegó pidiendo a Lope de Aguirre, desde
entonces, peto, rodela, celada y loriga, como los demás. Lope le decía en broma:
—Y un caballo acorazado y una lanza de doce libras.
Desde entonces, los víveres escasearon más, y los indios, alentados por el éxito de
su emboscada, llegaban por la noche a robar canoas. Eso decía Lope, y por ser el
único que lo decía hubo quien sospechó que desataba de noche aquellas canoas y las
dejaba salir río abajo para que nadie osara escaparse, ya que después de la muerte de
La Bandera algunos habían comenzado a hablar de volver río arriba a los Motilones
o, por lo menos, a la tierra de los Caperuzos, donde estaba el capitán Salinas, a cuyo
nombre se acogían buscando apoyo moral.
El caso es que de ciento treinta canoas que tenían no les quedaron en pocos días
sino veinte escasas, y que eran además las más pequeñas y ruines, que no bastaban
siquiera para salir a pescar.
Como los bergantines que se construían tenían bastante espacio para alojar a toda
la tropa, no cuidaban mucho de aquella pérdida.
Andaba ya Lope de Aguirre sin la sombra funesta de La Bandera y con la
adhesión entusiasta de Zalduendo y de algunos otros más poderosos que nunca. Y
decía donde quiera que le escuchaban cómo su hija estaba prometida al mayorazgo de
la casa de don Hernando y nadie osaba hablar de ella sino como de doña Elvira. A
todo esto, Lope de Aguirre había conocido las debilidades del carácter de don
Hernando, que es una de las peores cosas que le pueden suceder al que manda. Y
entró un día en casa del gobernador y le dijo que había llegado el momento de
reformar el campo y de hacer refrendar los cargos que tenían por la comunidad
entera.
Al gobernador le pareció bien, porque la confusión que se iba creando no permitía
ver claro en las voluntades, y menos en las conciencias de los soldados, y así los hizo
convocar a golpe de tambor en la plaza, que era muy grande y estaba frente a la casa
de don Hernando, y cuando estuvieron todos reunidos salió con una partesana en la
mano, acompañado de Lope de Aguirre y de algunos marañones.

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Había una mesa en la cabecera del campo, y junto a ella se puso don Hernando y
estuvo esperando que los tambores cesaran de redoblar. Entonces, con tranquilo
continente y voz sonora, comenzó:
—Caballeros, soldados, hombres de bien. Hasta aquí he sido general de vuesas
mercedes sin otro título que la voluntad de los capitanes y de algunos soldados, y
pensando que este puesto requiere la confianza de todos, no quisiera que nadie se
quejase diciendo que no le dieron ocasión para opinar, y por eso, para satisfacción del
campo entero, les he convocado aquí de modo que reciban mi dimisión y después
elijan el general que mejor les pareciere, porque yo me holgaré mucho de que la
nueva designación sea a gusto de todos. Y ahora, y por las razones que acabo de
decir, me desisto del cargo de general voluntariamente y sin fuerza.
Al acabar de hablar clavó la partesana en su suelo, dejó la vara de justicia en la
mesa y se apartó hacia atrás con ademán de renuncia al poder, aunque la verdad es
que así y todo quedaba bien armado. Los demás fueron dimitiendo de sus cargos
también y abandonando sus armas igualmente hasta formar con ellas un regular
montón junto a la mesa.
Los soldados del campo, que asistían en silencio a aquel extraño y solemne acto,
sospechando que, aunque dijeran otra cosa no les sería aceptado, siguieron callados,
esperando a conocer la voluntad de los más fuertes para seguirla, y después de un
largo silencio, Lope de Aguirre habló para decir que estaba seguro de poder expresar
la voluntad de todos reiterando la elección de general en la persona de don Hernando
de Guzmán. Esa segunda elección era hecha con la conformidad del campo entero,
porque cada cual consideraba bien empleado en su noble persona no sólo el cargo de
general, sino otros de mayor suposición y estima. Y lo mismo se podía decir de los
oficios que tenían las demás personas. Añadió que todos los capitanes y los soldados
pensaban que nadie podría tener el cargo de gobernador con más merecimientos y
que esperaba que si alguno se oponía expusiera los motivos, porque serían muy
tenidos en cuenta.
Esperaron a ver si alguien hablaba, y al ver que no y que, por el contrario, se
levantaba un murmullo de aprobación, don Hernando fue al lugar donde había dejado
plantada la partesana, la arrancó y habló así: «Doy gracias a vuesas mercedes y les
quedo obligado por este nombramiento que, sin violencias y por sus propias
voluntades han hecho otra vez en mi persona y que desempeñaré con la ayuda de
Dios, manteniendo a todos en justicia y disponiendo las cosas de suerte que vayan
vuesas mercedes acrecentándose en honras y provechos, pues para todos los habrá en
el Perú, adonde iremos y donde, de un modo u otro, acabaremos por enseñorearnos.
Pero como en las guerras que se hacen contra el rey en Castilla unos son forzados y
otros voluntarios, y yo no quiero que en esta empresa vaya nadie contra su voluntad,
cada uno puede declarar su intención en favor o en contra. Si hay alguien que
entienda que la jornada no es lícita o no quiere o puede seguirla, y los que se oponen
son bastantes para poder sostenerse en una población de indios y quieren hacerlo así,

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yo les daré todas las facilidades, partiendo con vuesas mercedes lo que haya de armas
y municiones, y si son tan pocos que no bastaran para defenderse solos, los llevaré
conmigo sin obligación ninguna como hermanos y les dejaré en el primer pueblo de
paz donde ellos quieran quedarse. Por ninguna clase de temor deben dejar de decir lo
que piensan, ya que no corren ningún riesgo sus personas, y yo juro hacer con vuesas
mercedes lo que prometo».
Después de una pausa para añadir con el silencio gravedad a lo que iba a decir,
siguió hablando:
—Por el contrario, los que tengan voluntad de seguirme deben firmar con sus
nombres en estos papeles ya sellados —y mostró unos pliegos en blanco que había en
la mesa.
Volvió a callar. En aquel silencio, que era completo y profundo, se oyó hacia el
interior de la selva un alboroto de papagayos y hacia el río el gruñido sordo de un
caimán. Por fin, algunos soldados hablaron disculpándose de no firmar. Eran sólo
tres: Francisco Vázquez, Juan de Cabañas y el falso Juan de Vargas, el canario, que
solía hacerse conocer por el segundo apellido: Zapata. Desde que fue herido por error
en la contienda que costó la vida a su homónimo entendió que aquello había sido un
aviso del cielo y se sintió del todo desanimado. Cada día lamentaba más haberse
alistado en la expedición.
Pedrarias sonreía y miraba sin perder detalle. Parecía estar siempre por encima de
lo que hacían los demás, aunque de tal forma que su aparente superioridad no
molestaba. La verdad era que en su familia había casos de locura —su padre y su
abuelo al llegar a los sesenta murieron locos— y él ponía desde joven toda su
atención en no apasionarse ni exaltarse por nada. Lo que era, pues, precaución
parecía naturaleza. Viendo la manera de firmar Pedrarias, se le acercó Lope de
Aguirre y le dijo:
—Yo creía que vuesa merced era Pedrarias de Armesto.
—Sí, pero es un cargo de conciencia firmar un papel en blanco. Y si el papel está
en blanco mi firma no es firma y las dos cosas son igualmente legítimas o igualmente
falsas.
Entonces Lope de Aguirre contuvo al que iba a firmar detrás de Pedrarias y dijo
en alta voz: «Juro a Dios que ese escrúpulo viene derecho y que el señor de Pedrarias
tiene razón y le sobra. El escribano pondrá ahora en ese papel la voluntad clara de
todos nosotros mientras el padre Henao dice la misa y después juraremos y los que
han firmado a ciegas firmarán con sus buenas luces y los que no quieran firmar no les
será tenido en cuenta».
El mismo Lope de Aguirre ayudó a poner en la mesa los candelabros y otros
objetos rituales y acabada la tarea con ayuda de Antoñico, Lorca y Pascual, el cura ya
revestido avanzó y dijo:
—Cumplamos nuestro deber de buenos hermanos en Cristo. In nomine pater et
filii et spiritu santi…

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Se dijo la misa, que fue servida por el padre Portillo y Pascual como acólitos, y al
final el padre Henao consagró la custodia y bendijo con ella a los concurrentes. En su
solemne lentitud se veía algo de las maneras del obispo, es decir, de lo que podríamos
llamar un obispo frustrado.
Luego don Hernando de Guzmán, sin consentir que el clérigo se desvistiera, dijo
que sería bueno que todos jurasen lealtad los unos a los otros y si lo querían se la
juraran a él y mandó al sacerdote que fuera recibiendo con la mano en el misal
juramento de uno en uno. Primero juró el mismo don Hernando, quien dijo: «Juro a
Dios y a Santa María y a los Evangelios y al ara consagrada, donde pongo la mano de
mi libre voluntad, que unos y otros nos ayudaremos y favoreceremos y seremos
conformes en la guerra que vamos a hacer y que antes moriremos en la demanda que
abandonar las banderas sin que la menor cosa, parentesco o amistad o necesidad
puedan retardar o impedir el hacerlo».
Después, el cura repitió en alta voz y para que todos lo oyeran la fórmula de
juramento de don Hernando y añadió las siguientes palabras: «… y en todo el
discurso de la guerra tendremos por nuestro general a don Hernando de Guzmán, sola
cabeza nuestra, obedeciéndole y haciendo por él lo que manden sus ministros so pena
de perjuros y de caer en caso de menos valer». Fue llamando por la lista militar a
todos los oficiales y soldados, quienes, tocando de uno en uno con la mano el ara,
decían:
—Sí, juro.
Y luego firmaban los que no lo habían hecho todavía y muchos de los que habían
firmado antes.
Cuando terminó el último, Lope de Aguirre pidió silencio y habló en voz alta y
grave:
—Cosa sabida es —comenzó diciendo— que los rebeldes que se han alzado en
los reinos del Perú se han perdido por no quererse llamar reyes, y así nosotros, por no
caer donde ellos tropezaron y para que esta guerra lleve mejor efecto, conviene que
alcemos por príncipe nuestro al señor don Hernando de Guzmán que está presente y
después de llegados al Perú le coronemos por rey, diciendo primeramente y en este
día y lugar que renunciamos tierras y reinos y al rey don Felipe, puesto que es sabido
que no se puede servir a dos príncipes. Y yo voy a renunciar formalmente por el
campo entero.
A continuación Lope de Aguirre lanzó maldiciones contra el rey de Castilla en la
siguiente forma:
«Reniego de los servicios hechos al rey de Castilla por mis padres y mis abuelos.
»Reniego de los servicios que hice antes de salir de España al infame rey de
Castilla.
»Reniego tercera vez contra los servicios que de obra hice en el camino de Indias
y en Indias mismas al rey follón de Castilla don Felipe II.

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»Reniego con mi fe y mi honra y mi vida y a costa de lo que sea de la
servidumbre que a mí y a otros ha impuesto el rey don Felipe II, que no lo es ya mío
ni lo será de vuesas mercedes si siguen mi buen consejo.
»Reniego del príncipe de Asturias y de su padre Felipe II, de su esposa la reina y
de todos sus hijos e hijas que pudieran haber y llegaran un día a llevar en la cabeza la
corona de Castilla.
»Reniego de mi naturaleza de súbdito del imperio de Felipe II.
»Reniego de mi nombre de español y me halago con llamarme marañón y
peruano y todo para mejor descartarme de la servidumbre al rey malsín Felipe II.
»Reniego de un rey y de unos ministros que en el nombre de Dios hacen el
servicio de Satanás en España y en las Indias.
»Reniego de Felipe II por injusto, mal aconsejado, criminal y ladrón.
»Reniego de Felipe II por todas las cosas antedichas y otras muchas que cada uno
de vuesas mercedes piensa y con las cuales convengo, ya que a todos nos hizo ofensa
e injusticia en hacienda y en consideración y en retribuirnos mal por bien.
»Reniego de la monarquía castellana para hoy y mañana y para siempre y
conmigo reniegan los hijos que pueda haber y los que he habido.
»Reniego del rey incapaz y cobarde que vive entre engaños mientras nosotros
perdemos la vida y el decoro en estas tierras ignoradas por él.
»Y así pues digo y os pido a vuestras mercedes que digan conmigo: ¡Muera el rey
felón!
Contestaron muchos, aunque no tantos como esperaba Lope. Serían más o menos
la mitad quienes gritaron: «¡Muera!». Alzando Lope más la voz y de un modo sañudo
y encarnizado añadió:
«Mueran la reina, los padres del rey y de la reina, los que se tocan con corona en
el alcázar de Castilla».
Contestaron ahora muchos más, arrastrados por la violencia de la dicción.
«¡Muera el llamado príncipe de Asturias!
»Mueran todos sus descendientes, de los cuales nos descastamos para siempre y
sin remedio ni esperanza de perdón».
Y añadió aún cuatro reniegos más, que fueron respondidos mejor, aunque una
tercera parte de los soldados parecía abstenerse.
Lope no había terminado. Después de sus veinte reniegos y alzando la voz con
toda su fuerza, que no era poca, y con su acento bronco que infundía respeto, añadió:
«Para que este negocio lleve más autoridad y en el Perú podamos coronar como es
debido a nuestro rey don Hernando de Guzmán, es menester que ahora sea
proclamado príncipe, y yo digo desde aquí que no conozco otro rey ni príncipe sino
don Hernando y por tal le voy a besar la mano y el que quiera que me siga».
Hincó la rodilla y dijo: «Deme vuestra alteza la mano, que mi príncipe es desde
ahora». Don Hernando alzó por un brazo a Lope, extrañado, porque no esperaba tanto
rendimiento, pero en aquel momento un capitán con la espada desnuda gritó:

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—Yo prometo a vuestra excelencia como hidalgo de servirle con esta espada en la
mano mientras la vida me dure.
Entonces el escribano, que había acabado el acta, se levantó, la leyó y al final fue
citando los nombres de todos los que habían jurado. Como a aquellos territorios se les
llamaba también Machifaro, el documento del escribano estaba fechado allí y decía
exactamente:

«En la provincia de Machifaro, que será a unas setecientas leguas de los


reinos del Perú río abajo, según se viene de los Motilones, en 23 días del mes de
marzo de 1561, estando juntos en una plaza el muy magnífico señor don
Hernando de Guzmán y toda la gente que vino al descubrimiento de Omagua
con Pedro de Ursúa y siendo el dicho señor Guzmán su capitán general y Lope
de Aguirre su maestre de campo y los demás capitanes y oficiales que tenía
nombrados, el dicho señor don Hernando de Guzmán les dijo que su merced les
había llamado y juntado para que entendiesen que desde que murió el
gobernador Pedro de Ursúa hasta el día de hoy había sido su capitán general y
habían estado debajo de su gobernación y mando y que ahora era su voluntad
dejarlos a todos en libertad para que como personas libres y según su deseo
hiciesen aquello que más quisiesen y se quedaran a poblar la tierra o fuesen a
descubrir y poblar a donde quisieran todos y cada uno de ellos y se separaran y
dividieran unos para ir a un lugar y otros a otro y que con ese fin y para decidir
lo que a cada cual más le conviniere nombrasen todos juntos o divididos, como
mejor les pareciese, gobernador o gobernadores, capitán o capitanes y otros
oficiales para que los gobernasen y acaudillasen e ir a aquel territorio o a
aquellos territorios donde más a su voluntad lo hicieran. Y para dejarles en
completa libertad desde ahora dejaba y dejó y se eximía y se eximió del cargo
que tenía de capitán general y quedaba como uno de los demás soldados
particulares: A ese efecto destituyó también a todos los demás oficiales que
había nombrado antes, como maestre de campo y capitanes y otros empleos y
dijo que todos eran iguales y nadie más que otro y habiendo acabado de decir
lo susodicho, calló.
»Luego todos a una dijeron que para hacer los nuevos nombramientos y
dejarlo constado en acta nombraban por escribano a Melchor de Villegas,
quien pondría también por escrito las decisiones y acuerdos del campo y quien
daría testimonio fiel de ello a todas las personas que lo necesitaran y
demandasen y para tomarle juramento nombraban a Lope de Aguirre, antiguo
maese de campo, quien sin más debía tomarlo al dicho Melchor de Villegas de
que cumpliría su misión con lealtad y fidelidad; y luego el dicho Lope de
Aguirre hizo la cruz con la mano derecha en el altar y yo el dicho Melchor de
Villegas puse mi mano derecha sobre ella y presté juramento en forma debida
por Dios y por Santa María y por las palabras de los santos evangelios, que

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bien y fielmente había de usar de dicho cargo y oficio de escribano y daría fe y
testimonio de lo que hoy pasase doquiera que me fuese pedido y demandado.
Igual daría los autos y registros de lo que hoy pasase para que siempre quedara
de ellos memoria. Y juré y prometí de hacerlo así y de guardarlo y firmarlo con
mi nombre.
»Sin más pausa habiendo pasado lo susodicho según y como escrito queda
toda la gente que estaba presente declararon a una que nombraban y elegían
por príncipe y señor al dicho don Hernando de Guzmán para que vaya a los
reinos del Perú y los conquiste y así quite y desposea a los que ahora los tienen
y poseen y los ponga debajo de su ingenio y autoridad y entonces nos gratifique
y remunere en ellos por el trabajo que hemos puesto en conquistarlo y en
pacificar a los indios naturales de los dichos reinos que así lo hicimos todos los
aquí presentes con nuestras personas y nuestro esfuerzo y derramando nuestra
sangre, todo a nuestra costa. Que no fuimos gratificados en ellos ni
remunerados, ni se nos dio premio alguno, antes bien el virrey don Hurtado de
Mendoza nos desterró de los dichos reinos con engaños y falsedades
diciéndonos que veníamos a la tierra mejor y más poblada del mundo, siendo
como es según la experiencia por todos conocida y sufrida la tierra más mala e
inhabitable y de menos gente que hay en él, sabiendo y constándole que antes
de venir nosotros se han perdido veinticinco o treinta armadas; y que por razón
de todo lo antedicho nombraban y nombraron como dicho tienen al citado don
Hernando de Guzmán su príncipe y señor para que los tenga debajo de su yugo
y autoridad y los ampare y les haga la justicia de ponerlos en posesión de
dichos reinos y los remunere y gratifique en ellos por la sangre que en ganarlos
derramaron y los trabajos que han pasado, ya que de los que al presente
gobiernan dichos reinos no podrán alcanzar justicia alguna sino con las armas
en la mano; y que para ir desde este lugar donde se encuentran al presente a los
dichos reinos del Perú es el mejor camino y más derecho el que pasa por el
Nombre de Dios y por Panamá y no se puede ir por otra parte y como sabido es
que por allí y por las buenas no les darían pasaje le piden y suplican a su nuevo
señor don Hernando que con mano armada vaya a los dichos lugares y pase por
fuerza y por las armas, para lo cual tome las cosas necesarias y también en esos
pueblos tomará las que sean menester para el pasaje y así al mismo tiempo
volvían a prometerle y le prometieron tenerle siempre por su príncipe y servirlo
y hacer todo aquello que les mandara y serle siempre leales vasallos; y para
cumplir mejor lo susodicho juraron a Dios y a Santa María y a las palabras de
los santos cuatro evangelios y por la señal de la cruz sobre la cual pusieron sus
manos derechas uno a uno de cumplir y guardar y tener por siempre y legal
todo lo susodicho y así fueron pasando y besándole la mano a su nuevo señor y
príncipe y para mejor constancia firmáronlo de su propia mano. Y los nombres

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de la dicha conjuración y proclamación son los siguientes: Sebastián de Santa
Cruz, Melchor de Pina, Fernán Gómez, Juan de Rosales, Nicolás de Madrigal.

Seguían las firmas hasta ciento noventa y dos, todas de veteranos conquistadores.
Acabada la ceremonia se disolvió la asamblea y Lope de Aguirre y Zalduendo se
pusieron a nombrar cargos palatinos para los servicios de la casa del príncipe.
En la plaza quedaron algunos grupos de soldados, todavía sorprendidos y sin
saber qué pensar. Un negro, el famoso Bemba, solo y al sol, bailaba con su propia
sombra mirando al suelo:
… yo yamo a papá Legbá.

Como nadie se le unía en el baile ni en la canción, desistió decepcionado y se


dirigió a los bergantines. Se tambaleaba un poco. Debía haber bebido y otros tres
negros lo miraban con una expresión de simpatía y de envidia al mismo tiempo por la
embriaguez y tratando de imaginar dónde había conseguido la bebida.
Nadie sino los negros estaban tranquilos aquel día. Pero la tranquilidad de los
negros tenía sin cuidado a todo el mundo.
El que más y el que menos de los españoles estaba seguro de haber hecho algo
irrevocable. Fue Pedrarias a ver a Lope a su casa y le dijo: «No soy yo el único que
ha firmado mal. Yo he visto que Juan Aceituno de Estrada firmó Juan Juárez Ace, y
que Juan Jerónimo Spinola se puso Juan G. de Valdespina, y también Custodio
Hernández puso Francisco Hz».
—Firma por firma —respondió Lope—, yo sabré esclarecerlas cuando llegue el
caso.
—¿Qué caso?
—El que yo me sé. Que los vascos siempre se paran y detienen en el penúltimo
escalón de la fama porque tienen miedo, pero yo subiré, y estoy subiendo ya para
bien o para mal ese último escalón, y venga el diablo si quiere y haga su agosto, que
yo haré el mío. En cuanto a vos, no os preocupéis, que de hombre a hombre va algo y
yo sé distinguir.
Estaba en la lista también el clérigo Portillo, pero no el padre Henao, que con las
solemnidades de la misa y los juramentos se olvidó de firmar.
Era Pedrarias uno de los pocos que tenían sobre Lope algún ascendiente. Él lo
sabía bien y no abusaba, pero tampoco dejaba de usar aquella influencia. Una vez le
dijo Lope:
—Hombre sois de saber, Pedrarias, voto a Dios.
—Algo sé —confesó Pedrarias—, pero no hagáis caso de mi ciencia, sino de mi
conciencia.
—Habré de creerlo porque nunca habéis aceptado el cargo de escribano a pesar de
vuestras letras y vuestra buena péndola. Y si lo hubierais aceptado, dudosa sería

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vuestra conciencia, al menos para mí, que no hay un solo escribano en Indias que la
tenga buena.
Le preguntó qué cargo quería porque se lo daría por importante que fuera, ya que
el príncipe estaba también muy dispuesto en su favor. Dijo Pedrarias que no quería
cargo alguno, sino seguir siendo un soldado, y si sus servicios de guerra lo merecían,
ser nombrado capitán cuando el tiempo llegara.
—A fe —dijo Lope con cierto reprimido entusiasmo— que todos los marañones
podrían serlo con más motivo que los que nombran en la cancillería del virrey en
Lima.
Admiraba Lope de Aguirre a Pedrarias por la finura de su mente y también por la
prestancia y distinción de su figura, y por esos motivos no le había hablado a Elvira
del mayorazgo de la casa de los Guzmán.
Tampoco doña Elvira miraba con malos ojos a Pedrarias, que la niña comenzaba a
tener conciencia de su juventud y de sus inclinaciones.
Hizo Lope nombramientos teóricos de magnates con altos salarios a cargo de las
futuras arcas del rey y pensaba confirmar aquellos nombramientos en Lima cuando el
día llegara.
Desde entonces, la vivienda de don Hernando I por la gracia de Dios fue
custodiada por la guardia que mandaba Alonso de Zalduendo. Pero el comandante no
estaba casi nunca, porque se pasaba el día y la noche con doña Inés, a la que amaba
tan tiernamente como Ursúa y La Bandera, cuyos restos descansaban, bien saciados
de amor, bajo la tierra a orillas del Amazonas.
Por fin se acabaron de construir los bergantines, que fueron bautizados con los
nombres de Santiago y Victoria y eran de cabida de trescientas sesenta toneladas cada
uno, sin más cala que unos siete palmos y todavía sin cubiertas. La falta de cala era
especialmente práctica en los lugares donde el río se presentaba con poco fondo.
También acondicionaron con reparaciones los restos del otro bergantín y algunas
chatas.
Pero no salían aún. Hubo a última hora contraorden. Había murmuraciones y
corros nocturnos. Uno de los que más se distinguían en aquellas trasnochadas era un
tal Pedro Alonso Caxo, de Extremadura, gran amigo de los Pizarros, que entendía de
navegar.
Era hombre de poca fortuna en la guerra y en la paz y se lo tenía en no muy
grande estimación. Este Caxo fue a Lope a preguntarle por qué no habían salido antes
los bergantines, estando, como estaban, acabados.
—Acabado os vea yo a malas puñaladas —le respondió Lope de Aguirre.
Caxo se apartó, fue a sentarse en un poyo cerca del agua y allí se estuvo viéndola
pasar, ensimismado. Cuando oyó el anuncio de un pregón se levantó y acudió
despacio a escuchar.
Desde que había sido proclamado don Hernando de Guzmán príncipe de Tierra
Firme y gobernador de Chile, sus bandos comenzaban con trompetas y atabales y los

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que los oían se quitaban las gorras. Pero Caxo olvidó hacer esto último no por el
deseo de discrepar, sino, sencillamente, porque a veces se quedaba inactivo a mitad
de un movimiento, y en aquella inacción pasaba un largo e inocente minuto.
El pregón convocaba la gente a otra asamblea. Los soldados se acercaban,
muchos de ellos macilentos y extenuados por el calor y el hambre. Sin embargo, el
problema de la comida se presentaba mejor en los días últimos.
Zalduendo robaba comida para doña Inés y le decía:
—Animaos, señora, que yo he de alzaros otra vez hasta la luna si es preciso.
—En el lugar donde estoy, bajar o subir es ya igual —decía Inés—. Comer mejor
o peor y ser viva o muerta no hace mucha diferencia para mí tampoco.
Habían pescado algunos pirarucús, que son peces muy sabrosos parecidos al
salmón, pero más grandes. Podían comer con uno de ellos de regular tamaño quince
hombres muy a su sabor.
Veía el negro Bemba las maniobras de la pesca, del descabezamiento y
destripamiento del pez y de su preparación para el fuego —envuelto en hojas verdes
de un árbol cuyo nombre ignoraba—, sabiendo que no iba a probarlo, a no ser que
pescaran muchos más y sobrara, y recordando que no se conservaría más de tres o
cuatro horas con aquel calor.
Había calculado el negro que hacía falta para que todo aquello sucediera que
pescaran más de diez pirarucús. Y estaba atento a la pesca y contando los ejemplares
de aquel hermoso animal a medida que los sacaban. Cuando vio que había seis y que
no sacaban ninguno más se marchó despacio, mirando sus propios pies.
Los que limpiaban aquellos peces arrojaban las cabezas y las tripas al agua, y el
negro, que, aunque no lo pareciera, era hombre reflexivo, pensaba: «Esos pescados
del río se comen las entrañas de sus semejantes». Pero aquello no lo hacían todos y la
ballena, por ejemplo, no comía peces. Había sido antes persona la ballena y vivido en
tierra. Eso le había oído decir por lo menos a Pedrarias.
Acabado el espectáculo de los pescadores, mientras los soldados acudían a la
asamblea, el negro se puso a mirar un hecho insólito: una cucaracha que al pie del
banco de remeros del bergantín viejo se afanaba por librarse de su vieja caparazón.
Era una cucaracha más grande que las de Europa y salía de su vieja vestidura
flamante y blanca. Lo que más le llamaba la atención al negro era aquella blancura en
un bicho tan negro.
Tanto le extrañaba que tuvo que hablarle a un indio que andaba recogiendo los
trebejos de pesca: «Las culebras, los pájaros y los animales de la selva como la ardilla
y el tejón, y hasta los gatos, cambian de pelaje. Incluso la cucaracha, aquí presente.
¿Por qué no cambio yo de piel?». Y se miraba las manos huesudas, negras por el
dorso y rosáceas por dentro, grandes y esclavas.
Luego se volvió a mirar a los soldados que por llegar tarde acudían a grandes
zancadas. Pero había un grupo de tres que se acercaba despacio, hablando. Se
lamentaban de la conducta de Lope con los pocos soldados y capitanes que no habían

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firmado el acta de rebeldía contra Felipe II. Lope los trataba mejor que a los otros, tal
vez por el respeto que se tiene a la integridad y a la hombría o porque aguardaba la
ocasión para tomarse la venganza. En todo caso, la diferencia que hacía entre unos y
otros les parecía mal.
Lope de Aguirre lo hacía porque siendo, como iban a ser más tarde, si el caso
llegaba, testigos de cargo, demostraran a las autoridades que no se había hecho fuerza
a nadie para firmar y que el que había firmado lo había hecho por voluntad propia, ya
que los que se negaron habían sido respetados. El que firmó debía aguantar su
responsabilidad y, si era preciso, poner el cuello en el tajo.
En definitiva, pues, Lope los estimaba y conservaba en libertad para tener más
dominados y esclavizados en sus conciencias a los otros. Al bachiller Francisco
Vázquez, que era uno de los que no firmaron, lo trataba afablemente y a Pedrarias,
que firmó con reservas y con un nombre falso, lo llevaba a comer a su casa, con la
Torralba y con su hija, que lo trataban como a su mejor amigo.
En la reunión del campo tomó la palabra Lope, dirigiéndose a las tropas y
llamándolas mis marañones. «Hemos tardado tres meses en hacer los bergantines —
dijo—, y ahora todos podremos caber en ellos, y los indios en dos chatas, que, como
vuesas mercedes han visto, están ya listas para navegar. Mal será andar por el río en
bergantines sin cubiertas por el mucho sol, pero iremos por la orilla, donde la sombra
llega antes, y nos detendremos en el primer lugar donde encontremos aparejos para
hacer lo que falta y acabarlo todo antes de salir a la mar. Aquí hemos consumido toda
la madera y clavazón y brea que teníamos y las naves son mucho más fuertes que las
anteriores porque el fuste central es de cedro, tan duro como la piedra. No nos faltan
azuelas y sierras y otras herramientas, pero algunas nos han sido robadas, pensamos
que por los indios. Si alguno tiene noticias de cómo y cuándo las han robado, que lo
diga, y será no flaco servicio para el campo.
»Grandes trabajos hemos pasado, marañones. Nos hemos comido, como bien
saben vuesas mercedes, los caballos y los perros que traíamos, con lo cual la empresa
de conquistar y poblar en tierra nueva es imposible. Antes de que Dios nos enviara
esos pescados grandes y sabrosos ha habido marañones que han comido gallinazos,
digo, esos buitres negros que se alimentan de carne muerta y descompuesta y otras
aves y animales de tierra de muy mal sabor. Ni tan siquiera hemos tenido el consuelo
de la yuca porque, habiendo muerto de hambre los mejores indios que llevábamos y
no sabiendo nosotros hacer pan cazabe, había que pasarse sin él. Yo sé que los días
que no se han cogido pescados algunos lo consideran maldición y se han atrevido a
decirlo.
»¿Maldición de qué? ¿Qué tiene que mezclarse Dios en estas cosas de los
marañones de guerra? El cielo es para quien lo merece, según dice el padre Henao;
pero, según digo yo, la tierra es para quien la conquista a punta de lanza y filo de
sable».

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Había un silencio que a veces parecía temeroso y Lope seguía: «No hay otra
maldición que la flojedad del ánimo del que la tiene, que bastante castigado va con
ella, y yo os digo, marañones, que un tiempo nuevo ha llegado y que no permitiré el
desmayo ni la flojedad de ninguna manera. Porque otros tiempos son, como digo. Los
tiempos de hacerse cada cual hombre de pro, que juro a Dios que, aunque sea a costa
mía y de mi propia salud y vida, cada uno de mis marañones se ha de ver en grandeza
y señorío.
»Jefe soy del campo bajo la autoridad del príncipe don Hernando, que Dios
guarde, y como consecuencia de todos los desafueros que me han hecho a mí y de
todas las humillaciones que han hecho a vuesas mercedes, pronto veremos coronado
rey del Perú a nuestro señor don Hernando y a vuesas mercedes, mejorando en otro
tanto y más de lo que cada cual merece. Pero una cosa os digo: no murmuréis por los
rincones ni forméis corros ni arméis motines en el camino del río ni del mar ni
tampoco en tierra, porque mi corazón me dice quién es el disconforme cobarde que
no se atreve a aparecer en público, y diciéndolo mi corazón, cierto es, y juro a Dios
que no le valdrá disimular, y yo le arrancaré el alma del cuerpo por el bien de los
demás, que será cosa que a todos convendrá para la unidad del campo y poder mejor
llegar a donde todos nos proponemos.
»Así pues, marañones míos, nadie haga malas ausencias a nadie, que a buen
puerto llegaremos todos y días vendrán en que se alegrarán vuesas mercedes de haber
nacido y de haber venido a esta empresa. De las hazañas de otros capitanes se ha
hablado con alabanza, de Cortés con entusiasmo, de Pizarro con asombro, y de otros
con piedad y compasión. Yo os digo, marañones —y aquí levantaba la voz hueca y
profunda—, que de mí se hablará con estupor, y de vuesas mercedes, lo mismo.
¿Piensan que somos gente maleante, degenerada y comunera, que salió del Perú a
robar y a holgar? Pues pensaban poco para lo que van a ver, que habrá quien cuando
oiga la palabra marañones se le volverá el pelo blanco. Fuera de la Ley estamos, pero
somos ambiciosos con motivo, inventores en nuestras buenas cabezas e ingeniosos, y
si no que se vean las buenas trazas de nuestros bergantines y la manera que hemos
tenido de cambiar el orden de nuestro campo, y somos además buenos trazadores en
la manera de desarrollar nuestra voluntad y amorosos de nuestra aventura y celosos
de nuestra idea y del plan de la república que llevamos en las mentes.
»Lo primero y principal de esa idea maestra es la venganza. Os juro, marañones,
que en todo el reino del Perú los que pensaban que éramos para poco nos van a ver de
cuerpo entero. Nuestra intención primera es el castigo de los soberbios que lograron
levantarse en nombre de su linaje o de sus pesos de oro y serán los primeros que
pagarán en oro y también en sangre viva, que vale más. Pero por ahora no viene al
caso entretener más a vuesas mercedes y viniendo a dar en las cosas prácticas y de
menor consideración, pero muy importantes también para la buena marcha de la
armada, les digo que vayan llevando a los bergantines sus haciendas y entreguen las
armas todas al capitán Zalduendo y le pregunten a él cuál es la manera de acomodo

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que les corresponde. Nadie piense en llevar más cosas que las indispensables y
ninguna ociosa ni de lujo. Nadie sea osado de llevar colchones ni cajas grandes, que
el espacio anda escaso y hace falta para las armas y los implementos de guerra. Y con
esto sólo me queda decirles que todos, sin falta, estén listos al punto del día de
mañana, porque saldremos río abajo con la fresca».
Así acabó la reunión. La gente, más que a las palabras, atendía a la figura, al
gesto del que hablaba y al tono de su voz, y lo primero que notaron fue que Lope era
el único que estaba armado y cubierto de defensas. En aquellos lugares donde hasta
los que estaban desnudos y a la sombra alentaban con dificultad, Lope iba con
coselete y loriga. Y su voz salía tonante y vibradora de un pecho enteco y feble. De
su cinturón y su pesado tahalí colgaba por un lado una espada maestra que llegaba al
suelo y que habría arrastrado si no estuviera recogido el tahalí de manera que en lugar
de vertical su posición era oblicua. Y del otro lado del cinto colgaba una daga de
grandes gavilanes.
Con todo aquello, Lope se movía y andaba tan ligero como un colibrí en el aire.
Pero cuando la asamblea se disolvía, aquella voz tonante de Lope volvió a oírse,
comenzando con un ¡Marañones…! que hizo temblar las hojas de las palmeras más
próximas.
—Puesto que nos acercamos a la mar y ésta se siente ya en el aire y en la fuerza
de las mareas que hacen subir el agua, bueno será que sepan vuesas mercedes el plan
a seguir una vez salidos por la boca desde el río de los marañones. Y ese plan, según
ha sido acordado por los mandos del campo, es el siguiente: Salidos que seamos a la
mar navegaremos la derrota del Norte hasta la isla de la Margarita, donde estaremos
no más de cuatro días para hacer agua y matalotaje y recibir las personas de guerra, si
hay alguna que quiera venirse con nosotros. Después saldremos en los bergantines
que tenemos si no hallamos allí otros mejores para Nombre de Dios, y de allí
cruzaremos la sierra de Capri, que es el paso para Panamá, donde se hará lo que
convenga. Tomaremos la arcabucería y artillería desos lugares, y cuando más tarde
lleguemos al Perú la sola palabra de marañones hará envejecer cincuenta años a la
gente que la oiga. Ea, marañones, eso es todo ahora, que, como ven vuesas mercedes,
no quiero guardar secreto aquello que pueda interesar a vuesas mercedes y cada uno
esté listo para salir mañana río abajo y tenga presentes las instrucciones que he dado
antes sobre llevar o no llevar impedimenta.
Fue después Lope de Aguirre a casa de don Hernando, quien tenía ya maestresala,
y pajes adultos, y mayordomo mayor, y guardia propia de un rey. Allí solía hablar
Lope una vez más de la ventura y la desgracia de los capitanes conquistadores del
Perú. «Si don Gonzalo Pizarro tuvo tan mal fin —decía— fue porque se avino a bajar
las banderas, que mientras anduvo en facción iba con gran pujanza de gente y muy
aventajado en armas y pertrechos de guerra y salió victorioso de muchos encuentros
contra el emperador, como fue en aquella entrada donde venció y mató al visorrey
Blasco Núñez con la mayor parte de su gente. Cuando más gallardo andaba con aquel

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viento de fortuna que pudo ponerle en las nubes fue preso y desbaratado en
Jaquijaguana por el presidente Pedro de la Gasca y luego muerto miserablemente. Lo
mismo le pasó a Hernández Girón, que anduvo también levantado contra el rey con
buen golpe de armada y habiendo tenido otras victorias y mucho aparejo y
disposición, pero pocos hombres, con sólo trescientos de ellos venció a mil y
doscientos del rey, y llevando ya muy adelantada la victoria para alzarse con el Perú
fue desbaratado y muerto por Gómez de Solís. Y podría poner otros ejemplos de
rebeldías famosas que han acabado mal por la misma razón, porque la alegría de la
libertad en que andaban y de la codicia satisfecha con los provechos legítimos de las
victorias no les dejó ver claramente el camino que tenían que seguir, y el primero era
tener un señor coronado y ley y banderas a quienes obedecer y en cuyo nombre
desventurarse de España, que sin eso todo lo demás andaba errado. Nosotros hemos
comenzado como es preciso, y en cuanto a leyes, la primera debe ser que todo el que
ha tenido autoridad en el Perú y hecho fortuna tendrá que someterse a residencia y,
antes que nada, dimitirse de sus cargos y entregarlos a los capitanes vencedores, que
ellos sabrán muy bien distribuirlos y restablecer la justicia y el honor a cada cual».
Todas las declaraciones de Lope acababan en lo mismo: «En mi defensa estoy, y
por esa razón de perseguido tengo que convertirme en perseguidor justiciero y en
brazo implacable y vuecelencia lo verá antes de mucho». Después salía Lope
cojeando un poco más por el lado de la espada que por el de la daga, y don Hernando,
que estaba casi desnudo en su bohío, se hacía la misma pregunta de todos: «¿Cómo
puede andar vestido y armado si yo desnudo apenas puedo aguantar?». Y oía en el
aire de la habitación durante largo rato las vibraciones secas de la voz de Aguirre.
Al día siguiente salieron de aquel pueblo que quedó bautizado con el nombre de
Los Bergantines, y navegando todo el día fueron a dar al anochecido en otro que
pertenecía aún a la misma región de Machifaro y estaba en el mismo lado del río, y
Lope se apartó por un ramal así como una legua para no dar lugar a los bergantines a
que fueran al lado contrario, donde, según los indios brasiles, estaba la tierra de
Omagua y del Dorado. Temeroso estaba Lope de que la facción de los partidarios de
descubrir y poblar volviera a levantarse con su idea, y cuando parecía que iban a
atracar y tomar tierra, Lope dio orden de seguir río adelante y el viaje continuó tres
días y una noche más, sólo por alejarse de aquellos lugares, lo que sin cubiertas ni
obra muerta era más que angustioso para todo el mundo, incluido Lope, que, sin
embargo, no se cuidaba de buscar la sombra.
El martes de Semana Santa llegaron a otro pueblo recién abandonado y sin
víveres, pero Lope envió a Montoya con una patrulla a un poblado alejado no más de
tres leguas por un río afluente, cortando la retirada a los indios fugitivos, y los
sorprendieron y les quitaron los víveres que tenían y grandes cantidades de maíz, y
cazabe, y manteca de tortuga, y carne de caimán joven y de pavos silvestres. Al
volver Montoya tomó Lope el acuerdo de que todos se quedaran allí a pasar la
Semana Santa. En la confluencia del río secundario por donde subió Montoya la

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diferencia de temperatura de las aguas con las del Amazonas era mucha y pasmaba
otra vez a los peces, que se quedaban flotando como adormecidos en la superficie, lo
que facilitaba su pesca en grandes cantidades. Decía el padre Portillo que era prodigio
y que, por ser la Semana Santa, nadie debía comer sino peces, ya que la providencia
se les daba para el caso tan generosamente.
Nadie oía aquellas advertencias y Lope rió cuando vio al padre Henao comerse
una pechuga de pavo al pie de una palmera y le preguntó, y el cura dijo entre suspiros
que se estaba ganando el infierno.
Acertaron allí a tratar con más amistad a los indios, quienes, a pesar de la hazaña
de Montoya y consolados porque éste les dio collares de vidrio y otras niñerías, desde
el día siguiente volvieron al pueblo, se acomodaron cerca de los españoles y les traían
víveres, pidiéndoles a cambio las sartas de cuentas, espejitos pequeños y navajitas. El
metal y el vidrio eran estimados más que nada en el mundo como cosas que nunca
habían visto.
Aquellos indios eran más feos todavía que los hallados antes; llevaban sus
cabezas deformadas desde la niñez y, desnudos, mostraban sus sexos, envueltos en
largas cintas vegetales que cambiaban cada dos días, y esas cintas eran pintadas de
colores con tinturas que sacaban de la selva. Su idioma era el mismo que el de los
anteriores indios de la región de Machifaro.
En aquel lugar el soldado Pedro Alonso Caxo, que estaba un poco entontecido por
el resol y la calor, quejándose de la mala distribución de las comidas y viendo que
Zalduendo era el que hacía las partes y se quedaba con lo mejor para doña Inés, se
tiró de las barbas y dijo a otro soldado: «¡Vive Dios que es verdad el dicho latino de
audaces fortuna jubat, timidos que repellit! Y si no, andad a ver a Lope de Aguirre,
cuerdo o loco, en lo más alto de los mandos del campo». Todo esto lo había dicho
Caxo a un tal Villatoro.
Otro soldado que oyó aquellas palabras y vio la expresión de venenoso gozo con
que escuchaba Villatoro fue a decírselo a Lope, quien llamó a los dos. Hacía tiempo
que sospechaba de la secreta traición de Caxo, porque a la hora de bautizar los
bergantines había propuesto que a uno lo llamaran Lope, y al otro, Aguirre. Cuanto
tuvo delante a los dos soldados dijo a Caxo:
—Hola, mi señor Caxo, el del ingenio socarrón. ¿No sabe vuesa merced que en
un campo como éste, con autoridades nuevas, hace falta de vez en cuando un ejemplo
para asegurar la gente?
Los soldados callaban. Lope se decía a sí mismo que necesitaba aquel ejemplo
por un lado para tantear la paciencia de Guzmán, y por otro, para comprobar si podía
hacer uso absoluto de la autoridad que estaba adquiriendo. Necesitaba el ejemplo por
los dos lados, por el de su jefe y sus subordinados.
—¿No responden vuesas mercedes?
—¿Qué vamos a responder? —dijo Villatoro.

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—Bien. Vuesas mercedes van a ser el ejemplo, que yo sé que Caxo anda a la luz
de la luna hablando solo, y no sería ésa cosa grave, sino que a veces, hablando solo,
dice mi nombre, y eso ya es menos delicado.
—Yo tengo familia —dijo Caxo.
—Yo también —replicó Aguirre—, y si no hago el ejemplo con vuesas mercedes
podría ser que mi familia se quedara pronto sin mí. Y eso a mí tampoco me conviene.
Quedaron los tres callados. Villatoro parecía despreocupado:
—Vuesa merced manda y puede dar órdenes —dijo—, pero conmigo no dará
ejemplo ninguno, porque tengo que salir con vida del río y subir y llegar a la isla
Margarita.
—¿Cómo lo sabéis?
—Un barrunto que me da por veces.
No miraba Lope a Caxo porque era difícil cruzar los ojos con una persona a quien
había anunciado la muerte inmediata. Pero viendo la seguridad que tenía Villatoro en
su barrunto saltó a reír con todas sus fuerzas.
Pidió una escolta a la guardia, y con ella envió los dos hombres al bohío de
Carolino. Llevaba Caxo mismo el papel escrito (la vitela sudada, donde no se podía
leer ya una sola letra). Pero a través de los cambios de régimen y de lugar los negros
no estaban seguros de lo que tenían que hacer y Carolino fue a ver a Lope, quien al
saber que los soldados murmuradores estaban aún con vida se disgustó y les dijo:
—¿No tenéis cordeles o estáis esperando que los ahorque yo con vuestras tripas?
Volvió atrás Carolino, repitiendo confuso: «No señol, sí señol».
En el bohío estranguló a Caxo, quien pedía en vano tiempo para escribir una
carta. «¿Y quién la va a lleval, su mercé?», preguntaba Carolino ajustándole la
cuerda. «No hay nadie pa lleval la calta».
Acababa de matarlo e iba a hacer lo mismo con el otro cuando llegó el
mayordomo del príncipe acompañado de Zalduendo, que había ido a avisar a don
Hernando. Daban los dos grandes voces para que Carolino se detuviera, pero Caxo
estaba ya muerto. Así pues, enterraron a Caxo y liberaron a Villatoro, quien andaba
desde entonces mohíno y sin placer ni gusto para nada, evitando, por un lado,
encontrarse con los negros y, por otro, con Lope de Aguirre, quien lo miraba, sin
embargo, admirado y repitiendo:
—¡Oh, el gran bellaco, y qué razón tenía con su barrunto!
En aquellos días de Semana Santa hicieron los curas que todos los que llevaban
alguna imagen la cubrieran con tela y, mejor o peor, improvisaron un monumento y
pusieron el crucifijo mayor acostado en el centro. Después predicaron sermones,
según el ritual de Semana Santa, y lo más chocante fue cuando cantaron los himnos.
Los dos curas tenían mala voz, y con los calores y sudores y los hábitos puestos
cantaban peor que nunca. Era muy gustoso para Lope de Aguirre oírles cantar Super
flumina Babilonis a dos voces sin acompañamiento de música y con un fondo de

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papagayos y de monos de la selva. Lope creía en Dios, pero no respetaba mucho el
ritual.
Hicieron el viernes el rito de las tinieblas con la ayuda de los pajes Antoñico y
Pascual, que sabían ayudar a misa.
Los indios se acercaban y algunos querían intervenir, pero Antoñico, que nunca
había sentido gran simpatía por ellos, los apartaba con maneras despóticas.
Al final, en la tarde del sábado, algunos soldados confesaron, pero nadie comulgó
porque las hostias se habían tomado de moho con la humedad y no podían hacer
otras. El padre Portillo se alegraba porque, como él decía, «cuantas menos
comuniones, menos sacrilegios». Pero todavía le quedaba algún resquicio de
esperanza del obispado ahora que había perdido el suyo el padre Henao.
El martes, después del domingo de gloria, salieron de nuevo todos en los
bergantines y fueron a dar río abajo dos días después en una isla muy larga en la que
había una población de indios bastante próspera en apariencia y tan numerosa que las
casas grandes y alineadas cerca del agua se alargaban en una extensión de más de dos
leguas. La población de indios huyó sin tiempo para llevarse los víveres, y allí
encontraron los expedicionarios gran abundancia de todo, incluido un vino tan fuerte
que tenían que aguarlo, porque de otra forma se embriagaban con pocos sorbos.
Allí fue destituido de su puesto de alférez general Alonso de Villena, que fue uno
de los más comprometidos en la muerte de Ursúa y de Vargas por considerarlo Lope
de Aguirre hombre bajo y de poco mérito, y le dieron el mismo puesto al aragonés
Juan de Corella, de familia conocida, hombre callado y seguro de carácter y sobrino
del obispo de Honduras. No había intervenido en la muerte de nadie ni vitoreado a
unos ni ofendido a otros y se le respetaba por su prudencia.
No pareció Corella alegrarse especialmente, y mientras le daban la noticia estaba
contemplando a un indio viejo y muy negro que no huyó y que laboriosamente
grababa en una peña las formas de los dos bergantines con rara habilidad.
Acabado el dibujo, aquel indio fue a llamar a los vecinos del pueblo y les mostró
el collar de vidrio que le habían dado los españoles. Otros indios acudieron
codiciosos, y más tarde, los demás. Se mostraban tan felices con los regalos de los
marañones y tan obsequiosos que en dos días habían ofrecido a los soldados y
cambiado con ellos todo lo que tenían y en el campamento no se carecía de nada. Los
indios se ofrecían incluso para hacer cazabe, para remar en las canoas o para entrar en
la selva e ir de caza. Aunque algunos soldados los maltrataban de vez en cuando, no
dejaban por eso de aprovechar todas las ocasiones para seguir haciendo sus
cambalaches.
Pero aquello no les bastaba. Por la noche, los indios, que eran sutiles ladrones,
entraban en los bohíos y sacaban de debajo de las almohadas y del cuerpo mismo de
los durmientes prendas de vestir y otros objetos sin que los españoles lo percibieran.
Algunos eran descubiertos y castigados con azotes o prisión, pero enseguida llegaban
sus amigos o parientes con ofrecimientos de comida y de otras cosas para rescatarlos,

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y así se hacía. Algunos traían perlas, y con eso andaban los marañones febriles y
avizores.
Acordaron quedarse allí hasta poner cubierta a los bergantines, necesidad muy
apremiante por las grandes calores de aquellos lugares.
Y pocos días después, hartos y felices, trabajaban los españoles todos durante la
noche en las orillas del río. Habían descubierto maderas especiales, con las que
hicieron las piezas que faltaban de los bergantines. Los indios ayudaban en todo, pero
los españoles descubrieron que comían carne humana sin necesidad y por placer, ya
que en aquellos parajes abundaban los mantenimientos de fruta y de carne de caza.
Lope vio a un indio con las orejas alargadas por abajo hasta llegarle a los pechos.
Como las casas de aquel pueblo eran todas iguales y estaban alineadas
simétricamente al lado del río, dedujo Lope por un cálculo infantil que todos los
indios debían ser como aquél, es decir, orejudos y caníbales.
Las noches eran allí mucho más negras aún que antes y las sombras eran lechosas,
es decir, húmedas y blanqueadas por la luna.
Lope se sentía inquieto, y a veces, desesperado. Encontró calaveras humanas en
muchas partes y en los lugares donde menos lo esperaba. No era susceptible de
espantos ni de otras debilidades, pero aquel testimonio tan repetido llegaba a ser
incómodo.
No tardaron en averiguar que algunos de aquellos indios eran omaguas echados
de su tierra y reducidos a vivir en las orillas del río. Cada uno refería historias
diferentes y debían ser grandes embusteros.
Apareció una india bastante fea y muy grande de estatura. Tenía en el rostro las
manchas de la preñez y un soldado se burló de ella después de recibir tres perlas y
dos ananás. Lope le dijo a grandes voces:
—India o cristiana, no quiero ver que nadie se burle de las señales de preñez de
ninguna hembra, que la maternidad es lo único sagrado en cualquier tierra y tiempo y
lugar.
Necesitaban que alguien lo dijera, como Lope, para ver de pronto que era un
sentimiento obvio y justo. La india lo entendió mal, creyó que Lope se había
enfadado con ella y salió trotando con la mirada baja.
Lope no quería que los de la guardia se quitaran las armas y repetía una sentencia
de Pedrarias:
—No olviden mis hijos que la conciencia del peligro es ya la mitad de la
seguridad y la salvación.
Aquellos indios, a quienes llamaban iquitos o cosa parecida, vivían antes en el
interior del país, en unas tierras quebradas, pero tiempos atrás un terremoto cegó los
manantiales y, castigados por su Dios —eso creían—, tuvieron que bajar a orillas del
Amazonas buscando agua. Allí se mezclaron con los de la ribera, quienes los
despreciaban por creerlos malditos, ya que el volcán del que venía el terremoto los
había echado de su tierra.

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Los llamaban caribes, que en su lengua quiere decir extranjeros. Sintiéndose
inferiores, para diferenciarse y producir alguna clase de singularidad que les diera
prestigio, comenzaron a dar en la costumbre de apretarse la cabeza desde niños y
alargarla hacia arriba. Se veían muchas mujeres con la cabeza rematada en lo alto en
forma de pirámide. En general, y por naturaleza, tenían la cabeza redonda. Eran
braquicéfalos y se podía decir que lo eran todos los pueblos del Amazonas, llegando
en algunos esta circunstancia a los más raros extremos, es decir, a producir tipos con
la cabeza más ancha que larga, como los gatos.
Al vino que almacenaban en grandes tinajas lo llamaban carbé, y no lo bebían
sino por razones religiosas, porque les permitía comunicarse —en la embriaguez—
con la divinidad, según creían. Lo bebían en esos casos sin mezclar con agua y se
embriagaban hasta extremos indescriptibles.
Algunos enemigos de los iquitos, que eran feroces guerreros, llegaron una noche
a atacarles con ánimo de comérselos después, pero los españoles los hicieron huir
fácilmente, obligándolos a dejar algunas docenas de muertos en el campo.
Tenían aquellos indios bastante orden en sus cosas. El brujo y el médico era
llamado allí el payé y tenía medicinas raras, entre las cuales usaban mucho el humo
del tabaco, que, según ellos, hacía acudir a los demonios propicios. Pero el que
fumaba era el payé y echaba el humo sobre las partes doloridas del enfermo mientras
le frotaba las piernas o daba voces ordenándole al mal que se fuera.
En aquellos días hubo un incidente bastante agrio entre Zalduendo y Lope de
Aguirre. Al salir del pueblo anterior donde pasaron la pascua había dado orden el
maestre de campo de que nadie pusiera caja grande ni colchón en los bergantines para
ir más holgados.
Doña María, que había sido amante de Zalduendo antes de que éste se enamorara
de doña Inés, andaba muy resentida y fue a denunciar a Lope que el capitán de la
guardia había llevado a bordo el colchón de la viudita. Llamó Aguirre a Zalduendo y
tuvieron una discusión agria que fue envenenándose con memorias de otras
anteriores. Como estaban en tierra, el colchón de doña Inés había sido instalado en el
bohío donde ella y su amante vivían y el cuerpo del delito no fue sorprendido a
bordo, pero el colchón no podía haber llegado a aquel pueblo sino en uno de los
barcos.
—Basta ya de insensateces —dijo Lope— y de embustes. Yo sé lo que sé, y mal
año para vuesa merced si piensa que mis órdenes se pueden ignorar.
Zalduendo sospechaba que doña Inés oía las voces más o menos ofensivas y
humillantes de Lope de Aguirre, y contestó:
—El año, si es bueno o malo para mí, depende de lo que yo haga y no de lo que
digan los otros.
—No me repliquéis, Zalduendo —le dijo Lope amenazador—, que voto a Dios
que no soy hombre para permitir que me falten al respeto.
—Ni yo para dejar que me llamen embustero.

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—Callaos y obedeced, que la disciplina no es virtud, sino obligación, y en pie de
guerra estamos.
Aunque en apariencia el incidente no era grave, quedaron los ánimos muy
irritados, y desde aquel momento Zalduendo y Lope no sólo iban armados —lo que
no era raro en los cargos que desempeñaban—, sino que llevaban alguna clase de
escolta. El libertino Zalduendo y el ascético Lope se vigilaban con encono.

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IX

Aquel incidente se complicó.


Fue Zalduendo a ver a don Hernando, temeroso de las amenazas de Lope de
Aguirre, más presentes en el encarnizamiento de sus ojos que en sus palabras mismas.
El colchón de doña Inés iba tomando relieve en aquellos ires y venires.
La desventaja de Zalduendo con Lope era la que suele padecer el libertino frente
al hombre casto. El primero es confiado y blando. La ventaja de Lope de Aguirre era,
por el contrario, la del hombre íntegro, vibrador como un hilo de acero y encaminado
derechamente a un solo propósito con todas sus potencias.
Dijo Zalduendo a don Hernando que iba Lope por la noche buscando adhesiones
y formando corros secretos al margen de los intereses del gobernador. Mucho temía
Zalduendo que cuando Lope tuviera bastantes marañones al lado, como él decía,
diera al traste con sus enemigos, incluyendo entre ellos al mismo gobernador, don
Hernando, de quien iba hablando ya Lope demasiado ligeramente.
Alzaba la mano don Hernando y le rogaba:
—Cállese vuesa merced y no hable así, que no lo creo. No quiero creerlo.
Cada vez que Guzmán hablaba con algún soldado que, como Zalduendo, se había
manifestado antes partidario de conquistar, poblar y pedir perdón al rey, volvía a
sacar a colación el tema. Zalduendo, que desde el principio se había negado a aceptar
—igual que La Bandera— pública y privadamente el nombre de traidor, insistió en lo
provechoso que sería para todos entrar en tierras de Omagua ahora que estaban tan
cerca y llevar a cabo los planes y objetivos primeros de la expedición. La mitad de los
indios que acudían a comerciar eran omaguas, y algunos, interrogados por los
españoles, decían saber el camino del Dorado y de la ciudad de Manoa y de la laguna,
cuyas aguas habían subido tres estados por las estatuas de oro macizo arrojadas al
fondo desde hacía cientos de años.
Alarmado don Hernando por las palabras del comandante de la guardia, quien
llegó a decirle que no le extrañaría que Lope tuviera entre sus planes la muerte del
príncipe como había tenido antes la de Ursúa, estuvo dudando largamente y por fin
hizo llamar a los indios omaguas que habían hablado del Dorado, y por medio de la
mujer intérprete pudieron entenderse. El omagua más viejo decía: «Manoa está
dentro de un macizo de montañas, en lo alto, y hay allí minas de oro y de plata y
montañas de cristal verde, y en el centro del valle, el lago grande, donde el Dorado se
baña cada día y donde tres días importantes del año hacen ofrendas de oro».
—¿De qué son las casas de Manao? ¿De paja?
—No. De piedra tallada.

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—¿Van los indios desnudos?
—Visten buenas telas de lana de vicuña.
—¿Tienen religión?
—Adoran al sol como nosotros. Cada día, cuando sale, lo adoran.
—¿Tú podrías llevarnos?
—Sí, señor.
—¿En cuántos días?
—Catorce de marcha con el sol del lado izquierdo y seis más con el sol de frente.
—Está bien. Retírate y no digas a nadie lo que hemos hablado.
El indio salió un poco extrañado de que no le hubieran regalado nada. Zalduendo
estaba engolosinado con Manoa y el lago del Dorado:
—¿Lo estáis viendo?
Pero todavía dudaba don Hernando. Por fin, y como si no acabara de creer en la
eficacia de lo que hacía, mandó a Zalduendo que fuera convocando a la gente más
adicta y segura para celebrar enseguida una reunión. Ésta debía ser antes de que Lope
volviera. Andaba el maese de campo a la sazón fuera del pueblo, con sus guardias de
corps y Elvira y el paje Antoñico.
En pocos instantes acudieron más de cien soldados. Todos se mostraban de
acuerdo en buscar los territorios de Omagua y del Dorado y conquistarlos y
poblarlos, pero sabían —dijeron algunos— que aquello sería imposible mientras
viviera Lope de Aguirre, quien estaba empecinado en volver al Perú a sangre y fuego.
Don Hernando, que presidía la reunión, había puesto centinelas para avisar si
Aguirre volvía y se mostraba inquieto y con prisa. Advirtió a los que oían que no se
dejaran convencer si Lope les volvía a hablar de ir al Perú, porque es señal de poco
valer dejarse llevar por el que propone las soluciones más desesperadas y sólo caían
en ese vicio los más tímidos y débiles.
Parecían, sin embargo, decididos todos aquel día, y Zalduendo, en un momento
de exaltación, propuso que llamaran a Lope de Aguirre y que cuando llegara lo
mataran allí mismo a estocadas, después de lo cual no habría ya problemas de
ninguna clase. Parecían decididos, cuando Montoya se opuso, diciendo que con Lope
llegarían algunos de los que le guardaban la espalda y fuerza sería matarlos también,
con lo cual no estaba de acuerdo, porque algunos eran personas cabales y meritorias.
Y además eran sus amigos personales.
Los ánimos estaban exaltados y don Hernando temblaba ante la idea de que Lope
pudiera enterarse de todo aquello. Pidió el mayor sigilo, advirtiendo que del secreto
dependía la fortuna y el futuro de todos.
Dijo Montoya que le parecía muy bien la muerte de Lope y también la entrada en
territorios de Omagua y el Dorado y no dejaba de sugestionarle la idea de las estatuas
de oro arrojadas al fondo del lago. Al final de su discurso propuso que esperaran a
que el ejército estuviera otra vez en los bergantines, todos desarmados, menos los de

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la guardia, mandados por Zalduendo, quienes podían eliminar entonces a Lope sin
daño de terceros.
Don Hernando accedió, con la condición de embarcar cuanto antes y poner el
plan en acción, ya que aquella clase de conspiraciones no podían mantenerse mucho
tiempo secretas.
Intervinieron otros soldados para confirmarse en el mismo plan y se acordó que
había que llevarlo todo a cabo antes de veinticuatro horas.
Como si Lope lo supiera, al volver de su paseo lo primero que hizo fue llamar a
las tropas y, con su autoridad de maestre de campo, dividirlas en compañías de
cuarenta hombres, poniendo a su cabeza un capitán amigo suyo y reservándose para
sí la mejor unidad y la más segura e incondicional. En la compañía que tenía a su
cargo la protección del príncipe puso muchos amigos de don Hernando, pero también
algunos suyos, disimulados, para que espiaran.
Andaba Lope en muy malas relaciones con Gonzalo Duarte, que era mayordomo
mayor de don Hernando, y temiendo el dicho mayordomo que Lope habría de
ensañarse con él en cuanto tuviera ocasión, gestionó y obtuvo del príncipe un decreto,
según el cual nadie podría juzgar ni entender en las responsabilidades del personal de
la casa real sino el príncipe mismo. Al enterarse Lope, que fue una hora después de
su regreso, acudió con tropas armadas y prendió al mayordomo, y cuando lo tuvo
atacado lo llevó al bohío del negro Carolino, quien sacó sus cuerdas enceradas y se
dispuso a trabajar después de haberle mostrado Lope de Aguirre, como otras veces, el
misterioso papel.
Pero don Hernando llegó detrás, armado, y tuvo palabras fuertes con Lope y le
amenazó y le quitó su presa de las uñas. Volvieron Duarte y el príncipe a su casa y
detrás de ellos iba Lope de Aguirre, entre amenazador y suplicante, y cuando llegaron
al bohío, allí dentro, y a puerta cerrada, Lope volvió a suplicar en grandes y
temerarias voces que le devolviera el preso, que tenía derecho como maese de campo
y que Duarte había cometido grandes delitos contra su servicio y contra el interés del
campo. Decía que era enemigo suyo —de don Hernando— y que él lo hacía antes
que nada por su propio bien y por la seguridad de la armada. Siguió negándose don
Hernando, y Lope de Aguirre, de rodillas y con la espada desenvainada, repitió lo
más patéticamente del mundo que tenía necesidad de cortar allí mismo la cabeza de
Gonzalo Duarte para salvar de peligro la del gobernador don Hernando, y éste le
respondió fríamente que envainara la espada, se tranquilizara y saliera de allí, porque
él haría una investigación, y si el mayordomo era culpable, lo castigaría con la
severidad necesaria.
El calor en aquella isla era aquel día infernal, y dos mujeres que iban con la
expedición se desmayaron y tuvieron que ser auxiliadas y resucitadas cuando
parecían medio muertas.
Sudaba Lope de Aguirre debajo de la celada y sus barbas mojadas se pegaban a la
loriga. Intervinieron otros capitanes allí presentes, partidarios del uno y del otro

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bando, y lograron apaciguar a Lope por el momento.
Gonzalo Duarte habló entonces a Lope de Aguirre para decirle que estaba
equivocado en tenerle por enemigo, ya que desde el tiempo que andaba en tierra de
los Motilones le había guardado grandes secretos que le habrían costado a Lope la
vida si los revelara.
—¿Qué secretos? —preguntaba Lope, escéptico, pero un poco más tranquilo.
—Vuesa merced dijo en los Motilones que había que matar a Ursúa y alzarse con
el gobierno y volverse a Lima en armas para apoderarse del país a sangre y fuego, y
yo sabía muy bien que lo había dicho, y a pesar de tener relación íntima con el
gobernador Ursúa, no le dije nada ni en los Motilones, ni en los Caperuzos, ni en el
río, a lo largo del viaje. Nunca esperaba yo —concluyó Duarte— que vuesa merced
daría este pago a mi lealtad.
—Reconozco —dijo Lope— que lo que dice Duarte es la pura verdad y que yo le
soy deudor en esa consideración. Reconozco que yo prometí a Duarte hacerle capitán
cuando yo fuera maestre de campo, y que con esa promesa o sin ella, o como quiera
que fuera, Gonzalo Duarte me guardó la fe prometida.
Aprovecharon aquel instante los otros para intervenir y obligarlos a hacer las
paces, y el mismo don Hernando les pidió que se dieran la mano, y aun Lope de
Aguirre lo abrazó.
Había días —decía Pedrarias— que el calor hacía enloquecer a la gente, y por eso
repetía a veces que todo el mundo debía descontar en la intemperancia y en la
irritabilidad de los demás lo que correspondía a la fatiga nerviosa de aquellos calores,
a la que Pedrarias llamaba el paroxismo ecuatorial, y otros, la tarumba del
equinoccio. Se suponía que en aquellas latitudes cada cual tenía derecho a una cierta
incongruencia y a una cierta irresponsabilidad.
Pero nada de aquello cambió la verdadera disposición de los ánimos y cada uno
disimuló, pensando ganar tiempo para ver cómo se ponían las cosas en las horas
venideras. Porque Lope miraba alrededor y no acababa de entender quién estaba con
él y quién en contra y a veces percibía riesgos nuevos por todas partes sin poder
concretarlos. Todo lo que necesitaba saber era quién quería ir a Lima a sangre y fuego
y quién a Manoa y al lago del Dorado.
La presencia de Montoya era una de las que más le inquietaban, porque se
conducía dentro de la casa del príncipe como si fuera su casa propia y aún habló en
voz baja con don Hernando dos veces, sin que lo oyera Lope. Desorientado éste, y
alarmado por aquella especie de vacío que lo acompañaba, acabó lanzando un
juramento y marchándose a la calle con cuatro o cinco de sus incondicionales.
Aquella tarde, antes de hacerse de noche, estaba Lope con sus guardias de corps
cerca de la selva, sentado en un tronco derribado a la entrada misma, cuando oyeron
todos un extraño fragor dentro del bosque y miraron detrás creyendo que llegaba una
gran manada de animales —pumas o jaguares— avanzando en masa hacia ellos. No
tardaron en descubrir que eran las espumas cubiertas de hojas secas y ramas muertas

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—iluminadas a trechos por la luna— de una de aquellas inundaciones frecuentes por
lluvias torrenciales caídas en algún otro lugar más o menos lejano. O simplemente
por el macareo del océano, que alcanzaba hasta doscientas leguas río adentro. Eran
las espumas cubiertas de una densa capa de maleza, levantada e hinchada, que
producían un vasto rumor, como las pisadas de cientos de animales juntos.
Cuando aquel macareo llegaba había docenas de pequeñas islas, y a veces no tan
pequeñas, inundadas y cubiertas por las aguas, y muchos animales, sorprendidos, iban
nadando a las que quedaban secas para abandonarlas a su vez al alcanzarles el agua.
Algunos llegaban a la orilla del río, pero la mayor parte se ahogaban.
Sabían los indios muy bien cuándo aquellas islas iban a ser inundadas, y a veces
uno preguntaba al otro en broma, señalando aquellos lugares todavía secos:
—Yasso yaöata?
Quería decir: «¿Damos un paseo?». Y el otro, que sabía lo que iba a suceder, reía.
Entonces el que lo había preguntado señalaba un brazo del río pequeño y decía, como
justificando su ofrecimiento:
—Iagarapes.
Es decir: «Un simple arroyo inocente».
Y reían los dos. Casi todos aquellos indios, con su infantil sentido del humor, eran
omaguas.
Lope de Aguirre, que se había asustado un momento al ver lo que sucedía en el
interior de la selva, soltó a reír —pocas veces le habían visto hacerlo tan a gusto— y
dijo:
—Así son todos o los más espantos de este mundo. Espuma y nonada. Pero hay
que andar con la barba sobre el hombro, marañones. Y más ahora, que por estar cerca
de los omaguas hay quienes vuelven a la antigua ilusión y confusión y miseria del
Dorado.
No lejos de allí, el negro Bemba, exagerando los movimientos del baile, cantaba:

Los Ibós se cuelgan solos,


solos se cuelgan, mamá,
¿se puede saber por qué?

—Porque se quieren gorvé —le respondían los otros.


—¿A ondé?
—A donde va el yacaré, se marchan, se marcharán.
—¿Por qué?
—Porque les pegan, no más.

Los Ibós se cuelgan solos


yo quiero saber por qué.

—Se van a ver a papá al otro lado del mar.


—Hay que ver.

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—A ver a los que dejaron.
—Zumba-lé.
—Al papá y a la mamá.
—Zumba-lé.
Y así seguían. Lope de Aguirre los miraba a cierta distancia y se preguntaba:
—¿Dónde estará ahora el colchón de doña Inés? ¿Lo habrán escondido?
Los negros seguían cantando y bailando. Era su manera de acusar la tarumba del
equinoccio.
Pensaba Lope que en medio de tantas dificultades secretas y aparentes aquel
colchón de doña Inés estaba siempre en su memoria.
El día siguiente, al amanecer, sucedió otro hecho de veras notable, que revelaba lo
que era la vida natural en aquellas latitudes. Un soldado vio un cocodrilo, que, por ser
blanco y joven, parecía prometer carnes más tiernas, y lo mató de un arcabuzazo en
un ojo.
Fueron a abrirle el vientre y dentro apareció una culebra todavía viva de unos tres
pies de largo.
Viéndola agitarse —aunque estaba herida en la cabeza— y temiendo que fuera
venenosa la abrieron en dos, y dentro del vientre de la culebra apareció un enorme
sapo, quieto e inmóvil, pero vivo también, a juzgar por algunas palpitaciones en el
lado del corazón.
Lope, que había acudido al disparo del arcabuz —armado, como siempre—, se
quedó mirando y pensando: «La rana o sapo fue sorprendido por la culebra cuando
quería comerse alguna alimaña pequeña, pero la culebra fue sorprendida cuando
acababa de comerse al sapo. Y el cocodrilo fue cazado y muerto cuando acababa de
tragarse a la culebra. Ahora el hombre era el último peldaño de aquella curiosa
relación de fracasos y victorias. La tragedia de un ser era la victoria de otro. ¿Quién
aparecería detrás del hombre? Así son todas las demás cosas del mundo —se decía
Lope, con ánimo ligero— y hay que andar alerta y madrugar».
¿No habría por allí cerca alguien que cazara al hombre que mató al cocodrilo y se
lo comiera? No habría sido extraño, en caso de haberse hallado solo el marañón que
mató al cocodrilo, porque, según dije, los indios eran caníbales. Pero no pasó nada, y
poco después el cocodrilo, hecho cuartos, estaba asándose al fuego.
Hacían los negros su fiesta matinal (siempre tenían algo que celebrar) y había que
ver a Carolino en medio del grupo de sus compatriotas africanos, borracho ya —tan
temprano— con el licor de los omaguas.
El día entraba poco a poco en el fanal del equinoccio y una vez más producía el
calor efectos extraños. Tan pronto tomaba la gente una determinación urgente, como
su cumplimiento —que se había considerado inmediato e inevitable— se aplazaba sin
saber por qué. O se olvidaba, a veces.
Zalduendo, que andaba muy preocupado, le dijo a doña Inés, reclinado en el
famoso colchón:

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—No sé qué hacer viendo tanta intriga a mi vera, a un lado y a otro.
Doña Inés no respondía, y Zalduendo volvía a hablar, como si esperara consejo.
Ella le dijo, por fin, recordando un proverbio:
—Come pan, bebe vino y di la verdad. Ésa es la vida de un hombre.
No sabía Zalduendo lo que quería decir con aquello. En el Amazonas no había
pan ni verdadero vino, aunque no faltaban licores fermentados.
Entretanto parecía como si todo el mundo hubiera olvidado los acuerdos del día
anterior. El sol, que mantenía fluida la sangre y las linfas y quería tal vez disolver los
sesos de los hombres, presidía conspiraciones, sugería muertes y otros desmanes y
deshacía en el aire como burbujas las mismas intenciones que había inspirado.
Aquél era el día de la partida, y nadie hacía nada. La verdad era que todos se
encontraban bien en la isla y que nadie parecía tener prisa por seguir adelante. Los
alimentos eran excelentes y los platos más estimados, la tortuga y el caimán,
condimentados de diferentes maneras. El pavo silvestre, si lo atrapaban, lo que no era
fácil, era un manjar de excepción. Hacían con él platos exquisitos, y aquel día le
llevaron dos a Lope, sazonados de un modo diferente, y él comenzó a comer, y luego,
mirando a los otros, gritó:
—¡Hay para todos! Yo no como hasta que no coman todos los marañones, mis
hijos.
Los indios se pusieron en faena y media hora después comían todos los españoles
aquellos mismos platos, muy a su gusto. Lope se preciaba de aquellas maneras
estrictas y compañeriles, y algunos marañones querían a Lope por ellas, en las que
reconocían a uno de los suyos, es decir, a un hombre del pueblo.
En aquel lugar las mariposas eran grandes y, en reposo, formaban contra el tronco
del árbol o contra la puerta del bohío un triángulo negro o azul, inmóvil. Al volar
descubrían debajo colores raros, predominando el amarillo y el blanco. Había en la
grande belleza inútil de aquellas mariposas algo como un peligro.
Y algunos soldados, que no se asustaban de las balas ni de las lanzas y ni siquiera
de las flechas envenenadas de los indios, saltaban hacia atrás cuando una mariposa de
aquéllas pasaba rozándoles las barbas.
Se hizo mediodía sin que la gente embarcara y pasaron veinticuatro horas sin que
la conjura contra Lope se cumpliera. El príncipe don Hernando comenzó a sentirse
desasosegado y no sabía qué hacer ni adónde ir. Mandó a buscar a Zalduendo y éste
no acudía. No estaba nunca en su puesto, y don Hernando lo censuró, aunque
suavemente, diciendo que para ver a doña Inés, de ocho en ocho días bastaba, y que
no debía abandonar el servicio. ¡De ocho en ocho días! En cuestiones de amor, el
joven príncipe tenía las ideas de un anacoreta del yermo.
Inés, a pesar de todo, era fiel al recuerdo de Ursúa, después de cuya muerte nunca
había querido hablar de él con nadie, como si ningún marañón mereciera aquella
confianza y aquel honor. Unos le hablaban bien y otros mal de Ursúa, y ella
escuchaba, impasible. Una vez preguntó a Zalduendo:

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—¿Por qué lo mataron a Ursúa?
—Oh —dijo él, sin saber qué responder—. Todos matan. Vuestra merced también
mató a La Bandera.
—¿Eso es verdad? —preguntaba ella.
Y se mostraba involuntariamente feliz. No le parecía mal haber matado a La
Bandera.
Zalduendo le había proporcionado a su antigua amante, la mulata María, un
amigo que siempre había andado un poco enamorado de ella. Y así la mulata se sentía
menos abandonada. No le tenía rencor a doña Inés y las dos hablaban mal de
Zalduendo. Pero él y el nuevo amante de doña María andaban siempre juntos y tenían
secretos de enamorados y confidencias. Entendiolo Aguirre, y dijo varias veces y en
diferentes lugares que aquel negocio no podía acabar bien. Ni tampoco el de Duarte.
Tenía Lope a veces celos de la amistad, como los amantes los tienen del amor.
Entretanto, Lorenzo de Zalduendo, en lugar de sentirse en delito por el incidente
del colchón, fue a Lope de Aguirre y, con acento sereno y amistoso, pero con los
nervios de la discordia, le dijo:
—Ya sé que vuesa merced habla de mí y de doña Inés, y puesto que tanto se
ocupa de nosotros, he pensado que sería bueno venir a pedirle que mande que se nos
disponga un buen sitio en el bergantín.
Lope de Aguirre se le quedó mirando fijamente, sin responder. Nadie habría
podido entender una opinión concreta en aquella cara de Lope, seca como el esparto.
—Ese colchón —dijo, por fin— le va a costar la vida a alguno —y se marchó
cojeando.
A todo esto, y siguiendo las instrucciones recibidas el día anterior, iba Zalduendo
preparando las cosas para embarcar a la gente, y dispuso en el mejor bergantín (que
estaba ya cubierto) el mejor sitio para doña Inés y su amiga, que andaba en martelos
diferentes con cada luna nueva. No sólo llevó Zalduendo el colchón, sino cajas y
otros bagajes de aquellas mujeres.
Lope de Aguirre salió al paso de Zalduendo, recordándole las órdenes que había
dado, y el capitán de la guardia le contestó: «A fe que eso cumple decirlo a las damas,
mis señoras, y voy a tratarlo antes con ellas». Fue a su bohío y volvió a salir con una
lanza. Rodeado de soldados armados, arrojó la lanza a un árbol, en cuyo tronco se
clavó y quedó el asta temblando, mientras el soldado decía:
—¡Voto a Dios que estaría mejor empleada esta lanza en quien yo me sé!
Aquella tarde murió de calor —así decían— la niña india que solía servir a doña
Inés —la viudita de nueve años—, y estando enterrándola, doña María, la mulata,
dijo:
—Dios te perdone, criatura, que antes de algunos días tendrás muchos
compañeros.
Al mismo tiempo, y cerca de allí, Zalduendo, arrancando la lanza del árbol, dijo a
grandes voces:

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—¿Mercedes me ha de hacer a mí el escuerzo de Aguirre? ¿Permiso he de pedirle
para poner el colchón en el bergantín? Vivamos sin él, pese a Dios, que no soy
hombre para necesitar de sus consentimientos.
Se enteró Aguirre y, pensando que Zalduendo se sentía respaldado por el príncipe,
fue a ver y a reclamar a don Hernando, a quien dijo que no se fiaba de ningún
sevillano —don Hernando lo era, igual que Zalduendo— y que anduviera con
cuidado, porque desde allí en adelante iría siempre Lope acompañado de cincuenta
marañones bravos y bien armados y que más le valdría a don Hernando comer bledos
sacados de la arena que los buñuelos que le hacía Gonzalo Duarte, su mayordomo.
El calor en aquel día era extremo. Los indios aguardaban la frescura del
crepúsculo escondidos en sus cubiles, pero los españoles iban y venían al sol y con
todas las armas.
Se alejaba Lope de Aguirre del bohío de don Hernando cuando, arrepentido,
decidió volver a darle explicaciones y excusas, y don Hernando fingió aceptarlas,
aunque estaba muy amargado y desde entonces iba también rodeado de gente armada
y se trataban con cortesía, pero con máximo recelo.
No podía comprender don Hernando —ni tampoco Zalduendo— por qué no se
ponía en obra el plan para acabar con Lope de Aguirre. Había alguna perplejidad en
toda aquella gente comprometida, y como faltaba la palabra ejecutiva, nadie hacía
nada. En aquel pueblo se estaba bien, la comida era abundante y existía la vaga
sospecha de hallarse más cerca que nunca del Dorado.
La orden de subir a las naves no se daba aún.
Entretanto, Lope de Aguirre, fingiendo calma, charlaba junto a la orilla en el lado
donde estaban los bergantines y decía a los soldados más próximos: «Nos acercamos
a la mar y después iremos a la Margarita, y desde allí, a tierra firme, donde tendremos
enseguida que toquemos tierra más de mil negros de Panamá, que cuando sepan que
hemos matado a Ursúa, su peor enemigo, vendrán con nosotros. A esos negros les
daremos libertad y armas y caeremos con ellos y con otros sobre el Perú».
Había nombrado ya Lope de Aguirre, como dije antes, todos los cargos
importantes en Lima, y algunos marañones, más o menos inocentes —que de todo
había—, iban a Lope de Aguirre y le decían:
—Señor, una merced vengo a suplicar, pero ha de serme concedida antes de que
se la diga.
—Hable sin cuidado, que a soldados tan buenos nada se les puede negar.
—El favor que se me tiene otorgado antes de pedirlo es que soy aficionado a vivir
en el Cuzco del Perú y allí reside cierto vecino rico que, llegados que seamos, yo
procuraré hacerle de menos, y luego querría que su repartimiento y su mujer fuesen
míos.
—Hacerse ha desa manera —respondía Lope de Aguirre— y téngalo vuesa
merced por suyo desde ahora.

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Luego, al quedarse solo, pensaba Lope que aquel soldado tenía sus
reivindicaciones como él. Como cada cual.
Descubrieron en aquella tierra que los indios mascaban las mismas hojas de coca
que los del altiplano del Perú. Algunos sacaban de aquellas hojas, después de
ponerlas en maceración, una pasta densa que mezclaban con agua y que bebían. En
aquellas tareas ponían los indios cuidado y solemnidad y un cierto compañerismo
alegre, parecido al de los soldados o marineros europeos cuando beben en las
tabernas.
Después, los que habían tomado la coca se sentían frescos, animados y
tonificados para el trabajo.
Lo malo era cuando además bebían su chicha y se emborrachaban.
Pero no era sólo aquello. En la isla y en tierra firme los naturales tomaban un
polvo por la nariz, aspirándolo de un tubo con una cazoleta al final (como una pipa) y
otros tomando el polvo entre el pulgar y el índice.
Era la semilla del paricá, pulverizada. Que producía efectos dispares. A unos les
hacía caer en un estado de desgana y de éxtasis y a otros los excitaba y enloquecía.
Dependía, al parecer, del temperamento de cada cual.
Aquellos indios llevaban las orejas desgarradas. Por debajo se les habían alargado
tanto, que les descansaban en los hombros cortadas en dos colgajos. A ellos les
parecía un signo de belleza e importancia.
—Ésos —dijo Lope— son los orejones, que ya los había visto yo en la parte de la
montaña, hacia Quito.
Eran aquellos individuos inolvidables. En su cara, la mujer tenía una expresión
tan dura como el hombre y ninguna de sus facciones armonizaba con la otra. Dos ojos
feroces y enormes contrastaban a veces con una boca de una dulzura y suavidad
ridículas, y entre ellos, una nariz en promontorio, que parecía artificial y que había
crecido enormemente, tal vez inflamada por la costumbre de sorber aquel polvo.
No era fácil considerar a aquellos hombres más cerca de los hombres que de los
monos de pelaje limpio y cara rosada. Y los mismos negros los miraban a veces con
un gesto de repulsión. Se veía que eran pobres gentes resbalando por la pendiente de
la degradación y, de un modo u otro, extinguiéndose por sus vicios, entre ellos el
canibalismo, el paricá, la chicha y la coca. Sin contar con la tarumba del equinoccio.
En aquellas latitudes del Amazonas uno de los mayores cuidados lo daba la
necesidad de protegerse de los vampiros, murciélagos de aspecto repugnante que se
acercaban a las personas en la noche y abriéndoles sutilmente una herida se
alimentaban de su sangre.
No había memoria de que nadie hubiera despertado nunca a causa de esa siniestra
maniobra, porque la saliva de los vampiros es anestésica y hace insensible su
mordedura. Así pues, el animal nocturno comienza lamiendo la parte del cuerpo que
quiere atacar. Los lugares que prefiere son los pulpejos de los dedos de los pies, los
de las manos, la nariz, la nuca o los lóbulos de las orejas. Una vez lamida y

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anestesiada la piel cortan un trocito de ella del tamaño de medio centímetro en cuadro
de modo que se produzca la hemorragia. Y la sangre fluye y beben a gusto sin ser
notados.
Naturalmente, la víctima se encuentra al día siguiente los lugares atacados
manchados de sangre y sabe lo que le ha sucedido, pero nunca se dio el caso de que
nadie despertara por la agresión de aquel murciélago.
Para evitarlos había que dormir calzados y con la cabeza y las manos envueltas en
trapos, lo que en las noches caniculares del ecuador era de verdad imposible, ya que
el que lo hacía iba desnudándose una vez dormido sin darse cuenta.
Atacaban también los vampiros a las grandes aves, detrás de la cabeza, en la nuca,
y, naturalmente, a los niños indefensos, si las madres no estaban para evitarlo.
Cuando algunos se quejaban de aquellas mordeduras, Lope de Aguirre reía
siniestramente y decía: «La culpa la tienen vuesas mercedes por dormir. A mí, que no
duermo, no me chupan la sangre esas sanguijuelas voladoras».
Se habían dado casos de niños desangrados y muertos.
Pasaban las horas de aquel día y nadie iba a bordo. Los indios habían tomado su
coca y aquella tarde tocaban en unas flautas de bambú con sólo dos agujeros
próximos a la embocadura, repitiendo siempre el mismo son, con el cual bailaban en
sus fiestas, pero aquel día se limitaban a ir y venir con su música, simulando no ver a
nadie ni mirar a su alrededor, aunque enterándose de todo a su manera.
Hasta ellos había llegado la noticia de la tensión creciente en el campo.
Lope de Aguirre, comentando las palabras de Zalduendo a propósito del colchón
de doña Inés, decía que más le valdría a Zalduendo encomendarse a Dios, en lugar de
tirar lanzas y decir bramuras. Al saber aquello de encomendarse a Dios, Zalduendo
fue por su parte a ver a don Hernando y le pidió que diera órdenes inmediatas para
acabar con Lope de Aguirre. Don Hernando le ordenó que se callara, pero dos
soldados del servicio de don Hernando, que eran el capitán Guiral y el maestresala
Villena, se atrevieron a decir que si se había de hacer algo se hiciera pronto. Don
Hernando se levantó muy nervioso y dijo que le dejaran a él la decisión en cosas de
tan grave monta y prometió decidir aquel mismo día. Estaba muy nervioso y tan
pronto se ponía el coselete de acero y se ceñía la espada, sin objeto, como se lo
quitaba todo y se quedaba casi en cueros, por el calor.
Estando así llegó Lope de Aguirre con una gavilla de los suyos y, sin hacer caso a
nadie, insultaron a Zalduendo, y antes de que pudiera echar mano a la espada allí
mismo comenzaron a estocadas y a puñaladas con él hasta dejarlo muerto.
Enloquecido, don Hernando daba grandes voces:
—¡Señores caballeros, ténganse vuesas mercedes!
Pero de nada valió, y Zalduendo dio la última gota de sangre a los pies de su
compatriota el príncipe. Después, Lope de Aguirre se volvió a dos de los suyos, que
eran Antón Llamoso y Francisco Carrión, este segundo mestizo, y les ordenó que

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fueran a buscar a doña Inés y a su amiga María y que las matasen allí donde las
encontraran.
—Estoy harto —dijo— de negocios de putas en el real.
Entretanto, don Hernando, dolido y acongojado por la muerte del capitán de su
guardia, dijo a Aguirre que nunca olvidaría el descomedimiento y el poco respeto que
había tenido por su persona atreviéndose delante de él a matar a un capitán como
Zalduendo y que cuidara mucho de lo que hacía, porque no podría menos de juzgar
actos como aquél y calificarlos y castigarlos, ya que la armada no era una cuadrilla de
forajidos, sino un ejército de hombres que esperaban por el buen ejemplo conseguir la
adhesión de otros tan buenos cuando llegaran a tierra firme, y que aquella conducta,
más que de caballeros, era de rufianes y gentes de horca. Que él no había nacido para
permitir y tolerar hechos como aquél y que…
Pero Lope de Aguirre, agotada su paciencia, le dijo desvergonzándose por
segunda vez:
—Vuecelencia no entiende de cosas de guerra ni sabe gobernarse ni gobernar a
los otros y yo no me fío de ningún sevillano y Zalduendo lo era y otros lo son lo
mismo que él y todo el mundo sabe las dobleces y falsedades que hay en ellos.
Vuecelencia —siguió diciendo Lope— vive descuidado y hace mal, que cuando se
tiene el cargo de vuecelencia o el mío hay que andar como ando yo y si ahora quiere
hacer consejo de guerra contra mí por la muerte de Zalduendo cuide antes de
asegurarse con cincuenta o sesenta hombres de guerra bien armados y dispuestos a
dar la vida por vuecelencia, por lo que pudiera suceder, que yo los tengo y aún más, y
si quiere otro consejo le diré a vuecelencia que más le valdría comer el cazabe que
hacen las indias macerando la pasta con los pies sucios que las empanadas que le
prepara el mayordomo Duarte.
Dicho esto salió sin querer escuchar lo que respondía el príncipe. Fue al bohío de
doña Inés y entró diciendo:
—Memorable va a ser este día para vuesas mercedes.
Pero no había nadie, y entonces recordó que había dado órdenes de que las
mataran.
Poco después, Carrión y Llamoso, amigos de Lope, fueron en busca de doña Inés
y de María la mulata, y habiéndolas hallado cerca de la sepultura de la niña muerta el
día anterior poniendo en ella flores, les dieron de puñaladas. Comenzó Llamoso con
un punzón albardero, con el que dio diez o doce golpes a doña Inés sin matarla.
Estaban detrás de unos arbustos en las afueras de la aldea, y viendo Llamoso que
Carrión había degollado a María del primer golpe y limpiaba en sus faldas la daga,
decidió también acabar con doña Inés, y tomándola por los cabellos con la mano
derecha porque era zurdo le clavó la daga en el cuello varias veces.
Estaban los cuerpos tan destrozados que los soldados tuvieron gran compasión
cuando fueron a darles tierra.
Era doña Inés la mujer más bonita del Perú, según decían cuantos la conocieron.

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Dijo luego Lope a los soldados que lo había mandado hacer con el fin de que
aquella mujer no fuese causa de otras muertes como había sido ya.
Hicieron una tumba en la arena —ni siquiera en tierra firme, y era imprudencia,
porque los indios las sacarían y se las comerían— y las enterraron. La Torralba y
doña Elvira fueron a poner flores encima y a rezar. Los marañones las miraban hacer,
encandilados.
El padre Henao dedicó a la hermosa peruana un epitafio latino y lo dejó
toscamente grabado en la losa arenisca con el mismo puñal que había empleado
Llamoso:

Conditur hic lauris prefulgens forma pulloe


Quam tulit insontem sanguinolenta manus
Gloria silvarum est, extinctum cenere corpus
Ast Domini vivens displicuit facies.

Que quería decir: «Se esconde en estos laureles la espléndida forma de una
jovenzuela a quien, inocente, mató sangrienta mano. Su cuerpo convertido en ceniza,
es la gloria de las selvas, pues viva su hermosura desagradó al hombre».
Cuando se enteró Lope le dijo al padre Henao: «Todo me parece bien menos eso
de puellae, porque la verdad es que tenía poco de doncella doña Inés que Dios haya».
Le respondió el cura que no era puellae, sino pulloé, y que esto no quería decir
doncella, sino joven, jovenzuela.
—Ya veo —y Lope reía bajo sus barbas—. Pollita. Yo también sé mi latín, no
vaya a pensar vuesa reverencia que me gusta que me hagan la lección. Yo lo sé
también.
Y miraba al cura con aquel aire indescifrable que atemorizaba a algunos.
Muertas y enterradas Inés y doña María, y sintiéndose Lope de Aguirre sosegado
por la victoria y más o menos culpable, volvió a casa de don Hernando y le dijo,
según su costumbre, con una especie de oficiosidad arrogante:
—Vengo a daros satisfacciones del hecho de la muerte de Zalduendo, quien había
amenazado de muerte a un tan gran servidor vuestro como soy yo y ahora puede
vuecelencia sentirse seguro porque yo soy más hombre que Zalduendo para
defenderle y también más que otros en quienes tiene vuecelencia demasiada
confianza de puertas adentro. Quiera Dios que no vea el desengaño antes de mucho.
Escuchaba el príncipe pálido y sin saber qué responder y ni aun qué pensar y
Lope le dijo:
—Asómese vuecelencia a esa puerta y verá que llevo conmigo lo más veterano de
la armada y los llevo para defensa de vuecelencia y para su seguridad y para
mantener el buen orden en el campo y que nadie ose demandarse. Que si el colchón
de doña Inés trajo lo que ha traído, ¿qué podrán traer otros motivos mayores de
discordia como a diario hay en el campo?

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El príncipe no quiso asomarse fuera, y recordando el incidente del colchón
pensaba que no podía haber tal vez motivos mayores entre aquella gente marañona
exasperada por el calor del equinoccio, joven y sin hembra.
Vio Lope de Aguirre en un puerta interior los rostros de los capitanes Guiral de
Fuentes y Alonso de Villena y recalcó, viéndolos tan pálidos como a don Hernando:
—Quiera Dios que no paguen justos por pecadores y que cada cual ande tan
seguro como ando yo a la hora de la justicia.
—De la venganza —musitó don Hernando.
—Venganza o justicia, que de perseguido me he envuelto en perseguidor, y en
esto está todo el secreto de saber vivir. Yo, a lo dicho me atengo, y a los hechos más
que a las palabras.
Y salió zapateando como él decía al hecho de cojear.
No había dicho don Hernando a Lope que aceptaba sus explicaciones. Y Lope se
daba cuenta.
El maestresala y el capitán Guiral seguían con el rostro blanco de estupor. No
hablaban, eran todos oídos y no acababan de comprender.
Salió doña Elvira aquel día a pasear, pero no con Lope de Aguirre, su padre, sino
con Pedrarias, a quien expresamente Lope le encomendó aquella importante e
inocente tarea. La Torralba no quería salir del bohío en aquella aldea porque habiendo
querido cantar la jota soriana al instalarse en la casa nueva —y cantarla en el tejado—
la pidió en matrimonio un cacique indio, y los soldados se rieron tanto de aquello que
en cuanto la veían volvían a recordárselo y a bromear.
Así pues, la Torralba no salía. Tampoco le gustaba ver las vergüenzas de tanta
gente en cueros, según decía.
Tenía pánico por la noche pensando en los vampiros. Desde que una mañana
despertó con sangre en la almohada y en las orejas y en las plantas de los pies no se
volvió a dormir ya nunca sino completamente envuelta —de los pies a la cabeza— en
una sábana como en una mortaja. Para que dormida no se destapara a causa del calor
hacía que Elvira la cosiera la sábana encima cada noche. La hija de Lope tenía en
cambio un recio mosquitero hecho con redes de pescar. Los mosquitos entraban, pero
no los vampiros.
Pedrarias llevaba a doña Elvira cerca del bosque. Cada vez que el soldado la
llamaba doña Elvira, ella se ruborizaba un poco y le decía que aquello era una
galantería un poco boba de don Hernando y que no se burlara de ella.
Iba Pedrarias muy cuidadoso con Elvira por las alimañas de todo orden que solían
encontrar. La serpiente cascabel era frecuente en aquellos lugares y su mordedura
necesariamente mortal. La llamaban los indios jararacá, que parece una alusión al
ruido que hacen con sus crótalos en las piedras.
Cuando preguntaban a las madres indias por qué tenían a sus niños colgados de
pequeñas hamacas o cestos a cinco o seis pies de altura en las ventanas o los aleros de

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sus bohíos nunca decían que era por miedo a las culebras (a las cuales no había que
aludir nunca, y menos a la cascabel), sino para evitar que los niños comieran tierra.
Era verdad que aquel vicio lo tenían muchos de los chicuelos en todas las tribus y
que con frecuencia alguno moría por su causa.
Mientras paseaba Pedrarias con doña Elvira, el capitán Guiral y el maestresala
Villena hablaban a solas dentro de la casa de don Hernando y a cubierto del príncipe:
—¿Habéis visto que no ha dicho nada don Hernando?
—¿Qué va a decir? Horas hay para la lengua y horas para el cuchillo, y éstas son
las del cuchillo.
Hacían los indios, fuera, su jolgorio de flauta y tambores a pleno sol. Era la vida
del Amazonas aparentemente miserable y penosa, pero mirando las cosas despacio se
llegaba pronto a comprender que dentro de la fatalidad en la que los hombres todos
vivimos no era aquélla una vida tan ardua como la de algunos pueblos civilizados.
La vida de aquellas gentes desde que nacían era una especie de deslumbramiento
del que no acababan de salir en todo el tiempo de su existencia. Es decir, que llegaban
al día de su muerte sin haber comenzado siquiera a comprender nada. Cuando nacían
veían caudales inmensos de agua que tomaba distintos colores, entre los que
predominaba el amarillo dorado. Veían al lado una selva poderosa y llena de misterio,
con rumores siniestros durante el día y una algarabía infernal e inextricable durante la
noche. El dios implacable de la vida y la muerte era visible y perceptible —volcanes
lejanos que hablaban por el estruendo de sus erupciones y por los terremotos—. Las
tormentas diarias desde Navidad hasta avanzado agosto con rayos y truenos, lluvias
torrenciales y un sol aplastante mantenía en un estado de asombro a los hombres.
Nadie llegaba nunca a acostumbrarse ni a familiarizarse con todo aquello. Los
grandes placeres físicos compensaban la incomodidad del hambre ocasional o del
peligro de las guerras de tribus. Y cada día la sorpresa era mayor.
Cuando no podían más sorbían por la nariz el polvo del paricá o mascaban la
coca. Así conseguían una calma interior perfecta.
Llegaban a la mayor edad y morían a los treinta o cuarenta años sin haber salido
de su asombro y sin ocasión para comenzar a reflexionar. Ahí estaba el peligro de los
otros, de los españoles y los blancos. En la reflexión sin soluciones ni conclusiones.
La vida de aquellos seres del Amazonas, con todas sus dificultades, era mejor que la
vida gris y sórdida de los pobres en los países del viejo continente. La gente pobre de
Europa vivía sesenta años o más abrumada por el hábito de reflexionar y de
comprender demasiado sin poder resolver nada en definitiva. Y esto sucedía a veces
también con los ricos.
Pensando así, Pedrarias mostraba a Elvira las cosas de la naturaleza. Él mismo se
estaba familiarizando con algunos animales, especialmente con un ave de costumbres
muy curiosas. Se llamaba agamí y era un pájaro del tamaño de un jerifalte que se
hacía amigo de los soldados y entraba fácilmente en sus bohíos o en los bergantines y

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que a veces se posaba en el hombro del que se aventuraba a entrar en la selva,
especialmente de Pedrarias, a quien parecía conocer y distinguir.
Estaba la selva, como he dicho, plagada de culebras ponzoñosas cuya picadura
mataba en algunas horas, y aquel pájaro, el agamí, atacaba a los reptiles y los mataba
con el pico y las garras. Luego, si tenía hambre se los comía, pero no era frecuente.
Parecía estar el agamí consciente de la importancia de su trabajo, porque cada vez
que entraba Pedrarias en el bosque acudía el pájaro, se posaba en su hombro e iba
delante de él cazando culebras y a veces llevando alguna a su lado para que la viera.
En una ocasión, no habiéndose fijado Pedrarias, porque estaba atento a un tapir que
se acercaba y al que quería cazar, el agamí llevó a sus pies una serpiente herida, pero
viva, y el reptil lo primero que hizo, sin duda para alejarse del ave, fue trepar
arrollado la pierna de Pedrarias. Éste se estuvo quieto como una estatua, agarró la
rama de un árbol con el brazo tendido y por el brazo y la rama se fue el reptil
tranquilamente.
El agamí estaba orgulloso de sus habilidades y quería mostrarlas.
Aquel día las horas pasaban y ni embarcaba la tropa ni don Hernando tomaba
determinación alguna contra Lope de Aguirre.
Entretanto, Pedrarias y Elvira seguían cerca de la selva como si nada sucediera. Y
veían y buscaban y comentaban lo que hallaban. Entre los insectos grandes y ruidosos
de la selva abundaba uno que se llamaba machaco, palabra que en quechua quiere
decir víbora. Era una cigarra tan gritadora o más que las de España y tenía el cuerpo
parecido, pero, así como la de España era inofensiva y los chicos las cogían y jugaban
con ellas, la del Amazonas tenía la cabeza triangular como las víboras y llevaba en el
pecho una espina o aguijón de media pulgada de largo, muy agudo y por el cual
segregaba al clavarlo un veneno más activo que el del alacrán.
Cuando volvían de la selva, Pedrarias y la niña vieron al maestresala de don
Hernando y al capitán Guiral, que iba caminando despacio con Lope de Aguirre, a
quien hablaban apasionadamente en voz baja. No pudo Pedrarias menos de
extrañarse, porque consideraba a aquellos dos capitanes grandes enemigos de Lope.
Los dos criados de Guzmán habían decidido que, estando como estaba toda la
fuerza de parte de Lope de Aguirre y que siendo el caudillo vasco el único que se
decidía a actuar, había que congraciarse con él antes de ser sus víctimas. Y fueron ni
más ni menos a contarle lo que había pasado en la junta, en la que acordaron matarlo.
«Si estáis vivo aún —le dijeron— es porque Montoya dijo que no quería que lo
mataran yendo acompañado vuesa merced de sus guardias de corps entre los cuales
tiene amigos». Añadieron que su muerte estaba aplazada para cuando subieran todos
a los bergantines. A aquella condición impuesta por Montoya debía la vida Lope de
Aguirre hasta aquel momento.
Se sintió Lope tan ofendido y tan alarmado que, habiendo sido llamado poco
después por don Hernando para celebrar una junta antes de embarcar en los
bergantines, el maese de campo le respondió:

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—No es ya tiempo de hacer juntas ni de llamarme a ellas. Otras juntas ha
celebrado vuecelencia sin mí, y lo mismo puede hacer ahora. Estoy en otros mayores
cuidados y os pido por todas esas razones que tengáis por excusada mi presencia.
No era prudente aquella respuesta porque parecía descubrir sus intenciones, pero
la indignación de Lope de Aguirre no permitía discreción ni clase alguna de sigilo.

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X

A solas, y después de haber oído las graves confidencias de los criados de don
Hernando, se decía Lope: «¿El loco Aguirre? Bien, estoy loco, pero vuesas mercedes
van a sentir mi locura en el meollo de su razón. El loco Aguirre va a arreglarles la
vida a los cuerdos. El delirante Aguirre va a arreglar la visión, la conciencia y la vida
de los razonables. ¿El criminal Aguirre? ¿Es que alguien me llama así? Yo no he
matado con mi espada sino a otro hombre que llevaba también espada al costado y
preparaba mi muerte. Sólo a Zalduendo, sevillano falso y quimerista, embustero y
traidor, que para eso había nacido. Los demás no los he matado yo, sino el buen azar
de Dios, que por todos vela y que permite sólo aquello que debe ser permitido. No se
mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios. De acuerdo. Yo no intervine sino en
el último crimen y fue porque Zalduendo había pedido permiso al jefe para
madrugarme a mí. No es fácil eso, que duermo poco y como las liebres, con un ojo
abierto. Tengo mis quehaceres, quehaceres secretos que yo sólo puedo conocer y
decidir. Dos hombres que están obligados en vida y en muerte al sevillano don
Hernando y a quienes yo no he ofrecido nada han venido a revelarme las intenciones
de su señor. A mí, al loco Aguirre. Yo estaba solo ayer, pero no lo estoy hoy, con mis
sesenta marañones armados y Carolino y Juan Primero en su bohío aguardando la
vitela sudada no necesito más en el mundo. Miserable soy, pero no más que otros. Y
tenemos nuestra justicia. Yo voy a fundar y establecer un reino a mi manera. ¿Es que
no tenemos nosotros derecho a conducirnos estúpidamente en lo alto de la pirámide
como los que están ahora? ¿Es que yo no tengo el mismo derecho que Pizarro y que
La Gasca y Hurtado de Mendoza a ser simple cuando quiera y bellaco cuando me dé
la gana con una cadena de oro cruzada al pecho que sea devoción y encomienda y
gala todo junto?».
Así hablaba Lope de Aguirre, y golpeándose el pecho con el puño cerrado añadía:
«Nosotros. Somos nosotros los que hemos venido a la jornada de Indias. Somos lo
mejor de cada familia porque somos los que no van a heredar y tienen que buscarse el
honor y el ducado a fuerza de ingenio y a punta de espada. Somos honrados, pero
¿para qué nos sirve a los que no tenemos tierra donde fundar ni rentas con que lucir?
Toda mi honradez la pongo debajo de la bota, de esta bota que se afirma malamente
en el suelo a causa del arcabuzazo que me dieron en la pierna. Un lujo, la honradez,
pero no el mejor, para mí. Tal vez para Pedrarias. No, tampoco para él. Para nadie.
Poco haría con su honradez Felipe II si no matara gente. Que ha matado más
cristianos en secreto que diez veces la gente que llevo yo en el real. Yo soy yo. Yo
soy vosotros. Yo soy todos los demás y yo soy el único entero y joven o viejo, rico o

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pobre, lisiado o sano, a quien vais a escuchar, a quien vais a obedecer y a soñar. ¡Me
estáis soñando ya vuesas mercedes los amigos de don Hernando, hijos de la gran
puta! Yo no tenía interés en venir a la vida, pero he venido, y mucho cuidado,
chapetones de Castilla, que los cojos de las provincias vascongadas os andamos a los
alcances. Me alegro de haber venido a este Amazonas, donde parece que todo lo que
vemos y lo que oímos es sólo el fondo de un milagro, el milagro que tengo que hacer
yo solo, marañones. Lo que yo he valido yo lo sabía, pero ahora lo van a saber vuesas
mercedes, marañones. Si no fuera por esta jornada del Amazonas, nunca se me habría
presentado la ocasión, y van vuesas mercedes a ver lo que un hombre como yo hace
cuando le llega la ocasión, cuando ya no viven La Bandera ni Zalduendo ni otros que
trataban de torcerme el camino. Mi camino».
La vida en la isla era la misma hora tras hora. Seguían los indios con sus
curiosidades, sus cambalaches y sus sonrisas. Nunca habían visto indios tan
sonrientes los marañones.
Aquellos indios, cuando hablaban de los hombres blancos, decían en su idioma:
Cariua Juruparí, es decir: el blanco es el diablo. Porque, lo mismo que los semitas,
ellos tienen sus diablos, que se diferencian poco del que podríamos llamar diablo
ortodoxo de los persas o los romanos. Para defenderse del diablo blanco o verde
usaban flechas envenenadas con el famoso curare, que entonces era desconocido
fuera del Amazonas.
El curare, que es una corrupción de Uiarí-rana, viene de la planta de este
nombre, arbusto de tamaño mediano que exhala aromáticos efluvios. Al mismo
tiempo que atrae y engaña y se denuncia ofrece al que se acerca unas pequeñas
frutitas rojas, más pequeñas que aceitunas, que invitan a comerlas por el color y la
fragancia.
Lo curioso es que el que las come puede hacerlo sin cuidado porque son
inofensivas con una condición: que no mastique ni coma las semillas. De ellas y de
las hojas y del tallo del uirarírana se desprende una savia ponzoñosa. Tanto que la
más leve raspadura en la piel que haga aflorar sangre a los poros es mortal si esa
sangre entra en contacto, aunque sea fugaz y rápido, con el jugo de la semilla.
Los indios untaban con aquel betún —así decían los españoles— la flecha, y por
su parte los españoles, cuando sospechaban que una flecha tenía ponzoña, lo primero
que hacían era raspar con ella la piel de un indio, a quien observaban, y si seguía vivo
después de algunas horas la flecha no estaba envenenada. Lope de Aguirre lo hizo
aquel día y el indio tardó seis horas en morir. «¡Oh, el hideputa!», exclamó Aguirre
como si él tuviera la culpa.
El blanco era Cariua-Juruparí, pero los indios no se quedaban atrás en eso del
diabolismo.
Entre aquellos indios había una tribu que vivía a un tiro de arcabuz y se llamaban
los cachivos. Gente más rara aún. Los indios cachivos eran caribes. La palabra caribe

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no quiere decir, sin embargo, comedores de carne humana, sino, como dije antes,
simplemente extranjeros. En aquel caso eran las dos cosas a un mismo tiempo.
Andaban locos los caribes por comerse a un blanco creyendo que así las
cualidades del blanco les serían transferidas. Ofrecían sus esposas a los blancos para
que yacieran con ellas y las dejaran embarazadas y dieran a luz. Entonces el esposo
indio —según dijo a Lope uno de los brasiles— cuidaría al hijo del blanco, lo
mimaría y atendería hasta tener uso de razón, y al llegar a los ocho o nueve años se lo
comería para recibir su espíritu. El espíritu de su padre blanco.
Pasaba con eso que muchas gentes que comían ritualmente carne humana se
acostumbraban y luego seguían por afición y sin sentimiento religioso ni pretexto
ritual alguno. Entre los omaguas había muchos indios de ésos. Casi todos los brasiles
eran también caníbales.
A veces iban Lope de Aguirre y su hija al barrio de los caribes y todos los indios
salían a mirar a la niña en éxtasis. Entonces ella tenía miedo y pedía a su padre volver
a casa. A su choza. Los negros llamaban a aquellas chozas ajupas, quizá por tradición
de sus poblados de África.
Iban allí los indios desnudos, como la mayor parte en las orillas del Amazonas, y,
sin duda, era ésa la única manera de vivir en un país tan caluroso. Lo único que
llevaban sobre su piel era algún collar de dientes de mono o de hombre, y los más
viejos, algunas cabezas humanas reducidas al tamaño del puño y colgadas de la
cintura por los cabellos. Aquellas cabezas traían loco y fuera de sí a Pedrarias.
Había personas en la expedición que les encontraban a aquellas cabezas parecidos
con la cabeza natural de Lope, en la que creían ver la misma sequedad y la misma
expresión hermética. También sus facciones parecían reducidas y comprimidas por
extrañas presiones exteriores.
Nadie le decía eso a nadie, aunque todos lo pensaban.
Estaba Lope de Aguirre muy ocupado con sus reflexiones. Aquel día que acababa
de comenzar iba a ser definitivo en su vida para bien o para mal. El maestresala de
don Hernando y el capitán Guiral habían ido a decirle cuáles eran las intenciones de
don Hernando y se lo dijeron con todos los detalles y garantías de veracidad. Más se
preciaba Lope de Aguirre de la fidelidad de aquellos dos hombres que de la victoria
que le venían a facilitar. «El hecho de que vengan a mí quiere decir que ya no es don
Hernando quien tiene la autoridad en el campo sino yo. Ya no son estos hombres
satélites de don Hernando, sino míos, y sin haberlos sobornado ni siquiera con una
promesa». Entretanto, Bovedo iba a salirse con la suya. Le había oído decir un día
Lope que no tenía valor para suicidarse y que aquélla era la única razón por la cual
estaba todavía vivo. Eso le dijo Bovedo, que era, con Montoya, el que debía dar la
señal para matarlo según le comunicaron Guiral y el maestresala, y Lope de Aguirre
pensaba que lo primero que tenía que hacer era suprimirlos a los dos, a Montoya y a
Bovedo. Había que ayudarle a Bovedo a salir de esta vida, ya que no tenía valor para
marcharse por su cuenta. Y en cuanto a Montoya, mil veces le había dicho a Ursúa:

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«Yo soy de los que nunca olvidan ni perdonan. Mátame, y si no me matas puedes
estar seguro de que un día te mataré yo a ti». Y así fue. De veras, Montoya cumplió
su palabra. Montoya y Bovedo (éste con su cabeza rubiácea de gallego mal cocido)
eran dos, pero campaban siempre juntos. Había que darles a los dos lo que los dos
habían esperado y deseado alguna vez en su vida sin que nadie se lo diera.
—A lanzadas —les dijo Lope de Aguirre a cuatro de sus soldados— y cuando el
sol comience a caer. Exactamente cuando el sol baje y se vea encima de aquellas
palmeras. Si no lo hacen vuesas mercedes con diligencia y silencio estamos todos
fregados.
Para distraer la atención de la gente anunció que el viaje se reanudaría al día
siguiente y los soldados comenzaron a disponer sus cosas.
Cuando el sol comenzaba a caer, Lope de Aguirre dio un bando para que todas las
canoas fueran puestas en racimo junto al costado norte de la aldea. Las órdenes se
entendían para todo el mundo menos para las tropas que llevaba consigo, con las
cuales puso vigilancia en las cercanías de la casa de don Hernando.
Las viviendas de Montoya y de Bovedo estaban en el extremo sur, y como todas
las de aquella población habían sido construidas a lo largo de la orilla, era fácil
interceptar la comunicación llegado el momento, porque bastaba con una pareja de
hombres armados.
Atareado todo el mundo llevando las canoas al extremo opuesto, Lope de Aguirre
señaló a cada escuadra de diez hombres sus víctimas y les dijo cómo debían
emplearse de modo que cayeran primero Bovedo y Montoya.
Todo a punto, vieron que se entraba la noche, y fue aquélla una de las más
oscuras que se vieron nunca, a pesar de que en la línea equinoccial lo son todas. Un
jefe de escuadra advirtió a Lope de Aguirre que en la confusión de la noche, si había
resistencia, podía ser que se mataran los soldados entre sí, y por esa razón pensaban si
no sería mejor esperar el amanecer. Lope decidió que el soldado tenía razón, pero que
a Montoya y a Bovedo había que matarlos enseguida y sin hacer ruido, para lo cual
eran especialmente acomodadas sus casas, que estaban juntas y en un extremo de la
aldea.
Fueron allí y Lope de Aguirre, fingiendo alegría y ligereza de ánimo, dijo a los
españoles que hallaron por el camino que iba de caza en busca de dos jaguares.
Sorprendieron a sus víctimas descuidados y los mataron a golpes de lanza, como
había dispuesto Lope. Bovedo, que estaba en cueros, gritaba: «¡Ah, es el loco
Aguirre, que prueba a razonar! Es la primera cosa razonable que hace». Y ofrecía el
pecho a la lanza. En cuanto a Montoya, cayó herido de muerte, y decía en el suelo
con un gruñido parecido al de los caimanes: «Me madrugó el cojo». Estuvo
repitiéndolo hasta que le faltó el aliento.
Después, siendo ya noche cerrada, que no se divisaba un hombre a dos pasos,
volvieron al centro de la aldea y Lope de Aguirre y los suyos, todos bien armados, se

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retiraron a los bergantines, de modo que si el príncipe descubría algo y reunía gente
contra ellos pudieran soltar las amarras y marchar río abajo.
Allí esperaron el amanecer, y si los soldados de filas durmieron —con guardias
alertadas—, ni Aguirre ni sus dos auxiliares más cercanos, que eran Juan de Aguirre,
también guipuzcoano, y Martín Pérez, cerraron los ojos.
Al clarear la aurora salieron las tropas de Lope de Aguirre en grupos de diez.
Nadie sabía lo que iban a hacer, a excepción de Lope y sus dos confidentes. En las
últimas instrucciones que Lope dio a sus tropas insistió mucho en que los castigos
que se iban a hacer eran por la seguridad y respeto del príncipe, y añadió que si por
casualidad éste intervenía y mandaba que no hicieran las tropas lo que tenían
ordenado, no había que hacer caso alguno a don Hernando, ya que por ser joven y
suave de carácter no podía imaginar las maldades de sus enemigos y había que
protegerlo a pesar de sí mismo. En esto insistió tanto que después le dijo Martín
Pérez:
—Cuando vean que hemos matado al príncipe, ¿qué dirán?
—No hay cuidado —dijo Lope—. La perplejidad no les dejará decir nada y ni aun
pensar que yo los conozco.
Al lado de la casa del príncipe estaba la del padre Henao, en la que entraron —
alguien dijo después que por error y confusión—, y un soldado llamado Alonso
Navarro, viendo al sacerdote desnudo en su hamaca, lo atravesó de una estocada aun
antes de que acabara de despertar. No hubo ruido ni voces de algazara. Al salir dijo
Navarro:
—Le he metido en el cuerpo al padre Henao los latines de doña Inés.
Y Lope de Aguirre comentó:
—Bien hecho, mi hijo, que habría sido un testigo de cargo, y en un ejército esos
hombres no valen para nada.
Luego entraron en la casa del príncipe, donde, además de don Hernando, vivían
algunos de sus servidores y gentilhombres. Al ruido salió el mismo Guzmán en
camisa, todo alborotado, diciendo a Lope de Aguirre:
—¿Qué es eso, padre mío?
Lope le dijo, pasando a otro cuarto con su gente:
—Asegúrese vuecelencia, que a defenderlo venimos.
Entraron donde estaba el capitán Serrano, el mayordomo Gonzalo Duarte —que
ya había estado a pique de morir una vez— y un tal Baltasar Toscano, a quienes
mataron a estocadas, hallándolos inermes, menos Duarte, que quiso defenderse y lo
mataron de un tiro de arcabuz.
Entretanto, Juan Aguirre y Martín Pérez, instruidos por Lope, se hicieron
perdidizos en la casa, encontraron a don Hernando y le dispararon también un tiro.
Herido el príncipe, dijo a grandes voces:
—Es un error, caballeros. Es un extravío que don Hernando soy. Favor a mí, Lope
de Aguirre.

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Lo remataron a estocadas por piedad, ya que el tiro le dio en el vientre y le
produjo una herida mortal con la que habría tardado tres o cuatro horas en morir.
Sucedió a aquellos crímenes una gran calma en el pueblo.
No acudían los indios a los alborotos de los españoles, y éstos, con excepción de
los que estaban en armas al lado de Lope, huyeron del pueblo medio vestidos,
algunos armados, y los más, sin armas, que no las tenían porque Lope de Aguirre se
había cuidado de quitárselas.
Baltasar Toscano, que había sido un enamorado de doña Inés —sin que llegara a
catarla— y que se pasaba la vida en sueños diurnos y delirios sexuales, fue muerto a
golpes de daga. Miguel Serrano era hombre quieto, que siempre se irritaba cuando
tenía que cambiar de lugar de residencia y quería quedarse en todas partes donde se
detenían. El pobre fue muerto a lanzadas y quedó para siempre en aquel lugar sin
cuidado de nuevos viajes.
En cuanto a Duarte, era un hombre que siempre decía que no a todo el mundo no
importaba lo que le preguntaran o pidieran, aunque luego, reconsiderando el caso, se
avenía con todos. Lope hacía tiempo que había renunciado a entenderlo.
Si aquellos hombres muertos hubieran decidido adelantarse en sus planes algunas
horas, Lope de Aguirre habría sido vencido sin grandes dificultades.
Como decía antes, los españoles, que supieron lo sucedido, huyeron al campo.
Pedrarias andaba como solía preguntando a los indios del poblado próximo cosas en
relación con sus costumbres, muy interesado en tratar de comprender cómo reducían
al tamaño de un puño las cabezas humanas. Al verlo volver, Lope le salió al paso:
—¿Dónde están los otros? —preguntó.
—Yo no sé nada. Vuelvo de hablar con los indios tupíes.
Llevaba un cuadernito mugriento en el que había escrito algo y Lope de Aguirre
se lo pidió y estuvo leyendo al azar: «Entre los indios tupíes, cuando una hija llega a
la edad de nueve años, le cortan el cabello al rape y la tatúan en la cadera, los pechos
y el vientre mojando una espina de macú en la tinta de una planta que llaman
genipapo. Ponen también a la niña collares de dientes de animales feroces,
especialmente de jaguares y pumas, y cuando le ha crecido el pelo y las heridas del
tatuaje están cicatrizadas se la dan al pretendiente y los casan. Entonces la niña suele
tener menos de diez años aún.
»En la boda hacen música con tres instrumentos que llaman inubias, borés y
maracas, y son dos de percusión y uno de aire, que es una flauta de bambú. La
música es monótona, pero buena para bailar por tener un ritmo muy señalado.
»Hay una costumbre curiosa entre estos indios, y es que uno de ellos es nombrado
marido de las viudas y ése no trabaja y se dedica a vivir con ellas en un bohío y a
atenderlas como macho.
»Los tupíes tienen dos mujeres, una joven y otra vieja, y ésta ejerce autoridad
sobre todos los hijos, los propios y los de la otra. Los caciques tienen cuatro o cinco y
a veces más mujeres.

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»Cuando muere el marido lo entierran en la misma choza, debajo del hogar donde
dormía, siempre envuelto en su propia hamaca.
»Después las mujeres y los hijos se pintan la cara de negro y lloran durante todo
un día. Al siguiente las viudas pasan a formar parte de la extraña y extensa familia del
marido de las viudas, que tiene una gran casa redonda, especial».
En aquel lugar llamaban a los españoles también caribes, es decir, extranjeros.
Se extrañó Lope de Aguirre de no hallar en el cuaderno de Pedrarias una sola
alusión a lo que acababa de suceder en el campamento y le dijo:
—Vaya vuesa merced a tener compañía a las mujeres de mi casa, que no se
sobresalten y dígales que estoy bien. Porque debieron oír los tiros y el alboroto de la
gente.
Observó Pedrarias que había sangre en la loriga de Lope y también en las lanzas y
partesanas de algunos soldados, y Lope explicó, taciturno:
—Hay carne fresca doquiera, por ahí, que tuve que madrugarles a los que
preparaban mi muerte. Ellos me querían merendar y yo los almorcé.
—Ya lo sé que hay carne fresca, Lope. Los indios la ventean desde sus bohíos,
que tienen narices golosas.
Luego dijo que había que enterrar a los muertos en fosas profundas para evitar
que se los comieran.
—Un muerto —dijo Lope— no es ya amigo ni enemigo; sino una cosa sagrada y
neutral, y tiene vuesa merced mucha razón. Yo soy del mismo parecer, y nos
quedaremos aquí un día más hasta que los cuerpos entren en descomposición.
Enterrados los muertos, comenzaron los tambores de Lope de Aguirre a tocar
asamblea y fueron regresando los soldados que habían huido, algunos porque
viéndose solos, perdidos y vigilados por los indios caníbales, suponían que era mejor
afrontar el peligro de las espadas de Aguirre que la vigilancia, el acecho y la codicia
animal de los tupíes.
Reunidos en la plaza, subió Lope a un montículo de modo que lo vieran todos y
dijo:
—No se admiren ni espanten vuesas mercedes de lo que ha sucedido, porque en
guerra estamos y no puede haberla sin sangre derramada. El príncipe y sus aliados
debían morir, porque no eran personas para gobernar la armada ni para poblar, y
menos aún, para volver al Perú y llevarnos a la victoria. Y estando en el extremo que
estamos, los que no valían para el buen fin que todos nos proponemos tenían que
acabar como han acabado, y pensar otra cosa sería locura. Lo que hemos hecho es
bueno para todos nosotros, porque si esos hombres muertos siguieran vivos serían un
día, tarde o temprano, la muerte de vuesas mercedes todos que están escuchándome y
de mí mismo por su mal gobierno y torcida intención, ya que pensaban ofrecer paces
y pedir perdones al rey don Felipe. De aquí en adelante ténganme vuesas mercedes
por más amigo suyo que nunca y desde ahora todos iremos con un solo fin a una
misma parte y yo seré su protector y su caudillo y no les pesará de tenerme por

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general, pues soy tan bueno como otro y aun mejor, al menos en mis intenciones y
voluntad. Vuesas mercedes saben, marañones, cómo me preocupo de su bienestar
hasta llegar a poner por vuesas mercedes en peligro mi vida, como acaban de ver
todos.
Hubo un silencio en el que se oían las abejas de un avispero que zumbaba debajo
de la copa de una palmera, y Lope de Aguirre continuó alzando mucho la voz:
—Hasta aquí todo ha sido trapacería, que nos gobernaba un mozo, pero ahora es
distinto, y por vida de Dios que a todos tengo que hacer capitanes una vez llegados
allá; por lo tanto, lo que les digo ahora es que amuelen sus lanzas y corten balas y
prepárense a la guerra, que en mí hallarán el primero en el peligro y el último en el
provecho, y desde ahora prometo, con la mano derecha sobre el corazón, de no
derramar más sangre española mientras no me organicen motines, que en ese caso no
respondo de nada y ya me conocen vuesas mercedes. Y ahora prepárense, que vamos
a seguir la jornada del río mañana mismo. Pero antes sepan todos, y ténganlo presente
para las cuestiones de orden y servicio, que los nuevos cargos han quedado provistos
así: es maese de campo Martín Pérez; almirante de la mar, Juan López Calafate;
sargento mayor, Juan González Carpintero, y en cuanto al comendador Núñez de
Guevara, le destituyo del cargo de capitán que tenía, porque bien se ve, por su edad y
naturaleza, no ser de condición para seguir la guerra, y le prometo enviarlo a Castilla
con veinte mil pesos para atenciones de su vejez. Su puesto se lo doy a Diego de
Trujillo, que era antes alférez. Queda nombrado para capitán de a caballo Diego
Tirado, y no diga que no, porque en lugar estamos donde no se puede sino callar y
obedecer. Capitán de la guardia hago a Nicolás de Zozaya, vizcaíno y tan apersonado
como yo mismo, que no lo puedo más encarecer —hubo algunas risas, porque Zozaya
era también ruin de cuerpo—. La vara de barrachel la entrego a Carrión, y para que se
vea que no todo ha de ser por política ni por hechos de alianza personal, dejo con sus
capitanías a Sancho Pizarro y a Galeas, que las habían recibido de manos del difunto
don Hernando, que Dios haya.
Se deshizo la asamblea, pero a continuación Aguirre hizo pregonar una vez más
la orden de que, bajo pena de muerte, nadie hablara más en voz baja con nadie ni
echara mano en presencia de Lope de Aguirre a la espada o la daga ni llevara armas
de ninguna clase fuera de los servicios de la guardia.
Así y todo, y para mayor seguridad, por las noches se iba Lope a recoger a los
bergantines los dos días que todavía continuaron en aquel lugar, porque a pesar del
anuncio de salir al día siguiente prefirió Lope demorarse para dar tiempo a que los
cuerpos enterrados comenzaran a descomponerse y no fueran comidos por los indios.
En los bergantines habían sido recogidas las armas de todos los soldados que no
estaban de servicio.
Por fin, el día 16 de mayo salieron otra vez. El ejército ocupaba los dos
bergantines y una chata y no pocas canoas, que, aunque todos cabían en los

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bergantines, por mayor comodidad y soltura algunos preferían viajar así sabiendo que
en todo caso a la noche bajarían a dormir a tierra.
Habían embarcado algún vino del que hacían los indios, y entre los negros que
iban en la chata, al oscurecer se vio a Carolino batir palmas y salir al centro del corro:

Guedé, guedé
del alacrán que cimbrea
guedé, guedé
de la nieta de su abuela…

Lope de Aguirre creía que los negros eran como los niños con sus juegos, que si
molestan hay que tolerarlos, por su inocencia.
El pueblo que dejaron lo llamaron Matanzas, por las que se habían cometido, y al
salir hizo Lope que los remeros bogaran hacia el centro del río y después que se
acercaran al lado contrario para alejar a la tropa de aquella orilla, donde había
poblaciones omaguas, y quitarles el deseo de quedarse a poblar, pero a medida que se
acercaban a la banda contraria veían que también allí había llanuras bajas, montañas
lejanas, bosques esparcidos y señales de población. Algunos habrían deseado bajar,
porque decían los brasiles que era tierra muy rica y vecina del Dorado, pero nadie
osaba hablar por miedo a perder la vida. Y miraban con melancolía el humo de
centenares de chimeneas hogareñas subiendo en el aire quieto.
Por si acaso, Lope de Aguirre dio un bando en los dos bergantines prohibiendo a
los soldados que hablaran con los indios brasiles y que se dijera en voz alta ni baja el
nombre de Omagua y mucho menos el del Dorado.
Así fueron navegando ocho días y ocho noches, sin tocar tierra, apartándose de
una orilla y de otra para evitarles la tentación a los posibles desertores. No caminaron
mucho, porque la anchura del río era allí de doce leguas y en ir de un lado al otro se
les iba el tiempo. Como Lope no dormía sino una hora o dos cada día, y a veces
sentado (y aun algunos creían que de pie), no le importaba mucho la incomodidad del
bergantín, pero otros habrían dado algo por poder dormir en tierra firme, como había
prometido el caudillo al embarcar.
Un día, aquejados de la falta de alimentos, atracaron las naves cerca de un
poblado grande donde los indios parecían amistosos. Por si acaso, y para hacerles
abandonar los bienes que tuvieran, Lope de Aguirre mandó hacer algunos disparos de
arcabuz y, escapando los indios, la tropa acudió a sus casas y vieron que en todas
había una o varias iguanas atadas, que solían comerlas asadas al fuego. De los indios
fugitivos pudieron atrapar sólo un hombre y una mujer, que guardaron para obtener
información.
Había muchas flechas en las casas, y Aguirre, tomando una, volvió a hacer la
prueba del veneno frotándola contra la pierna de un indio hasta darle escozor y
escorche, y pocas horas después el indio murió, de lo que sacaron que el betún que
llevaban en la punta era curare. Lope lo hizo pregonar.

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No parecían, a pesar de todo, aquellos indios gente de guerra, y poco a poco
fueron regresando algunos, aunque no todos. Se quedaban a la mira, entre tímidos y
curiosos.
Improvisó allí Lope una ceremonia —porque le pareció el lugar a propósito— de
fundación de una ciudad. Armado de todas las armas, subió a un poyo y delante de
todos dijo que quería fundar en aquel sitio una ciudad llamada con el nombre de su
hija Elvira y que sería una ciudad separada y negada y contrapuesta al reino del rey
Felipe, y que si alguno quería impedírselo lo desafiaba a que saliera a combatir con
él. No habiendo contradicción, Lope de Aguirre dijo que se posesionaba de aquel
lugar en nombre propio y en el de sus marañones y, según el ritual acostumbrado en
aquellos casos, echó mano a la espada y anduvo quince o veinte pasos en cada
dirección —Norte, Sur, Este y Oeste—, cortando con tajos y reveses maleza, ramaje
y todo lo que hallaba por delante.
Después hincó un madero y dijo que fundaba, asentaba y hacía la población
llamada Elvira y que aquel poste era el rollo y la picota y que iba a nombrar dos
alcaldes, ocho regidores y un alguacil para el gobierno perpetuo de la nueva
república, los cuales cargos serían retribuidos con honores y paga. Después de todo
esto, como buen cristiano que Lope dijo ser, señaló en tierra con la punta de la espada
el lugar donde debía ponerse el basamento de la iglesia y dijo que aquél sería el
edificio principal de la ciudad, cuyo nombre —Elvira— sería honrado por las edades
como lo había sido Granada con aquel mismo nombre en otros tiempos.
Dejó el nombre escrito en un papel, hizo grabarlo además con una daga en el
poste —de lo cual se encargó voluntariamente Pedrarias— y Lope añadió que como
no había disposiciones hechas para proveer de medios de vida al alcalde y a los
regidores, éstos seguirían con la expedición, pero tendrían aquellos cargos con
carácter honorífico y por ellos serían conocidos. Y cuando hubieran regresado al Perú
y conquistado el poder para desmembrar aquella tierra de Castilla lo primero que
harían sería ir a construir y a poblar y a organizar la nueva ciudad de Elvira, cuyos
señores serían, y como tales, servidos por las tribus indias vecinas.
Acabado el discurso creyó que uno de los soldados se había reído y fue a él:
—¿De qué os reís, hermano? Responded con verdad: ¿de qué os reíais?
—Pues pensaba que en ese rollo no colgarán muchas cabezas.
—Eso nunca se sabe, hermano. ¿Entendéis?
Había como una amenaza en su voz, y el soldado dijo que sí, que entendía.
—Algunos de vuesas mercedes quizá no lo comprenden, pero yo veo la ciudad ya
levantada, con murallas y campaniles, con torres y blasones, con plazas y calles, y
mercados y consistorio, que hasta me parece estar oyendo las campanas llamando a
misa mayor.
Todos callaban y no sucedió nada más.
Era aquél un pueblo de caníbales donde había tres parcialidades de tres tribus, con
tres plazas, y en cada plaza, un ara de sacrificios y encima una barbacoa grande con

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figuras humanas monstruosas.
Había carne de indios seca y en conserva y también puesta a cocer en grandes
marmitas.
En los días siguientes vieron casas construidas encima de empalizadas como
sobrados, y las ponían tan altas por el riesgo del río, que lo cubría todo cuando subía
la marea. Aunque estaban a doscientas cincuenta leguas de la mar, los macareos eran
terribles, y una noche estaba uno de los bergantines atados con cuatro cabrestantes
gruesos como el brazo y el primer golpe del macareo —o el pororo, que decían los
indios— lo arrancó de las ataduras y de un golpe lo llevó a la distancia de un tiro de
arcabuz. Enviaron gente en canoas para recogerlo y lo trajeron sin daño, con gran
extrañeza y alegría de todos.
El soldado que se había reído del rollo de la nueva ciudad fundada era un tal
Serrato, un poco simple, aunque hombre de valor como soldado. Tenía una
particularidad de carácter aquel hombre, y era que no podía mirar al cielo ni tampoco
a las lejanías del río (allí donde el río parecía mar y el azul de abajo se confundía con
el de arriba), porque sentía vértigo.
El padre Portillo, que murió de aprensión en aquel lugar, solía decirle a Serrato
que tenía miedo del infinito y que hacía bien en tener miedo, porque en el fondo del
infinito estaba Dios. En todo caso, Serrato, desde el incidente del rollo, miraba con
recelo a Aguirre y procuraba evitar su presencia, que le producía una sensación
parecida al vértigo, también.
Quería Aguirre saber más de aquella tierra y dio a un indio algunos espejitos y
dos hachas pequeñas de metal o escaletas y le dijo que fuera a llamar a los demás,
con la seguridad de que no recibirían mal alguno. El indio se fue y al día siguiente
volvió con dos mensajeros del cacique de la población. El uno era manco y el otro
cojo y los dos muy deformes, por enfermedad o a propósito, que los indios —cosa
rara— usaban romper algún hueso adrede a sí mismos o a los otros. Aquellos dos
hombres dijeron por señas que luego llegarían los demás, dispuestos a trabar amistad
con los extranjeros.
En aquel lugar, bautizado con el nombre de Elvira, sucedió un hecho curioso, y es
que una mestiza de las que iban en la expedición estaba preñada y a punto de parir, y
Lope dispuso que se quedaran para que pariera en la ciudad recién fundada, aunque
no existente, y en la declaración de nacimiento se dijera que la persona nacida era
natural de la ciudad de Elvira y con esa declaración tomara más cuerpo y realidad la
existencia de la nueva urbe.
Antes Lope hizo traer la mujer a su lado y le preguntó:
—¿Sois casada?
—No, por la misericordia de Dios.
—¿Quién es el padre? Porque hace más de nueve meses que andamos en el río.
—Era de noche, señor, y no lo sé.
—Alguno sería. ¿No recelas de alguno?

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—Quién sabe.
—¿Negro o blanco?
—Negro pienso, aunque con la noche tan oscura destos lugares no se sabe.
—Si era negro parirás cabra.
—Lo que Dios quiera, señor.
Lope fue a ponerle mano en el hombro y la mujer retrocedió. Lope le dijo:
—No tengas miedo. Una mujer que está para ser madre, sagrada es en toda la
redondez de la tierra.
—Es que unas manos como las de vuesa merced deben doler si la tocan a una,
pero por lo demás, miedo no tengo.
—No duelen mis manos.
—Pues quién sabe.
—Di lo que piensas sin miedo, que ya he dicho que eres sagrada.
—Gracias, señor. Pero más bien puta soy.
—Puta era la madre de los fundadores de Roma. Y tú parirás en esta ciudad
nueva. En esta ciudad de Elvira.
Ella miraba alrededor sin ver ciudad alguna:
—Sí, señor.
—Yo no creo en el amor —dijo Pedrarias a Lope— como tampoco cree vuesa
merced, pero creo en la maternidad y en las ciudades nuevas. Yo seré el padre y yo
escribiré el acta fechada en la ciudad de Elvira a tantos de tantos… como manda la
ley.
Pensaba Lope que para ayudar a la mujer a parir habría sido oportuna la presencia
de la mulata doña María. Y mejor aún, las dos que murieron en la isla: doña Inés y la
mulata. Y lo dijo. La embarazada comentó, con la expresión extraviada:
—A doña Inés de Atienza la vi detrás de los arbustos como una muñeca lavada y
desteñida.
—¿Eso visteis? —preguntó Lope, también confuso.
Al día siguiente la mujer dio a luz asistida por dos indias y, según el deseo de
Lope, junto al rollo de la ciudad de Elvira. Pero el recién nacido vivió pocas horas, y
aquello le pareció a Lope un presagio funesto. Cuando Pedrarias le preguntó si
escribía o no el acta de nacimiento y la defunción respondió Lope de mala manera,
cosa que no había hecho nunca con Pedrarias.
En aquella tierra eran los indios grandes flecheros, y recordando el betún que
ponían en las flechas, Lope de Aguirre recomendaba a los soldados que se pusieran
las armas, aunque los había que preferían mil muertes antes que sufrir la angustia del
calor debajo del coselete y las mallas. Pedrarias andaba, curioso como siempre,
mirando e indagando. Eran aquellos indios caníbales también y codiciosos de carne
humana y tenían templos donde hacían sacrificios e idolatrías al sol y a la luna. En
una puerta estaba hecha en relieve la figura del sol, y a su lado, la de un hombre. Y en
otra, la figura de la luna, y al lado, la de una mujer, señales que parecían muy

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reveladoras de sus costumbres religiosas. Los dos templos estaban cubiertos de
sangre seca por todas partes.
En sus casas aquellos indios tenían maíz, frutas secas y abundantes peces que
sacaban cada día del río.
Se habían instalado los marañones en los mejores bohíos. En el de Lope las cosas
seguían como siempre. Iba el paje a la selva y al volver le contaba lo que había visto
a Elvira, quien lo creía o no.
Al ver llegar a Pedrarias le dijo Elvira, porfiadora:
—Antoñico dice que ha visto también en esta tierra el pájaro que dice mi nombre.
—Y es verdad —afirmó el paje muy serio.
—¿Dónde lo visteis? —preguntó el soldado curioso.
—En donde las aves suelen cantar. En una rama.
—Lo que pasa —dijo Pedrarias— es que Antoñico está enamorado de quien yo
me sé.
—Si lo estoy o no —dijo el paje— es cuestión mía.
Pedrarias se puso a reír y el chico buscó una daga, la empuñó y fue sobre él. Sin
dejar de reír, Pedrarias le retorció la mano y le hizo soltar el arma. Luego volvió a
dársela con una cortesía afecta, y el muchacho se declaró vencido y sonrió.
Causó no poca sorpresa ver que tenían los indios en una casa una empuñadura de
espada de Castilla, y en otras, clavos de hierro. Dijo Esteban que eran del paso por
allí de los de Orellana, quienes tuvieron que combatir y cayeron algunos, y él se
acordaba muy bien.
Los indios tupíes —que eran los de aquel lugar— adoraban el fuego, y el dios del
fuego intermediario con el sol era el rayo. Lo representaban con una cruz.
También allí se usaba la costumbre del marido de las viudas, quien se dedicaba
únicamente a atenderlas en sus deseos amorosos. Suponiendo que aquella profesión
le tenía muy ocupado, al nombrarlo la comunidad lo relevaba de otros trabajos y era
un hombre feliz, aunque todos lo tomaban un poco a broma y se reían de él. Si había
alguna mujer hermosa y atractiva podía ser feliz, pero si eran feas, su vida sería un
suplicio constante y más de una vez tendría que acudir a la ayuda de la estimulante
guayusa. En aquellos lugares la idea que los indios tenían de la belleza era muy
diferente de la nuestra.
Por los indios que habían visto, y por lo que dijo Pedrarias, tenían allí la
costumbre de depilarse su cuerpo lo mismo los hombres que las mujeres, y un solo
pelo en pechos o espaldas se consideraba como una vergüenza. No dejaban más pelo
que el de la cabeza, que peinaban y cuidaban y recogían con lianas.
Llevaban los hombres sus órganos sexuales envueltos en cintas y en las grandes
fiestas llevaban el cabello y el sexo más cuidados que nunca. Ellas, con tangas
nuevas, y ellos, con cintas nuevas, también.
Las tangas eran unos triángulos de cerámica cocida pintados con rayas y adornos
de colores. Con ellas se cubrían el sexo las mujeres. Solían usar una delante y otra

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atrás y llegaban a juntarse en la entrepierna, porque eran corvas. A veces
entrechocaban y sonaban al andar.
No había mucha caza por allí, al parecer, o era la selva demasiado amenazadora y
arriesgada. Los indios no tenían carne de pavos silvestres.
En aquellos días celebraron los funerales de uno de ellos con un gran velorio y
una comida.
Los indios brasiles que iban con la expedición hablaban el mismo idioma de
aquella gente y parecían excitados y felices.
Preguntaba Aguirre a uno de ellos y él respondía:
—Aquí dan de comer muy bien a los que acuden al velorio. La comida del
muertito. Gordo estaría yo —añadía, locuaz— si por cada muerto desde que
embarcamos en los Motilones me dieras tú la comida del muertito.
Lo miraba Lope con una expresión indefinible y murmuraba entre dientes:
—¡Hideputa, bellaco!
Poco después los dos indios brasiles desaparecieron. Se fugaron. Sin duda al
encontrarse en su tierra tuvieron nostalgias y no pudieron resistirlas.
Los pilotos y los expertos en cosas de mar dijeron que la marea llegaba allí y que
no debía haber hasta el océano más de doscientas leguas, porque calculaban la fuerza
de la mar en relación con la extremada anchura del río.
Siendo aquel lugar especialmente adecuado para hacer jarcias y otras cosas,
indispensables antes de salir al mar, decidió Lope quedarse el tiempo necesario hasta
que estuvieran hechas. Pusiéronse todos otra vez a trabajar.
Los indios traían bastante comida y los días pasaban en calma, con un sol más
implacable aún y una actividad de colmena. Usaban los indios unas tijeras especiales
que cortaban más que las de los españoles y estaban hechas con las mandíbulas de
unos peces que llamaban pañas. Los peces eran pequeños y de una voracidad
increíble. En dos o tres minutos acaban con un tapir si éste cometía la imprudencia de
bañarse en el río, y dejaban su esqueleto mondo. Otros indios llamaban a aquellos
peces pirañas.
Los indios a veces pescaban algunos pañas, y con sus mandíbulas hacían aquellas
tijeras, que duraban muchos años y cortaban fácilmente láminas de maderas y cueros
animales.
Quería Lope dejar en aquella tierra a Juan de Vargas Zapata, el canario, porque lo
consideraba un mal soldado, y pareciendo tan indio como los tupíes, éstos lo
recibirían quizá como uno más. Le preguntó con humor un poco siniestro:
—Estás viajando gratis en mis bergantines, ¿no es eso?
—Sí, señor.
—Pues desde ahora menester es que pagues el flete.
—¿Con qué lo voy a pagar? Ya ve vuesa merced que no tengo nada.
Poco después Lope de Aguirre hizo algunas decisiones extrañas. Ordenó a Vargas
Zapata que no se apartara de allí y que atendiera a lo que iba a suceder. Había en la

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armada un soldado alemán a quien llamaban, castellanizando su nombre,
Monteverde. Este hombre —Grünberg— tenía dos rasgos de carácter un poco
inusuales: uno, su tendencia a hablar en voz baja, confidencialmente, de las cosas
más simples, con lo que tenía a Lope preocupado. Otro, el deseo de lamentarse de la
ineficacia de las decisiones, siempre tardas o torpes. Aguirre lo envió con el papel
escrito —la vitela sudada de siempre— al bohío de Carolino. «Vuesa merced vaya
allí —le dijo— y dele ese papel y aguarde la respuesta». Luego dijo a los más
próximos:
—¿Por qué se cambia el nombre y niega su patria, el rufián? ¿Y por qué habla
tudesco consigo mismo cada vez que sabe que yo he hecho una justicia?
Lo curioso fue que Monteverde andaba por el poblado preguntando por el bohío
de Carolino y que le costó bastante trabajo encontrarlo. Una vez allí los dos negros lo
sujetaron y le dieron garrote. Luego fueron a preguntar qué hacían con el cuerpo, y
Aguirre dijo que lo llevaran al bergantín Victoria y así estrenaría el tudesco la jarcia y
la antena. Allí lo mandó colgar, poniéndole al pie un cartel que decía: por
amotinadorcillo.
La verdad era que aquel hombre grande, rubio, de ojos huraños y de gesto torcido
le parecía a Lope de Aguirre una acusación constante y no podía respirar a gusto si lo
miraba dos veces. El mismo día hizo ahorcar a dos hombres más. Uno, Juan de
Cabañas, que no había querido firmar el documento de desnaturalización de España.
Ese Cabañas andaba muy escrupuloso de conciencia y desde la muerte de Ursúa se
acusaba a sí mismo de aquel crimen, aunque no había intervenido. Se acusaba de
culpabilidad por omisión, que era tan grave —decía a quien quería oírlo— o más que
el delito por acción, ya que al menos el de la acción era hombre que arriesgaba algo y
asumía responsabilidad. Había oído Lope aquellos escrúpulos de Cabañas por
referencias indirectas.
Según decía Lope de Aguirre disculpándose con Pedrarias, no podía ser un buen
caudillo ni llevar a los marañones a buen fin si alguno le obligaba a sentir cargada su
conciencia con reconcomio, escrúpulo y disgusto de sí. «Más muertes y peores ha
hecho el rey Felipe —repetía— y hay todavía en el campo quien jura por él».
Pedrarias, oyéndole, pensaba una vez más en la «tarumba del equinoccio». Él
también sentía dentro de sí mismo su mundo moral subvertido y tenía que vigilarse y
reprimirse muchas veces. Por ejemplo, en la novena de las recias hambres había
pensado sin repugnancia en los indios que comían carne humana, y éste era un
secreto pesado y venenoso que no se atrevía a confesarse a sí mismo.
El negro Carolino dio garrote a Cabañas al pie del bergantín Victoria y delante de
todos. Luego lo izaron al lado de Grünberg —es decir, Monteverde—, y la mayoría
de los marañones que habían acudido miraban aquellos cuerpos colgados y miraban a
Lope en silencio.
Hubo otra víctima. Un soldado débil de carácter y siempre deprimido y triste que
al ver aquellas ejecuciones dijo que no tenía interés alguno en la vida, que no comía

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ni apenas dormía y que le daba lo mismo una cosa que otra. Se llamaba Juan
González y había sido muy partidario de Lope. Sin embargo, a medida que la
expedición se acercaba al mar perdía su fe y había llegado a hablar a un amigo de que
aprovecharía la primera oportunidad de estar en tierra de cristianos para desertar.
La ejecución de González se hizo con la misma diligencia que las anteriores.
Lope vigilaba armado hasta las puntas de los dedos con su guardia personal detrás, en
el bergantín mayor, que tenía ya el juego de jarcias completo. Acercarse aquellos días
a los bergantines era acercarse a la muerte, según lo que estaba sucediendo. Antes de
ofrecer su cuello a Carolino, el tal González entregó un paquete para devolverlo —
dijo— al padre Portillo, olvidando que el cura de los seis mil pesos había muerto ya.
En el paquete —que hizo allí delante de todos— había una almohaza o peine, un
librillo de devoción y una navaja de bolsillo. Pedrarias veía que Lope había decidido
eliminar la escoria del campo y dejar sólo vivos a los hombres de valor y empuje, es
decir, reducir la masa de valor dudoso a lo que él consideraba oro puro.
El comendador de Rodas que se detuvo a mirar fue llamado por Lope de Aguirre,
y como era hombre ya anciano, se acercó despacio, pero sin cuidado y con la
gravedad de sus años. Cuando estuvo cerca del bergantín, dos soldados le dieron de
lanzadas y a un gesto de Lope de Aguirre lo arrojaron todavía vivo al río. En el agua
gritaba el comendador, pero no pidiendo confesión, en la que tal vez no creía, sino
maldiciendo a Aguirre. Éste dijo a unos indios que fueran a auxiliarlo, y cuando los
indios estaban en el río rompieron los arcabuceros de Lope la canoa a tiros y los
indios cayeron al agua.
Los marañones que estaban en el bergantín miraban impasibles. El caudillo vasco
miraba también atentamente a las aguas como si esperara algo. Vio a Guevara
debatirse un momento y desaparecer dejando arriba una mancha roja de sangre. Un
indio de los que estaban en la balsa inmediata llamó la atención de Lope y le dijo:
—Mira al agua y verás algo que no has visto nunca.
—Sí, ya lo sé —dijo Aguirre—, y por eso hemos echado al agua al comendador
para hacer la prueba y que con su vida de viejo inútil sirva a la comunidad de los
marañones. Porque no sé si en esta parte del río pasa lo mismo que en la parte alta
donde hice la experiencia con un mono.
Unos minutos después apareció flotante el esqueleto del comendador, limpio y
mondo, como si no hubiera tenido nunca carne. El esqueleto, como los que se ven en
las alegorías de la muerte, con la calavera blanca, los dientes descubiertos.
El esqueleto del comendador. El mismo indio decía que eran una especie de
sardinas rabiosas las que se lo habían comido.
Había que tener en cuenta un riesgo más: el de las sardinas rabiosas que estaban
en todo el río. A los que caían al agua sin tener herida alguna aquellos peces no les
atacaban. Por eso, de los cuatro indios de la canoa, tres que iban heridos fueron
devorados en un instante —sus esqueletos asomaron también un momento flotando
—, y el cuarto, que estaba ileso, nadó y llegó indemne a la orilla.

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Pero al indio que se salvó le valió de poco, ya que días después, cuando
estuvieron acabadas las jarcias y completo el velamen, acordó Lope dejar en aquella
población a cien indios y a él entre ellos. Los indios suplicaban que no los dejaran en
aquella tierra de caníbales y Lope dijo que no había lugar en los bergantines para
tanta gente, que las chatas no navegarían por la mar abierta y que tampoco podían
llevar a bordo comida para todos una vez fuera del Amazonas.
Al salir de aquel poblado hubo, sin embargo, como siempre, entre los negros,
fiestas y jolgorio. Mezclándose con ellos bailaron los indios indígenas y las indias
también. Esta vez era Juan Primero quien dirigía con una voz falsamente atiplada:

Cada agua tiene una reina


la pequeña y la grande.
—Guedé.
—Y la agüita del llover,
la del río que es muy grande
yo me la voy a beber.
—Guedé.
—¿Dónde, la reina del agua?
—Guedé.

Luego dijo Juan Primero que no había que hacer llorar a los pájaros. También los
animalitos de pluma o pelo sufrían la tarumba del equinoccio, y los peces, pañas del
río. No había que hacerlos llorar a los pájaros. El paje Antoñico decía que él había
visto llorar a dos en una rama, pero en otro pueblo anterior.
Algunas mujeres de las que bailaban en el corro de los negros eran bastante
hermosas para indias, y usaban las mismas tangas que los marañones habían visto
desde los territorios de Machifaro, una delante cubriendo el pubis y otra detrás.
En el baile a veces había movimientos obscenos y las dos tangas chocando en la
entrepierna a compás producían en algunos indios una excitación visible. Otros indios
llamaban a aquellas piezas de cerámica babal.
Las mujeres las llevaban atadas a la cintura con hilos vegetales fuertes y
delgados, cuyo color se confundía con el de la piel, pero que se acusaban por la
presión que hacían en ella.
Al día siguiente iban a salir de aquel lugar cuando el soldado Alonso Esteban
reconoció el pueblo como Corpus Christi —así lo había bautizado Orellana diez años
antes—. Esteban se sintió de pronto muy locuaz y comenzó a contar que en aquel
lugar los soldados de Orellana fueron bien recibidos, especialmente por las mujeres
indias, en cuya compañía pasaron algunos días muy gustosos. Entonces dijo Lope de
Aguirre que comprendía por qué había muchachos con ojos castellanos entre los
indios.
Esteban añadía que la expedición de Orellana llevaba un cronista, el padre Gaspar
de Carvajal. Aquel fraile había escrito todo lo que vio y Esteban decía guiñando un
ojo: «Pero se olvidó de apuntar las intimidades de los soldados con las indias que,
como ven vuesas mercedes, son más hermosas que en otras partes».

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Y reían mientras la brisa balanceaba en la antena los lazos de cuerda que colgaban
perezosamente, sin cuerpo alguno ya, y como si esperaran otros que reemplazaran a
los que sacaron y dieron sepultura, una sepultura lo más honda posible, para que no
se los comieran los bailarines.
Aquellos indios creían en la resurrección y Lope se burlaba, pero Pedrarias dijo:
—¿Por qué no? Bien mirado, no es un milagro mayor resucitar que nacer.
Un momento se quedó Lope pensativo y luego dijo: «Este Pedrarias acabará fraile
cartujo, que yo lo conozco bien».

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XI

Llegaron seis días después a unas casas fuertes que no lejos de las márgenes del
río tenían los indios sobre las puntas de maderos altos cercados por abajo con trochas
y aspilleras para flechar a salvo. Envió Lope algunos arcabuceros, pero al avanzar de
frente recibieron dos de ellos heridas de flechas. Sospechaban que las flechas
llevaban curare y uno de los soldados quería volver al real cuando otro le dijo:
—Con la ponzoña se vive tres o cuatro horas todavía, y ese espacio basta para
salir adelante con este trabajo. Si hemos de morir, hagamos antes nuestra obligación.
Los heridos siguieron avanzando. Fueron a rodear a los indios por lugares más
accesibles, pero al entrar en las casas vieron que habían podido escapar.
Ni en aquélla ni en otras viviendas encontraron comida alguna. Sólo hallaron
algunos panes de sal cocida que llevaron consigo porque estaban en gran necesidad
de ella. En verano la sal es más necesaria que en invierno, y allí era siempre verano.
Al volver, los heridos se encontraban bien, y más tarde comprobaron que las
flechas que los hirieron no tenían el betún fatal. No tardaron en curar.
Desde los Caperuzos a aquella población habían navegado mil trescientas leguas,
contando con las revueltas que daba el río. Tres días se detuvieron allí para completar
el repuesto de agua dulce, de la que fueron llenando las grandes tinajas que tenían.
A los dos días de llegar se presentaron algunos centenares de piraguas llenas de
indios de guerra que parecían dispuestos a atacar. Por fortuna, las flechas que
llevaban tampoco estaban envenenadas, y así lo comprobó Lope de Aguirre, que con
una de ellas frotó y escorchó a Pedro Gutiérrez, antiguo amigo de Ursúa, en el brazo,
sin que muriera.
Por cierto que Gutiérrez protestó:
—Haga vuesa merced la prueba con un negro —dijo.
—No. Yo los necesito a los negros.
—¿Para qué?
—Para dar garrote a vuesa merced si se tercia.
Vaciló un momento Gutiérrez y luego soltó a reír y comentó:
—¡Vive Dios, que hasta la muerte es ya cosa de risa en estos lugares!
Los indios no atacaron. Por el contrario, les llevaron víveres. Siguieron un día
más tarde el viaje y encontraron un pueblo bastante grande. Cuando lo vio Esteban
comenzó a dar voces:
—Ésta es la tierra de las amazonas, que yo me acuerdo bien.
Le preguntaba Lope de Aguirre si había allí mantenimientos u oro o algún otro
bien natural.

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—Mujeres. Aquí sólo hay mujeres que pelean.
Eso decía y volvía a repetir obsesionado:
—En esas orillas blancas delante del bosque es donde comienza la tierra de las
amazonas.
Lo decía desde el puente del bergantín señalando una vastísima extensión.
Algunos soldados bajaron, aunque sin fiarse mucho y con las armas puestas, lo que,
como siempre, les daba un calor agónico. El único que parecía no sentirlo ese calor
era Lope de Aguirre.
Años antes había pasado por allí Orellana y el fraile que iba con la expedición,
fray Gaspar de Carvajal, había escrito las cosas que vio, que no fueron pocas.
Antes de llegar allí, los indios de otros lugares les habían advertido que tuvieran
cuidado con las mujeres de aquella región, que eran más peligrosas que los hombres.
El cacique Aparia —el que requirió de amores a la Torralba— les había dicho
también en la isla de los omaguas que recelaran de las coniupuiaras. Según los que
sabían el idioma de la región, el cacique debió decirles:
—Reciquiécuñan puiara.
Había que tener cuidado, pero no la clase de cuidado que tuvo Orellana, sino otro
muy distinto, porque los primeros indios que aparecieron en sus piraguas o en la
playa delante de los barcos de Orellana no parecían de guerra y reían amistosos y
decían a los españoles: «Bajad aquí y os llevaremos a las amazonas, que nos han
mandado venir para eso». Y seguían riendo. Eso era lo malo, que reían. Los españoles
han sido siempre demasiado sensitivos para la risa de los desconocidos, lo mismo en
los salones de la corte que en las orillas del Amazonas. Y los soldados dispararon no
sólo ballestas, sino también arcabuces. Hubo algunos indios muertos y muchos más
heridos. Los indios supervivientes corrieron espantados a los pueblos de las
amazonas, que no estaban lejos.
Entonces las amazonas salieron armadas de arco y flecha y algunas con jabalinas
de palo muy duro y puntiagudo. A primera vista se podía comprobar que eran ellas
quienes mandaban y no los hombres. Éstos no se atrevían a hacer nada sin su
autorización.
Hecha aquella manifestación de fuerza, los españoles de Orellana acostaron dos
bergantines y se dispusieron a bajar, pero las amazonas y los indios a sus órdenes
llegaban en tumulto dando grandes voces. Una parte de los hombres no peleaban,
sino que bailaban, y todavía las amazonas esperaban convencer a los españoles de
que sus intenciones eran de paz y querían nada más yacer con ellos y ser fecundadas
según la costumbre de cada año. La circunstancia de haber hombres llegados de otras
latitudes hacía alguna novedad y las mujeres guerreras —que preferían a los
extranjeros—, con sus grandes cuerpos musculados y sus cabelleras sueltas al viento,
buscaban al macho y se extrañaban de hallarlo retraído y a la defensiva.
Dispararon ellas primero contra los bergantines, cubriéndolos de flechas, y las
danzas y las risas y las voces de los indios continuaban.

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Los españoles dispararon otra vez y mataron a varios hombres y una mujer.
No entendían los españoles el lenguaje amoroso de aquellas hembras. Tampoco
las amazonas entendían la reacción de los hombres barbados que parecían
desdeñarlas cuando todo el mundo las estimaba tanto en aquellos territorios. Algunos
indios, a pesar de los muertos y heridos, seguían bailando y riendo.
Eran danzas y risas que iban con el ritual. No era jolgorio, sino religión, es decir,
erotismo religioso. La segunda vez que las amazonas lanzaron sus flechas lo hicieron
apuntando no a la quilla de los barcos, sino a los navegantes. Y tal vez por humor —
extraño humor el de una hembra en celo— al fraile mismo lo hirieron y el pobre fray
Gaspar explicaba en sus memorias que la herida fue en el bajo vientre y dio «en el
hueco y la flecha no penetró mucho porque los hábitos le quitaron la primera fuerza»,
que si no allí se habría quedado. En todo caso, los votos de castidad hacían
desdeñable la localización de la herida.
Otro de los expedicionarios de Orellana había de decir después al rey: «Estos
indios dijeron al soldado que los entendía que en la banda del norte, adonde iban una
vez cada año, había unas mujeres y se estaban con ellas dos meses, y así de las
uniones del año anterior habían parido hijos y los varones niños se iban con los
hombres y las hembras se quedaban con las mujeres».
Todos los que habían visto a las amazonas afirmaban que eran mujeres grandes y
de piel más clara que la de los indios, lo que no puede menos de extrañar, porque, aun
suponiendo que pertenecieran a otra raza, lo natural era que a la vuelta de unas
cuantas generaciones tuvieran la piel cobriza también.
Los indios de la tierra de las amazonas llamaban en su idioma a las mujeres
icamiabas.
Todos los nombres relativos a aquellas mujeres y a sus costumbres sonaban de un
modo equívoco en los oídos de los españoles, lo que les había sucedido antes en otros
territorios de México y Guatemala con los nombres indígenas. Una de aquellas
poblaciones de mujeres se llamaba las coimas y la reina de ellas era la coñori. Así lo
escribieron al menos los cronistas castellanizando fonéticamente las palabras
indígenas. Ciertamente, en sus idiomas indios las mujeres tenían el nombre del río
más próximo —afluente del Amazonas— llamado Conhuris. Y la reina de ellas se
llamaba coñopuira (escribe ingenuamente fray Gaspar). Su nombre verdadero era
Cuñanpu-iara. En México habían convertido a Cuauhnahuac en Cuernavaca, y a
Huitchilopoxll, en Huixilobos.
Todo en aquel inmenso río Conhuris estaba regido por las mujeres. En los pueblos
descubiertos no había dioses de nombre masculino, ni mitos masculinos, ni el hombre
tenía otra misión que la de un esclavo fecundador. El matriarcado había llegado a
extremos sorprendentes. La mujer elegía al hombre, lo raptaba, lo echaba de sí una
vez fecundada y le obligaba a vivir en otros poblados y en condiciones de
inferioridad.

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Y he aquí que Lope de Aguirre y los suyos habían llegado a aquella tierra de las
Amazonas. Aunque se veían casas blancas a alguna distancia, no había por parte
alguna señales de vida. Ni coimas, ni coñoris, ni mujeres, ni hombres.
Curiosos por lo que Esteban había contado fueron bajando a la playa hasta dos
docenas de marañones. Algunos tenían la esperanza de que las amazonas los llevaran
consigo, pero entretanto iban armados de punta en blanco o bien sudaban debajo de
las armaduras acolchadas.
Otros —la mayor parte— quedaron a bordo porque el calor era, como siempre,
extenuante. De un lado de la selva, aunque era aún de día, llegaba el incipiente
clamor de los animales despiertos. El sapo, el papagayo, el macaco, daban sus voces.
La selva que callaba durante el día despertaba en la noche con un estruendo
inquietante y había pájaros que reían como personas y monos que gritaban como
pájaros, sapos que silbaban —en tonos distintos a veces armónicos— y silenciosos
reptiles que esperaban su presa en calma.
Fray Gaspar, cronista de Orellana, escribía así algunos años antes sus impresiones
de las amazonas: «Estas mujeres son muy blancas y altas y tienen el cabello trenzado
y revuelto en la cabeza y son muy membrudas y andan en cueros tapadas sus
vergüenzas, y llevan arcos y flechas en las manos, haciendo cada una tanta guerra
como diez indios. Y es verdad que hubo mujer de ésas que metió un palmo de flecha
en la quilla de un bergantín y otras menos, que parecían nuestros barcos
puercoespines».
Del combate dice: «Andúvose en esta pelea más de una hora, que los indios no
perdían ánimo, antes parecía que se les doblaba. Aunque veían muchos de los suyos
muertos y pasaban por encima de ellos, no hacían sino retraerse y tornar al campo a
pelear. Quiero que sepan cuál fue la causa, porque estos indios se defendían de tal
manera. Han de saber que todos ellos son sujetos y tributarios de las amazonas y
sabida nuestra venida fueron a pedirles socorro y vinieron hasta diez o doce mujeres,
que éstas nosotros vimos, que andaban peleando delante de todos como capitanas y
peleaban tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas y al que las
volvía delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por donde los indios
se defendían tanto… Tornando a nuestro propósito y pelea fue nuestro Señor servido
de dar fuerza y ánimo a nuestros compañeros que mataron siete u ocho de las
amazonas. A causa de lo cual los indios desmayaron y fueron vencidos y
desbaratados con harto daño de sus personas, y porque venían de los otros pueblos
muchas gentes de socorro y se habían de tomar precauciones mandó el capitán que a
muy grande priesa se embarcase la gente porque no quería arriesgar la vida de todos,
y así se embarcaron, no sin zozobra, porque ya los indios comenzaban a pelear por el
agua en una gran flota de canoas. Y así nos hicimos a lo largo del río y dejamos la
tierra».
Fray Gaspar dice más adelante en su crónica que Orellana pudo tomar preso uno
de aquellos indios y habló con él por medio de un intérprete. «El capitán preguntó

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cómo se llamaba el señor que mandaba en aquella tierra y el indio le respondió que
era mujer y no hombre». Y luego dice fray Gaspar: «El capitán quiso saber qué
mujeres eran aquellas que habían venido a darnos guerra y el indio dijo que eran unas
mujeres que residían la tierra adentro y tenían sus principales poblaciones siete
jornadas de la costa.
»El capitán le preguntó si aquellas mujeres eran casadas y él dijo que no. Luego
le preguntó de qué manera viven y el indio respondió que, como tiene dicho, viven
siete jornadas tierra adentro y que él había estado muchas veces allá y había visto su
retiro y vivienda que como vasallo iba a llevarles tributos cuando lo mandaban.
»Quiso saber el capitán si aquellas mujeres eran muchas y el indio dijo que sí y
que conocía los nombres de setenta pueblos y los nombró delante de los que allí
estábamos y su memoria llamó la atención.
»El capitán le dijo si aquellos pueblos eran de paja y el indio respondió que no,
sino de piedra y con sus puertas y ventanas y que de un pueblo a otro iban caminos
cercados por los dos lados y puestos guardas en ellos que no puede entrar nadie sin
que pague tributo.
»Preguntado si aquellas mujeres parían, el indio respondió que sí. El capitán dijo
que cómo no siendo casadas ni residiendo hombre entre ellas se empreñaban. El indio
dixo: estas mujeres participan con hombres indios en tiempos, y cuando les viene
aquella gana se reúnen muchas copia de ellas armadas y hacen como que dan guerra a
un gran señor que reside y tiene su tierra no lejos y por fuerza traen los hombres a sus
tierras y los tienen consigo aquel tiempo que se les antoja, y después que se hallan
preñadas le tornan a enviar a sus tierras sin les hacer mal ninguno, e después, cuando
viene el tiempo que han de parir, si paren hijo le matan o lo envían a su padre, y si
hija la crían con muy gran amor y solicitud y le enseñan las cosas de la guerra.
»Dijo más, que entre todas estas mujeres hay una señora que sujeta y tiene todas
las demás bajo su mano, la cual señora se llama Coñori».
Según el mismo indio «hay en aquella tierra dos lagunas de agua salada de las que
hacen sal. Dijo que tienen una ley que en poniéndose el sol no ha de quedar indio
macho en todas sus ciudades que no salga afuera y se vaya a sus tierras; dice también
que en muchas provincias de indios a ellas comarcanas los tienen las mujeres sujetos
y los hacen tributar y que les sirvan…».
«Todo lo que este indio nos dijo y más nos lo habían dicho a nosotros antes a seis
leguas de Quito —dice fray Gaspar en su crónica— porque muchos indios vienen por
las ver a esas mujeres río abaxo a mil e cuatrocientas leguas y así solían decir los
indios que para ir a ver a aquellas mujeres había que salir muchacho y volver viejo».
Fray Gaspar insistía en la valentía y el arrojo de aquellas mujeres, pero a lo que
tenían miedo realmente los soldados de Lope de Aguirre era a los venenos de la selva
y había flechas envenenadas entre los tupíes, que tenían un dispositivo especial, de
modo que al correr por el aire silbaban muy poderosamente. Los españoles

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relacionaban aquel silbido con el betún mortífero y algunos temblaban dentro de su
piel.
Al atardecer de aquel día habían bajado entre los primeros Lope de Aguirre y
Esteban y caminaban con la mirada en los horizontes más próximos, de modo que no
hubiera sorpresas cuando Esteban tropezó en la arena con un objeto duro. Se trataba
de un hueso humano. Descubrieron otros alrededor y dijo Lope:
—Son de hembra, si no me engaño.
—¿Cómo lo sabe vuesa merced?
—¿No estáis viendo? Cabeza pequeña, costillas estrechas, caderas anchas, y aun
diría por la anchura de las caderas que ésta era mujer de varias veces parida.
Lo miraba Esteban de reojo con humor. A veces Lope daba la impresión de saber
muchas cosas. Otros soldados habían hecho descubrimientos parecidos en las
inmediaciones.
Más esqueletos, algunos enteros, otros desarticulados y rotos. Y Esteban,
contagiado por la curiosidad de Lope, fue a ver y creyó poder identificar hasta siete
osamentas de mujer. Eran —cosa rara— más grandes de estatura que los hombres.
«Debían comer mejor», dijo. Y Lope de Aguirre se creyó en el caso de discrepar:
—Eso de comer no tiene que ver con la estatura, que en mi casa no había riqueza,
pero no hacíamos más que comer todo el día y ya veis. Soy chaparro y no crecí más
desde los once años. Gentes he visto pobres como ratas que comen una vez cada tres
días y son grandes como trinquetes. No, hermano, eso de comer no importa para el
tamaño, sino la casta.
Esteban mismo venía de familia humilde donde faltaba a menudo lo indispensable
y era grande como un pino.
Seguían investigando. Junto a un cráneo hallaron una gran mata de pelo que
parecía vegetal, pero luego vieron que era humano.
—Hermosas debían ser —dijo Lope tristemente—, y ya ven vuesas mercedes a lo
que fueron a parar.
Pensaba Lope en aquel momento en doña Inés de Atienza, que debía estar
también ya en huesos puros porque el clima y la tierra calcárea devoraban las partes
blandas del cuerpo rápidamente.
Llamó Lope a dos soldados que se alejaban demasiado:
—¿Adónde bueno van vuesas mercedes? Vengan y no se aparten, no les pase lo
que fray Gaspar con las amazonas.
Rieron los más próximos y Esteban se estuvo mirando a Lope y pensando: «Esta
tarde está de buen humor. Cosa rara. ¿Qué ideas andarán por esa cabeza?». Lope
estaba contento porque se acercaban al mar, pero, como si se arrepintiera de su
jovialidad, volvió a quedarse mudo y taciturno. Seguía pensando en doña Inés.
Mientras hablaba Lope volvía de lado con el pie un costillar y miraba la espina
dorsal de otro esqueleto. Señalando una muesca en la espina vertebral a la altura de la
costilla, dijo:

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—En empresas de hombres —habló por fin— la mujer está de más. Ya veis lo
que le pasó a Orellana con su esposa, doña Ana de Ayala.
—Era valiente doña Ana.
—¿De qué sirve la valentía de la mujer? Se va a la boca del tigre por alarde, pero
escapa de un ratoncillo. Y ya veis lo que le valió a Ursúa doña Inés. Sólo traen
desgracia en tiempos de guerra.
Se quedaron todos callados, y dijo por fin Esteban:
—El caso es muy diferente, digo el de estas hembras del Perú.
—Como son distintas Sevilla y Lima. La mujer es fruta de la tierra y sale según la
condición del país —añadió Lope—. Sevillana con sevillana se las distingue desde
lejos. Y limeña también. Doña Inés era una cholita de esas que encalabrinan al mismo
san Antonio y no había nacido para esposa ni madre como las hembras de Sevilla.
Estas mujeres del lado de acá tienen en los ojos un gato equinoccial dormido.
Dormido y roncando.
—¿Y las de vuestro país vascongado?
—Allí la mujer hace lo que quiere, y el hombre, también, digo, el hombre hace lo
mismo que quiere ella. La hembra manda dentro y fuera de casa; donde hay
basquiñas no falta autoridad y arreglo. Porque, como ser, son las mujeres recias y
cabales. Más coñoris que los de aquí. Y por eso llevan los calzones, porque merecen
llevarlos. Digo, en Guipúzcoa.
—Mira la mella de la bala, que debió ser bien puesta y la mató a esta hembra en
el acto.
Para que hiciera aquella muesca el plomo tuvo que atravesar la región cardíaca.
La amazona debió morir enseguida —quizá antes de caer al suelo— y sin llegar a
comprender las reacciones de aquellos hombres que eran solicitados para el amor.
Esto último es lo que dijo Esteban.
Los soldados que avanzaban hacia el bosque se habían detenido y esperaban a
Lope y a Esteban, quien seguía pensando con tristeza y compasión en las mujeres que
salieron al paso de los hombres de Orellana ofreciéndoseles bajo aquellos cielos
cálidos y que recibieron el plomo ardiente de los arcabuces. Pobres mujeres que
murieron en la dulce demanda. Una vez más, hombres y mujeres no se entendieron.
Nupcias más extrañas y menos previstas no se podían imaginar.
Vieron cerca de la selva que por un claro de árboles sobre el río Cunhian iba
saliendo una luna inmensa y plana, mucho más grande de lo que suele aparecer.
Debajo de la luna estaba el lago llamado por los indios tupíes Yacuyara —espejo de
la luna—, de donde las amazonas sacaban el muirakitan, la piedra de jade que sólo en
aquella región podía ser hallada.
La consecuencia del sangriento malentendido fue que las amazonas abandonaron
las poblaciones que tenían cerca del río donde tantas desgracias les afligían. Esteban
creía que habría sido mejor entenderse con las conioris.

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—Nunca se sabe —dijo Lope—. Arañas hay que se comen al macho desde que
han tenido su deleite.
Sin dejar de hablar de aquello se reunieron con otros soldados, entre ellos Pedro
Gutiérrez y Diego Palomo. El primero era un tipo raro que gozaba en los velorios y
entierros como otros en las bodas. En el pueblo de las jarcias había asistido con
fruición al funeral indio. Lope, con su tendencia a llevar la contraria, dijo:
—Hizo mal Orellana llamando a este río de las Amazonas, como si sólo las
hubiera aquí, porque en otras partes destos territorios de Indias han salido a darnos
guerras mujeres con flechas y jabalinas, y así pues, no son éstas las únicas. Y sobre lo
que dicen que dijeron los de Orellana de que las amazonas se quemaban la teta
derecha para tirar mejor el arco no lo creo, que eso de quemarse una teta cosa recia
debe ser, y se habla y se habla, y el que más habla más miente.
Dirigiéndose secamente a Gutiérrez, que era hombre de apariencia taimada y
retraída, preguntó:
—¿Qué piensa vuesa merced?
—Yo estaba hablando con Diego de lo mismo. Sobre las amazonas. Y mirando si
las hay o no y dónde están. No hemos visto una sola hasta ahora.
—A lo mejor —dijo Lope— nos están ellas mirando ahora desde sus escondites.
O desde las copas de los árboles, que esa gente trepa como las monas. Pero ¿queréis
ver una coñorí? Aquí está, bien desnuda y tendida la tienes en tierra. ¿No te apetece?
Señalaba otro esqueleto, éste descoyuntado. Le faltaba una pierna y miraron
alrededor sin hallarla. El cráneo tenía un agujero por el que salían hormigas rojas.
Cada uno decía lo que había oído sobre aquellas extrañas mujeres.
Decidió Lope que había que hacer más provisiones, y al ver que llegaban tres
soldados discutiendo les preguntó de qué trataban. Uno dijo que tenía oído que en las
casas de las amazonas había mucha riqueza de oro y plata y que todas las señoras
eran principales y llevaban oro en arracadas, pulseras y tobilleras, y tenían hombres
como sirvientes, y éstos sólo usaban vasijas pobres de madera, a no ser las que ponían
al fuego, que eran de barro y ellos mismos las hacían. En el centro de aquellos
poblados había un templo donde adoraban el sol, al cual llamaban caranain, y las
casas tenían las paredes con frisos cubiertos de pinturas y de maderas labradas con
gran riqueza. Decía también que había allí figuras de bulto, siempre mujeres, hechas
de oro, y también altares de oro macizo para el servicio del sol. Andaban aquellas
mujeres vestidas de tela de lana muy fina porque en aquella tierra había muchas
ovejas de pelo largo como las del Perú, y llevaban coronas de oro de dos dedos de
gruesas.
Lo escuchaban y el soldado seguía hablando: «Hay camellos pequeños, que los
cargan, y otros animales no tan grandes como el caballo, que los cargan también, y
que tiene la pata hendida».
Iba Lope diciendo a medida que el soldado hablaba los nombres de aquellos
animales: alpaca, vicuña, llama. Y dijo por fin:

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—Más vale que se calle vuesa merced si no sabe más. Esas casas de las que habla
no aguantan dos aguaceros y el nombre que ha oído vuesa merced no es caranain,
sino carauay, y es el nombre de una palmera de hojas anchas con las que cubren el
techo. Que también por mi barrio tenemos noticias y más ciertas que las de vuesa
merced.
El soldado insistía en hablar como si hubiera estado él mismo, aunque advirtió
que quien estuvo fue un tío suyo que anduvo con Orellana:
—Se llaman los de esta parte tupinambas y también mucunes y yaguanais, y los
más ricos son los guanibis, que caen cerca de la mar. Allí está el lago famoso y el
príncipe que se baña de oro cada día, y ésa es la tierra donde…
Se impacientaba Lope:
—Mira, hermano; si todo eso es verdad, vais a ir delante señalando el camino, y
si de aquí a tres días no encontramos a esas señoras de las coronas de oro os
colgaremos de los pies en un árbol, que den cuenta de vuestra vida los mosquitos
panzones. ¿Qué tal negocio os parece?
El soldado calló asustado sabiendo que con Lope no había bromas.
Todos reían fácilmente aquella tarde allí, sobre los huesos de las amazonas. La
luna era grande y alta e iluminaba la tierra como si fuera de día.
Lope de Aguirre había enviado gente a cazar, y cuando vio salir por un lado de la
selva a un grupo de marañones dijo:
—Ahí vienen.
Traían algunos monos grandes, y uno de ellos iba malherido y atravesado en un
palo. Un mestizo de los que sostenía la percha al hombro juraba que no comería
nunca carne de aquel animal porque se parecía a un pariente suyo que tenía una
taberna en el Callao. Lo decía muy en serio. De la herida del mono salían hojas
verdes porque se la había taponado el animal al sentir el balazo con un manojo de
hierbas.
Lope y los suyos llegaron hasta un poblado de chozas blancas, entre las cuales
una era de piedra, aunque mal labrada, donde había iconos de madera. No vieron
trazas de vida humana y parecía aquel lugar abandonado hacía años. En algunas
chozas se veían nidos de serpientes o de aves extrañas que los habían fabricado en el
techo. En otras habían brotado las raíces de los árboles próximos cuarteando los
muros y amenazando con destruirlo todo.
Atraparon un indio desnudo que no parecía amedrentado y marchaba con los
españoles sin cuidado. Luego resultó que era o había sido esclavo de las famosas
coñoris, quienes al parecer no le daban buena vida.
Por la razón que fuera, se sometió de grado a toda clase de preguntas y las
respondió lo mejor que pudo con la ayuda de los que traducían. Se veía que los indios
traductores se consideraban superiores al recién llegado por el hecho de hablar
español —que el otro ignoraba— o, simplemente, porque eran indios de tribus no
sojuzgadas por las mujeres.

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Lo que pudo decir el prisionero fue que las amazonas preferían siempre los
hombres más lejanos a los de sus tribus vecinas, vieja costumbre de todos los pueblos
primitivos o modernos. Así pues, cuando llegó Orellana con hombres exóticos y
nunca vistos, las amazonas acudieron, según decía el cronista, desnudas y hermosas,
haciendo sonar en la entrepierna las pangas como crótalos. Y bailaron sin poder creer
que era guerra aquello. Bailaron sus danzas nupciales. Flecharon los navíos, sólo a
ellos y no a los hombres, porque aunque éstos habían matado a varios indios no se
sentían por eso ofendidas. Ellas mataban también un esclavo de aquéllos con el
menor pretexto y aun sin pretexto ninguno.
Querían hacer el amor y ser fecundadas y seguían disparando contra los barcos.
Los españoles no podían entenderlo, y cuando vieron sus bergantines erizados como
puercoespines decidieron usar sus armas y dispararon.
Acabaron ellas por darse cuenta de que era la guerra. No la del amor, sino la de la
sangre y la muerte. No se dejaban intimidar por el estruendo de los arcabuces ni por
los muertos caídos a su lado. Llamaron a otras y éstas trajeron más indios de guerra.
A pesar de la desventaja, las amazonas sostuvieron el combate más de tres horas y
algunas se metieron en piraguas y trataron de asaltar el bergantín de Orellana por el
costado opuesto.
Así y todo, decían aquellas mujeres a grandes voces cosas que no entendían los
soldados —ni los indios intérpretes que llevaban a bordo— y hacían gestos
indecorosos moviendo las caderas a los lados y el vientre de abajo arriba y haciendo
sonar en este caso las tangas, que entrechocaban.
No entendían los españoles, y aunque hubieran entendido no era tal vez su estilo.
En el amor les gustaba a los españoles conservar la iniciativa y hasta las prostitutas
más abyectas solían en los lupanares (porque sabían el estilo de los hombres) decir en
algún momento crítico de su quehacer, fingiendo pudor: «¿Qué me haces, amores?».
El estilo de las amazonas era otro, y por las relaciones de aquel indio prisionero
—que Lope escuchaba, absorto— comprendieron, pues, que era verdad lo que decía
Esteban. El indio confirmaba que los hombres elegidos por las amazonas tenían que
vivir con ellas dos meses, durante los cuales eran tratados como huéspedes de honor y
no se les obligaba a trabajar. Aquellos dos meses —calculaba Esteban— era el plazo
que ellas necesitaban para persuadirse de que estaban en cinta. Y cuando eso sucedía
soltaban a los amantes ocasionales y los enviaban a sus lugares de origen.
Pedrarias, que acudió a grandes zancadas, escuchaba, como siempre, con la boca
abierta, y se decía que le habría gustado conocer a aquellas hembras y ver qué clase
de recursos femeninos usaban además de la danza guerrero-nupcial. Por otra parte se
hacía también la pregunta de veras impertinente de cuál sería la vida erótica de
aquellas mujeres en los diez meses restantes del año. No era posible que en aquel
lugar del planeta —en la línea equinoccial, a dos grados de latitud Norte o un grado
de latitud Sur— y expuestas al embeleco de los equinoccios pudieran mantenerse en
cómoda castidad tanto tiempo sin varón. Y entonces, ¿qué hacían? Pedrarias no lo

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decía, pero tenía vehementes sospechas de lesbianismo. He aquí, pues —pensaba—,
en las orillas del Amazonas, dos instituciones helénicas: la amazona y la dulce
poetisa de Lesbos.
Pero no se sabe que las coñoris del Amazonas escribieran poesía.
Algunos soldados querían quedarse en aquel lugar y enviar mensajes a las
hembras belicosas, pero el indio decía que era inútil y que no acudirían, primero
porque no era aquélla la época del año, y además porque tenían que ser ellas las que
buscaran al hombre y no el hombre a ellas.
Hizo más preguntas Lope de Aguirre, aunque no de carácter erótico, que en
aquella materia, aunque no era indiferente, tampoco era curioso. Según el prisionero,
las amazonas llevaban un talismán, una piedra de jade que sacaban de un lago —el
Ipaua Yaciuara— y llamaban a aquella piedra el muirakitan. Lo llevaban colgado del
pecho y les daba fuerza, según creían.
Pero la noche comenzaba a hacerse difícil.
Cada vez que los bergantines atracaban en la orilla llegaban sobre los
expedicionarios nubes de mosquitos. Al hambre de los soldados respondían los
mosquitos con el hambre propia. Así pues, cuando anclaban en las orillas solían bajar
y encender hogueras para que el humo y el fuego alejaran no sólo a los mosquitos,
sino también a los vampiros, que abundaban más, sin duda porque el río se acercaba
todavía a la línea equinoccial y aumentaba el calor y había un momento en que la
latitud Sur que marcaban los astrolabios era cero.
Como se puede suponer, el calor parecía siempre crecer y amenazar con mayores
rigores. De noche y de día. Pudieron comprobarlo bien el día siguiente.
Entre los animales que descubrieron en aquellos lugares, uno de los más notables
era el ave llamada tucán, del tamaño de un loro grande, pero con un pico enorme
(más largo que el cuerpo entero del ave) y plumaje deslumbrador, cuyo macho —dijo
un indio a Pedrarias— se dejaba morir cuando moría su compañera. Pedrarias,
oyéndolo, pensaba: «Vaya, no sólo los hombres pueden conducirse estúpidamente
cuando se enamoran».
Parecían allí los lagartos más grandes, tenían hasta treinta varas de largos y se
llamaban como en el resto del río yacarés. La araña grande y peluda que cazaba
pájaros abundaba y cuando recibía la picadura de una pequeña mosca —una especie
de avispa atrevida— en un lugar especial del cuerpo (es decir, en uno de los ganglios
motores) se quedaba del todo paralizada. Entonces la avispa dejaba sus huevos en el
cuerpo de la araña y al salir las larvas se alimentaban de ella sin que por su estado
pudiera evitarlo. Así es que las larvas se la iban comiendo viva. Pedrarias anotaba
aquello en sus cuadernos.
Oír hablar así cerca de las selvas de las que llegaba el clamor de millones de
criaturas diferentes dedicadas a la lucha por el sexo, la comida o la autoridad, era
como oír hablar de las costumbres de una ciudad ignorada. Pocos indios entraban en

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las zonas sombrías de la selva (había lugares donde al mediodía, y a pesar del sol
deslumbrador, la oscuridad era total).
De noche, cerca de las hogueras protectoras, bajo el guirigay de la selva, los
marañones roncaban tumbados en la arena, siempre en el lado adonde la brisa llevaba
el humo, porque era el único donde se sentían seguros de no ser devorados por los
mosquitos ni desangrados por los murciélagos.
El día siguiente vio Lope algunos indios desnudos remando en piraguas
cuadrangulares y ligeras, de quilla achatada, indiferentes a las nubes de mosquitos
que los perseguían. No acababa de creerlo y preguntaba y le decían que en aquellos
territorios había una hierba que producía una savia milagrosa, y mojándose con ella la
piel los mosquitos no se acercaban. Pidió Lope a un indio que le diera aquel líquido y
se frotó las barbas y el cuello. Pero sus barbas quedaron como pasadas por lejía, a
trechos color castaño, a trechos grises, y en algún lugar, de un tono rojizo desteñido,
lo que añadió a la figura del vasco una particularidad nueva. Parecía, cuando estaba
inmóvil (durmiendo una de sus siestas de gato, recostado contra la obra muerta del
bergantín, sin soltar el arcabuz), una vieja talla de madera que espera ser repintada.
Aquellos días quiso Lope averiguar el misterio del curare. Parece que no era
dificultoso, pero aunque a veces el indio tupí —el viejo que traducía mejor o peor—
lo había fabricado a la vista de Lope en su manera de manejar algunas hojas o
mezclarlas con una especie de resina pegajosa se confundía el que miraba y no
acababa de enterarse del verdadero secreto. Las deficiencias del lenguaje fueron
finalmente un pretexto para renunciar y dejar la empresa por imposible.
El indio tupí tenía una cerbatana con la que disparaba una espina de cacto
guarnecida de estigmas de maíz. Como se puede suponer, si la espina tenía curare, la
herida, por superficial que fuera, causaba la muerte.
Aquel tupí sopló dos veces, apuntando su cerbatana contra dos indios de los que
iban en la expedición. Entre ellos se odiaban a veces mucho más que entre indios y
blancos. Murieron. El tupí era necesario como traductor y Lope se hizo el
desentendido.
Con los negros era diferente. A veces Carolino le decía al indio de la cerbatana:
—¡A mí vuesa merced no me sopla!
Lo decía con una gran sonrisa adulatoria y el indio lo miraba en silencio con los
ojos casi cerrados. Aquélla era la diferencia. Los indios casi nunca decían nada.
Dijo el tupí que cerca de aquel lugar había una población india con hombres
iguales a los marañones que hablaban el mismo idioma y que se habían casado con
indias y tenían hijos y eran felices. Esteban apuntó aquellos y otros detalles y dedujo
que debían ser los exploradores que fueron con Diego de Ordás. Parece que Diego de
Ordás intentó la exploración del río el año 1532 desde el Atlántico, es decir, subiendo
contra la corriente. Llevaba un teniente general llamado Juan Cornejo, experto en
navegación, y se decidió a forzar la boca de la ría con su nave. Logró entrar, pero un

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poco más adentro la nave quedó varada en los bajos. Algunos hombres murieron y
otros se salvaron en tierra firme, cada cual por su lado.
Lope no quiso ir en busca de aquellos españoles, ya que parecían contentos con su
suerte.
Navegaron dos días de sol a sol y el tercero echaron las anclas y entraron en
algunos poblados donde los indios no opusieron resistencia. Les dieron maíz, avena,
pan y un líquido muy bueno parecido a la cerveza del que tenían gran abundancia.
Hallaron también tejidos finos y bien labrados y otras pruebas de industriosidad y
civilización. El maíz de los silos lo cubrían los indios con una ligera capa de ceniza
para librarlo del gorgojo.
Aquel día y en aquel lugar Lope corrió un serio peligro y si salió de él con vida se
debió a su poder de disimulo y al miedo de la mayor parte de su gente. Lope se
embriagó, cosa que no acostumbraba. Pero estaba consciente de su propia embriaguez
y de los peligros que representaba y evitó hablar para no denunciarse, se apartó con
algunos incondicionales y con los negros de servicio, que eran a un tiempo sirvientes,
guardas de corps y verdugos, y durmió una hora al pie de uno de aquellos enormes
árboles, que podían cobijar debajo a un batallón. Lope despertó dueño de sí, y si no
fresco de cabeza, capaz de velar por su vida.
Al principio de su embriaguez comenzó a sentirse provocador, pero se dio cuenta
y tomó una actitud diferente. Las últimas palabras que dijo antes de apartarse a
dormitar fueron:
—Bien conocen vuesas mercedes, mis hijos, que si esta cabeza cae de mis
hombros las de vuesas mercedes conocerán antes de mucho la soga y la rama del
árbol. Así es que vivamos en buena armonía.
En aquellos lugares sintieron dos macareos —pororos— y las dos olas altas que
entraron se lo llevaron todo por delante. Los bergantines estaban en una rada a
cubierto de la primera fuerza del pororo y no sufrieron, pero de haber estado en
medio del río se habrían perdido para siempre.
Todavía en una aldea desierta encontraron urnas de cerámica muy bien trabajadas,
con la tapadera en forma de cabeza humana y ojos, boca y nariz pintados y cocidos al
fuego. Dentro había cenizas y huesos a medio quemar.
—Estas ollas —decía Pedrarias con entusiasmo— no las hacen mejor en Talavera
de la Reina, digo, en Castilla.
Aparecieron allí algunos indios en cueros, como siempre, pero calzados con unas
pequeñas sandalias para evitar quemarse en las piedras calientes del sol. Llevaban el
pelo cortado en líneas redondas cercando la cabeza, y para que ésta diera lugar mejor
a aquel adorno les apretaban de niños el cráneo, que quedaba piramidal o cónico,
como habían visto en una tribu anterior.
Sucedió aquel día que estando hablando Pedro Gutiérrez y Diego Palomo de los
cien indios abandonados en tierra de caníbales, uno dijo:

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—Equivocado anduvo en eso nuestro general Lope de Aguirre. Sobre todo
habiendo sido bautizados la mayor parte de aquellos indios, que casi todos tenían
nombres castellanos.
Se quedaron callados y Gutiérrez suspiró y añadió:
—Parece que ya no vamos a tener gente de servicio, y, por lo tanto, bueno será
que hagamos nosotros mismos lo que haya que hacer.
Los oyó el negro Carolino, que andaba resentido con ellos y los espiaba y fue con
la historia a Lope de Aguirre, quien comprendió que aquellas palabras no
representaban delito alguno. Carolino estaba pidiéndole las cabezas de aquellos dos
hombres que solían burlarse de sus danzas, y Lope vaciló un rato, y de pronto le
mostró la vitela y le dijo que podía disponer de ellos.
Carolino y los otros negros cayeron sobre los dos soldados como alimañas feroces
y dieron garrote a Gutiérrez. Rogaba Diego Palomo al caudillo que en lugar de
matarlo lo dejara vivo en aquella tierra para volver a la playa anterior y quedarse a
vivir con los indios bautizados. Miraba Lope a los negros que estaban esperando
detrás de su víctima y ellos movían la cabeza, negando. Era la primera vez que Lope
les pedía parecer. Palomo murió también y anduvo Pedrarias muy intrigado con
aquellas ejecuciones. Cuando preguntó a Lope, éste dijo poniéndole una mano en el
hombro:
—¿Seguís con la manía de entenderlo todo? ¿Sí? Eran malos soldados y sus vidas
no valían sino para lo que han hecho, es decir, para sujetarme más y mejor a estos
negros bozales que al salir del río, y sobre todo al llegar a alguna tierra firme, se
podrían huir con sus hermanos montaraces de Panamá. Con estas justicias aseguré a
los veinte negros conmigo y quizá conquistaré a dos mil más en el camino del Perú.
La boca del Amazonas, en su salida al mar, tenía ochenta leguas de ancha, según
los pilotos y las observaciones hechas por Orellana, que Esteban llevaba apuntadas.
Otro golpe de pororo se llevó una lancha con tres españoles —no volvieron a verlos
— y arrastró a varios indios que andaban por una playa mariscando. Viendo la
violencia del macareo, Lope de Aguirre no sabía cuándo salir con sus bergantines ni
cómo asegurarse de que no serían destruidos. Los pilotos le aconsejaron que
aguardara hasta las horas de la marea baja.
Al llegar a la desembocadura del Amazonas había en la expedición de Lope
doscientos cuarenta españoles, cincuenta y cinco indios y veinte negros. De los
españoles habían muerto más de sesenta; de los indios, doscientos trece, sin contar los
cien que dejaron en las playas anteriores. Los únicos que estaban en igual número
eran los negros bailarines. Es verdad que nunca se quejaban de nada, que comían
carne de origen más que dudoso sin hacer preguntas y obedecían las órdenes de Lope
—a veces con la cuerda encerada— sin escrúpulos de conciencia.
Recordaba Lope de Aguirre que Juan Primero le había dicho mostrándole en
tierra de los tupís un lecho de palmas sobre las cuales había piedras calientes:

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—¿Sabe vuecelencia lo que hay debajo desa barbacoa? Un cristiano, eselensia.
Está ahí asándose el cuerpo de Monteverde el tudesco, que lo sacaron ellos con las
uñas rastreando como podencos y lo cambiaron por tres puercos que les ofrecían los
indios desta parte.
En aquellos lugares la violencia de la marea entraba en colisión con las corrientes
del río. Si coincidía con el plenilunio era mayor el riesgo y se levantaban olas muy
altas. La marea llegaba de pronto en menos de un cuarto de hora a su mayor altura y
desde algunas leguas de distancia se oía un gran fragor que anunciaba el pororoa o
pororo. Luego se veía un promontorio de agua de más de quince pies de alto que iba
ocupando la anchura del río con gran violencia.
Esperaron la marea baja para salir a la mar, y así y todo no fue empresa fácil.
Eran allí los novilunios de una lobreguez temible y los plenilunios plateados y
claros, pero estos últimos anunciaban, como he dicho, dificultad en la navegación.
Aquel inmenso río era demasiado sensible a las señales del cielo.
Antes de salir al mar tuvieron que recorrer un enorme dédalo de islas y brazos de
agua entre selvas impenetrables que por la noche despertaban con sus animales en
celo. Mostraba la selva la misma monstruosa densidad: cañas del grosor de la pierna
creciendo altísimas sobre un suelo esponjoso, cocoteros puntiagudos que alzaban sus
troncos rectos y lisos, árboles de otras clases buscando un poco de aire y un poco de
cielo azul, más árboles aún, sometidos, vencidos, devorados por los triunfadores.
Arbustos con ramas que parecían de acero, plantas carnívoras que si atrapaban a un
pájaro lo envolvían en sus hojas e iban estrujándolo hasta arrojar días después el
esqueleto mondo, y arriba, bóvedas, penachos, ojivas, como en las catedrales,
astrágalos, florones, volutas, ondas, arabescos. Había helechos milenarios que se
apretaban en haces espesos, hojas como láminas de bronce claro que bajo una gota de
agua sonaban metálicamente, lianas por todas partes con las que se podría ahorcar a
un filisteo.
Y a veces una oscuridad completa a las doce del día, en cuya oscuridad relucían
dos ojos y quizá se oía la risa de un pájaro multicolor que era repetida por cincuenta
ecos. En aquellos días de la salida al mar, con islas densamente pobladas de
vegetación por todas partes, Lope de Aguirre no quiso bajar a dormir a tierra. La
verdad es que casi nunca dormía en parte alguna.
Todo aquel mundo vegetal tenía una vida misteriosa y propia y el hombre que se
acercaba se sentía atraído por el terror y el prodigio. Había algo religioso que
impresionaba, plantas como altares, luces de origen incierto, susurros como rezos y
otros mil raros enigmas. No se veía ningún ser vivo, pero se tenía la evidencia de
infinitas existencias secretas palpitando alrededor.
A veces una rama se rompía, incapaz de sostenerse, y el seco estallido repercutía
en todas partes y cien ecos la repetían. La luz era en la desembocadura del río un raro
portento porque no se veían sombras por parte alguna y el sol parecía llegar en todas

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direcciones. De arriba, de abajo —violentamente refractado por las aguas—, de la
derecha y de la izquierda, con densidades diferentes.
En aquellas colisiones de luces la cara de Lope de Aguirre parecía menos
humana. Una piel apergaminada, con reflejos metálicos y unas barbas lacias y
vegetales.
Se parecía más que nunca a las cabezas reducidas y comprimidas que algunos
machifaros llevaban colgadas del cinto, por gala.
Había más de dos mil islas. Los pilotos contaron dos mil y siete y, naturalmente,
no las vieron todas.
Dos mestizos y un español andaban en una piragua para explorar entre aquellas
islas y se los tragó el légamo después de haber sido volcada la piragua por el
macareo.
Tres mujeres indias que estaban mariscando en una isla fueron rodeadas por el
agua del pororo cada vez más alta, que las anegó por fin.
Y, sin embargo, aquí y allá, nuevas islas despertaban nuevas curiosidades y
costaba trabajo contener a la gente. Los pilotos decían: «Nadie baje, porque las aguas
cubrirán esa isla antes de mucho». Y era verdad. Había allí árboles que vivían una
vida submarina más tiempo que sobre las aguas.
Al salir por fin al mar, Lope hizo subir al bergantín segundo a los pocos que iban
en canoas y abandonó la última chata con gran dolor de los negros que la querían
como a un ser vivo.
Lope de Aguirre extrajo del segundo bergantín la aguja de marear y el astrolabio
y la llamada «ballestina», que hacía mantener el rumbo según la sombra solar.
Desprovisto de aquellos instrumentos tendrían que navegar siguiendo al bergantín
donde iba Lope, manteniéndose a su vista durante el día y guiándose durante la noche
por un farol que llevaba en la popa.
Tuvieron buen tiempo y los bergantines no se separaron. Pero la navegación duró
diecisiete días, muchos más de los que habían calculado, y los alimentos y el agua se
hicieron tan escasos que si el viaje hubiera durado una semana más habrían muerto la
mayoría de hambre o de sed. Llegó a racionarse la comida de modo que tocaban a
sólo algunos granos de maíz por día. Y el agua, a la cuarta parte de un cuartillo por
persona y día también, lo que en aquellas latitudes tórridas apenas si se puede
imaginar.
Por si fuera poco, los recelos de Lope seguían encendidos como siempre, y
mirando alrededor sólo veía amenazas de deserción y traición. Con la estrechez del
navío era forzoso que anduvieran juntos algunos que tenían motivos para el rencor, y
así sucedía que el capitán Guiral cruzaba su mirada con la de Lope a menudo. Los
dos la desviaban y quedaba una memoria de violencia insatisfecha.
Se había hecho Guiral amigo de Diego de Alcaraz, soldado sencillo y sin
trastienda, que tenía la hamaca a su lado y hablaba con él a menudo en voz baja.

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Lope de Aguirre, por sí y ante sí, los hizo matar. La ejecución fue hecha por la
noche y sin enterarse sino los que estaban más cerca y los cuerpos arrojados a la mar.
Cuando iban a matar a Alcaraz, que era hombre cuidadoso y ordenado, puso en
orden las pocas cosas que tenía, regaló unos calzones a un indio y, haciendo un
paquete con un cuaderno de papel húmedo y casi inservible, dos medias calzas rotas,
una agujeta de ajustador y una armilla vieja, escribió encima: «Esto es de Zozaya,
que va en el otro bergantín». Viendo aquello se acordaba Lope de Cabañas, que hizo
lo mismo con algunos objetos del difunto padre Portillo.
Cuando preguntaron los negros a Lope qué harían con los cadáveres, el caudillo
dijo:
—Arrójenlos al mar para pasto de las sardinas rabiosas.
Había sido Guiral toda su vida un hombre sólido y seguro de sí, normal y
razonable. Nunca pudo tener en cuenta circunstancias como las que conoció en
aquella expedición. Pero en los últimos momentos de su vida sintió que renacía en su
recuerdo una preocupación de la infancia: el lobo. La idea de un hombre-lobo
terriblemente peligroso que podía esperarle a él en algún recodo de la vida. A veces
miraba a Lope en la estrechez del barco, y viéndolo pequeño, adusto, cubierto de
armas, pensaba que su nombre aludía al lobo y tal vez aquél era el lobo y que lo había
hallado. Lope se daba cuenta de la rareza de aquella mirada y la evitaba.
Sabía Guiral que el pequeño hombre lobo tenía detrás por lo menos cien hombres
más, poderosamente armados, y que su voluntad era decisiva e inapelable.
En cuanto a Alcaraz, no había dado señales particulares de sí mismo desde que
salieron de los Motilones y era el menos conspicuo de los conquistadores y el más
apacible de los marañones. Es cierto que Lope tampoco podía sostener la mirada de
Alcaraz y que sabiéndolo evitaba mirarlo de frente. Cuando no tenía más remedio que
mirarlo, los ojos se le desenfocaban ligeramente y se veía un pequeño y momentáneo
estrabismo.
En dos ocasiones le preguntó el caudillo marañón:
—¿Se puede saber en qué cavilaciones se ocupa vuesa merced?
Y era una pregunta siniestra por el tono más que por las palabras.
Al llegar a la isla, Pedrarias vio que en un rincón de la cubierta de abajo, un indio,
que iba completamente en cueros, se disponía a hacerse el tocado. Sacó de un rincón
un puñado de lianas, se echó el pelo atrás, se peinó largo rato con un pequeño rastrillo
de madera de yuca y luego lo recogió, lo ató con la liana dando muchas vueltas y
cuando estuvo atado sacó del mismo rincón donde tenía sus efectos un poco de una
pasta que llamaban achiote y con todo cuidado se pintó una raya de oreja a oreja
cruzándose el rostro, debajo de los párpados, otra más o menos paralela debajo de la
nariz, y la tercera, debajo de la boca. Lope comentó:
—¡Villano, ruin y cómo se aliña!
Con aquello, el indio, que, como digo, iba completamente en cueros, quedaba
vestido de gala por lo menos para los días que estuviera en la isla, a la que miraba

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curioso y del todo satisfecho de sí.
Los bergantines no fueron a tocar tierra en el mismo lugar de la isla Margarita
porque la marea llevó el segundo a otra playa distante unas dos leguas. Era un día
lunes por la tarde a 20 de julio de 1561.
Bajó Lope de Aguirre con algunos soldados y envió a un tal Rodríguez con cuatro
hombres de armas y algunos indios de la isla como guías para que fueran a avisar al
maestre de campo Martín Pérez, que iba en el otro bergantín, y se le uniera lo antes
posible con su gente. Al mismo tiempo dio a Rodríguez el famoso papel —que era
una vitela dura, pero ya mugrienta y reblandecida por el sudor— y le dijo que se lo
entregara a Martín Pérez. En el reverso de la vitela escribió Lope de Aguirre el
nombre de Sancho Pizarro y la orden de que le diera muerte por el camino, ya que se
le hacía más sospechoso cada día y nunca había podido tolerar lo que Pizarro llamaba
su necesidad de entender la muerte de don Hernando. Siempre estaba Pizarro
queriendo hacer algo —algo inmediato y urgente— en relación con el recuerdo de
don Hernando y nunca sabía qué, y, por lo tanto, nunca hacía nada. Aquello le daba
cierto desasosiego, para defenderse del cual se hundía en su famoso silencio con los
ojos melancólicos y sombríos. Ojos de cizaña, decía Lope de Aguirre.
Envió también Lope a su capitán de caballería Diego Tirado al interior de la isla,
a pie, con dos o tres más. Como iban flacos y amarillos del viaje y sin armas, daba
compasión mirarlos.
Llevaba Diego Tirado el encargo de avisar y pedir a las autoridades que les
vendieran alguna comida, porque venían perdidos y náufragos y prometían pagar
como fuera. Decían que llevaban consigo algunas piezas de oro y otras cosas de
valor.
Lo primero que necesitaban era agua La isla no tenía manantiales, pero las lluvias
torrenciales de cada día les permitían almacenarla en grandes cisternas para todo el
año.
Sin embargo, en su pequeñez, la isla tenía montañas muy altas y no se había
podido contornear en tres días y tres noches con un caballo ligero. Desde las playas
iba subiendo en pendiente bastante acusada hasta la capital, que era Yua, y no estaba
lejos. Muchos de los españoles que vivían allí habían sido los primeros descubridores
y fundadores y se consideraban permanentemente instalados viviendo como en
Castilla. Los calores eran sofocantes, aunque no tanto como en el Amazonas, pero
aquellos españoles vivían de noche y tenían algunos centenares de indios que se
ocupaban del trabajo del campo, es decir, del pastoreo y de la agricultura. También
los había pescadores de perlas.
Lope de Aguirre se quedó al pie de su bergantín, esperando. Llevaba, como
siempre, la loriga y el peto, así como la celada, debajo de cuyo ventalle levantado
lucían sus ojos de esparver. A su lado izquierdo, la espada, y al derecho, la daga.
Algunos soldados quisieron desembarcar y Lope se opuso. Obligó a la mayor
parte a permanecer armados en la cubierta inferior, es decir, escondidos, y sólo dejó

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arriba a los enfermos e inválidos, desde luego, sin armas.
Lope de Aguirre esperaba. El óxido del sudor y del hierro sobre su ropa la
manchaban de ocres y verdes, y el caudillo, mirando la isla pacífica, pensaba en sus
pobladores y se decía: «Esos truhanes granujas tienen de todo, y fuerza será
obligarles a alguna clase de liberalidad».
Elvira y la Torralba estaban en la cubierta y la niña quería bajar a tierra, pero no
se atrevía a pedirle nada a su padre, a quien veía muy preocupado y cuyos cambios de
humor conocía.
—Sois el jefe de todo el mundo menos mío —le decía desde la borda—. El jefe
de todo el mundo y mi padre.
Parecía no oírle Lope.
La Torralba dijo tímidamente que tenía ganas de cantar la jota soriana, y Lope se
apresuró a decirles que si querían desembarcar podían hacerlo. Al mismo tiempo
miraba a la Torralba, y con la dureza de sus ojos parecía decirle que el tiempo no
estaba para canciones. Aquella advertencia estaba tan clara que la Torralba se creyó
en el caso de explicar bajando la voz:
—No, si sólo tengo ganas de cantar cuando estoy en lugares altos. Ahí abajo, en
tierra, no cantaré.

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XII

Entretanto, Martín Pérez, desembarcado a dos leguas de distancia, al saber


dónde estaba Lope de Aguirre, quiso ir a su encuentro, pero tuvo que esperar a que
volvieran Zozaya y Francisco Hernández, que habían ido con algunos negros a buscar
víveres y agua. Esperándolos se hizo de noche.
Sancho Pizarro, que había sido el primero con Martín Pérez en bajar a tierra y una
vez más no parecía tener interés en lo que le rodeaba, cuando le dijeron que Zozaya
había ido a buscar agua exclamó: «Ah, sí. Había olvidado que tenía sed». Por cosas
como ésa, Lope decía de él que estaba aneblado.
Quería decir «peligrosamente entontecido».
A medida que caminaban todos en la oscuridad, Martín Pérez iba pensando en
Sancho Pizarro. Se había propuesto no volver a matar a nadie sino en acción de
guerra, pero era imposible dejar sin cumplir una orden de Lope.
Habiéndole dicho el caudillo marañón que había que acabar el negocio de Pizarro
por el camino, llamó a uno de los negros:
—¿Va armado vuesa merced? ¿Lleva daga? ¿Tiene cordeles?
El negro, que se llamaba Asunción el Mocho, porque sólo tenía medio brazo
izquierdo, dijo que sí. Un negro no podía ir sin cordeles porque a menudo le
mandaban que trasladara cosas muy pesadas de un lugar a otro. Daga no tenía, pero
cordeles sí.
Entonces Martín Pérez vio que su defecto físico le podía entorpecer, y el negro
Asunción comprendió y le dijo:
—Aquí, mi hermano puede ayudalme, según el negosio que sea.
Martín, que era hombre de pocas palabras, le mostró la cartulina de Lope, famosa
ya entre los negros. El mocho comprendió:
—Si aguarda vuesa merced, pronto llegaremos a donde Juan Primero —dijo,
prudente.
—No, no podemos esperar.
Entonces habló el negro con su hermano un momento, en una lengua africana, y
se les oyó reír a los dos con una satisfacción de sí mismos un poco indecente. En
aquel momento, próxima a salir la luna por detrás de una montaña, se percibía sobre
ella en el horizonte un creciente resplandor.
Dijo Martín Pérez que tenía que hacerse aquello antes de que saliera la luna del
todo.
Tienen los negros supersticiones relacionadas con nuestro satélite y debieron
pensar que la prontitud era por motivos de orden religioso. El maestre de campo

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preguntó al segundo negro cómo se llamaba y Asunción advirtió:
—Éste no tiene nombre.
—¿Cómo?
—No está bautizado. Se le dice Vos y acude.
—¿Y no tiene algún nombre africano, guineo o congolés?
—Ah, eso sí, señor. Yattaba. Pero no se lo pusieron con la crisma, y por eso digo
que si lo llama vuesa mercé Vos también acude.
Indicó Martín Pérez quién era la víctima y Asunción atajó:
—Ya sabemos mero quién es Pisarro. Digo, el Sancho Pisarro. ¿Verdad, Vos?
El Vos sonreía, y aquella sonrisa era su manera de afirmar.
Dijo Martín Pérez que iba a pedir a Sancho que se quedara atrás esperando a dos
que se habían rezagado —lo que no era verdad—, y entonces los negros podrían
hacer su trabajo.
Se fue quedando atrás Pizarro para esperar a los supuestos rezagados, y cuando la
mitad de la luna asomaba por encima del monte oyó Martín Pérez detrás un rumor de
pelea, forcejeo y voces de sorpresa de Pizarro. Pensó Martín que no habían tenido
suerte los negros, ya que la mudez del agarrotado era la primera señal del éxito y se
detuvo a esperar.
Los negros andaban a vueltas y en tumulto.
—¿Qué pasa, señor Pizarro? —preguntó Martín sólo por comprobar que se
trataba de él.
—Estos negros hideputas, que no sé qué me quieren.
Y seguían forcejeando. Martín volvió a preguntar en las sombras:
—¿Qué dice vuesa merced, señor Pizarro?
Esta vez no respondió, y sin dejar de oírse forcejeos y alguna lucha, el negro
Asunción le dijo a su hermano:
—Ya está, Vos. Digo que ya no hay que haser sino aguardar, Vos.
Siguió Martín Pérez camino adelante hasta alcanzar a los otros y se guardó la
vitela en el bolsillo para devolvérsela a su jefe. Le quedaba alguna duda y no estaría
tranquilo hasta que volvieran los negros y le dijeran que el trabajo estaba hecho.
Así pues, iba caminando despacio y esperando.
A la luz de la luna se veía bien el paisaje. Había una albufera grande que llamaban
la Restinga, no cerrada del todo, sino abierta al mar, durante la marea alta, y
alrededor, unas dos leguas de tierra envolviéndola por tres lados.
El monte por donde aparecía la luna se llamaba Copei y estaba cubierto de
árboles, con dos valles anchos y profundos de buena tierra cultivable, uno al Este
llamado de la Asunción y otro al Oeste, del Espíritu Santo. En la costa del lado Oeste
había bancos de perlas y los vecinos tenían indios que bajaban buceando a pescarlas.
Cuando llegó Martín Pérez con su gente al lado de Lope de Aguirre, éste le dijo:
—¿Se ha hecho el trabajo?
—Sí, señor —y le devolvió Martín la vitela mugrienta.

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Entonces sucedió algo de veras curioso. Lope de Aguirre dijo dos o tres nombres
más y advirtió que había que despacharlos también si seguían enredando. Martín
Pérez, visiblemente indignado, alzó la voz:
—¡Por vida de Dios que yo no sé con qué gente queréis hacer la guerra si cada día
matáis a seis o siete!
—Vaya, Martín Pérez, se ve que traéis buen rejo del camino.
—Más necesidad tenemos de allegar gente nueva que de matar la vieja, si ha de
lucirnos el pelo. Digo, si queremos tener victoria.
—No es el número el que hace la fuerza. Ni el mucho gritar.
Martín Pérez se calló.
Además de Rodríguez, que fue a Yua —la capital— con una carta de Lope de
Aguirre, habían ido tres o cuatro soldados también sin armas y muy derrotados a
pedir comida a unos ranchos prometiendo pagarla.
Habían creído al principio los vecinos de la isla que aquellos bergantines eran de
corsarios franceses y algunos se apercibieron a la defensa. Al ver cuán diferentes
eran, se alegraron, y, como suele suceder, la sorpresa les hizo confiarse más de lo
razonable.
Con la carta que llevaba Rodríguez y lo que dijeron los otros soldados decidieron
las autoridades de la Margarita enviar a alguien a entenderse personalmente de lo que
sucedía en la costa y salieron al encuentro de Lope de Aguirre dos o tres personas
civiles con Gaspar Hernández, que era alcalde de Yua. Antes había hecho Lope que
se escondieran las tropas en las bodegas del bergantín, como ya dije. Sólo se veían en
la cubierta los dolientes de hambre o de enfermedad.
Cambiaron saludos y Aguirre hizo un discurso hablando de la navegación del
Amazonas a su manera y diciendo que habían salido del Perú diez meses antes y que
tenían muy gran necesidad de socorro: «Dios nos ha traído a esta isla —dijo
humildemente— para que no acabemos de sucumbir y les ruego que nos den alguna
ayuda de carne, pan y vino, que lo pagaremos y seguiremos nuestra derrota al
Nombre de Dios y luego al Perú».
Gaspar Hernández, convencido por la prosa lastimera de Lope, hizo matar dos
vacas y mandó a Yua a buscar pan y vino. Hicieron campamento allí, se encendió
fuego y en pocos momentos estaba la carne puesta a asar. Lope de Aguirre presentó a
Hernández una capa de terciopelo guarnecida de pasamanos de oro de ley que había
sido de Ursúa. Se vio Hernández vistiendo aquella capa en las solemnidades oficiales
y se sintió convencido, pero, por si acaso no bastaba, Lope le dio una copa de plata
sobredorada y le dijo:
—Vuesas mercedes tal vez tendrán en algo estas alhajas y otras que traemos a
bordo, pero para los hombres de camino y de guerra poca ayuda o ninguna son.
Entró Hernández en camaradería con Lope y con los otros soldados y envió una
carta al gobernador de la isla, don Juan de Villaldrando, que estaba en Yua, diciendo

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que los recién llegados eran gente de paz que sólo quería tomar víveres y que tenían
buenas prendas con qué pagarlos.
El gobernador y sus oficiales habían retenido consigo a Diego Tirado y a los
mensajeros que llegaron primero hasta asegurarse prudentemente con las impresiones
de Gaspar Hernández, porque habían tenido experiencias desagradables y no pasaban
por la palabra de cualquiera. Pero cuando el gobernador leyó aquella carta de
Hernández se acabaron los recelos y dio orden a sus auxiliares para que bajaran al
puerto con alimentos, y el mismo gobernador se dispuso a ir con uno de los alcaldes
ordinarios, llamado Manuel Rodríguez, y el regidor Andrés de Salamanca y dos o tres
personas más de la administración de la isla.
Salieron todos a caballo y hacia la medianoche, porque ningún español solía salir
de casa durante el día a causa del sol y de su furia equinoccial, aunque estaban un
grado o dos más al Norte que el Amazonas.
En la playa seguía Lope de Aguirre solo con los enfermos y algunos soldados sin
armas a la vista, que comían a dos carrillos. Los otros, que eran la mayoría, llevaban
más de doce horas sin comer ni beber y seguían aguantando pacientemente bajo
cubierta, a pesar de estar oliendo desde allí la carne asada.
Cuando Lope vio llegar al gobernador y a su séquito se adelantó a recibirlos. Él y
los marañones que lo acompañaban le ayudaron a desmontar con grandes reverencias
y Lope se inclinó a besar la mano del gobernador. Él se la negó y Lope insistió
diciendo: es mi obligación. Entre los caballos iba y venía un perro de casta
indefinible, a quien el gobernador llamaba Solimán.
Los soldados que llevaba Lope de Aguirre con el pretexto de ir a atar a los
caballos los apartaron un trecho, de modo que no pudieran las autoridades de la isla
saltar fácilmente sobre ellos cuando llegara el caso.
Abrazó el gobernador a Lope de Aguirre cuando supo que era el jefe de la
expedición, lo que no dejó de extrañarle —tampoco pasó desapercibida su extrañeza
a Aguirre—, y caminando hacia el bergantín, cuando estuvieron todos cerca del agua,
Lope hizo otro pequeño discurso: «Señor gobernador y señores míos. Los soldados
del Perú más se precian de traer consigo buenas armas que vestidos ricos, aunque los
tienen sobrados, digo, para el bien parecer. Y así suplican a vuesa merced, y yo les
ruego también de mi parte que les den permiso para saltar a tierra y sacar sus armas y
arcabuces, porque en el bergantín se toman de moho y puede que de paso hagan
vuesas mercedes mercado y feria con las cosas que traen encima, de los cambalaches
con los indios, que no faltan algunas de valor».
Contestó el gobernador que lo tenía a bien y cualquiera en su caso habría hecho lo
mismo, ya que la apariencia de Lope no podía ser más inocente y todo presentaba un
aspecto pacífico. Por si algo faltaba a algunos pasos, estaba la Torralba, sentada en un
poyo, y Elvira, a su lado, con la cabeza en la falda de la dueña, dormía.
En todo caso, con la venia del gobernador, Lope de Aguirre se acercó al bergantín
y gritó:

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—Ea, marañones míos, aguzad vuestras armas, limpiad vuestros arcabuces, que
los traéis húmedos de la mar, porque ya tenéis licencia del gobernador para saltar con
ellos a tierra, y cuando el gobernador no os la diera, vosotros os la tomaréis, que
hombres sois para eso y para más.
Al gobernador le extrañaron estas últimas palabras.
Salieron todos los soldados de las bodegas y en la misma cubierta del bergantín
hicieron una salva de saludo al gobernador disparando diez arcabuces al mismo
tiempo, con lo que Elvirica despertó asustada. Luego bajaron alabarderos, lanceros,
soldados y oficiales de todas las armas en porte de campaña, es decir, armados como
si fueran a entrar en batalla. Miraba el gobernador sin acabar de creer lo que veía y su
extrañeza aumentó cuando vio que aquellos soldados, instruidos ya de antemano,
rodeaban a las autoridades por completo.
Sin violencia aparente alguna, eso no.
Al contrario, con la sonrisa de Lope de Aguirre y las excusas del maestre de
campo, que tropezó sin querer con el alcalde Hernández. El perro Solimán, pisado por
un soldado, aulló dos veces.
Luego que estuvieron cercados los hombres que tenían mando en la isla, Lope de
Aguirre preguntó al gobernador de quién era un navío que habían visto en otra bahía
al llegar, que parecía de buen porte y arboladura. El gobernador, no muy seguro de
voz y comprendiendo que había formado opiniones prematuras sobre aquella gente,
dijo que el navío lo mandaba un fraile, el padre Montesinos, de Santo Domingo, que
había llegado tres días antes, y no estaban muy contentos los de la isla porque quiso
llevarse a los indios de servicio para la guerra de los araucos, según decía. La
población de la isla no quería renunciar a sus indios, que eran los que hacían todos los
trabajos duros.
—¿De qué orden es el fraile?
—Es provincial de los dominicos, se llama fray Francisco de Montesinos y lleva
algunos soldados. El barco es un navío de gran porte.
Luego se miraban en silencio los unos y los otros y Lope de Aguirre pensaba en
el navío con codicia.
—Vuesas mercedes —dijo— no quieren perder los indios, claro.
—Si no fuera por ellos —confesó Hernández—, ¿quién iba a trabajar la tierra?
Ellos están acostumbrados a los rigores del clima.
Vivían los españoles de la Margarita en una especie de paraíso natural. Fuerte era
el calor, pero gracias a él tenían en la isla hasta cuatro cosechas al año. La
incomodidad valía la pena.
Cada vez que al azar del diálogo Hernández llamaba señoría al gobernador, Lope
de Aguirre los miraba a los dos con zumba. Y dijo a Villaldrando que los soldados le
agradecían la atención de dejarlos desembarcar con sus armas. Respondió el
gobernador que, puesto que la isla estaba en paz y no había amenaza exterior

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ninguna, podían los soldados dejar las armas y conservar sólo una guardia armada, si
es que la creían necesaria.
El gobernador y las otras autoridades suponían que los soldados se ofrecían para
las necesidades militares de la isla. Quiso apartarse con sus oficiales, y al ver el
cordón de soldados que les rodeaba dijo un poco impaciente:
—¿Qué hacen vuesas mercedes aquí? ¿Qué pretenden?
Lope, acompañado de Martín Pérez, se acercó al gobernador:
—Nosotros, señores —le dijo—, vamos volviendo al Perú, donde de ordinario no
faltan guerras ni alborotos, no solamente con los indios bravos, sino también entre los
españoles, y yendo como vamos en servicio del rey, no sería bueno que nos pusieran
dificultades, y así, y sintiéndolo mucho, es conveniente para todos que vuesas
mercedes dejen las armas y se declaren presos. No se alarmen vuesas mercedes, que
esto lo hago sólo para que se nos dé el avío necesario para nuestra jornada sin
discusiones ni demoras ni aplazamientos.
El gobernador y los suyos se hicieron atrás preguntando, asombrados:
—¿Qué quiere decir con eso vuesa merced?
Algunos de ellos echaron mano a la espada, pero fue inútil, porque los marañones
les pusieron las partesanas en los pechos y les apuntaron con los arcabuces.
Una vez desarmados tomaron los marañones sus caballos que serían hasta ocho o
diez y salieron a los caminos para evitar que nadie diera noticias de lo que ocurría.
Cuando veían a alguno a caballo lo alcanzaban, le quitaban el animal y lo obligaban a
ir a la playa a pie para engrosar el número de los presos.
En poco tiempo se hicieron con una docena más de animales, todos excelentes.
Dispuso entonces Lope la marcha a la ciudad de Yua, que no estaba lejos. Veinte
caballeros cabalgando a los dos flancos de la columna, y los demás, bien armados, a
pie.
Montaba Lope el caballo del gobernador, a quien invitó a subir a las ancas. «Que
vuestras mercedes —dijo— están acostumbrados aquí a la molicie y al regalo». El
gobernador, indignado, se negó a subir, y entonces Aguirre desmontó y dijo:
—Pues que vuesa merced no quiere montar, vayamos todos a pie.
Pero los otros marañones no desmontaban, y al poco rato, con la molestia de las
armas y del calor, volvió a cabalgar Lope de Aguirre y a invitar al gobernador, quien
aceptó por fin, estoico y miserable. Le decía Lope para animarle que aquello no tenía
importancia y que todo consistía en apartar un poco a las autoridades para dejarles
libertad a aquellos soldados mientras estuvieran en la isla, porque venían
entumecidos en los bergantines. Luego volvía la cabeza y preguntaba:
—Recias calores padecen aquí. Ya tendrán también lindas doncellas indias o
mestizas que les hagan aire, ¿no es verdad?
Los otros no respondían. En el caballo de Pedrarias iba Elvirica, a la grupa. La
Torralba detrás, a pie, acompañada del perro Solimán, que se hizo su amigo.

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El gobernador dijo a Lope que tuviera cuidado con lo que hacía, porque era
hombre de relaciones estrechas con las autoridades de la audiencia real de Santo
Domingo. Lope de Aguirre comentó:
—No lo dudo; ya me imagino que vueseñoría es persona de suposición. Por eso
lo trato con tantos respetos. Por mi lado también puedo deciros que no va mal
acompañado. Yo me entiendo directamente con el consejo de Castilla.
Acudían algunos habitantes curiosos en sus caballos y Lope de Aguirre los hacía
desmontar y les quitaba las cabalgaduras. Las tomaban los marañones y los pobres
isleños se veían obligados a seguir la comitiva a pie. A veces Lope, para justificar el
despojo, decía:
—Es sólo por algunos días. Y puede sentirse halagado vuesa merced, porque su
caballo lo monta ahora un mayorazgo de una casa noble de Ciudad Real.
Los marañones reían, pero no demasiado, porque sabían que Lope no gustaba de
que sus rasgos de humor acabaran en chacota.
Martín Pérez, que montaba una jaca excelente, se adelantó con un grupo de
jinetes para tomar posesión de la plaza de Yua antes de que llegara Aguirre, y así lo
hizo, entrando en la ciudad el día de la Magdalena, que era martes, al amanecer. Dio
voces en el centro de la plaza, a las que respondían los otros marañones: «¡Viva Lope
de Aguirre!».
Con regocijo y galopando por las calles fueron todos a aposentarse a la fortaleza,
que estaba abierta, y en cuyos establos encontraron más animales, con los cuales
podían formar los invasores un poderoso y lucido escuadrón.
Los soldados, esparcidos por el pueblo, quitaban las armas a los vecinos que
encontraban, y si alguno quería resistir lo ofendían con grandes insolencias y lo
desarmaban por la fuerza, aunque evitando hacerles daño.
Antes de media mañana, la isla entera estaba alarmada y a la defensiva, pero las
autoridades habían sido reducidas a prisión y las órdenes las daba en la isla el
caudillo vasco, cetrino y malcarado.
Había en la fortaleza unos veinte presos vigilados por la guardia.
Después de comer regresaron todos a la plaza, donde trataron de cortar el rollo,
que era un grueso tronco de duro guayacán, pero dar en él era lo mismo que dar en
una roca, y el acero de las hachas se embotaba sin hacer mella.
Se irritaba Lope con aquella resistencia y decía: «Si piensa el rollo que va a seguir
ahí en honor de su majestad, se equivoca en la mitad y otro tanto, y si no quiere
dejarse destruir, aquí se quedará, pero será para servirnos a nosotros». Luego, con voz
alegre, preguntaba a los marañones más próximos:
—¿Qué dicen vuesas mercedes? ¿No han visto cómo se toma una isla sin gastar
pólvora ni derramar sangre?
Fue Lope de Aguirre con los suyos a donde estaba la tesorería, y sin esperar las
llaves ni preguntar quién las tenía hicieron pedazos las puertas y la caja, de donde

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sacaron gran cantidad de oro y de perlas de los quintos del rey y destrozaron los
libros de cuentas.
—Me siento un hombre nuevo —decía Lope de Aguirre yendo y viniendo.
Estaban ocupados en aquello cuando apareció una señora anciana vestida de
modo llamativo y apoyada en un bastón, diciendo:
—Buen favor hacen vuesas mercedes a Villaldrando, porque ahora sus cuentas
serán las del Gran Capitán, dando por perdidos en manos de vuesas mercedes los
dineros que él se ha comido.
—¿Quién es vuesa merced? —preguntó Lope.
La señora se irguió, ofendida:
—Llamadme vueseñoría, que yo soy la verdadera gobernadora de la Margarita.
Creyó Lope que estaba loca y no le hizo caso.
Ya dueño de la ciudad, dio un bando diciendo que condenaba a muerte a todos los
vecinos que a partir de aquel momento no comparecieran con todas las armas que
tuvieran lo mismo ofensivas que defensivas y que nadie podría salir de la ciudad sin
permiso escrito.
Después hizo llevar a la plaza una cuba de vino de cuarenta arrobas que sacaron
de casa de un mercader y allí bebieron alegremente.
Un vecino oficioso o malintencionado acudió a decir que Villaldrando no era sino
el teniente gobernador y que la gobernadora era su suegra, que era de mucha más
edad y que presumía de venir de los godos. Lope de Aguirre lo miraba y se
preguntaba: «¿Con qué intención viene este sujeto a decírmelo?».
Tuvieron noticias los marañones de que un comerciante llamado Gaspar había
mandado esconder un barco suyo que llegaba de la isla de Santo Domingo, por lo
cual Lope le amenazó de muerte si no decía dónde estaba. El hombre confesó y el
barco fue desvalijado. Traía muchas mercaderías valiosas de Castilla. Repetía el
hombre:
—Arruinado soy, y más me valdría ahora irme con vuesas mercedes a ser carne
de horca.
Dio orden Lope de que algunos marañones entre los más adictos recorrieran todas
las viviendas e hicieran un inventario con aquellas cosas que hallaran y que fueran
útiles para la expedición y la guerra o, simplemente, para el capricho de los
marañones y así se hizo, con los excesos naturales. Lo mejor que encontraron lo
trasladaron a la fortaleza y lo otro quedó a cargo de sus propios dueños, a quienes
advirtieron que estaban apuntados en las listas, y que si faltaba un adarme pagarían
con sus vidas.
Se apoderó Lope de las mercaderías que había almacenadas en la isla por cuenta
del rey para llevarlas a España, las repartió entre sus soldados y mandó que reunieran
en el puerto todas las canoas y piraguas. Una vez juntas, les prendió fuego para que
no pudiera ir nadie a llevar aviso a la costa de tierra firme que se veía a lo lejos.

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Así transcurrieron los dos primeros días de ocupación de la Margarita, que
encontraron los marañones más rica de lo que creían, lo mismo de alimentos que de
otras vituallas, incluidas algunas cosas de lujo traídas de España o preparadas para ser
enviadas al rey.
—Miren vuesas mercedes —decía Aguirre— qué vida se dan estos castellanos,
que creen haber llegado al cielo antes de morir. A fe que voy a darles qué sentir y lo
van a pagar de su pellejo.
Algunas mujeres miraban por las ventanas cuando pasaban soldados marañones y
hacían comentarios. No acababan de creer que en pocas horas estuvieran el
gobernador y las demás autoridades presos, sus haciendas robadas, alguna casa
incendiada —cuando creían los soldados que les habían ocultado algo—, los ganados
recogidos y acorralados para alimento de la tropa. Todo aquello lo había hecho un
hombre enteco, malcarado, estropeado de una pierna y cubierto de hierros, mientras
que los demás, civiles y militares, iban casi en cueros.
Antes de entrar en la fortaleza el maese de campo Martín Pérez aconsejó a Lope
de Aguirre:
—Quítese vuesa merced la cota y vístase otra camisa, que lleva ésa muy sudada.
Esto le pareció sospechoso a Lope, quien comenzaba a tener entre cejas a Martín
por varias razones. La primera porque antes de llegar a la isla había dicho a bordo del
bergantín que el esqueleto del comendador Guevara les seguía por el mar. Lo bueno
era que otros soldados dijeron haberlo visto relucir en la noche poco después de salir
de la boca del Amazonas. Había dicho Martín en broma aquello de ser seguidos por
el esqueleto del comendador, pero luego le aseguró a Lope haberlo visto realmente.
Otro motivo de recelo era el haberse opuesto Martín a que Lope llevara a cabo
otras ejecuciones que tenía planeadas y el preguntarle: «¿Con quién va su merced a
hacer la guerra, si cada día mata a seis o siete hombres?».
—Id a la guardia —dijo Lope a Martín— y consideraos en estado de arresto.
Martín obedeció, aunque advirtiendo a Lope que no comprendía el motivo y que
haría mejor en explicárselo.
Había en la isla algunos jóvenes descontentos de Villaldrando que viendo las
libertades de los marañones se unieron a ellos, Lope estaba muy orgulloso de aquellas
adhesiones y repetía:
—Ya ven vuesas mercedes; estos hombres vienen a nuestras filas y juro a Dios
que será para medro y prosperidad de todos. Ya verán vuesas mercedes cómo otros
muchos acudirán a nuestras banderas en la tierra firme y todos juntos no hemos de
parar hasta ocupar el Perú.
Se le acercaron algunos a preguntar por Martín Pérez y el caudillo mandó llamar
al comandante de la guardia:
—¿Qué hace Martín? —le preguntó—. ¿No ha dicho palabra, buena ni mala?
—No, que yo sepa.
—¿Tampoco habló del esqueleto del comendador?

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El comandante de la guardia creyó que aquello era una broma de Lope y rió sin
contestar. Entonces fueron los dos a la guardia, Lope levantó el arresto a Martín y
hasta le dio excusas. Salió Martín sin hacer comentario alguno y volvió a sus tareas
de maese de campo como si tal cosa.
Lope subió a la fortaleza, fue a sus habitaciones, y poco después, viendo pasar a
su hija delante de la puerta de su cuarto, le gritó:
—¡Teneos derecha, Elvira! ¿Cómo os lo voy a decir?
La niña se asomó asustada, con los hombros echados atrás y los pechos
ostensibles. Por un espacio breve como el de un parpadeo, el caudillo marañón miró a
su hija con ternura:
—Eso es. Si a vuestra edad no sois gallarda, ¿cuándo?
Entonces la niña se puso dulce y coqueta, acudió a su padre, lo besó en las barbas,
y Lope, reprimiendo su gozo, le dijo:
—Dejadme, hija, que estoy ocupado.
A todo esto, Lope hacía firmar a los que se enganchaban como soldados un
documento en el que renunciaban a su nacionalidad de españoles, y como
compensación les daba pagas adelantadas del dinero del rey.
Luego Lope les dio alguna libertad para hacer y deshacer en la isla y tomar lo
suyo y lo ajeno sin cuidado. Los soldados nuevos fueron especialmente útiles para
descubrir riquezas ocultas.
Las escaleras de la fortaleza eran de madera y cada peldaño gemía en un tono
diferente bajo el pie de los marañones.
A veces pasaba la gobernadora cerca y se quedaban todos mirando su vestido de
brillante seda amarilla.
—¿Y esa vieja loca, quién es? —les preguntaba Lope.
—No está loca. Es la gobernadora, de veras.
Lope de Aguirre no acababa de comprenderlo.
La gente de la isla se había recogido en aquel rincón a vivir una vida de hidalgos
perezosos. La conciencia de clase era tremenda en todos y había quien creía venir de
doña Juana la Loca y otros llevaban insignias caballerescas sin derecho.
Todos andaban estirados y se exigían recíprocamente respetos más o menos
pintorescos.
Algunos tenían dos muchachas negras para mecer la hamaca.
Vio Lope que entre los presos el gobernador Villaldrando exigía una celda
separada por ser de más categoría que el alcalde, y éste también para no compartir el
mismo lugar con el alguacil.
—Oh, los bellacos —decía Lope—; yo he venido aquí con el rasero y les voy a
hacer entender quién es cada uno.
Pero Lope no dejaba de pensar en el navío del padre provincial fray Francisco de
Montesinos. Los dos bergantines estaban comenzando a descoyuntarse y mal
anclados con los embates de las olas se desmejoraban más cada día.

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El barco del fraile estaba en la bahía que llamaban de Maracapana, donde había
un poblado de indios. Bajaba el provincial a veces con algunos soldados y trataba de
alistar hombres para la guerra del arauco, pero andaba alerta porque sabía lo que
estaba sucediendo al otro lado de la isla. Fueron interceptadas dos comunicaciones
del dominico dirigidas a Villaldrando. No sabía aún que el gobernador estaba preso,
lo que extrañó mucho a Lope, quien dedujo que los isleños, por miedo a la
responsabilidad, se conducían con prudencia y no iban a llevarle noticias al fraile. No
todas las noticias, al menos.
Sabía Lope que el barco del provincial estaba artillado, lo que para sus planes era
de importancia esencial. Envió, pues, uno de sus bergantines inseguros con dieciocho
soldados y un capitán llamado Mungía. Como piloto iba un negro veterano de
aquellas costas que habían hallado en Yua y se les ofreció. Iban los soldados con la
orden de apoderarse del navío a toda costa y llevarlo a la rada más próxima a la
capital.
Partió Mungía sin esperar, y cuando se acercaba a la bahía de Maracapana le
pareció mejor pasarse al lado del religioso que quedarse con Lope y el padre
provincial los recibió sin recelo hasta que Mungía le dijo con todos sus detalles lo que
sucedía en la isla y lo que Lope había hecho en el Amazonas. Entonces fray
Francisco pareció desconcertado, y apartándose de los soldados les ordenó que
dejaran las armas en un rincón. Ellos lo hicieron advirtiendo además que le darían
cualquier otra prueba de lealtad si las quería.
El dominico, todavía inseguro, les dijo que los llevaría a la costa de tierra firme
aquel mismo día y avisaría a las autoridades de Burburata para que tomaran medidas.
Mungía le respondió que lo tenían a bien y que hiciera todo lo que mejor le pareciera
para el servicio de Dios y del rey.
No tardaron los soldados de Mungía y su jefe en desembarcar en la costa de
Burburata y el padre Montesinos dio noticia a las autoridades de la cuantía,
armamento e intenciones de las fuerzas de Lope y de los crímenes cometidos en su
viaje por el Amazonas, todo lo cual produjo algún asombro y alarma. Volvió después
el fraile con su barco a la Margarita y fondeó otra vez en la bahía de Maracapana.
A todo esto, Lope consideraba ya suyo el navío —es decir, en poder de Mungía—
y dio un bando obligando a la gente de la isla a llevarle seiscientos carneros y algunos
novillos para matarlos y salarlos y que le hiciesen una cantidad determinada de
cazabe. Todo debía estar listo en un plazo determinado para embarcarlo en el navío
del padre Montesinos, en el cual partiría cuanto antes para Panamá.
La vida en la isla era muy gustosa. Los soldados estaban distribuidos en
diferentes casas y Lope obligaba a los isleños a tratarlos bien, amenazándoles si no
con grandes castigos. Pero algunos vecinos, después de recibir a un soldado,
protestaban y pedían un capitán por ser gente de calidad, según decían, y merecer
huéspedes de nota. Lope les mandaba decir que el supuesto soldado era de la casa de
Fernán Núñez y había ido a Indias por un mal paso en rivalidad de amores.

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Cuando los isleños se dieron cuenta de que Lope se burlaba de ellos, ya no
reclamaron más.
Los soldados iban a comer a aquellas casas, pero a la hora de dormir no se fiaban
de nadie y se reunían en la fortaleza de Yua, donde dormían más tranquilos. Había en
una esquina del corredor de abajo una imagen de Santiago a caballo, pero el caballo
era un caballito de mar y el artista que lo hizo debía ser un humorista.
Mandó Lope de Aguirre un día juntarse en la plaza de la ciudad a todos los
isleños que pudieron acudir y les hizo un discurso: «Los más de vuesas mercedes
tendrán ya entendido que no somos venidos a esta isla para quedarnos ni para dar
disgusto a nadie; antes al revés, traemos todos el deseo de hacerles servicio. Dios me
es testigo de que no pensaba quedarme aquí más que cuatro días. Pero mis navíos
venían tan mal acondicionados que era imposible seguir con ellos y me es forzoso, ya
que Dios me lo depara, de aguardar aquí el barco del provincial. Yo creía que se
quedaría, pero me dicen que ha salido otra vez con rumbo a Burburata y de allí a
Santo Domingo. Ahora hemos de aguardarlo para tomarlo por las armas con fuerzas
que tengo destacadas en Maracapana, y eso será mejor para vuesas mercedes que
detenernos todos aquí más tiempo haciendo consumo y causando desorden en
vuestras costumbres mientras construimos otro u otros bergantines. Pueden estar
todos ciertos de que en cuanto llegue el barco del provincial nos haremos con él y nos
pondremos en viaje. Ésa es la razón por la cual he pedido el matalotaje. También por
eso he puesto presos al gobernador y a los demás caballeros, para que no haya
impedimentos en nuestras demandas, y aun es lo que más les conviene a ellos, porque
el día de mañana nadie podrá exigirles responsabilidad, ya que estando presos no han
podido oponerse a nuestras libertades y licencias. Muchas veces he dicho y ahora
repito que no quiero que mis soldados tomen nada de gracia, sino que todo se pague
mejor de lo que ordinariamente se acostumbra, y así desde ahora es mi deseo que
cada gallina no se venda en dos reales como hacían vuesas mercedes, sino en tres y
en cuatro, según el peso. Y así con las demás cosas. No hay que dar nada a ningún
soldado ni tampoco a mí sin apuntarlo, de manera que antes de salir de la isla yo veré
el monto y lo abonaré hasta el último cuarto con largueza para agradecer la merced
que vuesas mercedes nos hacen teniéndonos consigo».
La gente escuchaba no muy convencida, porque se daban cuenta de que las
palabras de Lope no estaban de acuerdo con los hechos. Ciertamente, la gente de paz
que vive alerta al pequeño provecho es muy difícil de engañar en esa materia
alrededor de la cual gira toda su vida. Así pues, oían a Lope, y lo mismo les daba que
subiera los precios como que los bajara, porque en todo caso sabían que no iban a
cobrar.
La misma vieja señora que se había acercado el primer día a Lope apareció en la
plaza apoyada en su bastón, miró al caudillo con aire tormentoso y preguntó:
—¿Por qué grita tanto ese forastero?
Nadie respondía y se creyó en el caso de añadir:

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—El precio de las gallinas lo pongo yo.
Preguntaba Lope una vez más si aquella mujer era la llamada gobernadora, pero
al mismo tiempo Bemba pedía permiso para bailar, porque era su santo, y los negros
formaron corro allí mismo:

Ou - é
Ou Kogá jou va-yé
llava Kogá yé
Ou - é
Va Kogá jou va-yé
Na va-bou-moma-yé
Ou - é
Bou moma yauyoumé
Ou - é
Va Kogá jou va-yé
Na ba-vou-momá-yé
Ou - é
Yeité - na - dedaghé.

Cantaban y bailaban y la letra que en español correspondía era la siguiente: Ou -


é… una diadema de plumas en las cejas / árbol del paraíso / Ou - é… esta hermosa
diadema en mi frente/ Ou - é… Esta hermosa diadema en mis cejas / y yo toco
suavemente el suelo con mis pies. / Ou - é… Esta hermosa diadema de mis cejas /
graciosamente toco el suelo con mis pies / Ou - é… y todo el mundo viene a mi
alrededor.
Era un pretexto para que mostrara Bemba a la gente de la isla lo bien que bailaba
precisamente el día de su santo. Ou - é.
La campana del templo llamaba al rosario, y como la puerta estaba abierta de par
en par se veían desde fuera muchos fieles y al párroco que comenzaba los rezos.
Pedrarias oía en la plaza el ou - é de los negros, y luego, también a compás, el ora pro
nobis de los blancos, y no se atrevía a pensar que todo era uno y lo mismo.
Cuando pudo acercarse a Lope de Aguirre le dijo:
—En pocos días habéis hecho una revolución en la isla, pero mucho ojo, porque
anda por ahí gente exaltada.
Lope se puso a ironizar contra los isleños, y después preguntó a Pedrarias si
durante el viaje por la mar había visto flotando en las aguas también el esqueleto de
Guevara. Pedrarias se extrañó mucho de aquella pregunta y Lope le dijo lo que
Martín y otros decían haber visto. Las explicaciones le extrañaron todavía más.
Había cerca de ellos un grupo de mujeres que parecían querer hablarles. Pedrarias
se volvió hacia ellas:
—¿Qué esperan vuesas mercedes?
Ninguna respondía. Repitió Pedrarias su pregunta y tampoco respondieron. Habló
Lope de Aguirre:
—Ooooh, déjelas vuesa merced. Son viejas putas silenciadas por la edad.

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Entonces una de ellas dijo con una voz atiplada, pero enérgica, que acudían a
pedirle por merced la libertad de Villaldrando.
—Yo no tengo mando aquí —dijo Lope—. Vayan a pedirlo a la gobernadora. ¿No
hay una gobernadora?
Lo curioso es que las mujeres se marcharon al parecer en busca de ella. Pedrarias
reía mirando a Lope de Aguirre y pensando: «Qué gran camarada sería este Lope si
no fuera tan…». Y no acertaba con la palabra. Miserable no le iba. Vil, tampoco. Era
difícil calificarlo de un modo vejatorio porque veía en él un Julio César con la cabeza
reducida al tamaño de un puño, como hacían los indios tupíes. Pero Julio César.
También el caudillo romano había matado gente culpable y gente inocente. Con el
lazo o el cuchillo y, frecuentemente, por la mano de negros de la Libia antigua, como
el llamado Vos. Ni más ni menos.
El perro Solimán, habiendo perdido al gobernador, andaba buscando nuevo dueño
y olfateaba prudentemente una vez y otra al Bemba y luego a Pedrarias. Parecía
preferir a este último.

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XIII

El tercer día de ocupación de la Margarita, Lope bebió demasiado después de


varias semanas a bordo sin catarlo y dijo alguna incongruencia que hizo reír. El
capitán Alonso Henríquez, cuidadoso del buen crédito de Lope, creía que muchas
atrocidades había hecho el caudillo y podía hacerlas, que iban con la guerra, pero no
tenía derecho a hacer una tontería como aquella de mostrarse borracho a los soldados.
Aunque sólo fuera por cuidado de la propia seguridad, debió haberlo evitado,
porque contra un jefe borracho se puede intentar todo sin peligro.
Eso dijo Henríquez, y por ser hombre discreto se hizo notar más. Tenía ese
capitán el cargo de jefe de parque y munición. Unos le llamaban Henríquez y otros
Orellana, por ser su segundo apellido. En los últimos días se quejaba de su cabeza y
tenía la idea de que la perdía y se iba convirtiendo —no se sabe si en broma o en
serio— en un reloj. Con minuteros y segunderos y con el tic-tac que creía escuchar en
el silencio. Oyéndolo un día hablar de aquello, dijo Lope que en su real no quería
locos.
—No es locura —le dijo Pedrarias, que era amigo de Henríquez—, sino una
sinrazón pasajera por el rigor del clima.
Lope lo miraba con sorna, pensando: «Estaría bueno que todas las cosas malas o
buenas las achaquemos a la influencia de la línea equinoccial». Y aquel día no habló
más. Pero dos después, y por una razón u otra, Carolino dio garrote a Henríquez en su
propia vivienda donde iba a comer mientras la mujer de la casa iba y venía dando
alaridos como un ave herida y gritaba tanto que se oían sus voces en la misma plaza
de Yua. Henríquez, con los cordeles trabados en la nuca y anudados fuertemente
detrás corrió por toda la casa derribando sillas, vasos y candeleros antes de caer en el
zaguán por donde quiso escapar. Era un sistema nuevo de Carolino.
Pedrarias se enteró cuando ya no tenía remedio y desde aquel día mostraba un
semblante frío e inamistoso a Lope de Aguirre y no frecuentaba tanto a su hija ni a la
Torralba, a quienes solía visitar con cualquier pretexto. Algunos soldados
comenzaron a pensar que ni por leales ni por dudosos tenían sus vidas seguras, ya que
dependían más del capricho de Lope que de ninguna consideración de justicia. Y sus
caprichos nadie los entendía.
Lope, a las preguntas de Pedrarias, dijo una vez y otra: «Si Henríquez creía y se
atrevía a decir en voz alta que yo he hecho muchas atrocidades en el Amazonas y una
estupidez aquí, cerca estaba de la sedición, y ya sabéis que yo soy diestro en las
madrugadas».

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—Día llegará a este paso —replicó Pedrarias— en que nadie duerma, y entonces
de poco os valdrá madrugar. Entretanto, ni Dios entiende lo que hacéis.
—Yo me entiendo, y si Dios no lo entiende, peor para él.
Más de un soldado habría tratado de escapar, pero se contenían viendo que la isla
no era grande, que se podía recorrer en pocos días y que era fácil llegar a los últimos
rincones de las montañas. A pesar de todo algunos soldados decidieron la fuga. Y los
primeros fueron cuatro, llamados Francisco Vázquez, Gonzalo de Zúñiga, Juan de
Villatoro y Luis Sánchez del Castillo. De los cuatro, el último creía haber visto
también en la boca del Amazonas el esqueleto del comendador Guevara flotando en
las aguas. No sólo flotando, sino nadando y dando gritos, y era el único entre los que
lo habían visto que decía aquello. ¿Cuándo se ha visto que un esqueleto pueda dar
gritos?
Los cuatro se escaparon de la fortaleza aprovechando las sombras de la noche y al
enterarse Lope de Aguirre se indignó de tal manera que algunos creyeron que perdía
la razón. Daba voces, insultaba a los ausentes, se mesaba las barbas, echaba espuma
por la boca y dispuso enseguida las primeras diligencias para perseguirlos y
encontrarlos. Pero antes fue a donde estaban encerrados los presos de la isla y dijo al
gobernador que si no comparecían los fugitivos antes de cuarenta y ocho horas que
iba a hacer un escarmiento y a asolar y destruir la isla entera, con lo que tendrían
mucho que temer y que perder lo mismo justos que pecadores.
Por toda respuesta el gobernador reiteró su petición de que le dieran una prisión
nueva y lo separaran de los alguaciles, ya que tenía una jerarquía mucho más alta.
Lope le dijo:
—Vuesa merced no es el gobernador, sino el hijo político de la gobernadora, que
yo me he enterado.
Fue luego a las casas donde los fugitivos solían comer y entre insultos y
amenazas dijo que daba a sus dueños un plazo de diez horas para encontrarlos. Buscó
además a los soldados recién incorporados de entre los vecinos de la isla y como
conocedores de todos los recovecos de la misma les pidió su opinión y luego los
envió a ellos mismos con armas y con los vecinos civiles.
Habrían pasado diez o doce horas cuando trajeron a Villatoro y a Sánchez atados
el uno con el otro y, llevándolos directamente al rollo de la plaza mayor, el negro
Juan Primero enlazó el cuello de Sánchez y el otro negro Carolino el de Villatoro y
los colgaron. La población en masa fue obligada por Lope de Aguirre a presenciar la
ejecución.
Para que el suplicio fuera más patético, Lope hizo que a los reos les soltaran las
manos y los pies cuando los izaban en el aire. Así los espasmos y convulsiones
fueron mayores y también el terror de la gente. Algunos civiles miraban al suelo por
lástima y Lope les hacía levantar la cabeza poniéndoles la punta de la espada bajo la
barba. Otros soldados hacían lo mismo con sus partesanas y una mujer joven se
desmayó.

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Durante la agonía de las víctimas decía Lope de Aguirre:
—Ahí están los leales a su majestad. A ver si viene ahora el rey don Felipe a
sacarlos de la horca.
A los pies de las víctimas hizo poner un letrero: «Por traidores, que lo fueron
primero al rey y luego a mí». Y firmaba Lope de Aguirre. Comentando aquello decía:
—Ese Sánchez vio nadar el esqueleto del comendador, pero no aprendió que en la
vida sólo se puede traicionar una vez y el que traiciona dos es un bellaco parapoco
que merece lo que él ha tenido.
Aquello asustó mucho a la gente. Pedrarias, que solía ser impasible y
acostumbraba a situarse por encima de lo que veía, se mostraba taciturno y evasivo
con Lope.
—Estáis envileciendo la muerte —le dijo un día— y eso se paga caro.
—Ella nos envilece a todos, Pedrarias —respondió el caudillo, despreocupado—.
Y bueno es que la muerte trabaje una vez por mí, digo, por la disciplina en el campo.
Alguien le dijo a Aguirre que el gobernador Villaldrando había pedido a Castilla
un marquesado y enviado con ese fin su árbol genealógico y la relación de sus
hazañas y que en la isla había quien se burlaba de aquello.
—¿Marqués? —comentó Lope—. La marca no está aquí, sino en el Perú, donde
se combate por un nonada y donde la sangre llama a la sangre.
No hay duda de que aquel escarmiento hizo que otros soldados que pensaban
desertar al ver que la fuga les valía de poco se estuvieran por el momento quedos.
Acababan de expirar los dos reos cuando vio Lope de Aguirre que llegaba por la
plaza un fraile dominico murmurando latines. Lope de Aguirre le dijo:
—¿Qué reza ahí vuesa merced?
—Rezo por el alma de esos desdichados.
—¿Cómo es el alma de los desertores? ¿Grande, pequeña? ¿Blanca, negra? ¿No
lo sabe? Yo se lo diré a vuesa merced: no hay color ni tamaño, porque no tenían alma.
Eran dos desalmados. ¿Quiere saber más de ellos? Yo los conocía como si los hubiera
parido. Ese Sánchez andaba desde que salimos de los Motilones diciendo que no
estaba seguro de ser Sánchez, que no sabía quién era. Ahora se enterará en la lista de
san Pedro. ¿No tiene una lista san Pedro con los nombres de los hideputas que llegan
allí? Pues allí se lo dirán al de la cabeza de reloj. ¿Y Villatoro no sabe vuesa merced
quién es? Mírelo, que todavía sacude la pata izquierda. Yo se lo diré: Villatoro era un
flojo que según decía él mismo tenía miedo de los monos desde que nació. Le dieron
un día en Machifaro a comer un brazo asado de mono y mirando la mano dijo que no
podía porque aquélla era mano de persona. Y desde entonces nos miraba a todos y a
mí mismo como a condenados en vida, como a almas penadas en vida que andaban
fuera de sus cuerpos. Miedo nos tenía y miedo tenía a su sombra. No escapaba de mí
cuando se fue al monte, sino de su propia sombra y también de la sombra doble de los
hideputas morenos que tengo a mi lado —los negros rieron en silencio, mostrando
sus grandes dentaduras blancas—. Éstos, Carolino y el Juan Primero, los tenían

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atemorizados a los dos, por eso huyeron al campo. ¿Qué dice vuesa merced, señor
cura?
—Yo no digo nada.
A Lope le molestaba su silencio altivo.
—Pero lo dirá, porque lo mando yo.
—No tengo nada que decir. ¿Qué quiere vuesa merced que diga?
Advirtió Lope o creyó advertir que aquel cura lo miraba con un cierto desdén y
que si sus palabras eran prudentes su gesto denunciaba una aversión natural. Y dijo a
sus negros:
—Vayan mis hijos a darle la razón a ese ministro de la iglesia.
Los negros no sabían qué hacer.
—Denle vuesas mercedes la razón, he dicho, por la espalda.
—Pero ¿cómo? —preguntaba Carolino.
Sacó Lope la vitela sudada y entonces Juan Primero se acercó al cura con los
cordeles en la mano.
—Sólo quiero darle la razón a vuesa merced —dijo Lope—, ya que vuesa merced
está pensando que soy un criminal y los religiosos como vuesa merced abundan y aun
sobran en el mundo.
Pero se interpusieron los vecinos con súplicas, y como acababan aquellos mismos
vecinos de llevarle dos de los fugitivos, Lope se consideró en el caso de acceder. Por
el momento, pues, la vida del dominico fue respetada con alguna decepción de
Carolino, quien para disimular bailaba ligerísimamente sobre un pie, cantando una de
sus canciones con un rumor nasal:
Oue - ué…

Entonces se puso a explicar Lope de Aguirre a los soldados por qué habían
vencido tan fácilmente en la isla y decía que mejor vencerían en la tierra firme.
Hablaba a la sombra de los ahorcados:
—Vuesas mercedes han visto que estas gentes y las de allá se pasan la vida
abanicándose debajo de las palmas mientras los indios se descuernan sobre las
sementeras y después debajo de las aguas del mar buscando perlas para ellos y son
gentes que juran por el rey y por la reina y por el pontífice de Roma y a su sombra
guardan lo que tienen y roban lo que pueden bajo capa de personas decentes. Esas
gentes comienzan a saber quién soy y fuerza es que acaben de aprenderlo. Vivimos en
un tiempo en que la tierra será para quien se atreva a ganarla con sangre y sudor y yo
soy uno de ellos y mis marañones son otros tan buenos como yo. Yo sé adónde voy y
adónde llevo a vuesas mercedes y nadie podrá apartarme de mi camino, porque en él
me han puesto la vieja saña de mi corazón y la justicia de mi cabeza, que si no marca
los minutos como la de Sánchez sabe muy bien dónde está la ley. No la del rey
Felipe, sino la de la sangre de los hombres naturales que ven su vida acabada y su
gesto torcido por las balas de los arcabuces sin que nadie parezca haberse querido dar

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por sabidor. Yo soy poco, pero poco era David y acabó con el filisteazo Goliath. Yo
seré, sin necesidad de que mi esqueleto vaya nadando por las aguas ni dando gritos
por la mar, la sombra reivindicadora de todos los que han sido pisoteados por los
caballos del rey y como tal quiero castigar a los verdaderos culpables. Aquí tienen
vuesas mercedes los cuerpos sin ánimas de Sánchez y de Villatoro, que hace media
hora creían estar camino de Castilla para besar los pies a don Felipe y pedirle perdón.
Ahí está el perdón. El que puede, que los perdone en la otra vida, que perdonándolos
Dios hará su oficio y yo hago el mío como jefe militar ahorcándolos.
Se volvió a mirar al sacerdote, pero no lo halló: «¿Dónde está esa paloma del
patíbulo de la inquisición?». Pero al fraile se lo habían llevado algunos vecinos de la
isla, que velaban por él.
Alzó la voz Lope de Aguirre: «¿Dónde está ese fraile dominico? ¿Dónde ha ido el
sabihondo de la regla de santo Domingo?».
Alguien le acercó un jarrillo de barro, porque Lope tenía la garganta seca y
hablaba con ronquera. Fue Lope a beber, pero al darse cuenta de que era agua la tiró y
dijo:
—¿No hay algo mejor para un jefe de marañones?
Le llevaron vino.
Bebió y luego se puso a hablar de las dificultades que los soldados hallarían en el
desarrollo de su empresa en la tierra firme. «Los peores enemigos que encontraremos
serán los curas y los frailes como ese de santo Domingo y otros de san Francisco y
aún estoy por decir también los frailes mercedarios, aunque para ellos siempre he
tenido algún respeto, porque me han alojado y dado de comer dos veces en tiempos
de necesidad sin pedirme que rezara ni preguntarme si confesaba para la pascua. Pero
vuesas mercedes anden con la barba sobre el hombro cuando vieren un fraile, porque
al menos lo que hacen es estorbar la libertad de los soldados y esa libertad la
necesitamos para mejor hacer las conquistas y sujetar a los naturales. Igual que a los
frailes tienen vuesas mercedes que despachar con hacha o cordel en cuanto se pongan
a su alcance a los oidores, gobernadores, letrados y procuradores, a los obispos y a
los presidentes de cabildo y a los visorreyes, que si pudiera yo tener a mi alcance a
los dos que hay en estas Indias no vivirían más que el tiempo que tardara Carolino en
hacer su faena».
Al decir esto Lope todos miraron al negro, quien volvió a sonreír satisfecho,
aunque un poco turbado por tanta atención.
—Todas estas personas que he dicho —continuó el caudillo— deben morir a
vuestras manos en estas Indias que el diablo descubrió, porque la culpa de estar
perdidas estas tierras es de ellos. Hay que destruir a la mayoría de los caballeros y
gente de noble sangre, porque aunque nosotros seamos también hidalgos no vivimos
de nuestra hidalguía, sino de nuestros brazos y del sudor de nuestras frentes y de la
destreza de nuestras espadas. Sólo perdonaremos a los soldados que se pasen a
nuestras filas. Pero no es eso todo. Habrá que colgar de las ventanas de sus lupanares

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a todas las mujeres públicas, ya que por una tal como Inés de Atienza nos vino a
nosotros el principio del mal en el Amazonas, ya que si no hubiera sido por ella tal
vez el mismo Ursúa habría sido uno más contra el visorrey tarde o temprano. Yo
acabaré con todas las gentes de ruin trato y vuesas mercedes serán testigos. Lo mismo
si son obispos que si son mujerzuelas de plaza y puerta franca.
Se puso a explicar a los soldados la clase de guerra que pensaba hacer y cómo no
daría batalla de frente a ningún capitán, sino sólo al mismo rey si pudiera hacerlo un
día en el campo. Y la razón era que a los capitanes pensaba ganarles los soldados con
industrias y habilidades de guerra como había hecho al desembarcar en la isla y como
haría siempre, aunque siguiendo en cada ocasión y lugar las normas que fueran más
convenientes a la situación. Explicó los términos de la sedición y cuándo se podía
usar con esperanzas de éxito y cuándo no.
Viendo que en la Margarita le había salido todo bien, no faltaban soldados que
creían más que nunca en Lope de Aguirre.
Pero aquella misma tarde tuvo noticia el caudillo de lo sucedido con Mungía en la
bahía de Maracapana. Había dado días antes órdenes de comenzar a reparar los
bergantines y a construir otros, pero no perdía nunca la esperanza de apoderarse del
barco del provincial. Aquella tarde tuvo las primeras sospechas de lo que había
sucedido cuando le dijeron que un vecino de la isla llamado Alonso Pérez de Aguilar
—amigo del marañón Acuña, que se había ido con Mungía— huyó también en una
canoa sin que hubiera manera de alcanzarlo. Cuando Lope se enteró hizo saquear la
casa del fugitivo, destruir el tejado, arrancar puertas y ventanas con palancas de
hierro y degollar todas sus reses y ovejas. Además destruyó las sementeras que le
pertenecían. Pero evitaba aún hablar en público de la deserción de Mungía, que
consideraba ya un hecho seguro. Mientras no hablara de ella el hecho no quedaría
establecido formalmente.
Se daba el caso de que uno de sus más leales amigos, el marañón Joanes de
Iturriaga, también vascongado, desde que estaban en la isla Margarita invitaba a
comer a su mesa a diez o doce de los soldados más pobres. Era aquel Iturriaga un
hombre que desde que salieron del Amazonas decía que no podía estar solo un
momento y que por eso buscaba la compañía de algunos que siendo los más modestos
parecían los mejor dispuestos a acompañarle.
No podía creer Lope que aquella costumbre fuera inocente del todo, sino que
adulando a los menos prósperos trataba de ganárselos para formar un grupo disidente.
Llamó al maese de campo Martín Pérez y le ordenó que fuera a la posada de Iturriaga
con otros soldados seguros y lo matara a la hora de comer. Pero a arcabuzazos, que
era una clase noble de muerte y aquel soldado era también noble y además era su
paisano. Quiso intervenir Pedrarias diciendo que soldados tan buenos como Iturriaga,
después de once meses de no dormir por causa de las recias calores y de no combatir
sino con caimanes, monos, arañas y culebras, tenía derecho a alguna particularidad de
conducta, pero Lope se negó a escucharlo.

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Hallaron los soldados a Iturriaga en la casa donde estaba cenando con ocho o diez
compañeros. Al verlos entrar el vasco se levantó para hacer honor al maese de campo
y al acercarse con la mano tendida le dispararon varios tiros, mientras otros soldados
amenazaban con lanzas y picas a los demás. El perro Solimán, que había ido con los
soldados, ladraba furiosamente alrededor de la casa.
Dio noticia Martín de haber cumplido la orden y Lope le dijo en broma:
—Espero que no va a llorar vuesa merced por tener una pica menos en el campo.
—Y a fe que no era mala —dijo Martín, sombrío.
Por ser el muerto vizcaíno y paisano suyo dijo Lope que había que honrarle y al
día siguiente le hicieron el entierro más ceremonioso que se había visto nunca en la
isla. Iban todos los soldados formados por escuadras, con las armas al estilo fúnebre,
los tambores tocando muy lentos y destemplados, es decir, sin vibración, las banderas
a media asta y Lope de Aguirre a la cabeza. Había quien decía que Lope había
matado a Iturriaga porque era demasiado honesto en sus maneras y costumbres y
aquello hacía un contraste violento dentro de la armada.
Al principio dijo Lope que lo había matado por borracho y hablador y cuando vio
que eso nadie lo comprendía, porque nunca habían visto a Iturriaga bebido ni
innecesariamente locuaz, cambió de excusa y dijo que conspiraba contra él. En
cuanto a honradez, Lope dijo a los que quisieron escucharle que si en el campo había
un hombre honrado era Pedrarias. Y que no era la honradez lo que le ofendía a él,
sino el disimulo.
Ocurrían cosas nuevas. La antigua gobernadora Aldonza Manrique tenía un loro y
le había enseñado a decir:
—¡Viva Lope de Aguirre, capitán de los marañones!
Oyéndolo Lope sentía una impresión agridulce, pero había que reportarse, porque
matar a un hombre podría ser una injusticia, aunque explicable, pero matar a un loro
habría sido desvarío.
Irritaba a Lope la risa de aquel loro —siempre reía después de aquel vítor—,
sobre todo cuando salía a la plaza un gallego viejo medio loco tocando la cornamusa
y estaba cerca el loro y éste comenzaba a reír —es decir, a imitar al gaitero— y era la
imitación como una tremenda carcajada artificial que repercutía por toda la isla y que
a algunos les ponía los pelos de punta. Un día dijo Pedrarias para sí mismo:
—Parece como si ese papagayo fuera ahora el gobernador de la isla.
Al menos iba siempre en el hombro o en el puño de la gobernadora Aldonza
Manrique como los azores en el puño de las princesas.
Era el humor de Lope cada día más sombrío por la tardanza en llegar noticias
definitivas sobre el navío del provincial. No acababa de creer que Mungía hubiera
desertado, y para convencerse a sí mismo comenzó a decir a grandes voces que si el
fraile provincial había cogido presos a sus soldados o los había matado tenía que
hacer un escarmiento jamás visto ni oído.

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Oyéndole hablar así los vecinos de la Margarita temblaban debajo de su piel,
especialmente mientras los dos ahorcados estuvieron colgados en la plaza.
Entretanto, el padre Montesinos, después de haber dado aviso en toda la costa de
Venezuela, en Cumaná, en Burburata, en Nuestra Señora de Carballeda, en la Guaira,
cerca del puerto de Caracas y en otras partes, volvió a Maracapana en la isla
Margarita, esperando poder hacer algo contra Aguirre o por lo menos dar ocasión a
que las deserciones continuaran.
Cuando avisaron a Lope de la llegada del navío volvió a hacerse la ilusión de que
lo traía, por fin, Mungía con sus soldados, pero poco después vieron acercarse a tierra
un esquife con un esclavo negro, quien refirió detalladamente lo que había sucedido y
dijo que los marañones desertores estaban a bordo con el provincial y con las armas
listas para hacerles a los de Lope toda la guerra que pudieran. El negro había
escapado y quería armas para luchar contra el provincial, pero Lope desconfiaba y lo
puso bajo vigilancia.
Receloso, Aguirre metió en las prisiones de la fortaleza a la poca gente notable de
Yua que quedaba en libertad y desde una torre estuvo viendo lo que hacía el barco del
padre Montesinos. Vieron que viraba y desplegaba velas y los soldados de la
Margarita que se habían unido a Lope le dijeron que el provincial se iba con el barco
a un fondeadero que se llamaba Punta de Piedras.
Puso Aguirre espías escalonados en los caminos, de modo que le avisaran de los
movimientos del provincial, y él se instaló con su alférez general Alonso de Villena
—a quien volvió a dar el cargo que había tenido con don Hernando, por fallecimiento
de Corella— en un lugar intermedio para acudir con las fuerzas a donde fuera
preciso. Pero al oscurecer cambió de idea y se dirigió con Villena y cinco soldados
otra vez a la fortaleza.
Fue a ver a los presos más importantes, que eran el gobernador Villaldrando, el
alcalde Manuel Rodríguez, el alguacil mayor Cosme de León, un tal Cáceres, regidor,
y al criado del gobernador Juan Rodríguez. Mandó que los sacaran de la prisión alta,
donde tenían ventanas con rejas desde las cuales se veía el mar, y los bajaron a los
sótanos de la fortaleza. Los presos, habiendo visto a lo lejos el barco del provincial,
concibieron otra vez esperanzas, pero al llegar Lope con sus soldados se creyeron
perdidos. Lope se dio cuenta y con aquellos escrúpulos humanitarios que se le
despertaban a veces les habló:
—Pierdan vuesas mercedes el temor y confíen en mí y en mis promesas, porque
les doy mi palabra de que aunque el fraile provincial traiga consigo más soldados que
árboles espinosos hay en esta isla —y está lleno dellos— y me hagan la guerra más
cruel y mueran todos mis compañeros, por Dios les digo que ninguno de vuesas
mercedes morirá ni aun correrá el menor peligro.
Con esto iban bajando los presos un poco más tranquilos. A medida que bajaban
las escaleras estaban más oscuras y tuvieron que esperar que trajeran candiles.

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A pesar de las seguridades de Lope de Aguirre los cinco presos que representaban
en la Margarita la autoridad fueron agarrotados aquel mismo día en los sótanos. Y
Lope de Aguirre estuvo presente mientras sus dos negros actuaban. Pero no fueron
sólo los negros.
El gobernador, al ver que sus presentimientos se cumplían, dijo:
—¿Qué vale vuestra palabra, señor general?
—Mucho vale, señor gobernador, sólo que hay que entenderla al revés. Y para
que veáis que al revés y todo mis obras van concertadas yo os diré antes de que mi
justicia sea hecha las razones que he tenido y tengo para ella. Enemigos tengo, pero
no me faltan tampoco amigos, y un marañón nuevo, de esta isla, nacido en Portugal y
llamado Gonzalo Hernández, me ha dicho cuáles son las intenciones de vuesas
mercedes, especialmente la suya, señor gobernador, que esperaba ser liberado por ese
fraile provincial, a quien envió cartas ayer muy en secreto y también algunos
arcabuces de la fortaleza, y en las cartas decía al provincial que nos llamase cerca del
barco como para parlamentar y entonces podría disparar toda su artillería de a bordo
y matarnos. Yo como buen soldado tengo que adelantarme a las maniobras del
enemigo y antes de ir a atacar al provincial debo dejar la retaguardia segura y
pacífica. Ésa es, pues, la razón. ¿Comprendéis ahora, señor gobernador? Ea, adelante
—dijo, dirigiéndose a los negros.
Pero cuando Carolino iba con sus cordeles el caudillo lo detuvo con un gesto:
—Aguarda, Carolino, que el señor gobernador merece más respeto. A tal señor,
tal honor. Avisen vuesas mercedes a Francisco de Carrión, alguacil mayor, que es
hombre de pro y se encargará de hacer esa justicia, ya que como el señor gobernador
me ha recordado varias veces es la más alta jerarquía de la isla, aunque yo creo que
exagera y que por encima de él está su ilustre suegra doña Aldonza.
Carrión llegó y dio garrote al gobernador con los cordeles de Carolino. Después
dirigió Lope las otras ejecuciones y las hicieron los dos negros. Fue la del regidor
Cáceres la más lamentable, porque era un anciano tullido de manos y pies, quien
tratando de sonreír dijo a Lope de Aguirre:
—Quizá yo debía daros las gracias, que perdiendo la vida pierdo bien poco y aun
yo diría que no pierdo nada, porque años hace comencé a morir y ahora acabaré.
Quedaban los cuerpos alineados en tierra según el orden de las ejecuciones. El
primero el gobernador y el último el regidor Cáceres.
Lope de Aguirre mandó que acudieran todos los soldados, y reunidos en aquellos
lugares que eran bodegas grandes con pavimento de tierra, mostrando Lope los
cuerpos de los cinco hombres, les dijo: «Mirad, marañones, lo que habéis hecho.
Además de los males y los daños cometidos en el Amazonas matando a vuestro
gobernador Ursúa y a su teniente Juan de Vargas y a otros muchos y alzando por
príncipe a don Hernando de Guzmán habéis muerto también al gobernador y a los
alcaldes y justicias que ahí están como los podéis ver. Por lo tanto, cada uno de
vosotros si antes confiaba en alguien hoy no confíe en nadie y mire por sí y pelee por

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su vida, que en ninguna parte del mundo vivirán ya vuesas mercedes seguros si no es
en mi compañía después de cometer tantos desafueros, de los cuales el colmo y
extremo, es el que tenéis delante. Mirad bien las figuras de estos cinco hombres y no
dejéis de llevarlos en vuestra conciencia».
Mandó después a los negros hacer dos hoyos en la misma prisión y allí enterraron
a los muertos sin ataúd y sin servicio religioso. Cuando acabaron, todavía Lope
volvió a hablar:
—Ya sabéis, marañones, que vinimos a esta isla y el primer día la robaron vuesas
mercedes y entraron a saco en las iglesias, que si son los negros los que aprietan los
cordeles son vuestras voluntades las que lo autorizan y para más obligaros hice la
ejecución del gobernador por manos de hombre libre y cristiano y antiguo siervo del
rey don Felipe, quiero decir, por español de cuna y nacido libre de voluntad y no
esclavo. Después de todo esto no tendréis honra ni hacienda ni respiro ni sosiego sino
a mi lado y lo mejor que se hará de vuestros cuerpos es cuatro cuartos y darlos a los
grajos en los postes de la justicia. ¿Han entendido vuesas mercedes?
Luego se volvió hacia los negros:
—Andad, Carolino hermano, con los presos y las presas de la población civil y
decidles cuál ha sido vuestra buena obra y mostrarles los cordeles, que tengan algún
motivo para temer por sus gargantas y no confiar demasiado en los cañones del barco
del provincial. Que yo sé que desde las ventanas le hacen señas.
El negro estaba confuso y no sabía qué hacer. Por fin preguntó:
—¿No me da la vitela, señol?
—No. Te mando que vayas a decirles lo que habéis hecho, pero no a ahorcarlos,
¿entiendes?
Dicho esto eligió ochenta arcabuceros veteranos y partió al encuentro del
provincial. Antes de partir —era ya de noche— hacia Punta de Piedras le dijo a su
maestre de campo Martín Pérez:
—Quedad aquí con las demás tropas y mirad que todo esté sosegado y en buen
orden. Como mañana será domingo buscad que los soldados tengan algún solaz y que
se huelguen y coman y beban bien.
El maese de campo tomó las palabras de Lope al pie de la letra y cuando las
trompetas tocaron diana al día siguiente preparó un banquete que se celebró al
mediodía con abundancia de viandas y de vinos.
Fue la mejor fiesta que habían tenido desde los Motilones y se celebró en la
fortaleza y sirvieron los negros. Por cierto que Carolino y Juan Primero, con la
autoridad que les daba su lúgubre profesión, se negaban tácitamente a servir como
criados y eran los otros negros y los pajes quienes lo hacían.
No les permitieron, sin embargo, a los verdugos sentarse a la mesa, pero tampoco
les obligaron a trabajar como sirvientes y así iban y venían con bromas y donaires.
Martín Pérez desde la presidencia de la mesa se quedaba a veces escuchando,
porque suponía que debían oírse lejos los tiros de los arcabuces, ya que el encuentro

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con el provincial no podía suceder muy lejos.
Pero no se oía nada y el maestre de campo no sabía qué pensar.
Alguien sacó a colación el tema del esqueleto del comendador Guevara y Martín
explicó que los huesos humanos flotan en el agua porque están huecos y que además
el calor y el fósforo del cerebro hacían lucir de noche la calavera a ras del agua y que
él había visto aquella luz también.
El paje Antoñico juraba que había visto al comendador nadando detrás de los
bergantines y que seguramente en aquel momento estaba en la bahía de Punta de
Piedras.
Algunos andaban medianamente borrachos y querían que los negros cantaran y
bailaran, pero no en africano, porque las canciones en congolés, guineo o etíope no
las entendían. Antes de acabar de decirlo estaba el negro Vos con una mestiza dando
vueltas uno alrededor del otro y cantando:

Me casé con su mercé


por dormir en buena cama
y ahora me sale con que
el colchón no tiene lana.

Daba la mestiza dos vueltas sobre sí misma y respondía con otra letra siempre
resbalando hacia lo procaz. Cuando se tiene alcohol en la sangre todas las cosas
hacen gracia, porque con el alcohol ha entrado el diablo de la risa —en su origen la
palabra árabe alcohol quiere decir el diablo— y lo demás es sólo pretexto:

No me hable así su mercé


negrito del alma mía,
que si le falta la lana
le sobra la picardía.

Y se entreperseguían torpemente. Los que más gozaban con todo aquello eran los
pajes, que no teniendo ocasión de alternar de igual a igual con los marañones
aprovechaban aquélla y bebían y juraban como los demás.
Hablaba Martín Pérez con Carolino sobre las ejecuciones recientes, pero según
órdenes de Lope no quería el negro decir más de lo indispensable. Evitaba hablar de
aquellas cosas, aunque viendo la curiosidad del maese de campo no podía menos de
responder y se limitaba a decir sí o no.
El negro y la mestiza seguían cantando y bailando.
La embriaguez de algunos era silenciosa y retraída y la de otros parlanchina,
como suele suceder. Los habladores al principio solían evitar el tema peligroso: Lope
de Aguirre. Pero a medida que avanzaba la fiesta y circulaban las botellas las lenguas
se desataban, aunque nunca en alta voz. Aquí y allá se formaban corrillos y se
hablaba.
El nombre de Lope no se citaba nunca, porque cada cual recelaba del vecino y ese
recelo había sido creado por el caudillo marañón y había sido su precaución más sutil.

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El gaitero soplaba y le acompañaba un bombo que marcaba el ritmo con una
violencia salvaje y primitiva. El negro y la mestiza aprovechaban aquel ritmo —
cualquier ritmo— para sus danzas y seguían con ellas.
Pensaba Pedrarias que aquella combinación de las músicas célticas y las danzas
negras del África no la habría podido imaginar el mismo demonio.
Otra vez volvía Martín Pérez a sus preguntas y otra vez se encerraba Carolino en
sus afirmaciones y sus negaciones, remiso a hablar. Si el maese de campo hubiera
sido un hombre más observador habría podido calibrar a través de las respuestas de
Carolino el pro y el contra de los «fantasmas acechadores» (así entendían los negros
el peligro) y sacar alguna consecuencia.
Pero Martín no se creía nunca en peligro. Era hombre que no entraba nunca
apasionadamente en los problemas de los otros y ni siquiera en los problemas
generales. Evitaba cualquier familiaridad y era frío e impersonal. Seguía preguntando
al negro. Los esclavos perciben mejor que nadie los matices de la confianza del amo,
ya que toda su vida, acciones y ocupaciones dependen de esa confianza y de sus
variables accidentes. Y por otra parte no olvidaban los negros que Martín Pérez con
todo y ser el maestre de campo había sido arrestado el mismo día que llegó a la
Margarita.
—¿Quién murió primero? —preguntaba Martín.
—Pues negro no sabe.
—¿No estabais allí, Carolino?
—Yo voy a donde mi jefe me llama, señol maese de campo. Donde me llaman,
allí voy.
Martín se dirigía al otro negro:
—¿Y tú, Juan?
Algunos llamaban por burla a aquel Juan don Juan de Austria y cuando Juan
Primero reía, halagado, le decía el Bemba, celoso:
—No tienes por qué ensancharte con eso, que lo disen los señoles por llamalte
hideputa, que don Juan de Austria hijo es de don Carlos por la puelta falsa.
Eran los negros entre sí muy celosos de las amistades de los marañones mientras
no llegaba la hora de agarrotarlos.
El que conseguía toda clase de confidencias de los negros era Pedrarias, porque
ellos hacía tiempo que se habían dado cuenta de que aquel soldado tenía autoridad
sobre Lope sin pretenderlo y sin hacerla valer nunca bajo ningún motivo ni pretexto.
El negro Carolino trataba por esa razón con más deferencia a Pedrarias que a ningún
otro marañón.
—Lo único malo que yo veo sobre los cinco muertitos —dijo Carolino a
Pedrarias— es que no les han echado la rezada.
Porque los negros podían matar, pero no dejaban de estimar a sus víctimas y
consideraban las sentencias como decisiones fatales que no dependían de los
crímenes de los reos, sino de voluntades más fuertes que las suyas que los habían

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vencido en la sombra. De malquerencias cultivadas por espíritus y fantasmas
contrarios, es decir, de brujos y nigromantes. Para defenderse de aquellos brujeríos
que estaban siempre en el aire y contra los cuales sólo podían actuar espíritus
mayores el negro Carolino y su amigo conocían un procedimiento que en el
Amazonas no pudieron usar porque no tenían los medios. Ahora no se ponían nunca a
trabajar sin un cigarro puro encendido en los dientes. Eran cigarros recios y toscos, de
tabaco de anchas hojas verdosas que ellos mismos fabricaban —habrían aprendido de
los indios—, y a cuyo humo atribuían, igual que los indios, virtudes contra los
espíritus malignos. No aspiraban el humo, no fumaban realmente. Bastaba con tener
aquel cigarro encendido en los dientes y ver cómo se iba consumiendo y cómo el
humo envolvía al verdugo y a su víctima. O al sacerdote en su «rezada».
Carolino le contaba todo esto a Pedrarias y luego contestaba a sus preguntas, que
no eran pocas. Aquel día, habiendo comenzado a hablar de las últimas ejecuciones, el
negro siguió hablando por su cuenta:
—Por la falta de la rezada las almas andan por ahí y pueden haser mal, señol.
Llevaba Carolino el cigarro encendido para convocar al diablo fuerte contra los
diablos débiles. (Éstos se ahogaban con el humo). Y hablaba. En la isla Carolino
sabía que no había —entre los indios y los negros— una muerte sin su banquete
funerario. Tampoco entre los indios del Amazonas. Como el día anterior había habido
cinco muertes, Carolino creía que el banquete de los marañones era tan rico y
abundante porque tenía que equivaler a otras tantas comidas funerales. Pero no había
plañideras y el alma del gobernador tenía que dolerse. El alma —que ellos llamaban
anga— volaba al lugar donde la persona nació para reencarnar allí en un animal del
bosque. Frecuentemente un animal grande y hermoso; pero también a veces feo,
según.
Los negros después del banquete bajaron a los sótanos y, recitando una jaculatoria
en la que decían que ya sabrían un día los parientes de los muertos quiénes les
habían hecho mal, se pusieron a bailar apisonando con los pies la tierra de las
sepulturas. No creían los negros en la muerte natural. Siempre llegaba por la
malquerencia de un espíritu y había que defenderse de ellos en lo posible. No creían
en la muerte como un fenómeno natural e inevitable. Llegaba como un accidente. No
culpaban los verdugos tampoco a Lope de Aguirre de aquellas muertes ni de otras.
Para ellos Lope era sólo un instrumento obediente a la mala voluntad de los diablos
menores que pueblan los aires y se ocupan en causar accidentes a la gente que vive
descuidada. Cuando acabaron de bailar sobre las sepulturas volvieron a la sala del
banquete.
Pensando en aquello Pedrarias se decía si no tendrían razón en fin de cuentas
aquellos negros protegidos por el humo del tabaco. Al menos eran los únicos a
quienes no les sucedía nunca nada. La mala voluntad posible de los diablos menores
o mayores —y del mismo Lope— los respetaba. Preguntó a Carolino si aquella
costumbre del tabaco la habían traído de África y el negro dijo que no, que habían

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aprendido a ahuyentar a los malos espíritus con aquel humo de los indios de las
Antillas y de las dos orillas del Amazonas y que todos los negros lo habían adoptado
porque les daba muy buenos resultados, Pedrarias comenzó a pensar en serio que
sería bueno fumar aquella hierba.
Había siempre en los negros y en los indios como una sed de prácticas y ritos y
revelaciones nuevas.
—¿Y habéis bailado bastante en el sótano sobre las sepulturas?
—No, señol. Pero en cuanto que sierre la noche iremos otra vez a bailal.
Escuchaba aquellas cosas Pedrarias con cierto respeto. Nunca se burlaba de las
creencias de nadie por muy infantiles que parecieran.
Los que más habían llamado la atención en el banquete y sobre todo después de él
eran Llamoso y, aunque parezca extraño, el maestre de campo, pero con
circunstancias muy diferentes entre sí, porque Llamoso hablaba y cantaba y hacía
bravuras y provocaciones y en cambio Martín Pérez miraba y callaba. La borrachera,
así como a otros les enciende el rostro, a Martín lo ponía pálido, y así como Llamoso
iba y venía y se subía a la mesa y quería arengar y hacer discursos, Martín tenía una
neta conciencia de su estado y evitaba hablar y levantarse de su asiento.
Era Llamoso un tipo desgalichado, aunque grande y de buen esqueleto, y su cara
escuálida fingía debilidades que estaba muy lejos de padecer, ya que con las armas
encima era uno de los más resistentes.
Los marañones en sus fiestas solían sentirse con Llamoso borracho más felices
que con otros, pero a veces Llamoso soltaba a reír sin causa o con algún motivo que
sólo él conocía y era una risa tan falsa como la del loro de la gobernadora, y entonces
todos callaban de pronto.
Aquella risa de Llamoso no era la consecuencia del vino, porque en estado de
lucidez salía a veces con alguna de aquellas carcajadas que a todo el mundo lo ponían
incómodo. Oyéndolas desde su cuarto la Torralba se cubría a veces las orejas con las
manos. Y no era raro que se confundiera y creyera que era Llamoso el que reía
cuando era el loro de la gobernadora o al revés.
No tenía Pedrarias una idea muy favorable de Llamoso. En el fondo creía que era
un degenerado.
En cuanto a Martín Pérez era hombre de un gran valor físico y, sin embargo,
cuando vivía Ursúa tenía miedo a las tormentas. Desde que el primer gobernador
murió a sus manos parecía haber eliminado ese y otros rasgos de carácter. Influyó
mucho en Martín la muerte de Ursúa. Aquella tarde al formarse la tormenta
equinoccial de cada día Martín Pérez fue a levantarse de la mesa, vio que lo peor de
la embriaguez había pasado y subió a su cuarto, que estaba en lo alto de la fortaleza.
La tormenta de aquel día era seca o parecía que iba a serlo. Martín sentía sus
nervios lo mismo que en tiempos de Ursúa. Lo atribuía al alcohol.
Buscó a los negros, pero no los hallaba. Fue a las cocinas y le dijeron que se
habían ido a los sótanos. Decidió Martín bajar también con el pretexto de hacer

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algunas preguntas a Carolino, pero en realidad porque en las habitaciones altas de la
fortaleza estaba más expuesto a las descargas eléctricas.
Cuando llegó al sótano encontró no sólo a Carolino, sino a siete u ocho negros
más, bailando sobre la sepultura del gobernador con los pies descalzos y apisonando
la tierra ritualmente.
Como otras veces, Carolino llevaba la voz cantante:

… al agua se va Lamgbé
—Mamá.
Al aire se va Lamgbé
—Ganá.

Llevaba Carolino el cigarro encendido, un cigarro que iba quemándose solo. Daba
el humo un aroma dulce que invadía los sótanos y de vez en cuando el negro
guardaba el humo en su boca y lo iba soltando por la nariz, despacio, grave y
bailador.
Oyó desde allí Martín Pérez dos truenos horrísonos y se sentó en un banco que
había arrimado a la pared, con la cabeza entre las manos. Quiso ver de pronto si
Carolino tenía con él la misma confianza que con Pedrarias, pero no podía
comprobarlo porque estaba muy ocupado el negro con el cigarro y con el constante
apisonar de sus pies desnudos. «Cuando comience a llover —pensó Martín— volveré
arriba».
Al enterarse la gobernadora doña Aldonza de la muerte de su yerno el
gobernador, anduvo preguntando dónde lo habían enterrado y por fin logró que
Carolino se lo dijera. Doña Aldonza llevó un ramo de flores a los sótanos y lo dejó en
tierra, pero por error en el lado que correspondía a la tumba del alguacil.
Tenía mérito aquella visita de doña Aldonza, porque era reumática y bajaba y
subía las escaleras con dificultad. Al ver a Carolino allí doña Aldonza señaló la
tumba y dijo:
—Ya lo hicieron marqués a mi yerno.
Luego se puso a hablar de su hija, que quedaba viuda y sola en la flor de la edad,
y Martín creía adivinar en el tono de su voz una especie de contento disimulado.

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XIV

Cuando salió Aguirre para Punta de Piedras con sus marañones el perro Solimán
que había sido del gobernador comenzó a caminar a su lado, muy decidido, pero al
ver que se alejaban de la ciudad abandonó al escuadrón de jinetes y volvió al trote
camino de la fortaleza. En la ausencia de Lope de Aguirre se adhirió al maestre de
campo Martín Pérez, de quien no se separaba. Aquel animal tenía el instinto de las
jerarquías.
Hacía Solimán cosas graciosas: saltaba por el rey, se ponía en dos patas y
caminaba cojeando sin estar cojo.
El caudillo con sus ochenta soldados bien montados fue a ocupar posiciones
disimuladas cerca de Punta de Piedras, donde esperaron más de veinticuatro horas.
Un campesino indio se acercó a decirles que el provincial acababa de salir otra vez
para la bahía más próxima de Yua. Entonces Lope decidió volver a rienda suelta y
tratar de llegar antes que el provincial para evitar que éste con las tropas que llevaba
pudiera hacer algún daño.
Al trote largo llegaron los ochenta jinetes de regreso a la ciudad antes que el
barco entrara en la bahía y aun antes de que sus velas asomaran por el horizonte.
Viendo que no había novedad fueron todos a la fortaleza.
El perro Solimán llegose a Lope de Aguirre y el vasco le dio con el pie:
—¿Qué clase de perro sois —le dijo— que en cuanto salís media milla de la
ciudad os acojonáis?
Los soldados próximos rieron y Solimán, receloso, buscó otra vez la amistad del
maestre de campo que llegaba:
—Sin novedad, fuera de que ayer hicimos banquete y algunos se emborracharon.
—¿Hablaron más de la cuenta, supongo? —preguntó Lope, esperando que en la
ligereza de las lenguas se habrían denunciado todavía los posibles enemigos secretos.
—Algunos, sí.
—¿Quiénes? ¿No seríais vos también?
—Mi vino es callado y discreto —bromeó el maese de campo, un poco pálido.
Esperaba Lope saber más adelante quiénes habían hablado y qué habían dicho.
Era con aquel fin como recomendó el día anterior a Martín que agasajara a la tropa y
les diera vino en abundancia.
Como siempre que volvía del campo, aunque su ausencia hubiera sido corta, fue a
ver a la Torralba y a su hija y las halló en alegre camaradería con otras mujeres de la
Margarita.

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Tenía presas Lope de Aguirre a aquellas mujeres como rehenes de la conducta de
los maridos. Ellas comenzaban a acostumbrarse a la prisión y los maridos, la mayor
parte en libertad, no se atrevían a respirar sin permiso del comandante de la guardia.
—Padre —dijo Elvira, que ignoraba que habían matado al gobernador, porque
solían ocultarle las decisiones de su padre—. ¿No sabéis que quien gobierna esta isla
es una mujer? Bueno, el gobernador es el señor Villaldrando, pero en los papeles del
rey figura doña Aldonza como gobernadora. Padre mío, ¿por qué no me lleváis a
hacer homenaje y cortesía a doña Aldonza? Nunca he visto una mujer gobernadora.
—Ni yo tampoco.
—Es mujer muy principal y tiene deudos nobles en Castilla.
Miró Lope de Aguirre a su hija en silencio y luego a las otras. Finalmente dijo a
Elvira:
—¡Por vida de Dios, bellaca, que tomáis las mañas de las vecinas de la Margarita
y que si seguís así tengo que haceros cortar el cabello!
Salió luego de allí y al llegar abajo —a lo que era patio de armas— se enteró por
Martín Pérez de que el provincial había enviado cartas a la población invitándola a
juntarse con él contra Lope de Aguirre en servicio —decía— de Dios y del rey. Leyó
una de aquellas cartas y exclamó:
—Ea, marañones, que tenemos los enemigos encima, pero amigos tenemos
también que nos avisan y un indio me vino a decir, sin preguntarle, que el barco del
provincial había salido de Punta de Piedras y otro nos trae las cartas sediciosas del
dominico.
Una noticia peor le esperaba. El marañón Guillén de Cárdenas se había escapado
al campo a pesar de los escarmientos que había hecho días antes el caudillo, quien al
saberlo dio un gran suspiro y dijo:
—¡Oh, Guillén, tú serás la causa de que mientras viva no deje de la mano este
arcabuz cargado con treinta balas!
Luego preguntó por el alférez Villena y le dijeron que estaba trabajando en la
construcción del bergantín nuevo.
Andaba alrededor de Lope un capitán llamado López a quien llamaban también
Calafate porque había sido maestro de ese oficio y en los Motilones y en otras partes
había dirigido el calafateado de los barcos nuevos. Dándose cuenta Aguirre de que le
buscaba le preguntó:
—¿Qué me quiere vuesa merced, señor López, que parece que anda con algún
escrúpulo grave en el cuerpo?
El capitán lo llevó sigilosamente a la azotea, donde un vigía atalayaba el mar para
avisar la llegada del barco del provincial.
—Mi escrúpulo —dijo— es que hay quien piensa sucederos en el mando. Ayer
estando todos un poco sueltos de lengua yo dije: ojalá que nuestro general tenga buen
suceso en Punta de Piedras. Y Guillén respondió: «Si tiene mal suceso, azar de la
guerra será. Y si matan a Lope de Aguirre lo que yo digo es que mandar por mandar

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otro lo haría tan bien y quizá mejor». Yo le pregunté a Guillén: ¿quién lo haría mejor?
¿Vos? «No, Martín Pérez aquí presente». Eso dijo Guillén.
—¿Oyó esas palabras Martín? —preguntó Aguirre con la voz ronca.
—Las oyó y aun habló. Y supimos que el banquete que nos daba era por
congraciarse con todos y aun hizo que trajeran música y vino un gallego con su
cornamusa y otros con trompetas y atabales y las mejores bebidas fueron traídas a la
mesa. Y entonces, es decir, cuando Guillén hubo hablado, el maestre de campo dijo:
«Si llegara el caso tal haría, porque en ausencia de Lope de Aguirre yo soy quien
gobierna a vuesas mercedes y el mando de general me vendría por la mano». Eso
dijo.
Lope, antes de decidir nada, quiso asegurarse:
—Además de vuesa merced, ¿quién escuchó esas palabras?
Preguntándolo recordaba Aguirre las historias de Martín sobre el esqueleto del
comendador Guevara que seguía a los bergantines por la mar. Una historia que nunca
le había gustado.
—Escucharon los que estaban cerca —dijo López—. Cuando habló Martín estaba
escanciando vino un pajecillo mestizo y lo oyó bien y aun le llamó excelencia por
burla y le hizo reverencia como a general y gobernador, de todo lo cual Martín se rió
complacido.
—Ese paje —dijo Lope, con simpatía— era Antoñico, que es truhán de genio.
Hizo llamar al paje y éste confirmó las palabras de López y añadió alguna de su
cosecha, porque los mestizos no siempre son leales a los españoles ni a los indios y ni
siquiera a los mestizos mismos y lo que dijo el muchacho fue que los vecinos de
Martín en la mesa hablando de las cosas de la guerra dijeron: «Si acaso le sucediese
alguna desgracia a Lope con la gente del provincial, ¿quién tomaría el mando?». Y al
oír eso dijo Martín: «Aquí estoy yo, que me viene por la mano y si el viejo faltare
serviré a todos y haré por vuesas mercedes lo que estoy obligado».
Cavilaba Lope de Aguirre como si las palabras de Martín le dolieran. Y se
acordaba de cuando Martín le reprochó que matara tanta gente. Todas las cosas
contrarias a Martín acudían a su memoria.
—¿Eso dijo? ¿Es verdad que Guillén había dicho que otros lo harían mejor que
yo?
Asomaba a la azotea otro mancebo llamado Chávez, quien se apresuró a hablar:
—Eso oí yo decir al maese de campo, que estaba detrás con el pichel grande para
escanciar vino.
Se volvió Aguirre hacia él:
—¿Y a vos quién os pregunta?
—Lo hago por el servicio de vuesa merced.
Dijo Lope de Aguirre muy sombríamente:
—Aquí hay tres personas pidiendo la vida del maestre de campo.

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Y en aquel momento se acordaba de cuando Martín le pidió que se quitara la cota
de malla con el pretexto de que su camisa estaba sudada. «¿Para qué necesitaba que
yo me quitara la cota?».
Y repetía mesándose la barba y sintiendo en su mano su propio aliento febril:
—Tres personas pidiendo la cabeza de Martín Pérez y el aire está tan caliente que
la respiración añade fuego al fuego.
Esto último no sabían los otros cómo entenderlo. López Calafate volvió a hablar:
—Otras palabras peores le oí a Martín en el banquete, que estaba mirando un
mosquito panzón que bebía en su brazo y dijo: «Así pasa con los hombres en el real,
que cuando tienen la tripa redonda y roja de sangre caen».
Antoñico quiso rectificar y dijo al mismo tiempo cosas muy raras:
—Lo que pasó fue que estaba mirando el reló grande de la sala y dijo que las
horas se emborrachaban también de sangre y caían una a una como aquel mosquito.
Lope dudaba. Los hombres con la tripa llena de sangre, como los mosquitos, que
los indios llamaban piums. Los hombres, bien. Pero las horas… ¿cómo pueden las
horas caer llenas de sangre? No decía nada Lope. Reflexionaba, y los otros lo
miraban con una curiosidad anhelante.
—¡Las horas con la tripa roja de sangre! ¡Qué locura!
Parecía Lope con la mirada perdida en alguna absorbente confusión interior que
sólo él podía ver. Hizo un vago gesto:
—Andad…
Y en su expresión comprendieron los otros que la sentencia estaba decidida contra
Martín. Se decía Calafate: «Ya está, ya cayeron la hora y el hombre y el mosquito. Ya
está».
—Andad, Calafate —repitió Lope—, y avisad a cuatro hombres armados de la
guardia de mi parte.
—¿Y a Martín?
—A Martín, también. Que vengan todos.
—La puerta es estrecha —advirtió Calafate—, y si llegan a un tiempo, ¿quién ha
de entrar antes aquí? ¿Martín o los soldados?
—Martín.
Calafate salió deprisa con cierta alegría en los movimientos, y también iba a salir
Antoñico, pero Lope le ordenó con un gesto que se quedara.
Preguntó Lope al otro paje:
—¿Cuántos años tenéis?
—Catorce y medio.
—¿Sabéis qué es esto? —y le mostraba el arcabuz que llevaba consigo.
El chico rió como si quisiera decir: «¡Vaya una pregunta!». ¿No había de saberlo?
Todo el mundo lo sabía.
—¿Sabéis disparar?
—Sí sé.

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—Tened el arcabuz —se lo dio y el chico lo agarró con codicia.
—¿Habéis disparado?
—Más de una vez.
—¿Contra quién?
—Sólo contra los terreros del campo de instrucción.
—Tened también la mecha.
Viendo aquello, Antoñico se moría de celos. Pero es verdad que Antoñico tenía
sólo once años. ¿Cuándo se ha visto que un niño de esa edad maneje un arcabuz?
—¿Dónde nació vuesa merced?
—En Lima.
—¿Qué año?
—El año de mil quinientos treinta y ocho.
—Entonces tenéis sólo trece años y habéis mentido en doce meses. Bueno, no
importa; ya que sabéis tirar, vais a estrenaros ahora mismo con sangre humana. Con
sangre de traidor. ¿Os place? Encended la mecha. Así es. Bien. Entonces disparad
contra Martín Pérez por la espalda cuando se presente, pero no en la puerta, sino más
afuera, en la azotea. Que no falle el tiro, porque si falla me lo habéis de pagar con
vuestra cabeza.
El soldado vigía, que lo había oído todo, no se atrevía a moverse de su puesto.
Antoñico se acercó a Lope y se refugió cerca de él contra el muro, temeroso. Todos
callaban.
Poco después llegó el perro Solimán moviendo el rabo y anunciando sin querer
que su amo adoptivo se acercaba. Chavezillo —así lo llamaba Lope, quien solía ser
amistoso y aun tierno con los pajes— estaba en la puerta con el arcabuz terciado
como un niño jugando a los soldados.
Y apareció Martín Pérez bien ajeno a lo que iba a sucederle. No hizo más que
entrar en la terraza cuando Chávez, por detrás, le disparó. A continuación entraron en
tumulto los cuatro de la guardia y luego apareció López, Calafate, cerrando la puerta.
Aunque herido gravemente —de tal forma que por la herida del pecho, con dos
costillas rotas y saledizas, le asomaba el corazón—, Martín Pérez corría por la terraza
enloquecido, unas veces apretado contra el muro y otras cayendo y caminando a
cuatro manos y gritando: «¡Traición!», porque no podía imaginar sino que se trataba
de una sublevación contra él y contra Lope de Aguirre al mismo tiempo. Los
soldados de la guardia iban detrás dándole de lanzadas, y el mismo Chavezillo lo
remató, degollándolo. El suelo y las paredes estaban llenos de sangre. El vigía, sin
extrañeza alguna, se limitó a apartarse cuando Martín se le acercaba, para no ser
manchado con la sangre que brotaba de sus heridas.
Cuando todo quedó en silencio el perro se acercó a oler el cuerpo inerte de su
último amo y se quedó al lado, mirándolo fijamente.
Pero, según su costumbre, Lope de Aguirre quería completar sus informes.

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—Para acabar conmigo —dijo gravemente— hace falta más de un hombre.
¿Quiénes estaban conchabados con él?
—Ah, eso —dijo Calafate mirando el cadáver de Martín, asustado— yo no lo sé.
Yo creo que no había nadie.
—¿Cómo que no había nadie? ¿En un banquete? ¿Quién estaba más cerca de
Martín cuando dijo esas palabras?
Se quedó pensando Calafate, y por fin dijo:
—Llamoso estaba a su lado.
Los pajes se miraban entre sí, y mientras Chávez esperaba la ocasión para
disparar otra vez, el otro declaraba que aunque Llamoso estaba al lado de Martín, no
había dicho una palabra.
Con expresión pesarosa, pero muy decidida, Lope mandó traer a Llamoso,
advirtiendo a López Calafate que como no acudieran pronto los dos les iba a dar que
sentir lo mismo al acusador que al acusado. Con esto, Calafate se puso blanco como
la pared y salió con una oficiosidad un poco ridícula.
Los cuatro soldados de la guardia quedaban esperando, con el presentimiento de
que iban a ser necesarios otra vez. Uno tenía la espada manchada de sangre
humeante, y Lope le dijo:
—Envaine vuesa merced ese acero.
El soldado obedeció. Quiso volver a salir Antoñico y Lope lo retuvo otra vez,
pero ahora con palabras que representaban una amenaza:
—Estaos quedo, mancebico, si queréis vivir hasta criar barbas.
Cuando llegó Llamoso y vio a Martín caído en su sangre quedó un momento
confuso y azorado.
—¡Oh, el gran traidor hideputa! —exclamó.
—¿Y cómo es que antes fuisteis tan amigo suyo y ahora tan contrario? ¿Cómo es
que debiéndome a mí tantas amistades y favores formáis liga con los que esperan
alzarse con el mando de la armada?
Así hablaba Lope. Los cuatro soldados de la guardia se pusieron a los dos lados
de Llamoso y éste comenzó a dar voces, diciendo que siempre había sido leal a Lope
y que allí mismo y a la vista de todos iba a comer los sesos de Martín Pérez —que
asomaban por una herida—, y que si le quedara al traidor un hálito de vida, él se la
quitaría a mordiscos.
—Amigo erais del maese de campo y bien le oísteis decir lo que dijo en el
banquete.
Llamoso pareció tranquilizarse, como suele suceder cuando comprendemos la
razón de la alarma:
—Lo oí por habérmelo dicho otros después, que yo estaba demasiado bebido para
entender nada y todavía me duele la cabeza de la curda.
Hablaba Llamoso con una prisa un poco loca mirando la puerta que había vuelto a
cerrar Calafate y que vigilaba el paje con el arcabuz. Viendo Llamoso que Lope de

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Aguirre lo contemplaba con una frialdad desdeñosa y sintiendo en aquel desdén un
peligro de muerte, fue sobre el cuerpo de Martín y le ensanchó con su propia daga la
herida del pecho.
—Decid una palabra, Lope de Aguirre, padre mío, y aquí delante de vuesas
mercedes me comeré el corazón deste cobarde.
Dijo Lope con un acento fatigado y como contra su voluntad:
—Nada de eso es necesario para salvar la vida, Llamoso, que esta vez la salváis
por cobarde. Dejad en paz el cuerpo de Martín, que ya no es sino lo que todos vemos:
un muerto para la sepultura y habed respeto de él.
Se le había caído a Martín una escarcela de cuero crudo donde llevaba el sello
real de Felipe II, que usaba Ursúa. Estaba manchada de sangre, y el perro, después de
olería, la cogió con los dientes.
—Pueden vuesas mercedes —dijo Lope a los de la guardia— volver a su puesto.
Salieron los soldados con los dos pajes, entre cuyas piernas desapareció Solimán
con la rapidez del rayo, llevándose en los dientes la escarcela manchada de sangre.
Lope de Aguirre, fuera de sí otra vez, dijo a Llamoso:
—Andad detrás del perro, hideputa bellaco, y quitádsela.
Contento Llamoso de poder salir de la presencia de Lope, se fue detrás del perro,
y llamándolo unas veces con amor y otras con rabia, no acababa de creer que se había
salvado a tan poca costa. Ya fuera y al saber de lo que se trataba, otras personas se
unieron a Llamoso en la persecución del perro. Y Llamoso corría detrás y se decía a
sí mismo: «He hecho una gran cobardía», pero prefiero ser un cobarde vivo a un
valiente muerto.
Entretanto, y al oír aquel alboroto, los únicos que acudieron al lado de Lope,
esperando que por una razón u otra sus servicios fueran necesarios, fueron los dos
negros con sus cordeles. Lope de Aguirre los oyó decir a sus espaldas:
—Aquí estamos, señol.
El caudillo salió de la terraza, dejando en ella el cuerpo de Martín Pérez y
diciendo a los negros:
—Denle sepultura cerca de los otros, en el sótano.
A medida que Lope iba pasando por los corredores de la fortaleza sucedían cosas
nuevas y nunca vistas. Una mujer que se llamaba María Trujillo, vecina de Yua, a
quien poco antes había visto Lope con su hija Elvira, al acercarse el jefe de los
marañones, se arrojó por una ventana en un acceso de pánico. No era alta la ventana,
pero pudo haberse matado o quebrado una pierna. Lope de Aguirre se asomó
esperando verla muerta o herida, y en este caso enviarle socorro, pero la vio salir
corriendo y gritando el nombre de un santo.
Luego se acercó Lope a la guardia, y acompañado de los cuatro que intervinieron
en la muerte de Martín fue bajando a la plaza. A medida que bajaba, los vecinos que
lo veían salían huyendo, y entre los marañones algunos se habían armado sin
necesidad, ya que no estaban de servicio, y otros se habían ausentado. Cuando

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preguntó Aguirre dónde estaban le dijeron que habían salido detrás del perro a
rescatar el sello del rey, que pensaba usar Lope en sus ardides sediciosos.
Oyó aquello Lope de mal humor y dijo que Llamoso era un cobarde, puerco,
hideputa, y que si no recuperaba la escarcela con el sello lo había de hacer ahorcar.
Antoñico trató de defenderlo:
—Él no se la dio al perro, sino que fue Solimán quien la atrapó. Sin que se la
diera nadie.
Al clamor de la gente que perseguía a Solimán acudió doña Aldonza en sus sedas
amarillas, toda cintas y escapularios. Llamaba a Lope joven distraído y le preguntaba
si era realmente el que mandaba en los forasteros armados y si quería escucharle un
momento. Sin hacerle caso, Lope fue bajando hacia la plaza, y al comprender ella que
no podía alcanzarlo se sentó en la calzada y se puso a reír. Luego explicó a los
vecinos:
—Ya no hay caballero en esta isla que quiera tratarme con cortesía. ¡Bien
diferente era en mi juventud! Pero ahora estoy vieja y reumática.
Aquella tarde llegó con velas bajas y lento porte el navío del provincial al mismo
lugar donde días antes había atracado el bergantín de Lope de Aguirre. Este barco,
medio deshecho, había sido remolcado a una ensenada próxima, donde, a cubierto de
la resaca, fue desmontado para aprovechar la clavazón y algunas partes de la obra
muerta en la construcción del navío nuevo.
El arsenal que había sido improvisado en aquella rada estaba guardado por diez
arcabuceros.
Ancló el provincial a media legua de tierra y se vieron enseguida alrededor un par
de esquifes y algunas canoas llenas de soldados que parecían dispuestos a
desembarcar. No se acercaba más el navío, y aún le extrañó a Lope que se atreviera a
acercarse tanto, porque debía suponer el fraile que tenían los marañones en su poder
los falconetes y el mortero de la fortaleza.
Preparó Lope de Aguirre fuerzas de tierra para recibir a los que trataban de
desembarcar, pero éstos, entre los cuales iba el capitán Mungía y los veinte
desertores, se quedaban a media milla de tierra y usando las bocinas de a bordo
decían insultos y provocaciones a Lope de Aguirre e invitaban a los marañones a la
rebelión.
Llevaba el navío desplegados los estandartes y banderas del rey con los que hacía
gran ostentación y alarde.
Una de las cosas que dijo Mungía, ignorando como ignoraba la situación del real
y las últimas novedades trágicas, fue la siguiente:
—Venid acá vosotros con Martín Pérez, que el haber matado a Montoya y a
Bovedo no les será tomado en cuenta, puesto que los dos eran traidores y asesinos de
Ursúa.
Y alzando más la voz añadía: «¿Oís, Martín Pérez? Veníos acá con las fuerzas que
tengáis, que el provincial de los dominicos trae bulas de perdón de su majestad para

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vuesas mercedes».
Miraba Aguirre el navío y decía: «Es de los buenos ese barco. Juro a Dios que
con él llegaríamos a Panamá en poco tiempo y que allí íbamos a dar un sobresalto a
los clérigos y a los bachilleres del rey». Luego añadía para sí:
—Martín Pérez no te responderá, Mungía, que su escarcela va por la isla en los
dientes de un perro.
Se dio cuenta Lope de que la gente del navío no saltaría a tierra y subió a la
ciudad al galope de su caballo dispuesto a escribir una carta al padre provincial. No
esperaba mucho de aquella diligencia, pero quería que el fraile estuviera al tanto de
quiénes eran los marañones que se habían pasado a su bando.
Al entrar en los corredores de la fortaleza se produjo otro revuelo de alarma, y
dirigiéndose a algunas mujeres de las que estaban de rehenes, Lope les dijo:
—Vuesas mercedes tienen la conciencia turbia, y por eso han más miedo que
vergüenza.
Vio rastros de sangre por el suelo, de donde dedujo que el cuerpo del maestre de
campo había sido ya llevado a los sótanos y enterrado.
Llamó a Pedrarias y le dictó la siguiente carta, pidiéndole que no cambiara las
ideas, aunque podía suavizar la expresión si le parecía que iba demasiado ruda: «Al
reverendo fray Francisco de Montesinos, provincial de la isla de Santo Domingo y
capitán general de la tierra de Maracapana.
»Más quisiéramos hacer a vuestra paternidad el recibimiento con ramos de flores
que con arcabuces por habernos dicho aquí muchas personas ser vuesa merced muy
generoso en todo, y cierto por las obras lo hemos visto hoy en este día, ya que,
trayendo gente y artillería, no ha querido atacar la isla. Por ser tan amigo de las armas
y ejercicios militares, como es vuesa paternidad, vemos que es verdad que las
cumbres de la virtud y la nobleza las alcanzaron nuestros mayores con las espadas en
la mano. Y así vuestra reverencia continúa la gran tradición y todos nos holgamos
dello.
»Yo no niego, y menos estos señores que aquí están, que nos salimos del Perú
para el río Marañón, con el fin de descubrir y poblar, hasta trescientos españoles
dellos sanos, dellos cojos por los muchos trabajos que hemos pasado en el Perú, y
cierto si hubiéramos hallado tierra que ofreciera alguna comodidad habríamos parado
allí y dado descanso a estos tristes cuerpos, que están con más costurones que ropas
de romero. Mas a falta de lo que digo y los muchos trabajos que hemos pasado
hacemos cuenta que vivimos todavía solamente de gracia, según el río, y la mar, y la
hambre, y los recios soles del equinoccio, nos han amenazado con la muerte cada día,
y así los que vinieren contra nosotros, como parece venir vuesa reverencia, hagan
cuenta que vienen a pelear con los espíritus de los hombres muertos en tan dura
jornada. Pero cuidado, que estos espíritus están muy subidos de aliento y tienen
espadas y saben manejarlas.

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»Los soldados de vuestra paternidad nos llaman traidores. Debe castigarlos, que
no digan tal cosa, y menos que nos tachen de cobardes, porque acometer al rey de
Castilla no es sino empresa de gran ánimo. Si nosotros calláramos y aguantáramos y
nos arrimáramos a las faldas de vuesa merced, bien podría ser que tuviéramos
algunos oficios y algún orden en nuestras vidas, mas por nuestros hados sólo sabemos
hacer balas y amolar lanzas, que es la moneda que acá corre. Y en eso estamos y
seguiremos. Si hay necesidad por ahí de este menudo, todavía lo proveeremos, sólo
que irá caliente.
»Querría decir a vuestra paternidad y que bien lo entendiera lo mucho que el Perú
nos debe y la mucha razón que tenemos para hacer lo que hacemos. Por ahora la
ocasión no parece a propósito, y por eso no diré nada dello. Mañana, placiendo a
Dios, enviaré a vuestra paternidad todos los traslados y copias de los papeles que
entre nosotros se han hecho y cada uno ha firmado estando en plena libertad y lo haré
pensando en la clase de descargos que pueden dar esos señores que se han ido a
vuestro lado, que bien juraron a don Hernando de Guzmán por su rey y se
desnaturalizaron de los reinos de España y se amotinaron y alzaron en un pueblo de
Machifaro y usurparon la justicia, sobre todo Alonso Arias, de negra historia ya en el
Perú. Ese tal fue sargento de don Hernando, y Rodrigo Gutiérrez, su gentilhombre.
De los otros señores no hay para qué hablar ni hacer cuenta, que bazofia son, aunque
de Arias tampoco hablara yo, si no es porque entiende mucho de hacer jarcia, y nos
vendría bien tenerlo aquí ahora. Rodrigo Gutiérrez, ciertamente, es hombre de bien, y
lo sería más si no mirara siempre al suelo, señal de gran traidor. Pues si por acaso ha
caído por ahí un tal Gonzalo de Zúñiga, de Sevilla, téngalo vuestra paternidad por un
gentil chocarrero que no dice palabra de verdad y sus mañas son éstas: él se halló en
Popoyán con Álvaro de Hoyón, en rebelión y alzamiento ya entonces contra su rey
natural, y al tiempo que iban a pelear dejó a su capitán y se huyó, y cuando vio que se
había escapado con vida y que ya no le pedían la cabeza apareció en el Perú en la
ciudad de San Miguel con Fulano Silva (no se me acuerda el nombre primero) en
motín y robaron la caja del rey y mataron las justicias, y asimismo se pudo huir. Ése
es el leal que lleva a su lado. Hombre es que mientras hay dinero y qué comer es
diligente, y al tiempo de la pelea siempre huye, aunque sus firmas que tengo aquí no
pueden huir y hablan por él.
»De sólo un hombre me pesa que no esté aquí conmigo, porque tenía muy gran
necesidad que me guardara este ganado, que lo entiende muy bien. A mi buen amigo
Membreño, y a Antón Pérez, y a Andrés Díaz, les beso las manos, y a Munguía y a
Arteaga, que Dios los perdone como a difuntos, porque muertos deben estar, ya que
vivos tengo que les sería imposible negarme a mí. De su muerte deme vuesa merced
noticias o de su vida, si la hubieren, aunque más querría que fuesen vivos y todos
juntos (siendo vuestra paternidad nuestro patriarca) contra Felipe. Porque después de
creer en Dios, el que no es más que otro no vale nada, y un consejo le doy, y es que
no vaya vuestra paternidad por Santo Domingo, que un día le han de desposeer del

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trono en que está, digo del provincialato, y para eso no vale la pena. César o nihil.
Eso entendemos nosotros aquí, y si viniera no se arrepentiría.
»La respuesta suplico a vuestra paternidad me escriba, y si acaso lo prefiere, ande
la guerra, porque a los traidores les dará gozo, y a los leales que los resucite el rey si
puede. Aunque hasta agora no veo ninguno resucitado, y mucho lo dudo, que el rey ni
sana heridas ni da vidas, y nosotros, sus antiguos sujetos, podemos herir y hacer
justicias matando igual y aun mejor que él. Y vuestra merced que lo vea.
»La vida de vuesa paternidad guarde Dios y le acreciente de dignidades. De esta
fortaleza de la Margarita, hoy viernes besa las manos a vuestra paternidad su servidor.
—Lope de Aguirre».
Envió esta carta con unos indios al navío en una piragua y le pareció que había
hecho algo necesario e importante. Todo el mundo se sentía raro y nervioso aquella
tarde porque el aire andaba muy cargado de electricidad y los relámpagos encendían
y apagaban el firmamento constantemente, sin que se oyeran truenos.
—¿Qué os parece la carta? —preguntó Lope a Pedrarias.
—No me parece muy bien.
—Es que las traiciones de esos que fueron nuestros camaradas no me dejan
pensar mejor.
Parece que cuando recibió el provincial la carta tuvo la impresión de que era un
papel escrito medio en broma con una intención chocarrera y burlona, ya que ni
siquiera su principal objeto, que era el de acusar a los desertores y ponerles la vida en
peligro, lo cumplía de un modo que pudiera parecer eficaz. El fraile tampoco vio en
aquellas líneas rencor ni saña y ni siquiera verdadera enemistad. No acababa de
comprender.
Respondió con una carta mesurada, tratando de persuadir a Lope de que se
apartara del camino que llevaba, ya que sólo podría conducirle a la ruina personal
suya y a la de sus amigos y rogándole que se redujera a la obediencia del rey y al
servicio de Dios, cosas que tanto importaban a la seguridad de su conciencia y de su
alma. Pero si su ciega obstinación era tanta que no quería hacerlo, le pedía que como
cristiano cesara de derramar sangre y hacer crueldades en aquella isla, ya que no se
podían remediar las que había hecho en el río Amazonas. Decía también que
Munguía y Arteaga estaban vivos y eran muy felices servidores de su majestad y que
al volver a su servicio no habían hecho sino cumplir la obligación que tenían.
Envió el provincial la respuesta con el mismo indio que llevó la carta de Aguirre,
y al llegar el indio a la playa vio en ella a dos soldados sin armas, echados en la
arena. Uno era un tal Juan de San Juan, y otro, Alonso Paredes. El primero solía
andar siempre detrás de alguna mujer, no importaba quién, que lo mismo le daba
negra que blanca o mestiza, y el segundo tenía la manía de encontrar dobles entre la
gente que trataba. Dobles de sí mismo, dobles de Lope de Aguirre, dobles de
Pedrarias y de otros.
Lope había bajado a la plaza también y decía entretanto a los suyos:

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—Así son las gentes del rey. Lo mismo que el provincial, cuando creen que hacen
algo bueno causan la desgracia de la gente partidaria suya. Así el tal fraile podría
haberse ahorrado la visita a estas partes en vez de determinar con su presencia la
muerte del gobernador y de otros cuatro. Y viniendo ahí a mostrarse sin atacar ni
desembarcar, más nos lleva a prevenirnos y a fortalecernos que a otra cosa. Pero así
son ellos, que tienen miedo de su sombra. Ya verán vuesas mercedes lo que podemos
hacer y lo que haremos con esa gente del rey cuando pongamos el pie en tierra firme.
Hablando así observó que en la playa y muy cerca del agua seguían hablándose
en voz baja Paredes y Juan de San Juan. Les dio una voz, pero no lo oyeron, que
llegaba el viento contrario. En aquel momento se acercaban por el agua algunas
canoas del provincial, aunque no tanto que se pudiera pensar que trataban de
desembarcar. Desde las canoas, los del navío daban grandes voces, llamando
traidores y cobardes a los marañones. Algunos de éstos respondían con insultos
también, y Lope de Aguirre decía entre dientes:
—¡Donosa guerra de mujeres y clérigos, que todo lo hacen hablando!
Estaba a su lado Carolino con tres negros más y Lope les señaló a los dos
soldados acostados en la arena haciendo una mueca. Necesitaba Carolino asegurarse
mejor, y entonces Lope sacó a medias la vitela sudada y la mostró, sin hablar.
Con sus cordeles listos, los negros fueron sobre San Juan y Paredes. Se perdieron
un momento todos en un remolino de arena y Lope de Aguirre, vueltas las espaldas a
la playa, comentó:
—Querían pasarse al navío, y por eso aguardaban ahí horas y horas.
En fin, decidió Lope de Aguirre renunciar al barco del provincial y darse prisa a
acabar el que estaban construyendo. El alférez Villena preguntó al ver a aquellos dos
soldados muertos en la arena:
—¿Les habéis dado muerte?
—No —dijo Lope—. Yo no doy la muerte a nadie; Dios nos la ha dado a todos, y
lo único que yo hago con mis enemigos a veces es adelantar un poco el calendario.
Aquel día Lope pidió carpinteros, suponiendo que había alguno en la isla; pero
nadie acudía a su llamamiento, porque los tres que en su juventud lo fueron se
avergonzaban y hacían lo posible por que todo el mundo lo olvidara. Con lo cual, por
cierto, invitaban a los otros a recordarlo más que nunca.
Lope insistía porque los necesitaba para acelerar la construcción del bergantín
nuevo y reparar los viejos. Dio bandos a golpe de tambor y sólo acudió doña
Aldonza, quien dijo que había tres carpinteros, y aun acompañó a los soldados para
señalar sus casas.
No pudiendo ya negarse, los aludidos fueron al trabajo muy contra su voluntad,
vestidos a lo noble, y viéndolos partir doña Aldonza decía:
—Ahí van los gentilhombres a serrar y cepillar y desbastar madera.
Reía y el papagayo blanco que llevaba en el puño la imitaba, y su risa era mucho
más escandalosa.

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Uno de los marañones que trabajaba en los astilleros era el navarro Díaz de
Armendáriz, primo hermano del difunto Ursúa. Desde que fue muerto el gobernador
solía quedarse su primo a un lado en las empresas de la tropa, cualquiera que fueran.
Lope de Aguirre y Armendáriz se evitaban y hacían como si no existieran el uno para
el otro. Era hombre raro y con los calores y las aventuras sangrientas se hizo más raro
todavía. Hablaba con acentos falsos, y a veces, cuando quería decir algo, sólo llegaba
a decirlo por aproximación. Su acento falso parecía a veces una burla de la persona
con quien hablaba. Otras veces revelaba simplemente estados confusos de
sensibilidad sin ilación con lo que sucedía alrededor.
La extremosidad del clima y del hambre y la sed sufridos en el Amazonas y en
alta mar habían influido de un modo u otro en el carácter de aquel hombre también.
Al comenzarse a construir el navío, Armendáriz eludía el trabajo, y su pretexto
más frecuente era la enfermedad. Al principio, Lope de Aguirre aceptaba las excusas,
y aun llegó a decirle que se fuera a una casa de campo a vivir en paz, pero aquel día
lo pensó mejor, y apenas acabado el trabajo de la jornada envió a los dos negros en su
busca, y ellos volvieron una hora después a decirle que se habían cumplido sus
órdenes. Se quedaba Lope de Aguirre con la impresión de haber completado sólo
entonces la tarea que comenzó con la muerte de Ursúa.
—Hay que desarraigar —decía— la cizaña de los Ursúa gabachos para que no
vuelva a brotar.
Aquella manía de llamar a Ursúa francés nadie la comprendió en el tiempo que
duró la expedición.
Mandó Lope hacer tres banderas nuevas con telas sacadas de un comercio de la
ciudad. Y fueron banderas bastante peculiares, de seda negra, con dos espadas rojas
cruzadas. El color negro parecía aludir a la piratería de mar y no dejó de causar
alguna extrañeza a los soldados. Mandó Lope que las banderas se bendijeran en la
iglesia, para lo cual convocó a los curas, quienes comparecieron no sin algún temor.
El día 15 de agosto del año 1561 se celebró la misa cantada, a la que obligó Lope
a asistir a toda la población. Los marañones estaban también todos, menos Llamoso,
que al parecer seguía corriendo por la isla detrás del perro tratando de rescatar el
estuche con el sello del rey Felipe.
Había salido Lope de la fortaleza con todas sus fuerzas en columna de honor, y
así fueron a la iglesia. Por el camino sucedió uno de aquellos incidentes que a veces
hacían dudar a los amigos de Aguirre de la razón del caudillo. Consistió en que
viendo en el suelo una carta de baraja que representaba al rey de espadas la llevó a
puntapiés cierto trecho diciendo injurias contra Felipe II, y por fin, antes de entrar en
la iglesia, se inclinó a cogerla, la hizo mil pedazos y los arrojó al aire.
Doña Aldonza, con su loro blanco en el hombro, se sentó en el lugar presidencial,
como siempre, vestida de sedas amarillas. A su lado, Lope de Aguirre. Los oficios
fueron muy solemnes. Esperaban que hablara uno de los curas, pero ninguno de ellos

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se atrevió, y entonces Lope se levantó y avanzó al presbiterio. Dando cara al público
y espaldas al altar dijo:
«Marañones: confiando en las valientes fuerzas de vuesas mercedes, que son de
todos conocidas, os hago entrega formal de estas banderas, con las cuales y las
compañías de soldados que militarán bajo ellas vais a defender y a amparar vuestras
personas y la mía saliendo al campo contra toda clase de enemigos, hiriendo y
matando a aquellos que no acepten nuestra soberanía. En los pueblos donde por
mostrarse contumaces sus habitantes haya que venir a rompimiento y a saqueo, yo
encargo a vuesas mercedes la veneración de los templos y la honra de las mujeres,
puesto que en todo lo demás tendrán libertad para conducirse y vivir cada cual como
mejor le parezca, ya que nadie les irá a la mano, y menos éste, que tiene el honor de
mandar en vuesas mercedes. Dense, pues, por recibidos destas banderas en el nombre
mío y en el de los pueblos de tierra firme que hemos de arrancar de la soberanía
ignominiosa del emperador Felipe».
El alférez general dio tres vítores a Lope de Aguirre que fueron respondidos.
Por cierto que el loro de doña Aldonza, excitado, gritaba también y su voz
dominaba las otras.
Entonces el alférez general y el capitán de tierra recibieron las banderas, fueron
incensados con ellas a los acordes del órgano y después salieron al atrio a esperar las
tropas, que no tardaron en desfilar.
Volvieron todos a sus cuarteles y Lope subió a la terraza de la fortaleza a ver el
campo, que en aquel caso era más bien la mar. El barco del provincial había levado
anclas y quería ver Lope el rumbo que tomaba.
Poco después, los soldados todos andaban desarmados, menos Alonso de Villena.
Extrañado Lope de verlo cargado de armas, preguntó y le dijo Antoñico que se sentía
en peligro porque el día del banquete había hablado también contra el caudillo.
Lope recordaba al alférez en el templo muy armado de espada y de daga de
esgrima. ¿Para qué? ¿Con todos aquellos calores? Preguntó Lope al paje por qué no
le había denunciado antes la conducta de Villena y el chico dijo:
—Cuando habló en el banquete estaba borracho, y era cosa de risa más que de
ofensa.
Olía Lope de Aguirre a incienso porque el párroco lo había incensado a él al
mismo tiempo que a sus banderas, y el caudillo percibía aquel aroma con deleite,
pensando en Villena. Solían andar con Villena dos soldados: Loaísa y Domínguez, y
el día que el alférez fue acusado por Antoñico envió Lope a los dos negros a buscar a
Villena, pero sólo para llevarlo a su presencia. Villena, que tenía puesta vigilancia,
escapó de la casa por una puerta trasera y se fue al campo.
Como todas las diligencias para hallarlo parecían vanas, Lope de Aguirre dijo con
la lógica que acostumbraba:
—Un hombre solo no podría hacer nada contra mí, y si tenía conspiración con
otros, eran, sin duda, Loaísa y Domínguez.

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Mandó arrestarlos y los hallaron en la casa donde solían comer los tres, cuya
dueña era Ana de Rojas, mujer castellana de cierta distinción. Pero al llegar los
negros con Juan de Aguirre quiso Domínguez defenderse, echó mano a la espada y
hubo un conato de lucha. Cuando se entregaron y depusieron las armas, Juan de
Aguirre dio de puñaladas a Loaísa, mientras que los dos negros caían sobre
Domínguez y le daban garrote, preguntando al mismo tiempo dónde estaba Villena e
insultando a doña Ana.
La mujer salió a la calle pidiendo auxilio, y habiéndose enterado Lope de todo
aquel escándalo dispuso que la ahorcaran en el rollo de la plaza y obligó a acudir a
toda la población.
Los negros le pusieron a doña Ana el dogal. Cuando iban a colgarla, ella pidió
que le ataran las manos —sólo le habían atado los pies— y Carolino preguntó para
qué.
—Atadme las manos por merced —repitió ella.
No quería el negro y se acercó Lope a la castellana:
—¿Qué más os da eso?
Explicó ella en voz baja que había oído que los ahorcados que tenían las manos
libres y sueltas se desnudaban en la agonía, y ella no quería desnudarse a la vista de
la gente. Lope se dio cuenta de que era una mujer honesta. Y mandó a los negros que
le ataran las manos a la espalda, como ella quería.
Poco después estaba la pobre mujer en las convulsiones de la agonía —sin
desnudarse—, y Lope de Aguirre invitó a los arcabuceros a que dispararan sobre ella
para atenuarle el suplicio. Jovialmente ofreció algunos premios a los que tiraran
mejor. Así pues, la ejecución de doña Ana se convirtió en una alegre competición,
hasta que uno de los arcabuceros, habiendo roto la espina dorsal en la nuca, el cuerpo
cayó descabezado.
En aquel momento llegó un vigía y dijo al caudillo que el navío del provincial
había hecho velas hacia el Nordeste, en la dirección de Santo Domingo.
«Va el fraile —se dijo Lope— a avisar a los escribanos y corchetes de la real
audiencia y a poner por palabra y escritura lo que no ha podido hacer por obra».
Preguntó luego por Llamoso y nadie supo darle razón. Cuando comenzaba a
irritarse y a blasfemar se acercó su homónimo Juan de Aguirre y le dijo que Llamoso
seguía tras el perro, y que tal vez no se atrevía a volver.
—Háganle saber vuesas mercedes que puede volver con el sello del rey Felipe o
sin él, que no le pasará nada, y acábese de una vez este triste negocio, que no he oído
en mi vida nada más cobarde ni miserable.

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XV

Había observado Pedrarias que cuando sentía Lope sus propensiones


sangrientas solía haber luna creciente. Y sucedía también que las ejecuciones más
crueles eran las últimas de cada uno de aquellos periodos destructivos, de acuerdo
con la filosofía clásica que dice que el movimiento natural es más violento al final
que al principio.
Iba Lope de Aguirre preguntando si había sido hallado el perro Solimán, y unos le
decían una cosa y otros otra. Parece que el recuerdo de la roja víscera de Martín
asomando en la herida, la persecución de Llamoso y el ir de la gente detrás del sello
del rey ponían a Lope, por vez primera desde que salieron de los Motilones, «una
grande grima en el corazón».
Al principio, Loaísa y su amigo Domínguez, para salvar a Villena, dijeron
también que había salido en persecución del perro. Los que seguían al animal
aprovechaban el pretexto para alejarse de la plaza aquel día que parecía
especialmente funesto. Lope de Aguirre, exasperado y deseando salir cuanto antes de
la isla, miraba las banderas negras que ondeaban y enviaba a decir a los que
trabajaban en el nuevo navío que se dieran prisa porque el tiempo apremiaba.
El cuerpo de Ana de Rojas seguía caído en la plaza debajo del rollo. Preguntó
Lope a un isleño dónde estaba el marido de aquella mujer y le dijeron que al enterarse
de la muerte de doña Ana hacía extremos de dolor y se había puesto enfermo. Lope
de Aguirre dijo:
—Así debe ser en buena ley natural. ¿No se acuerdan vuesas mercedes del pájaro
del Amazonas, el del grande pico que se deja morir cuando muere su hembra?
—Ése es el tucán —dijo alguien sombríamente.
—Vaya vuesa merced, Carolino, y ocúpese de ese tucán, para que se cumpla la
ley.
Salió Carolino a paso vivo —con una prisa un poco cómica— en busca de Juan
Primero o de Bemba, para no ir solo. Encontró a los dos juntos y fueron los tres. Al
llegar a la casa encendieron uno de sus cigarros rituales. Había allí un fraile de la
orden de Santo Domingo asistiendo al marido.
Dieron los negros garrote al anciano, que se llamaba Diego Gómez, y el fraile,
escandalizado, comenzó a clamar justicia y a reprocharles lo que habían hecho.
Entonces Carolino dijo a su compadre Juan:
—Su mercé el fraile tiene rasón.
—Demasiada razón que tiene su reverencia con la sotana blanca.

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—Yo fui el primero que trabajó en este oficio en el río de las Amazonas —dijo
Carolino— y se me acuelda que el jefe desía: «Cuando alguno tiene demasiada rasón
ya no es de este mundo». Y lo despachaba para el otro. Anda tú coliendo a preguntar
al general si la vitela vale para un hombre civil de la isla y también para un fraile.
Entretanto, el religioso seguía diciendo a los negros que habían cometido un
asesinato y que tendrían que dar cuenta de él a la justicia de este mundo y a la del
otro.
—Demasiada rasón que tienes, fraile —decía Carolino—, pero negro hase lo que
manda su eselensia y ha ido Juan Plimelo a pleguntad no más a su eselensia.
El religioso rezaba y daba la unción in extremis al muerto. Poco después se
oyeron gritos fuera. Era el negro, que volvía muy excitado y decía a grandes voces:
—Vale para un fraile también. ¿Oye vuesa mersé, Carolino? Eso ha dicho su
eselensia.
Lo mataron en pocos minutos y lo dejaron en la cama al lado del viudo, que ya no
lo era. Carolino decía arrollándose los cordeles al cinto:
—Hay más trabajo en esta isla que en el río, Vos.
Entretanto, Lope de Aguirre había llamado a otro sacerdote, dominico también,
que había en la isla para que lo confesara —según dijo— y lo absolviera de sus
crímenes, pero en realidad porque siendo de la misma religión que el provincial
navegante los consideraba sus agentes. Y suponía que había en ellos alguna clase de
riesgo.
Acudió el fraile a confesar a Lope sin saber lo que acababa de sucederle a su
colega.
Lope de Aguirre le contó sus crímenes. El cura le dijo al final:
—Vivís en pecado mortal. Vuestra obligación es arrepentiros de todo y acudir un
día buscando el perdón a los pies de su majestad y, mejor aún, ir a Roma en
peregrinaje con toda humildad y no volver nunca a cargar vuestra ánima con las vidas
de otros seres humanos. Puesto que decís que desde vuestra juventud os habéis
llamado el Peregrino porque nunca estabais más de una semana en el mismo lugar,
justificad esa santa palabra y acudid después de largos meses de penitencia a buscar
el perdón en Roma o en Santiago y vestid sayal y poned ceniza en vuestra frente. Tal
vez el Señor os perdonará, que su misericordia es infinita.
—¿Ha perdonado el Señor al rey Felipe por los muchos crímenes que ha
cometido?
—Nosotros no somos quiénes para hablar así de su majestad.
—Lo digo porque ha dado garrote a clérigos y a civiles en más número que yo.
Una idea se me ocurre, padre.
—¿Cuál?
—Si yo lo mato a vuesa reverencia y después me arrepiento, ¿me perdonará
Dios?

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Durante algunos minutos el fraile no supo qué responder. Lope se levantó y se
sentó a su lado.
—¿Qué decís? —preguntaba—. ¿No me perdonará Dios si os mato y me
arrepiento?
Seguía el cura sin responder. Tal vez rezaba. Lope insistía:
—Me he confesado. ¿Ahora vais a darme la absolución como se la dan los curas
al rey don Felipe? ¿Sí o no?
El fraile seguía en silencio. Entonces llegaron los negros que habían matado al
fraile primero y al enfermo Gómez y dijo Lope a Carolino:
—Parece que tenéis hecha la mano a matar frailes.
Carolino se acercaba al religioso, pero Lope quiso honrar al que acababa de
confesarle y dijo a los negros:
—Vayan vuesas mercedes y tráiganme al barrachel.
El alguacil mayor era entonces un tal Paniagua. Pronto acudió y Lope le dijo:
—Vea vuesa merced, que hay que sacar de en medio a este cura porque defiende
los crímenes del rey y condena los míos. ¿Cuándo se ha visto un desafuero como ése
en buena religión?
Pidió el cura, muy pálido, que le dieran unos minutos para rezar. Lope se los dio y
salió ordenando a los negros que se quedaran a ayudar al barrachel si acaso los
necesitaba. Al salir advirtió a Paniagua que fuera complaciente con el cura en todo lo
que pidiera si no era la vida.
No comprendía Paniagua que se pudiera matar amablemente a nadie, pero en
aquel momento el cura (que se había extendido en el suelo boca abajo, con la cara en
la tierra y en aquella posición rezaba los salmos del miserere) alzó la cabeza para
pedir a Paniagua que le diera la peor muerte y la más cruel que pudiera imaginar y
que él la ofrecía a Dios por la salvación de su alma.
Paniagua le dijo que tenía órdenes de complacerle y que le daría garrote por la
boca, que era más cruel que por la garganta.
—No podrá vuesa merced, que yo lo sé bien —advertía Bemba, experto.
El cura seguía rezando y cuando terminó le puso Paniagua los cordeles en la boca
por debajo de la lengua y apretó hasta romperle las mandíbulas y cortarle las mejillas,
pero como transcurrió un largo espacio sin que llegara la muerte llamó en su ayuda a
Bemba, quien le puso al reo otro cordel en la garganta.
Poco después el sacerdote había muerto con un crucifijo en las manos, que no lo
soltó a lo largo del suplicio.
Cuando Lope lo supo se alzó de hombros y dijo que todo aquel heroísmo carecía
de méritos, porque cuando se tiene la fe de aquellos curas se trata sólo de un buen
negocio: un momento de dolor a cambio de la felicidad eterna. No tenía mérito.
La mala racha equinoccial estaba acabando y según la ley de Aristóteles era más
fuerte en sus fines que en sus principios. Lope de Aguirre bajó al pequeño arsenal,
vio que los trabajos iban adelantados y dio prisas a todos para que acabaran cuanto

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antes, no fuera que los avisos del provincial de Santo Domingo permitieran a sus
enemigos prepararse en todas partes contra él.
Se había incorporado a los marañones el primer día que llegaron a la isla un
soldado ya más que maduro de la Margarita que se llamaba Simón de Somorrostro y
éste al ver las crueldades y violencias de Lope cambió de parecer y le pidió permiso
para quedarse en tierra, porque no se sentía con fuerzas para salir al mar ni para
afrontar los inconvenientes ni asperezas de la vida militar. Lope de Aguirre dijo:
—Este soldado viejo tiene razón y le sobra. Vean vuesas mercedes que nadie en la
isla le haga daño, que es hombre bien criado y nunca ha molestado a nadie.
Los negros, entendiendo lo que quería decir, tomaron al veterano por los brazos,
lo llevaron al rollo y lo suspendieron en él por la garganta.
Hizo aquello Lope porque vio que algunos otros soldados de la Margarita que se
habían incorporado a los marañones se le acercaban con la misma intención de
excusarse. Al ver lo que le sucedía a su compañero desistieron y Lope de Aguirre los
miraba a distancia y sonreía bajo sus barbas ralas:
—Vuestro ánimo es mucho mejor que el de Somorrostro —les decía, irónico.
Al lado de Somorrostro hizo colgar también a una mujer llamada Isabel de
Chávez porque el alojado en su casa se había escapado al campo y ella no había ido a
denunciarlo y, según decía Lope, no podía menos de saberlo.
Un mancebo de pocos años de los de la isla quiso salir en defensa de la mujer
diciendo que nunca hablaba con el soldado fugitivo y Lope de Aguirre dispuso que le
raparan la poca barba que tenía mojándola con orines, y como un soldado ya maduro
dijera que aquella mujer era de Ciudad Real, lo mismo que él, y que estaba enferma
de la mente, porque tenía miedo de dormir pensando que mientras dormía irían las
otras mujeres a cortarle el cabello, Lope de Aguirre dijo:
—Y bien podría ser que se lo cortaran, pero además si es vuesa merced de Ciudad
Real como ella bueno será que le rapen las barbas igual que al mancebo y que ella lo
vea antes de ser colgada, que ahora me acuerdo que vuesa merced llegó un día tarde
al escuadrón.
Raparon la barba al viejo igual que al joven mientras Isabel de Chávez, con el
lazo en el cuello y los dos pies en tierra, miraba impasible. En aquel momento llegaba
doña Aldonza con su bastón y sus sedas amarillas pidiendo que no mataran a aquella
mujer, porque tenía virtud para presentir los terremotos y era por eso muy estimada y
muy útil a la comunidad de la isla, ya que con sus premoniciones salvaba muchas
vidas.
Lope respondió:
—¿Tanto amáis a la comunidad, señora Aldonza? Entonces, ¿queréis poneros vos
en el lugar de ella? Os quitaremos la vida y la dejaremos a ella libre para que siga
ayudando a la comunidad. ¿Os parece bien?
La gobernadora respondió entre dientes: «¡Un cuerno!», y se fue con grandes
aires.

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Aquella burla dio más que hablar que las ejecuciones. La gente reía con cualquier
motivo. Había observado Pedrarias que en la línea equinoccial las tragedias pasaban
fácilmente desapercibidas, pero todo el mundo aprovechaba cualquier pretexto para
reír.
¡Y había que ver cómo reían cuando se presentaba la ocasión!
Dos días después la gobernadora envió una invitación escrita a Lope de Aguirre
llamándole vueseñoría. Lo invitaba a verse con ella en la sala de gobierno de la
fortaleza a las seis de la tarde. Había sucedido un hecho lamentable. En la playa y
desnudo del todo apareció el cadáver del muchacho rapado el día anterior con orines.
Había querido huir a tierra firme nadando y se ahogó y las aguas devolvieron el
cuerpo a la playa. Algunos decían que se había suicidado.
Sabía Lope que la cita de la gobernadora tenía relación con aquel hecho, porque
el muchacho muerto era su sobrino.
Estaba la gobernadora sentada en un sofá y se veía que tenía el hábito natural de
la preeminencia. Llevaba un sombrero debajo del cual se veían sus cabellos recogidos
en grandes crenchas. Lope se fue a sentar frente a ella, a alguna distancia. Se miraban
en silencio y ella, que tenía una pierna tendida sobre el terciopelo del diván, movía el
pie en el aire, en todas direcciones.
Miraba Lope aquel pie sin saber qué pensar y decidió una vez más que la mujer
padecía alguna clase de flojera mental y que por eso le habían quitado el ejercicio del
gobierno, aunque le dejaran el honor. Pero la verdad era que nadie la consideraba loca
en la isla y que la respetaban con su loro y todo.
Seguía moviendo el pie en el aire. Todo en aquella dama gorda y rubiácea estaba
en reposo menos el pie.
—¿Qué hace vuesa merced? —preguntó Lope.
—Estoy haciendo bailar mi pie para evitar el calambre.
—Ah, al parecer tiene calambres en el pie vuesa merced.
—No, en la pierna. Pero la pierna se rige por los tendones del pie y por eso lo
hago bailar. ¿No lo está viendo?
El movimiento del pie era más vivo. Lope seguía mirándolo, intrigado. Calzaba la
vieja chapines de raso verdes, con lazo rojo. La luz hacía reflejos extraños en las
combas de la seda.
Dijo Lope que no podía esperar allí viendo cómo ella hacía bailar su pie. Se
levantó y se iba a marchar cuando doña Aldonza le suplicó:
—Siéntese otra vez y espere, que tengo cosas importantes que decirle para el
buen orden de su ejército mientras esté en la isla. En primer lugar está haciendo
verdaderas atrocidades y vuesa merced tendrá que afrontar las consecuencias y
esperar las sanciones.
—Claro —dijo él—, con mi cabeza pago. Con mi buena cabeza.
—¿Sólo con ella?

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—Si es eso lo que tiene que decirme vuesa merced hace tiempo que lo sé —y se
dispuso otra vez a salir escéptico y aburrido—. ¿No le gusta lo que hemos hecho con
su yerno? Cualquier otra suegra se sentiría feliz con esto.
—Yo no soy una suegra cualquiera.
—A una suegra excepcional le sucedería lo mismo, señora mía.
—Me tenía sin cuidado mi yerno lo mismo para bien que para mal. Él era
gobernador para eso: para que lo ahorcaran. Pero no para presidir. Él ha cumplido su
deber y yo cumplo el mío.
—Pero Villaldrando era el marido de su hija.
—De eso yo no digo nada, digo de su muerte, porque morir todos tenemos que
morir y más tarde o más pronto poco importa. Mi yerno puede esperarme muchos
años en el infierno. Estoy aquí y os he rogado que vinierais para hablaros de algo
mucho más importante. Para hablaros del doncel rapado con orines. Eso no estuvo
bien. En la isla tenemos cierto sentido del honor.
—Tampoco falta en mi tierra.
—Vuesa merced rapó las barbas con orines a un soldado de los suyos y al niño de
la isla y el niño se mató y el soldado grande vive y medra, que por ahí lo he visto con
la cara de granujilla que le ha salido debajo de la barba rapada. Eso quiere decir que
los dengues y perendengues que vienen con vuesa merced bellacos son y que por el
contrario en esta isla los hombres se crían caballeros desde chicos.
—No comprende vuesa merced la causa de la diferencia. Lo que pasa es que al
niño lo raparon con orines ajenos, lo que era ofensa, y al soldado con los propios.
Raparse uno con sus propios orines no tiene nada de particular, porque en las
provincias vascongadas lo hacían nuestros abuelos y hay ahora todavía quien se lava
los dientes con ellos y lo consideran cosa sana.
Se quedaba ella mirando a Lope sin hablar, con grandes ojos redondos, y por fin
decía:
—¡Qué te parece! En mi tierra sólo se considera eso bueno para curar los
sabañones.
—El chico —dijo Lope— tampoco es seguro que se quiso matar. Yo creo que no
y pondría la mano en el fuego. Quiso huirse de la isla y como no había canoas se echó
a nado pensando que tarde o temprano llegaría a la tierra firme. No quería matarse,
sino escapar del lugar de la vergüenza para no ver más la cara de los que la
presenciaron.
—¡Bah, bah, bah! Muchos presenciaron la afrenta, pero sólo una persona le
importaba a mi sobrino: una muchacha de su edad que lo vio y de la cual andaba
encelado. Eso es.
—Valiente simpleza andar encelado a su edad.
—¿Qué sabéis de eso, mastuerzo? Si vuesas mercedes creen que la dignidad es
simpleza poco saben de hidalguía.

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—Señora, a mí no me da lecciones de eso vuesa merced, que nací libre de pechos,
y si sigue por ese camino voy a acordarme de quién soy y a hacer que os corten las
faldas por lugar vergonzoso, como hay Dios.
Y reía, pero era una risa hueca y falsa.
—El muchacho rapado —replicó ella con una gran seguridad en sí misma y como
si no se dignara tomar en cuenta la amenaza— murió queriendo escapar de la
vergüenza de los ojos de su amada.
—Todo lo que pueda decir ahora vuesa merced lo he visto o pensado yo anoche,
porque este asunto me ha impresionado más que ningún otro en nuestra jornada desde
que salimos de los Motilones del Perú y muchas ocurrencias buenas o malas o sin
calificar ha habido desde entonces. Ya lo sé. Y sé también que el muchacho había
mirado a su amada, que estaba en un corro de mujeres, y que ella viéndolo de aquella
guisa se rió. Eso es: se burló. Si ella no se hubiera burlado el mozo no se habría
corrido ni habría afrontado después el riesgo de morir nadando hasta la tierra firme.
Culpa fue de ella. Y si el niño iba para muy caballero y habría llegado a serlo ella iba
para lo que yo me sé.
—Dígalo vuesa merced si se atreve.
—¿Por qué no he de atreverme?
—Porque es mi ahijada, que yo la saqué de pila.
—¿Qué me importa a mí eso y qué puede importarle a nadie? La ahijada de
vueseñoría camina para puta.
—¡Grosero, bellaco! —gritó ella, pero le retozaba la risa en la garganta—. ¡Se ve
que sois villano como lo son vuestros soldados! Pero con vuestra villanía yo podría
entenderme si a mano viene. A pesar de todo debéis daros cuenta de que estáis
hablando con doña Aldonza Henríquez, alcaldesa perpetua de Ciudad Rodrigo en la
raya de Portugal y gobernadora honoraria y vitalicia de la isla de la Margarita en el
mar de las Indias occidentales. Sí, os lo digo a vos, granuja, harto de nabos.
—Señora —dijo él, tanteando la daga otra vez como si fuera un talismán—,
teneos, porque me dan ganas de haceros rapar también.
—Yo no tengo barbas.
—De haceros rapar la cabeza, que no sería la primera vez que lo hago. Ya una vez
lo hice con mi hija y podría hacerlo igual con mi abuela.
—¿Rapar a vuestra hija? ¿Qué clase de monstruo sois?
—No tanto como raparla a navaja, pero sí cortarle el pelo por castigo, bien cerca
del cuero.
—A mí no hay nadie en el mundo que me haga tal cosa.
—¡Voto a Dios que me dan ganas de demostraros lo contrario!
—¡Nadie puede cortarme el pelo a navaja ni a tijera!
—¿No os acordáis de lo que he hecho con otros hombres y mujeres de la isla?
Algo más les he dado que sentir y aún mucho más. ¿Y no voy a poder cortaros el pelo
si se me antoja?

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—No, en los días de vuestra vida.
Como supremo argumento ella se quitó el sombrero y con el sombrero la
cabellera, que era postiza. Dejó los dos en su falda amarilla. Su cabeza estaba lisa y
blanca, monda y lironda como una enorme cebolla. Y muy seria preguntó:
—¿Eh, qué tal?
La miraba Lope, alucinado:
—Señora —dijo—, ahora comprendo que hay que vivir mucho para llegar a creer
lo que se ve.
—Se me cayó el pelo de unas fiebres y no ha vuelto a salirme. ¿Tenía o no razón?
—Parecéis un chino de esos que pintan en los reposteros de Oriente. Poneos la
peluca, señora, por favor.
La fealdad de aquella mujer era de una complejidad que daba miedo.
—Poneos el bonete, por favor —repetía Lope.
—No sin que antes me oigáis. Hay que hacerle al niño un entierro con gaita y
bombo y con los tambores de la armada. El caballerito escapaba a la tierra firme para
no ser visto nunca más de su amada, de la amada que se burló viéndolo hacer el paso
en medio de la gente de la isla. Y escapando del deshonor murió, que yo misma lo vi
en la playa desnudo como lo parió su madre. Yo lo vi, con estos ojos. Y ahora habrá
que hacerle un entierro. Para eso quería hablar con vuesa merced, para que el entierro
sea tan gallardo y vistoso como el que hicieron el otro día a ese mastuerzo marañón a
quien hizo matar vuesa merced.
La risa de aquella mujer era como la del loro. O era el loro quien la imitaba a ella.
Uno de ellos había influido en el otro.
—El entierro —dijo Lope gravemente— se lo harán vuesas mercedes, porque
nosotros vamos a salir muy pronto para la tierra firme.
—Ya veo. No os impresiona el rasgo de dignidad del niño. A mí me hace saltar
las lágrimas cada vez que pienso en él.
Se puso otra vez a reír, es decir, parecía risa, pero era llanto. Bastante histérico el
llanto, sin embargo; cada cual llora como puede. Lope recalcó:
—No era hombre de honor el muchacho, porque escapaba. Escapaba del que lo
ofendió y en eso vuesa merced se equivoca. Y repito que no fue suicidio, sino
accidente. Murió ahogado cuando huía a la costa de Venezuela. Si hubiera sido
hombre de honor como dice vuesa merced se habría quedado aquí.
—¿Para qué iba a quedarse?
—Para matarme a mí.
—Se dice pronto eso.
—Me habría matado a mí si hubiera sido un mancebo de honor.
La gobernadora lo miraba con los ojos redondos.
—Opinión meritoria sería ésa en otros labios, pero al fin palabras de barbero.
—O de hidalgo.

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Se oían crujir fuera los peldaños de las escaleras y la gobernadora, que escuchaba
atentamente, dijo:
—Ahí está. Ésa que viene es. Digo, la madre.
Seguía insultando a Lope de Aguirre no por sus crímenes —eso no le
impresionaba, porque eran cosas de hombres y de guerras—, sino por la rapadura con
orines, y Lope, viendo otra vez a la gobernadora mover el pie en el aire, dijo:
—Vuesa merced no se toma en serio.
—¿Yo? Dios me libre. De eso vienen todos los males que hacen las personas a los
otros. Se toma uno en serio y comienza a matar gente.
A todo esto la madre del muchacho muerto estaba en la puerta y era una mujer
magra, de facciones apretadas y cálidas, con el labio superior sudoroso.
—¡Mi hijo! ¡Tenía que matar vuesa merced a mi hijo, señor capitán! ¿No sabíais
que era hijo único? Siquiera si se hubiera llevado vuesa merced cualquiera de las tres
meonas que tengo en casa yo diría vaya con Dios, que hembras son. Pero tenía que
ser el varón, el hombre de mañana y el báculo de mi vejez.
—Señora… —decía Lope, de veras compungido.
—¡El decoro de mi casa!
—Señora… —balbuceaba Lope—. Yo no fui quien lo mató, que fue la mar a la
que se arrojó por la ceguera del deshonor delante de su amada.
Llegó en aquel momento un soldado de la guardia y dijo desde la puerta:
—Esa mujer entró sin licencia, escapándose de los guardianes.
Lope recuperó delante del soldado su sangre fría —que había perdido un
momento— y dijo gravemente:
—Sáquenla de aquí, pero no le hagan daño. Si alguno la maltrata tendrá que
pagarlo con arresto mayor, y ya sabéis lo que eso quiere decir en nuestras guardias.
—Entró en la fortaleza insultándoos, señor De Aguirre.
—Nadie la ofenda, que es madre y ha sido ya agraviada. No hay que ofender a la
maternidad. Y ahora le digo a vuesa merced, soldado marañón, que la vida tiene sus
fundamentos y que nunca hay que socavarlos ni envilecerlos y el mayor de ellos es
ser madre. Esta señora es sagrada para mí y lo será para todos, y vive Dios que si
alguno se atreve a zaherirla con una mirada o una palabra le saque los ojos a punta de
puñal.
Había otra vez un gran silencio, pero de pronto se oyó la risa —es decir, el llanto
— de la gobernadora. El soldado no entendía aquella reacción de doña Aldonza y al
principio creyó que era el loro y miró alrededor buscándolo.
—¿Qué reís ahí o lloráis? —dijo Lope—. ¿No sabéis lo que le pasó a doña Ana
de Rojas? ¿Sí? Vive Dios que no sé por qué no hago lo mismo con vuesa merced.
—No lo hacéis sencillamente porque no podéis. Eso es.
Vaciló un momento Lope de Aguirre y por fin se dirigió al soldado:
—Salga vuestra merced y llévese a estas dos señoras. A la señora doña Aldonza la
podrían vuesas mercedes rapar a navaja si tuviera pelo, pero a esta madre del

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muchacho que se ahogó nadando camino de la costa de Venezuela respétenla como a
su propia madre o de otro modo se las verá vuesa merced conmigo y no digo más.
La gobernadora caminaba empujada suavemente por el soldado y volvía la cabeza
para insultar a Lope, llamándole otra vez barbero y mengue y lengue y perendengue.
Al mismo tiempo en otra sala del piso más alto estaban Elvira y la Torralba
hablando y la niña decía:
—¿No os acordáis que en el Amazonas a pesar de ser tan niña me llamaban doña?
—Pero aquello de don Hernando no podía acabar bien. Si os casarais con un
marañón tendría que ser con Pedrarias.
Parecía la niña contenta con la hipótesis, pero de un modo infantil:
—¡Qué bien! ¡Cuántas cosas tendríamos en la vida que hablar cuando nos
acordáramos del Amazonas!
—La gente no se casa para hablar.
—¿Pues para qué?
—Los mejores momentos del matrimonio son momentos de silencio, donde sólo
se suspira.
—¡Pero cuántas memorias tendríamos!
—Yo no quiero acordarme nunca del Amazonas. Lo que querría sería quedarme
aquí en esta tierra que es la primera tierra cristiana que hemos topado. Pero iré con
vuesa merced a donde sea preciso, que Dios ha querido que nuestras vidas vayan
unidas.
La niña se sentía curiosa y parlera:
—Vuesa merced no viene por mí, señora Torralba.
—¿Qué decís?
—La verdad, digo. Vuesa merced está enamorada y yo lo sé, que los años de
vuesa merced son todavía para enamorarse y no tiene más de tres canas en su cabello.
—¿Yo, desgraciada de mí?
Y la niña Elvira añadió bajando la voz:
—Estáis enamorada de mi padre, que yo lo he adivinado.
Comenzó la Torralba a toser —una tos seca y nerviosa— y antes de dominar
aquella crisis súbita sacó el rosario de cuentas de ámbar:
—Angelus Dei nunciavit Maria.
Y la niña, aguantando la risa y mirándola de reojo, respondió también en latín.
Seguían los rezos, pero Elvira miraba a la Torraiba de reojo y repetía en su mente:
«El general Lope de Aguirre es jefe de todos esos hombrazos tremendos, pero no es
mi jefe, sino mi padre».
Seguía rezando mecánicamente con la imaginación puesta en su gentil destino de
doncellica expedicionaria. Era verdad que había habido otras mujeres en
expediciones de guerra, como la esposa de Orellana o la pobre doña Inés o la mulata
doña María o la llamada «monja alférez», pero siempre eran esposas o mancebas.
Ella era la primera doncella de la que había memoria en la historia de Indias, según

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había dicho Pedrarias. Y a ella por no ser esposa ni manceba —precisamente por eso
— no le sucedía nada. No podía quejarse de su suerte Elvirica. Eso creía.
Días después estaba ya Lope de Aguirre dispuesto a embarcar con su armada
cuando llegaron noticias de que un español vecino de Caracas que se llamaba
Francisco Fajardo había llegado a la isla con una tropilla de indios flecheros y dos o
tres españoles más con arcabuces decididos a hacerle el mal que pudieran. Fajardo
envió una carta a Lope diciéndole que si era hombre acudiera a vérselas con él.
No podía comprender Lope que con tan poca tropa se atreviera aquel caraqueño a
tanto —porque se había acercado a tiro de arcabuz de la ciudad— y sospechó que
llevaba más fuerzas en retaguardia. Tampoco quiso dar oportunidad a que algunos de
sus soldados inseguros desertaran. Como una victoria contra Fajardo no iba a mejorar
en todo caso su situación, no hizo caso del desafío, cosa que extrañó bastante a los
marañones.
Así y todo no estaba muy seguro Aguirre de lo que podía suceder hasta que
hubieran embarcado y obligó a la guardia a tener vigilancia constante con el pretexto
de las amenazas de Fajardo y a hacer fuego contra el que tratara de escapar.
A última hora apareció Llamoso y viendo que Lope lo miraba con expresión
airada dijo:
—No me preguntéis nada, porque no podría responderos ni la verdad ni la
mentira. ¡Yo no se lo di! Yo arrojé el sello nada más. Solimán lo cogió, pero yo no
soy hombre tan bajo para ignorar lo que eso nos importa a todos.
Se refería al sello del rey Felipe.
—Entrad en el navío —dijo Lope con expresión sombría— y no volváis a
hablarme de ese negocio si estimáis vuestra cabeza.
El otro obedeció en silencio.
Embarcó Lope tres caballos muy buenos y un mulo y como no había acomodo en
el navío nuevo ni en los bergantines el comandante de navegación Alonso Rodríguez,
que era de costumbres curiosas, al parecer poco dado a las mujeres y que parecía
tenerlas miedo y huir de ellas —por lo cual era a veces objeto de burlas—, advirtió a
Lope de Aguirre:
—Vea vuesa merced que no hay bastante sitio para los caballos y el mulo y si la
mar está movida los animales causarán algún estorbo a los hombres.
Vio Aguirre entonces sobre la comba de una colina próxima a doña Aldonza,
esplendente en sus sedas con el loro blanco en el puño, a dos mujeres más y al perro
Solimán. Bajo la impresión de las miradas de doña Aldonza mascaba Lope la
vergüenza y refrenaba la ira.
Debía ser Aguirre el penúltimo en embarcar y el último Rodríguez, quien viendo
que el general tenía el agua a la rodilla soltó a reír:
—¿No ve vuesa merced que se está mojando en balde? Vaya por allá, que hay
vado.

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En la comba de la colina reía el loro de doña Aldonza. Irritado por el consejo de
Rodríguez sacó Lope la espada y le dio un tajo en el hombro que le quebró la
clavícula.
—¿Dónde está el cirujano? —preguntó, fuera de sí—. Venga acá su merced,
Carolino, y cure al cabrón almirante.
Allí mismo Rodríguez fue estrangulado según el sistema en el que Carolino era ya
maestro. Azotaba Rodríguez el agua con los pies que era piedad verlo. El loro seguía
riendo en la colina y Lope sentía aquella risa en sus nervios. Antes de embarcar envió
Aguirre a buscar a un cura de la isla llamado Contreras no para matarlo —dijo—,
sino para llevarlo consigo.
Declaró el cura al entrar en el barco:
—Vuesas mercedes son testigos de que vengo a la fuerza y contra mi voluntad.
Respondía Lope de Aguirre:
—No se asuste vuesa paternidad, que lo traigo para fines muy nobles y santos.
En la comba de la colina decía doña Aldonza a grandes voces:
—Váyanse vuesas mercedes al cuerno, hatajo de viles, mandiles y zascandiles.
Como se puede suponer… las fuerzas que llevaba Lope eran menos de las que
tenía cuando llegó a la isla y los españoles que embarcaron sumaban unos ciento
sesenta. Habían llegado a la isla muchos más, pero entre los que desertaron y se
fueron con el provincial, los que mató y los que huyeron al interior de las montañas
habían quedado reducidos a muchos menos. Iban, pues, ciento sesenta hombres de
guerra, unos cien indios del servicio de la Margarita que Lope se llevó consigo, diez o
doce voluntarios nuevos que habrían querido desertar y no podían y los consabidos
negros, que eran los mismos que embarcaron en los Motilones.
—A veces eso de ser esclavo —decía el negro Vos— no es tan malo, según como
se mire.
Llevaba en cambio Lope de Aguirre más armas con las cuales pensaba proveer a
los voluntarios que se acercaran en tierra firme. Había sacado de la isla cincuenta
arcabuces más, unas cien partesanas, lanzas y espadas, seis tiros que llamaban de
fruslera, que estaban en la fortaleza y que eran trabucos que se cargaban con virutas
de cobre y lingotes y desperdicios de metal. Llevaba también todos los arneses y
riendas y cinchas y arreos que había en la isla, con la idea de reconstruir su caballería
en la primera ocasión.
Era domingo y día último de agosto de 1561.
En lugar de ir a Nombre de Dios y a Panamá, donde estaba seguro de que le
esperaban con todas las fuerzas disponibles, decidió Lope ir a desembarcar al puerto
de Burburata y desde allí marchar por tierra al Perú, atravesando Venezuela, Nueva
Granada y cruzando selvas y montañas sin cuidado de las dificultades naturales. Por
el camino pensaba hacer más gente y aquellos lugares tenían para él, como digo, la
ventaja de ser los menos sospechados por el enemigo.

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Ordinariamente se hacía la travesía desde la Margarita a Burburata en cuarenta y
ocho horas. Pero tuvieron vientos contrarios y estuvieron en el mar ocho días largos.
Lope de Aguirre acusaba a los pilotos de estar tomando otro rumbo y no el de
Burburata. Blasfemaba y en las tormentas de la hora de la siesta decía después de oír
el estruendo de un rayo:
—Yo no soy de los vuestros, Señor, sino vuestro enemigo. Si no he de tener
fortuna en mis planes y designios matadme ahora, pero si no me matáis dadme
vientos propicios y guardad la gloria eterna para vuestros santos, que los más eran
gente ruin y yo soy de otra casta.
El cura se hacía cruces y rezaba día y noche.
Por fin llegaron a Burburata el día 7 de septiembre.
Desembarcaron al caer la tarde. Encontraron allí un barco de mercaderes, quienes
viendo llegar a los de Aguirre y sabiendo quiénes eran sacaron a tierra sus
mercaderías y huyeron con ellas al interior sin esperarlos.
Al bajar a la playa lo primero que hizo Lope fue prender fuego a aquella
embarcación. Acamparon en la arena, poniendo Lope de Aguirre vigías y centinelas
con la intención de evitar que algún soldado se apartara del real.
Allí se quedaron toda la noche y el fuego del navío de los mercaderes, que estuvo
ardiendo hasta el alba, les alumbraba.
No había en Burburata una sola persona, porque los vecinos abandonaron también
sus casas llevándose todo lo que tenían de valor.
El gobernador de aquellos territorios se llamaba Pablo Collado, residía en
Tocuyo, a algunos días de distancia por malos caminos, y era hombre civil y de poco
nervio. Tuvo enseguida conocimiento de la llegada de Aguirre porque los de
Burburata enviaron avisos con caballos ligeros. Se encontró el gobernador con que
Lope había ido a desembarcar en donde nadie lo esperaba.
Convencido de que no tendría más remedio que vérselas con Aguirre y de que
contaba con poca gente y floja, trató de concentrar a todo el mundo hábil para las
armas. Acudieron algunos vecinos de Tocuyo y el gobernador nombró
provisionalmente comandante general a Gutiérrez de la Peña, que había sido su
antecesor en el gobierno y además de haber adquirido cierta experiencia de combate
con indios, era vecino viejo de la misma ciudad, donde tenía bienes de importancia.
Envió el gobernador a llamar a Bravo de Molina y a García de Paredes (los dos
capitanes conocidos), que vivían en Mérida, y les pidió que acudieran con las fuerzas
que pudieran juntar, ya que tenían el enemigo en los umbrales y carecían de defensas
adecuadas.
Pertenecía Mérida a la gobernación de Venezuela —no a la jurisdicción de
Collado— y además había tenido aquel gobernador diferencias personales con los
capitanes Bravo y García de Paredes, pero en aquella ocasión les rogaba
humildemente que olvidando el pasado acudieran al servicio de su majestad. El

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capitán García de Paredes acudió a Tocuyo con buen ánimo. Estaba la ciudad a unas
doscientas millas de la costa y sin caminos las distancias eran mayores, en realidad.
Había que considerar la inseguridad del territorio, recientemente poblado, con
indios de guerra en todas partes y animales salvajes en las selvas. Sin contar las
enfermedades «equinocciales», los mosquitos, los escorpiones, las culebras
venenosas y otras mil molestias ya conocidas en el Amazonas y en la isla Margarita.
Tener sin embargo el enemigo a doscientas millas era entonces «tenerlo en el
umbral», como decía Collado a los capitanes Gutiérrez de la Peña y García de
Paredes, este último hijo del famoso héroe de las guerras de Italia.
Como el más joven era Gutiérrez de la Peña, el gobernador había pensado hacerlo
maestre de campo —contra su primera determinación—. Lo peor por el momento era
la falta de tropas y de armas y también la repercusión de la fama de Aguirre en los
territorios próximos a la costa donde habían desembarcado. El terror lo primero que
causa es el vacío. Después desarrolla una cierta virtud de atracción y seducción.
Había que contrarrestarla cuanto antes y la única manera era dar a entender que había
un ejército capaz de afrontar y destruir a Lope de Aguirre.
Gutiérrez de la Peña y García de Paredes veían en el gobernador un hombre
inteligente, pero impresionado e inquieto. Justificaba su propia inquietud hablando de
las responsabilidades que contraía con el virrey y con el rey mismo, pero en el fondo
lo que pasaba era que el gobernador tenía miedo.
Los capitanes tenían una pequeña escolta de seis soldados para las emergencias
del camino y no estaban seguros de poder conseguir muchos más. En cuanto a las
armas sólo había dos arcabuces y algunas lanzas. El gobernador confirmó a Gutiérrez
de la Peña en su cargo de general e hizo maese de campo a García de Paredes.
Envió por delante a García de la Peña, quien se fue a Barquisimeto, que estaba a
mitad de distancia de la costa, con sólo seis hombres, esperando levantar más gente
por el camino con cédulas del gobernador llenas de promesas. En cuanto a García de
Paredes se quedó unos días más con el gobernador en Tocuyo. Había aceptado el
puesto diciendo:
—Plegue a Dios darnos ayuda de gente y arcabuces, porque si no estamos
perdidos, que Lope de Aguirre tiene más de doscientos.
Había enviado el gobernador nuevas cartas a Mérida para el capitán Bravo y a
Santa Fe para avisar a la real audiencia. Contestó Bravo que las fuerzas que tenía no
eran bastante para cruzar aquellos territorios de indios rebeldes y que sería mejor
reservarlas para combatir a Aguirre cuando llegara más adentro. A pesar de todo era
necesario salir cuanto antes al paso de Lope, porque había muchas naciones indias de
guerra que estaban flojamente sometidas y que podrían ser atraídas por la fama del
caudillo. Asimismo, los españoles descontentos del Perú, que no eran pocos,
acudirían a Lope en cuanto éste tuviera el menor éxito. El gobernador se veía
envuelto por los problemas y con dos capitanes expertos, pero sin gente. Pidió a
Bravo que acudiera a Tocuyo lo antes posible.

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Había que impedir a toda costa que Lope de Aguirre entrara tierra adentro, y si
esto no podían evitarlo era indispensable organizar la resistencia en Barquisimeto y
no dejarle pasar de allí.
Los soldados que pudo levantar Pedro Bravo en Mérida no fueron sino
veinticinco y los mismos voluntarios al ver la pequeña tropa que formaban y que no
había más se desanimaron, pero Bravo les dijo que esperaba hallar más gente en
Tocuyo y en Barquisimeto.
—Se ha avisado a la real audiencia de Santa Fe —añadió— y allí dispondrán
dineros y harán una leva general.
Los veinticinco caballeros siguieron a Pedro Bravo camino de Tocuyo, donde los
esperaba el gobernador. Llevaban banderas, pero estaban mal armados y algunos que
esperaban hallar una celada y algún sable en Tocuyo iban a sufrir una decepción. El
gobernador no tenía celadas ni sables y mucho menos arcabuces.
Entretanto, al amanecer, en la playa de Burburata, Lope de Aguirre envió una
avanzadilla de reconocimiento al pueblo, a ver qué sucedía. Había esperado Lope de
Aguirre que aquella misma noche llegaran del pueblo a ofrecerle vasallaje y a rogarle
que no causara daños en las vidas ni en las haciendas, pero la patrulla de marañones
encontró el pueblo desamparado y vacío. Al acercarse a una casa vieron que salía de
ella uno de los que habían sido pilotos de Aguirre en el Amazonas, que se llamaba
Francisco Martín y lo llamaban Paco el Piloto. Iba comiendo y al ver a los soldados
dijo sin sorpresa alguna:
—Hora es de que lleguen vuesas mercedes, que los espero desde el día en que
desembarcamos aquí con Munguía.
Era de los que se habían pasado al barco del provincial, pero muy contra su
voluntad, según dijo, y esperaba una oportunidad para unirse otra vez a las tropas de
Aguirre.
—He aquí —dijo un soldado de la patrulla— algo que va a gustarle mucho a
Lope de Aguirre. Si no le da por cortaros la cabeza, que todo podría ser.
—No hará tal —dijo el soldado chupándose los dedos—, que yo lo conozco y él
me conoce y lo de Munguía fue contra mi voluntad.
Extrañaba a los soldados aquella confianza de Paco el Piloto, quien ignoraba los
últimos sucesos de la Margarita. Explicó que estando en Burburata con otros soldados
y con todos los vecinos se había dedicado a hablar de las violencias y atrocidades y
matanzas de Lope y nadie se extrañaba, porque habían oído antes al provincial.
Entonces Paco exageraba más las violencias del caudillo para asustarlos. ¡Y vaya si
los asustó!
Al ver aproximarse las naves de Lope sucedió lo que el marañón suponía. Todos
huyeron con los bienes que pudieron llevar consigo y él se quedó sosegado y
escondido y allí estaba. Añadió muy seguro de sí:
—Otros marañones de Munguía hay que no pudieron quedarse y se marcharon
con la gente civil, pero volverán aquí en cuanto tengan vagar, porque son leales a

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Aguirre lo mismo que yo.
Fue investigando con la patrulla y encontraron algunos víveres y sobre todo
buena bebida que llevaron a la playa. Presentose Paco el Piloto al general, quien
después de vacilar un momento —tan de improviso le tomó— le dio la mano, luego
lo abrazó y le dijo que le agradecía su perseverancia y su lealtad.
—Muchas ocasiones ha tenido vuesa merced —añadió— para volvernos las
espaldas y quedarse con las banderas del rey. Pero no lo ha hecho y al regresar a mi
lado demuestra su lealtad, que yo no olvidaré cuando llegue la hora de repartir honras
y provechos.
Preguntó qué se decía en el campo enemigo. Paco el Piloto dijo que la gente
estaba en una situación de pánico extremo y que el nombre de Lope de Aguirre por sí
solo les demudaba la expresión y no creían que fuera hombre, sino fuerza
sobrenatural y encarnación del mal mismo.
—El diablo, ¿eh? —decía Lope de Aguirre muy serio.
—No he oído decir esa palabra a nadie, pero seguro que es lo que piensan.
—Quizá tienen razón. ¿Y qué pensáis de esa fama? ¿Nos ayuda o nos perjudica?
—Os está ayudando y muy bien. Porque delante de vuestros caballos se hace el
vacío y aún de vuestro nombre. Y viendo el miedo de todo el mundo otros soldados
de Munguía dan por segura vuestra victoria y quieren volverse aquí y lo harán en la
primera ocasión, digo aquellos marañones que fueron sacados de vuestras filas a la
fuerza. Lo mismo se puede decir de millares de indios de guerra que odian al
gobernador y a la real audiencia y de negros cimarrones que andan por esas montañas
de San Cristóbal. Lo que es gente os juro por Dios que no ha de faltaros.
Oyéndolo se sentía Lope a gusto en su loriga y miró alrededor buscando a
Pedrarias. Vio de pronto que estaba detrás de él:
—¿Estáis oyendo? —le dijo.
Pedrarias se puso a hacer preguntas a Paco el Piloto, porque tenía sospechas. Tal
vez se trataba de un espía del campo del rey que escaparía para darles informes por la
noche. Paco el Piloto explicaba cómo sucedió la traición de Munguía:
—Ni yo ni los otros esperábamos una cosa como aquélla. Pero Pedro de
Munguía, Arteaga y Rodrigo Gutiérrez se lo tenían conspirado y preparado y nos
engañaron a todos. Cuando llegamos cerca del navío del provincial los tres vinieron y
me dijeron: dejen vuesas mercedes los arcabuces, que nos vea el fraile sin ellos y así
se confiará más. Hecho esto entramos en el navío y en cuanto tuvimos los pies dentro
comenzaron Munguía y sus amigos a gritar viva el rey y los pocos soldados que
llevaba el provincial nos rodearon, íbamos casi sin armas y nada podíamos hacer.
Luego algunos que pensaban lo mismo que yo contra Munguía al llegar a Burburata
quisimos escapar y regresar a la Margarita, pero no teníamos embarcación y
quedamos en tierra como estoy yo ahora. Hay varios soldados en el campo con los
vecinos de Burburata que querrían volver aquí, porque están mal vistos de todo el

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mundo y los maltratan y no les dan de comer por recelo y venganza y andan más
miserables que nunca.
Oyendo aquellas buenas noticias Lope de Aguirre le mandó que volviera al lado
de los fugitivos con una carta que iba a escribir y que los rescatara y trajera a su lado,
procurando de paso averiguar lo que pudiera sobre los movimientos del campo del
rey.
Escribió la carta, que decía:
«Marañones, hermanos míos y vecinos civiles de Burburata.
Dios sea con vuestras mercedes, que yo he venido aquí a traerles libertad y
ventura. He oído cómo algunos de vuesas mercedes querrían venir a nuestro campo,
donde además de tener fuerzas poderosas para conquistar el Perú —que sólo en
arcabuces tenemos más de trescientos cincuenta y munición para estar gastándola en
salvas tres años y no acabarla— tenemos también corazones justicieros y la voluntad
de liberar a todos los españoles y pobladores indígenas destas tierras de la tiranía de
Felipe II».
Luego añadía que al que llegara a su lado le daría la opción de elegir en el Perú la
hacienda de cualquiera de los servidores actuales del virrey y otras mercedes que
citaba por lo menudo para despertarles la codicia.
—Esto es —dijo Paco el Piloto, recibiendo la carta y guardándosela en el seno—
cartel de levas y ese resultado dará.
Lope murmuró entre dientes:
—Mis banderas os aguardan.
Allí estaban las banderas de seda negra forrada de tafetán, con las espadas rojas
cruzadas no en cruz romana, sino en aspa, como la señal de Indra implacable —el
rayo fulminador—. Antes que se marchara Paco el Piloto un portugués de los que se
habían incorporado a Lope en la isla Margarita llamado Antonio Farias preguntó si
aquel lugar donde estaban era isla o tierra firme, y lo decía porque veía los
bergantines con algunas velas izadas y el estandarte real.
¿Estandarte real? El portugués estaba loco o era un bellaco bufón y en los dos
casos estorbaba. Lope de Aguirre, quizá para impresionar a Paco, hizo dar garrote al
portugués allí mismo. Carolino cumplió su deber una vez más con los cordeles.
Después Lope de Aguirre dijo:
—Tengan todos fe en mí y no olviden que soy el que dice la última palabra en el
destino de vuesas mercedes.
Salió Paco en el momento en que Lope de Aguirre daba las primeras órdenes para
marchar a Burburata. Pedrarias, que seguía detrás del caudillo, le dijo en voz baja:
—Vive Dios que ésta es una ejecución cuyo sentido y razón no entiendo.
Lope, sin alzar tampoco la voz, dijo:
—Lo comprenderéis cuando os diga que lo he hecho para probar a Paco el Piloto.
Después de lo que ha visto si vuelve al real con nosotros es porque no fue ayer traidor
ni es ahora espía. ¿Comprendéis?

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—Creo que sí —dijo Pedrarias.
Una de las tareas que más ocupado traían a Pedrarias era la de explicarse las cosas
que veía a su alrededor. La vida no había comenzado a ser verosímil todavía para él y
en eso le sucedía lo mismo que a los indios del Amazonas rodeados por el prodigio
de una naturaleza que los excedía por todas partes.
—Nada de lo que veo me espanta —añadió Pedrarias—, que como decís más
muertes y crueldades hace en una semana Felipe II, y la violencia es necesaria para la
conquista y el gobierno, pero quisiera comprender lo que pasa en vuestra alma, si
pasa algo cada vez que suprimís una vida humana.
Eso de si pasa algo hizo reír a Lope de Aguirre como nunca le había visto reír
Pedrarias. Aquel día en la playa de Burburata le dijo todavía Lope, refiriéndose a
Farias el portugués, que era hombre reblandecido por la molicie de la vida en la
Margarita y además un «cosechador», es decir, un soldado que se unía a los
triunfadores a la hora del botín.
—A ésos —decía Lope— yo los conozco a distancia por el olfato.
Creía Pedrarias que una vez más Lope tenía razón y éste al darse cuenta añadía:
—Vuestra merced da demasiada importancia a la apariencia exterior de las cosas.
Lo mismo que los árboles en la selva, la prosperidad de uno es la muerte de otro.
Mata la Iglesia, mata el rey y mata el encomendero. Y a menudo con menos motivos
que yo.
Comprendía Pedrarias e incluso disculpaba a su jefe. En aquel momento acababan
de sacar de los barcos la impedimenta y Lope dio orden de que la llevaran a
Burburata sin esperar más. Pedrarias le preguntó todavía:
—¿Cree vuesa merced que Paco volverá?
—Eso nunca se sabe hasta que sucede. Ya veremos.
Viendo descargar el último atalaje, Lope bromeó con Pedrarias:
—Vuesa merced firmó con un nombre falso la proclamación donde nos
desnaturalizábamos de Castilla. ¿No os acordáis? Y ahora andáis muy escrupuloso.
Vaciló un momento Pedrarias y luego dijo:
—Ya sabéis Lope de Aguirre que nunca he ocultado yo mi descontento con
aquella declaración, pero marañón soy y marañón moriré si es preciso al lado de los
camaradas. Creo en la amistad y morir por ella es tan bueno como morir por el rey y
aún mejor.
Disimulaba Lope su admiración con Pedrarias, a quien consideraba hombre de
paz y letrado y le permitía tácitamente algunos privilegios, entre ellos el de
mantenerse con las manos limpias de sangre. Por eso respondió todavía en voz baja y
confidencial:
—Nos conocemos, señor Pedrarias, y sin palabras nos entendemos las más veces.
Aguirre el loco me llaman y no es verdad. Debían llamarme Aguirre el Peregrino.
Unos buscan al Papa y otros a Santiago, andando por las sendas del mundo. Yo busco
también a alguien. ¿Sabe vuesa merced a quién busco?

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Un soldado dejó caer tres rodelas y dos lanzas con un gran ruido y Lope se volvió
nervioso. Luego repitió la pregunta y Pedrarias dijo que sí que lo sabía.
—¿A quién?
Pedrarias, con una rara placidez de expresión, se inclinó sobre el hombro del
caudillo y le dijo:
—Soy bastante viejo para haber aprendido que no se puede decir la verdad en
público y a veces tampoco en privado.
—Ese a quien busco —dijo Lope exaltado, de pronto— es un hombre cabal y a
ése lo voy a sentar en el trono de Lima antes de mucho. Las Navidades las pasará ese
que no habéis dicho, pero que pensáis, calentándose los pies en la chimenea de los
Pizarros contra la plancha del fuego marcada aún con las armas de Felipe II. Ese a
quien busco lo encontraré allí y le daré las dignidades que le han robado. En esta
época de convulsiones y revueltas todos han subido menos él, todos han hallado su
rampa hacia arriba menos él. A fe que él la ha de hallar también con su cojera y todo
y ha de subir con pie firme. Nada importa en la vida, ni el pan ni el vino, ni la
hembra, ni la amistad, ni los honores del rey. Sólo importa poner la bota donde yo sé
que hay que ponerla. Nadie más que yo sabe cuál es ese lugar y dónde está.
Se volvió hacia Pedrarias:
—¿Lo cree vuesa merced?
—Aunque no lo creyera —dijo Pedrarias gravemente— iría con vuesa merced lo
mismo.
—¿Por qué?
—Ya os dije que creo en la amistad.
Al llegar aquí se levantó Lope para llamar la atención de los soldados y con
objeto de que su voz fuera más sonora se dobló un poco sobre la cintura cargada de
tahalíes y aceros.
—¡Marañoooones! Nuestros enemigos ni tienen soldados ni tienen armas.
Algunos me preguntaban por qué venía yo a Burburata y no iba a Nombre de Dios.
Bien, marañones, todas las tropas que podían habernos recibido a arcabuzazos están
en Nombre de Dios y os digo que sin disparar un tiro llegaremos a Nueva Granada y
disparando muy pocos, pero certeros, llegaremos a tierras del Perú, en donde
tendremos que emplearnos como hombres de guerra que somos. Pero no olvidéis
nunca lo que os digo ahora: que vosotros, marañones, que venís conmigo podéis
perder la vida, pero no la esperanza. Hasta los que huyeron con Munguía están con
ella, digo, con su esperanza entera y van a volver.
Se interrumpió un momento para decir a Pedrarias que fuera a Burburata y
eligiera allí los aposentos para su hija y la Torralba y luego continuó a grandes voces:
—Van a volver aquí los de Munguía y los recibiremos con los brazos abiertos,
porque vienen acogiéndose al sagrado de la amistad…, que siempre la he respetado
por encima de todo, y ellos saben dónde está y dónde van a encontrarla. Todos la
hallarán aquí, entre nosotros, y no sólo en mí, sino también en vuesas mercedes…

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Seguía hablando con un ímpetu en la voz y en el tono que habría parecido
imposible en un cuerpo tan enteco y ruin.

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XVI

Envió Lope de Aguirre a buscar animales de carga y de montura. Volvieron los


exploradores dos días más tarde trayendo dieciocho yeguas y siete caballos
cimarrones que andaban salvajes por los montes. Algunos venían heridos por las
trochas de puyas disimuladas que habían puesto en los caminos contra los marañones
y no debían tener veneno, porque ninguno de los animales llegó a morir.
Pregonada fue a tambor y trompeta la guerra contra el rey de España y contra sus
vasallos, amenazando con pena de muerte a los soldados marañones que no los
mataran en el lugar que los tomaran prisioneros, exceptuando a aquellos que se
entregaran con el deseo de unirse a la rebelión y lo dijeran así al disgregarse del
enemigo.
Los marañones más seguros recibieron la orden de descubrir la tierra, saquear los
poblados próximos y tomar algunos prisioneros para obtener información. Una
patrulla llegó a la hacienda de un tal Benito Chávez, que estaba a cuatro leguas del
pueblo. Era Chávez precisamente alcalde de Burburata y estaba allí con su familia,
incluidas la esposa y la nuera. Los soldados robaron la hacienda y volvieron con
Chávez al real.
Llevado el alcalde a la presencia de Aguirre, éste le preguntó las condiciones de
la tierra y la razón por la que los vecinos habían huido del pueblo. Él respondió
cortésmente a lo que le preguntaban, sin decir nada realmente nuevo.
Otra patrulla de exploradores apresó a un tal Pedro Núñez y viendo que era
hombre joven y despejado de lengua Lope de Aguirre le preguntó qué opiniones tenía
la gente sobre él y qué decían. Parecía el hombre receloso de hablar y Lope le
prometió no hacerle daño y le suplicó por las buenas que le dijera lo que hubiera
oído, bueno o malo.
Tranquilizado por fin, Núñez habló:
—Todos le tienen a vuesa merced por un gran luterano y lo mismo dicen de sus
soldados.
Lope de Aguirre tomó una celada que había en la mesa y se la arrojó:
—¡Bárbaro, necio! —rugía fuera de sí—. ¿No sois más que el miserable majadero
que aparentáis o es que venís con socarronerías y con añagazas?
Lo mandó salir de su presencia, pero le prohibió alejarse cien pasos del pueblo y
dieron orden a los centinelas de hacer fuego si intentaba marcharse. Núñez, viéndose
mal parado, quiso congraciarse con Lope y le dijo dónde podía encontrar una tropilla
de caballos y mulos. Fueron a buscarlos y eran también selváticos y sin domar. Pero

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Lope era un gran domador y había entre sus soldados otros con la misma habilidad.
Se pusieron enseguida a la tarea.
Quedaron en Burburata los días necesarios para desbravar a los animales de modo
que pudieran montarlos. Entretanto, fueron hallando, por denuncias e indicios, otros
animales de ganado mayor que los vecinos habían ocultado en el monte y víveres en
gran cantidad y también algunas cubas de vino. Tal abundancia tenían de éste que
muchos soldados se bañaban en él, metiéndose desnudos en las tinas, ya que no
podían consumirlo ni llevarlo consigo. Lope animaba a los soldados a ésa y otras
libertades y llamó a Pedrarias para escribir algunas cartas. La más importante era para
el alcalde del pueblo de Valencia, que estaba siete leguas distante de Burburata, cerca
del mar y al lado de una enorme laguna. En la carta decía Lope que no pasaría por
allí, ya que llevaba la determinación de llegar cuanto antes a Nueva Granada y al
Perú, pero que necesitaba que cada vecino de Nueva Valencia le enviara un caballo. Y
que aquello no era contribución de guerra, porque él pensaba pagarlos religiosamente
cuando le fueran entregados.
Después de algunas frases corteses terminaba amenazando con ir a Nueva
Valencia y saquearla y devastarla y prenderla fuego si no le obedecían.
Había logrado que Núñez le indicara los lugares donde otros vecinos habían
enterrado cosas de valor —algunos incluso dinero— y buscándolos llegaron a
descubrir un gran barril de aceitunas de España del mismo Núñez —según él dijo—,
entre cuyas aceitunas había algunos objetos de oro y dos barras de plata. Dijo Núñez
a Lope de Aguirre que el barril era suyo y que las aceitunas las daba de grado a los
soldados, pero le suplicaba le permitieran recoger los objetos de valor. Lope de
Aguirre preguntó a Núñez con qué estaba tapado el barril y él dijo que con una
grande rodaja de madera.
—¿Y cómo estaba cerrada esa rodaja?
—Con brea —respondió Núñez.
Envió Lope a buscar la tapadera y se la trajeron. Resultó que había estado pegada
con yeso y no con brea.
—Éste ha mentido en eso y lo mismo mentirá en todo lo demás.
Mandó que dieran garrote a Núñez por embustero. Gritaba Núñez que era
portugués y estaba fuera de su jurisdicción y reía Lope, preguntando al negro Vos:
—¿Qué piensas tú? ¿Vale tu cuerda para sacarles el alma a los portugueses?
El negro preparaba sus cordeles y reía sin responder.
—Ya sabía yo que tenía que morir así —dijo el portugués—, porque toda mi vida
he tenido miedo de los cordeles —dijo—. De los cordeles y de la noche.
Aguirre dijo a Vos que estaba ya enlazando el cuello de su víctima:
—Entonces espera que anochezca para que se cumplan en todo las profecías del
tal embustero, que en algo tenía que acertar.
Como la luna no salía hasta las nueve de la noche o algo más tarde, le dijo Lope
al negro:

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—Cuando la luna se vea por la raya de la colina le apretaréis el gaznate.
¿Entendido?
—Sí, señol, que ya en la Margalita hise otra justisia con la luna.
Con el primer segmento lunar sobre la colina los negros quitaron la vida a Núñez.
Luego fueron a hacer la parte pesada de aquel trabajo: la sepultura. Y apelmazaron la
tierra con sus pies desnudos, bailando sin dejar el cigarro, que humeaba en sus labios.
Al día siguiente, después de una dura sesión de desbrave en la que Lope, como
más experto, llevaba la dirección, salió al campo y encontró en las afueras junto a un
arroyo a un tal Juan Pérez, soldado de aspecto doliente que estaba mirando correr el
agua.
—¿Qué hacéis aquí? —le preguntó.
—Ando algo enfermo y aquí me estoy por desenfadarme con el murmullo del
agua.
—¿En qué pensabais?
—Pues me acordaba de aquel cura llamado Portillo que murió en el Amazonas, si
mal no me acuerdo, en el pueblo de los bergantines, y que decía que estaba pesaroso
de la muerte de Cristo como si la hubiera cometido él. Y acordándome pensaba que
hay muchas clases de hombres en el mundo. Y también me acordaba del pueblo
donde nací.
—Creo que no podréis seguir esta jornada con nosotros.
—También lo he pensado yo más de una vez, pero iré hasta donde mi ánimo
llegue.
—No, porque os quedaréis en Burburata.
—Como vuesa merced disponga.
Volvió Aguirre a su casa y mandó que fueran a buscarlo «para hacerle regalo en el
pueblo», pues que se encontraba mal de salud. Lo llevaron otra vez a su presencia y
dijo Aguirre que no quería hombres inútiles en el campo.
Dejó pasar un rato en silencio y preguntó:
—¿Qué decís?
—Nada. Pienso lo mismo que antes, que hay muchas clases de hombres en el
mundo.
—¿No os pesa tener que morir?
—No tanto como yo mismo habría creído. Todos han de pasar por ahí. También
vuesa merced.
Otros soldados le rogaron a Lope por su vida, pero el caudillo dijo que no y llamó
a los negros, advirtiéndoles que a aquél no había que enterrarlo, sino dejarlo a la vista
como ejemplo. Muerto Juan Pérez, lo pusieron en la plaza del pueblo con un cartel a
los pies: «Por tibio y desaprovechado».
Como de Valencia respondieron a la carta de Lope diciendo que no enviarían
caballos por haber pocos y ser necesarios, decidió Lope de Aguirre ir a la ciudad y
hacer un castigo, pero de pronto sucedió algo que nunca había esperado. Todo podía

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imaginarlo Aguirre menos que Pedrarias y Diego de Alarcón desertaran. Así fue, sin
embargo, y de tal modo, que parecía imposible volverlos a encontrar.
Elvira se pasó dos días llorando y la Torralba se sintió tan afectada que renunció
para siempre a cantar su jota soriana.
Aguirre, más perplejo que indignado, envió tres soldados a la hacienda de Chávez
(que estaba preso todavía en Burburata) para que trajeran al real a la mujer y a la hija
casada del dicho alcalde, y cuando estuvieron allí Lope soltó a Chávez y le dijo:
—Si me traes a esos fugitivos, y tú sabes mejor que yo dónde están y sabes
también evitar las trochas y las puyas envenenadas, te devolveré a tu mujer y a tu
hija. Si no traes a Pedrarias y a Alarcón vendrán las dos mujeres con nosotros y antes
que perdamos nosotros las cabezas podéis estar seguro de que las perderán ellas.
Dicho esto, salieron todos para Valencia. Hacían falta las cabalgaduras para
transportar el parque, incluida la artillería sacada de la Margarita. Y todos iban a pie,
incluso las mujeres, es decir, la Torralba y Elvira, y con mayor motivo la esposa y la
hija de Chávez.
Elvira quiso lamentarse y dolerse —a cada paso se clavaba una espina en un pie e
iba a su padre a que se la quitara y a preguntarle si estaba envenenada. Pero la tercera
vez Lope de Aguirre dijo a su hija en voz baja que si volvía a su lado con un
problema como aquél iba a castigarla por el procedimiento que ella sabía muy bien.
La niña sospechaba que era muy capaz de volver a cortarle el pelo como hizo una vez
en Trujillo y no volvió a quejarse.
Lope de Aguirre parecía muy mohíno y de cuando en cuando suspiraba sin querer
hablar. Como alguien le preguntara, dijo:
—Creía en la amistad: en la amistad de los valientes con los hombres de
entendimiento. ¿Sabéis por qué?
—A fe que no, si no me lo decís.
—Pues porque los dos saben morir. Los unos porque lo entienden y los otros
porque es su oficio. Vuestro oficio y el mío es ése.
Seguían caminando en silencio. Lope se sentía perplejo:
—¿Qué decís vos, Juan de Aguirre, que lleváis mi nombre por maldición? ¿Qué
decís, hermano, villano, zascandil?
—Yo no digo nada —respondió el otro sombríamente.
Había dejado Lope detrás, en Burburata, a tres soldados enfermos llamados Juan
de Paredes, Francisco Marquina y Alonso Jiménez, lo que fue comentado con
extrañeza después de saber lo que hacía con los desaprovechados. La fuga de
Pedrarias y Diego de Alarcón le había desmoralizado más que ninguna otra
contrariedad anterior. Y Lope caminaba y hablaba a veces consigo mismo sin acabar
de comprender lo que había sucedido con aquellos hombres, especialmente con
Pedrarias.
Llevarían una jornada de camino cerca de la costa hacia Nueva Valencia cuando
tuvieron noticia de una flotilla de canoas cargadas que iban hacia Burburata, es decir,

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en dirección contraria. Y Lope de Aguirre, con algunos de los suyos, decidió volver
para apresar a los navegantes, que eran españoles y parecía que llevaban víveres. No
quiso enviar a otros soldados a aquella misión, temeroso de que desertaran. Y ordenó
a la expedición entera que acampara en aquel mismo sitio donde estaban y se
quedaron esperando hasta que volviera.
Se llevó consigo hasta treinta arcabuceros, todos gente segura, y dejó al mando
del campamento a Juan de Aguirre, a quien consideraba como su igual y su medio
hermano, aunque cuando se enfadaba decía de él que era su sombra bastarda.
En Burburata no hallaron a los españoles ni a ninguna otra gente, y Lope,
indignado y no sabiendo qué hacer, se embriagó hasta un extremo que nadie había
visto nunca en Aguirre. No estando su hija con él, bebió mucho más de la cuenta. Iba
apoyándose en las paredes, diciendo insensateces, llamando a Pedrarias y a Diego de
Alarcón ofreciéndoles en su media lengua de borracho respetarles la vida, y al ver
que no aparecían, blasfemando como un poseído.
—Si la amistad tampoco es nada —decía—, ¿qué queda en el mundo? ¿La corona
de don Felipe II? ¿Y los cordeles de Carolino?
Luego decía que tanto valía lo uno como lo otro y que todo era nonada.
Aprovecharon el estado de Lope de Aguirre tres hombres que hacía tiempo tenían
determinado escapar. Eran Rosales, Acosta y Jorge Rodas, que con la oscuridad de la
noche huyeron.
Al día siguiente se dio cuenta Aguirre de lo que había pasado y trataron todos de
seguir las huellas de los fugitivos, pero sospechaban que los españoles de la flotilla
del día anterior podían llegar todavía y decidieron quedarse en la aldea, esperando.
Estando Aguirre en Burburata hubo en el campamento general algunos
desórdenes y novedades infaustas a pesar del celo con que mandaba Juan de Aguirre,
que era tan temido como Lope mismo. Hacía un calor insufrible y andaban tan
escasos de agua que pronto la necesidad se hizo angustiosa. Envió Juan de Aguirre
algunos soldados y gente de servicio a explorar y tardaron mucho en hallarla —y bien
lejos del real— en unas quebradas, cerca de las cuales, por ser lugar recatado y muy
adentro de la tierra y creerlo seguro, habían acampado algunos vecinos de Burburata.
Éstos tuvieron noticia por los espías de que los soldados de la patrulla se acercaban y,
asustados, levantaron el campo y se fueron más al interior. Pero los soldados de
Aguirre hallaron en el arroyo huellas humanas y mandaron algunos indios anaconas
que las siguieran hasta ver qué era lo que encontraban.
Los indios fueron a dar en las chozas donde los españoles habían estado, y entre
las cosas que hallaron había una capa que se llevaron consigo. Todos la reconocieron
como perteneciente a un soldado llamado Rodrigo Gutiérrez, que había desertado con
los de Munguía. En la capucha de la capa hallaron copia de una declaración de
garantía que dicho soldado Rodrigo Gutiérrez había hecho días antes, en cuya
probanza figuraban también declaraciones de Paco el Piloto contra Aguirre, a quien
llamaba asesino, degenerado y hombre nacido naturalmente para la horca. Al regresar

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la patrulla al real llevaron todo aquello a manos de Juan de Aguirre, y éste, cuando
leyó las declaraciones de Paco, que estaba en el campamento, se fue a él, y sin decir
una palabra lo cosió a puñaladas. Andaba el herido en la agonía cuando un soldado de
la expedición llamado Arana disparó para matarlo con tan mala fortuna que, por la
poca visibilidad —entraba ya la noche— o por lo que fuera, la misma bala que
remató a Paco el Piloto hirió de muerte a otro marañón que se llamaba Antón García.
Se armó un desorden notable. Algunos acusaban a Arana de haber tirado con
malicia para matarlos a los dos y otros lo defendían diciendo que había sido
casualidad. Se enconaron las pasiones porque el muerto García tenía muchos amigos,
y viéndose en peligro Arana marchó a Burburata y contó el caso a Lope, diciendo que
la muerte de García había sido deliberada y que disparó contra él a sabiendas porque
la noche anterior quiso huir al campo enemigo y le propuso escapar juntos.
Volvieron de Burburata pocos días después Lope y Arana con los demás soldados
sin haber podido atrapar la flotilla de españoles, y al llegar al campamento leyó Lope
de Aguirre el documento hallado en el capillo del desertor y dio por bien hechas las
ejecuciones, felicitando incluso a Juan de Aguirre.
Después preguntó por Pedrarias y por Alarcón, y al saber que no habían llegado
dijo a la mujer de Chávez:
—Por Dios vivo que si vuestro marido no me los trae que habéis de ser otra Ana
Rojas de la Margarita.
Ella no sabía quién era aquella mujer ni lo que le había sucedido, pero algunos
soldados la miraban de reojo y murmuraban entre dientes con los vecinos diciendo
que como ahorcada sería igual, pero no como hermosa.
La expedición siguió hacia Valencia por unos caminos tan difíciles y fragosos que
los caballos a veces no podían avanzar ni retroceder, y el calor era tal y los animales
tan poco acostumbrados a la carga que tuvieron que prescindir de parte de ella.
Entretanto, los hombres trepaban a gatas o se abrían paso con las espadas por
lugares muy cerrados de maleza. Era Aguirre compasivo con las bestias, pero no con
las personas, y así los soldados tenían que llevar a veces lo que no querían llevar los
caballos. Nadie podía protestar, porque Aguirre era el primero en cargarse a las
espaldas grandes pesos.
En el camino desde Burburata a Valencia, que era sólo de siete u ocho leguas,
invirtieron seis días. Por un lado, los esfuerzos de Aguirre, que llevaba encima cargas
superiores a lo que un hombre fuerte podía tolerar, y por otro, la humedad malsana y
el calor, hicieron que una mañana, al amanecer y despertar, se encontrara Lope de
Aguirre con la ingrata sorpresa de que no podía moverse.
Al menor movimiento sentía dolores muy agudos en todo el cuerpo.
Pusieron al caudillo en una especie de andas que llevaban los indios al hombro y
al mismo tiempo dos soldados con una de las banderas desplegadas iban haciéndole
sombra de modo que no lo fatigara el calor. Iba Lope de Aguirre dando grandes voces
y diciendo a su gente:

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—Matadme, marañones, ya que Dios parece que quiere acabar conmigo.
Matadme y así le ganaréis a Dios por la mano, maldito sea el día que nací.
Por fin llegaron a Valencia. Los vecinos de aquella población habían sido
advertidos con tiempo y pusieron a salvo sus bienes y sus personas.
Estaba la ciudad al lado de una gran laguna alrededor de la cual había poblaciones
de indios pacíficos y ricos. Los fugitivos españoles de Valencia se diseminaron en
aquellas aldeas, pero no pudieron llevar consigo sus ganados mayores, y fue en ellos
en donde se ensañó la soldadesca.
Seguía Lope de Aguirre enfermo y con grandes dolores. Envió delante unas
patrullas que hallaron el pueblo desierto y eligieron la casa mejor para posada de
Aguirre. Éste seguía mal y en algunos días llegó a ponerse tan amarillo y flaco que se
habría dicho que vivía sus últimas horas.
Al sentir que mejoraba se puso a hacer comentarios sobre su propia salud y los
designios de Dios, quien le devolvía las fuerzas para exterminar a los cobardes que
salían huyendo sólo al oír su nombre y que no eran hombres ni merecían ser llamados
así, porque la guerra cosa noble era, y de personas de mucha consideración y pro, y
desde el principio del mundo la habían practicado los mejores hombres. Incluso en el
cielo y entre los ángeles había habido guerras, decía, y las habría allí donde vida
hubiera. Luego desafiaba a Dios a darle enfermedades y decía que habría de matar él
más gente con la espada que Dios con la peste.
Después preguntaba si había noticias de Pedrarias.
Cuando se sintió del todo bien y no contribuyó poco la idea de que su campo
estaba rico y bien provisto de caballos y mulos, dio un bando diciendo que ningún
soldado podía salir del pueblo sino bajo pena de la vida y que sería en esta materia
implacable.
Había un marañón que no se enteró del bando y se alejó del pueblo cosa de un tiro
de arcabuz para coger unas papayas. Se llamaba Gonzalo Gómez y era hombre que
nunca había hecho muestras de rebeldía ni de extremada adhesión o protesta en
ningún sentido. Solía decir que cuando se quitaba las armas y la carga del camino se
sentía flotar en el aire como un ave, y aquello lo repetía una vez y otra a todo el que
quería escucharle. Cuando Aguirre supo que Gonzalo se había ido de la población
comenzó a llamar a sus negros, de los cuales Carolino, que parecía estar siempre
alerta, llegó el primero.
Fue Gonzalo arrestado y llevado a la plaza bajo el rollo. Iba comiendo una
papaya, que amarilleaba en sus manos. Cuando terminó dijo:
—Burla parece esto de tener que morir en el rollo del rey.
—Razón tenéis —dijo Lope—, y para evitarlo seréis ahorcado al otro lado de la
plaza.
Lo colgaron de un balcón de madera, del cual habían colgado días antes los
habitantes del pueblo un joven jaguar ladrón de ganados que estaba todavía allí,
muerto.

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Quedó Gonzalo con los ojos abiertos y parecía mirar los ojos también abiertos del
jaguar, y los cuatro parecían ojos artificiales de vidrio.
Pero lo que más preocupaba a Lope era la captura de Pedrarias y de Alarcón, y
pensaba en ellos constantemente, aunque no volvió a decir sus nombres.
Tantas diligencias hizo el alcalde, y sobre todo su yerno, Julián de Mendoza, para
rescatar a sus mujeres, que lograron alcanzar a los fugitivos, y poniéndoles colleras
de madera y encadenándolos los condujeron a pie camino de Valencia.
En cuanto se vieron enlazados por la collera y uncidos como bueyes se sintieron
los dos en una disposición de ánimo nueva y que nunca habían conocido. Pedrarias
advirtió:
—Ponga vuesa merced su paso con el mío y verá cómo es menos penoso el yugo.
Eran de la misma altura, buenos mozos, pero Alarcón tenía una apariencia
rufianesca y villana. Después de caminar un largo trecho en silencio fueron invitados
por Mendoza a descansar.
Se sentaron al mismo tiempo en un ribazo. Pedrarias dejó vagar la vista por el
cielo azul y comentó:
—He aquí que entre nosotros nace algo que no habíamos conocido antes.
—¿El qué?
—La sencillez y la bondad. ¿No os parece?
Alarcón afirmó y dijo:
—Algo como eso sentía, pero me faltaban las palabras. ¡Qué raro que no sea uno
capaz de ser bueno sino con la muerte en los dientes!
—¿No os da zozobra y angustia morir?
—No, Pedrarias.
—Cosa rara es. ¿No sentís compasión de vuestra desgracia?
—Hace tanto tiempo que se me agotó la compasión a fuerza de ver desventuras
ajenas que no me queda piedad para mí mismo.
Mendoza los hizo levantarse y continuar. Pedrarias, para evitar que por
desacuerdo en los movimientos uno hiciera daño al otro, solía decir: «¿Está vuesa
merced aprontado? Una, dos y tres». Y se levantaban juntos.
Caminaron todo el día, pero iban los dos tan angustiados por el cepo y por las
calores, así como por la zozobra de las torturas que les esperaban en el campo de
Aguirre, que, dejándose caer en el suelo, Diego de Alarcón dijo que no caminaría más
y que cuanto antes murieran otras tantas incomodidades se ahorrarían. Pedrarias
pensaba lo mismo.
—Vean vuesas mercedes lo que hacen —advirtió Mendoza—; porque a mí poco
me importa, que en llevándole a Lope de Aguirre las cabezas de vuesas mercedes él
me entregará a mi mujer y a mi suegra, y eso es todo lo que busco.
—Demasiada miseria es andar en cepo —respondió Pedrarias con voz fatigada—
como los esclavos que han robado al amo. Yo tampoco puedo más, y haga vuesa
merced lo que mejor le parezca.

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Mendoza desenvainó la espada, y acercándose a Pedrarias le alzó la barba con la
mano izquierda, y poniéndole la hoja de acero en el cuello para tomar puntería le
rasgó la piel de modo que comenzó a salirle sangre. Pedrarias levantó la mano y dijo:
—No más, que yo caminaré y me esforzaré lo que buenamente pueda. Dura cosa
es perder lo único que se tiene, la vida, aunque sea ruin.
Su compañero juró que si se levantaba y volvía a caminar lo hacía contra su
voluntad y por acomodar a Pedrarias, ya que estaban uncidos. Prefería, sin embargo,
Alarcón morir allí porque se había hecho su composición de lugar y estaba seguro de
tener un fin mejor en manos de Mendoza que en las de Aguirre.
Se disculpó Pedrarias diciendo que mientras se respira hay esperanza, y que
careciendo de fe religiosa no tenía a quien rezar y le agradecería que caminara hasta
llegar los dos a Valencia, y una vez allí verían.
Explicaba todavía los fundamentos de sus esperanzas:
—Cuando todos o casi todos firmaron la desnaturalización de España y el desafío
contra Felipe II, yo firmé con un nombre contrahecho y Lope lo vio. Me preguntó por
qué lo hacía y yo le dije que, puesto que Lope había firmado llamándose a sí mismo
traidor, yo no quería estar con mi nombre debajo de aquel dictado. También le dije
que había firmado un papel blanco no sabiendo de qué se trataba, lo que me
autorizaba a recelar. Estas cosas le han hecho meditar a él, y no crea vuesa merced
que todo es estiércol en el alma de Aguirre. Hay un rincón limpio en su conciencia, y
en él admira Lope cualquier forma de nobleza. Antes mata a un amigo suyo bellaco
que a un enemigo noble.
Esto dejó pensativo a Alarcón, quien después de un largo silencio se acomodó la
collera mejor —sangraba por un hombro—, y volviendo a suspirar dijo:
—Aunque me la dieran, la vida no la querría ya, porque estoy viviendo hace días
más en el otro mundo que en éste.
Pedrarias, caminando con incomodidad, habló:
—Ojalá tuviera yo la conformidad vuestra.
Cuando llegaron fueron conducidos ante Lope de Aguirre, quien devolvió las
mujeres a Mendoza, y acercándose a los dos prisioneros le dijo a Pedrarias:
—¿Qué mal os he hecho yo nunca, señor Pedrarias, para que así escaparais de mi
lado?
Hablaba más dolido que ofendido. Pedrarias no respondía. Le parecía inútil
disculparse, y en realidad no había disculpa posible.
Sacaron a los presos de la collera y el caudillo ordenó que llevaran a Diego de
Alarcón por las calles con pregoneros delante diciendo: «Ésta es la justicia que
manda hacer Lope de Aguirre, fuerte caudillo de la noble gente marañona, a este
hombre leal servidor del rey de Castilla, mandándolo arrastrar, ahorcar y hacer
cuartos por ello, y quien tal haga tal pague».
Conducido al suplicio, Alarcón sonreía con amistad a los que encontraba a su
paso. Algunos creían que había perdido el juicio.

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Cortaron la cabeza a Alarcón, quien momentos antes dijo que se despedía de sus
amigos y les deseaba la misma merced que él iba a tener, ya que la vida de todos era
una pesadilla insufrible desde que salieron de los Motilones, y más le valdría morir de
una vez con la conformidad de su destino natural, que al fin era muerte de soldados.
La cabeza cortada fue puesta en el rollo para ejemplo y el cuerpo hecho cuartos se
distribuyó en las cuatro entradas de la población, adonde pronto acudieron los grajos
negros a comer.
Al mismo tiempo, Lope de Aguirre miraba la cabeza cortada de Alarcón y reía,
diciendo:
—¿Qué tal, don Diego? ¿Cómo no viene el rey de Castilla a resucitaros? Parece
que don Felipe no tiene más habilidades ni más virtudes que los demás seres
humanos en Castilla o en Indias.
Después dijo que curaran a Pedrarias de su herida en la garganta porque iba
sangrando todavía. Al decirlo se acercó oficioso Carolino dispuesto a intervenir, pero
Lope de Aguirre le dijo indignado:
—¡Salid de mi presencia u os sacaré el alma a puntillazos!
Una vez vendada la herida, hizo entrar a Pedrarias en su casa y le dio papel y tinta
para que escribiera una carta al rey don Felipe. Al oírlo pensó Pedrarias: «Ah, ésa es
la causa de que no me haya matado aún». Y estaba seguro de que viviría solamente el
tiempo que tardara en hacer aquella diligencia.
Antes fue a besar las manos —así dijo— a Elvira, a quien encontró llorosa y
risueña al mismo tiempo. Creyendo ella que aquel homenaje era por gratitud, se
apresuró a explicar:
—No me debéis la vida a mí ni a nadie más que a la buena voluntad de mi padre,
que es vuestro amigo.
Antes de dictar la carta, Lope ordenó que una patrulla fuera en persecución de la
gente civil fugitiva de Valencia y que trajeran a los que alcanzaran para castigarlos o
sacar rescates. Muchos de ellos estaban, según había oído decir, en una isla en la
laguna y los marañones construyeron una balsa grande con los materiales que
pudieron reunir. Por ser éstos de cañas de bambú —no había otros a mano—, su
resistencia era poca y al entrar los primeros la balsa se ladeó y amenazaba con irse a
pique. Le añadieron refuerzos por un lado y por otro, y al tratar de embarcar un
caballo, sucedió lo mismo. Con esto, Aguirre se sentía frustrado y volvía a sus
juramentos, amenazando igual a los amigos y a los enemigos y al cielo y a la tierra.
Algo se consoló al tener noticias de Burburata, cuyo alcalde Chávez le envió una
carta diciendo que al azar y buscando a Pedrarias había encontrado otro soldado
fugitivo llamado Rodrigo Gutiérrez —el de la probanza de Paco el Piloto— y que por
hacerle servicio lo había arrestado y lo tenía encerrado en el pueblo.
Siendo uno de los que se habían escapado con Munguía, estaba deseando Lope de
Aguirre echarle la mano encima y se alegró de aquella noticia. Envió enseguida a
Francisco Carrión, su alguacil, con doce soldados, para que lo trajeran al real, pero

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fue en vano, porque Rodrigo Gutiérrez se acogió a sagrado y se había metido en la
iglesia de Burburata. El alcalde Chávez lo reclamó y el cura se opuso a entregarlo y
hubo entre ellos palabras ásperas.
El cura, además, ayudó a Gutiérrez a liberarse de las cadenas que el alcalde le
había puesto y a huir por la noche, de modo que el dueño de la famosa capa se salvó.
Al volver Carrión y dar cuenta de lo sucedido, Lope de Aguirre lo insultó llamándolo
inútil y mal soldado, ya que no había cortado la cabeza de Chávez por su descuido
con el preso.
A todo esto, el cura de la Margarita seguía marchando con la expedición y Lope
de Aguirre le dijo que iba a escribir una carta al rey Felipe y él la llevaría a la real
audiencia de Santo Domingo, pero que antes le exigía juramento por Dios de hacer
que la carta llegara a Castilla. El cura se negaba a jurar, pero, viendo lo que
importaba, para salir de allí juró y prometió sobre su conciencia.
Aquella tarde la dedicó Lope a escribir, es decir, a dictarle la carta a Pedrarias,
quien a veces se interrumpía y decía:
—¿Lo pongo como dice vuesa merced o por mis propios términos?
Dudaba un momento Lope:
—¿Cómo lo pondría vuesa merced?
Traducía Pedrarias las palabras de Lope al lenguaje cortesano y el caudillo vasco
protestaba:
—No, no. Más vale que las ponga como yo las digo, para que vea bien el rey qué
clase de persona soy y para que se entere de cuál es nuestro ánimo. Si quiero que
escriba vuesa merced es porque tiene mejor letra que yo y que ningún soldado. Pero
las palabras que sean las mismas que yo os dicto.
Y así fue. La carta decía textualmente: «Rey Felipe, natural español, hijo de
Carlos el Invencible.
»Yo, Lope de Aguirre, tu antiguo vasallo, cristiano viejo, de medianos padres y en
mi prosperidad hidalgo, natural vascongado, en el reino de España, de la villa de
Oñate vecino.
»En mi mocedad pasé el océano a estas partes de Indias por valer más con la
lanza en la mano y por cumplir con la deuda que debe todo hombre de bien, y
asimismo y por esa razón te he hecho muchos servicios en el Perú en conquistas de
indios y en poblar pueblos en tu servicio, especialmente en batallas y encuentros que
ha habido en tu nombre, siempre conforme a mis fuerzas y posibilidad sin importunar
a tus oficiales por paga ni socorro, como parecerá por tus reales libros.
»Creo bien (excelentísimo), rey y señor, que para mí y mis compañeros no has
sido tal, sino cruel e ingrato, y también creo que te deben engañar los que te escriben
desta tierra, que está lejos para averiguar la verdad. Y tú no te precias mucho a
buscarla.
»Avísote, rey, lo que cumple a toda justicia y rectitud para tan buenos vasallos
como en esta tierra tienes, aunque yo, por no poder sufrir más las crueldades que usan

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estos tus oidores, visorrey y gobernadores, he salido de hecho con mis compañeros,
cuyos nombres diré después, de tu obediencia y, desnaturalizándome con ellos de
nuestra tierra, que es España, voy a hacerte la más cruel guerra que nuestras fuerzas
puedan sustentar y sufrir, y esto cree, rey y señor, nos obliga a hacer el no poder sufrir
los grandes pechos, apremios y castigos injustos que nos dan tus ministros, que por
remediar a sus hijos y criados han usurpado y robado nuestra fama, honra y vida, que
es lástima, rey, el mal tratamiento que nos han dado.
»Cojo estoy de una pierna derecha de dos arcabuzazos que me dieron en el valle
de Chuquinga con el mariscal Alonso de Alvarado, siguiendo tu voz y apellido contra
Francisco Hernández Girón, rebelde a tu servicio como yo y mis compañeros al
presente somos y seremos hasta la muerte, porque ya de hecho habemos alcanzado en
este reino cuan cruel eres y quebrantador de fe y palabra, y así tenemos en esta tierra
tus promesas por de menos crédito que los libros de Martín Lutero, pues tu visorrey
marqués de Cañete ahorcó a Martín de Robles, hombre señalado en tu servicio, y al
bravoso Tomás Vázquez, conquistador del Perú, y al triste Alonso Díaz, que trabajó
más en el descubrimiento deste reino que los exploradores de Moisés en el desierto, y
a Piedrahíta, buen capitán que rompió muchas batallas en tu servicio, y aun en Pucará
ellos te dieron la victoria, porque si no se pasaran a tu bandera hoy fuera Francisco
Hernández rey del Perú. Y no tengas en mucho el servicio que estos tus oidores
escriben haberte hecho, porque es muy gran fábula si llaman servicio haberte gastado
ochocientos mil pesos de tu real caja para sus vicios y maldades. Castígalos como a
malos, que cierto lo son.
»Mira, mira, rey español, que no seas cruel a tus vasallos ni ingrato, pues estando
tu padre y tú en los reinos de España sin ninguna zozobra te han dado tus vasallos a
costa de su sangre y hacienda tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes, y
mira, rey y señor, que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas
partes donde no aventuraste nada sin que primero los que en ello han trabajado y
sudado sean gratificados. Y esto justicia es y te puede ser demandada.
»Por cierto tengo que van muy pocos reyes al infierno porque son pocos, que si
muchos fuérades ninguno podría ir a él, porque aun allá seríades peor que Lucifer,
según tenéis ambición y hambre de hartaros de sangre humana; mas no me maravillo
ni hago caso de vosotros, pues os llamáis siempre menores de edad y todo hombre
irresponsable e inocente es como loco. Cierto, a Dios hago solemne voto con mis
doscientos arcabuceros, marañones, conquistadores, hijosdalgo, de no te dejar
ministro tuyo a vida, porque ya sé hasta dónde alcanza tu clemencia; y el día de hoy
nos hallamos los más bienaventurados de los nascidos por estar en estas partes de
Indias teniendo la fe y mandamientos de Dios y sin corrupción, como cristianos,
manteniendo todo lo que predica la santa madre Iglesia de Roma, y pretendemos,
aunque pecadores en la vida, rescibir martirio por los mandamientos de Dios si
necesario fuese.

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»A la salida que hicimos del río Amazonas, que se llama el Marañón, en una isla
poblada de cristianos que tiene por nombre Margarita, vi unas relaciones que venían
de España sobre la gran cisma de luteranos que hay en ella que nos pusieron espanto
y terror, y en nuestra armada hubo semanas antes un alemán llamado Monteverde y lo
hice hacer pedazos, que nunca lo vi bien en nuestra compañía. Los hados darán la
paga a los cuerpos buena o mala y aun peor, pero donde nosotros estuviéremos, cree
(excelente) príncipe que cumple que todos vivan muy perfectamente en la fe de
Cristo.
»La disolución de los frailes es tan grande en estas partes que yo entiendo que
conviene que venga sobre ellos tu ira y castigo, porque no hay ninguno que presuma
de menos que de gobernador. Mira, mira, rey, que no creas lo que te dijeren, pues las
lágrimas que allá echan ante tu real persona son para venir a reír aquí y a mandar. Si
quieres saber la vida que por aquí tienen es entender en mercaderías, procurar y
adquirir bienes temporales, vender los sacramentos de la iglesia por precio, y son
todos los curas que yo he visto enemigos de los pobres, incaritativos, ambiciosos,
glotones y soberbios, de manera que por mínimo que sea un fraile pretende mandar y
gobernar todas estas tierras. Pon remedio, rey y señor, porque a causa destas cosas y
malos ejemplos no está imprimida ni fijada la fe en los naturales, y más te digo que si
esta disolución de los frailes no se quita de aquí, no faltarán escándalos. Y cada día la
gente se apartará más de la iglesia de Cristo.
»Si yo y mis compañeros, por la razón que tenemos, nos habernos determinado a
morir desto, cierto, y de otras cosas pasadas, singular rey, tú has tenido la culpa, por
no te doler el trabajo de tus vasallos y no mirar lo mucho que les debes, porque si tú
no miras por ellos y te descuidas con estos tus oidores, nunca se acertará con el
gobierno. Por cierto que no hay para qué presentar testigos, que es bastante de
avisarte cómo estos oidores tienen cada uno cuatro mil pesos de salario y gastan ocho
mil, y al cabo de tres años tiene cada uno sesenta mil pesos ahorrados y
heredamientos y posesiones, y con todo esto, si se contentasen con ser servidos como
a hombres, menos mal, aunque trabajo sería el nuestro. Pero por nuestros pecados
quieren que doquiera que los topemos nos hinquemos de rodillas (y los adoremos)
como a Nabuconodosor, cosa, cierto, insufrible. Y no piense nadie que como hombre
lastimado y manco de mis miembros en tu servicio, y mis compañeros viejos y
cansados en lo mismo, te he de dejar de avisar que nunca fíes destos letrados tu real
conciencia, que no cumple a tu real servicio descuidarte con éstos, que se les va todo
el tiempo en casar hijos e hijas y no entienden en otra cosa y su refrán entre ellos es a
tuerto y a derecho, nuestra casa hasta el techo.
»Pues los frailes, en lo que a ellos toca, a ningún indio pobre quieren enterrar y
están aposentados en los mejores repartimientos del Perú. La vida que llevan es
áspera y trabajosa, porque cada uno dellos tiene por penitencia en su cocina una
docena de mozas, y no muy viejas, y otros tantos muchachos que les van a pescar, a
matar perdices y a traer frutas; todo repartimiento se tiene que hacer con ellos. En fe

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de cristianos te juro, señor y rey, que si no pones remedio en las maldades desta tierra
que te ha de venir castigo del cielo. Y esto dígolo por avisarte de la verdad, aunque
yo y mis compañeros no esperamos ni queremos tu misericordia, y aunque la
ofrecieras escupiríamos en ella por deshonrosa.
»¡Ay, qué lástima tan grande que César y emperador tu padre conquistase con las
fuerzas de España la superba Germania y gastase tanta moneda llevada destas Indias
descubiertas por nosotros, que no te duelas de nuestra vejez y cansancio siquiera para
matarnos la hambre un día! Sabes que sabemos en estas partes (excelente), rey y
señor, que conquistaste a Alemania con armas y Alemania ha conquistado España
con vicios, por lo que, ciertamente, nos hallamos aquí más contentos con maíz y
agua, sólo por estar apartados de tan mala erronía, que los que en ella han quedado
pueden estarse con sus regalos. Anden las guerras por donde anduvieren, que para los
hombres se hicieron; mas en ningún tiempo ni por adversidad que nos venga no
dejaremos de ser subjetos a los preceptos de la santa madre Iglesia de Roma. Más que
tú y por mejores caminos que tú.
»No podemos creer (excelente), rey y señor, que tú seas cruel para tan buenos
vasallos como en estas partes tienes, sino que estos tus buenos oidores y ministros lo
deben de hacer sin tu consentimiento. Dígolo (excelente), rey, porque en la ciudad de
Los Reyes, dos leguas della, se descubrió una laguna junto a la mar donde había
algún pescado, que Dios lo permitió que fuese así, y estos tus malos oidores y
oficiales de tu real persona, por aprovecharse del pescado, como lo hacen para su
regalo y sus vicios, lo arriendan en tu nombre, dándonos a entender, como si
fuésemos inhábiles, que es por tu voluntad. Si ello es así, déjanos, señor, pescar algún
pescado siquiera porque trabajamos en descubrillo y conquistallo, y el rey de Castilla
no tiene necesidad de cuatrocientos pesos, que es la cantidad en que se arrienda. Y
pues esclarecido rey no te pedimos mercedes en Córdoba ni en Valladolid ni en toda
España, que es tu patrimonio, duélete, señor, de alimentar los pobres cansados con los
frutos y réditos desta tierra y mira, señor y rey, que hay Dios para todos e igual
justicia, premio, paraíso e infierno. Y que no os escaparéis de ello.
»En el año de 1559 dio el marqués de Cañete la jornada del río de las Amazonas a
Pedro de Ursúa, navarro o, por mejor decir, francés, y tardó en hacer navíos hasta el
año de sesenta en la provincia de los Motilones, que es en el Perú, y porque los indios
andan rapados a navaja los llaman desa manera. Aunque estos navíos, por ser la tierra
donde se hicieron lluviosa y con mucha hormiga y hongos destructores, al tiempo de
echarlos al agua se nos quebraron los más dellos; hicimos balsas y dejamos los
caballos y las haciendas en tierras y nos echamos río abajo pobres como las ratas.
»Luego topamos los más poderosísimos ríos del Perú, de manera que un día nos
vimos en el golfo dulce. Caminamos de prima faz trescientas leguas del embarcadero
donde nos embarcamos la primera vez. No es mala jornada trescientas leguas sin
parar en la línea equinoccial.

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»Fue aquel gobernador tan perverso e vicioso y miserable que no lo pudimos
sufrir, y así, por ser imposible aguantar sus maldades y por tenerme como parte en la
causa como me tendrán (excelente), señor y rey, no diré más sino que lo matamos.
Muerte, cierto bien breve y sin crueldad. Y luego a un mancebo caballero de Sevilla
llamado don Hernando de Guzmán le alzamos por nuestro rey y le juramos por tal,
como tu real persona verá por las firmas de todos los que en ellos nos encontramos,
que quedan en la isla Margarita destas Indias, y a mí me nombraron su maese de
campo, y porque no consentí en sus insultos y maldades me quisieron matar y yo
maté al nuevo rey, y al capitán de su guardia, y al teniente general, y a cuatro
capitanes, y a su mayordomo, y a su capellán clérigo de misa, y a una mujer de la liga
contra mí, y a un comendador de Rodas, y a un almirante, y a dos alféreces, y otros
seis aliados suyos, y con la intención de seguir la guerra adelante y morir en ella por
las muchas crueldades que tus ministros usan con nosotros, nombré de nuevo
capitanes y sargento mayor y quisiéronme matar y yo los ahorqué a todos.
»Caminamos nuestro rumbo pasando todas esas muertes y malas venturas en el
río Marañón y tardamos hasta la boca que entra en la mar más de diez meses y medio.
Anduvimos mil y quinientas leguas sin contar las revueltas ni las exploraciones de
otros ríos afluentes y restingas y brazos de mar.
»Es río grande y temeroso, tiene la boca ochenta leguas de agua dulce, tiene
grandes bajos y ochocientas leguas de desierto sin género de poblado, como su
majestad lo verá por una relación que hemos hecho bien verdadera. En la derrota que
seguimos tiene más de seis mil islas. ¡Sabe Dios cómo escapamos de lago tan
temeroso, que es como una mar revuelta, con orillas llenas de alimañas ponzoñosas!
Avísote, rey y señor; no proveas ni consientas que se haga alguna armada para este
río tan mal afortunado porque en fe de cristianos te juro, rey y señor, que si vienen
cien mil hombres ninguno escapará, porque la relación que te hagan será falsa y no
hay en el río otra cosa que desesperar, especialmente para los chapetones de Castilla,
que vienen a cosa hecha.
»Los capitanes y oficiales que al presente llevo y prometen de morir en esta
demanda como hombres lastimados son: Juan Jerónimo de Espínola, genovés,
almirante; Juan Gómez, Cristóbal García, capitanes de infantería, los dos andaluces;
capitán de a caballo Diego Tirado, andaluz, que tus oidores, rey y señor, le quitaron
con grande agravio indios que había ganado con su lanza. Capitán de mi guardia
Roberto de Zozaya y su alférez Nuño Hernández, valencianos. Juan López de Ayala,
de Cuenca, nuestro pagador. Alférez general Blas Gutiérrez, conquistador, de
veintisiete años. Juan Ponce, alférez, natural de Sevilla. Custodio Hernández, alférez,
de Portugal. Diego de Torres, alférez, navarro; sargentos Pedro Gutiérrez Viso y
Diego de Figueroa y también Cristóbal de Rivas y Pedro Rojas. Juan de Saucedo,
alférez de a caballo. Bartolomé Sánchez Paniagua, nuestro barrachel. Diego Sánchez
Bilbao, proveedor. García Navarro, veedor general. Y otros muchos hijosdalgo
ruegan a Dios nuestro Señor te aumente siempre y ensalce en prosperidad contra el

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turco y el francés, y todos los demás que en esas partes quisieren hacerte guerra, y en
éstas Dios nos dé gracia que podamos alcanzar con nuestras armas el precio que se
nos debe, pues nos has negado lo que de derecho se nos debía y pagarlo has de un
modo u otro.
»Hijo de fieles vasallos tuyos vascongados, y yo, rebelde hasta la muerte por tu
ingratitud. —Lope de Aguirre el Peregrino».
Al acabar la carta, Pedrarias contuvo la respiración tratando de identificar los
rumores que se oían dentro de la casa. Y confirmó sus sospechas al oír el llanto de
doña Elvira. «Esa niña llora —pensó— porque sabe que su padre me va a matar».
Pero pronto dejó de oír aquel llanto, ya que delante de la casa los negros habían
comenzado su fiesta. Tal vez la hacían allí —pensaba Pedrarias— por no apartarse de
la casa del comandante, seguros de que iban a ser necesarios algunos dellos con sus
cordeles. (Pedrarias no quería morir estrangulado y esperaba que Lope le hiciera
merced de darle otra muerte menos vil).
—Culebra, levántate —mandaba un negro encogido y sentado en sus talones.
—¡Qué se levante la bicha!
El negro retrocedía saltando, encogido.
—Ya lo ve. Que viene y me muerde asina.
—Córrase vuesa mersé.
Entonces el negro, en cuclillas, brincaba de lado:
—¡Qué viene a ver a la novia, la bija de su señol!
—¡Cómo no!
Y el negro del tambor marcaba el ritmo con un gesto de disgusto que explicó a su
manera:
—Está aún sin bendesí. El tambor. El tambor sin bendesí.
Cambiaba el tema, pero el baile era el mismo:
—El tambor.
—El negro lo tañe aína.
—El tambor.
—Para el gallo y la gallina.
—Tan aína.
—El tambor.
—Del pesebre der Señol.
Los soldados miraban indiferentes desde lejos. El que más y el que menos veía a
los negros con recelo. No dejaba de ser posible que aquellos negros grandes,
corpulentos, sonrientes, tuvieran intereses propios y diferentes de los de la armada.
¿Intereses? No se sabía, pero así como tenían un idioma diferente y bailes distintos,
podían tener sus intereses secretos. Por fortuna, los negros eran pocos, no serían más
de veinte y nunca llevaban armas. Los cordeles no lo eran en realidad, aquellos
cordeles que llevaban al cinto y que se balanceaban con los movimientos de la danza.

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Salió Lope de Aguirre y entregó la carta al cura de la Margarita. Luego llamó a
Pedrarias, pero en su lugar salió Elvira llorando. Y detrás de ella, Antoñico el paje,
con grandes ojos de gavilán asustado.
Aguirre, entre confuso e irritado, hizo volverse adentro a Elvira y dijo a Pedrarias
que hablarían más tarde y que no saliera de la casa. Se lo dijo a él y no a los
centinelas, lo que quería decir que no estaba preso, a pesar de todo.
También envió Lope de Aguirre con el cura al piloto Barbudo, hombre con fama
de cobarde, que no servía sino para hablar y presumir y a quien por eso y por andar
siempre echando broncas y desafíos le llamaban Metatrevo. «Harto triste es
prescindir de vos —le dijo Aguirre al partir—, que ahora no vamos a tener de qué
holgarnos y reír».
Recibió también Lope una segunda carta de Burburata del alcalde Chávez, quien
le daba noticia de que el gobernador Collado estaba muy temeroso en Tocuyo y hacía
diligencias para traer una fuerte armada de Nueva Granada de modo que en
Barquisimeto pudieran desbaratarlo.
Llamó Lope a Pedrarias y cuando éste creía que lo iba a matar se encontró con
que le pedía consejo.
—Lo que yo haría en vuestro caso —dijo Pedrarias— es subir a Barquisimeto y
ocuparlo antes de que llegue la gente de Collado.
—Ése es mi aviso también, y me alegro.
Decidió Aguirre salir cuanto antes, pero la noche anterior a la partida se
desembarazó de tres soldados que hacía tiempo le molestaban y era seguro que
tratarían de desertar. Uno era andaluz, de Bujalance, y se llamaba Benito Díaz. Era
hombre de raros y extravagantes escrúpulos, que cuando se acostaba a dormir se
ataba los pies él mismo, porque decía que en Lima un soldado amigo suyo se levantó
una noche en sueños y sin despertar dio de estocadas a otro que dormía cerca. Tenía
la obsesión de que en estado de sonambulismo podía hacer lo mismo y quería
evitarlo.
Los otros dos sospechosos eran Cigarra y un tal Francisco Loro, los dos de la
Margarita, arrepentidos de haberse alistado bajo sus banderas. Lope de Aguirre en
persona los llamó y los llevó engañados con palabras amistosas al bohío donde
estaban los dos negros. Carolino y Juan Primero quemaban su impaciencia con juegos
infantiles, corriendo y persiguiéndose y cantando uno de ellos:

El diablo te lleve,
pero dígale que no…

Al aparecer Lope de Aguirre con los tres hombres desarmados dijo Carolino:
—Ahí dentro están los otros, señol, digo la escuadra de la guardia con almas,
señol.
—Haced vuestro trabajo —respondió Lope— y no los llaméis.

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Benito Díaz, que era marañón veterano, quiso escapar, pero Lope de Aguirre se
había cruzado en la puerta con la espada desnuda.
—Vamos, Benito —le dijo—, que éstos no son juegos.
Dieron garrote los negros a los tres soldados. Después de acomodar el tercer
cuerpo inerte junto a los anteriores los negros reían, y Lope les preguntó por qué.
Respondió Carolino:
—No hay soldado ninguno ahí dentro, mi general. Lo dije porque vi que eran tres
y nosotros sólo dos, y por veces ya se sabe lo que pasa, que algunos son reacios y no
quieren obedesel.
Mandó Lope de Aguirre prender fuego al bohío para que los cadáveres se
quemaran, ya que parecía un sistema más cómodo y expeditivo que abrir las fosas,
trabajo que todo el mundo hacía a disgusto, incluso los negros. Estos acogieron la
orden con júbilo.
La gente del gobernador Collado había puesto espías por los caminos de
Barquisimeto, cerca de Valencia. Cuando vieron que Aguirre salía con su ejército, en
el que figuraban noventa caballos requisados en Nueva Valencia, volvieron a avisar a
Barquisimeto y en menos de veinticuatro horas los vecinos huyeron con sus familias,
abandonando en sus casas víveres abundantes y objetos de valor, sin hacer caso de las
exhortaciones de García de Paredes.
Todavía tardaron más de ocho días en llegar las tropas de Aguirre, pero aquella
alarma fue muy oportuna, porque gracias a ella las tropas de auxilio que se habían
concentrado en Tocuyo se acercaron a Barquisimeto a marchas forzadas. Todos —que
serían unos sesenta hombres— tenían caballo, pero muy pocos eran buenos jinetes.
Llevaban sólo tres arcabuces y uno de ellos sin cazoleta, que era casi inservible. En
cuanto a las lanzas, la mitad eran de bambú, con punta de hierro sacada de las horcas
campesinas que se usan para aventar la parva. La mayor parte no llevaban celadas,
porque no las tenían, y usaban en su lugar los que llamaban por mal nombre yelmos
borgoñones. Eran unas caperuzas hechas de cuatro colores de paños, con forros de
algodón y de borra, que habrían aguantado una pedrada en peleas de niños, pero no
una espada, y más parecían cosa de juego que de guerra.
El general Gutiérrez de la Peña, que era uno de esos jefes militares muy valientes
y ligeramente feminoides en sus maneras —contraste que suele producir, por una
extraña aberración, mucha simpatía en las tropas—, volvió a Tocuyo desde
Barquisimeto, adonde fue para estudiar el terreno, y dijo al gobernador que si no
conseguían más fuerzas todo lo que se podría hacer en Barquisimeto era entretener y
retardar un poco el avance de Lope de Aguirre. García de Paredes tampoco se
comprometía a más si no le daban refuerzos.
Hubo un incidente que no deja de tener gracia, y es que andando la pequeña tropa
que llegaba de Tocuyo y hallándose a una jornada de distancia de Barquisimeto se
encontró con las fuerzas de Lope de Aguirre en el interior de una selva que los dos
atravesaban en direcciones contrarias. Las columnas iban en filas de a uno, porque la

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selva era tupida y a los dos lados los árboles y la maleza impedían los movimientos.
La vanguardia de los realistas y la de Lope se encontraron y se detuvieron luego, sin
saber qué hacer —en aquel lugar era imposible la maniobra para combatir—. Se
pusieron a retroceder sin volver grupas, lo que fue bastante dificultoso para los unos y
los otros.
Los del rey pudieron salir pronto de la selva, pero en las dificultades de la
maniobra algunos soldados perdieron sus celadas borgoñonas y algunas lanzas de las
llamadas moriscas. Aguirre las recogió y estuvo observándolas y burlándose de ellas.
Iban los marañones igualmente descuidados, sin armas defensivas y con los
arcabuces sin mechas. Unos y otros se apartaron, y Aguirre encontró cerca unas
rancherías de indios en unas minas de oro que habían sido abandonadas al saber la
cercanía de Lope. Encontraron comida y se alegraron, pero Aguirre habría preferido
encontrar a los negros y a los indios que trabajaban las minas, porque estaba seguro
de que se le habrían incorporado.
Descansaron un día en aquellos ranchos, y al salir para reanudar el viaje se
desencadenó una tormenta, con un gran aguacero. Tan grande fue, que dentro de la
selva se formaban lagunas y el suelo, de hojas muertas y hierbas, se levantaba, como
habían visto antes en las orillas del Amazonas. Siguieron, a pesar de todo, su camino,
y cuando caía algún rayo cerca, Lope de Aguirre alzaba la voz y decía:
—¿Piensa Dios que porque llueva y caigan rayos no hemos de ir al Perú y hacer
lo que debemos? En la mitad se engaña y otro tanto.
Luego decía que Dios era mal guerrero, porque no acertaba a matarle con alguna
de aquellas exhalaciones.
Y la lluvia, aunque torrencial, era poca cosa para detenerle.
Al llegar a unas pendientes embarrizadas, los caballos y los mulos resbalaban y
algunos caían y había que descargarlos para que pudieran levantarse. Hubo que cavar
y hacer escalones, donde las uñas de los animales pudieran agarrar, y así fueron, por
fin, subiendo.
Con aquellas dilaciones, la vanguardia —que pudo trepar mejor— se adelantó
tanto, que cuando Lope de Aguirre y el resto de la columna llegaron a la cumbre los
soldados no eran visibles y el caudillo comenzó a dar voces, pensando que habían
desertado. Montando un caballo ligero pudo alcanzar a Juan de Aguirre y a los otros
y les dijo:
—A fe que si no cambiamos mucho creo que no podremos llegar al Perú, según el
desorden y la mala organización de vuesas mercedes. Al capitán de la guardia sólo
tengo que decirle que no quiero verlo fuera del alcance de mi arcabuz.
Luego les obligó a todos a volver y a quedarse a la vista del resto de la fuerza.
Aquella noche acamparon cerca de la rompiente resbaladiza. Y el día siguiente se
reanudó la marcha con más orden, de manera que no se perdieran unos a otros de
vista. Lograron pasar del todo la serranía y bajaron hacia las verdes planicies de
Barquisimeto, aunque lejos aún de la ciudad. Aquel lugar lo llamaban el Valle de las

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Damas, que era el nombre que le pusieron los descubridores primeros. Hallaron allí
un río de aguas muy cristalinas y frescas, llamado el Aracuí, que sale más adelante a
los llanos por un desfiladero, y los soldados se detuvieron a descansar.
Los de García de Paredes, que se habían retirado dejando espías, vieron la llegada
de Lope de Aguirre al valle y dieron aviso a la ciudad.
Hicieron noche los marañones junto al río. Aquella noche Lope reunió a sus
capitanes y les dijo que a medida que se acercaba a Barquisimeto tenía el barrunto de
que algunos soldados se pasarían al enemigo y que a él le bastaban cien hombres de
confianza para llegar al Perú. Les dijo que lo mejor sería matar aquella noche a los
sospechosos y a los enfermos, que serían unos sesenta, para entrar en Barquisimeto
seguros y fuertes. Pero no se atrevía Aguirre a tomar una decisión como aquélla sin
su consejo.
Los capitanes le hicieron ver que si mataba a los sesenta los demás quedarían
muy temerosos y sería aquélla una razón para abandonarlo, porque ya habían oído
decir a alguno que Lope de Aguirre andaba conchabado con las tropas del rey e iban
matando a todos sus soldados como si con eso quisiera hacerles servicio a los
enemigos para presentarse al final a recoger el premio. Asustado Lope de Aguirre por
aquellas palabras, decidió no matar a nadie sino en caso de extrema evidencia de
traición.
Había entre las tropas de García de Paredes, en Barquisimeto, un marañón muy
estimado en la armada de Lope de Aguirre, que había logrado huir en la Margarita.
Era Pedro Alonso de Galeas, amigo que fue de Ursúa. Y el consejo que Galeas le
daba a García de Paredes era que no diera batalla y que se limitara a andar cerca de la
expedición de los marañones y a ofrecerles vagar y ocasión para que uno a uno y dos
a dos desertaran, dejando solo a Aguirre con algún que otro desalmado que le sería
fiel hasta el fin.
Galeas había huido de la Margarita porque se sintió en grave peligro con Aguirre
un día que, preguntándole éste cómo estaban de tambores, Galeas le dijo que había
dos sin pergamino, con sólo las cajas. Aguirre le dijo: «Vive Dios, Galeas, que si os
descuidáis voy a hacer esos tambores con vuestro cuero». Poco después, y a la hora
de embarcar para salir de la Margarita, alguien dijo en voz baja, pasando cerca de
Galeas: «Andad alerta, que os quieren matar». Y entonces Galeas escapó.
Logró llegar a salvo a Burburata y huir al interior hasta encontrar las fuerzas de
Tocuyo.
Al principio, García de Paredes sospechaba que Galeas podía ser un espía de
Aguirre, pero después de algunos días le tomó confianza. Y llegó a comprender que
sus consejos podían ser valiosos. Insistía mucho Galeas en que los que iban con
Aguirre estaban deseando desertar y que el caudillo no tenía más tropas adictas que
treinta y cinco o cuarenta marañones demasiado comprometidos por sus crímenes.
Los otros se pasarían al campo del rey con armas y banderas si tenían ocasión.

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García de Paredes, que era hombre de espíritu civil y de buena razón, organizó
sus planes de acuerdo con aquellos consejos. Estaban en Barquisimeto, pero al
aproximarse las fuerzas de Aguirre abandonaron la población y quedaron acampados
una legua más atrás.
Entretanto, Pedrarias se extrañaba al despertar cada mañana de verse vivo
todavía. En una ocasión le había dicho Lope, con un acento más de zozobra que de
amenaza:
—Si las cosas llegaran a término de perdición, lo que no espero, pensad bien lo
que hacéis, porque podéis causar grandes desventuras a alguna persona que no tiene
culpa de nada.
No lo entendía Pedrarias, pero no se atrevió a preguntar, sospechando que tal vez
andaba Elvira por medio, y en aquel caso el problema era de una extrema delicadeza
para los dos. Desde aquel momento comprendió Pedrarias que su vida estaba segura y
miraba a la niña con más ternura y al padre con más respeto que antes.

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XVII

Después del encuentro en la selva sin que pudieran llegar a las armas, los del
rey se retiraron a la salida del bosque y allí García de Paredes esperó con sus sesenta
hombres a Aguirre en una emboscada, pero el cielo, que había estado nublado, se
despejó y salió una luna muy clara.
Sabiendo que era inútil intentar la sorpresa, las pocas tropas de García de Paredes
se retiraron sin atacar. Gutiérrez de la Peña estaba en Tocuyo, tratando de reclutar
gente, todavía.
Habrían entrado los del rey en Barquisimeto, siguiendo a García de Paredes, que
era hombre de gran estatura —como su famoso padre— y astuto en la guerra y en la
paz. No teniendo como no tenían sino tres o cuatro arcabuces no podían quedarse en
el pueblo a merced de los de Aguirre, y salieron y acamparon una legua más atrás,
con vigías y atalayas.
Al salir dejaron en todas las casas de la aldea ofrecimientos de perdón firmados
por el presidente de la audiencia de Santo Domingo y por el gobernador Collado, que
decían: «Don Felipe II, a vos el licenciado Alonso Bernáldez y a vos el gobernador
don Pablo Collado, porque entendemos que muchos de los soldados del tirano Lope
de Aguirre andan presos y forzados, por la presente os damos poder e facultad para
que en nuestro real nombre podáis perdonar o perdonéis generalmente a toda la gente
y soldados que pasaren a nuestro servicio cualesquiera delitos, traiciones,
alzamientos, tiranías y muertes y otros insultos hayan cometido en el tiempo que
andaban debaxo del dicho Lope de Aguirre. Santo Domingo, 6 de octubre de 1561».
Pocos días después llegó otra vez de Tocuyo el general Gutiérrez de la Peña con
veinticinco hombres, dos arcabuces y más cédulas de perdón.
Traía también una carta de Collado para Lope de Aguirre, invitando al caudillo
marañón a pasarse al servicio del rey, prometiéndole que por lo sucedido hasta allí no
le haría el gobernador ningún daño. Antes lo enviaría a los piadosos pies de su
majestad, con quien le recomendaría y sería buen testimonio para que confirmase lo
que prometía en su real nombre a él y a sus soldados. Añadía que si, a pesar de todo,
prefería seguir en sus malos propósitos, le rogaba, por excusar muertes de tantos
como estaban amenazados en encuentros y combates, que accediera a verse con él a
solas en batalla personal y con iguales armas, de modo que el campo quedase para el
que venciera.
Después de haber escrito aquello, Collado se puso enfermo de aprensión con el
temor de que aceptara Aguirre el reto personal.

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Respondió Lope, el mismo día que entraron en el pueblo, con la siguiente carta,
que, como siempre, escribió Pedrarias:
«Muy magnífico señor: Una carta recibí de vuesa merced y doy las gracias por los
ofrecimientos y perdones en ellas contenidos, aunque yo, lo mismo al presente que in
articulo mortis y después de muerto y en cualquiera otra ocasión, aborrezco el tal
perdón del rey y aun su merced me es odiosa, cuanto más esos perdones de vuesa
merced, que no llegarían al primer nublado. Si eso fuera enojo particular entre vuesa
merced y yo o de servicio que yo hubiera hecho a vuestra merced paresceme que nos
pudiéramos conchabar y volver a acordarnos, pero no hay para qué tratar deso, pues
es niñería y yo no soy hombre que he de volverme atrás en lo que con tanta razón
comencé, especialmente siendo mortal como soy y sabiendo lo que en ese lado me
espera.
»Dice vuesa merced que mil vidas perdería en servicio del rey. Guarde bien vuesa
merced la que tiene, porque si la pierde el rey no lo resentirá ni se la devolverá. Bien
es que se cumpla con el mundo y también es menester mirar por la salud. Vuesa
merced tiene mucha razón en servir al rey, pues a costa de la sangre de tanto
hijodalgo y sin ningún trabajo anda comiendo el sudor de los pobres. De eso y de
otras cosas parecidas que el rey hace recibe Dios gran deservicio. Que venga vuesa
merced con dos nominativos a poner leyes a los hombres de bien es cosa de risa. No
me trate de perdones, que mejor que vuesa merced yo sé lo que puede perdonar. Pues
el rey, al cabo de nueve años, ahorcó al buen Martín de Robles y al bravoso Tomás
Vázquez y a Antonio Díaz, conquistador, y a Piedrahíta, todos con sus perdones y
promesas al cuello. Los ahorcó. Malditos sean todos los hombres chicos y grandes,
pues consienten entrar a decidir a un bachiller donde ellos trabajaron y habría que
matarlos a todos, pues son causa de tantos males. Vuesa merced venga una hora a
hablar, con nosotros, que bien seguro puede venir, más que ninguno de nosotros a
donde está vuesa merced, y esto sea con brevedad, porque voto a Dios de no dejar en
esta tierra cosa que viva sea y no piense vuesa merced espantarme con el servicio que
dice que ha de hacer a su rey. El menor de los que vienen aquí, que es de dieciocho
años, le ha hecho más servicio que vuesa merced. Cuanto más nosotros, que estamos
mancos y cojos por servirlo, y pues vuesa merced ha rompido la guerra, apriete bien
los puños, que aquí le daremos harto que hacer, porque somos gente que no deseamos
mucho vivir.
»Deste pueblo hoy miércoles, al mediodía, besa las manos de vuesa merced su
servidor. —Lope de Aguirre».
Indignó a Lope hallar el pueblo de Barquisimeto desierto y envió con indios
varias cartas a los fugitivos suponiendo más o menos dónde podrían ser hallados. En
todas aquellas cartas decía lo mismo: que no haría daño a nadie si regresaban al
pueblo con comida para la tropa, y que si no volvían incendiaría sus casas y arrasaría
la aldea.

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Los indios fueron apresados por los exploradores del campo del rey, y las cartas
de Lope les confortaron, porque lo veían sin la asistencia que esperaba haber
encontrado.
Extrañado Lope de que el enemigo no atacara y, por el contrario, pareciera
rehusar el encuentro, salió con sus fuerzas a un llano en orden de combate. Al ver que
algunas patrullas montadas de Gutiérrez de la Peña se acercaban dio orden de que los
arcabuces cargaran cada uno dos balas enramadas, es decir, ligadas por un alambre, y
con las banderas de campo desplegadas y los estandartes en muestra regresaron otra
vez al pueblo, haciendo alarde de dominio y de despreocupación.
Aún no habían acabado de entrar los de Lope de Aguirre en Barquisimeto cuando
García de Paredes, con una pequeña escuadra de ocho jinetes, cayó sobre su
retaguardia y logró tomar de los indios acemileros cuatro bestias cargadas de alguna
ropa y pólvora y otras municiones, que fueron una ayuda importante para los
soldados del rey.
Se alojó Lope de Aguirre en la casa que tenía los alrededores más
desembarazados y en la parte alta del pueblo, que aunque todo era llano había
algunos niveles más elevados que otros. La casa estaba rodeada de dobles tapias con
almenas y en tiempo de paz vivía habitualmente en ella un viejo capitán llamado
Damián del Barrio. Hizo encerrar Lope en aquella pequeña fortaleza a los soldados
que no le parecían de confianza y con los más seguros mantuvo los guardias y los
centinelas. Pedrarias seguía en libertad, y si los marañones entendían la tolerancia de
Aguirre a su manera, los negros miraban asombrados a aquel hombre, que parecía
más fuerte que el caudillo.
Reunió Lope a todos los que no prestaban servicio y les dijo:
—He sabido, señores, que habéis hallado cédulas del gobernador prometiéndoos
perdón por las maldades que hubierais hecho hasta aquí, y como hombre
experimentado en esas cosas y que ha pasado antes por trances parecidos, yo quiero
desengañaros deste señuelo que os han puesto y os digo que no os fieis de
gobernantes ni de presidentes de audiencias, ni de sus papeles ni firmas, pues
acordándoos de las violencias que habéis hecho, muertes, robos, destrucciones de
pueblos, podéis tener por cierto haber quedado para ellos con fama tan atroz y
criminal, que ni en España, ni en Indias, ni en parte alguna las ha hecho nadie tan
grandes y memoria dejarán mientras el sol alumbre, y hombres habrá dentro de tres o
cuatro siglos que hablarán y escribirán dellas.
Decía estas palabras Lope con un acento de firmeza y con cierta secreta alegría
natural. Y añadía:
—Por todo lo cual os certifico, marañones, que aunque el rey en persona os
quisiera perdonar no podría hacerlo, cuanto menos un licenciado tinterillo como
Pablo Collado. Aunque ellos quisieran, digo, siempre quedarán los parientes y los
amigos de las personas que habéis matado, y ellos os han de perseguir de día y de
noche y os han de procurar quitar las vidas, con lo cual viviréis corridos y afrentados

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y no habrá dueño de estancia, ni pastor, ni hombre civil que no os vitupere y baldone
con nombre de traidores y de asesinos y el más mezquino se atreverá a levantaros la
mano. De un modo u otro, al cabo habéis de venir a malas muertes. Y si no, ¿de qué
les valieron los perdones a Piedrahíta, a Tomás Vázquez ni a otros capitanes que los
tenían firmados del rey? Después de haberles servido toda la vida, por dos días de
rebelión vino un bachillerejo de no nada y les cortó las cabezas. Si eso ha pasado con
ellos, ¿qué no pasará con nosotros, que hemos hecho más muertes y daños en un día
que todos cuantos se han alzado en estas Indias contra el rey? Mirad, hermanos, cada
cual mire por sí y no se crea de ligero lo primero que le digan, porque presto se
arrepentirá y será tarde. Como he dicho otras veces, en ninguna parte podréis estar
seguros si no es en mi compañía, en la cual viviréis con honra y más
descansadamente que fiando en esos papeles del gobernador, que todos son fruta
amarga para nosotros y píldora dorada que debajo deste color quieren que traguemos
el veneno y ponzoña que tienen. Consideremos, hermanos míos, que si ahora
padecemos hambre y trabajo adelante nos esperan los descansos y la hartura, y con la
victoria, abundancia de todas las cosas y sosiego y honra. Procuremos hacer lo que
somos obligados y vender caras nuestras vidas, que la historia la escribe el que gana,
y pondrá laureles en vuestras frentes, y la moral la hace el señor, y no el vencido, y
señores seremos, y no sólo serán olvidados vuestros desmanes, sino que glorificados
seréis por ellos, y yo mismo, aquí donde me veis, ensalzado y loado seré por cada uno
y por todos mis crímenes.
Dicho esto, y viendo Lope de Aguirre que por un lado las casas próximas podrían
molestarles para la vigilancia y queriendo además castigar a los vecinos por haberse
huido dejándolas limpias de vituallas, dio orden de quemarlas y les prendieron fuego
a todas, incluida la iglesia. Tuvieron la consideración de sacar antes algunas
imágenes, entre ellas una de Cristo, para que no se quemaran. El que salvó al Cristo
era un marañón que se llamaba Francisco de Guevara, quien salió abrazado a la
imagen, que era bastante pesada y socarrándose al mismo tiempo por diferentes
lugares, de lo que no poco se rió Lope de Aguirre, diciéndole que se ganaba el cielo
con el infierno prendido en el trasero.
Toda la noche estuvo el campo iluminado con los reflejos del incendio. Y la aldea
quedó reducida a escombros, con la excepción de la fortaleza de Lope de Aguirre,
que quedó bien despejada en todos los frentes.
Nada nuevo sucedió, pero al despuntar el alba, García de Paredes, con algunos
amigos suyos de a caballo y cinco arcabuces, que eran todas las armas de fuego que
habían conseguido, se acercaron al fuerte de Aguirre y dispararon.
Hizo Lope de Aguirre salir a cuarenta arcabuceros antes de ser del todo de día
para que rodearan el campo y fueran a envolver a los merodeadores, pero cuando lo
hubieron hecho dispararon de tal forma que las balas pasaron por encima de las
cabezas de los jinetes del rey.
Lope de Aguirre daba grandes voces, diciendo:

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—¡Marañones!, ¿tiráis a las nubes o adónde tiráis?
Y los arcabuceros volvieron al fuerte indemnes y los del rey se retiraron sin
pérdidas.
Entretanto había llegado también al campo del rey el capitán Pedro Bravo con
refuerzos importantes. Al principio las gentes de Mérida —de donde venía Bravo—,
por pertenecer a otra gobernación, querían que su capitán fuera directamente y con
sus banderas propias a Barquisimeto, pero Bravo prefirió acudir al gobernador y
ponerse a sus órdenes. Éste lo hizo su teniente general y le prometió favores y
mercedes. Le pidieron los soldados de Bravo como merced que les mandara herrar
los caballos, y Collado los herró todos por su cuenta. Eran sesenta, y aquellos
servicios costaban mucho dinero entonces en Indias.
Hecho eso emprendieron el viaje los sesenta de noche, como suele hacerse en
aquella tierra, y el gobernador se atrevió a ir con ellos, cosa que había evitado en las
pequeñas expediciones anteriores. No olvidaba, sin embargo, que con los nuevos
refuerzos incluidos, las tropas suyas eran inferiores a las de Aguirre.
Parece que a medida que se acercaban a Barquisimeto el gobernador Collado se
sentía enfermo y trataba de hallar algún pretexto para dejar la expedición, pero
cuando lo insinuó a Bravo éste le dijo que tendría que volver solo a Tocuyo, porque
no podría darle soldados de escolta, ya que todos eran necesarios. Collado no dijo
nada y siguió con las tropas. Los soldados murmuraban de él.
Al entrar el capitán Bravo en el campamento de Gutiérrez de la Peña hizo grandes
extremos de confianza y de seguridad. Dijo que llevaba detrás, a media jornada de
distancia, doscientos hombres más y que quedaba en Mérida un oidor de la audiencia
de Santa Fe con quinientos hombres a caballo y bien armados, de reserva para el caso
de que ellos tuvieran que retirarse. Por todas aquellas razones, la guerra estaba
ganada y era cuestión de días.
Aunque todo aquello era mentira, la voz circuló por el campamento, y en la
noche, un negro del servicio de García de Paredes, que era amigo y algo pariente de
Carolino, pasó al campo de Lope de Aguirre y dijo que había llegado un refuerzo de
doscientos hombres, que eran ya trescientos cincuenta los del campo del rey y que
quedaban quinientos más, muy bien armados, en retaguardia. Los soldados de
Aguirre, que lo oyeron, se consideraban perdidos y se veía a algunos en los rincones
leer y volver a leer las cédulas de perdón del rey.
Aquella noche, y a pesar de las precauciones, dos centinelas marañones, llamados
Juan Rangel y Francisco Guerrero, se pasaron al enemigo con sus armas. En el campo
del rey los recibieron con alegría, y los fugitivos dijeron que había otros muchos
esperando la misma oportunidad, especialmente un grupo de diez o doce, con los
oficiales Juan Jerónimo Espínola y Hernando Centeno.
Viendo que se cumplían las profecías de Galeas decidieron García de Paredes y
los suyos esperar y acercarse sin atacar, manteniendo el contacto lo más estrecho
posible.

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Con ese fin, aquel mismo día, que era el cuarto de la llegada de Lope de Aguirre a
Barquisimeto, se acercaron García de Paredes y el capitán Bravo con cuarenta
soldados, entre ellos los marañones que habían desertado, y gritó a los del fuerte:
—Pasaos con nosotros, pues han llegado refuerzos de Tocuyo y si seguías en pie
de guerra pereceréis todos. Levantaos y salvad vuestras vidas ahora que todavía es
tiempo, porque si rompéis guerra no habrá perdón para nadie.
Los del fuerte lo oían y se miraban entre sí y callaban.
Vieron los del rey que en el arroyo próximo, a una media legua, había mujeres y
hombres indios del servicio del fuerte lavando ropa, y fueron y se los llevaron a todos
al campamento, a la vista de Lope de Aguirre y sin que las tropas de los marañones
hicieran nada por impedirlo.
En la retaguardia del campo del rey la situación era muy diferente de lo que había
dicho el capitán Bravo. Por ejemplo, el gobernador de Caracas, don Juan Rodríguez
Sucrez, salió con casi toda la gente de guerra de la ciudad, pero en el campo recibió
aviso de que se le prohibía desguarnecerla bajo pena de muerte, y queriendo acudir
cuanto antes y a pesar de todo al encuentro con Lope de Aguirre decidió devolver la
mayor parte de la gente a la ciudad y continuó con cinco jinetes nada más, todos bien
armados.
Siguieron camino adelante y perecieron el día siguiente a manos de los indios, de
modo que no se volvió a saber de ellos.
Al enterarse Lope de Aguirre de la fuga de los dos centinelas pareció volverse
loco y dijo a los demás:
—¡Por vida de tal potestado adorado y glorificado que os he de matar a todos o
habéis de cumplir mis órdenes! Mirad que conozco vuestras maldades y que sé que
con mi sangre queréis salvar la vuestra, mirad que tenéis las piedras del Perú tintas en
sangre de los capitanes que habéis dejado en los cuernos del toro y por vida de Dios
que en hallando otra gente no habéis de andar conmigo aunque queráis, porque sois
malos, glotones, ambiciosos, amotinadores y perversos. Andaos haciendo motines,
que primero os tengo que matar a todos y estoy por irme a los oidores de Santo
Domingo a que hagan justicia de mí y de vuesas mercedes. ¿No sabéis que habéis
matado justicias, curas, frailes, vecinos y mujeres y saqueado tesoros del rey y que
sin mí no tenéis ni veinticuatro horas la cabeza sobre los hombros? Venid al Perú, que
será nuestro como España fue de los godos, pues Dios ha hecho la tierra para el que
más puede. Aunque en el cielo yo no espero verme nunca ni ganas tengo, porque está
lleno de gente tan ruin y más ruin que vuesas mercedes.
Mandaba luego poner espías y centinelas nuevos en diferentes lugares y hacía
planes de ataque.
Pero se desorientaba viendo que, a pesar de sus supuestas fuerzas, los soldados
del rey nunca atacaban. Se acercaban, osaban hablar a los marañones y éstos parecían
cada vez menos preocupados del peligro. Decidió, en fin, que sesenta de sus hombres

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seguros, mandados por Roberto de Zozaya, salieran por la noche a dar en el real de
Gutiérrez de la Peña, prometiéndole Lope ir en su ayuda al amanecer.
Salió Zozaya después de la medianoche sin lograr encontrar al enemigo, pero
parece que fueron vistos por una tropilla del capitán Romero de la Villa Rica, que
llegaba también en ayuda de los del rey. Otros dicen que no vio el capitán Romero a
los de Zozaya, sino que encontró algunas yeguas cimarronas que acudían al olor de
los caballos y que el tropel y los nervios de alarma le hicieron pensar lo que no era.
Por un motivo u otro, en el campamento del rey se apercibieron a tiempo.
Lo curioso es que Zozaya no halló al enemigo y se retiraba sin haber establecido
contacto cuando vio que una importante fuerza de caballería de hasta ciento cincuenta
jinetes mandados por García de Paredes iban sobre él. Aunque éstos no tenían sino
siete arcabuces —contando los dos de los centinelas— el tropel de aquella caballería
era impresionante.
Zozaya se retiró aún y pudo emboscarse detrás de un barranco adonde los
caballos enemigos no podían llegar. Como poco después amanecía llegó Lope con el
refuerzo prometido, dejando además cincuenta arcabuceros escondidos y a la espera.
Llegaba Lope de Aguirre con banderas desplegadas y gran aparato.
En cuanto llegó hizo que algunas secciones de arcabuces dispararan, pero la mitad
de los disparos quedaron cortos y la otra mitad al parecer demasiado altos. Los de
García de Paredes hacían de vez en cuando un disparo, pero sin presentar combate.
Los pocos disparos fueron eficaces, porque con uno mataron la yegua que montaba
Lope y con otros hirieron a dos soldados.
Daban muestras los del rey de retirarse y Lope de Aguirre quiso seguirlos.
Uno de los capitanes marañones, Diego Tirado, se adelantó en su caballo y
cuando creyó que podía hacerlo a salvo gritó viva el rey y se unió a las fuerzas de
García de Paredes, que lo recibieron con agasajo. Lo primero que dijo fue que se
cuidaran de la emboscada de los cincuenta arcabuceros y después que esperaran sin
atacar, dando ocasión a nuevas deserciones.
Los marañones no acababan de creer lo que veían, ya que Tirado era uno de los
más leales a Lope de Aguirre y éste por disimular decía a sus soldados que lo había
enviado con una carta para el gobernador.
Al mismo tiempo quiso fugarse otro oficial llamado Francisco Caballero, pero su
bestia se detuvo a mitad de camino y por más que el jinete la espoleaba no quiso dar
un paso más. Entonces lo alcanzaron los de la vanguardia marañona y tuvo que
disimular y regresar con ellos. Parece que ese intento pasó desapercibido para casi
todos, aunque alguno se dio cuenta.
Un soldado de los que habían huido con Munguía, que se llamaba Ledesma y
estaba en el campo del rey, se acercó tanto a los marañones que podrían haberlo
apresado con las manos. Les aconsejó que se entregaran, que no les pasaría nada, y
cuando Lope de Aguirre se dio cuenta y acudió allí con su gente Ledesma, que

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llevaba un caballo ligero, se alejó al galope. Mandó hacer fuego Lope de Aguirre,
pero los tiros de los marañones parecían tan mal dirigidos como siempre.
Entonces Tirado dijo desde lejos:
—Lope de Aguirre, dejaros han solo los marañones, que todos quieren pasarse
como yo.
Comenzaba a sentirse Aguirre angustiado y dijo a los que lo rodeaban:
—Váyanse vuesas mercedes si lo prefieren, pero déjenme los caballos y los
arcabuces, que con indios y con los negros del servicio he de poder yo más que su
majestad, quiera Dios o no quiera. ¿Es posible —añadía embravecido— que unos
vaqueros con zamarros de oveja y rodelas de cuero se me han de atrever y que
vosotros con los arcabuces no derribéis alguno?
Al ver que se retiraban los del rey se retiró también Lope y estaban cerca de la
fortaleza cuando uno de los marañones muy amigo de Lope que se llamaba Gaspar
Díaz, habiendo visto antes que Francisco Caballero quiso huir al campo del rey y no
pudo, le acometió con la lanza y desviándose Caballero no pudo herirlo. Entonces
Díaz se revolvió y le arrojó la daga punzona que llevaba y con ella le cosió contra la
montura del caballo las partes genitales. A los gritos de Caballero acudieron dos
negros con las intenciones acostumbradas, pero Lope de Aguirre los contuvo y dijo
que había que curar al herido. Aquello extrañó a los más próximos a Aguirre y hubo
quienes lo entendieron como una mala señal para el caudillo.
Se habían retirado los dos ejércitos, aunque dejando corredores de campo y
centinelas.
Dentro de la fortaleza, Lope de Aguirre volvió a sus amenazas. Decidió matar
dando garrote a los hombres enfermos e incapaces para el combate, que eran unos
cincuenta, pero Zozaya y otros se lo impidieron, haciéndole ver que entre ellos había
muchos que lo seguían de corazón y que sería injusto darles aquel fin. «Si Tirado que
parecía tan fiel y leal ha traicionado, algunos de los que inspiran recelo a vuesa
merced tienen por el contrario un corazón fiel y leal».
Con esas palabras Zozaya contuvo la furia de su jefe. Pero Lope de Aguirre
mandó que desarmaran a los que le parecían sospechosos y dio órdenes a la guardia
de que al menor intento que hicieran de salir del fuerte o de acercarse al enemigo los
mataran.
Después creyó que para ir al Perú lo mejor sería volver a la mar y tomar otro
derrotero. Comenzó a hacer diligencias con ese fin.
Imaginaban los del rey las dudas y perplejidades de Lope de Aguirre y las
mantenían y aguzaban estando siempre a la vista por un lado u otro, impidiéndole
distraer fuerzas para ir a buscar comida y haciéndole en fin la vida imposible.
En el fuerte comenzaron a matar los caballos y a comérselos.
Tuvo noticias Lope de Aguirre de que otros centinelas y un corredor del campo se
habían juntado con los del rey, y no volvieron a Barquisimeto. Al saberlo Lope sacó
una daga, se la puso en el pecho y dijo a grandes voces:

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—¡Con ésta me arranquen el corazón si en toda mi vida saco sangre a soldado y
no lo tratare como a mi persona y por vida de Dios que he de cumplirlo y no hacer de
aquí en adelante más de lo que cada uno de vuesas mercedes mandare! O ganaremos
o nos perderemos con parecer de todos. Si hasta aquí hubo algunas muertes entiendan
que las hice por la salud del campo. Les suplico por amor de Dios no permitan que
seamos vencidos desta gente de cazabe y arepas (éste es el nombre de un pan
miserable que los indios de Venezuela comían y al que se acostumbraron también los
españoles cuando no tenían otra cosa) y si piensan pasarse al rey sea en el Perú, que
prefiero morir en aquella gloriosa tierra donde gozarán y descansarán mis huesos
después de tanta fatiga y trabajo.
Aquella noche encontró Lope de Aguirre a Pedrarias disponiéndose a huir
acompañado además de tres negros.
—¿Adonde van vuesas mercedes? —les preguntó.
Los otros no respondían y Pedrarias dijo por fin muy pálido, con un acento de
tranquila desesperación:
—¿No lo estáis viendo, Aguirre? ¿No está claro que nos vamos al campo
enemigo?
—Demasiado claro. ¡Tan claro que aunque quisiera yo disimular no podría!
Bemba confesó ingenuamente que yendo con Pedrarias creía ir seguro, porque el
caudillo tenía con él tolerancias y amistades que no tuvo nunca con los otros. Lope de
Aguirre afirmó:
—¡Verdad decís, moreno, hideputa, sayón!
Y añadió dirigiéndose a Pedrarias:
—¿Cuál es vuestra opinión? ¿Pensáis que debía mataros?
Vigilaba Pedrarias las manos del caudillo y callaba. Alzando Lope más su voz
repitió la pregunta y Pedrarias dijo:
—Sería razonable que me matárais, pero hacedme una merced.
—¿Cuál?
—Matadme con arcabuz como un caballero.
—¿Entonces os consideráis acabado y perdido?
—Todavía me queda alguna esperanza.
—¿Dónde ponéis esa esperanza?
—En vuestra sinrazón. En lo que la gente llama vuestra locura.
—Ya veo. ¿Creéis que es locura perdonaros y que el loco Aguirre podría caer en
esa locura otra vez? Es posible, pero os importa la vida tan poco que menos aún haría
yo quitándoosla.
—Yo —balbuceaba el negro Bemba, tembloroso— es que tengo parientes en el
campo del rey.
Siguió Lope dirigiéndose a Pedrarias e ignorando al negro:
—No necesitáis huir, Pedrarias, para salvar la vida, que yo antes que muera
pienso decir cuáles hombres y cuándo y por qué han sido leales al rey de Castilla y

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cuáles no, y no piensen los demás que hartos de matar gobernadores y frailes y
mujeres agora han de salvar la piel con sólo cambiarse de bandos como los niños que
juegan al sol y a la sombra.
Aunque Lope había bajado la voz cuando dijo antes que muera, los pocos que lo
oyeron se vieron perdidos.
—Lope, amigo —dijo Pedrarias sinceramente—, aunque me matéis yo pensaré y
pienso que sois uno de los pocos hombres cabales que he conocido en la vida.
—Lo era, Pedrarias. Lo era, que en este campo ya no hay hombres y sólo quedan
sombras de muerte. ¿No hay nadie que anuncie la mía como fue anunciada la de
Ursúa? ¿No hay un cabrón fantasma que diga que Dios haya piedad de mí? Más vale
que no, porque yo no la necesito ni la quiero esa piedad. Por lo demás —repitió
después de una pausa— no necesitáis pasaros, que yo diré quién ha sido y quién es
cada cual.
Y soltó a reír. Luego dijo: «No me río de vos. Me río de mí mismo, acordándome
de doña Aldonza la gobernadora de la Margarita. Fue hablando con ella como
comencé a comprender lo que nos aguardaba a todos, y no digo a mí porque mi
destino sólo tiene importancia para una persona que está ahí dentro». Pedrarias pensó
que se refería a Elvirica.
Pedrarias dudaba aún, pero vio de pronto en el gesto de Lope que lo había
perdonado. Pedrarias quiso dar las gracias al caudillo y no lo hizo porque aquella
clase de generosidad no se podía agradecer con palabras y éstas parecerían siempre
fuera de lugar.
Se dio cuenta Lope y dijo:
—Está bien, retiraos y haced lo que queráis.
Era como decirle: podéis ir al campo del rey si lo consideráis mejor que seguir
aquí. Pedrarias se fue en busca de Elvira y estuvo charlando con ella como si nada
sucediera en el campo, como si él no hubiera querido desertar y no hubiera amenazas
en el mundo y Lope y Elvira y todos estuvieran tan seguros como habían estado en el
fuerte de la Margarita.
Lope iba y venía y dos o tres veces al pasar cerca contuvo el aliento para
escuchar. Decía Elvira:
—¿Qué hacemos deteniéndonos tanto tiempo aquí? ¿Es verdad que van a romper
guerra? Hay mucha gente en el real que anda como desesperada.
—Todos están desesperados. Pero hay la nobleza de la desesperación. Sólo tu
padre la tiene. Nadie la tiene más que tu padre. Yo tampoco la tengo, niña mía.
Esa expresión —niña mía—, que dijo con una sinceridad conmovida, le habría
gustado a Aguirre si la hubiera oído.
No estaba Elvira desesperada nunca —eso dijo—, pero se impacientaba por llegar
cuanto antes a Trujillo, donde tenía primos y primas de su edad con los que siempre
se había llevado muy bien.

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Aquella noche, a pesar de todo, Pedrarias se pasó al enemigo con la impresión de
que hacía una gran villanía.
Cuando lo supo, Lope anduvo como una sombra hablando entre dientes consigo
mismo y luego acudió al lado de su hija y le dijo con un acento helado:
—A todos nos ha traicionado Pedrarias por segunda vez y esta vez para siempre.
Zozaya se asomaba a la puerta y se estaba allí mirando, con las dos manos
apoyadas arriba en el dintel:
—Vuesa merced tiene la culpa.
—Es posible, Zozaya.
—Tiempo tuvo vuesa merced de matarlo hace días, cuando se lo trajeron en
collera con Diego de Alarcón.
—No, en eso te equivocas. No entiendes de eso, Zozaya.
—No hace falta mucho seso para entenderlo. Y bastante dio que hablar que no lo
hicierais, porque tanta culpa tenía el uno como el otro.
—Lo sé muy bien, Zozaya, pero hice aquello para repetir el caso que pasó una
vez en Roma en tiempos gloriosos, que tú no entiendes de eso. Algo va de hombre a
hombre y Diego de Alarcón había matado a puñaladas a doña Inés, mientras que
Pedrarias no se había manchado las manos de sangre y ni siquiera había firmado el
papel declarándose traidor. Lo que en un hombre es criminal y merece castigo en otro
puede ser honrado. Pedrarias nunca engañó a nadie, nunca dio señales de estar con
nosotros por su gusto, ni usó servilismo ni falsa obediencia. Alarcón se quiso huir y
su deseo era bajo y miserable y por ese motivo dije aquel día y bien me acuerdo de
mis propias palabras: «A Pedrarias quiero vivo y a Alarcón hacédmelo luego pedazos
y ponedlos en los caminos». Que si tenéis memoria, Zozaya, memoria tengo yo.
Había aquel día soldados que decían que iban a dar agua al caballo y desertaban.
Lope llegó a amenazar con pena de muerte al que conservara consigo una sola cédula
de perdón.
—Por Dios —decía— que no quiero creer ni esperar en nadie ni en la ley judaica
ni mosaica ni romana ni en la lealtad de los hombres sino vida y muerte y sangre y
fuego.
De vez en cuando ordenaba que saliera una tropa de incondicionales bien armada
a afrontar a los escuadrones de Bravo de Molina, que era el que más provocaba, pero
llegó un momento en que no sabía Lope de Aguirre con quiénes podía contar y con
quiénes no. Desde la defección de Tirado veía traidores a su alrededor y a todas
horas.
La última fuerza armada que envió Lope de Aguirre en orden de combate contra
Bravo de Molino hizo algunos disparos y mató al caballo del capitán realista. Los
suyos acudieron a levantar al jinete, le dieron otra montura y se retiraron sin mayor
daño.
Pudieron los marañones acercarse después, descuartizar el animal y llevarlo al
fuerte para comérselo. Ofrecieron a Lope de Aguirre un plato de carne asada y él dijo

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que no quería comer y que llevaran aquellos alimentos a su hija y a la Torralba.
El lunes 27 de octubre Lope de Aguirre decidió retirarse con los soldados que
quisieran acompañarlo y con la mayor cantidad posible de armas y tratar de llegar a
Burburata, con cuyo fin fueron desarmados los soldados inhábiles para el combate y
cargaron las armas en los caballos y mulos.
Estaba todo dispuesto para la partida cuando los que se quedaban en
Barquisimeto sin armas le echaron en cara a Lope el que se fuera y abandonara el
campo como un cobarde. Lope decidió cambiar de opinión y les devolvió las armas,
disculpándose y diciendo:
—Marañones, vuesas mercedes saben que en toda la jornada desde que me hice
cargo del mando ésta es la única vez que he errado en cosa importante y lo reconozco
y espero que comprendan que mis intenciones eran buenas al menos para el conjunto
de nuestra empresa.
Tan ofendidos estaban algunos marañones que se negaban a recibir las armas y
Lope tenía que porfiarles.
En estas dudas estaban sobre la retirada al mar —que no faltaban algunos que
insistían en aconsejarla— cuando Lope de Aguirre dijo que habría que esperar que
fuera de noche para decidir y no por la vigilancia del enemigo, sino por los grandes
calores del día, y uno de los marañones le respondió:
—De día o de noche estamos rodeados y si habla el miedo o la prudencia sería
difícil de averiguar.
Se revolvió Lope contra él, lo insultó y buscaba con la mirada quienes lo
desarmaran y aun llamó a los negros, pero nadie se movía y nadie parecía obedecerle.
En aquel momento se acercaron de nuevo con gran copia de soldados los capitanes
Bravo y García de Paredes, sabiendo que estaban planeando la retirada, y volvieron a
dar voces diciendo que Aguirre los llevaba engañados y que pasaran al bando del rey,
que estarían seguros y salvos. «Guerra podemos haceros —decían— y destruiros en
poco tiempo, pero somos hermanos y no hay que derramar sangre».
Vieron otra vez hasta treinta o cuarenta indios del servicio del fuerte que estaban
como otros días en el río y Bravo se fue hacia ellos para tomarlos consigo y llevarlos
al campo del rey, quedando de acuerdo con García de Paredes en que éste vigilaría y
si salían tropas marañonas le haría señal con la espada desnuda.
A todo esto Espínola estaba echándole en cara a Lope de Aguirre su falta de
confianza en él y casi toda la noche la pasaron discutiendo. Cerca ya del amanecer,
Espínola le desafió diciendo:
—Enviadme contra esos vaqueros cobardes con quince hombres y veréis lo que
Espínola hace o deja de hacer.
Estuvo considerándolo Lope un momento y dijo por fin:
—Sea así y marchad y veremos lo que hacéis, que de eso dependerá todo.
Salió Espínola con quince hombres y al verlo García de Paredes hizo la señal con
la espada a Bravo, pero éste se entretuvo hasta recoger a todos los indios y entonces

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García de Paredes sin presentar batalla fue retrayéndose hacia el campo del rey y
Espínola siguiéndole hasta que puestos todos al galope se oyó a Espínola gritar viva
el rey y formando un solo cuerpo esperaron a Bravo mientras algunas voleadas de
balas de arcabuz pasaban por encima de sus cabezas, demasiado altas como siempre.
Comenzaba el cielo a clarear. Al ver lo que pasó con Espínola salieron del fuerte
en formación de combate más de sesenta marañones y Lope de Aguirre creyó por fin
que se iba a trabar combate, pero pronto vio que hicieron lo mismo que Espínola. Al
llegar al campo del rey dijeron los marañones que el fuerte quedaba sin defensa. Los
pocos marañones que estaban allí se entregarían contentos de poder acabar de una vez
con sus miserias.
Entretanto, por la parte trasera del fuerte, que tenía un boquete en las bardas,
salieron otros marañones sin ser advertidos de Aguirre y con ellos todos los negros,
incluidos Carolino y Juan Primero.
Al volver a entrar Lope de Aguirre vio que sólo quedaba Llamoso —el que quiso
sacar a Martín Pérez el corazón del pecho— y le dijo:
—¿Vuesa merced no se va también con los del rey?
—He sido en vida vuestro amigo y lo seré en la muerte.
—Mal compañero sois en la una y en la otra.
Viendo García de Paredes que todo estaba ganado envió aviso urgente al
gobernador, que cuatro o cinco leguas más atrás esperaba en una hacienda con una
pequeña escolta.
Lope dijo otra vez a Llamoso:
—¿Por qué no vais y os acogéis a los perdones?
—Ya he dicho que os acompañaré en la muerte.
Aguirre se encogió de hombros como si no estimara en nada la fidelidad de aquel
individuo y entró en la sala donde solían dormir la Torralba y doña Elvira. En la
puerta sacó la daga y dijo:
—Hija mía, pudisteis salvaros, pero Dios no lo ha querido así.
Ella lo miraba asustada:
—¿Qué queréis decir, padre?
En aquel momento se oyó la voz de Custodio Hernández, que corría alrededor del
fuerte llamando por sus nombres a algunos marañones, porque ignoraba que habían
salido ya por otro lado. Dijo también el nombre de Llamoso varias veces, pero él no
lo oyó o no quiso responder.
En el cuarto de doña Elvira estaban la Torralba con ojos visionarios recogida en
un rincón y la niña en el centro de la sala temblando como un pajarillo. Lope de
Aguirre seguía con la daga en la mano atento a los rumores del exterior.
—Encomiéndate a Dios, hija, que vengo a matarte.
—Padre mío, ¿habéis perdido la razón?
—Cata ahí ese crucifijo y encomiéndate a Dios, porque es necesario que mueras,
hija mía.

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Llevaba un arcabuz en la izquierda y la daga en la derecha. La Torralba con
grandes voces se lanzó sobre él y consiguió arrancarle el arcabuz, pero no la daga.
Lope fue sobre su hija, la tomó por los cabellos y comenzó a darle de puñaladas
mientras la niña decía entre frases entrecortadas y rezos:
—Basta ya, padre mío, que el diablo os engañó.
Y así murió Elvira antes de cumplir los quince años.
Oyendo gente en el patio salió Aguirre y encontró a Custodio Hernández, quien
dijo apuntándole con el arcabuz:
—Sed preso por su majestad y dejad las armas.
—Preso soy.
Fue otro soldado llamado Guerrero a quitarle la espada y Lope de Aguirre lo
rechazó diciendo: «Yo no me rindo a tan gran bellaco como vos». La desenvainó él
mismo y tomándola por la hoja esperó a que llegara García de Paredes. Al verlo le
entregó la espada y la daga y dijo:
—Señor maese de campo, suplico a vuesa merced que pues es caballero me
guarde mis términos y me oiga, pues tengo negocios que tratar de gran importancia
para el servicio del rey.
García de Paredes respondió que haría lo que era obligado y parece que esta
promesa asustó a algunos marañones, porque temían que Lope los acusara de los
excesos que habían cometido.
—Yo lo prendí —dijo a todo esto Custodio Hernández, con énfasis.
—Verdad es —confirmó Lope de Aguirre con calma y con la expresión del
hombre maduro que accede al capricho de un niño—. Verdad es que Custodio
Hernández me prendió.
García de Paredes y otros entraron en las habitaciones interiores y hallaron el
cadáver de Elvira.
Llegó un espadero de Tocuyo que se llamaba Ledesma a donde estaba Lope y
viéndolo sin armas, con una capa pardilla que le habían puesto por los hombros y tan
pequeño y lastimoso, dijo:
—¿Éste es Lope de Aguirre? Juro a Dios que si me hubiera visto con éste yo
hiciera que me soñara.
Lope de Aguirre contestó riéndose:
—A diez soldados y a veinte como vos diera yo de zapatazos. Andad de ahí,
hombrecillo.
Pero García de Paredes volvía:
—No me espanto, señor Lope de Aguirre —le dijo, muy impresionado—, de que
os hayáis alzado contra el rey, porque no sois el primero ni seréis el último, ni
tampoco me extrañan las crueldades que habéis hecho. Sólo me espanto de que
hayáis muerto a vuestra hija.
—No quería que la conocieran por la hija del traidor ni que quedara por colchón
de rufianes.

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—Pero al fin, señor Lope de Aguirre, vuestra hija era y de vuestra sangre.
—Hecho está —dijo él sombríamente— y no tiene remedio.
En aquel momento entró Pedrarias y al verlo le dijo Lope de Aguirre con un
acento de angustia que a todos impresionó:
—Ah, señor Pedrarias. ¿Qué malas obras os he hecho yo en este mundo?
Nadie respondía y Lope dio un suspiro y añadió:
—Entrad ahí también y veréis las vuestras, digo, vuestras obras.
Cuando Pedrarias vio a la niña muerta estuvo un largo espacio inmóvil, luego
comenzó a sollozar y para que no lo vieran salió por la puerta trasera. Detrás de él iba
la Torralba llorando también y diciendo: «Bien sabéis que si le hubierais dicho a la
niña la palabra que yo me sé su padre la habría dejado vivir. En esa esperanza estuvo
su padre y estuve yo».
Lope salió y en la plazuela rodeada de cenizas y escombros vio a los oficiales del
rey. «¿Dónde está Pedrarias?», preguntó, y no le contestó nadie.
Todos tenían con él esa actitud inhibida y distante que se tiene con los reos de
muerte. Algunos marañones estaban temerosos de que Aguirre hablara y pidieron a
gritos a García de Paredes que lo matara. El maese de campo miró alrededor como si
buscara a alguien y Carolino y Juan Primero se acercaron sonriendo.
Al verlos soltó Lope a reír a carcajadas y comentó entre dientes: «¡Oh, los
hideputas bailarines! ¡Y cómo merecen ellos mil veces el garrote!». Luego dijo a
García de Paredes:
—Señor maese de campo, me habéis prometido los tres días de plazo que manda
la ley y tengo cosas importantes que deciros.
En aquel momento, habiéndose apartado García de Paredes para recibir al capitán
Bravo, que llegaba, quedó Lope aislado y un marañón le disparó un tiro. Lope,
viéndose herido levantó la cabeza y dijo:
—Mal arcabuzazo ése, soldado, que no me acabará.
García de Paredes se volvió contrariado:
—¡No tiren!
Pero se oyó un segundo arcabuzazo y volviéndose García de Paredes otra vez vio
a Lope que iba tambaleándose y que decía todavía con entereza:
—Ése es un buen tiro, soldado. Con él hay bastante y no hace falta más.
No había caído aún en tierra y andaba flojo y agónico, aunque muy erguido,
cuando Custodio Hernández lo tomó por las barbas, le alzó la cabeza y se la cortó de
un tajo.
Quedó el cuerpo de Aguirre en el suelo mientras el marañón iba con la cabeza de
su antiguo caudillo colgando, detrás de García de Paredes. Horas más tarde llegó el
gobernador con su comitiva. Salieron a recibirlo con las banderas de Aguirre
arrastrando en señal de victoria y más tarde hicieron cuartos el cuerpo de Aguirre y lo
pusieron en los caminos.

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La cabeza la llevaron a Tocuyo y fue expuesta dentro de una jaula hasta que se
convirtió en cecina y luego en calavera seca. Aún se conserva en aquella ciudad y
también los pendones de Aguirre y su coselete y el corpiño y la saya de raso que
llevaba su hija cuando la mató, con las señales de la daga.
Ahora, cuatro siglos después, cuando en las noches oscuras se levantan de las
llanuras y pantanos de Barquisimeto, Valencia y lugares de la costa de Burburata,
fuegos de luz fosfórica que vagan y se agitan a los caprichos del viento, los
campesinos cuentan a sus hijos que allí está el alma errante de Lope de Aguirre el
Peregrino, que no encuentra dicha ni reposo en el mundo.

Montevideo (Uruguay), 1964

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RAMÓN JOSÉ SENDER GARCÉS. Conocido como Ramón J. Sender, nació en
Chalamera, (Huesca), 1901. Combatió en la Guerra de Marruecos y, posteriormente,
trabajó para el periódico El Sol, en el que destacó por sus artículos. Se alistó en el
bando republicano cuando estalló la guerra civil y, tras ésta, se exilió a México y de
allí en 1942 marchó a Estados Unidos, donde ejerció como profesor de literatura en
diversas universidades.
Su obra, de carácter realista, analiza con crudeza la realidad social desde una óptica
revolucionaria. Es autor de Imán (1930), una novela sobre la guerra de Marruecos;
Mr. Witt en el cantón (1935), con la que obtuvo el Premio Nacional de Literatura;
Crónica del alba (1942-1966); su obra más extensa y quizá la más conocida;
Réquiem por un campesino español (1960); La aventura equinoccial de Lope de
Aguirre (1964); El bandido adolescente (1965), sobre el pistolero norteamericano
Billy el Niño, entre otras muchas.
Regresó a España para recibir el Premio Planeta en 1969 por En la vida de Ignacio
Morell, y sus estancias se harían más prolongadas a partir de 1976. Falleció en San
Diego (California), en 1982.

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