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Ramón J. Sender
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Título original: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre
Ramón J. Sender, 1964
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Editor digital: Titivillus
Corrección de erratas: Yorik, JackTorrance, Strangelove y Coleccionista
ePub base r2.1
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malfamados, perseguidos y verdaderos delincuentes, porque el virrey marqués de
Cañete había ofrecido amnistía a los que se alistaran. Para compensar aquello Ursúa
quiso atraer a algunos capitanes hidalgos y escribió a don Martín de Guzmán,
ofreciéndole el puesto de jefe de operaciones militares, es decir, de maese de campo.
Le decía entre otras cosas: «Le ruego que de su parte y la mía suplique a todos los
caballeros que conozca y estén sin empleo o con empleo inferior a sus merecimientos
que vengan a esta jornada, que en buena camaradería iremos todos y sea nuestra
fortuna próspera o adversa trataré de servirlos aquí y de informar de sus méritos en
Castilla delante del rey».
Don Martín aceptó y entregó tres mil pesos a Ursúa para gastos de la expedición,
que buena falta le hacían. Cuando fue Guzmán a Santa Cruz pareció decepcionarse
un poco viendo la clase de gente que se había alistado. Había entregado los tres mil
pesos en espera de beneficios, ya que aquellas expediciones, además de ser aventuras
bélicas, eran empresas comerciales. Que lo cortés y lo valiente no quitaban a lo
práctico.
Uno de los principales caballeros de Lima, llamado Pedro de Añasco, escribió a
Ursúa diciéndole que había sabido que quería llevar en la expedición a su amante
doña Inés de Atienza, viuda de un vecino del Perú, y le aconsejaba que no lo hiciera.
Para eso le recordaba los versos del romance del conde Irlos:
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cosas despacio y por fin decidió retirarse. Sin embargo, no reclamó el dinero a Ursúa,
sabiendo que su amigo estaba en grandes necesidades, y se quedó algunas semanas
más para ayudar a Ursúa a organizar la intendencia.
Uno de los soldados sospechosos era, como hemos visto, Lope de Aguirre, que
solía rodearse de aventureros con historias de sangre, entre ellos un tal Llamoso y
otro Bovedo y Figueroa y el mulato Miranda también citado y otras malas piezas,
negros o blancos. Pero Aguirre era algo más —mucho más— que un pícaro. Los
pícaros eran los primeros que lo sabían.
Eran ya trescientos entre los que se habían concentrado en Santa Cruz, de los
cuales algunos partieron para las orillas del río, que estaban veinte leguas más abajo,
con objeto de fabricar los bergantines de la expedición. Entre ellos había serradores,
carpinteros y calafates, ebanistas de ribera, tallistas de arboladura y peones para la
corta de árboles, estos últimos casi todos negros. Llevaban, como se puede suponer,
herramientas al caso y hierro para fabricar clavos y grapas. También materiales para
hacer brea. Para esta última contaban además con las resinas naturales del bosque. El
maestro de oficiales que dirigía la construcción de bergantines se llamaba Juan
Corzo. Mientras unos trabajaban otros les abanicaban y oxeaban para impedir que el
calor y los mosquitos acabaran con ellos.
El pueblo de Santa Cruz, cuyo nombre completo era Santa Cruz de Capocoba, lo
gobernaba su fundador y alcalde Pedro Ramiro por delegación del virrey. Era Ramiro
noble y valeroso, con experiencia en aquellas tierras y tan serio que a veces su
seriedad era cosa de broma. El gobernador lo nombró teniente general, que era el
cargo más respetable después del suyo, y el nombramiento causó alguna extrañeza
entre los aventureros más ambiciosos.
El clima no era muy saludable en aquellas latitudes. No llovía —era la época seca
del año—, pero había humedad siempre en los lugares donde los árboles producían
sombra. Había demasiada humedad. Se sentía siempre el aire mojado.
El capitán Ursúa a veces pensaba que su empresa iba a fracasar antes de
comenzar realmente. Había tomado dinero de todo el mundo y como pasaban los
meses sin que la expedición saliera, llegaron a amenazarle en Lima con nombrar un
contador que fuera al campamento y revisara las cuentas. Eso le asustó y le hizo
acelerar los trámites.
Al caer la tarde, Ursúa gozaba del fresco en un solanar descubierto acompañado
de sus galantes memorias de Trujillo y veía a veces que en el fondo del paisaje ya
oscuro quedaba la cresta de una serranía y en ella un alto pico bañado todavía de sol,
dorado y luminoso. Aquel pico, encendido sobre la prematura noche del valle, le
hacía pensar en Inés de Atienza, que estaba aún en Trujillo, pero que pronto acudiría
a Santa Cruz también. El color del último sol en las altas rocas era el mismo de la piel
de doña Inés.
A veces pasaba por debajo del solanar el soldado Pedrarias, hombre de buena
presencia y mejor parola. Ursúa se acordaba de que aquel hombre era de los pocos
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que en Lima se habían atrevido a decir, en una reunión de hidalgos en la que había
dos curas, que no creía en Dios.
Ursúa creía algunos días. Otros, no.
Había días en los que el aire centelleaba como las aristas del diamante y eran días
secos. La temporada de lluvias no había comenzado.
Ursúa encontró aquel día a Pedrarias y al verlo en mangas de camisa y
despechugado, le dijo:
—¿Qué, no aguanta bien vuesa merced el calor?
—Oh —dijo Pedrarias—, vuesa señoría sabe que el calor es una tortura antigua
en estas tierras.
Quiso Ursúa tantear la opinión de Pedrarias, a quien consideraba hombre de
cabeza clara:
—Sois —le dijo— uno de los pocos hombres de historia limpia que no me han
aconsejado todavía que eche gente del campamento.
—¿Qué gente?
—Gente de mal vivir, dicen.
Ursúa no quería decir nombres. La mejor virtud de un jefe es la impersonalidad.
Y Pedrarias se daba cuenta y respondía:
—Me figuro quiénes son, pero ésos pueden ser los mejores soldados, porque son
los que más necesidad tienen de hacer olvidar su bellaquería.
En aquel momento pasó don Martín de Guzmán, quien intervino:
—Son casos desesperados esos soldados. Quiera Dios que no sean un mal
contagioso en la armada.
Cambiando de tema, Ursúa echó a andar con Guzmán y le dijo:
—Tengo que salir pronto, porque este campamento es una alcancía sin fondo.
Guzmán volvió a aconsejarle que hiciera una purga en el campo. Le respondió
Ursúa:
—Si fuéramos a hacer una investigación a fondo en las vidas de toda la gente,
desde lo más alto a lo más bajo, no resistiría nadie la prueba. Y por eso creo como
Pedrarias que hay que darles a los peores una ocasión para emparejarse con los
buenos. Vuesa merced verá cómo da resultado.
—No, yo no lo veré, Ursúa. Tengo que volver a Lima.
Confiaba demasiado Ursúa y no era la suya una confianza en la rehabilitación de
los otros, sino en su propia insensibilidad para los lados incómodos de las cosas. Él
sabía hacerse un mundo aparte en medio de los demás y encerrarse consigo mismo y
cuando llegara doña Inés aquel aislamiento sería de verdad gustoso.
Durante los últimos meses, Ursúa, enamorado de Inés, había puesto en ella el
interés que era capaz de sentir por la humanidad entera. Por esa razón, fuera de Inés,
todo lo demás le parecía indiferente y lejano.
Este sentimiento, en un jefe, podía ser peligroso.
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Aquel mismo día se marchó Martín de Guzmán, acabada ya la organización de la
intendencia, con depósitos en Santa Cruz y en la ribera del río Huallaga.
Los preparativos de la empresa eran tan complicados que habían pasado ya ocho
meses desde los primeros pregones y todavía no sabía cuándo saldrían. La demora no
se debía a los bergantines, porque esta faena iba muy adelantada y podría ser
apresurada y acabada en pocos días si era preciso, pero Ursúa andaba muy sin
dineros. Se sabía que había tenido que acudir a las arcas del Tesoro, parsimoniosas
con los que emprendían conquistas, y al bolsillo mismo del virrey, quien le prestó
algunas cantidades. Pero faltaban aún vituallas, herramientas y armas.
Por otra parte, Ursúa necesitaba informes más concretos sobre el Dorado. Los
indios motilones trajeron a otros indios llamados brasiles, quienes hablaban a Ursúa
de pueblos construidos con losas de plata y del gran lago donde se bañaba cada día el
rey de aquel país para ser después ungido y su piel cubierta de láminas o de polvo de
oro. Era servido aquel rey por esclavos vestidos de igual manera. Pero de lo que nadie
hablaba era del lugar exacto donde el Dorado —así llamaban a aquel príncipe—
reinaba. Unos decían una provincia y otros otra. Al parecer caía cerca de las orillas
del río Amazonas, a seis o siete grados de latitud sur, casi en la línea equinoccial.
Ursúa estaba decidido a emprender la aventura, aunque la inseguridad de los
informes, la falta de dinero y la calidad de la gente que llevaba lo tenían inquieto y
disimuladamente escéptico. La falta de dinero de Ursúa era tal que no vacilaba ante
ningún medio para conseguirlo. Pocos días antes, camino de Santa Cruz, pasaban
algunos capitanes por una población llamada Moyobamba, cuyo cura párroco era un
tal Pedro del Portillo. Este buen hombre, a costa de su estómago, según las malas
lenguas, había juntado hasta seis mil pesos, que conservaba en oro en casa de un
comerciante acaudalado. Al ver el cura la lúcida gente que llevaba Ursúa y saber que
eran los del Dorado, se le despertó la codicia, pidió a Ursúa que lo hiciera capellán de
aquella expedición y le ofreció hasta dos mil pesos de los seis mil que tenía. Al
gobernador no le dolían prendas y prometió hacerlo obispo de los territorios
descubiertos; pero más tarde en Santa Cruz, viendo el cura que escaseaban los
víveres, que no pocos de los soldados que encontraba eran echacuervos y pícaros —
algunos con la cabeza pregonada— y sobre todo que nadie estaba seguro del
emplazamiento del Dorado ni de lo que iban a hacer —si rescatar o poblar o ambas
cosas o ninguna de ellas—, se le apagaron las esperanzas y una noche acudió a Ursúa
a decirle que se volvía a Moyobamba con sus feligreses y que no creía en las novelas
de caballerías.
Ursúa, que no había recibido aún el dinero, pero lo había gastado, según decía,
comprando lingotes de plomo para balas, le hizo ver el daño que aquella
determinación les causaba a todos y ofreció más réditos y garantías. Pero el cura, que
parecía hombre temeroso y débil, se envolvía en su recelo y decía a todo que no.
—Está bien, puede retirarse cuando quiera —dijo Ursúa severo y glacial—, pero
tendrá que ser a pie, porque el caballo suyo fue a la ribera con materiales para los
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bergantines y nos hace falta. Todo anda escaso aquí, sobre todo los víveres, y a lo
peor se lo han comido ya los carpinteros. Espero —añadió con humor— que habrán
guardado las herraduras, porque ellas y los clavos nos hacen tanta falta como los
alimentos. Sin embargo, no se aflija vuesa reverencia, que yo le daré una cédula por
el valor del animal, vivo o muerto, y la podrá cobrar con intereses en Omagua
después de la conquista.
Respondió el cura que se iría a pie por Cristo, de cuya crucifixión se sentía
culpable, y que no quería tener más tratos con tipos de aquella ruin calaña, que tal vez
conquistarían Omagua, pero nunca conquistarían la confianza de los hombres
honrados como él.
Ursúa, disimulando la ira, le autorizó a irse cuando quisiera y le volvió la espalda.
Algunos soldados habían oído la conversación y Zalduendo acudió y dijo, rascándose
la barba desde el cuello hacia arriba: «¿Por qué le deja marchar vuesa señoría? ¿Por
clérigo? Las necesidades de guerra de trescientos hombres y el servicio del rey valen
más que eso, y si por miramientos lo dejáis, yo digo que con vuesa licencia traeremos
al campamento hasta el último maravedí de ese hombre antes del mediodía de
mañana». Vacilaba Ursúa y, por fin, dijo:
—Si lo hicieran sin daño y además ofreciendo al sacerdote el pago con réditos, yo
no diría nada.
—¿El pago en qué tiempo, señor?
—Cuando Dios provea —dijo Ursúa con un gesto vago.
Salieron los soldados y alcanzaron al cura en el camino. Poniéndole las espadas al
pecho le exigieron el dinero y el padre Portillo, creyendo llegada su última hora, sacó
un libramiento de los dos mil pesos que llevaba ya hecho —el que pensaba darle a
Ursúa— con cargo al mercader. Le exigieron el resto de su fortuna y el cura hizo otro
papel y firmó. Fueron los soldados con aquellos documentos al mercader, cobraron
cerca de seis mil pesos, que era todo el capital del sacerdote, y volvieron a Santa
Cruz.
Como se puede suponer, aquel oro desapareció enseguida para cubrir lo más
apremiante y Ursúa dijo que estaba seguro de que el cura volvería al real para correr
el mismo azar bueno o malo de su fortuna. Y su profecía se cumplió dos semanas más
tarde.
Algunos soldados se enmohecían en la espera, formaban rivalidades y
despertaban discusiones y querellas. Entre los soldados de peor fama estaba, como
dije, Lope de Aguirre, hombre de corta estatura, cojo de heridas recibidas en acción,
cenceño y de aire atravesado. En los lugares donde había vivido, especialmente en las
regiones del norte del Perú, se le conocía como Aguirre el loco. Pero lo decían con
simpatía y amistad y sin dejar de respetarlo.
La fama de loco que tenía Aguirre influía en sus actos, es decir, que a medida que
envejecía —tenía ya cuarenta y cinco años, que no eran pocos para un soldado— se
creía en el caso de justificar su reputación. Para responder al deseo de influencia que
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la mayor parte de las personas tienen, se adaptaba a la reputación que le habían
hecho, y aquella fama de loco le vino de algunas ocurrencias causadas por su falta de
memoria, como la siguiente: cuando trece años antes nació su hija Elvira, salió de
casa para avisar al cura y bautizarla y, habiéndose olvidado por el camino, se fue a
beber con el primer conocido que topó. A veces perdía la memoria de lo más
inmediato, aunque se acordaba muy bien de hechos ocurridos en su infancia y en su
juventud. Por otra parte, solía decir que leía las intenciones más secretas de los otros
y lo explicaba con ejemplos a veces inquietantes.
Aquella su fama de loco era una manera de gloria, aunque fuera en el fondo
bastante mezquina y vil, y se veía que el no haber conseguido otra lo traía inquieto.
En Santa Cruz pensaba Lope de Aguirre demasiado en sí mismo. Un día de
aburrimiento afiló la pluma, buscó papel y comenzó a escribir: «Yo, el mentado Lope
de Aguirre, cristiano viejo, hijo de medianos padres, hidalgo natural vascongado de la
villa de Oñate, en los reinos de España, digo que nací el cuatro de febrero del año
1513 en la dicha villa donde me bautizaron.
»En la edad menor fui como tantos otros y aún peor, porque mis padres me
consideraban la vergüenza de la familia y querían meterme en algún barco y echarme
a la mar. Esto lo digo más por mi padre, que los otros andaban siempre tratando de
salvarme si podían, especialmente mi madre, pero como estaba tan arrinconada y
acoquinada, poco caso hacía nadie de ella si no era en la iglesia, adonde llevaba
aceite y cera y vestidos para los santos en las grandes fiestas.
»No pienso que haya cosas muy nombradas, digo entre las que me acaecieron,
sino que todas las horas del día oía hablar de las Indias y de las tierras descubiertas en
el nuevo mundo. Se hablaba de eso en Oñate por los muchos navegantes que iban y
venían diciendo historias más o menos puestas en razón, que recordaban a veces las
de los libros de Amadís.
»Yo y otros muchachos andábamos con todo eso muy levantados de mollera y el
que más y el que menos pensaba aventurar su vida por la mar descubriendo tierras o
por la tierra descubriendo naciones. Y atendíamos más a eso que a las declinaciones
latinas, aunque también andaba yo algo ocupado con Valerio Máximo y sus historias
de la Roma antigua que nos hacía leer el maestro.
»Luego mi padre me mandó a Altuna a una escuela de caballeros, digo de
destreza y caballería. Si hubiera de decir y traer a la memoria parte por parte todas las
cosas de aquel tiempo en la villa vascongada habría menester otro cronista que
tuviera más clara elocuencia y mejor retórica, y con todo y eso serían de poca monta,
porque todos los chicos son iguales en todas partes, bellaquería más o menos.
»Trato de escribir mis recuerdos, pero algo va de la espada a la pluma y ésta es
más pesada tal vez que el arcabuz y la partesana, digo, para el que no tiene costumbre
como yo».
Pero de pronto le pareció desairado escribir sobre sí mismo y tiró el papel a la
chimenea apagada. Más tarde fue a buscarlo, lo alisó otra vez con las palmas de las
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manos —la izquierda estaba contraída por una herida mal curada— y se dijo: «En
Oñate mi vida no tuvo importancia, pero aquí en Indias me he portado como otros».
Y con esa idea siguió escribiendo.
«Me embarqué en Sevilla para venir acá en el año 1537 con una cédula que tenía
ya del año anterior para ser regidor en el pueblo donde viviera el gobernador del
Perú, y digo que esos cargos sólo se dan a personas hidalgas de solar conocido.
Después de aquella cédula me dieron otra firmada el 1 de diciembre de 1536,
diciendo que aquel regimiento que me otorgaban debía yo tenerlo y ejercerlo allí
donde quedara establecido el gobierno de Nueva Toledo, cuya entrada y conquista se
había capitulado ya con Almagro. Yo estaba contento con aquello, porque me parecía
digno de mí.
»Cuando llegué a esta tierra del Perú vi que la tropa andaba separada en bandos,
unos por Pizarro y otros por Almagro, de lo que vino la contienda de 1538, en donde
si me hallé o no me hallé a nadie le importa y no voy a decirlo aquí, que demasiado
hablan los que no hacen nada y no voy yo a echarme tierra a los ojos. Pero la verdad
es que estuve en las entradas de los Chunchos con Pedro de Candía y en los Andes,
que son montes fríos y ásperos como ninguna otra montaña en el mundo, y allí
muchos cayeron y volvíamos maltrechos cuando nos salió al encuentro el mismo don
Hernando Pizarro en persona con Peransúrez, Diego de Rojas, el famoso también
Gonzalo Pizarro y otros capitanes y allí mismo don Hernando le quitó el mando a
Candía y se lo dio a Peransúrez, con quien yo marché a Carabaya y a Ayavire, montes
adentro otra vez y en el peor tiempo, que yo pensé que era mi fin como los otros el
suyo y más de uno acertó, aunque yo, por fortuna, me equivocara. Que dentro de lo
malo siempre he tenido alguna suerte.
»Llegamos algunos dolientes al pueblo de Sietelinga, donde descansamos cinco o
seis semanas, que falta nos hacía. Y después, en lugar de seguir, nos volvimos por el
mismo camino, pero no todos, sino menos de la mitad, que los otros se quedaron por
las barrancas helados o muertos de hambre. Algo se ha hablado de eso, pero unos lo
cuentan y otros lo viven. Y todavía otros que no han andado en el trance lo cobran en
mercedes. Con Peransúrez iba yo todavía cuando sucedió la mala muerte de Pizarro
el viejo, y al saberlo nos volvimos todos desde Chuquisaca hasta el Cuzco, y allí nos
reunimos hasta trescientos, todos hombres de armas, y fuimos por Guamanga y la
provincia de Jauja a Guaylas, donde estuvimos más de tres meses esperando a Vaca
de Castro, y yo, con otros, volví a Guamanga, que también lo llaman Ayacucho, y allí
estuve hasta cuando llegaron a Guaylas las tropas de Vaca de Castro, y tuvieron un
recio encuentro con Almagro el mestizo en septiembre de 1542.
»Después se levantaron motines contra el virrey Núñez Vela por las regulaciones
que vinieron de España en favor de los indios, y yo era sargento, y estaba en Lima, y
de los pocos leales que estuvieron en el campo del virrey, con grande peligro de sus
vidas, fuimos dos sargentos, el llamado Gabriel de Pernia y yo, pero no se pudo
salvar el virrey, que lo encarcelaron y después murió en Añaquito. Las regulaciones
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sobre los indios eran bien pensadas, pero imposibles de practicar, como se vio
después.
»De lo que pasó luego en Trujillo, donde yo estaba, no diré palabra, que otros
hablarán por mí si quieren, y podría hacerlo el padre Henao, que por sus hábitos es
hombre de verdad, y otro Aguirre llamado Juan, que estaba también allí, y es tan
bueno como el que esto escribe, aunque todavía no le han puesto, como a mí, fama de
loco.
»En las entradas y encuentros de bandos me encontré y también en el mal fin del
justicia mayor de Charcas llamado Hinojosa tuve parte, aunque no la que se ha dicho,
que no me mojé de sangre, pero así va la verdad como el diablo lo dispone y lo
mismo pasó en la mala muerte de don Sebastián Castilla, a consecuencia de todo lo
cual a mí me pregonaron la pena de muerte y harto tuve que andar caminos de noche
y trepar montañas para salvar la piel.
»Dejando esto, que no es necesario entrar en prolijidades, cuando dieron el
perdón a los que se alistaran en las banderas del virrey, para combatir contra
Hernández de Girón, yo bajé al llano y fui uno de los que se ofrecieron y al campo
salimos, y en la batalla de Chuquinga, cerca de Challuanca, me dieron dos
arcabuzazos en la pierna, de los que me quedó la renquera que se sabe, y un tercer
tiro en la mano izquierda, que si fuera la derecha habría acabado con mi oficio de
hombre de guerra y también de jinete desbravador de caballos. Pero no fue así, por
fortuna.
»Viendo yo que todos sacaban algo de sus hechos y hazañas, y aun de lo que no
hacían, y que yo no sacaba más que el tiempo y la sangre perdidos y que me hacía
viejo y sólo me daban potros que desbravar, comencé a sentirme estrecho dentro de
mi conciencia, y con otros como Zalduendo anduvimos en revueltas y aun tuve la
soga al cuello después de un motín en el Cuzco. Como hombre veraz lo confieso, que
aquí no me falla la memoria.
»La mayor parte del tiempo fui leal, pero ¿de qué me valía? Hasta cuando
defendía al virrey estaba en falta y querían hacérmelo pagar. Reconozco que alguna
vez he hablado más de la cuenta y la muerte de alguno es testimonio, pero los que se
pierden en estas tierras se pierden porque quieren, que lejos están de Castilla, y si
Pizarro, y Girón, y Almagro acabaron mal fue porque ninguno de ellos tenía bastantes
arrestos para alzarse con la corona del Perú y hacerse rey contra el de Castilla, que
allí no saben nada de lo que pasa aquí por la distancia, y aunque quisieran remediarlo
ya sería tarde. Eso es lo que he dicho siempre».
Escritas estas páginas, Lope de Aguirre se levantó, las leyó, se quedó dudando y
luego arrojó los papeles al fuego. Viéndolos arder se decía: «No sé qué me pasa que
en poniéndome a escribir siempre digo cosas por las que pagaría con la cabeza si se
divulgaran». Veía arder los papeles y se agradecía a sí mismo aquella precaución.
Cuando los papeles se consumieron, Lope de Aguirre decidió que era pronto para
escribir sus propias hazañas.
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En estas reflexiones se estuvo Lope de Aguirre aquel día mientras fuera llovía
caudalosamente —cosa rara, porque era fuera de estación—, y algunos soldados
pasaban por la plaza corriendo con un saco puesto en la cabeza como capillo y
cogulla de fraile.
Había soldados que tenían consigo sus mujeres o sus mancebas en el real, aunque
la mayor parte pensaban quedarse en tierra cuando embarcaran. Algunos llevaban
consigo también la hacienda. Una hacienda miserable, como se puede imaginar. Lope
llevaba a su hija Elvira, de trece años, y a una sirvienta llamada la Torralba, criolla de
vida dudosa, a quien Lope había redimido más o menos y obligado con las promesas
del Dorado. Era un poco rara aquella mujer. Lo primero que hizo al llegar a Santa
Cruz fue subirse al solamar de la casa y cantar una jota soriana. Luego se disculpó
con Lope de Aguirre:
—Subí para tender ropa, y una vez allí tuve que cantar.
La verdad era que tenía buena voz y que la gente acudió a oírla.
En la casa había una habitación decorosa y cómoda que ocupaban la niña Elvira y
la Torralba. Las dos eran muy religiosas y la Torralba trataba de hacerse perdonar su
pasado a fuerza de rezos. Aquello de la jota era una vena de extravagancia que había
en la familia —decía ella— por el lado materno. En cuanto se sentía en un lugar
elevado, una escalera, la rama de un árbol, lo alto de una colina, rompía a cantar.
Lope la llamó, y al tenerla delante le dijo:
—Mañana sale una tropilla de motilones de carga para el valle. Mire si Elvirica
necesita alguna cosa.
Necesitaban tantas y habían renunciado tantas veces a tenerlas que la Torralba
dijo que no. Nada necesitaban sino la ayuda de Dios cuando llegara el momento de
partir, que parecía atrasarse demasiado, y aquello le daba mala espina. Pero acababa
de decirlo cuando Elvira acudió pidiendo que le compraran un espejo.
—Teneos derecha, voto a Cristo.
Iba la niña un poco echada hacia delante, porque de otro modo se le marcaban
demasiado los pechos y, siendo una novedad en su cuerpo, no estaba acostumbrada.
—Teneos derecha —repetía el padre.
Un día la Torralba le explicó la causa de aquella tendencia de la niña a encorvarse
y Lope alzó las cejas, extrañado:
—Parte es del atractivo de la mujer, ¿no es eso?
—Sí —respondió la Torralba—, pero lleva tiempo acostumbrarse.
Era Elvira joven y linda, con la piel dorada de las mestizas, y en sus ojos, ahora,
que iba siendo mujer, descubría a veces Lope luces familiares.
No disimulaba la Torralba su miedo a la expedición y a veces la niña se
contagiaba del miedo de la dueña. Las dos estaban contentas, sin embargo, de que
fuera río y no mar donde iban a navegar.
Les decía Lope aquella tarde lluviosa mientras paseaba por el cuarto acomodando
los pasos a la cojera:
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—No tengáis miedo, que vamos al Dorado, donde siempre es la primavera y hay
mucha población y buen orden en las costumbres, de modo que tendréis allí una vida
mejor.
—¿Es seguro que podrán conquistarlo tan pocos hombres? —decía la Torralba.
—No eran más los de Cortés en México. Dentro de algunas semanas estaremos en
el río y por él iremos a donde podamos mejorar en honra y provecho.
Diciendo esto Lope creía ver a la Torralba cantando su jota soriana en el solanar
de un palacio del Dorado con maineles de plata maciza.
—¿Es verdad —preguntaba Elvira— que el Dorado es un hombre que reina al
lado de una laguna?
—El rey de esa tierra —contestaba Lope— adonde vamos tiene la costumbre de
cubrirse todas las mañanas el cuerpo con un licor untuoso y sobre él espolvorean oro
en el pecho y la espalda y en todos los miembros, de modo que parece estar hecho de
ese metal y así resplandece a la luz del sol.
La Torralba recelaba:
—He oído decir que los indios brasiles suelen ir a la guerra para hartarse de carne
humana.
—Cuentos de viejas.
Parecía oírle la Torralba con escepticismo. Y añadió:
—Lo que dudo es que tan pocos hombres puedan sujetar a tanta gente de guerra
como debe haber en el Dorado.
—Con menos gente entró Belalcázar en Quito.
Iba Lope irritándose porque sabía que la Torralba no le creía.
—En el Dorado —gritaba como si ella fuera sorda— hay minas de plata, las más
ricas del mundo, y tribus de indios que se llaman los bochicas, que cada mañana
echan pedruscos de oro a un lago como tributo porque su Dios está adentro y es fama
que ese lago ha subido más de tres estados con los tesoros acumulados abajo, y eso
debe ser cierto, porque los chibchas yo los he visto cuando echan también al agua de
un lago sus ofrendas. Ordás fue el primero que tuvo noticias y supo que ese señor del
Dorado era tuerto para más detalles y que llevaba tantos canutillos de oro como
victorias había tenido y ofrendaba cada año al lago un bulto del tamaño del hombre,
todo de oro macizo, con otras figuras alrededor de reyes muertos o sojuzgados, y
éstas no son fantasías, sino noticias de hombres como yo.
Seguía escéptica la Torralba, como suelen serlo las mujeres viejas ante cualquier
novedad. Lope insistía:
—Y sabemos muy bien dónde está el imperio omagua y también la casa del sol
de la Nueva Granada y otras cosas de más suponer, y las veréis antes de mucho, y aún
os daréis de narices con ellas.
—¿Eso lo dice don Pedro? —preguntaba la Torralba.
—Don Pedro de Ursúa puede decirlo si quiere, pero antes lo digo yo. ¿Oyes?
Hace no más de diez años, Quesada, hermano del adelantado, fue a esas tierras o, por
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mejor decir, a la ciudad de Macatoa, próxima a los omaguas, caminando desde la
orilla del mar en la dirección que le marcó un guía indio. Para más señales de
orientación, llevaba el pecho cara al sol en la mañana y en la tarde el sol no le daba
sobre la espalda, sino sobre el hombro derecho, y así llegó con los suyos al Guaviare,
que es un río, y luego a Macatoa, y andando ocho jornadas más con el sol en el
hombro derecho llegó a la gran población de Omagua. Le habían dicho que no se
acercaran a la ciudad porque eran muchos y muy guerreros los habitantes, y lo mismo
le pasó a Cortés en México, pero si hicieran caso nunca habrían entrado. Y en la
ciudad de Omagua la vieron con calles derechas y largas y casas muy juntas,
sobresaliendo una que estaba en medio y pertenecía al cacique Guarica. Allí tenía su
morada y templo con muchos ídolos de oro grandes como una niña de cincuenta
lunas, que así cuentan la edad los omaguas. El jefe Huten, que se llamaba así porque
era de origen tudesco, mandó entrar y dio batalla contra más de quince mil indios, a
los que venció y desbarató. Pero, no pudiendo sostenerse en la tierra, acordaron salir
de ella. Al pasar por Tocuyo fue Huten muerto por Carvajal. Todo eso pasó y anda
escrito y todo el mundo lo sabe. Pero nosotros vamos a hacer cosas mejores con la
ayuda de Dios, y aun sin ella, y en los omaguas, y más adentro de ellos, en el Dorado.
¡Y todo esto es verdad porque lo digo yo!
Aunque incidentes como aquél eran frecuentes con la Torralba, nunca podía
acostumbrarse Lope a ver que había gente inocente y de buena fe dispuesta a dudar
de lo que él decía. Simplemente, porque lo decía él, y tal vez porque era cojo.
La idea de que comenzaba a ser viejo y no podía confiar mucho en el futuro para
labrarse aquella autoridad que no tenía aún lo trastornaba a veces. No tenía autoridad
siquiera con la Torralba.
Se reunía Lope a menudo con Zalduendo, García de Arce y Pedro Castillo a
murmurar de Ursúa, no como capitán, sino como hombre joven siempre dispuesto a
darse importancia.
—No es que se la da —advertía Arce—, sino que la tiene.
Pero no todos estaban de acuerdo con esto.
Luego hablaban de mujeres. Zalduendo era el más enamorado del grupo. El
metisaca —como llamaba al amor— lo traía loco la mayor parte del año y andaba
con una doña María, mulata, casada, que le hacía malas ausencias a su marido en el
real. La llamaban doña por broma, pero todos le daban aquel tratamiento, lo que no le
molestaba ni mucho menos a la mulata. Así como Elvira, la niña de Lope, quería un
espejo, la mulata quería una polvera. Tenía fama doña María de gustarle el vino,
además. Su debilidad era el trago y el albayalde.
Prefería García de Arce a las mujeres «de la vida» y odiaba a las que, dándoselas
de honestas, andaban con melindres y presunciones. Y contaba que en su viaje de
Quito a Lima —que lo hizo casi todo por mar— encontró una dama quimerista y él la
requebró, y ella le dijo que era la esposa de un capitán que iba a Lima a reunirse con
su marido, y que por eso le estaban mal los martelos. Aquello de ser la esposa de una
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persona de cierta suposición encalabrinó a Arce y llegaron a tener relación íntima de
lo que sucedió una enfermedad de morbo gálico que lo tuvo a la muerte.
—¿Quién era el capitán? —preguntó Aguirre.
—Ni ella estaba casada ni Dios que lo fundó, y se daba aires y humos para salir
mejor con la suya, maldita sea.
Reía Zalduendo y miraba a Lope, quien, taciturno e inquieto como siempre, antes
de que Arce acabara con su historia ya estaba pensando en otra cosa. Pensaba que
Ursúa podría aprovechar, si quisiera, la fuerza de todos los que estaban allí en armas
para lanzarse sobre Lima y darle un sobresalto al marqués de Cañete. De eso no
habló, como es natural. Sabía que aquellas bromas se pagaban caras. Pero el
pensamiento no delinque y en él se entretenía.
Había salido de España con su nombramiento de regidor, pero cada día le había
traído alguna contrariedad, y ahora, con su cojera y su mano izquierda engarabitada,
no podía pretender muchas grandezas. «Seis palmos de tierra en algún lugar y una
losa encima, una losa sin nombre, porque mi nombre no le dice nada halagüeño a
nadie». La fama de loco le venía de aquella impaciencia que con el menor pretexto
estallaba sin ton ni son. Recordaba un pequeño incidente con cinco soldados en la
plaza de Santa Cruz, todos grandes, huesudos y musculosos, y con ellos Lope,
enclenque y corto de talla. Uno de los gigantes mostraba los brazos y decía a lo jaque:
«Si una flecha diera aquí saldría rebotada». Otro creía que eran los músculos de las
piernas los más importantes para el combate porque con ellos se aguantaba el envite y
desde ellos se respondía. Cada uno presumía de algo, y al final dijo Lope con su voz
bronca:
—¿Y de lo que no se nombra cómo andamos, caballeros?
Tenía fama de bravo Lope, y nadie dudaba de su arrojo porque aquella reputación
en un ser tan desmedrado era rara y sin proporción y la gente gusta de los contrastes.
Anduvo Lope aquel día indagando con sus amigos sobre el estado de los
bergantines en construcción, y al anochecer volvió a su casa. Tuvo la tentación de
ponerse otra vez a escribir, pero no estaba seguro de ser más discreto ahora que antes
y se estuvo un largo espacio tumbado en el suelo junto a la chimenea, en una manta.
Las dos camas que había las usaban las mujeres.
«Va siendo tarde —se decía— para mí y dentro de tres o cuatro años ya no habrá
que pensar en nada que valga la pena». Se le iban los años sin haber hecho lo que
pretendía en su juventud. Entretanto iba y venía zapateando —así decía por cojeando
— sin rumbo.
La fama de valiente que le ponían era una fama mixta de bufonería. Una vez dijo
Zalduendo:
—Es mezquino de cuerpo Aguirre, pero tiene el ánimo de un león.
En todo caso, el hidalgüelo de Oñate no iba a tener ya una oportunidad para
recibir en las contiendas la parte del león. En tiempos de guerras y conquistas había
dos clases de hombres: los que hacían algo y salían adelante con títulos de nobleza,
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fortuna y grandeza, o morían de un modo glorioso, y los otros, los que morían de la
fiebre en los intervalos de los combates o picados por un alacrán o comidos por una
culebra, como le había sucedido al tío de uno de los soldados que iban en la
expedición. Así decía el soldado: «A mi tío se lo comió una culebra», como la cosa
más natural del mundo.
Tal vez era Lope uno de esos héroes de la antiepopeya y moriría también tragado
por una alimaña. No era broma. Las serpientes abundaban y eran bastante grandes
para comerse a un cristiano. Él había visto una en Venezuela que se había tragado un
buey después de quebrantarle los huesos. Lo había engullido ya todo, pero quedaban
fuera los cuernos, y algunos soldados decían que era una culebra cornuda y otros que
no, y Lope fue a verlo. Pudo acercarse porque estaba la serpiente demasiado
embarazada para escapar o agredir a nadie, y fue él quien decidió que no tenía la
serpiente —una de las llamadas boa constríctor— cuernos, pero que los tenía el buey.
Tardó tres días la serpiente en romperlos y echarlos fuera.
Estas reflexiones impacientaban a Lope no contra los otros, sino contra sí mismo.
Alguna vez había pensado en matarse, y si no lo hizo fue porque tenía una hija por
quien velar y también —todo hay que decirlo— porque un hombre que se mataba
estando en un lugar como aquél, donde se podía dar la vida tan fácilmente en acción
guerrera, era un hombre muy para poco.
Algunos días se despreciaba a sí mismo, y entonces tenía que insultar a cualquiera
de los negros que iban en la expedición. Aquellos insultos acababan en bromas, risas
y amistades. Los negros eran esclavos y reían en cuanto se les daba la menor
oportunidad.
Los que había en Santa Cruz no eran más que seis, porque los otros estaban
trabajando en la corta de madera para los bergantines. Cuando Lope bebía un poco
más de la cuenta, aunque no solía emborracharse, decía a alguno de aquellos negros
que a veces actuaban de verdugos:
—Yo sé cuál es el trabajo que más le gustaría a su mercé. ¿Con el hacha o con la
cuerda?
—Mejol la cuelda, señol —decía el negro mostrando dos sartas de dientes parejos
y brillantes.
Lope añadía:
—Me alegro de saberlo, morenos. Siempre se halla empleo para una buena
habilidad.
Ellos decían a todo que sí por seguirle el humor. Lope sabía que aquellos negros
eran gente infantil, aunque a veces parecían viejos demonios.
Aquella tarde los negros se cobijaban bajo el porche de la plaza porque estaba
lloviendo y uno de ellos, a quien llamaban Alonso, llevaba la voz tónica de la jácara:
—¿Qué cosá?
—El zapatico de seda.
—¿Qué cosá?
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—La rueda de la canela.
—¿Qué cosá?
—El corsé de la donsella.
—¿Qué cosá?
—El pavo de Navidá, que así le hasía la rueda.
—¿Qué cosá?
—Lo que sabía mi abuela la noche de carnavá.
—¿Qué cosá?
—El diablo de la cansela lo sabe y no lo dirá.
—¿Qué cosá?
A veces salía uno a bailar y a veces otro. Bailaban como si estuvieran solos. Es
verdad que nadie se detenía a mirarlos si no era Pedrarias, un soldado con manías de
humanista, que quería enterarse de todo. Los negros seguían:
—La limeña yendo a misa y el cortejo de mamá.
—¿Qué cosá?
—La aguja de marear.
Seguían así a veces por horas enteras diciendo «cosas». Lope los miraba y les
decía a veces que Ursúa había cogido a Bayamo, el rey de los negros de Panamá, y lo
había puesto en collera y llevado a los pies del virrey.
—¿Qué le pasará? —preguntaba el negro Alonso, asustado.
Decía Lope bajando la voz:
—Nada, hermano. Ya le pasó. Lo alcorzaron.
Querían los negros a Lope de Aguirre porque los convidaba a beber y porque
hablaba bien de Bayamo, rey de los negros, alcorzado por la cabeza.
Había una persona en el real que, siendo de la verdadera nobleza andaluza, trataba
a Lope con más consideración que la gente ordinaria. Ése era don Hernando de
Guzmán, pariente de reyes y de la sangre de los Medinasidonias. Lope se dio cuenta
de que aquel hombre principal, que era sólo un muchacho, todavía lo respetaba más
que los otros. Tal vez aquel respeto era solamente el que un joven adolescente suele
tener por un hombre casi cincuentón, pero, fuera lo que fuera, respeto era, y Lope se
encontraba más a gusto con don Hernando de Guzmán que con otros soldados de la
expedición.
Nunca decía Guzmán chocarrerías ni hacía el menor comentario cuando oía
opiniones sobre Ursúa en favor o en contra. En realidad, nunca emitía una opinión, a
no ser que se la pidieran expresamente, y aun entonces respondía cosas que trataban
de ser conciliatorias para los dos bandos si había discrepancia y discusión. Lope se
decía: «Ése es el estilo de los poderosos, de los que tienen algo que perder. Todos los
que en la vida tienen algo que perder son discretos y prudentes, tienen frases de
amistad y no discrepan a nadie, aunque con nadie están profundamente —y menos
apasionadamente— de acuerdo». Así era don Hernando. No estaba en el caso de
conquistar nada como Lope, sino de defender sólo lo que tenía.
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Y resignado a medias con su suerte, Lope se decía: «En cambio, yo soy
imprudente y hablo más de la cuenta y a veces soy chocarrero y mordaz, porque
siendo pequeño y sin presencia tengo que hacerme notar de alguna manera». Aquello
lo dejaba disgustado de sí mismo, pero el disgusto le duraba poco.
Sucedió en aquellos días que una niña de nueve años llegó llorando al real, se
acogió al amparo de Ursúa y éste le preguntó qué le pasaba. Con intérprete pudieron
averiguar que el marido de aquella niña era un viejo cacique y acababa de morir. Las
cinco esposas que tenía debían morir también, según la costumbre, para que sus
almas acompañaran a la del marido en el viaje post mortem hasta que encarnaran en
alguno de los animales salvajes de la montaña, especialmente venados y papagayos.
A la niña no le asustaba la muerte, pero sí la selva, adonde tendría que ir cuando fuera
cierva o lorita.
Ursúa la retuvo consigo, días después la bautizaron y la pusieron al servicio de
una dama hermosa y misteriosa que acababa de llegar a Santa Cruz y que era la
amante de Ursúa. Se llamaba Inés —según dije antes—, Inés de Atienza, y miraba a
la niña y repetía:
—Es para no creerlo, una viuda de nueve años.
Parecía la niña feliz allí. Le enseñaban español lo más rápidamente posible para
poder usarla como lengua —así decían— con algunas tribus del interior, si era
preciso.
A todo esto, la tropa de Santa Cruz estaba ya completa y bien armada. Envió
Ursúa veinte arcabuceros más a los astilleros de Topesana, para custodia de los que
trabajaban en los bergantines, y cincuenta indios para relevar a los que abanicaban a
los trabajadores. Había allí equipos dedicados a eso, sin los cuales habría sido
imposible hacer nada, no sólo por el calor y los mosquitos, sino también por los
tábanos, las avispas y hasta por una especie de cucarachas volantes.
Era aquella tierra muy caliente, por estar en la línea ecuatorial, y todas las
alimañas grandes o chicas vivían allí y se reproducían muy a su sabor. Había quienes
tenían más miedo a un ciempiés o a una de aquellas cucarachas volantes que a las
flechas envenenadas.
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II
Los soldados iban saliendo para los astilleros porque lo mejor de la intendencia
estaba ya a la orilla del río y poco a poco llegó a desaparecer de Santa Cruz la mitad
de la gente.
Indios mansos con vituallas —casi siempre ganado mayor o menor— iban
también en jornadas lentas al río Motilón, adonde llegaban en tres días más o menos,
ya que distaba unas veinte leguas.
Lope seguía en Santa Cruz y miraba a su alrededor tratando de formarse un grupo
de amigos leales, pero no conocía bastante a aquella gente para encontrarles el lado
propicio. Había entrado en buena amistad con Frías y con otro capitán que estuvo
también en la aventura de los Andes con Peransúrez años atrás y a quien libró una
noche de morirse de frío. Pero como todos sabían que la situación en Santa Cruz era
provisional y andaban con cuidados de alojamiento y comida, nadie se detenía a
hacer amistad con nadie y bebían y brindaban y se separaban, como suele pasar en las
posadas de los caminos.
A la hora de ir a los astilleros, Lope de Aguirre pensaba llevar a Elvira a la grupa
de su caballo, pero necesitaba una mula de carga y otra de andadura para la dueña. A
veces le decía a la Torralba:
—¿Estáis hecha a los malos caminos?
Ella no sabía si se lo decía en sentido real o figurado y se abstenía de responder,
recelosa.
Buscó Lope jamugas para la mula de la dueña y acabó por encontrarlas, aunque
no tenía prisa por partir.
La gente se había puesto peligrosamente inquieta con los aplazamientos. Pero
Lope solía tener reacciones contrarias a las de los demás. Y cada día estaba un poco
más tranquilo. Solía sucederle en las vísperas de las fechas decisivas. En todo caso, el
hecho de haber formado listas de caballos y mulos y arneses y haber enviado al río la
mayor parte del matalotaje quería decir que estaba ya señalada la fecha para
embarcar. Según la costumbre militar, esa fecha no la sabía nadie sino el gobernador
Ursúa. Éste iba a Lima y volvía completando los preparativos.
Lope se encontró en la plaza con el padre Portillo, quien se había decidido a ir en
la expedición, como dije antes. El buen cura no tenía grandes ánimos ni espíritu
aventurero alguno, y cuando vio un día que iba como capellán de la armada otro
sacerdote llamado Alonso de Henao sospechó que las promesas de Ursúa podían ser
palabras vanas y se desanimó más todavía. Lope le dijo:
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—Ya veo que es vuesa merced hombre de resoluciones prácticas. Según el refrán,
cuando no puedas con tu contrario, pásate a su bando.
El padre Portillo, sospechando que había ironía en aquellas palabras, suspiraba y
no respondía. Era receloso también.
Trató Lope de consolarlo, le dijo que su obispado era cosa más que probable y
finalmente decidieron hacer juntos el viaje al río Huallaga o Motilón. Llevaba
consigo el padre Portillo algunos libros que pensaba empaquetar con sus ropas y entre
ellos una biblia. Lope se la pidió y la abrió al azar por los salmos de David. Leyó los
versículos 10, 11 y 12 del salmo 117: «Todas las gentes me cercaron y en el nombre
del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme, cercáronme, y en el nombre del Señor me vengué contra ellos».
«Cercáronme como abejas y ardieron como fuego en espino, y en el nombre del
Señor me vengué contra ellos».
Lope se quedó un momento reflexionando, y al devolverle al cura el libro repitió
el tercer versículo. Luego añadió:
—Hasta en los libros santos se autoriza la venganza. ¡Qué grandes palabras ésas!:
«En el nombre del Señor me vengué contra ellos».
El cura no sabía qué pensar porque le habían hablado de Lope como de un
hombre atolondrado y violento. Se atrevió a decir:
—En este libro hay las palabras que a cada cual le pueden salvar.
—Eso había oído.
Repetía con una voz grave y un poco lejana: «Todas las gentes me cercaron, y en
el nombre del Señor me vengué contra ellos». Recordaba aquellos versículos y los
repitió varias veces a lo largo del camino.
Iban a la ribera del río Huallaga, un río bastante ancho con raudales fuertes, que
iba a desembocar más abajo en el Amazonas.
Cabalgaba la Torralba en su mulo muy a lo señora, y por un momento pareció que
iba a cantar la jota soriana.
El padre Portillo se hizo bastante amigo de Lope y ayudó durante el viaje
llevando del ronzal el mulo de carga en los pasos difíciles. En cuanto a Elvira, iba a la
grupa del caballo de su padre y miraba asustada, sintiéndose un poco perdida en la
violencia de aquellos paisajes.
Adoraba Lope a su hija, y sintiendo sus brazos alrededor de la cintura y la cabeza
apoyada en su espalda, no podía evitar alguna palabra amorosa. Hay una legítima
voluptuosidad de padre y Lope no había pensado renunciar a ella. Así, cuando Elvira
le preguntaba si faltaba mucho, él la respondía: «Sólo un pequeño trecho, corazón
mío».
Pero le sucedió a Elvira un accidente desgraciado. El espejito que le habían traído
de Lima se le fue de las manos cuando se miraba y cayó trompicando a un abismo en
cuyo fondo se veía azulear un arroyo. No se atrevió la niña a pedir a su padre que
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fuera a recuperarlo porque comprendió que habría sido imposible. Y se quedó el resto
del camino bastante triste.
Cuando llegaron a la ribera vieron que el campamento estaba muy animado y que
los bergantines eran nueve y estaban en tierra varados sobre carriles de madera, según
costumbre. En el agua había además varias balsas y unas embarcaciones de forma
nueva y nunca vista que llamaban los marineros chatas cordobesas y que eran
rectangulares con dos pisos, uno al nivel del agua, otro a dos estados de ella, y en el
piso segundo unas toldillas para proteger del sol a la gente.
El calor allí con cualquier tiempo —nublado o sereno— era de veras angustioso y
todos se decían, aunque sin creerlo, que una vez en el río las brisas de la hoya
refrescarían el aire. Además, en aquellos días de junio de 1560 la estación vernal
estaba en toda su furia.
Ciertamente que en aquellas latitudes el invierno y el verano apenas se
distinguían y tan calientes eran los dos que los indios, si tenían que trabajar, lo hacían
de noche, aunque en general lo evitaban. Sólo se distinguían las estaciones por el
régimen de lluvias. Desde julio hasta Navidad llovía poco. A partir de la Navidad
solía haber una tormenta diaria que comenzaba a la hora de la siesta.
El calor hacía a veces imposible el trabajo, y no sólo para los españoles, sino
también para los indígenas aclimatados al lugar.
En todo caso, la Naturaleza era generosa y proveía en aquellas latitudes con
largueza de frutos de la tierra y peces del río y también aves u otros animales del
bosque. Era como si sabiendo que no se podía hacer nada bajo un sol mordedor e
implacable se adelantara a ofrecer al hombre lo indispensable para que viviera sin
trabajar.
No sucedía eso en todas partes, sin embargo, sino sólo en algunos lugares del
interior, donde los indios, sabiéndolo, tenían sus mayores poblados. En Santa Cruz,
que era tierra alta, no había aquella abundancia ni mucho menos. Al lado del río
Huallaga, tampoco. Pero habían sido llevados a aquel lugar rebaños de cabras y de
ovejas, vacas y grandes cantidades de una harina especial con la que hacían galleta.
Llevaban también aceite y sal, esta última abundante.
Lope de Aguirre veía a su alrededor mucha gente impaciente, y con aquello se
afirmaba mejor en su calma. «Muchas cosas he visto yo en esta tierra, y las que veré
todavía —le decía al padre Portillo—. Pero aún no he visto que los hombres reciban
según sus méritos. Y en tiempos revueltos como los que vivimos es necesario que los
hombres plebeyos suban y reciban su premio, cuanto más los que hemos nacido en
casa hidalga y libres de pechos». Después de estas u otras palabras parecidas, no era
raro que Lope recordara los versículos del salmo de David. El cura no sabía qué
pensar. Tan pronto le parecía Lope un perdido como un hombre razonable con
posibilidades de virtud. Su aire ascético (lo parecía más porque faltándole las muelas
de arriba no podía alimentarse y comía poco y mal) era más de ermitaño del yermo
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que de guerrero. Pero el cura no podía menos de salir de su error oyéndolo a veces
blasfemar.
El padre Portillo no era muy inteligente ni tampoco fuerte de carácter, y, en
definitiva, más que por la ambición del obispado, iba con la expedición para no
separarse demasiado de sus seis mil pesos. Su falta de carácter se advertía mejor
cuando se le veía al lado del padre Henao, hombre sanguíneo, decidido, buen
razonador y con muchas letras humanas. En cuanto Portillo vio a su colega pensó,
como dije antes, que si de aquella entrada salía algún obispado sería para el padre
Henao. Sin embargo, podría suceder que hubiera dos. Y entonces Ursúa le daría a él
el segundo antes que pagarle los seis mil pesos con réditos o sin ellos. De eso estaba
seguro el padre Portillo.
Una tarde, en la cantina, Lope de Aguirre, Frías y algún otro soldado discutían
materias graves. Frías, capitán casi famoso, exponía sus ideas sobre la guerra y la
paz. Aguirre escuchaba y con frecuencia pensaba lo contrario. Dijo, como si con estas
palabras quisiera cerrar la discusión:
—Lo que pasa es que en la vida está permitido todo y vuesas mercedes no se han
enterado todavía.
Frías no quería quedarse atrás, pero tampoco deseaba darle la razón a Lope. Y
dijo con cierto aire de superioridad:
—En la vida está permitido todo, es cierto, señor Lope de Aguirre, pero no a
todos.
Los otros soldados callaban. Lope de Aguirre concedía:
—Ciertamente que no a todos. Al ruin no le está permitido nada.
—Ni al bellaco.
—Siento deciros que en eso discrepamos. Al bellaco le está permitido todo si es
maestro y dueño de su bellaquería y no esclavo della.
—¿Y quién dice si lo es o no lo es?
Apuntaba Lope con un dedo a su propio corazón:
—Aquí nos lo dicen.
Volvió el silencio. Frías invitó a beber otra ronda y apuraron los vasos. Lope
repitió:
—A todos les está permitido todo, menos al ruin.
Frías se apresuraba a darle la razón, pero Lope adivinaba que aquella idea era
nueva para él y le halagaba y le sorprendía y le escandalizaba, todo al mismo tiempo.
Pocos días después pudo confirmarlo de manera inolvidable.
Sucedió que dos capitanes y dos soldados fueron juzgados en Santa Cruz,
condenados a muerte y decapitados. Uno de los capitanes era precisamente Diego de
Frías, hombre de confianza del virrey. El otro, amigo también de Lope (nada menos
que el tesorero de la jornada), se llamaba Francisco Díaz de Arlés. Como Frías, había
sido Arlés antiguo amigo del gobernador Ursúa. En cuanto a los soldados, eran gente
anónima, sin relieve.
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La cosa vino del resentimiento de aquellos dos capitanes contra Ursúa por haber
éste nombrado teniente general al corregidor de Santa Cruz don Pedro Ramiro, quien
además de ser capitán conocido y experto en entradas era hombre respetado por
indios y españoles. Cuando Ursúa hizo saber que lo había nombrado teniente general
hubo algunas decepciones, porque aquél era el puesto más codiciado. El
nombramiento fue imprevisto e hizo pensar a Frías y a Díaz de Arlés que los otros
tampoco se harían de acuerdo con los planes que más o menos llevaban todos en la
cabeza desde el día que se alistaron.
Parece que entre lo que cada cual pensaba de sí mismo y lo que pensaba Ursúa
había una diferencia y aquello dejaba a Frías y a Arlés perplejos. Peligrosa suele ser
la perplejidad de los capitanes armados en tiempos de paz.
Hubo que enviar una misión al interior para reinstalar algunos indios en sus
lugares —después de haber trabajado en los astilleros— y recoger víveres ya
comprados y envió Ursúa a su flamante teniente general Pedro Ramiro con los
capitanes antedichos y algunos soldados. Pero los capitanes se creían humillados por
el hecho de estar bajo el mando de Ramiro, a quien consideraban hombre civil, y a
mitad de camino se volvieron dejándolo solo con un puñado de soldados y un
centenar de indios. A poco de separarse los dos capitanes encontraron a los soldados
de la retaguardia Grixota y Martín y éste les preguntó extrañado:
—¿Adónde bueno caminan vuesas mercedes?
Los capitanes no sabían qué responder y por fin dijo Frías:
—Nos volvemos al real, porque el teniente general Ramiro es desleal al
gobernador.
—¿Cómo es eso? —preguntó, asombrado, Grixota.
—Va alzado con la gente —mintió Arlés— y quiere entrar a poblar en una
provincia por su cuenta. Eso es contra el rey y habíamos pensando prenderle, pero
siendo sólo dos no es seguro poderlo reducir. Si vuestras mercedes ayudan podríamos
ir los cuatro y hacer nuestra obligación.
Los soldados, que no tenían por qué dudar de los capitanes, prometieron y fueron
los cuatro en busca de Pedro Ramiro, que estaba, como si el diablo dispusiera las
cosas, a la orilla de un río, sólo con un soldado y toda la gente en la orilla contraria.
Habían ido pasando de dos en dos en una piragua y Ramiro esperaba que ésta
volviera. El día y la hora eran de un calor intolerable y se oía en las ramas de algunos
árboles estallar la savia.
Al llegar los cuatro entraron en conversación como si no pasara nada y luego
Ramiro les preguntó de mal talante:
—¿No decían vuesas mercedes que se iban al campamento? Han hecho bien en
volver, porque de otro modo habría tenido que dar conocimiento a nuestro jefe.
Diego de Frías alzó la voz, presuntuoso:
—Jefe por jefe el mío es el virrey y a él me atengo.
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—Yo también —añadió Arlés— y sepa vuesa merced que no somos simples
soldados de filas a quienes se puede amenazar.
Comprendió Ramiro que allí había un resentimiento envenenado y fue a replicar
con alguna ira, pero se contuvo y mostrando la piragua dijo:
—Vayan vuesas mercedes al otro lado. Sólo hay lugar para dos cada vez. Vayan y
luego pasaremos yo y este soldado.
—No. Todavía no.
—Señores —dijo Ramiro autoritario—, estamos en comisión de servicio y es una
orden.
En aquel momento cayeron los cuatro sobre Ramiro y lograron, aunque a duras
penas, sujetarlo y desarmarlo. Cuando lo tenían maniatado, Frías le puso una daga
envainada por delante del cuello, bajo la barba, y la apretó con las dos manos hasta
que causó a Ramiro la muerte por estrangulación. Entonces pensaron cortarle la
cabeza y llevarla al real, pero decidieron arrojar el cuerpo entero al río.
Al ver lo que sucedía, el soldado que estaba esperando con Ramiro la piragua
salió corriendo y llevó la noticia al gobernador Ursúa. Éste, para evitar que el soldado
hablara, lo hizo arrestar hasta que el negocio quedara esclarecido.
Días después llegaron los dos capitanes, fueron ante el gobernador y le dijeron
que Ramiro se había levantado contra el rey y tuvieron que arrestarlo y que después
quiso huir con la gente y se vieron en el caso lamentable de matarlo. No habían
llevado su cabeza temiendo que los grandes calores la descompusieran por el camino.
Y se lamentaban de haber tenido que llegar a aquella medida extrema.
Ursúa disimuló y los capitanes quedaron en libertad hasta que llegaron los dos
soldados cómplices y cuando estuvieron todos en el campamento los arrestó y los
envió con fuerte escolta a Santa Cruz, donde días después fueron juzgados
rápidamente en público y los condenaron a muerte por traidores. En el proceso
declararon más de treinta testigos. Figuraban entre ellos varios soldados que
esperaban a Ramiro el día del crimen a la otra orilla del río y la sentencia fue
pregonada en toda la tierra de los Motilones.
Las cabezas de los cuatro fueron cortadas en la plaza de Santa Cruz con una
espada de dos manos. Actuó como verdugo el negro Bemba.
El hecho causó impresión en los expedicionarios, quienes se dieron cuenta —los
que lo habían olvidado— de la gravedad de la empresa en la que estaban. La
expedición no era ninguna broma, Ursúa, como hombre avisado, comprendió que la
muerte de Ramiro, por un lado, había suprimido resquemores y envidias en el
campamento, y por otro, la ejecución de los cuatro había impuesto con toda severidad
la disciplina, que andaba un poco relajada. Sabía Ursúa aprovechar los sucesos tal
como se presentaran, buenos o malos.
Cuando días después el negro Bemba llegó desde Santa Cruz a la orilla del río y a
los astilleros, donde nadie hablaba de otra cosa, Lope lo invitó a beber y le dijo
después del tercer vaso:
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—Parece que cayeron cuatro cabecitas, ¿eh? —mostraba el negro la doble hilera
de dientes, sonriendo de una oreja a la otra, sin responder—. Cuatro, una después de
otra, primero mi amigo Frías…
—No, primero fue el otro, señol, el capitán Arlés. Y luego el Frías.
Era Frías de tal calidad que podría esperar el puesto de teniente general, el mismo
que Ursúa le había dado a Ramiro. Y en cambio el negro Bemba le había cortado la
cabeza. Lo miraba Lope con una mezcla de recelo y de sorpresa zumbona:
—¿Estuvo suave la función?
—Suave estuvo, como hay Dios, mi capitán Aguirre.
Era aquélla una palabra que solía emplear el negro para expresar su satisfacción.
La comida que le gustaba era suave, el capitán que no lo maltrataba —Lope no era
capitán, pero al negro le gustaba pensarlo—, suave, y el día cuando el calor no
apretaba demasiado, suave también.
En eso del calor los negros llevaban ventaja a los españoles, porque estaban
acostumbrados y la pigmentación de su piel les ayudaba a aguantar mejor. Sin
embargo, sudaban como cada cual. La diferencia estaba en que no se quejaban nunca.
El trabajo de los astilleros había acabado en lo más importante, pero estaban por
terminar algunas chatas y grandes balsas de muy poco calado, buenas para las
corrientes de lechos pedregosos. Trabajaban todavía con prisa unos cortando árboles,
desbrozándolos, seccionándolos y poniendo la madera a secar. Otros haciendo
carbón; tres negros le daban al yunque fabricando clavos de diferente tamaño,
labrando el hierro que caía en sus manos y especialmente el de las herraduras de los
caballos muertos por accidente o degollados para aprovechar su carne y alimentarse.
Entretanto, las maderas de las nuevas chatas se secaban y bajo la dirección de
Corzo, maestro de carpinteros, iban tomando forma. Otros construían jarcias y
velamen y había un gran caldero siempre cociendo con resina y pez para el calafate.
Era constante la actividad. Las moscas, tábanos y mosquitos amenazaban acabar
con la expedición. Los calores, sin embargo, no eran allí tan fuertes como en el llano
ni como habían sido en Santa Cruz.
En la cantina del campo dijo un día Lope a sus amigos refiriéndose a su cojera:
—¿Saben vuesas mercedes por qué zapateo? Porque a mi padre le gustaba el
chacolí de Altuna. No rían demasiado pronto, caballeros, que yo lo explicaré. Yo no
me habría dedicado a las armas si mi padre no me hubiera llevado a Altuna a
aprender destreza y otras artes con un viejo soldado que tenía escuela abierta. Y mi
padre me llevó como pretexto para acudir cada semana a Altuna a embriagarse como
un puerco. Allí aprendí también a desbravar potros, que aunque me esté mal decirlo,
no lo hago mal. Pero de allí vino el ir luego a la armada de Indias y recibir los
arcabuzazos y el zapatear por estos campamentos. Del chacolí de Altuna.
Algunos reían y otros miraban de reojo pensando: «El loco Aguirre hablando mal
del padre que lo engendró». Aquello no era decoroso.
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Ocurrió poco después que en la chabola de Lope de Aguirre y delante de su hija,
uno de los que habían oído contar aquello dijo a la Torralba:
—¿No sabe que Lope de Aguirre zapatea porque a su padre le gustaba el chacolí
de Altuna?
Lope de Aguirre le lanzó a la cara una celada vieja y el hombre salió mohíno,
sangrando por la nariz. Desde la puerta Lope lo despidió diciendo:
—¡Cada bellaquería quiere su tiempo y sazón, hideputa!
Ursúa se marchó a Santa Cruz y pocos días después reapareció acompañado de
doña Inés de Atienza, su amante. Sorprendió la llegada porque todos daban por
seguro que al salir las tropas de Santa Cruz ella volvería a Trujillo.
Al principio fue aquella mujer recibida con extrañeza, luego hubo algunos vítores
y aplausos —que disgustaron bastante a Ursúa—, pero después se hizo un gran
silencio y en los días siguientes la opinión de los soldados fue cambiando.
Los había que estaban indignados.
Ursúa instaló a Inés en su propia tienda, que era la que ocupaba antes don
Ramiro, grande y con varios compartimentos. Era aquella mujer joven viuda, e hija
de un español de Lima y de una india principal emparentada con los incas, según
decían.
Doña Inés apenas se dejaba ver de nadie. Don Pedro de Ursúa, que estaba en
plena mocedad, se pasaba días y noches en la tienda con ella. Estaba tan enamorado
que, a pesar de sus responsabilidades de jefe y caudillo, descuidaba revistar la guardia
o enviar el parte diario al virrey.
Sucedió otro hecho inesperado que había de tener con el tiempo graves
consecuencias. Alonso de Montoya, que era el alcalde de Santa Cruz, había dado a
Ursúa sus indios y sus ganados como contribución a la expedición en la cual se había
alistado. Este individuo, cuando vio que Ursúa llevaba consigo a su amante, decidió
abandonar la expedición y volver a su alcaldía. El pretexto fue que se sentía
responsable de dejar despoblado el lugar, cosa que estaba prohibida por las leyes,
pero Ursúa entendía los verdaderos motivos.
Al ver el gobernador que Montoya se iba, le dijo que tendría que retener sus
ganados y sus indios. Disgustado Montoya prefirió en todo caso marcharse y
entonces Ursúa cambió de parecer, y no queriendo malquistarse con alguien que
podía hacerse oír de las autoridades de Lima le dijo que le devolvería indios y
ganados. Esperaba Montoya esa devolución, pero pasaban los días sin que se
cumpliera y comenzó a lamentarse y a decir que la expedición sería catastrófica, y
quiso convencer a otros oficiales para que se volvieran con él a Santa Cruz.
Considerando aquella actividad sediciosa, Ursúa lo arrestó y lo puso en cadenas en el
astillero mismo. Gritaba Montoya mientras lo herraban.
—Mal hace vuesa merced señor gobernador en herrarme. Debía ahorcarme,
porque nunca seré amigo de vuesa merced y juro a Dios que lo he de matar yo si
tengo ocasión.
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Así hablaba Montoya, que era hombre nervioso y pugnaz.
A pesar de todo, Ursúa decidió llevarlo en la jornada del Amazonas con sus indios
y ganados, de grado o por fuerza. Aquella seguridad en sí de Ursúa les parecía a
algunos demasiado insolente. Era Montoya un hidalgo de pro y lo había maltratado
en público. Pero la insolencia de Ursúa no estaba sólo en mostrarse demasiado seguro
de sí, sino que iba acompañada de alguna clase de desdén que no era habitual en
Ursúa, pero que venía a ser consecuencia de su saciedad sexual. El macho harto de
carne tiende a alzar un poco más de lo discreto la cabeza y la voz. Con los animales
sucede igual.
Obligaba Ursúa a hacer antesala a todo el mundo, no importaba su cargo militar.
Y eso no era por soberbia, sino porque a todas horas estaba dulcemente ocupado con
doña Inés, la cholita, como comenzaban a llamar en el virreinato a las mujeres
mestizas. El nombre venía de los indios y eran ellos los primeros en diferenciar a
aquellos productos híbridos que a veces reunían las mejores cualidades de las dos
razas.
Hurtándola a las miradas de los soldados, Ursúa se conducía como un sheik
prudente de Argelia.
Los soldados hablaban:
—Tenemos una gobernadora —decía Lope—: Inés de Atienza.
Zalduendo lo corrigió:
—Doña Inés.
Preguntó Lope entre ofendido y jocoso:
—¿De dónde le viene el don a esa hembra?
—Hermosa es —dijo Zalduendo—, y el tratamiento de don bien lo puede merecer
la hermosura. Además, viene de príncipes incas.
—Bah —dijo Lope y escupió a un lado—. Príncipes de los monos y de los
papagayos. En todo caso hace mal Ursúa en traerla, que aquí no hemos venido a
adamarnos entre las sábanas, sino a matar enemigos y a fundar pueblos.
Era Zalduendo grande, desgarbado, y en su cuerpo había materia para cuatro
como Lope de Aguirre. Éste comenzaba a hablar del gobernador sin respetos mayores
y viendo que lo escuchaban con gusto cargaba la mano. Lo llamaba gabacho porque
había nacido cerca de Francia y luego de insultarlo así reía bobamente como reía muy
pocas veces Lope.
Una tarde, al oscurecer, oyó Ursúa voces cerca de su tienda. Reconoció a Lope de
Aguirre, que decía a otro:
—¡Y qué bien que lo ha contado vuesa merced!
Lo decía con entusiasmo. Tenía Ursúa curiosidad por oír más, pero se acordó del
proverbio: «El que escucha a escondidas su mal oye». Y además le parecía desairado.
Se dejó caer en su hamaca. Era aquella hora del atardecer en la que libre de
cuidados gustaba de retozar con su amada. La oía andar cerca y miraba la cima lejana
de la montaña. Le gustaba ver cómo iba llegando la noche allí, pero seguía encendido
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aquel pico alto, amarillento y dorado. Con el color del durazno y de las mejillas de
Inés.
—Un color de chola linda —se dijo entre dientes.
No se atrevía a decir aquella palabra —chola— delante de Inés porque ella la
consideraba insultante. Y, sin embargo, Ursúa la decía con ternura.
Le gustaba a Ursúa encontrarse con Pedrarias, pero a menudo iba este hidalgo
acompañado por Lope de Aguirre y Ursúa sacrificaba el placer de dialogar con
Pedrarias a cuenta de no tener que oír a Lope, quien solía hablar de un modo
corrosivo y directo.
El día anterior había hablado Ursúa con Pedrarias sobre las ejecuciones de los
cuatro traidores que mataron al teniente general. Pedrarias dijo:
—Yo conocí a Frías en el Cuzco y habría puesto la mano en el fuego por él. Pero
en la línea equinoccial donde estamos es diferente. El sol cae demasiado vertical. Si
gastáramos anteojos ahumados como los grandes de España, quizá habría menos
hechos de sangre en el real.
Elvira, la hija de Lope, había visto dos veces de cerca a Ursúa y repetía:
—Padre, el general no tiene manos de guerrero. Se diría que no ha cogido nunca
una espada.
—Podría ser que esta vez tuvierais razón, hija. Que sea un galán de corte y no de
patio de armas.
No se sentía a gusto Lope cada vez que pensaba en Ursúa y menos cuando lo veía
tan joven y tan chapetón. Llamaban así a los oficiales que llegaban de Castilla, con
trajes nuevos y miradas altivas.
Y pensaba: «Cree que él lo decide todo dentro y fuera de las cabezas y los
corazones de los demás, pero se engaña de medio a medio. Si de influencia se va a
hablar yo podría decir algo y aún mucho». Se acordaba Lope de haber hablado con el
capitán Frías dos días antes de la muerte del teniente general. Estaban en la cantina y
Lope le dijo a Frías que todo estaba permitido en la vida.
Es decir, estaba permitido todo, pero no a todos. Pensaba Lope riendo hacia
dentro: «Claro que no a todos, bien se ha visto».
«No podía pensar yo —añadía Lope, satisfecho— que tuviera tanta influencia en
un capitán como Frías». Pero los hechos no podían haber sido más elocuentes: Frías
se atrevió a todo y le salió mal.
Aún no embarcaban y los días iban pasando y trayendo su provisión de pequeñas
o grandes contrariedades. Montoya seguía encadenado. Los cuchicheos y recelos y
opiniones adversas contra Ursúa y su amante iban a dar en lo mismo:
—No están casados —le decía Zalduendo a don Hernando Guzmán—. ¡No están
casados!
—¿Y qué tiene que ver eso? —intervenía Arce—. En Indias nadie está casado
sino cuando le traen la esposa de Castilla.
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—No es verdad —dijo Lope—, porque yo puedo mentar más de cien nombres de
españoles casados con indias a golpes de campana y de hisopo.
—Pero ¿qué matrimonio es ése? —insistía Zalduendo—. Una india en la cama
con nombre de esposa, cuatro en la cocina con nombre de doncellas, que la doncellez
la perdieron el día que entraron; tres indias más en el pajar y cuatro en los saladeros y
planchaderos y tahonas de la hacienda. Y todas igual. Hijos van e hijos vienen, y si
eso es matrimonio que lo diga mi puta abuela.
Aguirre se ponía a contar algo en relación con la mala influencia de las mujeres
en expediciones de guerra, pero se le iba el santo al cielo. Por fin se acordaba del
caso, aunque no habría podido decir si sucedió hacía un año o diez. Unos días la
memoria de lo inmediato le flaqueaba más que otros.
Declaraba enfáticamente que debía estar prohibido llevar mujeres a las entradas y
conquistas.
—Vuesa merced lleva a Elvirica —acusaba Zalduendo.
—Ella no es una mujer.
—Ha cumplido los trece. Casadera es.
—Pero no es una mujer. Una hija no es una mujer.
Los otros se callaron, prudentes.
—¿Y la Torralba? —preguntaba Zalduendo.
Aguirre lo miró despacio a los ojos, se volvió hacia don Hernando Guzmán y
dijo:
—Este Zalduendo es peor que Ursúa, digo en lo que se refiere a las faldas.
No envidiaba Lope a Ursúa por la hembra. Ciertamente —pensaba— que en
tiempo de paz es dulce el amor de las faldas, pero ¿qué hombre con un mínimo de
experiencia guerrera no distinguía entre las faldas de la mujer y la tarea militar? Lope
de Aguirre no envidiaba a Ursúa y recordaba también algunos versos del romance del
Conde Irlos, pero diferentes de los que le habían escrito a Ursúa desde Lima. Los
versos de Lope decían:
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desgraciados. «Ursúa —decía Lope— ha encontrado ya su reino de Omagua y el
Dorado y los tiene en su tienda y los goza cada día y de los demás se le da un bledo».
A todo esto Montoya, corregidor de Santa Cruz, seguía en cadenas. Casi todos los
indios que iban en la expedición eran suyos. Y Ursúa le había prometido
devolvérselos antes de echarse al río con los barcos. Pero ni lo liberaba ni le devolvía
los indios ni se echaba al río.
Iban cinco mujeres casadas y cuatro que pretendían casarse en camino. Sin contar
a la Torralba y a las indias ni tampoco a Inés ni a Elvira.
A pesar de sus cadenas, Montoya seguía intrigando y quiso convencer a Custodio
Hernández, su vecino y dueño también de indios, para que le retirara los suyos a
Ursúa. Pero Hernández se negaba a escucharle y decía que como siguiera hablando
de aquella manera y se enterara Ursúa podía darle que sentir.
—¿A mí? —gritaba Montoya y soltaba a reír histéricamente. Insultaba al
gobernador, llamándolo francés adamado y sólo bueno para los martelos. Finalmente
concluía—: Poco debe valer cuando no me ha matado ya.
Lo decía muy convencido, hasta ese extremo llegaba el rencor y la inquina.
Ursúa era español de Navarra y ciertamente no hacía mucho que Navarra había
sido francesa. Aludiendo a eso, Aguirre y Montoya se ponían fácilmente de acuerdo
para decir alguna broma sucia a costa del idilio de Ursúa e Inés y de las costumbres
eróticas de las Galias.
Queriendo Ursúa mostrar que la partida era inminente dio poderes legales a
Zalduendo para nombrar capitanes y otros cargos en la expedición, aunque
provisionales y sujetos a confirmación. Nombró él mismo a don Hernando Guzmán
maestre de campo, lo que no fue mal recibido. Y a Lope de Aguirre tenedor de
difuntos, cargo extraño y más civil que otra cosa.
—El gabacho cabra —dijo Lope— me ha visto platicar con Montoya y me ha
cogido malquerencia.
El cargo le obligaba a llevar cuenta de los que fallecían, de sus haciendas y
testamentos. No se podía entender aquel nombramiento sino como una broma de mal
gusto. En cuanto a los poderes de Zalduendo, Ursúa se los dio para ver cuáles eran
sus ambiciones y las de sus levantiscos amigos. Esperaba que se manifestaran cruda y
francamente con Zalduendo, ya que con Ursúa no se habría atrevido nadie a protestar.
Y dio un empleo importante antes a Guzmán para evitar que le diera Zalduendo uno
inferior y a Lope de Aguirre un empleo bajo para evitar que se lo diera Zalduendo
alto.
Habría Lope rechazado el cargo si tal cosa fuera posible dentro de las costumbres
militares.
Prefirió callarse.
Cuando alguno le preguntaba por qué le habían dado aquel puesto, él se hacía el
desentendido, y si insistían preguntaba a su vez:
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—¿Qué es lo que quiere saber vuesa merced? ¿Si me aflijo o me envanezco? Sepa
vuesa merced que los cargos definitivos no los da el gobernador, sino el enemigo en
el campo de batalla.
El tiempo apremiaba, porque había que llegar a tierra de los omaguas antes de que
éstos fueran advertidos y tuvieran demasiada ocasión para prepararse.
El día de partir llegó.
Al echar los barcos al agua algunos de ellos se desarticularon, porque con la
temperatura y la humedad y la facilidad de proliferación de toda clase de vegetales e
insectos, se habían formado hongos corrosivos y el resto de la tarea de destrucción
silenciosa lo habían hecho las termitas.
Hubo algún desasosiego y confusión, pero en los tres bergantines que quedaron y
algunas balsas y barcas menores y chatas pudieron ir acomodándose.
Además de los soldados expedicionarios iban seiscientos indios, entre ellos
muchos yanacunas de los de Custodio Hernández, que eran los más afectos a los
españoles y se vestían como ellos y hablaban el idioma de Castilla bastante bien.
Iban también veintiocho negros bozales, pocos de ellos cristianos.
Aquel día era el primero de julio de 1560.
Pero no salieron. Hubo que desembarcar y el problema más grave se presentó en
la siguiente forma: habiéndose roto siete bergantines y la mitad de las chatas no
podían embarcar más de veinticinco caballos y hubo que abandonar cerca de
trescientos después de haberlos comprado caros en los criaderos de Quito. Tampoco
pudieron embarcar ni la quinta parte de los víveres, es decir, los animales vivos que
llevaban para alimentarse. Quedaron unas cien cabras y otras cabezas de ganado
abandonadas. Incluidas varias docenas de cerdos. Como Noé en su arca, quedaron
algunas parejas para hacer cría.
El de los bergantines era un problema grave, pero Ursúa, que no solía mostrar un
talante alegre, decidió tomarlo todo a broma. Parecía sonriente, distraído y feliz con
cada nueva dificultad. Y dijo:
—No importa. Así y todo saldremos en algunas semanas. Irá por delante en una
chata Juan de Vargas, que saldrá pasado mañana con cien hombres, la mayor parte
indios, para esperarnos con comida en la boca del río Cocoma, donde tenemos o
teníamos amigos. Y ciento cincuenta leguas más abajo fondeará García de Arce, que
saldrá hoy mismo con treinta hombres. Los dos allegarán bastimentos y víveres a la
orilla del río y nos esperarán con ellos.
Así se hizo. Salió el capitán Arce antes de anochecer.
Decía Ursúa que sólo necesitaría llevar comida para los pocos días que tardara en
encontrar a Juan de Vargas. Eso facilitaba la instalación de la tropa y de sus pobres
haciendas. Había quien llevaba un colchón, algunas cosas de cocina y hasta un cubo y
una tabla para lavar ropa. Las mujeres, costureros, vestidos, incluso —quién iba a
pensarlo— algún santo de madera policromada por el cual sentían especial devoción.
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A Montoya lo habían llevado a bordo con sus cadenas y lo volvieron a sacar.
Ursúa le dijo:
—Me duelo desos hierros tanto como vuesa merced, pero en cuanto comience la
jornada se le quitarán. Confieso que es la presencia de vuesa merced demasiado
importante para dejarlo detrás de mí sabiendo que queda rencoroso y hostil y que
podría hacerme daño en la opinión de las autoridades de Lima.
Trataba de halagarlo con un género de sinceridad total que sin embargo no
siempre convencía. El recurso último de Ursúa solía ser aquel de descubrir sus
propias cartas y mostrar sus motivaciones secretas. Pero Montoya tragaba saliva y
miraba a otra parte.
Con las faenas del embarque y desembarque por todas partes se oían balidos de
ovejas, cacareos de gallinas y también ladridos de perros, que los llevaban como
auxiliares de campaña, recordando los buenos oficios que le hicieron a Cortés en
México. Eran perros criados con carne cruda.
Elvirica parecía que no, pero se daba cuenta de todo. Y le decía a su padre:
—Aquí les cortan la cabeza a unos hombres grandes como catedrales, ponen en
cadenas a otros y nada pasa, nadie protesta, nadie se duele y nadie llora.
Lope la miraba complacido y decía:
—Así es la vida militar, Elvirica. ¿Qué creías tú?
Aprovechaba la Torralba la ocasión para repetir que aquella vida no era para seres
humanos, pero ella comprendía que estaban en Indias y que no era lo mismo que estar
en España y que en definitiva todo lo daría por bien empleado si podía cuidar de
Elvira y llegar un día a establecerse en el país del Dorado.
Añadía la Torralba que doña Inés, la amante del gobernador, era hermosa y
parecía buena persona, pero tenía cosas que estaban bien en una castellana y no en
una chola.
—¿Qué cosas si se puede saber? —preguntaba Lope.
—Tiene una sonrisa que yo diría demasiado victoriosa.
—¿Victoriosa?
—Eso es. Y en una castellana se vería mejor.
La miraba Lope extrañado. A veces la Torralba hablaba de un modo chocante,
pero tal vez era por la tarumba del equinoccio. Una sonrisa demasiado victoriosa.
¡Bah!
Al oscurecer comenzaba a despertar la selva, y aunque en aquellos lugares no era
muy poblada, se oían cientos de sapos silbadores y de aves nocturnas. También el
rugido lejano de algún jaguar en celo.
Sobre aquel estruendo, que a medida que se iba alejando se hacía más denso y
también más débil, dominaban los sapos. Unos sapos pequeños, con tres dedos que
acababan en tres bolitas, pero de voz aguda y poderosa.
Pedrarias, que era hombre maduro, sentimental y solitario, le llevaba a veces a
Elvirica una fruta, algún objeto innecesario y gracioso e incluso alguna ofrenda que
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parecía de galán, por ejemplo, una orquídea notable por la rareza, que con el calor y
la humedad se encontraban en todas partes. Hacía Lope como si no se diera cuenta de
aquellos homenajes, halagado. Era Pedrarias una de las pocas personas de quienes
Lope no hablaba nunca mal. Tampoco bien, es verdad, pero su silencio era —cosa
rara— un silencio amistoso. Pedrarias dijo una noche:
—Niña, tenéis que aprender a escuchar la selva.
—¿La selva?
—Hay que acostumbrarse y dormir sin oírla. Porque llega un momento en que ya
no se oye.
Creía Lope que no había manera de dejar de escucharla y entonces Pedrarias le
dijo soltando a reír: «No es nada eso. Aquí no hay verdadera selva ni más animales
que el perrerío de la expedición. Ya veréis lo que es bueno cuando bajemos al
Amazonas».
—Al Marañón, diréis.
—Al Amazonas, señor Lope de Aguirre. Yo prefiero llamarlo así.
—¿Y en qué consiste la diferencia?
—En que el Amazonas está en la línea del equinoccio y allí la vida natural es
mucho más escandalosa. Ya lo veréis, amigo mío.
Cerca, los perros ladraban, atraillados.
Recordaba Lope que Pedrarias, refiriéndose a aquellos animales, había dicho el
perrerío. ¡Qué maneras raras de hablar! Y a Lope le gustaba aquello. Su niña copiaba
las rarezas de palabra de Pedrarias. Dijo una o dos veces aquello del perrerío,
gozando de la palabra, la niña.
¿Sería también aquella rareza motivada por la tarumba del equinoccio? No
estaban aún en el equinoccio, pero la diferencia de latitud debía ser poca. Pensaba
igualmente Lope que según la mulata doña María, amiga de Zalduendo —que servía
de azafata a doña Inés—, ésta se pasaba el día retozando con el gobernador y los
había sorprendido sin querer más de una vez cuando Inés, con la cara junta a la de
Ursúa, parpadeaba rozando su piel con las largas pestañas y diciendo:
—¿Te gusta? Son besos de colibrí.
Lope de Aguirre, pensando en aquellos besos de colibrí, sentía como una ofensa
personal. Iba a hablarle de aquello a don Hernando de Guzmán, pero el joven
aristócrata no decía nada. Nunca decía nada contra nadie. A falta de otra cosa el
silencio mantiene el decoro.
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III
Tenía Zalduendo una amante en Lima y tres hijos pequeños, hablando de los
cuales dijo un día delante de varias personas:
—Se ganan el cielo, los pobrecitos.
Quería decir que se morían de hambre. Y esperaba que los otros rieran con
aquellas cosas. Lope, que adoraba a su hija, envolvía a Zalduendo en una mirada fría.
Entre otros chicos iba un paje a quien llamaban Antoñico y solía decir de sí
mismo que era un conquistador como los demás. Lope le dijo un día que era un
pergeño de conquistador y le llamaba así: Pergeño. Pero el chico se enfadó cuando
vio que los otros se acostumbraban a llamarlo de aquella manera, aunque deformando
el nombre: Pergenio. Y cuando le llamaban así no contestaba.
Como era natural, las censuras contra Ursúa aumentaban con los días y las
dilaciones y esperas. Los curas censuraban también a Ursúa, pero nunca lo hacían
delante de los soldados. Era como ejercer un derecho exclusivo de la Iglesia.
Aquel día se instalaron en una balsa cubierta treinta soldados al mando de García
de Arce. Sabiendo que el viaje en la balsa iba a ser rápido y que saldría Vargas dos
días después, ordenó Ursúa a Arce que se detuviera en la desembocadura del
Huallaga con el Amazonas y recogiera allí todos los víveres que pudiera conseguir de
los poblados próximos. Con los víveres listos debía esperar a Vargas, quien los
embarcaría y seguiría para detenerse en otro lugar donde acumularía mantenimientos
mayores y esperaría a su vez al grueso de la expedición.
La distancia hasta el lugar donde Arce debía esperar a Vargas era de unas cien
leguas, y aquel territorio, el de los Caperuzos. Lo llamaban así por estar habitado por
unos indios que usaban bonetes en la cabeza, lo que no dejaba de llamar la atención,
ya que no habían visto indios con la cabeza cubierta, hasta entonces.
Salieron pues los de Arce y confiando en ellos Ursúa comenzó a elegir la gente
que debía ir con Vargas y a acomodar la impedimenta en un bergantín y no en una
chata como había pensado al principio. Feliz con aquella mejora, Vargas bromeaba
según su estilo. Era un madrileño parco de palabras, de ánimo frío y penetrante.
Pocos días después de la salida de Arce salió también Vargas en su bergantín.
Tenían todos el genio alegre y ligero de las despedidas. Era aquel día el 28 de junio
de 1560.
Cuando echaron los otros bergantines, ya reparados, al agua algunos se
desencuadernaron otra vez y los restos se fueron flotando. La gente se burlaba de los
oficiales armadores y de los carpinteros, pero Ursúa explicó que la mayor parte de las
piezas maestras de la estructura estaban podridas o socavadas por las hormigas. Sólo
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los barcos que se habían construido más recientemente podían navegar, por no haber
dado tiempo a las termitas de hacer su devastadora faena.
Las chatas, en cambio, flotaban bien. Eran anchas de base y tenían sólo una borda
rudimentaria, pero estaban abiertas por todas partes a las brisas.
Al echar al agua las dos últimas chatas se desbarataron por las mismas razones
que los bergantines. Hubo que quedarse en tierra todavía más de dos meses mientras
se remendaban y se construían embarcaciones nuevas, la mayor parte balsas y chatas.
Habían descubierto que poniendo una capa de pez en las piezas maestras las hormigas
no las tocaban. Algunos soldados que eran andaluces y supersticiosos creían que
aquellos accidentes iban a traer mala suerte.
Acomodados mejor o peor todos salieron por fin a primeros de septiembre de
1560 bajo los calores tórridos de la estación.
No embarcó Ursúa en definitiva más que treinta caballos. Los demás, hasta cerca
de trescientos, habían de volverse cimarrones en las serranías próximas. Ursúa
contemplaba aquellas pérdidas con semblante alegre y era el único que había reído al
ver que se le desintegraban los bergantines. Sin duda, hacía aquello para no deprimir
más la moral de la gente.
Iban en total doscientos treinta hombres de guerra españoles, unos cien auxiliares
entre negros y mestizos de distintas razas, otros trescientos indios mansos, es decir,
adaptados, bautizados y que hablaban español. Varias mujeres indias o mestizas y las
cinco españolas que dijimos, sin contar a la distinguida cholita de Trujillo.
Se había reservado Ursúa en el mejor bergantín un compartimento en la proa para
sí y para doña Inés. Llevaba Ursúa dos indios que le servían y doña Inés dos mulatas.
El camarote era abierto por delante, hacia el río, y cerrado por los otros tres lados,
salvo la puerta, que era un mamparo de madera, movedizo.
—Ahí va la reina en su camarín —dijo Zalduendo, envidioso.
Llevaban dos bergantines con doble cubierta y cuatro chatas grandes y además
quince o veinte balsas más largas que anchas con borde y baranda y un cobertizo en
un extremo. Fuera de las horas centrales del día, en las que el sol caía vertical y a
plomo, había alguna sombra, porque navegando cerca de la orilla derecha la hacían
los árboles, que eran casi siempre palmas o cocoteros, y una vez en la hoya fluvial las
brisas que llegaban encañonadas desde las alturas traían alivio.
Pero el calor era insufrible y Ursúa se alegró de haber dejado la mayor parte de
los animales en tierra, ya que no le parecía posible llevar forrajes para todos ni viajar
en aquellas condiciones y con el estiércol acumulado sin correr peligro de
enfermedades.
Quedaba doña Inés, como se puede suponer, a cubierto de las miradas y un indio
y una mulata hacían una guardia discreta, mientras que un soldado con armas la hacía
ostensiblemente y era relevado a lo largo del día y de la noche con la consigna de no
dejar entrar a nadie sin un permiso especial. Además daban cada día el santo y seña,
es decir, la consigna secreta que se renovaba.
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El primer día la consigna fue Doña Inés, por galantería, y cuando el jefe de la
guardia se acercó a Ursúa al caer la tarde para darle el parte, el gobernador le ordenó:
—La novedad, a la dama.
Entonces el soldado, dirigiéndose a ella en la rígida actitud del saludo, decía:
—Sin novedad, señora.
Y se retiraba creyendo haber percibido en Ursúa olor de vino reciente, lo que no
quería decir nada, porque el gobernador era moderado en sus hábitos.
El orden de la expedición no dejaba de ser curioso. Había un servicio de guardia
que se hacía con rodela y celada. Algunos usaban también loriga, pero la llevaban
sobre las puras carnes, ya que el calor habría hecho imposible ir a la vez vestidos y
armados. Era la guardia de doce soldados y un alférez, que relevándose daban sin
fatiga los ocho cuartos de la centinela de cada día. Cuando estaban en tierra la
guardia era dos veces más numerosa.
En el bergantín de Ursúa iban los oficiales más notables. Iba también el padre
Henao, quien no perdía ocasión de acercarse al gobernador con advertencias,
adulaciones y consejos, el más frecuente de los cuales era que se casara con doña Inés
para dar buen ejemplo.
El otro sacerdote, el padre Portillo, menos hábil, se había quedado en el bergantín
segundo y no se acercaba al jefe de la expedición si no lo llamaban.
Lope de Aguirre, que deseaba estar cerca de su hija Elvira y de la Torralba, iba en
el segundo bergantín, donde había tratado de acomodar a las dos mujeres lo mejor
posible y lo había conseguido a medias. Los soldados no protestaban. Con todos sus
defectos y asperezas sabían hacerse a un lado y dejar los mejores lugares para las
mujeres como cosa natural. No habiendo en la cubierta lugar a cubierto de las
miradas, había preparado Lope con hamacas y tablas un camarote relativamente
cómodo debajo de la cubierta. El calor era mayor, pero el carpintero abrió en la quilla
una escota cuadrada que quedó sin cortina ni reparo, por donde entraba el aire. Varias
veces al día baldeaban la cubierta y eso daba algún fresco, aunque pasajero. Las dos
mujeres creían que iban a asfixiarse y Elvira suspiraba a cada momento no sólo por el
calor, sino también por el espejito perdido en Los Motilones. En vano había buscado
otro, aunque sabía que el gobernador Ursúa tenía muchos para darlos a los indios a
cambio de oro o alimentos.
Se instaló Lope arriba lo más cerca posible de la proa y se reservó de un modo
oficioso y no declarado los servicios del negro Bemba, quien a cuenta de quedarse en
el bergantín se ofrecía a ser su criado. A veces el negro llamaba a Lope vueseñoría,
según la costumbre adulatoria que tenían los esclavos de su raza.
Todo el mundo andaba ligero de ropa. Los negros, desnudos del todo, aunque
cubiertas las caderas y el sexo con una especie de mandil que anudaban de un modo
al parecer ligero, pero seguro.
Daban los negros importancia a los privilegios que representaba el viajar en un
lugar u otro. Los que no podían ir en los bergantines con el pretexto de servir a
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alguien se habían acomodado en las chatas, procurando quedarse en la más grande y
aun en ella remar y maniobrar para seguir de cerca al bergantín segundo. Eran
terriblemente sensitivos los negros a la vanidad de cualquier preeminencia.
En las demás chatas y balsas se apiñaban hombres y mujeres sin orden ni
concierto. Se oían ladridos de perros y canciones de cuna —o blasfemias— todo
junto.
Durante el día nadie se extralimitaba de palabra ni de obra, nadie protestaba.
Aunque todos iban medio desnudos no había desafueros con las mujeres. Por la
noche cada cual velaba celoso de la hembra si la tenía y cuidaba de que nadie la
molestara. Casi todos dormían mal, por el calor, los mosquitos y la inacción forzosa
durante el día.
Iba como guía en el bergantín primero Alonso Esteban, que había hecho aquel
mismo viaje, como dije antes, con Orellana. Era hombre peligroso, según decían
algunos, cosa difícil de entender, porque parecía medio niño o medio viejo, según por
donde le llegaba la luz, y lo mismo pasaba con su carácter.
Solía mirar a las riberas con la cabeza demasiado alta, como sí estuviera tratando
de identificar lugares que podían serle familiares.
Confiaba Ursúa en la memoria visual de Esteban, quien decía, sin embargo, que
hasta que llegaran al Amazonas no podía prometer acordarse de los lugares
recorridos, porque la expedición de Orellana no había bajado al Amazonas por el
Huallaga, sino por otro afluente.
—Orellana era hombre serio, responsable —dijo Ursúa como preguntando.
—Serio para unas cosas y no tanto para otras. A veces tomaba por lo trágico las
fruslerías y en cambio echaba a broma las tragedias.
—¿No pensábais medrar con Orellana? ¿No sois ambicioso?
Era aquélla una pregunta un poco extraña, pero Ursúa solía hacerlas sin miedo a
lo que pudiera haber en ellas de impertinencia. Esteban tardó en responder y por fin
dijo:
—Yo no me hago ilusiones. Me he quemado ya y soy sólo ceniza. Lo mismo les
pasa a otros como Lope de Aguirre, pongo por caso, pero ellos no lo quieren
confesar.
—Pedrarias me ha dicho que erais rico en España. Él adivina las cosas con sólo
echarle a una persona la vista encima.
—Pero a veces se equivoca.
—¿Erais rico?
—Tenía un buen pasar.
—¿Cómo es que caísteis en Indias?
—Como otros. Desórdenes de la juventud y especialmente poca ventura en el
juego.
Parece que había tenido otras razones y que estuvo complicado en el proceso de
los Cazallas y los alumbrados de Pastrana y condenado en ausencia por la
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Inquisición, aunque a una pena leve.
Hizo Ursúa varias preguntas más, una tras otra: ¿Tuvisteis alguna diferencia con
Orellana? ¿Habéis devengado derechos con él, digo haberes? ¿Tenéis esposa en el
Perú? ¿Habéis dejado hijos en España? A todas aquellas preguntas respondió Esteban
negativamente con movimientos de cabeza. Como no decía más, Ursúa se dijo: «Ha
venido aquí para evitar los calabozos de Lima y fue a Lima para evitar las búsquedas
de la Inquisición».
No se lo dijo, pero Esteban adivinaba aquella reflexión y el silencio de los dos
comenzaba a ser agrio.
—¿Bajabais a tierra a dormir, digo, cuando hicisteis esta jornada con Orellana?
—No, pero teníamos más espacio en los bergantines y llevábamos víveres de
repuesto.
Siguió diciendo que aquello de las hormigas destructoras no había existido
siempre en Los Motilones y que diez años antes no las había.
—¿Aguantáis bien el equinoccio? —preguntó Ursúa, pero suponiendo Esteban
que era una pregunta rutinaria no respondió y entonces añadió el gobernador—: El
clima es malo, pero no intolerable.
—Ya verá vuesa merced más abajo.
—¿Qué?
—Esto no es aún el equinoccio.
Oyó Ursúa dentro la voz de doña Inés y se apresuró a acudir a su lado. Ella le
decía con el acento bobo de la luna de miel:
—Eres el jefe de la expedición, el que manda en todos. Pero no en mí. No eres mi
jefe, sino mi amante.
Luego le hacía ver a lo lejos el pico de aquella montaña que mucho después de
oscurecer seguía viéndose iluminada como siempre. En el cielo azul había una sola
nubecita iluminada también, color rosa.
Se reflejaba en el río, temblando con el oleaje.
Las noches eran menos calurosas, pero la tortura de los mosquitos peor. Alguien
habló de encender fuego en el primer bergantín de modo que el humo les librara de
aquella peste. Y Ursúa amenazó con poner en collera por el resto del viaje al primero
que encendiera fuego a bordo. Y añadió: «Aunque los mosquitos les beban la última
gota de sangre».
Lope de Aguirre le oyó y se dijo que aquella última frase no era necesaria y que
sonaba a crueldad y a impertinencia.
Poco antes del amanecer oyó Ursúa aquella noche un extraño ronquido
cadencioso y rítmico, que no parecía humano. Al principio pensó, divertido, que
podría ser Inés que roncaba, pero se arrepintió de aquella irreverencia y la besó,
dormida, suavemente.
Cuando clareó un poco más vio que aquellos ronquidos los producían los
caimanes, de los cuales se veían algunos a los dos lados del bergantín.
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Doña Inés era ese estilo de hembra que se excita con el sonido de las palabras
procaces. No es mal estilo —revela una fuerte imaginación erótica— y aquel
amanecer decía a Ursúa con los ojos entreabiertos y voluptuosos:
—Yo no soy tu esposa, ¿verdad?
—No.
—No soy tu novia, tampoco. ¿Qué dirías que soy?
—Mi amante —respondía Ursúa, ensoñecido.
Ella protestaba:
—Te pido que digas la verdad. No soy yo tu amiga, tu amante, ni tu esposa. Soy
tu puta.
Esto último lo decía bajando mucho la voz, pero con un aliento cálido que
quemaba en su brazo desnudo y con un timbre de voz de niña pequeña.
Era una de las peculiaridades de su mundo secreto.
La gente no iba muy cómoda a bordo. Muchos habían llevado a la orilla del río
colchones de buena lana, pero sólo embarcaron en los bergantines tres: el de la hija
de Lope, que luego lo usaba él, porque la hija prefería la hamaca, que era más fresca,
y los dos de Ursúa.
Pronto comprendieron los soldados que en el centro del ancho río los mosquitos
molestaban menos y echaron por allí, pero no se apartaban demasiado de la orilla,
temerosos de la violencia del caudal y de que en caso de zozobrar no pudieran
acogerse a tierra.
Al oscurecer, los rumores de la selva se imponían sobre el de las aguas. Millares
de sapos silbando a un tiempo daban una masa de sonidos diáfanos y agudos. Entre
ellos se oían los pájaros nocturnos y los cocodrilos en celo. Era como si las dos orillas
estuvieran pobladas de multitudes humanas gritadoras e histéricas. Los silbidos, los
aullidos, los gemidos roncos o agudos aumentaban o disminuían según que los
navegantes se acercaran o se alejaran de las orillas.
Los perros de las chatas olfateaban desorientados y gruñían mirando a un lado y a
otro.
Aunque no hubiera tormentas ni truenos ni rayos ni lluvia, había relámpagos y el
cielo entero parecía caerse al río y encenderlo. De tarde en tarde salía de la selva un
alarido desgarrador que sobresaltaba al negro Bemba, quien miraba en aquella
dirección y decía:
—¡Ya lo atrapó! El jaguar atrapó al cochino salvaje. ¿No lo oye gritar, señol? O al
mono. A algún macaco grande.
—Amigo, así es todo —comentaba Lope—. La vida es para el que tiene mejores
uñas. Digo, para el que más puede.
Durante el día, la naturaleza dormía y sólo estaba despierto el río con sus rumores
blandos.
Lope atendía al bienestar de Elvira y cuidaba de que se alimentara. Además,
Pedrarias solía velar por ella también y llevarle algo, de vez en cuando.
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En la chata grande que seguía al bergantín de Lope, tres o cuatro negros se
animaban cada día al entrar la noche con canciones, al mismo tiempo que comenzaba
a despertar la selva y Bemba desde la borda del bergantín segundo los miraba con
envidia. Alguien sacó de alguna parte un güiro en el que raspaba a compás.
No se veía en las sombras a diez pasos de distancia, pero la vaga claridad que
conservaban las aguas se reflejaba en el aire y a veces marcaba los perfiles de la
gente. De vez en cuando palpitaba otra vez la superficie del río bajo un relámpago.
Canturreaba un negro sufriendo los embates del oleaje, que le cubría las piernas
hasta las rodillas, agarrado a un poste de la chata:
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se planteaba siquiera el problema. «Mi hija —se decía— es lo único que tengo yo en
mi vida y fuera de ella todo lo demás es sangre, mugre, vergüenza e injusticia». Las
mercedes y prebendas eran para el que las ganaba con la espada. Y Lope no se
quitaba la loriga ni la celada la mayor parte del día y de la noche, porque nunca se
sabe cómo ni dónde va a presentarse la ocasión. Vestido de hierro tenía que evitar
ponerse al sol, porque entonces la malla se calentaba demasiado y ocasiones hubo de
recibir una quemadura en el cuello o en el antebrazo. Una quemadura de la loriga que
se había calentado.
Él esperaba no necesariamente la ocasión de la violencia por sí misma, sino por
restablecer la justicia. Tenía igual corazón que cualquier otro, se llamara Pizarro,
Cortés o Almagro. Había peleado contra indios, negros, blancos. Había abierto
caminos en la selva, entrado en el barro de las tembladeras hasta sentirlo en los
pechos, trepado en los Andes nevados hasta faltarle el resuello.
Había dado y recibido arcabuzazos, de frente y también a traición.
Y comenzaba a ser viejo sin ver el provecho de todo aquello. Tierra e indios había
por todas partes, pero el fruto de la victoria era siempre para los otros.
—¿No duermes, capitán? —le preguntó Bemba—. Su melcé está siempre
cavilando —y se tocaba la frente—. Otros lo disen. Disen que su melsé tiene su idea
maestra aquí, en la cabesa.
—El que no tiene su idea maestra está fregado en este mundo y en el otro,
Bemba. En el otro también. ¿Y tú? ¿No tienes tú una idea maestra, también?
—Oh, señol, Bemba no tiene impoltansia. Neglo es diferente. Neglo siempre
flegado, señol.
El escándalo de la selva llegaba a su plenitud dos horas después de haberse puesto
el sol. El negro aplastaba un mosquito en su carne desnuda. Y decía:
—Cuando entre la estasión llovedera caerá agua del sielo y luego, espera un poco,
señol, y habrá más moscos que antes.
—¡Pues sí que es un alivio!
—Sí, señol. Un alivio será.
Una de las flaquezas del negro era que no entendía nunca el acento irónico ni
tenía sentido del humor, aunque sí aptitud a la orgía y a la bacanal.
Los víveres escaseaban y Ursúa contaba impaciente el tiempo que tardarían en
llegar al primer puesto de socorro, es decir, a donde les esperaba Vargas con comida.
A veces no estaba seguro Ursúa de que Vargas les esperara, después de tanto tiempo.
En dos meses pueden suceder muchas cosas. Pero este recelo y temor no lo
comunicaba a nadie.
Seguía Lope cavilando: «Hasta ahora ha habido tres o cuatro personas que han
podido alzarse en el Perú contra don Felipe y tal vez llegar a hacerse reyes de estas
Indias como lo es Él de Castilla. Caudillo, cacique, rey». La idea era extravagante y
le hacía reír. Pero luego añadía: «Con corona o sin ella yo podría dar un golpe de
fortuna, un día. Otros los dieron y si falló yo sé por qué». En cuanto al trono, ¿qué
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tenía un rey para sentarse en un trono? Un trasero. Era todo lo que hacía falta. Bien.
Lope de Aguirre tenía el suyo como cada cual.
«Un día amanecerá el sol para mí y entonces se hará justicia». Y sin saber por qué
ni qué clase de justicia y sin poder concretar las humillaciones que creía estar
sufriendo añadía: «Me van a soñar los bellacos, que no todo va a ser bajar la cabeza y
aguantar. Yo no le pedí a nadie que me trajera a la vida. Una vez en ella tengo que
hacer algo. Gente más ruin que yo hay en el mundo y con todo y eso han prosperado
y algunos han salido adelante con títulos del reino y con muchos millones de pesos de
oro fino». Algunos sólo sacaron fama y reputación, pero algo es salir del montón
anónimo y lograr un puesto en la memoria de las gentes.
Entre todas las palabras que relacionaba con su estado había una que le parecía
especialmente adecuada: venganza. Los salmos de David, el hombre pequeño que
acabó con el filisteo grande, repetían aquella palabra: venganza. Pero había otra
mejor para Lope: reivindicación. La había leído hacía poco en un documento legal:
reivindicación. Eso es. Reivindicarse era calzarse la púrpura del enemigo después de
haber removido la daga dentro de la herida.
Un hombre de cuarenta años en adelante necesita alguna clase de respeto de los
otros para poder vivir de acuerdo consigo mismo. ¡Alguna clase de reverencia,
incluso! Y él no la tenía y cuando quería erigirla siempre había alguno que reía y
tomándolo a broma decía: «Cosas de Aguirre». Incluso cosas de Aguirre el loco. A su
alrededor, en el bergantín había muchos pares de ojos vigilantes: ojos retadores, ojos
procaces, ojos canallas y traidores, ojos estúpidos, ojos carniceros, ojos
desafiadores… Toda la colección.
La Bandera envidiaba a Zalduendo por sus relaciones con la mulata doña María.
Los veía frecuentemente un poco ebrios y no siempre de pasión. Les gustaba el vino a
los dos y ella solía explicarlo con muy buena parola:
—Bebería desde la mañana hasta la noche, sólo por estar siempre flotando en esa
niebla suavecita donde se acaban los pensamientos, los buenos y los malos, los
angelicales y los cabrones. Es lo mejor no pensar. Ser como esos animalitos de la
selva que al entrar la noche comienzan su barullo buscándose para el amor, como
esas moscas que vuelan con su lucecita en la barriga y la apagan y la encienden
diciendo: «Aquí estoy, aquí me tienes, mi amorcito».
Cuando La Bandera oía hablar así a la mulata —aunque nunca parecía escucharla
— tenía envidia de Zalduendo. Los hijos de Zalduendo se ganaban el cielo en el
Cuzco muriéndose de hambre, pero él iba a bordo de un bergantín y se emborrachaba
con su mulatita al caer la tarde, cuando despertaban los monos en la selva.
La Bandera no bebía nunca a solas, es decir, sin compañía, y la de un hombre o
varios hombres no le satisfacía. Tenía la obsesión de embriagarse en privado —así
decía— con una hembra adecuada.
En la embarcación que iba detrás del segundo bergantín seguían los negros
cantando. Lope de Aguirre le preguntó a Bemba:
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—¿Qué es eso, el candombé?
—No, señor.
—¿Pues qué es?
—La macumba, sólo que ese gorrino, con perdón, la canta mal. Ése no es negro
—dijo Bemba—, que es cabra.
El aludido lo oyó y respondió desde las sombras:
—Si soy cabra, vení vuesa mercé a oldeñarme.
Rió Lope de Aguirre en las sombras y Bemba, sin molestarse, dijo:
—La verdad es que vuesa melsé es cabra.
—Y vos sois cabrón, Bemba.
—Si lo soy tenga cuidado vuesa melsé no le blinque ensima.
Y los otros reían, porque en cuanto ríe un negro ríen todos.
—L’agua del río está caliente —decía el negro de la chata que llevaba el timón—
y es tan caliente que no la pueden aguantar los lagartos y todos van saliendo a la
orilla.
Durmió aquella noche Lope casi tres horas.
Dos días después hubo un accidente que pudo ser grave. El primer bergantín, el
de Ursúa, tropezó con unos bajos rocosos y se rompió una parte de la quilla, dando
paso a un brazo de agua. Lo llevaron a duras penas a la orilla, donde lograron vararlo.
Allí, con mantas, lana de los colchones, que mezclaron con brea, y alguna tabla
pudieron arreglar la avería, pero para dejar el bergantín en uso y a flote había que
trabajar diez o doce horas más y Ursúa pasó al de Lope de Aguirre y llevó consigo a
doña Inés, a la que dejó con la Torralba y con Elvira. La niña de Lope admiraba
mucho a doña Inés y tomó de ella prestado su espejito de mano.
Los cocodrilos salían a las playas y miraban recelosos a los hombres. O
codiciosos. Era curioso ver cómo aquellos animales, tan estúpidos en apariencia,
sabiéndose incapaces de incubar sus huevos por tener sus cuerpos caparazones que
les impedían transmitirles el calor, buscaban la orilla arenosa y acertaban a dejarlos
en lugares y profundidades donde llegando el calor no los maltratara hasta poner en
peligro la vida de las tiernas criaturas que crecían dentro.
Al día siguiente siguieron navegando y por orden de Ursúa se adelantó Zalduendo
en una balsa con algunos soldados para que al llegar el grueso de la expedición a los
Caperuzos encontraran las provisiones preparadas en un lugar adecuado para el
embarque. Imitando a Ursúa había Zalduendo llevado consigo a la mulata doña
María.
Dos días tardaron aún Ursúa y los suyos en llegar a los Caperuzos y hallaron a
Zalduendo con comida, pero sólo a él y no a Vargas ni a García de Arce. Tampoco
había noticias de ellos.
Ursúa se quedó muy preocupado. Dijo a los soldados que más adelante hallarían a
Vargas y a Arce y que lo único que importaba era seguir el viaje cuanto antes. Hubo
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que detenerse, sin embargo, a esperar el bergantín averiado y a los que lo tripulaban,
así como una chata y dos o tres canoas ligeras que se habían atrasado.
Por fin el bergantín llegó, seguido por las otras embarcaciones, y Ursúa vio que el
navío no estaba para muchas aventuras; mandó que siguiera con el personal que
llevaba río adelante hasta encontrar a Juan de Vargas, que debía esperar en la
confluencia de aquel río con el Amazonas.
Al mando del bergantín averiado iba Pedro Alonso Galeas, hombre sereno y de
valor frío.
Llegó Galeas algunos días después al encuentro de la gente de Vargas, ciento
cincuenta leguas más abajo de Los Motilones, y lo que encontró allí no fue para
levantar los ánimos. Cuatro españoles habían muerto de hambre y además todos los
indios e indias que llevaban. La mitad de los cuerpos habían sido descarnados y
mondados por la voracidad de los buitres amazónicos, especie de gallinazos grandes
y negros, con pico amarillo. En medio de ellos esperaban los supervivientes
reducidos a los huesos también, pero vivos aún.
Uno de ellos, que apenas podía hablar, les dijo que Vargas y los otros soldados los
habían dejado allí y subieron por el Amazonas buscando comida. Un día más tarde
llegó Vargas también muy flaco. Había navegado veintidós jornadas sin hallar gente
ni víveres de ninguna clase hasta que por fin encontró dos poblaciones y pudo cargar
algunas canoas con maíz y otras vituallas y regresar con treinta indios e indias que
tomó consigo para el servicio.
Los españoles que iban con Alonso Galeas en el bergantín averiado se alegraron
al ver llegar a la gente de Vargas, pero los que esperaban desde hacía casi un mes
estaban tan enfermos que poco les iba a aprovechar la ayuda. Y así fue, porque
aunque les dieron de comer no tardaron en morir.
Aguardaron algunos días al resto de la expedición y por fin se reunieron todos. Es
decir, todos menos Arce y los suyos, a quienes no habían hallado todavía.
Continuaron navegando después de haber repartido los víveres que traía Juan de
Vargas y la gente andaba descontenta por aquello de que el que reparte se queda con
la mejor parte. Todavía de aquella mejor parte las primicias eran para doña Inés, que
si hubieran sido para el gobernador la gente no lo habría visto tan mal.
Por su parte, Zalduendo, imitando al jefe, reservaba para doña María la mulata
algunas viandas, disimuladamente.
Pero las dos eran caprichosas y hacían alarde de rechazar y tirar al río alimentos
que otros codiciaban.
Había decidido Ursúa que cada día al oscurecer los bergantines, las chatas y las
balsas se arrimaran a la orilla y fueran atracadas para que la gente bajara a dormir a
tierra. No era prudente navegar de noche en aquellos pobres navíos, que cada vez
eran más débiles en medio de corrientes fluviales cada día más caudalosas y
violentas.
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A Arce y a su balsa entoldada y a sus treinta hombres no los habían hallado
todavía ni tenían de ellos noticias.
Después de haber visto lo que sucedió con la gente de Vargas, muchos los daban
por muertos.
Fueron navegando todos río abajo y Ursúa y su amante volvieron a su bergantín,
donde tenían aposentos mejores. Cierto es que el bergantín hacía agua y que tenían
que trabajar seis negros en achicarla, pero como sólo navegaban durante el día y se
acogían de noche a las orillas, el peligro era menor.
Andaban todos preocupados por el riesgo de perder a García de Arce y a sus
hombres. Desde que comenzaron la expedición sólo habían sucedido cosas infaustas.
Dos días después de navegar por el Amazonas, el bergantín donde iba Ursúa se
quebró del todo y hubo que acostarlo y distribuir la carga y los viajeros en el otro y
en las chatas y balsas y canoas. Como éstas iban muy cargadas, el peligro se hizo
mayor.
Otra vez pasaron Ursúa y doña Inés al bergantín donde iba Lope, quien viendo
llegar detrás de ellos a todos los demás, incluida la guardia entera, dijo:
—Éramos pocos y parió la abuela.
El gobernador no lo oyó.
Ursúa y sus amigos más próximos, entre ellos el comandante de la guardia y el
cura Henao, se fueron apoderando de los mejores lugares y no en las bodegas, sino en
la cubierta, en la cual hizo Ursúa instalar unos toldos y paredes ligeras hasta quedar
acomodado y aislado con su amiga tan bien como antes o mejor. No faltó quien
murmurara, especialmente los que antes gozaban de la cubierta y las toldillas. Uno de
los que protestaban era, como se puede imaginar, Lope de Aguirre.
En aquel enorme río, que más parecía un mar, porque en muchos lugares no se
divisaba la otra orilla, había millares de aves pescadoras y tortugas y caimanes. Estas
dos especies vivían en el río y salían a desovar a las arenas de la orilla.
Llevarían seis días navegando río abajo cuando vieron unos indios en sus canoas
que al parecer estaban pescando y que al ser sorprendidos abandonaron sus redes y
trebejos y salieron huyendo tierra adentro.
Aunque los persiguieron no pudieron alcanzarlos, pero Zalduendo, que era el que
había bajado con aquel fin, volvió con más de cien tortugas y millares de huevos, lo
que fue bien recibido por los hambrientos expedicionarios, pues hacía dos días que no
se repartían víveres. El negro Bemba enseñó a Lope a preparar la tortuga cruda en su
concha (haciendo plato de ella) con un jugo que sacaron de una planta y sal y aceite
—un aceite especial que debía ser de coco—. A Lope le gustaba y quiso hacérselo
probar a Elvira, su hija, pero ella no quiso. La comieron la Torralba y Lope mientras
éste se burlaba de su hija, a quien llamaba Doña Melindres.
Poco después pasaron la boca de otro gran río que unos llamaban de la Canela y
otros decían que no, porque el de la Canela estaba más abajo. En todo caso
encontraron más tortugas y más huevos y bastante bien provistos siguieron su
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camino. Lope, durante el tiempo que estuvieron recogiendo tortugas, entró un poco
en la selva y salió con algunas frutas silvestres para su hija Elvira.
Dos días después encontraron en el río una isla bastante grande donde, por fin,
vieron la balsa maltratada de Arce y a él y algunos otros guarnecidos en un fortín, con
señales de sufrimiento y de gran necesidad, aunque no tanto como los de Vargas.
Ninguno había muerto de hambre, aunque algunos murieron de accidentes en la selva
o en acción de guerra con los indios. Allí encontraron las primeras tierras
medianamente pobladas, según parecía, aunque no precisamente por gente amistosa.
Dio cuenta Arce de todo lo que les había pasado. No pudieron detenerse en el
lugar señalado por Ursúa a causa de las grandes corrientes y por navegar sin ancla, y
fueron a desembarcar más abajo, pero al entrar en la selva perdieron a dos hombres,
uno mordido por una serpiente y otro enredado en un zarzal venenoso, de donde no
pudo salir. Con la gran hambre que todos llevaban y la necesidad de buscar comida,
al hacerse de noche tuvieron que abandonar a su suerte a aquellos dos hombres, que
no volvieron a aparecer. Siguieron explorando y navegaron en la balsa hasta llegar a
la isla. Allí echaron pie a tierra y, asediados por los indios de guerra, se abrieron paso
con dificultad hasta una cima rocosa donde se fortificaron. No comieron sino carne
cruda de algún caimán que mataban los arcabuceros que iban en el destacamento.
Arce era un tirador excepcional y aquel pequeño grupo, con sólo tres arcabuces y
otras armas ordinarias —lanzas y espadas—, resistieron sin apenas comer dos meses
contra masas de tres y cuatro mil indios que daban guerra día y noche. En los
primeros encuentros murieron tres españoles y resultaron ocho o nueve heridos.
Durante el día, Arce disparaba su arcabuz haciendo prodigios de puntería y
destreza. Mató de un solo tiro a dos caciques que se acercaban en una lancha y
después a cuatro jefes indios de un solo disparo también —iban en otra canoa—,
poniendo en el cañón del arcabuz dos balas enramadas con alambre de acero. En fin,
tantos daños les hicieron a los indios de aquella región que determinaron éstos
acercarse en son de paz, pero decididos, según informes de un espía, a acabar con los
españoles cuando estuvieran confiados. A todo esto, Arce y los suyos habían
levantado una casa con muros de piedra y mamparos de defensa. Los españoles
supieron las intenciones de los indios, y una noche, habiendo logrado tener
encerrados y sin armas a noventa de ellos, entraron y los mataron a estocadas y
lanzadas. No todos los soldados estuvieron de acuerdo en aquello y algunos
protestaron entonces y volvieron a protestar delante de Ursúa.
Después de aquella hecatombe, los indios ya no presentaron nunca batalla a los
españoles y les llevaban comida y vino. La fama de los españoles a partir de aquel
hecho fue deplorable, y en aquellos territorios y en muchas leguas más abajo nadie
esperaba a los españoles cuando se anunciaba su llegada. Les dejaban maíz y alguna
otra vitualla pobre y desabrida y huían al monte.
García de Arce habría tenido que justificarse difícilmente de aquellos hechos en
Lima, y sobre todo en Castilla, si hubiera sobrevivido a la expedición de Ursúa. Pero,
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por fortuna o por desgracia, no fue así.
Era García de Arce el que había contado meses atrás a Lope su aventura a bordo
de un barco con la falsa esposa de un capitán entre Quito y Lima y tenía todavía la
preocupación del morbo gálico. Una de las razones por las que había aceptado ir en la
expedición de Ursúa era porque, siendo los sudores uno de los remedios y el más
eficaz que se daba a los enfermos del morbo gálico, esperaba en aquella expedición,
bajo los ardores de la línea equinoccial, sudar hasta la última gota de linfa viciada o
pura que tenía en el cuerpo. Esta obsesión parecía agravarse con los años y ni siquiera
las miserias de aquellos dos meses de lucha con la muerte se la hicieron olvidar, pues
cuando Ursúa abrazó al gran arcabucero y le preguntó cómo le iba dijo García de
Arce:
—Sudando la ponzoña de dentro y vigilando la de fuera.
Porque allí los indios usaban flechas envenenadas.
Mandó Ursúa enterrar a los muertos, curar a los heridos e hizo que desembarcaran
los caballos —no habían bajado a tierra desde que embarcaron en los astilleros—, y
con ellos envió una patrulla a descubrir tierra adentro para ver si hallaba poblaciones
y gente.
A todo esto, García de Arce y los suyos, que consideraban ya perdido para
siempre el contacto con la sociedad civilizada y habían renunciado a ver a Ursúa,
hicieron grandes fiestas.
Acordaron todos quedarse allí descansando varios días con gran contento de los
remadores de las chatas y las canoas y las balsas. Una de las chatas —donde iban los
amigos del negro Bemba— estaba cuarteada y medio hundida y hubo que renunciar a
ella porque se veía que no podría seguir adelante. Se pusieron a fabricar otra y los
carpinteros, los pilotos y hasta un tallador sevillano trabajaban por la noche, ya que
por el día era imposible a causa del calor. Don Pedro de Ursúa, que se veía siempre
fatigado por los cuidados de la expedición y negligente en muchas cosas de
importancia, hizo teniente general a Juan de Vargas y alférez general a Hernando de
Guzmán, el hidalgo sevillano de familia aristocrática de quien era aficionado Lope de
Aguirre. Había sido antes maese de campo, pero no hubo ocasión de que actuara
como tal.
Al regresar la patrulla de caballería trajo consigo a varios indios, entre ellos al
más principal de aquella isla. Se llamaba Papa, lo que al principio causó sorpresa y
regocijo. Sus súbditos tenían un aire bastante civilizado, llevaban ropas, aunque
rudimentarias, y eran hombres y mujeres bien plantados. Sus ropas eran blancas,
pintadas con rayas de colores vivos. Con aquella curiosidad de descubridores que
tenían todos los soldados, pronto vieron que las pinturas eran de pincel y no de tejido.
Interrogado por Ursúa, el llamado Papa justificó como pudo la guerra que había
hecho a los españoles —hablaba traducido por la viudita de nueve años— y ofreció
paces después de lamentarse de la conducta sanguinaria de los soldados de Arce.
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Comprobaron los españoles que no había oro ni la menor sospecha de él, y esto
les decepcionaba porque habían caminado más de trescientas leguas sin hallar
indicios de ninguna clase de riqueza, a pesar de las promesas del Dorado. Por otra
parte contaba mucho Ursúa con los rescates de oro de los indios, para los cuales
llevaba cuentas de vidrio, navajitas y pequeños espejos de bolsillo.
Quería Elvira uno de aquellos espejitos y su padre fue a pedírselo a Ursúa, quien,
por haber ordenado que nadie cambiara nada con los indios, no quería dárselo. Por
añadidura se atrevió a ironizar de una manera arriesgada:
—¿Para qué puede querer un espejito un tenedor de difuntos?
Antes de que Lope respondiera a su manera —lo que habría creado tal vez un
incidente peligroso—, intervino doña Inés diciendo que aquel espejo lo quería Lope
de Aguirre para su hija y que mujer sin espejo era como hombre sin espada. Por fin,
Lope consiguió su espejo y se lo llevó a su hija, quien lo agradeció con risas y
alegrías.
Se alimentaban los indios de aquella isla con maíz, principalmente, y de él
sacaban un líquido alcohólico que llamaban chicha, igual que hacían los aborígenes
del altiplano más abajo, en tierras próximas al Perú. También hacían fermentar el
jugo de la yuca y lo bebían y era un vino muy encabezado con el que se embriagaban.
Tenían raíces tuberosas y legumbres de varias clases, como batatas y fríjoles, pero el
sustento principal lo sacaban del río, porque eran hábiles pescadores.
Vivían en bohíos grandes y cuadrados y para la guerra y la caza empleaban
dardos arrojadizos con la punta hecha del mismo palo. Casi siempre envenenados.
Construida por fin la nueva chata y varias balsas y canoas para suplir las
embarcaciones perdidas, volvieron a embarcarse todos y también los treinta caballos,
es decir, sólo veintinueve, porque uno se les había muerto empuyado, o sea, pinchado
por una puya envenenada de las que plantaban los indios en los caminos en lugares
disimulados.
En la isla habían encontrado —en los bohíos abandonados— gallos y patos
silvestres y gran cantidad de frutas, de las cuales le correspondió a Lope una piña y
dos cocos. Puso las tres colgadas en el techo frente a la escota cuadrada por la que
entraba la brisa de la navegación y las mojaba a menudo de modo que con la
constante evaporación se pusieran frescas.
El Amazonas era muy diferente del Huallaga. Era grande y agitado y tempestuoso
como un mar. Sus aguas tenían un color diferente, con reflejos amarillentos. Y
Esteban, el guía, decía que se acordaba de haber pasado por allí, pero sus noticias no
eran de gran provecho todavía.
Por la noche se quedaba solo Aguirre en la popa junto a la baranda y se estaba
pensando que habían hecho a Juan de Vargas teniente general y que sería él quien
condujera la expedición si Ursúa caía enfermo o moría o simplemente si se sentía
perezoso entre los brazos de su amada doña Inés. Era Juan de Vargas un madrileño,
sin grandes méritos, pensaba Lope. Pero era grande de cuerpo, galán de presencia,
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valiente y comedido y discreto en la expresión —eso se lo concedía Lope de Aguirre
—. Aunque tenía Vargas sus fallas y la mayor era su cambio de conducta desde que lo
hicieron teniente general y la falsedad evidente de sus maneras. Cuando estaba solo
tenía una expresión congelada, pero con los otros fingía estados de ánimo adecuados
al caso, aunque no tanto que convenciera a nadie. Así pues, algunos trataban a Vargas
como a un hombre de quien no había que fiarse.
En la guerra, los que lo habían visto decían que era desigual y a veces salvaba la
vida del que valía menos para poner en riesgo de muerte y perder a cuatro valientes.
Por todo esto, Lope lo miraba con recelo y se dio cuenta de que Vargas evitaba
encontrarlo a solas. Pensando en Vargas se decía Lope mirando en el cielo una luna
turca —un gajo de luna en creciente—: «Vargas el madrileño, de noche claro y de día
cenceño». Pero precisamente Vargas era lo que habría querido ser él. A Vargas le
llegaban las cosas a las manos. Las cosas que Lope no conseguía, aunque las
procurara. Y teniéndolas Vargas, las cosas buenas, no era feliz.
Aquella falta de adaptación de Vargas a su buena fortuna ofendía a Lope, y a
solas en el rincón de la proa y viendo las estrellas deshacerse en polvo en la estela de
otra chata que se les había adelantado, volvía a pensar en lo que podría haber hecho o
dejado de hacer: «A mi edad no hay que venirme a mí con lealtades ni sumisiones.
Mucho más hombre soy por los años y por la experiencia que la mayoría de los que
vienen en esta entrada. Más viejo que Ursúa y más veterano y experto que él con las
armas. Yo no voy a venerar a ningún santón morisco ni gabacho, porque Ursúa tiene
más de francés comedor de caracoles que de español».
Habiendo entrado Vargas en funciones de teniente general, no daba Ursúa órdenes
ni parecía cuidarse de nada sino del bienestar de doña Inés. Era Vargas el que iba y
venía con su cara impávida y sus brazos largos, que lo parecían más cuando se
remangaba la loriga. Antes de nombrar teniente y alférez generales usaba el
gobernador mucha y buena crianza con soldados y civiles, empleando más tolerancia
que rigor, pero en cuanto entraron en el Amazonas cambió de condición y era
desabrido, malcarado, taciturno, ingrato con sus amigos y desenfadado y cruel con los
dolientes. Vargas le dio varias veces listas de enfermos, pero Ursúa se encogía de
hombros y no sólo no iba a verlos, sino que ni siquiera preguntaba por cortesía si
estaban mejor.
Todo aquello era debido a retozar demasiado con doña Inés —pensaba Lope de
Aguirre—. Los hombres llegados a madurez lo sabían y los jóvenes e inexpertos lo
adivinaban. El hombre harto de carne se hacía egoísta, adusto y cruel.
Recordaba Lope que el día anterior había visto a Vargas —es decir, había estado
mirándolo casi una hora— sin que él se diera cuenta. No hubo entre ellos cambio de
miradas, y menos de palabras. No sabía Vargas que era observado porque Lope estaba
en la cubierta inferior y lo veía desde abajo por la abertura de un mamparo.
Parecía Vargas ausente de todo. Se entretenía en mirar a los mosquitos zancudos,
que eran allí más grandes que en otras partes, alimentarse de su sangre. Sucedía con
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aquellos insectos algo raro. Al picar en la piel se les iba poniendo el vientre rojo e
hinchado y más abultado de lo que se podía esperar, y entonces, cuando habían
bebido todo lo que podían tolerar, caían a tierra como desmayados. Vargas los miraba
y cada vez que caía uno reía, abstraído con sus propios pensamientos.
—¿En qué estarás pensando para reírte así, teniente general, hideputa? —se decía
Lope.
Algunos mosquitos, henchidos de sangre y redondos y grávidos, reventaban al
caer al suelo y morían, dejando una manchita redonda de sangre.
Aquellos mosquitos los llamaban los indios que iban en las chatas piums.
Habían visto que los indios de la isla de Arce se mojaban la piel con un jugo
vegetal para evitarlos y para defenderse también de los tábanos y de las abejas, pero
los resultados eran sólo temporales y no les salvaban enteramente del peligro.
En aquella parte del Amazonas había algunos poblados, pero pequeños y muy
miserables. Al bajar a dormir encontraron una noche un grupo de indios desnudos,
que no huyeron. Estaban comiendo orugas que sacaban de las palmeras y de otros
árboles. Unos las comían crudas y otros asadas y tostadas. A Lope se las ofrecieron
los negros —que las comían con placer— y Lope dijo:
—¿Por quién me toman vuesas mercedes, morenos bellacos, macacos de la
Guinea, hermanos míos?
Porque Lope los llamaba con malos nombres, pero añadía la palabra hermanos,
con la cual compensaba los efectos de la ofensa.
Reían los negros y seguían masticando aquellos gusanos asados, cuya carne crujía
entre sus dientes. Uno de los negros decía:
—No piense vuesa melcé como un viejo cabra que viene en la chata rabera y que
me ha dicho que no las come polque en la tripa se le güerven mariposas y se le
quedan dentro y luego se le meten en el colazón, y cuando por la noche está echado
pala dormir pasa el tiempo y no duerme el viejo cabla y dice que siente la maliposa
revolotiando en un lado del colazón y luego en el otro.
Bemba comentaba:
—Yo sé de quién habláis, Vos.
—¿No es veldá, Bemba?
—Sí que sí, Vos.
Aquel negro no tenía nombre. Lo llamaban Vos. Eso dijo él, por lo menos, cuando
Lope le preguntó cuál era su nombre.
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IV
Ursúa se estaba horas enteras en su camareta de la cubierta viendo las aguas del
Amazonas y pensando en su propio destino, que nunca le había causado inquietud.
Por eso no era supersticioso, ya que la superstición es la forma más frecuente del
miedo al destino.
Inés le decía:
—¿Qué miras?
Todo era motivo de broma para ella, todo menos su amor. Cuando quería llamar a
sus criados nunca se acordaba del pequeño orden establecido por Ursúa: un golpe de
gongo —había uno colgado cerca de la puerta— era para el paje, dos para la doncella,
tres para el indio, cuatro para el comandante de la guardia. Inés no se acordaba.
De nada se acordaba nunca Inés ni falta que hacía, según le decía a Ursúa, cálida
y rendida.
Había acordado que Inés no llamaría nunca estando Ursúa fuera porque la
presencia del centinela o del comandante de la guardia cuando esperaba a la doncella
habría sido incómoda, sobre todo estando como estaba, casi siempre medio desnuda.
Inés se sentía a menudo fuera de sí. «Me gustaría —decía en éxtasis— ser
creyente religiosa y que hubiera infierno y condenarme por ti, amor mío».
En cuanto al gobernador Ursúa, no hablaba apenas porque el calor sostenido día y
noche imponía una vasta pereza, pero cualquier detalle, cualquier movimiento de
Inés, renovaba su deseo.
Por ejemplo, a veces Inés tenía su graciosa barbilla y su hociquito perlados por el
sudor, y estando sus manos ocupadas se secaba sus labios y su barbilla contra el
hombro derecho y tal vez luego contra el izquierdo, con un movimiento rápido como
el de una graciosa ave. Ursúa sonreía, y acercándose besaba aquel hociquito
prodigioso.
En el bergantín segundo, la instalación de la Torralba y de Elvira no era muy
cómoda. Una vez dentro de aquel recinto estrecho, con las dos hamacas colgadas y
bamboleantes, todo estaba bien, pero para entrar y salir había que hacer alardes de
acrobacia. La niña los hacía graciosamente y se preciaba de ello. La Torralba no
podía. Y cuando iba a salir tenía que doblarse como un número 4 y asomar fuera una
de sus rodillas desnudas (por ella sabían los otros que ella iba a salir y le hacían
lugar). No podía menos la Torralba de mostrar aquella rodilla desnuda porque nadie
llevaba medias en aquella tierra de los equinoccios. Y porque la única falda se
levantaba, quisiéralo o no, al alargar la rodilla doblada por aquel pasadizo único.
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Inés, que era delgada y ágil, pasaba entera por donde la Torralba podía sólo meter
su pierna doblada.
—Sois una lagartija, niña mía —le decía la dueña, que le había tomado verdadero
cariño.
La misma dueña solía decir: «No hay mal que por bien no venga. Con estos recios
sudores desta tierra tenemos los cuerpos limpios como patenas. Sin necesidad de
bañarnos». La vida entera era en aquellos lugares como un baño constante, no muy
placentero, como no suelen serlo las cosas que nos son impuestas y que no hacemos
por nuestro propio deseo.
Era a veces difícil respirar, tan difícil como en un baño turco.
Seguían río abajo y fueron a dar de pronto en un pueblo rodeado de enormes
selvas y abandonado recientemente por sus habitantes.
Se llamaba el pueblo Carari, según supieron después, y se instaló allí al ejército
entero con guardias y vigilancia. Como en otras ocasiones —la última vez en la isla
que quedó bautizada con el nombre de García en honor a García de Arce—, el mejor
aposento fue para el gobernador y para doña Inés y era un gran bohío con todas las
comodidades que se pueden encontrar entre indios salvajes. Pieles de animales por
todas partes y plumas de papagayo blanco o verde. También un mono amaestrado que
saltaba al hombro de doña Inés y parecía hablarle al oído.
Los pajes se divertían mucho con él.
—Ahora comienzo a comprender —decía Inés mirando alrededor, satisfecha—
que este viaje nuestro es un verdadero viaje de novios, a pesar de todo.
Añadía que en un lugar como aquél podría pasar toda la vida. No sola, claro.
—¿Con el mono? —preguntaba el gobernador, jovial.
Viéndolos tan felices, el padre Henao volvió a hablarle a Ursúa de casarse, pero el
gobernador respondió impaciente:
—Si me caso o no será cuando yo diga y no cuando diga vuesa reverencia; así
que no volváis a hablarme del asunto.
Y aunque estaba muy amartelado con su cholita, pensaba como el pastor del
romance:
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El cacique se marchó contento y poco después fueron llegando otros indios con
comida, esperando merecer los mismos regalos de Ursúa, quien se mostraba liberal e
iba poco a poco contrarrestando los efectos del terror desplegado por Arce en su isla,
que ellos se habían enterado porque el miedo se propaga con la velocidad de la luz.
Por codicia, los soldados comenzaban a investigar a ver qué más podían ofrecer
los indios, y el gobernador dio un bando diciendo que si algún soldado cambiaba o
rescataba algo a espaldas suyas sería castigado, ya que había que tratar con el mayor
tino a los pobladores de aquellas tierras si querían merecer su amistad y conseguir su
alianza. A pesar de todo, algunos soldados cambiaban objetos a escondidas, a veces
por las buenas y a veces obligando a los indios con amenazas y mojicones y coces.
Dejaron aquella población cuando vieron que no ofrecía ventajas mayores y
siguieron río abajo. Al anochecer se detenían, como siempre, en tierra para dormir. Y
aunque los indios huían, poco a poco regresaban y era evidente que habían tenido
noticias de la conducta de Ursúa en el pueblo anterior, y eso los hacía más confiados
y amistosos.
Aquella noche, algunos soldados se aventuraron hasta la entrada de la selva.
Hacía luna clara. Eran los árboles tan espesos que parecía imposible penetrar, y Lope,
que era curioso de novedades más por las preguntas que le hacía su hija que por sí
mismo, se propuso volver al día siguiente con la luz del sol.
Y así lo hizo.
La vegetación era todavía más espesa de lo que prometía la noche anterior.
Había muchas clases de palmeras, y a simple vista, y sin ser experto, se podían
distinguir hasta cinco o seis, unas de altísimo tallo recto, con una tufa de palmas
como las de la pascua florida. Otras iguales de tallo, pero con palmas de abanico en
lo alto; otras, aun en las cuales las palmas se desplegaban desde el suelo alrededor del
tronco y más variedades todavía, combinando diferentes formas y hasta colores
porque había una palmera color marfil, casi blanca, en lugares donde no entraba
nunca el sol.
La abundancia de palmeras por todas partes —árbol que en Europa sólo tenía
carácter suntuario— daba a la selva un aspecto de gran parque señorial. Acercándose
un poco se veía que los señores de aquel parque, cuyos confines no se podían
imaginar, eran los monos, los jaguares, los pumas, los tapires, las onzas y mil
especies y subespecies y familias.
Los indios se acercaban a la selva con alguna confianza, aunque no siempre ni en
todas partes. Sabían que la selva podía tragárselos, igual que el río y el mar.
Ursúa envió a Pedro de Galeas con una tropilla a descubrir terreno, señalándole
un plazo de seis días, al cabo de los cuales debía estar de regreso y partió el capitán
con su gente y fueron caminando tierra adentro por las márgenes de un estero que se
comunicaba con el río. Cerca y a poca distancia dieron vista a unos indios que
regresaban a la aldea con cargas de comida pensando que los españoles se habían
marchado ya, pero al ver a Galeas y a sus soldados abandonaron la carga y salieron
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corriendo. Los soldados no pudieron alcanzar a ninguno porque iban ligeros y
conocían mejor la tierra. Pero poco después hallaron una india que parecía confiada y
que por señas dijo que no era de aquella provincia, sino de otra hacia el Oeste que
estaba a cinco soles —cinco días— de distancia. Era muy amistosa, y aunque a
Galeas le pareció poca presa para llevarla a Ursúa, regresó con ella al real. Allí
encontró sorpresas. Todo el mundo estaba alertado y mohíno y algunos armados con
todas las armas, a pesar de las recias calores.
La causa era Alonso de Montoya, que se mostraba levantisco. Cuanto más se
alejaba de sus tierras en los Motilones, menos esperanza tenía Montoya de volver y
más alacranada —así decía Lope— se sentía su conciencia contra Ursúa. Los hierros
que éste le había puesto en los astilleros antes de partir le habían sido quitados hacía
tiempo y Ursúa quiso ganar su amistad invitándole más de una vez a comer con él y
con Vargas. Decía Montoya a todo que sí, pero guardaba su recelo y su mala fe y
esperaba una oportunidad.
Había tratado Montoya de convencer a algunos grupos de soldados para que
desertaran con él y volvieran al Perú y Ursúa se enteró, pero quiso ser clemente y
hacerse el desentendido recordando que le había castigado duramente en los astilleros
antes de partir. Por otra parte, la conspiración de Montoya no llegó a manifestarse y el
disimulo por los dos bandos fue bastante para pasarlo por alto. La tercera vez no pudo
menos que darse Ursúa por enterado, porque fueron varios soldados a buscarle y
repitieron delante de él las mismas palabras que Montoya había dicho. Les proponía
apoderarse de algunas embarcaciones como balsas y chatas y volverse al Perú
remando río arriba. Aunque con visibles deseos de benevolencia, Ursúa tuvo que
castigarlo y lo puso a remar por algunos días como un galeote.
—Me han dicho —le dijo Ursúa— que queréis dejar el bergantín y volver río
arriba.
—Es verdad —confesó él, retador.
—Pero aunque dejéis el bergantín es posible que el bergantín no os dejara a vos,
Montoya.
Él callaba y remaba. Era hombre que tenía muchos amigos entre la gente civil de
la tierra de los Motilones y aun de Lima. Se sentía por eso tan fuerte como Ursúa.
Desde el primer incidente grave en la orilla del Huallaga había dado a entender a
Ursúa que no lo perdonaba y que nunca volvería a ser un amigo. Pero Ursúa tenía en
sí mismo una confianza sobrehumana, aquella misma confianza que le reprochaban
Lope de Aguirre y otros, repitiendo a sus espaldas:
—¿De dónde le viene eso de creerse superior a nosotros? ¿Quién se figura que
es?
Se le acercaba Lope de Aguirre a veces a Montoya y le hablaba bajo mano. Aquel
hombre que remaba entre dos negros en la chata grande había hecho en Indias
algunos hechos brillantes de armas a poca costa —una herida en el pecho y otra en un
brazo—, un asentamiento con indios, alguna fortuna y un solar con señorío y
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esclavos. Lope, viéndolo en desgracia y en pugna con el gobernador, no comprendía,
por un lado, la paciencia de Ursúa ni, por otro, tampoco la constante inquina de
Montoya, quien no se doblaba a las amenazas, como no se acomodaba tampoco a las
caricias y a las amistades.
Sentía Lope que en aquel hombre había como un advertimiento providencial y
que debía oírlo y aprovecharlo. Hacer causa común con él era prematuro antes de
tener un grupo de incondicionales en el campo. Sería como declararse candidato al
mismo castigo sin la menor posibilidad de salir adelante en ninguna clase de intriga
contra Ursúa. Y aunque simpatizaba con Montoya miraba a un lado y a otro sin saber
qué decidir. «Si a mí me condenara al cepo o a remar, lo mataría a Ursúa». Lo
mataría, entre otras razones, porque no podía tolerar Lope la idea de que su hija
Elvira lo viera en aquella humillación.
Todos iban apercibidos viendo que Ursúa mostraba mal talante y andaba en
interrogatorios y apercibimientos y amenazas. Lope lo miraba desde lejos, y
recordando a Montoya en el remo decía para sí: «Qué mal haces, Pedro de Ursúa, en
ofender y dejar con vida al hombre a quien ofendes».
Mucha arrogancia era, y Lope la atribuía al desdén de los demás que tenía Ursúa
en lo más genuino de su carácter y que trataba en vano de disimular. Luego Lope veía
el bergantín varado en la playa y pensaba:
—Se cuartea en la arena como un animal herido. Como Montoya.
Al oscurecer, cuando la gente parecía más retraída, salían los negros que solían
formar rancho aparte y comenzaban, como los animales nocturnos, a alegrarse. Inés
los veía desde su bohío con cierta sensación de riesgo y decía a Ursúa:
—Son negros y se adelantan a la noche. Negros que van delante de ella.
—¿Cómo es eso? —preguntaba Ursúa distraído.
—¿No lo ves? Ahora se van a poner a celebrar su fiesta porque se acerca la
noche. Para ellos la noche es como su madre negra.
—¡Bah!, son esclavos. Déjalos con sus niñerías.
Casi siempre era Bemba el que tenía la iniciativa del primer sarao. Y una de las
cosas que se proponían en aquellas fiestas era demostrar a los blancos que les tenían
sin cuidado sus problemas. Bemba parecía animarse cada día al oscurecer, al mismo
tiempo que despertaba la selva, y ahora alzaba una mano en el aire doblando el brazo
y salía al centro del corro con pasos de baile, la cabeza temblorosa:
—Dime que vaya al convité.
—¿Para qué?
—Al convité de su mercé.
—Yo te diré.
—Al convité del capitán.
—Él te dirá.
—Al convité de carne y vino donde se embriaga la mamá. Al convité.
—Yo te diré.
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—Dime que vaya al convité donde se embriaga el coronel.
—Yo te diré.
—El general se va al cuartel y allí no más te va a arrestá.
—Él me dirá.
Los miraba desde lejos Lope de Aguirre y decía entre dientes:
—¡Cómo se divierten los bellacos!
Comprendía Lope que eran gente distinta, con otras preocupaciones o tal vez sin
preocupación alguna. Y no los quería, pero los cultivaba sin saber exactamente por
qué. Es decir, sabía que a veces uno de ellos cortaba cuatro cabezas humanas y
aquello tenía alguna clase de mérito.
La india atrapada por Galeas, que era mujer afable, habló mucho delante del
gobernador —con intérpretes—, y por lo que dijo comprendió Ursúa que no estaba
aún en la tierra de los Omaguas y que no valía la pena detenerse a explorar. Tenía
miedo Ursúa a algunas cosas: a los mosquitos de tierra, que eran más y peores que los
del río; a la naturaleza vegetal y animal —lujuriosa y agresiva—, y, sobre todo, a que
los fustes y armazones de las quillas de las embarcaciones acabaran de descoyuntarse
o de pudrirse. Por allí debía haber termitas hambrientas.
También temía que la impaciencia y la mala voluntad de la gente —que parecía
recrudecerse en tierra— llegara a alguna clase de extremos. Si esto sucedía antes de
llegar al Dorado, su autoridad se debilitaría peligrosamente. Y Ursúa comenzaba a
dormir mal lo mismo a bordo que en tierra. Lo atribuía al calor. En cambio, los
soldados, que dormían muy mal en las embarcaciones por falta de espacio,
descansaban mucho mejor en tierra y estaban deseando que llegara la noche para
desembarcar.
Mandó Ursúa volver a bordo y con las primeras luces del día salieron otra vez río
abajo.
Era aquélla la parte central del Amazonas con sus promesas y sus peligros, entre
los cuales había que contar las flechas envenenadas y las cerbatanas y también una
clase de peces pequeños que hacían difícil la pesca. Cuando los anzuelos iban
cebados con otro pez, éste era devorado inmediatamente por aquellos seres
minúsculos que, sin embargo, no mordían el anzuelo, y si lo mordían, no valían la
pena por su pequeñez.
Era peligroso nadar en el río si se tenía alguna herida aunque fuera pequeña, y los
peces olfateaban la sangre porque aquel olor los hacía voraces y agresivos.
Hicieron la prueba con el mono que había llevado a bordo el negro Alonso. Lo
arrojaron atado por los riñones, y el animalito estuvo nadando sin que le sucediera
nada. Luego le hicieron una pequeña herida en el rabo y volvieron a arrojarlo. Tres
minutos más tarde sacaron su esqueleto limpio, como si no hubiera tenido nunca
carne encima.
Días después, a un indio le pasó lo mismo.
El Amazonas seguía mostrando sus misterios y sus peligros.
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Desde la isla de García de Arce habían navegado ciento setenta y dos leguas.
Una noche, al salir a tierra para dormir, vieron que los indios no huían. Era aquel
pueblo de las provincias llamadas de Caricuri. Otros decían de Manocuri y tardaron
en comprender que los dos nombres iban juntos y eran los de una misma región.
Llevaban los indios algunas pequeñas joyas de oro bajo que, naturalmente,
despertaron la codicia, y Ursúa condenó a bogar en los remos a diez soldados, a
quienes sorprendió haciendo cambalaches por su cuenta.
Montoya había sido perdonado o tal vez acabó de cumplir su castigo; el caso es
que no remaba ya.
Tenían aquellos indios las caras más raras que habían visto hasta entonces y se
deformaban voluntariamente hasta extremos grotescos y a veces espantosos. Se
consideraban los dueños del Amazonas, y así se lo dijeron a Ursúa con intérpretes. El
gobernador se enteró de otras particularidades notables. Los primeros pobladores del
Amazonas de los que había memoria eran los araucos, hasta que llegaron los
tupiguaraníes. Estos últimos eran menos oscuros de piel, pero con caras apaisadas, de
gatos, a veces más anchas que largas, y ojos oblicuos, que les daban una apariencia
poco humana.
Como digo, se deformaban voluntariamente y había hombres cuya cara era toda
nariz y otros con los labios saledizos y hocicudos como los de los cerdos. Las
mujeres que iban en la expedición de Ursúa, aunque fueran indias, miraban con
horror aquellas caras. Dedujo Ursúa que los indios se deformaban para atemorizar a
las tribus vecinas.
Todos aquellos indios usaban la cerbatana. Y Bemba se acercaba a alguno de ellos
que tenía el extremo de la cerbatana en los labios y le decía:
—A mí no me sopla vuesa mersé, indio puerco.
El indio, sin comprender, apartaba la cerbatana de sus labios corriendo. Sus
sonrisas a menudo en aquellos labios deformados eran horribles.
Se quedaron allí algunos días.
A solas por la noche, Lope, como siempre, pensaba en sí mismo, pero no
monologaba, sino que, acercándose al bohío de Montoya, trababa conversación con
él. Estaba siempre Montoya de un humor venenoso e irascible y no solía escuchar a
nadie.
—¿Por qué no me mata ese gabacho cornudo? —preguntaba a Lope.
Lope le dijo:
—Es verdad, en su caso yo os habría matado. Pero Ursúa no mata a nadie porque
es Dios benigno que vela por nuestro bien desde las alturas. Y, además, no gobierna.
Sólo gobierna en la cama —decía Lope—, y es que la tal Inés le ha debido dar
hechizos.
Algunos se recataban de Aguirre porque lo creían imprudente y no querían ir
demasiado lejos.
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—Yo también soy de los alacranados —dijo un día a Montoya— y quiero estar en
vuestra confianza.
Los resentidos comenzaban a reunirse cada noche con Montoya y éste llevó
consigo a Lope. En aquella primera reunión Aguirre, a fuerza de juramentos y
blasfemias, se hizo escuchar mejor que Montoya. Y era mucho más radical.
Había bastante confusión en cuanto a los bienes de la armada y el gobernador
ordenó que se hiciera inventario de las cosas que pertenecían al ejército y estaban, por
lo tanto, bajo su jurisdicción.
Se levantó algún alboroto como consecuencia de aquellas órdenes. Lope agitaba y
voceaba y amenazaba y muchos le daban la razón, contagiados de su dinamismo
agresivo. Montoya parecía llevar, sin embargo, la iniciativa del descontento, hasta
entonces.
Una gran parte de los soldados se disponían a volver al Perú desertando de la
expedición. Faltaba sólo señalar el día y la hora.
A fines de noviembre levantaron otra vez el campo y fueron navegando dos
jornadas hasta el pueblo de Mococomo, donde se trató más en secreto y con mayor
determinación el negocio de la fuga. Lope se mostraba taciturno y silencioso, pero
preguntado y obligado a hablar, alzó la mano y dijo nada menos lo siguiente: «Dejar
el campo, huir y volver al Perú es una determinación mezquina y de hombres civiles
y ruines. Al fin será una fuga y escape como otros. Lo que yo propongo es dar muerte
al gobernador y apoderarse de la armada». Se hizo un gran silencio. A todos les
pareció aquello cosa muy grave, aunque no disparatada. Algunos miraban a Lope
desde entonces con respeto, pensando que se jugaba la cabeza al hacer en público
declaraciones tan radicales. La idea de matar a Ursúa no pareció mal a algunos como
Zalduendo y La Bandera, que se morían por doña Inés. Otros cogieron miedo y no
volvieron a aquellas reuniones secretas. Lope los miraba de reojo y murmuraba entre
dientes, tocando con su mano la daga como si fuera un talismán.
Al día siguiente antes de embarcar hubo dudas. La tarea del inventario no estaba
acabada y acordó el gobernador quedarse un día más.
Soldados orientados por indios de aquel lugar fueron de caza y se enteraron de
cosas curiosas. La mejor pieza que se podía cobrar en el Amazonas era la huangana,
que no faltaba por allí y llamaban así a una especie de jabalí. Era un animal
inteligente que para cazar formaba con otros muchos un vasto círculo y luego iban
todos reduciéndolo y estrechándolo y comiéndose todo lo que hallaban dentro,
vegetal o animal. El mayor enemigo de los huanganas era el tigre. Éste solía estar al
acecho y caía sobre el último cuando caminaban en manada, es decir, en hilera dentro
de la selva. El último suele ser el más débil y además podía atacarlo el tigre sin ser
visto por los otros.
Pero la víctima chillaba y entonces acudían los huanganas en su auxilio.
El tigre tenía el cuidado y precaución de herir al huangana en algún lugar crítico
—el cuello, la yugular o el corazón o los cuartos traseros—, de modo que no pudiera
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caminar, y después se subía a un árbol a esperar que los otros se marcharan. Cuando
por fin seguían su camino, dejando al herido abandonado a su triste suerte —lo que
tarde o temprano sucedía—, el tigre bajaba y se lo comía. Pero a veces sucedía que el
árbol adonde el tigre trepaba estaba carcomido por los líquenes o la vejez o las
hormigas y entonces se doblaba y caía con su peso. En ese caso el agresor estaba
perdido, porque los valientes huanganas le atacaban en masa y de un modo u otro
acababan con él. Y además se lo comían. Eran muy voraces los huanganas y
ocasionalmente carnívoros como los cerdos.
Todo era voraz en el Amazonas; los peces, los animales de tierra, el sol y, sobre
todo, los minúsculos mosquitos.
Había oído Lope de Aguirre la historia de los huanganas y los tigres y decía que
el tigre, antes de atacar, debía estar seguro de que el árbol al que iba a acogerse no
estaba podrido por dentro. Y el hombre debía pensar en aquel ejemplo. La selva
ofrecía ejemplos para todos los casos de la vida.
Cavilaba Lope por la noche en aquello y al final llegaba a la conclusión de que no
había entre los enemigos de Ursúa nadie tan resentido como él mismo. Montoya sabía
en qué se le había ofendido y sabía también que un día se vengaría. El resentimiento
era contra Ursúa nada más. Pero el de Lope lo era contra los hombres todos, contra el
cielo y la tierra, contra el rey y contra Dios. Los otros se daban cuenta de que algo
fatídico y sombrío dominaba en la voluntad de Lope, pero no sabían qué. Ya no
llamaban a Aguirre el loco, porque veían que no era la razón lo que le faltaba, sino
todo lo demás. Le faltaba todo en el mundo menos la razón. Y él quería apoderarse,
con su razón, de todo lo que le faltaba.
Montoya lo buscaba por la noche y a Lope le gustaba esperar en la puerta de su
bohío que llegaran los otros en las sombras. Una vez todos juntos hablaban mucho
sin llegar nunca a decidir nada concreto. Y palpaba Lope su daga, nervioso.
Sucedió que, cuando se disponían a reembarcar y seguir su viaje, el bergantín
averiado acabó de irse a pique, lo que obligó a detenerse más en aquel lugar hasta
fabricar balsas y canoas que lo sustituyeran.
En tres o cuatro días estuvieron las balsas y las canoas acabadas. Ursúa se
condujo una vez más sin prudencia al salir de aquel pueblo, porque lo hizo sin
informarse antes de lo que iba a suceder en las jornadas siguientes. Y partieron sin
repuesto de víveres, pensando hallarlos en cualquier poblado ribereño, como antes.
Pasaron dos días sin hallar comida y el tercero el hambre comenzó a afligirlos a
todos. Como bajaban a dormir a la playa, era de ver a aquellos hombres a veces
granados y de barbas en pecho buscando bledos y otras miserias de raíces que comer
y hurgar en la arena por huevos de tortuga sin hallarlos. Hasta ese alivio les negaba la
naturaleza. La mulata doña María, que sentía un desprecio completo por toda clase de
peligros, se alegraba, porque decía que le sobraba grasa en donde ella sabía.
—Yo también lo sé —comentaba Zalduendo con un guiño bellaco.
No se veía un ser humano por ninguna parte. Digo, indios.
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La pesca, que solía ser fácil, parecía haberse retirado del río, y si durante el día
soñaban con hallar algo en tierra, por la noche, cuando se acostaban hambrientos en
la playa, esperaban por el contrarío hallar algo el día siguiente en el río. Y así, con las
esperanzas diferidas, iba pasando el tiempo entre cuidados y necesidades.
Para descansar en la noche había que orillar las naves y exponerse a ser devorado
por los animales más grandes: los caimanes, o por los más pequeños: los mosquitos.
Viajaban en el bergantín y en las chatas como en coches de posta atestados,
incómodos, respirando cada uno el aliento del vecino. Y pensando demasiado. Como
el cuerpo no podía moverse, era la mente la que se movía, y Ursúa se daba cuenta.
Por la noche bajaban como digo y la naturaleza libre les daba una sensación de
desahogo. Pero los mosquitos, los grandes murciélagos —que eran distintos en el
Amazonas y al principio les habían parecido arañas volantes— y en tierra los
cocodrilos representaban una amenaza de cada momento. Era la época de la
incubación y las madres vigilaban los nidos de sus huevos, y más cuando aparecían
los nuevos seres, hacia los cuales sentían la misma ternura que las demás alimañas
tienen por sus hijos. Menos Zalduendo, que los dejaba que «se ganaran el cielo».
Y había quien dormía con el arcabuz enlazado en las piernas y vigilado de cerca
por un caimán receloso, los dos hambrientos y tratando de ver quién iba a comerse a
quién.
En tierra nadie reflexionaba. La mente se estaba quieta, porque el peligro mataba
la imaginación.
La relativa comodidad de las playas tenía sus riesgos, y no había nunca descansos
sin nuevas fatigas y amenazas.
Dormir en la playa tampoco era fácil por el estruendo de las selvas más o menos
cercanas, que despertaban cada día al oscurecer y que daban la impresión de grandes
ciudades en su natural agitación y tráfago. No tranquilizaba a los soldados la idea de
que todos los seres que allí vivían eran animales, incapaces de hacer el mal
reflexivamente, porque no era el daño lo que temían, sino el no saber lo que sucedía.
Los peores sinsabores y angustias del hombre vienen de lo mismo: del no entender o
del entender a medias.
El cielo era, como sucede en la línea del ecuador, de una negrura y oscuridad
completa y las estrellas brillaban como en ninguna otra parte del espacio. La cruz del
sur les decía que estaban en el hemisferio austral.
Hallaban en las playas muy pocos huevos de tortuga y sólo algunas repugnantes
iguanas. Hasta aquellos pájaros pescadores de tierra que otras veces habían comido y
que cuando son pollos se pueden coger con las manos habían desaparecido del todo.
Durante el día había que estar siempre remando para evitar que la corriente los
llevara a la costa o bien para mantener las distancias y que unas naves no
zalabordaran con las otras.
Más fácil parecía la navegación en el bergantín, pero había que andar también
alerta y eran pocos los negros o los indios que de día tenían los brazos quietos. El que
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no remaba andaba tomando fondo con la sonda o manteniendo la dirección con el
timón, que era un gran madero en la popa.
Pensaba Lope: «Ahora habrá que comerse el perrerío».
Se producían tremendos chubascos inesperados y a menudo con sol, lo que daba
lugar con frecuencia a algún arco iris.
Decía Lope mirándolo:
—Todo el mundo se queda con la boca abierta, pero a mí nunca me ha hecho
impresión eso. Un arco de colores. ¿Y qué?
Pedrarias dijo una de sus opiniones que los soldados no solían tener en cuenta. Es
decir, que sólo escuchaban con respeto tres personas: doña Inés, Elvira y Lope.
—A mí tampoco me gusta el arco iris —dijo—, que es vulgar como lo son todas
las cosas incomparables, es decir, las que no se pueden medir con las necesidades del
hombre.
No hablaba Pedrarias de aquella manera con nadie sino de tarde en tarde con
Lope.
Puso Ursúa vigilancia armada para evitar que mataran algún caballo y se lo
comieran. Los otros animales menores, como las cabras y los cerdos embarcados en
los Motilones, habían sido consumidos hacía días. Estaban comiéndose los perros, y
Lope le mentía constantemente a su hija, diciéndole que aquella carne era cordero o
lomo de cerdo. A veces ella recelaba y se negaba a comer, pretextando que no tenía
hambre. Su padre alzaba la voz:
—A vuestra edad es obligado tener hambre y vuesa merced va a comer porque lo
mando yo.
Alonso Esteban, el que fue con Orellana en una expedición anterior, repetía que
en aquella jornada no tuvieron hambre. Dos días después le dijo Pedrarias:
—Ya nos hemos comido el perrerío. ¿No ve vuesa merced que no se oye nunca
ladrar?
A pesar de todo, Ursúa y su amada comían, nadie sabía cómo ni qué. Pero al
parecer tenían provisiones en reserva.
Cuando veían a Inés y hablaban con ella de las hambres que pasaban, la linda
cholita parpadeaba con sus largas pestañas —las pestañas de los besos de colibrí— y
hacía como si con aquellos parpadeos quisiera evitar el llanto. Pero no tenía ganas de
llorar.
En el bergantín la Torralba bostezaba y decía:
—¿Por qué vinimos a esta tierra? Un país sin invierno es un país engañoso, donde
sólo puede vivir la gente enemiga de Dios.
Los soldados comenzaban a sentirse atemorizados por el destino y a pensar que
sus hambres, como cualquiera otra posible desgracia, no dependían de Ursúa ni de la
pobreza del país, sino de una fatalidad que los llevaba a la ruina y a la aniquilación.
La mulata doña María se burlaba de la escasez y Ursúa le advirtió que no
alardeara, porque la gente no creía en sus alardes y pensaba que tenía víveres
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escondidos. Lo que por otra parte era verdad.
Murieron algunos indios, seguramente de hambre, y sus cuerpos fueron arrojados
al río, donde sirvieron —todavía y a pesar de todo— de pasto a los peces y a los
caimanes.
De un modo u otro, con palabras, con el gesto, con la mirada, todo el mundo
protestaba. Menos un capitán, frío e impasible, que apenas hablaba y que se llamaba
Martín Pérez. Éste había evitado la familiaridad con los otros hasta extremos
increíbles. Hablar de su propia hambre habría sido una invitación a la confianza y él
no era hombre para eso.
Un día se quedaron en la playa en lugar de volver a las embarcaciones, esperando
poder cazar algo en la selva, pero no hallaron sino monos, que parecían darse cuenta
del peligro y huían y trepaban a lugares inaccesibles sin dejar de parlotear y alborotar.
—Se diría que están hablando —decía La Bandera.
—Y lo están —asentía Lope—, pero no dicen una palabra de verdad.
Era cierto que los monos nunca parecían animales honestos.
Había ido también a la selva el único soldado de veras viejo que iba en la
expedición, un tal Núñez de Guevara, nada menos que comendador de Rodas. Era
hombre robusto y fuerte, pero con barba blanca y calvo.
—Ustedes los viejos —le dijo Zalduendo, como siempre inoportuno— no deben
tener mucho interés en la vida.
—Es lo que algunos creen y se equivocan de medio a medio —respondió él,
gravemente.
Pedrarias logró cazar una iguana —animal de veras repugnante— y se lo dio a
Lope, advirtiéndole: «Bien aliñada sabe como la carne blanca de pollo y Elvirica no
podrá distinguir».
Lope quiso esconderla en un saco, pero el animal con las espinas de su dorso y
con las uñas lo desgarró. Entonces Lope mató a la iguana con la ayuda de Pedrarias y
entre los dos la prepararon antes de volver a la playa.
Algunos indios bajaron también a tierra, pero la mayoría se quedaron en las
chatas y en las balsas, tan extenuados por el hambre que no tenían fuerza siquiera
para evitar el sol y ponerse a la sombra.
El padre Henao iba a la caza con los soldados y Portillo se quedaba con algunos
indios dándoles la extremaunción y diciendo en voz alta que no había justicia en la
tierra.
Andaba el padre Portillo tan hambriento y amarillo como los indios.
Doña Inés y su azafata no salían del bergantín, donde más o menos había todavía
algo que comer. En cuanto a Ursúa, se negaba a participar de sus colaciones, primero
para que no les faltaran a ellas y después porque las hambres de los soldados habían
llegado a un extremo en que no podía menos de compartirlas el jefe por decoro.
Uno de los que llevaban mejor su hambre era Lope de Aguirre, porque de
ordinario comía muy poco y el estómago se acostumbra a la escasez lo mismo que a
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la abundancia.
Dos personas había a quienes nada faltó en la expedición: Inés, por el amor de
Ursúa, y Elvirica, por el amor de su padre.
Los chicos, los pajes, encontraban algo en la selva como los perros sin amo en las
ciudades. Pero uno de ellos fue mordido por una serpiente cascabel y murió poco
después.
Hubo algunos que pensaban que en un caso extremo estaba permitido el comer
carne humana —el chico muerto estaba bastante rollizo— e incluso Esteban llegó a
preguntar si el veneno de la serpiente se habría extendido a todo el cuerpo y si la
carne del muerto sería venenosa. Lope, que lo oyó, le dijo:
—Quita de ahí, don miseria, hideputa.
Esteban no dijo nada. Era uno de esos hombres a quienes la desgracia hace
cobardes, así como hay otros —Lope, por ejemplo— a quienes exaspera y da brío y
capacidades de agresión.
Los negros habían descubierto unas raíces que masticándolas bien se podían
comer. No sabían bien, pero eran frescas y jugosas. Atraparon a media tarde un
mono, lo despellejaron y se lo comieron crudo. Decían que la carne cruda alimentaba
más que la cocida.
Al día siguiente volvieron todos a las embarcaciones y siguieron el viaje.
Los indios no decían nunca nada. No se sabía si eran felices o desgraciados,
hambrientos o hartos. A su resignación, los indios cristianizados añadían una especie
de desesperanza de esclavos. Como había dicho Lope una vez a Zalduendo, «esos
indios en cuanto se bautizan y tienen nombre español parece que han perdido lo poco
que les quedaba de seres humanos». Ciertamente, de llamarse Ixikamal a llamarse
Baldomero o Felipe había alguna diferencia en peor, como decía la Torralba.
—Pero en cambio ganan el cielo cuando se mueren —añadía Elvira.
Al oír aquellas palabras de su hija, Lope de Aguirre la miraba con ternura y no
decía nada.
Durante nueve días se mantuvieron los expedicionarios del aire o poco menos.
Cada día murieron algunos indios más, que fueron arrojados también al río. Esteban
se entretenía viendo a algún caimán atareado con aquellos cuerpos.
Las verdolagas y otras hierbas que hallaban cerca de la playa en la noche no
hacían sino estimular más el hambre. No hay que decir que si quedaba algún animal
vivo desapareció. Ya no se oían ladridos ni balidos de día ni de noche. Sólo quedaban
los caballos.
Por fin llegaron un día a media tarde a un lugar donde la playa desaparecía y se
formaba como una barranca bermeja. Se veía allí una aldea bastante grande.
Sin duda los indios los habían visto desde lejos, porque tuvieron tiempo para
prevenirse y con la mayor diligencia pusieron en docenas de canoas a sus mujeres y
niños con las cosas de mayor valor que tenían en sus bohíos y los hombres hábiles
para la guerra formaron un gran escuadrón y se prepararon a la defensa.
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—Hola, hola —decía Lope tanteando su espada.
Viendo Ursúa que aquella gente cabal de cuerpo y de ánimo y bien armada a su
manera iba a romper las hostilidades, dispuso la tropa en orden de batalla. Avanzaba
delante con algunos arcabuceros que llevaban las mechas encendidas, pero mostrando
una bandera blanca en señal de paz. Parece que los indios lo entendieron.
Había ordenado Ursúa que nadie disparara hasta que él diera la orden. Los indios,
sin deshacer su formación, seguían esperando. De sus filas salió un cacique con
tantos hombres como acompañaban a Ursúa y avanzó con talante amistoso.
Al encontrarse tomó el indio el trapo blanco, hizo señales de paz y de amistad e
invitó a los españoles a entrar con él en el poblado. Entretanto los indios se retiraban,
pero sin perder la formación y quedando como a la expectativa.
Desembarcaron todos, incluidos los indios que podían caminar y los negros, y se
quedaron a su vez esperando órdenes de Ursúa, quien con el cacique estaba
organizando el alojamiento de la gente.
Consiguió Ursúa que señalaran a los expedicionarios un barrio con los víveres
que en él había, que no eran pocos, ya que cada casa tenía al lado una pequeña laguna
llena de tortugas de todos los tamaños, con empalizada alrededor para que no
huyeran. Dentro de las casas, además, había bastante provisión de maíz y también de
puerco salvaje y de aves.
Cuando el cacique y el gobernador estuvieron de acuerdo, Ursúa señaló las casas
donde debían acomodarse y los indios de guerra se retiraron a sus barrios, también. El
gobernador dio órdenes estrictas de que ninguno de los que venían con él pasara a los
distritos donde vivían los indios y mucho menos pidiera ni tomara nada de ellos.
La gente sacó el estómago de mal año, como se suele decir. Además de las
tortugas vivas de las lagunas había otras muchas recién muertas para las comidas de
los indios, hasta seis o siete mil. Y sazonándolas como ellos solían, comieron los
hambrientos a su sabor.
Los soldados, los indios de la provincia de los Motilones y los negros comían a
dos carrillos y malgastaban más víveres de los que aprovechaban.
Cuando vieron los indios cómo se conducían sus visitantes pensaron que éstos no
guardarían las condiciones estipuladas y por la noche y sin ser vistos —eran muy
hábiles en sus movimientos nocturnos— comenzaron a sacar algunas de las vituallas
más importantes, lo mismo de las lagunas que de las casas, porque entraban y salían
sin hacerse sentir y hasta de debajo de la cabeza de algunos soldados sacaron cueros y
ropas sin despertarlos.
Al día siguiente los soldados advertían la merma y como en las noches siguientes
los españoles siguieron la pista de los indios llegaron a descubrir lo que sucedía.
Entonces se consideraron autorizados a recuperar los víveres y también, como se
puede suponer, a tomar lo propio y lo ajeno. Hubo incidentes peligrosos. En
definitiva se impusieron los que iban mejor armados.
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Trataba Ursúa de poner orden sin conseguirlo. Y creyendo necesario castigar a los
que se excedían de un modo más ostensible, arrestó a un mestizo y éste se lamentó:
—Mire vueseñoría que al alférez Guzmán está maltratando en mi persona.
—Tú no eres el alférez.
—Soy su criado, que es lo mismo para el caso.
El gobernador lo mandó a poner en el cepo. Acudió al saberlo don Hernando de
Guzmán y le pidió como favor personal que lo soltara, pero Ursúa dijo que tenía que
hacer un escarmiento.
—Hágalo vuesa merced con otro, porque esto parece un vejamen contra los que
tenemos mando.
—Aquí no hay más mando que el mío, señor alférez, y mientras sea así no queda
otro remedio que cumplir mis órdenes.
El alférez se calló. Como Guzmán había protestado, tuvo Ursúa buen cuidado de
hacer ostensible el castigo y de mantenerlo varios días para que la firmeza de su
decisión fuera conocida por sus contrarios. No hay duda de que Ursúa respetaba a
Guzmán, sabiendo que era hijo del veinticuatro de Sevilla don Alvar Pérez de
Esquivel y de doña Aldonza Portocarrero y que había vivido en la misma casa del
virrey Hurtado de Mendoza, pero no tenía una idea demasiado alta de los méritos del
joven. Sabía que descendía de godos y que la tradición de Guzmán el Bueno estaba
en su linaje. Pero tenía rasgos de carácter un poco infantiles. El mismo Hernando lo
sabía y evitaba entrar en demasiada familiaridad con nadie para no descubrirlos.
Entre esos rasgos de carácter el joven Guzmán, que se había distinguido en dos
acciones de guerra, una de ellas la defensa del fuerte de Peuco en Chile, mostraba
cierta fantasía crédula. De niño tuvo criados y ayos moros —cosa frecuente en las
casas nobles—; había oído historias de todas clases y a veces las contaba,
especialmente cuando había bebido un poco. No había contado ninguna en aquella
expedición. Pero en Lima había dicho que algunos herreros árabes de Mauritania del
Sur se convertían en hienas, es decir, en un animal de aquellos que llamaban boudas,
pero que eran las hienas reidoras, y sólo podían volver a ser herreros comiendo unas
hierbas especiales.
También contaba —y dos de los negros que iban en la expedición se lo habían
dicho y esto era verdad— que en África y no lejos de Mauritania había hombres-
leones que de vez en cuando, vestidos con las pieles de esas fieras y cubiertos con su
cabeza hueca —como un gorro—, entraban en los poblados y asesinaban docenas de
personas. Solían ir ocho o diez hombres-leones y otras tantas mujeres leonas, todos
disfrazados con las pieles correspondientes, que para mayor eficacia debían estar
frescas. Y mataban a dos manos —con dos dagas— a todo el que atrapaban. La
mascarada no podía ser más sangrienta. Nadie se defendía contra ellos y la gente
llegaba a creer que los hombres-leones lo eran de verdad. Se dejaban matar
resignados a una costumbre sangrienta que tenía fuerza de ley.
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Esa superstición causaba cada año más de cien muertes en aquellos territorios. Y
dos de los negros que habían nacido en África cerca de aquel lugar daban fe de las
palabras del alférez general.
Había oído el alférez Guzmán otras cosas que a medida que entraba en edad
consideraba demasiado cuestionables para ser dichas entre hombres maduros.
Así pues, aunque todos tenían amistad y respeto por don Hernando, ese respeto
no era necesariamente el de los aventureros en el campo de la violencia, sino, por
decirlo así, más bien un respeto civil de tiempos de paz, consecuencia de un
sentimiento de clase.
El mestizo, su criado, que seguía en el cepo, le dijo una noche cuando don
Hernando fue a verlo:
—¿Por qué no me da vueseñoría el bebedizo para que me convierta en hiena?
No sabía don Hernando si lo decía en serio o por burla. Aquel esclavo le había
oído contar una vez la leyenda africana en Trujillo.
Como en aquel pueblo grande de Machifaro —así se llamaba— había abundancia
de víveres, Ursúa se sentía inclinado a pasar allí la pascua de Navidad, que estaba
cerca. Además tenía indicios de que la gente de aquellos lugares estaba enterada más
o menos de la localización de las tierras del Dorado y pensaba continuar con ellos sus
averiguaciones.
Decidió enviar como otras veces a Pedro de Galeas con algunos hombres para
que, ocupando ocho o diez canoas, fueran entrando en un estero que comunicaba con
el río. Galeas y su gente entraron algunas millas en un brazo de agua negra, espesa y
maloliente. Probablemente era petróleo.
—Si esto no nos lleva al infierno —decía Galeas— milagro será.
Algunas horas después de navegar por aquel brazo del río, llegaron a una laguna
inmensa, hacia cuyo interior navegaron unas tres leguas sin ver los confines y
perdiendo de vista la orilla de donde salieron. Como no llevaban brújula ni
ballestillas temieron perderse y después de andar algunos días a la vista de tierra por
el lado naciente y sin ver poblaciones ni gentes decidieron volver, según las
instrucciones de Ursúa.
Mientras Galeas regresaba llegaron cerca de Machifaro en canoas unos doscientos
indios de las tierras altas a saquear el pueblo, cosa que solían hacer de vez en cuando.
Se habían acercado durante la noche cautamente, según la costumbre de los indios,
ignorando que en Machifaro estaban los españoles.
Descubiertos los enemigos por los vigías del cacique de Machifaro, avisaron a
Ursúa y le pidieron ayuda.
Esperaron que se hiciera de día, y al comprobar los atacantes que el pueblo estaba
lleno de guerreros españoles decidieron retirarse por el río, pero no sin hacer antes un
gran estruendo y aparato de tambores y trompetas para asustarlos.
Mandó Ursúa a su teniente Juan de Vargas que saliera con sesenta arcabuceros y
el cacique de Machifaro, a quien acompañaban algunos indios, y bogando en canoas
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grandes por otro brazo del río les cortaron la retirada a los que pensaban atacar. Éstos
eran cararíes y se dispusieron al combate, pero la mayor parte murieron bajo el fuego
de los arcabuces. Los supervivientes casi todos cayeron prisioneros. Los pocos que
pudieron huir lo hicieron selva adentro, sin comida ni defensas, para morir aquella
noche en los dientes de las fieras o a manos de los indios de la región, que los
buscaban rencorosamente. Y en la noche se oían sus alaridos.
Abandonaron las doscientas canoas, muchas de ellas con víveres y objetos de
algún valor.
Sucedió en el campo un hecho que sorprendió a todos. Aquel mismo día Ursúa
nombró provisor —es decir, obispo provisional— al padre Alonso de Henao. Y lo
pregonó así:
«Por el derecho de patronazgo que su majestad tiene en estas tierras y en todas las
iglesias y obispados dellas, haciendo yo uso de los reales poderes que me han sido
conferidos, puedo nombrar, a falta de prelado, un provisor, y lo nombro en la persona
de don Alonso de Henao».
Lo primero que hizo el padre Henao en su nueva capacidad fue excomulgar, a
petición de Ursúa, a todos los soldados que conservaran en su poder, sin
conocimiento del gobernador, herramientas, hachas, machetes, azuelas, barrenas,
clavos y también objetos rescatados de los indios, a menos que inmediatamente
acudieran a depositar todos aquellos objetos a los pies del sacerdote.
Se levantaron nuevas murmuraciones y algún que otro altercado, porque los que
sabían de leyes decían que el gobernador no podía nombrar al cura para aquel puesto
ni el padre Henao aceptarlo.
El alboroto llegó hasta doña Inés, que estaba siempre apartada de las tropas, y ella
misma se extrañó de aquel nombramiento, pero por otras razones. Preguntó a Ursúa si
creía verdaderamente en Dios.
—Hay días que no creo en Dios —dijo él—, pero Dios cree en mí y entonces es
igual.
Oyó aquello la mulata María, que servía a doña Inés, y se lo dijo a su amigo
Zalduendo, quien a su vez lo divulgó por el campo. «Dios cree en Ursúa», decía
irónicamente. Lope respondió:
—Se acerca el día en que no creerá en Ursúa ni Dios. Porque en estas tierras del
equinoccio se vive deprisa.
Había gente letrada que decía que tanto podía excomulgar el padre Henao como
su abuela. Además, siendo la diligencia tan claramente provechosa para Ursúa y aún
para su bolsillo (que si hubiera sido sólo para su autoridad no habría parecido mal) las
murmuraciones se agravaron.
Los más descontentos eran Montoya y Lope de Aguirre. Los otros les hacían
coro. Una noche, viendo Aguirre que el criado de Guzmán seguía en el cepo, fue a
ver al alférez general y le dijo:
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—Parece mentira que haya hombres de buen linaje como vueseñoría que permitan
que se maltrate a su criado.
—¿Qué puedo hacer? —preguntaba el joven alférez general.
—Si no lo hace vuesa merced lo haré yo, por Dios vivo.
La noche se les pasó en charlas y consideraciones sobre el destino de la
expedición, el enamoramiento de Ursúa y otras materias. Lope dijo que en tiempos
revueltos los hombres que tenían lo que hay que tener subían y llegaban a las
mayores alturas, dando lecciones a los soberbios engreídos. Y cada cual podía medrar
según su condición y el que era poco llegar a mucho y el que era mucho llegar a más.
Él no tenía grandes ambiciones, pero necesitaba reivindicar sus derechos
atropellados o desconocidos en Quito, en Panamá y en Lima. Otros que valían menos
tenían encomiendas y honores y piezas de oro que no habían pasado por el cuño del
visorrey ni dado el quinto para su majestad.
—Yo en la piel de vuesa merced, don Hernando de Guzmán —dijo sin pararse en
barras—, no miraría en menos que apoderarme del Perú. Otros pudieron hacerlo y
estuvieron a punto de conseguirlo llevando en las venas una sangre menos limpia que
la de vuesa merced. Y si el caso llega tenemos que volver a hablar de eso, pero a
solas y sin que nadie nos escuche, porque yo tengo un defecto y una virtud. El
defecto es que no me gusta dejar enemigos a mi espalda y la virtud es que mi corazón
me avisa de quiénes son mis enemigos y de su mala intención cuando la hay. Y no
piense que hablo como loco. En todo caso no olvide que lo que digo como loco sé
sostenerlo como cuerdo, que es más de lo que se usa por ahí. Y nada perderá vuesa
merced con oírme a mí, que soy de los pocos que saben estimar una amistad.
Añadió que debía guardarse de Ursúa, porque comenzaba a agriársele la voluntad
y tenía autoridad para descabezar a un cristiano y a una docena de cristianos y en
aquellos calores del ecuador a todos se les florecía la sangre con malos hongos
venenosos y si llegaba el caso había que ganarle por la mano.
El gentilhombre sevillano le escuchaba sin saber qué pensar. Tenía aquella noche
mucho sueño (por ser joven necesitaba dormir más que Lope) y cuando se separaron
iba pensando el alférez general que todo lo que le había hablado Lope era locura,
pero eran aquéllas una clase de locuras nada ingratas sobre las cuales le gustaba
reflexionar a solas. Tardó en dormirse a pesar de su sueño recordando que, como
Lope de Aguirre no dormía, solía fatigar a la gente con sus visitas y sus diálogos y
sus quimeras nocturnas.
Alguien avisó a Ursúa de las maquinaciones de los descontentos y al día siguiente
lo primero que hizo el gobernador fue perdonar al criado de Guzmán, quien fue
sacado del cepo, y llamar a su bohío a los revoltosos. Llegaron Lope de Aguirre, La
Bandera, Montoya, Zalduendo y algunos otros, todos sin armas, menos dos soldados
que estaban de guardia. Al entrar Ursúa los recibió con buen semblante y les invitó a
tomar asiento. Luego les ofreció vino del que hacían los indios de Machifaro, que era
bastante fuerte, y sacando unos papeles que tenía preparados les dijo:
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—Quiero mostrarles algo que les atañe. Vean aquí las prevenciones que me
habían hecho contra vuesas mercedes antes de salir de los Motilones. Quiero decir
que habría podido librarme de vuesas mercedes antes de embarcar y no quise hacerlo
porque confiaba más en el valor de cada uno como soldado que en los recelos de los
escribanos y bachilleres de Lima.
Como si esto no fuera bastante, se puso a leer. Uno de aquellos papeles decía:
«Mire que con diez hombres menos conseguirá vueseñoría entrar en el Dorado lo
mismo que con diez hombres más, y así le aconsejo que haga salir de su armada a los
siguientes soldados, que allí adonde van tienen que llevar consigo el desorden y el
daño». Luego leía Ursúa los nombres de todos ellos, es decir, menos el de Montoya,
que hasta llegar a los astilleros se había conducido como un caballero discreto y
como un hombre de honor.
Leídos uno por uno los nombres, Ursúa añadió:
—No crean vuesas mercedes que esto es todo. Aquí me ponen por lo menudo y
bien detallada la historia penal de cada uno de vuesas mercedes y me ofrecen darles
un cargo y desempeño en otra parte de manera que se justifique su apartamiento y
retirada sin que puedan sospechar que ha sido cosa mía. ¿Ven vuesas mercedes? Aquí
dice —y volvió a leer— «se puede hacer de manera que nadie tenga recelo de ser
malquisto por vueseñoría»… Etcétera, etcétera. Pero yo no quise hacer el menor caso
y ni siquiera respondí.
Seguro Ursúa del efecto de sus palabras miró a los rostros de aquellos hombres.
Nadie hablaba. Las expresiones eran congeladas y mudas.
Por fin preguntó Lope:
—¿Quién firma la carta?
—Eso no puedo decirlo, señores. Nada sacarían vuesas mercedes con saberlo y es
mejor que ignoren el nombre, ya que incluso desde el punto de vista de la seguridad
de vuesas mercedes más vale que no sepan quiénes son los que les quieren mal.
—No entiendo esa razón —dijo Zalduendo.
—Yo os la haré entender. Si vuesa merced sabe quién ha escrito esa carta no
podrá menos de dárselo a entender a él algún día en Lima, con cualquier motivo, y de
eso no le puede venir ningún provecho a ninguno de los dos y menos a vuesa merced,
que tiene menos poder. Esa persona está situada demasiado altamente para que se
preocupe de hacer daño a vuesas mercedes sino muy en defensa propia. Así pues, no
hayan cuidado y dejen sobre mí este pequeño problema. Lo único que me interesa es
que vean vuesas mercedes que me he conducido como su amigo y camarada, primero
en los Motilones y después ahora y aquí.
Callaban todos. La Bandera dijo:
—El gobernador dice bien y es mejor no saber lo que no se puede remediar. Yo le
doy las gracias en mi nombre y en el de todos.
Ursúa se apoyó en aquellas palabras para dejar restablecida la cordialidad, les
ofreció otra vez de beber y luego los acompañó a la puerta.
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Ya fuera, La Bandera decía: «Es noble lo que ha hecho y le quedamos todos
obligados».
—¿Obligados a qué? —preguntó Lope.
—Al respeto y confianza que nos muestra.
—No es respeto ni confianza —dijo Lope— y vean vuesas mercedes con qué nos
sale ahora La Bandera. No hay respeto ahí. Lo que le pasa a Ursúa es que se
considera tan por encima de nosotros que no teme enseñarnos las cartas del juego y
decirnos: vean que he estado a punto de echarlos del real y no lo he hecho porque no
creo que sean vuesas mercedes capaces de hacerme sombra a mí y ni aun de darme
una mala noche. Eso no es respeto, sino más bien desprecio, y cada cual lo entienda
como quiera, pero yo perro viejo soy. Con esas generosidades y tolerancias y
magnanimidades no me embauca nadie.
Montoya pensaba lo mismo.
—Y si no —insistió Lope viéndose apoyado—, ¿por qué no nos dijo el nombre
del que firmaba la carta? Eso habría sido lealtad. Si me hubiera dicho: el hideputa que
les tiene inquina es fulano de tal y tal y anden vuesas mercedes advertidos, entonces
sería otra cosa. Pero quiere ganar por los dos lados. Tener la confianza de los de Lima
y el agradecimiento nuestro.
Los otros meditaban aquellas palabras, pero todavía La Bandera no se dejaba
convencer.
—Yo apuesto a vuesas mercedes —añadió Lope de Aguirre— que en los días
próximos se va a atrever a hacer algún nuevo desaguisado con nosotros, digo,
condenando a alguno a remar en las chatas. Hasta ahora sólo se ha atrevido a castigar
al criado de don Hernando y a nuestras almas, y lo digo por las excomuniones.
—A mí me tuvo remando tres días —dijo Montoya— el hijo de la gran perra.
Entretanto y de noche, los negros hallaban como siempre algún pretexto para
cantar. Al oírlos, Montoya alzaba la cabeza alertado y Zalduendo, con una expresión
de fatiga, dijo:
—Aaaaah, son los negros, que tienen querencias de su puerca tierra.
El que llevaba la voz cantante era, como siempre, Bemba, el amigo de Lope:
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Mavá Ghelelé
Ghelelé gh’eté
Ounú Gum ou Kú
Gum u Kú Yeyé
Mel ul Amel u
Kia yeitel arú
So ga dau Bú
So ga dau Bú
So ne yam’arú
No gaidé Bairá?
Vairé vail engó
Maul’ode gh’amba
Ghl ambal elelé
Mava Ghelelé
Ghelelé gh’eté.
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V
El padre Portillo, al ver que el padre Henao había sido nombrado obispo
provisional, se sintió deprimido, y oyendo a Montoya y a Lope de Aguirre hablar de
la falta de humanidad de Ursúa dijo:
—Yo estuve a punto de morir en los días de las hambres recias y viendo que doña
Inés tiraba al río desechos de pescado y de fruta me acerqué y llamé al gobernador,
aunque no salía casi la voz de mis dientes. Y cuando le dije la gran miseria en que me
encontraba, volvió la espalda y dijo: «Nada tengo que dar».
Lo miraba Montoya duramente al entrecejo, según su costumbre.
—¿Y qué hizo vuesa merced?
—¿Qué iba a hacer? Levanté las manos al cielo y dije: Favor me llegue del cielo,
ya que no hay en la tierra ni justicia ni caridad.
Lope le preguntaba al cura si creía que Ursúa estaba autorizado para nombrar
provisor. Decía Portillo que lo dudaba, pero aunque lo estuviera, la primera provisión
de Henao excomulgando a los que retenían bienes de la armada era herética y sin
base. El cura remató sus palabras con una sentencia latina que parecía autorizar su
opinión.
También Zalduendo tenía motivos personales de malquerencia. Lamentando las
jornadas estériles del Amazonas, le había preguntado a Ursúa si no sería mejor parar
en cualquier parte y entrar a poblar tierras adentro. Ursúa lo miró por encima del
hombro y le dijo: «Primero encanecerán vuesas mercedes que saldrán deste río».
—¡Su puta abuela de su señoría el gabacho! —comentó Lope—, que yo encanecí
ya en lo alto de los Andes hace años y le he de hacerse tragar esas palabras.
Aquella tierra de Machifaro daba a Ursúa la impresión de ser una parte de la
región de Omagua en las cercanías del Dorado. Llevaba el gobernador consigo dos
indios brasiles, quienes conocían el emplazamiento de aquella tierra y repetían a
menudo que estaban acercándose. Con eso cobraban ánimo. Y creyéndose a punto de
conseguir sus propósitos, confirmó Ursúa a Alonso de Henao el nombramiento de
obispo de Omagua. En vista de eso, el sacerdote ya no le reprochaba a Ursúa el no
haberse casado con doña Inés y en todo le halagaba y le absolvía.
Fue entonces cuando volvió Pedro Alonso de Galeas con sus soldados
exploradores y dijo que en treinta leguas alrededor no había población ni alma
viviente, sino aguas negras e infectas.
Añadiendo a esto que los dos indios brasiles y el español Alonso Esteban parecían
otra vez desorientados y miraban y miraban y no reconocían los lugares ni sabían
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cómo orientarse, la gente comenzó a desmayar y a pensar que no llegarían nunca a
Omagua.
A veces Alonso Esteban decía que sí y otras que no sobre un mismo asunto, y
aunque el nombre de aquel pueblo de los Machifaros lo había dicho antes de llegar, la
verdad era que no sabía si desde allí se podía ir o no al interior, en busca del Dorado.
Quedó Ursúa malhumorado porque esperaba algo de Galeas y vio que volvía con
malas noticias o sin noticia alguna. Por una infracción que cometió uno de los
soldados que llegaba hambriento y sacó una tortuga de la balsa de un bohío en el
barrio de los indios, lo castigó a remar tres días en el bergantín.
Juan de Vargas tampoco era partidario de aquellas medidas y una vez más le dijo:
—Eso los afrenta y no los corrige. Más le valdría a vuesa merced ahorcarlos.
Parece que Vargas iba dándose cuenta de la clase de gente que llevaban consigo.
Pero Ursúa se desinteresaba de todo menos de Inés y seguía malhumorado y
rencoroso.
Solía Ursúa enviar a Galeas a explorar, porque era el soldado que más había
puesto en la expedición. Representaban los víveres y los dineros dados por Galeas
una verdadera fortuna y por eso confiaba Ursúa en él más que en otros, pensando que
ligaba el éxito de la expedición con su prosperidad personal.
Además, Galeas era hombre sin fantasía y sin imaginación; un hombre que no
mentía, que no permitía que las apariencias le engañaran. Uno de los hombres más
seguros del campo.
Montoya y otros que ya abiertamente formaban corro con Lope de Aguirre y
hablaban en voz alta contra el gobernador decían que habían caminado más de
setecientas leguas y ni habían hallado las provincias ricas que buscaban ni
poblaciones industriosas ni comarcas agrícolas y de provecho, que no había rastro de
ellas ni rumbo por donde tratar de buscarlas. Y ni siquiera comida para subsistir. Así
pues, sería más acertado, antes que acabasen de perecer todos, tomar la vuelta del
propio río y volverse al Perú, ya que no había esperanza alguna de nada bueno.
Fueron a ver a Ursúa y se lo dijeron francamente. Ursúa respondió que ya sabían
que era su amigo y que estaban en la obligación de confiar en él. Nada se lograba
nunca en Indias sin sufrir antes grandes trabajos y con un poco más de aguante y de
perseverancia los llevaría a buen fin. Añadió que si era preciso seguir buscando hasta
que los niños que iban en la expedición se hicieran viejos, sería razonable pensando
en el valor inmenso de las riquezas hacia las cuales iban.
Quería Zalduendo saber algo concreto en qué apoyar sus esperanzas y preguntaba
al gobernador, quien le respondió diciendo que tenía presentimientos y buenos
presagios.
—Tan certeros como los de su señoría son los nuestros —dijo Zalduendo— y a
nosotros nos dicen lo contrario.
Algunos creían que Ursúa tenía razón, pero cuando el gobernador quiso aludir
otra vez a las pruebas de confianza que les había dado mostrándoles las cartas de
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Lima, respondió Aguirre:
—Eso probaba mejor la confianza de vuesa merced en sí mismo que en nosotros.
—¿Qué queréis decir, Lope?
—Lo que digo.
—Tenedme, señores, por vuestro padre, que como tal pienso únicamente en el
bien de vuesas mercedes.
—Yo me tengo el mío en Oñate, en las provincias vascongadas.
Los otros rieron, unos con amistad para Lope de Aguirre y los más con ironía y
burla contra Ursúa.
Se confirmaron una vez más los soldados en su opinión de que con Ursúa no irían
a ninguna parte. Hasta los amigos de Ursúa tenían que aceptar que estaba muy
cambiado y que iba conduciéndose cada día de un modo más extraño. Parecía un
sonámbulo a quien no interesaba nada de lo que pensaban, hablaban o hacían los
demás.
—Eso —dijo La Bandera otra vez— es porque está encelado con la hembra.
Había en la expedición un hombre que se llamaba igual que el teniente general:
Juan de Vargas. El hecho de que tuviera el mismo nombre, pero no fuera nadie —un
campesino de las islas Canarias con sangre guanche—, lo mantenía un poco inquieto
y a veces se acercaba al verdadero Juan de Vargas adulador y bufonesco y otras se iba
con los maldicientes.
Ese Vargas dijo que sabía que doña Inés empleaba unas hierbas y con ellas
cocidas mezclaba el vino de Ursúa. Siendo chola y descendiente de incas se suponía
que tenía alguna inclinación por los viejos usos de la tierra y por sus misterios.
Decían otros que Ursúa había enflaquecido mucho por aquellos hechizos y que
era doña Inés quien gobernaba el campo. Que los castigos contra los soldados para
obligarles a remar en las chatas o en el bergantín los decidía ella y que Ursúa sólo se
interesaba en buscar, cuando llegaban a tierra, el mejor bohío, que estaba siempre
apartado del real, porque despreciaba a la soldadesca y quería alejarse para gozar
mejor de su dama.
Los principales miembros de la oposición del gobernador y los que menos
precauciones tomaban ya para hablar eran Alonso de Montoya, Juan Alonso de la
Bandera, Lorenzo de Zalduendo, Miguel Serrano, un aparejador de Cáceres de
expresión seca como el corcho; Pedro Miranda, mulato con la cara cruzada de
cuchilladas y cicatrices; Martín Pérez, adusto y señoril, y otros como Pedro
Fernández, Diego de Torres, Alonso de Villena, Cristóbal Hernández, el dicho
canario Juan de Vargas, homónimo del teniente general, a quien llamaban por el
segundo apellido —Zapata—, y algunos otros. Las cabezas más visibles eran Lope,
Montoya y La Bandera.
Una noche, puestos de acuerdo, fueron a ver al noble sevillano don Hernando de
Guzmán y le hablaron como si sus palabras fueran resultado de graves deliberaciones.
Lope hizo un exordio ligeramente adulatorio. Todos sabían que era don Hernando de
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noble sangre, bien acondicionado y afable, que podía aspirar a ser más que alférez de
la expedición y que habían acordado nombrarle para sustituir al gobernador don
Pedro de Ursúa. Esperaban que no se negara a aceptar aquel cargo, porque de su
aceptación dependía el bien de todos y el servicio de Dios y del rey. Lope de Aguirre
añadió textualmente y en su estilo y lenguaje:
—Ya le es notoria a vuestra señoría la perdición en que vamos todos y el poco o
ningún remedio que tiene la situación, como también los agravios que sin motivo nos
hace Ursúa. Ese hombre anda fuera de sentido y no es necesario que le hayan dado
filtros ni hierbas, porque basta con que la mujer nos aficione como la naturaleza lo
tiene a bien para que poco a poco nos haga perder la razón. Eso no se puede tolerar en
un hombre que tiene a su cargo la vida de trescientos españoles y de otros tantos
indios cristianos y mujeres y niños. Si dura una semana más el gobierno de Ursúa
sucederán más inconvenientes. Un día prendió a su criado y otro día le prenderá a
vuesa merced. Pero si aceptáis nuestro nombramiento podemos todos ir a las tierras
de Omagua a conquistar y poblar y haremos así gran servicio al rey, quien se tendrá
por bien obligado a cuidar mejor de la persona vuestra y de todos nosotros.
—¿Y qué se ha de hacer con Pedro de Ursúa? —preguntó don Hernando,
halagado por un lado y por otro temeroso.
—Matarlo —dijo alguien impaciente, y todos pensaron, aun sin mirar, que había
sido Montoya.
Viendo Lope que Guzmán palidecía, intervino otra vez:
—También yo fui de ese dictamen hace días, pero pienso que no es preciso
matarlo si todos no estamos de acuerdo en eso. Tal vez podríamos dejarlo en este
pueblo con algunos amigos y compañeros suyos. Por ejemplo, el padre Henao, Vargas
y alguno de los pajes.
—Eso sería mejor —dijo Vargas Zapata—, que de otro modo el escándalo de su
muerte sonaría demasiado.
Pareció que todos quedaban de acuerdo en lo principal, aunque no se había
concretado ninguna forma de acción. Como era natural, don Hernando de Guzmán
pidió un plazo para reflexionar.
Aquellos días la gente exploraba en el bosque cercano e iba aprovechando las
frutas de la selva. Antoñico, el paje mestizo que solía pasarse el día en casa de Lope,
iba a veces al bosque y volvía con noticias que comunicaba a Elvira con entusiasmo.
Y aquella tarde Elvira decía a Pedrarias, viéndolo entrar en el bohío:
—Antoñico se empeña en que hay un ave en la selva que llora y que entre lloro y
lloro dice mi nombre. Eso no es posible, ¿verdad, señor Pedrarias?
El soldado alzaba una ceja:
—¿Quién sabe?
Había muchos pavos silvestres y los indios los estimaban. Algunos tenían parejas
de ellos en su casa con las alas cortadas y era curioso cómo en las mismas casas
cuando llegaba la época del celo hacían sus nidos.
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Los indios llamaban a los niños de los pavos urubú-coará, que como se ve es una
onomatopeya del canto de ese animal. Aquellos indios referían muchas cosas de su
vida al urubú-coará; por ejemplo, para decir que algo era bueno o que alguien había
tenido éxito en la vida o simplemente que alguien deseaba prosperidad a otro,
hablaban del urubú-coará.
Era el nido de los pavos un símbolo de lujo, riqueza y bienestar.
Algunos soldados, en lugar de ir a la selva, preferían el río y buscaban cocodrilos
jóvenes, porque su carne, especialmente en los cuartos traseros, se parecía a la del
faisán, y asándola con habilidad era muy estimada.
No era fácil cazar un cocodrilo. Ni tampoco evitar lo contrario, es decir, librarse
de ser cazado por él. Parecían estúpidos y tardos de movimientos, pero tenían
maneras de pelear muy astutas y además de taimados eran fuertes. Cuando tenían una
víctima a la vista, la dejaban acercarse por la espalda, y cuando estaba al alcance de
sus movimientos le daban un rápido y fuerte golpe con la cola, y quedando ella
aturdida, y a veces sin sentido, la devoraban tranquilamente.
Más de una vez, viéndose el cocodrilo incapaz de alcanzar su presa y asediado
por algún soldado, lo cubrió de barro con un coletazo y luego se lanzó al agua
gruñendo.
El gruñido de los cocodrilos es como el de los cerdos cuando estos animales
gruñen con la boca cerrada.
Había soldados muy valientes en la guerra que tenían miedo del cocodrilo, y al
revés, otros flojos de ánimo en la vida ordinaria que eran valientes con ellos.
Como digo, un grupo considerable de soldados estaban de acuerdo contra Ursúa,
a quien algunos llamaban el caimán, pero nadie sabía qué hacer, todavía, y lo único
cierto era que los conjurados andaban juntos y armados y gozaban alguna clase de
gloria anticipada. El grupo que fue a ver al sevillano Guzmán acudió después al
ancho bohío de Lope, donde éste obsequió a sus amigos con vino de Machifaro y en
aquel su estilo nervioso, cortado, pero a menudo elocuente, les estuvo contando
después algunas de sus aventuras, cosa que no solía hacer. Contaba un episodio del
tiempo cuando iba con Peransúrez camino de Chile y pasaron los Andes.
—Una mañana a punto del día —decía Lope—, cuando volvíamos al camino, un
pajecito de doce años que se llamaba Pascual me dijo, señalando a un hombre sentado
en una peña y mirándonos fijamente con la expresión del que ríe: ¿Por qué se ríe ese
hombre? ¿Es que se está burlando de nosotros? Y yo le dije: Pascual, hijo, reza por su
alma, porque está muerto. Era uno de los que se murieron de frío aquellos días.
Oyéndolo pensaban los más próximos: «Ahora nos morimos de calor».
En fin, ése era el destino de los soldados y cada cual se retiró aquella noche a
dormir dejando como siempre a Lope desvelado.
Sería medianoche cuando Lope y la Torralba y Elvira y también Montoya, que
vivía cerca, entre los rumores del río y los de la brisa, y a través del zumbido
agudísimo de los zancudos, oyeron el alarido de un animal atrapado por un jaguar.
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Debía ser un tapir el que gritaba. Buena presa el tapir. Gordo, casi sin pelo, todo se
aprovechaba en él. Era una especie de cerdo indefenso.
Los gritos de un animal al caer preso del jaguar o del puma son los más
lastimosos que se pueden oír, y el que los ha oído una vez no los olvida ya nunca.
Incluso el mono, al que nadie toma en serio, el mono que parece incapaz de
dramatismo y menos de tragedia, da un alarido gutural tan desesperado y al mismo
tiempo tan lleno de apelaciones a la ayuda que el que lo escucha siente desgarrarse
algo en su conciencia por no acudir, por permitir que aquello suceda.
Incluso el pájaro que ríe, que siempre ríe. ¡Había que oírlo cuando sentía la garra
del tigre! Porque los tigres y los jaguares gustaban mucho de algunas aves.
En el barrio de los indios había novedad. Una mujer había dado a luz y como
aquellos indios practicaban la copada, el padre se acostaba en la cama con el recién
nacido y recibía el homenaje de los vecinos mientras la mujer iba al río a lavarse.
El padre Portillo, que no podía creerlo, asistió a aquel acto y vio al padre en la
cama recibiendo por un lado los consuelos y por otro los plácemes de sus amigos.
Por cierto que aquella noche había más luciérnagas volantes que de costumbre y
la choza de la feliz familia parecía envuelta en ellas. Aquellas moscas luminosas, que
tanto extrañaban al principio a los españoles, iban y venían encendiendo y apagando
a voluntad su lámpara azul. La luz les salía del vientre y era tan poderosa que con una
botella de cristal en la que metieran una docena de aquellos bichos se podía de noche
leer una carta.
Uno de los negros miraba los insectos luminosos y decía a otro:
—Mira, Vos. Aquí los mosquitos yevan una linterna.
Todas las noches, los negros hacían alguna clase de fiesta y los indios acudían a
sentarse en corro alrededor y los miraban con admiración, aunque con reservas
supersticiosas. Aquella noche estuvieron hasta muy tarde entregados a sus cosas —
reminiscencias de la selva africana—, y por rara ocurrencia no era Bemba el que
dirigía la función.
Los ruidos de la noche cuando se estaba cerca de la selva eran muy diversos, sin
contar los que producían los animales nocturnos. Se oían a veces cataratas falsas —
ilusión de caída torrencial de agua—, el derrumbamiento quizá de un enorme árbol al
que las termitas habían vaciado el tronco, la explosión de la savia con un ruido de
disparo (fuerte no como un arcabuzazo, sino más aún como el tiro de una culebrina),
el rayo súbito en un cielo que desde donde estaban los soldados aparecía lleno de
estrellas y despejado, pero que más adentro tenía nubes, al parecer. El estampido del
rayo era seco y se multiplicaba en la selva como el ruido de una lámina de metal
contra una rueda dentada en movimiento.
De día sucedía lo mismo. A veces, con el cielo azul y el sol resplandeciente, se
oía también la descarga de un rayo y comenzaba la lluvia a raudales, no lejos de allí.
Las nubes no se veían, pero poco después se advertía la maleza del suelo de la selva
ir subiendo como si la tierra se hinchara con el agua.
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Todavía había que tener en cuenta el rugido ocasional de un huracán que se
acercaba y que a veces no llegaba al lugar del río o se desviaba hacia las tierras altas.
Se oía el rayo en pleno sol y cielo azul. Después, el ruido de la lluvia en el
bosque, luego otro rayo quizá y más lluvia y por fin el cielo que se iba cubriendo
sobre el río y éste, inmenso como un mar, subía rápidamente de nivel y entraba por
algún lado en la selva oscura acezando.
Las búsquedas y curiosidades de los soldados seguían cada día. No era sólo el oro
lo que buscaban, sino también la raíz del misterio de aquellas tierras y aquellas
gentes. Entre las plantas había la guayusa, que era un poderoso afrodisíaco. Se decía
que Ursúa abusaba de ella, y La Bandera no podía entender que fuera necesario
estimulante alguno con una mujer como la bella Inés. Así pues, una parte de la culpa
del cambio de carácter de Ursúa había que atribuírsela al uso de aquellos excitantes y
a la taciturnidad y fatiga nerviosa.
Por eso a veces Ursúa se exasperaba con pequeños problemas y respondía
airadamente a las preguntas más inocentes sobre el orden de la expedición e incluso
le pegó una vez a un negro que se le acercó bailando ligeramente sobre un pie y
preguntando al mismo tiempo dónde pondría la mesa para comer.
Irritó a Ursúa aquella disposición del negro, que tal vez consideró falta de respeto,
y le cruzó la cara con su fusta de jinete.
El negro lloraba como un niño y no por el dolor —decía y repetía—, sino por el
desamor y la afrenta. Que los «neglos tienen también su velgüensa aunque no lo
parezca».
Así decía.
Iba con los conspiradores el padre Portillo, aunque no intervenía nunca en sus
deliberaciones. La presencia de aquel sacerdote había tranquilizado a Ursúa las dos o
tres veces que tuvo noticias de la conspiración.
Las mujeres de raza blanca, que eran cinco —sin contar a las que representaban la
aristocracia, que eran Inés, Elvira y la Torralba—, organizaron una fiesta de Navidad
con nacimiento y música y villancicos.
Pusieron el nacimiento en un bohío y allí fueron a trabajar también la Torralba y
Elvira, pero cuando supo Aguirre que su hija se mezclaba con mujeres como María,
la amante de Zalduendo, que hablando decía palabras sucias, se enfadó y ordenó a la
Torralba que no sacara a su hija de casa sin su permiso.
Estaba oyéndolo Pedrarias y sonriendo, cuando Lope le dijo:
—No es caso de risa. La inocencia —añadió como si se disculpara— necesita
protección, porque si no cae sobre ella toda la miseria y la bellaquería del mundo.
Pedrarias le daba la razón:
—A fe que decís verdad, señor Lope de Aguirre.
Pero Elvira estaba desolada y se la oía llorar dentro. Pedrarias dijo a Lope de
Aguirre:
—Id a consolarla, pobre niña.
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—¿Quién, yo? El padre es el último para una cosa así y más vale mantener la
autoridad, que en definitiva por ella se sienten protegidos los hijos en los malos días
de su vida.
Luego lo invitó a entrar con él donde estaba la niña.
—Vengo —le dijo Lope a Elvira— porque me ha pedido Pedrarias que os
consolara. Pedrarias se siente muy lastimado con vuestro llanto. Vamos, vamos, bien
está, hija, y anda al nacimiento si queréis, pero no sola, sino con la Torralba y con el
señor Pedrarias, si es que tiene a bien acompañaros.
Aquello extrañó a Elvira y halagó mucho a las dos mujeres. Pedrarias dijo:
—Lo tengo a merced.
Explicó entonces Elvira que estaba cosiendo un vestidito para el Niño Jesús y que
sólo quería ir a probárselo.
—¿Un vestido? —preguntaba Pedrarias con una gravedad humorística.
—Bueno, una camisita —y Elvira la mostraba, desplegada.
—Hija —decía Lope—, ¿estáis segura de que Jesús tenía camisa en el portal de
Belén?
Pedrarias y Lope de Aguirre se pusieron a discutir aquel importante asunto y los
dos convinieron en que el Niño Jesús estaba en su cuna desnudo del todo. Elvira los
escuchaba pensando si hablaban en serio o en broma. Y por fin dijo:
—No tenía camisa porque todos eran allí judíos y fariseos. Pero aquí, entre
personas cristianas, vergüenza sería y por eso yo quiero ponerle ésta. Pero si padre es
de opinión contraria no se la llevaré.
Lope de Aguirre dijo todavía que en un país como aquél más era comodidad que
pobreza el ir desnudo. Pero, en fin, creía que Elvira debía llevarle al Niño Jesús la
camisa, aunque sólo fuera como señal de homenaje.
La Torralba pensaba: «Qué raro. Lope de Aguirre se encuentra siempre muy a
gusto con Pedrarias». Aquello de que Lope se encontrara a gusto con una persona
superior a él —pensaba la Torralba— nunca lo habría creído.
Consideraba Lope a Pedrarias como un ser de otra especie, con su buena estatura,
su cabeza noble, sus letras, su falta de envidias y de rencores. «Éste es —se decía—
uno de esos hombres nacidos para ser estimados en el mundo». No sabía exactamente
qué clase de estimación, pero a veces se decía que con gusto lo habría tomado por la
mano, llevado a su casa y dicho: «Señor Pedrarias, hacedme la merced de contraer
matrimonio con mi hija». Aquello no estaba aceptado por las costumbres y habría
sido muy impertinente. Lope, que adoraba a su hija, lo había pensado, sin embargo,
más de una vez.
Sin poder adivinar las interioridades de la conciencia de Lope, sentía Pedrarias en
él un aura de amistad segura y sin sombras, más fuerte que los riesgos normales de
discrepancia. Por su parte, Pedrarias respetó siempre a Lope de Aguirre. Sin
habérselo confesado el uno al otro, los dos gozaban de aquella rara lealtad.
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Habían seguido los enemigos de Ursúa frecuentando a don Hernando en su bohío
y tratando de hacerle aceptar el nombramiento de gobernador. Pero Guzmán no
necesitaba tantos argumentos para convencerse. El primer día había dicho que
necesitaba algún tiempo para pensarlo, aunque se veía que no tenía grandes
objeciones que hacer, y sin haber aceptado formalmente resultó que las reuniones que
tuvieron algunos días después era ya don Hernando quien las convocaba y presidía. Y
daba por establecido que aquel plan primero de dejar a Ursúa en Machifaro con algún
incondicional suyo como el padre Henao y Vargas y seguir ellos río abajo para
descubrir y poblar el Dorado era el mejor. No quería don Hernando que se derramara
sangre.
Cada vez que alguien hablaba de dejar al padre Henao en Machifaro, el otro
sacerdote, padre Portillo, se sentía esperanzado de nuevo en relación con las
dignidades que esperaba, pero tenía mala salud y no estaba seguro de poder vivir
hasta alcanzar la mitra.
La noche de Navidad, el nacimiento estaba terminado. Había de todo menos
nieve, que no la pudieron simular con nada. Es decir, María, la casada infiel, que era
amante de Zalduendo y parecía presumir públicamente de ello, había querido simular
la nieve vertiendo harina sobre el paisaje del portal de Belén con un cedazo, pero no
pudo porque se opuso el intendente.
Unas Navidades como aquéllas —sofocándose todo el mundo de calor— no las
habían podido imaginar nunca. Pero el nacimiento estaba muy en su punto. El Niño
Jesús era una muñeca y había detrás del portal montes y serranías. La estrella
anunciadora estaba flotando en el cielo y se veían campesinos, pastores, caminantes y
pequeños animales. Había incluso un villano con los pantalones bajos haciendo sus
necesidades detrás de un árbol y aquello hacía reír a los indios y acudían todos a
verlo. Aquellas figuritas las había llevado consigo la mulata por ser recuerdo de su
casa en la Asturias lejana, según decía.
Tenían que montar guardias especiales en aquel bohío porque los indios se habían
propuesto robar todo aquello, considerándolo como parte del secreto de la fuerza de
los hombres barbados y blancos.
La noche de Navidad hubo fiestas, música y baile. Los muchachos jóvenes dieron
su contribución cantando villancicos, María la mulata bailó la zarabanda mientras la
cantaban a coro las otras mujeres. Antoñico cantó también dos tonadas de su tierra.
Algunos soldados se emborracharon y hubo que sacarlos de allí a la fuerza. En
cambio, Juan de Vargas —el canario—, también borracho, la cogió devota y llorona y
rezaba y lloraba. Luego quiso cantar y no pudo, por la emoción.
Dijo Pedrarias a Lope de Aguirre, señalándole a un alemán que iba en la
expedición cuyo nombre castellanizado era Monteverde:
—Ése se llama Grünberg y es tudesco y no debe hallarse a gusto en esta fiesta,
porque es de los que siguen a Lutero. El pobre tiene derecho a condenarse a su gusto
como cada cual.
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—Yo me condenaré a mi manera —respondió Lope de Aguirre—, pero la
condenación de ellos es la hoguera y tenga cada cual el fin que merece.
Le extrañó aquello a Pedrarias, porque creía que Lope de Aguirre era hombre de
ideas francas y liberales en materia religiosa, o mejor, sin ideas ningunas.
Hablando de Ursúa dijo Lope:
—Él piensa que nos lleva engañados y va a salirle cara la equivocación.
En el bohío, los negros bailaron y bebieron y las músicas de los machifaros,
ásperas y todo, les prestaron alguna clase de ritmo.
Fuera se extendía, con el denso rumor de la selva, la inmensidad de la noche llena
de misterios antiguos. Los indios que se asomaban a la puerta se sentían prendidos
por la magia de un niño recién nacido en una cuna de pajas entre José y María y bajo
el aliento de la mula y el buey. Como en aquella tierra las flores estaban por castigo,
tenía el Niño Jesús las más hermosas que se habían visto nunca y también las más
raras, ya que la mayoría eran orquídeas.
Antoñico trataba de acomodar a la música de los indios un villancico
improvisado:
En esta Nochebuena
ciervos somos del Niño…
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Claro, la gente reía y la primera en hacerlo era la misma doña María.
Al salir Elvirica reía, aunque sin malicia y creyendo que aquel error tenía gracia
en sí mismo. No sabía cuál era el segundo sentido de aquella expresión —el ciervo
del Señor.
Estuvo también Inés acompañada del gobernador. Y La Bandera le dijo:
—Aquí lo que yo echo en falta es un buen clavecín y a vuesa merced tocándolo y
cantando.
Ella lo miró extrañada y dijo:
—Yo no sé tocar el clavecín ni sé tampoco lo que es.
Ursúa, contra su voluntad, porque no estaba a gusto aquella noche en aquel lugar,
explicó a Inés lo que era el clavecín y ella dijo que había visto uno en casa del virrey
cuando vivía su esposo y eran invitados a veces los días de grandes fiestas nacionales.
Los indios miraban desde el aro de la puerta y algunos, asomando su cabeza entre
el muro de hojas secas y el pavimento, a ras de tierra.
El nacimiento había causado sensación entre ellos.
En el campamento seguían las conspiraciones, pero La Bandera y Zalduendo
opinaban que era mejor matar a Ursúa, ya que si lo dejaban en tierra moriría pronto
de todas formas a manos de los indios. Había que matar también a su teniente general
Juan de Vargas. Cada vez que alguien citaba este último nombre el soldado de
Canarias intervenía:
—Yo, Juan de Vargas y Zapata, el canario, declaro que estoy de acuerdo.
Todos lo miraban extrañados pensando: parece que no quiere que haya sino un
Juan de Vargas en el mundo.
Lope quería matar a Ursúa y marchar con todas las fuerzas al Perú para coronar
príncipe a don Hernando contra Felipe II y desgajarse —así decía él— de Castilla.
Otros eran partidarios de seguir río abajo con la idea de descubrir y poblar el Dorado.
Como estaban de acuerdo en asesinar a Ursúa y a su teniente general, sólo faltaba
señalar la hora y el día.
Se habría dicho que Ursúa tenía alguna premonición, porque al día siguiente, que
era el 27 de diciembre, salió de su bohío, fue a visitar a tres soldados enfermos, con
los cuales estuvo largamente de plática, después conversó con otros en buena amistad
y el resto del día anduvo por el real con expresión risueña y amistosa. Al parecer, se
había señalado un nuevo plan de conducta y estaba jugando la carta de la simpatía y
la campechanía.
Por la tarde anduvo a caballo por los alrededores. Ursúa entendía la jineta y la
brida y era hombre galante bien vestido y pulido. Incluso en aquellos lugares andaba
aderezado como por la ciudad. Parece que tenía una idea mezquina de los demás,
porque les prometía el oro y el moro hasta que los tenía sometidos y entonces
olvidaba sus promesas y mostraba por ellos algún desvío. Tal vez era demasiado
joven y no había aprendido aún que el hombre, cualquier hombre, no necesita ni
quiere ser tal vez amado, pero sí que necesita y quiere ser tenido en cuenta.
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Olvidar aquello era grave y traía complicaciones y dificultades.
Estaba Lope en la puerta de su casa cuando pasó por delante el gobernador y le
dijo sin detenerse:
—¿Qué hay de bueno, Lope de Aguirre? Felices pascuas.
—Felices y no tan felices, según como se mire.
—Hayan vuesas mercedes fe en mí que vamos a buen puerto.
—¿Y qué garantía nos da vuesa merced?
—Mi palabra y mi espada.
—Espada y palabra tiene cada cual, hasta el más ruin.
Ursúa lo miró, sorprendido, y siguió al trote sin responder.
Sucedió aquella noche algo extraño y misterioso que después dio mucho que
hablar. Cerca de la casa donde vivía el gobernador estaba la del comendador de
Rodas, hombre grave y apersonado, que se llamaba Juan Núñez de Guevara, amigo
del gobernador. Estaba paseando frente al bohío donde solía dormir, porque hacía
mucho calor y andaba desvelado, cuando vio detrás de la casa del gobernador una
forma humana que dijo en voz grave y no muy alta:
—Pedro de Ursúa, gobernador del Dorado y de Omagua, Dios haya piedad de tu
alma.
Guevara fue a ver quién había dicho aquello y delante de los ojos se le deshizo el
bulto y no vio a nadie.
Al día siguiente, el comendador, que no era de los conspiradores y nada sabía de
sus planes, contó el caso a algunos amigos y sabiendo que Ursúa estaba aquellos días
un poco enfermo pensaron que quizá era un anuncio de muerte natural.
Eso creían todos. El comendador Guevara era hombre que necesitaba pasear.
Cuando estaban navegando en el río y no podía pasear se ponía impaciente, sacaba su
cabeza a la brisa, haciendo flotar en ella sus barbas de capuchino, y miraba al agua,
porque con la sensación física del movimiento del barco se calmaba un poco.
Cuando bajaba a tierra, lo primero que hacía, después de elegir su vivienda si la
había o el lugar de la playa donde dormir, era ponerse a pasear con las manos a la
espalda y la mirada en el suelo.
Aquella noche, al oír la voz, que no era siquiera una voz temerosa, sino sólo
grave y monitora, se detuvo un momento extrañado, luego acudió a ver y no halló a
nadie. Estuvo pensando Núñez de Guevara en aquello toda la noche. El año nuevo, el
día primero de enero de 1561, vio al gobernador dirigirse hacia la selva por la
mañana con Juan de Vargas y volver después con una garza blanca, viva, que aleteaba
asustada.
Era aquélla un ave hermosa de veras y decía el gobernador que la llevaba para
domesticarla en su casa y dársela a la pequeña viuda de nueve años que se les
incorporó en los Motilones. Aquella niña quería tener un pájaro y siempre hablaba de
las garzas blancas, porque su abuela, cuando murió, se convirtió en una de ellas,
decía.
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Aquel día seguía Ursúa mostrándose jovial y amistoso. Juan de Vargas le
acompañaba con su expresión impasible y fría.
Desde la puerta de su bohío los veía regresar Lope de Aguirre, quien se decía
entre dientes:
—No saben lo que va a sucederles hoy. ¿Creen vuesas mercedes que todo es
gobernar y tenientear y recibir mercedes y llenarse en plena juventud de encomiendas
y de rentas y de honores? ¿Qué han hecho vuesas mercedes para merecerlo? ¿Y en
qué les soy yo inferior a Pedrarias o Montoya? Hace tres días que Vargas no me
responde al saludo y dicen que está medio sordo, pero yo me lo sé mejor y pronto nos
veremos las caras y decidiremos quién saluda y quién responde. Yo tengo más don de
discernimiento en esta uña que vuesas mercedes en todo el cuerpo y antes de mucho
Dios amanecerá y medraremos. Podríais aprender lo que yo valgo, pero ya será tarde
para que os aproveche el conocimiento. Lo que valdré mañana lo he valido ayer y lo
valgo hoy, pero vuesas mercedes no se han enterado. Los otros, tampoco. Ni Pizarro,
ni Almagro, ni el marqués de Cañete. ¿Qué clase de ruindad es la de vuesas
mercedes? A mí me basta con echar la vista encima de un cristiano o de un pagano
para saber los puntos que calza y lo que puede hacer y no puede hacer. Y vuesas
mercedes no han sabido ver en mí lo que está bien a la vista. Jugad con la garza
blanca, que poca ocasión va a quedaros para retozar con las cosas de este mundo,
gandules, cobardes, bellacos, ruines. Jugad, jugad con la garza, que bien os va a
sobrevivir esa garza real.
Lope conocía aquella ave, que tal vez era con el papagayo la más hermosa del
país. Había ido también Lope al bosque con Elvira y el pajecico. A aquellas garzas las
llamaban garzas reales, porque se parecían a las de España.
En la selva, Antoñico quería que la niña oyera a aquella otra ave que decía su
nombre, pero no lo consiguió. En su lugar oyó otras cosas. Las voces tenían un eco
extraño, como si estuvieran dentro de una enorme catedral. Y algunas aves parecían
hablar castellano y aún se diría que lo hablaban. No tardaron el paje y Elvira en
bautizar a algunos pájaros según lo que decían y así había un ave grande y de
hermoso plumaje que llamaron desde entonces Bien-te-vi, porque era aquello lo que
decía con su canto:
—¡Bien-te-vi!
Otros pájaros no decían nada, pero también los llamaban los soldados y los indios
por el sonido de sus voces. Así pues, estaba el acuraú, el moirucututú y el jacurutú,
este último bastante lúgubre, que no aparecía hasta el anochecer. Por eso la
consideraban los soldados un ave de mal agüero.
Recordaba Lope aquellas cosas viendo al gobernador y a su teniente desaparecer
entre los bohíos del poblado.
Quiso el comendador Guevara avisar a Ursúa de aquellas voces siniestras que
pidieron a Dios piedad para su alma, pero pensó que aquellas voces las pudieron
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haber oído el mismo Ursúa o doña Inés. Si no las oyeron, nada sacaba llevando a su
ánimo la zozobra y la angustia.
Además, no creía el comendador Guevara que aquel augurio fuera a cumplirse tan
pronto en el caso de que se cumpliera. Finalmente pensó que sus oídos pudieron
engañarle.
Aquel mismo día envió Ursúa otro destacamento mandado por Sancho Pizarro en
una dirección distinta de la que había seguido Galeas. Fueron a aquella misión
muchos de los amigos más íntimos del gobernador, con lo cual éste pareció quedar
más desamparado que nunca. Sancho Pizarro, que, aunque extremeño y con aquel
nombre, no era pariente de los conquistadores del Perú, sufría como él decía de un
mal que los demás no tomaban en serio, pero que para él resumía todas las miserias.
El aburrimiento. Había nacido para hacer algo difícil y cuando no podía hacer nada
inventaba dificultades falsas y se ponía a salvarlas. Con eso molestaba a veces a los
otros.
Tenía la obsesión de la acción y sabiéndolo Ursúa le encomendó aquel servicio y
le dio de plazo seis días para regresar con los informes que hubiera podido recoger.
Llevaba un grupo de veteranos expertos y también la india caricuri, que sabía varios
idiomas de los que se hablaban en el Amazonas.
Además de la advertencia de la sombra monitora, aquel mismo día último del año,
estando reunidos en el bohío de Zalduendo los conjurados, les oyó un criado negro a
quien llamaban Juan Primero (cuando le preguntaban algo, antes de responder se
ponía a reflexionar y decía: «Primero…», y de ahí le venía el apodo). El negro Juan
oyó que iban a matar a Ursúa aquella noche.
Pensando que por aquel favor Ursúa le devolvería la libertad, quiso ir a avisarle.
La primera vez fue a media tarde. El gobernador estaba con doña Inés y a las
importunidades de sus pajes, que le decían que era cosa importante, contestó de mala
manera. Juan Primero pensó si dejaría aquel mensaje a los criados, pero el asunto era
demasiado grave y decidió volver.
Después de haber comido Zalduendo, el negro pudo salir otra vez y llegar a la
casa del gobernador, pero Ursúa estaba aún —u otra vez— con doña Inés y como
solían los dos andar medio desnudos o desnudos del todo por la fuerza del calor, no
quisieron abrirle. Entonces Juan dijo a otro negro cocinero del gobernador lo que
sucedía. Al oírlo el cocinero se tapó los oídos:
—¿A mí qué me venías con eso, hermano? ¿Qué más se me da?
—Pues la vida de su eselensia es.
—Ésas son cosas de cabayeros y a su mersé Juan Primero ni le va ni le viene.
—Díselo no más a su eselensia.
—Si se lo diré o no se lo diré yo lo veré, hermano, que las cosas de cabayeros son
altas para entenderlas los pobres morenos esclavos, como vos y como yo, y además,
fásil es que el señol no abra la puerta y si no la abre, ¿cómo se lo voy a desí?
Se marchó Juan, temeroso de que Zalduendo lo echara en falta y sospechara.
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Así, por una razón u otra, nadie avisó al gobernador.
Sería ya medianoche cuando la gavilla de los conjurados se reunió en casa de don
Hernando. Para asegurarse de que Ursúa estaba solo enviaron al criado mestizo de
Guzmán con el pretexto de pedir un poco de aceite al cocinero del gobernador. El
mestizo, que había estado muchos días castigado por Ursúa en el cepo y el remo, se
prestaba con gusto a cualquier clase de complicidad. Volvió poco después diciendo
que don Pedro de Ursúa estaba solo y que todos los demás dormían, incluso el
cocinero negro, a quien tuvo que despertar.
Dejaron pasar algún tiempo todavía y poco antes de las tres de la mañana —que
es la hora llamada en los campamentos del último cuarto o el cuarto de la modorra
—, cuando más descuidado estaba todo el mundo, salieron en tropel. Iban delante
Montoya y Cristóbal Hernández, con las espadas desnudas, pero antes de entrar
esperaron a que los demás conjurados tomaran posiciones para asegurar la empresa.
Quedó Aguirre guardando la puerta principal y se pusieron otros al pie de las
ventanas.
Entraron Montoya y Hernández y hallaron al gobernador desnudo en una hamaca
hablando con un pajecillo llamado Lorca. Al ver entrar a los dos hombres armados, se
incorporó Ursúa y dijo:
—¿Qué es esto, señores?
—Ahora lo veredes —dijo Montoya y le dio una gran estocada que le atravesó las
costillas por el lado derecho.
Herido, aunque no de muerte, Ursúa se levantó y fue a coger un broquel y una
espada, hablando con la boca llena de sangre, pero recibió varias cuchilladas más y
cayó muerto sobre unas ollas donde solían guisarle de comer, de modo que el
contenido de una de ellas se volcó sobre su cuerpo. Las últimas palabras de Ursúa
fueron pidiendo confesión.
Ya muerto, le dieron todavía de estocadas, y por no ser menos y afianzarse en la
confianza de los demás, el mismo don Hernando, que estaba fuera con Aguirre, entró
y en presencia de todos clavó su espada en el cuello de Ursúa. Con aquello quería
decir que se hacía responsable de lo hecho y no pedía en el futuro menos
responsabilidades que los demás ante la justicia, si el caso llegaba.
Recordaba Lope aquella noche que don Hernando había sido amigo íntimo del
muerto, que algunas noches dormía en su mismo cuarto en otra hamaca y que comían
juntos muchas veces. También recordaba que le había dicho don Hernando que no
solía ir a ver a Ursúa sino cuando era llamado, para evitar encontrar sola a doña Inés
y con eso dar lugar a alguna clase de recelo del enamorado.
Pero los tiempos habían cambiado.
El cocinero del gobernador se golpeaba con los puños la cabeza, repitiendo:
«Cosas de cabayeros son, pero yo podría haberle avisado y eso me valdría la
libertad». Nadie sabía a qué se refería ni eran momentos aquéllos para averiguarlo.
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Zalduendo se puso a gritar: «Muerto es el tirano, ¡viva el rey!». Al escándalo
acudieron otros soldados. Entre ellos llegaba Juan de Vargas, frío e impasible como
siempre y armado con cota y peto, preguntando:
—¿Qué sucede, señores? ¿Por qué están vuesas mercedes aquí a estas horas?
Lo rodearon poniéndole lanzas y espadas al pecho y dos de ellos comenzaron
deprisa a desarmarle. Habiéndole quitado ya una manga de la loriga o sayo de armas,
Martín Pérez, hombre de muy pocas palabras, pero presto a la acción, no quiso
esperar más y metiendo la espada por debajo de una axila de Vargas le dio una
estocada a fondo de tal modo que saliendo el arma por el costado contrario hirió —
ironías del azar— al otro Juan de Vargas, al de Canarias, que estaba muy atareado
desarmando a la víctima.
Con la estocada de Martín Pérez habría tenido bastante el teniente general, pero le
dieron muchas más hasta cerciorarse de que estaba muerto.
El de Canarias iba malherido también, pero no lograba hacerse oír de Loaisa el
cirujano ni de nadie que pudiera curarlo. Por fin se dejó caer contra la casa del
gobernador decidido a morir y llamó al padre Portillo, quien llegó a confesarlo
creyendo que estaba realmente en las últimas. El de Canarias hizo una confesión de
crímenes de todas clases y perversiones y aberraciones. Pero era ya de día y no había
muerto. Lo mismo el herido que el cura parecían un poco decepcionados.
En el campo todos gritaban: «¡Viva la libertad!». O bien: «¡Muera el tirano y viva
el rey!». Con las voces despertaron al resto de la tropa, pero muchos no se atrevían a
salir de sus bohíos, porque aunque no podían imaginar lo que estaba sucediendo,
sospechaban que en el motín había sangre.
Vargas, el canario, no murió de aquella herida y siempre que veía al padre Portillo
lo miraba con recelo, entre tímido y airado, y acababa por decirle a media voz:
«Secreto de confesión era, curita del diablo, y mucho ojo con lo que se habla».
Todos pensaban entonces en las particularidades de la vida de Ursúa. El tres debía
ser el número funesto del gobernador, porque vivió sólo tres meses y tres días desde
que embarcaron y fue asesinado a las tres de la mañana.
Eso decía la mulata doña María, versada en supersticiones y muy excitada con
aquellos sucesos, como se puede suponer.
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VI
Los soldados, cuando pasaban cerca del bohío del gobernador, aguzaban el oído
esperando oír llorar a doña Inés, pero no había en aquella casa sino un gran silencio.
Alguien se lo dijo al comendador Guevara, que estaba otra vez paseando frente a
la puerta de su casa, y el anciano hizo este comentario:
—No puede llorar todavía doña Inés. No llorará hasta que pasen dos o tres días.
Algún indio se acercaba y parecía olfatear como los gatos, a distancia, la carne
muerta. El mismo silencio del bohío de Ursúa se extendía por el campamento.
Los capitanes comprometidos hablaban en voz baja y cuando oían algún ruido
inesperado —una lanza que se caía o una rodela que chocaba con otra— se volvían a
mirar, inquietos.
El joven noble sevillano —don Hernando de Guzmán— iba y venía con grandes
ojos desvelados y en sus movimientos se advertía una nueva seguridad de sí y una
especie de gratitud por la vida. Iba convocando a la gente en el bohío del muerto.
Era como si la vida se hubiera interrumpido en todas partes un momento para que
cada cual pudiera cerciorarse mejor de lo que sucedía, los criminales de su crimen y
los otros de su tolerancia y aceptación pasiva. Y para que reflexionaran un poco. En
el bohío todos estaban despiertos menos la indita de nueve años, que dormía
ignorante de todo. Inés, sentada en su cama, trataba de interpretar cada rumor, cada
palabra y cada silencio.
La garza blanca que días antes había cazado Ursúa estaba en el suelo con una pata
atada al enramado del muro y cada vez que alguno pasaba cerca aleteaba, asustada.
Entraban y salían los capitanes moviéndose más de lo necesario. Se daban
órdenes los unos a los otros y nadie hacía nada, en realidad.
Más tarde acudieron a la casa de Ursúa todos los que estaban advertidos
anticipadamente de lo que iba a suceder. Al entrar Lope de Aguirre vio que salía el
pajecillo Lorca con varios paquetes y le preguntó qué era aquello y adónde iba.
—Éstos son —dijo Lorca muy serio— los cabodaños.
Es decir, los regalos que Ursúa tenía preparados para fin de año. Eran cinco para
los cinco chicos que trabajaban como pajes con diferentes capitanes. Lope de Aguirre
preguntó:
—¿Hay uno para Antoñico?
—¿Pues no ha de haberlo? Ya digo que hay para todos.
—Llévalo a mi casa y entrégalo a Elvira.
Dijo Lorca que eso pensaba hacer. Tenía aquel chico los ojos agrandados por el
espanto, pero hablaba como si nada hubiera sucedido. Pensó Lope de Aguirre que el
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paje no acababa de creerlo, porque cuando las cosas son demasiado espantosas se
hacen irreales y a Aguirre cuando era joven le pasaba lo mismo.
El bohío estaba lleno de gente de armas.
Allí estaban los más responsables y una vez reunidos enviaron a buscar a los que
faltaban.
Algunos soldados, mostrándose dolidos de la muerte de Ursúa, eran conducidos a
empujones o a culatazos de arcabuz y como protestaban se oían disputas y voces.
En casa del gobernador muerto, los negros acababan de abrir una profunda fosa
dentro mismo de la habitación donde murió y enterraron en ella los dos cuerpos, el de
Ursúa desnudo.
Los que aguzaban el oído tratando en vano de oír el llanto o las lamentaciones de
doña Inés no acababan de salir de su asombro, y viendo que Lope iba y venía y daba
órdenes y disponía las cosas alguien preguntó quién era el jefe del campamento y
Zalduendo y La Bandera señalaron al mismo tiempo a don Hernando de Guzmán,
quien afirmó con la cabeza, se situó en el lugar presidencial, pidió silencio y dijo que
nombraba maestre de campo a Lope de Aguirre si nadie se oponía.
No habiendo sido contestado el nombramiento, quedó Lope con el puesto más
importante después del que tenía Guzmán.
Lo primero que quería hacer Lope de Aguirre —según dijo— era poner en hierros
a los amigos más allegados del difunto Ursúa, pero don Hernando se opuso
enérgicamente, diciendo que no parecía bien comenzar a ejercer su oficio con
violencia y que lo que había que esperar era, por el contrario, la pacífica persuasión
de todos en aquella nueva etapa de la jornada del Dorado.
Mandó entonces Lope de Aguirre, bajo pena de muerte, que ningún soldado
hablara a nadie en voz baja y que todos lo hicieran en voz alta y clara y con palabras
inteligibles, de suerte que los demás supieran de qué se trataba. Parece que algunos se
descuidaron, porque tenían por costumbre hablar más bajo que los otros, y fueron
sobresaltados con amenazas. También prohibió Lope que ninguno saliera en toda la
noche del lugar donde estaba. Luego hizo sacar los barriles de vino de consagrar y del
que para su uso llevaba el gobernador y allí lo repartieron. Todos bebían menos Lope
de Aguirre, que seguía vigilante y armado hasta los dientes.
Cuando fue de día Lope de Aguirre mandó tocar llamada y acudieron los que
faltaban y entonces, viendo el nuevo maestre de campo que estaban todos menos los
que se fueron con Sancho Pizarro a descubrir tierra y no habían vuelto aún, habló con
su estilo nervioso, razonable y violento a un tiempo mismo:
—Caballeros, soldados, hermanos míos —dijo—, bien creo que os habéis
extrañado de este negocio y de cómo se ha hecho y algunos de vuesas mercedes nos
echarán la culpa por no haberles dado conocimiento y otros quizá porque no se hizo
antes. El no dar conocimiento a vuesas mercedes ha sido porque donde hay muchos
buenos no falta un ruin que lo descubra y denuncie y este negocio convenía que fuera
muy secreto y el no haber sido hecho antes fue por servir a vuesas mercedes, ya que
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muchos días hace que nos quisimos huir y dejar a este francés como él merecía, pero
luego, pensándolo bien y para sacar a vuestras mercedes a tierra de promisión y
hacerles libres, quisimos mejor matarlo. Así lo hemos hecho por el bien de todos.
Acuérdense vuesas mercedes del mal tratamiento que ese enemigo de Dios nos hacía
y cómo nos traía avasallados, echándonos de su conversación cuando lo íbamos a ver,
y cómo se reservaba lo mejor para sí y en días de ayuno y miseria nadie comía sino
él; pero además quiero descubrir a vuesas mercedes un secreto que lo he sabido muy
cierto y es que este francés gabacho nos quería traer por aquí perdidos algún tiempo y
después salirse él solo o con los más adictos y dejarnos en despoblado y sin repuesto
de armas ni comida. Buscaba de ese modo liquidar sus deudas y sus compromisos y
buscar después otro nombramiento en Quito para las tierras del norte, que tenemos
documentos que dan testimonio y constancia. Siendo así, ¿qué íbamos a hacer sino
defendernos? Lo hecho bien hecho está y no podía ser de otra manera.
Siguió diciendo cosas contra Ursúa que convencían o no, pero en todo caso
aflojaban la tensión del silencio y de la distancia entre los conjurados y los otros. Al
final, anunció que iban a hacer delante de todos algunos nombramientos más para el
buen orden de la armada, y, confirmados los cargos de gobernador y de maestre de
campo en las personas de don Hernando y Lope de Aguirre, se hizo el nombramiento
de capitán de la guardia a favor de Alonso de la Bandera. Éste aceptó contento,
pensando que el cargo le permitiría alguna autoridad cerca de la viuda de Ursúa,
porque la guardia estaba al lado de su bohío y cuando navegaban se instalaba en el
bergantín.
Nombraron luego capitanes de infantería a Lorenzo Zalduendo, a Cristóbal
Hernández y a Miguel Serrano de Cáceres. Capitán de a caballo a Alonso de
Montoya. A Alonso de Villena lo hicieron alférez general. Alguacil mayor y
barrachel o borrachel, como se solía decir, al mulato Pedro de Miranda y pagador
mayor a Pedro Hernández. Dejaron sin cargos entre los que habían intervenido en la
muerte de Ursúa sólo a dos personas: al adusto Martín Pérez y a Juan de Vargas, el
canario.
Lope dijo a Martín que no le daba puesto alguno en aquel momento por tenerlo en
consideración para mayores desempeños y que sería remunerado y gratificado en la
primera ocasión que se ofreciera. Insistió en que tenía muy especial cuenta de su
persona. En cuanto a Vargas, el canario, no atendía por el momento sino a la curación
de su herida —una estocada en el hombro— y nada quería saber de prebendas.
Para que no dijeran que todo quedaba entre el grupo que hizo las muertes, Lope
nombró jefe de navegación a un portugués llamado Sebastián Gómez y capitanes
supernumerarios de infantería al comendador Núñez de Guevara —el que había visto
la sombra funesta junto a la casa de Ursúa y oído su trágico advertimiento— y a
Pedro Alonso Galeas, capitán responsable de las municiones a Alonso Henrique de
Orellana y almirante de la mar a Miguel Robledo.
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Nombraron justicia del campo a Diego Belalcázar, quien al recibir la vara pareció
sorprendido y dijo, no sin algún balbuceo:
—Yo la recibo en nombre del rey don Felipe, nuestro señor.
Fue mal acogida esta declaración y Belalcázar rectificó, aunque se veía que era
por prudencia, ya que tal como estaban los ánimos en aquel momento no podía hacer
otra cosa. Pero Lope de Aguirre había quedado irritado por el incidente y alzó la voz:
—Debo declarar a vuesas mercedes que he sido y soy traidor y lo repito para que
vean que no hay que esperar desde ahora nada de nadie sino de nuestra espada. ¿Qué
es eso de recibir dignidad alguna en nombre del rey? ¿De qué rey? ¿Del que va a
cortarnos la cabeza si puede habernos a la mano?
Villena, alférez general, dijo:
—Por vida de Dios que Lope dice bien.
—Yo tengo que decir mi palabra —respondió La Bandera— y es que matar a
Ursúa no ha sido traición ninguna, sino servicio del rey y muy buen servicio, porque
Ursúa no quería buscar ni conquistar ni poblar tierra teniendo tan buena gente y
habiendo gastado su majestad tantos dineros de su caja. Yo no soy traidor y al que me
llame traidor le digo que miente por la mitad de la barba y que con iguales armas o
con menos me mataré con él si es preciso.
Lope se puso un poco pálido y fue a responder, pero los otros intervinieron y le
rogaron que diera por acabado el incidente. Lope murmuraba: «Ya se ve que La
Bandera tiene miedo del rey». La Bandera, que lo oyó, dijo en voz colérica que no
había hablado de aquella manera por miedo y que tan buen corazón tenía como los
otros y un pescuezo no peor para darlo a la horca si llegaba el caso.
La gente se dividió en grupos. Algunos soldados fueron a Lope y le insistieron en
la desvergüenza de La Bandera, pero Lope los atajaba:
—Calma, señores, que cada día trae su afán.
El cura Alonso de Henao, que estaba en la puerta, se escandalizó al oír en labios
de Lope aquellas palabras de los evangelios y se retiró, encontrando por el camino al
padre Portillo. Como al morir Ursúa había perdido Henao su obispado, se hablaban
ahora los dos sacerdotes de igual a igual.
Con la patrulla de Sancho Pizarro habían ido también cinco o seis indios. Y les
sucedió un incidente que pudo costar la vida a dos de ellos y a un español. Vale la
pena relatarlo para ver la rara inteligencia de algunos animales salvajes y en este caso
de los jaguares del Amazonas, tan feroces como los tigres del Asia.
Dos indios y un soldado entraron en la selva buscando algo de comer y
marchaban en fila y a alguna distancia unos de otros. El soldado iba delante con un
arcabuz y el indio que lo seguía con una lanza. El tercero iba sin armas, con sólo una
cuerda al hombro.
Se separaron algún trecho los tres y apareció entre los arbustos un jaguar que se
lanzó sin rugir ni otra señal que revelara su presencia contra el indio que iba sin
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armas. Era seguro que había dejado pasar antes a los hombres armados para caer
sobre el menos peligroso.
De una zarpada a la cabeza el animal arrancó al indio el cuero cabelludo, que le
quedó colgando sobre los ojos. El indio se sintió perdido, retrocedió y pidió auxilio.
Llegaba el otro indio en su ayuda y el jaguar, dejando al herido, fue sobre el que le
amenazaba y de un manotazo le arrancó una oreja y parte de la mejilla. Disparó
entretanto el soldado su arcabuz y le acertó, aunque ligeramente, al animal. Éste se
lanzó sobre el soldado y lo hirió también de una zarpada. El animal se quedó
entonces con sus tres enemigos heridos y sangrantes a una distancia igual de los tres,
esperando para acometer al que le pareciera más peligroso en un momento
determinado. Y miraba al uno y luego al otro mostrando los dientes y gruñendo y
vigilando. Por fin, otro tiro de arcabuz lo mató.
Cerca de aquel lugar encontraron un pavo silvestre medio desplumado y comido.
Lo que quedaba del ave y el cuerpo entero del tigre fueron asados por Sancho
Pizarro, que además de soldado era gentil cocinero. Los indios y el arcabucero no
tardaron en curar, porque lo bueno que tenía aquel clima era que el que no moría en el
acto se curaba más pronto que en otras latitudes.
Lope de Aguirre y don Hernando estaban preocupados pensando cuáles serían las
reacciones de Sancho Pizarro cuando llegara y se enterara de lo sucedido, porque
Sancho era muy partidario de Ursúa y también lo eran los soldados que llevaba
consigo. Enviaron algunos hombres seguros para que vigilaran los caminos y cuando
el destacamento volvió le salió al encuentro Lope con una patrulla fuerte y explicó a
Pizarro lo sucedido, diciendo que había sido una decisión de todo el campamento y
muy en servicio del rey. Como hombre sagaz, Sancho Pizarro dijo a todo que sí y
fingió estar de acuerdo, agradeciendo que le hubieran nombrado sargento mayor del
campo.
Luego dio cuenta Sancho de sus descubrimientos, que carecían de importancia,
pues sólo encontró dos pueblecillos sin riqueza alguna y casi sin habitantes y donde
los mismos indios estaban muy necesitados. Se veía que en todo lo que descubrieron
y exploraron no había disposición para la vida humana en términos decentes. Eso fue
lo que dijo Pizarro.
Así pues, descartaron la posibilidad de entrar tierra adentro los que todavía
mantenían aquella ilusión, que no eran por cierto los principales amotinados.
Uno de los pajes que tenía Ursúa, el llamado Lorca, se puso a las órdenes
personales de Guzmán.
Antoñico quedó con Lope, ya que en vida de Ursúa, como hemos visto, había
tomado amistad con el vasco y con su hija Elvira, quien consideraba al muchacho
como un hermano menor. De once años, Antoñico era bastante gallardo para esa edad
y no cuidaba de banderías ni de motines, pero se ocupaba mucho de la selva y de sus
misterios y estuvo contando a Elvira que había visto un ave de vuelo blando y larga
cola que decía al cantar y repetía una vez y otra: «María, ya es de día». Así como el
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jacurutú anunciaba la noche lúgubremente, este otro pájaro anunciaba el día con
jovialidad.
Elvira recordaba la otra ave que también hablaba español y decía cuando alguien
entraba en la selva: «Ya te vi, ya te vi».
Las tinieblas y el alba tenían sus adecuados heraldos en la selva. «María-ya-es-de-
día» y «Ya-te-vi, ya-te-vi» eran los primeros cada amanecer, según el paje Antoñico.
Otra criatura extraña de la selva decía «toró-toró» siempre repetido y casi con voz
humana. Era un animal un poco grotesco, que respondía cuando le hablaban, pero no
tenía más voces que aquellas dos. Antoñico a veces gritaba en medio de los árboles
sin ver animal ninguno:
—¿Dónde estás?
E inmediatamente contestaba el animal:
—Toró-toró.
No era ave, sino un mamífero que reptaba por los árboles y vivía en ellos y tenía
una cara extraña con cierto aire de mujer y pelaje gris blanco. No atacaba. Y
Antoñico le decía:
—¿Dónde estás, gran bellaco?
—Toró-toró —respondía el otro.
Aunque nadie había ido a ver a doña Inés después de los trágicos sucesos, se
hablaba mucho de ella y con muy poco respeto. La Bandera salió una vez en defensa
de su honor y se burlaron los otros diciendo que doña Inés había matado a Ursúa con
sus hechizos y que tuviera cuidado no fuera a matarlo a él también.
—Y a fe —decía La Bandera, pensativo— que hay mujeres en el mundo con las
que vale la pena correr el riesgo.
Zalduendo lo creía también y a veces se quedaban los dos mirándose con la
expresión vacía. Todavía a los dos los miraba Lope con reservas cazurras.
Lope, que parecía el más justificado en sus rencores contra Ursúa, era también el
único en el grupo de los conjurados que no se había manchado con sangre. No
acababa de entenderlo él mismo y miraba a Zalduendo y sobre todo a La Bandera
como a individuos que habían hecho su trabajo, el que le correspondía a él. «Es
natural que a mi edad —pensó— yo me sirva de jóvenes». Claro es que ninguno de
los dos había sacado la espada por servir a Lope, sino por diversas razones, la primera
el recuerdo del capitán Frías y su colega decapitados por Ursúa en Santa Cruz.
Habían sido muy amigos de ellos. Y La Bandera por amor y codicia de doña Inés.
No se entendía Lope con La Bandera, quien se había manchado de sangre y
quería haberse manchado por el rey. Al mismo tiempo, Belalcázar recibía la vara de
justicia por el rey también. El único tal vez que no se había manchado de sangre era
Lope y sin embargo era también el único que había dicho de sí mismo que era un
traidor y que lo tenía a gala.
Pocos días después, don Hernando, haciendo uso de su autoridad como
gobernador y general del campo, convocó a asamblea y pidió los pareceres de todos,
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capitanes y soldados, acerca del futuro inmediato, de lo que había que hacer y de si
había que ir o no en busca del Dorado. Dijo que aquellos pareceres de todos deberían
ser escritos y firmados en un papel y que así el acuerdo sería legal.
Se adelantó a decir su opinión, según la cual lo mejor sería mantener los planes
primeros y tratar de descubrir, conquistar y poblar el Dorado, y así, una vez
descubiertas aquellas naciones, el rey lo tendría por gran servicio y les perdonaría la
muerte de Ursúa y de Vargas. Pero sería bien para descargo de todos que se hiciesen
luego informaciones y se buscara la opinión de los más importantes del ejército y
mejor aún de los soldados todos, y si acordaban seguir los planes de Ursúa había que
dejar escrita una declaración diciendo que Ursúa no quería llevarlos adelante ni ir a
Omagua ni al Dorado y andaba remiso y engañador.
Todos recordaban —siguió diciendo Guzmán— la condición intolerable de Ursúa
y había que tratar de hacer bien lo que él no hacía bien ni mal. El Dorado existía y los
indios brasiles hablaban de un cacique, Guatavita, que sabía dónde estaba la laguna
de Parima en la ciudad maravillosa de Manos. Todos sabían cómo en los días de gran
solemnidad religiosa aquel cacique adoraba a su padre el sol y arrojaba a la laguna de
Parima bultos de oro del tamaño del mismo rey.
Comenzando siempre con aquella expresión de «todos sabemos…» siguió
refiriéndose a las maravillas del Dorado y al final insistió en que lo mejor sería
descubrir y poblar en nombre del rey. Así se podría decir en el escrito que para
descubrir y poblar aquella tierra fue necesaria antes la muerte de Ursúa. Añadía que
mandarían al rey más oro que mandaron Pizarro y Cortés. Y que a fuerza de oro
habrían de hacer olvidar al emperador las muertes de Ursúa y de Vargas. Acabó
diciendo que él se declaraba primer y máximo culpable de las muertes de Ursúa y de
Vargas y que aceptaba toda la responsabilidad para que vieran que no tenía miedo y
que su consejo no era por temor al castigo de nadie, sino por el bienestar y la
prosperidad de todos, en cuya opinión ponía él su voluntad, porque no tenía otra sino
la de servirles.
La idea la apoyaron enseguida Montoya y La Bandera, pero Lope se mantenía
aparte, inquieto, con la impresión de que algo se le escapaba entre las manos, y por
fin pidió la palabra y dijo:
—Míos fueron, si vuestras mercedes se acuerdan, los primeros pasos que se
dieron sobre la muerte del gobernador y también mías las condiciones que puse,
sobre las cuales todos estábamos de acuerdo. Yo no quiero repetir aquí cuáles fueron
esas condiciones, pero me remito otra vez a la buena memoria de todos, incluso de
vueseñoría el gobernador general don Hernando. Sólo pido que vuesas mercedes
reflexionen un poco antes de decidir.
No quería porfiar por no dejar en mal lugar al nuevo gobernador y para evitar que
el resto del ejército viera que andaban ya en contradicciones, discusiones y peleas.
El nuevo gobernador se quedó un poco sorprendido y pidió a Lope que fuera más
explícito y claro. Pero Lope, excusándose, dijo:
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—Lo que tenía que decir lo he dicho ya y que cada cual recuerde los términos
establecidos antes de emprender lo que hemos hecho y consulte su propia conciencia
de hombre y de soldado.
Nadie contestó. Parece que algunos coincidían con Lope de Aguirre y lo dijeron y
éste no pudo menos de vanagloriarse para sus adentros. Pero don Hernando insistió
en que cualquiera que fuera la opinión de Lope sería bueno hacer una declaración
general sobre las causas de la muerte de Ursúa y que todos la firmaran. En aquel
documento habría que comenzar diciendo que Ursúa no tenía respetos humanos…
—Ni divinos —dijo el padre Portillo, que acababa de entrar.
Todos lo miraron y él se ruborizó un poco.
—¿Ven vuesas mercedes? —dijo don Hernando.
Añadió que el mismo sacerdote estaba dispuesto a firmar y esto animó a algunos.
Así pues, se escribió la declaración entera, en la cual se acusaba al gobernador sin
hablar para nada de la sublevación ni mucho menos de la muerte del jefe y de su
lugarteniente. Sin más discusión fueron firmando todos.
Al llegar el turno de Lope de Aguirre, éste escribió con grandes letras: «Lope de
Aguirre, traidor». Los que iban a firmar detrás de él se sobresaltaron y Lope, que
esperaba aquel sobresalto y que daba muestras de no poder aguantar más su propio
silencio, alzó la voz y dijo:
—Caballeros, mudando mi propósito anterior voy a hablar. ¿Qué locura o
necedad es esta en que algunos de nosotros hemos dado que cierto parece más
pasatiempo y juego de niños? No es de hombres cuerdos lo que vuesas mercedes
hacen fiando su crédito de esta información que estamos firmando, porque por muy
bien escrita que esté no va a resucitar a los muertos, y habiendo matado a un
gobernador del rey pretender que con papeles como ésos nos hemos de librar de culpa
es una locura, porque el rey y los jueces saben muy bien cómo se hacen esos papeles
y para qué fines y descargos. Todo el mundo sabe en Quito y en Lima y en Santo
Domingo que si apretados cada uno de nosotros por la necesidad y la tortura nos
obligaran a declarar cosas de monta contra nosotros mismos, las declararíamos siendo
falsas. Y si eso sucede cada día en sus tribunales y justicias, ¿cuánto más fácilmente
seremos todos capaces de declarar mentiras y embustes si es en nuestro favor y en
cuestión de vida o de muerte? Yo os lo prevengo. Nadie se engañe, porque todos
matamos al gobernador y todos nos hemos holgado de ello y hasta los que no lo
sabían son culpables en lenguaje militar por consentirlo y no enterarse. Cada cual
meta su mano en el pecho y diga lo que siente. Todos hemos sido y somos traidores y
todos nos hemos hallado en este motín y suponiendo que la tierra que buscamos se
encuentre y se pueble y sea diez veces más grande que España y que de ella saque el
rey más oro que de todas las Indias juntas, el primer bachiller o letradillo que a ella
venga con poderes de su majestad a tomarnos residencia ha de cortar a vuesas
mercedes las cabezas sin preguntar a Castilla, que la ley es la ley, y con eso nuestros
trabajos habrán sido vanos. Mi parecer es que dejando esos intentos de justificarnos y
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buscar la tierra, y puesto que de todas maneras nos han de quitar las vidas, nos
anticipemos y las vendamos caras y busquemos fortuna a punta de espada en nuestra
tierra que bien conocen vuesas mercedes cuál es, digo, el Perú. En ella tenemos
nuestros amigos, que cuando sepan que vamos allá en rebelión nos saldrán a recibir
con los brazos abiertos y hasta pondrán la vida en nuestra defensa, que yo he vivido
con ellos y los conozco y lo que nunca osarían en Castilla lo osarán en estas tierras
del otro lado del mar, que parece que en la travesía de esas aguas atlánticas cambia el
espíritu del hombre. Y la idea que expongo no es mía ni es nueva, que vuesas
mercedes saben que antes incluso de comenzar la jornada del Amazonas en la que
estamos se comentaba en todas partes que el marqués de Cañete, visorrey, quería
alzarse contra Felipe II y no por sí solo, sino teniendo por mano derecha a Ursúa y
aprovechando que habiendo sido depuesto del virreinato y teniendo que dar
residencia, el nuevo virrey nombrado en Castilla don Diego de Acebo se había
muerto en Sevilla antes de embarcar, que parecía designio del cielo. Vuesas mercedes
dirán blanco o negro y que hablar es hablar y que los hechos son otra cosa, pero yo
digo que cuando todo el mundo decía en voz baja lo que vuesas mercedes han oído en
Lima y en el Cuzco y en Trujillo era porque en el ánimo de todos estaba la buena
razón del asunto y nadie se extrañará de nuestro levantamiento; al contrario, muchos
suspirarán descansados y tranquilos, que el que más y el que menos teme al rey y a
sus escribanos. Y todos querrán y podrán hacerse una naturaleza nueva a nuestro lado
y ellos y nosotros seremos unos y seremos fuertes.
Una vez más se puso a su lado Villena (nombrado alférez general por don
Hernando) diciendo: «Lo que el señor Lope de Aguirre, nuestro maese de campo, ha
dicho me parece lo más acertado y lo que a todos conviene y así yo lo confirmo con
mi voto, lo apruebo y le doy mi confianza por las buenas causas y razones como
acaba de dar y quien otra cosa le aconseje al gobernador mi señor no le tiene buena
voluntad ni le desea bien, sino verle perdido y con él a todo su campo». Y repitió,
concluyendo muy firme y enérgico: «La opinión del señor maese de campo es la
mía».
Tal vez para que no se dijera que el parecer del gobernador no tenía quien lo
defendiera, intervino La Bandera, repitiendo lo que ya había dicho, pero
explayándolo más y con acento amistoso y conciliador: «No fue traición —dijo— el
haber muerto a Ursúa ni se cometió con su muerte ningún delito, pues convino así a
todos y era lo mejor que se podía hacer por tener Ursúa otra intención que la del rey,
quien le había mandado que descubriese y poblase la tierra de Omagua y el Dorado.
Por eso su majestad fue mejor servido, yo creo, con la muerte del gobernador Ursúa,
que andaba flojo y desganado y nos llevaba a todos a la ruina y habría costado al rey
mucha gente y mucha hacienda ya gastada en vano. Y así tengo por bien que lo mejor
será disimular los que intervinimos en este negocio y mostrarnos leales al rey y hasta
esperar premio, que lo merecemos de la real mano —al llegar aquí vio que Lope de
Aguirre negaba con la cabeza y hacía señales de lástima y de burlona compasión, lo
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que irritó tanto a La Bandera que volvió a su violencia anterior—: Y quien dijere que
por estas causas de lo que hemos hecho somos traidores yo le digo que miente y lo
haré bueno donde quiera y con las armas que quisiere».
Lope fue sobre La Bandera, pero intervinieron los otros capitanes e impidieron
que la reunión acabara con sangre. Como Lope de Aguirre decía palabras
entrecortadas a media voz, llamando cobardes a los que tomaran aquella posición, La
Bandera alzó la voz otra vez:
—Ya he dicho que yo no tengo miedo de que el rey me mande cortar la cabeza ni
busco su perdón, que tengo tantos hígados como el que más y doy la vida por poco y
aún por menos si es preciso. Y así digo que, a pesar de mi opinión aquí expuesta, lo
que acuerde la comunidad será mi ley y andaré como el primero en cumplirlo.
Pero a pesar de las presiones y las discusiones de grupo tampoco en aquella
reunión se llegó a acuerdo ninguno. Al salir estaban los ánimos bastante exaltados y
continuaron todo el día las argumentaciones, aunque La Bandera, preocupado por la
idea de que lo creyeran miedoso, condescendía a veces con Lope. Era La Bandera
fuerte como un campeón olímpico y Lope de Aguirre pequeño, cojo y físicamente
insignificante. Aquella condescendencia del fuerte hería a Lope de Aguirre.
La Bandera, con toda su energía, tenía sus lados flacos de carácter. Era cierto su
deseo de volverse a congraciar con las autoridades de Lima y sobre todo con el rey.
Era el miedo del hombre que de pronto ve todos los caminos de la esperanza
cerrados. Así como Lope era por naturaleza un desesperado y con aquella decisión se
abría horizontes nuevos, La Bandera, por el contrario, era hombre de esperanzas, y al
verse sin ellas se sentía desorientado y confuso. En el reparto de los bienes del
mundo, La Bandera era de los triunfadores naturales y Lope de los que pierden. Pero
Lope tenía también su filosofía y no envidiaba a aquella clase de triunfadores sumisos
porque, como decía él, «tan presto muere don Magnífico como don Mezquino, y de
hombre a hombre, cero».
Sucedía también que La Bandera, enamorado de doña Inés, esperaba haberlo
conseguido todo cuando la tuviera a ella.
Entretanto el tiempo comenzaba a cambiar también en aquella parte del
Amazonas.
Hasta entonces habían tenido una relativa sequedad de atmósfera y un tiempo
calmo. Los mosquitos molestaban mucho en tierra y no tanto en el río. Pero
comenzaba la estación de las lluvias.
A partir de la Navidad, cada día, a la hora de la siesta, había una tormenta
estrepitosa con rayos y centellas. La lluvia caía a raudales y después de cada descarga
eléctrica aumentaba en intensidad y fuerza. Algunas veces la tormenta duraba dos o
tres horas y salía otra vez el sol. Pero era frecuente que continuara a lo largo del día y
de la noche.
Los rayos no eran color malva ni azules, como en otras partes, sino de colores
diferentes, y entre dos azules había de pronto uno color rosa, sembrando sus
Cuando Lope subía al bergantín oyó a Martín Pérez que a bordo hablaba con
Zalduendo y le decía:
—Lo de Ursúa tenía que suceder y yo sabía y lo estaba esperando hace tiempo.
Yo lo sabía por la fecha de su nacimiento, digo, por los astros.
Le extrañó a Lope que Martín Pérez hablara tanto, porque era hombre de muy
pocas palabras. Tenía una cabeza seca y mongólica, y según él nuestros actos están
acoplados al movimiento del sol, la luna y las estrellas. Así, era fatalista y no creía
que las palabras ni las opiniones humanas tuvieran mucho valor.
Por eso no hablaba.
Algunos tenían miedo de Martín Pérez por su laconismo y su manera de pasar al
lado sin detenerse, como una sombra maldita. Quizá por todo eso, o porque realmente
lo merecía, tenía prestigio como hombre de guerra. Lope lo estimaba mucho.
Acababan de subir al bergantín los últimos cuando el padre Portillo, apoyado en
la borda del lado norte, sacó su breviario y se puso a leer. Desde abajo, desde la chata
cordobesa que flotaba al lado, se oyó una voz de mujer:
—¡Padresito, quérame vos un poco!
Lope no sabía cómo entender aquello. La misma voz gritaba:
—Si no me querés un poquito me condenaré. ¡Me muero por vos, padresito!
Disgustado, el sacerdote se fue al lado contrario del bergantín sin dejar de leer su
breviario.
Zalduendo contenía la risa y otros, por el contrario, reían más fuerte de lo que
habría sido discreto. El padre Portillo enrojecía ligeramente en la frente y las mejillas,
sin apartar su vista del breviario.
Dos soldados trataban de acomodar tres iguanas vivas, pero ellas querían huir y
alguien dijo: «Mátenlas sus mercedes». Uno de los soldados explicó: «No se puede.
En media hora olerían a muerto con estas calorazas». Y el que había aconsejado que
las mataran comentó: «Tampoco huelen a vivo ahora, camarada».
Algún que otro soldado llevaba víveres, pero casi todos confiaban en el azar.
El bergantín —el único que quedaba— iba muy cargado. Se habían instalado allí,
además de los nuevos jefes, doña Inés con su criadita india y la mulata María, que
había venido siendo su doncella. Consiguió doña Inés mamparos y cortinas que la
aislaran de la gente. Pedía las cosas y las exigía como si Ursúa estuviera vivo todavía.
Por casualidad, la guardia quedaba siempre instalada cerca de donde estaba ella y
La Bandera no la perdía de vista.
Habían pasado once días desde la muerte del gobernador.
Okelé fayao-ó
lleibé nem’ore-é
Okelé fayé…
okele-fayao-ó
Umba yangós aremé?
Yangós arim etemé
Okelé fayé
Yangós arim etemé
Nu to, nau filuné
filú ga yorimé.
Andaba Zalduendo muy fino con doña Inés, a la que cortejaba a espaldas de La
Bandera, pero olvidaba todas sus finezas cuando alguien fuera del bohío de la viudita
le preguntaba.
—El metisaca gobierna el mundo —dijo contestando a una pregunta de Lope.
Las extremas humildades de Lope de Aguirre, en las que creía La Bandera,
porque los hombres fuertes suelen ser confiados, eran sospechosas para don
Hernando, quien, viendo un día trabajar a Lope de Aguirre con un mandil de cuero,
ayudando al herrero de la fragua, que fabricaba arandelas y clavos, no pudo menos de
acordarse del herrero de la Mauritania que por la noche se volvía hiena, según los
cuentos oídos en su infancia, y también de los hombres-leones (éstos no eran cuentos
infantiles, sino hechos adultos y ciertos), que caían sobre las aldeas con un cuchillo
en cada mano.
Se conformaba Lope de Aguirre con el puesto de capitán de la caballería (sin
caballos) que le habían dado, y al verlo apartado de la dirección de los negocios, los
partidarios de don Hernando se sintieron más fuertes y comenzaron a decirle al
gobernador que desconfiara de Lope y que no siguiera sus consejos. Viendo Lope que
sus enemigos rodeaban siempre a don Hernando, se le acercó una noche de improviso
con las armas puestas, a pesar de los grandes calores. Don Hernando se asustó tanto,
que con voz insegura se adelantó a hablarle:
—Me alegro mucho de que hayáis venido, porque tengo que deciros algo
importante. Cada día comprendo mejor que me huelgo con vuestra amistad y quiero
asegurar para el futuro mis alianzas de familia con vuesa merced. Por eso desde ahora
os pido, lo más grave y formalmente que puedo, que caséis vuestra hija con un
hermano mío que está en Lima y es el mayorazgo, y así, con la voluntad de Dios,
nuestras sangres quedarán reunidas.
Mientras hablaba se acordaba del herrero de Mauritania y de las hienas y los
hombres-leones. Aquello de las mezclas de sangre le parecía una expresión inexacta y
un poco siniestra, pero ya no había remedio.
Y allí estaba Lope de Aguirre, el hombre pequeño, cenceño, pero de secreta y
poderosa voluntad, que por pequeño que sea un león siempre señorea a los demás,
aunque sean jirafas o elefantes. Cuando Lope de Aguirre le vio tan nerviosamente
afable y aun rendido, le dijo, con aquella sangre fría que a veces era lo más notable de
su carácter:
—Señor, todas esas atenciones y mercedes mucho las estimo, pero me hacen
pensar que la conciencia anda escrupulosa y que desean mis enemigos, a través de las
Seguían las firmas hasta ciento noventa y dos, todas de veteranos conquistadores.
Acabada la ceremonia se disolvió la asamblea y Lope de Aguirre y Zalduendo se
pusieron a nombrar cargos palatinos para los servicios de la casa del príncipe.
En la plaza quedaron algunos grupos de soldados, todavía sorprendidos y sin
saber qué pensar. Un negro, el famoso Bemba, solo y al sol, bailaba con su propia
sombra mirando al suelo:
… yo yamo a papá Legbá.
Que quería decir: «Se esconde en estos laureles la espléndida forma de una
jovenzuela a quien, inocente, mató sangrienta mano. Su cuerpo convertido en ceniza,
es la gloria de las selvas, pues viva su hermosura desagradó al hombre».
Cuando se enteró Lope le dijo al padre Henao: «Todo me parece bien menos eso
de puellae, porque la verdad es que tenía poco de doncella doña Inés que Dios haya».
Le respondió el cura que no era puellae, sino pulloé, y que esto no quería decir
doncella, sino joven, jovenzuela.
—Ya veo —y Lope reía bajo sus barbas—. Pollita. Yo también sé mi latín, no
vaya a pensar vuesa reverencia que me gusta que me hagan la lección. Yo lo sé
también.
Y miraba al cura con aquel aire indescifrable que atemorizaba a algunos.
Muertas y enterradas Inés y doña María, y sintiéndose Lope de Aguirre sosegado
por la victoria y más o menos culpable, volvió a casa de don Hernando y le dijo,
según su costumbre, con una especie de oficiosidad arrogante:
—Vengo a daros satisfacciones del hecho de la muerte de Zalduendo, quien había
amenazado de muerte a un tan gran servidor vuestro como soy yo y ahora puede
vuecelencia sentirse seguro porque yo soy más hombre que Zalduendo para
defenderle y también más que otros en quienes tiene vuecelencia demasiada
confianza de puertas adentro. Quiera Dios que no vea el desengaño antes de mucho.
Escuchaba el príncipe pálido y sin saber qué responder y ni aun qué pensar y
Lope le dijo:
—Asómese vuecelencia a esa puerta y verá que llevo conmigo lo más veterano de
la armada y los llevo para defensa de vuecelencia y para su seguridad y para
mantener el buen orden en el campo y que nadie ose demandarse. Que si el colchón
de doña Inés trajo lo que ha traído, ¿qué podrán traer otros motivos mayores de
discordia como a diario hay en el campo?
A solas, y después de haber oído las graves confidencias de los criados de don
Hernando, se decía Lope: «¿El loco Aguirre? Bien, estoy loco, pero vuesas mercedes
van a sentir mi locura en el meollo de su razón. El loco Aguirre va a arreglarles la
vida a los cuerdos. El delirante Aguirre va a arreglar la visión, la conciencia y la vida
de los razonables. ¿El criminal Aguirre? ¿Es que alguien me llama así? Yo no he
matado con mi espada sino a otro hombre que llevaba también espada al costado y
preparaba mi muerte. Sólo a Zalduendo, sevillano falso y quimerista, embustero y
traidor, que para eso había nacido. Los demás no los he matado yo, sino el buen azar
de Dios, que por todos vela y que permite sólo aquello que debe ser permitido. No se
mueve la hoja del árbol sin la voluntad de Dios. De acuerdo. Yo no intervine sino en
el último crimen y fue porque Zalduendo había pedido permiso al jefe para
madrugarme a mí. No es fácil eso, que duermo poco y como las liebres, con un ojo
abierto. Tengo mis quehaceres, quehaceres secretos que yo sólo puedo conocer y
decidir. Dos hombres que están obligados en vida y en muerte al sevillano don
Hernando y a quienes yo no he ofrecido nada han venido a revelarme las intenciones
de su señor. A mí, al loco Aguirre. Yo estaba solo ayer, pero no lo estoy hoy, con mis
sesenta marañones armados y Carolino y Juan Primero en su bohío aguardando la
vitela sudada no necesito más en el mundo. Miserable soy, pero no más que otros. Y
tenemos nuestra justicia. Yo voy a fundar y establecer un reino a mi manera. ¿Es que
no tenemos nosotros derecho a conducirnos estúpidamente en lo alto de la pirámide
como los que están ahora? ¿Es que yo no tengo el mismo derecho que Pizarro y que
La Gasca y Hurtado de Mendoza a ser simple cuando quiera y bellaco cuando me dé
la gana con una cadena de oro cruzada al pecho que sea devoción y encomienda y
gala todo junto?».
Así hablaba Lope de Aguirre, y golpeándose el pecho con el puño cerrado añadía:
«Nosotros. Somos nosotros los que hemos venido a la jornada de Indias. Somos lo
mejor de cada familia porque somos los que no van a heredar y tienen que buscarse el
honor y el ducado a fuerza de ingenio y a punta de espada. Somos honrados, pero
¿para qué nos sirve a los que no tenemos tierra donde fundar ni rentas con que lucir?
Toda mi honradez la pongo debajo de la bota, de esta bota que se afirma malamente
en el suelo a causa del arcabuzazo que me dieron en la pierna. Un lujo, la honradez,
pero no el mejor, para mí. Tal vez para Pedrarias. No, tampoco para él. Para nadie.
Poco haría con su honradez Felipe II si no matara gente. Que ha matado más
cristianos en secreto que diez veces la gente que llevo yo en el real. Yo soy yo. Yo
soy vosotros. Yo soy todos los demás y yo soy el único entero y joven o viejo, rico o
Guedé, guedé
del alacrán que cimbrea
guedé, guedé
de la nieta de su abuela…
Lope de Aguirre creía que los negros eran como los niños con sus juegos, que si
molestan hay que tolerarlos, por su inocencia.
El pueblo que dejaron lo llamaron Matanzas, por las que se habían cometido, y al
salir hizo Lope que los remeros bogaran hacia el centro del río y después que se
acercaran al lado contrario para alejar a la tropa de aquella orilla, donde había
poblaciones omaguas, y quitarles el deseo de quedarse a poblar, pero a medida que se
acercaban a la banda contraria veían que también allí había llanuras bajas, montañas
lejanas, bosques esparcidos y señales de población. Algunos habrían deseado bajar,
porque decían los brasiles que era tierra muy rica y vecina del Dorado, pero nadie
osaba hablar por miedo a perder la vida. Y miraban con melancolía el humo de
centenares de chimeneas hogareñas subiendo en el aire quieto.
Por si acaso, Lope de Aguirre dio un bando en los dos bergantines prohibiendo a
los soldados que hablaran con los indios brasiles y que se dijera en voz alta ni baja el
nombre de Omagua y mucho menos el del Dorado.
Así fueron navegando ocho días y ocho noches, sin tocar tierra, apartándose de
una orilla y de otra para evitarles la tentación a los posibles desertores. No caminaron
mucho, porque la anchura del río era allí de doce leguas y en ir de un lado al otro se
les iba el tiempo. Como Lope no dormía sino una hora o dos cada día, y a veces
sentado (y aun algunos creían que de pie), no le importaba mucho la incomodidad del
bergantín, pero otros habrían dado algo por poder dormir en tierra firme, como había
prometido el caudillo al embarcar.
Un día, aquejados de la falta de alimentos, atracaron las naves cerca de un
poblado grande donde los indios parecían amistosos. Por si acaso, y para hacerles
abandonar los bienes que tuvieran, Lope de Aguirre mandó hacer algunos disparos de
arcabuz y, escapando los indios, la tropa acudió a sus casas y vieron que en todas
había una o varias iguanas atadas, que solían comerlas asadas al fuego. De los indios
fugitivos pudieron atrapar sólo un hombre y una mujer, que guardaron para obtener
información.
Había muchas flechas en las casas, y Aguirre, tomando una, volvió a hacer la
prueba del veneno frotándola contra la pierna de un indio hasta darle escozor y
escorche, y pocas horas después el indio murió, de lo que sacaron que el betún que
llevaban en la punta era curare. Lope lo hizo pregonar.
Luego dijo Juan Primero que no había que hacer llorar a los pájaros. También los
animalitos de pluma o pelo sufrían la tarumba del equinoccio, y los peces, pañas del
río. No había que hacerlos llorar a los pájaros. El paje Antoñico decía que él había
visto llorar a dos en una rama, pero en otro pueblo anterior.
Algunas mujeres de las que bailaban en el corro de los negros eran bastante
hermosas para indias, y usaban las mismas tangas que los marañones habían visto
desde los territorios de Machifaro, una delante cubriendo el pubis y otra detrás.
En el baile a veces había movimientos obscenos y las dos tangas chocando en la
entrepierna a compás producían en algunos indios una excitación visible. Otros indios
llamaban a aquellas piezas de cerámica babal.
Las mujeres las llevaban atadas a la cintura con hilos vegetales fuertes y
delgados, cuyo color se confundía con el de la piel, pero que se acusaban por la
presión que hacían en ella.
Al día siguiente iban a salir de aquel lugar cuando el soldado Alonso Esteban
reconoció el pueblo como Corpus Christi —así lo había bautizado Orellana diez años
antes—. Esteban se sintió de pronto muy locuaz y comenzó a contar que en aquel
lugar los soldados de Orellana fueron bien recibidos, especialmente por las mujeres
indias, en cuya compañía pasaron algunos días muy gustosos. Entonces dijo Lope de
Aguirre que comprendía por qué había muchachos con ojos castellanos entre los
indios.
Esteban añadía que la expedición de Orellana llevaba un cronista, el padre Gaspar
de Carvajal. Aquel fraile había escrito todo lo que vio y Esteban decía guiñando un
ojo: «Pero se olvidó de apuntar las intimidades de los soldados con las indias que,
como ven vuesas mercedes, son más hermosas que en otras partes».
Llegaron seis días después a unas casas fuertes que no lejos de las márgenes del
río tenían los indios sobre las puntas de maderos altos cercados por abajo con trochas
y aspilleras para flechar a salvo. Envió Lope algunos arcabuceros, pero al avanzar de
frente recibieron dos de ellos heridas de flechas. Sospechaban que las flechas
llevaban curare y uno de los soldados quería volver al real cuando otro le dijo:
—Con la ponzoña se vive tres o cuatro horas todavía, y ese espacio basta para
salir adelante con este trabajo. Si hemos de morir, hagamos antes nuestra obligación.
Los heridos siguieron avanzando. Fueron a rodear a los indios por lugares más
accesibles, pero al entrar en las casas vieron que habían podido escapar.
Ni en aquélla ni en otras viviendas encontraron comida alguna. Sólo hallaron
algunos panes de sal cocida que llevaron consigo porque estaban en gran necesidad
de ella. En verano la sal es más necesaria que en invierno, y allí era siempre verano.
Al volver, los heridos se encontraban bien, y más tarde comprobaron que las
flechas que los hirieron no tenían el betún fatal. No tardaron en curar.
Desde los Caperuzos a aquella población habían navegado mil trescientas leguas,
contando con las revueltas que daba el río. Tres días se detuvieron allí para completar
el repuesto de agua dulce, de la que fueron llenando las grandes tinajas que tenían.
A los dos días de llegar se presentaron algunos centenares de piraguas llenas de
indios de guerra que parecían dispuestos a atacar. Por fortuna, las flechas que
llevaban tampoco estaban envenenadas, y así lo comprobó Lope de Aguirre, que con
una de ellas frotó y escorchó a Pedro Gutiérrez, antiguo amigo de Ursúa, en el brazo,
sin que muriera.
Por cierto que Gutiérrez protestó:
—Haga vuesa merced la prueba con un negro —dijo.
—No. Yo los necesito a los negros.
—¿Para qué?
—Para dar garrote a vuesa merced si se tercia.
Vaciló un momento Gutiérrez y luego soltó a reír y comentó:
—¡Vive Dios, que hasta la muerte es ya cosa de risa en estos lugares!
Los indios no atacaron. Por el contrario, les llevaron víveres. Siguieron un día
más tarde el viaje y encontraron un pueblo bastante grande. Cuando lo vio Esteban
comenzó a dar voces:
—Ésta es la tierra de las amazonas, que yo me acuerdo bien.
Le preguntaba Lope de Aguirre si había allí mantenimientos u oro o algún otro
bien natural.
Ou - é
Ou Kogá jou va-yé
llava Kogá yé
Ou - é
Va Kogá jou va-yé
Na va-bou-moma-yé
Ou - é
Bou moma yauyoumé
Ou - é
Va Kogá jou va-yé
Na ba-vou-momá-yé
Ou - é
Yeité - na - dedaghé.
Entonces se puso a explicar Lope de Aguirre a los soldados por qué habían
vencido tan fácilmente en la isla y decía que mejor vencerían en la tierra firme.
Hablaba a la sombra de los ahorcados:
—Vuesas mercedes han visto que estas gentes y las de allá se pasan la vida
abanicándose debajo de las palmas mientras los indios se descuernan sobre las
sementeras y después debajo de las aguas del mar buscando perlas para ellos y son
gentes que juran por el rey y por la reina y por el pontífice de Roma y a su sombra
guardan lo que tienen y roban lo que pueden bajo capa de personas decentes. Esas
gentes comienzan a saber quién soy y fuerza es que acaben de aprenderlo. Vivimos en
un tiempo en que la tierra será para quien se atreva a ganarla con sangre y sudor y yo
soy uno de ellos y mis marañones son otros tan buenos como yo. Yo sé adónde voy y
adónde llevo a vuesas mercedes y nadie podrá apartarme de mi camino, porque en él
me han puesto la vieja saña de mi corazón y la justicia de mi cabeza, que si no marca
los minutos como la de Sánchez sabe muy bien dónde está la ley. No la del rey
Felipe, sino la de la sangre de los hombres naturales que ven su vida acabada y su
gesto torcido por las balas de los arcabuces sin que nadie parezca haberse querido dar
Daba la mestiza dos vueltas sobre sí misma y respondía con otra letra siempre
resbalando hacia lo procaz. Cuando se tiene alcohol en la sangre todas las cosas
hacen gracia, porque con el alcohol ha entrado el diablo de la risa —en su origen la
palabra árabe alcohol quiere decir el diablo— y lo demás es sólo pretexto:
Y se entreperseguían torpemente. Los que más gozaban con todo aquello eran los
pajes, que no teniendo ocasión de alternar de igual a igual con los marañones
aprovechaban aquélla y bebían y juraban como los demás.
Hablaba Martín Pérez con Carolino sobre las ejecuciones recientes, pero según
órdenes de Lope no quería el negro decir más de lo indispensable. Evitaba hablar de
aquellas cosas, aunque viendo la curiosidad del maese de campo no podía menos de
responder y se limitaba a decir sí o no.
El negro y la mestiza seguían cantando y bailando.
La embriaguez de algunos era silenciosa y retraída y la de otros parlanchina,
como suele suceder. Los habladores al principio solían evitar el tema peligroso: Lope
de Aguirre. Pero a medida que avanzaba la fiesta y circulaban las botellas las lenguas
se desataban, aunque nunca en alta voz. Aquí y allá se formaban corrillos y se
hablaba.
El nombre de Lope no se citaba nunca, porque cada cual recelaba del vecino y ese
recelo había sido creado por el caudillo marañón y había sido su precaución más sutil.
… al agua se va Lamgbé
—Mamá.
Al aire se va Lamgbé
—Ganá.
Llevaba Carolino el cigarro encendido, un cigarro que iba quemándose solo. Daba
el humo un aroma dulce que invadía los sótanos y de vez en cuando el negro
guardaba el humo en su boca y lo iba soltando por la nariz, despacio, grave y
bailador.
Oyó desde allí Martín Pérez dos truenos horrísonos y se sentó en un banco que
había arrimado a la pared, con la cabeza entre las manos. Quiso ver de pronto si
Carolino tenía con él la misma confianza que con Pedrarias, pero no podía
comprobarlo porque estaba muy ocupado el negro con el cigarro y con el constante
apisonar de sus pies desnudos. «Cuando comience a llover —pensó Martín— volveré
arriba».
Al enterarse la gobernadora doña Aldonza de la muerte de su yerno el
gobernador, anduvo preguntando dónde lo habían enterrado y por fin logró que
Carolino se lo dijera. Doña Aldonza llevó un ramo de flores a los sótanos y lo dejó en
tierra, pero por error en el lado que correspondía a la tumba del alguacil.
Tenía mérito aquella visita de doña Aldonza, porque era reumática y bajaba y
subía las escaleras con dificultad. Al ver a Carolino allí doña Aldonza señaló la
tumba y dijo:
—Ya lo hicieron marqués a mi yerno.
Luego se puso a hablar de su hija, que quedaba viuda y sola en la flor de la edad,
y Martín creía adivinar en el tono de su voz una especie de contento disimulado.
Cuando salió Aguirre para Punta de Piedras con sus marañones el perro Solimán
que había sido del gobernador comenzó a caminar a su lado, muy decidido, pero al
ver que se alejaban de la ciudad abandonó al escuadrón de jinetes y volvió al trote
camino de la fortaleza. En la ausencia de Lope de Aguirre se adhirió al maestre de
campo Martín Pérez, de quien no se separaba. Aquel animal tenía el instinto de las
jerarquías.
Hacía Solimán cosas graciosas: saltaba por el rey, se ponía en dos patas y
caminaba cojeando sin estar cojo.
El caudillo con sus ochenta soldados bien montados fue a ocupar posiciones
disimuladas cerca de Punta de Piedras, donde esperaron más de veinticuatro horas.
Un campesino indio se acercó a decirles que el provincial acababa de salir otra vez
para la bahía más próxima de Yua. Entonces Lope decidió volver a rienda suelta y
tratar de llegar antes que el provincial para evitar que éste con las tropas que llevaba
pudiera hacer algún daño.
Al trote largo llegaron los ochenta jinetes de regreso a la ciudad antes que el
barco entrara en la bahía y aun antes de que sus velas asomaran por el horizonte.
Viendo que no había novedad fueron todos a la fortaleza.
El perro Solimán llegose a Lope de Aguirre y el vasco le dio con el pie:
—¿Qué clase de perro sois —le dijo— que en cuanto salís media milla de la
ciudad os acojonáis?
Los soldados próximos rieron y Solimán, receloso, buscó otra vez la amistad del
maestre de campo que llegaba:
—Sin novedad, fuera de que ayer hicimos banquete y algunos se emborracharon.
—¿Hablaron más de la cuenta, supongo? —preguntó Lope, esperando que en la
ligereza de las lenguas se habrían denunciado todavía los posibles enemigos secretos.
—Algunos, sí.
—¿Quiénes? ¿No seríais vos también?
—Mi vino es callado y discreto —bromeó el maese de campo, un poco pálido.
Esperaba Lope saber más adelante quiénes habían hablado y qué habían dicho.
Era con aquel fin como recomendó el día anterior a Martín que agasajara a la tropa y
les diera vino en abundancia.
Como siempre que volvía del campo, aunque su ausencia hubiera sido corta, fue a
ver a la Torralba y a su hija y las halló en alegre camaradería con otras mujeres de la
Margarita.
El diablo te lleve,
pero dígale que no…
Al aparecer Lope de Aguirre con los tres hombres desarmados dijo Carolino:
—Ahí dentro están los otros, señol, digo la escuadra de la guardia con almas,
señol.
—Haced vuestro trabajo —respondió Lope— y no los llaméis.
Después del encuentro en la selva sin que pudieran llegar a las armas, los del
rey se retiraron a la salida del bosque y allí García de Paredes esperó con sus sesenta
hombres a Aguirre en una emboscada, pero el cielo, que había estado nublado, se
despejó y salió una luna muy clara.
Sabiendo que era inútil intentar la sorpresa, las pocas tropas de García de Paredes
se retiraron sin atacar. Gutiérrez de la Peña estaba en Tocuyo, tratando de reclutar
gente, todavía.
Habrían entrado los del rey en Barquisimeto, siguiendo a García de Paredes, que
era hombre de gran estatura —como su famoso padre— y astuto en la guerra y en la
paz. No teniendo como no tenían sino tres o cuatro arcabuces no podían quedarse en
el pueblo a merced de los de Aguirre, y salieron y acamparon una legua más atrás,
con vigías y atalayas.
Al salir dejaron en todas las casas de la aldea ofrecimientos de perdón firmados
por el presidente de la audiencia de Santo Domingo y por el gobernador Collado, que
decían: «Don Felipe II, a vos el licenciado Alonso Bernáldez y a vos el gobernador
don Pablo Collado, porque entendemos que muchos de los soldados del tirano Lope
de Aguirre andan presos y forzados, por la presente os damos poder e facultad para
que en nuestro real nombre podáis perdonar o perdonéis generalmente a toda la gente
y soldados que pasaren a nuestro servicio cualesquiera delitos, traiciones,
alzamientos, tiranías y muertes y otros insultos hayan cometido en el tiempo que
andaban debaxo del dicho Lope de Aguirre. Santo Domingo, 6 de octubre de 1561».
Pocos días después llegó otra vez de Tocuyo el general Gutiérrez de la Peña con
veinticinco hombres, dos arcabuces y más cédulas de perdón.
Traía también una carta de Collado para Lope de Aguirre, invitando al caudillo
marañón a pasarse al servicio del rey, prometiéndole que por lo sucedido hasta allí no
le haría el gobernador ningún daño. Antes lo enviaría a los piadosos pies de su
majestad, con quien le recomendaría y sería buen testimonio para que confirmase lo
que prometía en su real nombre a él y a sus soldados. Añadía que si, a pesar de todo,
prefería seguir en sus malos propósitos, le rogaba, por excusar muertes de tantos
como estaban amenazados en encuentros y combates, que accediera a verse con él a
solas en batalla personal y con iguales armas, de modo que el campo quedase para el
que venciera.
Después de haber escrito aquello, Collado se puso enfermo de aprensión con el
temor de que aceptara Aguirre el reto personal.