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ROSA MONTERO

       EL PAÍS  -  Última - 05-05-2009

       Un cabrilleo de agua y sol en el mar, o quizá en una piscina. El


       cuerpo caliente y esponjoso como pan recién hecho.

       Sombras en la noche, una pesadilla. Las manos de tu madre


       encendiendo el mundo, disolviendo los monstruos. Ordenando las
       cosas. Carreras jadeantes, frenéticas risas, juegos de niñez en
       patios retumbantes. Melancolía aguda de lo aún no vivido.
       Intuición adolescente del resto de tu vida. Deliciosa tristeza.
       La carne, un tesoro. El vertiginoso misterio de los cuerpos. El
       amor estallando como una supernova y dejándote ciego. Y también
       el desamor: un agujero. Una noche de agosto en pleno campo, un
       alboroto de cigarras, una luna llena de color naranja que parece
       el decorado de un teatrillo japonés, el tiempo por una vez
       piadosamente detenido. La plenitud, que siempre es sencilla.
       Mirar a un amigo, mirar a tu amante y ver en sus ojos el pasado
       común. Contemplarte en los otros como en un espejo. La serenidad
       que llega tras las lágrimas. Y también todas las risas
       compartidas, los momentos de juego, las carcajadas dichosas.
       Todos los libros leídos, las músicas gozadas, los besos
       recibidos. Y una conversación una tarde de invierno comiendo
       chocolate frente a la chimenea. La alegría de vivir. Y la fugaz
       y espléndida belleza. Una noche de angustia. Intuición de la
       muerte. Una mano en la tuya. La cama es una balsa en mitad del
       naufragio. Una novela leída al lado del lecho de un enfermo
       mientras llueve. Torbellinos de polvo en un rayo de sol, un
       universo ínfimo. Un cabrilleo de agua. El último chispazo. Esta
       poca cosa, o esta enormidad, es una vida.

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