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BENEDICTINA
Ensayo histórico
García M. Colombás
págs.
Introüuccl6n • H
Bibliografía 17
8
Humildad, paciencia, obediencia 240
La Escritura, carta de Dios a los hombres 245
La «lectio divina» 254
La contemplación 262
La eucarislia y el trasmundo 271
Conclusión 509
10
INTRODUCCIÓN
* * *
11
presentan un gran papel en la parádosis benedictina. Todo lo que
vive en este mundo tiene su auge y su declinación. Y si es algo que,
desafiando los años y los siglos, se prolonga durante largo tiempo,
se halla sometido ^invariablemente a un proceso en que alternan la
deformación —o la transformación— y la reformación. Entre
ambas suele darse un período más o menos largo de estabilidad
—o marasmo— más aparente que real, pues apenas se acaba el
progreso, se inicia la decadencia. Las plantas vivaces pueden ilus-
trar este proceso. Se siembran, brotan crecen, florecen, dan fruto,
se marchitan, parecen morir, pero, en primavera, reviven y vuel-
ven a someterse a las distintas fases de su ritmo vital. Así sucede
con la tradición benedictina. La única fase que no se repite en su
historia es, naturalmente, la primera, la de su formación.
La primera, y también la más oscura. Se ha hablado del «mis-
terio de san Benito». N o es una exageración. San Benito, en reali-
dad, más que un personaje conocido por la historia, es un perso-
naje conocido por la fe: la fe que quiera prestarse al libro segundo
de los Diálogos de san Gregorio Magno. Por extraño que resulte,
todo lo que se diga de san Benito se basa, al fin y al cabo, en lo
que tuvo a bien relatarnos acerca de él Gregorio Magno. N o po-
seemos ninguna otra fuente, absolutamente ninguna, que trate de
él, ni siquiera que le mencione. Y Gregorio no pretendió escribir
una biografía, sino presentarnos la silueta admirable de un profe-
ta y taumaturgo, de un varón poseído por el Espíritu de Dios, y
para ello le bastaba contarnos sus milagros, sus profecías y visio-
nes.
El varón de Dios —certifica san Gregorio— escribió una regla
de monjes. Y numerosos manuscritos nos han conservado una re-
gla monástica que atribuyen unánimemente a san Benito. Hablan-
do en puridad, la Regla de san Benito constituye el único elemento
verdaderamente sólido, indisputable, que poseemos. Ella es tam-
bién la base principal de la tradición benedictina. El prénsente vo-
lumen no podía menos de dedicar sus primeras páginas a la expo-
sición del rico contenido de este documento, uno de los pocos
realmente esenciales del monacato de Occidente.
Se ha dicho y repetido que el verdadero fundador de la Orden
de san Benito es san Gregorio Magno. Claro que se trata de una
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exageración, pero sólo de una exageración. Sin san Gregorio Mag-
no, con toda probabilidad, no existiría la tradición benedictina. El
primer monje que se sentó en la cátedra de san Pedro marcó con
su impronta inconfundible todo el monacato que se dice benedic-
tino. A san Gregorio Magno se le consagran tres capítulos: uno
sobre lo que nos ha relatado acerca de la vida y la figura de san
Benito; otro sobre su propia vida y su actuación en beneficio de
los monjes y las monjas, incluida la llamada «misión inglesa», que
tanto influyó en el desarrollo del monacato benedictino; otro a la
exposición de su doctrina espiritual. San Gregorio, pienso, es más
que un testigo de la tradición benedictina en la época de su forma-
ción: su obra forma parte de la parathéke benedictina, es decir,
del depósito que la parádosis fue transmitiendo de generación en
generación.
Los siglos vi y vn pueden considerarse como la época de la vi-
da oculta de san Benito y su Regla, así como el v m es el siglo de su
manifestación y el ix el principio del proceso de su imposición; un
proceso que inician Luis el Piadoso y Benito de Aniano, y no se
cierra en algunas regiones, como España, hasta el siglo xi, en ple-
no «imperio de Cluny». Ahora bien, esa «vida oculta», de la que
poseemos tan sólo unos pocos e inconexos testimonios, se desa-
rrolló en un ambiente que sí nos es conocido: el período de la his-
toria monástica conocido por el de la regula mixta o, seguramente
con más propiedad, de la «regla del abad». Los abades, en efecto,
bajo la jurisdicción —unas veces favorable, otras neutra y otras
perniciosa— de los obispos respectivos, regían a sus comunidades
como Dios les daba a entender, cuando no se guiaban por sus pro-
pias inclinaciones, a veces no tan santas como debieran ser, inspi-
rándose en las reglas u otros documentos de la tradición monásti-
ca contenidos en el codex regularum que no solía faltar en ningún
monasterio. Dos capítulos del presente volumen están dedicados a
las reglas monásticas compuestas a lo largo de los siglos vi y vil, y
a la vida monástica que en ellas se refleja.
Es de experiencia diaria lo bien fundado del adagio que dice:
«una cosa es la teoría y otra la práctica». Las reglas nos dicen más
bien lo que la vida monástica debía ser, a juicio de quienes las re-
dactaron, que lo que realmente era. Por eso he creído imprescindi-
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ble emprender una excursión a través de los diversos monacatos
que en esta época florecían —o languidecían— en Occidente. Por
razones meramente prácticas he dividido la materia en tres capítu-
los, que titulo: el monacato peninsular —Italia e Hispania—, el
monacato insular —Irlanda y Gran Bretaña— y el monacato con-
tinental, en el que se incluyen el tradicional, representado sobre
todo por Lérins, y el nuevo, implantado por los monjes irlandeses
y continuado por los francos en un territorio tan vasto que va del
Sena hasta Baviera. Las grandes e influyentes figuras de Cesáreo
de Arles, Fructuoso de Braga, Columbano y otras adquieren en
este repaso de historia monástica lodo el relieve de que son acree-
doras. El interés que tienen estas diversas parcelas del ordo mo-
nasticus para el estudio de la tradición benedictina me parece evi-
dente. Todas —unas más y otras menos contribuyeron a su
plasmación y, en cierto modo, se integraron en ella. Algunos de
los rasgos importantes que la configuran no proceden evidente-
mente de la Regla de san Benito, sino de otras tradiciones. Ade-
más, los futuros benedictinos fueron los sucesores y herederos de
los monjes que vivieron en los siglos vi y v n de cuño lerinense, ar-
tesiano, fructuosiano, columbaniano, etc. Cuando la Regla bene-
dictina penetraba en un monasterio, fuera por voluntad de los
monjes, fuera por imposición ajena, no se transformaba, eviden-
temente, de la noche a la mañana, sino que conservaba durante
largos años y acaso nunca perdía del todo las esencias tradiciona-
les de que había vivido hasta entonces. Esto explica en gran parte
el pluralismo irreductible y característico del mundo benedictino
desde los siglos más remotos hasta nuestros días.
* * *
14
maduros. Parece indudable que durante muchos años dominaron
en las comunidades los monjes italianos, hispanorromanos, galo-
rromanos, es decir, personas más o menos pulidas por la civiliza-
ción, más o menos cultas. Pero llegó un momento en que empeza-
ron a dominar los de procedencia goda, franca, lombarda, es de-
cir, los bárbaros que habían desmembrado el imperio romano y se
habían instalado en sus provincias. Gentes que poseían una pecu-
liar idiosincrasia, una mentalidad poco desarrollada, casi infantil,
no habían asimilado del cristianismo más que unos pocos temas
elementales. N o es de extrañar teniendo en cuenta cómo se había
realizado la conversión de estos pueblos. Se convertía el rey, y se
convertían sus subditos. El bautismo no se presentaba como el tér-
mino gozoso de un proceso de conversión personal, sino como un
imperativo tribal, como explosión de un entusiasmo meramente
externo. Recibían el bautismo como hoy los niños; la catequesis
vendría después, o no vendría. Gran parte del clero, en efecto, de-
bido a su escasa formación religiosa, no estaba capacitado para
darles la instrucción que necesitaban.
Los monasterios se fueron llenando de francos, visigodos, an-
glosajones, lombardos, etc., es decir, de gentes sin tradición cris-
tiana, con mentalidad bárbara y un bagaje intelectual escaso o tal
vez nulo. Si las reglas recalcan que los monjes deben saber leer, es
porque muchos de ellos habían ingresado en el monasterio siendo
analfabetos y, sobre todo, con un barniz religioso muy delgado y
un exceso de ideas erróneas e inadecuadas sobre Dios, Cristo y el
cristianismo. Educados en un eticismo objetivo, polarizaban su
sentimiento religioso en torno a temas de fácil comprensión, tales
como la tremenda omnipotencia divina o el culto de los santos.
Gran parte del legado cristiano que el bautismo les otorgaba, así
como de la sabiduría monástica acumulada a lo largo de varios si-
glos, quedaban inertes y desconocidos. De ahí que las reglas ha-
gan hincapié en la humildad, la obediencia, la docilidad, el silen-
cio, y tal vez insistan menos en la caridad, el amor fraterno, como
había hecho el gran san Agustín, a excepción de las que optaron
por copiar o parafrasear la regla agustiniana. Pese a todo, un bár-
baro no se transforma en una persona cultivada de la noche a la
mañana, ni un bautizado de prisa y corriendo en un cristiano
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consciente de los valores inapreciables que el cristianismo encie-
rra.
N o cabe duda que los monasterios de Occidente se resintieron
de la presencia cada vez mayor de este elemento rudo, de tempera-
mento fogoso e infantil, de psicología religiosa asombrosamente
simplista y supersticiones arraigadas e invencibles. Era, cierta-
mente, una savia nueva, una vitalidad exuberante, capaz de infun-
dir nuevo vigor al monacato, pero que había que purificar de tan-
ta escoria como arrastraba consigo. Era preciso librar a esos neó-
fitos de las desviaciones de la piedad popular, repleta de prácticas
formalistas, mezcladas con impurezas naturistas y supersticiosas,
transida de terror divino, desconocedora en la práctica de la pater-
nidad de Dios sobre los hombres y, por tanto, animada por la idea
de que las relaciones del hombre con Dios no son de filiación, sino
de acatamiento pleno, servil, del esclavo que tiembla ante la pre-
sencia de un Señor que apuede destruirle y mandarle al infierno
por toda la eternidad.
Gregorio Magno, un monje procedente de la crema de la civili-
zación romana, elevado a la cátedra de Pedro, pastor de almas ex-
tremadamente celoso, clarividente, sensible a las necesidades espi-
rituales de su época, acertó a encauzar la obra evangelizadora. Su
idea fundamental era: no destruir nada, sino transformarlo todo.
La catequesis —recomendaba— debe ser pausada, paciente, pero
constante y profunda. Según él, «resulta imposible quitar súbita-
mente todas las cosas a quienes tienen la cabeza dura, pues para
alcanzar la cima no se avanza a saltos, sino paso a paso, peldaño
tras peldaño» (Ep. 11,56). Lo mismo debió suceder en los monas-
terios con las nuevas generaciones de bárbaros sin desbastar. Es
un dato que hay que tener en cuenta para comprender correcta-
mente el clima espiritual en que se formó la tradición benedictina.
16
BIBLIOGRAFÍA
I. SIGLAS Y ABREVIATURAS
U
CAPÍTULO I
Naturaleza y contenido
La tradición benedictina se apoya principal y constantemente
1
en una regla monástica . Se trata de un documento a n ó n i m o y sin
2
fecha. Incluso ignoramos su título original, si es que lo tuvo . A
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lo largo de su prólogo y de sus setenta y tres capítulos este docu-
mento, que a partir del siglo ix iba a gozar de un prestigio cada
vez mayor, se autodenomina simplemente regula; sólo en dos pa-
3
sajes se sirve de la expresión sancta regula . Por respeto y venera-
ción, a veces por simple rutina, los monjes la han llamado así: la
«Santa Regla».
4
Ningún análisis agota su contenido . Una regla monástica en
efecto, no es tan sólo un documento jurídico, un puro reglamen-
to, impersonal y frío. Es, ante lodo, un programa de vida, enrai-
zado en el Espíritu \ «Escucha, hijo, los preceptos de un maes-
tro..., acoge con gusto la exhortación de un padre bondadoso», di-
ce el autor al presentarse (kl) l'iól I). ( outicne la Regla preceptos y
exhortaciones, capítulos entera o predominantemente doctrinales y
otros de carácter práctico; pero las directrices espirituales y las dis-
posiciones prácticas suelen ir entrelazadas, pues, salvo excepción,
no hay ningún precepto que no tenga un fundamento doctrinal, casi
siempre explícito.
El prólogo es un documento puramente religioso; con toda pro-
babilidad, una catequesis bautismal. Sólo al final unas frases evi-
dentemente añadidas hablan de establecer una «escuela del servicio
divino» y mencionan el vocablo «monasterio». Ponen las bases del
monasterio los tres primeros capítulos. Excluida toda especie de
monjes que no sea la de los cenobitas (c. 1), trazan magistralmente
la figura del abad (c. 2) y dan normas precisas sobre la convocatoria
de los hermanos a consejo (c. 3). Siguen inmediatamente otros cua-
tro capítulos de índole ascética: proporcionan al monje un elenco
de buenas obras que debe practicar (c. 4), un breve tratado sobre la
obediencia (c. 5), otro todavía más breve sobre la «taciturnidad»
3. RB 23,1; 65,18.
4. Los análisis de la RB abundan. Cf., por ejemplo: P. Buddenborg, Der
Bauplan der Benediktinerregel, en VirDei, 172-188; G.M. Brasó, Nuestro humilde
servicio, en Nova et velera 5 (1978) 48-57; M.-D. Philipe, Annalyse théologique de
la Regle de saint Benoit (París 1961). Diluido entre otros muchos temas, el análisis
de A. de Vogüé, en la introducción a La Regle de saint Benoit, t. 1 (París 1972) 29-
133, debe calificarse de magistral, aunque podrían hacérsele algunos reparps.
5. Cf. sobre todo O. Casel, Benedikt von Nursia ais Pneumatiker, en Heilige
Überlieferung (Münster 1938), 108-144. Puede verse también A . Borias, Le Christ
dans le Regle saint Benoit, en Rbén. 82 (1972) 109-139.
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—entendida como parquedad y suma prudencia en el uso de la pa-
labra (c. 6)—, y, por último, un tratado relativamente amplio que,
bajo el lílulo «de la humildad», describe el itinerario espiritual del
monje desde el «temor de Dios» hasta la cumbre del amor perfecto
(c. 7). Aquí se cierra lo que puede considerarse la primera parte de
la Regla, llamada por muchos su corpus spiriíuale o, tal vez con
mayor acierto, su primer corpus spiriíuale, en contraposición al se-
gundo, el pergeñado en los últimos capítulos.
En adelante, la Regla se ocupará predominantemente de los as-
pectos institucionales del monasterio. Ordena con precisión el ofi-
cio divino, que celebra diariamente toda la comunidad en el orato-
rio (c. 8-20); reglamenta la elección de los decanos y señala las cuali-
dades que deben poseer (c. 21); da normas sobre la corrección de
los culpables (c. 22-30), la vida económica, el régimen dietético y el
descanso nocturno (c. 31-42). Siguen a continuación: el llamado
«código de las satisfacciones» por faltas y errores (c. 43-46); nuevas
normas sobre la distribución del tiempo, incluidos los viajes (c. 47-
52); otras sobre la acogida de los huéspedes y la recepción de rega-
los, lo que suscita en la mente del legislador la conveniencia de re-
calcar el total despego de los bienes materiales y determinar el ves-
tido y el ajuar del monje (c. 53-57). Una serie de capítulos sobre la
renovación de la comunidad mediante la agregación de nuevos
miembros (c. 58-63), el nombramiento del abad (c. 64) y del pre-
pósito (c. 65) y algunas disposiciones acerca de los porteros del
monasterio y la clausura (c. 66) cierran propiamente esta segunda
parte de la Regla.
Los últimos capítulos (67-73) constituyen el segundo corpus
spiriíuale. En ellos se da tanta importancia a las relaciones frater-
nas, a la caridad, a la vida comunitaria, que puede afirmarse sin
ambages que el autor de la Regla ha experimentado un cambio de
mentalidad de la mayor trascendencia; lo veremos páginas adelan-
te. Los capítulos 67-72 forman una especie de apéndice. El 73,
considerado generalmente como el epílogo de la Regla, antes de
esta importante adición, seguiría inmediatamente después del ca-
pítulo 66. En este epílogo, el autor vuelve a presentarnos su obra
en términos de una modestia encantadora.
Basta recorrer el rápido y muy incompleto índice de materias
que precede para darse cuenta de la amplitud del contenido de la
25
Santa Regla, tanto en orientaciones espirituales como en normas
prácticas para organizar la vida de un cenobio. N o hay nada real-
mente importante que no esté previsto y reglamentado. Y si a ve-
ces sus normas no son tan claras y precisas como algunos espíritus
estrechos quisieran, es porque el legislador sabe muy bien que
multitud de cosas no pueden reglamentarse una vez para siempre,
y deja a la prudencia y discreción del abad las decisiones pertinen-
tes. Resulta obvio, por poco que se considere, que la Regla conce-
de tanta autoridad al abad, no para que use de ella arbitrariamen-
te, sino para que decida con discernimiento y temor de Dios asun-
tos que la Regla no puede prever.
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de la cadena de la tradición. Muchos años antes, el ilustre Casiano
quiso condensar a su manera las instituciones y enseñanzas subli-
mes de los Padres antiguos y santísimos, sobre lodo de los que
ilustraron los desiertos de Egipto. Casiano era un idealista tenaz y
entusiasta. En cambio, el autor de la Regla se nos manifiesta co-
mo un hombre realista, dúctil, eminentemente práctico. Cargando
las tintas con el propósito de estimular el celo de sus contemporá-
neos, no duda en escribir: « H e m o s redactado esta Regla para que,
observándola en los monasterios, demostremos tener alguna ho-
nestidad de costumbres y un comienzo de vida cristiana», pues so-
mos «perezosos», gente de «mala conducta», «negligentes»; las
magníficas «enseñanzas de los Santos Padres, cuya observancia
conduce al hombre hasta las cumbres de la perfección», nos llenan
de confusión y sonrojo (RB 73,8).
Autoridad de la Regla
Sin embargo, esta Regla que se considera a sí misma como
«elemental» y «mínima» (RB 73,8), exige con la mayor energía
que se la respete y se la cumpla fiel e íntegramente. N o sólo los
monjes, sino también el abad, deben atenerse a lo que en ella se
ordena. El abad, de un m o d o especial, puesto que es el jefe del
monasterio, la cumplirá personalmente (RB 3,11) y mantendrá su
observancia «en todos sus puntos» (RB 64,4). La obediencia que
todos sin excepción están obligados a prestarle, la expresa la Regla
con una frase lapidaria: «omnes in ómnibus maglstfam sequantur
Regulam», «sigan todos la Regla como maestra en todas las co-
sas». Y a continuación prohibe que «nadie se aparte de ella teme-
rariamente» (RB 3,7). Apartarse de la Regla, en efecto, suele ser
una imprudencia, al menos por dos razones: porque es desviarse
de las enseñanzas de los Santos Padres, y más aún porque la doc-
trina de los Santos Padres que la Regla contiene se limita a lo esen-
cial, es decir, al mínimo necesario para que el monje que la obser-
ve pueda llamarse «monje» con propiedad. N o existe, pues, con-
tradicción alguna entre las frases de la Regla que parecen rebajar
su mérito y las que imponen con vigor su observancia a todos.
Precisamente por ser «mínima», todos deben seguir «la Regla co-
mo maestra en todas las cosas» (RB 3,7).
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Más aún: la Santa Regla se atribuye un papel de auténtico pro-
tagonismo como base del compromiso monástico y como n o r m a
permanente tanto de la vida del monje como de la de la comuni-
dad. Al novicio, en efecto, durante el año de prueba que precede
la profesión, se la leerán íntegramente tres veces y le dirán: «Ésta
es la ley bajo la cual quieres servir: si eres capaz de observarla, en-
tra; pero si no eres capaz, márchate libremente» (RB 58,10). Y,
llegado el m o m e n t o , por voluntad de la propia Regla, el compro-
miso que el novicio contrae al consagrarse a Dios, está en íntima y
expresa conexión con ella, pues «la ley de la Regla establece que
desde ese día no le será lícito salir del monasterio ni liberarse del
yugo de la Regla, que después de lan prolongada deliberación pu-
do rechazar o aceptar» (RB 58,15-16). Lo que equivale a decir que
la perseverancia en el estado monástico consiste en observar la Re-
gla hasta la muerte. El monje que la rechaza tras haberla aceptado
como n o r m a de conducta p a r a toda la vida, es un fracasado y u n
perjuro.
Características de la Regla
Los hombres que no se resignan a vegetar siguiendo una pauta
social rutinaria, por respetable, cómoda y segura que sea; los que
quieren pensar y vivir por su cuenta y riesgo, son los que evolucio-
nan, los que progresan, se realizan y hacen evolucionar y progre-
sar a la sociedad. Quienes, en cambio, cesan de reflexionar —o n o
reflexionaron nunca—, se guarecen en el alcázar de una pretendi-
da tradición inmutable y, preocupados tan sólo por conservar lo
adquirido más por herencia que por el propio esfuerzo, se instalan
en un triste y estéril inmovilismo y no sirven más que de estorbo.
A h o r a bien, resulta claro de la simple lectura de la Regla que su
autor pertenecía a la raza de los primeros. Era un hombre que vi-
vía intensamente, reflexionaba, recogía con cuidado los datos que
el fluir de la vida le iba suministrando de continuo; un h o m b r e
que iba atesorando experiencias, propias y ajenas, individuales y
comunitarias. Por eso su mentalidad evolucionaba. C o m o hom-
bre y como monje cristiano, progresaba, se perfeccionaba día a
día. Nunca creyó haber alcanzado la meta. Nunca consideró su
Regla como obra acabada, perfecta, definitiva, sino que la corri-
2K
gió, la retocó, la completó; incluso, con la libertad de los hijos de
Dios, llegó a cambiar su orientación esencial, como vamos a ver
más adelante.
No la redactó de un tirón '. La Regla no es obra de u n monje
recoleto y erudito, rodeado de escritos de la venerable tradición,
que intenta espigar, resumir y armonizar. Tal es la imagen falaz
que parece desprenderse de ciertos libros. Pero el autor de la Re-
gla no fue en m o d o alguno un tradicionalista. A m a , venera y utili-
za la tradición, pero no sin criticarla, sin pasarla por el tamiz de la
propia reflexión y de u n a experiencia acumulada durante t o d a una
vida gastada en el servicio de Dios y de hombres que buscaban a
Dios. La moderna erudición se ha obstinado en descubrir en ella
fuentes, textos paralelos, reminiscencias de otros autores. Se ha
avanzado tanto en esta labor que ya no hay lugar para nuevos
2
zahones . Pese a tanto esfuerzo, la Regla se nos revela como una
obra muy personal. C u a n t o más se la estudia, tanto más claro
aparece que es el resultado de un trabajo diuturno y complejo. Se
palpa en ella, por así decirlo, la maduración de un pensamiento
poderoso a la luz y al calor de lectoras reiteradas, de los aconteci-
mientos de la vida y de relaciones personales, al propio tiempo
29
que el desarrollo de una fe cada vez más viva e ilustrada en la
práctica de la oración y de la lectio divina, que es ante todo con-
tacto vivo y vivificante con la Palabra de Dios.
Numerosos indicios obligan a pensar que nos hallamos ante un
texto original, revisado u n a y otra vez, incansablemente, de m o d o
que ha podido afirmarse que es una obra «en perpetua creación».
Un soplo vivificante que no cesa de animarla, «permite responder
3
mejor a las exigencias de la vida» . Que no h u b o una redacción
posterior, lo prueba el hecho de que los capítulos 67-72 figuren co-
mo un apéndice. Otros argumentos han sido puestos de relieve por
la crítica. Así, por ejemplo, el examen minucioso del cursus del
oficio divino (c. 8-18) ha mostrado que los títulos de los capítulos
fueron añadidos; muchas veces no corresponden al contenido de
4
los mismos . Años antes se había notado que el capítulo 2 y el 64,
el 20 y el 52, se ocupan de las mismas materias, aunque las traten
de un m o d o diferente. El análisis del capítulo 53, sobre los hués-
pedes, y el 21, sobre los decanos, prueba de manera inconcusa que
fueron redactados en varias etapas, conforme lo exigió el fluir de
la vida; en el capítulo sobre los huéspedes se añadieron al texto
primitivo diversas precisiones para responder mejor a la realidad
cotidiana, aunque sin modificar el pensamiento original que pene-
tra todo el capítulo y que se resume en una sentencia evangélica:
los huéspedes representan a Cristo, porque él mismo dijo: «Era
5
forastero, y me acogisteis» . Estas añadiduras y modificaciones
son generalmente significativas. Denotan u n a evolución, un pro-
gresivo cambio de mentalidad. El texto de la Regla no transparen-
ta siempre la misma madurez religiosa. El capítulo 49, por ejem-
plo, que trata de la observancia de la cuaresma, revela « u n a espiri-
tualidad elevada y apacible, que en vano buscaríamos en los veinte
primeros capítulos, que nos ofrecen precisamente, como suele de-
6
cirse, la espiritualidad» de la Regla .
Su autor —salta a la vista— no pensó en un futuro más o me-
nos remoto. Sus destinatarios no eran unos individuos hipotéticos
30
y lejanos, dispuestos a llevar a cabo una obra específica. La Regla
se dirige a monjes concretos e inmediatos. Además, sólo tiene en
cuenta la organización de un monasterio, aunque prevé que otros
querrán adoptarla como n o r m a de vida; por eso habla repetida-
1
mente de «lugares» diferentes , de «regiones» más o menos cáli-
das (RB 55,2) y de «provincias» cuya situación económica reper-
cutirá en el atuendo de los monjes (RB 55,7). Sin embargo, se ex-
cluye toda suerte de unión o confederación entre semejantes
8
cenobios . La Regla, como escribía Antonio de Yepes, es «econó-
9
mica» y no «política» es decir: organiza una «casa» y no un con-
junto de casas, una ciudad.
C o m o tantos otros textos monásticos antiguos, no debe consi-
derarse como u n a obra literaria en el sentido clásico de la expre-
10
sión . U n a obra literaria es la creación de un autor concreto; una
regla monástica, por el contrario, u n a creación de la tradición mo-
nástica, de la que depende estrechamente y de la que extrae prin-
cipios de espiritualidad, normas de conducta, instituciones; en
una palabra, t o d o o casi todo, incluidas las formas de expresión
siempre que cuadren. U n a obra literaria cuida m u c h o de su voca-
bulario, su estilo, la armonía de sus párrafos y de sus diferentes
partes, del ritmo de su prosa; lo que no suele ser el caso de las
reglas monásticas, redactadas por individuos que habían renun-
ciado al m u n d o y a sus glorias y exquisiteces. Esto, con todo, no
significa que la Santa Regla no posea un lenguaje claro y vigoroso,
y un estilo que podría calificarse de característico. Su autor se abs-
tuvo de utilizar el latín literario de su tiempo —pretendidamente
clásico, libresco y artificial—, pero evitó igualmente el chapurreado
por el vulgo. Su lenguaje es el usado corrientemente por las clases
medias y superiores de la sociedad italiana del siglo vi; una lengua
liberada de las normas demasiado rígidas de los gramáticos, sobre
todo por lo que toca a la sintaxis, en beneficio de la expresividad
directa y espontánea. Las elipsis, los anacolutos, los súbitos cam-
31
bios de caso en u n a enumeración y otras irregularidades son debi-
das, de ordinario, a añadiduras o retoques del texto. Esto no obs-
tante, el lenguaje de la Regla es digno, conciso, denso, escueto, se-
vero, enérgico a veces, suave otras, pero siempre viril; n a d a senti-
mental, esmaltado de axiomas y sentencias perfectamente forja-
das, con frecuencia elegantes, natural y, sobre todo, claro: la niti-
dez del pensamiento del autor se manifiesta también en su prosa.
Las fuentes que utiliza ocasionan a veces disigualdades de sintaxis
y de estilo, pues nunca dio a su obra la última m a n o . Otras veces
las desigualdades son debidas a la variedad de los temas tratados.
La dificultad que se experimenta al traducir la Regla a lenguas
modernas estriba sobre todo en que está redactada en el llamado
«latín cristiano», muy diferente del profano, y más concretamente
aún en «latín monástico», cuyos términos son densos, precisos, a
menudo técnicos; detrás de muchos de ellos se descubre lodo un
cúmulo de sentido bíblico y de auténtica poesía. «Lo que sorpren-
de al lector atento de la Regla» —escribe un especialista— «es la
naturaleza sensible y poética de su autor, su erudición sin preten-
siones, que revela, con todo, un conocimiento avisado de las di-
versas corrientes literarias, teológicas y espirituales de su tiempo».
Conoce las técnicas literarias y las utiliza: alusiones, aliteraciones,
inclusiones, etc. Es sobrio, persuasivo, pero no rebuscado ni senti-
mental. Las traducciones, naturalmente, no pueden ofrecernos la
música de las palabras, que entonces tenían una importancia ma-
yor, pues los textos se escribían para ser leídos en voz alta y escu-
chados. Su lenguaje es poético en cuanto alude a una realidad su-
perior, a la que no puede llegar la pura razón h u m a n a ; es un «len-
guaje intuitivo», más que científico, que trasciende de la defini-
11
ción lógica y la precisión legal .
32
mos poseer «alguna honestidad de costumbres o un comienzo de
vida monástica». Los que de verdad desean alcanzar la cima del
ideal del monje, disponen de otros escritos muy superiores en los
que inspirarse. En primer lugar, la Palabra de Dios, donde encon-
trarán con plena seguridad la luz y la fuerza para progresar en el
camino de perfección, sin desviarse ni desfallecer. En segundo lu-
gar, las obras de los «Santos Padres católicos», que nos enseñan
«cómo correr para llegar derechamente a nuestro Creador». En
tercer lugar, finalmente, ya en un nivel más especializado, se men-
cionan unos pocos documentos legados por la tradición monásti-
ca: las Colaciones y las Instituciones de Casiano, las Vitae Pa-
trum y «la Regla de nuestro Padre san Basilio», que se califican de
«instrumentos de virtudes para monjes de vida santa y obedien-
tes» (RB 73,1-6).
Esta brevísima bibliografía aconsejada a los monjes que aspi-
ran a la perfección de su estado presenta gran interés, particular-
mente en su última sección. Cristiano ferviente, el autor de la Re-
gla estima en grado sumo la Palabra de Dios, contenida tanto en
el Antiguo como en el Nuevo Testamento; habrá que volver sobre
ello. La expresión «Santos Padres católicos» no ofrece ninguna
dificultad de exégesis: denota a los Padres de la Iglesia universal,
es decir, los escritores eclesiásticos distinguidos tanto por la orto-
doxia de su doctrina como por su santidad de vida. El elenco de
obras monásticas, en cambio, se presta a diversas consideraciones
e incluso ha originado una polémica sobre la postura de la Regla
frente a las corrientes de la tradición cenobítica.
La nota bibliográfica específicamente monástica —salta a la
vista— resulta muy incompleta, lo que no es de extrañar, pues só-
lo se trataba de proponer unos ejemplos. Además, parece bastante
ecléctica. Las obras citadas contienen un fondo doctrinal que les
es común a todas; sin embargo, no es preciso ser un lince para des-
cubrir en ellas tendencias diversas e incluso contrarias. Casiano no
es san Basilio. Su favoritismo declarado respecto a los ideales ere-
míticos, que procura infiltrar en el cenobitismo, y muy especial-
mente su intento de entronizar la contemplación evagriana en la
cima de la ascensión ascética, están muy lejos del programa que el
insigne metropolitano de Capadocia extrae humildemente del
33
LAS CUMBRES MÁS ELEVADAS
RB 73.
34
Desde luego, no a la corriente eremítica, que excluye expresa-
mente (RH 1 , 1 3 ) . Sólo se interesa por el cenobitismo. P e r o ¿qué
clase tic cenobitismo? ¿El de Casiano o el de Basilio? ¿El «verti-
cal», el de la «escuela del servicio divino», el de aquellos que se li-
milan a servir «bajo una regla y un abad», sin apenas tener en
cuenta a los hermanos con quienes conviven en el monasterio? ¿O
por el contrario, el fin a que la Regla se cifra en lograr la unión de
almas y corazones, en restaurar en el monasterio el ideal de comu-
nidad y comunión de la primitiva Iglesia de Jerusalén? La respues-
ta no es difícil: ambas concepciones del cenobitismo coexisten en
la Regla. Al principio domina la primera; al final, la segunda. O
mejor, la segunda acaba por absorber y englobar la primera.
Aquí, en el último capítulo, parece claro que Casiano, a quien no
se n o m b r a pese a citarse en primer lugar sus obras monásticas, tie-
ne que ceder la primacía a «nuestro Padre san Basilio», el teólogo
2
por excelencia de la vida comunitaria cristiana .
J. Gribomont, que ha examinado la cuestión con a m o r y pers-
picacia, escribe a propósito de esta brevísima bibliografía: «Entre
los autores monásticos, el primer lugar pertenece a Casiano. Esto
está de acuerdo con toda la Regla; si faltaran pruebas, bastaría re-
ferirse a los trabajos pasados y futuros de A. de Vogüé». Sin em-
bargo, el nombre de Casiano no aparece ni aquí ni en ningún otro
pasaje de la Regla. ¿ P o r qué? Tal vez parecería normal, sería «co-
mo un signo de familiaridad con el a u t o r » . Sin embargo, «la men-
ción expresa de Basilio, que sigue casi inmediatamente, parece
crear, por contraste, un pequeño problema. Al fin y al cabo, la or-
todoxia de Casiano había sido puesta en duda, vivamente, por san
i
Próspero en su Contra Collatorem» . A esto podría añadirse que
por aquel entonces el nombre de Casiano figuraba entre los auto-
res vitandos en el famoso Decreíum Gelasianum, que iba impo-
niendo su autoridad por aquellos pagos. Así, pues, la Regla obra-
ría prudentemente al dejar de n o m b r a r a uno de los autores que
2. Para esta cuestión apasionante se leerán con interés las páginas del Horado
P. J. Gribomont, Les commentaires d'Adalbert de Vogüé et la grande tradition
monastique, en Commentaria, 109-143. Véase también la nota 3.
3. .1. Gribomont, «Sed et Regula sancti patris nostri Basilii», en Benedictina
27 (1980) 33-34.
35
más influyeron en ella. P e r o estas consideraciones, sin duda legíti-
mas y acertadas, no pueden restar importancia a la mención tan
relevante y honorífica de la «Regla de nuestro P a d r e san Basilio».
«Debemos notar» —prosigue J. Gribomont—, en tan pocas pala-
bras, «algunos fenómenos: la aparición de un nombre propio, Ba-
silio; la elección de un título, Regula; la especificación del nom-
bre, sanctipatris nostri; en fin, el puesto reservado a Basilio al tér-
mino de la enumeración del elenco». Todo ello parece significati-
vo de la gran estima que la Regla profesa al ilustre capadocio. Ba-
silio, en efecto, es el único nombre propio que aparece en ella, si
se exceptúan algunos tomados de la Biblia — P a b l o , Helí, Samuel,
Daniel—; Regula no es el título original del Asketicón ni de su tra-
ducción latina por Rufino, que prefirió Instituía, por eso su uso
en este lugar viene a ser un elogio tributado al autor, dada la esti-
m a en que se tenía el vocablo Regula; llamar a Basilio «nuestro
santo padre» es por lo menos, si no una señal de filiación espiri-
tual exclusiva, una expresión de honor absolutamente única en to-
da la Regla; finalmente, la mención de la «Regla de nuestro padre
san Basilio» en el último lugar de la lista viene a ser como la culmi-
nación del crescendo en la recomendación de lecturas adaptadas a
4
los monjes . P o r q u e no debemos olvidar que la lista bibliográfica
que se recomienda aquí tiene un fin muy concreto: conducir al
monje, más allá de la observancia de la Santa Regla, «a las cimas
más elevadas de doctrina y de virtudes» (RB 73,9).
¿Casiano o Basilio? ¿Un cenobitismo accidental, d o m i n a d o
por la obediencia ciega, o un cenobitismo esencial, dominado por
la caridad? Observa G r i b o m o n t que Casiano, «a quien no se nom-
bra nunca, se ha escondido enteramente detrás de los solitarios
que ha descrito. Extraña situación: Casiano, después de haber
añadido tantas especulaciones, tanto las tomadas a Evagrio, como
las suyas propias, a las tradiciones egipcias, debe pasar como u n
simple intérprete; mientras Basilio, h o n r a d o como padre, se h a
abstenido escrupulosamente de elaborar cualquier cosa que no sea
5
una síntesis de la Escritura» . La Santa Regla se queda con am-
4. Ibid., 34-35.
5. Ibid., 35-36.
)6
bos. De < Casiano ha aprendido muchas cosas importantes, pero no
comparte olías. De Basilio aprendió sobre todo el arte de buscar y
extraer de la Escritura un ideal monástico real y profundamente
cristiano.
Sin embargo, es preciso añadir algo importante: el autor de la
Santa Regla no comparte la doctrina monástica de Casiano en lo
que tiene de más cimero y entrañable. En efecto, no menciona ni
una sola vez el término «contemplación», ni trata, bajo otro nom-
bre, de su contenido, lo que difícilmente puede explicarse si para
él la contemplación, tal como la entienden Casiano y su maestro
Evagrio Póntico, constituyera el fin que el monje persigue. Más
aún, la Santa Regla señala a sus discípulos otros objetivos muy
concretos y muy cristianos hacia los cuales deben tender: «militar
para el Señor, Cristo, el verdadero rey», escribe al principio del
prólogo (v.3); «para que merezcamos ver a Aquel que nos llamó a
su reino», en la mitad (v. 21); «participaremos en los sufrimientos
de Cristo con la paciencia» —objetivo inmediato—, «para que me-
rezcamos compartir su reino» —objetivo último—, al final. Otros
pasajes de la Regla no son menos explícitos; en ellos la contempla-
ción ni se menciona, ni se presenta, más o menos disimulada, co-
mo fin inmediato de la vida monástica.
Otro punto importante hay que señalar. La llamada «espiri-
tualidad de la celda» no tiene ningún influjo en la Santa Regla.
Para comprobarlo, basta confrontar lo que piensan de la celda el
autor de las Colaciones y el de la Regla. ¡Con decir que, según és-
ta, no hay en el monasterio más que salas y dormitorios comunes
6
y la celda está excluida totalmente! .
Cierto que Casiano es el autor que la Regla, directa o indirec-
tamente, más ha utilizado, pero esto no significa que sea el que
más ha influido en ella en cuanto a lo esencial. A veces los árboles
no dejan ver el bosque; a veces un gran aparato de textos, de citas,
de reminiscencias nos impide darnos cuenta del clima espiritual
que envuelve y penetra una obra hasta lo más profundo. En nues-
tro caso, las citas y las ideas de Casiano pueden ser —y son— muy
numerosas e importantes en la Regla, y las de san Basilio más es-
6. Commentaire, 645-697.
37
1
casas y en general, si se quiere, menos relevantes . Pero el sentido
último de la obra, el que verdaderamente cuenta, es el de la «Re-
gla de nuestro Padre san Basilio», el del Padre de la Iglesia y del
m o n a c a t o que renunció a elaborar teorías más o menos esotéricas,
para enseñar a los «hermanos» cómo acomodar su vida al Evan-
gelio y responder generosamente a lodo lo que les pedía la Palabra
de Dios en una vida cristiana plenamente compartida según el le-
ma inmortal: «un solo corazón y una sola alma».
En suma, el autor de la Santa Regla no aspiró a la originali-
dad. T a m p o c o pretendió redactar una síntesis. Se insertó simple-
mente en la gran tradición monástica, que conocía tanto por la
práctica diaria de su doctrina y directrices, como por sus lecturas
reiteradas, meditadas y sin duda en buena parte asimiladas y
aprendidas de memoria. E n aquellos tiempos se disponía de pocos
libros, cuya lectura pausada se repetía incesantemente y, como se
solía leer en voz alta, la materia quedaba mucho más grabada en
la memoria que si se hubiera leído corriendo y sin pronunciar las
8
palabras, como solemos nosotros . Muchas de las doctrinas de la
tradición podían aplicarse a toda clase de monjes: otras eran pro-
pias de los ermitaños o de los cenobitas. Sin despreciar en m o d o
alguno elementos importantes de la tradición anacorética, optó
por un cenobitismo cada vez más pleno, más integral. El monaca-
to cristiano existía desde hacía mucho más de dos siglos. No era
un fenómeno único y compacto. La Santa Regla escoge, rechaza,
modifica, adapta los elementos doctrinales, las estructuras y los
usos que le ofrecía con abundancia la tradición; no de una vez por
siempre, sino a lo largo de muchos años. Es una obra de discerni-
miento constante. El autor de la Regla ha retenido lo que estimaba
como lo mejor. Se ha n o t a d o repetidas veces que su genio se mani-
fiesta mucho más cuando elige que cuando crea. De este m o d o ,
desconfiando por igual de las proezas ascéticas y de los raptos
místicos, ha trazado un sendero medio —no mediocre—, pero se-
39
mió, en efecto, no tienen otro objeto que ligar más y más la koino-
nía a la Biblia; Agustín de H i p o n a se limita a dejar a sus monjes
u n libellus, un simple directorio; Basilio de Cesárea enseña expre-
sa, firme y reiteradamente que la única regla del «cristiano» es la
«Escritura divinamente inspirada», y el monje —el « h e r m a n o » ,
como prefiere llamarle— no pretende ser otra cosa que un simple
cristiano plenamente consecuente con su fe. Enzo Bianchi se pre-
gunta: «¿Qué son las que el Occidente acabará llamando 'reglas'
sino instrucciones, consejos, respuestas tomadas de la Escritu-
2
ra?» .
Pese a adaptarse al uso corriente en su tiempo, el autor de la
Santa Regla sigue pensando como los antiguos. La frase en que se
afirma que las Escrituras inspiradas por Dios son « n o r m a rectísi-
ma para la vida h u m a n a » (RB 73,3) tiene en todo el epílogo u n re-
lieve todavía mucho mayor que el de la «Regla de nuestro padre
san Basilio» entre los textos monásticos. Y su propia Regla, a fin
de cuentas, ¿qué es sino un mero instrumento de la P a l a b r a de
Dios para evangelizar totalmente, si es posibe, al monje y a la co-
munidad monástica? Lo esencial no es mantener los preceptos re-
gulares, sino los preceptos del Evangelio. De ahí que la Regla no
sólo prevé que será transgredida, sino que exige que se la trans-
greda siempre que lo requiera la prudencia y sobre todo la caridad
debida a los hermanos en general y a los más débiles, los más pe-
queños, en particular. Lo que efectivamente sucedió y sigue suce-
diendo continuamente. En efecto, si se recorre la historia monásti-
ca y se la contempla con ojos sinceros e inteligentes, hay que reco-
nocer que la Santa Regla nunca, a no ser acaso en los años de su
composición y en el monasterio para el que fue escrita, ha podido
ni podrá en lo sucesivo observarse al pie de la letra. ¿Por qué? No
por los pecados, las infidelidades, la desidia o las limitaciones hu-
manas; ni tampoco porque la Regla contiene indicaciones y dispo-
siciones desfasadas por el continuo fluir de los tiempos y el desa-
rrollo de la historia de la salvación; sino porque «la profunda in-
tuición» del hombre de Dios que la redactó así lo dispuso. En to-
dos los monasterios se ha caminado y se sigue caminando siguien-
40
do a Cristo hacia la plenitud de la vida eterna, no simplemente se-
gún la Santa Regla, sino según la Santa Regla interpretada, aplica-
da y «transgredida» por el abad en beneficio de unos hermanos
muy concretos, que viven en un tiempo y un lugar igualmente muy
precisos •'.
Directa o indirectamente, la Santa Regla se basa de ordinario
en la Sagrada Escritura. Está repleta de citas o reminiscencias de
ambos Testamentos, hasta el punto de poder afirmarse sin hipér-
bole que «es bíblica en su inspiración, en sus exigencias, en las
oportunidades que ofrece»; «radiante con la luz de la P a l a b r a ins-
pirada», la vida que propone «está formada y modelada por la Bi-
blia: oración, trabajo, relaciones fraternas, misión del abad, aco-
4
gida de los huéspedes» , en u n a palabra, todo o casi t o d o . Con-
tiene la Regla pasajes formados por verdaderos mosaicos o tara-
ceas de reminiscencias bíblicas, como cuando ordena al abad:
«Imite también el ejemplo de ternura del Buen Pastor quien, ha-
biendo dejado en los montes las noventa y nueve ovejas, se fue a
buscar u n a sola que se había extraviado; su flaqueza le dio tanta
lástima que se dignó colocarla sobre sus sagrados h o m b r o s y así
llevarla otra vez al rebaño» (RB 27,8-9). En estas pocas líneas se
descubre el inñujo de los evangelios de san J u a n (10,11), san Ma-
teo (18,12) y san Lucas (15,5), el de la carta a los Hebreos (4,15) y
posiblemente también los de la primera carta de san Pedro (2,21-
25) y del profeta Isaías (40,11). Las citas explícitas adquieren un
relieve incomparable cuando inician un capitulo o confirman con
el sello irrecusable de la P a l a b r a de Dios lo esencial de su conteni-
do. Así, por ejemplo: «La divina Escritura, hermanos, nos grita:
' T o d o aquel que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
5
ensalzado' . Al decir esto, nos muestra que toda exaltación de sí
mismo constituye una forma de soberbia» (RB 7,1-2). El Antiguo
Testamento está representado sobre t o d o por los Salmos, el Ecle-
siástico y los Proverbios; el Nuevo, por san Mateo, san Pablo y
los Hechos de los Apóstoles. Pero sería ilusorio fijarnos tan sólo
3. Ibid., 204-205.
4. K. Sullivan, A Scripture Scholar look¿ at the Rule ofSt. Benedict, en Rule
and Life (Spencer 1971), 73-74.
5. Le 14,11; 18,14; Mt 23,12.
41
en los textos o reminiscencias que generaciones de eruditos han lo-
grado descubrir en la Regla y que es posible abarcar con una sola
mirada en los índices bíblicos que nos ofrecen las ediciones mo-
dernas. Así, por ejemplo, las citas de san Juan son relativamente
escasas; sin embargo, el meollo de su teología, como h a demostra-
do H . U . von Balthasar, se halla incorporado a la doctrina de la
Regla, sobre todo al tratar del amor fraterno y al insistir en la ter-
nura que debe animar al abad conforme al ejemplo del Buen Pas-
tor. T o d a la energía del m o n a c a t o radica en esta relación cristoló-
gica, que traduce lo más esencial de la doctrina de san J u a n y que
6
la Santa Regla mantiene intacta .
Claro que la Regla no es u n manual de exégesis bíblica, ni n a d a
que se le parezca. De ahí que sería totalmente injusto calificar de
ingenuo el uso que hace de la Escritura. Su propósito es el de ac-
tualizarla con los medios de que entonces se disponía, iluminar
con la «luz deífica» (RB Pról. 9) la vida del monje y de la comuni-
dad monástica. N o pretende explicar científicamente los textos bí-
blicos, sino aplicarlos a cada situación concreta del monje y del
monasterio; o, tal vez mejor, al revés: acomodar la actitud y la ac-
tividad de los monjes a las normas y al espíritu de la Escritura, lo
cual es patente en algunos pasajes. A este propósito parece signifi-
cativo el frecuente recurso, para introducir u n a cita de la Biblia, a
una serie de vocablos que invitan a poner atención en ella, a medi-
tarla, a acogerla con fe y docilidad de espíritu: cogitare (pensar),
considerare (reflexionar), meminere (recordar), credere (prestar
fe)... P o r lo general, aduce los textos en su sentido obvio, sin mos-
trar preferencias por el histórico ni por el alegórico. Sólo en unos
pocos casos excepcionales se inclina por el anagógico. Sin embar-
go, su sentido preferido es el moral; de ello no cabe duda.
Es patente, asimismo, que se toma muchas libertades en el uso
de la Escritura. A veces fusiona varios textos, otras los modifica.
Pero tal proceder no puede tacharse de arbitrario. Al obrar de este
m o d o , el autor de la Regla se atiene a la finalidad misma de la Pa-
labra de Dios, que consiste en instruir y edificar a los hombres
6. Cf. H. U . von Balthasar, Les thémes joanniques dans la Regle de saint Be-
nott et leur actualité. en Coll. Cist. 37 (1975) 3-14.
42
concretos a quienes se dirige. L a Biblia es, para él, P a l a b r a de
Dios viva y vivificante, que conduce a la Vida.
La vocación monástica
«Vocación» significa «llamada». ¿Qué clase de llamada es la
vocación del monje? ¿Quién llama y a qué llama? L a Regla, va-
liéndose de la Escritura, empieza por responder a estas preguntas
esenciales desde sus primeras páginas. Dios llama al monje. Y lo
llama a ser feliz viviendo en plenitud la vida cristiana. Tal es, en
suma, el contenido del prólogo.
El autor se nos presenta como un maestro y un padre bonda-
doso. «Escucha, hijo», son sus primeras palabras. Y en seguida,
sin hacerse esperar ni un m o m e n t o , condensa su programa en una
oración final: atiende a lo que te digo, «a fin de que por el trabajo
de la obediencia retornes a Aquel de quien te habías a p a r t a d o por
la desidia de la desobediencia» (RB, Pról. 1-2). Magistralmente,
en unas pocas palabras, resume la Regla el sentido, el d r a m a y la
dirección de la vida h u m a n a . Nos apartamos de Dios por no que-
rer obedecerle; ahora se trata de desandar el camino y volver a
Dios por la obediencia. Éste es un trabajo, pero también una pa-
noplia que visten los que desean militar para Cristo, «el verdadero
rey» (v. 3). Apelando al tema de la «milicia cristiana», heredado
de la Iglesia de los apóstoles y los mártires, el retorno a Dios ad-
quiere un aspecto marcial, glorioso, casi heroico.
El programa es atractivo, pero muy penoso; tan arduo que su-
pera las posibilidades de la h u m a n a ñaqueza. Sólo con la gracia
de Dios y mucha oración es posible llevarlo a cabo. Hay que orar
con fervor e insistencia, pues la gracia mantiene el vigor del solda-
do de Cristo, y la oración alcanza la gracia. H a y que poner tam-
bién de nuestra parte todo el esfuerzo necesario, obedeciendo a
Cristo «con los bienes depositados en nosotros». En seguida nos
hallamos ante una bifurcación del camino de la vida, es preciso es-
coger uno de los dos ramales. Seria horrible que t o m á r a m o s por la
senda ancha, y el Señor tuviera que castigar «como siervos malva-
dos» a sus hijos adoptivos que «no quisieron seguirle a la gloria»
(v. 4-7).
«Ya es hora de despertarnos del sueño» (Rom 13,11). La Es-
critura nos desvela. La voz de Dios clama: « N o endurezcáis vvics-
4.1
tros corazones» (Sal 94,8). «Quien tiene oídos para oír, oiga lo
que el Espíritu dice a las Iglesias» (Sal 33,12). «Con oídos maravi-
llados», todos los hombres pueden escuchar la invitación de Dios:
«Corred mientras tenéis la luz de la vida, antes que os sorprendan
las tinieblas de la muerte» (Jn 12,35). Todos somos llamados.
LA V O C A C I Ó N M O N Á S T I C A
E s c u c h a , hijo, e s t o s p r e c e p t o s de un m a e s t r o , a g u z a el o í d o de tu
c o r a z ó n , a c o g e c o n g u s t o esta exhortación de un padre entrañable y
p o n í a e n práctica, para que por tu o b e d i e n c i a laboriosa retornes a
D i o s , del que te habías alejado por tu indolente d e s o b e d i e n c i a . A ti,
p u e s , se dirigen estas m i s palabras, quienquiera que seas, si es que te
has d e c i d i d o a renunciar a tus propias v o l u n t a d e s y e s g r i m e s las p o -
t e n t í s i m a s y gloriosas armas d e la o b e d i e n c i a para servir al verda-
dero rey, Cristo el Señor.
L e v a n t é m o n o s , p u e s , de una vez; que la Escritura n o s espabila, di-
c i e n d o : "Ya es hora de despertarnos del sueño". Y , abriendo n u e s -
tros o j o s a la luz de D i o s , e s c u c h e m o s atónitos l o que cada día n o s
advierte la v o z d i v i n a q u e c l a m a : "Si h o y e s c u c h á i s su v o z , n o
e n d u r e z c á i s v u e s t r o s c o r a z o n e s " . Y también; "Quien tenga o í d o s ,
o i g a lo que d i c e el Espíritu a las Iglesias". ¿ Y q u é es lo que d i c e ?
" V e n i d , hijos; e s c u c h a d m e ; o s instruiré en el t e m o r del Señor",
" D a o s prisa mientras t e n é i s aún la l u z de la v i d a , antes que o s
sorprendan las tinieblas de la muerte".
Y , b u s c á n d o s e el Señor un obrero entre la multitud a la que lanza su
grito de llamamiento, v u e l v e a decir: "¿Hay alguien que quiera vivir
y d e s e e pasar días prósperos?" Si tú, al oírle, le r e s p o n d e s : "Yo",
otra v e z te dice D i o s : Si quieres gozar de una vida verdadera y perpe-
tua, "guarda tu l e n g u a del mal; tus l a b i o s , de la falsedad; obra el
bien, b u s c a la paz y corre tras ella". Y , c u a n d o c u m p l á i s todo esto,
tendré m i s o j o s fijos sobre v o s o t r o s , m i s o í d o s atenderán a v u e s -
tras súplicas y antes de q u e m e interroguéis o s diré y o : "Aquí e s -
toy". H e r m a n o s a m a d í s i m o s , ¿puede haber a l g o m á s d u l c e para n o -
sotros que esta v o z del Señor, q u e n o s invita? Mirad c ó m o el Señor,
en su bondad, n o s indica el c a m i n o d e la vida. C i ñ é n d o n o s , p u e s ,
nuestra cintura c o n la fe y la observancia de las buenas obras, siga-
m o s por sus c a m i n o s , l l e v a n d o c o m o guía el E v a n g e l i o , para q u e
m e r e z c a m o s ver a A q u e l que n o s l l a m ó a su reino.
R B , pról. 1-3,81-21.
44
Pero existe, además, una vocación personal. C o m o el padre de
familia del Evangelio, Cristo busca a su «obrero» en medio del
gentío, diciendo: «¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea
ver días felices?». Siempre habrá alguien que conteste: «Yo». Con
textos bíblicos ingeniosamente combinados escenifica la Regla la
llamada divina, poniendo de relieve la gratuidad y la grandeza de
la vocación. La tarea del jornalero de Cristo consiste en huir del
mal y obrar el bien; el Señor se lo recompensará ya en esta vida no
apartando de él su mirada y atendiendo sus oidos a las súplicas
que le dirija, y antes de que le invoque le dirá: «Aquí estoy». Y co-
menta el autor de la Regla: « ¿ H a y algo más dulce para nosotros,
hermanos carísimos, que esta voz del Señor que nos invita?». El
«camino de la vida» se extiende ante nosotros, el mismo Cristo
nos anima a seguirlo. Ciñamos, pues, nuestra cintura con la fe y la
práctica de las buenas obras, tomemos por guía el Evangelio y em-
prendamos el gran viaje, «para que merezcamos ver a Aquel que
nos llamó a su reino» (v. 14-21). Esto es lo esencial.
45
bre, el camino por el que avanzamos» '. La Santa Regla, al decir
de Newman, considera al monje como un cristiano que quiere sal-
varse y dedica a esta empresa todas sus fuerzas, siguiendo el cami-
no más recto y más auténtico; es un hombre que reconoce en el
Evangelio el verdadero sentido de la vida h u m a n a , y obra en
2
consecuencia .
1. Serm. 123,3: «Deus Christus patria est quo imus, homo Christus via est
qua imus».
2. Historical Sketches, t. 2 (Westminster, Maryland, 1970) 373ss.
46
de apropiarse el título de maestro, de imponer la autoridad omní-
moda del abad-doctor, de tratar a los monjes como escolares so-
metidos a una disciplina férrea y de los que sólo se espera la más
ciega de las obediencias, de considerar prácticamente su regla co-
mo la única asignatura que deben aprender y practicar. E n cam-
bio, como se ha n o t a d o , la Santa Regla se sirve del vocablo schola
únicamente en este pasaje del prólogo y una sola vez del término
doctor (RB 5,6), contra las quince que aparecen en la Regula Ma-
gistri. Es significativo. El uso que hace la Regla de otras palabras
pertenecientes al vocabulario escolar, como discipulus, disciplina,
magister, etc., resulta escaso o insignificante. El autor de la Regla
a b a n d o n ó en seguida, y sin duda con toda intención, la metáfora
de la schola.
O t r a pregunta surge a propósito de la «escuela del servicio di-
vino». ¿Quiso la Regla con esta expresión definir el monasterio o
definirse a sí misma? U n a lectura atenta del texto aconseja que-
darse con el segundo término de la disyuntiva. C o m o resultado fi-
nal de la parénesis precedente, el autor no se propuso fundar un
monasterio, sino formular un conjunto de principios espirituales,
normas de conducta, etc., que ayudaran a los monjes a servir a
2
Dios en un monasterio bien organizado . La «escuela del servicio
divino» es, pues, la propia Regla, de la que escribía d o m Joseph
Mége, no sin cierta exageración: « N o se hallará virtud divina, hu-
mana, moral, civil, política ni monástica» que la Santa Regla no
haya explicado; ésta se llama a sí misma «una escuela del servicio
divino», pues en ella se enseña y «en ella se aprende todo lo que es
3
necesario para servir a Dios con perfección» .
La Regla aparece ante todo como un esfuerzo tremendo por
cristianizar la vida h u m a n a bajo todos sus aspectos. Su ambición
suprema consiste en crear hombres nuevos, desarrollando hasta la
plenitud el germen bautismal depositado en ellos. El tema de la
«vida angélica», tan frecuente y estimado por la tradición, está
ausente de sus páginas. Los monjes no son ángeles, no lo serán
nunca: son hombres, con toda la carga de grandeza y miseria que
49
tum Evangelii, « t o m a n d o . p o r guía el Evangelio». N o es una frase
anodina, sino u n a regla y divisa de enorme trascendencia. Enzo
Bianchi ha recalcado con energía y toda la razón del m u n d o que,
para la tradición monástica más auténtica, el Evangelio de Jesu-
cristo no ha sido nunca u n código moral, un m a n o j o de leyes que
hay que cumplir so pena de incurrir en la ira de Dios y de la Igle-
sia. El Evangelio no es eso: es «un espíritu, una mística, que, sin
suprimir las obras de la ley, las vivifica desde el interior». En el
meollo del Evangelio no cabe la angustia de la autojustificación,
ni la preocupación por la perfecta ejecución de lo m a n d a d o . En él
está la fe, que es acogida, adhesión y comunión con Dios. «El
Evangelio, n o r m a fundamental de la vida cristiana, sigue siendo
la primera regla del monje». A diferencia de la Regula Magistri,
que se proclama a sí misma como obra de Dios y por tanto un sus-
titutivo del Evangelio, la Santa Regla sólo pretende ser un instru-
mento para comprender mejor las exigencias evangélicas respecto
a esa clase especial de cristianos que son los monjes. Per ducatum
Evangelii, al decir de Enzo Bianchi, constituye «el gran principio
de la Regla, que en realidad de verdad une Libertad, Ley y Espíri-
tu de un m o d o indisoluble» '. Y no es por casualidad que este
principio soberano aparece de nuevo, como hemos visto, en el epí-
logo de la Regla, que es hasta cierto punto una inclusión del prólo-
go: p a r a cualquiera que se apresure por el camino del Reino, la
« n o r m a rectísima» es la P a l a b r a de Dios, en sí misma e interpre-
t a d a por la gran tradición de la Iglesia y del m o n a c a t o cristiano
(RB 73,3-6). «El abad que preside y el monje que obedece, ambos,
tienen necesidad de escuchar conjuntamente la P a l a b r a » , tienen
necesidad de «un mismo magisterio, que es el de Cristo; a m b o s ,
llamados a obedecer, a cumplir la voluntad de Dios, encuentran
en la Regla una ayuda para realizarlo, ora interpretándola con los
dones que les son propios en ese ministerio, ora esforzándose en
comprenderla con el fin de seguir obedeciendo al Evangelio, per
ducatum Evangelii. Y t o d o ello en vista a la caridaá-agápe que no
2
pasará, aun cuando desaparezcan los carismas (cf. ICor 13)» .
De la «schola» al «coenobium»
El mismo autor de la Regla nos ofrece un hermoso ejemplo de
docilidad a la voz del Espíritu y a los avisos que le da el Evangelio
t o m a d o como guía. Es imposible ver en su obra un documento es-
tático, perfecto y definitivo. Ya lo hemos n o t a d o páginas atrás. Se
advierte en ella gran cantidad de cambios; a veces simplemente de
matiz y otras, sustanciales. Lejos de considerarse un documento
dictado por Dios, como se presenta a sí misma la Regula Magistri,
y por consiguiente sagrado e intocable, no sólo se sabe perfectible,
sino que se perfecciona constantemente. Es un documento vivo,
52
cambiante. Se advierte en él una evolución en el concepto del
abad, en la doctrina sobre la obediencia, en el aprecio del trabajo
manual y en otras varias materias. Se nota que el autor de la Regla
está prestando gran atención al Espíritu de Dios que le habla en la
Escritura, en las personas que trata, en los acontecimientos, en
todo '. Escucha y obedece. Y de este m o d o su obra va maduran-
do, perdiendo rigideces, humanizándose y, no cabe la menor du-
da, cristianizándose. La caridad, en el sentido más genuino del vo-
cablo, va penetrándola gradualmente, hasta impregnarla por
completo.
En la «escuela del servicio divino», como queda advertido, do-
mina lo que se ha dado en llamar el «cenobitismo vertical». Los
hermanos viven en comunidad, pero no es la comunidad lo que les
interesa; las relaciones entre ellos carecen de importancia en el
plan monástico que se proponen realizar. Conviven en el monaste-
rio porque todos se han puesto bajo la dirección de un mismo
abad; es la doctrina y el ejemplo del maestro espiritual lo que les
ha j u n t a d o , no el deseo de compartir fraternalmente sus vidas.
Casiano es muy estricto en este punto. El monje-discípulo, el
abad-mestro, Cristo-Dios: tal es el esquema breve, escueto del ce-
nobitismo vertical. Ahora bien, esta concepción parece dominar
en los primeros capítulos de la Santa Regla. Cierto que el vocablo
«escuela» del fin del prólogo no reaparece ni una sola vez, pero el
concepto cinc schola simboliza está ahi muy vivo: en el abad-
maestro; en la obediencia instantánea y ciega prestada al superior;
en el silencio que deben mantener los monjes, pues «hablar y ense-
ñar corresponde al maestro, callar y escuchar corresponde al discí-
pulo» (RB 6,6); en la penosa y solitaria ascensión de la escala de la
humildad, en cuya descripción no se alude a más compañía huma-
na que la de los «falsos hermanos» (RB 7,43)... T o d o el ideal de
esta clase de cenobitismo parece cifrarse en el lema: «una regla y
un a b a d » .
Más adelante, incluso en los primeros capítulos, a base de re-
toques y adiciones, empieza a infiltrarse otro espíritu. U n a añadi-
53
dura, u n a precisión, una supresión aquí o allá van transformando
el primer aspecto, a veces d u r o , de algunos pasajes. Y se logran
páginas verdaderamente encantadoras, donde resplandece el espí-
ritu del Evangelio o aquella vieja sabiduría del prólogo en que
la vocación monástica tiene rasgos de un atractivo irresistible.
Una cosa es clara: la Regla, a medida que va avanzando y espe-
cialmente en sus últimos capítulos, sin abdicar de sus principios
ascéticos fundamentales, se va humanizando y cristianizando. El
maestro severo no desaparece del todo, pero se va eclipsando de-
trás del padre b o n d a d o s o . Y la famosa escuela acaba por conver-
tirse en u n verdadero cenobio, en un espacio físico y espiritual
donde reinan la fraternidad cristiana, la comprensión m u t u a , el
respeto, la tolerancia, el deseo de complacerse a porfía unos a
otros; en una palabra, lo que la Santa Regla llama el «buen celo»,
es decir, la caridad fraterna practicada en un grado excelso (Cf.
RB 72).
El abad
El monasterio organizado por la Santa Regla está regido por
un abad '. Era lo normal en Occidente. El abad llegó a ser tan im-
portante que los monasterio acabaron por llamarse, en latín y en
diversas lenguas modernas, «abadías». Al principio no fue así.
P e r o hay que reconocer que los abades adquirieron pronto u n a
enorme autoridad. La Santa Regla —es cierto— se la adjudica,
aunque con una salvedad: sólo dentro de los muros del monaste-
2
rio .
El prestigio y la dignidad del abad se desprenden de su calidad
de «vicario de Cristo». La Regla lo afirma rotundamente en el ca-
pítulo en que pergeña por primera vez su figura (RB 2,2) y lo rea-
firma con no menor énfasis al establecer el «orden de la comuni-
d a d » , donde se lee: «Al abad, puesto que se sabe por la fe que ha-
54
L A IMPARCIALIDAD D E L A B A D
N o haga en el m o n a s t e r i o d i s c r i m i n a c i ó n de p e r s o n a s . N o amará
m á s a u n o que a otro, de n o ser al que hallare m e j o r e n las buenas
obras y en la o b e d i e n c i a . S i u n o que ha s i d o e s c l a v o entra e n el m o -
nasterio, n o sea p o s p u e s t o ante el que ha s i d o libre, de n o mediar
otra c a u s a razonable. M a s c u a n d o , por e x i g i r l o así la justicia, crea
el abad q u e d e b e proceder de otra manera, aplique el m i s m o criterio
c o n cualquier otra c l a s e d e rango. P e r o , si n o , c o n s e r v e n t o d o s la
p r e c e d e n c i a que les c o r r e s p o n d e , porque "tanto e s c l a v o s c o m o li-
bres t o d o s s o m o s en Cristo una s o l a cosa" y bajo un m i s m o S e ñ o r
t o d o s c u m p l i m o s un m i s m o s e r v i c i o , "pues D i o s n o tiene favori-
tismos". L o ú n i c o que ante él n o s diferencia es que n o s encuentre
m e j o r e s que l o s d e m á s e n b u e n a s obras y en humildad. T e n g a , por
tanto, igual caridad para c o n t o d o s y a t o d o s a p l i q u e la m i s m a
norma s e g ú n los méritos de cada cual.
RB 2,16-22.
55
Al abad, como lugarteniente de Cristo, le corresponde una lar-
ga serie de funciones: enseñar, establecer, ordenar, m a n d a r , re-
prender, exhortar, amonestar... « C o m b i n a n d o tiempos y circuns-
tancias, rigor y dulzura», mostrará a veces «la severidad de un
maestro» y otras «la b o n d a d de un padre» (RB 2,24), que es lo
que significa el n o m b r e « a b a d » . El abad es el padre, el maestro, el
pastor, el juez, el médico espiritual, el modelo y el guía de los
monjes. Al abad corresponde, en cualquier asunto de que se trate,
la primera y, sobre todo, la última palabra. El abad es ante Dios
—y casi únicamente ante él— el responsable del monasterio: de las
personas y de las cosas. Tal es, en resumen, el contenido del capí-
tulo 2 de la Regla.
Nos hallamos, evidentemente, bajo el signo de la «escuela del
servicio divino». El abad, como maestro único e indiscutible, lo
domina todo. Los monjes son sus alumnos vitalicios. «El recinto
del monasterio y la estabilidad en la comunidad» constituyen el
«taller» en el que ejercitan el «arte espiritual» bajo la dirección del
abad-maestro o sus ayudantes, los decanos. En el capítulo 4 les fa-
cilita la Regla gran número de «instrumentos», es decir, «buenas
obras», que deben practicar cada vez con más pericia. Sólo tres de
estos «instrumentos» merecen sendos tratados aparte: la obedien-
cia (c. 5), la taciturnidad (c. 6) y la humildad (c. 7). Ni que decir
tiene que la humildad, la obediencia y el silencio de los discípulos
facilitarán al abad su delicada tarea de formarlos en la disciplina.
El monasterio, como se ve, es realmente una escuela donde se
se limita a repetir lo que ya había dicho hasta la saciedad: «el verdadero modelo y
la verdadera fuente del abadiato cenobítico» se halla en «la relación del ermitaño
con su discípulo»; que «el monasterio es, ante todo, una schola Christi, gobernada
por el vicario de Cristo que es el abad», etc. El mismo autor ha divulgado tales
ideas en multitud de publicaciones, que sería excesivamente prolijo citar aquí. Las
tendencias esclavizantes de Casiano y sobre todo de su epígono el Maestro han sido
acentuadas por A. de Vogüé y, sobre todo, presentadas como la flor y nata del
auténtico monacato, cuando ni siquiera resumen las tradiciones coptas. Para con-
trarrestar semejantes exageraciones podrán consultarse con provecho las ecuáni-
mes y bondadosas observaciones del llorado P. Jean Gribomont, Les commentai-
res d'Adalberl de Vogüé el la grande Iradition monastique, en Cotnmentaria, 121-
127. Gribomont expone la concepción de la obediencia y de la autoridad del supe-
rior en la tradición prebenedictina y pone de relieve la incompatibilidad del pensa-
miento de Casiano con el de san Basilio.
56
aprende a servir a Dios, tanto teórica como prácticamente, según
las normas de la Santa Regla, impuestas e interpretadas por el
«padre del monasterio» (RB 33,5).
E L SERVICIO ABACIAL
57
E L ABAD BENEDICTINO
R B 64,7-19.
58
la ley divina» para ser capaz de enseñar a los monjes, se distinga
siempre el abad por su desinterés propio, su sobriedad y —una vez
más— por su misericordia, que debe hacer prevalecer sobre la jus-
ticia. Extirpe los vicios, pero «con prudencia y caridad, según
viere que conviene a cada u n o » . «Procure ser más a m a d o que te-
5
mido» y «sepa que más le corresponde servir que presidir»
(RB 64,8-10 y 13-15).
Si la figura del abad, «vicario de Cristo», sobre t o d o al princi-
pio del capítulo 2, resultaba un tanto hierática y lejana,el capítu-
lo 64 la humaniza y aproxima. Le da a entender que, no obstante
su dignidad, es un hombre como los demás: frágil, vulnerable,
acaso lleno de pasiones, pecador, al menos en potencia. Por eso
advierte: «No sea turbulento ni inquieto, no sea exagerado ni ter-
co, n o sea celoso ni receloso; si no, nunca tendrá paz» (v. 16). Ni
él la tendrá, ni tampoco dejará que la tenga el monasterio, pues
nada hay más perjudicial para la tranquilidad de una comunidad
monástica que las tensiones suscitadas por un abad desasosegado,
desequilibrado, suspicaz, parcial o ambicioso. La Regla lo sabe;
por eso insiste una y otra vez en la discreción, sin duda uno de los
rasgos más preciosos e indispensables de la figura moral del «pa-
dre del monasterio». La discreción, «madre de las virtudes», le
obligará a poner «moderación en todo, de manera que los fuertes
deseen más y los débiles no se echen atrás» (v. 19).
A. de Vogüé, después de examinar detenidamente ambos re-
tratos ideales del abad contenidos en la Regla, concluye que el se-
gundo, el del capítulo 64, resulta «singularmente más rico, más
6
matizado y más auténtico» . A. Borias, al estudiar el vocabula-
rio, descubre que en el capítulo 64 el papel del abad como maestro
ha sido atenuado; el acento recae sobre la misericordia, no sobre
la doctrina. Lo que anima y estimula al abad en el desempeño de
su cargo es «el amor auténtico a sus hermanos»; un amor lleno de
mesura y moderación, de prudencia y discreción, incluso en la co-
rrección de los vicios. El vocabulario, sobre todo si se le compara
59
con el del capítulo 2, resulta significativo. Aparecen voces tan ex-
presivas como amari, diligere —y su contrario odire—, caritas,
misericordia, misericors. El amor misericordioso resalta como
cualidad esencial del abad en su trato con los hermanos. Otra serie
de vocablos subraya la discreción. El verbo discernere y el sustan-
tivo discretio sufren una evolución notable; con ellos se quiere sig-
nificar, no el hecho de aquilatar el valor moral de los hermanos,
sino el de discernir el esfuerzo que se puede pedir a los débiles y a
los fuertes, lo que cada uno de los hermanos es capaz de cumplir;
la discretio tiene por objeto adaptar la interpretación de la Regla y
las disposiciones del abad de tal m o d o que los unos se sientan ani-
mosos y los otros no tengan motivos de descorazonarse. En el ca-
pítulo 64 de la Regla se pasa del discernimiento a la discreción
propiamente dicha; discernere se combina con temperare (v. 17 y
1
19), que consiste en mesurar, adaptar y organizar sabiamente .
La obediencia
En el decurso de la Regla —lo acabamos de comprobar— la fi-
gura del abad se humaniza y, al humanizarse, se vuelve más evan-
gélica; o, si se prefiere, se evangeliza y, al evangelizarse, se vuelve
más h u m a n a ; la inversión de los factores no altera el producto. Lo
mismo sucede con la virtud de la obediencia. Ésta tiene en la Regla
un relieve extraordinario. Recordemos el p r o g r a m a inicial: volver
a Dios por el camino de la obediencia. No es raro, pues, que se la
mencione muchas veces. Tres capítulos se ocupan exclusivamente
de ella.
El capítulo 5, titulado simplemente «de la obediencia», es es-
tricto, escueto, perentorio y seco. Sólo contempla la obediencia
prestada a los superiores. Cita dos veces el texto famoso: «Quien
os escucha a vosotros, me escucha a mí» (Le 10,16). Señala como
la cualidad esencial de la obediencia la celeridad suma o, por me-
jor decir, la simultaneidad: « C o m o en un solo instante, la orden
dada por el maestro y la obra ya realizada por el discípulo, ambas
cosas, tienen lugar al mismo tiempo con la rapidez del temor de
60
Dios» (v. 9). Que se trata de u n a obediencia ciega, lo prueba el he-
cho de que no se deja al «discípulo» ni u n a fracción de segundo
para considerar lo que se le m a n d a . ¿Por qué obedecer con seme-
jante prontitud? Los motivos que se aducen son tres: la lealtad a
la profesión monástica, «el temor del infierno» y el deseo de al-
canzar «la gloria eterna» (v. 3). Hay en este capítulo un rasgo
amable: «Esta obediencia es propia de quienes n a d a estiman más
que a Cristo» (v. 2). Y otro típico del «cenobitismo vertical»: los
monjes, «no viviendo a su antojo, ni obedeciendo a sus propios
gustos y deseos, sino que, caminando bajo el juicio y la voluntad
de otro, viviendo en los cenobios, desean que los gobierne un
abad» (v. 12).
LA OBEDIENCIA IMPOSIBLE
1. Communauté, 461.
61
to de recibir una orden que, según cree, excede sus fuerzas, se li-
mita a escuchar y aceptar lo que se le m a n d a . Segundo: el herma-
no, luego de comprobar que le es imposible obedecer, somete al
juicio del superior «los motivos de su imposibilidad, con paciencia
y oportunidad, no con orgullo o resistencia o contradicción». Ter-
cero: d a d o el caso que el superior mantenga la orden, «sepa el in-
ferior que así le conviene y, movido por la caridad, confiando en
el auxilio de Dios, obedezca». Hay en esta página mucha psicolo-
gía y m u c h o espíritu sobrenatural. Claro es que el superior podrá
dejarse convencer por las razones del hermano —aquí, evidente-
mente, no se trata de una imposibilidad objetiva, sino subje-
tiva—, pero en caso de que mantenga lo ordenado, el monje, hu-
milde y obediente hasta el heroísmo, practicará el grado cuarto de
la escala de la humildad, que consiste en que «en la práctica de la
obediencia, ...se abrace con la paciencia en su interior, y, mante-
niéndose firme, no se canse ni se eche atrás, ya que dice la Escritu-
ra: 'Quien perseverare hasta el fin se salvará'; y también: 'Ten co-
2
raje y aguanta al Señor'» . No se nombra a Cristo en todo el bre-
ve capítulo 68, pero, como observa H. Urs von Balthasar, única-
mente el ejemplo de Cristo puede justificarlo. P o r q u e el Padre pi-
dió al Hijo «cosas imposibles» —tomar sobre sí todo lo que para
Dios es execrable—, el Hijo expuso al Padre las razones de su im-
posibilidad de obedecerle: « P a d r e mió, si es posible, que se aleje
de mí ese trago; sin embargo, no se haga lo que yo quiero, sino lo
que tú» (Mt 26,39). Al cumplir el capítulo 68 de la Regla, el her-
mano no hará más que imitar el ejemplo de Jesús en Getsemaní; y
si, a pesar de las razones alegadas, el superior mantiene firme su
3
orden, seguirá fielmente a Cristo hasta la cruz .
Un poco más adelante, el capítulo 71 da un paso de gigante
por lo que se refiere a la obediencia al ordenar desde su mismo tí-
tulo: «Obedézcanse unos a otros». ¿Por qué? Simplemente, por-
que la obediencia es un «bien» (v. 1). Tiene un valor en sí misma,
ya que, mediante la propia abnegación, imita a Cristo. Y, además,
es el camino por el que se va a Dios (v. 2). Más aún: obedecerse
El amor fraterno
Los capítulos 68 y 71 de la Regla que acabamos de recorrer rá-
pidamente forman parte del llamado «apéndice» o, como otros
prefieren con razón, el «segundo directorio espiritual», que va del
capítulo 63 hasta el 72, ambos incluidos. Se trata de un bloque de
normas y doctrina extremadamente valioso. Tanto por su conteni-
do como por representar el término de la evolución del pensa-
miento del autor de la Regla. La lectura atenta de estas páginas
nos introduce en una nueva atmósfera.
A lo largo de toda la regla se nota una evolución en muchos
puntos, algunos de los cuales, realmente importantes, hemos teni-
do ocasión de comprobar. A h o r a nos damos cuenta de haber pa-
sado definitivamente del concepto estrecho de la «escuela del ser-
vicio divino» a la plenitud de la vida comunitaria, a la comunión
de los espíritus; del «cenobitismo vertical», al cenobitismo total.
H a habido en el autor de la Regla una verdadera «conversión», en
el sentido de un «cambio de mentalidad». Concibe el monacato de
otra manera. P a s a de una vida monástica marcada por la ascesis
individual a otra propiamente cenobítica, en la que la caridad do-
í..|
la plenitud de la koinonía. Cierto que la frase capital de los He-
chos, «un solo corazón y una sola alma», no aparece tal cual en la
Regla, pero sí está presente la realidad que esta expresión quiere
significar; de manera que el abad Viktor Dammertz h a podido es-
cribir que, en su opinión, el pasaje bíblico que mejor expresa lo
que debería ser un monasterio que sigue la Santa Regla es el relato
de los Hechos de los Apóstoles sobre la vida apostólica de la pri-
mera comunidad cristiana de Jerusalén. «Se halla allí la mejor
ilustración que tenía ante sus ojos» el autor de la Santa Regla, «si-
guiendo a san Basilio y a san Agustín»; este ideal se encuentra «en
3
filigrana» en muchos pasajes de la Regla .
En el «apéndice» —hay que repetirlo— imprime la Regla a la
vida comunitaria una orientación más h u m a n a , más entrañable.
Desde el principio tuvo en cuenta que no todos los monjes son
iguales. Unos son jóvenes y otros ancianos, unos son recios y
otros enclenques, unos magnánimos y otros pusilánimes, unos
fervorosos y otros tibios... N a d a más inhumano ni anticristiano
que hacerlos pasar a todos por el mismo rasero, como si tuvieran
las mismas necesidades y las mismas disposiciones. La Regla cita
en cierto pasaje el texto paulino: «Cada cual tiene un don particular
de Dios: éste, uno; aquél, otro» (ICor 7,7). «Por eso» —añade—
«determinamos la cantidad de alimento de los demás con cierto es-
crúpulo» (RB 40,1). No sólo en materia de alimentación, sino abso-
lutamente en t o d o tiene en cuenta este axioma. Ya en el capítulo 2
—por citar un ejemplo— advierte al abad que su tarea encierra
grandes dificultades, pues requiere que se ponga al servicio de
temperamentos muy diversos — « m u l t o r u m serviré moribus»—, y
a unos tendrá que halagarlos, a otros persuadirlos, a otros repren-
derlos; tendrá que acomodarse al temperamento e inteligencia de
cada u n o de los hermanos (RB 2,31-32). Es un texto de capital im-
portancia para entender el concepto de abad según la Regla. Pero
no basta que el maestro se gane p a r a sí y para Cristo a cada uno de
sus discípulos aplicando el gran principio: «multorum serviré mo-
ribus». Es preciso que los monjes formen una koinonía evangélica
65
para poderse llamar con verdad cenobitas. Y a la realización de es-
te p r o g r a m a se aplica la Regla sobre todo en las normas que da en
sus últimos capítulos, al tratar del orden de la comunidad e incul-
car a los hermanos el m u t u o respeto: «los más jóvenes honrarán a
los mayores» y «los mayores amarán a los más jóvenes» (RB
63,10); «nadie se atreva a defender a otro» (c. 69); «nadie se atre-
va a pegar arbitrariamente a otro» (c. 70). H a s t a culminar en la
página absolutamente admirable sobre «el buen celo que deben te-
ner los monjes» (c. 72). Este capítulo excepcional, ajuicio de J. E.
Bamberger, contiene «la esencia, la dimensión más profunda, más
central, de toda la Regla». Más aún, según añade con toda razón
el mismo comentarista, este capítulo «ofrece la perspectiva en que
debe leerse la Regla entera»; su autor, al final de una vida dedica-
da a la oración y a la observancia monástica, «llegó a adquirir la
siguiente convicción: la dimensión de la caridad, el fervor, que es
su síntoma y su resultado, es la cosa más importante para el mon-
4
je» . Las primeras líneas del prólogo de la Regla nos sitúan lejos
de las puertas del Paraíso, pues fuimos arrojados de él por la de-
sobediencia; el capítulo 72, en cambio, nos coloca en su mismo ar-
cén al invitarnos a llevar una vida fraterna de tal categoría. Sólo
un h o m b r e de corazón p u r o y ardiente p u d o haber concebido y
creído posible en este m u n d o ese buen celo que conduce a la vida
eterna y de algún m o d o la introduce ya ahora en el monasterio.
¿Acaso, en efecto, no sería vivir, de alguna manera, en el Paraíso
recobrado si se cumplieran a la perfección, «sin ningún esfuerzo y
como instintivamente» (RB 7,68), las últimas recomendaciones de
la Regla?
El monasterio, en suma, no es para la Santa Regla una simple
«escuela del servicio divino». Así se lo representaría su autor al
empezar a redactar su obra. Pero al correr de los años fue adqui-
riendo experiencia y penetrando en el sentido profundo del Evan-
gelio. Fue descubriendo el valor h u m a n o y cristiano de la comuni-
dad. Y por mucho que siguiera dependiendo de Casiano, profun-
dizó en su sentido y desarrolló vigorosamente su tema específico,
hasta considerarla como debería ser: una koinonía, u n a comunión
66
de hermanos en Cristo. Y descubrió, como dice Basilius Steidle,
que la «característica más profunda» de la comunidad monástica
«no es la obediencia, sino el a m o r » . Descubrió que «la comunidad
monástica no es una colectividad sin alma..., sino una comunidad
de hermanos que, por la gracia del Espíritu Santo, ...están unidos
en el amor unos a otros, a Cristo como abad y a su represen-
5
tante» . De ahí que el autor de la Regla crea necesario concluir su
obra con unas páginas que pongan de relieve la importancia de la
convivencia plena de los hermanos, sus relaciones interpersonales,
la comunión de todos entre sí, con el abad y con Cristo, principio
y fin de la vida monástica como él la concibe y siempre la ha con-
cebido. Y a los monjes que se aprestan a seguir sus directrices, les
deja como legado lo que él llama el «buen celo», es decir: « u n a
6
emulación por amor en las diversas manifestaciones del a m o r » .
A. Borias ha comparado con perspicacia los capítulos 7, «de la
humildad», y el 72, «del buen celo». El capítulo 7, largo y elo-
cuente, corona majestuosamente el primer directorio espiritual; el
capítulo 72, con sobriedad genuinanjiente romana, el segundo. En
el primer caso, el monje sube hasta Dios por la escala de la humil-
dad; en el segundo, progresa por el camino de la caridad y la fra-
ternidad. El capítulo 7 —el más largo de la Regla— procede por
exposiciones descriptivas, acompañadas de numerosas citas bíbli-
cas; el 72 contrasta con el 7 por su concisión, su ponderación, su
energía, sus frases incisivas, imperativas. En ambas se menciona
el fuego: el 7 nos pinta las llamas del infierno que abrasarán al
monje que desprecia a Dios; el 72, las llamas de la caridad que
abrasan al monje que ama a Dios, al abad y a los hermanos. El ca-
pítulo 7 se sirve de una imagen bíblica, la escala de J a c o b , por la
que invita a subir al monje, solo y con indecible esfuerzo, hasta la
cumbre de la humildad, en la que por fin adquiere «aquel grado
de amor de Dios que, por ser perfecto, echa fuera el temor»
(RB 7,67); el capítulo 72 olvida la penosa imagen de la escala, la
7
sustituye por la de los dos caminos y hace avanzar al monje por
67
el .que parte del amor —no del temor—, hacia un amor siempre
mayor y más acendrado; y no va solo, sino en la grata y amigable
compañía de su abad y de sus hermanos de comunidad. En el capí-
tulo 7, finalmente, el monje se contempla a sí mismo; en el 72, mi-
ra a los demás. T o d o , pues, nos obliga a concluir con A. Borias:
«Más que un complemento al capítulo de la humildad, el capítulo
del buen celo constituye una rectificación fundamental. En u n a
perspectiva más amplia y con una mirada teológica centrada en el
corazón mismo de la fe, arrastra todo el caudal de la vida comuni-
taria por la corriente de la caridad, que le comunica todo su aliento
y todo su ardor. La vida monástica extrac explícitamente la esencia
8
de su dinamismo del amor a Dios y del amor al prójimo» .
LA «SANTA REGLA» ( 2 )
La «casa de Dios»
Tres veces llama la Regla al monasterio «casa de Dios» '. Es,
pues, el monasterio un espacio en que Dios está presente entre los
hombres haciendo de ellos su m o r a d a . Luego, por extensión, se
podrá decir también que el recinto y los muros del monasterio son
casa de Dios. Pero teniendo siempre presente que la verdadera ca-
sa de Dios es la comunidad, formada por los monjes y presidida
por el abad.
La tradición monástica anterior había comprendido la diferen-
cia esencial que existe entre la simple vida comunitaria, asegurada
por una disciplina común, y la vida de comunión —koinonía—,
plasmada y mantenida por el amor, en el seno de la «casa de
Dios». Baste recordar a este propósito una de las llamadas «re-
glas» basilianas, que caracteriza la vida comunitaria como un
cuerpo a n i m a d o por el Espíritu Santo, como un espacio en que ac-
túa t o d a la riqueza de los dones del Espíritu y en el que se lee y se
2
medita constantemente la Palabras de Dios . N o cabe duda de
que la Santa Regla está en la misma línea. Tres de las tareas coti-
dianas del monje tienen por objeto directo forjar su m u n d o inte-
rior y esta mentalidad común que día a día va plasmando y mante-
niendo la koinonía. Estas tareas diarias del monje en particular y
de la comunidad en general son el opus Dei, la lectio divina y la
meditatio. Tres ejercicios que tienen por objeto inmediato la Pala-
bra de Dios, que celebran comunitariamente —el opus Dei u ofi-
cio divino—, que leen, meditan y saborean individualmente —la
lectio divina—, o que rumian con frecuencia, por no decir conti-
nuamente —la meditatio—, sobre todo cuando no disponen de un
69
códice de la Escritura. Es, pues, claro que, merced a este contacto
incesante con la Biblia, la P a l a b r a de Dios forma al monje y a la
colectividad monástica. La escucha atenta y amorosa de la Pala-
bra de Dios, j u n t o con la obediencia pronta y total a esta Palabra,
es, en último término, lo que constituye la «casa de Dios», que de-
be ser todo monasterio.
LA ACTITUD EN L A SALMODIA
Creemos que Dios está presente en todo lugar y que "los ojos del
Señor están vigilando en todas partes a buenos y malos"; pero esto
debemos creerlo especialmente sin la menor vacilación cuando es-
tamos en el oficio divino. Por tanto, tengamos siempre presente lo
que dice el profeta: "Servid al Señor con temor"; y también:
"Cantadle salmos sabiamente" y: "En presencia de los ángeles te
alabaré". Meditemos, pues, con qué actitud debemos estar en la pre-
sencia de la divinidad y de sus ángeles, y salmodiemos de tal ma-
nera, que nuestro pensamiento concuerde con lo que dice nuestra
boca.
RB 19.
LA REVERENCIA E N L A ORACIÓN
Si c u a n d o q u e r e m o s pedir a l g o a l o s h o m b r e s p o d e r o s o s n o n o s
a t r e v e m o s a hacerlo sino c o n humildad y respeto, c o n cuánta mayor
razón d e b e r e m o s presentar nuestra s ú p l i c a al Señor, D i o s de todos
l o s seres, c o n verdadera h u m i l d a d y c o n el m á s puro a b a n d o n o . Y
p e n s e m o s que seremos escuchados no porque hablemos mucho,
s i n o por nuestra pureza d e c o r a z ó n y por las lágrimas de nuestra
c o m p u n c i ó n . Por e s o , la oración ha de ser breve y pura, a n o ser que
se alargue por una especial e f u s i ó n que n o s inspire la gracia divina.
M a s la oración en c o m ú n abrevíese en todo c a s o , y, c u a n d o el supe-
rior h a g a la señal para terminarla, levántense todos a un tiempo.
R B 20.
73
(RB 49,8) velando más especialmente por los miembros más des-
validos de la c o m u n i d a d —los niños, los a n c i a n o s y los
7
enfermos— , ocupándose con solicitud extrema de los h e r m a n o s
reos de alguna culpa grave (c. 27), acogiendo a los huéspedes del
monasterio «con todas las atenciones de la caridad» (RB 53,3)...
No es el a b a d , según la Regla, un personaje lejano, formidable,
casi inaccesible. Convive con los h e r m a n o s . Los a m a (64,11) y, a
su vez, recibe la expresión del a m o r «sincero y humilde» que éstos
le profesan (72,10). N o debe dominarlos « c o m o si le fuera lícito
usar de un poder arbitrario» (63,2), sino servirlos humildemente
como lo haría Cristo, a quien representa en el monasterio.
E L MAYORDOMO
74
«Hazlo t o d o con consejo, y, después de hecho, n o te arrepenti-
8
rás» . T o d a la comunidad, convocada por el «padre del monaste-
rio», expone humildemente su opinión cuando se trata de cosas
importantes; se debe llamar a todos, «porque muchas veces el Se-
9
ñor revela al más joven lo que es mejor» . Si los asuntos son me-
nos importantes, se consultará tan sólo a los ancianos (RB 3,12).
En el capítulo 3 de la Regla —comenta R. Weakland—, se «reco-
noce, como diríamos hoy, que el superior tiene un carisma parti-
cular como superior, pero que este carisma no funciona fuera del
contexto de u n a comunidad viva y de una regla. La comunidad vi-
va es también portadora del Espíritu y el abad debe escuchar al
Espíritu presente en la comunidad. Al mismo tiempo la Regla es
portadora de la tradición y el resultado de la sabiduría de los ma-
yores». La Santa Regla sintetiza, con éxito, estos tres elementos:
el carisma abacial de guía y maestro, el don de discernimiento de
la comunidad y la sabiduría atesorada por la tradición y codifica-
10
da en la propia Regla .
En su ardua y multiforme tarea dispone el abad de varios cola-
boradores permanentes. «Si la comunidad es numerosa», los de-
canos (decani), «hermanos de buena reputación y vida santa»,
cuidarán de sus respectivas decanías o grupos de diez monjes
(RB 21,1-2). Más adelante tuvo que admitirse —en principio— la
institución del prepósito (praepositus), con tal que el lugar lo re-
quiriera, la comunidad lo pidiera razonable y humildemente, y el
abad lo juzgare conveniente (RB 65,14-15); tal suma de condicio-
nes bastaría para inducirnos a sopechar que la nueva institución
no era del agrado del autor de la Regla; de hecho, casi t o d o el lar-
go capítulo 65, no es otra cosa que una diatriba contra «el prepó-
sito del monasterio», personaje que con suma facilidad podría di-
vidir y perturbar gravemente la comunidad, creyéndose un «se-
gundo a b a d » y o b r a n d o en consecuencia. M u c h o mejor sería con-
tinuar con la institución bien p r o b a d a y eficaz de los decanos. Pe-
75
ro la m o d a se iba imponiendo, los prepósitos se iban introducien-
do en todas partes. Tal vez, como parece, porque los abades se
ausentaban con demasiada frecuencia y no atendían bastante ni al
monasterio ni a la comunidad...
Muy diferentes es el trato que la Regla dispensa al m a y o r d o m o
(cellararius), pieza fundamental en la organización del cenobio,
pues asume y asegura la administración temporal; el capítulo que
le dedica es uno de los más sugestivos por su espiritualidad y psi-
cología. Sea sensato, de buenas costumbres, humilde y... «de n o
mucho comer» (RB 31,1). Ni avaro, ni pródigo (v. 12), se portará
«como un padre para toda la comunidad» (v. 2). A todos dará lo
que necesiten; «no contristará» a nadie (v. 6). Si algún hermano
«le pide una cosa poco razonable, no le contriste despreciándole»;
le haga ver «con humildad» que no puede dárselo (v. 7). « C u a n d o
no tenga lo que le piden, dé una buena palabra por respuesta, por-
que está escrito: 'una buena palabra vale más que el mejor
regalo'» " . E l cargo de m a y o r d o m o , evidentemente, reviste excep-
cional importancia desde el punto de vista, n o sólo del bienestar
temporal de la comunidad, sino acaso todavía más desde el p u n t o
de vista de la caridad recíproca y de la paz de los hermanos. En el
capítulo sobre el m a y o r d o m o se palpa la exquisitez del amor que
el autor de la Regla profesaba a todos los monjes, empezando por
el mismo m a y o r d o m o .
A u n q u e menos instituticionalizado, coopera con el abad el
cuerpo de los «ancianos». La Regla los n o m b r a con frecuencia.
Probablemente algunos desempeñaban el oficio de decanos. Sue-
len ser monjes veteranos en el servicio de Dios, virtuosos. La Re-
gla tiene especiales atenciones para con todos los ancianos (cf.
c. 37); quiere que los jóvenes los obedezcan «con toda caridad y
solicitud» (71,4), los veneren (4,70), los honren (71,10). Dos de
ellos recorrerán el monasterio durante las horas en que los herma-
nos se dedican a la lectio divina, no sea que algunos pierdan en ba-
gatelas momentos tan preciosos (48,17-18). Sobre todo los que la
Regla llama «ancianos espirituales» ayudarán al abad en lo que
tiene de más delicado la cura de almas: como saben «curar las p r o -
76
pias heridas y las ajenas, no descubrirlas y publicarlas», los her-
manos no tendrán reparo en manifestarles sus pecados ocultos
(46,5-6). Y c u a n d o el abad se encuentre con u n caso difícil en su
profesión de médico de almas, no dudará en «aplicar cataplas-
mas, esto es, hermanos ancianos y prudentes, quienes como a es-
condidas consuelen al h e r m a n o vacilante y le muevan a satisfacer
con humildad y le a n i m e n , ' n o sea que el excesivo pesar lo desbor-
12
de'» .
IH
l5
de que h a de estar más sujeto a la observancia regular» (62,3) .
El sacerdocio o el diaconado de unos pocos monjes, como se ve,
no rompería la unidad de la comunidad, al menos en la intención
de la Regla. El cenobio seguiría siendo, como había sido siempre,
esencialmente laico. Todos los monjes estarían sometidos a idénti-
ca disciplina, realizarían los mismos trabajos, se servirían mutua-
mente. Los pocos sacerdotes y diáconos no formarían u n a clase
social, sino una simple excepción. Ésta es, evidentemente, la vo-
luntad de la Regla.
LOS MONJES S A C E R D O T E S
79
16
ofrecer a Dios niños de corta edad . La educación romana, la
humanitas, n o se interesaba por los niños; su fin era la formación
del h o m b r e adulto. En los monasterios n o era así. Los monjes em-
pezaron a cultivar la pedagogía. La Regla recomienda sobre todo
la discretio con esos pequeños monjes; da numerosas disposicio-
17
nes sobre los pueri, los adulescentiores y los adulescentes . La
comunidad entera era, en cierto m o d o , responsable de su educa-
ción, pues dice textualmente la Regla en uno de sus últimos capí-
tulos: «El cuidado de la disciplina y de la vigilancia de los niños,
hasta la edad de quince años, es incumbencia de todos; pero tam-
bién esto debe hacerse con mucha mesura y ponderación»
8
(70,4-5) > .
La Santa Regla intenta poner orden en el fortissimum genus
coenobitarum para el que fue redactada. Fortísimo y variopinto.
Un capítulo entero, el 63, trata del «orden de la comunidad». P o r
lo que se ve, los monjes imitaban a los apóstoles en lo de ambicio-
nar los primeros puestos. Se dan tres criterios para que cada cual
ocupe el lugar que le corresponde: «conservarán sus puestos según
la fecha de su entrada en la vida monástica, o según el mérito de
vida que los distingue, o según lo haya dispuesto el abad» (63,1).
Salvo el primer criterio, los demás se prestaban a discusión. Y se
discutían, indudablemente. De m o d o que el legislador tuvo que
añadir: «Absolutamente en ningún lugar la edad debe crear distin-
ción ni preferencias en el orden, porque Samuel y Daniel, con ser
l9
niños, juzgaron a los ancianos» . Es claro, pues, que algunos
adultos querían arrumbar todo lo posible a los menores de edad.
P o r el mismo motivo se m a n d a expresamente más adelante: «Los
niños pequeños y los adolescentes, en el oratorio y en la mesa,
ocuparán sus puestos» (63,18). Pero no era el puesto que ocupa-
ban o querían ocupar el único tema de disputas, a veces acérrimas,
16. Sobre los orígenes de la institución de los oblatos y los efectos de la obla-
ción en Occidente a partir del siglo VI, cf. Commentaire, 1355-1368.
17. Pueri: RB 30; 39,10; 59; 63,6,9 y 18. Adulescentiores: 22,7; 30,2. Adules-
centes: 63,18.
18. Quince años era la edad en que se pasaba de la infancia a la adolescencia,
según atestigua Censorinus, De die natali 14,2, que cita a Varrón.
19. RB 63,5-6. Cf. ISam 3; Dan 13.
NO
con golpes y patadas incluidos. Aquellos monjes llenos de buena
voluntad poseían, por lo que se ve, un genio muy vivo y exceso de
energía. Se habían criado en un m u n d o violento, cruel, dividido.
N o es de admirar que la Regla legisle: nadie se atreva a defender a
otro o «a constituirse en una especie de protector del mismo, aun
cuando les una cualquier parentesco de consanguinidad» (69,1-2).
O también: «Nadie pueda excomulgar o azotar a ninguno de sus
hermanos, a no ser aquel a quien el abad haya autorizado para
ello» (70,2). Y no es por p u r a casualidad que hable luego del que
se atreve a pegar a los de más edad o «se enardece sin discreción
contra los niños» (70,6).
Estas páginas y otras semejantes reflejan bastante bien de qué
material estaban hechos algunos de los elementos que formaban el
grupo h u m a n o heterogéneo empeñado en convertirse en «un solo
corazón y una sola alma». ¡Cuánta destreza, cuánta paciencia,
cuánta caridad se necesitaría para formarlos y reformarlos, aman-
sarlos y cristianizarlos de verdad, para finalmente integrarlos en la
koinonía! El llamado «código penal», que tanto nos desagrada,
constituiría u n instrumento eficaz para enderezar y ablandar a los
rudos, a los indisciplinados, a los turbulentos, a los duros de cora-
zón. La excomunión —si podían entender su gravedad—, los ayu-
nos y los azotes, cuando eran necesarios —nunca con un fin vindi-
cativo, siempre y tan sólo para «curar»—, podían hacer milagros.
Sólo en último término, y, a lo que parece, rarísimamente tenía
que servirse el abad del «hierro de la amputación», por un solo
motivo: « N o sea que u n a oveja enferma contagie a t o d o el reba-
20
ño» (28,6) .
81
Ordenación del espacio
La comunidad monástica ocupaba un espacio más o menos
grande. Ese espacio, ya entonces, se llamaba «monasterio». Aun-
que impropiamente, pues en su acepción original «monasterio»
denotaba la habitación del monachós, de un solo monje, no de un
grupo o una muchedumbre de hermanos.
A diferencia de los otros géneros de monjes, los cenobitas for-
m a n comunidades estables. La Regla las supone de diferentes ta-
m a ñ o s , pero n o enormes, como solían ser las pacomianas. El es-
pacio en que se asentaban era, naturalmente, de mucha importan-
cia: a ser posible, amplio, cómodo, agradable y bien distribuido.
N o poseemos planos de monasterio organizado por la Regla; ig-
n o r a m o s , pues, la distribución de los diversos edificios. En cierto
pasaje dice la Regla que «el monasterio, si es posible, debe esta-
blecerse de tal manera que tenga todas las cosas necesarias, esto
es, agua, molino, h o r n o , huerta, y los diversos oficios se ejerzan
dentro del recinto del monasterio, para que los monjes no tengan
necesidad de andar por fuera, pues en m o d o alguno conviene a sus
almas» (RB 66,6-7). A menudo se han interpretado estas líneas co-
mo si la Regla aspirara a la autarquía económica, lo que hubiera
resultado una pura utopía. Otros pasajes de la misma Regla de-
muestran que los monjes tenían necesidad de proveerse de cosas
que la comunidad no podía producir. Lo que se desea es que el
EL ORATORIO
82
monasterio se organice de tal m o d o que los monjes no se vean
obligados a salir con frecuencia, y para ello, «si es posible», po-
sean dentro de la clausura lo más necesario p a r a la vida y p a r a
ejercer sus oficios.
«Si es posible», por tanto, dispondrá el monasterio: de un ele-
mento tan necesario como el agua; de un molino en que se muela
el grano para hacer el alimento básico de aquel entonces, el pan, y
de u n h o r n o para cocerlo; y de u n a huerta que abastezca las mesas
de los monjes de las hortalizas que consumían normalmente. La
Regla, como se ve, se contenta con lo preciso; no menciona n a d a
superfluo. Y t o d o ello sólo por un motivo espiritual: para que los
monjes n o tengan que salir con frecuencia, pues no conviene a sus
almas.
Sabemos que el espacio monástico estaba limitado, y hasta
cierto punto defendido, por un m u r o o vallado. La Regla llama a
este recinto «claustra monasterii» (RB 4,78), del que no se podía
salir «sin orden del abad» (67,7). El m u r o o vallado, a lo que pare-
ce, tenía u n a sola puerta, cuidadosamente cerrada y guardada por
un «anciano discreto». La habitación (celia) del portero se hallaba
j u n t o a la puerta, para que los que llegaran al monasterio hallaran
siempre a p u n t o quien les respondiera (66,1-2).
En las proximidades de la puerta, con toda probabilidad, se le-
vantaba asimismo la celia hospitum u hospedería. En ella se aloja-
ban los monjes forasteros, los clérigos y los seglares que visitaban
el monasterio y disfrutaban de su hospitalidad. Se les acogía reli-
giosamente, como si fueran el mismo Señor, y se les trataba «con
toda h u m a n i d a d » (RB 53,3-9). El ritual de la recepción de los
huéspedes resulta un tanto largo, aunque sencillo. « H e m o s recibi-
do, oh Dios, tu misericordia en medio de tu templo», decían los
hermanos tras haber lavado los pies a los huéspedes (v. 14), que
nunca faltaban (v. 15). No sin cierta ironía, ordena la Regla:
«Muéstrese la máxima solicitud en la acogida de los pobres y de
los peregrinos, porque en ellos se recibe más a Cristo; que el respe-
to que infunden los ricos se hace honrar por sí mismo» (v. 15). En
la hospedería había «camas preparadas en n ú m e r o suficiente
(v. 22); tenía también cocina propia, llamada «cocina del abad y
de los huéspedes», pues el abad comía con ellos, a fin de que los
83
forasteros, ,«al presentarse a horas intempestivas», no perturba-
ran a los hermanos (v. 16). Es sumamente difícil para nosotros
imaginar hoy cómo sería la hospedería ordenada por la Regla, que
acogía a gentes de t o d a índole y a todas horas, y a las que se trata-
1
ba con liberalidad cristiana, gratis et amore Dei .
E r a esencial para el buen desarrollo de la vida conventual que
los huéspedes no turbaran la placidez carecterística del lugar ni
desbarataran el orden perfectamente regulado en que se sucedían
los diversos actos comunitarios. La Regla vela para que tal no su-
ceda (RB 53,11 y 23-24). A u n q u e se levantaran en el mismo recin-
to que la hospedería, los edificios reservados a la comunidad de-
bían hallarse al abrigo de curiosidades e indiscreciones.
LOS ENFERMOS
1. Para la hospitalidad según la RB, puede verse Regla, 450-455 (con biblio-
grafía).
2. Para el noviciado según la RB, véase Regla, 455-460.
84
ganar las almas» (RB 58,5-6). H a s t a que regresaban al m u n d o , si
no se sentían con ánimos de continuar, o e m p u ñ a b a n definitiva-
mente las armas de la obediencia p a r a servir al verdadero rey y pa-
saban a los edificios reservados a los monjes.
L A HOSPITALIDAD
Los pocos datos que nos suministra la Regla no nos permite re-
construir, ni siquiera a p r o x i m a d a m e n t e , la planta del monasterio.
Sabemos que constaba de un o r a t o r i o , u n o o varios dormitorios,
u n a enfermería, etc., pero ignoramos si estas piezas estaban uni-
das entre sí por galerías, a la m a n e r a de los claustros medievales.
El o r a t o r i o , n a t u r a l m e n t e , sería el alma del c o n j u n t o . L a Regla lo
menciona varias veces y le consagra un capítulo entero, que co-
mienza con estas palabras: «El oratorio debe ser lo que dice su
n o m b r e , y en él n o se ha de hacer ni guardar ninguna otra cosa»
85
(RB 52,1). Ello nos obliga a pensar que n o siempre ni en todas
partes fue así, y que las salas conventuales tendrían normalmente
diversos usos sucesivos, según las conveniencias, y podían servir
de almacén, de dormitorio, de taller, etc. P e r o volvamos al orato-
rio, lugar exclusivamente dedicado a la oración. En él oraba la co-
munidad entera, ocupando cada u n o su puesto en el coro, al cele-
brar la «obra de Dios»; y oraba el monje en particular, cuando le
apetecía hacerlo «con más recogimiento», «no en voz alta, sino
con lágrimas y efusión de corazón» (52,4). El oratorio, no cabe la
menor duda, era la estancia más frecuentada por todos los mon-
jes. También lo sería la sala donde estaban colocadas las mesas,
posiblemente el zaguán, pues se nos habla de las «mesas de los
hermanos» (31,1) y de la comida, pero nunca de un comedor o
refectorio. Se convocaba a los hermanos a consejo (3,1), pero n o
se menciona u n a sala capitular, que seguramente no existía. Se ci-
ta el dormitorio, pero nos quedamos en la d u d a si había uno o va-
rios (22,3). Los enfermos ocupaban una habitación aparte (36,7),
es decir, había u n a enfermería, seguramente pequeña y provisio-
nal, según los enfermos fueran pocos o muchos. Otras dependen-
cias del monasterio atestiguadas por la Regla eran el cellarium o
despensa (46,1), el vestiarium o ropería (58,27), el calciarium o za-
patería (c. 55), el pistrinum o panadería (46,1), la cocina de la co-
munidad (46,1) y la del abad y los huéspedes (53,16). Había tam-
bién u n a sala de baños (36,8) y no faltarían los servicios higiénicos
imprescindibles. La palabra bibliotheca que aparece en el capítulo
48,15, significa muy probablemente Biblia, pero en algún lugar se
guardarían los códices que se hacían servir constantemente. ¿Exis-
tía un scriptorium? Se mencionan el estilete, las tablillas (33,3;
E L MONASTERIO
86
55,19); se supone que, salvo excepción, los monjes sabían escribir
(58,20). ¿Y un archivo? La cédula de profesión debía guardarse en
el monasterio (58,29), y cae por su peso que también debían con-
servarse otros documentos: títulos de propiedad, contratos, etc.
Más seguro parece que hubiera otros talleres además del calcia-
rium y el vestiarium, donde los artífices ejercerían sus respectivos
oficios (c. 57). P e r o , en resumidas cuentas, el monasterio de la Re-
gla no parece que fuera un sólido e imponente edificio, rodeado
de muchas dependencias. Sería más bien una casa modesta, donde
habría, probablemente, una gran sala en la que se comería, se dis-
cutirían los asuntos de la comunidad, se guardarían los libros y los
documentos, etc. La vida monástica jnabía perdido poco de su
simplicidad primitiva.
87
en verano, con el complemento de la siesta, es u n a cantidad de
sueño bastante razonable. Estaban preparados para emprender la
3
j o r n a d a . Las vigilias se celebran durante t o d o el año cuando to-
davía está oscuro (8,1 y 4); laudes, al rayar el alba (8,4). Todos los
momentos del día están exactamente reglamentados en los dos ho-
rarios que se alternan en el monasterio: el de verano y el de invier-
no. Las horas de la oración, de la lectura y del trabajo, el rato de-
dicado a la comida y a la siesta veraniega, los encuentros fraternos
(48,21), el descanso nocturno, todo tiene su tiempo prefijado. La
j o r n a d a monástica se acaba a la puesta del sol, de m o d o que «to-
do se haga con luz del día» (41,9).
EL T R A B A J O
88
que advertir, sin embargo, que no todos los hermanos participan en
5 6
el turno: unos porque no son aptos y otros por estar c a s t i g a d o s .
Para la Regla está muy claro que sólo deben leer en público los que
1
edifiquen a los que escuchan . Todos los sábados, ambos servido-
res de la cocina —tanto el que sale como el que entra— lavan los
8
pies a todos los hermanos . Es una tarea útil y simbólica; recuer-
da sobre todo el m a n d a t o del Señor en su última cena. Otra dispo-
sición se refiere a la lectura durante las comidas: « E n las mesas de
los hermanos no debe faltar la lectura; pero no leerá el que coja el
libro por casualidad, sino que el que ha de leer t o d a la semana em-
piece el domingo» (38,1).
C o m o fieles cristianos, se niegan los monjes a llamar por sus
nombres paganos los días de la semana; para ellos no existen los
días de Marte, ni de Júpiter, ni de Venus, sino tan sólo la feria se-
gunda, la feria tercera..., hasta llegar al sábado, nombre bíblico,
intocable. La semana empieza por el domingo, el «día del Señor»,
la Pascua semanal, que celebran muy solemnemente. Empiezan
por levantarse bastante más p r o n t o , para poder cantar tranquila-
mente los tres nocturnos de que constan las vigilias dominicales,
con sus salmos, sus cantos, sus responsorios, sus lecturas, el him-
no Te Deum laudamus y la lectura del Evangelio por el abad, «es-
tando todos de pie con respeto y temor» (11,1-4). Celebran la
Eucaristía, seguramente la única de la semana. No trabajan. Des-
cansan de las fatigas de la semana. Pero no pierden el precioso
tiempo que Dios les concede en diversiones y bagatelas. Lo santifi-
can dedicándose a menesteres espirituales. «Los domingos se apli-
quen todos a la lectura, menos aquellos que están destinados a los
diversos servicios» (48,22).
No tienen los meses, en la Regla, particular relieve, salvo en lo
que se refiere a las etapas del año de noviciado. Al novicio, «des-
pués de dos meses, se le ha de leer esta Regla» (58,7). «Al cabo de
seis meses, léanle la Regla, para que sepa a qué quiere comprome-
5. RB 38,12; 47,2-4.
6. RB 24,4; 44,4.
7. RB 38,12. El fin de toda lectura era siempre la edificación de los que la es-
cuchaban. Cf. RB 42,3; 47,3; 53,9.
8. RB 35,9. Cf. 35,7,12 y 15; 38,2 y 11.
89
terse. Y si aún persiste, después de cuatro meses se le volverá a leer
otra vez la misma Regla» (58,12-13).
El año, por lo que atañe al oficio divino, se divide en dos tiem-
pos: el de invierno, que va del principio de noviembre hasta Pas-
cua (8,1), y el de verano, que va de Pascua a principios de noviem-
bre (8,4). En cuanto a la alternancia entre trabajo manual y «lec-
tura divina», se reparte en tres: desde Pascua al primero de octu-
bre (48,3), del primero de octubre hasta el principio de la Cuares-
ma (48,10) y «los días de Cuaresma» (48,14). Durante el primer
período, el de verano, se tiene la «siesta» o reposo meridiano,
9
«dada la brevedad de las noches» ; el descanso nocturno resulta-
ba demasiado escaso. En cuanto a la alimentación, el año se distri-
buye en cuatro partes: de Pascua a Pentecostés (41,1), «todo el ve-
rano» a partir de Pentecostés (41,2), desde el 13 de septiembre
hasta el principio de la Cuaresma (41,6) y el tiempo de Cuaresma
(41,7), al que la Regla ha dedicado uno de sus más admirables ca-
pítulos. « A u n q u e la vida del monje debiera responder en t o d o
tiempo a la observancia cuaresmal» —leemos—, «sin embargo,
como son pocos los que tienen semejante fortaleza, por eso invita-
mos a guardar la propia vida en toda su pureza en estos días de
Cuaresma, y borrar, todos juntos, en estos días santos, todas las
negligencias de otros tiempos», guardarse de todos los vicios, orar
con lágrimas, cultivar la «lectura divina», la abstinencia, la com-
punción de corazón...: tales son las prácticas voluntarias que
aconseja la Santa Regla. P e r o sobre todo destacan unas palabras
que vienen a ser una orden y un deseo vehemente: que cada uno de
los hermanos, sin excepción, «con un gozo lleno de anhelo espiri-
tual, espere la Santa Pascua» (49,1-7). Sanctum Pascha expectet:
esta espera anhelante llena la vida del monje, que al fin y al cabo
10
es —o debe ser— una Cuaresma gozosa .
El único servicio que se renovaba todos los años era el de los dos
encargados de la cocina del abad y de los huéspedes (53,16-17).
El Señor —no el monje, ni la comunidad— es el dueño del
tiempo en el monasterio. «Yo haré tal cosa, tal o t r a » , es algo que
90
L A OBSERVANCIA CUARESMAL
Aunque de suyo la vida del monje debería ser en todo tiempo una
observancia cuaresmal, no obstante, ya que son pocos los que tie-
nen esa virtud, recomendamos que durante los días de cuaresma to-
dos juntos lleven una vida íntegra en toda pureza y que en estos días
santos borren las negligencias del resto del año. Lo cual cumpli-
remos dignamente si reprimimos todos los vicios y nos entrega-
mos a la oración con lágrimas, a la lectura, a la compunción del
corazón y a la abstinencia. Por eso durante estos días impongámo-
nos alguna cosa más a la tarea normal de nuestra servidumbre: ora-
ciones especiales, abstinencia en la comida y en la bebida, de suerte
que cada uno, según su propia voluntad, ofrezca a Dios, con gozo
del Espíritu Santo, algo por encima de la norma que se haya
impuesto, es decir, que prive a su cuerpo algo de la comida, de la
bebida, del sueño, de las conversaciones y bromas y espere la santa
Pascua con el gozo de un anhelo espiritual.
RB 49,1-7.
91
Ordenación de las cosas
92
con algún decoro y no hacer consistir la santidad en andar como
pordioseros.
En las mesas —fuere cual fuere su ubicación— encontrará el
monje a su tiempo «alimentos», «dos manjares cocidos» (39,1), y,
si es posible tener fruta o legumbres tiernas, «un tercero» (37,3),
además de « u n a buena libra de pan» (39,4). Y si se ha trabajado
más de lo normal, el buen juicio del abad m a n d a r á añadir un su-
plemento nada escaso, sin más límite que el de que «no se caiga en
la intemperancia ni el monje llegue a ahitarse» (39,6-7). T a m p o c o
le faltará, si la desea, la discutida hemina de vino, cuya capacidad
exacta nadie conoce; pero en los días que se trabaja duro o el calor
aprieta se le permite beber lo suficiente, sin más tope que el pru-
dencial para no llegar a la saciedad o la embriaguez (40,5). «Aun-
que leamos que el vino no es nada propio de monjes» —añade el
autor de la Regla, no con cara triste y compungida, sino con una
sonrisa de complicidad en los labios—, «como en nuestros tiem-
pos es imposible hacérselo entender, convengamos al menos en n o
beber hasta la saciedad, sino con moderación, porque el 'vino ha-
ce claudicar incluso a los s a b i o s ' » '. Pese al ayuno de casi todos
los días, que obliga a tomar la única pitanza al caer de la tarde, no
puede decirse que se pase h a m b r e ni sed en el monasterio. T a m p o -
co sufren por ello los enfermos, quienes, si están realmente débi-
les, recibirán incluso —¡abominación de abominaciones!— un
buen plato de «carne de cuadrúpedos» (34,11).
Pero guardémonos de exageraciones. El monasterio de la Re-
gla no es la abadía de Theleme. Reina en él la humanitas, la discre-
ción en los objetos de uso diario, en el comer y en el vestir. Y la es-
piritualidad lo invade t o d o . Personas y cosas, aun las más humil-
des y deleznables, están consagradas a Dios; por eso deben ser tra-
2
tadas con cuidado y veneración, «como vasos del altar» . El
monje se sirve de las cosas, pero está despegado de ellas. Sería in-
fiel a la Regla y a su vocación si no practicase la pobreza personal
más radical \ Tiene presente que las cosas son «transitorias, terre-
93
ñas y caducas» (2,33) indignas de apegar a ellas el corazón. P e r o
son también «necesarias», es decir, bienes relativos que deben va-
lorarse en función del bien de las personas. P o r su corporalidad el
hombre se halla inmerso en el espacio, el tiempo y el m u n d o en
que las cosas materiales son imprescindibles. P o r eso, «mientras
estamos en este cuerpo» (Pról 43), necesitamos una organización
material, incluso en los cenobios. La Santa Regla no tiene una
concepción espiritualista, «angélica», desencarnada, del monje.
Tiene en cuenta, por el contrario, que el cuerpo participa del ser
espiritual con el que forma una sola persona (7,62). Al cuerpo hay
que dominarlo —¡también hay que dominar el alma!—, pero no
maltratarlo. Ante la P a l a b r a de Dios que nos interpela, «debemos
disponer nuestros corazones y nuestros cuerpos», para cumplirla
exactamente (Pról 40). Cuerpo y espíritu deben ir siempre unidos
y acordes —como que constituyen una sola y misma persona—,
obrar sinceramente, con verdad y autenticidad, sin histrionismos
antievangélicos. «El séptimo grado de humildad consiste en que
uno n o sólo con la lengua diga que es el último y el más vil de to-
dos, sino que lo crea también en el fondo del corazón» (7,51). Y el
duodécimo, «en que el monje no sólo posea la humildad en el co-
razón, sino que también la manifieste siempre en el cuerpo a los
que le vean» (7,62).
El monasterio y el mundo
El monje, por voluntad de la Regla, vive segregado del m u n -
do. U n a cerca rodea el monasterio; un anciano prudente guarda la
única puerta; sólo tratan con los huéspedes quienes reciben del
abad tal obediencia; cartas y paquetes que llegan del « m u n d o »
son cuidadosamente revisados y entregados no necesariamente al
destinatario (c. 54)... El monje vive realmente separado del resto
de la humanidad. Con su abad y sus hermanos espirituales sirve a
Dios en un espacio sagrado. Ésta es su vocación. ¿Se sentiría libre
de t o d o compromiso con la sociedad de hombres y mujeres que
trabajaban, luchaban, gozaban y sufrían al otro lado del m u r o
que protegía la paz claustral? ¿Por qué no le permitiría la Regla
relacionarse con ellos? La frase: «para que los monjes no tengan
necesidad de andar por fuera, pues en m o d o alguno conviene a sus
94
almas» (66,7), puede engendrar humildad y puede engendrar or-
gullo. En su sentido obvio es u n a fuente de humildad: el alma del
monje es tan sumamente frágil que podría romperse al tratar con
la gente seglar. Pero la clausura monástica puede también engen-
drar otra clase de sentimientos. El «pequeño rebaño» que se ha se-
gregado voluntariamente de la masa ignorante, profana y enfan-
gada en sus vicios y pecados, cede a veces a la tentación de creerse
en posesión de la verdad y de la justicia en el recinto incontamina-
do de los «perfectos». Algunos pueden caer en la aberración de
pensar: « N o somos como los demás; somos los fieles, somos los
puros; no queremos contaminarnos con los pecadores»... Es el or-
gullo del fariseo del Evangelio. Es el orgullo monástico.
Son problemas que la vida plantea y que la Regla soslaya. Des-
de luego, para ella, el monasterio está en el m u n d o , pero no es el
m u n d o . Es un lugar santo, enteramente consagrado a Dios en su
recinto, en sus edificios, en sus cosas y, muy especialmente, en sus
personas. Entre el monasterio y el m u n d o —el saeculum, como
prefiere decir— la Regla hace una distinción total y absoluta. Pe-
ro, a diferencia de la Regula Magistri, no condena al m u n d o . Ni
fomenta sentimientos de superioridad en los hermanos por vivir
separados del m u n d o . P o r q u e , en realidad, no han dejado el mun-
do porque eran mejores que sus conciudadanos, sino porque que-
rían serlo. Y la Regla no puede siquiera imaginar que un monje se
considere como la luz del m u n d o y la sal de la tierra al compararse
con los seglares. Lejos de ello, el monje más perfecto, el que ha
subido hasta su cima la escala de la vida ascética, no sólo posee la
humildad en su corazón, sino que la manifiesta a todos cuantos le
ven, «diciéndose sin cesar en su corazón lo que, con los ojos fijos
en el suelo, dijo aquel publicano del Evangelio: 'Señor, no soy
digno, yo pecador, de levantar los ojos al cielo'» (7,62-66).
Ésta era la teoría. Pero lo cierto es que los monjes estaban más
relacionados con el exterior de lo que nos permite sospechar la lec-
tura de las severas normas regulares. En primer lugar, parece fue-
ra de d u d a que los huéspedes, nobles y plebeyos, ricos y pobres,
peregrinos que a veces llegaban de lejanas tierras, eran portadores
de noticias, de ideas, de costumbres... El m u n d o penetraba por la
hospedería. Y, aunque sólo u n a minoría escogida de hermanos al-
95
icinaba con los huéspedes, todos trataban con los que trataban
con ellos, pues eso de que el «silencio perpetuo» reinaba como
dueño absoluto en el monasterio por imposición inquebrantable
de la propia Regla no pasa de ser una fantasía de ciertos abades in-
h u m a n o s . Los hermanos comunicaban entre sí natural y legítima-
mente, como se ve por algunos textos de la Regla ', y a veces tam-
bién saltándose alegremente las normas establecidas, pues no to-
dos eran santos canonizados. ¿No se citan entre las buenas obras
que pueden hacerse en Cuaresma como observancias especiales
agradables a Dios cercenar «una parte» —sólo una parte— «de la
locuacidad, de las bromas»? (49,7). Los hermanos hablaban entre
sí. ¿Y no sería u n o de los temas de conversación las noticias, los
rumores, las ideas llegadas a través de la hospedería o por otros
conductos? P o r q u e no todo sería hablar de Dios y de cosas
santas...
O t r o punto importante hay que tener en consideración al tra-
tar de las relaciones monasterio-mundo. Todos los monjes sin ex-
cepción, desde el abad hasta el último novicio, procedían del exte-
rior. Ninguno había nacido en el monasterio. El monasterio, por
tanto, debia mucho al m u n d o ; ante todo, el personal en su totali-
dad. Unos habían ingresado siendo adultos, después de probar de-
bidamente que buscaban a Dios y eran solícitos para el oficio divi-
no, la obediencia y las humillaciones (58,7); después de considerar
larga y profundamente su vocación. Llegado el gran día, reunida
la comunidad entera en el oratorio, hechas las promesas de rigor,
leída la cédula de petición, el nuevo monje cantaba el verso del
salmo 118, tan acertadamente escogido por la Regla: «Recíbeme,
Señor, según tu palabra y viviré, y no permitas que vea frustrada
2
mi esperanza» .
96
El m u n d o , tantas veces y tan rabiosamente denostado por as-
cetas inmisericordes, ofrecía al monasterio tal vez lo mejor y más
selecto de sus ciudadanos. Más aún: los había que a b r a z a b a n la vi-
3
da claustral siendo todavía niños inocentes . E r a n los «oblatos»,
los «ofrecidos a Dios» por sus padres. N o tenían edad para ofre-
cerse ellos mismos, en caso de que lo hubieran deseado; su obla-
ción no era activa, sino pasiva. Eran niños que acaso no sabían
muy bien lo que estaban haciendo con ellos en el rito de oblación,
y, sobre t o d o , que no sospechaban ni remotamente la trascenden-
cia que tendría para toda su propia vida el acto que sus padres,
por devoción —o acaso por interés—, estaban realizando. Es algo
que nuestra mentalidad no puede comprender. ¿Con qué derecho
podían los padres disponer de la vida de un niño o de una niña?
San Basilio, pese a aceptar u n a costumbre general, avalada por el
4
pasaje bíblico en que A n a ofrece a Dios el pequeño S a m u e l , tam-
poco lo comprendía; por eso estableció que tales muchachos y
muchachas, llegados a la edad conveniente, decidieran por sí mis-
mos, en el ejercicio pleno de sus propias facultades, si deseaban
prometer castidad perfecta en presencia de los superiores eclesiás-
5
ticos o si preferían seguir otro camino . La tradición monástica
permaneció fiel a lo decidido por san Basilio hasta principios del
siglo vi. Quienes ofrecían a Dios un hijo o una hija podían abrigar
el deseo de verle perseverar en el camino de la vida monástica, pe-
ro el «oblato» o la «oblata» no perdían la libertad de optar más
adelante por otro camino, que no era necesariamente el «camino
de la perdición». Pero a principios dei siglo vi los responsables de
las Iglesias y monasterios cambiaron de opinión. L o consagrado
una vez a Dios no podía profanarse, aunque fuera un niño o una
niña.
A la Santa Regla, según parece, le cabe el triste privilegio de
ser uno de los primeros testimonios de este cambio de mentalidad.
RB, puede verse Regla, 460-467. Para la admisión de sacerdotes y clérigos, ibid.,
469-270, y de monjes forasteros, ibid., 470-472.
3. Para la oblación de niños según la RB, puede verse Regla, 467-468, y para
un amplio estudio del tema en la tradición, Commentaire, 1355-1368.
4. ISm 1,26-28. Esta oblación fue ratificada por Dios en lo sucesivo. Cf. ISm
3,1-20.
5. Regutae fusius Iractatae 15.
97
Que este proceder inhumano se da por bueno, lo prueba hasta la sa-
ciedad el capítulo 59, sobre «los hijos de nobles o de pobres que
son ofrecidos». Si el niño es aún pequeño y sus padres son nobles,
éstos escribirán la cédula de petición. «Y j u n t o con la ofrenda
eucarística envuelvan la cédula y la m a n o del niño con el mantel
del altar y de este m o d o le ofrecerán» (59,1-2). Siguen a continua-
ción algunas normas referentes a la herencia del niño, que en m o -
do alguno debe llegar a poseer; antes mejor ofrecerla al monaste-
rio, si parece bien a sus padres, que deben comprometerse formal-
mente a cerrar a su hijo «todas las puertas, de manera que no le
quede al niño ninguna esperanza que pueda seducirle y perderle
—Dios n o lo quiera—, lo que sabemos por experiencia» (59,6).
No cabe duda que esta es la página más negra —acaso la única que
merezca tal calificación— de t o d a la Santa Regla, pues quita al ni-
ño —¡y con qué interés!— la posibilidad de recobrar la propia li-
6
bertad, hipotecada por sus padres . La Santa Regla se suma in-
contestablemente a la tendencia de la Iglesia de Occidente a sacri-
ficar la libertad individual a « u n a noción demasiado material de la
1
consagración, asociada a los derechos de la potestad paterna» .
El m u n d o penetraba en el monasterio. Todos los monjes, sin
excepción, procedían de él. En otras ocasiones eran los monjes
quienes penetraban ocasionalmente en el m u n d o . Los monjes via-
j a b a n . Desde luego, no por el placer de viajar, sino por algún mo-
8
tivo serio, pues la Regla detesta los viajes . A veces se trata de
simples salidas de pocas horas; tan cortas que la Regla no permite
comer fuera del monasterio a quienes van a regresar a él aquel
mismo día (51,1); acaso el apetito los estimularía a aligerar los
asuntos que tenían que tratar. Otras veces se emprenden viajes im-
portantes, acaso largos. La Regla no da explicaciones. Lo cierto es
que «los hermanos enviados de viaje» van en grupo, sin duda para
vigilarse y guardarse mutuamente. Los viajes son sumamente peli-
grosos para las almas monásticas. ¡Qué cosas hay que ver allende
los muros del monasterio! ¡Qué cosas hay que oír! «Nadie se atre-
98
verá a contar a otro nada de lo que haya visto u oído fuera del m o -
nasterio, porque esto hace muchísimo daño» (67,5). Las oraciones
del abad y de toda la comunidad a c o m p a ñ a r á n sin cesar a quienes,
movidos tan sólo por la obediencia, n o tienen más alternativa que
arrostrar semejantes peligros.
En suma, para el autor de la Regla el m u n d o n o tiene gran cosa
que ofrecer, aparte las grandes y numerosas tentaciones que ponen
en peligro la perseverancia del monje. No ve —o n o menciona— lo
bueno que el monasterio recibe del exterior de sus muros. N o todas
las donaciones de los « m u n d a n o s » serían despreciables, ni todos
los regalos, cosa de poca m o n t a . Ni todos los huéspedes, truhanes
dispuestos a aprovecharse de la generosidad de los monjes; ni to-
dos los postulantes, bandidos arrepentidos; ni todos los oblatos,
muchachos incorregibles... H a y que reconocer que la visión del
m u n d o que ofrece la Regla es muy parcial, pesimista y, por tanto,
injusta. Pero era la m o d a entre la gente devota —acaso lo ha sido
siempre— y, sin darse cuenta, u n o va siguiendo la corriente. Sin
embargo, conviene subrayar que el autor de la Regla se muestra
muy m o d e r a d o cuando se trata de dar un juicio de valor sobre el
m u n d o . No lo condena. No lo odia. No se juzga mejor que los que
viven en él. Simplemente, le teme.
La escala de Jacob
El m u n d o , moralmente considerado, es u n a ciénaga hedionda,
un pantano de aguas corruptas que todo lo infectan. P a r a librarse
del m u n d o n o es suficiente enclaustrarse, pues cada monje lleva en
sí mismo algo, tal vez m u c h o , que pertenece al m u n d o corrompi-
do y corruptor. En realidad, ningún hermano se verá enteramente
libre del m u n d o hasta que él mismo esté libre de sus propios vicios
y pecados. No basta huir del m u n d o para salvarse.
La Biblia, interpretada por la tradición, ofreció a la Regla u n a
estupenda imagen para proponer a los monjes que de verdad que-
rían librarse de toda atadura con el m u n d o pecador: la escala que
el patriarca Jacob vio en sueños, que «arrancaba del suelo y toca-
ba el cielo con la cima» (Gen 28,12). La Regla se la apropia y la in-
terpreta a su aire: «Aquella escala erigida es nuestra vida en este
m u n d o , que el Señor levantará hasta el cielo cuando el corazón se
haya humillado» (RB 7,8).
99
C o m o han r e c o r d a d o E . Bertrand y A . Rayez, el símbolo de la
escala es antiquísimo y universal. En el a ñ o 2778 a . C . la pirámide
de S a k k a r a h fue concebida c o m o u n a escalera gigante p a r a facili-
tar al alma del rey Djéser su ascensión al sol, su padre Ra. Los sa-
bios, menos poderosos que los faraones p a r a levantar pirámides,
se c o n t e n t a b a n con imaginar progresiones. Así, Confucio ( + 479
a.C.) repartió la perfección en cinco grados: el h o m b r e vulgar, el
discípulo de la sabiduría, el sabio, el perfecto y el santo. La escue-
la taoísta, los varios sistemas de filosofía hindú, el budismo, los
misterios de Mitra, la filosofía griega, el hermetismo, el neoplato-
n i s m o . . . tienen algo en c o m ú n : el interés p o r marcar el progreso
en sus respectivas doctrinas mediante grados, esferas, círculos su-
L A PACIENCIA VICTORIOSA
100
cesivos, estadios, vidas escalonadas, escalas '. A. Nygren ha su-
brayado vigorosamente este tema que, según él, caracteriza la
2
atracción que ejerce en el alma h u m a n a al m u n d o superior .
En la literatura cristiana primitiva el sueño de J a c o b , con su
escala que «arrancaba del suelo y tocaba el cielo con la cima», con
sus ángeles que subían y bajaban, y en lo alto, de pie, el Señor
(Gen 28,12-13), tuvo el éxito que se merecía. Así, por ejemplo,
Orígenes, Afraat, san Efrén, san Jerónimo, por citar sólo unos
pocos escritores famosos, ven en ella un símbolo de la ascensión
espiritual. La Santa Regla hace de ella una escala de humildad, en-
tendida —la humildad— en u n sentido tan amplio que engloba to-
da la vida del monje. La escala, los doce grados que se distinguen
en ella, carecen de importancia, o la tienen sólo muy relativa. Lo
importante es subirla y llegar a lo más alto, donde está el perfecto
amor de Dios.
La Escala de Jacob se yergue, en la Regla, al final de su primer
«directorio espiritual». C u a n d o su autor experimentó el cambio
de mentalidad respecto al cenobitismo en que tantas veces hemos
insistido y compuso su segundo «directorio», no quiso tocarla. Y
allí sigue la Escala como un reto dirigido a todos los monjes que
3
quieran tomar la Regla como maestra .
Subir por la Escala de Jacob es practicar la memoria Dei, es
decir, recordar continuamente a Dios y quién es Dios; es seguir a
Cristo, que no vino a hacer su voluntad, sino la del P a d r e (Jn 6,
38); es abrazarse interiormente con la paciencia en las dificulta-
des, contradicciones e injusticias, sabiendo —y soportando— lo •
que dice el salmo: « H a s puesto hombres sobre nuestras cabezas» I
(Sal 65,12a); es manifestar al abad cuanto de malo hay en el pRo- ¡ A
102
deífica, escuchemos atónitos lo que cada día nos advierte la voz de
Dios que clama: 'Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis vuestros
corazones». Y también: 'Quien tiene oídos p a r a oír, oiga lo que el
103
tos» y obedeció al Padre hasta la muerte, y una muerte en cruz— lo
esencial de la vida espiritual del cristiano. A h o r a bien, según la
misma Regla, es el Espíritu Santo quien llama al monje a partici-
par de verdad en la humildad de Cristo, y es el mismo Espíritu
Santo quien corona, de un m o d o enteramente inefable, esta hu-
8
mildad alcanzada hasta lo que tiene de más sublime .
En resumen, el Espíritu Santo se apodera, por fin y entera-
mente, del monje. ¿No era éste el «sueño» esencial de muchísimos
de los viejos ascetas: llegar a poseer el Espíritu, llegar a ser poseí-
dos por el Espíritu, convertirse en hombres auténticamente «espi-
rituales»?
104
Dios n o va a abandonarlos en sus necesidades. Tenemos, pues,
dos actos de fe magníficos: en la vida monástica y en la divina
Providencia. Y al propio tiempo no podemos menos de admirar
en el autor de la Regla un raro —por n o decir rarísimo— despren-
dimiento respecto a lo que él llama, como auténtico asceta, «las
cosas transitorias, terrenas y caducas». Pero hay algo más que
conviene señalar a propósito de este texto, algo que muchas veces
es preciso recordar: la Regla, evidentemente, no organiza un mo-
nasterio para producir y a m o n t o n a r riqueza, no pretende crear
una «empresa», como diríamos hoy en día; para ella el monje es
un «obrero», pero un «obrero de Dios», que trabaja para Dios y
en las cosas de Dios.
Su obra principal, según la Regla, es el opus Dei, la «obra de
Dios», es decir, el oficio divino. En la antigüedad, opus Dei deno-
taba toda la vida del monje; t o d o , en ella, era obra de Dios '. Con
el decurso del tiempo la expresión acabó por aplicarse tan sólo al
oficio coral, lo que probablemente no constituyó un progreso teo-
lógico. Parece indicar que la vida monástica, que antes lo abarca-
ba t o d o , iba especializándose. Sin duda lo sugiere la propia Regla,
en un aforismo célebre, que cierta tradición ha remachado hasta el
límite de lo posible: «Nihil operi Dei praeponatur», «nada se ante-
ponga a la obra de Dios» (43,3). El oficio divino —se ha
interpretado— es lo propio del monje, aquello a que se dedica por
vocación.
A h o r a bien, ¿es preciso recordar que la oración es una y que
todas sus pretendidas divisiones son ficticias? «Que se ore andan-
do o trabajando, en los campos o en el monasterio, solo o en com-
pañía de los hermanos, la oración es siempre... la oración, colo-
2
quio personal con el Señor» . Los monjes cristianos, desde sus
mismos orígenes, oraron m u c h o ; su ideal era la «oración conti-
nua». T a n t o en los desiertos —si era posible— como en los ceno-
bios se reunían a las horas tradicionales para compartir la ora-
ción. De ahí nació el opus Dei. E r a una de tantas modalidades del
105
servicio divino, en cierta manera la principal, puesto que era la
oración comunitaria, el encuentro de la comunidad con Dios. Pe-
ro luego empezaron a multiplicarse y alargarse las horas del ofi-
cio, de manera que éste fue ocupando no sólo lo mejor, sino gran
parte del día.
Es muy significativo a este respecto un párrafo de la Regla:
«La ociosidad es enemiga del alma; por eso han de ocuparse los
hermanos a unas horas determinadas en el trabajo manual y a
otras horas también determinadas en la lectura divina» (48,1).
Tanto el trabajo manual como la lectura divina habían sido desde
siempre elementos esenciales de la vida del monje, mientras que
ahora se justifica su práctica tan sólo porque «la ociosidad es ene-
miga del alma». Hay que trabajar y hay que leer para evitar los
peligros de la ociosidad. ¿Y cuándo corren los monjes el peligro
de estar ociosos? La respuesta está en la Regla: en los intervalos
que median entre oficio y oficio. De donde se desprende clara-
mente que lo importante, lo esencial, la auténtica tarea del monje
es cada vez más el oficio divino. En otros términos, tomados asi-
mismo de la Regla: el oficio divino constituye el «pensum servitu-
3
tis» del monje , es decir, literalmente, «la tarea de la servidum-
bre», la tarea por excelencia propia del esclavo de Cristo que es el
monje; o también: «servitutis officia», «los deberes de nuestro
servicio» (16,2), o simplemente «servitium», «el servicio» por an-
tonomasia «a que los monjes están consagrados» (18,24). Lo de-
más —la lectura divina y el trabajo manual— no es más que p u r o
relleno. Sirven para que los monjes no estén ociosos entre las di-
versas partes de la «obra de Dios».
Afortunadamente, lo que sigue en el mismo capítulo disminu-
ye la mala impresión causada por el primer párrafo: la impresión
de que ya para la Santa Regla el oficio divino lo es t o d o , que la
única razón de ser del monje es la celebración del opus Dei, que
los monjes fueron fundados para el coro —propter chorum
fundati—, que su misión peculiar es rezar y rezar por toda la cris-
tiandad y muy especialmente por sus bienhechores —vivos y
difuntos— que con su magnífica generosidad les aseguran no sólo
106
el sustento, sino el mantenimiento de un status social muy estima-
do. De todo ello se tendrá que tratar muy p r o n t o en el presente en-
sayo. P e r o hay que reconocer sinceramente que, pese a ciertos le-
ves indicios que permitirían sospechar que el proceso mencionado
estaba ya en marcha, la Santa Regla mantiene todavía los valores
auténticos del m o n a c a t o cristiano tradicional.
En el monasterio organizado por la Regla no se había renun-
ciado al ideal del m o n a c a t o primitivo. Se conservaban sus elemen-
tos caracteristicos. Se creía firmemente en la «oración continua».
La meditatio o recitación lenta y saboreada de trozos de la Escri-
tura, especialmente del Salterio, que se sabían de memoria, mien-
tras trabajaban, y la lectio divina o lectura orante de la Escritura
durante largas horas, que constituían la técnica preferida para al-
4
canzarla, estaban vigentes . La verdad y la sinceridad eran carac-
terísticas de la salmodia, pues dice la Regla: «Consideremos cómo
conviene estar en la presencia de la divinidad y de sus ángeles, y
mantengámonos de tal manera en la salmodia que nuestra mente
concuerde con nuestra voz» (19,6-7). T a m p o c o se había renuncia-
do al trabajo duro y penoso, el que permite subsistir gracias a su
producto y, además, poder ayudar a los necesitados, como vamos
a ver en seguida.
Es cierto que la comunidad poseía un patrimonio, sin el cual
no hubiera podido subsistir. La Regla menciona algunas de las do-
naciones que se le podían hacer y que sin duda se le hacían de vez
5 6
en c u a n d o . No le bastaba una huerta, sino que tenía campos ,
naturalmente fuera del vallado del monasterio. Pero —y esto es de
la mayor importancia —no vivían de rentas, como los monjes de
la Regula Magistri. Hay que detenerse un m o m e n t o en este punto
capital, de una influencia enorme en la evolución del monacato
cristiano.
C o m o sabemos perfectamente, los monjes primitivos siempre
habían sido pobres. La renuncia a los bienes temporales, según to-
dos los maestros, debía ser total. Pertenecían por profesión, si no
107
por nacimiento, a las capas inferiores de la sociedad. Querían
abrazarse con la «pobreza de Cristo». La inmensa mayoría traba-
j a b a n , n o sólo para ganarse el sustento, sino para ayudar a los ne-
cesitados, conforme a las directrices de san Pablo; otros —los
menos— eran todavía más pobres, pues rehusaban trabajar por
motivos sincera o supuestamente espirituales, y vivían de la cari-
dad de la gente o de las ayudas que les facilitaban las Iglesias parti-
1
culares. Todo esto es cierto y seguro . Pero también lo es que los
tiempos fueron evolucionando, se crearon grandes monasterios, és-
tos tuvieron necesidad de ser dotados —a veces principescamente—
y los monjes, por muy pobres y miserables que fueran personal-
mente aun morando en tales monasterios, dejaron de pertenecer a
la categoría de los pobres. Desde luego ya no vivían de su trabajo,
aunque se entretuvieran, entre oficio y oficio, en la huerta monas-
terial o en el ejercicio de diversos oficios. La Regula Magistri, por
poner un ejemplo cercano y no tener que acudir a los grandes mo-
nasterios de Constantinopla o Siria, nos permite contemplar el
término de una evolución de consecuencias incalculables.
LO E S P I R I T U A L Y LO TEMPORAL
I0H
granjas del monasterio estén arrendadas». Aduce varios argumen-
tos. «Conviene que las granjas del monasterio estén arrendadas»
—repite—, «a fin de que de las cosas seculares sea un seglar quien
se ocupe; nosotros, en cambio, a quienes el sacerdote grita: «'Le-
vantad el corazón', y nosotros al responder le prometemos: ' L o
tenemos levantado hacia el Señor', n o le hagamos divagar a través
de preocupaciones terrenas». O t r o motivo es evitar un trabajo de-
masiado d u r o , que no permitiría ayunar. En cuanto a desprender-
se de las granjas, ni hablar, pues son necesarias para «conservar la
vida de nuestro cuerpo», atender a huéspedes y peregrinos, hacer
limosna a los pobres, etc. En resumen, hay que conservar las gran-
jas del monasterio «bajo la explotación real de otro, y percibir con
seguridad las rentas anuales, sin pensar en otra cosa que en nues-
tras almas». ¿Nos damos cuenta del enorme cambio que tal proce-
der implicaba en el ideal monástico? «El monasterio, la colectivi-
dad monástica, deja de pertenecer al m u n d o de los pobres. No vi-
ve de su trabajo, ni tampoco de la caridad de los fieles. Vive del
trabajo de sus granjeros. Vive de 'rentas seguras'. La comunidad
monástica del Maestro, so pretexto de poder ayunar, mantener los
corazones en alto y otras excusas espirituales, figura entre los se-
ñores rurales, los terratenientes, cuyas haciendas, explotadas por
8
siervos, les permiten vivir ociosos» . Los monjes ya no son po-
bres que viven de su trabajo. H a n ascendido en la escala social. Ya
empiezan a figurar entre las clases privilegiadas.
La Santa Regla nos ofrece una perspectiva muy diferente. El
monasterio posee campos. Tiene, con toda seguridad, obreros
asalariados. P e r o nada, absolutamente nada, nos autoriza a pen-
sar que los monjes viven de rentas. Trabajan, y trabajan muy
9
seriamente . No se entretienen en labores insignificantes para evi-
tar la ociosidad entre oficio y oficio, sino que dan t a n t a importan-
cia al trabajo que no piensan hacer ningún desaire al Señor si, en
el horario, introducen ligeros desplazamientos de las horas canó-
nicas para facilitarlo, si posponen o adelantan los momentos «sa-
109
grados» según las necesidades o conveniencias, o si incluso llegan
a celebrar el oficio divino en el lugar del trabajo, «arrodillándose
con reverencia en presencia de Dios» (50,3). El autor de la Regla,
como se ve, da al trabajo t o d a la importancia que se merece, pues
está persuadido de u n a gran verdad, que subraya con energía
cuando escribe: «Si las circunstancias del lugar o la pobreza exi-
gen que ellos mismos se ocupen en recolectar las mieses, no se en-
tristezcan [los hermanos], porque así son verdaderos monjes,
cuando viven del trabajo de sus propias m a n o s , como nuestros
Padres y los apóstoles» (48,7-8).
Justiniano, el basileus bizantino tan aficionado a dar lecciones
a los monjes, les había propuesto un dilema para ocupar útilmente
los intervalos entre las horas canónicas: «dedicarse a la Sagrada
Escritura y meditar, o ejercer los llamados trabajos manuales»,
pues a lo que dice, «la mente temerariamente ociosa n o producirá
10
nada bueno» . La Santa Regla no escoge. Incorpora a su horario
cotidiano tanto la lectio como «los trabajos manuales». Y no co-
mo remedio contra la ociosidad, «enemiga del alma», sino como
elementos esenciales de la vida monástica, según una tradición re-
presentada por una multitud de Padres, conocidos o desconoci-
dos, entre ellos el gran san Pacomio, san Basilio y san Agustín,
por n o citar más que unos pocos entre los más eminentes.
Cierto que existía otra tradición. Por u n a parte —lo acabamos
de recordar—, «las más grandes autoridades espirituales siempre
han visto en el trabajo serio y fatigoso un elemento de perfección
personal y de servicio fraterno». Pero, por otra parte, «el ideal de
la vida celeste o paradisíaca, expresado con frecuencia, según la
tradición literaria griega, en términos de vida contemplativa, y la
ausencia de toda preocupación interesada, tienden a combatir los
motivos que impelen al hombre a trabajar, y a reducir al mínimo
el tiempo dedicado al trabajo» " . Era una adaptación «monásti-
ca» del ideal griego profano. En efecto, como es bien sabido, la ci-
vilización grecolatina se basaba en el otiutn. Los aristócratas, los
ricos y los que gozaban de la protección generosa de algún póten-
110
tado, no trabajaban; era un lujo que podían permitirse porque
otros trabajaban para ellos. Así disponían de tiempo libre, del
otium, que les permitía leer, escribir, filosofar, disputar... El
otium se convirtió en el ideal de la gente que, mediante la cultura,
aspiraba a una vida superior a la que llevaba el vulgo, pensaba lle-
gar a poseer la felicidad verdadera y, si los dioses eran propicios,
incluso la inmortalidad. Lo contrario del otium era el negotium, el
«no-ocio», la carencia del tiempo libre, en una palabra, el traba-
jo. El esclavo, el siervo, el jornalero, el agricultor, el comerciante,
cuantos tenían que trabajar en beneficio de un a m o o para ganarse
la vida, estaban atados al negotium. Los monjes transformaron,
al menos en parte, tales concepciones. Defendieron con la pluma y
con el ejemplo la dignidad del trabajo manual rentable, que los
aristócratas despreciaban olímpicamente. P a r a los monjes otium
se convirtió en otiositas, «enemiga del alma». Se sumaron a los
dedicados al negotium, trabajando duramente para ganarse el pan
y poder ayudar a los necesitados, y conservaron un tiempo muy
considerable para el otium, que gastaban en la celebración del ofi-
cio y la «lectura divina». De este m o d o , otium y negotium alterna-
ban armoniosamente en la vida de la comunidad monástica.
P e r o , como queda indicado, una corriente de la tradición se
quedó casi exclusivamente con el otium y redujo el negotium a ve-
ces hasta el límite de lo ridículo. Un ejemplo arcaico de este proce-
der nos lo ofrece Evagrio Póntico, que se ganaba la vida copiando
libros —entonces los monjes tenían que trabajar para vivir—, pe-
ro interrumpía su tarea en cuanto se daba cuenta de que ya había
ganado lo suficiente para pagarse los dos panecillos que consumía
a diario; lo restante de su tiempo lo dedicaba al otium: orar, escri-
bir y lucubrar, que era lo suyo. Mas adelante estos monjes que lle-
vaban —o aspiraban a llevar— vida «angélica», «paradisíaca» y
«contemplativa», sobre t o d o desde que se fundaron los grandes
monasterios urbanos, se olvidaron para siempre del negotium.
Gozaban, por lo común, de rentas más que suficientes. Y se pasa-
ban el día y gran parte de la noche dedicados a la salmodia y, al
menos supuestamente, a la contemplación.
E r a preciso recordar a grandes rasgos lo que estaba sucediendo
en el m u n d o monástico cuando se redactó la Santa Regla, para
111
que resaltara la actitud que t o m ó en asuntos de tanta trascenden-
cia. E r a el mismo ideal monástico lo que se estaba j u g a n d o , al me-
nos en algunos de sus aspectos esenciales. Pese a que los tiempos
estaban cambiando, pese a las nuevas ideas que se imponían, el
autor de la Regla se m a n t u v o firme. N o acepta una promoción so-
cial. Los monjes no son terratenientes que viven de rentas. Son
pobres, como lo habían sido sus Padres en la vida monástica. Su
tiempo se reparte armoniosamente, cada día, entre el oficio divi-
no, la «lectura de Dios» y el trabajo duro, incluso en los campos,
con el que se ganan su pan y pueden atender a sus huéspedes y a
sus pobres. Y c u a n d o , pese a los calores del verano y el cansancio
natural de una vida austera y laboriosa, se ven obligados a reco-
lectar las mieses, no deben entristecerse, «porque así son verdade-
ros monjes cuando viven del trabajo de sus propias manos, como
nuestros Padres y los apóstoles» (48,7-8).
112
cripción, a una pobre interpretación de una tradición opulenta y
varia. Sólo quiere ser de alguna utilidad a los monjes de su tiem-
po. N o tiene más pretensión que ésta: que los monjes, o quienes
aspiren a serlo, n o se desanimen, que no se echen atrás. P e r o esta
humildad auténtica —la humildad de u n gran santo— no ha lo-
grado engañar más que a ciertos eruditos que n o ven más allá de
los textos y sus fuentes; no a los monjes que han t o m a d o de ver-
dad su Regla por maestra. Estos sí podrían hablar de los méritos
de este documento único en la historia monástica de Occidente.
Mérito de la Santa Regla es su gran simplicidad, en medio de la
complejidad que reinaba en el m u n d o monástico de entonces. Su
autor conocía la tradición —la oral y vivida, y la escrita y
teórica—; conocía muchas instituciones, muchas doctrinas, mu-
chas lucubraciones. Utilizó t o d o este material escogiendo, recha-
zando, t r a n s f o r m a n d o . No pretendía innovar. P e r o innovó acaso
sin advertirlo, al darnos una Regla completa, realista, discreta,
adaptable, profundamente respetuosa con las diferencias indivi-
duales de los monjes, con un gran sentido de Dios, repleta de savia
bíblica, exigente en lo esencial y dúctil en lo accidental, dinámica,
comprensiva y misericordiosa siempre y con todos. U n a Regla
marcada por el genio religioso de su autor.
Entre todos los méritos que pueden atribuírsele acaso destacan
dos. El primero lo expresa y simboliza la frase del prólogo: «to-
m a n d o por guía el Evangelio». Fue una gran opción. Si la vida
monástica cristiana no es evangélica, no es nada. Y si sigue de ver-
dad el Evangelio, lo es t o d o . En el mare mágnum de lucubracio-
nes, tendencias, ideales, teorías, etc., una cosa vio muy clara el
autor de la Santa Regla: el único camino seguro es el de Cristo, el
que marca el Evangelio. Lo demás tendrá más o menos valor, será
más o menos útil, pero siempre será relativo. Cristo es el camino.
El otro gran mérito es lo que hemos llamado su «conversión»,
su cambio de mentalidad, al pasar de un concepto estrecho, indi-
vidualista, del cenobitismo, a una concepción amplia, fraterna,
henchida de caridad, animada por el ideal de formar «un solo co-
razón y u n a sola alma»; al esforzarse por crear un espacio espiri-
tual en que el abad, «vicario de Cristo», enseñe, dirija, corrija y
sirva a sus hermanos adaptándose al m o d o de ser de cada u n o de
113
ellos, y en que los hermanos, unidos a su abad por un amor since-
ro y reverente, rivalicen entre sí en respetarse, perdonarse, servirse
y complacerse mutuamente por amor, en un continuo compartir
lo que tienen y lo que son.
¿ C ó m o llegó el autor de la Regla a esta concepción de la vida
comunitaria como la koinonía, partiendo de un concepto tan es-
trictamente individualista como nos demuestran algunos de los ca-
pítulos de su primer «directorio espiritual»? Éste es su secreto. P e - .
ro acaso no nos equivocaríamos si pensáramos que esta evolución
se hizo lentamente, tras muchas experiencias, mucha reflexión,
mucha oración y tal vez algunos fracasos. P e r o posiblemente esta-
ríamos todavía más cerca de la verdad si imagináramos al autor de
la Santa Regla meditando y viviendo el Evangelio, que había to-
m a d o por guía, y convenciéndose cada vez más de lo que Jesús
—Cristo, diría él— pide a los suyos sobre t o d a otra cosa: «Éste es
el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he
a m a d o » (Jn 15,12). Y de lo que el mismo Señor pidió para los su-
yos: «Que sean todos u n o , como tú Padre estás conmigo y yo con-
tigo» (Jn 17,21).
114
CAPÍTULO III
115
tras que «discreción» denota una prudencia meramente humana
que tiene por objeto evitar todo exceso y corre el peligro de fo-
2
mentar la mediocridad . Sin embargo, parece preferible traducir
discretio por «discreción», que es, en su sentido auténtico, una
nota característica de la Regla de san Benito y cuya expresión más
relevante se halla en la recomendación que ésta hace al abad:
«Previsor y circunspecto en sus provisiones, tanto si lo que ordena
se refiere a Dios como si se refiere a este mundo, lo considere y
modere pensando en la discreción del santo Jacob, que decía: 'Si
canso a mis rebaños sacándolos de su paso, morirán todos en un
solo día' (Gen 33,13). Tomando, pues, estos y otros ejemplos de
discreción, que es madre de las virtudes, ponga moderación en to-
do, de manera que los fuertes deseen más y los débiles no retroce-
dan» (RB 64,17-19). Discernimiento y moderación, como se ve, se
compenetran; la moderación es fruto del discernimiento. Además,
en los escritos de Gregorio Magno es frecuente que discretio impli-
que por igual la mesura que debe guardarse y el juicio que discier-
3
ne tal mesura .
La versión del segundo de los elogios reviste una importancia
menor. Luculentus puede significar «brillante» y «claro». Algu-
nos prefieren la primera acepción; les gusta contraponer la bri-
llantez del lenguaje de la Regla a la renuncia a los estudios litera-
rios que hizo el joven Benito al abrazar la vida ascética; Dios se lo
premió dándole el ciento por uno; «habiendo salido de Roma 'ig-
norante', logró, con todo, escribir un opúsculo 'brillante', incluso
116
4
•por su estilo» . Sin embargo, es evidente que el estilo de la Regla
no puede calificarse, en general, de brillante, pero sí de claro, es
decir, perfectamente a d a p t a d o a las inteligencias medianas. Asi,
pues, mientras algunos traducen: «magistral por su discernimien-
5
to y espléndida por su lenguaje» prefieren los más: «magistral
6
por su discreción y clara por su lenguaje» .
LA REGLA D E S A N BENITO
4. Vie, 210.
5. Así, A. Linage Conde, La Regla, 237.
6. C. Mohrmann se inclina decididamente por «clara» (La latinité, 111-114).
L. Bouyer traduce: «insigne por su discreción, clara en su exposición». A . de Vo-
güé, en su comentario, parece preferir «discernimiento» y «brillante» (Vie, 209-
210), pero mantiene en el texto — n o enteramente— la traducción de P. Antin: «il a
écrit une Regle des moines remarguable par sa discrétion, dans un langage élégant»
(p. 206); en realidad P. Antin tradujo «clair», no «élégant». Cf. SC 260,243.
117
tiana con obras de valor inestimable, había n a r r a d o con amor y
veneración la vida y milagros del autor de la Regla, y, además, ha-
bía aseverado que éste «de ningún m o d o p u d o vivir de otra mane-
ra que como había enseñado». La última frase puede interpretarse
así: Benito escribió u n a regla monástica; leedla y conoceréis su es-
píritu y sus virtudes, pues en la Regla esbozó su autorretrato espi-
ritual.
Los «Diálogos»
T o d o cuanto sabemos de Benito de Nursia, absolutamente to-
d o , lo debemos a san Gregorio M a g n o , y más concretamente a
una sola de sus obras: los Diálogos sobre los milagros de los Pa-
dres italianos '. U n a obra redactada con sencillez e ingenuidad
por u n hombre cabal, serio, veraz hasta el escrúpulo, gobernante
eminente, diplomático avisado, pero que conservó a lo largo de su
vida algo de la mirada de un niño. Y con esa mirada candida vio a
los «santos» italianos, algunos casi contemporáneos suyos, y los
numerosísimos milagros que habían o b r a d o , conforme se lo ha-
bían referido a él algunas personas más o menos fidedignas. Los
Diálogos resultan para muchos una obra desconcertante y entera-
2
mente singular entre los escritos gregorianos. Y lo son .
I IK
Gregorio fue un p a p a doliente y nostálgico. Padecía fuertes
crisis de depresión. El prólogo que precede el primer libro de los
Diálogos constituye una verdadera elegía, género literario a cuyas
reglas el autor se amolda. « U n día» —cuenta—, «deprimido por
la agitación excesiva de algunas gentes del m u n d o , ... me busqué
un lugar recoleto, propicio para la melancolía, donde se me mos-
trara abiertamente todo lo que me desagradaba de mi trabajo y se
me aparecieran en libertad ante los ojos todas las cosas que habi-
tualmente me causaban dolor. Y estando allí en reposo, muy atri-
bulado y encerrado en un largo silencio, me vino a ver mi queridí-
simo amigo el diácono P e d r o » . . . Y empezó el diálogo entre el pa-
pa —el narrador— y el clérigo —el interrogador—, que se prolon-
garía hasta terminar el libro cuarto. Sigamos leyendo el prólogo.
Lamenta Gregorio el bien perdido, es decir, el paraíso del claus-
tro; experimenta, dice, la tentación de desaliento, el cansancio del
duro bregar contra viento y marea en medio de u n m a r inmenso y
embravecido, la caída de su espíritu desde las cumbres añoradas
de la contemplación... Literatura, se dirá, y es cierto; pero el ro-
paje retórico cubre una realidad todavía más cierta. Gregorio está
triste. Y hablando con Pedro — o t r o artificio literario, aunque el
personaje parece real —va a consolarse y alegrarse al recordar los
portentos obrados por santos italianos relativamente recientes en
su gran mayoría, que no fueron poquísimos, como opinaba Pe-
dro, sino numerosos y muy dignos de eterna memoria.
F o r m a n los Diálogos una especie de galería de «hombres de
Dios», es decir, de hombres poseídos por el Espíritu de Dios, a
través de los cuales se manifiestan el poder y la sabiduría de Dios:
el poder, por los milagros que obran; la sabiduría, por las pala-
bras de carácter profético y carismático que pronuncian. El Espí-
ritu de Dios convierte a estos hombres —obispos, clérigos, abades
o simples monjes— en pastores de almas, doctores y predicadores.
Los «hombres de Dios», en el sentido fuerte de la expresión, son
testigos irrecusables de que Dios, pese a todas las calamidades y
miserias, pese a los pecados que se cometen continuamente, no ha
a b a n d o n a d o a su pueblo. Son médicos de almas y cuerpos, son
profetas. Los «hombres de Dios» fueron los que realmente cristia-
nizaron los campos de Italia y mantuvieron la fe y la esperanza en
119
medio de u n a sociedad convulsionada constantemente por gue-
3
rras, pillajes, hambres y e p i d e m i a s .
P a r a entender la «vida» de san Benito no se puede prescindir
de los otros libros de los Diálogos. El propósito general de la o b r a
es narrar u n a serie de milagros y otros hechos maravillosos. Los
hermanos que formaban en torno al p a p a Gregorio una familia
espiritual, una especie de monasteriolum, se lo habían pedido con
insistencia. La idea, evidentemente, n o disgustó al pontífice. Sería
u n consuelo para él, u n a magnífica ocasión de exponer ciertas
doctrinas y u n a obra de gran edificación p a r a el pueblo cristiano
en general y para los más rudos en particular. Gregorio se decide
por escribir u n a contaminatio o combinación de dos géneros lite-
rarios —la narratio, que pertenece al ámbito de lo histórico, y el
dialogus, que pertenece al de la filosofía—; u n a combinación m u y
indicada para quien, como él, deseaba perderse en toda suerte de
digresiones y explicaciones. Será una conversación familiar entre
el docto pontífice, que lo sabe todo o casi t o d o , y el diácono Pe-
dro, que representará humildemente el papel del ignaro que desea
entender lo que el p a p a expone, le hace preguntas, le pone dificul-
4
tades, aplaude sus explicaciones: «me gusta lo que dices» . A los
sabios —observa Gregorio en otro lugar— «los convierten los ar-
gumentos de razón»; a los rudos, «por lo regular, los convierten
mejor los ejemplos»; «les basta a veces conocer las acciones lau-
5
dables de otros» para imitarlas . A u n q u e sabe muy bien que hay
personas cultas a quienes gustan las historietas piadosas e invero-
símiles, empezando por las encopetadas damas de la corte de Bi-
zancio a quienes trató, Gregorio piensa sobre t o d o en los ignoran-
tes y rudos representados por P e d r o . Su estilo será cuidado, a ve-
ces empalagosamente retórico, como en el prólogo, con el fin de
120
no repeler a los cultos. P o r q u e ¿quién iba a leer a la gente sencilla
esta obra de gran edificación sino los doctos y letrados? Muchas
veces se olvida que el vulgo n o sabía leer.
Gregorio se informó. Leyó o releyó algunas obras que trata-
ban de temas parejos: Passiones de mártires, la Historia mona-
chorum in Aegypto traducida por Rufino, la Historia Lausiaca de
Paladio — o mejor, su traducción y arreglo bajo el título de Paraí-
so de Heraclio—, la Vita Martini y los Diálogos de Sulpicio Seve-
ro y, a lo mejor, la obra hagiográfica de gran envergadura de su
h o m ó n i m o Gregorio de T o u r s , pareja a la suya, que acababa de
redactarse... T o m ó notas, solicitó noticias por escrito, escuchó di-
rectamente a testigos presenciales o que se decían bien informa-
dos. N o se preocupó de someter a la crítica la documentación re-
cogida. En 593/594 la obra estaba lista.
Los Diálogos, a juicio de ciertos historiadores protestantes,
han hecho de san Gregorio M a g n o el «padre de la superstición» y
del «catolicismo vulgar». Desde luego, el juicio es exagerado e in-
justo, pero algo tiene de verdad. Gregorio no inventó las supersti-
ciones, no se le puede llamar su padre; pero, d a d a la gran difusión
de su obra y su indiscutible e indiscutida autoridad, acaso contri-
buyó a mantenerlas, sobre t o d o en espíritus incapaces de tomar
ciertos relatos cum grano salis. P o r ejemplo, ¿creyó realmente
Gregorio que los dos monjes que los lombardos colgaron de un ár-
bol se pusieron a salmodiar al declinar el día, a la h o r a de cantar
vísperas (D 4,22)? ¿O que Teodorico el Grande tendrá que perma-
necer como prisionero en el fondo del Estrómboli hasta el día del
juicio final (D 4,31)? Kassius Hallinger es tajante: Gregorio, teó-
logo cultivado, no ha podido creer semejantes patrañas. «Le gusta
hablar del remolino impetuoso de las llamas sicilianas para hacer
tangibles las horrorosas penas del t r a s m u n d o . El propio Gregorio
responde en u n caso parejo confesando no haber hablado más que
en imágenes» (D 4,36). Hallinger tiene razón al afirmar que Gre-
gorio resta valor al hecho histórico para hacer de él una simple
presentación literaria; ciertos acontecimientos que relata no le in-
teresan en lo que pudieran tener de realidad, sino que le sirven
única y exclusivamente para encarnar ciertas doctrinas que el na-
121
rrador quiere colocar a toda costa en algún lugar de sus cuatro
6
libros .
Los Diálogos son u n a obra que hay que t o m a r en serio, no co-
mo u n a mera colección de historietas más o menos fantásticas.
Nos ofrecen lo que hoy llamaríamos una ortopraxis. La Escritura,
regla de vida, enseña lo que hay que hacer y lo que hay que evitar.
Los Diálogos ilustran con imágenes la doctrina de la Escritura,
nos muestran, para que lo sigamos, el ejemplo de numerosas per-
sonas que han vivido la doctrina de la Escritura. Sólo que a menu-
do tales ejemplos nos desconciertan. Y nos preguntamos hasta
dónde llega lo histórico y cuándo empieza lo fantástico en las edi-
ficantes anécdotas que se nos refieren. U n a monja que se paseaba
por la huerta se fijó en u n a lechuga con un cogollo tierno, apeteci-
ble; lo cogió y se lo comió. Ignoraba la muy golosa que un diablo se
estaba reposando sobre la lechuga, y se lo tragó con el cogollo
(D 1,4,7). Eligius Dekkers exclama: «¡Se necesita una gran fe y un
alma de niño para saborear tales relatos!». Y, sin embargo, «los
Diálogos, con su exquisito candor y su estilo sabroso, ¿no fueron
durante siglos un libro capaz de encantar a numerosos lectores?»
Zacarías, u n papa erudito, los tradujo al griego, « p a r a edificación
y diversión de los graves bizantinos». Existen dos versiones esla-
vas y traducciones medievales y modernas a casi todos los idiomas
de Occidente. Su influencia en la espiritualidad y en la iconografía
1
ha sido u n a de las más amplias y duraderas .
Gregorio cuenta gran cantidad de milagros y otros hechos pro-
digiosos. N o es de extrañar, puesto que es el objeto de la obra, de-
clarado desde su mismo título. Pero los milagros n o deben des-
lumhrar al lector. No significan n a d a por sí mismos, como advier-
te el propio Gregorio, pues incluso los incrédulos pueden profeti-
zar; n a d a prueban si la humildad no los a c o m p a ñ a , y tienen me-
nos valor que las virtudes (D 1,12). Los milagros y la humildad
confirman que una persona está llena del Espíritu de Dios (D 1,1),
pero pueden convertirse en u n a t r a m p a para quien los obra: su hu-
mildad puede debilitarse e incluso desvanecerse. La humildad es
122
un camino más seguro p a r a ir a Dios. Constancio, por ejemplo,
fue grande, exteriormente, por los milagros que obraba, pero más
grande aún, en su interior, por su humildad (D 1,5). Gregorio in-
siste en que los actos de humildad, paciencia y caridad son más va-
liosos que los milagros, incluso el de la resurrección de un muerto.
8
El milagro n o es más que u n signo de la virtud del que lo realiza .
D o n d e hay u n auténtico milagro hay verdadera virtud, y donde
hay virtud, está el Espíritu de Dios. Milagros, virtud y Espíritu
son tres eslabones de u n a misma cadena. El interés que manifiesta
Gregorio por los milagros se debe, sobre todo, a su constante ma-
nejo de los libros sagrados y a su propia fe. N a d a le complace tan-
to como el descubrir a Dios presente y operante en su tiempo y en
su país, lo mismo que en los mejores momentos de la historia de la
salvación. F o r m a r con Cristo «un solo Espíritu» es algo inefable,
que es posible comprobar, pero no explicar; en esa misteriosa
unión radica el poder del t a u m a t u r g o , y hacia ella dirige Gregorio
sus propias aspiraciones y las de sus lectores.
Los milagros revelan la presencia de Dios entre los hombres.
P o r lo mismo consuelan, edifican, mantienen la esperanza en me-
dio de tantas calamidades. Representante del baqueteado pueblo
de Italia, el diácono P e d r o exclama: «los estupendos milagros que
escucho atestiguan que nuestro Creador no nos a b a n d o n a del to-
do» (D 3,30). Los milagros revelan también que sigue habiendo
santos en el m u n d o , pese al océano de pecados en que se halla su-
mergido. Los santos taumaturgos constituyen otros tantos mode-
los que hay que imitar, no o b r a n d o milagros, sino practicando sus
virtudes. Enseña Gregorio que «penetra en el edificio de la ciudad
espiritual quien, en la santa Iglesia, considera la conducta de los
9
buenos y la imitan» . Y en otro lugar: «Viva lectio est vita bono-
10
rum», «la vida de los buenos constituye una lección práctica» .
Y también: la vida de los predecesores sirve de modelo a sus
11
sucesores .
123
T o d o esto y otras muchas cosas nos enseñan los Diálogos. En
los prodigios que narran h a puesto de relieve Rene Latourelle otro
aspecto que debía seducir a u n varón de deseos trascendentes co-
mo Gregorio M a g n o : el milagro es una «irrupción del más allá en
nuestro universo, de la eternidad en el tiempo, de la gracia en la
naturaleza»; estimula la tensión entre el apego a lo terreno y el
atractivo de la condición futura y definitiva del h o m b r e ; es «como
una llamada procedente de un m u n d o lejano y nuevo cuyo esplen-
dor nos hace presentir. De este m o d o mantiene en el hombre la
sensación viva de que, a u n q u e habite aquí abajo, su verdadera
12
m o r a d a está arriba» .
124
¿ C ó m o puede explicarse semejante falta de lógica y proporción en
un autor como san Gregorio M a g n o , que cuidaba t a n t o de la es-
tructura y estética de sus obras? P o r u n a parte, es evidente que se
quería dar una importancia excepcional a la figura de san Benito
entre todos los personajes y personajillos que pupulan en las pági-
nas de los Diálogos, y por otra, el aparente desorden y despropor-
ción acaso pueda justificarse con un poco de fantasía. Los Diálo-
gos —la idea es de Adalbert de Vogüé— forman u n a especie de re-
tablo, u n tríptico. En el centro se yergue, señera, la gran figura de
san Benito (libro segundo). A su derecha, aparecen doce figuras
menores (libro primero); a su izquierda, otras treinta y siete de las
mismas características (libro tercero). Falta colocar en el retablo
el libro cuarto, con su tema específico: la ultratumba. A. de Vo-
güé lo considera como un largo lienzo que corona las tres hojas,
como la vida eterna coronó las virtudes, milagros y profecías de
los Padres italianos recordados a lo largo de la obra. El retablo
imaginado por Adalbert de Vogüé ofrece esta figura:
Libro IV
125
Es evidente que Gregorio M a g n o quiso acentuar la importan-
cia única de san Benito en la Italia religiosa de su tiempo, pero n o
p u d o prever la gloria inmarcesible que redundaría para el funda-
dor de Montecasino de las páginas que le dedicó. Benito había si-
do hasta entonces un abad oscuro, uno de tantos fundadores de
monasterios de vida más o menos efímera, u n « h o m b r e de Dios»
conocido tan sólo en el limitado círculo de sus discípulos, vecinos
y amigos. A partir de la difusión de los Diálogos, se convirtió en el
paradigma de los «hombres de Dios» italianos y de todos los paí-
ses, en el gran taumaturgo del siglo vi, en u n o de los más relevan-
tes héroes de la santidad y, lo que nos interesa más en la presente
obra, en u n gran padre de monjes, autor de u n a regla monástica
«magistral por su discreción y clara en su lenguaje». La historia
monástica certifica claramente que el san Benito de los Diálogos
ha ejercido a menudo t a n t a o mayor influencia que la propia Re-
gla benedictina.
La «vida» de san Benito posee el encanto de las obras escritas
con simplicidad, con ingenuidad. Resulta asombrosa la candidez
con que relata Gregorio Magno ciertos hechos extraños y escabro-
sos. N o se inmuta, no se escandaliza, no los juzga; los refiere co-
m o si se tratara de cosas corrientes, cotidianas y triviales. ¿Por
qué extrañarse? Y, sin embargo, nos extrañamos. Pase que un
monje llamado R o m á n socorriera durante u n a larga temporada a
escondidas de A d e o d a t o , su abad, a un joven ermitaño, al que él
mismo, ocultamente, había impuesto el «hábito de la vida santa»
(D 2,1); al fin y al cabo se trataba de un hurto piadoso y a costa de
su propia ración de pan. Pero ¿qué decir de aquella increíble pan-
dilla de asesinos encapuchados que, con la mayor sangre fría, en-
venenaron el vino que iba a beber su joven y santo abad, porque
no toleraba que se desviaran del recto camino de la observancia
(D 2,3)? La sentencia de cualquier tribunal hubiera sido: intento
de asesinato con premeditación y alevosía. Y ¿cuál sería la reac-
I.'d
ción del subdiácono interesado al leer las criminales intrigas del
sacerdote Florencio, destapadas con u n a sinceridad rayana en ci-
nismo, y a continuación la precisión de Gregorio de que el malva-
do sacerdote era «abuelo de Florencio, nuestro subdiácono»
(D 2,8,1)? Gregorio no se inmuta. No es su intención ofender a
nadie, n o pretende difamar o escandalizar a nadie. Relata refero.
Cuenta sin malicia lo que le han contado a él, y p u n t o .
Salta a la vista que la «vida» de san Benito no es u n a biografía;
ni en sentido moderno, como es lógico, ni en sentido antiguo. Es
imposible catalogarla entre las «memorias auténticas», o entre los
relatos de escritores experimentados y bien informados, como
Sulpicio Severo, Hilario de Poitiers, F o r t u n a t o , E n n o d i o o Eugi-
3
pio, que se proponen hacer obra de historiadores . Gregorio qui-
so hacer otra cosa. Desde luego, como en los otros libros de la
misma obra, quiso contar portentos. En total, suman cuarenta y
cinco mirabilia. Los once primeros capítulos presentan otros tan-
tos, que van desde la reparación milagrosa de un tamiz hasta la
curación de un monje aplastado por el derrumbamiento de un mu-
ro. Hay que advertir que no se sigue un orden cronológico estricto
por lo que se refiere a los milagros. En el período casinense es fácil
descubrir un plan sistemático: se narran en primer lugar doce pro-
digios de orden cognoscitivo y a continuación otros doce de orden
operativo; a los cuatro fenómenos demoníacos sucedidos al insta-
larse en el monte, corresponden otros cuatro relativos al trasmun-
do, etc. A Gregorio le encanta la simetría. Algo parecido ya se ob-
serva en el período sublacense. La «vida» de san Benito está com-
puesta cuidadosamente. Es curioso que entre los milagros las cu-
raciones sean raras. Gregorio n o da especial importancia a la resu-
rrección del joven monje a la que acabamos de aludir. En cambio,
subraya fuertemente la de un niño, hijo de un campesino; la pre-
senta como la cúspide de la carrera de taumaturgo del abad de
Montecasino, un milagro sensacional que lo equipara a los santos
apóstoles (D 32,2). Siguen a continuación el realizado por santa
Escolástica, el breve ciclo de visiones —sólo tres— y la profecía de
su propia muerte.
127
Si durante siglos los monjes han creído a pies juntillas t o d o lo
que cuentan los Diálogos sobre su patriarca san Benito, hoy día
esto resulta imposible. De ahí los numerosos estudios que se han
publicado modernamente sobre este tema. Se ha c o m p a r a d o la
«vida» de san Benito con otras de características semejantes, se ha
reflexionado y — t o d o hay que decirlo— se ha fantaseado sobre
ella. A fuerza de dar vueltas y más vueltas al asunto, la «vida» de
san Benito se ha convertido casi en un rompecabezas. Se han pro-
puesto varias interpretaciones generales, todas más o menos con-
vincentes.
Así, por ejemplo, O d o Casel, con su mentalidad acaparada
por la idea del mysterium, descubre en la «vida» de san Benito u n
retrato «pneumático», u n icono del hombre de Dios, del amigo de
Dios, del hombre en su realidad profunda, como Dios le quiere y
le ama: transfigurado por sus dones, lleno de su espíritu; un hom-
bre purificado, deificado, resplandeciente, revestido de la belleza
incorruptible del Reino eterno; una imagen de la divinidad, un sig-
no de gracia, un lugar de la presencia del Espíritu; a través del ico-
no de Benito, Dios ilumina al cristiano que lo contempla con fe.
4
Así ve O d o Casel al san Benito de los Diálogos . C o m o un «hom-
bre de Dios» de aspecto infinitamente venerable, digno de figurar
con honor en la doble teoría de santos y vírgenes sagradas que,
realizada en tiempo del arzobispo Agnello (s. vi) en Sant'Apollina-
re Novo, de Rávena, constituye la más fiel reproducción de la idea
que entonces se tenía del santo: un hombre traspasado de divini-
dad.
Marc Doucet subraya el fin pedagógico de la «vida» de Benito.
Es un exemplum m u y desarrollado de la teología espiritual de san
Gregorio Magno. Se a b o r d a en ella, de u n m o d o particular, un te-
ma esencial de esa teología: las diversas etapas de la contempla-
ción, con particular insistencia en el papel que en ellas representan
los carismas, especialmente los de profecía y milagros, y asignan-
5
do un lugar privilegiado a la caridad . N o se equivocaba la abade-
129
pliegue de hechos maravillosos —algunos bastante extraños—,
tanta teología mística explícita o implícita, tanta coincidencia en-
tre el itinerario de Benito y las teorías de Gregorio, ¿no indicará
t o d o esto que nos hallamos ante una doctrina en imágenes, ante
una pura creación literaria? Doucet reconoce que si en la «vida»
de san Benito sólo se estudia la teología espiritual, es difícil encon-
]
trar en ella elementos verdaderamente históricos . P . A. Cusack y
otros la consideran como u n a colección de apólogos con intencio-
nes alegóricas y moralizantes, cuyo significado, a veces es claro y
2
otras, las más, hay que descifrar . Por el contrario, todavía que-
dan algunos espíritus que, como los medievales, admiten en blo-
que t o d o lo que cuenta san Gregorio, profecías y milagros inclui-
dos, como si se tratara de u n a verdadera biografía; arguyen que,
si en el siglo x i x florecieron taumaturgos de la talla de un san
J u a n Bautista Vianney o san J u a n Bosco, ¿por qué n o p u d o tener
el siglo vi un san Benito? Y, confundiendo fe con credulidad se es-
3
candalizan de que no t o d o el m u n d o creyente piense como ellos .
Un excelente artículo de C. Lambot expone con gran acuidad
el problema. Es evidente —viene a decir— que las características
de la «vida» de san Benito obligan a catalogarla entre las «leyen-
das hagiográficas»; no en el sentido estricto que da a la expresión
H . Delehaye —«escritos de carácter ficticio y convencional redac-
tados a distancia de los acontecimientos y sin lazos palpables con
4
la realidad»— , sino en cuanto no es una obra histórica propia-
mente dicha. Los textos hagiográficos pertenecen a u n género pró-
ximo a la literatura popular. Su fin es trasponer u n a realidad p a r a
hacerla atrayente a gentes sencillas y de este m o d o hacerles com-
prender verdades profundas. Evidentemente, n o hay que tomar
tales textos al pie de la letra. El hecho de incluir los Diálogos entre
las «leyendas hagiográficas» —añade L a m b o t — , n o significa que
130
el san Benito de los Diálogos sea un personaje legendario ni que
los hechos que de él refiere san Gregorio no sean utilizables p a r a el
historiador, sino tan sólo que debe sometérselos a u n a crítica espe-
cial que tenga en cuenta las leyes propias del género.
Los problemas espinosos que tal género de escritos plantea, se
simplifican m u c h o si se tiene en cuenta la personalidad del autor.
En nuestro caso, n o cabe sospechar que san Gregorio, que «era la
sinceridad misma», inventara o deformara deliberadamente las
informaciones que le procuraron diversas fuentes orales. Lo que
no es tan seguro es que todas estas fuentes fueran tan dignas de
crédito como él pensaba. Y, por desgracia, no podemos creer que
las sometiera a ninguna clase de crítica. P e r o aun así, en el caso de
san Benito, n o se contentó con la tradición popular, vaga, imagi-
nativa e irresponsable. En los otros libros de los Diálogos se fía de
atestaciones anónimas o de rumores públicos; en el segundo, qui-
so enterarse bien. El grueso de su información procede de cuatro
discípulos inmediatos y cualificados de san Benito: Constantino y
Simplicio, segundo y tercer abad de Montecasino, respectivamen-
te; Valentiniano, que había sido abad del monasterio de Letrán, y
H o n o r a t o , abad de Subiaco, que aún vivía cuando san Gregorio
publicó su obra (D 2, pról.). Lo que demuestra dos cosas: prime-
ra, que san Gregorio no p u d o mentir viviendo todavía u n o de sus
testigos cualificados; segunda, que Gregorio se interesaba por san
5
Benito desde hacía bastantes años . Otros testigos que se citan en
el decurso de la «vida» acaso no merecían el crédito que se les
prestó.
En suma, «la teología y el arte de Gregorio se ejercen sobre
una materia histórica. El personaje de Benito y los hechos princi-
pales de su vida no son una creación de la fantasía del pontí-
6
fice» ; como no lo son Montecasino, ni Subiaco, ni el rey godo
Totila, ni el obispo Constancio de Aquino, ni Sabino de Canosa,
ni Germán de C a p u a . . . A ello hay que añadir que los Diálogos
fueron compuestos cuando aún n o habían transcurrido cincuenta
5. Cf. C. Lambot, La vie et les miracles de saint Benoit racontés par saint
Grégoire le Grand, en Revue liturgique et monastique 19 (1934) 137-165.
6. Introduction, 163.
131
años —acaso ni siquiera cuarenta— desde la muerte de san Beni-
to. E n u n escenario tan cercano en el espacio y en el tiempo no pu-
do situar san Gregorio u n a obra de pura fantasía espiritual.
132
La R o m a civil y la R o m a cristiana; la del rey ostrogodo y la del
papa. La fama de las escuelas r o m a n a s permanecía intacta. Benito
se mezclaría a la turbamulta de estudiantes, llegados de todos los
rincones de Italia, de África, de las Galias, para escuchar las lec-
ciones de los maestros y hacer carrera. Fiel a las normas de Quinti-
liano, la formación se dividía en escuela primaria y escuela supe-
rior. E n la primera, reinaba la gramática, esto es, la lectura y co-
mentario de los clásicos; en la segunda, la retórica, el arte de ha-
blar y conversar, estudio que completaban algunos aplicándose al
2
derecho o la filosofía . Ignoramos cuales fueron las asignaturas
cursadas por Benito. A. Lentini, u n buen especialista, afirma, con
la Regla en la m a n o , que poseía « u n a buena formación escolar de
3
gramática y retórica» . ¿Estudió también el ars boni et aequi, el
derecho romano? A Gregorio n o le interesa nada de esto: ni la pa-
tria, ni la familia, ni los estudios. Su mirada se fija en u n a sola co-
sa: Benito, «dándose cuenta de que con ocasión del estudio mu-
chos se resbalaban por la pendiente de los vicios, retrajo el pie que
casi había puesto en el umbral del m u n d o , temeroso de que si lle-
gaba a alcanzar algo de su ciencia, de la misma manera también él
mismo acabaría despeñándose por ese precipicio sin fondo» (D 2,
pról. 1).
Esta decisión radical fue muy propia de un joven a quien Gre-
gorio n o duda en aplicar u n a frase que pertenece al tópico del
4
puer-senex . «Ya desde la infancia» —dice— «tenía u n corazón
de anciano. P o r eso se anticipó a su edad en su manera de vivir, no
transigiendo con ningún placer, sino que durante su paso por la
tierra despreció los gozos temporales de que hubiera podido dis-
frutar, como si el m u n d o en flor estuviera ya marchito» (D 2,
pról. 1).
133
La «conversión»
Benito «se convirtió», en el sentido monástico del verbo «con-
vertirse»; esto es: r o m p i ó con el « m u n d o » , con la vida seglar, con
la ilusión de hacer una carrera —el famoso cursus honorum de los
romanos—, de formar u n a familia, y, en primer lugar, con la edu- '
cación liberal que estaba recibiendo. « A b a n d o n a d o s en conse-
cuencia los estudios» —prosigue Gregorio—, «dejadas la casa y la
hacienda paterna, y con el solo deseo de complacer a Dios, se fue
en busca del hábito de una nueva vida santa, retirándose, pues,
doctamente ignorante y sabiamente inculto» (D 2, pról. 1).
La última afirmación es, evidentemente, una hipérbole, un tó-
pico que tuvo mucho éxito en la Edad Media latina: «scienter nes-
cius et sapienter indoctus» '. C. Dagens, en su estudio sobre la
«conversión de san Benito», ha señalado interesantes paralelos,
en los procedimientos literarios y la terminología, en varios ejem-
plos de «conversión». E n todos ellos se hallan los mismos temas: I
renuncia a la cultura profana, a la ciencia, a la fortuna familiar,
para agradar solamente a Dios, y en seguida la búsqueda de un in-
dumento que exprese el «propósito», la «conversión». Al redactar
esta página Gregorio ha pensado en su propia renuncia al m u n d o
un poco tardía, cuando ya había sucumbido a la tentación de la
vida m u n d a n a en Roma y había gozado del poder, de las comodi- ,
dades y acaso del placer, mientras Benito —lo acentúa expresa-
mente— «despreció los gozos temporales de que hubiera podido
2
disfrutar, como si el m u n d o en flor estuviera ya marchito» .
Es muy probable que Gregorio se adelante u n poco a los acon-
tecimientos. Benito se retira. El motivo original de este paso es, a
no dudarlo, el miedo a caer en la vida licenciosa que llevaban tan-
tos compañeros de estudios. Huye de la lujuria. «Le siguió su no-
driza, que le quería mucho» (D 2, 1,1). ¿A dónde se dirigían?
¿Había t o m a d o realmente Benito la decisión de hacerse monje?
1. Cf. E.R. Curtius, European Literature and the Latín Middle Ages (Lon-
dres 1953), 381.
2. C. Dagens, La «.conversión» de sainl Benoit selon sainí Grégoire le Grand,
en Rivisía di sloria e letteratura religiosa 5 (1969) 384-391.
134
L A CONVERSIÓN DE SAN BENITO
135
de oración y lágrimas. «Religiosus et pius puer». Sería un error
traducir puer por «niño»; ¡Un romano podía llamarse puer hasta
3
los veintiocho años! Benito ya no era un niño, ni siquiera un
adolescente, cuando emprendió una nueva huida. La buena gente
de Affile aclamaba al nuevo «hombre de Dios». Salió de Roma
huyendo de la lujuria; de Affile, huyendo de la vanagloria. «Se re-
tiró a un lugar desierto que se llama Subiaco, a unas cuarenta mi-
llas de la ciudad de Roma, donde manan aguas limpias y frescas
en tal abundancia que primero convergen en un lago grande y des-
pués forman un río» (D 2, 1,3). Esta vez sin su nodriza. Solo, se
enfrentó a la soledad.
Ermitaño en Subiaco
«Y mientras así caminaba fugitivo, cierto monje llamado Ro-
mán reparó en él» (D 2, 1,4). Es el principio del primer período
sublacense: el eremítico. Después, se desarrollará el período ceno-
bítico. Entre ambos, un intermedio doloroso: el fracaso de una
primera experiencia abacial, seguido de otro lapso de tiempo de
vida eremítica.
Es curiosísimo el caso de Román. Decidió proteger al joven, a
escondidas de su abad, Adeodato. Por su cuenta y riesgo, le dio el
hábito monástico y lo alimentó con el pan que sustraía a su propia
ración. Benito permaneció tres años encerrado en una cueva «muy
angosta». La cueva se abría en la base de una peña elevada; Ro-
mán ataba el pan y una campanilla a una cuerda; por el sonido de
la campanilla se enteraba el joven «hombre de Dios» de la llegada
del suministro. Pero no hay ermitaño sin demonio. «El enemigo
de siempre» tiró una piedra y rompió la campanilla. Román no
dejó de suministrar a su eremita por otros medios apropiados.
Hasta que llegó el momento en que Dios quiso dar al inefable Ro-
mán el descanso de sus trabajos y «poner la vida de Benito como
ejemplo a los hombres» (D 2,1, 4-5).
I V)
L A P A S C U A D E U N ERMITAÑO
La gran tentación
Benito, por aquel entonces, experimentó u n a tentación tan
< fuerte que estuvo a punto de dar al traste con su monacato. Gre-
- ' 1.17
gorio se complace en contárnoslo en el capítulo segundo. Un mir-
lo empezó a revolotear en t o r n o al ermitaño, rozándole imperti-
nentemente la cara. Benito hizo la señal de la cruz, y el tentador se
fue. En seguida surgió la tentación. Mirlo en latín es tnerula, y
Merula era nombre de mujer. Acaso se llamara Merula aquella
muchacha que Benito había visto en R o m a o en otra parte y cuya
figura se le representó ahora tan vivamente y encendió tanta pa-
sión en su ánimo que «apenas p u d o contener dentro de su pecho la
llama del deseo, y vencido por la voluptuosidad ya tenía casi deci-
dido dejar el desierto». Triunfó la gracia de Dios. Benito se desnu-
dó y se revolcó por mucho tiempo en u n a espesa maleza de ortigas
y zarzas, «hasta salir con t o d o el cuerpo hecho una llaga, de ma-
nera que por las heridas de la piel consiguió arrojar del cuerpo la
del espíritu». Esta proeza ascética fue decisiva: desde aquel mo-
mento, como después él mismo contaba a los discípulos, le quedó
tan d o m a d a la tentación del placer que nunca volvió a sentir algo
parecido». Más aún: «muchos empezaron a dejar el m u n d o y a
buscar su magisterio, siendo tenido con razón por maestro de vir-
tudes en cuanto estaba liberado del mal de la tentación» (D 2,2,3).
Hasta aquí san Gregorio. A continuación vinieron los intérpre-
tes. Entre los modernos hay que citar en primer lugar a P . Couer-
celle, que, con gran erudición, señaló algunas fuentes de un pasaje
tan decisivo de la «vida» de san Benito '. P . A. Cusack profundi-
zó el estudio de Courcelle, adujo nuevas fuentes posibles e incluso
probables; el relato de san Gregorio —concluye—, muy estiliza-
do, muy estereotipado, se propone ilustrar las condiciones que
permiten el acceso a la plena madurez espiritual, la cual, una vez
obtenida, habilita al nuevo maestro y «doctor de almas» para
aceptar la dirección de discípulos espirituales; acaso Gregorio
también quiso significar la sublimación de las energías que, movi-
lizadas anteriormente por la sexualidad, se pondrían en adelante,
bajo el yugo de la gracia, al servicio de la pietas característica del
padre espiritual; Gregorio incluso quiso evocar aquí su propia ex-
2
periencia de la tentación decisiva .
I.1N
Marc Doucet considera este corto y denso pasaje de los Diálo-
gos desde otro p u n t o de vista: la teología espiritual del propio
Gregorio Magno. La tentación excepcionalmente violenta, etapa
decisiva del combate espiritual de Benito con el «enemigo de siem-
pre», es un reflejo del pensamiento del autor. Que el enemigo to-
me la forma de u n mirlo, es un procedimiento normal, en Grego-
rio, de encarnar al tentador; en la «vida» de Benito, sin ir más le-
jos, el diablo se reviste de las apariencias de un rapazuelo negro
(cap. 4), un dragón (cap. 25), u n veterinario provisto de los instru-
mentos de su profesión (cap. 30). El insistente revolotear del pája-
ro negro en t o r n o al rostro del ermitaño subraya la gravedad y su-
tileza de la tentación que se avecina. Un pasaje de la Regla pasto-
ral (3,29) explica la tentación de Benito: la sugestión viene del ene-
migo; la delectación, de la carne; el consentimiento, del espíritu.
Los tres elementos de la psicología de la tentación, en los que Gre-
gorio h a insistido varias veces, se distinguen perfectamente: suges-
tio, delectatio, consensus. La sugestión y la delectación se produ-
jeron, pero no el consentimiento. Benito, en el último m o m e n t o ,
«volvió en sí»; «ad semetipsum reversus» es una expresión típica
de la teología gregoriana. La continuación del relato, muy carac-
terística del estilo literario de Gregorio, constituye una «verdadera
cascada de antítesis»: llaga de la carne-llaga del alma, placer-
dolor, fuera (de sí)-dentro (de sí)..., que nos recuerdan otras fre-
cuentes en las obras de san Gregorio M a g n o : el niño anciano, la
docta ignorancia —scienter nescius—, la pobreza rica, el alimento
h u m a n o opuesto al alimento divino de la Escritura, la enfermedad
corporal que es salud espiritual, la servidumbre que libera, etc. Al
principio del capítulo siguiente se halla la antítesis de la espesa
maleza de ortigas y zarzas, y la tierra limpia y fructífera: «Aparta-
da, pues, la tentación, el hombre de Dios, como tierra limpia de
maleza, fue fecundo en los frutos de la cosecha de las virtudes».
Volvamos al capítulo segundo. Al relato de la tentación siguen
unas consideraciones sobre un pasaje de la Escritura: Moisés con-
fia a los levitas que han cumplido los cincuenta años de edad la
guarda de los vasos sagrados (Num 8,24 ss.). Es una alegoría.
«Los vasos sagrados son las almas de los fieles». «En la juventud
la tentación de la carne es más ardiente, mientras que a los cin-
139
cuenta años empieza a enfriarse el ardor del cuerpo». C u a n d o los
elegidos «llegan a la edad tranquila del alma», se les confía la cus-
todia de los vasos sagrados, es decir, se convierten en «doctores de
las almas». Benito, «liberado del mal de la tentación», no tuvo
que esperar hasta cumplir los cincuenta años, ni mucho menos.
Joven y ya anciano —puer-senex—, se convierte en «maestro de
virtudes» (D 2,2,3-5). En suma —concluye Marc Doucet—, «el
corto relato de la tentación de san Benito nos revela, al fin y al ca-
bo, más la teología del biógrafo en materia de combate espiritual
y de tentación que nos presenta la figura misma del héroe del libro
3
segundo de los Diálogos» .
Intermedio escabroso
H a b í a muerto su abad, y los monjes se desplazaron a Subiaco,
que n o estaba lejos, p a r a rogar a Benito «con mucha insistencia
que aceptara gobernarlos». Gregorio tuvo la elegancia de no espe-
cificar de qué comunidad se trataba, pero sí cuenta con llaneza y
simplicidad sorprendentes el lance de que tales monjes fueron pro-
tagonistas.
N o debían gozar de muy buena fama, ésta es la verdad. Benito
les dio largas, seguro de que «sus costumbres y las de aquellos her-
manos no podrían concordar». Al fin, cedió y se fue con ellos.
Notemos con qué fuerza recalca Gregorio la severidad del abad
Benito: « t o m ó las riendas de la regularidad de la vida y no permi-
tió a nadie desviarse del camino de la observancia ni a la derecha
ni a la izquierda». Ante t o d o , la observancia; cueste lo que cueste.
Los hermanos no estaban acostumbrados a semejante rigor. El
hecho de que eligieran al « h o m b r e de Dios» p a r a que fuera su
abad y se lo rogaran con tanta insistencia es prueba evidente de
que no les faltaba buena voluntad. Acaso también les animara el
deseo de enaltecer su monasterio con la presencia de u n abad jo-
ven y santo. Lo que no esperaban es que Benito fuera tan d u r o e
intransigente, y pensaron en librarse de él.
140
Un milagro —el segundo— impidió la realización de su nefan-
do propósito. U n día, al sentarse a la mesa, presentaron al abad,
según costumbre, el vaso de cristal con el vino que iban a beber,
para que lo bendijera. Benito hizo la señal de la cruz, y el vaso se
rompió. «El h o m b r e de Dios comprendió al instante que lo que n o
había podido resistir el signo de vida tenía que contener u n a bebi-
da de muerte», y obtiene una nueva victoria. N o se inmuta; ni si-
quiera se le ocurre la idea de enfadarse, odiar, castigar, etc. Hoy
tal vez hablaríamos de dominio de la agresividad; entonces se ha-
blaba de dominio del apetito irascible. P r o n t o se presentará otra
ocasión de demostrar que lo tenía bien sujeto. A h o r a , se limita a
decir: « H e r m a n o s , que Dios todopoderoso tenga misericordia de
vosotros. ¿Por qué me habéis querido hacer eso?» Y se marchó
(D 2,3,2-4). ¿A dónde?
La frase de Gregorio es famosa: «se volvió al lugar de la sole-
dad amorosa y allí habitó a solas consigo mismo bajo la mirada
del supremo espectador». «Habitavit secum» '. El diácono Pe-
dro, que era algo obtuso, pidió que se le aclarara una expresión
que no entendía del todo, lo que permitió a Gregorio desarrollar
algunos conceptos que le interesaban vivamente, entre ellos el de
la concentración y su opuesto, la disipación: «Siempre que nos sa-
limos de nosotros mismos por una preocupación excesiva, aunque
seguimos siendo nosotros mismos, no estamos con nosotros mis-
mos, sino que a nosotros mismos nos perdemos de vista vagabun-
deando por ahí»; Benito, en cambio, «habitó consigo mismo, por-
que siempre atento a la custodia de sí propio, viéndose continua-
mente ante los ojos del Creador n o dejó vagar fuera de sí el ojo de
su espíritu». Y a otra pregunta de Pedro respondió que hay dos ma-
neras de salimos de nosotros mismos: «o caemos por debajo de
nosotros mismos a causa de u n a flaqueza del pensamiento, o nos
levantamos por encima de nosotros mismos en virtud de la gracia
141
de la contemplación». Apareció, por fin, el término tan valorado
y a m a d o por Gregorio: «contemplación». ¿Qué hacía Benito en
las largas horas y los larguísimos días en que permanecía solo con-
sigo mismo? Seguro que oraba y leía la Escritura y tal vez algún
comentario espiritual de los Padres. P e r o también contemplaba.
«Y cuantas veces el ardor de la contemplación le arrebató a las al-
turas, luego se quedó por debajo de sí mismo, sin ninguna duda»
(D 2,3,5-6). Lo que equivale a decir, también sin ninguna duda,
que Benito era un místico que a veces —acaso con cierta frecuen-
cia— se extasiaba contemplando el misterio insondable de Dios.
142
Los monasterios pacomianos contenían gran número de monjes.
Más bien, a lo que parece, se trata de u n a idea original, tal vez im-
puesta por las circunstancias. Benito pensó que sería mejor distri-
buir a los monjes en grupos relativamente pequeños y en monaste-
rios reducidos y cercanos entre sí, con sus respectivos abades,
n o m b r a d o s por él mismo, que crear u n a gran comunidad y alber-
garla en grandes edificios. P e r o también es posible que la disper-
sión de sus discípulos en varias casas se debiera sencillamente a
que no se disponía de medios para agruparlos en u n solo monaste-
rio. Desconocemos por completo la situación económica de Beni-
to y sus monjes. Desde luego, Subiaco no era tierra de nadie. El
terreno para fundar tenía que ser ofrecido por su propietario o
comprado. Lo que sí podemos entrever es que los monasterios,
fuera cual fuese su n ú m e r o , eran construcciones bastantes senci-
llas, seguramente, al menos en parte, de madera. Lo prueba el he-
cho de que los monjes de tres de ellos, edificados «sobre las peñas
de un m o n t e » , cansados de tener que bajar al lago por un sendero
peligroso siempre que necesitaban agua, es decir, todos los días,
dijeron a Benito que no había «más remedio que cambiar de sitio
estos monasterios» (D 2,5,1).
Benito acudió a la oración, puso tres piedras e hizo brotar un
manantial en la cumbre del monte (D 2,5,2-5). Era realmente estu-
pendo tener un abad capaz de obrar prodigios. Gregorio sigue
contando algunos: «la hoz salida del agua y acoplada ella misma a
su mango» (cap. 6), M a u r o «anduvo a pie sobre las aguas» para
salvar al pequeño Plácido (cap. 7), «el pan envenenado que un
cuervo tiró lejos» por orden del abad Benito (cap. 8). Las páginas
referentes a Subiaco son especialmente bellas, tienen el frescor y la
claridad de los días primaverales. En realidad, Benito y sus discí-
pulos vivían u n a verdadera primavera monástica. Los monjes ora-
ban, trabajaban, desbrozaban aquellos campos abandonados, ha-
cían huertos j u n t o al lago y, sobre todo, aprendían mucho de su
abad. Plácido niño candido y bueno, ponía una nota tierna y en-
cantadora j u n t o a la gravedad abacial de Benito. El joven M a u r o
ejercía el oficio de segundo, servía de enlace entre Benito y los di-
versos monasterios; se diría que era su m a n o derecha. Entre los
monjes los había procedentes de la nobleza. Pero Benito no recha-
143
zaba a nadie. «Un godo de espíritu humilde se presentó para ha-
cerse monje, y el hombre del Señor, Benito, le recibió de muy
buen grado» (D 2,5,1). El pobre godo se afligió sobremanera un
día en que, por poner t o d a su alma en la corta de unas espesas ma-
lezas, se le desprendió la hoz del mango y se le cayó al lago; corrió
atemorizado a decírselo a M a u r o , y éste a su vez se apresuró a co-
municarlo a Benito ¡Qué desgracia tan terrible! P e r o para un tau-
maturgo no hay problemas: « t o m ó de la m a n o del godo el mango
y lo tiró al lago, y al m o m e n t o salió de la profundidad la hoz y se
colocó en el m a n g o , y devolvió la herramienta al godo diciéndole:
' T o m a , trabaja y n o estés triste'» (D 2,6,2)
«Trabaja y n o estés triste» se nos antoja como u n a especie de
aforismo que animaba aquella colonia de monjes en cierne. Eran
las primeras plantas de u n huerto que iba a florecer y fructificar
maravillosamente, gracias a los cuidados de u n hortelano cada vez
más experto. Cierto que Benito a veces era exigente y que por lo
menos en una ocasión e m p u ñ ó la vara para corregir a un monje
que, amonestado repetidas veces, no se quedaba con los demás
durante la oración silenciosa al concluir la salmodia; «un chiquillo
negro», tirándole del borde del hábito, lo arrastraba fuera... El
monje se corrigió en el acto; se hubiera dicho que el azotado había
sido el negrito, esto es, «el enemigo de siempre» (D 2,4,3).
144
do la envidia en su corazón perverso. De m o d o que, empezando
por criticar la manera de vivir de Benito y disuadir a cuantos p o -
día de que se le j u n t a r a n , acabó por querer eliminar a su rival:
mandóle, a m o d o de eulogia o pan bendito que solían enviarse
mutuamente los clérigos y religiosos amigos, u n a hogaza envene-
nada. Benito la aceptó con acción de gracias, pero n o se le ocultó
la ponzoña que el pan llevaba dentro. Por eso ordenó a un cuervo
del bosque vecino que solía t o m a r pan de su m a n o , que se lo lleva-
ra a un sitio donde ningún h o m b r e pudiera encontrarlo (D 2,8,
1-3).
Unos monjes degenerados —lo hemos visto— le envenenaron
el vino; Florencio, el pan. Benito parecía tener la gracia de exaspe-
rar las pasiones hasta el crimen. P e r o él no se inmutaba. Dominó
ahora por segunda vez el apetito irascible. Más aún: según Grego-
rio, aflora aquí la caridad más difícil de practicar, es decir, el
amor a los enemigos; pues «el venerable padre, viendo el ánimo
del sacerdote ensañado de esta manera contra su vida, tuvo más
lástima de él que de sí mismo» (D 2,8,4). Y más adelante, cuando
se enteró de la terrible muerte de Florencio por su discípulo Mau-
ro, «rompió a sollozar profundamente, tanto porque el enemigo
había fallecido cuanto porque el discípulo se había alegrado de su
muerte» (D 2,8,7).
P o r q u e el sacerdote envidioso acabó mal. N o sin antes excogi-
tar u n a intriga que dio resultado. En efecto, viendo que «no había
podido matar el cuerpo del maestro, se inflamó de ansiedad por
perder las almas de los discípulos». Acordándose al parecer, de un
rito mágico de fecundidad que, practicado en la antigüedad paga-
na, subsistió a través de los siglos en ciertas poblaciones rurales,
persuadió a siete mozuelas que lo ejecutaran en el huerto de la ca-
sa donde Benito estaba con sus discípulos. El rito consistía en dan-
zar desnudas, agarradas unas a otras de las manos. En las chicas
tal vez n o hubiera otro propósito que el de conformarse a costum-
bres tradicionales; en el ánimo de Florencio estaba el de encender
en los espíritus de los monjes «la perversidad del deseo». Benito
las vio desde su celda. La virtud de los más jóvenes estaba en peli-
gro y, c o m o todas las maquinaciones de Florencio se dirigían con-
tra él, «se rindió a la envidia». Dejó a determinados hermanos con
145
sus correspondientes superiores en los monasterios que había
construido y se m a r c h ó .
Florencio, exultante de alegría, contemplaba la derrota de Be-
nito desde la azotea de su casa. Ya n o tendría rival alguno que le
hiciera sombra; volvería a ser la primera autoridad del lugar. Se
equivocaba. El hombre de Dios se había eclipsado humildemente,
pero él no iba a disfrutar de u n triunfo logrado de manera tan vil.
De repente se derrumbó la azotea en la que se hallaba, y pereció
aplastado entre los escombros, «permaneciendo el resto del edifi-
cio intacto» (D 2,8,4-6).
146
L A CADENA DE CRISTO
147
Montecasino: el monasterio
Gregorio no ha descrito la vida que llevaban Benito y sus mon-
jes en el nuevo monasterio. Sigue contando prodigios obrados por
su héroe. A su don de milagros se añade ahora más especialmente
el de profecía. Benito —dice— «empezó a brillar por el espíritu de
profecía, vaticinando las cosas venideras y haciendo saber a los
presentes lo que pasaba lejos» (D 2,11,3). Estas relaciones maravi-
llosas contienen pormenores que nos permiten vislumbrar alguna
cosa de lo ordinario y cotidiano que sucedía en la cumbre del
monte.
A n t e t o d o , se dedicaron los monjes a construir el monasterio.
Un monasterio modesto, nada monumental, aprovechando las
ruinas de la acrópolis. U n monasterio más bien pequeño. El des-
cubrimiento, en 1953, de los muros de la iglesia dedicada a san
Martín ha permitido calcular las dimensiones del oratorio primiti-
vo, el que Benito habilitó en el templo de Apolo y que ampliaron un
abad del siglo v m , Petronax, y otro del siglo x i , Desiderio. El tem-
plo pagano, transformado en oratorio monástico, medía 7 metros
de ancho por 9 metros y medio de largo, con u n a celia de otros 7
metros de largo '. Los Diálogos mencionan, además, como hemos
visto, el oratorio, dedicado a San J u a n Bautista, en lo más alto del
monte, donde antes se levantaba el ara en honor del numen del lu-
gar (D 2,8,11); la cocina, donde una vez el demonio organizó un
fuego imaginario, con el consiguiente alboroto de los monjes
(D 2,10); el dormitorio de los hermanos, que era una «estancia
amplia», y enfrente, una torre de dos plantas, comunicadas entre
sí por una escalera, donde moraba, el abad Benito. La torre o to-
rreta —dice Gregorio— sobresalía del resto del monasterio, lo que
significa que éste tenía u n a sola planta (D 2,35,2).
C o m o era de esperar, el diablo impidió a los hermanos traba-
jar en paz en la construcción de su vivienda. U n a vez no podían
mover en m o d o alguno una gran piedra que querían aprovechar
para el edificio; acudió Benito, oró, bendijo a los hermanos, «y la
piedra fue levantada con tanta rapidez como si nunca hubiera pe-
148
sado n a d a » (D 2,9). Luego descubrieron un ídolo de bronce —una
imagen del demonio— que estaba enterrado en aquel lugar, que ti-
raron de m o m e n t o al azar en la cocina, lo que causó el incendio
imaginario ya mencionado (D 2,10,1). Otra vez se derrumbó una
pared que estaban levantando —no serían muy hábiles los impro-
visados albañiles—, con tan mala fortuna que aplastó a un monje
jovencísimo; los hermanos, naturalmente, atribuyeron el acciden-
te al «espíritu maligno» y se quedaron «muy apenados»; por or-
den del abad, le trajeron al adolescente «hecho pedazos» en una
sábana, Benito «se puso en oración con más fervor del habitual»,
y —«¡maravillosa cosa!»—, al instante se reincorporó a la obra el
muchacho, «ileso y tan útil como antes» (D 2,11).
149
U N ABAD CLARIVIDENTE
150
E L ORGULLO DESCUBIERTO
151
se movía del monasterio. Ni u n a sola vez, que sepamos, lo aban-
d o n ó . Incluso para trazar los planos del monasterio de Terracina
no se desplazó personalmente, como esperaban que haría el abad
y el prior de la fundación; ya le habían p r e p a r a d o una gran acogi-
da, a él, y a su comitiva, que suponían numorosa, digna de «tan
gran padre»: Benito se les apareció en sueños, «señalándoles por-
menorizadamente cada paraje donde habían de edificar» (D 2,22,
1-2).
Benito está siempre o con los monjes o al alcalce de los monjes
para cuando lo necesiten. Sin duda, reza con ellos el oficio divino,
come con ellos, sale con ellos «para las labores del campo»
(D 2,32,1). Sin embargo, no los agobia con su presencia continua.
A veces lo hallamos «sentado a la puerta del monasterio y leyendo»
(D 2,31,2), probablemente desempeñando el oficio de portero;
otras, retirado en su aposento y rezando. U n a noche T e o p r o b o , su
amigo, lo encontró «llorando muy amargamente», en su habita-
ción; como el llanto n o cesara, se dio cuenta de que «no lloraba de
la manera que tenía por costumbre cuando estaba en oración». Es
una frase reveladora.
Reza y contempla. ¡Cuántas veces habría sucedido lo que san
Gregorio describe en una sola ocasión: mientras los hermanos se-
guían en reposo, solícito en velar, se adelantó a la h o r a de la ora-
ción nocturna»! Y desde la ventana del piso superior de su torre,
«rezando al Señor todopoderoso», escrutaba en el corazón de la
noche (D 2,35,2) el misterio insondable de Dios. Otras veces esta-
ría escribiendo, completando, retocando, puliendo su Regla,
«magistral por su discreción y clara por su lenguaje» (D 2,36).
Reza m u c h o . Los monjes confían absolutamente en la oración
de su abad. Siempre les saca de apuros. C o m o aquella vez en que,
estando faltos de aceite, Benito se puso a orar y llenó con su ora-
ción u n a tinaja vacía hasta desbordar el aceite, que siguió fluyen-
do hasta que Benito dejó de orar (D 2,29,1-2). Gregorio cuenta
varias anécdotas de este tipo. Durante el período de hambre que
por aquel entonces sufrió la Campania, Benito «llegó a dar a los
necesitados todo lo que tenía en el monasterio» (D 2,28,1). Y
cuando no tenía lo que le pedían, oraba y alcanzaba del cielo lo
que él no podía dar (D 2,27,1).
IS2
L A ORACIÓN TODO LO ALCAN7A
153
de orgullo quien se lo susurraba, y Benito, que lo oía, le m a n d ó :
«Santigua tu corazón, h e r m a n o . ¿Qué estás diciendo? Santigua tu
corazón» (D 2,20). Benito poseía el don de la «cardiognosia», es
decir, el don de conocer lo que pasaba en lo íntimo de los corazo-
nes.
EL D I A B L O VETERINARIO
155
política, de la guerra entre godos y bizantinos (D 2,15,3). Pero por
lo c o m ú n tratarían de Dios y de la vida eterna, como consta que
hacían Benito y Servando. Más adelante Benito, en una visión fa-
mosa, contempló cómo «unos ángeles llevaban al cielo en una es-
fera de fuego el alma de Germán» '.
Servando «frecuentaba su monasterio, pues siendo él mismo
un hombre henchido de la doctrina de la gracia celestial, se esti-
m u l a b a n mutuamente con dulces palabras de vida, y gustaban el
suave alimento de la patria celestial, suspirando al menos por él ya
que todavía no podían gozarlo plenamente». Servando y Benito
eran amigos espirituales en el sentido más propio de la expresión.
Servando, por lo menos la única vez que Gregorio habla de él, se
hospedaba en la planta baja de la torre abacial, y los monjes que
le a c o m p a ñ a b a n dormían en la misma sala donde descansaban los
de Montecasino (D 2,35,1-2). Esto indica la intimidad que existía
entre ambos abades. P e r o notemos que Servando tenía la costum-
bre de visitar a Benito para tener sus coloquios espirituales y sus-
pirar juntos —lo que tanto encantaba a Gregorio— «por el suave
alimento de la patria celestial»; pero nunca se nos dice que Benito
fuera a visitar a Servando, ni a Germán, ni a Escolástica, ni a nin-
guna otra persona. N o salía del monasterio y sus tierras.
156
una pared (D 2,11), como vimos. ¿O no había llegado a morir del
todo el monje adolescente, pese al quebranto total de sus múscu-
los y huesos? Lo cierto es que Gregorio no da mayor importancia
al asunto, mientras que la escena del muerto resucitado descrita en
el capítulo 32 tiene un dramatismo impresionante. Gregorio pone
en acción los recursos de su retórica para hacer resaltar un hecho
que representa la cumbre de la carrera de Benito como taumatur-
go.
Llega al monasterio un campesino llevando en sus brazos el ca-
dáver de su hijo. Benito está trabajando en el c a m p o con los her-
manos. El campesino, deshecho por el dolor, deja al hijo muerto a
la puerta del monasterio y va en busca del abad Benito. Y apenas
le divisa empieza a gritarle: «Devuélveme a mi hijo, devuélveme a
mi hijo». Benito replica: «¿Acaso yo te quité a tu hijo?» Y el cam-
pesino se explica: «Se me h a m u e r t o . Ven y resucítalo». Benito se
entristece: «Marchaos, hermanos, marchaos, que esto n o es cosa
nuestra sino de los santos apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos
cargas que n o podemos llevar?». La frase importante es la que in-
dica que resucitar a un muerto es un carisma propio de los
apóstoles '. Y Benito resucita al hijo del campesino, quien había
asegurado que n o se iría hasta que el «hombre de Dios» hiciera el
milagro.
Benito resucita al niño no en la intimidad de su celda, como hi-
ciera con el joven monje, sino a la puerta del monasterio, rodeado
por los hermanos y ajustándose a una especie de ritual lleno de re-
miniscencias bíblicas. Más que en los apóstoles P e d r o y Pablo
—resurrección de Tabita por P e d r o , resurrección del joven Euti-
ques por P a b l o — , Gregorio se inspira aquí en las resurrecciones
obradas por Elíseo y, más aún, por Elias. Benito llega j u n t o al ca-
dáver. Se arrodilla. Se echa sobre el cuerpecito sin vida. Levanta
las m a n o s al cielo. Y ora de este m o d o : «Señor, n o mires mis pcca-
157
RESURRECCIÓN DE U N MUERTO
En cierta ocasión había salido con los hermanos a las labores del
campo, y en eso llegó al monasterio un rústico llevando en sus
brazos el cuerpo de su difunto hijo, llorando amargamente por su
pérdida, y preguntando por el venerable Benito. Cuando se le con-
testó que estaba el padre en el campo con los monjes, dejó inmedia-
tamente junto a la puerta del monasterio el cuerpo de su hijo ex-
tinto, y turbado por el dolor echó a correr en busca del venerable
padre. Pero en aquel preciso momento regresaba ya el varón de Dios
del trabajo del campo con los hermanos. No bien le divisó el des-
graciado campesino, empezó a gritar: "¡Devuélveme a mi hijo, de-
vuélveme a mi hijo!" A l oír tales palabras, detúvose el varón de
Dios y le dijo: "¿Por ventura te he quitado yo a tu hijo?" A lo que
respondió aquel: "Ha muerto, ven, resucítale". En oyendo esto el
siervo de Dios se entristeció sobremanera, diciendo:"Apartaos,
hermanos, apartaos; estas cosas no nos incumben a nosotros, antes
son propias de los santos apóstoles. ¿Por qué queréis imponernos
cargas que no podemos llevar?" Mas el campesino, abrumado por el
dolor, persistía en su demanda, jurando que no se iría, si no resuci-
taba a su hijo. Entonces el siervo de Dios inquirió: "¿Dónde está?"
A lo que él respondió: "Junto a la puerta del monasterio yace su
cuerpo". Llegó allí el varón de Dios con los hermanos, hincó sus
rodillas y postróse sobre el cuerpecito del niño; y levantándose
luego, elevó sus manos al cielo, diciendo: "Señor, no mires mis
pecados, sino la fe de este hombre que pide se le resucite a su hijo, y
vuelve a este cuerpecillo el alma que quitaste". Apenas había termi-
nado las palabras de la oración, cuando, volviendo el alma al
cuerpecito del niño, se estremeció éste de tal modo, que todos los
presentes pudieron apreciar con sus propios ojos cómo se había
agitado el cuerpo exánime conmovido con aquella sacudida maravi-
llosa. Tomó entonces la mano del niño y se lo devolvió vivo e in-
cólume a su padre.
D 2,32.
El milagro de Escolástica
Sin embargo, el gran t a u m a t u r g o de Montecasino que resucita
1
a los muertos será vencido a continuación por una «débil
mujer», su propia hermana, que, como todos los años, había ido
a visitarle. El relato del «milagro de su hermana Escolástica» es
2
tal vez la perla más preciosa de los cuatro libros de los Diálogos .
La escena está maravillosamente descrita. Llega Escolástica a
la casa que posee el monasterio «no lejos de su puerta» y que tal
vez tuviera por objeto acoger a las mujeres que visitaban a Benito
o a los monjes. Su «venerable hermano» baja con algunos discí-
pulos para verla. Pasan el día «en las alabanzas de Dios y en con-
versaciones espirituales». Ayunan, como de ordinario. «Estando
ya cayendo las sombras de la noche», toman juntos —un rasgo
h u m a n o — los alimentos que sin duda han preparado los herma-
nos. Luego siguen sentados a la mesa, enfrascados en «suaves co-
loquios». ¿De qué hablan? De lo único que verdaderamente inte-
resa a Gregorio: de «las alegrías de la vida celestial». Se hace tar-
de. Es hora de regresar al monasterio. Entonces Escolástica pide a
su h e r m a n o que n o se separe de ella, para prolongar el coloquio
159
B E N I T O Y ESCOLÁSTICA (I)
160
espiritual durante toda la noche. «Pero, ¿qué dices, h e r m a n a ? » .
Benito, casi escandalizado, se niega rotundamente a complacerla:
«De ninguna manera me puedo quedar fuera del monasterio». Y
añade Gregorio, preparando el camino a lo que va a seguir: «El
cielo estaba tan sereno que en la atmósfera n o se veía ni una
nube».
BENITO Y E S C O L Á S T I C A (II)
B E N I T O Y E S C O L Á S T I C A (DI)
La visión cósmica
Se diría que la lección que le dio Escolástica terminó radical-
mente con la taumaturgia del santo abad. El último milagro que
cuenta Gregorio es precisamente el de Escolástica. En cambio, re-
fiere esmeradamente u n a visión que tuvo Benito mientras oraba
162
cara al misterio impenetrable de la noche. Esta extraordinaria vi-
sión devuelve al santo t o d o su prestigio.
La visión, según Gregorio, contiene tres elementos. En primer
lugar, Benito mientras o r a b a escudriñando el corazón de la noche
desde la ventana del piso superior de su torre, «vio difundirse des-
de lo alto u n a luz que a h u y e n t a b a todas las tinieblas nocturnas,
iluminando con t a n t o esplendor que aun así en el seno de la oscu-
16.1
ridad sobrepasaba la misma luz del día». E n segundo lugar, «le
sobrevino en tal contemplación otra fabulosa maravilla, pues, se-
gún luego lo contó él mismo, se le puso ante los ojos t o d o el uni-
verso como recogido bajo un solo rayo de sol». Y en tercer lugar,
«vio que unos ángeles llevaban al cielo en u n a esfera de fuego el
alma del obispo de Capua, G e r m á n » . Benito quiso tener «un testi-
go de tan grande prodigio» y a voz en cuello llamó a su amigo, el
abad Servando, alojado en la planta baja de la torre, quien «su-
bió, miró en torno y de la luz n o vio sino un débil vestigio» (D 2,
35,2-4).
De los tres elementos el realmente importante es el segundo. El
diácono Pedro lo pone de relieve al confesar su incapacidad de
concebir cómo p u d o ver el m u n d o entero recogido bajo un solo
rayo de sol. Y Gregorio se complace en dar u n a larga explicación,
de índole contemplativa que se resume en la primera frase: « P a r a
el alma que ve al Creador cualquier criatura es pequeña». Y más
adelante: « ¿ C ó m o puede extrañarnos que viera el m u n d o recogi-
do ante sí quien, elevado por la luz del espíritu, estuvo fuera del
m u n d o ? » . N o se achicaron el cielo y la tierra, sino que se dilató el
espíritu del vidente. Benito, en suma, fue arrebatado en Dios, y
p u d o ver todo lo que está debajo de Dios (D 2,35,5-7).
La visión cósmica de Benito ha sido objeto de múltiples inter-
pretaciones. Los teólogos escolásticos discutieron sin cansarse en
torno a la cuestión: « ¿ P u d o ver san Benito la esencia divina?».
P e r o , en realidad, no dice Gregorio que viera a Dios per speciem,
sino per aenigma et speculum, visión propia de los hombres santos
que se han elevado a la más alta contemplación. Esto es lo que
quiso dar a entender Gregorio al hablarnos de la famosa visión:
que Benito había escalado la cumbre de la contemplación y de la
santidad; que en espíritu vivía en el m u n d o de Dios; que era un
místico consumado
Pierre Courcelle descubre en el «observatorio contemplativo
de Benito» —una torre, una ventana abierta a la noche profun-
da— un tema tradicional c o m ú n a los místicos paganos y cristia-
I . Cf. una larga nota, con bibliografía, en G.M. Colombás, L.M. Sansegun-
<l<> v O.M. Cuníll, San Benito: su vida y su Regla, 2 . ed. (Madrid 1968) 250-253.
a
nos, griegos y latinos, p a r a describir la contemplación in actu.
O t r o t e m a c o m ú n y tradicional es la angostura de la tierra p a r a el
alma que la mira desde las alturas de la contemplación. El comen-
tario de M a c r o b i o al Sueño de Escipión ofrece n u m e r o s o s parale-
los textuales con el relato de Gregorio, cuyo objetivo es «describir
aquí, bajo la forma más concreta, el carácter maravilloso de la
contemplación y presentar a Benito c o m o al p r o t o t i p o del santo
165
cho muy real, sucedido el día exacto en que murió Germán, obis- ;
2
po de C a p u a .
Patrick Catry se fija en la escalera que une ambas plantas de la
torre. La visión de Benito es el fruto maduro de su subida por la es-
cala de la humildad. P a r a alcanzar la planta superior es preciso
subir la escalera, dice san Gregorio. «En lo alto de la escala de la
3
humildad Benito es a r r e b a t a d o en la claridad de Dios» .
La muerte de un santo
Los últimos capítulos de la «vida» tienen por objeto insistir en
la santidad de su héroe. Culminan en la visión cósmica y se pro-
longan en la noticia de que escribió u n a Regla monástica, la profe-
cía de su muerte, la sobria descripción de la misma, la anécdota de
la mujer perturbada que se cura por el solo hecho de haber pasado
una noche en la cueva que, en su juventud, había habitado en Su-
biaco; un hecho que había sucedido recientemente.
Nosotros hubiéramos preferido que Gregorio nos ilustrara por
extenso sobre las virtudes del santo, su m o d o de vivir, su oración,
su carácter, su físico, todo. Pero Gregorio tiene prisa, pues le re-
clama el relato de las gestas de otros «hombres de Dios». La doc-
trina de Benito —dice simplemente— resplandeció entre tantas
maravillas que «tan luminoso lo hicieron en el m u n d o » . Y nos re-
mite a la Regla como fuente para conocer mejor su vida y costum-
bres, «ya que el santo varón de ningún m o d o p u d o vivir de otra
manera que como enseñaba» (D 2,36).
«El mismo año en que debía salir de esta vida anunció a algunos
discípulos de su comunidad y a algunos otros de los que vivían le-
jos el día de su santísima muerte». Incluso reveló a los ausentes
«la señal que verían cuando su alma saliera del cuerpo».
«Seis días antes de su muerte, m a n d ó abrir su sepulcro». En
seguida le dieron fiebres, que fueron extenuándole. Al sexto día
M U E R T E DE SAN BENITO
167
Martín de Tours. Más bien parece que se hizo en la intimidad de la
familia monástica. Gregorio se limita a escribir: «Fue enterrado
en el oratorio de San J u a n Bautista que él mismo había construido
sobre el destruido altar de Apolo» (D 2,37,4).
If.H
contar los milagros obrados por los «hombres de Dios» que ilus-
traron la península italiana en tiempos próximos a los suyos y, en
el libro segundo, la «vida y milagros» del más destacado de todos
ellos, Benito de Nursia. De ahí que resalte con t a n t o relieve su as-
pecto religioso, sobrenatural, místico, en detrimento del llana-
mente h u m a n o . Gracias a su fidelidad a la gracia, a su humildad
profunda, el joven Benito llegó a ser, ante todo y sobre t o d o , un
« h o m b r e de Dios», un h o m b r e poseído por el Espíritu de Dios, un
testigo de Dios entre los hombres. N o le faltó ninguno de los ras-
gos que distinguen al profeta: autoridad sobre los demonios, dis-
cernimiento de espíritus, poder de intercesión, conocimiento del
porvenir y de los secretos del corazón. Ora constantemente. Posee
el don de lágrimas. Es un contemplativo de grandes vuelos. «El li-
bro segundo de los Diálogos fue escrito enteramente para probar
que san Benito era, para Gregorio, el carismático por excelen-
2
cia» .
170
CAPÍTULO IV
171
mente «más santo que A n t o n i o , más elocuente que Cipriano, más
2
sabio que Agustín» . R á b a n o M a u r o se declara su «imitador y
3
discípulo» . Beda, Ambrosio Autperto, J u a n de Fécamp y tantos
otros lo utilizan continuamente en sus obras. E n el siglo xi sigue
siendo el autor más a d m i r a d o y seguido. El mismo san Anselmo lo
p r o p o n e como maestro. San Pedro Damián lo celebra, en prosa y
4
en verso, como el gran intérprete de los misterios de la Escritura .
P a s a n los años y los siglos, y Gregorio sigue gozando de gran pres-
tigio y de no menor influencia. Después de Aristóteles y san Agus-
tín, es el autor que santo T o m á s de Aquino cita con más frecuen-
cia en su Summa theologica. Influyó en Gerson, santa Teresa de
Jesús, san J u a n de la Cruz... Gregorio sigue estando presente en
los tratados de teología, de moral, de espiritualidad. Más bien ten-
dríamos que preguntarnos por los autores que no lo citan con fre-
cuencia o n o utilizan, consciente o inconscientemente, su doctrina
y su vocabulario; no los encontraríamos. Pues, «sin saberlo, vivi-
mos, en gran parte, de sus fórmulas y pensamientos, y por eso no
5
nos parecen ya nuevos» . Los escritores contemporáneos le han
otorgado a porfía una serie de doctorados honoris causa al procla-
marlo «doctor del deseo de Dios», «doctor de la contemplación»,
«doctor de la vida mística», «doctor de la compunción», «doctor
del amor de Dios»...
« P a d r e espiritual de la E d a d Media» en general, lo fue muy es-
pecialmente de los monjes. « P a d r e , en el sentido más propio del
vocablo, del monacato altomedieval», lo proclama u n especialis-
6
ta, Benedetto C a l a t i . «Los monjes medievales lo consideraron
como su maestro propio de vida interior», comprueba otro espe-
1
cialista notable, Gregorio Penco . Su influencia fue mucho más
profunda que la de Casiano sobre la espiritualidad contemplativa,
pese a no haber compuesto ningún tratado específicamente m o -
172
nástico. El monacato, como la E d a d Media en general, «por las
circunstancias especiales en que se debatía, comprendió mucho
8
mejor a san Gregorio que a san Agustín» . A Gregorio, más que
a Agustín, «se iba a pedir el secreto de los misterios de la Escritu-
9
ra, considerada como el alimento espiritual del alma» . A Grego-
rio debemos «el primer corpus de obras que expresan en la forma
l0
más adecuada la espiritualidad del monacato» .
C u a n d o emergió la que podríamos llamar «conciencia bene-
dictina», los monjes vieron en san Gregorio al más aprovechado y
al más santo de los discípulos del patriarca de Montecasino; lo que
constituyó u n a razón más para n o a b a n d o n a r la lectura de sus
obras y la utilización de su doctrina. Que fue monje benedictino,
F. H . Dudden, en su largo y excelente estudio, lo d a b a por des-
contado, hasta el punto de servirse de la Regla de san Benito para
describir el género de vida monástica que practicó el mismo Gre-
11
gorio en su monasterio de San Andrés ad Clivum Scauri . Y
O . M . , Porcel, en 1950, lo presentaba todavía c o m o «el más bello
modelo de vida monástica que jamás haya producido la Regla be-
12
nedictina» .
H o y , con razón, se evita el adjetivo «benedictino» por impro-
pio tratándose del siglo vi. Lo importante sería demostrar que la
Regla de san Benito estaba vigente, ella sola, en el monasterio de
San Andrés del Celio, lo que es imposible. P a r a Porcel existe u n a
concordancia perfecta entre la doctrina monástica de san Grego-
rio M a g n o y la propuesta por la Regla benedictina. En el extremo
opuesto, Kassius Hallinger niega formalmente el carácter benedic-
13
tino del m o n a c a t o gregoriano . David Knowles, cuyo autorizado
juicio conviene tener en cuenta, n o ha d u d a d o en escribir en las
17.3
páginas de una importante historia general de la Iglesia: «En el
p a s a d o , Gregorio ha sido presentado con frecuencia como el ver-
dadero doctor benedictino que enseñó la doctrina implícita en la
Regla. P e r o tal concepción ya no es sostenible. Gregorio se dife-
rencia de la tradición benedictina. Su éxito consiste en presentar
las enseñanzas de los Padres griegos, en particular la de Clemente
de Alejandría y Gregorio de Nisa, completada por la de san Agus-
tín, en u n a forma asequible a aquellos monjes. Sin embargo, Gre-
gorio, considerado como benedictino por la posteridad, fue de he-
cho el maestro por excelencia de los benedictinos, siendo así el
principal agente de difusión de esa ambigua concepción de la vida
contemplativa que iba a originar confusión en los tratados de espi-
14
ritualidad durante siglos» .
David Knowles, como se ve, se muestra muy crítico, muy radi-
cal. Gregorio M a g n o , según él, influyó sustancialmente en la tra-
dición espiritual benedictina desde fuera de esta tradición, a la que
no pertenece. Habría que matizar esta afirmación. Es cierto que
resulta poco verosímil —por no decir inverosímil— que la Regla
de san Benito se observara de un m o d o exclusivo en el monasterio
15
de San Andrés del Celio cuando lo fundó Gregorio , pero es cla-
ro que Gregorio no sólo estimaba enormemente la figura de Beni-
to, como lo prueban hasta la saciedad los Diálogos, sino que co-
nocía y apreciaba en m u c h o la Regla que Benito escribió con tanta
claridad y sabiduría. Gregorio era demasiado veraz y sincero para
elogiar la Regla sin conocerla a fondo. T r a t ó , además, a los aba-
175
San Gregorio: el hombre y el monje
Nació hacia el a ñ o 540, muy probablemente en R o m a ; en t o d o
caso, fue un r o m a n o de pura cepa. P o r su padre, el senador Gor-
diano, pertenecía a una familia noble —«de primis senatoribus»,
afirma Gregorio de Tours \ y el propio Gregorio Magno reco-
2
noce —, pero nada nos permite suponer que estuviera relacionada
con los Anicii. U n a familia, además, que figuraba entre las más
cristianas y clericales de la Urbe. Gregorio contaba entre sus ascen-
dientes directos al papa Félix III (483-492) —«atavus meus», «mi
tatarabuelo», lo llama Gregorio—, hijo de otro Félix, presbítero de
la Iglesia romana. Pero, para conocer el ambiente familiar en que el
niño se crió, nada vale lo que la historia de sus tías que contó, sien-
do papa, al pueblo fiel en la basílica de San Clemente, un domingo
del año 590/591.
«Tuvo mi padre tres hermanas, que fueron todas tres vírgenes
consagradas a Dios; la primera de las cuales se llamaba Társila,
Gordiana la segunda, y la otra Emiliana». Las tres, «consagradas
a un mismo tiempo, sometidas a estrecha regla, hacían vida co-
m ú n en la propia casa». Társila y Emiliana crecían día a día en el
amor de Dios, de m o d o que, «viviendo aquí sólo en el cuerpo, vi-
vían con el alma continuamente en el cielo»; Gordiana, en cam-
bio, empezó a cultivar la amistad de jóvenes m u n d a n a s y, «olvi-
d a n d o el temor de Dios» y «su consagración», terminó por casar-
se con el administrador de sus fincas. El p a p a n o tenía ningún em-
pacho en contar intimidades de su propia familia con tal de edifi-
car a su auditorio, pues creía que «a veces mueven más los corazo-
nes de los oyentes los ejemplos de los fieles que las palabras de los
3
que enseñan» . A Társila, la más aventajada en virtud —sigue
contando en la misma homilía—, «se apareció, según ella misma
refirió, en una visión mi tatarabuelo Félix, obispo de esta Iglesia
r o m a n a , y le mostró u n a mansión de perpetua claridad, diciendo:
'Ven, que te espero en esta mansión de l u z ' » . Társila murió, en
efecto, al poco tiempo, y cuando fueron a lavar su cuerpo, «halló-
a
1. Historia Francorum 10,1: M G H , SS. rer. Merov, 1, 1 . parte, 406.
2. In Ev. 2,18,15.
3. Ibid.
176
se que, por su costumbre de orar largamente, en los codos y en las
rodillas había crecido la piel a m o d o de los camellos». La siguió a
los pocos días su hermana Emiliana, no sin que antes se le apare-
ciera Társila p a r a decirle: «Ven, para que, ya que he celebrado sin
4
ti el Nacimiento del Señor, celebre contigo su santa Epifanía» .
N o cabe duda que la fe de aquellos romanos y r o m a n a s , tan ro-
busta, tan ilimitada, les hacía vivir en un m u n d o sobrenatural en
el que lo maravilloso resultaba natural y cotidiano.
Gregorio creció. Empezó a estudiar. R o m a g u a r d a b a aún ca-
lientes las cenizas de la ruina y devastación causada por los bárba-
ros germanos y la obstinación del emperador de Bizancio. P e r o
quedaban en alguna parte las obras de los clásicos y de los Padres
de la Iglesia, que recordaban la grandeza cultural del Imperio
frente a la rudeza del invasor. Gregorio p u d o beneficiarse del efí-
mero renacimiento de los estudios promovido por Teodorico y
Casiodoro, y recibió la educación más cuidada que podía darse en
aquel tiempo. Gregorio, pese a t o d o lo que se ha escrito basándose
en una mala interpretación de una de sus cartas, nunca fue un ene-
5
migo de la cultura . La simplicidad que p r o p u g n a b a era la simpli-
cidad del corazón, opuesta a toda duplicidad, n o a las letras; la
simplicidad que él mismo poseía en alto grado.
P o r su cuna, su educación y sus dotes de inteligencia y cora-
zón, estaba destinado a ocupar un puesto sobresaliente en la socie-
dad r o m a n a . Y en efecto, fue escalando los puestos de la carrera
administrativa —el cursus honorum—, hasta alcanzar la más alta
magistratura de la R o m a bizantina: la prefectura. E n 573, es de-
cir, c u a n d o contaba poco más de treinta años, ya ostentaba el títu-
lo de gloriosissimus praefectus urbis.
C o n t o d o , no era feliz. En su corazón iba a u m e n t a n d o día a
día el deseo de Dios. Sentía el atractivo de la vida monástica. Pero
no acababa de decidirse. Se resistió durante mucho tiempo a la
6
«gracia de la conversión» . Llevaba u n a vida virtuosa, pensaba
4. Ibid.
5. Cf. H. de Lubac, Exégése, t. 2, 53-77: «La 'barbarie' de saint Grégoire».
6. L o dice él mismo: «diu longeque conversionis gratiam distuli». Ep miss. a
san Leandro de Sevilla, que sirve de prólogo a Mor. 1.
177
poder armonizar el servicio de Dios con sus obligaciones secula-
res. P a r a dar asilo a los monjes huidos de las regiones devastadas
por los lombardos, fundó seis monasterios en sus dominios de Si-
cilia. El séptimo lo fundó en la propia R o m a , en su palacio sola-
riego del Celio, j u n t o a la iglesia de los santos J u a n y Pablo, con
el título de San Andrés ad Clivum Scauri. Su primer abad, Valen-
cio, había gobernado u n a comunidad en la provincia Valeria y se
había refugiado en R o m a , como tantos otros, al producirse la in-
vasión lombarda. Parece probable que los primeros monjes de
San Andrés fueran los que llegaron con el abad Valencio. Otros
—monjes o aspirantes a serlo— se les agregarían. Entre ellos el
propio Gregorio, fundador y propietario del monasterio.
178
pecadora del hombre. Y por último traspasar en lo posible el muro
que nos separa de los gozos eternos —«cornari superna gaudia in-
8
corporaliter videre»— ; verlos, atisbarlos, deleitarse en ellos. N o
quedó defraudado. En el monasterio p u d o «tener casi de continuo
9
fija la mente en la oración» y a sus pies «todo lo que es caduco»;
y, pese a seguir «cautivo del cuerpo», evadirse de «la cárcel de la
10
carne por la contemplación» .
Durante pocos años le fue d a d o gozar de la «contemplación»
en el sosiego (quies) de San Andrés ad Clivum Scauri pues la
curia pontificia no podía permitirse el lujo de desaprovechar sus
talentos. Gregorio, ordenado diácono, fue enviado por Pelagio II
a la corte de Constantinopla en calidad de apocrisario —nuncio
apostólico, diríamos hoy—; u n cargo delicado e importante que
sólo personas muy bien preparadas, hábiles y entregadas podrían
desempeñar satisfactoriamente. Gregorio residió en Constantino-
pla desde 579 hasta 586. M a r c h ó solo, pero más adelante logró
que se le reunieran, «pidiendo la caridad» (D 3,36), algunos mon-
jes de su monasterio de San Andrés, entre ellos Maximiano, que
luego fue sucesivamente abad del mismo cenobio y obispo de Sira-
cusa.
N o se encontró en tierra extraña durante su misión. En Bizan-
cio la alta cultura era enteramente latina. En latín había publicado
su Código el emperador Justiniano; el latín era la lengua oficial
del derecho público y de la administración del Estado; en latín ha-
12
blaba la aristocracia, con la que Gregorio tuvo que codearse . En
Bizancio se relacionaría también con el monacato oriental, tan ad-
mirado y venerado por los monjes latinos, y se familiarizaría con
la teología espiritual de los Padres griegos y su interpretación ale-
górica de la Escritura. En Bizancio, finalmente, conoció y trabó
amistad con Leandro de Sevilla, a quien dedicaría, siendo ya pa-
pa, la primera de sus lucubraciones espirituales: u n comentario al
8. Ep. 1,5.
9. InEz. 1,11,6.
10. D 1, pról.
11. Ep. 1,5.
12. Esto explica, seguramente, que Gregorio, pese a haber residido en Cons-
tantinopla unos siete años, no supiera griego.
179
libro de J o b , fruto de sus conferencias a los monjes, en las que
Leandro había participado. N o cabe duda que los años pasados en
Constantinopla fueron muy fecundos para el apocrisario Grego-
rio.
Cumplida su misión, regresó a Roma. El 28 de diciembre del
587, como diácono de la Iglesia romana, hace donación a Maxi-
m i a n o , abad de San Andrés, de lo que había recibido por herencia
de un tal Desiderio, varón ilustre. Más tarde, según opina Porcel,
13
p u d o reintegrarse a su monasterio que dirigiría como abad .
Un papa doliente
El 3 de septiembre del año 590, tras una fuerte y tenaz resis-
tencia, recibe la ordenación episcopal. Sus amigos le felicitan ca-
lurosamente. Él responde lamentándose. A Teoctista, h e r m a n a
del emperador, se queja de haber perdido la paz del monasterio,
donde Dios y las cosas divinas eran su única ocupación; se hallaba
en la cima de un monte, desde la que despreciaba «todo cuanto
parece elevado y glorioso»; al ocupar la sede apostólica, da la sen-
sación de que h a subido, cuando en realidad ha bajado Y a su
amigo Narsés: «Créeme, me oprime tan gran pesadumbre que
apenas puedo hablar. Triste es cuanto se ve, a m a r g o a mi corazón
2
todo lo deleitable» . Desde el principio de su pontificado hasta su
muerte Gregorio será un p a p a doliente y nostálgico. Se lamentará
hasta el fin de haber sido arrancado de su monasterio. ¡Qué felici-
dad la suya en aquellos años benditos en que p u d o gozar plena-
mente del sosiego de la contemplación! A h o r a las obligaciones de
su cargo pastoral, muchas de carácter profano, le absorben por
3
completo .
El nuevo p a p a es un segundo J o b , a quien se compara al empe-
zar su comentario: «Acaso fue disposición de la divina providen-
1. Ep. 1,5.
2. Ep. 1,6.
3. Cf. D \ ,praef.
180
4
cia que yo, herido, comentara a J o b , herido» . T o d o s conocemos
las heridas de J o b . Las de Gregorio eran innumerables: la nostal-
gia del monasterio, sus continuas enfermedades, sus desvelos por
la ciudad de R o m a amenazada por los bárbaros, los sufrimientos
del pueblo, las guerras, las catástrofes naturales... Sentía, sobre
t o d o , el insoportable peso de su responsabilidad: « N a d a temo por
5
mí, pero temo mucho por los que me h a n sido confiados» . «En
todas partes n o vemos más que duelo, de todas partes n o nos lle-
gan más que lamentaciones: pueblos destruidos, fortalezas arrasa-
6
das, campos despoblados, la tierra convertida en u n desierto» . . .
La última página del comentario a Ezequiel tiene acentos de hon-
do dramatismo: «Nadie me reproche si, después de esto que he di-
cho, ceso de hablar, pues, como todos lo estáis viendo, han
aumentado nuestras tribulaciones. P o r todas partes nos asedian y
cercan las armas; por doquier tenemos inminente el peligro de la
muerte; unos vienen a nosotros con las manos cortadas, de otros
nos refieren que han sido hechos cautivos; de otros, que han sido
muertos. Me veo ya forzado a cesar en la exposición, porque 'es-
toy hastiado de la vida' ( J o b 10,1). Nadie, pues, me exija que
atienda a la sagrada predicación, porque 'mi cítara se ha converti-
do en llanto, y en voces lúgubres, mis instrumentos músicos' (Job
30,31). El ojo del corazón ya n o está atento a descubrir los miste-
rios, p o r q u e 'mi alma se ha adormecido de tristeza' (Sal 118,28).
Ya la lectura es menos dulce al alma, p o r q u e . . . ' m e he olvidado de
comer mi pan, de puro gritar y gemir' (Sal 101,5)» ¡Cómo va a
sentir gusto en exponer los sentidos recónditos de la Escritura
quien teme por su vida! Cierto que Gregorio acaba por reaccionar
como h o m b r e de fe y profunda religiosidad: « ¿ Q u é resta, pues, si-
no que, en medio de los castigos que sufrimos por nuestras iniqui-
dades, demos gracias con lágrimas, porque el mismo que nos creó
se ha hecho además nuestro P a d r e . . . , y a veces nutre a sus hijos
con pan, a veces los corrige con el azote? Con dolores y con rega-
181
1
los nos instruye para que recibamos la herencia perpetua» . Los
feroces lombardos estaban a las puertas de R o m a .
Vigilar es, en la mente de Gregorio, una de las grandes obliga-
ciones del obispo. Su n o m b r e , que en griego significa «vigilante»,
le cuadraba perfectamente. « C u a n d o estaba en el monasterio»
—escribe—, «la lengua podía contener las palabras ociosas y tener
casi de continuo fija la mente en la oración; mas luego que eché
sobre los hombros del corazón la pesada carga pastoral, ya no
puede el espíritu recogerse en su interior, porque está dividido en
muchas cosas». Tiene que juzgar las causas de las iglesias y mo-
nasterios, tiene que «defender y solucionar ciertos negocios de los
ciudadanos», tiene que «gemir bajo las armas de los bárbaros» y
«temer a los lobos que acechan al rebaño» puesto bajo su cus-
8
todia . Gregorio n o se consideraba un buen obispo, y también es-
to le hacía sufrir, tal vez más que cualquier otra cosa. Se pregunta-
ba, seguramente con frecuencia: «¿Qué o cuál centinela soy yo,
que no sólo n o estoy en lo alto del monte en cuanto a las obras, si-
9
no que todavía yazgo en el valle de la debilidad?» . Sentía muy
vivo el celo de las almas en su corazón desgarrado. A h o r a bien, se-
gún él mismo escribió al dictado de la experiencia: «no hay para
Dios omnipotente otro sacrificio semejante al celo de las almas,
l0
pues por eso el Salmista dice: 'el celo de tu casa me d e v o r ó ' » .
T o d o el pontificado de san Gregorio M a g n o fue un continuo y
múltiple sufrimiento: el sufrimiento del místico entre las convul-
siones del m u n d o , los deberes del gobierno, la nostalgia del claus-
tro, las miserias del h o m b r e y de la historia h u m a n a , las flaquezas
y las oscuridades que experimenta en sí mismo. A ello hay que
añadir sus frecuentes enfermedades, de las que Gregorio ha habla-
d o con la mayor simplicidad en sus cartas y homilías. N o cabe du-
da que el sentimiento de su propia flaqueza h a m a r c a d o su doctri-
na con un matiz de exquisita humanidad e indeficiente discreción.
7. In Ez. 2,10,24.
8. In Ez- 1,11,6.
9. Ibid.
10. In Ez. 1,12,30, citando Sal 68,10.
Un papa dinámico
Gregorio, el p a p a de figura pálida y doliente, a t o r m e n t a d o p o r
la gastritis y la podagra, nostálgico del monasterio y la contempla-
ción sosegada, se reveló en seguida como un extraordinario hom-
bre de acción: enérgico, emprendedor, incansable. Atendía a todo
lo que en conciencia pensaba ser de su incumbencia. N a d a le pasa-
ba por alto. Basta echar u n a ojeada a su nutrido epistolario para
darnos cuenta de la enorme actividad que desplegaba: circulares
dirigidas a los obispos de Italia, de Numidia, del Ilírico, de las
provincias eclesiásticas de Corinto, Iberia y el Cáucaso; cartas a
los patriarcas orientales, a H o n o r a t o y luego a Sabiniano, sus
apocrisarios en la corte de Bizancio; a los obispos de Hispania y
las Galias... Gregorio regula elecciones, amonesta, aconseja, or-
dena, exige. Defiende con singular energía las prerrogativas de la
sede r o m a n a , especialmente contra las pretensiones del patriarca
de Constantinopla, J u a n el A y u n a d o r , que con arrogancia inaudi-
ta se titula «patriarca ecuménico». «Si no observáis los cánones»
—le escribe—, « n o os reconozco» '. Siente la responsabilidad de
mantener la fe y la disciplina. Su pontificado corona felizmente el
esfuerzo de sus predecesores por hacer reconocer el primado r o -
m a n o en todos los planos: dogmático, disciplinar y jurisdiccional.
Impone su autoridad, que considera fundada en la voluntad de
2
Cristo . Gobierna la nave de P e d r o «con la energía y el espíritu
autoritario de un magistrado de la vieja R o m a » . El ex-prefecto de
la Urbe se había convertido en «cónsul de Dios», según expresión
de su epitafio métrico. De ahí la dureza de su carácter, propia de
los grandes r o m a n o s ; dureza que se manifiesta sobre todo en la in-
tolerancia de la injusticia, el desorden y la indisciplina, pero que
carece de rigidez. El vocablo rectitudo, que t a n a m e n u d o aparece
en sus escritos, está templado por otros dos términos usados tam-
bién con frecuencia: discretio y blandimentum; la discretio hace
que la ley pierda su inñexibilidad al ser aplicada a casos particula-
1. Ep. 3,52.
2. «More than other man, Gregory is the founder of the mediaeval papacy».
a
F.B, Artz, The Mind of the Middle Ages, 3 . ed., 67.
183
res, y la suavidad (blandimentum) induce a a m a r la ley y al magis-
t r a d o que la aplica.
P a r a Gregorio, como p a r a todos los grandes obispos del pasa-
3
do, el patrimonio de la Iglesia pertenecía a los pobres . P o r eso se
volcó en favor de la m u c h e n d u m b r e de necesitados: las viudas, los
huérfanos, los colonos explotados, los mendigos, los pobres ver-
gonzantes, los monasterios empobrecidos por las exacciones de
los lombardos. Día a día iba creciendo el n ú m e r o de refugiados
que pedían protección. P a r a poder atender mejor a tantas necesi-
dades, el p a p a se ocupó diligentemente de la reorganización de las
tierras de la Iglesia r o m a n a , de hacerlas producir al máximo.Y
procuró que los rectores del patrimonio de san Pedro vigilaran al
mismo tiempo la conducta de los obispos...
Se consideró toda su vida como subdito fiel del «piadosísimo»
emperador de Constantinopla. Sin embargo, se vio obligado a
asumir la ardua y penosa tarea de suplir el poder imperial, incapaz
de dominar la situación creada por la invasión lombarda. El p a p a
tuvo que organizar la defensa de R o m a y luego, viendo que t o d o
iba a ser inútil, dialogar directamente con los invasores. Al precio
de un fuerte tributo, que tuvo que pagar el tesoro de la Iglesia,
R o m a , por el m o m e n t o , logró salvarse. Los funcionarios imperia-
les civiles no eran más eficientes que los militares. U n a y otra vez
Gregorio se vio obligado a recordarles su deber. R o m a , jurídica-
mente, seguía perteneciendo al Imperio, pero, ante el vacío insti-
tucional existente, el p a p a tenía que ejercer responsabilidades ad-
ministrativas y gubernamentales; y procuró asegurar el aprovisio-
namiento de trigo de Sicilia, garantizar los servicios públicos in-
dispensables, ayudar a los indigentes, rescatar a los cautivos de los
lombardos... Con Gregorio M a g n o , sin que éste lo pretenda, en-
tramos en la historia medieval de R o m a al iniciarse la evolución
política que conducirá finalmente a la constitución del Estado
pontificio.
Gregorio fue un p a p a extraordinariamente activo y eficaz. Al
morir, dejaba una huella profunda en los campos más diversos: la
teología moral, la espiritualidad, la liturgia, las misiones, la ha-
3. Ep. 13.23.
184
giografía, el m o n a c a t o , el derecho canónico, las relaciones entre el
Oriente y Occidente, la formación de los clérigos, la administra-
ción espiritual y temporal de la Iglesia. «Su propia persona»
—escribe un crítico exigente—, «su autoridad papal y su santidad
personal le dan una altura inconmensurable. Se puede decir que
llegó al pontificado en tiempos realmente apocalípticos y supo sa-
car partido incluso de tantos males. Reformó el clero y el monaca-
to, proveyó obispados, atendió con solicitud y caridad a las pro-
vincias desamparadas (África) y a las que solicitaban su ayuda
(España), envió monjes a Inglaterra, restauró iglesias e institucio-
nes, levantó el espíritu de la cristiandad, comprendió la importan-
cia de la evangelización de los bárbaros, resistió a las intromisio-
nes y sutilezas bizantinas». N o cabe duda que «su o b r a reforma-
dora y pastoral es una de las más bellas que ha ofrecido el pontifi-
4
cado r o m a n o » .
Un papa predicador
Predicar es la primera y principal tarea de los rectores, es de-
cir, los pastores de almas; no es, pues, extraño que Gregorio les
designe a m e n u d o con el n o m b r e de praedicatores. A h o r a bien,
hay dos clases de sermones: los predicados a voz en cuello, como
se predicaba hasta tiempos relativamente recientes, y los escritos.
Recordarlo aquí es importante para entender la verdadera natura-
leza de los escritos gregorianos. San Gregorio M a g n o no fue un
autor que escribiera por el placer de escribir, ni para discutir pro-
blemas de filosofía o teología, ni para historiar determinados
acontecimientos o trazar la semblanza de tal o cual personaje...
N o es u n literato, ni u n teólogo sistemático, ni un filósofo, ni un
historiador. E n las muchas páginas que «dictó» se presenta siem-
pre como u n rector que, a diferencia de los que califica de tacen-
tes, «los callados» —sea por desidia, sea por estar apartados del
ministerio—, estaba siempre en activo, es decir, predicaba. Inclu-
so c u a n d o , debido a sus enfermedades, n o tenía fuerzas para pro-
nunciar la homilía, se t o m a b a el trabajo de redactarla y la hacía
185
leer por u n secretario c u a n d o , los domingos y fiestas, celebraba la
eucaristía con el pueblo en alguna de las basílicas romanas. El
abultado corpus gregoriano es, pues, ante t o d o , una colección de
sermones originariamente predicados, sea a un auditorio numero-
so y popular, sea a un grupo más o menos reducido y selecto. Y las
obras que propiamente n o pueden clasificarse como colecciones
de sermones, tienen, sin excepción, el mismo objeto que todo ser-
m ó n digno de este n o m b r e : enseñar, exhortar, amonestar, ani-
mar, consolar, edificar a los lectores o a los que escucharían su
lectura hecha en voz alta, como sucedía normalmente en el pasa-
d o , cuando el saber leer era patrimonio de pocos. En todas sus
obras no buscó san Gregorio más que desempeñar lo mejor posi-
ble la gran tarea que le había sido confiada. C o m o auténtico pas-
tor de almas, procuró proporcionar a la masa de los creyentes en
Cristo los medios de buscar a Dios y cumplir su voluntad.
La primera obra que redactó siendo p a p a —y tal vez la prime-
ra que publicó—, la Regula pastoralis, no es un sermonario, sino,
en gran parte, una exhortación a predicar y una guía para compo-
ner sermones. La publicó poco después de su ordenación episco-
pal, hacia el año 591. Durante siete meses se había resistido a la
elección popular, que procuró hacer vetar por el emperador; fra-
casó u n intento de fugarse... Si hay u n a cosa que no pueda decirse
de san Gregorio es que aspirara al sumo pontificado. Finalmente,
comprendió cuál era la voluntad de Dios, se dejó ordenar, y se
preparó para el ministerio estudiando en la Escritura y en la tradi-
ción eclesiástica la naturaleza, las obligaciones, el m o d o de desem-
peñar «el arte de las artes», es decir, «el régimen de las almas»
Tal es el origen de la Regla pastoral. Gregorio la compuso ante to-
do p a r a sí mismo, para darse u n a n o r m a de conducta. Y, según
1. Reg. past. 1,1,3. La famosa frase «ars est artium régimen animarum» se
halla literalmente en Gregorio de Nacianzo, Or. 2,16. Rodearon la composición de
la Reg. past. circunstancias parejas a las que produjeron el De sacerdotio, de Juan
Crisóstomo, y el Apologeticus de fuga, de Gregorio de Nacianzo. La carta a Juan,
obispo de Rávena, que sirve de prólogo a la Reg. past., empieza así: «Con benigno
y humilde afecto desapruebas, hermano carísimo, el que yo hubiera querido
rehuir, ocultándome, las cargas del gobierno pastoral, sobre la gravedad de las
cuales expongo por escrito en este libro todo lo que pienso, para que no parezcan
ligeras a algunos».
186
confiesa humildemente, habiendo «muchos parecidos a mí en la
2
impericia», que «quieren enseñar lo que no han aprendido» , n o
duda en compartir con ellos el fruto de su estudio y reflexión brin-
dándoles ese código de santidad sacerdotal y a la vez tratado prác-
tico de acción pastoral para obispos y presbíteros. «Cuiden» —les
dice entre otras muchas cosas—, «cuiden de castigar lo propio con
llantos y después clamen contra lo que en los otros se debe casti-
gar; y antes de que resuenen las palabras de la exhortación, griten
3
con sus obras lo que han de hablar» . Esto es, p a r a Gregorio,
absolutamente elemental: el buen ejemplo debe ir por delante de
lo que se predica. También arremete Gregorio contra los que,
«dotados de grandes talentos, ardiendo en deseos de la sola con-
templación, rehuyen predicar para provecho de los prójimos,
a m a n el retiro sosegado, desean ardientemente el silencio de la
meditación», y «son reos de tantos cuantos pudieron aprovechar
saliendo al público». Sigue a continuación una magnífica referen-
cia cristológica: «¿Con qué razón, pues, antepone su soledad al
provecho de los otros el que viere claro que puede hacer bien a los
prójimos, habiendo el Unigénito del Padre eterno salido del P a d r e
4
al público p a r a aprovechar a muchos?» . Reflexiones como ésta
inducirían a Gregorio a trocar finalmente la paz del monasterio de
San Andrés por el palacio de Letrán y la cura pastoral.
Gracias a su Regla, Gregorio se convirtió, juntamente con
Agustín y R á b a n o M a u r o , en el maestro del arte de predicar de los
medievales; gracias al resto de sus obras, en la fuente principal de
la predicación.
Tal vez constituyó su mejor contribución a la predicación me-
dieval la selección de cuarenta Homilías sobre los Evangelios,
compuestas por él y predicadas por él o por uno de sus secretarios,
inter missarum solemnia, d u r a n t e los tres primeros años de su
pontificado, y publicadas en 593. Son estas homilías realmente en-
cantadoras por su sencillez, su carácter al mismo tiempo noble y
popular, la habilidad con que unen las consideraciones dogmáti-
187
cas con las normas morales, y los numerosos ejemplos que man-
tienen despierta la atención del auditorio y hacen presentir al na-
5
rrador de los Diálogos .
Las veintidós Homilías sobre Ezequiel nos revelan otra faceta
de la predicación de Gregorio: la dedicada a comentar ordenada-
mente, versículo tras versículo, un libro de la Escritura. Según el
prefacio al libro primero, estas homilías fueron pronunciadas co-
ram populo y transcritas tomándolas al oído. «Mas» —prosigue
Gregorio—, «después de ocho años, a ruego de los hermanos,
procuré requerir las copias de los notarios y, repasándolas, con el
favor de Dios, las enmendé». ¿Quiénes fueron esos «hermanos»:
los monjes de San Andrés o los que convivían con el p a p a en el pa-
lacio de Letrán? De todos modos se explica que, estando entre sus
oyentes u n grupo de monjes, las homilías se distingan de las dirigi-
das al pueblo en general por su doctrina notablemente más elevada.
F.sto por lo que se refiere al libro primero. El libro segundo, está
dedicado exclusivamente a comentar el capítulo 40 de Ezequiel a
petición de los hermanos; la razón de ello nos la da el comentaris-
ta: «los muchos cuidados que me agobian n o permiten exponer
ante vuestras caridades y por orden todo el libro del profeta Eze-
quiel», pues «ya he sabido que Aguilulfo, rey de los lombardos,
ha rebasado el P o , apresurándose con t o d o empeño a ponernos
6
cerco» . Esta obra, como observa L. Weber, se eleva a considera-
ciones místicas que pueden figurar entre las más bellas y profundas
7
que produjo la reflexión de Gregorio sobre un texto sagrado .
T a n t o por las materias que trata, a menudo de alta espirituali-
dad, c o m o por los destinatarios de tales especulaciones, está muy
relacionada con las Homilías sobre Ezequiel la obra justamente
considerada como la cumbre de la producción literaria del primer
188
papa monje: la Expositio in librum Job, citada generalmente por
8
el título Moralia in Job . Comentario muy voluminoso y cronoló-
gicamente, en su primera redacción, el primer escrito salido de sus
manos. Gregorio predica a monjes; concretamente, a los que le
hacían compañía en los largos años de su misión en Constantino-
pla. Estos hermanos, animados por Leandro de Sevilla, le forza-
ron «con sus peticiones incesantes» a comentarles el libro de J o b .
«Para satisfacer sus deseos» —recuerda el p a p a a Leandro—
«compuse esta o b r a de 35 libros en seis volúmenes... A veces pue-
de parecer que pospongo el sentido literal para aplicarme u n poco
más largamente al amplio c a m p o del sentido moral y místico. Pe-
ro quien habla de Dios es necesario que cuide dejar caer todo
cuanto hace mejores a los oyentes y, cuando la ocasión lo exija, se
aparte útilmente del tema comenzado. El comentarista sagrado
debe ser c o m o un río. C u a n d o en su recorrido llega a valles hon-
dos, se precipita en ellos con ímpetu y, cuando los h a llenado sufi-
9
cientemente, vuelve de nuevo a su cauce» . Gregorio cumple con
creces este consejo. C o m o ejemplo de la minuciosidad y prolijidad
de la obra, baste recordar que su primera parte, compuesta de 56
capítulos, abarca tan sólo el comentario de los cinco primeros ver-
sículos del capítulo primero de J o b . E n realidad, n o se trata de un
comentario bíblico propiamente dicho, sino de u n a íectio divina,
en la que encontramos una magnífica colección de ideas morales,
10
ascéticas y místicas , más o menos desarrolladas, suscitadas por
el texto sagrado. Gregorio ve en J o b el tipo del Redentor en su pa-
sión y de la Iglesia en sus persecuciones; tal es la alegoría funda-
mental. L a mujer de J o b simboliza la vida carnal; los amigos de
J o b , los herejes... Gregorio, además, ha visto en J o b a la humani-
dad entera, lacerada, sufriente, siempre buscando a Dios a través
de pruebas duras e interminables, así como también la imagen de
su propio destino y del destino de los hombres de su tiempo, tan
probados por t o d a suerte de tribulaciones.
189
Gregorio, siendo papa, retocó, pulió y completó lo que origi-
nariamente había sido, como queda dicho, una exposición oral.
Los últimos retoques son posteriores al año 596, pues se alude en
11
la obra a la misión r o m a n a en Inglaterra . Tal vez sea esta la cau-
sa de que no presente un carácter tan «monástico» como sería de
presumir conociendo sus orígenes. Se ve, por ejemplo, que utiliza
a Casiano, pero evita cuidadosamente el vocabulario técnico que
Casiano heredó de la tradición anacorética de Egipto, especial-
mente de su maestro Evagrio Póntico. ¿Acaso porque sus oyentes,
monjes laicos y sin letras, no lo hubieran comprendido? Más bien
parece que se deja guiar por un propósito que se manifiesta en
otras ocasiones: «para elevarse a perspectivas más ampliamente
h u m a n a s , se guarda de considerar las realidades espirituales desde
el p u n t o de vista monástico. Sin embargo, la influencia de los Mo-
rales fue extraordinariamente profunda en los monasterios. La
alegoría, la argumentación basada en la Escritura, los comenta-
rios e interpretaciones muy variados de los mismos versículos, las
digresiones, la prolijidad, t o d o eso, que hoy estaríamos prontos a
condenar, determinó el éxito de la obra y suscitó la más viva admi-
2
ración» ' .
Otras conferencias del mismo tipo nos han llegado al a m p a r o
del nombre prestigioso de san Gregorio M a g n o . H o y día no se du-
da de la autenticidad gregoriana de la obra In librum primum Re-
gum expositiones ni de la Expositio in Canticum canticorum, que
corrieron la misma suerte. A lo que parece, durante su pontifica-
do, comentó Gregorio todo el Cantar de los cantares; uno de sus
oyentes, sin duda Claudio de Rávena, abad de Classe en los últi-
mos años de su vida, elaboró una redacción provisional de las no-
tas que había t o m a d o , redacción que Gregorio se negó a aprobar;
de este comentario, con t o d o , nos ha llegado el prefacio y la parte
dedicada a exponer los ocho primeros versículos del capítulo
B
primero . El comentario al libro primero de los Reyes es largo e
11. Cf. Mor. 27,21. R. Gillet, en la introducción a Morales sur Job: SC 32,10 y
116-117.
12. R. Gillet, Grégoire, 876-877. Para el singular aprecio en que la Edad Media
tuvo los Moralia in Job, véase los textos recogidos por H. de Lubac, Exégése, t. 2,
543-544.
13. Edición crítica preparada por P. Verbraken: CCL 144, 3-46; SC 314, con
\cisión francesa.
190
14
importante . Su autenticidad fue contestada por la crítica duran-
15
te mucho tiempo; hoy se admite generalmente , a u n q u e n o en su
totalidad, pues los retoques personales que Verbraken atribuye al
redactor, el mencionado Claudio de Rávena, n o son tan «raros»
16
como supone . Lo cierto es que san Gregorio n o autorizó la difu-
17
sión del comentario , que termina de un m o d o a b r u p t o , sin duda
porque Claudio no tuvo tiempo de darle una última m a n o . La
abundancia de textos, algunos muy largos, relativos a la vida m o -
nástica constituyen un hecho sorprendente, ya que ni siquiera en
los Moralia aparecen vocablos como monachus, abbas, monaste-
18
rium, etc. . D o m Robert Gillet, gran especialista de la obra de
Gregorio, duda de la «autenticidad puramente gregoriana» de es-
tos pasajes «monásticos», basándose, «entre otras razones», en
«la pesada insistencia en los pecados de la carne, tan poco confor-
me a la delicadeza de Gregorio», que se lee al principio del libro
19
sexto . En realidad, n o se necesita ser u n lince p a r a descubrir que
tales pasajes desentonan absolutamente del resto de la obra grego-
riana; acaso ni siquiera se deban a Claudio, sino a un abad muy
20
posterior . De t o d o esto resulta muy claro que el comentario a
los Reyes debe usarse con suma prudencia al estudiar la doctrina
1. Liber pontificalis 67',2; 70,1: ed. L. Duchesne, t. 1 (París 1886), 315 y 319.
192
En tiempo de san Gregorio existía en Italia un m o n a c a t o bas-
tante vivaz. E n la época inmediatamente anterior, según testimo-
nio de los Diálogos, h u b o numerosos abades y monjes santos, y
otros que distaban mucho de serlo, como los que quisieron enve-
nenar al joven abad Benito. Debido a las circunstancias adversas,
especialmente a la invasión de los bárbaros y crueles lombardos,
muchos monasterios sufrieron gravísimas calamidades, y n o po-
cas comunidades tuvieron que emigrar a lugares más tranquilos,
especialmente a la ciudad de R o m a , t o d o lo cual provocó u n a rela-
jación de la disciplina. El Registrum gregoriano pone de manifies-
to la situación deplorable de ciertos monasterios. N o se observaba
la legislación del concilio de Calcedonia. A veces la relajación lle-
gaba a extremos increíbles. E n el año 604, por ejemplo, escribía
Gregorio al obispo de Catania: «Nos hemos llenado de santa ira al
ver que ese monasterio [de San Guido, en el monte Etna] de tal
m o d o se ha depravado y hecho despreciable que los monjes convi-
2
ven impunemente con mujeres» .
El gran p a p a estaba decidido a poner orden en un sector de la
comunidad eclesiástica que t a n t o estimaba; al llevar a cabo esta
reforma se convirtió en el pontífice r o m a n o que más influyó en el
naciente derecho monástico. Sus disposiciones se suceden sin tre-
gua. Admite, por ejemplo, que los casados abracen la vida monás-
tica, con tal que el cónyuge esté de acuerdo y se comprometa a ob-
3
servar la castidad . También admite que los militares se hagan
monjes, contraviniendo en este caso una disposición del empera-
4
dor Mauricio . Quien gobierna el monasterio es el abad, no el
obispo de la diócesis, aunque éste conserve la jurisdicción sobre el
mismo. El obispo de la diócesis tiene derecho a ordenar al abad
elegido por su comunidad a la muerte del predecesor, pero no de
5
intervenir en su elección . Puede —y debe— deponer al abad
cuando compruebe que es reo de una falta grave, conforme a los
cáiiones, nunca arbitraria o injustamente. A veces —no a me-
2. Ep. 14,6.
3. Ep. 6,47.
4. Ep. 3,6.
5. La bendición del abad corresponde al obispo local, a menos que se posea el
privilegio de poder recibirla de otro obispo. Ep. 9,20.
193
nudo— Gregorio interviene personalmente: depone a ciertos aba-
6
des y designa a sus sucesosres . La correspondencia de Gregorio
Magno nos permite comprobar que la conducta de n o pocos prela-
dos dejaba mucho que desear. C o m o veremos más adelante, nos
hallamos en una época de la historia monástica que puede califi-
carse «la época de la regla del a b a d » . El obispo, por consiguiente,
debe velar sobre la observancia, pero no administrar los bienes
monacales, ni adueñarse de los monasterios, ni disponer libremen-
te de sus miembros, ni reducir sus prerrogativas. Sólo si se lo pe-
día el abad, debía intervenir en los asuntos espirituales.
Gregorio no creó la exención de los monasterios, pero los libró
de las ingerencias excesivas de obispos y laicos. Entre otras cosas,
no permitió que los obispos tuvieran cátedra en los monasterios;
1
en los que la había, m a n d ó quitarla . M a n d ó suprimir el baptiste-
8
rio, en los monasterios que lo tenían . Prohibió al obispo celebrar
públicamente la misa en ellos, lo que atraía a muchos seglares, so-
9 10
bre t o d o m u j e r e s . Prohibió las procesiones . Los sacerdotes se-
culares no debían celebrar en los monasterios, sino cuando se lo
pedían. Si los sacerdotes eran miembros de la comunidad, n o go-
zaban de privilegios; simplemente, ejercían su oficio
P a r a Gregorio, como para la tradición del monacato del de-
sierto, el monje se retira, busca los lugares solitarios, vive en el
n
«puerto del monasterio» . En el vocabulario monástico de Gre-
gorio hay un término que tiene un gran peso: guies, «tranquili-
dad». Nada debe perturbar el ambiente sosegado, recoleto del
monasterio. Es una necesidad de la vida monástica. El p a p a ve-
la para salvaguardar este clima de paz profunda en que el mon-
je debe vivir normalmente. Ni salidas frecuentes, ni adminis-
tración personal de bienes situados lejos, ni aglomeración de
194
13
huéspedes . «Gregorio M a g n o , monje y p a p a . j e p r e s e n t a mejor
que nadie el doble punto de vista del m o n a c a t o y de la Iglesia ofi-
cial... Nadie afirmó con mayor energía la dificultad, incluso la im-
posibilidad, para cualquiera de poder desempeñar al mismo tiem-
14
po las obligaciones del clérigo y los deberes del monje» . Para-
dójicamente, al facilitar la ordenación sacerdotal de los monjes,
pese a su propia experiencia, les abre el camino a las prelaturas,
incluyendo el papado; cuando el bien de la Iglesia en general o de
una diócesis en particular lo requería, no dudaba en sacar a uno u
otro monje de su soledad y contemplación para nombrarle obis-
po. El bien de la Iglesia, la conversión de los pueblos paganos y la
salvación de los fieles, amenazada por las herejías y la persistencia
tenaz de prácticas de la religión antigua, podían exigir a ciertos
monjes su colaboración como obispos o sacerdotes. Salvaguarda-
da la estabilidad y la observancia del monasterio, autorizaba Gre-
gorio la cura de almas a monjes sacerdotes, que sin embargo per-
dían en el acto cualquier derecho en su monasterio, en el que, ade-
15
más, no podrían residir .
INCOMPATIBILIDAD E N T R E MINISTERIO Y M O N A C A T O
195
N o pedía a los demás un sacrificio cuyas consecuencias él mis-
mo no hubiera experimentado: la renuncia a su ideal primero, es
decir, al ideal contemplativo realizado en la paz del claustro. Lla-
mado a la cura pastoral, en adelante ya no podrá a b a n d o n a r el
m u n d o . Bajo la impresión de esta tensión interior redactó varios
16
pasajes de su Regla pastoral . Algunas de estas páginas son par-
ticularmente severas con aquellos que «cuentan con excelentes do-
nes de virtudes y están enriquecidos con grandes dotes para ins-
truir a los demás», son castos, sobrios, piadosos y están «henchi-
dos de abundante doctrina», y sin embargo se niegan a ocupar el
cargo pastoral que se les confía; «por lo regular pierden para sí
esos mismos dones que recibieron, no sólo p a r a provecho de ellos,
sino también para provecho de los demás». Al anteponer su ga-
nancia a la de los otros, «ellos mismos se privan de los bienes que
quieren tener privadamente». El Señor dijo a P e d r o : «Simón, hijo
de J u a n , ¿me amas?» P e d r o contestó que sí lo amaba. Y Jesús re-
plicó: «Apacienta mis ovejas». Por consiguiente, «quienquiera
que, teniendo muchas virtudes, rehusa apacentar la grey de Dios,
l7
convencido queda de que no a m a al Pastor supremo» . ¿No son
esas páginas, llenas de sólida doctrina y piedad, reflejo de las refle-
xiones que se hizo muchas veces el propio Gregorio y de la tensión
interior que nunca, verosímilmente, le abandonó?
Más adelante, cuando su experiencia de la vida pastoral fue
más rica, comparó sus progresos espirituales con su vida en el mo-
nasterio, que podría resumirse en una frase del propio Gregorio:
«cuando el alma, en su ocio y descanso que apetece, quiere ver ya
18
al Señor» . Entonces p u d o comprobar una cosa: a las almas de
los santos «acontece con frecuencia que, viéndose compungidas
por gran merced de la gracia celestial, ya se creen perfectas y se
tienen por obedientes, pero es porque no hay quien mande cosas
duras; y presumen de pacientes, pero es porque nadie las toca con
contumelias y contrariedades, y con frecuencia sucede que, aun
sin quererlo, reciben el ministerio espiritual y son elevados al go-
bierno de los fieles; y al ser probados por aquí y por allá con gran-
des tribulaciones, turbado su espíritu, se hallan ser imperfectos los
197
ta entonces era demasiado sosegada y demasiado segura de sí mis-
ma, sólo empieza a m a d u r a r en las dificultades y aprietos de la vi-
20
da activa» . Es preciso tener en cuenta esta experiencia trascen-
dental de Gregorio sobre todo para entender la aparente contradi-
ción entre la doctrina monástica del gran papa y su decisión de
confiar a los monjes la misión de evangelizar a los pueblos paga-
nos de Inglaterra.
198
dactar la lista de todas y cada u n a de ellas a fin de hacerles llegar el
oportuno subsidio. Es el número que arroja la Notitia o libro de
cuentas de rebus sancti Petri; en su manutención gastaba el «patri-
monio de san P e d r o » , todos los años, la enorme cantidad de
ochenta libras de oro. Pero no había dinero mejor gastado, pues
Gregorio estaba persuadido de que, sin las lágrimas y las austeri-
dades de las monjas —«lacrimae et abstinentia stricta»—, la ciu-
dad ya hubiera caído en manos de los lombardos y ninguno de sus
4
moradores hubiera escapado a la espada de bárbaros tan c r u e l e s .
El Registrum epistolarum contiene varias docenas de documentos
referentes a «casos difíciles» en los que las monjas tienen alguna
parte. C o n frecuencia se trata de bienes materiales: herencias, do-
tes, fundaciones. El papa vela por los intereses de las religiosas,
socorre a las comunidades pobres. En cierta ocasión recibe de par-
te del emperador bizantino la importante cantidad de treinta li-
bras de o r o , que distribuye así: la mitad será destinada a rescatar a
los romanos prisioneros de los lombardos; la otra mitad, a procu-
rar vestidos calientes y mantas a las «esclavas de Dios», refugia-
das en la ciudad, que carecen de lo más necesario y padecen mu-
5
cho frío . Conocemos otros casos en los que resplandece la gene-
rosidad del p a p a para con las monjas refugiadas, procedentes de
todos los rincones de Italia, muchas de las cuales no han podido
alojarse en los monasterios r o m a n o s y viven solas y en u n a gran
estrechez en algún miserable cuchitril.
Claro que el p a p a no se preocupa tan sólo de las necesidades
materiales de las monjas de R o m a ; su m a n o dadivosa llega muy
lejos. Pero se preocupa también, y aún más, de sus necesidades es-
pirituales. Las abadesas con problemas de este tipo n o dudan en
acudir personalmente al papa, quien las atiende y les da cartas pa-
ra tal obispo o tal personaje para que respeten la vida retirada de
las «esclavas de Dios». Sin embargo, Gregorio procura que estas y
otras salidas del monasterio n o sean demasiado frecuentes, pues a
las religiosas no les conviene transgredir la regla ausentándose de
4. Carta a Teoctista, hermana del emperador, junio del 597, Ep. 7,23.
5. Ibid.
199
6
sus santas m o r a d a s . El papa Gregorio M a g n o n o impone la
«clausura papal», pero fomenta el retiro de las monjas tanto por
lo que se refiere a las salidas al m u n d o como a las entradas del
m u n d o —militares, negociantes, médicos— en el monasterio. Na-
die escapa a la vigilancia del obispo de Roma. Ni siquiera madre
Sirica, abadesa de un monasterio de Cagliari, cuando se quitó el
«vestido monástico» —«vestís monachina»— para adoptar la ves-
l ¡menta propia de una presbytera o esposa de un sacerdote; en
aquellos tiempos el clero todavía no estaba obligado a guardar el
1
celibato .
Gregorio cuenta historias de monjas con el evidente propósito
de dar a éstas alguna lección práctica. Ya hemos visto que en u n a
de sus homilías aludió a la de su propia tía Gordiana, la virgen in-
fiel. En los Diálogos disuade a las sanctimoniales feminae de prac-
ticar el ejercicio de la murmuración, refiriendo casos horripilan-
tes, como el de aquella religiosa, por una parte, adornada de mu-
chas virtudes, y por otra, aficionada a hablar mal del prójimo; a
raíz de su muerte, según la visión nocturna del sacristán aterrori-
zado, fue cortada por la mitad: la parte virtuosa pudo evitar los
tormentos, pero la otra mitad fue entregada inmediatamente al
fuego del infierno (D 4,33). Pero no todo son anécdotas tétricas,
ni m u c h o menos, las que cuenta Gregorio de las sanctimoniales fe-
minae. Contentémonos con recordar la figura cautivadora de
Escolástica cuando, en la cumbre de la vida del « h o m b r e de Dios»
Benito, venció tan fácilmente a su hermano hundiendo su cara en-
tre las manos puestas sobre la mesa y o r a n d o con abundantes lá-
grimas. «Plus potuit quae amplius amavit», « p u d o más la que
más a m ó » (D 2,33). Escolástica, «silueta atractiva que apenas sale
de la sombra y el silencio, ha tenido, con t o d o , una influencia pro-
funda, gracias a esta página de su biógrafo papal, una influencia
que logró restituir su puesto, real e importante, al lado si no por
encima de la disciplina y las observancias, a la afabilidad, a la sua-
8
vidad y a la caridad» .
200
La misión inglesa
Tres facetas principales pueden distinguirse en la influencia in-
comparable ejercida por Gregorio M a g n o en la tradición benedic-
tina: su «vida» de san Benito, su doctrina espiritual y la llamada
«misión inglesa». Las dos primeras pertenecen a la literatura; la
tercera, a la historia. Fue u n a decisión, un hecho. U n a decisión
inesperada, sorprendente; un hecho sobre el que poseemos una in-
formación m u y incompleta, pero que tuvo, incuestionablemente,
u n a gran repercusión en el desarrollo del m o n a c a t o benedictino
desde sus mismos comienzos.
La invasión anglosajona transtornó profundamente a la Gran
Bretaña. En la parte oriental del país el cristianismo desaparece
casi del todo bajo la avalancha de los conquistadores paganos; en
la parte occidental, donde afluyó una parte de los bretones, desa-
parece el barniz de romanidad, prevalecen las características cel-
tas, y el cristianismo, lejos de extinguirse, va afirmándose y desa-
rrollándose en la península de Cornualles y en el país de Gales. Se
trata de u n a Iglesia de tipo muy diferente de la de la época roma-
na, de «índole hipermonástica», vigorosa, expansiva, misionera,
como vamos a ver páginas adelante.
Gregorio M a g n o decide conquistar para la fe católica a los an-
glosajones de G r a n Bretaña. Elige como jefe de la expedición,
compuesta de cuarenta monjes, al prepósito de su monasterio de
San Andrés, Agustín. Los monjes proceden del mismo monaste-
rio, aunque seguramente no en su totalidad, pues perder de una
vez cuarenta religiosos resultaría una sangría mortal para un ceno-
bio u r b a n o que no podemos imaginar excesivamente poblado.
Los expedicionarios se ponen en camino en la primavera del año
546. Hacen escala en Lérins, permanecen un tiempo en Provenzh,
se desaniman ante las insuperables dificultades de la empresa.
Agustín regresa a Roma con la petición de que el papa revoque l u /
m a n d a t o . P e r o Gregorio se mantiene firme, y Agustín sé junt#. dé*
nuevo a su grupo de pusilánimes con una misiva papal muy'alen-
tadora. Los misioneros se ponen de nuevo en marcha. Les acoift- \-
pañan algunos francos que conocen la lengua sajona. Hacia la
Pascua del a ñ o siguiente pisan tierra del reino de Kent. Las,cosas-.'*
habían sido cuidadosamente preparadas. Berta, esposa de|¥ey de
Kent, Etelberto, era una princesa franca católica y tenía consigo
como capellán al obispo franco Liudardo. En Pentecostés del mis-
mo año Etelberto recibe el bautismo. Le siguen muchos de sus
subditos. El 16 de noviembre Agustín es ordenado obispo de los
ingleses. Fija su sede en Canterbury, donde funda el monasterio
de los Santos Pedro y Pablo, que más tarde llevaría su nombre,
San Agustín, y la catedral de Christ Church, que se convertiría en
metropolitana desde el m o m e n t o en que tuvo como sufragáneas a
las sedes de Londres y Rochester. Agustín y sus compañeros no
defraudaron al p a p a san Gregorio, que siguió con vivo interés los
triunfos y vicisitudes de la misión, reforzándola con nuevos ope-
rarios y aconsejando con admirable prudencia al obispo misio-
nero '.
A primera vista parece bastante curioso que, habiendo en el
continente europeo tantas y tan vastas regiones por conquistar
—o reconquistar— para la fe católica, se fijara el celoso papa
Gregorio precisamente en la remota N o r t u m b r i a y los anglosajo-
nes conquistadores de Gran Bretaña. En realidad, no fue un capri-
cho, sino una decisión muy bien meditada. Los monjes romanos,
en efecto, n o iban tan sólo a bautizar a bárbaros paganos; fueron
enviados también —y, seguramente, sobre todo— a romanizar a
la Iglesia celta. Philibert Schmitz se queda demasiado corto cuan-
do escribe: «Es probable que la elección del papa se debió a la ne-
cesidad urgente de ganarse las actividades de la enérgica Iglesia
celta, de coordinar el trabajo de ésta con el de la sede romana, de
utilizar su talento para la p r o p a g a n d a misionera y su celo apostó-
lico. Quería rodear de monjes romanos al clero celta en el que no
2
parece haber tenido plena confianza» . La cristiandad celta, llena
de vitalidad y fervor, era un m u n d o aparte. Tenía su organización
peculiar, sus prácticas peculiares, su literatura peculiar, sus santos
202
peculiares. T o d o , o casi t o d o , era diferente. El «imperialismo» re-
ligioso del p a p a de R o m a no podía dejar que se constituyera y
afirmara cada vez más una Iglesia tan independiente ni que sus
iniciativas misioneras redundaran en perjuicio de la unidad católi-
ca. Linaje Conde no duda en aseverar que a Gregorio M a g n o «un
posible cisma céltico le parecía más indeseable que cualquier paga-
nismo continental. Y por eso envió sus fuerzas a la Heptarquía an-
glosajona, para disputarle de m o m e n t o esa tierra de nadie y a la
3
postre presentarle batalla en la suya propia» . Este es un aspecto
de la misión inglesa que no se puede ignorar ni tener en poco. Gre-
gorio se mostró muy clarividente. H u b o diferencias y disputas en-
tre los monjes romanos y anglosajones por una parte y sus colegas
celtas por otra, pero al final se realizó una simbiosis que benefició
en manera notabilísima la evangelización de E u r o p a occidental.
C o m o h a dicho Brechter, «la Iglesia irlandesa desplegó más fuer-
za y dinamismo religioso que la r o m a n a . Los romanos eran gran-
des en la organización, pero el empuje propiamente religioso esta-
ba de parte de los irlandeses... Los anglosajones encarnan una sín-
4
tesis irlandesa-romana característica» .
P e r o mayor aún fue la importancia de la misión inglesa desde
el punto de vista de la historia monástica. Aunque algo hiperbóli-
cas, las afirmaciones de Henri Perenne, que Philibert Schmitz se
apropia y magnifica, contienen un núcleo profundamente verda-
dero: « H a s t a aquel momento los monjes habían vivido 'sin acción
exterior y, al parecer, bastante mal visto por muchos obispos dio-
cesanos que n o sabían muy bien qué hacer con esos recién llega-
dos. Utilizar esta gran fuerza que se desconocía a sí misma, poner-
la al servicio de la Iglesia, formar con ella, por así decirlo, un ejér-
cito permanente de reserva a disposición de ésta: esta decisión ge-
nial se debe precisamente al primero de los grandes papas, Grego-
rio M a g n o ' . Gracias a ella, él fue el guía providencial que descu-
brió al benedictinismo el camino a seguir... San Gregorio no cam-
203
bió los principios que san Benito había fijado, pero aprovechó la
5
anchura y la flexibilidad del espíritu benedictino» .
Sorprende —ya queda dicho— que san Gregorio confiara la
misión inglesa a un numeroso grupo de monjes cuando había pre-
dicado tantas veces, por activa y por pasiva, que lo propio del
monje no es la acción sino la contemplación en un ambiente de so-
siego y recogimiento. P e r o en m o d o alguno puede decirse que
Gregorio innovara al lanzar al monacato por los caminos de la
evangelización. El Oriente cristiano ofrecía muchos y muy brillan-
tes ejemplos de monjes misioneros. Gregorio siguió, sabiéndolo o
n o , las huellas de san J u a n Crisóstomo, por citar un solo caso en-
tre mil. C u a n d o la salvación de las almas lo exigía, no había para
él excusa alguna para no recibir la ordenación sacerdotal y aceptar
un puesto como pastor de almas. Crisóstomo, además, no d u d ó
en reclutar a monjes para su misión de Fenicia. Cierto que se tra-
taba de casos individuales y n o de una labor misionera organizada
comunitariamente, como en el caso de la misión inglesa. Pero en
Siria, en Palestina, en el mismo Egipto —tan exclusivamente
«contemplativo», de creer a Casiano—, abundaron las comunida-
des monásticas que ejercieron un ministerio apostólico. El docu-
mento original más antiguo que menciona a los monjes de Egipto
—es de fines del siglo tu o principios del ív, según los expertos—,
nos permite conocer a una comunidad monástica bien constituida
que se dedicaba a preparar a los paganos que lo solicitaban para la
recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana. Los gran-
des monasterios de la llanura de Dana, en la Siria del Norte, pro-
pagaron el cristianismo en toda la región. Los monjes sirios repre-
sentaron un papel de gran importancia en la evangelización de Ar-
menia; entre sus sucesores, los llamados Vartapets (doctores o
maestros) formaron una nueva clase de evangelizadores en el seno
del monacato. San Hilarión y sus compañeros se hicieron espontá-
neamente misioneros en los alrededores de Gaza. El archimandri-
ta J o n á s , padre espiritual de san Hipacio, había civilizado y cris-
tianizado la Tracia, según refiere Calínico, e Hipacio siguió su
ejemplo. Hn Occidente no faltan tampoco ejemplos; baste recor-
204
dar el de san Severino, que conquistó a pulso su título de «apóstol
del Nórico», y la gran obra pastoral y misionera de los monjes cel-
6
tas, que ya había empezado en la segunda mitad del siglo v . En-
tresacar de la historia del m o n a c a t o primitivo todos los casos en
que monjes y comunidades monásticas trabajaron activamente en
la evangelización de los pueblos o en el mantenimiento de la fe y
costumbres cristianas ocuparía las páginas de un grueso volumen.
O . M . Porcel afirma que los monjes enviados a G r a n Bretaña
«debían seguir viviendo su vida monástica, reservando al abad,
j u n t o con algún otro colaborador por él elegido, la predicación y
el ejercicio del ministerio sacerdotal. Si al principio la necesidad
obligó a levantar pequeñas iglesias lejos de la abadía, permanecía
al mismo tiempo la tendencia y el principio de reclutar para las
mismas al clero secular y dejar a los monjes en el monasterio. In-
dudablemente, había «actividad pastoral, predicación, adminis-
tración de sacramentos, etc., ejercidas principalmente por el
abad, pero siguiendo al mismo tiempo los monjes en su vida mo-
1
nástica dentro del monasterio» . San Gregorio, por consiguiente,
no desvió el monacato por una senda que no era la suya. Otros
opinan diferentemente.
En esas cuestiones candentes es muy difícil librarse de las pro-
pias ideas y convicciones acerca de cómo debe ser una comunidad
monástica. Un hecho es indiscutible: Gregorio utilizó a monjes
para su misión inglesa, y los utilizó como monjes, no como cléri-
gos arrancados del monasterio. O t r o hecho indiscutible: San
Agustín de Canterbury y compañeros, siguiendo las intrucciones
del p a p a Gregorio, edificaron un monasterio en seguida que pu-
dieron, es decir, siguieron formando una comunidad monástica.
205
¿Se podría llamar a esos monjes «benedictinos», evidentemente
no en el sentido m o d e r n o , sino en cuanto seguían la Regla de san
Benito con exclusión de otras? Sería mejor llamarlos «gregoria-
nos», es decir, monjes más o menos discípulos de san Gregorio y
que por lo tanto compartían su ideal monástico. O, si se prefiere,
monjes «benedictinizados», como lo era sin duda el propio san
Gregorio, en cuanto estaban experimentando el influjo de la
«Santa Regla». Tercer hecho indiscutible: la llamada misión ingle-
sa tuvo una repercusión inconmesurable en el desarrollo del mo-
nacato benedictino, pues sirvió de paradigma y justificación a em-
presas similares netamente benedictinas a través de los siglos.
En suma, de las ideas y de la decisión del gran papa-monje —o
monje-papa— se desprende u n a cosa: la tarea misional, la evange-
lización de los pueblos, no es un elemento esencial de la vida mo-
nástica, pero tampoco un elemento que la desfigure o desvirtúe.
Es —según san Gregorio— u n elemento que se le puede integrar,
un substitutivo del opus manuum —al menos ocasionalmente—,
aunque no del opus Dei ni de la lectio divina, para usar el vocabu-
lario de san Benito, o de la contemplatio, conforme al empleado
preferentemente por san Gregorio. No sólo porque el monje mi-
sionero no deja de ser monje, sino también porque forma parte de
los rectores, según la división tripartita del pueblo de Dios en tres
ordines o categorías, es decir, de los que tienen responsabilidades
pastorales. Así, pues, como continentes y como rectores, esto es,
por un doble motivo, los monjes misioneros están obligados a cul-
tivar la contemplación.
206
cosas verdaderas son falsas y las falsas verdaderas. P o r el contra-
rio, la sabiduría de los justos consiste en no fingir nada, en que las
palabras correspondan a los sentimientos, a m a n d o la verdad y
evitando la mentira... P e r o esta sencillez de los justos es despre-
ciada, pues para los sabios de este m u n d o la virtud sencilla es una
2
necedad» . La gregoriana simplicitas de que habla Denis de
Sainte-Marthe, es la simplicidad evangélica de un alma sin doblez,
humilde, impregnada de amor a la verdad. ¿Sintió Gregorio algu-
na vez tentaciones de vanidad? Tuvo discípulos que n o le escati-
maban elogios... Pero en su Regla pastoral (2,6) reacciona viva-
mente contra el prelado que «se ensoberbece con pensamientos
arrogantes, por lo mismo que está puesto sobre los demás», y «se
estima más sabio que los otros», mejor que los otros, simplemente
porque «los supera en p o d e r » . N o , Gregorio no cederá nunca a se-
mejante tentación. El «ángel apóstata» quiso ser más que los
otros ángeles, quiso ser igual a Dios. Y el comentarista añade esta
frase memorable: «El hombre que tiene a menos ser semejante a
los hombres se hace semejante al ángel apóstata».
La sencillez y la humildad no le impiden poner un cuidado me-
ticuloso en la preparación de sus escritos, tanto por lo que se refie-
re al estilo como por lo que toca a la composición. N o autoriza su
divulgación sin haber procedido personalmente a darles una últi-
3
ma mano . ¿Por qué? N o nos lo ha explicado. P e r o , desde luego,
sería injusto atribuirlo a la vanidad en que caen tantos escritores.
Es de creer que lo hacía por respeto al alto ministerio de la predi-
cación, a la dignidad de que estaba revestido, y a la gran venera-
ción que le inspiraba la Palabra de Dios que comentaba. Su len-
guaje sencillo, terso, fácil, transparente, es de una corrección que
todavía puede llamarse clásica, pese a estar ya tan lejos de Hora-
cio y Cicerón, así como del ínclito gramático D o n a t o , cuyas reglas
se niegan a seguir por la única razón de querer ser hombre de su
tiempo, de querer hablar el lenguaje de su tiempo, p a r a que la
2. Mor. 10,48.
3. En materia de corrección textual y de propiedad literaria Gregorio mostra-
ba una «suscebilidad extrema». P. Verbraken, Le texte du Commentaire sur les
Rois attribué á saint Grégoire, en Rbén. 66 (1956) 59.
207
gente sencilla le entienda, y n o un latín arcaizante para suscitar la
4
admiración y el aplauso de unos pocos literatos trasnochados .
Es un buen escritor. Posee una técnica literaria. Maneja hábil-
mente la antítesis. Según Christina M o h r m a n n , está dotado de un
estilo típicamente r o m a n o . A b u n d a n en sus obras las frases per-
fectamente cinceladas y repletas de sentido: «numquam quippe si-
rte dolore amittitur, nisi quod sine amore possidetur» («nunca se
5
pierde sin dolor sino lo que se posee sin amor») ; «cognosci vero
nisi tranquillo corde non potest Deus» («no se puede conocer a
6
Dios si el corazón no está a p a c i g u a d o » ) ; «fugitiva diligentes nes-
ciunt sperare mansura» («los que aman las cosas fugaces, no sa-
7
ben esperar las p e r m a n e n t e s » ) ; «omne quod sine visione Dei
abundat inopia est» («toda abundancia sin la visión de Dios es es-
8
casez») . . . Con semejantes sentencias podría formarse una copio-
sa antología. Es posible que, de habérselo propuesto, hubiera es-
crito todavía mejor, pues manejaba el latín, su lengua materna,
con gran facilidad y elegancia. Pero su propósito inquebrantable
era ser claro, adaptarse a sus oyentes, a sus lectores, a la gente sen-
cilla, que tanto amaba. El lenguaje está al servicio del obispo, no
el obispo al del lenguaje. La prosa del Gregorio, bella, figurada,
ritmada, cautivó a los monjes medievales y contribuyó poderosa-
mente, tal vez más que la de cualquier otro autor, a la formación
del latín eclesiástico, del latín que se cultivaba en los monasterios.
Ningún sabio es capaz de explicar la magnificencia literaria —«or-
namenta verborum»— de los Moralia in Job, opinaba lleno de ad-
9
miración san Isidoro de Sevilla . San Beda el Venerable, que n o
fue u n escritor mediocre, aconsejaba leer y estudiar las obras del
gran papa, para aprender a usar elegantemente la lengua latina.
208
Lupo de Ferriéres, el intelectual más atildado entre los carolin-
gios, además de calificar a Gregorio de «sumamente docto» y
«admirablemente facundo», le consideraba muy digno de ser imi-
10
tado como escritor . Los autores de las Artes dictaminis estudia-
ron con aplicación el stylus gregorianus... Y los monjes n o cesa-
ron de aclamarlo durante siglos como «rey de la elocuencia roma-
na» y «boca de oro», ni de ponderar la «miel» de su palabra, la
suma dulzura de sus homilías, su estilo elegantísimo «de oro y fue-
go», como lo califica Bernardo de Cluny " . . .
Lope Cilleruelo pensaba, c o m o tantos otros, que a Gregorio
no se le puede pedir una especulación teológica que su tiempo n o
podía ofrecer, ni se debe buscar en sus lucubraciones un sentido
original. En ello se equivoca el sabio agustino. E n cambio, acierta
plenamente cuando escribe que, «si se atiende a su afán pastoral,
se comprenden mejor sus escritos y la originalidad que hay en ellos:
n
son prácticos, elevados, cálidos, geniales para su auditorio» . La
obra de C. Dagens lo ha p r o b a d o con creces: Gregorio no fue un
filósofo o un teólogo especulativo por incapacidad intelectual, si-
no porque sus intereses eran otros; era ante todo un pastor de al-
mas y un contemplativo tanto por naturaleza como por convic-
ción, y procuró, con una energía y perseverancia admirables en un
hombre enfermo y solicitado por mil cuidados temporales, poner
al alcance de los fieles los medios de buscar a Dios y cumplir su
voluntad. Hacia este objetivo único debían dirigirse todos sus afa-
nes. La cultura humana, según él, está al servicio de valores supe-
riores que al mismo tiempo la relativizan y la ennoblecen: la Sa-
grada Escritura, «la lectura divina» y la divina contemplación.
Toda la obra de Gregorio consiste, como la define Dagens, en una
larga reflexión sobre la experiencia cristiana, en la que la psicolo-
gía representa un papel primordial Se le ha c o m p a r a d o a menu-
do con san Agustín, y, claro, siempre ha salido perdiendo. Las
comparaciones son odiosas y muchas veces injustas. El talante de
209
Gregorio y su vocación eran otros. Su talante era contemplativo y
no filosófico; su vocación, primero monástica y luego pastoral,
sin dejar de ser monástica. El genio de Agustín no hubiera podido
vivir sin sus construcciones metafísicas y sus tratados filosóficos y
teológicos. Gregorio, en cambio, de no haber sido ordenado obis-
po, acaso no hubiera publicado nada. Fue su responsabilidad pas-
toral lo que le obligó primero a predicar y luego a divulgar por es-
crito parte de sus homilías y conferencias, y n a d a más. Lo que hi-
zo de más positivo con relación a Agustín —como también a
Casiano—, fue divulgar algunas de sus doctrinas que de otro mo-
d o difícilmente hubieran llegado al pueblo. Gregorio poseía la
gracia de hacerse comprensible, tanto por su lenguaje más simple,
más actual y más al alcance de t o d o el m u n d o , como por la mane-
ra práctica de presentar las ideas agustinianas. Cilleruelo ha escri-
to con razón que la originalidad de Gregorio radica en «el sentido
práctico que toma siempre su literatura, sentido que la E d a d Me-
dia heredó de él más que de ningún o t r o . . . Su importancia frente a
san Agustín es pedagógica, porque adapta —casi siempre en for-
mas populares y mitigadas— las doctrinas del obispo de H i p o n a a
la capacidad de su público, al que pretendía educar y cristianizar.
Su sistema general consiste en suprimir o atenuar las especulacio-
nes geniales o demasiado profundas y en cambio en ampliar y de-
sarrollar todo lo posible otros conceptos agustinianos que se pres-
14
taban mejor a la labor pastoral y parenética» .
C. Dagens, en el magistral estudio ya citado, ha mostrado la
profunda unidad que posee la obra literaria de Gregorio, pese a
que su pensamiento se halla disperso, sobre t o d o en sus comenta-
rios a la Escritura. El gran papa transmite una cultura netamente
separada de la del m u n d o antiguo, que considera muerta del t o d o ;
una cultura dominada por la espiritualidad cristiana e inspirada
sobre todo por san Agustín. No posee, evidentemente, el genio de
Agustín, pero sí la habilidad, absolutamente admirable, de extraer
de la herencia agustiniana u n a moral completa, vulgarizando, en
el mejor sentido del vocablo, las grandes verdades de la antropo-
logía del obispo de H i p o n a . Enraizada en su experiencia monásti-
210
ca, esta cultura gregoriana n o está destinada exclusivamente a los
clérigos, a los monjes o a cristianos selectos, sino a t o d o el pueblo
de Dios, sin distinción alguna. P o r q u e para él la espiritualidad
monástica es simple y llanamente una espiritualidad para todos
los cristianos. N o porque sea monástica —se podría glosar—, sino
porque lo que llamamos «espiritualidad monástica» es substan-
cialmente no una, sino la espiritualidad cristiana que se vive en los
monasterios.
Gregorio, sin darse cuenta, cumplió una gran misión: la de
transmitir a la Edad Media, que se estaba gestando a partir del to-
tal desmantelamiento de la cultura clásica, «los materiales más só-
lidos de la Antigüedad cristiana para fundar el nuevo edificio».
Tiene razón Henry Osborne Taylor cuando, j u g a n d o con las pala-
bras, afirma que no fue un transmuter al estilo de san Agustín,
pues no transformó nada, sino un transmitter, pues transmitió
15
fielmente las tradiciones que recibió y, sobre todo, vivió. La
Edad Media, «por las circunstancias especiales en que se debatía,
16
comprendió mucho mejor a San Gregorio que a San Agustín» .
U n o de los encantos de la doctrina de Gregorio es n o tener na-
da de sistemática. No forma un cuerpo perfectamente estructura-
do. Sus enseñanzas más sublimes se entremezclan con normas ab-
solutamente elementales. El texto sacro m a n d a . El ojo del cora-
zón está atento a descubrir en él los misterios espirituales que
,7
esconde . Y los misterios van desvelándose a medida que avanza
lenta, prolija la lectura. Gregorio nunca tiene prisa, n o teme de-
morarse en la exposición. Es un contemplativo que, en la mayor
parte de los casos, está hablando a otros contemplativos o que as-
piran a serlo. P e r o , aunque dividida en mil pedazos —unos gran-
des y otros minúsculos—, es una doctrina muy completa. Toca to-
dos los puntos importantes y muchos de los menos importantes, y
los desarrolla. Explica los misterios de Dios, de Cristo, de la Igle-
sia. N o para regodearse en ellos intelectualmente, sino en cuanto
tienen un valor para la santificación del hombre. Confluyen en su
15. The Medioeval Mind. A History of the Development of Thought and Emo-
tion in the Middle Ages, t. 1 (Cambridge 1949), 87.
.16. L. Cilleruelo, La literatura, 687.
17. In Ez. 2,10,24.
211
doctrina todas las corrientes de pensamiento que habían alimenta-
d o , j u n t o con la santidad, la vitalidad de la Iglesia antigua: la Bi-
blia, los Padres, la liturgia. Pero Gregorio n o hace alarde de eru-
dición. En vez de acumular citas precisas de otros autores, ejercita
su arte de escritor en incorporar y asimilar a su prosa lo que ha leí-
d o en obras ajenas; por eso no resulta fácil descubrir sus fuentes.
,8
«Nuestro predicador», como lo llama Alcuino , ha reflexio-
n a d o sobre la experiencia cristiana, no en abstracto, sino en con-
creto: sobre su propia experiencia, en primer lugar. Y nos la ofre-
ce con toda sinceridad. H a b l a con el corazón en la m a n o de su co-
nocimiento práctico de Dios, de los hombres y de sí mismo. Es un
psicólogo nato. «¡Oh, doctor!..., dirige a tu corazón el sermón,
19
oye lo que dices, obra lo que predicas» . Confiesa humildemente
que es un mal vigilante; «mas poderoso es el Creador y Redentor
del género h u m a n o por cuyo amor ni siquiera me dispenso de
anunciar su palabra, para concederme a mí, indigno, además de la
20
altura de la vida, la eficacia de la palabra» . La obra gregoriana
está esmaltada de textos parecidos, que reflejan nítidamente su al-
ma de hombre, de monje, de pastor. Su simplicidad, su candidez
atraen todas las simpatías. T o d o el m u n d o comprende —menos
algunos críticos— que ha vivido o que está viviendo lo que enseña.
Gregorio insiste una y otra vez en sus homilías en lo que había tra-
tado largamente en su Regla pastoral: lo que debe ser la predica-
ción y cómo deben ser los predicadores. El mismo, n o cabe la me-
nor duda, es ese predicador evangélico cuya figura con tanto amor
y cuidado ha esbozado: ante todo humilde, aventajado en méritos
respecto a sus oyentes, perseverante, m a g n á n i m o , m a d u r o , discre-
t o , grave, firme, devorado por el celo de Dios y de los hombres...
Insiste Gregorio sin cansarse en su tema favorito: el predicador no
debe enseñar o inculcar lo que él mismo no haya practicado y
21
vivido . Es un padre, no un señor. Representa a Dios, prepara el
camino a Jesucristo, abre la entrada del reino de los cielos, em-
briaga a su auditorio con el vino de la sabiduría y hace que olvide
212
los placeres de este m u n d o ; cura las llagas, saja las heridas del al-
ma con el filo de la palabra... Tal es, sin duda, el predicador que
nos habla en las Homilías sobre el Evangelio y sobre Ezequiel, en
los Morales sobre Job. El que ha enseñado que «debemos apren-
der no a callar hablando, sino a hablar callando», pues «quien
primero calla ordenadamente por humildad, ese recibe además
22
crecido el don de la palabra» . Es el que c o m e n t a n d o alegórica-
mente el texto: «Y despedían centellas, como se ve en un acero
muy encendido» (Ez 1,7), declaraba: «la vida de los predicadores
suena y arde: arde en deseos y suena en palabras. Es, pues, acero
muy encendido la predicación fervorosa», y las palabras del predi-
cador, centellas que enfervorizan a aquellos en cuyos corazones
23
logran penetrar .
Gregorio, como Jesús, su maestro, primero obró y después en-
señó: calló en el monasterio y habló en la iglesia; enseñó lo que
vivía. «Come este volumen y ve a hablar a los hijos de Israel»
(Ex 3,1). «El libro que llenó las entrañas se ha hecho en la boca
dulce cual la miel, porque los que de veras han aprendido a amarle
en las entrañas de su corazón, ésos saben también hablar del Se-
ñor omnipotente... De ahí la necesidad de que quien predica la pa-
labra de Dios considere primero cómo ha de vivir, para que luego
deduzca de su vida qué y cómo debe predicar; porque en la predi-
cación la conciencia enamorada de Dios edifica más que el arte de
hablar». Gregorio, no cabe duda, está esbozando su propia silueta
de pastor de almas cuando escribe estas líneas, así como también
cuando sigue diciendo: «pues a m a n d o lo celestial, lee el predica-
dor dentro de sí mismo el m o d o de persuadir cómo deben despre-
ciarse las cosas terrenas; pues quien repasa interiormente su vida,
también edifica exteriormente, amonestando con su ejemplo a los
otros; es como si mojara la pluma de la lengua en el corazón en lo
que con la m a n o de la palabra escribe exteriormente para el próji-
24
mo» .
San Gregorio moja la pluma en su corazón. Reprueba a los
pastores que «enseñan de corrida lo que aprendieron, no en la
213
25
práctica, sino en el estudio» . Él, por su parte, estudia y enseña,
y practica lo que enseña antes de enseñarlo. Fue un contemplativo
excepcional, que, por usar una de sus expresiones más felices, des-
26
cubrió «el corazón de Dios en las palabras de Dios» . Y se volcó,
con toda su experiencia # lo divino, en las páginas que nos legó Q
como tesoro inestimable. El don de Gregorio a la Iglesia de su
tiempo y del porvenir, el legado más precioso de que se benefició
la tradición benedictina —no cabe duda que, en conjunto, fueron
los monjes quienes más se aprovecharon de ese don—, fue el de
27
una «experiencia espiritual típica y puramente cristiana» . U n a
experiencia de monje, de papa, de enfermo, de hombre culto, de
santo. U n a experiencia múltiple, riquísima, que describe con suti-
leza y analiza con precisión.
Tal aparece en su obra el «Gregorius noster», el «Gregorius
meus», como le llamaban con cariño los monjes medievales. Con
esa mezcla incomparable de sencillez familiar y grandeza de espíri-
tu, de profunda sabiduría y candida ingenuidad; tan h u m a n o que,
según dicen, había llorado sobre la suerte de Trajano; «el más ac-
cesible y el más amable» de los doctores. Y el más encantador.
El Paraíso
El lugar teológico del Paraíso domina toda la espiritualidad de
Gregorio M a g n o . Parte del Paraíso y vuelve al P a r a í s o . La vida
del hombre no es, en definitiva, sino un viaje de regreso —acaso
largo y siempre penoso— a la patria de donde procede.
La Escritura lo dice claramente: el hombre fue creado en el P a -
raíso y para el Paraíso. En él vivía con Dios, le veía, le escuchaba,
podía hablarle con la familiaridad con que habla un hijo a su pa-
dre. El pecado lo arrojó del Paraíso a este valle de lágrimas. P o r
eso el h o m b r e es infeliz. A ñ o r a el Paraíso, suspira por él; debe, se-
gún Gregorio, suspirar continuamente por él. P o r q u e Dios, por su
infinita misericordia y su fidelidad a las promesas que le había he-
cho, volvió a abrirle las puertas del Paraíso, mediante la venida de
su Hijo y el d o n del Espíritu Santo, restituyéndole así la felicidad
perdida.
La idea del regreso al Paraíso atraviesa, expresa o soterraña,
toda la obra de Gregorio Magno. Cualquier ocasión es buena para
recordarla. Los Magos al volver a su país «por otro camino»
(Mt 2,12), por ejemplo. «Nuestra patria es el Paraíso» —comenta
Gregorio—, «al cual, una vez conocido a Jesús, se nos prohibe
volver por el camino por donde de allí hemos salido. Y pues nos
hemos a p a r t a d o de nuestra patria ensoberbeciéndonos, desobede-
ciendo, yendo tras lo visible, gustando el manjar prohibido, for-
zoso es que volvamos llorando humildes, obedeciendo, despre-
ciando lo visible y refrenando el apetito de la carne. Así regresare-
mos por otro camino a nuestra región; porque los que nos ausen-
tamos de los gozos del Paraíso por los placeres, tornamos a ellos
por los lamentos» '. Éste es el programa, el único programa, que
1. In Ev. 1,10,7.
215
2 i
práctica, sino en el estudio» . Él, por su parte, estudia y enseña,
y practica lo que enseña antes de enseñarlo. Fue un contemplativo
excepcional, que, por usar una de sus expresiones más felices, des-
26
cubrió «el corazón de Dios en las palabras de Dios» . Y se volcó,
con t o d a su experiencia de lo divino, en las páginas que nos legó
como tesoro inestimable. El don de Gregorio a la Iglesia de su
tiempo y del porvenir, el legado más precioso de que se benefició
la tradición benedictina — n o cabe duda que, en conjunto, fueron
los monjes quienes más se aprovecharon de ese don—, fue el de
27
una «experiencia espiritual típica y puramente cristiana» . U n a
experiencia de monje, de papa, de enfermo, de hombre culto, de
santo. U n a experiencia múltiple, riquísima, que describe con suti-
leza y analiza con precisión.
Tal aparece en su obra el «.Gregorius noster», el «Gregorius
meus», como le llamaban con cariño los monjes medievales. Con
esa mezcla incomparable de sencillez familiar y grandeza de espíri-
tu, de profunda sabiduría y candida ingenuidad; tan h u m a n o que,
según dicen, había llorado sobre la suerte de Trajano; «el más ac-
cesible y el más amable» de los doctores. Y el más encantador.
El Paraíso
i
1. In Ev. 1,10,7.
215
debe seguir todo fiel cristiano. En otros lugares repite Gregorio la
misma idea. P o r ejemplo, cuando escribe que «los que caímos de
las delicias del Paraíso p o r el pecado de la gula», debemos volver
2
a él «por medio de la abstinencia» .
En el Paraíso participaba el hombre de la condición angélica
3
por la pureza de corazón y la sublimidad de la contemplación .
Gregorio hace hincapié en el «estado contemplativo» de Adán; en
el hecho de haber sido creado «para contemplar a Dios»; en que,
«expulsado de los gozos del Paraíso, el género h u m a n o h a perdido
4
la energía contemplativa» . A h o r a bien, cuanto más cuenta se da
el h o m b r e de lo que perdió, tanto más lamenta el estado de co-
rrupción al que fue condenado. De los gozos del Paraíso cayó en
este destierro, repleto de calamidades. Perdió la compañía de los
ángeles y quedó sometido a los cuidados terrenos. Habiendo con-
templado los íntimos gozos de la visión de Dios, bajó los ojos a lo
ínfimo y vio el miserable estado en que se hallaba quien había sido
5
creado para vivir en el cielo .
«Cielo» y «patria», son, en los escritos gregorianos, sinónimos
de «Paraíso». A Gregorio le gusta, sobre t o d o , hablar de la pa-
tria, de la «patria celestial» —caelestispatria—, en cuyo amor de-
be inflamarse el corazón de todo cristiano. Comunicar este encen-
dido deseo del Paraíso que él mismo experimentaba de continuo
es el fin que persigue en sus predicaciones. Inflamarse en el amor
6
de la patria celestial es una idea que se repite constantemente en
su obra. El desprecio de todo lo terreno, tan constantemente reco-
mendado por el gran pastor de almas, hasta el p u n t o de parecer
excesivo, está motivado por el sumo aprecio de la patria celestial
en la que tiene fijos la mirada y el corazón, o, como diría él, «el
ojo del corazón». Bien se ve, si se tiene esto presente, que el des-
precio de las realidades terrenas que predica n o es u n desprecio
2. D 4 . 1 .
3. D 1,1.
4. Mor. 9,33. Cf. Mor 2,43,59: «El género humano poseyó en el Paraíso la
contemplación de la luz interior».
5. Cf. Mor. 17,41,66.
6. D 1,1.
216
absoluto, maniqueo, sino relativo; comparados con los bienes ce-
lestes, los de la tierra desmerecen, pierden su atractivo. El hombre
debe suspirar por su verdadera patria y ambicionar los bienes ver-
daderos. C o m o explicaba Gregorio al pueblo r o m a n o , las cosas
terrenas n o deben ser «objeto de deseo, sino instrumentos de utili-
1
dad» . «Sean las cosas terrenas para usarlas» —decía—; «miremos
de soslayo todo lo que se hace en el mundo, pero que los ojos de
nuestro espíritu estén atentos contemplando las que poseeremos
cuando lleguemos». «Terrena despicere et amare coelestia»: esta
expresión de la liturgia r o m a n a sintetiza la aspiración profunda
del primer p a p a monje. A todos los cristianos exhortaba conti-
nuamente a «despreciar las cosas terrenas y amar las celestiales»,
a pensar que «la vida presente es un destierro, y el lugar de exilio,
por agradable que parezca, es un tormento para quien suspira por
8
la patria» .
7. ln Ev. 2,36.
8. Ep. 9,217.
217
nencia, y por lo mismo figuró la vida de los continentes; y J o b ,
que dignamente figura la clase de los buenos casados, agradó a
Dios viviendo en matrimonio y ocupándose en los cuidados de su
2
propia casa» . Gregorio añade en seguida que, sea cual fuere el
orden o estado en que estemos incluidos, «todos deseamos con-
templar a nuestro Redentor, n o ya encarnado, sino en la gloria de
3
su majestad» . Gregorio « n o pone el acento en la contraposición,
sino en la unidad fundamental: todos pertenecen a la misma cari-
4
dad, dentro de la concors diversitas» . Pues, «aunque la diversi-
dad de los méritos es muy distinta en ellos, sin embargo no hay di-
ferencia en la fe por la cual todos caminan», y «en la última retri-
bución, aunque no sea igual la dignidad de todos, sin embargo to-
5
dos tendrán la misma vida bienaventurada» .
En una página grandiosa, marcial y exultante, describe los tres
órdenes avanzando, unidos y concordes, «desde el principio de la
Iglesia hasta el fin del m u n d o » , como tres ejércitos que marchan
en orden de batalla, para vencer al demonio y sus secuaces. « U n o
es el ejército de los que predican, los cuales trabajan de un lado
para otro en disposición de pelear en la santa obra de reunir las al-
mas. O t r o es el ejército de los continentes y de los que se apartan
de este m u n d o » , es decir, de los monjes, vocablo que Gregorio
evita; éstos «cada día se disponen a librar en sus corazones la ba-
talla contra los espíritus malignos». El tercer ejército es el de «los
buenos casados que, viviendo acordes en el amor de Dios omnipo-
tente», se pagan mutuamente lo debido, «pero de tal m o d o que ja-
más se olvidan de las buenas obras» y, «si algo delinquen en cuan-
to hombres, lo redimen con obras pías». Si procuramos «tender la
vista de la fe», como nos pide Gregorio, descubriremos esta gran-
diosa y bellísima imagen de la Iglesia militante que desde sus orí-
genes hasta el fin de la historia va avanzando, unida y concorde,
mientras combate y vence a «las aéreas potestades», y «se produce
una especie de ruido de ejército, porque, p a r a alabanza de Dios
218
omnipotente», en los tres órdenes de combatientes «se oyen las ar-
6
mas de las virtudes y de los portentos» .
6. In Ez. 1,8,10.
219
de la santidad cristiana, se les reconoce explícitamente la posibili-
dad de alcanzar la perfección más sublime. P o r q u e «tiene mujer
como si no la tuviera aquel que procura agradar a su mujer, sin
que por ello desagrade al Creador»; «usa del m u n d o como si n o
usase quien procura las cosas exteriores necesarias para la vida,
1
pero no deja que estas cosas dominen su alma» . Más aún: los ca-
sados pueden aspirar a la contemplación, supremo bien espiritual
que Dios concede al h o m b r e en este m u n d o , pues «no es que la
gracia de la contemplación se dé a los grandes y no a los pequeños,
sino que con frecuencia la reciben los grandes y los pequeños; más
frecuentemente los monjes (remoti) y alguna vez los casados».
« N o hay estado alguno que pueda quedar excluido de la gracia de
8
la contemplación» .
El vocablo continentes abarca toda clase de vírgenes, ascetas,
monjes, monjas, ermitaños, cenobitas, etc., que pululaban en
tiempos de Gregorio. Los tales constituyen el segundo ordo de
cristianos. Todos se distinguen por el celibato y la ruptura más o
menos radical con la vida m u n d a n a ; los monjes, por la total ex-
propiación y —no todos— por la obediencia a un superior. Se da
por supuesto que este segundo orden lleva una vida piadosa, de
oración. La vida monástica prepara excelentemente para la con-
templación. El monasterio es un lugar a p a r t a d o , silencioso, donde
los monjes buscan a Dios y se dedican a él plenamente. En seguida
veremos cuáles son los rasgos más notables de la doctrina espiri-
tual de Gregorio sobre la vida monástica. Recordemos aquí tan
sólo que la contemplación, de acuerdo con el pensamiento de san
Gregorio M a g n o , es superior a la acción y absolutamente necesa-
ria; «pero, en este m u n d o , una vida meramente contemplativa es
imposible; cada cual debe respetar la tendencia dominante, activa
9
o contemplativa, de su temperamento y procurar no romper to-
talmente con la tendencia complementaria. P a r a Gregorio, en este
punto m u c h o más juicioso que la terminología moderna, la con-
templación no puede ser, en ningún caso, un estado de vida, bajo
220
pena de grave desequilibrio. Debe estar siempre unida al servicio
del prójimo, d a n d o de este m o d o prueba de que u n a m o r total no
aparta de la vida cotidiana, del esfuerzo renovado de cada día y
10
del apostolado» .
El tercer orden, el de los rectores o pastores de almas, llama-
dos también con frecuencia praedicatores, está por encima de los
otros dos. En efecto, los clérigos con responsabilidades en la Igle-
sia llevan una vida más perfecta que los contemplativos puros,
pues unen la acción a la contemplación. U n curioso pasaje del co-
mentario a J o b representa la vida contemplativa por el ojo dere-
cho y la activa por el izquierdo lo perfecto es tener ambos ojos.
Quien sólo practica la vida activa es tuerto del ojo derecho; el con-
templativo p u r o , del izquierdo. Decididamente, «la dignidad de
los predicadores» está «muy distante de los continentes y de los
que callan», es decir, los pastores de almas que no predican, como
«la dignidad de los continentes» es mayor que «la de los
12
casados» . La convicción de que la vida mixta, como la que lle-
varon Jesús y sus apóstoles, es superior a la vida de los continentes
aparece asimismo en la exhortación que Gregorio dirigió a Anas-
tasio, para que a b a n d o n a r a «las alturas del sosiego contemplati-
vo» en el que «tocaba con la m a n o del corazón los secretos celes-
tiales», y volviera a tomar las riendas del gobierno del patriarcado
de Antioquía Hay que añadir, con todo, que el santo y vigilante
obispo de R o m a , así como habla generalmente de los «buenos ca-
sados» (boni coniugati), debió de haber antepuesto también el ad-
jetivo boni a continentes y rectores. No lo hizo, pero lo da, evi-
dentemente, por supuesto. Los rectores a que se refiere son los
que, muertos a sí mismo, son capaces de corregir a los demás y
14
conducirlos a la fe ; son aquellos que cumplen los deberes de su
cargo, deberes que Gregorio había especificado y recomendado
con tanto énfasis en su Regla pastoral. Bien sabía él que no todos
los praedicatores eran dechado de perfección evangélica, aunque
su ordo estuviera objetivamente por encima de los otros dos.
La vida monástica
Gregorio Magno dio a los monjes, acaso sin darse cuenta, una
soberana lección de humildad al clasificar su ordo entre los de los
casados y los pastores de almas. ¡Que no presumieran de que, por
dedicarse supuestamente a la sola contemplación, fueran los
miembros más perfectos de la Iglesia de Cristo! Sin embargo, n o
222
consiguió persuadirlos a todos. Muchos pensaron y defendieron a
capa y espada que su estado constituía la cúspide de la perfección.
¿Por amor a la verdad, por un aprecio auténtico de su vocación, o
por una especie de orgullo espiritual parejo al del fariseo: « n o so-
mos c o m o los demás hombres»? Lo cierto es que, aun venerando
a san Gregorio como a su principal y queridísimo maestro, algu-
nos escritores medievales que vestían el «santo hábito» acabaron
por modificar esencialmente su doctrina sobre los tres órdenes.
A b b ó n de Fleury y Ruperto de Deutz, por ejemplo, se atrevieron a
enmendarle la plana. Dejaron sin titubear a los casados en el nivel
más bajo, pero invirtieron los órdenes de los prelados y de los
monjes. A los monjes, y sólo a ellos, corresponde el más alto de
los «grados» de perfección, pues que su única ocupación consiste
1
en contemplar a Dios .
ACCIÓN Y CONTEMPLACIÓN
223
Gregorio no sólo no publicó ninguna obra dedicada exclusiva-
2
mente a los m o n j e s , sino que, por poco que le conozcamos, re-
sulta imposible imaginárnoslo como autor de un tratado de «espi-
ritualidad monástica». R. Gillet ha observado u n a particularidad
significativa en la manera que tenía de utilizar a Casiano en los
dominios de la psicología y el ascetismo: sólo aprovecha su doctri-
3
na c u a n d o ésta no se presenta como exclusivamente monástica .
P o r lo demás salta a la vista que, a diferencia del autor de las Co-
laciones, no se extasía ante las gestas ascéticas y contemplativas de
los viejos anacoretas de Egipto, que tiene olvidados, ni se interesa
por la sabiduría gnómica y las fórmulas arcanas de Evagrio Pónti-
co. Ni siquiera se sirve de los términos técnicos, extraños para un
latino, que Casiano, siguiendo a su maestro Evagrio, utiliza para
clasificar los vicios, como cenodoxia (vanagloria), gastrimargia
(gula), filargyria (avaricia), etc. Más aún: rechaza resueltamente
otros tecnicismos de Casiano que se prestan a u n a mala interpreta-
ción de los vocablos y expresiones más entrañables del cristianis-
m o para encubrir conceptos que le son extraños, como el uso de ca-
ritas en sentido de apátheia (la impasibilidad estoica o evagriana) y
regnum Dei para significar cierto grado de contemplación. Se pue-
de dudar de la autenticidad gregoriana de un pasaje del Comentario
al Cantar de los Cantares, 4, en que aparece la expresión virtus im-
passibilitatis: impassibilitas es un término insólito en la pluma del
gran papa, muy escéptico sobre la «virtud» de la apátheia, que en
Ez. 1,39; Mor. 22,11. Santo Tomás, Summa theologica 2-2, q. 180, a.l; q. 182, a.l
y 2). Pero la vida mixta —la que llevó Cristo con sus discípulos— es superior a la
meramente contemplativa, que, como acabamos de ver, Gregorio cree imposible
en este mundo. Claro es que la vida mixta que ambos autores declaran superior a la
contemplativa, «no es aquella en que la acción distrae de la contemplación, sino
aquella en que la contemplación desborda en acción» (R. Gillet, Grégoire, 886).
Pese a todo, aún hay monjes que no perdonan ni a san Gregorio ni a santo Tomás
que les hicieran tamaño entuerto, y tratan de tergiversar su doctrina.
2. Ni siquiera la «vida» de san Benito, contenida en el libro segundo de los
Diálogos, puede considerarse como una obra exclusivamente monástica, pues san
Benito, además de monje y abad, fue, sobre todo, taumaturgo y profeta, es decir,
un «hombre de Dios», que era lo que interesaba en primer lugar a Gregorio Mag-
no.
3. Cf. R. Gillet en la introducción a Grégoire le Grand, Morales sur Job: SC
32,89,90 y 101-102.
224
Moralia 2,28, designa por su equivalente ciceroniano de constaníia.
Tiene razón R. Gillet cuando escribe, algo tímidamente: «Se diría
que, a juicio de Gregorio, Casiano considera las realidades espiri-
tuales demasiado exclusivamente desde el punto de vista del estado
4
monástico» . Por todo ello parece impropio considerar a Gregorio
5
Magno como el «heredero» del autor de las Colaciones . Gregorio
utilizó a Casiano, pero n o fue su discípulo y seguidor. Gregorio es
un espíritu eminentemente católico. Admite ordines en la Iglesia,
pero le repugnan los apartijos, los cenáculos demasiado exclusi-
vos, la terminología esotérica. En sus sermones —predicados o
escritos— se dirige a todo el pueblo de Dios en un lenguaje co-
rriente, diáfano, como buen pastor de almas. Y pese al amor que
conservó muy vivo a su monasterio del Celio y el recuerdo imbo-
rrable que había dejado en su espíritu los años felices pasados en
él, n o cree que las reglas de la vida espiritual sean tan especializa-
das que no puedan aplicarse a todos los cristianos.
MODERACIÓN E N E L SILENCIO
Hay que saber que, cuando nos privamos de hablar con excesivo
celo, nos encerramos en los claustros del silencio más de lo
necesario, y cuando imprudentemente huimos de los vicios de la
lengua, en el interior nos enredamos en otros peores. Pues muchas
veces, mientras nos privamos excesivamente de hablar, toleramos
un grave parloteo en el corazón, de modo que los pensamientos
hieren en la mente tanto más cuanto más los aprisiona la guarda de
un silencio indiscreto... De ahí que el alma a veces se ensoberbezca
y juzgue como inferiores a los que oye hablar.
S. Gregorio Magno, Moralia in Job 7,37,60.
P L 75,801.
225
dos en particular. Varios autores lo han hecho. Tales estudios han
desembocado en u n a conclusión cierta: san Gregorio M a g n o no
enseñó n a d a nuevo sobre el monacato; su pensamiento es tradicio-
nal, o tal vez mejor, está en consonancia con lo que pensaban y lo
que vivían los monjes de su tiempo en Italia y, en general, en el
m u n d o occidental. Tiene, sin embargo, algunas ideas y expresio-
nes muy sugerentes. Así, por ejemplo, sobre la pobreza del monje.
« P o b r e » —dice— «es aquel que necesita lo que no tiene». Y expli-
ca a continuación cuál es el céntuplo evangélico (Mt 19,2) que re-
cibe quien lo ha dejado t o d o para seguir a Jesús: éste «recibe ya
aquí la perfección del alma, para que ya no apetezca lo que des-
precia»; es decir, quien, no teniendo las cosas terrenales que nece-
sita, no desea tenerlas, ese tal ya n o es pobre, sino rico; ha recibi-
6
do el céntuplo . Cuenta con elogio que el santo abad Esteban
« n a d a poseía en este m u n d o , n a d a buscaba; sólo a m a b a la pobre-
1
za con Dios» . Había recibido el céntuplo. N o habla del trabajo
de los monjes, lo que significa o que éste no presentaba ningún
problema, o que no le d a b a especial importancia. Gregorio acep-
taba implícitamente la promoción social de buena parte del mona-
cato cenobítico, ya realizada anteriormente: los monjes vivían del
8
trabajo de los esclavos o colonos que cultivaban sus tierras . Res-
pecto a la estabilidad en un lugar determinado, leemos estas agu-
das observaciones: «Nos quejamos de que no son buenos los que
viven con nosotros..., juzgamos que ya debían ser todos santos...,
ponemos empeño en cambiar de lugar, escoger una vida secreta y
retirada, ignorando, claro está, que donde falta el espíritu, el lu-
gar no sirve de ayuda...; que los lugares no preservan las almas,
atestigúalo el primer padre del género h u m a n o , que aun en el mis-
mo Paraíso cayó; ...si el lugar pudiera salvar, Satanás no hubiera
9
caído del cielo» .
226
Un rasgo esencial del ascetismo cristiano es, según Gregorio,
su naturaleza preferentemente espiritual. P a r a él, el ascetismo
corporal tiene un valor puramente relativo. Los ayunos, la absti-
nencia, la velas nocturnas, etc., deben regirse por la discreción.
U n a frase gregoriana se ha hecho célebre en los tratados espiritua-
les: « H a y que guardar la templanza de manera que no se mate la
10
carne, sino los vicios de la carne» . La discreción, la justa medi-
da en todas las cosas, como en la alimentación y las conversacio-
nes, debe observarse inviolablemente. La «sutileza de la discre-
ción» (subtilitas discretionis) nos permite encontrar la puerta es-
11
trecha que conduce a la vida . « G r a n d e es, sí, la virtud de la abs-
tinencia; mas, si uno se abstiene de los alimentos para andar juz-
gando mal a los otros por razón de la comida y, además, condena
el que los fieles tomen los manjares, habiéndolos creado Dios para
comerlos con acción de gracias, ¿en qué se ha convertido para éste
la virtud de la abstinencia sino en lazo para la culpa?». Y añade:
«Por eso también el Salmista, a fin de dar a entender que la absti-
nencia n a d a es sin la concordia, dice: 'Alabadlo con panderos y
con acordados conciertos' (Sal 150,4); porque en el pandero el
cuero produce sonido seco, mas a coro las voces suenan acordes.
¿Y qué se significa por el pandero sino la abstinencia, y qué por el
coro o voces armoniosas sino la concordia de la caridad? De ma-
nera que quien guarda la abstinencia, pero abandona la concordia,
12
alaba, sí, con el pandero, pero no con acordados conciertos» . Un
buen p u n t o de meditación para los grandes ayunadores... Casti-
gar el cuerpo (cf. ICor 9,27) es, para san Gregorio, sujetar las pa-
siones desordenadas por medio del ayuno y la abstinencia. Pero
los ascetas deben vigilar m u c h o su intención. P o r q u e «crucifica-
mos nuestra carne con sus vicios y concupiscencias cuando de tal
m o d o mortificamos la gula que no apetecemos ya n a d a de la glo-
ria del m u n d o ; puesto que el que mortifica el cuerpo y desea los
honores, crucifica su carne, pero sirve aún, de u n m o d o peor, al
13
m u n d o por su concupiscencia» .
227
— Desde luego, Gregorio n o muestra un gran entusiasmo por las
austeridades corporales; en realidad, las recomienda sólo en cuan-
to sirven para dominar las pasiones. No hay que entender lamenta
poenitentiae y otras expresiones parejas c o m o si se tratara de
prácticas penitenciales; no tienen un sentido físico, sino espiritual;
14
fes el espíritu quien se aflige y lamenta . Gregorio estima muchísi-
m o la castidad; su delicadeza al tocar temas relacionados con ella
es de u n a finura casi nimia; pero no es u n fanático de la misma, no
la estima si no está sometida a la caridad fraterna: «¿De qué apro-
vecha mortificar la carne con la guarda de la castidad si el espíritu
es incapaz de dilatarse por la compasión y el a m o r al prójimo? De
nada sirve la castidad del cuerpo si no se funda en la benignidad
15
del corazón» . El enemigo no teme la castidad, ni la abstinencia,
ni la renuncia a los bienes temporales, si no van acompañadas de
la caridad; «pero teme m u c h o que tengamos en nosotros verdade-
ra caridad, esto es, el amor humilde que nos mostramos mutua-
16
mente» .
LA SOLEDAD D E L CORAZÓN
¿De qué sirve la soledad del cuerpo si falta la soledad del corazón? E l
que corporalmente vive lejos, pero sigue prisionero de los pensa-
mientos tumultuosos y de los deseos terrenos de la vida humana, no
mora en la soledad.
S. Gregorio Magno, Moralia in Job 30,16,52.
P L 76,553.
228
de imaginar a u n monje a p a r t a d o del torrente de la vida secular
cuyos pensamientos y deseos sigan siendo m u n d a n o s . Si ha canta-
do con lirismos de la mejor ley la nostalgia del monasterio es debi-
do a que encontró en él un ambiente sosegado, silencioso, es decir,
el clima propicio para dedicarse plenamente a la vida espiritual en
el sentido más propio de la expresión: la lectura reposada de la Pa-
labra de Dios, la reflexión, la oración, la contemplación. «Libe-
rarse para Dios solo, entregarse a Dios solo, es la definición de la
vida monástica», según san Gregorio Magno. La frase de la Escri-
tura: «Vacate et videte quoniam ego sum Deus» (Sal 45,11), que
Gregorio interpretaba: «Libraos de preocupaciones terrenas y
contempladme a mí, que soy Dios», constituye para él « u n a espe-
17
cie de legitimación de la vida monástica» . Y no cabe duda que
lo esencial del magisterio de san Gregorio fue y sigue siendo de ti-
po interior: nos inculca el a m o r al universo espiritual que cada
cual lleva dentro de sí, nos ayuda a descubrirlo y explorarlo, nos
guía por los vericuetos del corazón, nos descubre los secretos de la
Escritura y los de la contemplación. Sin terminologías sibilinas,
sin doctrinas esotéricas, sino con claridad y llaneza evangélicas. El
predicador se dirige a t o d o el pueblo de Dios, del que los monjes
forman parte.
«Rediré ad cor»
Se ha dicho con razón que san Gregorio M a g n o pertenece a la
casta de pensadores cristianos que, como Agustín, Pascal y Kier-
kegaard, han colocado en el centro de su visión del m u n d o el dra-
ma de la condición h u m a n a , enfrentada a su propio misterio y al
1
misterio de Dios . Su pensamiento «está centrado en la existencia
h u m a n a , su grandeza, sus penas, ...sus interrogantes, su misterio.
A las especulaciones abstractas sobre el hombre abstracto, Grego-
2
rio preferirá la lectura del libro del m u n d o y de la vida» . P a r a él,
229
la condición h u m a n a n o es una realidad abstracta que pretende
someter a un análisis filosófico, sino el lugar en el que se desarro-
lla la salvación del h o m b r e , de cada u n o de los hombres; pues el
hombre no es un concepto, sino una persona, o por mejor decir,
u n a multitud incalculable de personas, que tienen algo común y
mucho de diferente. En común tienen los hombres su condición de
criaturas a la vez nobles y frágiles, y muy especialmente, de criatu-
ras caídas del estado sublime en el que fueron llamadas a la exis-
tencia. A d á n , padre del género h u m a n o , perdió los gozos del Pa-
raíso, fue arrojado de él, «culpa exigente», y vino a parar en «las
penas del destierro y de la ceguera que padecemos». El pecado lo
lanzó fuera de sí mismo y ya no p u d o contemplar «los gozos de la
patria eterna»: «peccando extra semetipsum fusus illa caelestispa-
triae gaudia, quae prius contemplabatur, videre non potuit». Per-
dió el Paraíso, perdió la «luz de la mente», y nosotros, sus descen-
3
dientes, hemos nacido «en la ceguera del presente destierro» .
El pecado ha sacado al hombre de sí mismo, h a desparramado
su pensamiento. U n a de las nociones más frecuentes en la obra
gregoriana es la oposición entre lo exterior y lo interior; u n a de sus
exhortaciones más reiteradas, el llamamiento a recogernos del
m u n d o exterior al m u n d o interior, a lo íntimo de nuestro ser.
«Arrastrados por la voz de tantos preceptos, ayudados por tantos
ejemplos y símiles, volvamos a nuestro corazón»: «ad corda nos-
4
tra redeamus» . En el corazón está situado el pensamiento, que
anima toda la persona; el cuerpo al fin y al cabo, no es más que el
organum cordis, el instrumento del pensamiento. «Volver al cora-
zón» significa tomarse a sí mismo como intentio cordis, esto es,
como objeto del pensamiento. Sólo así el hombre será capaz de
encontrar y mantener en su pensamiento y en su conducta la recti-
tudo propia de la mens recta, que es todo lo contrario de la mens
caeca y del animus captus. Más aún: rediré ad cor confiere al
hombre la facultad de adaptarse a la rectitudo suprema de Dios y
participar de ella. Es una experiencia fundamental en sus aspectos
reflexivo y existencial que le permite encontrar su propia rectitudo
3. D4,l.
4. Mor. 25.19.
230
y le conduce de nuevo a la regla suprema, para dar sentido a su vi-
5
da y a sus actos .
Esta reflexión sobre sí mismo sacada del gran libro de la vida y
llevada a cabo a la luz de la fe, no es puramente intelectual; la ins-
pira y dirige el amor. P o r q u e , como dice Gregorio, la inteligencia
no comprende si no ama; el amor mismo es conocimiento: «ipse
6
amor notitia est» . En el núcleo central de la experiencia cristiana
se encuentra el espacio de la interioridad en el que t o d o hombre
tiene que enfrentarse al misterio de Dios, del m u n d o , de sí mismo.
Esto requiere un gran esfuerzo personal, y una gran dosis de gra-
cia divina. P o r eso, muchos hombres e incluso pueblos enteros se
hallan todavía alejados de ese centro vital que es el corazón y se
extravían en la periferia, sin decidirse a entrar de lleno en el meo-
llo de la vida cristiana.
Benito de Nursia, el « h o m b r e de Dios» más insigne de la Italia
del siglo vi, «habitó consigo mismo» (habitavit secum)», es decir,
como explica Gregorio, «siempre atento a la custodia de sí
1
propio..., n o dejó vagar fuera de sí el ojo de su espíritu» . Benito
es un ejemplo insigne de la «vuelta al corazón». Se había recogido
en sí mismo de la dispersión y vagabundeo de los pensamientos.
Vivía con Dios su propia interioridad. No temió enfrentarse al
propio misterio, al misterio simplemente h u m a n o . P o r q u e todo
h o m b r e que reflexione, descubre la contradicción entre su condi-
ción corporal y su ser espiritual, su fuerza y su debilidad, su gran-
deza y sus miserias. El hombre «es cielo cuando por el deseo está
adherido a las cosas de arriba», y «es infierno cuando, agitado
8
por la noche de sus tentaciones, yace en lo h o n d o » . Y si t o m a
otro camino, el de la experiencia y la reflexión sobre el m u n d o , to-
pa con el mismo misterio. El hombre es incapaz de resolver el
enigma del hombre. No tiene escapatoria: debe aceptarse como un
misterio. «Deja a la potencia del Creador lo que n o puedes com-
9
prender de ti mismo», le aconseja Gregorio . En este conocimien-
231
to-desconocimiento de sí mismo consiste la verdadera ciencia del
hombre.
En la cámara interior en que se estudia a sí mismo, el hombre
descubre su grandeza, pero por lo común se da más cuenta de su
pequenez, de sus miserias y, sobre t o d o , de su pecado. Gregorio,
en la basílica de Santa Inés y en el día de su «natalicio», contem-
pla j u n t o con el pueblo el portento del temprano martirio de la
santa: «¿Qué decimos ante esto nosotros, hombres barbados y,
sin embargo, débiles, que vemos a las niñas ir al cielo a través del
hierro; nosotros, a quienes domina la ira, hincha la soberbia, per-
10
turba la ambición y m a n c h a la lujuria?» . Las pasiones desata-
das, los pecados, la inveterada propensión al mal despiertan en el
ánimo de quien persevera examinándose a la luz de Dios u n a reac-
ción más o menos violenta de arrepentimiento, angustia y temor,
que acaso desemboque en u n a conversión total, que a su vez cons-
tituye la puerta de entrada de la vida monástica. De todos modos,
sea cual fuere el peso de sus pecados, el h o m b r e no tiene derecho a
desesperar. «Yo estoy mirando a Pedro, me fijo en el ladrón, miro
a Z a q u e o , veo a María [Magdalena], y no hallo en ellos sino m o -
delos de esperanza y de penitencia puestos delante de nuestros
ojos». ¿Has decaído en la fe? Mira a P e d r o . ¿Has sido cruel con
tus semejantes? Mira al ladrón arrepentido. ¿Has robado lo aje-
no? Mira a Zaqueo, ¿Perdiste la pureza del cuerpo? Mira a María
Magdalena. «Ánimo, que Dios omnipotente por doquiera nos p o -
11
ne a la vista ...ejemplos de misericordia» .
232
son cuatro realidades tan íntimamente vinculadas entre sí que con
frecuencia se mezclan y casi se confunden.
En su maravillosa homilía sobre el Evangelio de J u a n (20,11-
18) —«María estaba fuera llorando, cerca del sepulcro»— señala
Gregorio el nexo que existe entre la compunción y el amor y deseo
de Dios: «Buscaba al que no hallaba, y, buscándole, lloraba; e, in-
flamada en el fuego de su a m o r , ardía en deseos de encontrar al
que creyó r o b a d o . De aquí resultó que al cabo le viera solamente
la que había perseverado en buscarle; pues cierto es que la virtud o
valor del bien obrar está en la perseverancia». María ya había vis-
to el sepulcro vacío, ¿por qué mira de nuevo? P o r q u e «al amante
no le basta haber mirado u n a vez, pues la fuerza del amor acre-
cienta el deseo de inquirir. P o r eso primero buscó y no halló; per-
severó buscando, y de ahí resultó que hallara; sucedió que con la
dilación crecieran los deseos y que estos deseos crecidos lograran
hallarle».
Dulce es, sí, estar en las cosas humanas, mas para quien no ha
saboreado todavía gozo alguno de los cielos; porque, cuanto menos
comprende los gozos eternos, tanto más placenteramente descansa
en los temporales. Pero, cuando uno ha gustado ya con el paladar
del corazón cuál sea la dulcedumbre de los premios celestiales, cuál
el coro de los ángeles cantores de himnos, cuál la visión de la
incomprensible Trinidad, a éste, cuanto más dulce le es lo que inte-
riormente ve, tanto más amargo se le trueca todo lo que soporta por
defuera; enójase consigo por las cosas que recuerda haber hecho mal
y se disgusta de sí mismo cuando ya comienza a gustarle Aquel que
todo lo creó; reprime los pensamientos, se acusa en las palabras y
con lágrimas castiga o corrige las obras; anhela las cosas de arriba,
desprecia, sin hacerlas caso, todas las cosas terrenas, y, mientras
no posee todavía en realidad lo que desea, tiene por dulce el llorar y
afligirse con lamentos continuos; y porque ve que no se halla
todavía en la patria para la que ha sido creado, en el destierro de esta
vida no hay cosa que le agrade más que su amargura. Tiene por
indigno el estar sujeto a las cosas temporales y suspira ardien-
temente por las eternas.
S. Gregorio Magno, In Ez 1,10,43.
233
En este momento el predicador vuelve la vista atrás, al poema
inefable e inexhausto que es el Cantar de los cantares. Y ve a la Es-
posa, es decir, la Iglesia, buscando a su A m a d o . Es de noche. Da
vueltas por la ciudad, recorre plazas y calles. Gregorio comenta:
«cuando andamos buscando, nos encuentran las patrullas que
rondan la ciudad, es decir, los santos Padres», que son los guar-
dianes de la Iglesia; éstos «salen al encuentro de nuestros buenos
deseos, para enseñarnos, ora con sus escritos, ora con sus pala-
bras». Entre tanto, «los santos deseos crecen con la dilación;
pues, si con la dilación desfallecen, no fueron verdaderos deseos».
Cuantos han alcanzado la verdad, arden en tales anhelos. Por eso
exclama el Salmista: «Mi alma está sedienta de Dios fuerte y vivo.
¡Cuándo llegaré y me presentaré ante el rostro de Dios!» (Sal 41,2).
Y en otro lugar ordena: «Buscad continuamente su rostro» (Sal
104,4). E Isaías asegura: «Mi alma te desea en la noche, y mientras
haya aliento en mis entrañas me dirigiré a ti desde el amanecer» (Is
3
25,9) .
La experiencia propia habla por boca de Gregorio cuando ase-
gura que el alma del h o m b r e que busca el rostro de su Creador,
«se vuelve ansiosa con el deseo, tiene por vil cuanto le gustaba;
fuera del Creador, nada le place; ...nada alivia su tristeza mien-
tras no llegue a ver al que desea; la misma luz le causa fastidio; y
con tal fuego en el alma se consume la herrumbre y queda el alma
encendida en deseos como un ascua de o r o » . María Magdalena es
un bellísimo ejemplo de amor de Dios ardiente y activo. Busca.
No se cansa de buscar y merece ver primero a dos ángeles y des-
pués al Maestro resucitado, al que no reconoce hasta que él la lla-
ma por su nombre: ¡María!, «como si claramente le dijera: Reco-
noce a quien te conoce». Y Gregorio concluye: Jesús era «el mis-
mo a quien buscaba por fuera y el mismo que interiormente la en-
4
señaba a buscarle» .
El corazón del hombre no experimenta de verdad su pecado y
toda la inmensa desolación de su destierro, ni brota de él arrepen-
timiento, ni es arrebatado por el amor y deseo de Dios, ni le arras-
3. In Ev. 25,1-2.
4. Ibid. 2,5.
234
tra incoercible la necesidad de verle y contemplarle, hasta que el
mismo Dios le hiere con u n a saeta candente: la compunción.
Gregorio Magno ha tratado casi continuamente de la conpun-
ción. A él se debe atribuir el doble mérito de haber devuelto al vo-
cablo la plenitud de sentido que tenía en san Gregorio de Nisa, y
de haberle comunicado más precisión y amplitud , de tal m o d o
5
235
«dónde estuvo» (ubifuit), «dónde estará» (ubi erit), «dónde está»
1
(ubi est) y «dónde no está» (ubi non est) . El hombre estuvo lejos
de Dios por sus pecados, despilfarrando sus dones. Estará en el in-
fierno, por justo juicio de Dios, si no se enmienda. Está en medio
de toda suerte de miserias y calamidades. No está disfrutando de
los bienes eternos, hacia los que las precedentes reflexiones le em-
pujan de un modo irresistible.
Estas clasificaciones no son completas. En realidad, la com-
punción no se deja encerrar en una fórmula. Respeto, humildad y
lemor —actitudes fundamentales del h o m b r e ante el mysterium
tremendum de la divinidad— constituyen tres elementos esencia-
les de la compunción. Pero no son los únicos. C o m o tampoco el
dolor y arrepentimiento de los propios pecados es su único efecto.
I a compunción se nos revela una y múltiple. Le pasa lo que a las
lágrimas, que con tanta frecuencia la acompañan.
Un hecho de pura fisiología, las lágrimas son también u n a
cuestión psicológica. Ciertas emociones vivas pueden activar la se-
creción de lágrimas. Causas habituales de las lágrimas suele ser el
dolor físico y más aún el moral, bajo todas sus formas: duelo, tris-
teza, aflicción, arrepentimiento, melancolía, nostalgia... Se puede
llorar de rabia, de cólera, de desesperación, de compasión, de
arrepentimiento. Las causas de las lágrimas son tantas como las
facetas del dolor moral. Pero también existen las lágrimas de ale-
gría, de agradecimiento, de deseo... Las lágrimas indican de ordi-
nario la intensidad de una emoción. Gregorio p u d o leer en la Es-
critura lo que se ha llamado la «historia sagrada de las lágrimas»
—la Biblia, en efecto, habla con frecuencia de personas que
lloran—; a él le interesan en cuanto están unidas a la compunción
como uno de sus componentes más constantes, aunque no impres-
cindible, pues hay hombres y, sobre todo, mujeres que lloran con
gran facilidad y por causas fútiles, mientras otras, por grandes y
aun enormes que sean sus emociones, nunca llegan a llorar. En es-
le sentido —lágrimas de compunción o compunctio lacrimarum—
236
eran las lágrimas un don de Dios; el «don de lágrimas» que los
siervos de Dios ambicionaban y pedían en sus oraciones, siguien-
do el ejemplo de Axá.
«írriguum inferius»
«Axá se bajó del burro, y Caleb le preguntó:
—¿Qué te pasa?
Contestó:
—Hazme un regalo. La tierra que me has dado es de secano, da-
me alguna alberca.
Caleb le dio la alberca de arriba y la de abajo» (Jos 15,18-19).
Gregorio Magno inmortalizó este pasaje bíblico. Axá, hija de
Caleb, no había recibido de su padre más que una tierra árida, ex-
puesta al mediodía. Axá suspiró y suspiró, hasta conseguir de su
padre el agua que le hacía falta. Caleb fue generoso. Según la ver-
sión latina, le dio una tierra regada por las aguas de arriba y otra
regada por las aguas de abajo: irriguwn superius e irriguum infe-
rius. Algunos —comenta Gregorio— han recibido muchos dones:
la fe, el amor a la justicia; pero todavía no poseen el don de lágri-
mas. Los tales, al igual que la pobre Axá, no tienen más que un te-
rreno seco, requemado por el sol. El alma que carece del don de
lágrimas debe hacer como Axá: pedírselo a su Creador con gran-
des gemidos. Dios se lo concederá '.
Los antiguos no disociaban fácilmente lo espiritual de lo sensi-
ble. Lo que llevaban dentro lo manifestaban a m e n u d o exterior-
mente. C u a n d o Agustín mencionaba el pecado en su predicación,
sus oyentes empezaban a darse grandes golpes de pecho; los gritos
de terror sagrado siguen formando parte de la liturgia caldea... Y,
por otra parte, carecían los antiguos de la prevención moderna
contra la devoción sensible. N o se avergonzaban de llorar. Esti-
maban en el más alto grado el don de lágrimas; si las ocultaban,
era por humildad. Las tierras regadas desde abajo serán las prime-
ras que atravesarán los corazones desolados bajo el peso de sus
pecados. Dios les hará la gracia de pasar por ellas, regándolas con
237
las lágrimas del temor, del arrepentimiento sincero. La misma
2
compunción servirá de arado para labrar la tierra del corazón .
Su oración no se expresará en párrafos cuidadosamente compues-
3
tos, sino en amargos gemidos de compunción . La lectio divina
traspasará su alma con el dardo del dolor y la espada del arrepenti-
miento, de tal modo que nada la satisfará sino «llorar y lavar sus
4
manchas con lágrimas» . Gregorio lo ha comprobado: «Con fre-
cuencia vemos que algunos se han entregado con toda el alma» a
leer la Escritura, y cuando las palabras del Señor les han revelado
«en cuánto han delinquido, se han deshecho en lágrimas, se han
afligido con una continua tristeza y no hallan deleite en prosperi-
dad alguna de este m u n d o , de tal manera que la vida presente se
les hace amarga...; solamente del llanto y del silencio gozan por
5
amor del Creador» .
En cada uno de sus grados o facetas, la compunción tiene algo
de doloroso y triste, pero también mucho de amor. Y el amor irá
siempre en aumento en el corazón compungido, hasta el punto de
que Gregorio podrá hablar abiertamente de una compunción de
6
tristeza y una compunción de alegría , que no deben tomarse co-
mo dos clases diferentes, sino como dos aspectos o dos tiempos de
una misma compunción. Sólo que el aspecto triste, aunque sin
quedar anulado del t o d o , acabará por ceder ante el gozoso. El
mismo «doctor de la compunción» aconseja no demorarse en el
1
primero, para solazarse en el segundo .
«írriguum superius»
A la compunción de alegría alude el versículo de J o b 33,26:
«Suplicará a Dios y será atendido, verá con júbilo su rostro, can-
tará a los hombres su salvación», según lo comenta Gregorio. «In
iubilo» expresa, conforme a su etimología y a su uso bíblico, una
2. In Ez. 1,3,16.
3. Mor. 32,22,43.
4. InEz. 2,2,1.
5. In Ez. 1,10,11.
6. Cf. Mor. 24,10; In Ez. 2,10,20 y 2 1 .
7. Cf. Mor. 7,13.
238
alegría espiritual que p r o r r u m p e en gritos de gozo y cantos. Y esta
alegría se convierte en nostalgia del más allá. «La compunción,
lengua invisible, habla silenciosamente a los hombres que buscan
a Dios. P a r a ellos, el canto celeste no está d o r m i d o , porque su es-
píritu conoce la suavidad de la alabanza de lo alto y tiende el oído
del amor para percibirla. Interiormente, en efecto, oyen lo que
ambicionan, el deseo de Dios les descubre los bienes celestiales
que serán su recompensa... T o d o lo visible les estorba, puesto que
los separa de lo que oyen en su propio interior... Su alma, fatiga-
da de los trabajos de este m u n d o , se eleva sin cesar, p a r a rehacer-
se, hasta este gozo celestial, y el canto del cielo, que irrumpe en
ellos por el oído del corazón, les hace desear todos los días la com-
pañía de los ciudadanos de lo alto» '.
Nos hallamos ya en la tierra regada desde arriba, «Írriguum
superius». La compunción viene del cielo, y produce lo que Gre-
2
gorio llama «lágrimas alegres» . Es la contemplación de la gran-
deza de Dios lo que produce estas lágrimas. O mejor, el deseo de
la plena realización del ideal contemplativo, que sólo puede lo-
grarse en el t r a s m u n d o . írriguum superius! Lo que pincha, lo que
duele al alma que arde «en deseos de ver el rostro de su Creador»
y apetece «con todas sus ansias hallarse presente a los coros de los
ángeles que cantan himnos, mezclarse con los ciudadanos del cielo
y gozar de la eterna incorrupción en la presencia de Dios», es que,
«por mucho que sea el amor en que arda, por mucho que el pensa-
miento tienda al Señor, no logra ver» tan perfectamente como
3
quisiera, «sino que sólo principia a ver lo que a m a » .
El írriguum superius se riega con las lágrimas del deseo de
Dios. ¿Qué puede hacer el h o m b r e herido por la compunción del
deseo sino llorar su exilio? Anhelare, suspirare, aspirare, son tér-
minos muy usados por Gregorio. O t r o de sus temas preferidos es
el vuelo espiritual sobre las alas del deseo, un deseo cada vez más
ardiente, más urgente, más insoportable. La herida que produce
la compunción no mata, vivifica. O mejor, m a t a y vivifica al mis-
1. Mor. 30,20.
2. Mor. 24,10.
3. in Ez. 2,2,8.
239
mo tiempo. Atrofia y destruye el amor del m u n d o y, encendiendo
y atizando más y más en el hombre el fuego de la contemplación,
hace que ame con todas sus fuerzas a aquel cuyo mysterium tre-
mendum trataba de huir. «Vilescunt omnia», todo pierde valor en
4
este m u n d o . C u a n d o el hombre ha gustado las mieles de la vida
celestial, a b a n d o n a cuanto posee, muere desde ahora a todas las
5
alegrías m u n d a n a s , y se lanza hacia la meta, unas veces corrien-
d o y otras volando en alas del amor. La compunctio cordis, esta
herida del corazón que no le deja vivir en paz, se convierte en lo
que Gregorio ha llamado con u n a expresión magnífica: concupis-
6
centia divinitatis, «apetito de la divinidad» , que ya no se extin-
1
guirá hasta ser plenamente satisfecho .
4. In Ev. 25,2.
5. Cf. Mor. 6,16,23.
6. Mor. 4,33,67.
7. Sospecha razonablemente P. Catry (Amour, 275) que Gregorio tuvo una
experiencia extraordinaria del amor de Dios antes de hablar de él con tan profunda
convicción. En efecto, su lenguaje, que es la misma sinceridad, no puede engañar-
nos. Habla de lo que conoce experimentalmente: de lo que ha vivido con intensi-
dad inusitada en un pasado seguramente no muy remoto y de lo que sigue viviendo
de algún modo. N o intenta definir el amor, sino introducirlo en la conciencia y en
la vida de sus oyentes o lectores. Les señala los caminos que les conducirán al pun-
ió donde ellos mismos podrán experimentarlo.
veces como quisiéramos. De ahí la importancia única de la humil-
dad, que no es otra cosa que el reconocimiento de nuestra triste
verdad. «Es importantísimo saber» —leemos en Morales 18,38—
«que el alma será tanto más grata a los ojos de Dios cuanto, por
amor a la verdad, se haga más despreciable a sus propios ojos».
Prae amore veritatis. La verdad, el reconocimiento de la propia
verdad, es la raíz de la humildad; o, en otras palabras: la humil-
dad no es otra cosa que el juicio verdadero que el hombre se for-
ma de sí mismo, el reconocimiento de su debilidad moral.
Gregorio ha proclamado la humildad como «maestra de la rec-
1 2
titud» y «maestra de todas las virtudes» , de las cuales es ori-
gen, raíz, guardiana. Comienza y no acaba hablando de la excelsa
3
virtud que nos permite «subir siempre a lo más alto» , la verdade-
4
ra sabiduría del hombre , la que «hace de los hombres conciuda-
5
danos de los ángeles» . El gran valor de la humildad procede del
ejemplo que nos dio el Salvador en su pasión y muerte. Dios se hi-
zo h o m b r e para enseñarnos la verdad de nuestra condición. ¡Qué
grande es la virtud de la humildad, pues, para enseñárnosla en su
realidad, aquel cuya grandeza no puede evaluarse, se hizo peque-
6
ño hasta sufrir!» . Desde que «la humildad de Dios se convirtió
1
en instrumento de nuestra redención» , es esta virtud signo de
elección, y marca distintiva de «los que militan bajo el Rey de la
8
humildad», Cristo . Su importancia indiscutible en la vida huma-
na se desprende de dos de sus privilegios que Gregorio se compla-
ce en subrayar: es la puerta de la contemplación y la condición
9
esencial para recibir el Espíritu . «El hinchazón del orgullo ciega
l0
el ojo de la contemplación» . El Señor colma al alma de sus se-
cretos proporcionalmente a su humildad. Gregorio relaciona ex-
1. Mor. 25,36.
2. Mor. 23,13,24.
3. In Ev. 1,7,3.
4. Cf. Mor. 28,2,11.
5. Mor. 34,23.
6. Ep. 5,44.
7. Mor. 24,22,54.
8. Mor. 24,23,56.
9. Cf. R. Gillet, Grégoire, 890-891; P . Catry, L'humilité, passim.
10. Mor. 27,79.
241
11
plícitamente los carismas de san Benito con su humildad , y cita
nueve veces u n versículo de Isaías (66,2), según la antigua versión
latina: «¿Sobre quién reposará mi Espíritu sino sobre el hombre
humilde y pacífico que tiembla ante mi palabra?». No hay acceso
a los dones del Espíritu sino a través de la humildad. El Espíritu
enaltece a los pobres, a los sencillos, a los humildes. Habita en los
santos que no se engríen; en ellos reposa con la plenitud de sus do-
nes.
A Gregorio —lo hemos visto— le tocó vivir en tiempos extre-
m a d a m e n t e difíciles, desastrosos, casi apocalípticos; ello contri-
buyó sin duda a aguzar su gran sensibilidad respecto a la caduci-
dad de todo lo terreno. Algunos autores piensan que estaba con-
vencido de la proximidad inmediata del fin del mundo. «Roma no
será destruida por los bárbaros» —había profetizado san Benito—,
«pero ella misma se consumirá, quebrantada por las tempestades,
las tormentas, los huracanes y un terremoto». Tuvo razón, pues
«en esta ciudad hemos visto las murallas destruidas, las casas de-
r r u m b a d a s y las iglesias demolidas por el huracán, y caerse los
monumentos irresistiblemente arruinados, como exhaustos de
12
tanta antigüedad» . C o n frecuencia e intensidad inusitada expe-
rimentó en sí y en su entorno lo que él llamaba los «azotes de
13
Dios» (flagella Dei) : el azote de los godos, el de los lombardos,
varias inundaciones, sequías, hambrunas, sus propios sufrimien-
tos físicos y morales. P o r q u e también son flagella Dei el frío in-
tenso y el calor aplastante, el hambre y la sed, las enfermedades,
las calumnias, las persecuciones, incluso las tentaciones. Su reac-
ción tanto frente a semejantes catástrofes como ante las tribula-
ciones personales fue ejemplarmente cristiana. Dios —dice— nos
habla en la Biblia, pero también en los acontecimientos. Acepte-
mos sus flagelos. H a y que sufrirlo todo con paciencia inquebran-
11. Los dones del Espíritu que Benito posee le vienen de la gracia del Reden-
tor, quien no la concede más que a los humildes. Cf. D 2,8.
12. D 2,15,3.
13. Mor., Ep. missiva a Leandro de Sevilla, 11 y 13; 14,37,45; In Ev. 35,9.
También se sirve de los términos adversitas, adversa, íentatio, tribulatio. Habla de
estas pruebas generales o alude a ellas unas cien veces en los Moralia in Job y otras
cien en las otras obras. Cf. R. Gillet, Spiritualité, 337, nota 60.
242
table. Después de recordar «cuántos males soportó nuestro Re-
dentor por sus criaturas» —injurias, golpes, escarnios, hasta la
misma muerte, «siendo él la Vida»—, Gregorio se pregunta:
«¿Por qué, pues, se tiene por cosa d u r a el que u n h o m b r e aguante
de Dios los azotes a cambio de males, cuando Dios soportó de los
14
hombres tantos males a cambio de bienes?» . La paciencia nos es
sumamente necesaria. P e r o n o sólo debemos resignarnos: hay que
dar gracias al Señor por todas y cada una de tales tribulaciones.
Pues si los azotes de Dios hieren y atormentan, su finalidad es co-
rregirnos y purificarnos.
M. Spanneut ha llamado a san Gregorio M a g n o «el gran espe-
15
cialista latino de la paciencia» . Gregorio, en efecto, n o se cansa
de hablar de ella, de descubrirle nuevas facetas. La homilía predi-
cada en la basílica de san Mames que comenta a Lucas 21,9-19,
puede considerarse como un breve tratado, sobre la paciencia, en
el que la psicología y la experiencia personal del predicador repre-
sentan un gran papel. Lucas pone en labios de Jesús la sentencia:
«Mediante vuestra paciencia poseeréis vuestras almas». Gregorio
une a este texto otro de san P a b l o : « L a caridad es paciente, es be-
nigna» ( I C o r 13,4). Y n o duda en afirmar que la virtud de la pa-
16
ciencia es «la raíz y la guardiana de todas las virtudes» ; que la
caridad «es paciente para tolerar los males ajenos, y es benigna
para amar a los mismos a quienes soporta»; que, como la misma
Verdad nos m a n d a amar a nuestros enemigos, hacerles bien y ro-
gar por ellos (Mt 5,44), la paciencia, ante los hombres, «consiste
en soportar a los enemigos, pero ante Dios, en amarlos» " . Ense-
ñ a también que hay dos martirios — « u n o en el alma y otro en la
obra»—; por la paciencia sufrimos en el alma el martirio que n o
sufrimos en el cuerpo; «podemos ser mártires... con tal que guar-
l8
demos de verdad la paciencia» . Insiste Gregorio en que la pa-
,9
ciencia « a m a a quienes soporta» . En una palabra, la paciencia
243
es la actitud fundamental del hombre, a menudo tan asenderado en
la presente vida. « N o existe la virtud de la paciencia en la prosperi-
dad. Sólo es realmente paciente quien está quebrantado por la ad-
versidad y, sin embargo, no se desvía del camino recto de la espe-
20
ranza» . La paciencia puesta a prueba continuamente sea por el
21
mismo Dios,, sea por los demonios tentadores, sea por el prójimo ,
22
es «mayor que los signos y prodigios» . «Ninguno de los santos al-
23
canzó la gloria celestial sino a través de la paciencia» .
T o d o fiel cristiano debe ser humilde, ejercitar la paciencia ba-
jo todos sus aspectos, sujetarse a los preceptos divinos y no hacer
24
su propia voluntad, sino la de Dios . La obediencia incumbe a
t o d o cristiano. Pero al monje, mucho más. La obediencia, en
efecto, imprime su marca de autenticidad al ascetismo cristiano.
El monje no sólo obedece a Dios, sino también a su abad, es decir,
a u n h o m b r e que le manifiesta lo que Dios espera de él. No siem-
pre es fácil obedecer al abad y demás superiores. «Los santos va-
rones» —observa Gregorio—, «cuando gobiernan, no contem-
plan en sí el poder del orden, sino la igualdad de condición, y no
se alegran de estar al frente de hombres, sino de servirles» —«nec
25
praeesse gaudent hominibus, sedprodesse»— . Lo que es magní-
fico y evangélico. P e r o Gregorio sabe muy bien por experiencia
que no todos los superiores son lo que debieran ser; la Regla pas-
toral nos ilustra abundantemente sobre este p u n t o . También en el
resto de sus obras hallamos n o pocos pasajes sobre superiores que
n o tienen presente u n a cosa fundamental: que participan de la
misma condición h u m a n a de aquellos que les están sometidos vo-
luntariamente por amor de Dios. «Hemos sabido a menudo que
muchos de los que gobiernan exigen de sus subditos un temor de-
sordenado y quieren que se les venere no t a n t o a causa del Señor
como en lugar del Señor. Pues interiormente se exaltan con el hin-
244
chazón del corazón, y desprecian a todos sus subditos al compa-
rarlos consigo, y n o les sirven poniéndose a su nivel, sino que los
oprimen como señores; y eso porque se exaltan pensando grandes
cosas de sí mismos y no se reconocen iguales a aquellos a quienes
26
les toca gobernar» . Es triste, pero no importa gran cosa a quie-
nes se p r o p o n e n seguir los pasos de Cristo. A d á n se vio arrojado
del Paraíso por haber hecho su propia voluntad; Jesús, el segundo
A d á n , mostró a lo largo de su vida haber hecho la voluntad del
Padre, no la suya, y nos enseñó a permanecer en el Paraíso inte-
rior que cada cual lleva en sí. Y Gregorio añade que, si seguimos
su ejemplo de obediencia, Cristo cierra delante de nosotros el ca-
27
mino de salida . Según esto, la obediencia viene a ser la muralla
que rodea el P a r a í s o del alma; en él permanecemos seguros con tal
que no nos salgamos de la obediencia. ¿Qué más puede desear el
monje en este m u n d o que vivir en ese Paraíso interior y gozar de la
28
contemplación de Dios? .
245
se aplicaba a leer, releer, meditar, escudriñar y, si vale el vocablo,
exprimir la que él, desarrollando u n a c o m p a r a c i ó n que p u d o leer
en la Vita Antonii, llamaba, entre otras cosas, la «carta de Dios a
2
los h o m b r e s » . Y, lo que es m á s , la c o n t r a s t a b a con su propia ex-
periencia vital día a día, la interiorizaba y actualizaba hasta tal
p u n t o que acabó por integrarla en su existencia.
L A ESCRITURA, COMIDA Y B E B I D A
2. B. de Vregille: DS 4,169.
246
N u n c a la consideró como u n a simple narración, por valiosa
que fuera. La Escritura no cuenta la historia de la salvación, sino
que es la historia de la salvación. Más allá de su sentido literal e
histórico, la exégesis sutil de Gregorio descubre en cada uno de sus
episodios, en cada personaje, por no decir en cada palabra, un sig-
nificado moral y espiritual capaz de resolver todas sus dudas y
problemas, y fortalecer su espíritu en medio de tantas calamida-
des.
Gregorio, con su amor a la P a l a b r a de Dios, su caridad y su
sentido del deber de predicar, alimentó a la grey espiritual que le
estaba confiada, pero también, sin pretenderlo, a una multitud in-
contable que leyó sus obras a través de los siglos. Sus comentarios
a J o b y a Ezequiel, sus homilías sobre los Evangelios, sustentaron
abundantemente a generaciones de monjes. Utilizando con discre-
ción la obra exegética de Agustín, Ambrosio, Jerónimo, Orígenes,
Casiano y otros, les ofreció u n a interpretación de la Escritura de
tipo preferentemente alegórico y espiritual, a m e n u d o llena de en-
canto y finura, y admirablemente adaptada a la mentalidad me-
dieval. Gregorio orientó la inteligencia amorosa con que los mon-
jes se aplicaron a la lectio divina; algunos le imitaron al redactar
sus propios comentarios bíblicos: Beda el Venerable en Inglaterra,
Ambrosio Autperto en Italia, Alcuino, Pascasio Radberto y Rá-
b a n o M a u r o en pleno renacimiento carolingio, por no citar sino a
algunos de los más eminentes. San Gregorio supo tocar la fibra ín-
tima del corazón medieval. No es de extrañar que tuviera un éxito
incomparable en los monasterios y eremitorios.
Hasta el siglo x n no h u b o u n a teología sistemática. T o d a la
erudición teológica se concentraba en la exégesis. C o n sus cuatro
sentidos, la Escritura ofrecía materia a las más ingeniosas combi-
3
naciones tanto dogmáticas como espirituales . La formulación de
los diversos sentidos de la Escritura fue larga y laboriosa. Unos
hablan sólo de dos, otros de tres, otros finalmente de cuatro. La
cosa venía de lejos, de Oriente, como casi t o d o . Con Agustín pasa
247
a Occidente. Gregorio extrae de sus escritos fórmulas precisas y se
convierte en u n o de los principales iniciadores y patronos de la
doctrina medieval de los cuatro sentidos; aunque sería injusto ol-
vidar a Casiano, autor o divulgador de otro esquema. Mediante la
aplicación de los cuatro géneros sucesivos de interpretación se pre-
tendía obtener toda la comprensión de la P a l a b r a de Dios que era
posible alcanzar en la vida presente. Gregorio, a decir verdad, n o
propone explícitamente más que tres sentidos: el histórico o lite-
ral, el alegórico y el moral, aunque a veces subdividió este último
en moral propiamente dicho y espiritual, que es un sentido más
4
profundo y más contemplativo . P a r a Gregorio la divinae doctrí-
nele eruditio era simplemente la enseñanza que podemos extraer de
la Escritura; el santo papa no concebía otra «theologia» que la
5
que consiste en «sacri eloquii erudiri mysteriis» .
La obra exegética de Gregorio es esencialmente espiritual. Los
Padres anteriores buscaban en la Biblia u n a teología, una luz que
iluminara el misterio de Dios, de Cristo, de la Iglesia. Gregorio se
interesa sobre todo por el sentido místico. Es un contempativo, un
«experto» en el significado original del vocablo: es alguien que ha
experimentado lo que enseña y sigue buscando nuevas experien-
cias de lo divino. La letra, la historia tienen su importancia. Pero
lo que supera con creces todas las otras interpretaciones es la que
proporciona el «sentido místico», el «misterio de la alegoría», la
«verdad profética», la «moral», es decir, la espiritualidad. Pero
Gregorio no es un simple monje que busca a Dios en la Biblia; es
también un rector, u n praedicator, un pastor de almas que debe
hacer inteligibles en lo posible y atractivos siempre los misterios de
la Escritura, valiéndose de todos los medios que están a su alcance
y, a menudo, con u n a sonrisa en los labios. A u n q u e muchas veces
parece divagar dejándose llevar por los meandros del texto que co-
menta, en realidad conserva siempre u n a visión muy unificada de
la Escritura, centrada en el misterio pascual de Cristo y fundada
en una conciencia muy aguda de la unidad del pueblo de Dios a
través de las diferentes fases de su historia, desde los santos del
248
LA ESCRITURA: L E T R A Y ALEGORÍA
249
Bernard de Vregille y P a t r i k k Catry h a n expuesto magnífica-
mente, con gran acopio de citas, los p u n t o s capitales de la ense-
ñ a n z a de san Gregorio sobre la Escritura. A n t e t o d o , sus invita-
ciones fervientes a meditarla. «Os ruego, queridos h e r m a n o s , que
os apliquéis a rumiar la p a l a b r a de Dios. ¡No desdeñéis el mensaje
1
que os dirige nuestro R e d e n t o r ! » . Y al médico imperial T o d o r o :
« ¿ Q u é es la Sagrada Escritura sino una carta de Dios t o d o p o d e r o -
so a su criatura?». C o n qué respeto, con que asiduidad leería Teo-
d o r o u n a carta de su e m p e r a d o r , y acaso descuida la lectura de la
carta de Dios a los h o m b r e s en general y a cada u n o de ellos en
8
particular .
E L FUEGO DE L A ESCRITURA
7. In Ez. 2,3,18.
8. Ep. 4 , 3 1 .
250
puerta de doble umbral», «el agua de Cana que se convierte en vi-
no», «el fruto sabroso bajo la cascara insípida»... Llegar hasta la
dulzura del sentido espiritual n o es tarea fácil; p a r a lograrlo, hay
que observar ciertas reglas. La Biblia, en primer lugar, es un pan
que debe consumirse en el interior de la Iglesia, en la caridad cató-
lica; los herejes, por m u c h o que se afanen, nunca lograrán descu-
brir el meollo de la Escritura, que es precisamente la caridad. Hay
que ser humildes y perseverantes en la búsqueda. Hay que vivir en
obediencia a la Palabra de Dios. A los verdaderos siervos de Dios
las palabras de Dios no les atraviesan sin provecho sus oídos, sino
que se clavan en su corazón. «Esconder las palabras de su boca en
el seno de nuestro corazón» es escuchar sus mandatos para poner-
9
los por obra, como hizo María . En suma, el alma católica, hu-
milde, perseverante y obediente gozará, ella y sólo ella, de los fru-
tos de la comprensión espiritual de la Escritura.
La Biblia, que Gregorio designa con una multitud de nombres
—scripta sacra, scripta Dei, scripta nostri Redemptoris, verbum
Dei, dicta Dei y tantos otros—, es la voz de Dios que trasciende
toda ciencia y doctrina sin comparación posible. N o importa quie-
nes la hayan consignado por escrito, pues, «si uno recibe una car-
ta de un gran personaje, sería superfluo interrogarse sobre la plu-
l0
ma que h a utilizado» . Lo esencial es que Dios nos habla en la
Escritura. Y nos habla de corazón a corazón. La salmodia canta-
da «con atención de corazón» es un camino que preparamos a
Dios «para que pueda venir a nuestro corazón e inflamarlo con la
gracia de su a m o r » Pues «¿a dónde van las palabras de Dios si-
12
no a los corazones de los hombres?» . Lo mismo pasa con la lec-
tura de la Biblia: es un camino por el que nos llega el corazón de
13
Dios, y por el que penetramos en el mismo corazón divino . Es
también u n a puerta por la que se nos permite entrar en la inteli-
gencia de las cosas invisibles y secretas. P o r mucho que penetre-
mos en ella, jamás llegaremos al fondo del corazón de Dios.
9. In Ez. 1,16,35-36.
10. Mor., praef.
11. In. Ez. 1,1,15.
12. In. Ez. 1,6,16.
13. Ep. 4,31.
251
La Palabra de Dios es tan profunda como Dios mismo. Acce-
sible a los espíritu incultos, es también siempre nueva para el sa-
bio. El esfuerzo hace fructificar la lectura. A u n q u e parece simple
y clara en muchos pasajes, en realidad oculta profundidades in-
sondables. Nada, sin embargo, debe detener nuestra búsqueda.
Las aparentes contradicciones que encontremos, deben más bien
estimularla. C o m o es un libro escrito interior y exteriormente, de-
be leerse a menudo a dos niveles: el de la superficie de la letra, que
con frecuencia es clara, y el de las profundidades donde se hallan
los misterios. La superficie es para los que todavía son principian-
tes y débiles; las profundidades están más bien reservadas a los
curtidos en tales lides. La Escritura es una selva inmensa y u n mar
dilatado, que no debe asustarnos: penetremos, con la ayuda de
Dios, en la selva aparentemente intrincada, sumerjámonos en la
hondura del agua en la que ya no podemos hacer pie.
La Escritura contiene una pedagogía admirable. A veces es fá-
cil, y otras, difícil, precisamente porque ha sido escrita para to-
dos: los inteligentes y los que lo son menos, los cultos y los incul-
tos; así obliga a unos a ejercitar su entendimiento, y con la simpli-
cidad de los otros se muestra indulgente. La Escritura se presta a
todo, se pone al alcance de cada uno de los lectores. Si en ella se
busca el sentido moral, o el histórico, o el típico, o el propiamente
contemplativo, la Escritura no defrauda, sino que se amolda a
quien la escruta. En realidad, la Escritura nos guía por el camino
largo, a veces empinado y lleno de abrojos, que va desde el primer
conocimiento que tiene uno de sí mismo hasta el más alto conoci-
miento de Dios que puede alcanzarse en este m u n d o . La Escritura
es un guía fiel y leal que se a d a p t a a cada m o m e n t o de la peripecia
espiritual del que la lee. Describir este progreso equivaldría a ex-
poner t o d a la doctrina espiritual de san Gregorio M a g n o , y «ten-
dría que hacerse en su lenguaje, con la infinita variedad de térmi-
nos e imágenes bíblicos en los que se traduce la riqueza de la expe-
14
riencia y la finura de observación del santo y del pastor» . La ho-
mogeneidad y la orientación de este camino, de esta «elevación»
como le gusta llamarlo, es el amor en toda la plenitud de su signi-
252
ficado: «Dios, por medio de las Sagradas Escrituras, habla sólo
l5
para esto: para atraernos a su amor y al amor al prójimo» . Al
llegar al término, la más alta caridad se identifica con el más alto
conocimiento de la Biblia.
La Escritura es todo para Gregorio. Es la roca en la que se
asienta la Iglesia, pues el misterio de la Escritura la sostiene. Es
fuego que calienta, ilumina, purifica y vivifica; «inflama con el
fuego del amor a quien llena espiritualmente», como hizo con los
16
discípulos de Emaús . Es el tesoro escondido, el libro sellado con
siete sellos, que sólo Jesús p u d o hacer saltar con su encarnación,
muerte, resurrección y ascensión al cielo, revelándonos así la co-
rrespondencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Es un
«cielo estrellado sobre nuestra noche», que nutre nuestra contem-
17
plación . Es un «carmen in nocte», un canto en la noche que
acompaña nuestra soledad y nos reanima y estimula a seguir cami-
18
nando . Es el gran don de Dios. Es el festín que Dios ofrece a sus
hijos.
Gregorio hace hincapié en este punto repetidas veces. Dios nos
sienta a su mesa y nos restaura. La mesa de Dios son las Escritu-
ras. La mesa preparada del salmo 22,5; el convite del Evangelio; el
banquete copioso en que se sacia nuestro apetito de las cosas espi-
rituales y se moldea la armonía de nuestra vida cristiana. Las deli-
cias de la P a l a b r a de Dios son infinitas y extremadamente varia-
das. Si estas delicias no la alimentaran, la Iglesia no podría elevar-
19
se desde el desierto de esta vida hasta las alturas del cielo . P e r o
n o sólo la alimentan, sino que la embriagan. El vino transforma la
percepción de los sentidos. Así ocurre con las Escrituras. Su vino
produce en el h o m b r e la «santa ebriedad» que es la verdadera con-
versión; el espíritu se transforma, de m o d o que ya no podrá amar
ni desear las cosas vanas y deleznables; el Señor nos embriaga al
abrirnos el sentido profundo de la Escritura, y el don del Espíritu
hace que rechacemos lejos de nosotros las obras de la muerte.
253
La «lectio divina»
C o m o ha señalado P . Catry en su excelente estudio, Gregorio
h a hablado abundantemente de la lectura de la Biblia. A u n q u e los
textos que comentaba no lo exigieran, el uso de la Biblia ha sido
en su obra objeto de una enseñanza seguida y a menudo entusias-
ta. P o r q u e , para él, la Escritura es un lugar privilegiado del en-
cuentro con Dios». Dios nos ha hablado en la Escritura, y esto nos
basta. Su lectura no es un ejercicio aislado; en cierto sentido, es el
t o d o de la vida cristiana. «Podría decirse que para Gregorio el
cristiano perfecto es el que sabe leer la Escritura». La lectio divina
n o es un ejercicio puramente intelectual: «compromete al hombre
a convertirse a Dios y a los hombres. Gregorio subraya enérgica-
mente la unidad de la lectura y la existencia. La Escritura se halla
en el corazón de la vida cristiana como uno de sus elementos fun-
damentales, y también como u n a de sus mayores exigencias: lugar
de encuentro con Dios que nos habla en ella, pan para la vida y vi-
no que embriaga, consuelo en la prueba, luz en la noche y fuego
que nos quema el corazón» '.
Gregorio es un maestro insigne de lectio divina. Al fin y al ca-
bo, toda su doctrina —abundante, variada, poética— sobre la Es-
critura apunta hacia un objetivo práctico: que leamos la P a l a b r a
de Dios, que la meditemos, que la interioricemos; y los que no se-
pan o no puedan leerla, que la escuchen ávidamente y la guarden
en su corazón como un tesoro inestimable. Pero hizo mucho más.
Gregorio nos enseñó a practicar la lectio divina —esa observancia
monástica que, por ejemplo, la Regla de san Benito impone, pero
no explica en qué consiste—, y lo hizo no sólo mediante palabras,
sino, sobre todo, con su ejemplo. P o r q u e , al fin y al cabo, ¿qué
son gran número de páginas de sus homilías bíblicas sino una «lec-
tura divina», la que practicaba Gregorio con amor y asuidad ad-
mirables? En ese campo, tal vez más que en otros, nos legó el gran
papa su propia experiencia.
Es posible e incluso probable que hubiese leído en Jerónimo,
Agustín o Casiano parte de lo que nos dice de la lectio divina. C o n
254
L A "LECTIO DIVINA"
L E C T U R A BÍBLICA Y COMPUNCIÓN
2. Mor. 23,19,34.
3. G. Penco, Storia, 444.
256
prescindibles, se contempla en sus páginas y descubre t a n t o la pro-
pia belleza, fruto de la gracia, como su repugnante fealdad, fruto
de sus vicios y pecados. Evidentemente, no para complacerse en
su propia perfección, ni desanimarse por su fealdad. Al contrario.
Los ejemplos de los santos que aparecen en la Biblia nos estimulan
a seguirlos de cerca, mientras que sus caídas nos ponen en guardia
contra las acechanzas que nos cercan. Gregorio ha escrito esta fra-
4
se memorable: la Escritura «progresa con los que la leen» . La
Escritura se amolda al lector: « ¿ H a s progresado en la vida activa?
Ella avanza contigo. ¿Has progresado hacia la estabilidad y la
constancia del espíritu? Ella se detiene contigo. ¿Has llegado, por
s
la gracia de Dios, a la vida contemplativa? Ella vuela contigo» .
Es un pedagogo excepcional. Guía con seguridad a rudos y sabios.
Es como un río por el que puede andar el cordero y nadar el
6
elefante . . . A dónde tiende el espíritu del lector, allá se dirigen las
divinas palabras. Las necesidades, los propósitos, los peligros, las
ilusiones, las dudas, todo el m u n d o interior que lleva consigo el
lector al abrir el texto sagrado obtienen una respuesta, una luz. La
Palabra de Dios acompaña al h o m b r e fiel y leal en todas las cir-
cunstancias de su peregrinación en este m u n d o . Y, sobre todo, le
obliga a reconocer cada vez más sinceramente su condición de pe-
regrino y le hace suspirar cada vez más profundamente por la pa-
tria definitiva. ¿No era éste, precisamente, el fin primero y princi-
pal que asigna Gregorio a la lectio divina? Vivía, —nos cuenta—
en el monasterio de San Andrés un monje llamado Antonio, «el
cual, meditando y estudiando con diligencia y fervor espiritual el
texto sagrado, no buscaba en él la ciencia profana, sino el llanto y
la compunción de corazón, de m o d o que, inflamada su alma con
su lectura, pudiese a b a n d o n a r las cosas inferiores y elevarse por la
7
contemplación a las cosas celestiales» .
La lectio divina es una actividad eminentemente espiritual. Pe-
ro, c o m o nota con razón O . M . Porcel, n o exclusivamente, o tal
/ 4. Mor. 20,1,1.
5. In Ez. 1,7,16.
6. Mor., ep. miss. 4.
7. D 4,49.
257
CONOCER E L CORAZÓN DE DIOS
260
L A ESCRITURA, R E S P U E S T A DE DIOS
261
y afligen. Gregorio aconseja que acudamos a la lectio divina con
tanta más frecuencia cuanto mayores son los males que nos opri-
men y el fardo de las calamidades que pesa sobre nuestros hom-
bros. Ya que no podemos regresar al Paraíso sino a través de mu-
chas tribulaciones, la Escritura alimenta en nosotros la firme espe-
ranza de llegar un día a las alegrías que permenecen para siempre.
El contacto con la Escritura —lo hemos visto— hace brotar
u n a chispa, que enciende el corazón en el amor de Dios y el amor
del prójimo. El fuego crece, se propaga. Se forma una gran ho-
guera. U n a vez encendida la hoguera, es preciso mantenerla. Pues
el corazón del cristiano es el altar en el que, conforme al m a n d a -
miento divino (Lev 6,12), el fuego debe arder constantemente. La
lectio divina lo mantiene.
Gregorio no se cansa de hablar de los bienes espirituales, de las
cosas de arriba, de la luz del gran día que se va acercando. El obje-
to de la Escritura es conducirnos al amor de esta luz, que es el
«rostro de Dios», el «rostro de nuestro Redentor». Todavía no le
vemos; sólo de vez en cuando nos parece vislumbrarle. Pero siem-
pre que queramos tenemos en la lectio divina la posibilidad de es-
tudiar el corazón de ese Dios invisible que queremos contemplar:
«¿No es la Sagrada Escritura una carta del Dios todopoderoso a
su criatura?... Aprende a conocer el corazón de Dios en las pala-
bras de Dios, para que tiendas con mayor ardor a las cosas eter-
nas, p a r a que tu mente se encienda en mayores deseos de las cosas
l4
celestiales» . Las palabras de Gregorio al ilustre Teodoro tienen
valor universal y perenne.
La contemplación
El fruto de la asimilación de la Palabra de Dios es el crecimien-
to espiritual hasta alcanzar la contemplación y la caridad perfecta.
Gregorio lo enseña a m e n u d o : la Escritura cum legenti crescit, cre-
ce con el que la lee, en el sentido que queda a p u n t a d o . Es decir, la
Escritura se realiza en él a medida que va progresando en la con-
templación y la caridad. En resumen, podría decirse que la Pala-
262
bra de Dios es inoperante cuando la mente del h o m b r e no m a d u r a
en la contemplación, y es viva y operante en la proporción del pro-
greso de la gracia contemplativa, porque entonces se cumplen, por
así decirlo, todas y cada una de sus sentencias, todo su contenido
salvífico.
«Contemplación» es un vocablo que tiene tantas acepciones
que ha terminado —hace ya siglos— por no tener ninguna precisa.
Es como el término «amor» y unos pocos más, que flotan en el
aire y se usan continuamente, pero con la mayor ambigüedad en
gran número de casos. A h o r a bien, san Gregorio habla de la con-
templación con tanta frecuencia que Lope Cilleruelo, entre otros,
piensa que en su obra «no significa nada concreto»; sólo designa
una vida «contemplativa» en oposición a la «activa»; u n a vida de-
dicada «al estudio, a la oración, al trabajo de m a n o s ; todos los
monjes sin excepción viven en esa contemplación». Sin embargo,
admite Cilleruelo que «en otros textos, también muy abundantes,
se habla de una contemplación al estilo de la Edad Media y no de
una contemplación al estilo de san Agustín». En Agustín, «con-
templación» tiene dos sentidos: «un m o d o de conocer que llega a
su ápice» y «un recogimiento espiritual que llega también a su ápi-
ce». La primera fórmula es filosófica; la segunda, mística. Grego-
rio parafrasea las fórmulas agustinianas. «Es vana toda preten-
sión de encontrar en san Gregorio una técnica de la contempla-
ción». H a s t a aquí Lope Cilleruelo quien, sumergido en el estu-
dio inmenso de san Agustín, no p u d o profundizar la doctrina, di-
fícil por su total falta de sistematización, del papa Gregorio Mag-
no.
A h o r a bien, u n a cosa es clara desde que se aborda este tema:
«contemplación» n o es tan sólo un término preferido, un término
clave de su doctrina espiritual, sino el vehículo de u n o de los con-
ceptos más enraizados en su alma de monje y de santo. U n a vez
más debemos tener en cuenta en que Gregorio no se complace en
construir teorías ni en repetir servilmente lo que otros enseñaron.
Su doctrina de la contemplación, como la de la compunción, es
sólo u n reflejo de lo que él mismo vivía. Cierto que como buen ca-
1. La literatura, 688.
263
tólico transmite la herencia recibida —en este caso, de Agustín y
Casiano, sobre t o d o — , pero también como buen católico y ade-
más pastor de almas, añade al acervo recibido su propia reflexión
y, lo que es m á s , su propia experiencia. Y muestra sumo interés
por divulgar y hacer inteligible y atractiva esta herencia, más o
menos transformada y simplificada por él, puesto que pertenece a
todo el pueblo de Dios. Y así, de Casiano no toma el ideal de u n a
apátheia accesible sólo a ciertos monjes provistos de u n a técnica
especializada; ni de Agustín, sus elevadas especulaciones, difícil-
mente accesibles al común de los fieles. Su doctrina es más gene-
ral, más h u m a n a y — t o d o hay que decirlo— más conforme a la
enseñanza del único Maestro.
«Contemplación», «vida contemplativa» y «vida activa», co-
mo es bien sabido, n o son conceptos originariamente cristianos.
Su procedencia es filosófica. Los a d o p t a r o n los Padres alejandri-
nos, sometidos al influjo de la filosofía neoplatónica, lo que re-
dundó indisputablemente en la doctrina de la contemplación cris-
tianizada tal como ellos la concebían. San Gregorio se a c o m o d a a
una terminología que había acabado por imponerse y se había
convertido en tradicional en la Iglesia, hasta medir toda la activi-
dad sobrenatural del hombre conforme a la división en vida activa
y contemplativa. Pero con una salvedad importante, trascenden-
tal. En Gregorio, « d a d a la exclusiva dependencia de la Sagrada
Escritura, la teología de la vida activa y contemplativa adquiere su
visión armónica tal como resulta de las categorías de la historia sa-
lutis, y éste es un n o pequeño mérito del influjo que Gregorio ejer-
2
ció en la Iglesia respecto de dicha doctrina» . «El sentido verda-
deramente católico de Gregorio huye de cualquier posición unila-
teral» en el problema de la vida activa y contemplativa, que n o
son, para él, dos vidas diferentes, sino tan sólo dos aspectos de
una misma vida. «El hombre espiritual es perfecto cuando a r m ó -
nicamente se entrega a la vida activa y a la vida contemplativa».
Lo prueba, entre otros muchos ejemplos tomados de la Biblia, el
del propio Redentor, «qui per diem praedicabat et nocte instabat
264
orationi» (predicador de día y orante de noche). En último análi-
sis, «no se trata sino del amor a Dios y al prójimo; como los dos
preceptos n o pueden separarse nunca, pues los mueve el mismo
amor, así tampoco pueden separarse la acción y la contempla-
3
ción» .
Sería demasiado prolijo entretenerse aquí en exponer las rela-
ciones, puramente cristianas, que descubre o establece Gregorio
entre ambas vidas, o mejor, entre los dos aspectos de u n a misma
vida. Vayamos al meollo del asunto: ¿Qué es, según Gregorio, la
contemplación? La repuesta evidentemente no puede ser única y
absoluta, porque Gregorio no da siempre el mismo significado a
un término que tiene continuamente en sus labios y en las coyun-
turas más diversas. Siempre se refiere a la misma realidad, sin du-
da, pero considerándola bajo diferentes aspectos.
La contemplación es el estado en que el h o m b r e fue creado en
el Paraíso. Es la visión de Dios, el trato íntimo con Dios sin inter-
mediarios. «El hombre» —dice Gregorio en cierto pasaje— «ha-
bía sido creado para la contemplación, para que buscara conti-
nuamente el rostro del Creador y habitara en su esplendor y en su
4
amor» . Al perder el Paraíso, A d á n perdió la contemplación de
Dios. P e r o Cristo nos dio la posibilidad de recuperarla. T o d o cris-
tiano debe aplicarse a la contemplación. Los monasterios son lu-
gares especialmente apropiados para cultivarla. La contemplación
en este m u n d o consiste en la recuperación del estado contemplati-
vo del Paraíso, o por mejor decir, la anticipación en lo posible de
la visión de Dios de que gozan los bienaventurados en el nuevo
Paraíso. Esto no se consigue —en cuanto puede decirse que se
consigue, pues son tan extremadamente breves los instantes en
que la mente descubre alguna cosa de la «Luz incircunscrita»—
más que a través de una lucha, de un combate de la mente, empe-
ñ a d a en abstraerse de t o d o deseo terreno y levantarse por encima
de sí misma, para caer de nuevo, tras la momentánea percepción
de la Luz infinita, e intentar otro «combate» contemplativo» y
volver a ver, aunque sea por un instante, el «rostro de Dios». Esta
3. Ibid., 200.
4. Mor. 8,34.
265
lucha se inspira en el lema bíblico del pugilato de Jacob con el Án-
gel (Gen 32,24ss.), cuyas alternativas sirven admirablemente al co-
mentarista para describir en lo posible la naturaleza de la contem-
plación.
Gregorio era fundamentalmente un contemplativo. C u a n d o
fue proclamado papa, rehusó largo tiempo el ministerio pastoral
por dos razones principales y acaso únicas: porque se sentía indig-
no e inepto para tan alto oficio, y porque, de aceptarlo, se vería
privado del ocio de la contemplación en su querido monasterio de
San Andrés. Es muy interesante observar, en efecto, que en sus
quejas, más o menos retóricas, pero profundamente sinceras, por
haber sido arrebatado de la vida monástica, no se lamenta de ha-
ber perdido la obediencia a un abad, ni las prácticas de una vida
ascética, ni siquiera la compañía entrañable de unos hermanos, ni
la recitación comunitaria del opus Dei, sino tan sólo de haber sido
privado de la dedicación plena a la contemplación de Dios.
P e r o no seamos ingenuos al oírle hablar con tanta frecuencia y
tanto énfasis de contemplación y vida contemplativa como si nos
halláramos en la escuela espiritualista de Plotino. Gregorio no era
un filósofo, sino un místico cristiano. Si se analiza con alguna de-
tención, se comprueba que su predicación es, en su mayor parte,
mística. A h o r a bien, los místicos cristianos que han querido ex-
presar lo inexpresable, incluidas sus propias experiencias, suelen
inspirarse en ese libro único en toda la Escritura que es el Cantar
de los cantares. Gregorio también lo intentó, como hemos visto.
Pero, por razones que desconocemos, considera peligroso servirse
de figuras y experiencias del amor h u m a n o para expresar la unión
del h o m b r e con Dios. Muchos Padres lo hicieron, pero él n o . Pre-
fiere expresarse en términos de visión. A u n en su comentario al
Cantar, del que nos queda u n a pequeña parte, y cuya difusión se
negó a autorizar. Es significativo lo que dice en la página liminar:
para inflamarnos en el amor divino, el Cantar de los cantares llega
hasta el extremo de utilizar el vocabulario de nuestro «torpe»
5
amor h u m a n o . Y u n poco más adelante advierte que sus pala-
bras santas son como u n a «máquina» (machina) que, de no servir-
5. In Cant. 3.
266
nos de ella con la máxima prudencia, en vez de elevarnos a las pro-
6
vincias angélicas, puede caernos encima y aplastarnos . ¿Qué re-
curso quedaba a un h o m b r e tan extremadamente delicado, por no
decir escrupuloso? Librarse de la machina y recurrir al vocabula-
rio de la contemplación. Y lo hace. Describe el amor del Esposo y
la Esposa, no en términos de unión, como sería lo natural y pro-
pio, pero también, a su juicio, demasiado «vil», sino en términos
de visión. Dios se revela al alma con tanto mayor esplendor cuan-
to más delicada y espiritual sea la búsqueda del alma. Los que lle-
van u n a vida santa gozan del privilegio de penetrar profundamen-
te en los misterios de los mandamientos de Dios. N o dice Grego-
rio, como se ve, que sean admitidos a la unión con Dios, sino a
una inteligencia más penetrante de sus mandamientos. En suma,
Gregorio, comentarista del C a n t a r de los cantares, utiliza con dis-
creción suma el vocabulario de la unión a que le obliga el propio
texto sagrado, pero la unión misma la expresa recurriendo al vo-
cabulario inocuo del conocimiento y la visión.
Hay que añadir, sin embargo, que la idea de la unión amorosa
del alma con Dios no está enteramente ausente de la mística grego-
riana. En un texto de los Morales (18,70) se inculca a los santos
que aspiran a la contemplación que soporten pacientemente la pri-
vación de lo que anhelan porque están comprometidos en funcio-
nes útiles para sus hermanos y, en último término, provechosas
para ellos mismos. Desean, si fuera posible ya en este vida, con-
templar el rostro de su Creador. Pero su deseo no puede realizar-
se, y la espera hace que aumente su capacidad de amor. La Espo-
sa, j a d e a n d o de deseo de su Esposo, grita: «En mi cama, por la
noche, buscaba al amor de mi alma; lo busqué y no lo encontré»
(Cant 3,1). El Esposo se esconde cuando se le busca, para que se le
desee más y más. La Esposa tarda en hallarle para que esta demo-
ra aumente su capacidad de acogida, la haga capador, y al final
1
encuentre más de lo que buscaba . U n excelente conocedor de la
o b r a gregoriana ha n o t a d o que este texto es lo máximo que el san-
to se haya permitido en materia de simbolismo nupcial, a pesar de
6. In Cant. 4.
1. Cf. Mor. 5 , 6 .
267
8
que éste está tan arraigado en la Escritura . O t r o texto que se
presta al mismo simbolismo son las «cámaras» (thalami) del tem-
plo descrito por Ezequiel. «Consideremos lo que suele suceder en
la cámara, y de ahí deduciremos lo que sucede en la santa Iglesia.
En efecto, en la cámara el esposo y la esposa se congregan y se
j u n t a n en amor. ¿Quiénes son, pues, cámaras en la Iglesia sino los
corazones de aquellos en los que las almas se unen por amor al Es-
poso invisible, de m o d o que el alma ande en deseos de él, ...sienta
prisa en salir [de la vida presente] y descansar en el abrazo a m o r o -
so, en la visión del Esposo celestial?» Sigue un párrafo magnífico
sobre el único consuelo que siente el alma en la intolerable demo-
ra: el de enardecer a otras almas en el amor del Esposo; para con-
cluir: «Luego al alma lánguida de amor se la conforta con flores y
m a n z a n a s , o sea, descansa en las buenas obras del prójimo, ya
9
que todavía n o puede contemplar cara a cara a Dios» . Una vez
más, como se ve, la imagen nupcial desemboca en visión.
P e r o donde se comprueba mejor la reserva de Gregorio por lo
que se refiere al simbolismo del amor h u m a n o es un espléndido
pasaje de las Homilías sobre el Evangelio, predicadas al pueblo
r o m a n o en general, no a un grupo selecto de «espirituales». Co-
menta Gregorio la parábola de las diez vírgenes (Mat 25,1-13) en
la fiesta de Santa Inés. El tema se presta a altísimas consideracio-
nes sobre el amor de Dios simbolizado en el amor nupcial. De he-
cho Gregorio se exalta: «¡Oh si pudiera saborear el corazón cuan
admirable es esto que se dice: 'Vino el Esposo'; y qué dulce: 'En-
traron con él a las b o d a s ' ; y qué amargo: 'Y se cerró la p u e r t a ' ! » .
Dejemos en su terror y confusión a los que se les niega la entrada.
«En cambio» —prosigue Gregorio—, «¡cuanta será entonces la
alegría de los elegidos que merecen gozar la vista de aquel ante cu-
ya presencia ven que todos los elementos se estremecen y entran a
la par con él a las bodas! Éstos gozan, sí, de las bodas del Esposo,
pero, además, ellos son también la esposa, porque en aquel tála-
mo del Rey eterno Dios se j u n t a a nuestra visión; visión que ya,
268
10
ciertamente, jamás será separada de los brazos de su a m o r » . De
nuevo el abrazo se convierte en visión.
E n resumen, nuestro eximio praedicator tenía serios recelos al
servirse de las comparaciones del amor h u m a n o —lo hace siempre
con suma parquedad y delicadeza—, para dar a conocer el amor
de Dios. En esto, hay que admitirlo, se aparta de la corriente que
atraviesa toda la Biblia. Sus razones tendría, ciertamente no filo-
sóficas, para describir el a m o r de Dios empleando una terminolo-
gía de conocimiento y visión, u n a terminología contemplativa. De
ahí se puede concluir que para el alma «ver» a Dios, conocerle, es
lo mismo que amarle. « C u a n d o a m a m o s las cosas celestiales que
hemos oído» —dice en una homilía—, «ya conocemos lo que
amamos, porque el mismo amor es noticia» " . Y en otro lugar:
l2
«conocemos por amor» («per amorem agnoscimus») . Amor y
conocimiento se identifican. Más aún, la medida del conocimiento
es la medida del amor, como lo asegura en un párrafo que no tiene
desperdicio, h a b l a n d o de las mesas del templo de Ezequiel: «Tam-
bién tienen las mesas la anchura de codo y medio, porque los cora-
zones de los santos, dilatados en la plenitud de la caridad para con
el prójimo, a quien aman y ven, tienen un codo, puesto que pue-
den amar perfectamente a los que en algo pueden conocer perfec-
tamente; pero a Dios omnipotente le aman tiernamente, de buena
voluntad le siguen; pero, sin embargo, no pueden amarle cuanto
deberían, porque todavía no pueden ver al que aman, y la medida
del amor es menor allí donde todavía es menor la medida del co-
nocimiento». Y un poco más adelante añade: «De este amor, que
comienza aquí p a r a perfeccionarse en la patria eterna mediante la
visión del Señor, rectamente habla Isaías (31,9) diciendo: 'Vive el
Señor, o lo ha dicho el Señor, el cual tiene su fuego en Sión y su
hogar en Jerusalén'. Más es el ser hogar que el ser fuego, porque
el fuego puede ser pequeño, pero en el hogar se enciende una lla-
ma más viva... Luego, debido al a m o r de Dios, hay fuego en Sión
y hogar en Jerusalén, porque ardemos algo en ese amor aquí, don-
26')
de contemplamos algo de él; pero arderemos plenamente allí, don-
13
de veremos plenamente a aquel a quien amamos» .
La verdadera contemplación, en este m u n d o , es fugaz; dura
un instante. La luz entrevista por el alma, la deslumhra, la ciega,
la rechaza brutalmente, la hace recaer en sí misma. Es una expe-
riencia gloriosa y al propio tiempo dolorosa, cruel. La despropor-
ción entre el alma, por muy santa que sea, y el objeto divino, la
«luz de Dios», alcanzada en una especie de relámpago, es dema-
siado grande, es propiamente infinita. El alma h u m a n a queda lite-
ralmente fulminada (transverbérala). Y comprende su incapaci-
dad metafísica de ver, en esta carne mortal, a quien no conoce la
muerte. Esto le causa un gran dolor. Más dolorosa aun para el al-
ma contemplativa es la conciencia vivísima que tiene de su indigni-
dad, de su pecado. La compunción de amor —el irriguum
superius— será su compañera fiel y agridulce hasta que se realice
finalmente aquello por lo que tanto suspira: ver a Dios y amarle
con u n amor total por toda la eternidad.
Ésta es, en suma, la contemplación de que tanto ha hablado
san Gregorio Magno. «Ver», «ver la luz», «ver a Dios», «contem-
plar a Dios» era un ideal antiguo, no privativo de la mística occi-
dental, ni de la oriental. P a r a Gregorio es un conocimiento intuiti-
vo movido por el amor. Pues sabe muy bien, teórica y experimen-
talmente, que el valor básico y supremo del cristianismo es la cari-
dad. Y nada se apartaría tanto de la caridad como cierto intelec-
tualismo, de origen griego más que cristiano, que aspirara a entrar
ya en esta vida en la contemplación de Dios. Gregorio, porque
ama, quiere ver, y al ver, su amor se inflama más y más. La expre-
sión «conocimiento afectivo» no es una hija bastarda de la espiri-
14
tualidad cristiana; en Gregorio y en Agustín tiene sus títulos de
1S
nobleza .
270
La eucaristía y el trasmundo
«Haced esto en conmemoración mía». Fiel a la voluntad del
Señor, la Iglesia celebró, desde sus mismos orígenes, la «fracción
del p a n » . Se alimentó de la eucaristía; consideró la eucaristía, jun-
to con la Escritura, como el tesoro más precioso de la tradición
apostólica y el maná'ltúal más p u r o que alimentaba la vida espiri-
tual de los cristianos.
La eucaristía, evidentemente, no puede catalogarse entre los
valores específicamente monásticos; pertenece a todos los miem-
bros de la Iglesia. Durante siglos los monjes se a c o m o d a r o n a las
costumbres de sus respectivas comunidades eclesiales por lo que se
refiere a la participación en las celebraciones eucarísticas y a la co-
munión sacramental. Durante el siglo vi, en Italia, y también en
otros países, participaban en la misa todos los domingos y fiestas,
sea en las iglesias parroquiales, sea en sus propios oratorios. Se-
gún la Regula Magistri (21-22), recibían diariamente el cuerpo y la
sangre del Señor de manos del abad en un breve rito de comunión
que tenía lugar inmediatamente antes de la única comida. ¿Era es-
ta costumbre privativa del monasterio del Maestro o existía tam-
bién en otros cenobios de la comarca y acaso en los de otras regio-
nes? Careciendo de otros testimonios, a excepción de un pasaje de
la Regula Pauli et Stephani, es imposible dar a esta pregunta una
respuesta categórica. Parece, con todo, bastante probable que los
monjes comulgaran diariamente extra missam, al menos en los
monasterios italianos. En cambio, no existe testimonio alguno
acerca de la celebración cotidiana de la eucaristía. «Reservando la
misa para el día del Señor, se hacía resaltar al mismo tiempo la mi-
1
sa y el domingo» .
San Gregorio M a g n o innova cuando, al final del libro cuarto
de los Diálogos, recomienda vivamente, no sólo «despreciar el
m u n d o presente» y «ofrecer a Dios todos los días sacrificios de lá-
grimas» —lo que es bastante habitual en su predicación—, sino
también «inmolar diariamente la oblación de su carne y de su san-
gre». Y añade a renglón seguido una breve reflexión teológica.
«En efecto» —dice—, «de un m o d o incomparable, esta víctima
271
salva el alma de la muerte eterna, al renovar p a r a nosotros en el
misterio la muerte del Hijo único» de Dios. La fe nos dice que
Cristo, «resucitado de entre los muertos, ya n o muere más y la
muerte ya no tiene dominio sobre él; sin embargo, viviendo en sí
mismo de manera inmortal e incorruptible, se inmola de nuevo
por nosotros en el misterio de la santa oblación. En ella se consu-
me su cuerpo, se distribuye su carne para la salvación del pueblo,
se derrama su sangre, no en manos de los infieles, sino en las bo-
cas de los fieles. Así, pues, pensemos cuál sea este sacrificio que
para nuestro perdón imita sin cesar la pasión del Hijo unigénito.
¿Quién entre los fieles se atreverá a dudar que en el m o m e n t o pre-
ciso de la inmolación los cielos se abren a la voz del sacerdote, que
los coros de los ángeles se hallan presentes a este misterio de Jesu-
cristo, que lo más alto se une a lo más bajo, lo terreno y lo celestial
se compenetran, y lo visible y lo invisible se funden en una sola
realidad?» (D 4, 60, 1-3).
Ni que decir tiene que, para Gregorio, la misa no es un rito
mágico. No basta —advierte— realizar la acción litúrgica para
aplacar a Dios y obtener la salvación eterna. Al contrario, resulta
imprescindible acomodar nuestras vidas a la voluntad de Dios,
obrar según los preceptos del Señor y, más concretamente, poner
de nuestra parte un triple y constante esfuerzo. En primer lugar,
quien ofrece la misa debe ofrecerse igualmente a sí mismo en sa-
crificio, «imitando lo que está realizando». En segundo lugar, de-
be esforzarse en conservar, después de la misa, la compunción con
que la ha celebrado. Y, en tercer lugar, debe perdonar sincera-
mente a cuantos le han ofendido; el perdón de las ofensas es, en
efecto, la condición absolutamente necesaria para recibir el per-
dón que el cristiano desea obtener para sí (D 4,61-62). Gregorio,
como se ve, hace de la celebración de la misa todo un programa de
vida espiritual.
No cabe la menor duda que «una recomendación tan caluro-
sa y autorizada de la celebración cotidiana tuvo por efecto prime-
ro y principal la multiplicación de las misas, tanto en los monaste-
2
rios como en las Iglesias» . La misa conventual diaria, la misa
/ / « / . , 126.
272
matutina asimismo diaria y la multiplicación de las misas p r i v j a c a s
m o d o , decisiva.
Hay que notar en seguida que la celebración diaria de la misa
no tiene, según el gran papa, un carácter meramente d e v o c i i 0 n a
273
I
CAPÍTULO VI
LA «REGULA MIXTA»
275
que se valoraban m u c h o los patronos terrenos y celestiales, fue
considerado con razón el patriarca y p a t r o n o de todos los mon-
jes»
Este párrafo refleja bastante bien una realidad histórica indus-
2
cutible . Sin embargo, es evidente que Knowles hace empezar de-
masiado pronto lo que él y otros autores se empeñan en llamar
«los siglos benedictinos». Los monjes que seguían la Regla de san
Benito no representaron un papel importante en la Iglesia y la so-
ciedad hasta el apogeo del imperio carolingio, los tiempos de Lu-
dovico Pío y Benito de A n i a n o , y sobre t o d o hasta inaugurarse lo
que se ha designado con propiedad como «el imperio de Cluny».
H a y que reconocerlo: los principios de la tradición benedicti-
na, si se distinguen por alguna cosa, es por su humildad y, más
aún, por la oscuridad que los envuelve. C o m o hemos visto, nada,
absolutamente nada, sabemos del fundador de Montecasino hasta
que, casi medio siglo después de su muerte, el papa san Gregorio
Magno decidió escribir su «vida y milagros» en el libro segundo de
sus Diálogos. Y las páginas gregorianas no son más que un rayo
de luz en medio de las tinieblas, que se cierran en seguida sobre un
largo período del que lo ignoramos casi t o d o .
San Benito, al morir a mediados del siglo vi, dejó un triple le-
gado. En primer lugar, una familia monástica, formada por sus
discípulos inmediatos y repartida por lo menos en tres monaste-
rios: los de Subiaco, Montecasino y Terracina. En segundo lugar,
un m a n o j o de normas y directrices, impregnadas de una sabiduría
y un espíritu característicos, para organizar, material y espiritual-
mente, un monasterio: la Regla. En tercer lugar, Benito de Nursia
nos dejó sus restos mortales, sepultados en el oratorio de San
276
Juan Bautista, en la cumbre de Montecasino, según refiere Grego-
rio Magno. De este legado, o mejor, sólo de parte del mismo, no
volveremos a tener noticias hasta muchos años después de la
muerte del gran p a p a a quien t a n t o deben los monjes benedicti-
nos.
En efecto, la familia monástica que se formó en t o r n o al abad
Benito de Nursia, primero en Subiaco, luego en Montecasino, y
que desde allí fundó por lo menos un monasterio cerca de la ciu-
dad de Terracina, desapareció del escenario de la historia. De la
fudación de Terracina lo ignoramos t o d o , salvo lo consignado en
los Diálogos. De los monjes de Subiaco sabemos únicamente que
subsistían en tiempo de Gregorio M a g n o . La comunidad de Mon-
tecasino logró salvarse cuando la destrucción de su monasterio
por los lombardos hacia el año 577, pero sus monjes se
dispersaron \ ¿Volvieron a reunirse y restaurar su comunidad, en
Roma o en otra parte, o se diluyeron en otros monasterios italia-
nos? Knowles y otros historiadores opinan que «probablemente
existió una tradición ininterrumpida, pero el hilo de continuidad
4
directa n o puede trazarse sino conjeturalmente» . La dispersión ^
de la comunidad casinense cuando los lombardos asolaron su mo-
nasterio es u n dato histórico cierto; que más tarde se reagrupara
en R o m a , cerca del palacio apostólico de Letrán, no es más que
5
una tradición sin base sólida alguna .
C o m p a r a d a con la de los otros institutos religiosos de la Iglesia
católica, la primera expansión benedictina ofrece un carácter muy
peculiar y prácticamente único. Los institutos religiosos crecen y
se propagan a la manera de los linajes: se crea un primer hogar,
aumenta el número de hijos, éstos fundan nuevas familias, y así
sucesivamente. Los benedictinos tienen otra historia. Su primera
expansión no fue la de una familia que crece y se multiplica, sino
la de un documento que se va difundiendo en el m u n d o de los
monjes, hasta convertirse en n o r m a de vida de casi todos los mo-
nasterios preexistentes en el Occidente europeo. P e r o de este pro-
277
ceso sólo conocemos bastante bien el término y muy poco su desa-
rrollo. Las primeras vicisitudes de la divulgación de la Regla bene-
dictina nos escapan por completo. Tras el elogio que le dedicó
Gregorio Magno en sus Diálogos (2,36), no se halla mención algu-
na de la misma hasta los años 620-630, como vamos a ver páginas
adelante.
De las reliquias de Benito de Nursia no tenemos noticias cier-
tas y seguras. La «vida y milagros» del egregio «hombre de Dios»,
contados con tanta veneración por el primer p a p a monje, no lo-
graron que Benito recibiera el título de «santo» hasta fines del si-
glo vil. La mención más antigua de san Benito en la liturgia se ha-
lla en un misal procedente de Bobbio: su nombre figura en el ca-
non de la misa, en compañía de los de los santos Hilario, Martín,
6
Ambrosio, Agustín, Gregorio y Jerónimo ; lo que no es de extra-
ñar si tenemos en cuenta que los Diálogos gregorianos, única
fuente histórica que nos da a conocer al fundador de Montecasi-
n o , n o comenzaron a difundirse ampliamente hasta fines de dicho
siglo vil, la época de más profunda decadencia cultural de toda la
1
Edad Media . ¿Qué se hizo entretanto de sus reliquias? ¿Dónde
se encuentran actualmente?
T o p a m o s aquí con una de las controversias más apasionadas
que han agitado el m u n d o benedictino desde la Edad Media; una
cuestión que Baronio calificaba justamente de densum spinetum,
u n espinar espeso. Existen dos tesis. Los monjes casinenses han
afirmado y siguen afirmando que los cuerpos de san Benito y san-
ta Escolástica reposan debajo del altar mayor de su basílica. La te-
sis francesa, por el contrario, defiende a capa y espada que los res-
tos de ambos hermanos fueron trasladados a la Galia merovingia
y allí separados: los de san Benito tomaron el camino del monaste-
278
rio de Fleury, llamado luego Saint-Benoít-sur-Loire; los de santa
Escolástica, primero el de Le Mans y más tarde el de Juvigny.
Existía una tercera tesis que pretendía reconciliar a los partidarios
de las dos anteriores: los restos de san Benito y santa Escolástica
reposan parte en Montecasino y parte en Francia, en los lugares
mencionados. Pero esta tesis no puede mantenerse desde que se
realizaron, en las últimas décadas, investigaciones anatómicas
8
tanto en Francia como en Montecasino .
No es de la incumbencia del presente ensayo dilucidar y mucho
menos dirimir este pleito multisecular. Preguntémonos sencilla-
mente: ¿Es cierto, o al menos verosímil, que los restos de san Be-
nito y santa Escolástica fueron trasladados a Francia hacia el últi-
mo tercio del siglo v n ? Desde mediados del siglo IX poseemos re-
latos circunstanciados del traslado. Destaca en primer lugar la
Historia translationis, de Adrevaldo, monje de Fleury, a quien se
atribuyen asimismo los Miracula obrados por san Benito en su se-
pultura floriacense. También existen documentos en Le Mans re-
lativos al traslado de santa Escolástica. En adelante, se forma u n a
tradición atestiguada por anales y pergaminos de Fleury y otros
lugares. Pero entre mediados del siglo ix y el último tercio del si-
glo v n transcurrió un espacio de tiempo muy respetable casi indo-
cumentado. A fines del siglo v i n , un monje bávaro nos proporcio-
na la que se ha llamado «narración más antigua» de la traslación;
un relato más árido que los de Fleury y Le Mans, de los que difiere
en algunos puntos. M u c h o más relevante que el del anónimo de
Baviera es el testimonio de Pablo Warnefrido —conocido también
por el nombre de Pablo Diácono—, redactado unos años antes.
La extraordinaria importancia de su relato deriva del hecho de ha-
ber sido P a b l o monje de Montecasino y representar, por lo tanto,
lo que creían los monjes casinenses de su tiempo. Este texto se ha-
lla en su Historia Langobardorum y dice: « P o r este tiempo», esto
27<>
es, hacia fines del siglo vil, cuando el monasterio de Montecasino
estaba convertido en una «vasta solitudo», unos francos proce-
dentes de la región del Maine y de Orléans, pretextando que que-
d a n pasar la noche en oración j u n t o a la t u m b a de san Benito y
santa Escolástica, r o b a r o n sus huesos —«ossa auferentes»— y se
los llevaron a su patria. A ñ a d e Pablo, tal vez para consolarse:
«Pero es seguro que nos quedaron aquella boca, más venerable y
más suave que todo néctar, y aquellos ojos que siempre miraban
9
al cielo, y los demás miembros, aunque convertidos en polvo» .
Anselme Davril, resumiendo los importantes trabajos favorables
a la tesis francesa publicados en Studia monástica, no duda en
afirmar: «Todos los testimonios históricos concuerdan en corro-
borar los elementos de la tradición: a fines del siglo vil se produjo
una traslación a Fleury de reliquias veneradas, consideradas como
las de san Benito, y esta traslación fue aceptada y reconocida co-
mo verdadera en toda la E u r o p a de aquel entonces, incluso en
Montecasino... A estos testimonios históricos se añade el de la
anatomía: las reliquias conservadas en Fleury y en Juvigny-sur
Loison», esto es, las supuestas reliquias de san Benito y santa Es-
colática «fueron trasportadas juntas, conforme a la tradición, ...y
estas reliquias son, sin la menor duda, las de un hombre y una mu-
l0
jer ancianos» .
La tradición de Montecasino niega absolutamente toda trasla-
ción; los cuerpos de san Benito y santa Escolástica no abandona-
ron nunca su sepultura primera. La destrucción del cenobio du-
rante la segunda guerra mundial, que perdonó la t u m b a de los
santos hermanos, proporcionó la ocasión de estudiar a fondo la
280
sepultura, las reliquias y su historia. Los defensores de la tesis ca-
sinense rebaten los argumentos de los floriacenses y hacen notar
que P a b l o Diácono, además del pasaje donde admite que en Mon-
tecasino sólo quedaron los membra defluxa, en otros lugares su-
pone que «el cuerpo de san Benito» estaba en su monasterio en el
siglo v i n . Pasemos por alto otros argumentos importantes, aun-
que ninguno decisivo. C o m o escribía un juez imparcial, M . J .
Laurent, tras un minucioso examen, «ni la medicina, ni la arqueo-
logía, ni la historia nos permiten considerar auténticos los huesos
exhumados en Montecasino en 1950». Lo que no implica en modo
alguno que los argumentos en favor de la tesis contraria lleguen a
convencerle
Dejemos las cosas como están. Pese a todos los esfuerzos
—sinceros, dignos de elogio— realizados por ambas partes para
resolver la cuestión, no se ha hecho la luz. N o existe ningún argu-
mento apodíptico que permita afirmar que los huesos de san Beni-
to y santa Escolástica fueran piadosamente robados a mediados
del siglo v n , ni tampoco que los conservados en Montecasino sean
auténticos.
281
ausencia de una regla monástica común, obligatoria en todas par-
tes. Las reglas, como veremos, se fueron multiplicando a lo largo
de los siglos vi y v n , pero ninguna de ellas pudo avasallar
—tampoco lo pretendió— todos los monasterios de Occidente; lo
normal es que fueran redactadas para ordenar una comunidad de-
terminada o, en algún caso excepcional, un grupo de monasterios.
En ellos, y sólo con ellos, estuvieron vigentes, durante unas pocas
generaciones.
En realidad, quienes imponían la ley en los monasterios eran,
por lo general, no las reglas, sino los abades. Poseían los abades
su codex regularum, es decir, un códice en que habían reunido al-
gunas reglas monásticas, cada vez más numerosas, que podían
orientarles en el régimen espiritual y temporal de sus respectivos
cenobios De ellas t o m a b a n las normas que les parecían conve-
ni vntes, pero no se sometían a ninguna. A menos que interviniera
algún obispo celoso y entrometido, como vamos a ver más adelan-
te, los abades imponían a sus comunidades las costumbres y los
ideales que más les cuadraban. Por eso, en vez de hablar de la «re-
gla mixta», sería más conforme a la realidad hablar de la «regla
del a b a d » para caracterizar este largo período de la historia mo-
nástica de Occidente, como propuso Kassius Hallinger.
Era una situación peligrosa. Si el abad, en su doctrina y cos-
tumbres, era lo que el nombre significa (cf. RB 2,1-3), nada había
que temer. Al contrario, la ausencia de u n a n o r m a obligatoria que
lo abarcara todo o casi t o d o , permitía a los buenos y excelentes
2K2
abades de la época —que los h u b o — desarrollar su obra según el
Espíritu les inspirara. Sin engorrosas trabas jurídicas, eran más li-
bres en el ejercicio de su ministerio de pastores de almas. Pero no
todos los abades eran excelentes, como prueba la historia con
abundantes ejemplos. Los consejos que da san Benito al «padre
del monasterio» revelan los peligros a que éste está expuesto: que
no se deje llevar de favoritismos, ni de la desidia en la corrección,
ni de la imprudencia en sus resoluciones, ni de un exceso de celo;
que no sea turbulento, ni inquieto, ni exagerado, ni terco, ni rece-
2
loso, ni envidioso . T o d o esto se nos antoja como peccata minuta
c o m p a r a d o con otras aberraciones garrafales que ciertos abades,
hombres al fin y al cabo, cometieron o toleraron. San Benito, con
su larga experiencia, lo sabía muy bien cuando pedía ahincadamen-
te no sólo al obispo diocesano, sino también a los abades y a los
cristianos vecinos, que no permitieran en m o d o alguno que tomara
posesión del cargo abacial un individuo indigno, elegido por la co-
munidad para que «consintiera sus desórdenes» (RB 64,3-6). Y la
Regula cuiusdam patris ad monachos, por poner otro ejemplo to-
mado de un texto de la época, prevé la destitución del abad inconti-
nente, borracho, vagabundo y de costumbres seculares; si el tal
abad rehusa enmendarse o abandonar su cargo, se autoriza a los
monjes para dejar el monasterio, y el abad decorado con tan infa-
mantes epítetos como voluptuosus, ebrius, dives, —esto es, propie-
tario de bienes que no le pertenecen a él, sino a la comunidad—, no
sólo «indigno de gobernar a los hermanos», sino verdadero «homi-
cida de almas» por el escándalo que da, es finalmente excomul-
3
gado . Por desgracia, no todos los abades eran espejo de monjes.
¿Qué es, en gran parte, el famoso «pacto» visigodo, que tanto ho-
rror ha causado a los detentóles de la ortodoxia monástica, sino un
instrumento jurídico, legítimo como el que más, que las comunida-
des tenían en su poder para librarse de abades tiránicos y viciosos
que, como la historia prueba hasta la saciedad, acababan por arrui-
nar la vida monástica y el patrimonio de los monasterios?
A san Benito le tocó vivir en la época de la regula mixta, o me-
jor, de la regula abbatis. Al principio, en Subiaco y a continua-
283
ción en Montecasino, se inspiraría en las reglas monásticas latinas
y otros documentos de la tradición para el gobierno de la comuni-
dad, como hacían generalmente sus colegas. Más adelante, se per-
cató de la conveniencia de redactar una regla que abarcara el ideal
y las instituciones más relevantes de un monasterio como medio
de dar estabilidad y continuidad a su obra. Dentro del contexto de
la regula abbatis se entiende mucho mejor su definición de los
monjes cenobitas. Lo propio hubiera sido declarar simplemente
que son los monjes que viven en comunidad, y en cierto m o d o lo
dice al afirmar que es un género de monjes «monasterial», pues
«monasterio», de significar la morada del solitario, ya había pasa-
do a denotar el «cenobio», el lugar donde se practica la vida co-
munitaria. Pero tuvo buen cuidado de añadir que los cenobitas vi-
ven «sub regula vel abbate», «bajo una regla y un abad» (RB 1,1).
U n abad, ciertamente. P e r o también, y en primer lugar, una regla.
Y a la regla están sometidos todos los monjes, incluso el abad,
quien además tiene el deber de mantenerla en todos sus puntos,
4
como se nos 'irá más adelante . La regla es la n o r m a objetiva. El
abad la mantiene, la interpreta y suple, conforme a su espíritu, sus
silencios.
284
el de Calcedonia en el año 4 5 1 . A estas tres series hay que añadir
los numerosos cánones de concilios provinciales y nacionales que
se ocuparon de algunos aspectos de la vida monástica concreta y
tendentes a corregir abusos que se iban introduciendo; estos cáno-
nes, promulgados para u n a región o nación particular, pasaron
igualmente a las colecciones canónicas y adquirieron valor de ley
para otras regiones '. Todos los abades y monjes estaban obliga-
dos a obedecer en conciencia estas leyes, así como también las dis-
posiciones de los sínodos diocesanos que les afectaban. Que lo hi-
cieran o n o , es otra historia. La reiterada insistencia de concilios y
sínodos en determinados puntos de la observancia monástica reve-
lan más bien cierto descuido, más o menos culpable.
Importancia excepcional revisten los siete largos cánones mo-
2
násticos promulgados por el concilio ecuménico de Calcedonia .
Los monjes estaban representando un papel importante en las
controversias cristológicas, a menudo acérrimas. Sus intervencio-
nes tumultuosas habían irritado a los obispos. El concilio resolvió
tomar medidas enérgicas. Quienes «verdadera y sinceramente»
abrazan la vida monástica son acreedores de honor por parte de la
Iglesia —declaran los padres conciliares—; pero algunos monjes
«perturban los asuntos eclesiásticos y civiles». E r a preciso poner
coto a tales desmanes. El canon cuarto dispuso, entre otras cosas
tocantes al mismo asunto: 1) «nadie, ni en lugar alguno, pueda
construir o erigir un monasterio o una iglesia sin autorización del
obispo de la diócesis»; 2) «los monjes de la región y de la ciudad
estén sujetos al obispo»; 3) «amen la paz, se consagren al ayuno y
a la oración, y residan en los lugares que les están señalados»; 4)
«no intervengan en los asuntos eclesiásticos ni en los profanos, ni
se interesen por los mismos»; 5) «no abandonen el monasterio
propio, a menos que el obispo de la ciudad se lo pida en caso de
necesidad»; 6) «quien transgrediere esta nuestra disposición, debe
2X5
ser excomulgado»; 7) «el obispo vele sobre los monasterios encla-
3
vados en su diócesis» .
Los obispos, por lo general, tomaron a pecho los cánones de
Calcedonia, especialmente la autoridad que les conferían sobre los
monasterios. Su providentia sobre los monjes —el vocablo es del
concilio— se ejerció diversamente. No pocos obispos procedían
de las filas monásticas. Debido al empobrecimiento progresivo de
la cultura y a la barbarie de las costumbres, cada vez era más difí-
cil el nombramiento de buenos obispos. P a r a superar recelos recí-
procos, las Iglesias locales acudían con frecuencia a los monaste-
rios en busca de prelados. Lérins fue un verdadero seminario de
obispos a lo laego de dos siglos. Lo mismo sucedió en a España vi-
sigótica; el monasterio de San Cosme y Damián de Agali, en las
inmediaciones de Toledo —por citar un solo ejemplo—, procuró a
la sede de la ciudad regia algunos de sus más ilustres prelados. Las
Iglesias de Irlanda estuvieron casi completamente sometidas a
abades, que por 1» general no eran obispos, pero que tenían obis-
pos entre sus monjes para desempeñar las funciones episcopales.
Es normal que los obispos-monjes siguieran fieles a su ideal pri-
mero y su actuación respecto a los monasterios los beneficiara no-
tablemente. Tal es el caso, por ejemplo, de san Cesáreo de Arles,
procedente de Lérins. Otros, aunque procedentes del clero secu-
lar, no fueron menos celosos en sus relaciones con los monaste-
rios, hasta eclipsar a menudo la autoridad de los abades. Otros, fi-
nalmente, abusaron de los poderes que se arrogaban y causaron
serios perjuicios a los monasterios.
Los concilios regionales y nacionales nos ilustran abundante-
4
mente sobre todo esto . Puede decirse que los obispos de Occi-
dente, aplicando los cánones de Calcedonia, establecieron el prin-
cipio de que los monjes debían estar sujetos a los abades y los aba-
des a los obispos. Lo anuncia con claridad meridiana el canon 19
del concilio de Orléans, celebrado en el año 511: «Los abades, en
virtud de la humildad religiosa, están sujetos a los obispos, y, en
a
3. Concüiorum oecumenicorum decreta, ed. J. Alberigo y otros, 3 . ed. (Bo-
lonia 1973), 89.
286
caso de que transgredieren la regla, los obispos los corregirán...
I ,os monjes, en cambio, estén enteramente bajo la obediencia de
5
los abades» . Es un principio que, expresa o implícitamente, se
mantiene a lo largo de esta época. Observemos de paso que los
obispos, además de las normas que dieron en los concilios sobre
los monjes, se aseguraron la subordinación de éstos a través de los
abades. En realidad, muchas veces, quien m a n d a b a en el monaste-
rio no era el abad, sino el obispo. Y ciertamente n o era esta la in-
lención del concilio ecuménico al poner bajo la jurisdicción y tute-
la de los obispos los monasterios, cada vez más numerosos.
Los concilios galos prestaron particular atención a los monas-
terios y al gobierno de los abades. Se registran intervenciones se-
veras contra los abades inquietos, giróvagos, que a n d a n de un lu-
gar a otro «sin permiso de su obispo», quien tiene la obligación de
6
corregirlos conforme a «los cánones antiguos» . Un abad no está
1
autorizado p a r a gobernar dos monasterios al mismo tiempo . Sin
el permiso expreso de su obispo, los abades no solicitarán benefi-
cios ni protección de los señores; ni siquiera p o d r á n visitar a los
8
príncipes seculares . Los obispos galos estaban muy ufanos de su
autoridad sobre los monasterios y se mostraban muy celosos de su
jurisdicción. Que ello redundara en detrimento de los poderes que
correspondían al abad, no les importaba ni poco ni m u c h o . Si al-
gún abad se sentía vejado por su obispo, si juzgaba haber sido re-
prendido o depuesto por él injustamente, no tenían más que recu-
9
rrir al sínodo para que se le hiciera justicia .
Los concilios galos, uno de cuyos promotores más eminentes
fue san Cesáreo de Arles, insistieron con cierta frecuencia en los
deberes de los monjes y en lo esencial de la disciplina regular, y
procuraron corregir algunos de los abusos más frecuentes: el giro-
vagismo, la tendencia a tener celdas particulares, etc. Pero sobre
lodo les preocupó la salvaguarda de la castidad: los monjes no
participarán en banquetes de boda; se castigará con tres meses de
5. M G H , Concilla, t. 1,7.
6. Concilio de Arles, año 554, canon 2: M G H , Concilia, t. 1,119.
7. Concilio Epaonense, año 517, canon 9: M G H , Concilia, t. 1,21
K. Concilio de Orléans, año 511, canon 7: M G H , Concilia, t. 1,4.
9. Concilio de París, año 614, canon 4: M G H , Concilia, t. 1,187.
287
reclusión en otro monasterio al abad que hubiera permitido la en-
trada de una mujer en su monasterio o hubiera hecho representar
espectáculos; se excomulgará al abad o prior que no expulse inme-
diatamente a toda mujer que encuentren en el interior del cenobio;
se prohiben conversaciones «secretas», es decir, sin testigos, con
u n a religiosa; los monasterios de mujeres se construirán lejos de
los de hombres; sólo los monjes ancianos y bien probados son ap-
tos para servir en monasterios femeninos...
G r a n cantidad de cánones conciliares se ocupa de las monjas.
Dejando a un lado las disposiciones concernientes a las vírgenes
«consecratae» o «devotae» que siguen viviendo en el m u n d o «sub
districtione ecelesiastica», los obispos prohiben que las jóvenes
deseosas de abrazar el estado monástico, reciban en seguida el
atuendo religioso —«vestimenta religionis»—, que sólo se les dará
10
al cabo de un año . El obispo no h a r á más que cumplir con su
obligación si cuida personalmente de los monasterios femeninos
11
de su diócesis y vigila atentamente el gobierno de las abadesas .
Se prohibe la entrada en los monasterios a toda persona, a excep-
12
ción del locutorio (salutatorium) y el oratorio ...
Parecida, por no decir idéntica, era la situación de los monas-
terios hispanos respecto a los obispos. Un concilio tarraconense
del año 516 aceptó en bloque la legislación de los concilios
13
galos . El de Lérida, del 546, hace suyos los cánones monásticos
de los concilios de Agde y Orléans; según este concilio, la indepen-
dencia patrimonial de los monasterios es plena, los obispos no de-
ben inmiscuirse en sus asuntos económicos, sino tan sólo en los de
l4
orden espiritual . P e r o es evidente que algunos obispos hacían
oídos sordos a tales advertencias. El concilio de Sevilla del 619 tie-
ne que ordenar la conservación de los monasterios de la provincia
eclesiástica Bética; algunos obispos, por codicia, permitían que se
15
extinguieran . El concilio cuarto de Toledo tiene que repetir que
288
I
Ins monasterios gozan de independencia económica, pero al pro-
pio liempo reafirma los derechos episcopales, n o sólo de interve-
iiii en materia disciplinar, sino de imponerles abades de su gusto,
nsi como también de elegir a personas gratas para los otros cargos
l6
iiiouasieriales . E n suma, todos los concilios que se ocupan de
i i t l e s materias dan por sentada la jurisdicción inmediata y ordina-
i in de los obispos sobre abades y monjes, jurisdicción que a menu-
d o , según parece, se hacía insoportable por sus arbitrariedades e
mli omisiones excesivas en la intimidad de los cenobios. Algunos
i nilones son significativos a este respecto. El concilio de Mérida
del año 6 6 1 llamaba la atención a los abades sobre su deber de
mular con «suma humildad y reverencia» las disposiciones de sus
irspectivos obispos: «episcopo suo humilitatem teneant et reve-
11
len!ium summam» .
l(>. Iil canon 51 precisa con toda claridad: al obispo no le es lícito hacer traba-
|iu ii los monjes como si fueran siervos suyos ni convertir el monasterio en una ha-
i I O I K I I I en explotación; «los obispos sólo reclamen para sí, en los monasterios, lo
i|iic permiten los sagrados cánones, esto es, amonestar a los monjes a una vida san-
ia, nombrar los abades y los otros cargos y corregir las violaciones de la regla».
( V, 20H-209.
17. Canon 11. CV, 333.
289
temporal un religioso «probatissimus». En cuanto a los niños
ofrecidos a Dios por sus padres o tutores, optarán por la opinión
rigorista; es famoso el canon 49 del concilio cuarto de Toledo: «Al
monje lo hace o la devoción de sus padres o su propia profesión,
pero de cualquiera de estos dos modos queda obligado; por lo tan-
to, a los tales les cerramos cualquier portillo para reintegrarse al
18
m u n d o y les prohibimos t o d a vuelta al siglo» . Esta institución
de los niños oblatos, extendida universalmente, fue una de las
l9
causas más comunes de la mala marcha de las comunidades .
Los obispos poseían muchos títulos para intervenir en los
asuntos de los monasterios: la jurisdicción eclesiástica, derechos
de fundador o propietario, derechos de protección, etc. En reali-
dad la intervención de los obispos fue amplia y profunda. Las cir-
cunstancias la favorecieron: muchas comunidades más o menos
regulares gravitaban en torno a basílicas pertenecientes a la Iglesia
local; las invasiones de los pueblos bárbaros obligaron a los mon-
jes a refugiarse en las ciudades y villas amurallarlas, pues vivir en
el campo era vivir en continua inseguridad, lo que facilitó la labor
pastoral de los obispos respecto a ellos y también sus intervencio-
nes en asuntos privados de las comunidades. A partir del siglo vi,
empezó a prevalecer la costumbre de «ordenar» a los abades re-
cién elegidos, muchas veces por su respectivo obispo e impuestos a
la comunidad; pertenecía al obispo el derecho de instituir y orde-
nar al abad, es decir, de nombrarle y ponerle en posesión de su
cargo, confiriéndole una bendición litúrgica. Tenían también los
obispos —lo hemos visto— el derecho de castigar a los abades cul-
pables e incluso de deponerlos, así como el de aceptar su dimisión
para retirarse a otro monasterio, desempeñar el mismo cargo en
otra comunidad o abrazar la vida eremítica.
Pierre Salmón, acérrimo defensor de los derechos abaciales,
lamenta que los concilios merovingios de la primera mitad del si-
glo vi se pronunciaran en favor de los obispos y en contra de los
18. Año 633. CV, 208. El concilio décimo de Toledo, canon 6, año 656, pro-
hibió a los padres que ofrecieran a sus hijos que contaban más de diez años; en
adelante eran los hijos quienes decidían si querían ser monjes o no. CV, 313.
19. Para este asunto puede verse el estudio de J. Orlandis, La oblación de los
niños a los monasterios en la España visigoda, en Yermo (1963) 33-47.
290
20
abades . U n o de los resultados más lamentables fue que los obis-
pos destituían a los abades con demasiada frecuencia.-Luego los
mismos concilios quisieron poner coto a las ingerencias excesivas
y a los abusos escandalosos de la autoridad episcopal. Ya un con-
cilio de Cartago del 536 decidió que los monasterios debían ser li-
20. Para las relaciones del episcopado con los abades y los monasterios, con
insistencia en los aspectos negativos del uso de la autoridad episcopal, cf. P. Sal-
món, L'abbé, 30-35.
21. Mansi 8, 841-842.
22. Cf. P. Salmón, L'abbé, 30-31.
23. El rescripto del papa Hormisdas no debe interpretarse c o m o un testimo-
nio temprano de la exención de los religiosos. Es la respuesta al recurso a una aulo-
291
sobre t o d o , la alienación de los bienes del monasterio, sustrayén-
dolos a la tutela del obispo y poniéndolos bajo la de la Sede Apos-
tólica. Los cánones conciliares siguieron confirmando la omnímo-
da autoridad de los obispos sobre los monasterios; tan sólo «en lo
económico se les declara independientes de ella, seguramente por-
24
que por ahí se dieron más abusos» .
Cesáreo no fue el único que acudió a la Santa Sede; otros lo hi-
cieron por motivos parejos. Y así Pelagio I confirma un principio
ya antiguo: la elección de un abad corresponde a los monjes a
quienes va a gobernar, de acuerdo con el propietario del monaste-
rio si lo hubiere; a continuación, el obispo del lugar procederá a su
2S
ordinatio, es decir, a su instalación y bendición . Y san Gregorio
M a g n o , si n o legisla sobre la vida monástica en general, tiene oca-
sión de resolver numerosos problemas surgidos entre obispos y
abades, creando de este m o d o una verdadera jurisprudencia. Se-
gún Gregorio M a g n o , «el obispo tiene el derecho de velar sobre
los monasterios de su propia diócesis», autorizar las fundaciones,
ejercer el derecho de visita, castigar a los abades indignos y depo-
ner a los ineptos, intervenir en las controversias internas de las co-
munidades, confirmar al abad elegido por sus monjes, consagrar
el oratorio del monasterio y cuidar de la celebración de la eucaris-
tía, sea enviando al monasterio un sacerdote, sea ordenando un
monje con el consentimiento del abad. T o d o esto pertenece a su
cura pastoral. Pero al mismo tiempo debe respetar la observancia
de cada monasterio y sus características, sin abusar de su autori-
dad deponiendo injustamente a los abades, celebrando funciones
litúrgicas en los monasterios o inmiscuyéndose en su administra-
ción temporal y disponiendo de sus bienes. «En este último p u n t o
san Gregorio se muestra netamente opuesto a la tendencia general
de los obispos». Y en su deseo de favorecer la vida monástica, em-
ridad tutelar que se juzgaba más estable y probablemente menos peligrosa que la
de los obispos de Arles. Cf. E. Fogliasso, Exemption des religieux: Dictionnaire de
droií canonique 5,649.
24. B. Jiménez Duque, La espiritualidad, 79. El autor se refiere a los conci-
lios visigodos, pero lo mismo puede decirse de todos los demás.
25. Pelagii I espistulae quae supersunt, ed. P . M . Gassó y C.M. Batlle (Mont-
serrat 1956), 83.
292
pena la autoridad de la S a n t a Sede para garantizar el cumplimien-
to ile acuerdos concluidos p o r obispos y príncipes con los monas-
terios: el del cenobio de los Santos J u a n y Esteban de Rávena en
VJH, el de las monjas de S a n Casiano de Marsella en 596, el del
monasterio de Arles en 599 y el de los tres de A u t u n en 602, entre
olios. Tales privilegios, c o m o el ya citado del p a p a Hormisdas, no
concedían lo que más t a r d e se llamará la «exención» de los religio-
sos, pues dejaban intacta la jurisdicción episcopal, pero eran de
piobada eficacia para prevenir abusos y contenían tantas ventajas
pin a los monjes que m u c h a s comunidades p r o c u r a r o n obtener do-
26
cumentos similares .
I )e antiguo se celebraron periódicamente sínodos de abades. Al-
gunos concilios del siglo vi urgieron o restauraron esta costumbre.
Asi, por ejemplo, el de Orléans, en 506, dispuso que los abades,
27
una vez al año, se reunieran en el lugar que el obispo eligiese . Mu-
cho más tarde, el de A u x e r r e fija u n a fecha: «el primero de no-
28
viembre, todos los abades se reúnan en concilio» . Y el de Hues-
ca, del año 598: cada u n o d e los obispos reúna en su diócesis todos
lo-, artos a los abades de los monasterios, los presbíteros y los diá-
29
i unos, y les dé normas de c o n d u c t a . El influjo de algunos de'es-
tos sínodos tuvo que ser n o t o r i o . A. M u n d o ha sugerido que cier-
tas icglas monásticas no son otra cosa que el fruto de las delibera-
ciones de abades reunidos en sínodo .
26. Cf. .1. Dubois, Esenzione monástica: DIP 3,1298. Gregorio mantuvo fir-
inriiirntc el derecho de los monjes a elegir su abad; al menos debían consentir con
IM elección hecha por el obispo para que ésta fuera válida. Pero toda regla tiene sus
i'Hi'ppcIones. Consta que el m i s m o papa depuso personalmente a ciertos abades in-
I I I U I I O N y designó a los sucesores. Cf. P. Salmón, L'abbé, 2 9 - 3 0 . Seguramente, en
dilr» cusos, debió considerar que las comunidades respectivas no estaban en condi-
i IHIICN de elegir un abad digno y competente.
11. Canon 19: M G H , Concilia, t. 1 , 7 .
Í.K. Se ignora la fecha precisa de este concilio de Auxerre; suele situarse entre
luí tiño.s 5 6 1 y 6 0 5 ; algunos piensan que es posterior al año 5 7 3 . Canon 7 : MGH,
i niiclliii, I. 1 , 1 8 0 .
}}>. Pl. 84,613.
293
Profusión de reglas monásticas
294
El conjunto de reglas monásticas de los siglos v-vn ha sido
trasmitido por san Benito de A n i a n o . Ninguna colección de re-
glas, en efecto, puede parangonarse con el llamado Codex regula-
2
rum del reformador carolingio , quien reunió unos veinticinco
textos, prácticamente todos los conocidos en su tiempo; algunos,
sin embargo, escaparon a su erudición, como, por ejemplo, la re-
gla de san Cesáreo para monjes. En la actualidad poseemos unos
treinta escritos que merecen llamarse reglas. La gran mayoría per-
tenecen a los siglos vi y v n .
3
A. de Vogüé se ha dedicado a su estudio . E m p e z a n d o por el
del mismo vocablo regula. Aparece éste en la traducción de las
obras de Orígenes hecha por Rufino y en la del Asketicón de Basi-
lio, con acepciones diversas. En Casiano designa a veces la mane-
ra de vivir de los monjes. Sentido análogo parece tener en el am-
biente agustiniano, como en el caso de Posidio al escribir: «secun-
4
dum modum et regulam sub sanctis apostolis constitutam» . Las
Vidas de los Padres del Jura expresan del mismo m o d o el cuidado
con que procuraban éstos adaptarse a lo que llaman la antigua re-
local y de los que no existía más que uno o unos pocos ejemplares, como es el caso
de gran parte de las reglas monásticas, no tiene nada de sorprendente. Lo sorpren-
dente sería que nos hubieran llegado todos, absolutamente todos, los escritos de tal
naturaleza.
2. Del Codex regularum de Benito en Aniano no existe más que un solo ejem-
plar, el Clm. 28U8, transcrito del original en vida de su autor, y dos copias del
mismo códice hechas en el siglo X V . Cf. M . E . Bouillet, Le vrai «Codex regula-
rum» de saint Benoít d'Aniane, en Rbén 75 (1965) 345-349.
3. A . de Vogüé ha publicado los resultados de sus investigaciones en: Les r e -
gles cénobitiques d'Occident, en Autour de saint Benott (Bellefontaine 1975), 15-
éme
28; Saint Benoít et son temps: Regles italliennes et regles provéngales au VI sié-
cle, ibid., 15-28; Rególe cenobitiche d'Occidente (sec. V-VH), en el artículo Regola
del DIP 7,1420-1434. Véase también A . Mundo, Mónchregeln: LTK 7,540-542; y
para las reglas hispanas, C. J. Bishko, Reglas monásticas: D H E E 3,2068-2069. Pa-
ra la fácil utilización de las reglas es muy recomendable la obra de J.-M. Clément,
Lexique des anciennes regles monastiques occidentales, 2 vols. (Steenbrugge-La
Haya 1978). Existen ediciones críticas de la mayor parte de estas reglas, como se
indica en su lugar respectivo, que suplen las publicadas por L. Holste en su famoso
a
Codex regularum, 3 vols. (Roma 1661; 2 ed., París 1663) y por M. Brockie, L.
Holstenii Codex regularum (Augsburgo 1759). Existen también traducciones de
muchas de ellas, por separado o formando colecciones parciales, como la italiana
de G. Turbessi y la francesa de V. Desprez.
4. Vita Augustini 5,1.
295
gula Patrum. Según teoría de A. de Vogüé, la p a l a b r a regula de-
notaba ante t o d o la doctrina del superior, la p a l a b r a del abba, eco
de la Palabra de Dios, y sólo de un m o d o absolutamente subordi-
n a d o , un conjunto de normas que debían observarse en el monas-
terio. No vamos a seguir aquí tan erudita disertación. Regula aca-
b ó por designar un documento normativo en que su autor o auto-
res n o expresan t o d o lo que piensan sobre la vida monástica, pero
si aquello de que tienen necesidad los monjes o las m o n j a s a quie-
nes se dirigen: orientaciones espirituales, estructura del cenobio,
organización de la vida común, horarios, normas penales, acaso
5
un ordo del oficio divino . El contenido de las reglas, como su
volumen, es variadísimo. A lo que parece, h u b o una sola regla que
pretendió abarcarlo t o d o : la Regula Magistri. Las hay bastante
completas, contienen t o d o lo esencial para organizar una comuni-
dad monástica. Otras se limitan a hacer hincapié en algunos pun-
tos disciplinares que debían observarse poco en la comunidad o
comunidades a quienes iban destinadas. Alguna, c o m o la de san
C o l u m b a n o , titulada por sus editores Regula monachorum, es ca-
si completamente «espiritual». Ni que decir tiene que ninguna de
estas reglas pretendió imponerse a todas las demás. Considerarlas
como rivales que corren para lograr la hegemonía es pura imagi-
nación de ciertos autores. No rivalizaron, sino que colaboraron en
la clarificación del ideal monástico propio de los pueblos de la
E u r o p a del Oeste, en que la romanización se veía cada vez más
arrollada por la avalancha de los bárbaros y surgía u n a nueva sín-
tesis social y cultural que acabó por imponerse.
Al empezar el siglo vi n o existían en el ámbito del m o n a c a t o
occidental, que sepamos, otras reglas que las que A . de Vogüé ha
llamado con acierto las tres «reglas madres»: la traducción de los
preceptos pacomianos hecha por Jerónimo, la del Asketicón basi-
liano hecha por Rufino y la Regla de san Agustín, la única original
6
de Occidente . A ellas hay que añadir los primeros productos del
movimiento legislativo de Lérins: la Regula Quatuor Patrum y la
1
Regula Patrum secunda . Y en seguida empieza la proliferación
de reglas en Italia, en el Sur de la Galia, en la E s p a ñ a visigoda, en
la Galia del Norte...
A. de Vogüé h a a b o r d a d o c o n singular acribía la enorme, espi-
nosa y a ratos imposible tarea de clasificarlas. Son relativamente
pocas las que pueden situarse con certidumbre en el tiempo y el es-
pacio por pertenecer a un autor conocido; tal es el caso de las de
Cesáreo y Aureliano de Arles, las de Isidoro de Sevilla y Fructuo-
so de Braga. Las más son anónimas y no están fechadas. Otro
problema importante que plantean es el de sus relaciones mutuas.
Todas, sin excepción, son «reglas mixtas». Se influyen mutua-
mente; más aún, se copian unas a otras sin el menor escrúpulo,
pues ignoran la propiedad literaria. Todas aspiran a representar la
venerable tradición, y la tradición es un bien común. Lo difícil, lo
imposible a veces, es determinar quién copia a quién. Así, por
ejemplo, el prólogo y los siete primeros capítulos de la Regla de
san Benito se hallan, casi sin ninguna variante, en la Regula Ma-
gistri, pero no se puede asegurar rotundamente, aunque se haya
hecho infinidad de veces, que san Benito copiase al Maestro, ni
tampoco lo contrario. Hay un d a t o olvidado o despreciado casi
sistemáticamente por los zahoríes literarios, empeñados en la ta-
rea de descubrir fuentes y lugares paralelos: no poseemos todas las
reglas monásticas que se escribieron y menos aun todos los docu-
mentos de la tradición monástica o simplemente cristiana que pu-
dieran copiar o en los que pudieron inspirarse.
A. de Vogüé ha dividido las reglas en ocho «generaciones». La
297
cuarta, según él, de principios del siglo vi y formada por la Regula
Magistri y las dos de san Cesáreo de Arles, aportan «cuatro gran-
des novedades»: 1) se multiplican y precisan las formalidades para
la admisión en el cenobio —un año de noviciado y renuncia a toda
propiedad por escrito antes de la profesión explícita—; 2) supre-
sión de la celdas individuales e introducción del dormitorio co-
mún; 3) un ordo officii minucioso; 4) un horario complicado, di-
verso según las estaciones. También divide las reglas, cuyo nivel
teológico y literario por lo general es bastante bajo, en varias fa-
milias. La más numerosa y homogénea es la que tiene por luz y
origen la Regla de San Agustín. Fue una suerte para el cenobitis-
m o occidental la gran influencia lograda por Agustín. Observa
Courtois que, con la aparición y adopción de reglas, el acento pa-
só de la vocación a la soledad y a la fuga mundi a la vocación a la
obediencia y a la disciplina; de la iniciativa ascética se pasó prime-
ro a la imitación ascética y más tarde, con las reglas, a una obser-
8
vancia ascética conforme a un cuerpo preciso de leyes y doctrinas .
Pero las reglas enseñaron sobre todo a los monjes a formar verda-
deras comunidades cristianas. En este punto la de san Agustín ejer-
ció una influencia decisiva; sobre todo al proponerles el gran ideal
de los Hechos de los Apóstoles: formar «un solo corazón y una sola
alma».
298
NORMAS DE CONVIVENCIA FRATERNA
1. Cf. t. 1,375-376.
2. Cf. A . de Vogüé, Italia: DIP 5,161. J. Neufville piensa que el autor proba-
ble de la Regla de los cuatro Padres es un clérigo romano de mediados del siglo V
(DIP 7,1595-597), y el de la Segunda regla de los Padres el diácono romano Vigilio
(DIP 7,1590-1591). Según G. Veloso, la Regula Orientalis es francesa o italiana
(DIP 7,1587-1589). V. Desprez (Regles, 91) se adhiere a la hipótesis de A. de Vo-
güé: las cinco reglas representan la tradición de Lérins; pero sólo la Regla de Maca-
rio es de indudable procedencia lerinense y la Tercera regla de los Padres es cierta-
mente gala.
299
oriental y la Tercera Regla de los Padres, ambas de la primera mi-
3
tad del siglo vi, se han incorporado textos lerinenses . La genea-
logía de estos documentos es la siguiente
Regula TV Patrum
I
Regula Patrum secunda
I
1 |
Regula Macarii Regula orientalis
I
Regula Patrum tertia
EL MONJE L A D R Ó N
300
los concilios galos. La Regla de Macario es especialmente dura;
toma al pie de la letra las hipérboles literarias de Jerónimo, por
ejemplo cuando escribe: « N o hagas ascos del trabajo penoso
(Eclo 7,15), no busques la ociosidad. A g o t a d o por las vigilias, ex-
hausto por el trabajo, andarás como durmiendo e irás a acostarte
vencido por la fatiga, pero estarás seguro de reposar con
5
Cristo» . Los monjes son soldados de Cristo que pelean en buena
lid contra el demonio y sus propias pasiones, bajo el m a n d o de
una serie de superiores. La obediencia total y la renuncia total a
los bienes de este m u n d o son dos rasgos característicos de este ce-
nobitismo un tanto rudo e indudablemente generoso.
La familia artesiana
C o n las reglas de san Cesáreo de Arles ( + c.524) pasamos de la
espesa niebla que envuelve las Reglas de los Padres a la claridad
meridiana propia de unos documentos emanados de una de las
1
personalidades más conocidas del siglo vi .
Cesáreo procedía de la escuela de Lérins. Había practicado
con t a n t o entusiasmo las normas de la ascesis que se había ganado
la fama, bien merecida, de h o m b r e austero y d u r o , para sí y para
sus hermanos de comunidad; como m a y o r d o m o del monasterio,
en efecto, se preocupaba más del ayuno de los monjes que de su
conveniente alimentación. N o m b r a d o obispo metropolitano de
Arles en 503, mantuvo toda su vida la austeridad y el estilo de orar
que había aprendido en el monasterio isleño. Sin embargo, sus en-
trañas de misericordia, su exquisita afectividad, se manifiestan al
realizar la obra predilecta de su vida: la fundación y la formación
de un monasterio femenino dedicado a san J u a n Bautista, al lado
de la basílica de Santa María, dentro de los muros de la ciudfed,
tras su destrucción en 508, por francos y burgundos cuar)*Jo^¡|ta-^/'''
1. Cesáreo de Arles escribió dos reglas: una para monjas y otra para m ' p n j e Y \ \
Cf. S. Caesarü Arelatensis opera omnia, ed. G. Morin, 2 vol. (Maredsous'(337\ \ *
1942); las reglas se hallan en el t. 2, p. 101-124 (Regla para las vírgenes) y p. Í4!?y
155 (Regla para los monjes). •' ; '•L>
• *°' i
ba situado fuera de las murallas. Cesárea, su hermana, a quien el
celoso obispo había m a n d a d o para su formación al monasterio de
San Salvador de Marsella —fundado p o r Casiano cerca de San
Víctor—, gobernó la comunidad hasta su muerte, acaecida hacia
el año 524; le sucedió otra parienta del obispo, llamada también
Cesárea. Entre t a n t o , Cesáreo iba puliendo y completando la re-
gla que había escrito para el gobierno de la comunidad; su redac-
ción definitiva se sitúa en 534. La obra de experimentación y per-
feccionamiento de esta regla, la primera escrita directamente p a r a
monjas, había d u r a d o unos veinte años. E n circunstancias desco-
nocidas redactó asimismo san Cesáreo u n a regla para monjes.
Contrariamente a la que se creía hasta a h o r a , esta regla depende
2
de la de las vírgenes y n o al revés . Compuesta entre el 534 y 542,
tiene por destinatarios los monasterios a quienes Cesáreo predicó
los sermones 233-238 y, más generalmente, como se lee en su mis-
m o título, «para cualquiera que esté en un monasterio donde hay
un a b a d » . Pese a sus esfuerzos, n o logró ordenar perfectamente la
materia bastante desorganizada que le ofrecía su propia Regla de
las vírgenes. Abrevió las disposiciones jurídicas y desarrolló, en
cambio, algunas consideraciones morales, ayudándose con textos
3
de la Escritura .
La Regla de las vírgenes —o más propiamente, los Estatutos
para las vírgenes consagradas— merecen especial atención. Cesá-
reo se dirige a las «santas y muy venerables hermanas en Cristo,
que viven en el monasterio que hemos fundado bajo la inspiración
y con la ayuda de Dios». P a r a ellas ha redactado «instrucciones es-
pirituales y santas sobre la manera como debéis vivir en este mismo
monasterio, según los estatutos de los Padres antiguos» (1,1-2)
¿Quiénes son estos «Padres antiguos» aquí aludidos? El examen de
las fuentes nos los manifiesta: en primer lugar, san Agustín; des-
pués, Casiano, Pacomio, la Segunda Regla de los Padres y la Re-
gla de Macario. C o n estos elementos de la tradición antigua y m o -
302
derna, y con m u c h o de su propia cosecha, de su experiencia de
monje, procede san Cesáreo a la ordenación de la comunidad, pu-
pila de sus ojos, y a infundirle u n a espiritualidad propia, peculiar.
C o m o buen discípulo de Lérins, recuerda constantemente la idea
fundamental de la «milicia cristiana», la lucha contra el diablo
con armas espirituales, ofensivas y sobre t o d o defensivas, pues a
menudo se trata de protegerse contra los dardos inflamados del
enemigo. N o hay que dormirse en la seguridad, que nunca es total
y definitiva; el porvenir es incierto; hay que reaccionar contra la
negligencia y la tibieza, pues sólo alcanzan la victoria los que per-
manecen vigilantes y fervorosos. Ascesis, pues, y u n a ascesis bas-
tante dura, que tiene una manifestación inesperada: Cesáreo im-
pone a sus monjas la clausura perpetua, que les separa casi com-
pletamente del m u n d o y asegura su consagración a Dios. Pero no
se queda en la ascesis y la lucha espiritual. Desde los primeros pá-
rrafos se coloca en un plano indiscutiblemente místico: «permane-
ciendo constantemente en el recinto del monasterio, implorad con
oración constante la visita del Hijo de Dios; así podréis decir des-
pués con seguridad: ' H e m o s encontrado a quien buscaba nuestra
4
alma'» . La teoría de las vírgenes prudentes, previsoras, que con
4 . RCV 1,4; Cant 3,4. Según el índice bíblico de V. Desprez, ésta es la única
cita del Cantar de los Cantares que se halla en las reglas monásticas que publica.
303
ben marchar sus queridas monjas. N o deben preocuparse más que
de su belleza interior. N o deben llamar la atención en nada. No
quiere Cesáreo, su padre espiritual a título de obispo, fundador y
legislador, que lleven atuendos «brillantes o negros, teñidos de
púrpura o en piel de castor, sino tan solo de tela sin teñir o de u n
blanco desvaído» (55,1). N o quiere que lleven peinados monu-
mentales, que sin duda seguían estando de m o d a entre las damas:
«Vuestro peinado n o supere en altura la medida que hemos traza-
do aquí con tinta» (56,1). Hasta tales minucias desciende la aten-
ción que presta a sus hijas espirituales. P e r o es evidente que para
Cesáreo el atavío de las vírgenes consagradas n o era ninguna mi-
nucia...
Cesáreo, después de tantos años de pulir y repulir su obra,
quedó bastante satisfecho de ella: contenía las instituciones y leyes
precisas para que sus monjas vivieran en paz su consagración vir-
ginal. L o revela sobre t o d o la solemne exhortación que dirige a la
«santa y venerable madre del monasterio» y a la «prepósita de la
santa comunidad»: «delante de Dios y sus ángeles os advierto y
conjuro que jamás ni amenazas, ni críticas, ni halagos os induzcan
a disminuir en algo la institución de la regla santa y espiritual»
(47,1). El genio psicológico de san Agustín le había ayudado mu-
cho en la empresa. Se pregunta V. Desprez qué movió a Cesáreo,
hombre de Lérins hasta el tuétano, a recurrir a una tradición dife-
rente. Y responde: «Además del prestigio de que Agustín, teólogo
y pastor gozaba a sus ojos, Cesáreo debió ser sensible a las cuali-
dades intrínsecas de su regla. Los documentos procedentes del
ambiente lerinense eran demasiado toscos para el temperamento
femenino y no preveían los problemas planteados a una comuni-
dad urbana. Agustín, por el contrario, ponía por obra, en el Prae-
ceptum, una psicología más fina, para reducir las causas de los
conflictos: diferencia de condición social (RCV 21), choques de
caracteres (33-34), obediencia (35); además, trataba los problemas
de coexistencia con la sociedad urbana: relaciones con personas
del sexo opuesto (23-24), recurso al médico, frecuentación de los
baños (31), intercambio de recados y de objetos con el exterior (25
y 43): tales asuntos eran más cotidianos en Arles y en Hipona que
en Lérins, aunque la clausura estricta impuesta por Cesáreo los
planteara de un m o d o diferente que en H i p o n a . Agustín concedía
.304
LA PERSEVERANCIA
5
también gran importancia a la renuncia a la propiedad privada y
a las consecuencias prácticas de la comunidad de bienes. Pero Ce-
sáreo a c o m o d a tales rasgos agustinianos al nivel intelectual de su
época y al fin práctico que se p r o p o n e ; suprime las fórmulas en
7
que Agustín expresaba su ideal espiritual de vida 'apostólica' y
de c o m u n i ó n de los corazones; abrevia u omite los análisis psico-
lógicos y los principios espirituales más desinteresados». H a s t a
8
aquí V. Desprez . Hay que advertir, con t o d o , que olvida el men-
305
cionado autor que Cesáreo sí cita: «Tened una sola alma y un solo
corazón en el Señor»; y añade: «que t o d o sea común entre voso-
tras, pues se lee en los Hechos de los apóstoles: ' L o poseían todo
en c o m ú n ' y 'se d a b a a cada uno lo que necesitaba'» (Hch 4,32 y
9
3 5 ) . Sólo que estos textos, es verdad, tienen en Agustín un relieve
l0
incomparable al principio de su regla , mientras que en Cesá-
11
reo resultan bastante anodinos . «Agustín» —prosigue Des-
prez— «insistía en la vida común y la caridad fraterna; Cesáreo, en
la consagración a Dios, en la oración, en el silencio que la posibili-
ta, en la obediencia a las superioras y a la regla. Agustín es más
evangélico y m á s optimista; C e s á r e o , más realista y más
I2
concreto» .
9. RCV 20,4-5.
10. Praec. 1,2-3.
11. Sobre todo, si se divide el texto como en Regles, 177. Pero basta leer con
atención el pasaje mencionado para darse cuenta que 20,4-5 no es continuación del
mismo tema tratado en 20,1-3, sino la premisa bíblica de la que se saca la conclu-
sión que se afirma en 2 1 , 1 , que resume el Praec agustiniano 1,4-7 y 2,1: «Las que
tenían alguna cosa en el mundo, al entrar en el monasterio, lo ofrezcan humilde-
mente a la madre, para que sirva para el uso común», etc.
12. V. Desprez, Regles, 163, quien remite al excelente trabajo de L. de Seil-
hac, L'utiiisation parsaint Césaire d'Arles de la Regle de Saint Augustin. Étude de
terminologie et de doctrine monastiques (SA 62; Roma 1974); en los capítulos 2 y 3
se compara a Cesáreo con Agustín; para la adaptación al temperamento femenino
de la legislación monástica anterior realizada por Cesáreo, véanse especialmente
las páginas 232-234, 251-252, 278-285 y 329-333.
306
terio de hombres fue el primero en recibir su regla de manos del
obispo Aureliano. El de monjas, dedicado a Santa María, sólo
nos es conocido por su regla. Su fundación se debió, con toda pro-
babilidad, al gran incremento de vocaciones femeninas. El de San
Juan, fundado por Cesáreo, contaba en 545 con unas doscientas
religiosas. Aureliano no tuvo más remedio que fundar otro mo-
nasterio. Las reglas que dio a ambas comunidades dependen estre-
chamente, como es natural, de las de Cesáreo. C o n t o d o , un buen
observador h a notado que Aureliano tiende a mitigar la ascesis de
las monjas: las autoriza tácitamente a volver a acostarse después
de «maitines» (laudes) y les reduce a la mitad —de doce a seis—
los salmos de cada una de las horas menores. En cambio, alarga el
oficio de los monjes añadiendo la hora de prima y, sobre todo,
agrava su observancia imponiéndoles la misma clausura estricta y
perpetua que había impuesto Cesáreo a las monjas (R A u r M 1,2).
Fuera del ámbito reducido p a r a el que redactó su obra monástica,
no parece que ejerciera más influencia que la que se descubre en
otras dos reglas de la misma familia: la Regula Tarnatensis y la
13
Regula Ferioli . A diferencia del de Cesáreo, el tono de Aureliano
es más jurídico que parenético; la claridad y la objetividad son sus
características principales, así como también la armonía de sus fra-
ses, gracias al uso del cursus. Pese a su muy escasa originali-
dad de fondo, la regla de Aureliano para monjes constituye una
obra equilibrada y atractiva. La de las vírgenes es un resumen de la
14
anterior, en el que se han suprimido prescripciones secundarias o
15
superfluas tratándose de mujeres .
308
impresión de que tales recomendaciones n o caían en saco roto. La
Regula monasterii Tarnatensis refleja claramente la comunidad
cuya vida pretende encauzar. Es u n a comunidad rural, que goza
del aire sano de la campiña y trabaja sobre todo en labores agríco-
las (RT 9,9-11). Los monjes son gente sencilla, sin gran formación
intelectual, aunque no descuiden la lectio divina; puede darse el
caso de que, sentados a la mesa, no haya ninguno capaz de cum-
plir la obligación de leer para los comensales (8,11). Disponen de
una biblioteca, y un hermano está encargado de distribuir los li-
bros (22,1-2). Desde luego son laicos, van juntos a la iglesia del
pueblo, sin duda para participar en la eucaristía (18,12). Mantie-
nen contactos con los seglares; en este p u n t o , como en otros, se
respiran aires de mucha más libertad que en las otras reglas. Por
ejemplo, con el debido permiso, el monje puede t o m a r parte en
una fiesta (1,6); no actuará de padrino sin la autorización del
abad, a menos que se presente u n caso urgente y n o pueda dejar de
ceder a los deseos de quien se lo pide y «es absolutamente necesa-
rio cerrar los ojos sobre ello por motivos de caridad» (3,2). Van a
visitar a sus padres y parientes, pero sólo de vez en cuando; se per-
mite que hagan visitas a intervalos regulares a los que han dado
pruebas de celo por la salvación de sus prójimos (13, 9-10). Todo
esto es capaz de escandalizar, evidentemente, a espíritus menos li-
berales y comprensivos que el autor de la regla, cuyo optimismo le
mueve a declarar: « O b r a n d o de este modo en n o m b r e de Cristo,
estad seguros que progresaréis y que perseveraréis en el monaste-
3
rio en la bondad y la paz» .
Claro es que n o todo era fácil e idílico. La regla es exigente
cuando tiene que serlo. A veces nos sorprende con disposiciones a
primera vista un tanto excesivas. Los monjes, por ejemplo, no só-
lo no p o d r á n hablar a solas con u n a mujer que no sea de su fami-
lia, sino que tampoco se les permitirá hacerlo con su propia madre
y hermanas; la razón es que éstas podrían «emponzoñar con aspi-
raciones seculares a hombres recién entrados en el servicio de
Dios», es decir, que podrían hacer peligrar su vocación propo-
niéndoles perspectivas tentadoras si volvían al m u n d o (4,1). Tra-
bajan duramente, y con todo no les basta para sustentarse; tienen
309
que contar con las limosnas de los fieles (11,2). Contrariamente a
la costumbre general impuesta, disponen de celdas individuales, lo
que ha permitido afirmar que su vida era una combinación de ce-
nobitismo y eremitismo. N o está tan claro. En la regla suenan con
t o d o su vigor las frases de san Agustín, un tanto cambiadas: «Ya
que os habéis reunido por ello en el temor del Señor, conviene que
habitéis unánimes en la casa del Señor y que tengáis una sola alma
4
y un solo corazón, vigilantes en el temor del Señor» .
310
pintorescos —el monje no debe cazar bestias salvajes, le basta ca-
zar vicios (RF 34)—, en fórmulas elegantes, en trazos amenos, en
rasgos h u m a n o s . Así, por ejemplo, un monje podrá invitar a u n
huésped, por motivos de caridad, a comer antes de la h o r a en que
lo hace la comunidad; pero al mismo tiempo invitará también a
uno o dos de los hermanos, para que n o parezca que realiza a es-
condidas este acto de comunión y humanidad (27,34).
Ferreolo, probablemente, ha utilizado las Instituciones de Ca-
siano y las reglas de Agustín, las de los Padres y la Oriental, y de-
pende ciertamente de las de Cesáreo, Aureliano y Tarnat o Tar-
nant. Conoce las vidas de san Antonio y san Martín, los concilios
galos. U n o de sus rasgos característicos es el cuidado con que fun-
damenta o ilustra sus prescripciones con textos de la Escritura, a
la que evidentemente profesaba un gran aprecio y amor. Es un
moralista, que maneja a veces la ironía o la sátira, y da tanta impor-
tancia a las intenciones como a los actos. Su moral se ha clasificado
s
como moral bíblica, moral de la recompensa y moral combativa .
E L MONJE NO D E B E S E R ANALFABETO
311
Sin embargo, esta «espiritualidad combativa» —ya queda indi-
cado— se atempera gracias a la gran h u m a n i d a d que rezuma toda
la regla. La Regula Ferioli es, en efecto, u n a de las menos austeras
de las reglas latinas. Y también —lo que se ha n o t a d o poco— una
de las que más subraya la idea de comunidad, de caridad fraterna,
de unión de pensamientos y sentimientos. Es cierto que no trata de
la caridad hasta el capítulo tercero, pero n o por considerarla infe-
rior a la obediencia (cap. 1), y al respeto debido al abad (cap. 2),
sino por u n a razón simbólica: «En honor del número sagrado de
la Trinidad, hemos creído deber colocar en tercer lugar la caridad,
madre de todas las virtudes» (3,1). Los monjes de Ferréolac deben
cultivarla con tal empeño que, «a pesar de su número, lleguen a
formar un solo cuerpo en Cristo, como dice el bienaventurado
Apóstol (Rom 12,5). Entonces se verificará en ellos lo que leemos
en los Hechos de los Apóstoles —ejemplo ofrecido a todos los
cristianos, pero especialmente a los religiosos—: ' N o tenían más
6
que un sólo corazón y una sola a l m a ' » . El mismo respeto que
deben al abad tiene una secuela: «el amor manifiesta la unión de
los corazones» (RF 2,1).
La figura del abad merece especial atención; su nombre apare-
ce a menudo a lo largo de los treinta y nueve capítulos de la regla.
Los monjes deben respetarle, esto es, temerle como a un maestro y
amarle como a un padre (RF 2,1-2). Él, en cambio, vela por su vir-
tud (4,5) y recoge «los frutos abundantes de la perfección de sus
amados hijos» (17,5). Gobernar un monasterio no es tarea fácil;
se le conceden al abad dos colaboradores importantes que él mis-
7
mo elige: el prepósito y el formador , para que «el honor le sea
menos oneroso» (17,1-2). «Nadie se atreverá a criticar al abad si
no trabaja como los otros monjes, pues le conviene más bien dedi-
carse a la lectura, que le permite enseñar todos los días a sus her-
manos» (30,1-2). Enseñar y exhortar es uno de sus deberes princi-
pales. Otro, más importante todavía, el de darles buen ejemplo;
312
por eso, «siempre que no tenga un libro entre las m a n o s » , se unirA
a los que están trabajando (30,3). Tres veces al año — e l día de Na
vidad, el domingo de Pascua y la fiesta del patrón del monasterio,
san Ferreolo— preparará la comida de la comunidad y, «con la
ayuda de un hermano más joven, servirá a las mesas, ofreciendo
junto con los alimentos el ejemplo de la humildad, y rebajándose
de buen grado se hará más grande que todos al hacerse su igual.
Pues adquiere una autoridad mayor sobre todos los hermanos por
cuanto se aviene, como todos ellos, a prestar los servicios más hu-
mildes» (38, 1-4). Otro ejemplo de humildad consiste en que lave
los pies a los hermanos y a los viajeros, poniendo e n práctica el
mandato del Señor (cf. Jn 13,13); esto edificará a los monjes, pues
su enseñanza penetra en ellos «por sus obras más que por sus pala-
bras» (38, 5-7).
El capítulo 38, referente a los humildes servicios del abad, vie-
ne a ser un complemento del anterior, el 37, donde Ferreolo traza
con mano maestra la silueta ideal del padre del monasterio. Em-
pieza recalcando la misma idea: el ejemplo de su propia conducta
constituye el mejor y más eficaz instrumento que posee el abad pa-
ra la formación de la comunidad que le ha sido confiada. Lo que
recomendará al abad ante los monjes —afirma— será su celo,
E L ABAD L E A O TRABAJE
314
C o m o nacidas en Italia señalan los especialistas un grupo de
reglas que encabeza la Regula Pachomii brevis —de italianidad
no segura, t o d o hay que decirlo— y termina la Regula Pauli et
Stephani. Entre u n a y otra se sitúan la Regula Magistri, la Regula
Benedicti y la Regula Eugippii. A h o r a bien, como de la Regla de
san Benito ya nos ocupamos extensamente en los dos primeros ca-
pítulos del presente volumen, y a la Regula Magistri vamos a con-
sagrarle el siguiente a p a r t a d o , limitémonos aquí a dar u n a idea de
los otros documentos de carácter más o menos normativo que aca-
bamos de mencionar.
Compendio de los reglamentos pacomianos traducidos por Je-
rónimo en 404, a d a p t a d o a u n monasterio occidental a u t ó n o m o ,
gobernado p o r un superior, la Regula Pachomii brevis fue redac-
tada probablemente antes de terminar el siglo V. Según se des-
prende de su texto, los monjes no eran puramente «contemplati-
vos», como diríamos hoy, pues salían de clausura para trabajar y
desarrollaban actividades con personas ajenas al monasterio '.
Eugipio ( + c. 535), discípulo de san Severino, apóstol del Nó-
rico, es un personaje conocido. Los monjes de Severino, por cir-
cunstancias políticas adversas, se vieron obligados a trasladarse a
Italia. Se establecieron en Lucullanum, cerca de Ñapóles. Eugipio
fue elegido abad, lo que no le impidió desplegar sus talentos litera-
rios. Escribió la vida de su maestro. Compuso un florilegio de las
obras de san Agustín, a quien profesaba u n a gran devoción. San
2
Isidoro de Sevilla le atribuye u n a regla monástica . Razones muy
serias nos inclinan a identificar esta regla con la contenida en el
manuscrito París Lat 12634. Es u n a regla-centón compuesta de
3
cuarenta y siete textos, tomados de ocho autores . Empieza por
reproducir íntegramente la regla agustiniana; siguen fragmentos
de Casiano, Basilio, Novato, P a c o m i o , Jerónimo y de la Regula
quattuor Patrum; reproduce también largos párrafos de la Regula
Magistri. De esta selección se desprende el concepto de monacato
propio de Eugipio. Su tendencia es a todas luces arcaizante y rigo-
311
rista. Subraya la importancia de la autoridad abacial. C o n d e n a el
eremitismo. Atribuye un gran valor al cenobitismo integral de
4
Agustín y Basilio: « U n solo corazón y u n a sola alma» .
La Regula Pauli et Stephani no es propiamente una regla
5
monástica . Su texto, compuesto de 42 capítulos, generalmente
muy breves, lleva este encabezamiento: «Comienzan los capítulos
de P a b l o y Esteban, acerca de los cuales debe instruirse a los her-
6
manos». Usmer Berliére la considera más bien como una especie
de carta de visita canónica, redactada por los superiores locales
—ha sido imposible identificar a Pablo y Esteban—, con el fin de
reanimar el fervor de una comunidad monástica determinada —y
desconocida— y poner coto a ciertas innovaciones que no son de
su agrado por apartarse de la «tradición», y cercenar ciertos abu-
sos o desviaciones flagrantes en el dominio del canto (RPS 14), en
la forma y frecuencia de la tonsura (29), en las relaciones entre jó-
venes y ancianos (2 y 3), en la celebración del oficio divino (5 y
12), en materia de iniciativas personales referentes a aprender un
oficio o instruirse (31) y en la asiduidad en el trabajo (33). P a b l o y
Esteban, en «el presente escrito», que nunca llaman «regla», no
pretenden enmendar la plana a los Santos Padres, lo que sería una
audacia inconcebible, sino que se han limitado a poner por escrito
«los presentes extractos de su legislación» (41, 3-4). En el monas-
terio no reinaba u n a sola regla, como a veces se ha dicho. La Re-
gula sanctorum Patrum a que se refieren Pablo y Esteban es, con
toda seguridad, un codex regularum local, que se leía asiduamente
a la comunidad (41,1). A juzgar por lo que se desprende de la lec-
tura atenta de este documento, redactado de un modo muy perso-
nal, las normas vigentes en la comunidad estarían tomadas sobre
t o d o del Praeceptum de Agustín y de los reglamentos de Pacomio.
La Regla de Pablo y Esteban debe figurar entre las que imponen
316
el cenobitismo pleno, al estilo de Pacomio, Basilio y Agustín, no el
menoscabado de Casiano, de la Regula Magistri o incluso de la Re-
gla de san Benito en sus primeros capítulos. Cierto que n o cita la fa-
mosa sentencia: «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), pe-
ro el mismo título del capítulo primero es muy significativo a este
respecto: «En primer lugar, que tengan [los monjes] el temor de
Dios, el amor mutuo, que procede de un corazón puro, y la unani-
midad». Desde luego, el monasterio no es una escuela de ermita-
ños o de cenobitas cuasi-anacoretas. Sin embargo, teniendo en
cuenta el carácter peculiar de este documento, n o sorprenderá al
lector no encontrar en él los elementos que posibilitarían esbozar
una teología del cenobitismo, ni tampoco una exposición sistemá-
tica de los principios que rigen la vida del monje, ni de las virtudes
que debe cultivar, ni de las estructuras del monasterio. T o d o esto
se da por supuesto. En cambio, sí se hallarán en él una multitud de
pormenores que nos permiten hacernos una idea bastante aproxi-
m a d a de cómo se vivía realmente en un monasterio italiano de la
segunda mitad del siglo vi. El coro absorbía gran parte del tiempo
y de las energías de la comunidad. La salmodia debía ser tan larga
que los hermanos se sentían tentados de «abandonar la obra de
Dios sin permiso del superior» (RPS 3,1), o se dormían (8), o
charlaban (9); la regla nos proporciona pormenores sobre el m o d o
de cantar el oficio (5-7), que inútilmente buscaríamos en otros do-
cumentos similares de la época. El monasterio tendría campos, se-
guramente extensos y tal vez de mejor calidad que los colindantes,
que cultivarían, al menos en gran parte, colonos o aparceros; es la
única explicación lógica de «la rabia y las violencias con que nos
molestan a m e n u d o los campesinos por instigación del diablo»
(40,1); tales campesinos serian, como sospecha V. Desprez, gran-
1
jeros del monasterio . Esto explicaría también que los monjes pu-
dieran permitirse el lujo de permanecer ociosos, pues, «gracias a
la generosidad de Dios, poseían vestidos y calzado, y se alimenta-
ban todos los días «hasta la saciedad» (33,6). Y si trabajaban, no
lo hacían a conciencia (33,7) y estaban muy lejos de seguir el ejem-
plo de san Pablo y cumplir su m a n d a t o de trabajar para tener con
que socorrer a los menesterosos (33, 2-3). Durante la refección,
317
los había que comían y bebían demasiado, sin respetar la «ración
fijada» (17,1); otros, en vez de escuchar tranquilamente la lectura,
se permitían «protestas, murmuraciones, indignación, gritos, pa-
taleando y haciendo ruido con la vajilla (18, 1-2). Pablo y Esteban
son varones nada rígidos ni excesivamente exigentes. La ascesis
que predican está llena de mesura, moderación y equilibrio; n o es-
tá reñida con la alegría y sus manifestaciones espontáneas. Lo que
hay que evitar es «el exceso inmoderado de la b r o m a y de la risa,
porque provocan con frecuencia disensiones muy amargas entre
los hermanos» (37,1)...
A veces tienen que pasar siglos p a r a que una obra sea aprecia-
da y un maestro halle finalmente al discípulo ideal. Tal sucedió
1
con la Regla Magistri y su misterioso autor . Considerada habi-
tualmente como una amplificación desmesurada y poco feliz de la
Regla de san Benito, hoy se la está proclamando a tambor batiente
como la regla más estupenda que haya producido el monacato oc-
cidental, «notable entre todas por su amplitud, su precisión, su
2
aliento y su organización metódica» .
Es un documento a n ó n i m o . Se la llama Regla del Maestro por-
que sus capítulos suelen empezar por una «pregunta de los discí-
pulos», seguida de la fórmula: «Responde el Señor por el maes-
tro»; el nombre, a lo que parece, se lo dio san Benito de A n i a n o ,
que la acogió en su Codex regularum y la utilizó en su Concordia.
Redactada, según A. de Vogüé, no lejos de R o m a en el primer
cuarto del siglo vi, descuella esta «regla gigantesca» no sólo por
1. La edición diplomática de los mss. París lal. 12205 y 12632 puede verse en
el volumen de H. Vanderhoven, F. Masai y P.B. Corbett, Aux sources du mona-
chisme bénédictin, I, La Regle du Maílre (Bruselas 1953). Otra edición, la más usa-
da, es la de A. de Vogüé, La Regle du Mailre, 3 vols. (París 1964-1965: SC 105-
107). I.M. Gómez publicó una edición sinóptica de la Regla del Maestro-Regla de
S. Benito, ambas traducidas por él al castellano (CEM 18: Zamora 1988). A. de
Vogüé se ha ocupado de la RM y de sus relaciones con la RB en innumerables pasa-
jes de sus obras. Un resumen de su pensamiento, extremadamente favorable al
Maestro, puede verse en su artículo Regula Magistri: DIP 7, 1582-1587. Para la
larga y a veces virulenta polémica suscitada por el monje solesmense, A . Genes-
lout, cf. G. Penco, S. Benedicti Regula (Florencia 1958), XI-XVII1, y, sobre todo,
H. .laspert, Die Regula Benedicti-Regula Magistri Kontroverse (Hildesheim 1975).
2. A. de Vogüé, La Regle du Mattre, t. 1,122.
1IK
su excepcional volumen, sino también por la variedad de su conte-
nido. Se nos presenta, en efecto, c o m o u n a «singular combinación
de elementos opuestos»: orden y desorden, heterogeneidad y co-
N O REÍR, S I N O L L O R A R
321
mediocre, desigual y, a trechos, sencillamente mala, sin proporción
entre sus partes, a menos que se posea una sutileza muy especial pa-
ra descubrirla.
Pero dejémonos de apreciaciones respecto a la forma. Vayamos
al fondo. ¿Cómo trata el Maestro los innumerables temas que le
han ocupado? Sin duda, posee su regla valores positivos y muy po-
sitivos; esto no se puede negar. Maneja una documentación impor-
tante y variada, y entre los autores que utiliza, parafraseándolos,
resumiéndolos o inspirándose en ellos, es normal que algunos le
proporcionaran ideas realmente buenas y aun excelentes. Pero lo
que con toda verosimilitud es propio y original del Maestro resulta
decepcionante, extraño, a veces estrambótico e incluso ridículo. Y
uno se maravilla sinceramente que se esté dando tanta importancia
a semejante documento.
EL MONASTERIO
322
lo. A lo más puede decirse que es un cenobio «ólo accidentalmen-
te, en cuanto los discípulos viven juntos con el «doctor» de quien
reciben lecciones teóricas y, sobre todo, prácticas. Es una escuela,
y tan sólo u n a escuela. De lo que ciertos maestros orientales ha-
bían excogitado como una palestra y escuela preparatoria para
7
quienes sentían la llamada del desierto , hace el Maestro una ins-
titución perenne. Sus discípulos no se graduarán j a m á s , serán sim-
ples discípulos hasta que la muerte los separe de su «doctor». La
razón de ser de la «escuela de Cristo» consiste en «suplantar la vo-
8
luntad propia del hombre pecador por la voluntad de Dios» , re-
velada por el abad, al que se somete el monje enteramente; y no
solamente a él, sino también a sus ayudantes, los prepósitos, ver-
daderos prefectos de disciplina que no dejan de vigilar, exhortar y
amonestar a los hermanos que les han sido confiados. Ni que decir
tiene que el libro de texto es la regla, que se les lee continuamente.
Y como en toda escuela que se respete, hay también un premio re-
servado al a l u m n o más aventajado: la «dignidad abacial».
El Maestro ha magnificado la figura del abad como no lo había
9
hecho hasta entonces ni lo hará después ninguna regla monástica .
Para ello no duda en tergiversar o aplicar arbitrariamente algunos
textos bíblicos. Así, en primer lugar: «La fe nos dice que el abad
hace en el monasterio las veces de Cristo, al darle idéntico trata-
miento, como recuerda el Apóstol: 'Recibisteis un espíritu de adop-
10
ción filial, que nos permite gritar al Señor: ¡Abba! ¡Padre!'» . El
«doctor» del monasterio es, al igual que los obispos, sucesor de los
apóstoles, pues también a él se dirige la voz de Cristo cuando dice:
«Quien os escucha, me escucha a mí» " . D e ello se desprende que el
abad es en el monasterio la «única voluntad en activo», el único
propietario de la «escuela de Cristo», «la razón de ser del agrupa-
miento de los hermanos. La dirección segura, infalible, del hombre
323
E L FUTURO ABAD
12
de Dios es lo que éstos han venido a buscar en el monasterio» . La
personalidad del abad resulta, en este contexto, tan sumamente ab-
sorbente que incluso ha inspirado al Maestro una teoría heterodo-
xa, además de i n h u m a n a . Es la que A . de Vogüé ha llamado eufe-
místicamente «transferencia de responsabilidades» y que puede
enunciarse así: el monje obediente no es responsable de sus actos;
como en toda su vida no hace otra cosa que cumplir la voluntad del
a b a d , éste y sólo éste es el responsable de todos sus actos. Los tex-
324
tos son clarísimos. Nos dispensan de detenernos en semejante
13
dislate .
Pasemos por alto una serie de disposiciones extravagantes, pue-
riles y ridiculas que constituyen, con otras más sensatas, el tan pon-
derado método educativo excogitado por el Maestro y que éste que-
ría aplicar a rajatabla. Dejemos a un lado su teoría, más o menos
explícita, de que fuera del monasterio no hay salvación posible, el
espíritu exclusivamente vindicativo con que corrige las faltas, su ta-
lante ceremoniático que de cualquier cosa hace un espectáculo, su
pasión por la oratoria y los discursos prefabricados... Recordemos,
por ejemplo, la ceremonia de despertar al abad, misión importante
4
confiada a los «gallos vigilantes» ' . O la complicada «etiqueta de
la mesa», como traduce elegantemente I.M. Gómez la expresión
mensae actus, que se inicia haciendo bajar del techo mediante una
cuerda y una polea una cesta con las raciones de pan, «de suerte que
el sustento de los operarios de Dios parezca descender del cielo»
(RM 23,2)... T o d o esto y otras muchas cosas confirman el juicio un
tanto exagerado de Brockie: la Regula Magistri, en las partes que
no le son comunes con la de san Benito, está repleta de puerilida-
des, genialidades, manías y ridiculeces.
Y también —todo hay que decirlo— de aberraciones. Ya se ha
aludido arriba a su pretensión de sustituir la conciencia del monje
obediente —y todo monje debe ser absolutamente obediente— por
la del abad. Otro error inconcebible en una mente sana radica en se-
ñalar a los hermanos como objetivo inmediato del enorme esfuerzo
ascético que les exige, nada menos que la obtención de la dignidad
abacial. Hay que leer el capítulo 92 para creerlo. La elección de su
sucesor, según la regla, pertenece al abad. Ahora bien, se servirá el
abad de una serie de estratagemas para despistar a los hermanos, de
modo que ninguno pueda sospechar a quién va a elegir, y de este
modo, «emulándose por la obtención de un honor en la presente vi-
da, todos puedan realizar progresos» (92,43). ¡Magnífico hallazgo
pedagógico! El Maestro se excusa de señalar un fin tan rastrero al
ascetismo monástico, diciendo a continuación que «tal suele ser
325
de ordinario el comportamiento de los humanos: aman más lo que
ven que lo que esperan sin ver» (92,47).
Ignoramos quién fue el Maestro, pero su obra nos revela cómo
fue. Un abad cargado de buenas intenciones que quiso redactar
una obra completa, definitiva, con el fin de organizar una «escue-
la de Cristo». Un erudito notable, que posee y utiliza una bibliote-
ca bien surtida. U n hombre endiosado, en el sentido etimológico
de la palabra: un hombre persuadido de estar poseído por Dios,
de estar movido continuamente, al menos mientras redacta su re-
gla, por el Espíritu de Dios; de ahí su inquebrantable seguridad,
su aplomo, su presunta infalibilidad, su talante dominador, el ab-
solutismo de su autoridad. Un hombre profundamente convenci-
do del poder del diablo tentador, obsesionado por el miedo de
ofender a Dios, hasta el punto de que a veces su ideal monástico
parece reducirse a huir del pecado (cf. 9, 23-24). Un hombre su-
mamente desconfiado respecto a sus semejantes —sean postulan-
tes, huéspedes o monjes—, rígido, fanático y aun cruel, que man-
da azotar usgue ad mortem, esto es, hasta dejarlo medio muerto,
al monje culpable y empedernido antes de echarlo del monasterio
(13,68; 70 y 73). Un casuista formidable, que prevé todas las posi-
bilidades y tiene u n a solución para cada una de ellas. Un espíritu
consecuente hasta lo inconcebible con sus principios y conviccio-
nes. « T o d o el interés de la Regula Magistri» —reconoce A. de
Vogüé—, «así como también su debilidad, radica en el rigor lógi-
co con que ordena la vida de comunidad, tanto en sus institucio-
nes maestras como en los pormenores más pequeños, en t o r n o a
un reducido número de principios claramente enunciados y metó-
l5
dicamente desarrollados» .
326
chas las normas y reglas de los antepasados que se encuentran ae/t
y allá expuestas por los Santos Padres, y que algunos escritores
transmitieron a la posteridad en forma excesivamente difusa y
obscura. P o r nuestra parte, a ejemplo de éstos, nos hemos lanza-
do a seleccionar unas cuantas normas en estilo popular y rústico
con el fin que podáis comprender con toda facilidad c ó m o debéis
conservar la consagración de vuestro estado» (RI, pról.).
En los monasterios de la Península Ibérica, c o m o en el resto
del monacato occidental, predominaba el uso ecléctico de los có-
dices regularum cuando, «desde fines del siglo vi, se hizo sentir el
urgente deseo de explotar este riquísimo cuerpo de tradiciones
monásticas dentro de la peculiar estructura institucional, litúrgi-
ca, disciplinar y contemplativa de la Iglesia española, deseo que
incitó a obispos y abades a componer nuevas reglas, específica-
mente adaptadas a las necesidades de la Península» Las reglas
hispánicas de que tenemos noticia son cinco: la compuesta por
Juan de Biclaro, obispo-cronista de Gerona, antes del 590, que no
ha podido recuperarse hasta el presente; las de san Leandro, san
Isidoro y san Fructuoso, y la anónima Regula communis.
Es notable que este p u ñ a d o de reglas sean obra de obispos, a
excepción de la última. No tiene nada de extraño. Antes y después
de redactarse, «no había casi nunca una regla impuesta. Cada
obispo d a b a en cierto m o d o la suya, es decir, regulaba la vida del
monasterio como le parecía. Y cambiaba y mudaba según convi-
2
niese» . Es imposible la pretensión de encorsetar la vida, incluida
la vida monástica, una vez para siempre. La vida fluye, cambia; si
no lo hiciera, dejaría de ser vida. Y no hay nada tan perjudicial
para el m o n a c a t o , como para cualquier otra institución religiosa o
profana, como la pretendida fidelidad absoluta, cueste lo que
cueste, a la letra muerta de una legislación que forzosamente tiene
que llegar a ser obsoleta en muchos de sus pormenores. Claro que
los obispos hispanos lo tenían en cuenta. Las reglas monásticas
son efímeras en muchas de sus disposiciones prácticas. De ahí que
perdurara en la Península el uso del codex regularum, que se en-
327
tregaba al abad en la ceremonia de su ordenación. Los abades po-
dían «tomar y dejar, por delegación del obispo muchas veces, lo
3
que mejor conviniese al monasterio sobre la marcha del mismo» .
Leandro, arzobispo de Sevilla ( + 600), monje y amigo de Gre-
gorio Magno desde que coincidieron en Constantinopla, escribió
el De institutione virginum et contemptu mundi p a r a su hermana
4
Florentina . N o es una regla concebida como tal —no tiene punto
de comparación, por ejemplo, con la Regla de san Cesáreo de
3. Ibid. 83.
4. Ed. J. Campos (Madrid 1971), 21-76. La recensión más auténtica contiene
31 capítulos. Su fecha es imprecisa: entre 590 y 600.
5. C.J. Bishko, Reglas monásticas: D H E E 3,2068.
328
E L MONASTERIO
329
dad, la humanidad, el h u m o r » de la Regla de san Agustín, que sin
9
embargo le sirve a m e n u d o de «modelo formal» . Más acertado
parece el juicio de Jiménez Duque: como todas las reglas monásti-
cas, tiene la de Isidoro un fondo tradicional complejo, pero sus
grandes fuentes «son san Pacomio para los detalles externos y san
,0
Agustín para el espíritu» . Es «una cumbre de equilibrio y dis-
creción» dentro de la básica uniformidad de las reglas monásticas
de los siglos vi y v n . « L a organización de los elementos disciplina-
res, administrativos, código penal, y espíritu ascético que todo lo
informa, es magnífica y hasta original. U n a de las manifestacio-
11
nes más bellas del santo doctor» .
L A LIBERTAD D E L MONJE
¿Quién dejó libre al onagro y quién soltó sus ataduras? Ahora bien,
el o n a g r o libre s o l t a d o e s el m o n j e sin servidumbre o sin i m p e d i -
m e n t o del s i g l o que sirve a D i o s y se mantiene alejado del tumulto,
p u e s p r e c i s a m e n t e s e sirve a D i o s c o n la esclavitud libre de Cristo
c u a n d o n o se v e constreñido por ninguna presión de c o n d i c i ó n car-
nal. Cuando el y u g o de Cristo es suave y su carga l e v e , resulta dura y
pesada carga llevar la servidumbre del s i g l o .
Regla de S. Isidoro 4.
BAC 321,96.
9. DS 7,2109.
10. La espiritualidad, 87.
11. Ibid., 86 y 87.
330
modelo (3): los monjes «son los que mantienen la forma apostóli-
ca de vida»; por eso es de desear que «tengan u n solo corazón en
Dios»... Los conversos (4), es decir, los adultos que por propia de-
cisión se hacen monjes —a diferencia de los niños oblatos, monjes
por decisión ajena— han de ser probados, prometerán estabilidad
y se considerarán todos iguales. El trabajo (5), el oficio divino (6),
la conferencia del abad (7) tres veces por semana —con diálogo—,
los libros (8), la mesa común (9), las fiestas (10), el ayuno (11) y
así sucesivamente, todos los elementos importantes —y algunos
menos importantes— de la conversado monástica son tratados en
la regla de un m o d o claro, a veces conciso, otras con cierta ampli-
tud y siempre con prudencia, humanidad e incluso delicadeza, sal-
332
FÁL\TLSTTDO
15. Editada por H . Ledoyen, en Rbén. 94 (1984) 154-194. Procedería del mis-
mo ambiente que la Regula Fructuosi, pero ignoramos el nombre de su autor, que
acaso fuera discípulo de san Fructuoso. N o se trata de una regla monástica origi-
334
Atribuida en otros tiempos al propio san Fructuoso, la Regula
16
communis ofrece características bastante peculiares . Es un do-
17
cumento curioso, que se presta a diversas interpretaciones . Des-
de luego, no es de san Fructuoso, pero refleja su influencia. El
profesor C. J. Bishko la sitúa cronológicamente hacia 665-680.
«Consta, en gran parte, de estatutos promulgados por sínodos
abaciales que legislaban para u n a federación monástica galaico-
portuguesa»; preceptos y recomendaciones están redactados en
forma de cánones o sermones parenéticos; «varias contradiccio-
nes internas delatan u n a obra de varios autores, compilada a lo
largo de bastantes años»; algunos asuntos son tratados varias ve-
ces, como los poderes y deberes del abad (R C o m 3,5,10 y 14), las
relaciones entre monasterios masculinos y femeninos (15,16 y 17),
las fundaciones irregulares (1,2 y 6). Otros temas importantes, por
el contrario, brillan por su ausencia; no interesaban, n o eran un
problema. Así, por ejemplo, n o se trata suficientemente del traba-
jo, mientras que las responsabilidades de los hermanos que cuidan
del g a n a d o son descritas minuciosamente (9); los rebaños eran, sin
duda alguna, la fuente principal de que se nutría la economía de
335
las comunidades afectadas. «Código realmente único, refleja en
sus veinte capítulos la turbia situación del cenobitismo de la re-
gión después del a ñ o 650: el amenazante peligro de comunidades
ascéticas heterodoxas, familiares y presbíteriales; el antagonismo
entre el episcopus sub regula y el episcopus saecularis; la admisión
en la vida monástica de familias enteras, ancianos y reos de graves
delitos ...La regla se ocupa asimismo del prolijo oficio divino y de
los deberes de abades, priores y decanos». Los castigos o peniten-
cias impuestos a los delincuentes (19) son más duros que en la Re-
gla de san Fructuoso. «Tras el último capítulo sobre los dilapsi, si-
gue el célebre pactum o forma colectiva de profesión, especie de
18
contrato cuasifeudal entre el abad y sus monjes» . Un dato inte-
resante y revelador de los motivos que arrastraban a muchos a
abrazar la vida monástica: la conversión —se advierte— no se jus-
tifica por el miedo del infierno o por el deseo de asegurarse la bie-
naventuranza eterna; su único fin es la búsqueda de Cristo (18).
18. C.J. Bishko, Reglas monásticas: DHEE 3,2069. Véase también A. Linage
Conde, Los orígenes, t. 1, 233-243 y la bibliografía citada en las notas.
mo autor se ocupa de las nueve reglas escritas en irlandés antiguo, datadas entre
670/700 y 900, que han llegado hasta nosotros, en The Monastic Rules oj' Jreland,
en Cistereian Studies 15 (1980) 24-38.
2. Ed. Holste-Brockie, t. 1 (1759), 200-224; PL 66, 987-994. Edición crítica
por F. Villegas (cf. nota siguiente). Esta regla no tiene nada que ver con la Regula
cuiusdam Patris ad vírgenes, de la que nos ocuparemos en seguida.
3. J. Laporte, Regula cuiusdam Patris ad monachos: DIP 7, 1571-1573. Cf.
V. Villegas, La «Regula cuiusdam Patris ad monachos». Ses sources littéraires et
ses rapports avec la «Regula monachorum» de Colomban, en RHS 49 (1973) 3-53
(edición y fuentes).
4. S. Columbani Opera, ed. G.S.M. Walker (Dublín 1957). Para las reglas
columbanianas, cf. A. de Vogüé, Regulu(e) Columbani: DIP, 1607-1615; A. Mun-
do, L'édition des oeuvres de saint Colomban, en Scriptorium 12 (1958) 289-293.
Posteriormente a su largo artículo del DIP, ha publicado A . de Vogüé, Auxsour-
ces du monachisme colombanien. II. Saint Colomban, Regles et pénitentiels mo-
nastiques (Bellefontaine 1989), con la colaboración de P. Sangiani y J.B. Juglar.
A. de Vogüé ha revisado las ediciones de Seebass y Walker, ha ampliado la base
manuscrita y en su larga introducción ha estudiado, con la minuciosidad que le es
peculiar, las relaciones entre ambas reglas y entre las dos partes y los diferentes es-
lados de la segunda. La primera parte fue redactada en Luxeuil; la segunda, en
Hregenz o en Bobbio, es decir, al final de la vida del autor. Sus discípulos retoca-
i mi varias veces la obra de su venerado maestro hasta conseguir el «texto largo». A
la traducción francesa de ambas reglas añade dos extractos del Penitencial de Co-
lumbano, muy relacionados con ellas.
337
L A OBEDIENCIA
338
obediencia ( R M C 1), el silencio (2), la abstinencia ( 3 ) , la pobreza
(4) —que es renuncia tanto a los bienes materiales como a la cupi-
ditas o deseo de poseerlos—, la lucha contra la vanidad (5) y, fi-
nalmente, la castidad (6), entendida como virginidad del alma y de
los pensamientos. Esta primera parte —opina J. Laporte— es la
que estaría en uso en el monasterio de Bangor, de donde procedía
s
Columbano . Siguen otros cuatro capítulos sobre el orden de la
salmodia (7), la discreción (8), de nuevo la obediencia bajo el títu-
lo de «la mortificación» (9) y «la perfección del monje» (10), to-
7
mado este último casi literalmente de san Jerónimo y en el que la
obediencia representa una vez más el papel de protagonista. No es
un programa fácil y placentero el que impone C o l u m b a n o a sus
discípulos para llegar a la cumbre del monacato. P r o p o n e a Cristo
como modelo. La pureza de corazón, el martirio de una pobreza
voluntaria, la renuncia al libre ejercicio de la voluntad propia para
plegarse a la voluntad de otros, la insoslayable mortificación en
todo constituyen un camino áspero. La mortificación —dice— es
lo más importante de la regla: «Máxima pars regulae monacho-
rum mortificatio est» (9). El capítulo sobre el oficio divino señala
que un lapso de tiempo de oración silenciosa sigue a cada una de
las horas canónicas; a propósito de la oración privada enseña que
no debe engendrar fastidio: cada cual debe dedicarse a ella según
sus propias posibilidades, teniendo en cuenta sus fuerzas, su me-
dios, su edad y el grado de perfección a que ha llegado. El monje
aparece como un intercersor. Después de orar por sus propios pe-
cados, debe hacerlo también por t o d o el pueblo cristiano, por los
sacerdotes y por los otros estados consagrados del pueblo santo,
por los que hacen limosna, por la paz entre los reyes y, por último,
por los enemigos, «para que Dios no considere como pecado el
que nos persigan y calumnien, pues no saben lo que hacen» (7).
C o l u m b a n o concede suma importancia a la discreción; el capítulo
que le dedica es el más largo. P e r o , en el lenguaje de los maestros
del m o n a c a t o , discretio es un término ambiguo; cada uno de ellos
tiene su propia medida, que le parece «discreta», pero esas medi-
339
das son muy diferentes. Con todo, no hay que exagerar los exce-
sos de C o l u m b a n o , como a veces se ha hecho.
La Regula coenobialis viene a ser un complemento de la Regu-
la monachorum. Verdadero penitencial monástico, no debe con-
fundirse con el penitencial general del mismo C o l u m b a n o . La pri-
mera parte (RC 1-9) es ciertamente suya; la redactó después de
componer la Regla de monjes y el penitencial general. D a d o que
«la confesión y la penitencia libran de la muerte» (1), el monje
confesará diariamente todas sus faltas, aun las más menudas, y
cumplirá fielmente la penitencia que se le impusiere de acuerdo
con la tarifa establecida. La segunda parte (10-15) enumera 65 fal-
tas y presenta en seguida un nuevo tipo de sanciones: días de ayu-
no a pan y agua —de u n o a siete, con frencuencia dos—; al final
de la primera parte, se señala otro tipo de penitencia: la recitación
de salmos —de seis a treinta—; naturalmente, se aplica también el
castigo de los azotes, que se llaman verbera y no percussiones co-
m o en la primera parte. La segunda no puede ser del mismo autor;
seguramente es posterior a Columbano. Dos manuscritos del texto
largo añaden 53 sanciones suplementarias a las 118 mencionadas
antes. Las percussiones pueden llegar hasta 200. Este texto largo
tuvo que ser redactado poco después de la muerte de C o l u m b a n o .
Aparecen en él por primera vez los sacerdotes y diáconos del mo-
nasterio y la celebración de la eucaristía, precedida de un sermón.
No hay que exagerar los excesos de C o l u m b a n o . Sin embargo,
es preciso reconocer que su concepción del monacato es tremenda-
L A DISCRECIÓN
340
mente exigente; sin duda, la tradición irlandesa, su propio tempe-
ramento ascético y la realidad de la sociedad monástica, muy ruda
y agresiva, que intentaba salvar, la obligaban a regirla con m a n o
dura. Sus discípulos aceptaron y aun subrayaron la severidad del
maestro. El h e r m a n o desobediente pase dos días con un solo pa-
necillo y agua; el que dice: «no lo haré», tres; el que murmurare,
dos; quien calumniare a su abad, siete (RC 10). Quien hablare con
un seglar sin permiso, cantará 24 salmos (11); quien durmiere du-
rante la oración, si lo hiciere con frecuencia, 12 salmos, si no, 4; el
que no dijere «amén» recibirá 30 azotes (12). Los monjes tenían la
costumbre de escupir, incluso en la iglesia; si el escupitajo alcan-
zaba el altar, debían cantar 24 salmos, pero si daba en la pared,
sólo seis (13). Claro que se cometían pecados muchos más graves y
negligencias inconcebibles. El monje que perdiere el pan consa-
grado —sacrificium—, hará penitencia durante un año; si lo des-
cuidare de tal m o d o que termine por secarse y ser comido por los
gusanos, medio año (15). Basten estos pocos ejemplos para hacer-
se una idea de la clase de monjes con que C o l u m b a n o y sus suceso-
res tuvieron que enfrentarse.
341
rolingio, y los cluniacenses —entre otros, pero principalmente—
la implantaron en otras regiones, como la Península Ibérica, que
poseían un monacato indígena muy apegado a sus tradiciones y
costumbres, no basaron la gran obra de unificación regular en el
código benedictino porque sí, por casualidad o por capricho, sino
porque la consideraron la más apta, la más lograda de todas. Tres
veces más corta que la Regula Magistri y dos veces más que la de
san Basilio, excede con mucho a todas las demás, que de ordinario
no ocupan más de diez páginas en la edición de Holste-Brockie; su
mismo volumen la recomendaba. Ni demasiado larga, ni demasia-
do corta, proporcionaba a los monjes una orientación espiritual
suficiente. Estructuraba la jerarquía del monasterio, ordenaba el
oficio divino, recomendaba o imponía costumbres tradicionales y
bien probadas, mantenía vigorosamente la trilogía fundamental
que distingue la vida cotidiana de los monasterios: el opus Dei, la
lectio divina y el trabajo manual. Contenía un código penal bas-
tante severo, pero h u m a n o y medicinal, sin ningún espíritu vindi-
cativo. Inflexible en lo esencial, se prestaba admirablemente a la
adaptación, precisa o conveniente, a circunstancias diversas; ella
misma dejaba al arbitrio del abad —expresa o implícitamente—
no pocas determinaciones. En suma, la Regla de san Benito era un
código monástico eminentemente práctico, que no necesitaba re-
comendaciones externas: se recomendaba por sí misma.
Los primeros en comprenderlo de verdad fueron los abades de
observancia columbaniana. No cabe duda que el propio san Co-
lumbano conoció el código benedictino y lo utilizó; tal vez fue él
quien, al final de su vida, aconsejara su adopción, sin abandonar,
claro es, los documentos fundamentales de su propia tradición: la
Regula monachorum, que trataba de las grandes virtudes y debe-
res del monje; la Regula coenobialis, que adaptaba a la vida mo-
nástica los penitenciales típicamente irlandeses, con su sentido del
pecado, de la confesión diaria, de la pronta y correspondiente sa-
tisfacción. No iban a a b a n d o n a r los discípulos de C o l u m b a n o el
espíritu y las prácticas reciamente ascéticas de su venerado maes-
tro. Pero había que llenar de un modo conveniente y estable las
grandes lagunas que sus reglas contenían. Necesitaban un código
de leyes que organizara sus monasterios. Lo encontraron en la Re-
342
gla de San Benito. Y surgió la gran ola de fundaciones «bajo la re-
gla de los santos Benito y C o l u m b a n o » . No es ninguna hipérbole
afirmar que Benito penetró en el m u n d o monástico occidental del
brazo de C o l u m b a n o .
Pese a su gran difusión, no nos ha llegado ningún códice de es-
ta regla mixta. Es curioso, casi increíble. ¿O es que de hecho no
existió como combinación literaria de las obras de ambos legisla-
dores? ¿Acaso la mixtura la harían los abades, permaneciendo en
los códices, exentos e independientes, los textos de Benito y Co-
lumbano? Las reglas columbanianas, de contenido doctrinal y pe-
nitencial no ofrecen normas prácticas, salvo en esta última mate-
ria, en que todo es práctico. En t o d o lo demás, se aplicaría la Re-
gla benedictina, respetando las costumbres vigentes en los monas-
terios. En caso de que realmente se hubiera formado con las obras
de ambos legisladores un solo texto, hoy perdido, podrían darnos
idea de su estructura dos reglas menores, locales, que se redacta-
ron expresamente para sendos monasterios femeninos: la Regula
Donati y la Regula cuiusdam patris ad virgines.
D o n a t o nació hacia el 590-596 y murió antes de 670. Se formó
en el gran centro columbaniano de los Vosgos, Luxeuil. Fue obis-
po de Bescanson. Escribió, hacia el 650, una regla para la abadesa
y comunidad de Jussa-Moutier, monasterio fundado por su ma-
dre, Flavia. Esta Regula ad vírgenes no aspira a la originalidad.
Benito, Cesáreo y C o l u m b a n o tienen la palabra en casi todas sus
páginas; más de la mitad del texto pertenece a la Regla benedicti-
na, una cuarta parte a la Regula ad virgines de Cesáreo de Arles,
otra cuarta parte es original de D o n a t o , mientras la contribución
de C o l u m b a n o es muy corta, a u n q u e de mucho peso: la triple con-
fesión cuotidiana y las sanciones por las faltas. D o n a t o ordenó sus
materiales con una lógica estimable y prestó a las monjas un buen
servicio al ofrecerles una obra realmente útil. El cursus del oficio
divino es parecido, pero no idéntico, al del gran profeta irlandés.
Donato, tal vez por tratarse de mujeres, es más tolerante que sus
predecesores en algunos puntos, como la aceptación de regalos y
la admisión de huéspedes en el monasterio; en otros, como en el
mantenimiento del silencio durante las comidas, más severo. Es
sobre t o d o un testigo de excepción de la influencia cada vez mayor
343
que la Regla de san Benito iba adquiriendo en el monacato occi-
dental hacia mediados del siglo vil '.
La Regula cuiusdam patris ad virgines es, como la anterior,
una regla mixta, en la que san Cesáreo deja de representar un pa-
2
pel importante . La parte del león corresponde a san Benito,
mientras que la de san C o l u m b a n o es reducida. La regla está divi-
dida en 19 capítulos. Empieza tratando de la abadesa y la prepósi-
ta; el resto es muy desordenado, de m o d o que resulta imposible
establecer series de capítulos con temas afines. La influencia bene-
dictina, vaga y poco literal, aparece en 19 de ellos; la de san Co-
lumbano, sólo en tres. Es probable que Cesáreo, sea directamen-
te, sea a través de otras reglas, haya ejercido cierta influencia. De
Columbano sólo se t o m a la confesión y las penitencias. La confe-
sión —no sacramental— se practica tres veces al día (RW 6), cos-
tumbre que sabemos estaba vigente en Faremoutiers en tiempo de
santa Burgundofara. El «padre» que aparece en el título de la re-
gla suele identificarse con Waldeberto, tercer abad de Luxeuiel
(629-670), quien anteriormente a su nombramiento abacial, había
intervenido en la fundación de Faremoutiers. Se puede presumir
que este monasterio a d o p t ó la regla de Waldeberto. También se
supone que fue a d o p t a d a por el monasterio de Santa Salaberga en
Laon (Aisne), pues se advierte cierta armonía entre las costumbres
vigentes en dicho monasterio y las que refleja la regla. La vita de
Salaberga menciona la fundación de muchos monasterios femeni-
nos de la misma observancia. La Regula Waldeberti, como tam-
bién suele llamársela, representa cierta mitigación de las austeri-
dades de C o l u m b a n o e incluso de las de Benito, hasta llegar a per-
mitir que se hable durante la comida en las fiestas del Señor y
otras principales (9). San Benito expulsa a los rebeldes contuma-
ces; D o n a t o encierra a las monjas obstinadas en una celda para
344
que hagan penitencia con la mención de u n a posible expulsión;
Waldeberto ni siquiera considera este caso extremo. El último ca-
3
pítulo habla de las niñas que se educan en el monasterio .
345
CAPÍTULO VII
Concordia y discordia
Concordia regularum es el título de una obra, extremadamente
útil, compuesta por san Benito de Aniano. Conociendo su propó-
sito de implantar en todas parte el código benedictino, resulta nor-
mal —e inteligente— que subrayara la convergencia de las otras
reglas con la que redactó el fundador de Montecasino.
Los autores modernos proclaman asimismo la conformidad de
las reglas de los siglos vi y v n . José Mattoso, por ejemplo, no du-
da en escribir: «La unanimidad, si hasta entonces no existía, se
vuelve ahora casi absoluta. La ascesis moderada de san Agustín,
impregnada de caridad, se amalgama con el ideal de los padres del
yermo, representado por Casiano, se relaja la oposición entre ce-
nobitismo y eremitismo... Existe un depósito c o m ú n » , acerca del
cual todos están más o menos de acuerdo '. Y Gregorio Penco:
«La intensa evolución de la ideología monástica en el decurso de
los siglos iv y v hizo posible en Occidente, durante el siglo vi, la
formación de un fondo común de nociones y de ideales monásti-
cos definitivamente adquiridos». A u n q u e nos hallemos todavía en
una época de plena independencia institucional y por ende ideoló-
gica, el progreso realizado en la época anterior había conducido,
en casi todos los ambientes a lo que J. Leclercq h a calificado de
2
«una verdadera unanimidad monástica» . Más adelante habla
Gregorio Penco de «unanimidad sustancial» reinante en todas
3
partes . A. de Vogüé señala el aspecto bastante homogéneo que
presenta el m o n a c a t o occidental de esta época: las reglas monásti-
347
cas se presentan como aplicación de la Escritura, y su interpreta-
ción concreta de la P a l a b r a de Dios es bastante unánime; las gran-
des virtudes son la humildad, la obediencia, la paciencia y, claro
es, la caridad; la vida cotidiana de las comunidades se compone de
oración, trabajo, recitación de las Escrituras; los legisladores aña-
den a este fondo común lo que les surgiere su propio genio o les
parece que las circunstancias requieren; una regla monástica n o
tiene o t r o fin que adaptar las enseñanzas de la Escritura y de los
Padres; los legisladores de cenobitas no aspiran a la originalidad
4
como lo prueba su recurso constante a las reglas precedentes .
Mattoso, con razón, ha subrayado la íntima relación existente en
aquella época entre la unanimidad monástica y la unidad de la es-
piritualidad cristiana en general, y señala como características re-
levantes la de ser ambas 1) bíblicas, 2) tradicionales —se alimen-
tan de la tradición común—; 3) espontáneas —pocas teorías,
empirismo—; 3) con gran sentido de lo concreto, 4) aprecio de los
valores humanos, 5) preferencia clara de lo moral sobre lo doctri-
5
nal y 6) adopción de la nueva práctica de la penitencia .
T o d o esto es cierto. Se puede hablar de la homogeneidad glo-
bal de las reglas, su concordia, su unanimidad substancial. Con
tal que se tengan presente los matices y, a veces, las discrepancias
importantes, que demuestran que su unanimidad no es, si vale la
expresión, tan unánime. Cierto que las reglas se copian unas a
otras. A menudo, párrafos enteros, capítulos enteros, sin apenas
modificarlos. Pero cada autor toma prestado lo que le interesa, no
cualquier cosa. Las diferencias sustanciales saltan a la vista com-
p a r a n d o la Regula Magistri con la de san Benito, a pesar de que se
afirme enfáticamente que la primera constituye la «fuente princi-
pal» de la segunda.
Biblia y tradición
348
en serio» '. Claro que tal definición resulta demasiado amplia,
pues no todos los cristianos que t o m a n el Evangelio en serio son
monjes, ni todos los monjes h a n t o m a d o siempre en serio el Evan-
gelio con todas y cada una de las normas que entraña. Sin embar-
go, hay que admitir que el Evangelio y la Palabra de Dios en gene-
ral, tanto la contenida en el Nuevo como en el Antiguo Testamen-
to, representan un papel único en nuestras reglas, como es natural
siendo reglas cristianas. Unas más y otras menos, están repletas de
textos bíblicos, algunos de los cuales se repiten constantemente. A
veces los aducen como fuente de la doctrina o de las normas prác-
ticas que contienen; otras, como a d o r n o más o menos oportuno;
otras, finalmente, tomándolos en sentido acomodaticio, que evi-
dentemente no convencía a nadie, ni siquiera a los mismos autores
de las reglas. Sobre el uso —y abuso— de la P a l a b r a de Dios en las
reglas y en los demás escritos de la tradición monástica o cristiana
en general, se impone una distinción importante: los hay que de-
ducen de la Escritura lo que enseñan y prescriben, por ejemplo,
sobre la hospitalidad, la limosna o el trabajo; otros, en cambio,
tratan de justificar con textos tomados de la Escritura las propias
ideas, por ejemplo, sobre la dignidad abacial o la obediencia ciega
de los discípulos, y las prácticas que, más o menos arbitrariamen-
te, imponen. No todo es oro de ley en la literatura monástica. Co-
mo todo lo h u m a n o , tiene sus imperfecciones, y no es lícito disi-
mularlas, escamotearlas y m u c h o menos canonizarlas. A veces se
toma por guía el Evangelio, por usar la expresión de san Benito
(pról. 21), y otras, por guardaespaldas, por usar un vocablo mo-
derno y expresivo. Sin embargo, las reglas de los siglos vi y v n
pretenden ser —y, en general, lo son— interpretaciones y adapta-
ciones de la Palabra de Dios para uso de los monjes. Sólo que sus
autores no figuran entre los grandes teólogos, como sus anteceso-
res san Basilio y san Agustín. La Regla de Ferreolo constituye un
ejemplo notable del buen proceder de un legislador cristiano: sue-
le fundar sus normas en textos de la Escritura, a veces numerosos
y bien citados; las explica, las formula con autoridad y con el pro-
pósito de convencer de su necesidad o conveniencia; ninguna se
349
impone porque sí, arbitrariamente. P e r o , en general, como se ha
notado varias veces, la teología que anima a las reglas de los si-
glos VI y v n carece de profundidad.
O t r o rasgo común es su propósito de mantenerse fieles, abso-
lutamente fieles, a la doctrina, directrices e instituciones de los Pa-
dres del monacato cristiano. La regula Patrum y otras expresiones
análogas aparecen con frecuencia en nuestros textos. Cesáreo de
Arles, por ejemplo, escribió sus Estatutos para las vírgenes consa-
gradas con el proposito de mostrarles cómo debían vivir «según
los estatutos de los Padres antiguos» (RCV 1,2). Isidoro de Sevilla
se despide de los monjes con estas palabras: «Siervos de Dios, sol-
dados de Cristo, despreciadores del m u n d o , es nuestra voluntad
que guardéis estas cosas, para que se observen ante todo los pre-
ceptos de los Padres antiguos» (RI 25). La que nosotros llamamos
Regula Pauli et Stephani nunca se da a sí misma el nombre de re-
gula; los autores, por el contrario, declaran formalmente que ja-
más quisieron burlarse de las «reglas de los santos Padres», de cu-
ya legislación se han limitado a extraer algunas cosas conducentes
a vencer —dicen— «nuestra tibieza inveterada»; y añaden: «en
cuanto a la plenitud de la santa vida monástica y a la doctrina per-
fecta de la vida espiritual, se nos leen diariamente en las reglas de
los santos Pades, cuya vida fue probada por la gracia divina y se
les concedió autoridad para enseñar» (RPS 4 1 , 1-2 y 4-5).
La ascesis
150
contra las bestias salvajes»; «son los vicios, no las fieras, los que
debe abatir» (RF 34, 2-3). En las reglas, aunque raras veces y sólo
a primera vista puede parecer lo contrario, la ascesis n o tiene nun-
ca un fin en sí misma; salvo la Regula Magistri (92), excepcional
en este p u n t o como en otros, n o establecen campeonatos; sólo a
veces exhortan a los hermanos a fijarse en la conducta y las virtu-
des de los mayores para edificarse; es una de las ventajas del ceno-
bitismo sobre el eremitismo. Consideran la ascesis c o m o un estilo
de vida difícil, pero equilibrado; nunca se deben rebasar ciertas
1
normas; «el ascetismo es un medio de liberación» y nada más.
La discreción gozaba de gran prestigio; nadie, ni el legislador más
extremoso, expresó ninguna objeción contra ella, antes la pusie-
ron por las nubes; aunque la discreción o mesura de san Columba-
no, de los lerinenses y sus epígonos de Arles o de san Fructuoso
era bastante más estrecha que, por ejemplo, la de san Benito y san
Isidoro. P e r o todo se reducía a matices, de más o menos; la nece-
sidad del ascetismo era subrayada por todas las reglas. Las más
«espirituales» dan más importancia al «combate espiritual»; las
más «realistas» insisten en su aspecto material. P e r o todas sin ex-
cepción imponen una vida ascética impresionante, sobre todo en
tiempos como los nuestros en que se goza, en muchos países, de
abundancia y toda suerte de comodidades. Los ayunos de los
monjes impresionaban menos, o n o impresionaban absolutamen-
te nada, a pobres campesinos que a menudo carecían de un trozo
de pan que llevarse a la boca; ésta es la verdad.
— La ascesis abarca toda la vida. T o d o , incluso la oración, tiene
un aspecto ascético. Al cuidado del cuerpo se le concede poca im-
portancia; en cambio se la dan toda cuando cae enfermo, acaso
por inanición; pero, si esto a veces ocurría, la discreción de las re-
glas no lo aprobaba. Isidoro se hace eco de u n a tradición unánime
cuando escribe: «La alimentación del cuerpo se ha de hacer con
tanta discreción que ni se debilite por exceso de abstinencia ni se
excite su lascivia con una glotonería superflua» (RI 9). Comida,
bebida, vestido, cama, todo debía reducirse a lo indispensable; to-
do debía ser sencillo, pobre. La higiene era prácticamente ignora-
351
L A COMIDA Y L A BEBIDA
LA COMIDA (I)
L A COMIDA (H)
354
(ITim 5,23), recibirán todos los días, según las posibilidades del
monasterio, la cantidad de vino determinada por el a b a d » ; y, tras
aducir varios textos bíblicos contrarios al abuso del vino, decide
que al monje que se emborrache, se le privará de su ración de vino
durante treinta días (RF 39, 24-33). Si comían una sola vez al día,
se les servían tres platos; si dos veces, dos en la comida y otros dos
en la cena. Ésta era la costumbre más extendida. «Siempre se pre-
pararán las legumbres cotidianas con queso y aceite», ordena
Aureliano de Arles (R Aur M 59,5). En las grandes fiestas, tanto
en la comida como en la cena, se añadirán platos suplementarios y
vino dulce con el postre (RCV 71,3; R Aur V 43,5). En general, se
solía servir en las comidas una copa de vino puro y otras dos o
tres de vino mezclado con agua caliente. La Regula Magistri (23)
se complace en describir con todo pormenor la «etiqueta de la me-
sa». Es de suponer que en los otros monasterios las comidas co-
munitarias transcurrían sin tantas complicaciones de ritual.
En Cuaresma el aumento de rigor era notable. La Regula Isi-
dori (9) sólo concede pan y agua, «como se acostumbra»; ni vino
ni aceite; el resto del año, dos platos de verduras y legumbres, y un
tercero de fruta, si la hubiere, y permite regar la comida con tres
copas de vino. En todos los refectorios se guardaba silencio y se
atendía a la lectura que hacía un hermano; esta costumbre anti-
quísima se mantenía firmemente. Fuera del refectorio estaba rigu-
rosamente prohibido comer, aunque fuera u n a fruta caída del ár-
bol; era dejarse llevar de la gula (RF 35). Los hermanos servían
por turno en el refectorio y en la cocina; alguna regla quiere que el
abad participe varias veces cada año en estos servicios humildes,
para dar buen ejemplo.
«El tiempo de la noche se ha de emplear, en su mayor parte, en
oraciones especiales y en vigilias sagradas, a causa de los demo-
nios, enemigos de la luz, embaucadores de los siervos de Dios»
(RF 16). Cada uno procurará conceder al sueño sólo lo indispen-
4
sable, velando, o r a n d o , recitando salmos (RF 3 3 , 3 ) . Era una
355
costumbre peculiar de los monjes orientales, que Fructuoso, su
gran admirador, quiso trasladar a Occidente. P o r lo general, sin
mucho éxito. En esta época, se implanta por doquier el dormito-
rio común, en una o varias salas, según el número de hermanos.
Las Novelas de Justiniano aducen tres motivos de semejante inno-
vación; la pobreza, la castidad y el miedo a los poderes infernales.
Tal vez fue el miedo invencible que el demonio infundía a los
monjes, lo que hizo prosperar la institución. Al dormir en un mis-
m o local, los monjes más pusilánimes —que no serían pocos— se
sentían protegidos por la compañía del abad y de los hermanos.
Las celdas individuales desaparecen casi del t o d o . P o d r á n tenerlas
sólo los enfermos y los ancianos decrépitos; pero más que celdas
individuales, eran celdas separadas del dormitorio común para vie-
jos y enfermos. El abad tenía su propia celda, pero dormía en el
dormitorio común; la Regula Magistri (32), que lo ritualiza todo,
contiene una ceremonia especial para depertar al abad. Isidoro no
admitía que los monjes practicaran en el recinto del monasterio la
vida de anacoretas o reclusos. Tenía una razón poderosa: « T o d o el
que buscando el reposo espiritual se aparta de la gente, cuanto más
se separa del público, tanto menos se esconde» (RI 19). Todos,
5
pues, a dormir en una sala común . Ni que decir tiene que la cama
y su ajuar serán de lo más sencillo. Algunas reglas lo describen;
otras disponen que el abad revise de vez en cuando las camas, para
ver si algún atrevido «propietario» esconde alguna cosa.
• E n esta época, resultaría anacrónico hablar de un hábito mo-
nástico tal como se entiende hoy. Abundan los testimonios que se
oponen a una concepción uniforme del vestido de los monjes y las
monjas. A los legisladores no les importa la forma, pero sí el color
y la variedad de los vestidos. N o quieren que los hermanos o las
hermanas llamen la atención de la gente, ni que se dejen llevar por
la vanidad. Esto está muy claro. «El monje no pedirá vestidos su-
perfluos; no recibirá más que los que el abad hubiere juzgado nece-
sarios para el uso diario» (RF 14,1). Las monjas de Arles debían
356
E L ATAVÍO
357
fumados o demasiado elegantes, para no fomentar la vanidad...
Evitará asimismo llevar o desear vestidos de color blanco o dema-
siado rojos», pues, «para desgracia de las personas, llaman la aten-
ción de los demás sobre su aspecto corporal» (RF 32,1-3). Isidoro
enumera las prendas de vestir impropias del monje: «orarium, bi-
rros, planetas non est fas uti»; y a continuación, las prendas que se
entregarán oportunamente a cada hermano (RI 12). El calzado de-
be ser simple, como acostumbran usar los monjes (RF 32,6). El ves-
tido reflejará el espíritu del religioso: «Así, en todas las cosas, la
simplicidad, acompañada de la santidad, hará que sea agradable a
Dios aquel que, poseído por su amor, aparece a sus ojos como un
verdadero despreciador del mundo» (RF 32,8). «La prudencia, mo-
deración, pudor, fidelidad y sinceridad son los adornos del vestido
del monje; pues el siervo de Cristo no debe ser en m o d o alguno fal-
6
so, sino verídico, sencillo y humilde» (R Fr 1 0 ) .
A excepción de la Regula Magistri, donde toda espontaneidad
es reprimida y condenada, y la vigilancia de los prepósitos, intensa
y continua, nuestra documentación nos permite vislumbrar en los
monasterios, con toda certidumbre, relaciones interpersonales
bastante frecuentes y familiares. Las reglas recomiendan el silen-
cio, elemento ascético de gran trascendencia, y aducen textos de la
Biblia para probar su utilidad o necesidad. P e r o no imponen el si-
lencio perpetuo, que es un mito posterior. Los monjes —dicen los
legisladores más sensatos— deben cultivar el silencio, pero tam-
bién deben hablar (cf. R F 29). Con moderación, con respeto, eso
sí. Ni excluyen toda manifestación de alegría. Es evidente que los
hermanos hablaban y se chanceaban. Ferreolo, hombre pondera-
d o , tiene un capítulo relativamente largo titulado: Ut monachus
non rideat.
El autor es cauto y sincero. Vacila al afirmar que conviene que
los monjes se abstengan de reir, no constantemente —«etsi non
358
assidue»—, pero sí con frecuencia. P a r a no reír, basta u n a sola ra-
zón, la tan manida por ciertos ascetas lúgubres: «Nuestro Señor
Jesucristo, según el Evangelio, sabemos que lloró e ignoramos si
rió» (RF 1-2). Se citan a continuación varios textos bíblicos con-
trarios a la risa (4-7); no falta entre ellos el del Eclesiástico (21,20):
«El necio ríe sonoramente, el sabio apenas sonríe». Quienes por
su corta edad o falta de buen juicio se entregan a la risa y a los
chistes —lo que de hecho sucede con harta frecuencia— convier-
ten al monje en un payaso (8-9). P o r eso añade Ferreolo: «advier-
to, prescribo y ordeno especialmente a todos la observancia de es-
ta ley»: nadie se reirá, y menos aún provocará la risa de los demás,
durante las lecturas que se hacen en la iglesia, en el refectorio o en
cualquier otro lugar; el transgresor de esta regla ayunará tres días
discontinuos, «para que no falte al castigo algún m o d o de discre-
ción» (10-14).
C o m o se ve, no se prohiben absolutamente la risa y las chan-
zas, que, con toda seguridad, eran más frecuentes de lo que desea-
ban los legisladores; éstos sólo exigen moderación y sobre t o d o ,
que no se falte a la caridad c u a n d o la chanza inocua y sana dege-
nera en burla. Otra regla del siglo vi pone el dedo en la llaga cuan-
do llama la atención de los monjes contra los excesos jocosos,
pues «provocan con frecuencia amargas disensiones entre los her-
manos» y son «ocasión de discordia»; la risa inmoderada «es la
puerta de la indisciplina y la disipación», y un instrumento en ma-
nos del diablo para introducir en el alma «funestos alimentos»
(RPS 37, 1-2 y 4). A juzgar por la Regula Tarnatensis, los herma-
nos reconocían el valor del silencio; hablaban unos con otros
(2,4), incluso se les permite asistir a fiestas religiosas, pero saben
que no deben entregarse a charlas profanas, sino contarse mutua-
mente hechos edificantes cuando se presenta la ocasión (9,4).
Vicios y virtudes
359
A juzgar por nuestras reglas —y por otros documentos— los
monjes de aquellos siglos oscuros no entendían gran cosa, hablan-
do en general, de las sublimes doctrinas de Casiano sobre los gra-
dos más altos de oración y la divina contemplación. Las Colacio-
nes constituían un alimento demasiado exquisito para sus palada-
res groseros. En cambio, sí entendían bastante bien, pese a su esti-
lo repulido y un tanto enrevesado, las Instituciones y el tratado so-
bre Los remedios de los ocho vicios principales, que les estaba uni-
d o a manera de apéndice. Casiano, como tantos otros autores es-
pirituales, describe los vicios, se encara con ellos, revela las tretas
de los diablos especialistas que manejan cada uno de ellos, pero
son las virtudes opuestas a cada uno de los vicios lo que interesa
de verdad.
Vicios y virtudes aparecen igualmente en las reglas latinas de
los siglos vi y vil. N o para analizarlos despacio y concienzuda-
mente, sino para caracterizarlos, por general en breves líneas, po-
ner en guardia a los monjes contra los primeros y recomendarles
vivamente las segundas. ¿Qué vicios amenazaban continuamente
a los cenobitas —no olvidemos que todas las reglas fueron com-
puestas para gente que practicaba la vida comunitaria— y qué vir-
tudes se les recomendaba con más insistencia y calor?
Ante todo —hay que reconocerlo—, les preocupaba la lujuria.
La mujer era el gran enemigo del monje— el de la monja sería el
h o m b r e — , pues se había comprometido a observar perfecta y per-
petua continencia. Las reglas hacen lo posible y lo imposible para
salvaguardar la virtud de la castidad; sobre t o d o las reglas femeni-
nas, las dirigidas a vírgenes consagradas a Cristo. P e r o la lujuria
no es un vicio específicamente monástico; radica en un instinto
natural, el de la conservación de la especie. C o m o tampoco es es-
pecíficamente monástica la castidad. En cambio hay otros vicios y
virtudes que, sin ser privativos, sí son peculiares de quienes viven
en comunidad, bajo un superior —o por mejor decir, t o d o un
cuerpo de superiores de diferente graduación—, y rozándose con-
tinuamente con hijos de diferentes madres.
Los vicios, como es bien sabido, están bastante emparentados
entre sí. Sobre todo, algunos. El orgullo puede resurgir de vez en
cuando. Al hombre le cuesta someterse. Se autoafirma y se rebela
360
CARIDAD, OBEDIENCIA Y POBREZA
361
¿Y las virtudes? Es extraño —hasta cierto p u n t o — que mu-
chas reglas empiecen bajo el signo de obediencia y no de la cari-
dad. Así, una regla probablemente irlandesa advierte al monje,
desde el comienzo, que debe renunciar al intento de modificar el
sabor de la Escritura con el propio espíritu, sino adaptar éste a
aquél, a pesar de resultar a menudo amargo. Cristo, excelente mé-
dico, no dudó en beber el primero esta poción desagradable para
infundir confianza en el enfermo. El discípulo debe ponerse ente-
ramente en manos de su director espiritual. Al abad se le debe
obedecer con prontitud. A los desobedientes se les infligirán penas
de cárcel y acaso se le expulsará del monasterio ( R C P M 1-4).
La Regula Magistri —se entiende perfectamente— recalca la
obediencia desde el principio. Se propone fundar una «escuela del
servicio divino», u n a schola Christi. Y enseña a los hermanos, pri-
m e r o , a obedecer al maestro o «doctor», e inmediatamente des-
pués, a callar. Son dos actitudes fundamentales en el discípulo que
será el monje hasta el fin de sus días. P e r o la obediencia tiene
siempre una importancia singular, aun considerando el cenobio
como cenobio, esto es, como una comunidad plena, en que todo
es común, incluso el corazón y el alma de sus miembros, la realiza-
ción de la oración de Jesús por sus discípulos: que sean u n o . Am-
bas concepciones del monacato cenobítico no se compadecen. En
ellas radica la discordia más importante entre las reglas. Al Maes-
tro sólo le interesa la escuela. Al monacato de inspiración agusti-
niana le seduce, ante todo y sobre todo, el ideal de la Iglesia apos-
tólica: formar «un solo corazón y una sola alma». La caridad es
su centro, no la obediencia. Ésta tiene, evidentemente, toda su im-
portancia. La obediencia al Padre es el camino de Jesús. Y con la
obediencia, la humildad, y el despego de todos los bienes de este
m u n d o , y la virginidad o pureza de corazón, la paciencia y todas
las virtudes cristianas o simplemente h u m a n a s . La comunidad es-
tá en marcha in Deum, como dice Agustín. Todos los días progre-
sa, se va acercando a su fin, que las reglas expresan de varias ma-
neras: la visita del Esposo y la entrada en la plenitud del reino
(RCV 1,3-8), la salvación (RCV 47,2; 62-63; 65,5-6), la recompen-
sa eterna (RF, pról.), la madurez de la perfección (RPS 42,3).
362
El monasterio: ¿escuela o cenobio?
Hay que insistir en el dilema cenobio-escuela. Tras analizar
nuestras reglas, se diría que el Maestro se queda solo en su concep-
ción rígida, exclusiva y de importantes consecuencias, que u n a ló-
gica impecable le permite sacar, del monasterio como escuela. Be-
nito —pudimos comprobarlo páginas atrás— abandonó este con-
cepto, que había leído probablemente en el tratado perdido pero
citado por el Maestro, Actus militiae coráis, y que había adoptado
al principio de su regla. T a m p o c o consideran principal y exclusi-
vamente el cenobio como u n a escuela los otros códigos monásti-
cos, aun aquellas reglas que empiezan, siguiendo al maestro uni-
versal, Casiano, por un capítulo sobre la obediencia. En todos
ellos late el amor fraterno y, más o menos visible, la deseada uto-
pía del cor unum et anima una. P o r q u e se aman, porque forman
una comunidad cristiana en el sentido pleno de la expresión, lo tie-
nen todo en común, como los primeros fieles de Jesucristo. For-
man una verdadera familia espiritual. En la Regula Macarii
(6,1-4) leemos frases tan bellas como ésta: « N o te dejes atraer ha-
cia el m u n d o por ningún lazo de familiaridad, sino que todo tu
afecto se concentre en el monasterio. Mira el monasterio como un
LOS MONJES
Es de desear en gran manera que los monjes que son los que mantie-
nen la forma apostólica de vida, así como constituyen una comuni-
dad, así también tengan un sólo corazón en Dios, sin reclamar nada
como propio ni obrando con el más mínimo afecto de peculio, sino
que, a ejemplo de los apóstoles, teniendo todo en común, progresa-
rán si permanecen fieles a las enseñanzas de Cristo. Prestando el
honor debido al abad, conservarán la obediencia para con los
mayores, y para con los jóvenes el magisterio del buen ejemplo.
Nadie debe juzgarse mejor que los demás, sino que, creyéndose infe-
rior a todos, ha de brillar por tan gran humildad cuanto más
resplandezca entre los demás por la perfección de sus virtudes.
Regla de S. Isidoro 3.
BAC 321,93.
363
1
paraíso . Abriga la firme esperanza de que tus hermanos espiri-
tuales formarán tu familia por toda la eternidad». Y también:
« N o creas tener parientes más próximos que los hermanos que vi-
ven contigo en el monasterio» (RM 21,5-6). La mesa fraterna de
todos los días «es como una imagen del Paraíso»; ser privado de
ella es como ser expulsado del Paraíso (RF 35,4). «En primer lu-
gar, que tengan [los hermanos] el temor de Dios, el amor m u t u o ,
2
procedente de un corazón p u r o , y la unanimidad» . Y la Regula
Pauli et Stephani termina como había empezado: «Que el Dios to-
dopoderoso, autor de la paz, que solo puede hacer habitar juntos
en la casa a los que no tienen más que un solo corazón (cf. Sal
67,7), nos haga aptos para cumplir su voluntad» (RPS 42,1).
Trascendiendo el individualismo ascético de Casiano y pese a
las discrepancias teológicas en materia de la gracia divina con san
Agustín, el gran monje y obispo africano tuvo una influencia muy
grande en la concepción de la vida monástica que, partiendo de
Lérins, se extendió por la Galia meridional. La eclesiología, eje de
la espiritualidad de Agustín, lo es asimismo de la idea que se hace
del cenobio. El ejemplo de la comunidad de Jerusalén y la imagen
de la Iglesia, Cuerpo de Cristo, son los dos conceptos que la Regla
de san Agustín inculcó a los monjes de aquella región privilegiada.
Cierto que no siempre se da a la famosa frase de los Hechos el re-
lieve único que tiene en Agustín. Cesáreo intercala un pasaje del
Praeceptum agustiniano en que se la menciona, en un pasaje bas-
tante anodino (RCV 20,4). Tampoco brilla el cor unum et anima
una con especial esplendor en otras reglas de la región -\ V. Desprez
descubre en la Regula Ferreoli dos ideas fuerza: la obediencia, co-
mo fundamento de las virtudes que sobre ella el monje debe edificar
(RF 1), y la caridad, que es «madre de todas las virtudes» (3,1); pe-
ro, en realidad, Ferreolo ha reservado a la caridad el capítulo terce-
ro, no por juzgarla inferior a la obediencia, sea cual fuere el punto
de vista que se adopte, sino «en honor del número de la Trinidad»,
es decir, para destacar más sus excelencias, y exhorta a los monjes a
364
que «se apeguen a este precepto, a fin de que, a pesar de su número,
lleguen a formar, como dice el bienaventurado Apóstol un solo
cuerpo en Cristo (Rom 12,5). Entonces se cumplirá en ellos lo que
leemos en los Hechos de los apóstoles —es un ejemplo ofrecido a
todos los cristianos, pero especialmente a los religiosos—: 'Tenían
un solo corazón y una sola a l m a ' » (Hech 4,32).
Nuestras reglas suelen aplicarse a promover y orientar las rela-
ciones interpersonales de los hermanos. Si la caridad es lo que los
LA VIDA COMÚN
365
une realmente, deben rechazar al punto los vicios que atentan con-
tra la misma: la discordia, la cólera, el desprecio, la animosidad
(RF 3,7 y 10). Si surge una disputa entre dos hermanos, los demás
no intervendrán en ella, para que no se formen bandos (RPS
38,1-2); disposición original y llena de sentido común. Y no se can-
san de repetir que los hermanos «deben guardar entre sí perfecta ca-
ridad» (R Mac. 1,1), «practicar una obediencia mutua muy perfec-
ta, ser pacíficos, sencillos, reservados...» (2,1). Los más ancianos
«testimoniarán a los más jóvenes la afección de un padre» (2,1).
Isidoro de Sevilla afirma rotundamente que las comunidades
monásticas mantienen —y deben mantener— viva en la Iglesia la
«vida apostólica». Viven juntos formando una comunidad. Deben
tener un solo corazón en Dios: «unum cor habeant in Deo». Todo
cuanto poseen es común a todos, a ejemplo de los apóstoles (RI 1).
Abades y prepósitos
EL A B A D
369
esta frase significativa: «siegue unum te ex congregatione cognos-
cas»; «para que te consideres como miembro de la comunidad»
(37,32).
En efecto, se nota en nuestras reglas una tendencia clara de los
abades a distanciarse de sus comunidades. Algunos legisladores
les echan en cara, implícitamente, que no hacen vida común con
los monjes. P o r poco que pueda, «el santo abad no debe tomar
sus comidas fuera de la comunidad» (R Aur M 50). «El santo
abad n o se acostará aparte de la comunidad» (34). «La abadesa,
excepto si se ve obligada por una indisposición, n o debe tomar sus
alimentos fuera de la comunidad» (RCV 41,1). Isidoro es firme en
este p u n t o : «Fuera del caso de enfermedad, el abad deberá tomar
la comida a la vista j u n t o con los monjes. Y ésta no ha de ser dife-
rente, ni ha de pretender que sea más exquisita que la que se pre-
para para la comunidad, con lo cual resultará que, estando él pre-
sente, se servirá t o d o con diligencia, y, siendo común el alimento,
se t o m a r á saludablemente y con caridad» (RI 9). Y más adelante
ordena: «El abad debe vivir j u n t o con los monjes en la comuni-
dad, para que la vida común ofrezca el testimonio de vida ejem-
plar y respeto a la disciplina» (13). Tales disposiciones de las re-
glas indican claramente que abades y abadesas vivían más o me-
nos apartados de sus comunidades, o al menos tendían a ello.
Incluso hay reglas que excitan a los monjes y a las monjas a la
rebelión para oponerse a ciertas demasías de sus superiores. Así,
por ejemplo, «no está permitido al santo abad dar o vender ningu-
n o de los bienes del monasterio, ni hacer alguna cosa contra lo dis-
puesto en la regla. Si intenta hacerlo, os permitimos que n o lo
consintáis; reunidos en santa asamblea y con acuerdo fraterno
unánime, no permitáis en m o d o alguno que tal cosa suceda». Así
Aureliano de Arles (R A u r M 43,1-3). «Si, en un momento d a d o ,
una abadesa quisiera cambiar o mitigar un punto de la regla... o
deseara, por motivos de parentesco o de una situación cualquiera,
tener relaciones de dependencia o de familiaridad con el obispo de
esta ciudad, oponedle sobre este asunto una resistencia respetuosa
y firme, inspiradas por Dios y con nuestro permiso, y no permitáis
que esto suceda». Así Cesáreo de Arles a las monjas de San J u a n
(RCV 64, 1-3). Si el abad manifiesta ser indigno, voluptuoso, pro-
370
pietario, amante de los viajes a caballo o en carro, debe ser de-
puesto; si esto resulta imposible, hay que excojnulgarle y obligarle
a salir del monasterio ( R C P M , 20).
Aureliano de Arles tiene un párrafo muy d u r o y vehemente:
« P o r la gracia de Dios», el monasterio está bien d o t a d o . « P o r eso,
os advierto y adjuro ante Dios y sus ángeles... que procuréis sufi-
cientemente a la santa comunidad... todo lo que necesite en vesti-
dos y alimentos. Si lo descuidáis y si ellos, apretados por la necesi-
dad, empiezan a m u r m u r a r o a estar faltos de alguna cosa, sabed
que vosotros tendréis que justificaros por ello en mi presencia de-
lante del tribunal de Cristo» (R Aur M 54, 1-3). Aureliano dirige
esta amonestación al «santo h e r m a n o abad» y al «venerable pre-
pósito» del monasterio que acababa de fundar en Arles.
Los abades se habían rodeado siempre de algunos auxiliares,
con el nombre de ancianos, decanos, etc., tanto más numerosos
cuanto mayor era el número de monjes de sus monasterios. Su
principal cometido era mantener la disciplina; otros oficiales cui-
daban de los aperos de labranza, la ropa, los almacenes, los li-
bros, etc. En el siglo vi aparece, con el nombre de prepósitos, una
clase de auxiliares de categoría superior. Eran los «segundos» del
abad, los que hacían sus veces cuando éste estaba enfermo o
ausente, y le suplían en todo lo que les encargaba. La figura del
prepósito, tan denostado por san Benito (RB 65), surgió como
una institución absolutamente necesaria cuando los abades empe-
zaron a aislarse de sus comunidades, ocupados con los huéspedes,
o en varios asuntos, o simplemente por considerar que su dignidad
requería un nivel superior de vida. Eran realmente los prepósitos,
en muchos casos, «segundos abades». Algunas reglas les conceden
poderes muy extensos; podían obrar y decidir casi tanto como el
abad, a u n q u e siempre subordinados a éste. En la Regula Fructuo-
si el abad se nos representa como un personaje lejano, que apenas
interviene en los asuntos del monasterio, sino es en la alta direc-
ción espiritual, aunque también en esto j u n t o con el prepósito y
«ancianos probados» (12); el prepósito es el que manda, el que
dispone todas las cosas; a m e n u d o se menciona como una autori-
dad bicéfala al abad y el prepósito, como cuando se les ordena que
se aconsejen con los ancianos sobre todas las cuestiones que se
371
presenten (23) o al recordarles su obligación de «asistir siempre a
los oficios y vigilias, y practiquen ellos primero lo que enseñen a
los demás» (2). Y más aún cuando trata al mismo tiempo de la
elección del abad y del prepósito entre los propios monjes del ce-
nobio (19).
Se podría creer que Fructuoso representa el término de la evo-
lución del nuevo cargo monasterial. Pero ya la Regula Orientalis,
a la que en este punto no se le conocen fuentes y parece original,
dice del prepósito que es n o m b r a d o , «según la disciplina al uso,
por decisión del abad y según el consejo y deseo de todos los her-
manos; tendrá a su cargo t o d a la preocupación de todos los her-
manos y el cuidado del monasterio»; en ausencia del abad, podrá
«hacer todo lo que éste hace cuando está presente» (RO 3,1-2); pe-
ro comunicará al abad t o d o lo que suceda, sobre todo lo que él no
habrá podido solucionar por sí mismo (3,5). El prepósito repre-
senta igualmente un gran papel en la Regula Tarnatensis: se entera
antes que el abad de la llegada de un postulante (1,3); vigila la ges-
tión de los bienes del monasterio '; al igual que el abad, está facul-
tado para entrar sin llamar en la celda de un monje, pues «sólo al
abad y al prepósito pertenece penetrar en la vida privada de los
hermanos» (7,4); cuida que los que trabajan en el campo dispon-
gan de dos horas diarias para dedicarlas a la lectio (9,19); en su-
ma, encargado de mantener la disciplina y corregir las infraccio-
nes, descarga al abad del peso de la administración temporal y es
su colaborador en la dirección espiritual; por eso, al abad se le
honrará y respetará, y al prepósito se le testimoniará «un afecto
total y una obediencia unánime» (14,21-22). Para ayudar al abad
—dice Ferreolo— se nombrará un prepósito digno de este título
(RF 17,1); de este modo, repartida entre dos la tarea, «el honor será
menos oneroso para el abad» (17,2). Isidoro escribe: «Al prepósito
incumbe la preocupación de los monjes, la gestión de los negocios,
la administración de la hacienda, la siembra de los terrenos, la plan-
tación y cultivo de las viñas, la atención a los ganados, la construc-
ción de edificios, los trabajos de carpinteros y obreros» (RI 21).
Agustín había fundado un monasterio de monjes laicos en Hi-
372
pona; para ellos redactó el Praeceptum. Al frente de los hermanos
puso un prepósito (praepositus), también laico. Este debía cuidar
de que todos los preceptos fueran observados y corregir a los in-
fractores. Era el verdadero superior del monasterio; un superior ab-
negado, solícito, sostén de los débiles, servidor de todos. Pero por
encima de él coloca Agustín a un presbítero, que tenía «la mayor
autoridad» entre los hermanos y al que el prepósito debía dar cuen-
ta de todo aquello que excediera su poder o facultades (Praec.
7,2-3). Según la Regula Ternatensis el cargo de prepósito que se in-
trodujo en los monasterios de Occidente viene a ser el mismo que el
del Praeceptum agustiniano. Se podría decir sin notable hipérbole
que era el verdadero superior del monasterio. «Se obedecerá muy
especialmente al prepósito, y todavía más al abad, que es respon-
sable de todos vosotros» y «goza de una mayor autoridad sobre
vosotros» (RT, 1-4). El abad, en cierto m o d o , se había convertido
en u n a instancia superior, equiparable al presbítero responsable
del monasterio laical de H i p o n a . Tenía «la mayor autoridad», te-
nía la «dignidad», el «honor» y la alta dirección, pero quien de
hecho gobernaba el monasterio era, ante todo, el prepósito.
373
incluso mucho menos. El monasterio, normalmente, tenía u n a so-
la puerta; a veces también un postigo que lo comunicaba con la
huerta.
En el recinto del monasterio no debían penetrar jamás las mu-
jeres. A éstas se las recibía —cuando se las recibía— en un locuto-
rio exterior. Claro que había excepciones. La Regula Tarnatensis
—regla liberal en lo que toca a la separación del m u n d o — permi-
tía acogerlas en el oratorio o en la hospedería, pero nunca debían
traspasar la puerta interior del monasterio. A veces no dejaban
entrar tampoco a los hombres. «Ni hombres ni mujeres seglares
entrarán en el monasterio, salvo en la basílica de Santa María»
—oratorio exterior donde podían asistir a los oficios— «y en el lo-
cutorio» (R Aur. M 14).
P e r o esto es bastante excepcional. La clausura, se diría al leer
tantos y tan rigurosos textos, se estableció sobre todo para cerrar
herméticamente el paso a las mujeres, que, sin embargo, a veces
lograban infiltrarse gracias a la complicidad de algún abad bona-
chón o ingenuo. Léase este texto draconiano: « P a r a preservar la
vida monástica y evitar las trampas del diablo, decidimos, como
lo enseña la regla, cercenar de todos los monasterios o fincas de
los monjes las relaciones familiares con toda clase de mujeres,
sean parientes o extrañas, y prohibir a los monjes frecuentar mo-
nasterios femeninos. Que ninguna mujer tenga la audacia de pene-
trar en el interior del vestíbulo del monasterio. Si alguna, con el
consentimiento y aprobación del abad, entra en el monasterio o en
las celdas de los monjes, es justo que el tal abad presente su dimi-
sión y se reconozca inferior a todos los sacerdotes. En efecto, se
debe poner al frente del santo rebaño a un h o m b r e solícito de
ofrecerlo a Dios sin mancha, y no a un hombre dispuesto a aso-
ciarlo con el diablo por tratos inconvenientes» ( R P T 4,1-5). N o se
puede pedir más claridad. Aureliano de Arles maneja abusiva-
mente algunos textos bíblicos para excluir del monasterio toda
presencia femenina; ninguna mujer será admitida, «ni religiosa ni
seglar, ni siquiera la m a d r e del abad o de un monje»; de este m o d o
seguirán el ejemplo del Señor cuando dice: «¿Y quiénes son mi
madre y mis hermanos?» (Mt 12,48), y también: «Si uno n o deja a
su padre y a su madre, n o puede ser mi discípulo» (cf. Le 14,26), y
374
en otra Escritura: «Los que han dicho a su padre y a su madre:
Nosotros no os conocemos, éstos han guardado tus preceptos, Se-
ñor» (R Aur. M 15,14. Cf. Deut 33,9).
Que este asunto se convirtió para algunos en una especie de
obsesión, se palpa en la Regla de Ferreolo. En el capítulo primero,
trata de la obediencia, fundamento del edificio de virtudes que el
monje debe levantar; en el segundo, del amor y temor que debe
inspirar el abad, y en el tercero, de la caridad; y en seguida en el
cuarto, del tema que la atosiga: «Ninguna mujer entrará en el mo-
nasterio». Y explica: « H e m o s creído oportuno decidir de modo
absoluto que ninguna mujer entre en el monasterio, aunque parez-
ca solicitarlo por un motivo de caridad. Rehusamos dar permiso
para entrar incluso a las mujeres y virgines consagradas, para que
no quede excusa alguna a los espíritu débiles. Pues una casa no es-
tá segura durante mucho tiempo si el adversario está cerca o el
enemigo en la vecindad, y nadie puede prever si será vencido en un
enfrentamiento declarado o en u n a lucha insidiosa, en un negocio
en que n o hay más alternativa que vencer o morir» (RF 4,1-4). Sin
embargo, comprende Ferreolo que puede haber razones para que
un hermano necesite hablar con «mujeres honorables»; podrá ha-
cerlo con cuatro condiciones: 1) que obtenga permiso del abad, 2)
que sea en presencia de dos monjes, 3), que hablen en un lugar
bastante a p a r t a d o del monasterio, 4) que el abad sepa de lo que
van a tratar (4,5).
La Regula Tarnatensis, más abierta, se escuda tras la autori-
dad de ciertos cánones conciliares, «que hace ley» (RT 4,1), e in-
cluso siente la necesidad de defenderse de la posible acusación de
misoginia, cuando dispone: «Que las mujeres no frecuenten vues-
tro monasterio; si por devoción y por adhesión a vuestra vida con-
sagrada se presentan en el monasterio, no se les permitirá atrave-
sar las puertas interiores del mismo, sino que se las acogerá en el
oratorio o en la hospedería, con h o n o r y amabilidad. El motivo de
esta exclusión no es ninguna aversión, sino lo dispuesto por la re-
gla y la disciplina del monasterio» (20,1-4)."Es una excusa absolu-
tamente única en los textos regulares, que revela la delicadeza del
autor.
375
El enemigo mortal del monje es la mujer; el de la monja, el
hombre. Cesáreo de Arles lo sabe muy bien y, fiel al principio de
la conveniencia de que «las mujeres consagradas a Dios guarden
su vida escondida» (RCV 36,5), recurre a medios draconianos pa-
ra asegurar a las vírgenes del monasterio de San Juan el mayor ais-
lamiento posible. Hace tapiar cierto número de puertas: en el anti-
guo bautisterio, en la sala común, en el taller, en la torre del costa-
do de la muralla (73,1). Que nadie se atreva a abrirlas de nuevo,
pues las hermanas «saben que no conviene ni a su reputación ni a su
tranquilidad» (73,2). Y establece —cosa inaudita— la clausura per-
petua, con todas sus consecuencias. «Éste es el punto» —escribe—
que queremos que observéis especialmente y sin atenuación algu-
na: que, hasta su muerte, ninguna de vosotras se permita salir del
monasterio, ni siquiera para ir a la basílica, en la que tenéis la
puerta» (50,1-2; cf. 2,3-4). Puerta única que era celosamente cus-
todiada y no se abría jamás al atardecer, durante la noche y al me-
diodía; a tales horas y durante la comida, la abadesa guardaba las
llaves (59,1-2).
Aureliano, que, como en casi todo, siguió el ejemplo de su pre-
decesor, en este punto de la clausura perpetua fue más allá, pues no
sólo la impuso a las monjas, sino también a los monjes. ¿Por qué
razón? Sólo cita un argumento, bíblico desde luego: «A causa de
estas palabras del Profeta: 'Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida'» (R Aur M 2;
Sal 26,4). De este modo las monjas de san Cesáreo y las monjas y
los monjes de san Aureliano no volvían a atravesar el umbral del
monasterio hasta después de su muerte, cuando el obispo u otros
sacerdotes formaban el cortejo que los conduciría a su última mo-
rada. El cementerio estaba fuera de la ciudad '.
Ni que decir tiene que la ley de la clausura perpetua no se im-
puso en todas partes, acaso ni siquiera en los monasterios de mon-
jas que aceptaron la regla de Cesáreo. E ¡ i general, se observaba
una clausura relativa. Los monjes no podían salir del monasterio
a su antojo. Ante todo velará el portero que ningún hermano sal-
376
ga fuera de la puerta y, si lo intenta, se lo impedirá ( R O 26,6). La
Regula Magistri contiene u n a famosa y prolija sátira contra los
monjes giróvagos (1,13-74). Ferreolo establece el principio: « N o
es propio de un monje, ni le conviene, vagabundear de un lugar a
otro», pues corre el peligro de sucumbir a los atractivos del mun-
do y a b a n d o n a r la vida religiosa; sólo saldrán los que el abad en-
víe a alguna parte «por la utilidad del monasterio»; nadie irá a vi-
vir en otro lugar, sea cual fuere la razón o necesidad que alegue,
sin la autorización del superior; quien contraviniere esta norma,
será castigado severamente, pues tendrá que ayunar un número de
días doble de los que hubiere pasado fuera del monasterio y se le
quitará la ración de vino; al monje fugitivo se le obligará a regre-
2
sar al monasterio a la fuerza . La Regula Tarnatensis —lo hemos
visto— fue escrita para una comunidad rural muy relacionada con
los campesino de la vecindad; teóricamente, mantiene el principio
de la separación entre el monasterio y el m u n d o : «Que los monjes
no se preocupen en m o d o alguno de lo que hacen los hombres del
m u n d o , sino que la meditación de su corazón se aplique al temor
3
del Señor» ; en la práctica, el autor da pruebas de una gran dis-
creción, que algunos tacharían de laxismo; es probable que se en-
contrara con costumbres arraigadas, que quiso respetar; pero pre-
cisa que n o es bueno para el monje participar en fiestas populares
(2,6) y en m o d o alguno en banquetes de boda (13,1), y que las visi-
tas a la familia deben ser más bien raras (12,9-10). Los monjes via-
jan, pero nunca solos (2,2); se les envía a la ciudad, a villas y al-
deas (3,1); al regresar, no contarán más que las cosas edificantes
que han visto u oído (2,3). « C u a n d o por algún negocio del monas-
terio son enviados fuera, deberán elegirse los monjes espirituales y
de la mayor solvencia. Los jovencitos y los recién conversos han
de ser excluidos de tal ministerio, no sea que la debilidad de la
edad se contagie de apetitos carnales o la falta de formación mo-
nástica les incline al deseo del siglo» ( R I 23). C u a n d o salgan irán a
lo suyo. El autor de u n a regla probablemente irlandesa pone en
2. RF 20,1-4, 6 y 9.
3. RT 8,16. Cf. 1,1 y 13; 2,3; 4,3; 9,4; 12,9; 13,1.
377
guardia muy seriamente a los hermanos contra las visitas a las
4
religiosas . La Regula Magistri, como de ordinario, se distingue
por su reglamentación minuciosa y su casuística sutil, que en este
5
caso se supera a sí misma .
Cesáreo recalca el sumo cuidado que deben tener las superio-
ras por lo que se refiere a todo cuanto pueda llegar clandestina-
mente al monasterio desde el exterior: cartas, mensajes, regalitos,
así como también lo que las religiosas puedan enviar a personas
del m u n d o ; todo debe hacerse con permiso (RCV 25). Las reglas
suelen ser severas en este p u n t o . T o d o contacto con el m u n d o ex-
terior es peligroso tanto p a r a las monjas como para los monjes.
N a d a debe hacerse a escondidas, sino abiertamente y con la debi-
da autorización. Ningún h e r m a n o podrá hablar con sus visitantes
sin el permiso del abad y sin la presencia de un anciano (RO 26,5).
Parece que en Provenza existía entre los fieles el deseo de que
sus hijos fueran apadrinados por religiosos. E r a un deseo y u n a
costumbre. Sólo esto puede explicar la prohibición unánime de las
reglas de la región: ningún monje será padrino, ninguna monja se-
rá madrina, de ningún niño o niña, por .ilustres que sean sus
6
padres . Cesáreo da u n a razón: «Quien, por amor a Dios, ha re-
nunciado a la libertad de tener hijos, no debe buscar y tener los de
los demás» (RCV 11). Ferreolo da otra: «Hemos juzgado que no es
necesario bautizar niños pequeños en el monasterio... Tampoco
monje alguno será padrino, en ningún lugar, del hijo de no importa
quién, no sea que poco a poco anude con sus padres lazos de fami-
liaridad prohibidos y deshonestos, como suele suceder» (RF 15,
1-2).
4. RCPM 18. Dicho autor tenía presente obviamente un convento muy cerca-
no y algún caso concreto. Sin embargo recomienda calurosamente dicha comuni-
dad femenina y manda a los monjes ayudar en lo que puedan a «las madres y las
hermanas».
5. Cf. RM 56,63, 66, 67 y 7 1 .
6. Cf. RCV 11, RCM 10; R Aur M 20; RT 3,2 (salvo fuerza mayor); RF
15,1-3.
378
El horario
379
alargando, dormían cada vez más; cuando se acortaban, cada vez
menos. P o r este motivo se introdujo la siesta en verano; era una
compensación necesaria. En otros países, como en Provenza, los
1
oficios eran más numerosos y más largos .
Las reglas de los siglos vi y v n conservaron intacta la trilogía
tradicional. El monje no se ocupa más que en tres cosas: el oficio
divino, la lectio divina —con su complemento, la meditado— y el
trabajo manual. El oficio venía a ser el esqueleto del horario. En
los espacios que mediaban entre las diferentes horas canónicas, se
dedicaban los monjes sea a la lectio o la meditatio, en su acepción
de estudio, sea, mayormente, al trabajo manual. Nuestras reglas
se ocupan de los tres elementos que constituyen la j o r n a d a monás-
tica: los recomiendan, los promueven, los organizan. El oficio,
desde antiguo, gozaba de la más alta estimación. La lectura no
era, para muchos, un sinquehacer; resultaba una obligación bas-
tante pesada para aquellos espíritus rudos en su mayor parte. El
trabajo manual, sin embargo, era el elemento más conflictivo, co-
mo vamos a ver. La concordia de las reglas se convierte en discor-
dia al bajar a pormenores prácticos, pero se mantiene firme y sin
menoscabo alguno en un punto esencial: la vida del monje tiende,
por su misma naturaleza, a convertirse en una oración continua.
Incluso durante el trabajo se debe orar. Hay que desechar toda ta-
rea que coarte la libertad del espíritu y le impida mantener la aten-
ción fija en Dios. La meditatio, en su acepción de recitación
—fuera en voz alta, fuera tan sólo mentalmente— de textos bíbli-
cos aprendidos de memoria tenía una importancia capital en la as-
cesis monástica. En los campos, en los talleres, en la panadería, en
la cocina, siempre y en todas partes, la meditatio representaba su
papel de mantener el alma en la esfera de lo divino. «Por absor-
bente que sea el trabajo en que se ocupan» —leemos en una de las
reglas refiriéndose a los que trabajan en la panadería— «no deja-
rán pasar [los hermanos] el tiempo de la oración y la salmodia; de
este m o d o , al mismo tiempo que están preparando el alimento del
380
cuerpo, se alimentarán espiritualmente de la Palabra de Dios y de
textos recitados con una conciencia pura» (RT 10,2-3).
La cura corporis, a excepción del descanso nocturno, ocupa
poco tiempo en los horarios: u n a o dos comidas diarias, según se
ayunara o n o ; lo habitual era u n a sola comida.
La oración
1. Cf. RCV 66,3-69,27. Algo parecido hace en la RCM 20-22. Véanse las ño-
las explicativas de V. Desprez, Regles, 201-208, y, sobre todo, O. Heiming, Zum
monastischen Officium von Kassianus bis Kolumbanus, en Archiv für Liturgiewis-
senschaftl/\ (1961) 109-115.
381
lebraban vigilias interminables (RCV 69,11). El ordo officii de
Aureliano desarrolla el de Cesáreo (cf. R Aur. M 56-57), a quien
supera en precisión. El oficio se alarga todavía más, pues se man-
da rezar prima todos los días y no sólo los domingos, como quería
Cesáreo, y doce salmos en cada una de las horas canónicas, en vez
de seis. La comunidad de vírgenes fundada por Aureliano recitaba
parte del cursus diurno y nocturno del oficio en la basílica de San-
ta María, esto es, los maitines ( = laudes), las vigilias, los noctur-
nos, vísperas y el oficio de la hora duodécima, según la nomencla-
tura que usa su regla; en el «oratorio interior», el resto del oficio:
las horas segunda, tercia, sexta y nona. Aureliano a m a los oficios
largos, pero es discreto en cuanto al lugar de su celebración: si el
invierno es rudo, las monjas sólo cantarán en la basílica los maiti-
nes, vísperas y el oficio de la hora duodécima (38,1-2). El ordo es el
mismo que el de los monjes (R Aur M 56-57), salvo algunos porme-
nores de vocabulario y poco más. La única diferencia notable es
que las monjas rezarán seis salmos, y no doce, como hacen los
384
vanidad orgullosa y una arrogancia presuntuosa, sea acelerando
desordenadamente» el canto (7,2-5). La regla es apremiante, reite-
rativa: ante t o d o , la unidad, la uniformidad, el decoro, el sosiego
de los espíritus que están a l a b a n d o a Dios. El oficio o es oración o
no es nada más que una carga inútil y la ocasión de manifestarse el
afán de sobresalir de unos y la desunión de todos. «En esta comu-
nidad» —ordena— «nadie tenga la audacia de cantar, aprender o
EL OFICIO C O R A L
386
Sin embargo, n o conviene exagerar y hacer de la oración el fin
de la vida monástica que aquellos monjes perseguían. Ellos, sim-
plemente, querían salvarse huyendo del m u n d o , de las mujeres, si
eran monjes, y de los hombres, si eran monjas. Querían salvarse
evitando el pecado, escapando al imperio del demonio. La ora-
ción era un medio extraordinariamente eficaz para obtener el
auxilio de la gracia divina. N a d a nos permita suponer otra cosa.
Es erróneo afirmar, como tantas veces se h a hecho, que el silen-
cio, tan recomendado por las reglas, tenía por objeto favorecer la
oración del monje; sin duda, la favorecía, pero el fin que la asig-
nan las reglas es huir de los pecados de la lengua. T a m p o c o es
exacto afirmar que el fin de la separación del m u n d o era «favore-
cer la unión con Dios, realizar unas condiciones aptas para la vida
contemplativa». Los monjes y las monjas, según las reglas, se
apartaban de la sociedad y se aislaban del m u n d o impulsados por
el mismo motivo: huir del pecado y de las ocasiones de pecar.
Cierto que Casiano había afirmado rotundamente que la oración
es el fin de la vida monástica (cf. Con. 1,8) y había puesto por las
nubes la contemplación de Dios. Cierto que Gregorio Magno había
hablado de ésta con frecuencia y con entusiasmo sincero y conta-
gioso. Las reglas, sin embargo, n o se refieren ni al u n o ni —las
posteriores— al otro. Ni siquiera Cesáreo, discípulo de Julián Po-
merio, autor de u n tratado De vita contemplativa, alude para na-
da a la contemplación ni dice que la vida monástica sea una vida
contemplativa. Que entre los monjes de aquella época h u b o
«grandes orantes», como se dice hoy en día, es incuestionable.
Que C o l u m b a n o y Fructuoso, por ejemplo, eran auténticos y
grandes místicos, tampoco puede dudarse. Pero el vulgum pecus
monástico, el monje corriente y moliente, no aspiraba tan alto.
Tuvo que esperarse la llegada de u n autor tan erudito como Isido-
ro, buen conocedor y admirador de Gregorio Magno, para que in-
cluyera en su regla la palabra «contemplación»: prohibe al monje
que la excesiva solicitud manifestada por el trabajo le aparte del
deseo de la contemplación (cf. RI 5).
387
La «lectio divina»
Las reglas recomiendan, organizan e imponen la «lectura divi-
n a » . Las horas que los monjes debían dedicarle cambian; también
son diversos el m o d o de hacerla —cada h e r m a n o por separado en
un códice que recibía del encargado de guardarlos, por lo general,
o escuchando todos la lectura que hacía u n o solo en voz alta como
quiere el Maestro (RM 50,11)—; pero n o se concibe que un monje
pueda pasar un solo día sin cumplir con esta obligación esencial de
su estado. Ferreolo es claro y tajante: « P a r a despertar las mentes
perezosas de algunos que con frecuencia se aburren durante la lec-
tura divina y prefieren entregarse a la ociosidad en vez de apagar
su sed en la fuente saludable de las Sagradas Escrituras y recobrar
el fervor del espíritu, nos ha parecido indispensable añadir lo si-
guiente: cada monje, trabaje en el interior o fuera del monasterio,
no dejará pasar un solo día sin alimentarse de la lectura divina.
Desde el momento en que sus manos dejaren de trabajar, cultiva-
rán su alma mediante la lectura» (RF 19,1-2).
Se ve que a ciertos hermanos de Ferréolac les costaba concen-
trarse para leer. Sin duda, era ésta una obligación penosa para
otros muchos, a veces, probablemente, para casi todos. El analfa-
betismo estaba cada vez más extendido. Reinaba la incultura. U n a
de las pruebas del noviciado consistía para muchos en aprender a
leer. Ferreolo forjó una especie de apotegma al escribir: «Omnis
qui nomen vult monachi vindicare, litteras ei ignorare non deceat»
(RF 11,1). El nombre de monje implica el saber leer. Otras reglas
dicen lo mismo, a u n q u e no tan bellamente. Todas las monjas de-
ben aprender a leer y escribir (RCV 18,7). Todos los monjes
aprenderán a leer (R Aur. M 32). P a c o m i o , en los orígenes mis-
mos del cenobitismo, había lanzado esta especie de consigna (RP
139-140), que fue seguida a rajatabla. ¿ C ó m o iban a aprovechar-
se de los tesoros de la Escritura si eran incapaces de descifrarlas?
Es incontrovertible que la lectio divina representó un papel muy
principal en la conservación de la cultura. A Casiodoro le fallaron
sus discípulos; su afán por salvar la cultura clásica, eclesiástica y
profana, no tuvo éxito. Nuestras reglas, al obligar al monje a
aprender a leer y a practicar la lectio divina durante dos o tres h o -
ras diarias, sí lo tuvieron. Hay algunos datos significativos, co-
388
L A LECTURA
E l sacristán debe tener a su cargo los libros, del que cada monje re-
cibirá el correspondiente, y, una vez leído o usado regularmente,
siempre será devuelto después de vísperas. Los libros se pedirán
cada día a la hora de prima; y, si algunos los piden más tarde, no los
recibirán. Respecto de aquellas cuestiones que se leen y quizá no se
comprenden, cada monje consultará al abad en la conferencia o des-
pués de vísperas, y, una vez leído el pasaje en público, de él recibirá
la explicación, de modo que, mientras se expone a uno, los demás
escuchen. E l monje no debe leer libros de autores paganos o here-
jes, pues es preferible ignorar sus doctrinas perniciosas que caer en
el lazo de sus errores por propia experiencia.
Regla de S. Isidoro 8.
BAC 321,103.
389
animal n o percibe las cosas del Espíritu'» (RF 11,4-5; ICor 2,14).
Ferreolo no duda en afirmar que saber los salmos de memoria es
el mayor de los deberes de t o d o monje (RF 11,4).
U n a regla, probablemente italiana, nos permite vislumbrar có-
mo se organizaba el estudio en los monasterios en una época que
se distingue entre todas por su incultura. «Los que aprenden las
letras o los salmos» —ordena— «serán dóciles a quienes han sido
confiados para su formación, pues éstos, o bien serán reprendidos
por la negligencia de sus alumnos, o felicitados por sus conoci-
mientos y aplicación» Si u n o de los maestros sale de viaje, los dis-
cípulos se apresurarán a pedir al abad que nombre un sustituto
(RPS 15). Todos los días se señalaba a los alumnos un pasaje del
Salterio para que lo aprendieran de memoria; luego lo recitaban
ante la comunidad en el refectorio. E r a una «costumbre» que, sin
duda, estimulaba la aplicación de los alumnos. El que no fuera ca-
paz de repetir el fragmento señalado, se quedaba sin comer hasta
el día siguiente (16). El castigo no era de poca monta: el mal estu-
diante se pasaba, en total, cuarenta y ocho horas en ayunas.
En suma, puede afirmarse que, según la legislación monástica,
los hermanos estaban ocupados continuamente en las cosas de
Dios, inmersos en un clima de oración ininterrumpida: el oficio
divino era oración, la lectura divina era oración, la meditatio era
oración. «Los monjes lean todos los días hasta tercia», ordena san
Ferreolo; sólo después de cumplir con esta obligación primordial,
trabajarán en lo que se les ordene; h a b r á excepciones, como la
época de la recolección, cuando los hermanos designados p a r a ha-
cerla tendrán que salir de mañanita, como es costumbre bien fun-
dada entre los labradores (RF 26), sin embargo, nada exime a na-
die de la obligación de leer, como ya hemos visto. Las vírgenes de
san Cesáreo de Arles daban un hermoso ejemplo a t o d o el m u n d o
monástico: consagraban a la lectio las dos primeras horas de la
m a ñ a n a (RCV 19,1); a continuación, mientras todas juntas se
ocupaban en sus labores, una de ellas leía en voz alta durante otra
hora entera; después, «la recitación de la P a l a b r a de Dios y la ora-
ción» n o cesaban «en sus corazones» (20,2-3).
390
Promoción social y trabajo manual
Es indudable que en esta época se está produciendo en el mun-
do monástico un cambio muy importante: lo que podríamos lla-
mar su promoción social. Es preciso insistir en un p u n t o de enor-
me trascendencia en la historia monástica en general y en la tradi-
ción benedictina en particular. Se fundan monasterios suficiente o
espléndidamente dotados de bienes materiales; otros se enrique-
cen; otros siguen siendo pobres, sea porque no pueden medrar,
sea porque se resisten a esta promoción que les parece contraria al
espíritu auténticamente monástico. Al rey Chilperico, que le ofre-
cía campos y viñas, el abad Lupicino replicó: « N o aceptaremos ni
campos ni viñas, pero, si place a Vuestra Majestad, dadnos algo
de sus frutos; pues no es bueno que los monjes se ensoberbezcan
con las riquezas del mundo, sino que busquen con humildad de
corazón el reino de Dios y su justicia» Otros, en cambio, olvi-
dan que «la raíz de todos los males es la codicia» (RF 14,8). Quie-
ren construir monasterios suntuosos, y para procurarse los fondos
necesarios, empiezan a servirse de dos medios principales que más
adelante conocerán un éxito generalizado: agenciarse las reliquias
de un santo famoso, de los que atraían muchedumbres de peregri-
nos y, por consiguiente, dinero contante y sonante, o recurrir a la
generosidad de los reyes, príncipes y otros grandes señores. «El
monje que busca poseer algo en este m u n d o , no es monje», había
escrito Gregorio Magno (D 3,14). P e r o una cosa es el monje y otra
la comunidad de monjes. La distinción se hizo cada vez más gene-
ral. En el mejor de los casos, la comunidad es rica para que el
monje sea pobre. En suma, el m o n a c a t o como tal va ascendiendo,
sube del nivel de los pobres, de los que trabajan para subsistir y, si
no trabajaran, no comerían, al nivel de los ricos, de los poderosos
económicamente, de los latifundistas.
Las reglas de los siglos vi y v n reflejan esta situación. Los le-
gisladores arlesianos son austeros; conservan este rasgo caracterís-
tico de Lérins. Cesáreo y Aureliano concuerdan, como casi siem-
pre. Se ha dicho que Cesáreo n o era partidario del «lujo por
391
Dios», y es cierto. En los oratorios —escribe— los ornamentos se-
rán simples, nunca de seda u otras telas preciosas; «para decorar-
los se les aplicarán cruces negras o de un blanco desvaído, cosidas,
de tela o de tejido de lino»; en las paredes no se colocarán tapices
ni cuadros; ni las paredes ni las bóvedas se decorarán con frescos,
pues «en el monasterio, lo que sólo gusta a las miradas humanas y
no al espíritu, debe rechazarse» (RCV 45,2). Aureliano, por su par-
te, prohibe comprar, para los altares, manteles adornados con oro
o piedras preciosas; si se recibe alguno como regalo, «si el abad los
dispone o la necesidad lo exige, se venderá» (R Aur M 27,2). Ni el
uno ni el otro permite que el monasterio acumule bienes materiales.
«Si después de haber proveído a los gastos y a las necesidades de los
hermanos sobrare alguna cosa —oro, vestidos, provisiones—, el
santo abad lo hará distribuir entre los pobres, los extranjeros y los
prisioneros» (R Aur M 44). La abadesa hará distribuir entre los po-
bres «lo que Dios hubiere dado, con tal que quede lo preciso para
las necesidades del monasterio» (RCV 42,6). Los monjes trabajan
en diversos oficios, y las monjas hilan, tejen y confeccionan sus
propias prendas de vestir (RCV 28,1). Sin embargo, viven de las
rentas de sus propiedades. Cesáreo alude a los «bienes modestos»
del monasterio, administrados por un provisor (RCV 27,2), y Aure-
liano da gracias a Dios por los «medios de subsistencia, dignos y su-
ficientes», de que ha sido dotado el cenobio (R Aur M 54,1).
Los monasterios rurales cultivaban, salvo excepción, sus pro-
pios campos, pero éstos eran tan extensos que debían arrendarse,
en parte, a colonos. Los monjes de la Regula Pauli et Stephani
disponen de bienes en especie suficientes (33,6), gracias a su pro-
pio trabajo agrícola y a las rentas que perciben de los colonos (40),
así como también al ejercicio de oficios manuales (26 y 31-32); hay
que añadir que los colonos n o estaban en buenas relaciones con
sus señores: «Contra la rabia y las violencias con que nos acosan a
menudo los campesinos, ninguno de nosotros pretenderá defen-
derse por sus propios medios ni hará intervenir un brazo h u m a n o ,
porque Dios solo es nuestro defensor» (41). El Maestro, que con-
sidera el trabajo agrícola como impropio de monjes, confía todas
sus tierras a colonos, a quienes, además, llena de improperios
(RM 84).
392
L A S GRANJAS D E L MONASTERK)
393
nan entre sus empleados a albafiiles, carpinteros, bataneros, cere-
ros, panaderos, pastores y pescadores (21).
Ricos o pobres, todos los monjes no impedidos debían traba-
jar. Las reglas son unánimes en este punto. Sin embargo, es el tra-
bajo, posiblemnete, el elemento más contrastado de la vida mo-
nástica. El trabajo carecía de todo atractivo, de todo prestigio. Su
mismo nombre es significativo. Labor y sus derivados modernos
denotan no sólo una actividad h u m a n a productora de riqueza, si-
n o también penalidad, molestia, esfuerzo, y también estrechez y
pobreza. «Trabajo», como travail, etc., tiene un origen todavía
peor. Viene del latín trabes, traba, o de tripaliare, torturar con un
instrumento de tres palos. A excepción de algunas llamadas «no-
bles», todas las demás variedades del trabajo eran calificadas de
bajas e incluso degradantes. T a n t o para los romanos y los pueblos
romanizados como para los bárbaros invasores, el trabajo era co-
sa de campesinos incultos, de siervos, de esclavos. Los bárbaros
que se respetaban se dedicaban a guerrear, a conquistar, no a tra-
bajar. El otium era el ideal de vida que los r o m a n o s , los galorro-
manos, los hispanorromanos habían heredado de la civilización
grecolatina del gran período del Imperio. El otium era, en suma,
el «tiempo libre» de que disfrutaba el hombre civilizado, lo que le
permitía acceder a la felicidad, incluso a cierta inmortalidad, me-
diante la cultura. El otium, y no el trabajo, que era negotium o ne-
gación del otium, implicaba la dedicación a la lectura, la filosofía,
la poesía, la reflexión, el cultivo, tal vez, de la historia, de la litera-
tura. P a r a los antiguos no había nada más bello, más elevado ni
más deseable. Feliz el hombre dotado de bienes de fortuna que le
permitían disfrutar del otium. Que trabajaran los esclavos, los
campesinos incultos, los comerciantes y banqueros, deseosos de
medrar.
Los monjes transformaron todo esto. Optaron por la pobreza.
Se desprendieron de los bienes que poseían. Tuvieron que trabajar
p a r a subsistir. Ya los Padres del yermo, los primeros cenobitas de
san Pacomio, san Basilio, san Agustín practicaron y valoraron el
trabajo. La aplicación a la lectio divina p u d o descubrirles su dig-
nidad. Ciertos textos de san Pablo, constantemente citados por las
reglas, les convencieron de que estaban en el buen camino. Aurelia-
394
no, por ejemplo, fundamenta el trabajo de los monjes aludiendo a
«nos agotamos t r a b a j a n d o con nuestras propias manos» (ICor
4,12), y citando «el q u e no trabaja, que no coma» (2Tes 3,10), «el
camino del holgazán está vallado de espinas» (Prov 15,19) y «echad
fuera a las tinieblas al siervo inútil» (Mt 25,30); resulta bastante
extraordinario q u e aduzca en primer lugar otra frase de Jesús:
«trabajarán según l o que dice el Señor: 'Mi Padre, hasta el presen-
te, sigue t r a b a j a n d o y yo también trabajo'» (Jn 5,17), lo que im-
plica evidentemente que el monje imita al Padre y a Jesús con su
trabajo (R Aur M 56,42-46).
Cuando se escribieron las reglas de los siglos vi y v u el trabajo
manual era u n o de los elementos esenciales de la vida monástica,
consagrados por u n a tradición bisecular. El otium de los antiguos
había evolucionado en otiositas, noción negativa que había que
combatir, pues «la ociosidad es enemiga del alma» (RB 48,1). En
este punto todas las reglas concuerdan: hay que trabajar para no
estar ociosos. P e r o no todas admiten prácticamente otro principio
de la tradición f o r m u l a d o así por san Benito: «son verdaderos
monjes c u a n d o viven del trabajo de sus propias manos, como
nuestros padres y los apóstoles» (RB 48,8). Ya hemos visto que el
Maestro rechaza d e plano el trabajo agrícola, demasiado fatigoso
para el monje que tiene que ayunar —el ayuno, para él, es mucho
más importante que el trabajo—; sus monjes —si los tuvo— tra-
bajan en los quehaceres ordinarios, en la huerta, en los talleres,
pero viven de la renta que les pagan sus colonos. Isidoro reserva
los trabajos agrícolas a los siervos del monasterio. Incluso en los
2
cenobios en q u e se trabajaba en el campo , se vivía, en parte, de
rentas y de limosnas. Se estaba consumando lo que hemos llama-
do la promoción social del m o n a c a t o .
Que m u c h o s monjes rehuían el trabajo manual, está bien cla-
ro. Las reglas tienen que exhortarlos continuamente a no perma-
necer ociosos, y t o m a n medidas contra los holgazanes. Ferreolo
establece de e n t r a d a este principio: El monje que se niega a traba-
jar —menos los días solemnes o por estar enfermo—, debe ser ex-
395
cluido de la mesa común (RF 28,1). Ferreolo conoce muy bien las
«excusas de los holgazanes». Unos dicen: «he perdido las fuerzas
de la juventud» o «soy un viejo que no sirve p a r a n a d a » ; otros:
«estoy rendido por la enfermedad»; otros: «la constancia en el
trabajo terminó por agotarme»; otros: «los largos viajes me h a n
hecho pedazos, el cargo que me han confiado me ha dejado sin
fuerzas»... Muy bien: quien n o tiene energías para trabar, se apli-
que a la lectura; quien n o cultiva u n c a m p o , se entregue doble-
mente al culto de Dios; quien no labra la tierra con el arado, pro-
cure decorar las páginas de los códices con su m a n o . Escribir es
«el más noble de los trabajos» (12). De acuerdo con que no todos
los hermanos sirven p a r a las faenas pesadas, pero las hay tan lige-
ras que pueden realizarlas los más débiles, como «pescar, tejer re-
des, confeccionar el calzado de los hermanos o ejercer otros ofi-
cios parejos» (11-14).
«El monje trabaje siempre con sus propias manos». Así em-
pieza un capítulo de la Regla de san Isidoro. La Escritura inculca
la necesidad de trabajar para evitar la ociosidad y subvenir a las
necesidades propias y ajenas. Otra razón mencionada por Isidoro
es la de dar buen ejemplo; no trabajar es un pecado, y dar mal
ejemplo, otro. Imitemos a los antiguos: los patriarcas fueron pas-
tores; los filósofos, zapateros y sastres; san José, «herrero» (sic);
san P e d r o , pescador. Los monjes que rehuyen el trabajo para de-
dicarse a la lectio divina, «no hacen lo que leen». Los hay que se
fingen enfermos, y lo están: su enfermedad es espiritual (RI 5).
Entre los «delitos leves», algunos tienen relación con el trabajo:
«el que gustare estar ocioso», el que a b a n d o n a r e el trabajo sin ne-
cesidad, «el que se entregare a la pereza o al sueño», «el que cum-
pliere su trabajo con negligencia o lentitud», comete un delito le-
ve; pero «el que pretextare una enfermedad falsa, para estar ocio-
so», comete u n a falta «más grave» (24).
Los n o identificados P a b l o y Esteban arremeten contra los
monjes holgazanes. Los capítulos 33 y 34 de su regla constituyen
una larga y vehemente invitación a sacudir la abulia, demasiado
generalizada. Hasta entonces los que trabajaban y los ociosos
eran tratados por igual: comían y vestían decentemente. Pero en
adelante todo el m u n d o tendrá que despabilarse: «el que no traba-
396
ELTRABAJO
3. Cf. por ejemplo, RCV 8,1-2 y 16,1; R. Aur M 23; R Aur V 19; RT 1 2 , 7 .
4. R Mac 5,1-2 y 30; RPS 31.
5. Viía Caesarii, 1,44.
398
EXHORTACIÓN A L TRABAJO
399
do a Dios. Tal era el ideal, y por eso debía excluirse t o d o género
de ocupación que no lo favoreciera. P o r lo que se puede deducir
de algunas reglas, los hermanos dedicaban unas ocho o nueve ho-
ras al trabajo todos los días de la semana, salvo los domingo; los
TRABAJAR Y CANTAR
400 '
te, las dificultades principales fueron dos: la aversión a u n queha-
cer considerado como propio de esclavos y siervos, y la seguridad
económica que fue adquiriendo el monacato al ir acumulando
propiedades rurales, cuyo cultivo, cada vez con más frecuencia,
era confiado a siervos y colonos.
402
cueste caminar p o r él, es el deseo de salvarse. Ferreolo, desde el
prólogo de su regla, h a declarado su intención de no ser demasia-
do d u r o — a u n q u e los tiempos y los h o m b r e s sí lo eran—; no pre-
tende «aplastar» el cuello a los h e r m a n o s , sino « d o b l a r la nuca de
su espíritu». Y cumple su promesa. Tiene el sentido de la modera-
ción. A los monjes hay que formarlos poco a p o c o . La regla es
discreta. Rara vez acude a los azotes; prefiere los ayunos disconti-
DELITOS Y CASTIGOS
403
.IUOS, la reprobación del abad y de todos los hermanos, la priva-
ción de su porción de vino durante u n mes al que se hubiera embo-
rrachado...
» - O t r o modelo de discreción, no de blandura, es el vehemente
san Fructuoso de Braga. Los caracteres a los que tiene que enfren-
tarse son los consabidos: iracundos, alborotadores, m u r m u r a d o -
res, etc.; a la lista se añaden los burlones, los bufones, los proca-
ces y los pederastas; a estos últimos les inflige un castigo que pone
los pelos de p u n t a . Pero no expulsa a nadie del arca de salvación
que es el monasterio. San Isidoro había escrito que no hay que
echar a nadie, «no vaya a ser devorado por las fauces del diablo al
ser arrojado el que podría enmendarse con una penitencia de larga
duración» (RI 16). Fructuoso no es partidario de establecer penas
fijas; deja al abad y a los ancianos el juzgar la conveniente en cada
caso que se presente, pues la personalidad del delicuente, la oca-
sión, las circunstancias son cosas que hay que tener muy en cuen-
ta. Y añade: «El abad y el prepósito han de distinguirse por el co-
medimiento y ponderada equidad, por una piadosa justicia y una
misericordia indeficiente»; u n o y otro debe cuidar al «miembro
enfermo de tal manera que le devuelva la salud y no lo debilite
más; porque Dios juzgará las culpas de los superiores del mismo
m o d o que los superiores hayan juzgado los vicios de sus subditos»
(R Fr 14). Palabras memorables.
P e r o no todos los legisladores eran tan prudentes y misericor-
diosos. También aquí la consabida concordia se convierte en dis-
cordia. H a y reglas animadas por un notable espíritu vindicativo.
Sin duda, sus autores pretendían curar al miembro enfermo, pero
predomina en ellos el deseo de castigar. El «justo» Maestro es un
ejemplo de ello, un ejemplo insigne. Ya vimos cómo echaba del
monasterio a las tinieblas exteriores al monje considerado como
contumaz e incorregible después de propinarle una paliza mortal
(cf. R M 13,68-73). Carecía de la paciencia, prudencia y compa-
sión que muestran, entre otros, Ferreolo, Isidoro y Fructuoso, y le
sobraba legalismo. La Regula Macarii es otro ejemplo de intransi-
gencia y espíritu vengativo contra los que quieren abandonar el
monasterio: se les azota y se les reintegra a la comunidad (27,1-6);
si alguno persiste en su idea, se le dejará marchar, sin darle «abso-
404
lutamente nada, excepto u n vestido ridículo» (28,1-2). Reproduce
este texto la Regula Patrum tertia (10).
La corrección, por lo general, comprende diversos grados,
desde la admonición privada hasta la excomunión —exclusión de
la mesa común por faltas leves, de la mesa y del oratorio por faltas
graves— y la expulsión de la comunidad si el culpable se muestra
contumaz. Los castigos corporales —ayunos y azotes— son más
bien excepcionales en la mayor parte de las reglas. Van adquirien-
d o importancia a medida que transcurren los años y los monjes
son cada vez más rudos. C o l u m b a n o , conforme a la tradición ir-
landesa, empuña la vara con suma facilidad. Fructuoso tiene que
habérselas con gente extremadamente bárbara, viciosa y levantis-
ca; su regla, « m o n u m e n t o de severidad y comprensión», no tiene
más remedio que imponer castigos recios: ayunos, cárcel, cade-
nas, azotes, degradación y finalmente la reclusión por muchos
años a pan y agua. Algunas reglas aconsejan denunciar al culpa-
ble, sin otra finalidad que hacerle un bien: conocida la enferme-
dad, se le curará más pronto. Era el m o d o de ejercitar la correc-
ción fraterna. N o directamente, sino confiando el h e r m a n o al su-
perior lo que otro hermano había hecho mal. Tal proceder consti-
tuye una verdadera obligación, cuyo incumplimiento se castiga
(RPS 36).
405
Al postulante se le exige en primer lugar dos cosas: libertad de
decisión y libertad social '. La segunda tiene que probarla el pos-
tulante con testimonios externos: personas que acrediten que no
está ligado por vínculos que le impidan hacerse monje: el matri-
m o n i o , a veces sus compromisos con el ejército y, con más fre-
cuencia, la esclavitud o la servidumbre; esclavos y siervos tienen
que presentar un documento que certifique su manumisión. L a se-
gunda tiene que probarla con su conducta superando lo que se lla-
m a r á más tarde las «pruebas de noviciado». En efecto, «el que no
se covierte con recta intención pronto se ve dominado por el mor-
b o de la soberbia o por el vicio de la lujuria» (RI 3).
P a r a que demuestre la autenticidad de su conversión, «como
enseñan los decretos de los Padres», se le somete a «privaciones,
oprobios y afrentas» (R Fr 20); la humildad y la paciencia del pos-
tulante serán la mejor garantía de su rectitud de intención. Las re-
glas exigen absolutamente que el postulante renuncie a sus bienes;
puede distribuirlos entre los pobres o hacer donación de ellos al
monasterio; a veces, en este último caso, se pone su inventario so-
2
bre el altar en señal de consagración ; el Maestro se las ingenia
para que los bienes del postulante pasen a ingresar la hacienda del
monasterio (cf. R M 87,5-7). La prueba dura un año para las mon-
jas de Cesáreo; la abadesa, con todo, podrá reducir este lapso de
tiempo en casos determinados (RCV 4,2). El Maestro distingue
entre los «conversos» —personas que ya llevaban cierta vida reli-
giosa en el m u n d o , observando perfecta castidad— y los seglares; a
los primeros se les exigía dos meses de prueba, y a los segundos un
año entero (RM 88 y 90). La renuncia a los bienes y su donación al
monasterio deben hacerse por escrito, se especifica en ciertas reglas.
Isidoro, al término de una evolución constante, quiere que el postu-
lante sirva en la hospedería durante tres meses; viene luego el acto
de renuncia a sus bienes; sigue el noviciado; no admite a nadie si an-
tes no promete por escrito su estabilidad en el monasterio, acto que
compara al compromiso de los legionarios (RI 3). Fructuoso dispo-
ne en primer lugar que el postulante pase diez días a la puerta del
3. R Fr. 20. Notan los editores que este capítulo falta en las recensiones más
antiguas.
407
diencia» (7,2); llegado el momento oportuno, renunciarán por es-
crito a los bienes paternos y profesarán con toda libertad (6,1-2).
Así, pues, no es la voluntad de sus padres sino la libre decisión pro-
pia lo que las consagra a Dios definitivamente. Aureliano no quiere
recibir niños hasta que tengan diez o doce años (R Aur M 17,1). El
Maestro trata de « c ó m o ha de ser recibido en el monasterio el hijo
de u n noble», incluyendo un largo sermón dirigido a sus padres;
«si deseáis ofrecerlo a Dios como es debido» —les dice entre otras
cosas—, «comenzad por despojarle del siglo», esto es, por deshe-
redarlo (RM 91,35), de m o d o que «a vuestro hijo no le quede en el
m u n d o sino Dios» (47); de los bienes que le corresponden se hacen
tres partes: la primera se venderá y «se distribuirá por manos del
abad entre los pobres y necesitados», la segunda la cederá a sus
padres o hermanos a título de donación legataria, y la tercera «la
traerá consigo al monasterio a título viático personal, en beneficio
de los santos» (49-52). El Maestro, como de ordinario, se muestra
interesado; es él, no el niño una vez adulto ni sus padres, quien
dispone de su herencia. Las reglas suelen mostrarse humanitarias
con la alimentación de los niños. Isidoro dispone que el abad
nombre como preceptor de los niños a un monje «santo, sabio y
entrado en años, que forme a los mismos no sólo en el estudio de
las letras sino también con el ejemplo y el magisterio de las virtu-
des» (RI 21).
H u b o monasterios con su propio clero: monjes sacerdotes y
diáconos al servicio de la comunidad. El Maestro no admite a la
profesión monástica a obispos, sacerdotes o diáconos (RM 83);
los monjes comulgan bajo ambas especies de manos del abad to-
dos los días antes de comer (21,7). También comulgan, probable-
mente todos los días, los monjes de la Regla de Pablo y Esteban
(13,1 y 3). Las monjas de san Cesáreo estaban bien servidas, litúr-
gicamente, por un sacerdote, un diácono, un subdiácono y u n o o
dos lectores, todos ellos «recomendables por su edad y conducta»;
sólo «de vez en cuando deben celebrar la misa» (RCV 36,1). En
Arles no se celebraba la misa con frecuencia, ni siquiera todos los
domingos. Aureliano prescribe a los monjes: los domingos, «des-
pués de tercia, decid el padrenuestro y todos comulguen mientras
salmodian. Haced lo mismo los días de fiesta. P o r lo que se refiere
408
a la misa, se celebrará cuando el santo abad lo crea o p o r t u n o »
(R Aur M 57,11-12). Acaso no tuvieran todavía los monjes de Ar-
les su propio clero monástico; sin embargo, Aureliano dice expre-
samente: «Nadie recibirá el honor del sacerdocio o del diaconato;
sólo si el abad quiere hacer ordenar un sacerdote, un diácono o un
subdiácono, p o d r á hacer ordenar los que quiera y c u a n d o quiera»
(46,2). Otra regla recomienda la comunión dominical, después de
purificarse de las propias culpas ( R C P M 32).
409
CAPÍTULO VIII
EL MONACATO PENINSULAR
411
1
sa se levantaban los de Isaac, en los aledaños de Espoleto, y de
Euticio, cerca de Nursia (3,14-15). En torno a la misma ciudad ha-
bía surgido un grupo de monasterios gracias a la incansable labor
del santo abad Spes (4,11). Mencionan también los Diálogos San
P e d r o de Palestrina (3,23), San Marcos de Espoleto (3,33), diver-
sas comunidades de hombres en R o m a y P o r t o (4,13 y 27), en Rie-
2
ti, en Sora (Frosinone), en la provincia Valeria , y las femeninas
del Vaticano —ilustrada por la patricia Gala (4,4)—, las también
romanas formadas por las tres tías de Gregorio y por Redenta y
3
sus discípulas (4,16 y 17), y otras no ubicadas , así como también
4 5
varios solitarios y r e c l u s o s y algunos personajes aislados . Des-
taca —es comprensible— el monasterio r o m a n o de San Andrés
6
del Celio, fundado por el propio san Gregorio . Y brilla en el cen-
tro de esta constelación con luz incomparable el glorioso funda-
dor de los monasterios de Subiaco, Montecasino y Terracina, san
Benito de Nursia.
En los Diálogos, Gregorio Magno intenta edificarnos; en sus car-
tas, se dedica, sobre todo, a corregir los abusos y desviaciones de
abades y monjes. Es un dato que hay que tener muy en cuenta si que-
remos hacer justicia al monacato italiano de fines del siglo vi. En
efecto, los Diálogos nos ofrecen una imagen luminosa —con algu-
nas sombras— de los primeros decenios del siglo, mientras que las
cartas gregorianas nos revelan un monacato mucho menos flore-
ciente. Sin duda, la guerra entre godos y bizantinos y, sobre todo,
la terrible invasión lombarda a partir de mayo de 569, influyeron
negativamente en los monasterios. La destrucción de Montecasino
y la dispersión de su comunidad, hacia el 577, son un ejemplo con
valor de símbolo. Los lombardos se mostraron inmisericordes,
crueles; sembraron la destrucción y la muerte en todas partes. Ro-
m a se llenó de monjes y monjas refugiados. Esto, evidentemente,
redundó en un añojamiento de la disciplina, pues la guerra, el de-
sorden, las emigraciones forzosas y, en general, la falta de paz y
2. D 4,20,22 y 23.
3. D 1,4; 3,21.
4. D 3,15-18 y 26.
5. D 4,10,16,31 y 52.
6. D 3,33 y 36; 4,27,37,40,49 y 57.
412
sosiego nunca favorecieron el florecimiento del m o n a c a t o , sino
todo lo contrario. «Cenobios a b a n d o n a d o s , monjes dispersos, co-
munidades encerradas en lugares de refugio..., t o d o esto va acom-
p a ñ a d o necesariamente de muchas miserias, también en el plano
1
moral» . El impacto de tiempos tan duros tuvo que acusarse en el
desarrollo de la vida monástica italiana. Pero si existiera un Regis-
trum epistolarum de los papas de la primera mitad del siglo, segu-
ramente nos brindaría u n a imagen menos idílica que la que nos
ofrecen los Diálogos. C o n t o d o , el siglo vi fue un gran siglo para
el monacato italiano. Florecieron numerosos monasterios en el
campo y en los poblados; aparecieron varias reglas monásticas,
entre ellas la de san Benito; surgieron n o pocas figuras carismáti-
cas de gran influencia en los ambientes en que se movían.
Debido a la invasión lombarda, el monacato u r b a n o fue ad-
queriendo u n a importancia cada vez mayor. Destacan especial-
8
mente los monasterios basilicales . Éstos existían en t o d o el orbe
cristiano, pero los romanos ejercieron, sin duda, u n influjo nota-
ble en la evolución de la vida monástica. La ley r o m a n a prohibía
enterrar dentro de las ciudades, así como también trasladar las se-
pulturas; por eso, las basílicas levantadas sobre los sepulcros de
los mártires y de los obispos antiguos estaban ubicadas fuera de los
muros. En tiempo de Constantino las basílicas se multiplicaron.
Las servían comunidades de clérigos, que acabaron por adoptar re-
glas monásticas o canonicales, o tal vez los clérigos seculares fueron
substituidos por monjes, sobre t o d o en los siglos vi y vil. En Ro-
ma los monasterios basilicales aparecen ya entre los años 430-470.
Fundados por Sixto III, León I e Hilario cabe los santuarios de
San Sebastián, San Pedro y San Lorenzo, estas primeras comuni-
dades debieron celebrar las divinas alabanzas en formas que pre-
ludiaban lo que más tarde se llamó el «oficio r o m a n o » . En el de-
curso del siglo vi aparecieron otros monasterios, basilicales o no,
en R o m a . Gregorio M a g n o instituyó un monasterio en San Pan-
cracio, cerca de la Puerta Aureliana, al que confió la superinten-
dencia material y litúrgica de la iglesia. La preferencia que mos-
414
peces que existían en el lugar. Casiodoro describió sus encantos en
una página famosa. Tenía aneja una iglesia dedicada a san Mar-
tín. En la colina al pie de la cual se levantaba el cenobio, llamada
Monte Castello, construyó varias celdas aisladas para que los
monjes deseosos de más soledad y recogimiento pudieran ser
2
felices . Se h a exagerado a m e n u d o la característica más peculiar
de Vivarium: su actividad intelectual. Casiodoro j u n t ó una biblio-
teca extraordinariamente rica, fundó un scriptorium importante,
impulsó los estudios de los monjes. P e r o n o hay que creer que es-
tos formaran u n a academia de varones doctísimos; el propio Ca-
siodoro tradujo del griego varias obras para que pudieran leerlas.
Aunque el monasterio estuviera enclavado en una región de per-
sistente tradición griega, es probable que los monjes procedieran
de R o m a y Rávena, desde donde habían seguido al ilustre procer.
Vivarium era un monasterio y n a d a más que un monasterio, en el
que se servía al Señor en la oración, la lectio divina y el trabajo.
« N o es ajeno a los monjes» —escribe Casiodoro— «cultivar los
huertos, labrar los campos y alegrarse con la fecundidad de los ár-
3
boles frutales» . La oración le preocupa muy especialmente, la
estudia, distingue sus diversos aspectos, sabe que puede ser brevis,
pura, furtiva, prolixior, cum lacrimis, adsidua, continua. El mon-
je busca a Dios en la oración, en el combate espiritual, en el ejerci-
cio de las virtudes, en la paz de u n a vida retirada. El monje tiende
a convertirse en un «hombre de Dios». Esto es lo principal, lo irre-
nunciable.
Pero también es cierto que Casiodoro busca un tipo de monje
culto, erudito, sabio, habituado a la reflexión. P a r a él, como para
san Agustín, la sabiduría es el ápice de la vida espiritual. El monje
que es capaz de ello, se dedicará a copiar manuscritos, a restaurar
la pureza de los textos, a utilizar la rica biblioteca del monasterio,
a formarse él mismo y a procurar la formación de las generaciones
venideras trasmitiéndoles las obras de la tradición cristiana y de la
sabiduría secular. Ésta fue, a no dudarlo, la gran preocupación de
415
Casiodoro: salvar t o d o lo salvable de la rica herencia intelectual y
bifronte de la antigüedad. Él mismo escribe incesantemente, sin
aspirar a la originalidad, sino con el propósito de sistematizar las
ideas de los predecesores. Su espíritu es eminentemente práctico.
C o m o en su carrera política se había esforzado en ensamblar el
m u n d o r o m a n o y el gótico, empeñado en ver la continuidad del
Imperio en el reino ostrogodo, intenta ahora en su fecundo retiro
de Vivarium, unir la cultura clásica a la cristiana y salvar sus tex-
tos de la marea de barbarie que amenazaba con hacerlos desapare-
cer para siempre. La magna biblioteca y el activo scriptoriun*di£
Vivarium, j u n t o con la adecuada formación de sus monjes y las
obras enciclopédicas que él mismo estaba redactando, serían los <ff,
instrumentos aptos para lograr tan noble fin.
P e r o Vivarium n o sólo no tuvo una influencia inmediata sobre
otros cenobios, sino que se desvaneció relativamente pronto como
se desvanece un sueño al despertar. Desapareció sin dejar rastros
documentales. Es probable que a principios del siglo v n estudiera
ya en plena decadencia. Le faltaba el alma: su fundador y guía es-
piritual.
Q u e d a b a la obra escrita. Lector empedernido e inteligente,
Casiodoro había acumulado en ella el saber profano y el religioso,
la cultura latina y la griega. Tocó muchos géneros. Entre sus expli-
caciones de la Escritura, sobresale el Comentario a los salmos;
gramatical, literario, ascético y teológico, de marcada inspiración
agustiniana, fue muy leído en la Edad Media. Lo mismo puede de-
cirse de sus Complexiones in Epístolas. Entre ambas obras hay
LOS SALMOS
416
una gran diferencia: el Comentario a los salmos es sumamente ale-
górico, mientras que las Complexiones se atienen casi exclusiva-
mente al sentido literal. Resumió a los historiadores de la Iglesia
Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro en su Historia tripartita.
«Sus antecedentes de retor-gramático le empujaban irresistible-
mente hacia el aspecto literario de los libros sagrados y los escritos
4
patrísticos» . Consideraba la gramática como «el o r n a m e n t o del
5
género h u m a n o » . Su tratado De ortographia estaba destinado a
los monjes de Vivarium para ayudarles a transcribir correctamen-
te los códices.
Su obra más característica y famosa es la titulada Institutiones
6
divinarum et saecularium litterarum . Consta de dos libros. El pri-
mero trata de las letras sagradas; el segundo, de las profanas.
Aunque, en realidad, el primero se ocupa asimismo de los autores
clásicos y de su utilidad para el estudio de la Sagrada Escritura. El
segundo, acaso compuesto antes que el primero, es un tratado de
las siete artes liberales. Las Instituciones tienen un objetivo prácti-
co y concreto; constituyen una ratio studiorum, un plan de estu-
dios, para los monjes de Vivarium. «Su fin principal es la concilia-
ción entre cultura sacra y cultura profana con el propósito de va-
lorar más cuidadosamente la primera, y todo ello en función de la
1
vida monástica y de la formación espiritual de sus monjes» . Ca-
siodoro se inspira u n a vez más en san Agustín; en este caso, en su
tratado De doctrina christiana.
Los monjes estudiarán retórica, dialéctica, aritmética, música,
geometría, astronomía, historia, geografía, medicina, ciencias na-
turales. Todo esto constituye la base para penetrar en los sentidos
de la Escritura: el «espiritual», el «histórico» y el «místico», divi-
sión que en la Edad Media se hizo clásica. El estudio de la Biblia
417
es el centro en función del cual debe organizarse la cultura profa-
na. El estudio —enseña Casiodoro— debe conducir al monje a la
contemplación de Dios, requiere el auxilio de la gracia, debe ir
a c o m p a ñ a d o de la oración; su fruto es la santificación personal y
la del prójimo. Los estudios monásticos participan de la naturale-
za de la lectio divina.
Casiodoro fue un fracasado. Se esfumaron sus sueños políti-
cos; desapareció Vivarium, el monasterio en que había puesto tan-
ta ilusión; incluso n o logró imponer su celo de purista y desespera-
d o defensor de la gramática «tradicional», y el latín continuó evo-
lucionando, más vivo que nunca en los ambientes monásticos.
Y, sin embargo, se le cuenta con razón entre los «padres» de la
Edad Media. Las calamidades de los tiempos no permitieron que
su iniciativa fructificara de inmediato; trabajó para la posteridad.
Tal vez sus Instituciones no fueron muy leídas por el vulgum pe-
cus monástico, pero influyeron decisivamente, así como su ejem-
plo, en los grandes pedagogos del m o n a c a t o medieval: Isidoro,
Beda, Alcuino. U. Berliére juzgaba que, «al organizar el trabajo
intelectual, Casiodoro abrió un nuevo campo de acción a la orden
monástica: el estudio considerado como fin y como medio; fin del
8
trabajo, medio de perfección y de influencia» . En Occidente, se
mantenía viva la desconfianza hacia la literatura clásica. Casiano
la había anatematizado. Agustín se admiraba de que hubiera
9
monjes que se contentaban con vivir «sine codicibus» , sin leer.
Casiodoro, en cambio, tuvo la valentía de defender la sabiduría
antigua, la lectura de los clásicos, la necesidad de copiar sus obras
p a r a que no perecieran. Casiodoro influyó enormemente en que
los monasterios, sin dejar de ser monasterios, se convirtieran en
reductos de la cultura en medio de la incultura reinante en todas
partes. La verdadera influencia postuma de Casiodoro sobre el
m o n a c a t o se ejerció en el campo de los estudios. Determinó qué
disciplinas y qué obras debían estudiarse, proporcionó a los mon-
jes los conocimientos esenciales de las artes liberales y excelentes
medios para interpretar la Escritura. Dio a los monjes capaces de
e
8. L'ordre monastique des origines au XII siécle (París 1921), 45.
9. De doctrina christiana 1,39.
418
escribir un ejemplo confortador, y las obras que redactó fueron el
pronóstico de lo que iba a ser la producción literaria más abun-
dante de los monjes medievales: el arte gramatical, la exégesis bí-
blica y la historiografía. Directamente o a través de sus epígonos,
Casiodoro n o convirtió los monasterios en academias, pero logró
que en su seno existieran pequeñas academias, es decir, grupitos
de monjes intelectuales, maestros, escritores, que conservaron el
acervo cultural cristiano o simplemente h u m a n o , y fueran como
focos que iluminaran a sus hermanos en la vida monástica y, tras-
cendiendo el recinto claustral con sus escritos, la sociedad en gene-
ral.
420
En Italia —opina Gregorio P e n c o — , «la difusión del código
3
monástico benedictino fue lenta y desigual» . En Bobbio se intro-
dujo la regula mixta propiamente dicha, es decir, la combinación
de las reglas de san Benito y san C o l u m b a n o . C u a n d o , en el últi-
m o cuarto del siglo, tras la conversión de los lombardos y su re-
conciliación con R o m a , se produjo u n a nueva primavera monásti-
ca en la Italia dominada por ellos —renacimiento que repercutió
en toda la península, donde, ya en el siglo VIH, se fundaron mo-
nasterios destinados a una larga y gloriosa existencia—, la Regla
de san Benito empezó a dominar «casi exclusivamente» en los
nuevos centros cenobíticos. Sin embargo, el aspecto que presentan
las fundaciones lombardas difiere bastante del modelo que se des-
prende del texto benedictino. Al principio asumen estas fundacio-
nes, por necesidad, los oratoria abandonados por el clero. Pero
pronto se forman vastos dominios abaciales, que comprenden tam-
bién iglesias y oratorios, confiados por lo general a clérigos secula-
res, y el monasterio ya no es, como quería san Benito, una isla se-
parada del m u n d o , sino centro de intereses económicos y políti-
cos. Desde el punto de vista económico, el monasterio t o m a fácil-
mente el aspecto de u n a curtís, con u n a sede central y varias cellae
o pequeños prioratos periféricos, que administran las posesiones
alejadas. Desde el punto de vista jurídico, gozan de privilegios,
cada vez más numerosos, pero n o de poder jurisdiccional, que si-
gue en m a n o s del poder civil. Estas fundaciones lombardas, debi-
das normalmente a nobles y ricos donantes, sufren el yugo de sus
bienhechores, que no sólo esperan —y exigen— ser ayudados espi-
ritualmente por las oraciones de los monjes, sino que se permiten
interferir en las cosas de la comunidad, especialmente en el nom-
4
bramiento de los abades . Lo mismo sucedía, como vamos a ver,
al otro lado de los Alpes.
El monacato visigodo
421
sula Ibérica. En R o m a , en vida de san J e r ó n i m o , se acusaba a los
monjes de maniqueísmo; en España, de priscilianismo. En reali-
dad, el m o n a c a t o hispano n o floreció plenamente ni adquirió los
rasgos de institución autóctona hasta el establecimiento del reino
visigodo '.
Tras un siglo convulsivo, en cuya primera mitad los suevos,
vándalos, alanos y visigodos invaden y pasean la Hispania del
tambaleante imperio r o m a n o , y en la segunda se establecen los
suevos en el Noroeste —la antigua Gallecia— y los visigodos van
asentándose en la Cartaginense, la Lusitania, la Bética y la Tarra-
conense, vuelve la calma, siempre relativa. Los suevos abrazan el
catolicismo en 561; los visigodos, que d o m i n a b a n ya prácticamen-
te en t o d a la península, abjuran el arrianismo en 589, lo que pro-
pició la pronta fusión de bárbaros e hispanorromanos. P o r aquel
entonces el monacato gozaba ya de gran prestigio, que fue aumen-
lando año tras año, hasta alcanzar las máximas cotas a lo largo del
resto del siglo VI y d u r a n d o todo el siglo vn.
Un obispo monje, san Leandro de Sevilla, había presidido el
concilio tercero de Toledo, en el que el reino visigodo había abra-
zado oficialmente la religión católica. El nombre de Leandro,
obispo de Sevilla, ocupa un puesto de honor en el catálogo de per-
sonajes ilustres que brillaron por su santidad, su doctrina, su eru-
dición, su actividad de fundadores y legisladores, en el monacato
visigodo. Muchos de los grandes obispos de los siglos vi y v n fue-
ron monjes, como Justo y Sergio, de Tarragona; los hermanos
422
Justiniano, de Valencia, y Elpidio, de Huesca; Nabridio, de Ta-
rragona, y Justo, de Urgel; Martín, de Braga; Pablo, Félix, Revó-
cate y Masona, de Mérida; J u a n Biclarense y N o n n i t o , de Gero-
na; Liciniano, de Cartagena; Eutropio, de Valencia; Severo, de
Málaga. Todos ellos vivieron en el siglo vi. E n el v n , Fulgencio,
de Ecija; J u a n , Braulio y Tajón, de Zaragoza; Quirico, de Barce-
lona; Agapito, de Córdoba; Eladio, Justo, los dos Eugenios e Il-
defonso, de Toledo; Fructuoso, de Braga... « L a representación
monástica en el episcopado es de tal volumen y tal calidad que ella
basta a proclamar la importancia clave del m o n a c a t o en la vida
2
eclesial y espiritual de la época visigoda» . Agunos de los nom-
bres de obispos reaparecen al establecer la larga lista de los santos
monjes: Victoriano de Asan, Nazario, Martín de D u m i o —o de
Braga—, D o n a t o , Emiliano —o Millán—, Leandro, Fulgencio,
Braulio, ambos Eugenios de Toledo, Masona, Ildefonso, Nonni-
to, Agapio, Fructuoso, Valerio... Y lo mismo sucede en el catálo-
go de escritores.
«La cultura goda, pobre y basta, cedió ante la r o m a n a , que
empapaba las clases dirigentes de la Península. Cedió la lengua en
seguida. Y la fusión se fue haciendo, poco a poco, parcialmente.
En 583, la matrimonial en las leyes. En 589, la religiosa. En 654, la
3
legislativa plena con el Liber iudiciorum o Fuero juzgo» . El rei-
no visigodo alcanzó una relativa altura cultural. Ya en el siglo vi.
En el v n , siglo oscuro por excelencia, se reconoce universalmente
que constituye la cumbre intelectual de Occidente. Los monjes
contribuyeron a ello de m o d o substancial. Las escuelas episcopa-
les de Sevilla, Zaragoza, Toledo, Braga y Valencia cuentan con
buenas bibliotecas, que fueron formando obispos en su mayor
parte procedentes de la vida monástica. La composición de resú-
menes de la ciencia sagrada e incluso profana adquirió un tal pro-
greso que el mismo renacimiento carolingio no llegó a superarla.
Entre todos los escritores sobresale san Isidoro de Sevilla, polígra-
fo incansable —recopilador del saber antiguo sobre t o d o en la en-
ciclopedia más famosa de la E d a d Media, autor de u n a erudita y
424
lian, ciertamente, por su originalidad; están en la línea de las de
Casiodoro. P e r o el breve y muy incompleto elenco de su produc-
ción literaria que precede prueba que el monacato visigodo no era
partidario de la «santa rusticidad». Si en su seno hubo, sin duda,
hombres de poca cultura, bárbaros sin desbastar, no era éste el
ideal que se perseguía, sino el de la formación e ilustración.
— Recibió, c o m o todo m o n a c a t o , influencias del exterior. San
Victoriano, a b a d de Asan ( + C.558), era extranjero, procedía,
probablemente, del Sur de la Galia; su epitafio nos dice que «llenó
monasterios de Iberia y las Galias con gran número de monjes, a
5
los que dio asimismo abades probos» . San Martín de Braga —o
de D u m i o — , de quien habrá que ocuparse más detenidamente pá-
ginas adelante, procedía de la P a n o n i a (Hungría) y había visitado
detenidamente Palestina, R o m a y las Galias; desde Tours, donde
se e n a m o r ó —el verbo no es excesivo— de san Martín, entonces
tan venerado, a p o r t ó a las costas gallegas, con el bagaje de una ri-
ca y múltiple experiencia monástica. San D o n a t o , fundador del
monasterio Servitano, procedía de África; en el elogio que le dedi-
ca san Ildefonso se lee: «dándose cuenta de que amenazaba la vio-
lencia de los pueblos bárbaros y sintiendo un fuerte temor ante la
dispersión de sus ovejas y los peligros de la grey de sus monjes, se
trasladó a Hispania por vía marítima, con unos setenta monjes y
abundantes códices literarios»; añade Ildefonso que fue el prime-
6
ro que trajo a la Península la costumbre de aplicar una regla . El
Liber vitas sanctorum Patrum Emeritensium, en el capítulo terce-
ro, nos cuenta con ingenuidad y pobreza de expresión la historia
del abad N u n c t o , monje oriental, que arriba por el Guadiana has-
ta Mérida en una fecha imprecisa de la segunda mitad del siglo vi;
425
la misma fuente nos habla, además, de otros dos monjes orienta-
les, P a b l o y Félix, nombrados obispos sucesivamente de la dióce-
sis de Mérida. Hay que pensar también en las estancias en Oriente
de L e a n d r o , de Liciniano de Cartagena, del luso J u a n de Biclaro,
documentadas, y, sin duda, las no documentadas de otros hispa-
norromanos o visigodos que peregrinarían a Palestina y recorrie-
ron otros países del Este.
A estas influencias personales hay que añadir las literarias. El
análisis de los escritos del monacato visigodo pone de manifiesto
el influjo de prácticamente todos los textos monásticos de la anti-
güedad redactados en latín o traducidos a esta lengua, como la Vi-
ta Antonii, los apotegmas, los reglamentos pacomianos, Basilio,
Jerónimo, Agustín, Casiano, Euquerio, la Vita Martini, etc., así
como también el de los escritos de san Gregorio M a g n o , amigo de
san Leandro. En Cambio, la mención o las citas literales de la Re-
gla de san Benito brillan por su ausencia, a u n q u e muy probable-
mente se la conocía. Leandro n o depende de ella ni en la doctrina
ni menos en la forma; Isidoro tiene algún texto acaso paralelo a
otros de la Regla benedictina, pero su dependencia respecto a ella
no es clara, y lo mismo puede decirse de la regla de san Fructuoso.
Desde luego, no se la practicó en ningún monasterio; la observan-
cia de un código extraño era algo que ni siquiera podía pasar por
1
las mientes de los monjes visigodos .
D o m i n a , j u n t o con el de Agustín, el influjo de Oriente. A tra-
vés de Casiano o de las traducciones, algunas de ellas realizadas en
la Península, de los clásicos del monacato. El hispano, con todo,
no pone por obra servilmente sus doctrinas e instituciones. C o m o
426
escribe Jiménez D u q u e , «matiza a su talante el espíritu del mona-
cato oriental. El nuestro ofrece ya, en general, esta nota, que será
u n a constante de la espiritualidad española, una nota de activis-
mo, de proyección práctica hacia la vida, de preocupación carita-
tiva hacia los demás, menos acusada en el monacato oriental, que
es más puramente contemplativo, más estático, más ensimisma-
8
do» . Los monjes visigodos —qué duda cabe— tienen su fisono-
mía propia inconfundible, llevaron un género de vida típico, pese
a todas las aportaciones exteriores a su acervo doctrinal e institu-
cional. Con menos austeridad —por lo común—, menos rigor,
menos reglamentación que en otras partes, sobresalen por su equi-
librio, por su amor al cenobitismo pleno, por el lugar concedido al
trabajo. Así se nos presenta la observancia de tipo isidoriano. La
de tipo fructuosiano era mucho más rigurosa en la práctica de la
ascesis. Los ermitaños —que los h u b o en abundancia— probable-
mente llevaron una vida más conforme a los cánones coptos y
orientales.
427
Leandro, san Fulgencio y santa Florentina. Se formó bajo la tutela
2
de su hermano mayor, Leandro, que era «monje profeso» . Es
muy verosímil que desde joven éste lo iniciara en la vida
3
monástica . Vivió en un m o m e n t o crítico: el de la conversión de
los visigodos y la unificación religiosa y política. Después de una
larga época de destrucción y desorden, había que reconstruir to-
d o : la sociedad, la cultura, la Iglesia, el m o n a c a t o . Isidoro arrima
el h o m b r o a la inmensa tarea. Su influjo se hace sentir en todos los
campos. Lee, escribe, enseña, sobre t o d o . H e r m a n a la erudición
sagrada y profana; Marcial y Agustín forman una extraña pareja,
4
e Isidoro siente algún escrúpulo ; pero las Etimologías, que la
muerte le impidió terminar, atestiguan que se mantuvo fiel a la
alianza profano-sagrada. Su «liberalismo intelectual y espiritual»
enriquece las tradiciones de cultura cristiana que le transmiten
Agustín y Casiodoro. Gregorio M a g n o , Agustín y Casiano ali-
mentan su doctrina espiritual y monástica. «Genio de la clasifica-
ción», poseedor de un m é t o d o minucioso, busca, resume y ordena
p a r a sus discípulos —el Occidente entero— la quintaesencia de to-
do lo que les urge saber.
Además de redactar la regla, de la que se trató páginas atrás,
5
se ocupó de la vida monástica en obras que van de 599 a 633 . En
una época en que las auctoritates casi han ahogado la ratio, y da-
do su propósito deliberado de comunicar, ante t o d o , el pensa-
6
miento de los antiguos , no es extraño que su prosa esté repleta de
la doctrina de Agustín, Casiano y Gregorio M a g n o . P e r o Isidoro
428
no es Gregorio M a g n o , su fuente principal, ni Agustín, ni Casia-
no: los reelabora y ordena a su m a n e r a . En esto consiste su origi-
nalidad.
Aquellos que es caro a los amantes del mundo, los santos lo rehuyen
como contrario, y se complacen en las adversidades terrenas más
que en el gozo de la prosperidad.
Son extraños para Dios los que en este mundo se ven favorecidos
con todas las comodidades. Mas para los siervos de Dios todo lo de
este mundo les resulta hostil, a fin de que se exciten con más ardor
al deseo del cielo en tanto que consideran todo esto contrario.
Resplandece ante Dios con gracia copiosa el que para este mundo
fuere despreciable, porque es realmente necesario que Dios ame a
quien el mundo aborrece.
Leemos de los varones santos que eran peregrinos y forasteros en
este mundo; de ahí que fuera reprendido Pedro porque pensó levantar
la tienda en el monte, ya que en este mundo no hay tienda para los
santos, cuya patria y mansión está en los cielos...
Así, pues, pisotean las lisonjas de este mundo para elevarse con
más robustez a la otra vida mediante la renuncia a ésta. En efecto,
todas las cosas temporales, verdeantes como las hierbas, aridecen y
pasan; de ahí que justamente el siervo de Dios, en atención a los
bienes eternos, que nunca se marchitan, desprecia los presentes, ya
que no encuentra en ellos consistencia.
S. Isidoro, Sentencias 16,1-5.
BAC 321,143-444
429
Isidoro venera en la conversatio del monje el misterio de u n a elec-
8
ción divina a la que responde un peculiar estilo de vida» .
Isidoro respeta a los anacoretas, pero sus preferencias van ha-
cia los cenobitas. La imagen de la vida comunitaria que traza «se-
gún la enseñanza de los Padres» es realmente magnífica. El De
opere monachorum y el De moribus Ecclesiae catholicae, de San
Agustín, le proporcionan los textos que él entrelaza hábilmente,
como suele. Cor unum et anima una: la frase de los Hechos desta-
ca poderosamente. El cenobitismo muestra la perfección de la vi-
da común, lograda por la organización jerárquica, la vida de ora-
ción y el trabajo. Sólo en el cenobitismo —enseña Isidoro— pue-
den adquirirse y desarrollarse las virtudes típicamente monásticas
de la pobreza voluntaria, la humildad y la obediencia.
La espiritualidad que anima tanto a los anacoretas como a los
cenobitas es, ante t o d o , u n a espiritualidad de ruptura. U n a ruptu-
ra absoluta y definitiva, que halla su expresión en la frase «morir
al m u n d o » . N o es suficiente, en efecto, u n a conversión meramen-
te interior. Seguir viviendo en el « m u n d o » sería exponerse temera-
riamente a claudicar, a volver a las andadas; más aún, resultaría
moralmente imposible no ceder a los «placeres del siglo». Isidoro
comparte la visión pesimista tradicional sobre el poder de corrup-
ción que el m u n d o posee. Pero «morir al m u n d o » es sólo u n a par-
te del ideal monástico, el anverso de la medalla. El reverso consis-
te en la parte positiva: «Vivir para Dios». Isidoro dice textualmen-
te: «Los varones santos que renuncian enteramente al siglo mueren
de tal manera al m u n d o que sólo se complacen en vivir para
Dios» ' . Y a continuación explica cómo entiende la expresión «vivir
para Dios» al añadir, influido por Gregorio Magno: «Cuanto más
se apartan del trato de este siglo, tanto mejor contemplan la pre-
sencia de Dios y la compañía de la sociedad angélica con la mirada
10
interior del alma» . La contemplación de Dios y de las realidades
divinas pertenece, por consiguiente, a la esencia del propositum
monástico. La renuncia total no adquiere la plenitud de sentido si
430
no se la relaciona con la frase «soli Deo vivere», que significa
principalmente dos cosas: 1) perseverar en la renuncia y la abnega-
ción, llevando de este m o d o u n a vida «mejor», y 2) esforzarse en
adquirir «el deseo de la contemplación».
J. Fontaine ha comparado el texto isidoriano con su fuente
gregoriana " . L o primero que salta a la vista es la diferencia de
clima que se produce al abreviar la página de Gregorio M a g n o . La
exégesis de éste abre perspectivas propiamente espirituales sobre
Cristo renovador de la h u m a n i d a d y médico de las almas, el
«combate de la fe» contra los «espíritus del mal», etc. Isidoro eli-
mina estos temas. Más cercano a la tradición estoica que a la espiri-
tualidad cristiana, sólo se interesa por los pasajes moralizadores,
acentuando así el «esfuerzo a u t ó n o m o » y la renuncia a los «place-
2
res personales» y a la «inmoralidad» ' . Este pasaje, capital para
entender el ideal monástico de Isidoro, refleja «la reducción de la
mística a la moral, que sigue siendo una de las graves tentaciones
13
del cristianismo occidental» .
Pedisequus del gran Gregorio, Isidoro n o puede menos de in-
cluir el desiderium contemplationis en el ideal monástico, como
acabamos de ver. Sin embargo, es preciso admitir que su prosa re-
sulta terriblemente seca en comparación con los jugosos análisis
gregorianos. Afirma que los santos contemplan a Dios y el mundo
angélico tanto mejor cuanto más se apartan del trato de este siglo.
Pero no sigue. Los problemas de la contemplación desbordan el
plan ascético que se ha trazado. Y cuando trata expresamente el te-
ma de las dos vidas, la activa y la contemplativa, su sistematización
altera el sentido de las homilías de Gregorio Magno que utiliza. De-
fiende, en efecto, la tesis de la superioridad de la contemplación so-
bre la acción, de Raquel sobre Lía, de María sobre Marta. Defiende
la tesis que propugna la necesidad de alternar la práctica de ambas
vidas. Pero esta doctrina, en Gregorio, refleja una experiencia mís-
tica auténtica de las subidas y recaídas del alma, y la comprobación
431
L A HUMILDAD
14. Ibid., 363. En las Sentencias 3,15, donde trata el mismo tema, se ciñe más
a los extractos gregorianos. Sin embargo, como nota J. Fontaine, parece interesar-
se mayormente por una especie de higiene de la vida sobrenatural, no por la vida
contemplativa propiamente dicha. Habla de la contemplación con reticencia. Lo
que le importa es describir un ritmo vital entre activo y contemplativo. También en
esto, es cierto, sigue a Gregorio, pero éste se mueve en otra esfera espiritual. En
Isidoro no se halla el lirismo de Gregorio, sino una actitud netamente moralizado-
ra.
432
preocupada de los peligros que acechan por todas partes, hasta el
punto que ha podido escribirse que su aspiración consistía en
«aprisionar al aspirante a la vida perfecta en u n a apretada red de
15
preceptos» . La respuesta se halla, sin duda, en la experiencia
que tenía Isidoro de los monjes de su tiempo. Había entre ellos
santos varones, como certifica la historia. H a b í a entre ellos verda-
deros místicos. P e r o la gran mayoría no estaban a la altura del
ideal monástico en sus niveles superiores. Bastaba, pues, señalar-
los y no perder el tiempo describiéndolos minuciosamente y tra-
tando de resolver sus problemas. Isidoro tenía un espíritu dema-
siado práctico y realista para perderse en disquisiciones que le pa-
recían inútiles. P o d e m o s lamentarnos de que la llama de puro
a m o r de Dios que anima la espiritualidad de Gregorio M a g n o de-
saparezca bajo la acumulación de preceptos minuciosos de Isido-
ro, atento, sobre t o d o , a conservar la integridad moral de los
monjes concretos que conocía y trataba: los de su país y de su
tiempo. P e r o ¿quién puede asegurar que Isidoro no tuviera razón?
Isidoro, que, como Gregorio, ha descrito los estados de vida,
sitúa a los monjes entre los clérigos y los laicos. Y en el capítulo
tercero de su Regula monachorum, titulado «los monjes», nos ha
trazado un hermoso retablo de lo que son y lo que deben ser. Ante
todo, mantienen la «vida apostólica». T o d o lo poseen en común.
Son desprendidos. H o n r a n al abad. Obedecen a los mayores. D a n
buen ejemplo a los menores. Son tanto más humildes cuanto más
perfectos. Cultivan la paciencia. Huyen de la cólera, la detrac-
ción, la presunción, la codicia, la chabacanería, la m o d o r r a , la pe-
reza, la gula. Se ejercitan en la meditatio, la compunción de cora-
zón, las vigilias, la oración continua, la abstinencia, los ayunos, la
alegría espiritual. El monje, sobre t o d o y en todas las cosas, debe
ser auténtico: «nomen suae professionis retineat».
433
pacto con el imperio r o m a n o en virtud del cual cesaron de recorrer
y devastar la Península Ibérica y ocuparon diferentes territorios.
Finalmente, se asentaron en el Noroeste, en la provincia Gallecia,
y compartieron las tierras con la población nativa, hispanorroma-
na, más celta que r o m a n a . A m p a r a d a en la fortaleza natural que
es Galicia, la monarquía sueva resistió más de siglo y medio (411-
585) a romanos y visigodos. Durante el reinado de Remismundo
(460-469), abrazaron el arrianismo; treinta años más tarde volvie-
ron al catolicismo. Bizantinos y suevos, por separado, no consti-
tuian un peligro para el reino visigodo, pero sí unidos. Leovigildo
resolvió dar el golpe de gracia al decrépito reino suevo. Y Gallecia
pasó a ser una provincia visigótica. Su capital, Braga, era a la vez
sede metropolitana.
La conversión y evangelización de los suevos fue obra de san
1
Martín de Braga, llamado también de Dumio ( + 579) Monje
2 3
humanista , «santo carismático, piadoso, autorizado y humilde» ,
apareció en el país, procedente de Oriente, hacia el año 550; origi-
nario de Panonia, como queda dicho, había morado en monaste-
rios de Palestina. Su llegada a Galicia coincidió con los años en
que el imperio oriental de Justiniano, prepotente en gran parte del
Sur de la Península, intentaba atraer a los suevos, todavía arria-
nos, a u n a alianza católica contra los visigodos, sus comunes ene-
migos; por eso resulta difícil no relacionar con Bizancio su llegada
y su apostolado. En t o d o caso, Martín era un monje bizantino. Es
1. Para san Martín de Braga, cf.: A. Ferreiro, St. Martin of Braga: His Time,
Life, and Thought (Arlington 1979); id., The Missionary Labors of St. Martin of
Braga in 6th Century Galicia, en SM 23 (1981) 11-26; A . de Jesús da Costa,
S. Martinho de Dume (Braga 1950).
2. Martín dominaba el latín y el griego, y poseía una cultura clásica y cristia-
na importante. Venancio Fortunato, historiador, poeta y obispo de Poitiers, man-
tuvo correspondencia epistolar con él; y en una de sus obras recuerda que Martín le
había hablado de Sócrates, Platón, Aristóteles y otros autores paganos, así como
también de Hilario de Poitiers, Gregorio Magno, Ambrosio de Milán y Agustín de
Hipona. Cf. C.W. Barlow, Martini Episcopi Bracarensis Opera omnia (New Ha-
ven 1950), 295-296. Mario Martins, excediéndose un poco en su entusiasmo, dice
que como humanista se adelantó unos mil aflos a sus colegas del Renacimiento. Cf.
Correntes de filosofía religiosa em Braga (seculos JV-VII) (Livraria Tavores Mar-
tins 1950), 232. Ya queda constancia de su labor literaria.
3. A . Ferreiro, The Missionary Labors, 26.
434
un dato que hay que tener en cuenta. C u a n d o Martín fundó al po-
co tiempo el monasterio de Dumio, cerca de Braga, y estableció en
él la sede de un obispado —cosa inaudita en Hispania—, n o hizo
más que copiar u n modelo familiar en Oriente, donde existían nu-
4
merosos monasterios que eran a la vez sedes episcopales . Sus vir-
tudes y su labor pastoral persuadieron finalmente al rey Teodo-
miro, que abrazó el catolicismo j u n t o con muchos de los suyos.
Convertir la campiña gallega fue u n a labor dura y m u c h o más lar-
ga, pues la gente estaba muy apegada, no al arrianismo, sino a sus
viejos dioses, a sus creencias paganas y, en buena parte, al prisci-
5
lianismo, que el monje-obispo tuvo que combatir . N o m b r a d o
metropolitano de Braga en 569/570, Martín retuvo el monasterio-
obispado de D u m i o , estableciendo así el modelo de la doble sede
bajo un monje-obispo, que iban a continuar sus sucesores hasta
585/586, fecha de la aludida conquista de Galicia por Leovi-
6
gildo . Sobre esta base, puesta por san Martín de D u m i o , edificó
san Fructuoso, tres cuartos de siglo más tarde, la última y mejor
parte de su vasta obra monástica.
Fructuoso ( + C.665) era hijo de un jefe del ejército visigodo,
que poseía tierras y rebaños en la región del Bierzo, y posiblemen-
7
te estaba emparentado con la estirpe r e a l . P e r o llegado el m o -
mento de elegir, Fructuoso prefirió las letras a las armas, la dedi-
435
cación a la Iglesia a u n a carrera militar o política. Estudió en la es-
cuela episcopal de Palencia. En ella adquirió su gran afición a la
exégesis bíblica, a la música, a la poesía, y un bagaje teológico
bastante considerable. P e r o , insatisfecho, oyó y siguió la llamada
del desierto. Probablemente después de terminar sus estudios,
vendió la fortuna heredada de sus padres, dio su precio a los po-
bres y a sus esclavos, a quienes concedió la libertad, reservándose
solamente lo necesario para realizar los proyectos monásticos que
abrigaba, y se retiró a sus posesiones del Bierzo. Allí fundó el mo-
nasterio de C o m p l u d o . P a r a él redactó su regla monástica, que ya
conocemos y que Pérez de Úrbel califica de « m o n u m e n t o de seve-
8
ridad extraordinaria» .
Su ejemplo y su fama cundieron ampliamente. Afluyeron los
postulantes. Su biógrafo, san Valerio, habla de la condición noble
de algunos y de su gran muchedumbre. De todas partes caminaron
hacia C o m p l u d o y llenaron las laderas de los montes, «porque de
tal manera prendió fuego en ellos el ideal predicado por el solita-
rio de C o m p l u d o que en caravanas de todas partes llegaban las le-
vas de conversos, especialmente del ejército, hasta el punto que
los jefes de la milicia hubieron de intervenir prohibiendo la des-
9
b a n d a d a de veteranos hacia las montañas de León» . Acaso haya
un p u n t o de exageración en estas líneas, pero lo cierto es que el
monasterio de C o m p l u d o prosperó rápidamente en todos los sen-
tidos. Fructuoso empezó a sentirse incómodo. Echaba de menos el
silencio y la soledad de los comienzos, y decidió abandonar el m o -
nasterio. H u y ó a los montes vecinos, vivió como ermitaño en una
cueva, fue descubierto, acudieron nuevos discípulos y se vio obli-
gado a fundar otro monasterio, el de San Pedro de Montes. Vale-
rio se complace en referir las increíbles aventuras de Fructuoso, el
h o m b r e que busca incansablemente la soledad y se encuentra inva-
riablemente rodeado de discípulos. Acuden en tropel los monjes
de C o m p l u d o a San Pedro de Montes y raptan al santo. Huye de
nuevo Fructuoso, vive como ermitaño, se presentan otros conver-
436
sos y se levanta el monasterio de San Félix de Visonia, no lejos de
Villafranca del Bierzo. Y así sucesivamente.
Sólo que Fructuoso ha a b a n d o n a d o la región berciana. Está en
las costas gallegas. Luego en Andalucía. En todas partes suscita
un gran entusiasmo ascético, que cuaja en la fundación de ceno-
bios. Fructuoso sigue huyendo. Piensa en peregrinar a Oriente.
P a r a retenerle, el rey Recesvinto, en 654, le nombra abad-obispo
de Dumio. En 656, el concilio décimo de Toledo le promueve a la
sede episcopal de Braga. C o m o había hecho Martín, siguió al
frente de Dumio. Sus tareas de metropolitano no entorpecieron
las de fundador de monasterios, ni los honores cambiaron sus eos
tumbres de monje austero. Durante los diez años en que ocupó
Fructuoso la sede bracarense debió redactarse la Regula commu-
nis y acaso también el «pacto», y se organizó la federación de mo-
nasterios conocida como la Sancta Communis Regula.
• Valerio c o m p a r a a Fructuoso con Isidoro. A m b o s —dice—
fueron como fulgurantes estrellas en el cielo de Hispania. Isidoro
brilló por su oratoria, la elegancia de su pluma, su dialéctica irre-
sistible, su defensa de los dogmas, su magisterio incomparable.
Fructuoso, en cambio, dedicado a los ejercicios de la vida monás-
tica y al cultuvo de las virtudes, «brilló tanto en el camino de los
perfectos que llegó a igualar los méritos y los ejemplos de los anti-
l0
guos Padres de la Tebaida» . N o es pura retórica. Lo que olvida
aquí san Valerio es que Fructuoso no sólo fue un dechado perfec-
to de monjes, sino u n o de los maestros espirituales que más discí-
pulos tuvieron, u n o de los patriarcas más fecundos de toda la his-
toria monástica. El movimiento suscitado por él constituye, a jui-
cio de un crítico exigente, «el mayor esfuerzo ibérico de vida m o -
nástica original y organizada que tuvo lugar en la antigüedad» " .
Otro gran especialista de la historia del reino visigodo piensa que
«puede considerarse como u n o de los fenómenos que merecen in-
l2
corporarse a la historia de la espiritualidad» .
El movimiento fructuosiano tuvo su foco principal —lo acaba-
mos de ver— en la antigua Gallecia. Allí surgió una confederación
437
de monasterios, probablemente organizada por el propio san
Fructuoso y sus discípulos. Nos la da a conocer la Regula commu-
nis, que no es una regla, sino una serie de decisiones tomadas por
un grupo de abades reunidos en sínodo. La Sancta Communis Re-
gula era la asamblea suprema de abades y abadesas que estaba al
frente de esta federación, a la que tal vez se habían agregado otras
casas de origen diferente, atraídas por los beneficios que les re-
portaba. Esta asamblea, bajo la presidencia del abad-obispo-
metropolitano de Dumio-Braga, promulgaba ordenaciones de
aplicación general a todas las comunidades pertenecientes a la fe-
deración. Estos monasterios se caracterizaban por el uso que ha-
cían de u n determinado tipo de «pacto».
El pacto
438
de la profesión monástica». Ya el concilio de Ilíberis habla, hacia
el año 300, del pactum virginitatis de las vírgenes veladas pública-
mente. «Durante la época visigoda, hacia 621, parece que en todas
partes, fuera de Galicia, el placitum iba dirigido comúnmente, no
a un abad, sino al obispo local, al que el monje sometía su perso-
na, y hacía las promesas de estabilidad y obediencia». En Galicia
no sucedía lo mismo. El documento que testificaba la profesión
monástica individual fue sustituido por «la suscripción de u n pac-
to colectivo, dirigido a un obispo o a un abad, y redactado a veces
por los miembros de la comunidad monástica». Hacia 650 y en los
años sucesivos aparecen varios tipos de pacto. U n o de ellos es la
4
llamada Consensoria monachorum . Tal clase de pactos, y otros
todavía más alejados de la primitiva concepción abacial, merecen,
a no dudarlo, las descalificaciones que les prodigan ciertos auto-
res. Pero n o , ciertamente, el modelo de pacto que figura como
apéndice a continuación de la Regula communis, «el más signifi-
cativo desde el p u n t o de vista histórico». Posiblemente, no fue re-
dactado por san Fructuoso, como tampoco lo fue la regla prece-
dente, pero sí por sus discípulos, por los sínodos abaciales galaico-
portugueses. C.J. Bishko lo describe así: «Bajo un influjo neta-
mente germánico en la fraseología y en el carácter jurídico, y co-
rriendo parejas en ciertos puntos con el j u r a m e n t o de fidelidad
que en aquellos tiempos se prestaba a los reyes recién elegidos, es-
ta fórmula contractual, de carácter cuasi feudal, expresaba una
sumisión condicionada de los monjes al abad que eligen, limitan-
do al propio tiempo la autoridad de éste al atribuir a la comunidad
5
ciertos poderes de discusión y aun de rebelión» .
se acercaba al abad, quien tenía en las manos el pactum, fuera el pactum fundatio-
nis, fuera el de su propia elección abacial, esto es, el pacto que estaba vigente en la
comunidad, y el neoprofeso lo signaba. Cf. M. Ferotin, Le «Liber ordinum» en
usage dans l'Église wisigothique et mozárabe d'Espagne du cinquiéme au onziéme
siécle (París 1904). Según la Regula communis 2, la firma del pacto era el requisito
indispensable para formar parte de la comunidad: «adnotetur in pacto cum fratri-
bus, et vivat inter monachos probatos et ipse monachus». Hay que advertir final-
mente que en ciertos ambientes existía otra clase de pacto: el individual de profe-
sión monástica, lo que suele llamarse la carta de profesión.
4. C.J. Bishko, Pactos monásticos: D H E E 3, 1858.
5. Ibid.
439
PACTO DE LOS MONJES VISIGODOS (I)
440
PACTO DE LOS MONJES VISIGODOS .(II)
441
didas sus quejas, apelar a «los demás monasterios», y a las instan-
cias superiores del «obispo que vive bajo la regla» —seguramente,
el presidente de la federación de monasterios— e incluso del «con-
de católico defensor de la Iglesia», invitándolos a tomar parte en
su conferencia, para que —se lee en el texto— «en su presencia te
corrijas y cumplas la regla aceptada, y nosotros seamos discípulos
sujetos o hijos adoptivos humildes, obedientes en todo lo que se
debe, y tú, en fin, nos ofrezcas puros a Cristo sin mancha.
6
Amén» . ¿Dónde está la supuesta rebeldía, la supuesta democra-
cia? La monarquía abacial podía estar tranquila. El pacto fruc-
tuosiano n o iba a mermar sus poderes. Sólo pretendía corregir sus
demasías y corruptelas. P o r lo demás, la legítima corrección del
abad por los monjes era un hecho bastante universal. El mismo
san Basilio invitaba a los ancianos del monasterio a vigilar la ges-
tión de la casa y reprender al superior si se apartaba de la voluntad
1
de Dios .
Acaso puede parecer escandalosa a ciertos fundamentalistas
esta configuración jurídica de una institución monástica, basada
en el derecho secular, pero hay que considerar las instituciones se-
gún la mentalidad de la época en que fueron concebidas. El mona-
cato suevovisigodo n o poseía aún una regulación conveniente en
el derecho canónico. Era un hecho religioso espontáneo, poco ins-
titucionalizado. El hecho que los monjes hispanos, para dar esta-
bilidad a su estatuto jurídico, se sirvieran de una institución, el pac-
tum, que les ofrecía la cultura de su tiempo, es un fenómeno com-
pletamente normal y comprensible. «Más aún, el mero hecho de
pensar en dar a los monasterios, mediante los pactos, una base ju-
rídica estable, en unos momentos en que tal vez todavía no la te-
nían, ya dice mucho en favor del monacato visigodo y más aún de
8
su cultura, sobre todo jurídica» .
Que los monjes hispanos estuvieron muy apegados a sus tradi-
ciones, bastaría para probarlo que el pacto monástico, más o me-
nos evolucionado, sobrevivió durante siglos. En la Marca hispáni-
442
ca convivió con la Regla benedictina en el siglo x . L o s últimos
ejemplares conocidos son los de Santa María de Sotoavellanos
(Burgos), de 1044, y de Vacarica, cerca de C o i m b r a , de 1045 . 9
El monasterio visigodo
Había tres clases de monasterios: de monjes, de monjas y dú-
plices. Los primeros eran n u m e r o s o s , sobre t o d o en el siglo v n ;
los segundos, tal vez un poco m e n o s ; los terceros, en q u e convi-
vían —en edificio separados— monjas y monjes, fueron reproba-
dos por la Regula communis, 15, p e r o lograron subsistir; el mis-
443
por un abad. Los había ricos y los había —por virtud o por
necesidad— pobres. Unos estaban situados en el campo; otros, en
las poblaciones. Esta última circunstancia hizo que se distinguie-
ran de los primeros en dos puntos: el trabajo y las relaciones con
el m u n d o exterior. En lo demás no había diferencias notables. Los
monasterios de monjas estaban bajo la tuitio de los monjes; un re-
ligioso las atendía en lo espiritual y material, como si no fueran
capaces de valerse por sí mismas en la administración de sus habe-
res.
La liturgia hispana tenía bendiciones p a r a t o d o , también, cla-
ro está, para los monasterios. Las orationes ad consecrandum cel-
lulas fratrum nos manifiestan qué hacían los monjes — y las
LA COLACIÓN
445
Entre los monjes, a u n q u e formaran una sola comunidad con
igualdad de derechos y deberes, se distinguían fácilmente dos cate-
gorías: unos habían ingresado siendo ya adultos —los conversi—;
otros habían sido ofrecidos al monasterio siendo aún niños. Los
«conversos», si poseían al entrar una buena formación, seguirían
disfrutando de ella a lo largo de su vida; si eran rudos, analfabetos,
aprenderían a leer y escribir y poco más. Los niños, en cambio, re-
6
cibían en el monasterio una educación adecuada .
Los abades se las verían y se las desarían para hacer entrar por
vereda a los monjes, novicios, niños oblatos, criados e incluso es-
clavos que estaban bajo jurisdicción. Al principio los monjes
eran, salvo excepción, hispanorromanos. Tras su conversión los
visigodos invaden los monasterios. Algunos son de sangre noble,
como J u a n de Biclaro, Fructuoso, Teudila, Teudiselo, Riquilda,
Ildefonso y otros; con t o d o , el elemento hispano sigue dominan-
do. En el movimiento suscitado por Fructuoso, suevos y visigodos
se alistarían en gran número en el «ejército de Cristo». Las faltas
gravísimas y las crueles penitencias que se señalan, por ejemplo,
en la Regla de san Fructuoso o en el pacto que acompaña la Regula
communis son muy significativas. Todo cabía esperarlo de aquella
gente violenta: la generosidad más total y las más lastimosas y abi-
sales bajezas, un fervor cristiano crepitante y tremendas reaccio-
nes de la dureza y rebeldía que llevaba en sus venas. El monje en-
carnaba para el pueblo el ideal religioso: cuanto más asceta, peni-
tente, mortificado, tanto mejor. P o r eso, tuvieron enorme éxito,
por ejemplo, en el claustro y fuera de él, las Vitae de san Emiliano
y de san Fructuoso, que presentaban a sus héroes como varones
extremadamente mortificados, ascetas a ultranza, y, por lo mis-
m o , grandes taumaturgos. Hombres primitivos, como serían mu-
chos, necesitaban impresionarse por datos fuertes y rudos, por
proezas ascéticas y hechos maravillosos.
Las pruebas de noviciado tenían que ser forzosamente muy
6. Para los niños oblatos cf. J. Orlandis, La oblación de niños en los monas-
terios de la España visigótica, en Estudios, 51-68.
446
duras. Si el novicio lograba superarlas, pasaba a emitir su profe-
sión. Terminada la eucaristía, el neoprofeso se dirigía al coro, se
acercaba el abad, quien tenía el pactum en sus manos, y signaba
1
con su nombre el documento, como leemos en el Liber ordinum .
Desde aquel m o m e n t o era monje y formaba parte de la comuni-
dad: «adnotetur impacto cum fratribus, et vivat inter monachos et
8
ipse monachus» .
Oración, trabajo y lectura: la trilogía clásica del monacato
ocupaba la j o r n a d a monacal. El oficio se llevaba la parte del león,
sobre todo en los monasterios de observancia fructuosiana; san
Isidoro es m u c h o más sobrio, m á s discreto. El esquema del oficio
según Fructuoso comporta las siguientes divisiones: ad vesperum,
ante completa, ad completa, post completa, ante lectulum, ad mé-
dium noctis, peculiaris vigilia, ad nocturnos, post nocturnos, ordo
peculiaris, ad matutinum, ad primam, ad secundam, ad tertiam,
ad quartam et quintam, ad sextam, ad septimam et octavam, ad
nonam, ad decimam, undecimam et duodecimam. « C o m o puede
sospecharse» —comenta B. Jiménez Duque—, «los rezos del ofi-
cio monástico eran u n a red espesa ¡y dura! que enrejaba todos los
momentos del día en u n afán de santificar así todo el tiempo».
Predominaban los salmos —se venía, prácticamente, a recitar a
diario todo el salterio—, con el fin de facilitar la contemplación,
la unión oracional con Dios. «Se atendía mucho, y esto es muy
monástico en todas partes, a la lucha contra el demonio y sus ti-
9
nieblas y sugestiones» .
Sombras
Que n o t o d o era luminoso y perfecto en el monacato visigodo,
se desprende de muchos datos esparcidos por las páginas prece-
dentes. A ellos se pueden y deben sumar otros muchos. Algunos
documentos nos los ofrecen en abundancia.
Así, la Consensoria monachorum. N o es u n a regla agustiniana
ni priscilianista, como se h a pretendido, ni tampoco u n a serie de
7. Ed. M. Ferotin (cf. nota 1), 39-50. Por lo menos en algunos monasterios
existía un pacto individual de profesión, al estilo de la carta de profesión benedicti-
na.
8. Regula communis 18.
9. B. Jiménez Duque, La espiritualidad, 49-50.
447
advertencias y normas p a r a un cenobio que vive de precario ante
el peligro de una acción violenta, sino una forma de pacto gaíaico-
portugués, redactado hacia 675. En este documento «se define la
estructura de una comunidad monástica flojamente organizada e
inestable, formada por 'conversos' terratenientes que ponen sus
posesiones bajo la endeble autoridad de un a b a d » . Bishko sospe-
cha que esta forma consensorial estaba muy extendida '. Y evi-
dentemente representa una degeneración o falsificación del ceno-
bitismo auténtico por motivos ajenos a la vocación monástica. El
peligro a que se alude en ella —«incursio repentina aut hosti-
litas»— n o se refiere a merodeadores musulmanes, sino a conflic-
tos entre familias poderosas dueñas del suelo, que podían ocasio-
nar la destrucción de monasterios enclavados en sus dominios.
P o r este motivo la Sancta Communis Regula, en el capítulo 18,
prohibe a la federación de cenobios aceptar cualquier clase de bie-
1. C.J. Bishko, Pactos monásticos: D H E E 3, 1858. Cf. id., The Date and Na-
lure of the Spanish «Consensoria Monachorum», en American Journal of Philo-
logy 59 (1948) 377-395 (reimpreso, con una nota adicional, en la obra del mismo
autor: Spahish and Portuguese Monastic History, 600-1300. [Londres 1984], II,
377-399A).
448
2
nes de los conversos . Los intereses económicos estaban a veces,
acaso a m e n u d o , en el trasfondo de empresas a p a r e n t e m e n t e reli-
giosas.
Otra desviación o falsificación del m o n a c a t o auténtico, toda-
vía más lamentable, era el sacramentum o iuramentum colectivo
de grupos cenobíticos fuertemente secularizados e igualatarios
que denuncia y c o m b a t e con gran vehemencia c o m o intolerable
corrupción de la vida religiosa el capítulo primero de la Regula
communis. Son los llamados «monasterios familiares». E n reali-
dad, monasterios falsos. H o m b r e s hacendados convierten sus ca-
sas en pretendidos cenobios, sus mujeres y sus hijos en monjes y
monjas, y lo m i s m o sus siervos y siervas . Q u é resultado podía
3
LA TIBIEZA
450
CAPÍTULO IX
EL MONACATO INSULAR
452
Los monjes desempeñaron en este proceso glorioso u n papel
de primera importancia. En los monasterios se concentró lo más
destacable del saber y del arte de la época. De ellos salió una mu-
chedumbre de peregrini, que en seguida se convertían, por lo ge-
neral, en evangelizadores. E m p e z a n d o por Gran Bretaña, donde,
inevitablemente tuvieron que rozarse con los monjes anglosajo-
nes, m u y vinculados a R o m a , con los que rivalizaron y disputa-
ron. De la controversia quedó u n a importante producción litera-
ria estimulada por ella, incluida la poesía, a lo largo del siglo v n .
Pese a t o d o , es innegable que, gracias a los monjes celtas y a los de
tipo r o m a n o , la conversión de los anglosajones se hallaba, hacia el
año 600, en camino de u n a auténtica total realización.
El monacato irlandés
1. J. Ryan publicó en Dublín, 1931, una historia del monacato irlandés que
puede calificarse de clásica: Irish Monasticism. Desde entonces los trabajos parcia-
les se han multiplicado. Una síntesis muy lograda es la de Nora K. Chadwick, The
Age of the Saints in the Early Celtic Church (Londres 1961), escrita con mucha
erudición y simpatía. Para el status quaestionis y bibliografía abundante, cf. D . N .
Kissane, Mándese, Monachesimo: DIP 5,5-14.
2. Para san Patricio, cf. M. O'Carroll, Patrick: D S 12, 477-483, y V.O. Mai-
dín, Patrizio, Santo: DIP 6, 1271-1273.
453
consideraba la más alta de todas, Patricio n o convirtió toda la is-
la, pero sí puso las bases de su conversión. Se discute si fue monje.
En cambio, es seguro que lo eran algunos de sus colaboradores ex-
tranjeros. Incluso es probable que Patricio y su clero compagina-
ran sus actividades apostólicas con cierto tipo de vida monástica.
Que el ideal monástico prendió pronto en el país, nos lo dice el
mismo san Patricio. E n su Carta a Carotidus no oculta su admira-
ción al comprobar: « ¿ C ó m o el pueblo de Irlanda... ha llegado a
ser el pueblo de Dios? Los hijos y las hijas de los ri se han conver-
tido en monjes y vírgenes consagradas a Cristo».
En u n a cosa fracasó Patricio casi enteramente: en la misión
que le había sido confiada de organizar la Iglesia irlandesa según
el modelo de la Iglesia r o m a n a . P e r o ¿realmente se esforzó por
cumplirla, o comprendió m u y pronto que Irlanda no era Roma?
Lo cierto e indisputable es que el relativo aislamiento en que sur-
gió, las tradiciones profundamente arraigadas, la idosincrasia tan
peculiar de la gente y, sobre t o d o , la misma configuración del
país, agrícola cien por cien, sin núcleos importantes de población,
todo contribuyó a dar a la Iglesia irlandesa u n a fisonomía especial
que la hizo distinta de todas las demás.
N o cabe duda que el rasgo más notable que la distingue —a
ella y en gran medida a las de los otros países celtas— consiste en
su carácter marcadamente monástico. A r m a g h , el centro principal
del apostolado de Patricio, en la generación siguiente a la muerte
del santo, adoptó u n a constitución casi monacal, probablemente
durante el episcopado de C o r m a c ( + 497). Al multiplicarse las
fundaciones, el ejemplo cundió, y los monasterios, de manera casi
exclusiva, terminaron por convertirse en las células fundamentales
de la organización eclesiástica. A veces los abades eran al mismo
tiempo obispos; como abades regían el cenobio y como obispos la
diócesis. Pero luego empezaron a fundar monasterios simples
presbíteros. E n tales casos el monasterio fue el centro espiritual de
un territorio más o menos extenso y su abad ejercía la jurisdicción
eclesiástica como si fuera el obispo del lugar; en realidad, los obis-
pos eran simples monjes que estaban a la disposición de los abades
para ejercer los oficios propios del episcopado cuando se lo pidie-
ran. H a s t a tal punto que C. Battisti ha podido decir que, en el len-
454
guaje de la Iglesia irlandesa, episcopus significaba «vicario del
3
abad», en cuyas manos estaba el poder supremo .
En la segunda mitad del siglo vi aparecieron las paruchiae mo-
násticas. E r a n u n a especie de congregaciones, formadas por la ca-
sa madre y las filiales fundadas por los discípulos del fundador.
Así, por ejemplo, l o n a se convirtió én el centro principal de lapa-
ruchia de san Columba, reconocido tanto por las fundaciones de
Northtumbria como por las irlandesas. La paruchia de Bangor te-
nía monasterios en Escocia y en Irlanda. «Hacia el 700 la mayor
parte de las sedes episcopales estaban afiliadas a paruchiae. En
aquella época la jurisdicción estaba en manos de los abades, gene-
ralmente sacerdotes»; en realidad, «los abades de los grandes mo-
4
nasterios constituían la jerarquía de la Iglesia irlandesa» . T o d o
monasterio con su paruchia era a u t ó n o m o ; su abad, con frecuen-
cia, el jefe de la tribu.
Las numerosas fundaciones monásticas que se hicieron a par-
tir, sobre t o d o , de principios del siglo vi, deben atribuirse al fer-
vor de las comunidades cristianas, al favor de la aristocracia
—pensaba ésta que la fundación de un monasterio d a b a mayor
prestigio que u n a donación hecha a la Iglesia—, al sistema social
vigente, que concedía la mayor importancia a la familia y a la pa-
rentela, y por consiguiente se veía con buenos ojos la formación
de familias de monjes. Y, last but not least, al fundar u n monaste-
rio, conforme a la tradición, se conservaba el patrimonio de la fa-
milia en el seno de la misma, ya que ésta a d o p t a b a la nueva casa
monástica, tras negociar la parentela común del fundador y del
donante las condiciones de la fundación; esto, como es natural,
favoreció la interferencia de seglares en asuntos puramente mo-
násticos. Las abadías se consideraban hereditarias según el siste-
m a de coarb.
Los escritos ascéticos y hagiográficos nos permiten atisbar la vi-
da interna de los monasterios. Los monjes, cada vez más numero-
sos y reclutados a menudo en el seno de familias aristocráticas y no-
3. C. Battisti, Influssi del monachesimo dell'alto Medio Evo sul lessico delle
tingue céltico insulari, en // monachesimo nell alto Medioevo (Espoleto 1957), 552.
4. D . N . Kissane, ¡rlandese, Monachesimo: DIP 5,7-8.
455
bles, n o solían ser sacerdotes. Los abades sí solían serlo; pero los
hubo obispos y también simples laicos. Toda comunidad tenía un
sacerdote o un obispo. La hagiografía ha exagerado el número de
monjes —a veces se h a hablado de 5.000 en un solo monasterio—;
por lo general, los monasterios grandes contaban con unos pocos
centenares. Los primeros cenobios consistían en un grupo de caba-
nas, cubiertas de un techo de madera o de cañas, con algunos edifi-
cios comunes más espaciosos: la iglesia, el refectorio, etc. Rodea-
b a el recinto u n m u r o de piedra o tierra. Los monasterios eran
autosuficientes; todos los miembros de la comunidad aportaban
su trabajo. Los monjes vestían hábito talar con una capucha, unas
sandalias y un bastón. Se distinguían de los seglares por la tonsura
«irlandesa», esto es, llevaban la parte anterior de la cabeza, «de
oreja a oreja», completamente rapada; no ha faltado quien afir-
m a r a que copiaron la tonsura de los druidas. Todos estaban bajo
la obediencia del abad. Después de éste venía el prior
—primitivamente el oeconomus—, encargado de proveer a las ne-
cesidades materiales de la comunidad; a veces era un seglar,
miembro de la aristocracia. Dominaba el espíritu del monacato
oriental, conocido, por lo menos en parte, gracias a autores de la
Hispania visigoda: Martín y Fructuoso de Braga, Pascasio de Du-
5
mio, Isidoro de Sevilla, Eugenio y Julián de Toledo... .
Las reglas atribuidas a varios de los grandes personajes del
monacato autóctono son muy breves y de corte enteramente espi-
ritual; no servían para organizar una comunidad. Los cenobios se
regían más bien por tradiciones implantadas por el fundador de la
paruchia. La forma de la liturgia era la tradicional. El oficio divi-
no ocupaba la mayor parte de la noche. Las vigilias, en efecto,
eran la hora canónica más larga. La eucaristía se celebraba en los
domingos, las solemnidades y algunas fiestas de santos. Pero ni la
liturgia ni el canto litúrgico eran elementos preponderantes de la
piedad monástica, mientras que el Salterio ocupaba un puesto de
h o n o r en la misma. Los monjes eran extremadamente individua-
listas. Estaban muy apegados a su propio monasterio, pero n o lo
456
consideraban como sede de una familia espiritual, sino más bien
como u n a escuela de ascetismo. Lo importante era perfeccionarse
cada cual en el ejercicio de las virtudes y la lucha contra los vicios.
La perfección individual era el verdadero objetivo de la vida mo-
nástica. Se ponía el acento en la oración privada, la obediencia, la
humildad, el a m o r fraterno, la mortificación. Lo más característi-
co de su espiritualidad era su afición a confesarse con gran fre-
cuencia, de ordinario varias veces al día, y su afición a «peregrinar
por Cristo». El aprecio de la confesión de los pecados halló su ex-
presión en los penitenciales o listas de pecados con su correspon-
diente tarifa de satisfacciones; una de las más duras era la peregri-
nado. De los penitenciales ya queda constancia al tratar de la Re-
6
gula coenobialis de san C o l u m b a n o ; de la peregrinado nos ocu-
paremos más despacio páginas adelante. La satisfacción que debe
exigirse al penitente, según los penitenciales, tiene en cuenta tanto
la gravedad de las faltas como la calidad del culpable; la peniten-
cia que se imponía a los monjes y clérigos era mayor que la exigi-
1
da, por los mismos pecados, a los laicos .
Su temperamento fogoso, vehemente, intransigente, que no
toleraba la mediocridad, ni las componendas, ni las medias tintas,
6. Para los penitenciales monásticos irlandeses, cf. J.T. Mac Neill y H.M.
Gamer, Medieval Handbooks of Penance. A Translation of the Principal «Libri
Poenitentiales» and Selection from Related Documents (Nueva York 1938).
7. La confesión de los monjes irlandeses proviene de una práctica monástica
antiquísima: la manifestación de los «pensamientos» a los ancianos espirituales.
Como es bien sabido, san Benito se hace eco de esta tradición (cf. RB 4,50; 46,6).
San Columbano, entre otros, recomienda la «confesión de devoción» sobre todo
antes de celebrar la eucaristía o participar en ella (Regula coenobialis 30). La con-
fesión dio origen en Irlanda a una larga tradición de confesores o padres espiritua-
les, llamados «amigos del alma». C o m o escribe G. Le Bras, la insistencia irlandesa
en la penitencia privada «acentúa en las relaciones con Dios el sentimiento de un
diálogo eficaz» (Les pénitentiels irlandais, en Le miracle irlandais. Textes réunis
sous la direction de Daniel-Rops [París 1956], 188). Esta familiaridad con Dios
abre el camino a las indulgencias, a las misas privadas, las penitencias impuestas
voluntariamente para la redención de las almas, como notan Mac Neill y Gamer
(cf. nota 6), 142-147). El concilio tercero de Toledo (587), en su canon 11, no parti-
cipa del entusiasmo de los irlandeses por la penitencia privada, que se está introdu-
ciendo «en algunas iglesias de España», sino que la condena: «los hombres hacen
penitencia de sus pecados, no según el canon, sino feamente, de m o d o que cuantas
veces quieren pecar, tantas solicitan ser reconciliados por el presbítero».
457
ni los disimulos, se manifiesta en la espiritualidad de los monjes
celtas. Esta se distingue ante todo por el amor apasionado que
profesan a Dios, a Cristo, a la Iglesia —la celta, se entiende, pero
también a la universal—; por un excepcional ardor en la práctica
del ascetismo, de la mortificación; por el tesón con que iban reali-
zando a lo largo de sus vidas la renuncia a los bienes terrenos que
profesaron al abrazar el estado monástico. Se hicieron famosos su
extremada pobreza, sus ayunos prolongados, sus vigilias frecuen-
tes, sus inmersiones en agua helada mientras recitaban numerosos
salmos. N o cabe duda que tanto los hagiógrafos medievales como
algunos historiadores incautos y románticos han exagerado no po-
co al generalizar tales prácticas ascéticas, estremecedoras por su
dureza sobrehumana, hasta constituir un verdadero desafío de la
naturaleza, y atribuirla a todos los monjes, cuando en realidad
eran propias de unos pocos y a veces esporádicas. Sin embargo,
hay que reconocer que el régimen de vida de los monjes celtas se
distinguía por su austeridad y renuncia constante: restricciones en
la alimentación y en el sueño, total olvido de la higiene, silencio,
aislamiento, trabajo manual extenuante, genuflexiones, postra-
ciones, oración con los brazos en cruz, obediencia rigurosa al
abad y al maestro espiritual... U n a práctica común era la obser-
vancia no sólo de la cuaresma propiamente dicha, sino también de
otros dos períodos cuaresmales de riguroso ayuno y otras prácti-
cas aflictivas: cuarenta días antes de Navidad y otros cuarenta
después de Pentecostés.
Tenían del monacato un concepto extremadamente viril. Con-
siste en una milicia, un servicio prestado a Dios bajo el estandarte
de Cristo. Más aún, es un verdadero martirio. El tema remonta a
tiempos muy antiguos. En la Iglesia primitiva se consideraba el
martirio como el ideal y la corona de una vida auténticamente
cristiana. Al ir cesando las persecuciones, Clemente de Alejandría
inventa el «martirio gnóstico»; Orígenes, el «martirio cotidiano»,
que habían expuesto los rigoristas del siglo n; ya en tiempo de san
Atanasio el concepto de m o n a c a t o como sucedáneo del martirio
8
cruento se había extendido por todas partes . Los monjes celtas
8. Para el desarrollo del tema del martirio espiritual, cf. E.E. Malone, The
Monk and the Martyr (Washington 1950).
458
hicieron revivir un tema que les apasionaba, y desarrollaron la
teoría de los tres martirios: el rojo, que consiste en dar la sangre
por Cristo; el blanco, que se alcanza renunciando al m u n d o y a to-
dos sus placeres; el verde, que implica la práctica constante de u n a
9
ascesis rigurosísima .
Austeros, penitentes, auténticamente religiosos, los monjes
celtas se distinguían también por su cultura. En Irlanda, sobre to-
do, la implantación del cristianismo había originado una cultura
literaria muy relevante. Primero, latina, pues el latín era la única
lengua litúrgica; después, o al mismo tiempo, gaélica, ya que los
druidas habían sobrevivido en la corporación de «poetas» (filid).
Los monjes cultivaron ambas lenguas. Les costó m u c h o aprender
latín, idioma totalmente extraño, pero lograron dominarlo relati-
vamente p r o n t o ; fijaron el gaélico en los códices sirviéndose del
alfabeto latino. Su curiosidad fue en aumento. T o d o les interesa-
ba: la teología, la historia, la poesía... De este m o d o Irlanda —la
Irlanda monástica en primer lugar— se convirtió en un foco p o -
tentísimo de cultura en medio de las espesas tinieblas de la igno-
rancia. Su luz se difundiría copiosamente sobre Gran Bretaña y
sobre el continente europeo, casi totalmente barbarizado. C o m o
dice H . J . M a r r o u haciéndose eco de la opinión general de los his-
toriadores, Irlanda «fue uno de los focos principales en los que
debía alimentarse el renacimiento carolingio y con éste t o d o el de-
10
sarrollo cultural del Occidente medieval» .
459
en esa serie impar de personajes a la vez fuertes y suaves, exalta-
dos y pacificadores, realistas e imaginativos que nos ofrece el mo-
nacato irlandés.
Nora K. Chadmick, su historiadora, distingue dos etapas. La
primera floración tuvo lugar a lo largo del siglo vi; la segunda, en
el v n . Entre ambas no se percibe una diferencia substancial, pero
sí de matiz. Los celtas consideraban que la vida ascética y la vida
intelectual están tan unidas que normalmente forman una sola
realidad. En monasterios muy poblados y en ermitas solitarias, en
bosques y en islas a veces minúsculas, tanto los monjes cenobitas
como los anacoretas practicaban un ascetismo estricto y al propio
tiempo cultivaban el estudio, la literatura, y, de un m o d o especial,
la poesía.
A veces se hace una distinción demasiado radical entre anaco-
retas y cenobitas. Esto no sucedía en Irlanda. Lo importante era
profesar la vida monástica. Y no era nada raro el caso de que esos
«santos» alternaran períodos de cenobitismo con otros de eremi-
tismo. El monacato celta, aunque constara de dos ramas, ambas
vigorosas, la anacorética y la cenobítica, poseía una unidad esen-
cial. Los solitarios, contrariamente a lo que a veces se ha afirma-
do, pertenecieron al mismo movimiento monástico y a la misma
«era de los santos» que los grandes fundadores de cenobios.
La leyenda, tan cultivada en Irlanda, se ha apoderado de los
«santos» y ha esmaltado sus vidas de episodios maravillosos. Es
una lástima que las vidas de los «santos» que nos han llegado fue-
ran escritas o enteramente rehechas, casi sin excepción, muchos si-
glos después de la muerte de sus héroes; los hagiógrafos de segun-
da fila no dudarán en mezclar una gran cantidad de fantasía con
hechos ciertos o verosímiles. La «vida» de san Columba, escrita
por san A d o m n á n , despunta como obra hagiográfica maestra y
como fuente importante para la historia del m o n a c a t o irlandés de
la primera época; nos pinta al santo y a sus amigos y colegas como
ascetas austerísimos y al propio tiempo hombres de profundos
sentimientos humanos, extremadamente amables y caritativos,
llenos de amor por su casa, su país y la naturaleza. A m a b a n a
Cristo sobre todas las cosas. ¿Qué no hubieran hecho por él?
C o l u m b a ( + 597) es u n a figura señera entre los «santos» de la
460
edad de oro Se llamaba C r i m t h a n n (zorro); al hacerse monje
2
cambió este n o m b r e por el de C o l u m b a ( p a l o m a ) . Pertenecía a
una dinastía real que pretendió d o m i n a r en toda Irlanda; por eso a
veces se vio envuelto en las redes de la política. Pero su verdadera
vocación se cumplió en tres vertientes: las fundaciones monásti-
cas, el apostolado entre los pictos y el cultivo de las letras. Colum-
ba tuvo muchos discípulos y con ellos pudo fundar varios ceno-
bios en Irlanda y en el norte de Britania, que formaron la llamada
familia Columbae. En realidad, fue el primero de los grandes fun-
dadores de monasterios y el que inauguró la peregrinatio irlandesa
en 563. Su fundación más famosa fue la de l o n a , en una isla cerca
de la costa escocesa, desde donde, simple sacerdote, ejerció la ju-
risdicción eclesiástica sobre toda su paruchia. Convirtió a los pic-
tos y estableció una Iglesia de tipo monástico entre éstos y los es-
cotos: la colonia irlandesa de Dál Riata. Fue gran amigo de otros
«santos» famosos: Brendan de Clonfert, Comgall de Bangor y
Cainnech de Aghaboe, que le visitaron en lona. C o l u m b a era poe-
ta. Cantó la nostalgia de su soledad de Derry, poblada de ángeles
blancos y trinos de ruiseñores. Escribió himnos en latín, especial-
mente el Altus Prosator; su descripción del juicio final fue imitada
por R á b a n o M a u r o y a través de éste influyó en la composición
del Dies irae. Escribió el salterio conocido por el nombre de Cat-
hach o Battler, debido a su posterior uso como estandarte en los
campos de batalla; es el manuscrito irlandés más antiguo que nos
ha llegado. El Amra Coluim Chille, una oscura elegía sobre su
muerte, es la más antigua composición literaria en lengua irlande-
sa.
Anteriores o contemporáneos de C o l u m b a fueron E n d a , que
se estableció en la isla de Aran hacia el 520; Finnian de Clonard,
Finnian de Moville, Ciaran de Clonmacnois, Coemgen de Glenda-
lough, además de los citados Brendan de Clonfert, Comgall de
Bangor y Cainnech de Aghaboe, entre otros. En medio de esta lu-
461
miñosa constelación/de «santos» brilla con luz propia u n a mujer,
3
santa Brígida de Kildare ( + c.524) . Su vita, escrita por Cogitosus
en el siglo v n , es el ejemplo más antiguo de la hagiografía hiberno-
latina, pero resulta evidente que su autor lo ignoraba casi todo de
la santa. Brígida gozó —esto está muy claro— de gran celebridad.
Fundó el monasterio dúplice de Kildare, que además era sede epis-
copal. La misma abadesa fundadora eligió a Conláeth como obis-
po, y, según parece, ejerció una autoridad cuasi-episcopal en el te-
rritorio dominado por el monasterio. La leyenda hace hincapié en
su caridad y hospitalidad, así como también en el interés que ma-
nifestó por las labores del campo y la ganadería.
El ciclo de los «santos» puede darse por terminado con Adam-
nán ( + 704), abad de l o n a y biógrafo de san Columba. De origen
irlandés, « h o m b r e bueno y santo, muy versado en la ciencia de la
4
Escritura» —según reconoce Beda, monje anglosajón— , «abad
y sacerdote excelente» —al decir de otro anglosajón, el abad
Ceolfrido—, mostraba «en sus costumbres y sus palabras u n a
5
prudencia, una humildad y una religiosidad admirables» .
3. Cf. J.F. Kenney, The Sources of the Early History oflreland (Nueva York
1929), 356-364; C.McGrath e I. Belli Barsali, Brígida di Cell Dará: Bibliotheca
sanctorum 3, 430-437.
4. Beda el Venerable, Historia ecelesiastica gentis Anglorum 5,15.
5. Ibid. 5,21.
462
cargue con su cruz y me siga» (Mt 16,24). Y también: « T o d o aquel
que por mí h a dejado casa, o hermanos o hermanas, o padre o
madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida
eterna» (Mt 19,29). La Escritura brindaba numerosos textos del
mismo corte. Los monjes los recogieron cuidadosamente. Los
hermanos de Egipto —informa Casiano—, llevan u n bastón, «a
imitación de los que en el Antiguo Testamento fueron figuras pro-
féticas de la vida monástica. De ellos dice el Apóstol: 'Anduvieron
errantes, cubiertos de pieles de oveja y de cabra, faltos de todo,
afligidos, vejados; de ellos n o era digno el m u n d o ; perdidos por
los desiertos y por los montes, en las cavernas y en las grietas de la
t i e r r a ' » ( H e b 11,37-38).
Casiano interpretó alegóricamente la vocación de A b r a h á n , al
explicar la primera de las tres formas de vocación a la vida monás-
tica. C o m o la llamada dirigida a A b r a h á n , exige u n a triple renun-
cia: salir del propio país significa a b a n d o n a r los bienes materiales;
dejar la parentela, renunciar a las costumbres y los vicios; alejarse
de la casa paterna, rechazar todo recuerdo del m u n d o presente K
Casiano quería que los monjes permanecieran quietos en sus mo-
nasterios. Muchos de ellos, sin embargo, interpretaron la voca-
ción de A b r a h á n al pie de la letra. Se expatriaron. Viajaron.
Unos, con la mejor intención; otros, tal vez dejándose llevar por
su temperamento vagabundo. De t o d o hay en la viña del Señor, y
siempre lo h u b o . Unos practicaron consciente y generosamente un
género de ascetismo muy antiguo, autorizado y duro; su incesante
caminar por veredas desconocidas requería una gran abnegación.
Otros, olvidándose del auténtico sentido de esta forma de ascetis-
mo, degeneraron en el vagabundeo, se convirtieron en giróvagos,
formaron u n género de falsos monjes, condenado por san Benito
(RB 1,10-12) y terriblemente fustigado por el Maestro (RM 1,13-
74). Pero, claro es, las caricaturas n o deben desacreditar u n estilo
de vida monástica respetable como el que más y que gozó de gran
estima, en el cristianismo y en religiones n o cristianas, desde tiem-
2
pos m u y remotos .
1. Conl. 3 , 4 y 6.
2. Cf., por ejemplo, G . M . Colombás, La tradición benedictina, t. 1 (Zamora
1989), 33 y 36-40.
463
La Iglesia oriental tenía u n vocablo técnico para designar esta
3
clase de ascetismo: xeniteia; la occidental, otro: peregrinatio .
Consiste esencialmente en tres renuncias: a b a n d o n a r el ambiente
familiar, el ambiente social y la propia patria. Consiste en vivir en
el extranjero como extranjero, es decir, sin patria, ni natural ni
adoptiva. Beda el Venerable alude a esta actitud fundamental
cuando refiere de Egberto: « D e tal m o d o quería vivir como ex-
tranjero que hizo voto de n o volver jamás a la isla en que había
4
nacido, que era la isla de Bretaña» . La peregrinatio es un estado
de vida desarraigada, de total desprendimiento. Isidoro de Sevilla
dice: «Leemos de los varones santos que eran peregrinos y foraste-
5
ros en este m u n d o ; de ahí que fuera reprendido Pedro porque
6
pensó levantar la tienda en el monte , ya que en este m u n d o n o
hay tienda para los santos, cuya patria y mansión está en los cie-
1
los» .
En Irlanda adquirió la peregrinatio tal esplendor que se hizo
legendaria. Ningún pueblo la practicó con tanta constancia y fer-
vor. Peregrinar «por a m o r » , «por el amor de Dios», «por el amor
de Cristo», «para remedio del alma», «para alcanzar la patria ce-
lestial» son expresiones que se repiten constantemente en las vidas
8
de los santos irlandeses . El fenómeno se generalizó hasta tal
punto que a los irlandeses «la costumbre de peregrinar se les con-
9
virtió casi en naturaleza», opina Walafrido Estrabón . Y la fa-
mosa Navigatio sancti Brendani mantendrá vivo el deseo de salir
10
por los mundos de Dios en busca del Paraíso perdido .
464
Al principio los monjes que se expatriaban no iban muy lejos.
Su meta eran las islas que rodeaban su país, los islotes solitarios;
más adelante fue Escocia, Inglaterra y el continente. C o l u m b a n o
fue el primer monje eminente que llegó en su peregrinatio hasta el
corazón de los Vosgos y Lombardía, iniciando así lo que se ha lla-
mado la «invasión irlandesa». La expansión del m o n a c a t o irlan-
dés, que inició la peregrinatio de san Columba en 563, y continua-
ron otros grandes abades y monjes a lo largo de toda la época que
nos ocupa, se debió al deseo de «peregrinar» por Cristo o el de
imitar la xeniteia de A b r a h á n , el gran patriarca. C o l u m b a n o
—leemos en .lonas de Bobbio— «empezó a desear la peregrinatio
11
porque se acordaba de la orden dada por Dios a A b r a h á n » .
La peregrinatio irlandesa tuvo algunas manifestaciones com-
plementarias. Dos fueron las principales: un reflorecimiento del
eremitismo y la evangelización de los pueblos paganos.
La peregrinatio es, ante todo, renuncia voluntaria a la familia
y al clan. P e r o , muchos de los que la practicaron, renunciaron
también a la compañía de sus hermanos en la vida monástica, esto
es, al cenobitismo. Vivieron como anacoretas, como viajeros soli-
tarios, aislados, desconocidos y desconocedores del ambiente hu-
mano que les rodeaba si se paraban y de los lugares que atravesa-
ban si eran itinerantes.
Ahora bien, los anacoretas, en especial los anacoretas «salva-
jes», es decir, tanto los que permanecían quietos en sus cuevas o
cabanas, como los que andaban vagando de una parte a otra, por
su propia cuenta y riesgo en ambos casos, siempre y en todas par-
tes fueron predicadores. Si no les impulsaba a compartir su expe-
riencia espiritual el celo que ardía en sus corazones, por el solo he-
cho de pedírselo la gente que les visitaba, se veían obligados a ins-
truirlos, exhortarlos, reprenderlos o animarlos. Y tanto los anaco-
retas como los cenobitas que atravesaban en grupo países paganos
o apenas evangelizados, ¿cómo no se sentirían impulsados a anun-
ciarles la Buena Noticia? Nadie duda hoy día que la evangeliza-
ción no era el fin de la peregrinatio, sino un «aspecto secundario
de la misma», como dice H . F . von Campenhausen; pero, eviden-
465
temente, u n aspecto secundario de suma importancia para la con-
versión de los pueblos y su entrada en la Iglesia cristiana. Los
monjes irlandeses, que fueron los primeros y seguramente los más
entusiastas entre los que por motivos ascéticos y también —por
qué no admitirlo— por la afición a los viajes, tan viva en Irlanda
desde los tiempos más remotos emprendieron la peregrinatio, lu-
l2
charon contra el paganismo y en muchos casos lograron vencerle .
No conviene olvidar otro «aspecto secundario» o «manifesta-
ción complementaria»: el influjo que tuvo la peregrinatio sobre la
difusión de la cultura. Los monjes «peregrinos» poseen una gran
libertad. Viajan, se mueven de aquí para allá, establecen contac-
tos personales, escriben cartas, visitan basílicas y monasterios.
Nada más instructivo que un viaje si el que lo verifica tiene interés
en aprender. Pero también n a d a tan enriquecedor para quienes los
reciben como la visita de un «santo» irlandés o de un grupo de
monjes cultos. Y en nuestro caso los «peregrinos» tenían por lo
general mucho más que dar que lo que pudieran recibir desde el
p u n t o de vista no sólo espiritual sino también cultural. Sabían
más, eran más ilustrados que los monjes y clérigos con quienes se
cruzaban en sus caminos y sobre todo que los seglares analfabetos
y sin desbastar, aun los que ocupaban los más altos puestos en la
sociedad. Llevaban consigo obras de los Santos Padres, reglas y
otros escritos monásticos. Con los monjes «peregrinos» la cultura
se difunde. A través de ellos la Iglesia irlandesa, tan peculiar, tan
apegada a sus tradiciones, pero también tan fervorosa y tan culta,
realizó una obra de colonización cultural, t a n t o en Gran Bretaña
como en el continente europeo.
La peregrinatio, se h a escrito, es el rasgo más característico de
la espiritualidad irlandesa, j u n t o con la confesión o penitencia pri-
vada. «Es curioso este 'espíritu de emigración' de los monjes cel-
12. Algún que otro autor moderno se esfuerza en restablecer las «justas per-
pectivas», es decir, retrucir al mínimo la obra evangelizadora del monacato altome-
dieval. La actitud que adoptan tales historiadores es apriorística: piensan que la
actividad pastoral no se compagina, o se compagina mal, con el ideal contemplati-
vo, que, según ellos, es la esencia de la vida monástica. Sin embargo, resulta evi-
dente que, sin salirse de las «justas perspectivas», los monjes peregrini irlandeses y
sus émulos anglosajones realizaron una obra evangelizadora admirable. Es un mé-
rito insigne que ni siquiera la hipercrítica más obstinada podrá arrebatarles.
466
tas. Parece demostrado q u e esos 'peregrinos' se desterraban por
una voluntad de desprendimiento: rompían todos los lazos, deja-
ban todas las comodidades y respetos humanos, predicaban a
Cristo como 'misioneros' y podían esperar la palma del
n
martirio» . C o m o san Bernac, «recorrieron la superficie de la
14
tierra sembrando las palabras de Cristo» . Y la tierra dio su fru-
to.
El monacato anglosajón
Es curioso que san Columba, el m á s insigne y venerado de los
santos irlandeses, muriese en 597, es decir, el mismo a ñ o que de-
sembarcaron en G r a n Bretaña san Agustín y sus monjes romanos.
Este hecho fortuito adquiere valor de símbolo y casi de profecía si
se tiene presente el ulterior desarrollo de los acontecimientos. Los
recién llegados —lo hemos visto— tenían la misión no sólo de im-
plantar el Evangelio entre los anglosajones, sino también de indu-
cir a los monjes celtas a acomodarse a los usos de la Iglesia roma-
na renunciando a sus particularidades. La nueva tradición monás-
tica —la r o m a n a — iba a desarrollarse en G r a n Bretaña en u n cli-
ma tenso. El enfrentamiento entre lo céltico y lo r o m a n o , y más
concretamente entre monjes celtas y monjes llegados de Roma,
iba a convertirse en el signo de la historia eclesiástica inglesa en el
siglo VII.
Kent era u n reino de la Heptarquia anglosajona. Allí n o había
monjes bretones; habían sido barridos por la furia de la conquis-
ta. Agustín y sus compañeros fundaron pacíficamente el monaste-
rio de San P e d r o y San P a b l o de Canterbury. N o se sabe de cierto
que erigieran otros. Fuera cual fuera la expansión del monacato
en Kent, los monasterios serían modelados según el ejemplar del
de Canterbury, que a su vez debió de guardar muchas de las carac-
terísticas del cenobio gregoriano de San Andrés del Celio.
Edwin, rey de Northumbria, casado con u n a princesa católica,
permitió la predicación del Evangelio en sus dominios. El monje
467
Paulino fue ordenado obispo de York en 625. H u b o dificultades.
I-I rey Oswaldo, en 635, pidió la colaboración de la Iglesia irlande-
sa, en cuyo seno había sido educado. L o s monjes irlandeses re-
pondieron favorablemente a la solicitud del rey. Aquel mismo año
MJ establecieron en l.indisfame. Al fraile de la misión, salida de
lona, el monasterio fundado por C o l u m b a , se encontraba Aidano
( + 651), que iba a representar un papel i m p o r t a n t e en la conver-
sión de los anglosajones. Era un verdadero «santo». Beda no le
perdona su apego a las tradiciones celias, pero reconoce sus sóli-
das virtudes: era imiltum misericors, cultor pauperutn, muy pia-
doso y de gran moderación; «vivió lo que predicó»; viajaba siem-
pre a pie; el rey le regaló un caballo espléndidamente enjaezado,
que Aidano recibió con muestras de agradecimiento, pero a su vez
lo regaló al primer pobre que encontró en su camino. Era un per-
sonaje abordable, amigable; en sus viajes solia pararse a hablar
con quienes se cruzaban con él. Eira también un hombre de ora-
ción; tenía la costumbre de esconderse en la más lejana de las islas
de Farnc para hablar con Dios '.
Desde Lindisfarnc el monacato celta fue propagándose en
Norlhumbria y otros reinos de la Heptarqnia. El conflicto con los
monjes de cuño romano era inevitable. Discutieron. Los irlande-
ses se sentían seguros de sí mismos; pertenecían a una Iglesia po-
derosa, santa, con tradiciones preclaras. Los «romanos», en cam-
bio, les reprochaban su particularismo, que los hacía tan diferen-
tes. Sus discusiones versaban acerca del c ó m p u t o pascual, el rito
bautismal y la tonsura eclesiástica. La disputa acerca de la fecha
de la Pascua fue la más acalorada, pero también la cuestión de la
tonsura llegó a exasperar a los irlandeses, pues los romanos defen-
dían con toda seriedad que era la de Simón Mago, mientras que
ellos ostentaban con orgullo la de Simón Pedro, príncipe de los
apóstoles y depositario de las llaves del reino de los ciclos. La in-
comprensión recíproca impedirá durante muchos años la colabo-
ración efectiva de evangelizadores celtas y romanos.
La división reinaba en todas parles. Mientras, por ejemplo, en
la corte de Northumbria la reina Eanfleda, educada en Kent, cele-
468
braba con R o m á n , su capellán, la solemnidad de Pascua, su espo-
so el rey Oswy, en compañía de C o i m a n o de Lindisfarne, seguía
469
practicando los ayunos cuaresmales. La Iglesia irlandesa no era
sectaria ni heterodoxa; no se salió jamás del marco de la catolici-
dad; la disputa, pues, no versaba acerca de la fe, sino en torno a
dos sistemas, dos organizaciones y dos tradiciones divergentes.
Era preciso llegar a una conciliación. En Northumbria existían va-
rios monasterios de monjas de tradición celta. En tiempo de santa
Hilda, se distinguía entre todos el de Whitby; su celebridad estaba
íntimamente relacionada con el genio intelectual y espiritual de su
abadesa. El monasterio de Withby fue el lugar escogido para la ce-
lebración de un sínodo, convocado por el rey Oswy, en el que se
ventilarían las divergencias entre partidarios de ambas tendencias.
Corría el año 664. Tras reñida controversia, se decretó la adop-
ción de los usos romanos. Cuenta Beda el Venerable que el rey
Oswy zanjó la cuestión de un modo muy inglés: «Si Pedro ha reci-
bido del Señor la llave del reino de los cielos, no quiero estar en
2
desacuerdo con semejante portero» Wilfrido de York, el más
brillante mantenedor del partido romano, se salió con la suya. Pe-
ro la decisión de Whitby no significó la inmediata desaparición de
lo celta; en no pocos monasterios perduraron durante mucho
tiempo costumbres celtas al lado de los nuevos usos romanos.
Lo atestigua, por ejemplo, la vida de san Cutberto ( + 687), er-
mitaño y predicador, pero animado por una fuerte tendencia ce-
nobítica. Cutberto era anglosajón. Conocía a fondo y amaba en-
trañablemente las tradiciones de su pueblo. Muchacho indepen-
diente, de genio vivo y cordial, tuvo una visión de la muerte de san
Aidano y decidió hacerse monje en el monasterio celta de Mailro-
3
se, atraído por la santidad de su prior, Boisil, y de su abad, Eata .
Procedente de Mailrose y enviado por el abad Eata, llegó al mo-
nasterio de Lindisfarne después del sínodo de Whitby, para intro-
ducir en él los usos romanos. Lindisfarne se erigió en diócesis, y
Cutberto fue ordenado obispo; esto no cambió casi nada, pues la
diócesis, según era habitual en Irlanda, vino a ser como una pro-
longación del monasterio. Un monje anónimo de Lindisfarne y
2. Ibid. 3,25.
3. Clifford Stevens, Saint Cuthbert: The Early Years, en Cistercian Studies
23 (1988) 3-13.
470
san Beda el Venerable contaron la vida y milagros de san Cutber-
to; a m b o s insisten en que implantó en su monasterio la observan-
cia regular, pero n o mencionan expresamente la Regla de san Be-
nito. U n a tradición posterior habla de una Regula Cuthberti, que,
en o p i n i ó n de G r e g o r i o P e n c o , sería u n a síntesis céltico-
4
benedictina .
San Wilfrido ( + 709), el paladín de los usos romanos en
Whitby, era asimismo un anglosajón criado a los pechos de la
Iglesia irlandesa. Monje en Lindisfarne, pasó varios años en el ex-
tranjero, visitó R o m a y, al regresar a Inglatera en 658, trajo consi-
go u n ejemplar de la Regla de san Benito. Wilfrido fue u n lucha-
dor, un misionero impertérrito y u n gran fundador de monaste-
rios. Disputó con los celtas, se indispuso con los reyes, tuvo que
comer el p a n del destierro, fue a b a d de Ripon y arzobispo de
York, reivindicó sus derechos, «hollados» por el arzobispo de
Canterbury... El 702, haciendo su propia apología, reivindicó pa-
ra sí la gloria de haber sido el primero en imponer a los monjes la
5
Regla de san Benito . Los historiadores piensan que probable-
mente la implantó en Ripon y H e x h a m , aunque sin cambiar todas
6
las costumbres celtas vigentes en dichos monasterios . Su biógra-
fo resume sus actividades en u n a frase ampulosa: «mejoró mucho
las instituciones de las Iglesias de Dios con la introducción de la
1
Regla de Benito» .
Entre t a n t o , poco después del sínodo de Whitby, el p a p a Vita-
liano había organizado y m a n d a d o a Inglaterra u n a nueva misión
para consolidar la obra empezada p o r san Agustín de Canterbury
y sus c o m p a ñ e r o s . La ocasión se presentó al fallecer en R o m a el
candidato a la sede de Canterbury, entonces vacante, designado
por los reyes de N o r t h u m b r i a y Kent. El p a p a n o m b r ó inmediata-
mente para la sede de Canterbury a T e o d o r o de Tarso ( + 690), un
monje de origen oriental, filósofo, teólogo y canonista. Al a ñ o si-
guiente viajó T e o d o r o a Inglaterra, en compañía de u n monje an-
glosajón, que acababa de pasar dos años en Lérins, Benito Bis-
471
i'op. fisto fue abad de San P e d r o y San Pablo de Canterbury du-
rante dos años (669-671); le relevó en el cargo el africano Adriano,
enviado por Vitaliano como auxiliar de T e o d o r o . A Teodoro se le
considera como el gran organizador de la Iglesia de Inglaterra. Al
llegar existían sólo cuatro diócesis; a su muerte, más de doce. Or-
ganizó el derecho, la disciplina, el calendario, la liturgia y los estu-
dios. Beda el Venerable comenta que muchos de sus alumnos ha-
blaban en griego y en latín tan correctamente como en su propia
lengua. Teodoro reorganizó la vida monástica en el país con la efi-
caz ayuda de Adriano, del que traza Beda un magnífico elogio:
«africano de nacimiento, instruido diligentemente en las letras sa-
gradas, formado a la par en las disciplinas monasteriales y ecle-
8
siásticas, versadísimo por igual en las lenguas griega y latina» .
Teodoro y Adriano echaron los fundamentos de la cultura anglo-
sajona al instituir la escuela de Canterbury, de la que, a los ojos
maravillados de aquel pueblo joven —o rejuvenecido— e inge-
nuo, fluía tal caudal de ciencia que Beda p u d o escribir: «Nunca
h u b o tiempos tan dichosos desde que los anglos llegaron a la Gran
Bretaña, pues mientras que, a las órdenes de reyes fortísimos y
cristianos, eran el terror de todas las naciones bárbaras, y los de-
seos de todos estaban fijos en los gozos del reino celestial que aca-
ba de serles revelado, todo el que quería intruirse en la ciencia sa-
9
grada, tenía a su disposición maestros que se la enseñaran» .
Otros grandes monjes anglosajones son dignos de mención.
Aldelmo ( + 709) fue iniciado en las letras por un maestro irlandés
y formado por el mencionado Adriano. Fue abad de Malmesbury
y obispo de Sherborne. F u n d ó varios monasterios, entre ellos
Glastonbury, y viajó a R o m a . Adquirió fama de virtuoso, austero
y taumaturgo. Se le considera como el primer inglés que cultivó
las letras con cierto éxito; su estilo es p o m p o s o , solemne, y está
plagado de términos griegos. Le encantaba tratar el tema de la vir-
ginidad, como lo prueban su opúsculo De laudibus virginitatis y
su poema De laudibus virginum, dedicado «ad maximam abbatis-
sam», esto es, a Nuestra Señora. Su erudición es notable. Conoce
472
los Diálogos de Gregorio Magno; glosa el episodio de san Benito y
santa Escolástica. Tiene gran devoción a la Virgen y a los apósto-
les, especialmente a san P e d r o . C o m o lodo buen monje anglosa-
j ó n , muestra una adhesión cordial a las Iradicioncs romanas, pero
también depende de las irlandesas. Boda no le cscalima elogios: le
llama «varón doeljsimo», « i n u v cnuliln e n las sanias I 'sci ¡tu-
ras» '".
Gran parte de la actividad misionera de Wilibrorclo ( i 739)
cae fuera de los límites cronológicos del presente volumen. Nació
en N o r t h u m b r i a , de familia anglosajona. Se formó en el monaste-
rio celta de Ripon, donde profesó la vida monástica. P a s ó a Irlan-
da, al monasterio de Ratmelsigi, en el que vivió durante doce años
y fue ordenado sacerdote. En 690, siguiendo el ejemplo de Colum-
b a n o y otros «peregrinos», viajó al continente con once compañe-
ros y pasó largos años evangelizando a frisios, daneses y francos.
Tres de sus compañeros se separaron del grupo para emprender
otras tareas misioneras; dos se atrevieron a penetrar en Sajonia,
d o n d e coronaron su carrera con el martirio. En 696 fundó la cate-
dral monástica de Utrecht.
473
fue monje en Lérins, regresó a Inglaterra a c o m p a ñ a n d o a Teodo-
ro de Tarso y gobernó el monasterio de Canterbury por espacio de
dos años. Ignoramos por qué resignó el cargo Viajó de nuevo a
Roma, su patria espiritual. Al volver a N o r t h u m b r i a , el rey Egfri-
do le d o n ó vastas propiedades para que construyera un monaste-
rio. En el año 678 Benito Biscop erigió el monasterio de San Pedro
de W e a r m o u t h . La comunidad prosperó. Y en 685 p u d o fundar
otro monasterio, San P a b l o de Jarrow, gracias a la liberalidad del
rey. San Pedro de W e a r m o u t h y San P a b l o de Jarrow siguieron
unidos bajo el gobierno solícito del fundador; en tiempos de sus
sucesores formaron una sola comunidad.
Benito Biscop consagró todas sus energías a la plasmación y
perfeccionamiento de su obra. Administrador y proveedor solícito
de la familia espiritual que había creado —«Ecclesiae suae impi-
2
ger provisor» — , no escatimó trabajos ni sudores para procurar
a sus monjes toda suerte de medios que favorecieran el desarrollo
de su vocación. Siendo abad de W e a r m o u t h - J a r r o w volvió a Ro-
ma otras tres veces. N o le importaban las incomodidades y peli-
gros de viajes tan largos con tal de poder regresar cargado de reli-
quias, ornamentos sagrados y códices preciosos. Incluso trajo
consigo arquitectos que construyeran la iglesia, vidrieras para de-
corar las ventanas, «pinturas de las historias santas, no sólo para
ornato de la iglesia, sino también para instrucción de los que las
contemplan». U n a vez alcanzó del papa una carta de privilegio
que aseguraba la libertad de los monjes «contra todo ataque del
exterior». T o d o le parecía poco. Beda escribe con admiración y
gratitud que el santo abad no pretendía otra cosa sino que «noso-
tros, a b u n d a n d o en toda suerte de manjares de saludable sabidu-
474
U N ABAD SOLÍCITO: SAN BENITO BISCOP
475
saurines de esta imagen un tanto idílica que nos traza el liisloria-
doi. ()lio rasgo notable: el abad se sentía padre de sus monjes; él
los había engendrado mediante la Palabra de Dios —«spiriluali
4
semine Verbi»— , y por ellos seguía d a n d o su vida día a día. Los
monjes, en cambio, le profesaban un amor lleno de respeto y ve-
neración. En ambos monasterios se apreciaba extraordinariamen-
te el oficio divino, realizado con arte y piedad. Benito Biscop ha-
bía logrado traer de Roma a Inglaterra a un especialista del canto
sagrado y la liturgia: J u a n , abad del monasterio de San Martín y
chantre de la basílica de San Pedro del Vaticano. El abad Juan ini-
ció a los monjes y clérigos ingleses en el conocimiento y el uso de
las reglas litúrgicas y del canto de la Iglesia r o m a n a , en los años
678-680, con gran celo y con éxito; estando en Inglaterra, redactó
una especie de ordo para todas las fiestas del a ñ o , con la lista de lo
que se debía «cantar y leer» en cada una de ellas. Así se iba verifi-
cando lo acordado en el sínodo de Whitby: implantar en todas
partes los usos de la Iglesia romana. Este directorio del abad
Juan, conservado aún en la biblioteca de Wearmouth en tiempo
de san Beda el Venerable, fue copiado en muchas iglesias del país.
A m b o s monasterios de Benito Biscop eran típicamente rura-
les. Los monjes cultivan sus campos. Aran, siembra, siegan, tri-
llan, cultivan las huertas. Apacientan sus rebaños. Trabajan en la
5
tahona, en la cocina, en la herrería... . Pero tales ocupaciones se
compaginan con el estudio de las letras sagradas y profanas. La
cultura ha penetrado, indisputablemente, en los monasterios. La
escuela monástica funciona. El scriptorium funciona. La lectio di-
vina se practica asiduamente. La Escritura ocupa en la vida del
monje el lugar único que le corresponde. Se lee a los Padres de la
Iglesia. Se diría que los monasterios anglosajones ya no tienen na-
da que envidiar a los irlandeses.
Los autores se preguntan qué regla estaba vigente en Wear-
mouth-Jarrow. Durante siglos se pensó que eran monasterios bene-
dictinos. D. Knowles ha señalado que la vida monástica descrita
por Beda se parece mucho a la que se desarrollaba en Montecasino
4. Vita abbatum en Bedae opera, ecl. .I.A. Giles, 1. 4 (Londres 1843), 380.
5. ¡Ind., 372-374.
476
en tiempo de san Benito. Pero el mismo Beda nos da a entender cla-
ramente que la Regla de san Benito, aunque halada con la mayor
reverencia, no era la única ley del monasterio. Beuilo Biscop cita a
Benito de Nursia como éste citaba a san Basilio, cuando exhorta a
los monjes que le visitan durante su última cnl'ei meilail: no hay que
buscar al nuevo abad en una familia determinada ui lucta de la co-
munidad, «sino, según se contiene en la Regla del que fue gran
abad, Benito», buscadlo «de común acuerdo en el seno de vneslia
comunidad: el que haya dado pruebas de ser el más apio p o i el uié
rito de su vida y la sabiduría de doctrina» ''. l a Regla bciicdiciina
figuraba, pues, en el codex regularían de Benito Biscop. (.)uc en M I S
monasterios estaba vigente la «regla del abad» lo da a cnlendci o l i o
texto que Beda pone en labios de su vencí ado niacsho cu la misma
ocasión. Benito Biscop decía a los hermanos duianlc su íillima en
fermedad que él no se había inventado la obscí vancia que les había
impuesto; la regla —oral— que oslaba vigenle era una antología tic-
usos que había conocido el sanio en sus peregrinaciones: «Tomé
nota de lo mejor que encontró en los diez y sielc monasterios que vi-
sité durante mis frecuentes viajes, y os lo enltegué para que lo ob-
1
servarais» .
477
vldn monástica. La de Wearmout-Jarrow y, desde mucho antes, la
de vurios monasterios femeninos, que generalmente eran dúplices.
La primera monja conocida contestaba al extraño nombre de
I leiu. Beda ha dejado constancia de ello: «Heiu, esclava de Cris-
to, ...recibió la profesión y el atuendo de monja, actuando en su
consagración el obispo A i d a n o » '. Hacia el año 640, Heiu fundó
el monasterio más antiguo del Norte de Inglaterra: Hartlepool.
Hilda se hizo cargo de él cuando Heiu fue a fundar el de Tadcas-
ter. Otras abadesas egregias aparecen en la Historia de Beda; to-
das representaron un papel importante en el escenario monástico
y social de Inglaterra. Así la mencionada Hilda, abadesa de
Whitby; Etheldreda, abadesa de Ely; Ethelburga, abadesa de Bar-
king. E n cambio, a lo que parece, Beda no oyó hablar de Eanwith,
ni de su monasterio de Folkestone; es fama que Eanwith permane-
ció escondida en una pocilga durante tres años p a r a librarse de un
enamorado impertinente.
Ethelburga, viuda de Edwin, rey de Northumbria, convirtió en
monasterio su casa r o m a n a de Lyminge (Kent). Fue la primera rei-
na de raza anglosajona que tomó el velo. Es natural que goberna-
ra el monasterio en calidad de abadesa hasta su muerte.
Hija de los reyes Oswy y Eanfleda, Elfleda, apenas contaba
con un año de edad cuando su padre, en un apuro militar, prome-
tió consagrarla a Dios. La arrancaron a su madre y a su hogar, y
la confiaron a la abadesa Hilda, que se la llevó al monasterio de
Hartlepool. La espléndida dote de la princesita permitió a Hilda
levantar el gran monasterio de Whitby. Fallecido el buen rey
Oswy en 670, Eanfleda se incorporó a la comunidad de Whitby,
regida por su hija Elfleda. Ésta influyó decisivamente en la reinte-
gración de Wilfrido a su sede episcopal, de la que fue expulsado
tres veces, y estuvo ligada por lazos de amistad y devoción a otro
obispo famoso, Cutberto.
Consta que la mayor parte de monasterios eran dúplices. La
institución era casi tan antigua como el monacato. H a b í a sido des-
calificada y prohibida repetidas veces. Pero los monasterios dúpli-
ces siguieron existiendo en todas partes. La necesidad se imponía.
478
En la Inglaterra del siglo vil los grandes monasterios femeninos,
cuyas abadesas —santas y aristócratas— inmortalizó el autor de la
Historia ecclesiastica gentis Anglorum, constaban de dos edificios
principales: u n o , grande, para las monjas, y otro, m u c h o más pe-
queño, p a r a los monjes que estaban a su servicio. Siempre era la
abadesa quien gobernaba el conjunto, pues en realidad se trataba
de monasterios de monjas con un apéndice de monjes. Esta situa-
ción se debía a la necesidad que tenían las monjas de sacerdotes
para la celebración de la eucaristía, la administración de los sacra-
mentos y la dirección espiritual, en primer lugar. P e r o también
servían los monjes para la gestión de su hacienda, realizar las la-
bores más pesadas y proteger a las religiosas en tiempos tan in-
quietos y crueles. A Beda le parecía esta alianza entre monjas y
monjes completamente lógica y normal; no así al arzobispo Teo-
doro, que manifestó ciertas reticencias. La institución sobrevivió
hasta que los daneses, n o m u c h o más tarde, dieron al traste con
todo.
Dame Bede F o o r d , de Stanbrook Abbey, entusiasta lectora del
historiador de la nación inglesa —y no sólo de su parte religiosa,
pese al título— ha exhumado un texto en que Beda estampó «un
cumplido delicado que hace con toda la gracia y la cortesía de un
gentleman». Dice así: «Las voces de los hombres se unen armo-
niosamente al canto de las mujeres, pues también entre las muje-
res las hay que, no sólo por su conducta, sino también por su pre-
dicación, inflaman los corazones de los demás en la alabanza del
Creador; así, con sus voces santas, participan en la construcción
2
del templo del Señor» .
479
CAPÍTULO X
EL MONACATO CONTINENTAL
1. Para el monacato en las Galias en los siglos VI y VII cf. sobre todo F. Prinz,
Frühes Mónchtum im Frankenreich (Munich-Viena 1965), que abarca cronológi-
camente los siglos IV-VIII y geográficamente, en términos actuales, Francia, Re-
nania y Baviera.
2. Cf. Ch. Courtois, L'évolution.
3. H . Cottineau, Répertoire topobibliographique des abbayes et príeurés
(Macón 1939).
4. Ch. Courtois, L'évolution, 69-70.
482
a despoblarse y los ciudadanos más ricos se retiraron a sus villae,
se multiplicaron los fundados en el c a m p o . J. Dubois está segura-
mente en lo cierto cuando escribe que, «al parecer, es imposible
encontrar, en la época merovingia, un solo monasterio en un lugar
que no hubiera estado habitado en la época r o m a n a » \
Conocemos alguna que otra fundación monástica ilustre. La
de Agaune, por ejemplo, cerca del lago de Ginebra, cuyos monjes
practicaban la laus perennis —o alabanza ininterrumpida— en la
basílica reconstruida en 515 p a r a custodiar las reliquias de san
Mauricio y compañeros mártires. O la de Saint-Marcel-lés-
Chalon, levantado por orden y a expensas del rey Segismundo de
Burgundia sobre el sepulcro del apóstol de la región a fines del si-
glo vi. O la de Santa Cruz de Poitiers, que surgió por obra y gra-
cia de santa Radegunda en 561/562.
Radegunda procedía de la corte del rey de Turingia. Hacia 540
se vio obligada a casarse con G o t a r i o , rey de los francos. P a r a ha-
cerse respetar por su disoluto marido, llevaba una vida casi mo-
nástica. Tras quince años de convivencia matrimonial, obtuvo
permiso para dejar la corle y refugiarse en Noyon, donde recibió
el «hábito de diaconisa». El monasterio femenino que fundó en
Poitiers estuvo dedicado originariamente a la Virgen María y lue-
go' a Santa Cruz, para honrar un fragmento insigne del lignum
crucis que obtuvo Radegunda; con ocasión de la llegada de tan
preciada reliquia, Venancio F o r t u n a t o , su comensal, amigo y fu-
turo biógrafo compuso los famosos himnos Vexilla Regis y Pange
lingua. Radegunda puso de abadesa a Inés, su hija adoptiva, y ella
se dedicó en cuerpo y alma a la vida espiritual tal como la conce-
bía: mortificaciones tremendas, ayunos agotadores, extremada es-
tima de las reliquias de los santos, procesiones, canto de salmos,
lectura bíblica y de los Padres, servicio de los pobres. Clotario y sus
hijos la tuvieron siempre en gran consideración. Venancio Fortuna-
to pone de relieve su fidelidad a un régimen de vida severo y peni-
6
tente: «in ciñere et cilicio semper vitam duxit austeram» .
Murió en 587, rodeada de sus monjas, que ya eran más de dos-
1
cientas .
Provenza monástica
E n el siglo vi sigue destacándose la vieja y romanizada P r o -
venza, y en Provenza, el monasterio de Lérins. En el decurso del
siglo v había constituido Lérins un verdadero seminario de obis-
pos para toda la Galia sudoriental, y el centro más importante de
cultura cristiana de t o d o el país. En Provenza se había concentra-
do una alta clase social que había perdido sus latifundios en la Ga-
lia septentrional; estos nobles galorromanos tenían necesidad de
484
crearse u n a situación estable; la Iglesia se la ofrecía, pues los obis-
pos representaban un papel político e incluso militar destacado: se
habían convertido en los señores absolutos de sus ciudades episco-
pales, que administraban mediante sus curias. P o r lo menos u n a
parte de los dirigentes de Lérins pertenecían a esta aristocracia
huida del norte; así H o n o r a t o , el fundador, y, probablemente, su
sobrino Hilario de Arles. Lérins fue por aquel entonces el princi-
pal centro de vida monástica de Occidente, y el modelo que trata-
ron de imitar muchas fundaciones, sobre t o d o en la región del Ró-
dano.
Lérins conservó gran parle de su prestigio durante el siglo vi.
Hemos visto como Benito Biscop, el fundador de Wearmouth-
Jarrow en N o r t h u m b r i a , había vivido como monje en Lérins por
espacio de dos años, y veremos como anteriormente Attala, el dis-
cípulo predilecto de C o l u m b a n o , procedía de este monasterio, en
el que se había producido un cambio memorable. La reacción
contra san Agustín y su doctrina de la gracia surgió sobre t o d o en-
tre los profesionales de la ascesis, turbados por una enseñanza
que, a su juicio, minoraba el valor del esfuerzo personal en el in-
tento de alcanzar la santidad y, por consiguiente, fomentaba la re-
lajación. Casiano, en la vecina Marsella, había formulado sus re-
paros en la Conlatio X I X . ¿Quién da el primer paso en la obra de
la salvación, Dios o el hombre? Casiano es bastante confuso en su
exposición, pero finalmente concede la iniciativa al h o m b r e . Lé-
rins p r o p u g n ó esta doctrina, que m u c h o después recibió el nom-
bre inadecuado de semipelagianismo. A h o r a bien, este Agustín
acérrimo defensor de la gracia y supuesto enemigo del ascetismo,
logra infiltrarse en Lérins y su zona de influencia. Su regla monás-
tica es leída, aceptada, copiada; influye en las reglas autóctonas.
Su concepción del cenobitismo integral —«un solo corazón y una
sola alma»— se impone. El monasterio es considerado como el
«cuerpo de Cristo», como u n a pequeña Iglesia, en la que reinan el
Espíritu y sus dones. Sus miembros están estrechamente unidos
por el amor fraterno. Lérins, en el siglo vi, sigue siendo una escue-
la de ascesis y espiritualidad influyente. En su ideal monástico y
en sus usos se inspiran las reglas de Cesáreo y Aureliano de Arles,
la de Ferreolo, la Regula Tarnatensis, y los monasterios de Con-
485
clat, de Grigny, de Agaune. L a concepción de la vida espiritual,
las observancias consignadas por escrito en las reglas y vigentes en
los monasterios citados y, sin duda, otros muchos, se distinguen
por la importancia concedida al oficio divino, a la lectio divina, a
la meditatio, al trabajo manual, a la obediencia, a la sabiduría de
los ancianos, a la caridad fraterna. Es u n m o n a c a t o marcado por
la impronta de la tradición y a d a p t a d o al clima y a la idiosincrasia
del país.
San Cesáreo de Arles ( + 542) fue, en el siglo vi, el gran repre-
sentante del m o n a c a t o lerinense '. Incluso podría decirse casi sin
hipérbole que con él la tradición del célebre monasterio insular se
trasladó a la « R o m a de las Galias». Cesáreo, siendo m a y o r d o m o
de Lérins, no sólo llevaba una vida sumamente sobria, sino que
cumplía con celo lo que la Regula orientalis (25,1) dice del monje
que desempeña dicho oficio: «vele sobre la abstinencia y la sobrie-
dad». Lo cumplió, a juicio de sus hermanos de comunidad, con
excesivo rigor. Este celo por la ascesis en materia de alimentación,
a lo que parece, hizo que Lérins perdiera un monje y Arles ganara
un obispo. Cesáreo se reveló como un buen pastor de almas y tal
vez el más grande de los predicadores populares de la antigua Igle-
sia latina, después de Agustín. Su primer cuidado fue la fundación
de un monasterio de monjas en Les Alyscamps para garantizar a
la ciudad la confortación de sus oraciones en tiempos tan revuel-
tos; destruido en 508 por u n a invasión francoborgoñona antes de
acabarse su construcción, Cesáreo no se desanimó sino que man-
dó reconstruirlo en un lugar más seguro dentro de los muros de la
ciudad. Ya queda dicho con qué cuidado redactó y pulió a lo largo
de más de veinticinco años su regla para las monjas, así como
también queda constancia de su regla de monjes y de las reglas
—una masculina y otra femenina— de su sucesor san Aureliano.
Cesáreo cuidaba de las monjas y de los monjes con sumo interés;
«los a m a b a » —dice su biógrafo— «no sólo con el afecto de un pa-
2
dre, sino también de una madre» . Extremadamente austero y no
487
en cuando idealizar a los monjes llamándolos «templos vivos de
Cristo, adornados con las perlas de las buenas obras, fragrantés
8
con los perfumes de las virtudes» , lo que no es excesivo tratán-
dose de los mejores.
8. S e / m 236, ad Lyrinenses,
1. Así, por ejemplo, el famoso Antifonario de Bangor, del siglo VII, proce-
dente del monasterio de Bobbio, conservado en la Biblioteca Ambrosiana de Mi-
lán.
2. Zum Bekehrungsgeschichte, der Angelsachsen en La conversione al cristia-
nesimo nell'Europa dell'alto Medioevo (Espoleto 1967), 115.
3. La bibliografía sobre san Columbano es copiosa. Véase un buen resumen
de su vida y sus obras en el artículo de J. Laporte, Colombano, santo: DIP 2,1228-
488
cristiano, como monje, como evangelizador, c o m o profeta, des-
cuella poderosamente entre sus contemporáneos. Sus biógrafos,
Jonás, h o m b r e inteligente y bien informado, empezó a redactar su
vida en 640. H a b í a ingresado en Bobbio tres años después de la
muerte del Patriarca, había viajado y conocido diversos monaste-
rios de observancia columbaniana. Escritor mediocre y ante todo
hagiógrafo, se interesa por los milagros del santo, por lo sobrena-
tural que irrumpe en su vida. Su fin es edificar al lector. En la se-
gunda parte evoca más brevemente los hechos de algunos de los
discípulos de C o l u m b a n o . En su obra hay lagunas importantes:
pasa por alto el período irlandés de la vida de su héroe; algunas
veces carga las tintas —al atribuir, por ejemplo, a la monarquía
burgunda el exilio de C o l u m b a n o — ; omite ciertas cosas por no
suscitar polémicas; ensalza cuanto puede el monasterio de Bob-
bio, porque fue el abad de Bobbio quien le encomendó la vida de
C o l u m b a n o . P e r o , a pesar de todas sus deficiencias, la obra de J o -
nás resulta de gran interés; es u n a fuente insustituible y, en cierto
4
modo, u n m o n u m e n t o de la tradición monástica .
Columbano nació en el pequeño reino de Leinster, Irlanda, ha-
cia los años 525-530. Ignoramos su nombre civil. Columbano es su
nombre de religión, muy frecuente en su tiempo; expresa la devo-
ción al Espíritu Santo, simbolizado por una paloma. Piensa J. La-
porte que su familia debió ser modesta. Su madre, mujer de mucho
carácter, quería hacer del muchacho un clérigo letrado —versión
cristiana de los filidh celtas, poetas y adivinos— cuando le orientó
hacia los estudios. Pero, a los veinte años, Columbano, harto del
ambiente moralmente corrupto que le envolvía, decidió romper con
todo y hacerse monje.
489
I mpezó por apartarse de los suyos. Primeramente, amplió sus
esliulios literarios y teológicos en el monasterio del anciano Sinell,
i*n ( laen-Inis. Hizo grandes progresos. A continuación buscó el
monasterio más adecuado para abrazar la vida religiosa. Irlanda es-
la ba sembrada de instituciones monásticas. Columbano escogió la
que pasaba por la más severa: el monasterio de Comgall, considera-
do como discípulo del gran san Finiano de Cluain-Eidnech. Y cuan-
do Comgall se fue a fundar, en la bahía de Belfast, el que iba a con-
vertirse en el celebérrimo monasterio de Bangor (558), Columbano \
le acompañó. Y en Bangor, en manos de Comgall, hizo su profe- s~
sión monástica.
Los monjes cantaban, al menos desde el siglo v n :
Benchiur bona regula,
recta atque divina,
stricta, sancta, sedula,
summa, iusta ac mira.
Y proseguían, llenos de santo orgullo:
Munther Benchiur beata,
fide fundata certa,
spe salutis ornata,
5
caritate perfecta.... .
Bangor —la «madre» Bangor— era un monasterio fundado en
la fe, henchido de esperanza, perfecto en la caridad. En Bangor se
practicaba una observancia buena, recta, estricta, santa, divina...
¿Qué más podía desear el joven Columbano? En Bangor vivió lar-
gos e inolvidables años de duro ascetismo. Enseñaba en la escuela
monasterial. Poseedor de una gran cultura literaria tanto irlandesa
como latina, adquirida en Claen-Inis, era el monje idóneo para de-
sempeñar el cargo. «Los principios exclusivamente ascéticos de san
Comgall hacían indispensable para éste un subjefe culto, que fuera
6
capaz de despertar las inteligencias» . Pero un día le pareció sentir
la llamada de Dios a una vida nueva. Jonás de Bobbio escribe que
«empezó a desear la peregrinatio porque se acordaba de la orden
490
7
que el Señor había dado a A b r a h á n » . Otros monjes de Bangor se
sintieron llamados a acompañarle. Comgall, varón espiritual, com-
prendió que el espíritu de Columbano procedía de Dios, y le dio su
bendición. Se organizó el viaje. Hacia el año 568, cuando Colum-
bano contaba unos 40, embarcaron los monjes «peregrinos». Pu-
sieron r u m b o a Gran Bretaña.
Permanecieron en Gran Bretaña unos dos o l res años. Hicie-
ron prosélitos entre los bretones. Ignoramos cual fue la causa real
—tal vez las desavenencias con los gobernantes del país— que les
impulsó a embarcarse de nuevo r u m b o a las (¡alias. Desembarca-
ron. Anduvieron un largo camino. Su meta era Austiasia. Se pa-
raron en varios puntos, edificando y maravillando a las poblacio-
nes. Su sola presencia era una proclamación del Evangelio. La
gente sencilla no atiende a la predicación de los tino viven cómoda-
mente instalados; en cambio, la arrebatan los que anuncian la
«buena noticia» desde la pobreza voluntaria, ol sacrificio, la en-
trega total; la de los que practican íntegramente, hasta el heroísmo
a veces, lo que enseñan a los demás. Éstos son los verdaderos
evangelizadores. Las poblaciones quedaban maravilladas del co-
raje de aquellos monjes extranjeros y extraordinarios, pobres y
andariegos. A cuantos los t r a t a b a n les hacían reflexionar, recapa-
citar; les obligaban moralmente a sacudir su m o d o r r a espiritual y
cambiar de vida. La gente se encomendaba a sus oraciones. En
cuanto a ellos, no buscaban directamente otra cosa que ser fieles a
la peregrinatio. Se habían desterrado voluntariamente, habían
a b a n d o n a d o su patria queridísima, su monasterio, para practicar
una ascesis todavía más rigurosa y un desprendimiento más total,
para dedicarse a la oración con el espíritu más libre. Vivir en el ex-
tranjero como extranjeros era lo esencial de la «peregrinación».
El viaje les duró mucho tiempo. Lo alargaron haciendo rodeos
y más rodeos. Su vida auténticamente errante les permitió conocer
Austrasia, la C h a m p a ñ a , las Ardenas, el Eiffel... Hacia el año
590, con la ayuda de Brunequilda, viuda del rey Sigeberto, se esta-
blecieron por fin en Annegray, burgo fortificado, entonces en rui-
nas; estaba situado en los montes de los Vosgos, en el reino mero-
491
vlnj-io de Austrasia, cerca de la frontera de Burgundia. Fue su pri-
mera fundación. En 592/593, Teodorico, el nuevo rey de Burgun-
dia, y su abuela Brunequilda donaron a Columbano las ruinas de
I .uxeuil, que había sido una ciudad termal, situada a unas tres le-
guas de Annegray, pero no en Austrasia, sino en Burgundia, y un
lugar llamado Fontaine, ubicado a una legua y media de Luxeuil.
Se convirtió Luxeuil en el centro de la colonia irlandesa, a la
que se habían j u n t a d o ya no pocos francos. Llegó a ser un gran
monasterio, que irradiaba religión y cultura. C o l u m b a n o vivió en
él durante veinte años. Estaba en el apogeo de su fama. Su figura
ascética subyugaba a la gente. Era considerado generalmente co-
mo u n gran taumaturgo y un profeta. Era, según Jonás de Bob-
bio, «el santo que su época necesitaba»: «audaz y animoso», «ve-
hemente e indómito por naturaleza» — « h o m o vehemens feroxque
natura»—; pero, al mismo tiempo, se distinguía por su benevolen-
cia, su caridad para con todos, su modestia, su sobriedad, su
8
mansedumbre . Tenía un corazón delicado, a veces desbordante
de ternura. Su autoridad provenía del ejemplo de su vida; su as-
cendiente, no de las ideas, sino del amor que devoraba su alma.
Era violento; la rudeza de los tiempos y de los hombres lo exigía.
Sin embargo —todo hay que decirlo—, a veces se pasaba. Sus
polémicas con los obispos de la región tienen algo de excesivo. Sus
reproches a personas de la realeza, aunque doctrinalmente bien
fundados, también carecían a menudo de moderación. P o r eso las
relaciones con unos y con otros se hicieron más y más tirantes.
C o l u m b a n o y sus monjes irlandeses habían a b a n d o n a d o física-
mente su patria, pero la llevaban en sus corazones. Estaban ape-
gados a las costumbres y tradiciones de su Iglesia y su monacato
con la obstinación con que la lapa se pega a la roca. A los obispos
les negaba C o l u m b a n o t o d a jurisdicción sobre sus monasterios,
escudándose en la costumbre de Irlanda; más aún, pretendió im-
ponerles un estilo de vida de gran perfección, que ellos no estaban
dispuestos a abrazar; y cuando le acusaron falsamente, a raíz de
H. Jonás de Bobbio, Vita Columbani 1,5: «Tanta pietas, tanta caritas ómni-
bus, ut unum velle, unum nolle, modestia atque sobrietas, mansuetudo et levitas
achile ómnibus redolebat».
492
sus disputas sobre el cómputo pascual, de seguir las doctrinas he-
réticas de los cuartodecimanos, apeló al p a p a Gregorio Magno.
Este último extremo debió de molestar m u c h o a los obispos, a
quienes el p a p a reprochaba la práctica de la simonía y otros abu-
sos graves. O t r o punto de fricción con el episcopado, siempre hos-
til o reticente respecto a C o l u m b a n o y los suyos, fue la decidida
voluntad de éstos de mantener los usos irlandeses. N o sólo el cóm-
puto pascual, sino también la forma de la tonsura «druídica», la
penitencia tarifada... Los usos populares y litúrgicos que Galo, el
más r u d o de los compañeros de C o l u m b a n o , defendía a capa y es-
pada, eran simple residuo de u n a cultura arcaica, y algunos de
ellos, del cristianismo de los siglos pasados. Con la corte se indis-
puso C o l u m b a n o por mantener con firmeza los principios de la
moral cristiana. Al rey Teodorico II le reprochaba duramente su
tendencia a la poligamia, y rechazó el acceso al t r o n o de los hijos
bastardos, cosa admitida por los usos francos; llegó a recurrir a la
práctica del troscath irlandés, que consistía en una especie de huel-
ga de h a m b r e , con el fin de imponer su punto de vista. P o r desgra-
cia, estas tensiones con el exterior —el episcopado y la corte—
también se manifestaron entre los monjes del país y los irlandeses
en el seno de la comunidad de Luxeuil. La situación se iba agra-
vando día a día. C o l u m b a n o tuvo que tomar el camino del destie-
rro, él y un grupo de monjes irlandeses, los más intransigentes, los
más apegados a los usos de su Iglesia insular, tan desconcertantes
en las Galias.
Anduvieron errantes, suscitando el mismo entusiasmo que
cuando llegaron al continente, despertando vocaciones monásti-
cas y predicando el Evangelio de Jesucristo. Entonces, según u n a
9
frase desafortunada de P . Riché, fue «misionero a pesar suyo» .
En efecto, explica J. Leclercq, «se convirtió en misionero cuando,
10
arrojado de Luxeuil, no podía ya ser monje» . Pero tal afirma-
ción es inaceptable. C o l u m b a n o fue monje y misionero a la vez,
en su destierro y antes de su destierro. Y lo mismo sus monjes «pe-
regrinos». ¿Es que dejó de ser monje san Martín de Tours cuando
493
lo hicieron obispo o san Gregorio cuando fue elegido papa? Desde
luego, ni ellos ni tantos otros que fueron llamados al servicio de la
Iglesia pensaban así. Ser monje es algo m u c h o más esencial y pro-
fundo que el hecho de llevar vida regular en Luxeuil o en cualquier
otro cenobio. Si acaso podría decirse que C o l u m b a n o fue misio-
nero cuando ya no le estuvo permitido vivir en su monasterio,
aunque t a m p o c o sería cierto. C o l u m b a n o misionero es un monje
misionero.
C o l u m b a n o y su grupo llegaron a tierras del Mosela, atravesa-
ron las actuales Alsacia y Suiza... En 612 cruzaron los Alpes. Los
católicos de Lombardía se hallaban envueltos en el cisma de los
Tres Capítulos. C o l u m b a n o entró en la polémica con el brío de
siempre. No dudó en enviar una carta al p a p a Bonifacio IV, pi-
diéndole que se justificara de las sospechas de herejía que pesaban
sobre él. Aguilulfo, rey de los lombardos, le había d a d o un terre-
no en Bobbio para fundar un monasterio. En 614 se inauguró el
cenobio. C o l u m b a n o murió al año siguiente. Las últimas líneas
que, con toda seguridad, secribió su pluma fueron unos versos,
muy graciosos, dedicados a Fidolio: una carta de despedida dirigi-
da a él y a los hombres en general, en la que confesaba haber supe-
rado los noventa años. El gran «peregrino» había realizado por
fin su gran anhelo; sus monjes se lo cantaban todos los años en su
fiesta: « H u y e n d o de la patria, regresas a la P a t r i a » .
Patriam dum fugis
1
ad Patriam tu redis '.
494
En medio de sus trabajos —viajes, fundación y gobierno de
monasterios, predicaciones, disputas con reyes y obispos, etc.—
halló el tiempo necesario para redactar algunas obras. De creer a
Jonás de Bobbio, muchas se han perdido. En la Regula monacho-
rum condensó su pensamiento sobre las virtudes más propias del
monje valiéndose de fuentes clásicas de la espiritualidad monásti-
ca, como ya tuvimos ocasión de comprobar. Su Regula coenobia-
lis —también queda dicho— es u n penitencial monástico. Se le
atribuye también un penitencial general. Sus Instrucciones son
sermones dirigidos a los monjes. Sus cartas y sus poemas nos reve-
lan diversos aspectos de su rica, compleja personalidad. Sus carias
rebosan de retórica florida; sus poemas nos asombran por la
abundancia de referencias a H o r a c i o , Ovidio y oíros autores clási-
cos, así como también por su virtuosismo métrico. San Columba-
no nos hace pensar en san Fructuoso. Pese a la diversidad de cul-
turas en que se movieron, hay algo de común entre ambos santos,
algo que deriva de sus temperamentos ardientes, exaltados. Am-
bos son, por ejemplo, hombres prácticos; la especulación teológi-
ca no es su fuerte. Suelen limitarse a recoger y enseñar la doctrina
corriente en la Iglesia. N o pretenden ser originales. Su originali-
dad consiste en sus preferencias, en haber escogido ciertas ideas
fundamentales que impregnan t o d a su obra escrita, como debie-
ron de e m p a p a r su propia vida y su enseñanza oral.
Dos conceptos o sentimientos básicos nutren toda la obra de
C o l u m b a n o : el sentimiento intenso de la inmensidad y omnipo-
tencia de Dios, y el de la inanidad y caducidad del hombre, del
m u n d o y de la vida presente. A m b o s sentimientos están íntima-
mente unidos; lo difícil es averiguar cuál de ellos es el original.
¿La experiencia de los hombres condujo a C o l u m b a n o a su des-
precio de esta vida engañosa e ininteligible, o fue, por el contra-
rio, la experiencia de Dios lo que le llevó a considerar t o d o lo crea-
do como vacío y ruin?
Dios es t o d o lo bueno, lo bello, lo deseable. N o hay que empe-
ñarse en vanos intentos de escrutar su intimidad, sino aceptarlo
gozosamente tal como se nos manifiesta. La vocación del monje
como la de t o d o cristiano y, al fin y al cabo, la de todo hombre es
la de caminar hacia él con decisión y perseverancia. «Queridos
495
hci inunos» —dice C o l u m b a n o — , «seamos fieles a nuestra^ voca-
ción. A través de ella nos llama a la fuente de la vida la vida mis-
ma, que es fuente de agua viva y fuente de vida eterna, fuente de
luz y fuente de resplandor... Dios misericordioso, piadoso Señor,
haznos dignos de llegar a esa fuente. En ella podré beber también
yo, con los que tienen sed de ti, un caudal vivo de la fuente viva...
Señor, tú mismo eres esa fuente que hemos de anhelar cada vez
más, aunque no cesemos de beber de ella... No pedimos que nos
des cosa distinta de ti. P o r q u e tú eres todo lo nuestro: nuestra vi-
da, nuestra luz, nuestra salvación, nuestro alimento, nuestra bebi-
da, nuestro Dios. Infunde en nuestros corazones, Jesús querido, el
soplo de tu Espíritu e inflama nuestras almas en tu amor, de m o d o
que cada uno de nosotros pueda decir con verdad: 'Muéstrame al
a m a d o de mi a l m a ' , porque 'estoy herido de a m o r ' » . Y añade:
«Que no falten en mí esas heridas, Señor». Bien sabe C o l u m b a n o ,
el eterno peregrino, que el alma herida de amor «siempre va bus-
2
cando con amor, porque halla la salud en las mismas heridas» .
Así, en ese tono confidencial, con relentes inequívocamente
místicos, hablaba a sus discípulos el gran monje irlandés, «pere-
grino» en el continente europeo, hambriento y sediento de luz, de
verdad, de agua viva. Sólo Dios debe ser el objeto del interés y los
deseos del hombre, del monje. C o m o el salmista, C o l u m b a n o de-
clara abiertamente que tiene «sed de Dios, del Dios vivo». Del
Dios exigente, que nos pide lo imposible si él mismo n o nos lo die-
ra. P o r q u e , habiéndonos creado a su imagen, nos pide que le de-
volvamos esa imagen auténtica, íntegra en la santidad, ya que él es
el Santo; en la caridad, porque él es Caridad; «en la piedad y en la
verdad, por él es la Piedad y la Verdad. N o dibujemos en nosotros
extrañas imágenes. Remedaremos una imagen tiránica, si somos
duros, iracundos, soberbios». Y, «para que n o se nos ocurra
adaptarnos imágenes tiránicas, sea el mismo Cristo quien nos gra-
be su imagen exactamente con sus palabras: 'Mi paz os dejo, mi
3
paz os d o y ' » .
La paz, la paz de Cristo, es un don inapreciable. P e r o u n don
que en cierto m o d o hay que conquistar. La paz, en efecto, es fruto
2. Instrucciones 13,2-3.
3. Ibid. 11,2.
496
de un combate muy d u r o e incesante. C o l u m b a n o lo sabía por ex-
periencia. Y se diría que la lucha le encantaba. Véase, por ejem-
plo, lo que escribía a los monjes de Luxeuil en su camino del exi-
lio: «Sin enemigo no hay lucha; sin lucha n o hay corona. Donde
hay lucha, hay entusiasmo, vigilancia, fervor, paciencia, fideli-
dad, sabiduría, firmeza, prudencia; fuera de la lucha sólo hay mi-
4
seria y desastre» .
C o m o p a r a los monjes de los orígenes y para sus maestros ir-
landeses, el m o n a c a t o es para él u n combate espiritual con impli-
caciones corporales importantes, concretas y penosas. Q u e la vida
monástica es t o d o lo contrario a u n «dulce sinquehacer», no sólo
no lo disimula, sino que lo proclama a tambor batiente. Es traba-
5
j o : «granáis labor» . Es mortificación: «máxima pars regulae
6
monachorum mortificatio est» . El monje aspira a servir a Dios
perfectamente, a gozar de la presencia de Dios, como los ángeles.
Pero n o es u n ángel, sino un pecador. Necesita hacer penitencia,
corregirse de sus perversas inclinaciones. C o m o decía el antiguo
axioma, «contraria contrariis curantur». C o l u m b a n o lo aplica
con decisión. «Al hablador se le condenará al silencio..., al goloso
hay que castigarle con ayunos; al dormilón, con vigilias; al sober-
bio, con la cárcel», y así sucesivamente. « C a d a cual reciba su me-
1
recido, p a r a que el justo viva justamente» . N o , C o l u m b a n o n o
disimula la dureza de la vida monástica. T a m p o c o trata de suavi-
zarla. Más bien la acentúa, como solían hacerlo los maestros de su
a ñ o r a d a «isla de los santos». Al igual que todos los grandes guías
espirituales, conoce y aprecia la discreción, enseña que «la medida
8
está entre lo poco y lo excesivo» . P e r o ¿qué entendía por poco y
por demasiado? Evidentemente, su discreción distaba m u c h o , por
ejemplo, de la de san Benito. P a r a conducir al monje hasta el ter-
cer grado de perfección, que consiste en «el cumplido y continuo
amor a Dios, y el amor de las cosas divinas que sucede al olvido de
las h u m a n a s » , le hace pasar por los dos grados previos: primero,
497
«la desnudez y el desprecio de las riquezas»; segundo, «la elimina-
9
ción de los vicios» . T o d o esto es penoso, supone m u c h o esfuerzo
y sacrificio. C o l u m b a n o , inspirándose en los maestros antiguos
—Basilio, Jerónimo, Casiano—, a m e n u d o usando sus mismos
vocablos, hace hincapié en los ayunos, las vigilias, la abnegación.
10
«Hay que ayunar todos los días, como se come todos los días» .
El descanso nocturno debe ser tan corto que el monje, al dirigirse
n
a la cama, duerma ya en el camino . «Viva el monje en el m o -
nasterio bajo la disciplina de un solo padre, p a r a que de u n o
aprenda humildad, de otro paciencia; u n o puede enseñarle silen-
n
cio, otro mansedumbre. N o haga lo que quiere...» . «Los mon-
jes deben guardarse de u n a independencia orgullosa, y aprender la
verdadera humildad», pues «hasta que aprendan la humildad de
Cristo, no experimentarán la suavidad del yugo de Cristo y la leve-
13
dad de su peso» .
Otras ideas fundamentales de Columbano —ya queda
apuntado— son: la de la caducidad del m u n d o —creía hallarse ya
en el declive final—; la de inestabilidad del hombre, eterno vian-
14
dante, que debe vivir como si se estuviera muriendo , en u n a es-
15
pecie de terror perenne ; la de que la vida h u m a n a es incierta,
16
ciega, cegadora y llena de ilusiones . Enseña que Dios es el único
refugio verdaderamente seguro; que la única dignidad del h o m b r e
consiste en ser semejante a Dios, en ser libre para amar a su Crea-
dor y Redentor. Insiste en la «humanidad de corazón», la «pureza
de corazón», el examen de conciencia. Hace resaltar la excelencia
del «hombre interior» sobre el «exterior». Recomienda la ciencia
que conduce a Dios. «Busca la ciencia suprema» —dice—, n o «las
11
disputas de palabras» . « L a discusión y el orgullo no enseñan
18
nada acerca de Dios» Recomienda calurosamente el ejercicio de
9. Ibid. 4.
10. Ibid. 3.
11. Ibid. 10.
12. Ibid.
13. Ibid.
14. Cf. Instrucciones 3.
15. Cf. Ep. 5.
16. Cf. Instrucciones 6; Ep. 5.
17. Instrucciones 1.
18. Ibid. 2.
498
la caridad fraterna, el amor a todos los hombres, a los humildes, a
los pobres. Le preocupa la unidad de los cristianos. Despierta y es-
timula el h a m b r e y sed de Dios. En la patria nos está esperando el
pan de los ángeles. La patria está situada en donde" está el Padre
|,;
de los cielos; el pan de los ángeles es la visión de Dios .
Los castaños revisten sus frutos de una coraza verde, erizada
de púas. Así sucede con la espiritualidad de C o l u m b a n o . El sabro-
so núcleo central está envuelto en u n a capa de ascetismo duro, ca-
si exacerbado; pero el núcleo está allí, dentro de su caparazón de
espinas. C o l u m b a n o h a cantado en frases breves, henchidas de
místico lirismo, el amor a Jesús y esa sed angustiada del Dios vivo
que Jesús hace crecer y crecer en el alma de sus seguidores. Hay
que profundizar —enseña— en el objeto de nuestro amor. Cita el
Cantar de los cantares, para insinuar, más que describir, la ínti-
ma, idílica vivencia del alma con el Esposo. Evoca la acción del
Espíritu Santo que, escondida, misteriosamente, cura la herida
que el a m o r produce en el alma y la hace desear a Dios más y más
intensamente.
El monacato franco-irlandés
Advierte F . Prinz que la expresión «monacato franco-irlandés
—«iro-fránkische Mónchtum»— es intencionada: se propone res-
tar protagonismo, exagerado por muchos historiadores, al mona-
cato irlandés en el continente europeo durante los siglos vil y
1
v m . El título abarca los monasterios de la región comprendida
499
cutre el Loira y el Rin que directa o indirectamente estaban rela-
cionarlos con los monjes irlandeses y debieron su prosperidad ma-
yormente a la munificencia y protección de la nobleza franca.
San C o l u m b a n o y sus monjes irlandeses —ya se ha aludido a
ello— provocaron tensiones importantes, n o sólo con la monar-
quía y los obispos, sino también en el seno de las comunidades, es-
pecialmente en Luxeuil. La causa de estas tensiones internas era el
empecinamiento de los insulares, que se negaban rotundamente a
a b a n d o n a r los usos —tan extraños— de su Iglesia para adoptar
los francos, que eran los de toda la Iglesia de Occidente. La situa-
ción, que llegó a ser grave, experimentó u n a mejoría notable
cuando C o l u m b a n o y sus compañeros más íntimos y antiguos tu-
vieron que abandonar Luxeuil. En seguida, los monjes franco-
burgundios t o m a r o n la dirección del monasterio. Valdoleno, Va-
lerio y Agilo formaron un triunvirato que restableció el orden. Pe-
ro la desaparición de la escena del rey Teodorico y la discutida
Brunequilda permitió a C o l u m b a n o imponerles u n abad en la per-
sona de Eustasio, natural de Macón, que era la viva imagen de su
maestro. Un santo, ciertamente, pero un santo obstinado, apega-
do apasionadamente a los usos irlandeses y además, según parece,
de carácter autoritario. Llegaron a los Vosgos nuevos elementos
procedentes de Irlanda. Y se inició una emigración en sentido con-
trario: ahora eran los galofrancos quienes a b a n d o n a b a n Luxeuil y
sus filiales, pues la atmósfera se les había hecho irrespirable. No
se sabe lo que fue de Valdoleno; Agilo fue a fundar en Rebais, y
Valerio a la fundación de Lauconaus. El triunvirato se había des-
vanecido. Eustasio p u d o gobernar a su aire, es decir, manteniendo
firmemente las costumbres irlandesas. Y continuó la emigración
de monjes inconformistas. A m a t o y Romarico fueron a fundar
Ramiremont. Y hay motivos p a r a creer que otras fundaciones tu-
500
vieron su origen en el deseo de fomentar la paz, siempre precaria
en Luxeuil.
P o r aquel entonces surgió un nuevo campeón del cambio. Se
llamaba Agrestio, monje de Luxeuil. P r o c u r ó la supresión de las
peculiaridades irlandesas, manteniendo todo el rigor de la discipli-
na impuesta por C o l u m b a n o . N o abogaba, pues, por una relaja-
ción ni una mitigación. Convenció a los monjes de Ramiremont,
pero fracasó en Bobbio y en Eboriac. Santa Fara, la abadesa de
este monasterio, que más adelante se llamaría Faremoutiers, era
una apasionada discípula de san C o l u m b a n o y san Eustasio; no
quiso cambiar nada. En Bobbio había sucedido a san Columbano
uno de sus más íntimos y queridos discípulos y colaboradores, At-
tala, natural de Burgundia y procedente del monasterio de Lérins,
que quiso mantener a toda costa los usos heredados de su maestro
y provocó una explosión pareja a la de Luxeuil pocos años des-
pués; pero supo tratar con gran dulzura a los insurgentes, y Bob-
bio empezó a convertirse en un foco de vida espiritual e intelectual
de primera importancia, y sus numerosas cellae, en centros de
cristianización y vida anacorética en el Norte de Italia. El tradicio-
nalismo, pues, se mantenía fuerte y lozano. Se convocó un conci-
lio en M a c ó n (626), en el que Eustasio impuso silencio a Agrestio,
que n o t a r d ó m u c h o en morir.
Prosiguieron las fundaciones, más o menos necesarias para
mantener la paz. En Solignac, en Bourges, en París. Algunos lu-
xovienses fueron ordenados obispos y apoyaron la expansión. En
el Norte de la Galia seguía habiendo gran número de paganos; se
imponía una nueva evangelización. El propio Eustasio trabajó en
ella. A su muerte faltó muy poco p a r a que le sucediera el anciano
Galo, u n o de los pocos históricos que todavía quedaban; los fi-
loirlandeses fueron a buscarle a su eremitorio de la ribera del
de Costanza, pero Galo tuvo la prudencia de rehusar la
Ocupó la sede abacial Waldeberto, quien paulatinamenti
cambiando los usos irlandeses por los normales en la Iglesia v""
monacato de Occidente. Desde entonces Luxeuil brilló comj/foc
poderoso de vida monástica en el Este de la Galia, como Tour!
brillaba en el Oeste. El largo abadiato de san Waldeberto (629?
670) constituye la gran época del monacato franco-irlandés^;cadí.
vez más franco y menos irlandés. í
¿- 50.
fr.Vt t.
Se cxlcndía por u n vasto territorio. Incluso se había propaga-
do —moderadamente— en países germanos: Waltenburg, Tholey,
ole. La dinastía merovingia, —especialmente Clodoveo II y su es-
posa Batilde, así como también Sigeberto de Austrasia— fomentó
su florecimiento. Batilde ( + 680), después de invitar a los obispos
a imponer en los monasterios de sus diócesis la observancia
benedictino-columbaniana (650), participó directamente en la
fundación de los monasterios de Fontenelle, Jumiéges, Corbie,
Saint-Laumer en Blois; introdujo la regla benedictino-columba-
niana en monasterios antiguos, como Saint-Médard de Soissons,
Saint-Denis de París, Saint-Aignan de Orleáns; y terminó por to-
mar el velo en el de Chelles (673), que ella misma había fundado.
Fleury vivía también bajo la «regla mixta» cuando, a fines del si-
glo v n , recibió, supuestamente, las reliquias de san Benito y em-
pezó a prosperar, así como también Saint-Wandrille, dotado por
santa Batilde, y Stavelot-Malmedy, en las Ardenas.
C o l u m b a n o , desde su llegada a los Vosgos, había mantenido
estrechas relaciones con los reyes, los poderosos, la aristocracia
real merovingia, en particular con los nobles señores de la corte de
París. G r a n proselitista, pescador de hombres, había ganado para
la vida monástica numerosos jóvenes de la nobleza, que ingresa-
ron en Luxeuil. Ello, j u n t o con la personalidad señera y la santi-
dad de C o l u m b a n o , explica el pronto y extraordinario desarrollo
del monasterio y su enorme influencia, que ejercía directamente o
a través de sus filiales y, sobre todo, de los obispos salidos de su
seno y, anteriormente, de la schola palatii. Eustasio, sucesor de
Columbano, estrechó todavía más los lazos que unían Luxeuil y el
movimiento monástico que capitaneaba con la corte de París, cen-
tro del reino merovingio, con el resultado de que numerosos aristó-
cratas consideraron la prosperidad del monacato franco-irlandés
como algo que les concernía directamente. Esta alianza entre mon-
jes y nobles fue transcendental. «Del impulso irlandés d a d o por
C o l u m b a n o al desarrollo monástico en Francia nació una realidad
específicamente franca, y el nuevo tipo de monacato, dirigido
ahora preferentemente por francos y galorromanos, se contrapu-
so, como forma de vida monástica estrechamente vinculada a la
estructura del poder de los francos, al antiguo monacato galo de
502
2
Lérins y T o u r s , y poco a poco lo fue reformando» . L a nueva
concepción del monasterio —rico, poderoso y complejo— se im-
puso a la concepción tradicional, mediterránea, que D. Knowles
califica de «familiar», en el que u n a comunidad monástica, gene-
ralmente n o muy numerosa, servía a Dios modestamente, sin am-
biciones de desarrollar grandes empresas espirituales o tempora-
les.
Los monasterios merovingios, a menudo muy poblados —con-
taban generalmente de cien a doscientos monjes—, acogían a pri-
sioneros de guerra y esclavos, se ocupaban en la cristianización de
las gentes del campo todavía paganas o mal evangelizadas, en la
organización de nuevas iglesias y en la colonización y cultivo de
tierras a b a n d o n a d a s o todavía vírgenes, ganadas a los grandes
bosques o a los pantanos. Pronto se hicieron ricos. Sus abades se
convirtieron en señores poderosos, y sus monjes, libres de la nece-
sidad de trabajar para subsistir, pudieron cultivar las letras y las
artes, y cantar en el coro durante largas horas del día y de la no-
che. P . Riché no puede menos de expresar su admiración por los
grandes monasterios de la Galia transformados en focos de cultu-
ra. Ya a fines del siglo vn la actividad literaria y artística de los
monjes contrastaba con la decadencia de la cultura de los clérigos
seculares; los scriptoria de Luxeuil, de Corbie, de J o u a r r e estaban
en plena actividad, mientras los artistas embellecían sus iglesias;
en Nivelles, Rebais, Fontenelle, los abades m a n d a b a n redactar vi-
das de santos; en Volvic y en Manglieu los monjes descubrían de
3
nuevo la literatura clásica... . Las bibliotecas de los monasterios
se llenaban de códices, y en sus escuelas enseñaban maestros com-
petentes. El monasterio ya no era la mansión donde vivía u n a fa-
milia espiritual, sino una organización complicada, un centro
agrícola e intelectual, artístico y artesanal, comercial y misionero.
Un foco de religión y cultura.
En suma, la chispa irlandesa prendió y el cañaveral ardió. Co-
l u m b a n o , con su fervor, su palabra y el ejemplo de su vida, susci-
tó un movimiento monástico de gran envergadura. Relacionado
504
Constancio, obispo de Albí, hacia el años 627 Venerando —un
señor seglar, piensa L. Traube— había fundado un monasterio
que no h a podido ser identificado; se llamaba Alíaripa, que en
francés sería Hauterivc. Ahora Venerando desea introducir en él
un nuevo código monástico, que designa con el título de Regula
sancti Benedicti abbatis Romensis. Con su carta envía a Constan-
cio u n a copia de dicha regla, para que se guarde como texto autén-
tico en el archivo de la catedral de Albí. Y m a n d a al abad y mon-
jes de Alíaripa, bajo amenaza de sanciones severas, que la acepten
1
y cumplan .
El título de abbas Romensis aplicado a san Benito h a parecido
«enigmático» a Gregorio Penco. Y, en realidad, sorprende. Fran-
cis Clark h a sacado de ello u n argumento para combatir la auten-
ticidad gregoriana de los Diálogos; si los Diálogos hubieran existi-
do, Venerando n o hubiera calificado a san Benito de « a b a d roma-
2
no» . L a conclusión de Clark es exagerada. A . de Vogüé escribe:
el calificativo Romensis dado a Benito en esta carta y en otros do-
cumentos ¿es « u n indicio del desconocimiento de los Diálogos,
que presentan a Benito como u n abad que vivía bastante lejos de
Roma? En m o d o alguno, pues ' r o m a n o ' n o se opone a las locali-
zaciones indicadas en la Vida de Benito. Vistos desde la Galia, Su-
biaco y Montecasino d a n la impresión de estar situados en la re-
3
gión de R o m a » , etc. . Dejemos las discusiones y quedémonos con
lo que parece incuestionable: la implantación de la Regla benedic-
tina sola en u n monasterio de la diócesis de Albí hacia el a ñ o 627.
Alíaripa sería el primer monasterio «benedictino» conocido des-
pués de los fundados por el propio san Benito.
La importancia que tuvo la Regla benedictina a lo largo del si-
glo v n h a sido infravalorada. Solía oponérsela a la de san Colum-
b a n o . Benito y C o l u m b a n o , como dos luchadores, habrían com-
batido entre sí para lograr la hegemonía sobre el m o n a c a t o occi-
505
tlrntiil; C o l u m b a n o era excesivamente severo; Benito, por el con-
trario, destacaba por su moderación; venció la moderación, el ne
quid nimis del fundador de Montecasino. También se decía que
san C o l u m b a n o ignoró voluntariamente la Regla benedictina,
pues n o cuadraba con su temperamento y sus convicciones pro-
fundas, y que fue su sucesor en Luxeuil, san Eustasio, quien susti-
tuyó la Regla de San C o l u m b a n o por la de san Benito. Son puras
fantasías. G. Moyse, en u n trabajo sereno e imparcial llegó a la
conclusión que fue el propio san C o l u m b a n o quien introdujo la
4
Regla benedictina en sus monasterios . Sea de ello lo que fuere, lo
cierto es que Benito y C o l u m b a n o podían convivir pacíficamente
y provechosamente en u n a regla monástica; lo prueban, como vi-
mos al tratar expresamente de las reglas de los siglos v i y vil, las
que dos luxovienses, Waldeberto y D o n a t o de Besancon, compu-
sieron para sendas comunidades femeninas. Parece indudable que
C o l u m b a n o utilizó a Benito al principio de su Regula monacho-
rum y que la Regla benedictina «formaba parte de la herencia del
5
gran irlandés» . Esto explica su éxito en Luxeuil y los demás m o -
6
nasterios franco-irlandeses . Las reglas monásticas de Benito y
C o l u m b a n o se amalgamaron, al parecer, n o en u n a tercera regla,
—una regla de síntesis—, sino en la práctica cotidiana de los aba-
des y comunidades. C o l u m b a n o contribuiría a la regula mixta po-
niendo espíritu, fervor, el cursas litúrgico, ciertas costumbres, se-
guramente el penitencial; Benito se encargó de la organización del
monasterio en todas sus dimensiones, pues la regla columbaniana
era u n a regla casi exclusivamente espiritual. Así, de la m a n o del
gran irlandés, Benito fue introduciéndose en muchos monasterios.
Y como se lee en u n a página hagiográfica, u n tanto desaforada,
«ejércitos de monjes y enjambres de vírgenes sagradas, hijos de la
regla de los bienaventurados padres Benito y C o l u m b a n o , empe-
506
zaron a extenderse por las provincias de Galia, n o sólo por los
campos, pueblos, villas y aldeas, sino también por la inmensidad
1
del desierto» .
Pasaron los años. El recuerdo del profeta llegado de la «isla de
los santos» empezó a debilitarse. Poco a poco fueron a r r u m b a n d o
su Regula monachorum. La fórmula consagrada «secundum re-
gulan sancti Benedicti et sancti Columbani» acabó por abreviarse
en muchos monasterios y se quedó en «secundum regulam sancti
Benedicti» a secas. C u a n d o , a mediados del siglo v n , santa Batil-
de pedía a obispos y abades que implantaran en los monasterios el
8
«santo orden regular» , se refería a la «regla mixta» de Benito y
C o l u m b a n o . Años más tarde, entre el 663 y el 675, en u n concilio
reunido en A u t u n se prescribió a los obispos y a los monjes la ob-
9
servancia de los cánones y de la Regla de san Benito . Y en Bob-
bio, donde reposaban sus restos mortales, p u d o leerse durante
mucho tiempo, esculpida en el baldaquino, la siguiente inscrip-
ción: «San C o l u m b a n o , irlandés, discípulo y seguidor de san Be-
10
nito» .
507
CONCLUSIÓN
509
tradición benedictina, todavía en período de gestación, p u d o co-
nocer ul padre que la engendró.
T a n t o la Regla como los Diálogos al tratar del período casi-
nense de la vida de Benito, nos permiten conocer u n monasterio
de «vida simple». U n monasterio que era y pretendía ser lo que su
nombre significaba: un lugar separado del « m u n d o » en el que u n a
comunidad de hermanos en Cristo servía a Dios llevando u n a vida
sencilla, al nivel de la gente modesta, campesinos y artesanos, que
se ganaban el pan con el sudor de la frente. Los monjes no tenían
más ocupaciones fijas que cantar las divinas alabanzas en el orato-
rio — o en el campo, si era preciso—, embeberse de la P a l a b r a de
Dios en la práctica de la lectio divina y la meditado, y trabajar en
lo que se les m a n d a r a : en la huerta, en los campos, en los talleres,
en la cocina, en la hospedería... La oración y el amor m u t u o , que
ejercitaban sirviéndose y complaciéndose unos a otros conforme a
la enseñanza y el ejemfrlo del Señor que les había convocado, te-
nían en sus vidas u n a importancia absolutamente relevante. E n es-
to, y sólo en esto, consistía la «vida benedictina» en su simplici-
dad primigenia.
¿Durante cuánto tiempo se practicó tal género de vida monás-
tica? L o ignoramos. Los lombardos destruyeron Montecasino ha-
cia el aflo 577, y sus monjes se dispersaron. ¿Volvieron a unirse?
Los monasterios de Subiaco y Terracina se nos desvanecieron
igualmente en las sombras de lo desconocido. La familia monásti-
ca creada por san Benito desapareció sin dejar rastro. C u a n d o , en
el aflo 717, se restauró Montecasino, no lo ocuparon los descen-
dientes espirituales de los antiguos monjes, sino gentes enteramen-
te nuevas.
P o r m u y paradójico que resulte, hay que admitir que los forja-
dores de la tradición benedictina no fueron discípulos directos de
san Benito, no fueron «benedictinos». L a Regla, incuestionable-
mente, constituyó el núcleo central. M á s adelante se le j u n t ó la
«vida» de san Benito, n a r r a d a por san Gregorio M a g n o , su gran
admirador. Gregorio aportó además un acervo inestimable de
doctrina espiritual, de carácter bíblico y contemplativo. Gregorio
debe considerarse, n o cabe la menor duda, como el gran colabora-
dor de Benito al poner los cimientos de la tradición benedictina. A
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continuación se agregaron otros elementos procedentes de las di-
versas parcelas y corrientes del m o n a c a t o occidental, que enrique-
cieron y al mismo tiempo — t o d o hay que decirlo— transformaron
notablemente la naturaleza del depósito primitivo. C u a n d o apare-
cieron —o reaparecieron— en la escena de la historia monasterios
que, por regirse oficialmente sólo por la Regla de san Benito, pue-
den calificarse de «benedictinos», la simplicidad de los origenes se
había esfumado.
Cierto, es posible y aun probable que esta simplicidad se con-
servara en monasterios pequeños y pobres. Pero los que contaban
realmente eran los monasterios grandes, ricos, poderosos, cada
vez más suntuosos, focos de religión y cultura, santuarios en que
se veneraban los restos de santos famosos, frecuentados por pere-
grinos en busca de perdón y clemencia. Sus abades ya n o eran sim-
ples padres espirituales de los monjes que les habían elegido p a r a
que los ayudaran a ir a Dios con su ejemplo, su doctrina y sus ex-
hortaciones. Eran señores que ejercían su autoridad sobre vastos
dominios; algunos, ciertamente, hombres virtuosos e incluso san-
tos, pero otros, tal vez la gran mayoría, personajes y personajillos
más preocupados por las cosas temporales y caducas que por el
progreso espiritual del rebaño que les había sido confiado. La
promoción social de los monjes, cuyo proceso había empezado a
desarrollarse mucho antes, era ya un hecho consumado. Antes,
eran obreros, horticultores, agricultores, artesanos, gente sencilla
que tenian que trabajar con sus m a n o s p a r a subsistir. A h o r a , per-
tenecen a la clase de los propietarios, de los ricos y poderosos. Tie-
nen colonos, criados, siervos e incluso esclavos que trabajan para
ellos. Ya n o necesitan aplicarse al trabajo manual p a r a subsistir y
hacer limosna. Pueden dedicarse a la celebración prolija y, con
frecuencia, p o m p o s a de la sagrada liturgia. Pueden dedicarse a los
estudios, a la enseñanza, a escribir, componer música, miniar có-
dices, a m o n t o n a r libros en sus bibliotecas. En u n a palabra, dispo-
nen del ocio necesario para cultivar las letras y las artes. T o d o es-
to, evidentemente, n o estaba previsto. Son elementos extraños,
advenedizos, que se incorporan al depósito original que las gene-
raciones sucesivas se irán transmitiendo unas a otras. La inmensa
mayoría de monjes los considerarán como parte integrante de su
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lililíinionio, de su tradición. Otros, por el contrario, n o sólo du-
darán de la legitimidad de su pertenencia a la tradición genuina-
mcnte benedictina, sino que pretenderán excluirlos y volver a la
simplicidad de los orígenes. A lo largo de toda la historia surgirán
voces de protesta, a m e n u d o airadas, y movimientos inconformis-
tas. Así, el de los primeros cistercienses, el más destacado y radi-
cal de todos.
Esta transformación aparecerá con t o d a nitidez en el siglo v m ,
pero ya empieza a manifestarse en los dos últimos decenios del
v n , cuando en la Galia septentrional y oriental, en la Italia ocupa-
d a por los lombardos y en la Inglaterra anglosajona, por citar tan
sólo los países más destacados, tuvo lugar un verdadero renaci-
miento monástico. Los promotores del cambio, curiosamente,
fueron sobre todo los reyes bárbaros y sus proceres y nobles seño-
res, especialmente, con toda probabilidad, los merovingios; mu-
cho más que los abades y monjes franco-irlandeses y otros. Casio-
doro había considerado los monasterios como conservadores
ideales de la cultura antigua, tanto eclesiástica como profana. Los
poderosos de este m u n d o vieron en ellos muchas más posibilida-
des y los convirtieron en centros de civilización cristiana. Desde
ellos se emprendería la tarea urgente de revalorizar y colonizar las
tierras yermas, al mismo tiempo que se trabajaría en la evangeliza-
ción de los pueblos todavía paganos o mal cristianizados; los
monjes pasarían larguísimas horas en el coro, intercediendo por
t o d o el pueblo de Dios, pero muy especialmente por sus bienhe-
chores; copiarían los textos antiguos, se dedicarían —los que fue-
ran aptos para ello— a estudiar, a escribir, a enseñar, a pintar, a
planear y embellecer iglesias y otros edificios monásticos... De ahí
que reyes y nobles señores rivalizaran en fundar monasterios, que
dotaban espléndidamente, y en reformar los ya existentes, p a r a
que pudieran cumplir la misión que se les confiaba. Los carolin-
gios no harán más que continuar, confirmar, ampliar y magnifi-
car la obra de sus predecesores.
E n suma, la incipiente tradición benedictina complicó notable-
mente la idea de san Benito al integrar en su depósito importantes
elementos de otras procedencias. El monasterio original de «vida
simple» se trocó en monasterio de vida complicada. H a b í a asumi-
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do tareas imprevistas. Su organización y desarrollo n o facilitarán
la vida propiamente monástica. Además, el hecho de haberse con-
vertido en centro de actividad económica y política le planteará
multitud de problema, le acarreará envidias, ambiciones, interfe-
rencias de los poderosos en asuntos internos... Dios, según el ada-
gio, es el único que da; los hombres intercambiamos. San Cesáreo
de Arles —lo hemos visto— habla de la vid y el olmo; los monjes
son la vid y el olmo los ricos en bienes temporales. La vid se arri-
m ó al o l m o , trepó y trepó por sutoontfo. Y el olmo le pasó la fac-
tura por el apoyo prestado.
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