Está en la página 1de 6

Almuerzo y dudas

Mario Benedetti
El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no
fue atraída por el alegre maniquí sino por su propio aspecto
reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se acomodó el
gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.
-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta. La mujer sonrió y le tendió la
mano. No sabía que los hombres fueran tan presumidos. Él se rió,
mostrando los dientes. Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que
estar trabajando. -Tendría. Pero salí en comisión.
Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de
puesta al día. Además -dijo- estaba casi seguro de que usted
pasaría por aquí. Me encontró por casualidad. Yo no hago más este
camino. Ahora suelo bajarme en Convención.
Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la
esquina, esperaron la luz verde. Después cruzaron.
-¿Dispone de un rato? -preguntó él. -Sí.
-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta
vez se va a negar?
-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.
Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a
un restorán. Ella examinó la lista, con más atención de la que
merecía.
-Aquí se come bien -dijo él.
Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a
quitarse el abrigo. Después de examinarlos durante unos minutos, el
mozo se acercó. Pidieron jamón cocido y que marcharan dos
churrascos. Con papas fritas. -¿Qué quiso decir con que no sabe si
está bien?
-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.
-Ah.
Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En
la mano derecha tenía una mancha de tinta.
-Nunca hemos conversado francamente -dijo-.
Usted y yo. -Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho
muchas veces las mismas cosas.
-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O
de las mismas, pero sin engañarnos?
Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.
-¿Amiga de su mujer?
-preguntó ella.
-Sí.
-Me gustaría que lo rezongaran.
Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado. -Quisiera
conocerla -dijo ella.
-¿A quién? ¿A esa que pasó?
-No. A su mujer.
Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le
aflojaron. -Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.
-No sea hipócrita. Yo sé como soy. -Yo también sé como es.
Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y
acarició la servilleta. "Gracias", dijo él, y el mozo se alejó.
-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella. Él tosió sin ganas,
pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.
-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...
La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la
mancha.
-Ya no se ve más.
Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.
-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la
mujer-, que podría hablar sencillamente, sin darle una imagen falsa,
una especie de foto retocada.
-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?
-Supongo que sí.
-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?
-Supongo que sí.
Él se quedó con el tenedor a medio camino.
Luego mordió el trocito de jamón.
-Prefiero la foto sin retoques.
-¿Para qué?
-Dice "¿para qué?" como si sólo dijera "¿por qué?", con el
mismo tonito de inocencia.
Ella no dijo nada.
-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería
usted.
-¿Y eso importa?
-Puede importar.
El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral.
"¿Con limón?" "Bueno, con limón."
-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?
-Sí.
-Naturalmente. Son nueve años.
-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?
-Bueno, parece que usted también cree que los años
convierten el amor en costumbre.
-¿Y no es así?
-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.
Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.
-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se
creen psicólogos, siempre están descubriendo complejos. Él sonrió
sobre el pan con manteca.
-No es un punto en contra --dijo- porque el hábito también
tiene su fuerza. Es muy importante para un hombre que la mujer le
planche las camisas como a él le gustan, o no le eche al arroz más
sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche,
justamente cuando uno la precisa.
Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.
-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.
Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos,
recomendó que hicieran un tajito en la carne a ver si estaba cruda,
hizo un comentario sobre las papas fritas y se retiró con una mueca
que hacía quince años había sido sonrisa.
-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito
vale por sí mismo, pero también influye en la conciencia.
-¿Nada menos?
-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la
costumbre conyugal lava de a poco el interés.
-¡Oh!
-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que
la novedad desaparece, en fin, que el amor se va encasillando
cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.
-¿Y eso está mal?
-Realmente, no lo sé.
-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?
-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me
distrae.
-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.
-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa
mecanización, de ese automatismo. Uno sabe que una mujer como
usted, una mujer que es otra vez lo nuevo, tiene sobre la esposa una
ventaja en cierto modo desleal.
Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos
sobre el plato.
-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido,
rigurosamente conocido. No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..
-Yo, por ejemplo.
-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en
el hábito, tiene por ahora la ventaja de la novedad. Uno vuelve a
esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta que se abre,
cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno
vuelve a sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.
-¿Y la conciencia?
-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno
va a abrir la puerta de calle o cuando se está afeitando y se mira
distraídamente en el espejo. No sé si me entiende. Primero se tiene
una idea de cómo será la felicidad, pero después se van
aceptando correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas
las correcciones posibles, uno se da cuenta de que se ha estado
haciendo trampas. ¿Algún postrecito?", preguntó el mozo,
misteriosamente aparecido sobre la cabeza de la mujer. "Dos
natillas a la española", dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se
alejara, para seguir hablando.
-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí
mismos. -Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en
La Floresta. Pero entonces la aplicaba a otra cosa.
Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.
-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?
-Bueno.
-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?
-Es ridículo. De eso estoy seguro.
-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no
olvide que me lo está diciendo a mi.
El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él
pidió la cuenta con un gesto.
-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe
que me gusta mucho.
-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?
-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.
-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?
-Que está en condiciones de conseguirlo todo.
-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?
Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada,
después resopló más que suspiró, y agitó un billete con la mano
izquierda.
El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre
el platillo, sin perderse ni un gesto, sin descuidar ni una sola mirada.
Recogió la propina, dijo "gracias" y se alejó caminando hacia atrás.
-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer dijo él-, pero si
ahora me dijera "venga", yo sé que iría. Usted no lo va a hacer,
porque lógicamente no quiere cargar con el peso muerto de mi
conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso
que es.
Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla
tranquilamente sobre la de él. Lo miró fijo, como si quisiera
traspasarlo.
-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-.
Por lo visto
usted lo sabe todo. Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo.
Cuando salían, el mozo hizo una ceremoniosa inclinación de
cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato
estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con
los labios apretados, y dijo: "Gracias por la comida." Después se fue.

También podría gustarte