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Edición
Cristóbal Zapata
Prólogo
Alejandro Sebastiani Verlezza

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© 2018, GAD Municipal del cantón Cuenca
© 2018, ARMANDO ROJAS GUARDIA

Marcelo Cabrera Palacios


ALCALDE DE CUENCA

Francisco Abril Piedra


DIRECTOR GENERAL DE CULTURA, RECREACIÓN Y CONOCIMIENTO

Concepto de la colección: Cristóbal Zapata

Cuidado de la edición: Silvia Ortiz Guerra


Diseño y diagramación: Juan Pablo Ortega
Organización y revisión de los textos: Luisa Helena Calcaño Gil (Caracas)
Levantamiento de textos: Norys Primera (Caracas)
Revisión de pruebas: Marcia Peña Andrade
Impresión: Centro Gráfico Salesiano - Editorial Don Bosco

Portada: Armando Reverón, Cocotero, c. 1944, témpera y arena sobre tela, 50.3 x 58.3 cm.
Colección: Fundación Museos Nacionales, Galería de Arte Nacional, República Bolivariana
de Venezuela. Archivo: Centro de Documentación Nacional de las Artes Plásticas (CINAP)

ISBN: 978-9942-8722-1-0

Cuenca-Ecuador, noviembre de 2018

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ARMANDO ROJAS GUARDIA

[Obra poética 1979-2017]

Edición
Cristóbal Zapata

Prólogo
Alejandro Sebastiani Verlezza

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Nota del Editor

Fue el artista y poeta venezolano Yucef Merhi quien, cuando


nos hallábamos definiendo los invitados para el VI Festival de la
Lira, me sugirió el nombre de Armando Rojas Guardia. No tardé
en googlearlo —que es hoy el método universal de información y
pesquisa—, y apenas empecé a rondar sus textos sentí que había
descubierto un poeta excepcional, un poeta que parece escribir en
un perpetuo estado de gracia, «literalmente entusiasmado» como
diría él mismo, es decir, poseído por Dios.
Así, entre el 5 y el 10 de noviembre de 2017, Armando estuvo
en Cuenca. Su humanidad física y espiritual, lunar y solar, su voz
gutural y demorada, su respiración acezante, su aura de monje disi-
dente envuelto en un halo de humo, pero sobre todo la elocuencia
de su poesía y de sus observaciones en las charlas y recitales, lo con-
virtieron muy pronto en uno de los protagonistas del festín lírico.
Este libro es el fruto del deslumbramiento de este encuentro y de las
lecturas sucesivas de su poesía y de su prosa.
Desde que empecé a proyectar esta edición tuve la certeza de
que Armando Reverón y Armando Rojas Guardia debían estar jun-
tos, unidos como están por su onomástico, por la singularidad de su
experiencia vital, por la sagacidad de su mirada, por su talante visio-
nario, por su locura sagrada… razones por las que me alegra mucho
reunirlos aquí.
Por ahora debo reconocer y agradecer a todos los que han he-
cho posible esta publicación:
Del lado de acá: a Francisco Abril Piedra, director de Cultura
del Municipio de Cuenca, quien generosamente amparó el proyecto;
a Marcia Peña Andrade por su ojo avizor; a Silvia Ortiz Guerra, que

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cuidó esta edición con su proverbial pulcritud; a Félix Suazo, que
nos puso en contacto con los funcionarios de la Galería Nacional
para tramitar los derechos de la portada. Y cómo no, a Yucef Merhi,
primer culpable de este empeño.
Del lado de allá: a Armando Rojas Guardia que acogió nues-
tra propuesta sin demora, y que ha asistido con paciencia bíblica a
su realización; a Alejandro Sebastiani Verlezza, autor del prólogo; a
Luisa Helena Calcaño Gil, amiga y cómplice del poeta, quien tuvo a
su cargo la delicada misión de organizar y revisar este corpus poéti-
co, y a Norys Primera, que se ocupó del levantamiento de los textos.
Mi agradecimiento aparte a Clemente Martínez, director eje-
cutivo de la Fundación Museos Nacionales de Venezuela, y a los
funcionarios del CINAP: Mary Omaña, Marysabel Suárez y Gio-
vanni Colmenares.
Estamos seguros de que este esfuerzo editorial no solo hace
justicia a un nombre grande de nuestras letras, sino a sus lectores de
aquí y de allá, a los que ya lo conocen, y a los que están por venir.

C. Z.
Cuenca, octubre, 2018

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PRÓLOGO

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LA ATENCIÓN Y LA PLEGARIA:
ARMANDO ROJAS GUARDIA CONTRA LA SOSPECHA

Quisiera comunicar con cierta claridad —así, al rompe, sin de-


masiado aparataje conceptual— la impresión que me sobrevino la
primera vez que me acerqué a la poesía de Armando Rojas Guar-
dia. Se trata de volver —así sea por un instante— sobre esas sen-
saciones y hacer venir algo —así sea un poco— de lo no dicho y
presentido a este ahora mío. Pienso que solo desde ese ambivalen-
te lugar podría brindar —y lo digo en el sentido más celebratorio
de esta palabra— algunas pistas. Solo así —es la treta que me he
inventado, más no tengo— podría tener sentido que asuma esta
reflexión sobre una poesía que puede presentarse muchas veces
como una meditación sobre la sensorialidad. En aquel entonces,
decía, yo no leí su poesía, no la «estudié», ni tuve tiempo de pen-
sar qué me pasaba mientras la descubría (todo eso vino después,
tal vez ya mismo, para ser más preciso). Y como la sensorialidad
sencillamente ocurre y se percibe, tal vez por eso decir algo se me
hace mucho más escurridizo y me obliga a estos rodeos. Después
de todo quiero pasarle al lector una atmósfera, envuelta con
algunas conjeturas volanderas (las pondré ya mismo a prueba),
acompañado de algunas lecturas recurrentes que me ayudarán a
ponerme en sintonía con la materia que intentaré tratar1.

1
Y para irla dotando de una mayor consistencia, luego de acariciarlas una y otra vez (es mi intento),
no he dejado de pensar en las siguientes palabras de María Fernanda Palacios en Sabor y saber de
la lengua: «Por eso, afirmar el acto crítico sin la coartada de una disciplina formal es arriesgarlo al
desierto de la escritura, pero es también salvarlo del congelador del saber: salvarlo del poder y re-
gresarlo al esplendor de lo móvil: al cuerpo de Esplendor en la terraza de las apariciones: esa lúdica
lucidez —la pluma solitaria y trastornada que, como Zaratustra, es un desterrado de toda verdad:
nada más que payaso, nada más que poeta» (Otero Ediciones, Caracas, 2004, p. 39).

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Lo primero por decir está en unos versos de Cintio Vitier.
Pertenecen a su «Cántico nuevo» y pocas veces me abandonan:
«He pasado de la conciencia de la poesía/a la poesía de la
conciencia, porque estoy, a no dudarlo/entre la espada y la pared».
Pues yo veo a Rojas Guardia aquí. Me parece que su poesía —y
su vida, en más de un sentido— se ha movido en este incierto
y fértil espacio. Quiero decir: la voz que habla en sus libros
está situada entre la espada y la pared muchas veces. Y en esos
límites, de manera sorpresiva, ocurren los asentimientos, los
encuentros, tal vez una muy personal experiencia de lo sagrado
en la ciudad. Entre la espada y la pared está el Roquentin de
Sartre al final de La náusea, cuando parece «liberarse» por un
momento al escuchar un spiritual. Pero también va contra la
pared el que intenta dinamitar la sospecha y cantar en su upper
room, pues la experiencia del asentimiento interior, ante Dios,
ante la travesía de Cristo del establo a la Cruz, para interiorizarla,
no es automática, ni su percepción proviene de los manuales. No,
no hay un sistema conceptual o ideológico que la sostenga, salvo
el de la propia experiencia cuando se logra encaminar —es el
caso aquí— hacia las corrientes de la expresión. No es un asunto
meramente literario: está en una región intermedia, no siempre
clara, donde se abre la posibilidad del asombro. Sí, la pregunta es
cómo una experiencia logra «escribirse» (y qué puede un cuerpo,
claro, como dirá Spinoza). Hay un costado matérico, sensorial
y plástico, repleto de pinturas verbales, barrocas, en diversos
grados, en tanto gozosa yuxtaposición de versos que se mueven
hacia el espesor del pensar. Son, a su manera, paisajes, retablos y
retratos, al mismo tiempo que una reflexión sobre el deseo a partir
de lo que el propio Rojas Guardia llama «la promesa visual». Así
ocurre —antes de escribirse, incluso— una poesía que tiende
casi naturalmente a una cierta armonía contemplativa que solo
puede ser «interrumpida» —o recrece— bajo una presencia que se

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materializa en un arte de la sensación y la captación calidoscópica
del mundo a partir de sus sonidos y texturas. Nace así la poesía de
un hombre entregado a la oración. Razón entonces tiene Rafael
Castillo Zapata —en la aproximación crítica más completa a la
obra de Rojas Guardia— al notar que «sus textos no cesan de
plantearnos problemas ciertamente trascendentales, puesto que
nos obligan a salir de nosotros mismos hacia ese exterior clamante
sin el cual nuestra propia vicisitud se tornaría inapreciable, fútil»2.

Otra clave de lectura para llegar a la poesía de Rojas Guardia


—para nada desligada de la anterior— está en «Contra la
sospecha». Debo decir que no había reparado en este poema
sino hasta hace muy poco. Un amigo común, Luis Gerardo
Mármol Bosch, me lo hizo notar y desde entonces se me abrió un
espacio de comprensión nuevo para esta lectura. Se trata de una
meditación contra «el último ídolo, el más sutil» del siglo pasado y
seguro que de buena parte del que ya mismo corre. Según parece,
Rojas Guardia quiere hacer notar lo siguiente: así como el licor,
la sospecha es otro «aliado ambiguo». Al no ser bien filtrada, al
volverse mero automatismo mental, puede volverse una barrera
ante la percepción de las cosas y hasta una experiencia de la culpa
que incluye el acoso ante los ojos invisibles cuando se instalan en
la propia mirada y distorsionan la percepción del mundo. Pero
una vez fuera del laberinto, limpiadas las puertas de la percepción,
puesta entre paréntesis la «docta ignorancia», ocurre lo que hasta
ahora llamo —a falta de otro nombre mejor— el asentimiento:

2
«Una poética pensante», en Armando Rojas Guardia, Obra poética, Ediciones El Otro, El Mismo,
Mérida, Venezuela, 2004, p.12.

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pues ya se puede descansar
entre los brazos de aquel que de verdad conoce,
arrullados por este impoluto, amparador conocimiento,
cuyo juzgar traspasa, apaciguándolo, el nuestro
y nos invita a suspenderlo mientras trate
de parecerse a él. Su dictamen
sí supone inocencia, no obsesión.
Solo hay un juicio exacto: el del amor.
¿Entendemos el No juzguen de Jesús?

La suspensión del juicio, la modernísima epojé que


practican los fenomenólogos, podría ser la vía que en algún punto
logra su justa confluencia en este «no» cristiano con el que Rojas
Guardia termina su poema. Y hay más: él mismo se encarga de
emparentarlo con el «catolicismo heterodoxo y sabio de José
Lezama Lima». Diría que desde aquí también habla su poesía y un
aire de lo anterior percibo que se asoma en su primer poemario:
Del mismo amor ardiendo. La consolación, la vista del sol, el mar,
ese punto donde las cosas giran y son recogidas por la memoria,
la pregunta por la trama que va por debajo —o arriba— de las
cosas («las líneas presentidas de un diseño»), la reincidencia de las
preguntas, he aquí una primera y muy sensible constelación que le
permite decir en «Aves»:

Me pregunto
qué ron dulce las embriaga.
Quizá la luz
cuando enronquece
y empapa de quejas el límite del día.
Acaso el viento mismo
quien como ola de cansada espuma
las impulsa a partir hacia el intenso Oeste

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donde muestra el día sus llagas
tumefactas.

Capto una escena solitaria en «Noche de condena». Me


llama la atención. Es un ejercicio de observación demorado, la
travesía del insomne cuyos ojos asumen la exploración poética del
espacio como la mejor vía para navegar las horas nocturnas. Me
parece que es otra forma de estar, sí, «entre la espada y la pared»,
instalado en una suerte de espera, la de un tú que puede ser Dios
—el suyo suyo— o la compañía erótica, pues esta voz no aparece
sola: habla nombrando, invocando, llamando, con el deseo
inminente de una aparición. Pasa en el «Poema de la llegada»:

Cuando tú vienes,
tú el vacío el nada el ya,
el que yo no sé su nombre,
ni interesa,
cuando tú vienes
me siento perder voz,
me seco de palabras,
sueno
simplemente
como tú

Los Poemas de Quebrada de la Virgen nacen de un retiro que el


autor hizo en una zona un tanto apartada de Caracas. A pesar de la
sencilla corroboración de este dato, proporcionado por él mismo,
habría que preguntarse si buena parte de esta poesía no nace a
partir de otro movimiento más profundo: el que experimenta
aquel que no puede aguantar más el deseo de salir. No se trata

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propiamente de un asunto entre polaridades; más bien, diría,
son lentas oscilaciones, un juego de marchas y contramarchas a
veces imperceptibles que se van dibujando en el tempo de Rojas
Guardia y su poesía. Lo que sí parece seguro —quiero volver sobre
esto— es que la oración aparece como un elemento fundamental
y estructurante; tanto en la persona como en la escritura de Rojas
Guardia, es asumida como la vía para encontrar respuestas y a su
vez entablar un diálogo dentro de la tradición poética más cercana
a su sensibilidad. Un ejemplo elocuente está en esa «oración» que
Rojas Guardia le escribe a Lezama Lima, que a su vez lleva el sello
de una poética, pues ve al cubano desde la suya cuando le dice
«hoy voy a orar contigo:/todo es metáfora de todo».
La oración, aquí, conduce directamente a la experiencia de
la atención. Orar, así, escribir como si se orara, no es otra cosa
que poner muy tensas las cuerdas de la voz. Puede salir un canto
afinado, o algo parecido al alarido, el silencio del que no sabe qué
hacer con su desazón y sus corazonadas. De este nada fácil espacio
sale también la poesía de Rojas Guardia: una atención desasosegada
y abierta a la percepción plástica del mundo. Justamente esto
es lo que hace notar Alberto Márquez en una breve, pero muy
condensada reflexión: «Su atención, la de sus poemas, la de toda
su obra y la de su vida ha sido un largo proceso al mismo tiempo
reflexivo y sensitivo; por ella ha conquistado uno de los lugares más
altos de nuestra poesía y se ha debatido también una interioridad
que ha sido una fiesta y una cruz»3. Y si la conformación de
ciertos hábitos mentales está relacionada con la proyección de la
mirada en el espacio, también influye la progresiva conformación
de cierta sensibilidad personal que cristaliza en la atención y la
posibilidad constante de metaforizarla. Esto último muy aliado

3
En Recital: Armando Rojas Guardia, Jueves de Poesía. Ciclo Poetas en Voz Mayor, Auditórium, 25
de noviembre de 1999, Espacios Unión, cuadernillo N.° 47.

− 16 −
al «registro» y la captación de lo que pasa muy adentro, en ese
espacio lleno de «quebradas», justo allí donde aparece la monja
que sonríe y sirve la cena «como si ejercitara con los dedos/
—con el alma entre los dedos, mejor dicho—/algún arte sagrado».
Esta presencia, vista como un auténtico don y una gracia, tiene su
complemento y su expansión en el cierre de Poemas de Quebrada
de la Virgen, cuando Rojas Guardia recrea —de nuevo— en su voz
la experiencia de escuchar un spiritual de Mahalia Jackson.
Aquí se asoma ya el particular Dios de Rojas Guardia, el que
aparecerá diseminado en el resto de su obra poética y ensayística,
el que merodea por los bordes de la ciudad, se embriaga con los
neones y los alcoholes, el Dios dionisíaco de los locos y los pobres,
el de la «majestad harapienta». Esta es la vía regia, digo yo, para
entrar a Yo que supe de la vieja herida, un poema impregnado de
asentimientos y llamados, pero al mismo tiempo más abierto a la
poesía conversacional. «Alberto», dentro de esta región, es uno de
los poemas que merece ser resaltados del conjunto. Las lecciones
del exteriorismo, las aprendidas en Solentiname, las asimiladas
junto con los poetas del grupo Tráfico, los procedimientos propios
de la línea de la poesía norteamericana inaugurada en gran medida
por T.S. Eliot, Ezra Pound y prolongada también por Ernesto
Cardenal y José Emilio Pacheco —yuxtaposiciones sabiamente
dosificadas, giros coloquiales, alusiones cultas y callejeras, cierto
desparpajo en la dicción, sin renunciar al lujo verbal; crítica y
participación en los hábitos modernos, cierta melancolía— son
puestas al servicio de un retrato «hablado», el de un amigo y su
vida deseosa. En «Alberto» estalla definitivamente la vocación
más expansiva —la pintura verbal ahora, insisto, «habla»— y más
alineada con los postulados del manifiesto que firmó junto con sus

− 17 −
entonces compañeros de avanzada en Tráfico4 (además de Alberto
Márquez, su hermano Miguel, el propio Castillo Zapata, Yolanda
Pantin, Igor Barreto):

Pequeño sabio del blue jeans, rey silencioso


gobernando en secreto nuestros ritos
(el ron de medianoche, las palabras
ebrias de bolero y nicotina, los encuentros
alumbrados por el neón de la avenida
junto al insomnio parpadeante de los bares
mientras los cines vomitan su ración de gente).

Pero muchas veces he llegado a presentir que es justamente


el deseo y su intrincada relojería lo que se mueve en la poesía
de Rojas Guardia, sobre todo cuando está en su fase de mayor
expectación y busca cómo desplegarse y reconocerse en otras
presencias. Muchas veces percibo esa compresión casi asfixiante
que domina la atmósfera de ciertos poemas de Constantino
Cavafis. Muchos pudieron haber ocurrido —no digo «escritos»,
me refiero a la cosa en sí, vivida— en alguna oscura y humeante
taberna de Alejandría, pero también de Caracas, Mérida, Bogotá,
Friburgo. El deseo y la voluntad, con todos sus cortocircuitos y
avances, aparece en la poesía de Rojas Guardia y lo veo de alguna
manera en este poema del griego (de cuando en cuando suelo
repetírmelo):

4
Un breve paseo por el «Sí, Manifiesto» lo asoma: «…una poesía necesaria, que nuestros interlocu-
tores perciban como palabra de uso y compartida, palabra para la cual, toda trascendencia anémica,
dispéptica, se disuelve ante el poder de convocación que sube, por ejemplo, de las rocolas de los
bares, palabra que tiene mucho que aprender de la imponencia con la que la línea exactísima de un
hit congrega el gozo del stadium, haciendo levantar un eco humano que, en el fondo de los fondos, se
parece al llanto o la risa que todavía allá, en pleno siglo XII, podían recoger de su auditorio los versos
de Berceo» (Manifiestos literarios venezolanos, Juan Carlos Santaella comp., Monte Ávila Editores,
Caracas, 1992, p. 112).

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Nada me retuvo. Me liberé y fui.
Hacia placeres que estaban
tanto en la realidad como en mi ser,
a través de la noche iluminada.
Y bebí un vino fuerte, como
solo los audaces beben el placer.

Me refiero al deseo como presencia capaz de impregnar con


toda su arrastrante fuerza la experiencia cuando ha sido tocada
por el entusiasmo y hace decir que algo, sí, ocurre, ha sido, pero
también «se liberó y fue». Dentro de esta gama de visiones me-
moriosas, se va volviendo cada vez más nítido el mapa que Rojas
Guardia hace del encuentro erótico. Pienso ahora en «Cavafiana»:

Recuerdo las torpezas del comienzo,


el olor de los baños,
la terca timidez de los paseos
buscando casi a tientas
una mirada cómplice, unos ojos
más intento que mi culpa,
luego la temblorosa invitación
junto a un café, que sabe
dulce y atroz como el pecado,
hasta llegar al lujo de los cuerpos
en la clandestinidad de aquel hotel.
Por fin la despedida,
tal vez un intercambio de teléfonos
mientras la ciudad se despereza
y la piel conserva todavía
los olores que la ducha borrará.

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Ahora que no necesito mentir
encuentros deletéreos,
porque el amor ya no requiere
de baratos hoteles ni urinarios,
ratifico, sin embargo,
la subversión de aquel inicio,
la ilegalidad de las caricias complotando
contra la burocracia del placer.
Saludo, como entonces,
al asombro pagano del deseo.

Hacia la noche viva —ofrezco esta ocurrencia— comienza con lo


que podría ser un progresivo desasosiego que recorre de manera
sigilosa la trama interna de este poemario, al menos en sus pri-
meros momentos, pues abre con el «Anatema de la oficina», algo
así como el retrato del tiempo mecánicamente organizado para la
vida burocrática, la «crónica» —la crítica— soterrada de la hartu-
ra personal y el asomo de una experiencia de —y con— el silencio
que estallará con toda su plenitud dolorosa en La nada vigilante
(un poemario de faenas, escrito a partir de una tensa relación con
el lenguaje, o de la misma imposibilidad de tantear con plenitud la
poesía); por eso digo que aquí, en el cuadro de esta «noche viva»,
el entusiasmo parece ceder y abrirse más hacia el vórtice melancó-
lico, los tonos celebratorios se opacan un tanto. De alguna manera
se trata de la «pintura» de su vida moderna, la de Rojas Guardia
y la de todo poeta —o artista— que con suerte logra esquivar o
resistir la vida en el trabajo asalariado. Abrir Hacia la noche viva
con un epígrafe de Bernardo Soares y El libro del desasosiego es
apenas un síntoma de lo anterior. De hecho, este heterónimo de
Fernando Pessoa anuncia una crisis de la razón y al mismo tiem-

− 20 −
po la posibilidad de explorarla hasta sus más fuertes tensiones,
transformarla en mirada meditativa y hasta lírica, word painting.
En otros términos: volver cada cosa tocada con los ojos de esta
peculiar fenomenología, así sea desde la ventana de un anónimo
comedero en Lisboa o Caracas. Hay una sensación de reclusión
que pasa del epígrafe, como decía, a los primeros tramos de Hacia
la noche viva. En «Siesta del ser», por ejemplo, aparece esta terri-
ble visión:

La vida: estiércol último y acuoso,


detritus virginial, bosta de fiebre
fecundando la flora del espíritu

Pero quizá ha sido justamente esa la tensión: la de mostrar


una vivencia tormentosa de lo urbano —colindante con una sen-
sación de irrealidad, al menos muy afín a la que suele sentir Soares
tantas veces ante la monotonía de los paisajes frecuentados a los
que les saca tanto provecho expresivo— y su lado más jubiloso, el
nocturno, allí donde llama el deseo, desde donde se avista y sueña
otra vida, llena de encuentros, entre la oración y el trago, la ale-
gría matutina y una visión de la ciudad que parece ofrecer, en sus
resquicios, más de un salvoconducto, más de un espacio para la
devoción, así sea fugaz. Sí: la «superación» del tedio, por qué no,
en ciertos instantes de atención, algo así como un paisaje recobra-
do. Basta revisar los siguientes poemas: «Agua lustral», «Intenta-
ba mi oración», «La cuarta dimensión», «Spiritual» y ese valioso
arte del consuelo que se despliega —al menos para mí— en «Todo
está soportado por la risa», como si ese mismo «funcionario» que
canta su anatema en la oficina se animara e intentara decirse a sí
mismo algunas frases que le den la fuerza necesaria para asumir
«la fatiga/de volver a empezar».

− 21 −
5

Es momento de abrir una vía paralela para entrar en la poesía de


Rojas Guardia: tanto en El mismo amor ardiendo como en Ha-
cia la noche viva se hace presente el poema en prosa. Aquí apa-
rece otro vaso comunicante para captar las evidentes relaciones
que hay entre la poesía de Rojas Guardia y su trabajo ensayístico
y memorial. Hay muchos fragmentos de El Dios de la intempe-
rie, La otra locura y El deseo y el infinito que pueden ser leídos
como poemas incrustados en el tejido de una reflexión —también
«ardiendo»— que cruza los senderos no solo del ensayo sino de
la teología y la filosofía. Lo anterior es todavía más significativo
cuando es el propio autor el encargado de entresacar de su pro-
pia prosa los fragmentos que incorpora en la última parte de la
presente edición. Por esto mismo es pertinente ahora volver a la
pregunta que Castillo Zapata se hace en el estudio ya mencionado:
«¿cómo separar sus poemas del resto de sus textos, de los ensayos,
de las crónicas, de los diarios, de los apuntes biográficos?». No,
no separar, no dividir, no de momento, no ahora, sino estable-
cer filiaciones, nexos, ritmos internos y correspondencias dentro
de una obra «profundamente orgánica» —como el propio crítico
apunta— a pesar de sus eventuales reincidencias, por lo demás
inevitables, puesto que si se trata de una obra que se escribe desde
la vida misma, ¿cómo evadir la tentación —o la tensión— de no
variar sobre el mismo tema, es decir, uno mismo, sus alegrías y ob-
sesiones? Blaise Pascal, para burlarse de Montaigne (¿y no se pare-
cían al menos un tanto?), se refirió al «necio proyecto de pintarse
a sí mismo» que en gran medida anima las páginas del bordelés y
reverbera en buena parte de la modernidad occidental. Me refiero
a la pasión por el autorretrato. Dentro de esta constelación —vida
y literatura, ética y poética— está circunscrito Rojas Guardia. Un
cuerpo, una existencia que se escribe.

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6

Tal vez una de las más cruciales de las experiencias para el poeta
sea la de asumir el silencio y las dificultades de la expresión.
¿Qué hacer cuando sus corrientes se trancan, el ritmo se corta,
el verso se pasma, lo dicho queda a mitad de camino, trunco? Si
ese silencio aparece, si el decir no puede soltarse, ni da con sus
mejores salidas, aparece la sensación de esterilidad, pero también
el esfuerzo de balbucear, lidiar, rogar, hasta dar con el no siempre
posible destrabe. La poesía, desde este lugar, más que don, más
que gracia, más que aliento jubiloso, se vuelve trabajo, faena
(todavía más). Algo así puede palparse en La nada vigilante: el
tono por momentos parece temblar y el lenguaje —lejos de ser
«instrumento», vía de contacto y goce con el mundo— se vuelve
imposibilidad: las palabras se vuelven mera cáscara, no hay
posibilidad de recargarlas y llenarlas de sentido, traducirlas a su
propia lengua y circunstancia. Los murmullos se apagan. O dejan
de oírse: es allí donde la nada, violenta, se instala. Es una visita
sin fecha de partida. Su tiempo parece casi insondable. Pero la
vía de Rojas Guardia fue intentar decirla, recorrerla y tensarla,
darle rostro y sacar de la piedra silenciosa y hostil algún sonido.
Es así una meditación sobre la imposibilidad: esa «nada» habla
y cede territorio a la expresión (la espera del poema «en el ápice
mismo donde cruje»). Así, decidido a meditar la no presencia de la
palabra, brotaron de su misteriosa entraña veinte poemas.
Las puertas de esta «nada», entonces, se abren con lo que me
gustaría llamar una rara invocación, fundada en lo que el mismo
poeta llama una «espera activa». El poema se «aguarda». Rasgados
los primeros signos en la página «bajo la red de mis nervios»,
ocurre la inquieta «pausa virgen que la letra goza». Interpelación
—«interpretación»— de la nada misma, entonces; espacio anterior
a la escritura, «lucidez desierta», paisaje angustioso sobre la página

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que se rige por la dificultad de nombrar. La nada, su vigilancia,
¿de dónde vino su visita quemante? Hay una expresión de Rojas
Guardia que compendia mucho de lo anterior: «decir la noche de
la mente». Para escribir «la nada» parece necesario ir hacia atrás,
entrar en las palpitaciones anteriores del lenguaje, los murmullos
del cuerpo y las sendas arteriales, pegar el oído a lo que todavía
no se expresa. ¿La nada es una herida de la que brota la poesía?
Gemido de una larga batalla: «hurga en la cicatriz recién abierta».

Tras el repaso de La nada vigilante, es al menos curioso repasar


los poemas de El esplendor y la espera. Basta reparar en lo que
evocan estos títulos. Más de una vez me he preguntado qué ha
pasado entre un momento de escritura y otro, cuáles serían las
vías para detenerse entre un intersticio de la experiencia creadora
y el siguiente, qué particular operación transmutadora ocurrió en
el poeta para dar semejante giro, cómo esa dicción entrecortada y
angustiosa cedió y abrió paso al Rojas Guardia de «Escucho a John
Coltrane», «Salir», «Mística del árbol», «Contra la sospecha» (sí,
de nuevo) y sobre todo el de «Arte de la sensación». De pronto,
como en un relampagueo, el reconocimiento de «la iluminación
sensitiva», la entusiasmada intermitencia del hombre que antes
parecía asediado por el fastidiado oficinista —para retomar la
clave de Pessoa, un Soares con nostalgia de ser Ricardo Reis o
Alberto Caeiro— que de pronto pareciera adquirir una consciencia
—tal vez, por qué no, cósmica— y así se siente receptor de altas,
privilegiadas experiencias sensibles, percibe por momentos la
vida como participación, continuidad y no ruptura. Se trata, lo
asume así Rojas Guardia, «de una crucial pedagogía». De apelar
a la cosmovisión cristiana que siempre lo ha acompañado, bien
puede asumirse que este particular «arte» tiene que ver con la

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alternancia entre la soledad y la vida comunitaria, el repliegue y la
expansión ante —y con— los otros. Hay algo que está «faltando»,
por decirlo así, entre un momento y otro de la experiencia. La
sensación vuelta arte poética lo suple, lo enmienda, muy a su
manera. Y pareciera que mucho de lo anterior está sostenido por
la inquietud del que necesita religarse. Pienso en las siguientes
palabras de Harry Almela que colocan al trabajo poético de Rojas
Guardia en un campo de exploraciones más amplio y al mismo
tiempo recuerdan el lugar singularísimo desde donde habla:

el rito social impuesto por la tradición cristiana en su rama


católica no alcanza ni es suficiente para los tiempos que corren.
La relación entre el Amante y el Amado que bien supo poner
en poemas la tradición mística española, se convierte ahora en
otra cosa, en una relación directa y personal, sin intermediarios,
donde el Tú continúa viviendo en la vida cotidiana, sin aureola,
cantado en ritmo de blues5.

Se suele hablar de la confluencia entre la vida y la literatura, cómo


una anima a la otra, cómo ese roce otorga el empuje necesario —la
emoción— para hacer el viaje desde la expresión hasta las formas.
En el caso de los poetas esta relación se plantea con intensidad
particular, dado que las distancias entre la voz del autor —y
su prolongación en la página— suelen volverse mínimas, casi
irrisorias. Hecha esta salvedad, a la hora de situarse frente a La

5
En Fuera de tiesto. Poemas selectos de Armando Rojas Guardia, selección y presentación: Harry
Almela; entrevista con el autor: Ana María del Re. Bid & Coeditor C. A./Ediciones de la Biblioteca
de la Universidad Central de Venezuela, Caracas, 2008, p. 10.

− 25 −
desnudez del loco6, me permito apenas recordar unas líneas de
Adalber Salas Hernández, quien a la hora de reflexionar sobre Rojas
Guardia y su poesía, se refiere al «intento de imbricar escritura y
vida hasta hacerlas indisolubles»7. No, no hace falta ahora hacer
diagnósticos (sobran, más bien), sino de captar las huellas del
proceso, lo que el poeta pudo hacer con la enfermedad, esa materia
salvaje y esquiva, luego de ser invadido por ella. En suma: menos
«clínica» y más experiencia de lectura para decir que la locura,
aquí, es vista por el que la vivió y la puede nombrar. Gabriela Kizer
ha situado el asunto con una claridad meridiana en el prólogo
de una antología poética de Rojas Guardia: «se ha tratado de una
ardua y sostenida tarea de transformación psíquica: la conversión
de la locura —bloque compacto, impermeable, literalizado— en
vida imaginal, en metáfora creadora y vinculante»8.

6
El propio autor, en uno de sus ensayos, sitúa su relación con esa «materia». Dice en «Patología
mental y escritura literaria»: «A lo largo de mi vida he experimentado esporádicos brotes psicóticos,
caracterizados siempre por la invasión avasallante del delirio paranoico. Durante las semanas dentro
de las que transcurre el delirio, no me es posible acceder a ninguna forma de creatividad literaria,
hacia la que, por otra parte, me siento ligado vocacionalmente desde la adolescencia. Una vez, el psi-
quiatra que servía entonces de interlocutor de mi dolencia psíquica, me pidió que tratara de dibujar
de algún modo los contenidos principales del delirio. No me fue posible hacerlo. Quiero decir, pues,
que en esos momentos no puedo transcribir, mediante conceptualizaciones precisas y ni siquiera a
través de imágenes verbales o plásticas, la omnipresente, totalitaria realidad de la ilusión paranoica.
Solo subsiste en mí la entrecortada verborrea, oral, reiterativa, repetitiva, monótona, por medio de la
cual doy cuenta, eso sí, de la infinita coherencia lógica desde la que se manifiesto la misma literalidad
del delirio» (Obra poética, Ediciones El Otro, El Mismo, Mérida, 2004, pp. 419-420).

7
En Armando Rojas Guardia, La puntualidad del paraíso. Antología poética, selección y prólogo:
Adalber Salas Hernández, Sudaquia Editores, Nueva York, 2015, p. 24.

8
Un poco más adelante, agregar Kizer: «Pero no solo se trata de echar fraternalmente sobre los hom-
bros el sufrimiento humano, sino de conjugarlo con la propia intimidad, hacer del alma un espacio
más abierto, arriesgado y profundo» (La puntualidad del paraíso, pp. 9-10).

− 26 −
Ahora bien, ¿cómo puede pasar la locura al poema? ¿Puede
hacerlo, si más bien se trata de conseguir las posibilidades de
expresar lo que no siempre tiene lugar? El tránsito de la herida
a las formas —la «quebrada», la «nada»— está llena de abismos y
veredas que conducen al extravío. El camino estaría en la alianza
entre la atención y una intensa capacidad expresiva. Pienso a
propósito en la siguiente frase de Simone Weil: «Heridas, son
el oficio de volver a entrar en el cuerpo. Que cada sufrimiento
haga entrar al universo en el cuerpo»9. La enfermedad, en La
desnudez del loco, es una herida, no una cicatriz, no todavía, es
la «otra crónica» de su memoria, la de esa voz que habla desde la
reclusión y el castigo. Se trata de la rememoración del paciente, la
del que padece los excesos disciplinarios del encierro psiquiátrico
y a duras penas aguanta sus rutinas. Creo que esta es la atmósfera
que recorre La desnudez del loco, ese poema largo que en gran
medida quiere retratar una larga serie de humillaciones que
bien pueden constituir una de las experiencias más cercanas al
infierno en la tierra (luego de las condiciones de hacinamiento
y los horrores cotidianos que padecen miles de enfermos en los
hospitales venezolanos, por no hablar de los centenares y miles
de personas que hacen colas para comprar alimentos, medicinas
y los utensilios más elementales para la vida cotidiana, cuando
no paran huir del país por sus fronteras, en suma, cabe desde
ya decir que la obra de Rojas Guardia sigue escribiéndose —¡ay,
paradojas!— en un país que no sabe qué hacer con sus locos y
sus enfermos, con sus marginales —los hay por batallones, cada
vez más— y extravagantes, pero tampoco con sus disidentes…).
No se trata de una trasposición tan violenta, pues este poema no
solo retrata un padecimiento, sino también el tremendo esfuerzo

9
En Philippe Jaccottet, La parola russia, a cura di Antonella Anedda, Donzelli Editore, Roma, 2004,
p. 50.

− 27 −
por liberarse de la mirada del Otro, cuando se vuelve opresora
y en exceso punitiva. Para seguir con lo señalado más arriba
por Kizer, La desnudez del loco hace ver una experiencia del
alma en su plena tensión, pero al mismo tiempo pareciera que
es justamente la fe —«intentaba mi oración», dice uno de sus
poemas— la que sostiene todo lo que anuncia esta voz, con todas
sus fuerzas de interpelación y sus ganas de hablarle muy cerca al
otro, al semejante y desconocido, donde quiera que esté, porque
en algún lugar desea encontrar al hermano en ese rostro que aún
no aparece, para hablarle desde el corazón, pero asumido no como
cursilería, o mero sentimentalismo, sino desde la imaginación
creadora, pues en ese órgano está su asiento, el de los sentidos, la
capacidad de engendrar las paradojas y los imposibles que llevan a
la extraña región de la poesía, las imágenes, la belleza10.

Imaginativamente, con alma, entonces, desde ahí «habla» y


canta la poesía de Rojas Guardia, con todas las preguntas que va
lanzando una y otra vez, como si de un raro don se tratara (el «rito
social», recuérdese, no basta). Oración, sí, por partida doble: línea
que se quiebra y habla en verso, llama y clama, pide y celebra.

10
James Hillman, en El pensamiento del corazón, recuerda dos frases de Dietrich von Hildebrand:
«El corazón es la parte más íntima de la persona, su núcleo, su verdadero yo»; y «En el corazón se
encuentra el secreto de la persona, en él se pronuncian las palabras más íntimas». Más adelante el
propio Hillman anota: «Este vínculo entre el corazón y los órganos de los sentidos no es un simple
sensorialismo mecánico; es estético. En griego, la actividad de percibir o de sentir es la áisthesis,
que significa originalmente “asumir” e “inspirar”: un “quedarse sin aliento”, la respuesta estética
primaria» (Traducción: Fernando Borrajo, Ediciones Siruela, Madrid, 2003, pp. 45 y 76).

− 28 −
10

En El Dios de la intemperie, el propio Rojas Guardia habla de la


«orazione alla carità carnale». Y yo, luego de volver sobre su poe-
sía, me atrevo a pensar que así suena:

Dios, el dios que sale de la capilla y los sermones, el dios de los po-
bres y condenados, el dios en los cerros, desnudo en Caracas, el dios
de los que vienen de la noche y van a la calle, el dios yo que es tú, el
dios que suena al fondo del otro, el dios de la poesía y el moroso en-
sayar, anhelante, seductor, el dios pagano y cristiano, sin religión ni
ideología, gran nada que irradia su rostro hacia las cosas; el dios de
las aporías y los temblores metafísicos, los insomnios; el dios hecho
cuerpo, el dios que es uno y dos, presencia ausente en los «ratos de
oración»; el dios macho y hembra, incertidumbre, mareo, acorde, tú
sonoro, salmo y blasfemia, hace tambalear a los escépticos; el dios
del que ora porque siente a dios y quiere traducir lo intransferible
de su oración, el dios que suena como tú, el dios de los locos, el
dios que celebra sin olvidar el dolor, el dios que saca de la redon-
dez, los pactos con el tedio; dios, el dios sin dios que invita a partir
sin saber para dónde, el dios te estoy hablando oye con temblor el
desbordado texto que ha escrito en ciertas vidas; ese, ese mismo, el
dios que nada tiene que ver con los curas, ni la continencia, ni los
monasterios; el dios-dos que sabe atender esa gran nada que habla y
embriaga y solo aparece por gotas porque sabe que mucho con de-
masiado puede romper los clavos de la cabeza; dios, el dios god, dios
lord, dios dio, dios deus, dios clac-clac de los barrotes en Sebucán,
dark-dark, dios, ese dios en la voz del que escribe, ebrio, puesto en
camino; lord sin iglesia, en las casas, los establos, los sanatorios, los
burdeles y las carpas; sí, tú, gasto, fiesta, dios Teorema que man-
da al hijo al templo con los ragazzi di vita; ay, dios, ese dios del
propietario que se fastidia de la propiedad y la abandona y corre

− 29 −
desnudo por el desierto; dios otro, dios huella, dios de los caminos
que se repliega en los ratos de codo; deus dios que merodeas en las
ruinas y los bordes de la vida diaria, dios fati, nunca vía de padeci-
miento, sabes, me caes mejor cuando bailas y bebes y pones extrañas
palabras en el hocico de las personas y nada te importa; ay, dios,
tantos sueños vueltos ruina, sí, contigo es la cosa, voltea la cara, ya
mismo, confunde sus papeles, altera sus memos; bienaventurado,
lord, el que no sigue las consignas del partido, ni asiste a sus mítines;
dame moderación, dios, coño, apúrate, que el deseo no espera, que
el deseo solo es tránsito y si tú deseas lo que yo deseo y yo deseo
lo que tú deseas pues del carajo, porque así puedo insultarte todo
lo que quiera y solo oirás dulzura, sí, alcahueta dios de los papas
y teólogos de la liberación, te decimos no, no hay dios, ni dioses,
ni nada, solo desierto, pues da igual si eres o no eres porque él no
alimenta la potencia del sí y al revés; lord que eres la utopía y nos
mandas a llevar sol, coño, vistes de payaso a tu emisario, lo mandas
a poner el oído en los destartalados y de paso volteas esa cara sin
cara que también es la tuya, dio, dura, dura a veces la tienes, cómo se
hace contigo; coño, cómo se te ocurre, dios dio que invitas a brindar
con el desconocido, deus dios de la herida que recorre a los cuerpos
desde la cuna hasta la tumba (claro, cuando hay cuna y hay tumba);
dios, el dios que interpela y propicia el descenso; ay, coño, dios, esa
niebla que aparece como escondida, la niebla de la vida que vivió y
padeció el trashumante Bix; anda, hazle pasar un rato suave al que
solo va por las veredas, detenle el tiempo un rato en ese spiritual,
deja que venga el asentimiento, la gratitud por la llegada de esa
amistad, ese amor inesperado; deja, apenas una señal y donde quiera
que estés, por favor, si es estás,
¡CONTESTA TÚ EL TELÉFONO!

Alejandro Sebastiani Verlezza


Caracas, marzo, 2018

− 30 −
OBRA POÉTICA
[1979-2017]

− 31 −
− 32 −
DEL MISMO AMOR ARDIENDO
[1979]

− 33 −
− 34 −
A la memoria de Mercedes de Rojas Guardia

− 35 −
− 36 −
del mismo amor ardiendo
San Juan de la Cruz

No es el yo lo que busca el poeta, sino el tú esencial.


Antonio Machado

− 37 −
− 38 −
I
SOL JOVEN
[1967–1971]

− 39 −
− 40 −
Con el sol que era oro puro
José Martí

− 41 −
− 42 −
DOMINGO

Cuánta vida
dulce
el cielo el mar el puerto
las gaviotas
luz
en el asfalto a trechos una sombra
fresca.

País sonoro
la mujer que pasa caminando
el aire el ritmo
calle plomo y sol todo caliente
trepando la colina sobre casas
blanquísimas y cielo puro cielo
que quema que arde que se pierde
y luego baja:
mar

Costaba
arrancamos la plata pegadiza
del océano, el temblor fláccido
del agua y las plumas brillantes
hundidas y calientes
Sol
y voces frescas, frutos tibios:
todo en vasto azul, maduro y esplendente,
como espalda de cielo a mediodía.

− 43 −
VÍSPERAS

A Carlos Pacheco

Qué silencio
cuando madura el día
allá entre los montes
crepitando

Siento entonces tu olor


y vengo junto a Ti,
que suenas como una melodía,
y hablas y es brillante tu voz
sobre el cansancio, sobre el sol
que se pudre entre la hierba,
y sobre tanto amor trabajo juego
que terminan

Qué alegría
cuando llego
y te doy el agua fresca
de todas mis húmedas vasijas
y te miro beberla —¡con qué gusto!
y saborearla

Suelto las grandes palabras,


las de oros magníficos,
las palabras oídas a los hombres solemnes
en el círculo rojo de la gran ceremonia.

− 44 −
Yo las dejo salir,
perderse sobre el césped

A Ti, lo más liviano de la carga


los pasos de las aves, los dedos
verdes de la hierba, las palabras
que pueden penetrar lo más humilde
y lo más ínfimo
Y río, y llegamos a una tierra abrasadora
Me toca un Tenso Verano
De pronto Tú empiezas a hablar
en el ardor interminable
de los astros

− 45 −
HA CAÍDO EL SOL

Ha caído el sol,
el sol sobre los montes,
redondo y grande, como un plato de oro
y sobre calles
y sobre tanta hierba
ahora toda gritando
hierba bulliciosa que deslumbra

Y tanto sol caído


va a quemar las flores y los patios,
se va a dormir sobre los árboles
No se ve más nada sino sol
carne caliente
de sol entre las piedras,
resbalando por los techos como aceite
¿Sientes
el olor tan fuerte a tanto azul quemado
tanto verde las rosas y los árboles
ardiendo?

Y el cielo
tan cerca
y las nubes con fiebre sudando
pegadas quietas sin moverse
Las ventanas
abiertas a la tarde que ya salta
da vueltas como un trompo anaranjado

− 46 −
Mira:
el cielo tan vacío, y más allá
viene un licor oscuro,
un pueblito caminando por el cielo
a habitar tan grande soledad
porque el sol se cayó entre los montes

− 47 −
CONSOLACIÓN

… llamo consolación cuando en el ánima se causa alguna


moción interior, con la que viene la ánima a inflamarse…
San Ignacio

Él pone el sol un fuego


toda la mañana adentro
Viene
diciendo aquí diciendo una palabra
sola abierta
que te hunde:
ola
madura lenta dulce
toda llena de brillantes grandes:
un crepúsculo la quema

Luego
desemboca
tan cargada
como un río que desciende
de más altas regiones
hasta el fondo hasta ese resplandor
redondo como un lago
como una luna quieta

− 48 −
Te imaginas
llegado a un día de calma
a una montaña
Pesa
eso que brilla
como los charcos en la noche
después de las lluvias recias y plateadas
Pesa
En ti un hogar ya reluciente
Él pone
tan solo una palabra

− 49 −
NUNCA AMOR

Vino, te llamaba,
o flor abierta, o piel de vellos finos
que eriza un viento suave.
Nunca amor

Me engañaron tus pájaros,


tus cielos de pronto enrojecidos,
tus navíos con banderas agitadas
y amarillas

Me engañó tu voz, hoguera


ardiendo entre palmeras

Lujo, exuberancia, te llamaba,


o puerto tropical a mediodía

Mas te he visto de cerca


y eres tan solo una íngrima colina
abrasada de sol

− 50 −
AVES

Me pregunto
qué ron dulce las embriaga.
Quizá la luz
cuando enronquece
y empapa de quejas el límite del día.
Acaso el viento mismo
quien como ola de cansada espuma
las impulsa a partir hacia el intenso Oeste
donde muestra el día sus llagas
tumefactas.

Estalla su plumaje en oro caliente


y derramado.
Y el cielo ha quedado entre sus alas
como una mancha viva.
Mira cómo se enredan entre los suaves hilos
del aire que se enciende.
Deja su vuelo un sabor tropical de fruta roja.

¿Las veremos, de nuevo, como ahora?


Tal vez alguna de estas tibias tardes
en silencio.
O entre las grandes amapolas
que trae la Alegría.

− 51 −

Tú y yo
volvamos,
desandemos lo ansioso
y tristemente caminado
Volvamos, sí,
hacia la hora
en que subía un olor
de cosa nueva
hasta nosotros

Vengamos otra vez,


digamos las palabras
que hacían sonar
las cosas a tu lado

Ayúdame a quitar
tanta voz inútil,
tanto gesto ocioso
que te ocultan

− 52 −
II

Yo sé que Tú
vibras aquí
entre las ondas
como un presentimiento,
que brillas
vivamente
en el ardo
matutino
del mar calmo.

Yo sé que Tú
cantas en todas
esas olas.
Pero no
importa.
Quiero escucharte
hoy en el silencio
quieto
de la casa
profunda.
Sin luces de mar
roto en las rocas,
sin un solo
movimiento
de las cosas.
Solo Tú
exacto
en la penumbra.

− 53 −
− 54 −
II
FUERA DE TIESTO
(1971–1974)

− 55 −
− 56 −
El inmóvil punto del mundo que gira
T. S. Eliot

− 57 −
− 58 −
1

llueve afuera y otra vez sin previo aviso los ratones, el miedo
irreprimible al desamparo, una lástima lúgubre hacia todo, el triste
olor de las paredes, esta pulcra sensación de que no importa, de que
siempre será así, de que después de todo nunca se escuchará girar
el picaporte y el ruido inconfundible de una puerta que se abre y
entonces de repente solo el mar, la vasta exclamación de una llanura

me sentía feliz porque más que viendo todo iba dejando como
siempre que todo me abrazara, que aquello se fuera concretando
como un remolino de colores en el centro del cual yo siempre en-
cuentro eso que busco allí detrás, en la mitad, la cifra clave que en-
sambla desde ella los pedazos, y estaba feliz en la misma medida en
que la hallaba, y tenía un gustazo grueso calentándome la sangre,
y todo era muy hermoso sí, bastante hermoso, hasta que repenti-
namente se colaba ese delgado y frío gusanito en pleno grosor del
entusiasmo, un sobresalto repentino que yo no me esperaba, una
luz blanca como flash impertinente, una pieza que no casaba por
supuesto en el contexto, pero que, sin embargo, estaba allí reclama-
da por todo lo demás, algo fatal cagándose sin más en el ritmo y los
colores, algo tan torpe como la certeza inexplicable de que aquello
no bastaba, de que no había bastado nunca y yo ya lo sabía, aquello
no bastaba, era indudable, y no quedaba otro camino que sacarle el
cuerpo a la desilusión que me estaba ametrallando la alegría, porque
si aquello no bastaba, coño, entonces qué bastaba, si eso tampoco era
entonces hasta cuándo

− 59 −
3

esta clase de hambre no se sacia, estirpe que lleva la forma de


la decepción entre las manos, poderoso astro de sed brillándome sin
tregua, precisa convicción de que me estoy alejando de la playa para
siempre, y ya se van desdibujando poco a poco las líneas de la costa,
y entonces el frágil punto firme que resume la franjita de tierra en
la distancia es comido sin remedio por la anchura gigantesca de mi
hambre, de mi hambre que tiene muchos nombres, el primero de los
cuales obviamente es soledad

aseada zona donde todas las piezas engranan sin trastornos,


los minutos hacen fila india de la misma idéntica manera, las pisadas
se saben componiendo la gran marcha triunfal de la eficacia, don-
de nunca se supo de alguna discontinuidad inofensiva, algún gesto
diacrónico, alguna grieta pequeñita en la lisa superficie por la que
uno pueda huir hacia la selva, hacia el vértigo espacial, hacia la vida,
hacia algo así como el tiempo americano del llano o de los Andes en
el que las horas danzan en vez de desfilar

el estentóreo deseo de romper totalmente con los moldes, un


ansia irreparable de buscar lo que no se me ha perdido, la nostalgia
de algún punto solar del que yo lo único que sé es que no se encuen-

− 60 −
tra acudiendo al horario de los trenes, y sin embargo, es la única tie-
rra que tenemos prometida, la Ítaca probable a donde podemos atra-
car con aires de certeza, la evidencia granular que muy de cuando
en cuando nos deslumbra, ese imprevisto coágulo de vida que nada
tiene que ver con los minutos democráticos del reloj confederado y
que es literalmente lo único que importa

− 61 −
− 62 −
III
OFICIO DE VÍSPERAS
[1974–1975]

− 63 −
− 64 −
Movimiento, signo molesto de la realidad
Ramos Sucre

además, nadie se suicida solo


Artaud

− 65 −
− 66 −
AHÍ

Como desenterrándolo,
busco aquel vacío donde empieza
a oler distinto,
y el aire
de páramo parece
(o cesa de existir súbitamente)
mientras entra
la enorme libertad
por la ventana.
No hay oficio ni sueño que lo atrape.
No hay lenguaje.
Tendré que manar, despreocupado,
como agua entre dos rocas
negras.
Hasta empozar ahí,
vórtice mudo,
donde me encuentro intacto ese color,
aquel blanco, último lodo
sin forma todavía.

− 67 −
SIMULACRO

Para flotar yo hablo y gesticulo.

Falsa maniobra que me salva


del hundimiento cabal, definitivo.

Coso la oquedad entre los gestos,


entrecruzo palabras sobre el fondo
(movimiento plural, ramificado,
disfrazando de adjetivos a lo informe).

Estructura del vacío esta osamenta


¿pues cómo otorgar peso al agujero?

− 68 −
OLVIDO INVOLUNTARIO

A Silvia Cova

Yo sé que debo recordar algo que supe,


algún sanguíneo secreto hoy coagulado,
el nombre escuchado en la prehistoria
(alguna confidencia prenatal),
la raíz de mi memoria fisiológica,
la luz del fondo que me alumbró de pronto
y se quedó, como grano de anís, en mi cerebro,
la glándula que tengo y no consigo,
este hueco de víscera reciente,
la forma en la que cupo mi estatura,
el cómo dibujado en mis dos manos,
el dónde presentido en mis dos pies,
el eje siempre inmóvil de mis gestos,
la letra que completo cada día,
el instante que me busca a cada hora,
la fecha que me espera y que olvidé.

− 69 −
EL DISEÑO

Tiene que haber


un mapa,
la estructura,
aquella quieta forma
flotante en el vacío,
los arcos invisibles,
columnas camufladas,
las líneas presentidas
de un diseño.

Tiene que haber


alguna geometría por debajo.
Quizá un círculo,
quizá un cuadrado tácito
o una red de hexágonos iguales.

Quiero decir, dibujos


que sea posible ver
sobre lo blanco.
Quiero decir, figuras
cuyos límites,
fronteras
o finales,
no se puedan traspasar
impunemente.

− 70 −
NOCHE DE CONDENA

La lámpara custodia desde el techo.


Rotonda de la luz, mi cuarto quema.
El acecho es total, ¿pues quién escapa
a los ojos secretos de los muebles?
Bajo el lúcido foco del insomnio
se revelan inútiles las drogas:
en la mesa —hacinados y risibles—
tres montones de libros enmudecen.
Después están los ruidos perceptibles
del castillo en que yazgo como reo:
el roce minucioso de mi lápiz,
la madera crujiente, desgonzada,
los zumbidos del sueño inaccesible,
este cuerpo aherrojado que respira.
No hay salida posible, la mazmorra
tiene siempre mis mismas proporciones:
la sentencia es idéntica a la culpa.
Distingo muchedumbres allá afuera
pero, en plena conciencia arrinconado,
hasta el aire de encierro me vigila.

− 71 −
OFICIO DE VÍSPERAS

Aquí, en pleno reino devastado


por las hordas enemigas,
mientras llegan
la matanza previsible
y los himnos
y la hora
de agolparse a las puertas
aguardando,
yo voy vengo
por toda esta comarca
rescatando los más frágiles, anacrónicos
tesoros,
la abundancia
de ciertos grávidos silencios,
los hilos de Vivaldi
entre las hojas
de un ramaje cualquiera,
esa luz —cárdena luz— entre tus senos,
la tristeza magnífica del aire
cuando suena de pronto la llovizna,
los secretos
que cuchichea el domingo
cada noche, la liturgia
de líneas y volúmenes en charcos
y vitrales.

− 72 −
RECUENTO

He visto los mares, los bruscos desiertos,


unas calles oblicuas conduciéndome.
He avistado islas vírgenes que no pisaré
y enormes llanuras bajo cielos prohibidos.
He mirado de frente a verdugos futuros.
He cometido cientos de delitos risueños,
incontables errores cotidianos,
miserables asombros que no puedo explicar.
He malgastado alegrías y exhumado terrores.
He dormido con fieras en tundras distantes
y aún tengo jadeos que son de animal.
He olvidado a propósito los gestos propicios
y no añoro acordarme de números claves.
He sido arrestado en madrugadas insomnes
y apedreado por lento (lo harán otra vez).
Han entrado a caballo en mi cuarto de astrólogo
donde mido tranquilo el cielo estrellado.
Han sancionado mis pactos pueriles,
mi orgullosa liturgia, mi áspero rito.
Me preparo al suplicio con fresca insolencia
porque hirsuto y exhausto he sido feliz.

− 73 −
INMINENCIA

Tenso hacia el final sin nombre.


Esperas su brusca aparición:
impecable,
meridiano,
desnudo como tu ser devuelto
al primer germen.
Nacido del caos y del agua,
estrella
de puntas diamantinas.
Duro, refulgente pico de águila.
Lavado en la inminencia,
el puro umbral
el vilo.

− 74 −
LUCAS 24, 14

A Coral Delgado

El sepulcro está allí


con el muerto reciente:
retorno a mi lugar,
a la costumbre, me vuelvo a aquella tierra
y a aquel cielo,
al patio aquel
donde me aguarda, no la paz,
mas sí el reposo.

Fue
una bárbara alegría,
obcecada, violenta, como esas
ilusiones que solo la pasión
engendra:
espejismo total
donde giraban el asombro
y la dicha cotidianos.
Entusiasmo inocente, pero torpe
aventando imágenes de vértigo,
enloqueciendo hábitos,
acrecentando, delante de nosotros,
los abismos,
dejándolo a merced de las quimeras
y la fiebre

− 75 −
de las mil
visiones ígneas
que soñaban
las palabras, las palabras, las palabras

Regresaré por fin a la precaria claridad,


al azar
matemático del mundo,
conciencia de ases fijos,
lucidez.
La paz, no,
mas sí el reposo

− 76 −
EPITAFIO PROBABLE

Trajiste las voces del asombro, populosas,


para amedrentar a sordos
y a lacónicos.
Enjoyado de horror, iluminaste
a los impávidos monstruos familiares
que husmean bajo el mueble,
van a la cocina,
se esconden en el más inofensivo
hábito de siempre.
San Jorge desarmado, te enfrentaste
al tedio innumerable, saboteándolo
con naipes imprevistos.
Un gozo aciago te hizo incrustar temblores,
esguinces, parpadeos
allí
donde eran lívidas las horas.
Solo tú viste bramar el sol en el mar limpio
y oíste, a mediodía, al césped bullicioso.
No fuiste más útil que el crepúsculo
o un cuento a medianoche, junto al miedo.
Te acompaña
la terca gratitud de los perplejos.

− 77 −
CAUSA PERDIDA

A Abraham Pulido

Coloqué un vaso de agua en el asfalto.


Metí un cabello de mujer entre las hojas del periódico
de hoy.
Traje un ciempiés a caminar sobre el archivo.
Escribí la letra i sobre un papel timbrado.
Le puse a ayer el nombre de mi amiga en vez de jueves.
Dejé un durazno sobre el radiador de un automóvil.
Rompí el espejo para ver al sol multiplicarse.
Jugué con un grano de arroz en la oficina.
Regalé una cucharita a mi vecino.

Y no dio resultado el saboteo.

− 78 −
LA PALABRA Y YO

Debería ser
no digo ya mi esposa fiel,
pero sí mi amante,
por lo menos;

sin embargo,
lo confieso —es hora
de que se sepan estas irregulares relaciones
para evitar un escándalo
más tarde—
es imposible conquistarla,

me traiciona:

se va por temporadas,
luego vuelve
cuando quiere,
no cuando la llamo,
cuando le grito la busco
o le hago señas;
la sorprendo con otros
cuando la creía más mía
y lo peor es
que a veces
luce mejor con ellos que conmigo;

− 79 −
en ocasiones la maltrato,
la castigo, la golpeo
para que me deje poseerla
o si no
me maltrato yo mismo
en su presencia,

me someto a autocastigo,
a disciplina,
para ver si se conmueve
pero nada;

a ciertas horas como esta


es casi fácil seducirla
y es muy intenso el goce,
la redondez brillante
del abrazo;

también es fácil perdonarla


entonces
por la vida que me hace llevar
al lado suyo:

pero no tardará en irse


de nuevo,
la conozco.

− 80 −
LÍNEA QUEBRADA

A M.

Hay una línea quebrada


entre este inútil poema
donde convoco a tu imagen
y la caricia que tiembla
sin letras sobre tu cara,
o entre el nombre forcejeado
para meterte en el verso
y el silencio que te deja
desnuda para mi gozo.
Porque escribiendo desdigo
lo que prorrumpe callando:
hay un sonido del acto
huyendo de la palabra.

− 81 −
EL OTRO TIEMPO

Detrás, siempre detrás, y de repente,


hay un oro puntual, una hora exacta
derrochado esplendor entre las rejas
de este impreciso funeral de instantes.
La Opulenta Quietud, bajo los pasos,
me convoca a una cita que aguardaba
sin saberlo siquiera, desde siempre.
Bajo el ritmo tenaz fluye la calma
de la que fuimos hechos, gota a gota,
el agua aquella a donde volveremos.
La carne de otro tiempo se despierta
en mi piel más profunda, bautizada
de un minuto fugaz que permanece.
Majestuosa y central, ¿qué pausa sube
a desplegar su espacio oxigenado
como vela en el mar, sobre los días?

− 82 −
POEMA DE LA LLEGADA

Cuando tú vienes,
tú el vacío el nada el ya,
el que yo no sé su nombre,
ni interesa,
cuando tú vienes
me siento perder voz,
me seco de palabras,
sueno
simplemente
como tú,
sin queja sin golpe
sin crujidos,
sueno
como tú.

Cuando tú vienes
tengo prisa por decir,
por llamarte de algún modo,
por nombrarme
a mí también
para al fin reconocerme
en tu presencia
me abalanzo precipito
sacudo la quietud
mancho lo limpio
todo es tan vacío tan gota
inaprensible,

− 83 −
tan exactamente nada,
tan silencio.

Cuando tú vienes
abro ensancho acojo,
me dilato,
no sé decir, sino que abro
inútiles clausuras.
Tú en el canto,
tú el silbo el suave el que no pesas
vuelves hilos levísimos
mis nudos,
me desatas.

Cuando tú vienes
nada dice
y me dices.
Nada pides.
Qué vas a ser tú el Implacable,
el Exterminador, el Enemigo.
Nada pides,
eres.
Solo oigo cómo eres,
solo oigo cómo soy
y quiero
ser
así eso que escucho,
me abandono.

Cuando tú vienes
hay
una exacta coincidencia,

− 84 −
te miro en lo profundo
de aquello que deseo,
qué mentira,
qué imposible,
qué estúpido
querer lo que no quieres
querer lo que no quiero.
Y entonces
ya no es sino la paz,
la precisa ubicación,
el ser
escueto.

Cuando tú vienes
no has venido,
estás ya desde siempre.

− 85 −
FALTA DE MÉRITO

Si yo fuera capaz de entrar por fin


en esa pulcritud del aire inmóvil
que he llamado silencio en el poema;
si yo fuera capaz de nombrar árbol,
como esta tarde el árbol se mostraba
a sí mismo en la quietud del parque;
si yo fuera capaz de parecerme
al objeto real de mi escritura
(al agua misma cuando escribo agua,
al vaso limpio cuando escribo vaso);
y si fuera posible merecerte,
cosa que ultrajo en tu mudez precisa
al hacerte sonar en mi palabra

yo entraría en la luz de lo que digo.

− 86 −
POESÍA

Hecha de costras,
de imágenes náufragas,
convexas,
refractarias como un vidrio ciego.

Hecha solo de bruma y polvareda.

Opaca vanidad, interponiéndose.

− 87 −
SIN USO

Pero hoy tengo confianza en la tarea


de decirte precisamente esto,
sin una sola causa
que motive la cita intrascendente
de los ojos y las letras:
apenas teclearte siete líneas
como quien pide el aire o la alegría.

− 88 −
CASI SALMO

De la casta de escribas, heme aquí,


mago, monje laico,
heme aquí
combinando los fantasmas
de las frases, preparando el hachís
de las sílabas oscuras:
puedes verme
en esta misión donde me quedo
hasta derramar la última letra.

Heme aquí,
mis ojos se acostumbran:
una mezquita donde había una fábrica,
un grupo de tamborileros formado por ángeles,
calesas por los caminos del cielo,
un salón en el fondo de un lago,
monstruos, misterios
(él andaba en Londres o en Bruselas
ahíto de revólveres y vértigos).

A la mitad del camino,


heme aquí
alimentado
por estas noches blancas del poema,
lunas ebrias y amarillas,
cultivando verrugas misteriosas

− 89 −
de las que sale un hombre
sin abrazos,
pieno di sonno a quel punto

Pero Tú,

tú,
di una sola, la única Palabra,
tú que estás detrás de este alfabeto
esmerilado,
di esa Palabra
capaz de engendrar y de engendrarme,
desde tu lado dime

(y mi alma quedará sana)

echado en su cuarto, en las tinieblas,


invisible para los demás, podía contemplar
a toda la familia
en torno a la mesa iluminada
Yo, Gregorio Samsa, certifico
que de veras
es poco más la muerte

Por eso a veces odio


a esta sucia pintura
De pronto no basta,
es amarga la belleza,
hay cuervos
en los campos de trigo de Auver–sur–Oise,
primer eslabón de lo terrible.

− 90 −
Cruzado
por todos los metales del sol crudo
en un autorretrato
(¡di tú esa palabra, Théo!).

Ven en mi auxilio,
date prisa en socorrerme
el albatros está ciego en el océano,
en la sonora enorme sed
que no puede contener este cántaro
de frases,
me has agarrado, me has podido,
Tú me sedujiste,
Otro total,
Vacío de mí,
el-que-está-enfrente reclamándome,
lector: ¡mi hermano!

En la víspera,
derriba al poderoso,
vacía al rico
(haz estallar mis cercas, línea a línea),
tú, Humanidad escogida, pobre esclava
(Todos, vengan todos, suban todos, entren todos
siéntense todos:
éramos pobres, pobres, pobres, pobres, pobres),
Stella matutina,
entraremos en las espléndidas ciudades,
juntos,
Ianua coelli
e quindi uscimmo a riveder le stelle.

− 91 −
SOSPECHA

A Pedro Trigo

Habría que decir


que dicho todo
aún está todo por ser dicho.

Ni una sola
palabra
ha roto el círculo.

Si el tiempo
a sí mismo se busca
y no
a lo que pasa vivo
entre las horas,
no hay futuro,
otra vez el circuito recomienza,
solo brillan
espejos,
la nada poblada de imágenes
iguales
el ciclo
y sus etapas:

yo solo
repetido
desde el génesis.

− 92 −
JUAN 21, 5

En tu palabra
la red
ahora.

Un gesto absurdo
después de todo.

Sobre el vacío
no hay esperanza.

Pero tú dices
que ahora es posible.

Nada es distinto:
el mismo lago
negro e inmóvil,
el mismo sitio,
la misma noche.

Pero tú dices
que ahora es posible.
En tu palabra
la red
se moja.

− 93 −
− 94 −
POEMAS DE
QUEBRADA DE LA VIRGEN
[1985]

− 95 −
− 96 −
A Igor Barreto

A la memoria de José Lezama Lima


y de su catolicismo heterodoxo y sabio

− 97 −
− 98 −
Puede haber momentos de absoluta gratuidad en los que
el hombre no se interroga: sabe que Dios actuó en su vida.
Esta muestra su transparencia; a pesar de los conflictos
insuperables irrumpe una armonía, una plena quietud in-
terior, una unidad de todas las cosas ligadas a una única
raíz de la cual viven, existen y subsisten. Pueden acontecer
momentos así en la vida de un hombre. Tal vez después de
un largo proceso catártico; después de penosas crisis; qui-
zás en el corazón de una vida alienada y pecaminosa. Dios
puede surgir no solo como pregunta o como respuesta al
cuestionamiento inquieto del corazón, sino como diafani-
dad y evidencia.
Leonardo Boff

He pasado de la conciencia de la poesía a la poesía de la


concienia, porque estoy, a no dudarlo, entre la espada y la
pared.
Cintio Vitier

− 99 −
− 100 −
«Quebrada de la Virgen» es un punto casi anónimo en el
mapa. Una pequeña zona cercana a Los Teques, poblada de bosques,
riachuelos y algunos sembradíos. Allí, bajo cielos mudos surcados
a veces por el relámpago negro del gavilán, está situada una amplia
casa de retiro en la que empezó la aventura espiritual que estos poe-
mas transcriben y —así lo creo y quiero— relatan. Aquella expe-
riencia interior se prolongó después en las calles de Caracas; pero
su pulpa recóndita pertenece íntegramente a la geografía serena de
«Quebrada de la Virgen». Por eso este libro, escrito en gran medida
cuando mi cuerpo ya no estaba allí, lleva en su título el nombre de
aquel sitio, donde tuve la brusca sensación de ser diáfanamente feliz.

− 101 −
1

Fra Angélico pintaba


a Jesús y a la Madona
de rodillas.
¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión,
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?

− 102 −
2

… el cantus firmus, la melodía central en torno a la cual


cantan las otras voces de la vida
Dietrich Bonhoeffer

Adoré antes cada dádiva de Eros

Ahora sé que en todos mis deseos


ardes Tú —invicto y detergente
como la luz, delfín pulquérrimo,
nada y salta en los colores
sin mancharse con ellos

− 103 −
3

Lezama, hoy voy a orar contigo:


todo es metáfora de todo.

Las cosas, mirándose las unas en las otras,


son espejos en el reino de la imagen.

Por ejemplo, aquella acacia sola,


como si en verdad me adivinara,
enseña ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el tiritante,
el retorcido,
el exacto crucifijo de dos ramas
que ya no ampara el follaje.

Pero un poco más allá, un eje calmo


en la corriente clara del arroyo
me revela de pronto la naturaleza
del tiempo (y la resurrección):
no arrastra a la piedra el agua ávida,
¡solo la pule!

− 104 −
4

Lugar común desinfectado,


hoy resplandece lo humilde
de tan obvio:

solo en silencio
descubro
que Suenas

− 105 −
5

Belleza… santa perra.


Juan Sánchez Peláez

Los aprendo aquí, sobre estos cerros,


bajo estas nubes buenas: ahora existe
una fiesta celebrándose en la carne
de la intemperie triste de las cosas
(¿dónde duele ese picotazo de la luz,
cuándo vibra esa cadencia de las formas?)
Momentos al garete en que la yerta,
insultada materia se vuelve ceremonia,
liturgia móvil de líneas y volúmenes
incendiándote los ojos que no aguantan,
que no soportan ya tanto ladrido
de la perra feliz, incandescente,
llamando enamorada a su Señor,
a la ebria presencia de su Amo.

− 106 −
6

Treinta años hace que no te invocaba


Dámaso Alonso

Aunque poeta menor, no soy el inocente


Berceo que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano y moreno de los pobres.
Apenas; soy un Epulón, que ya presiente
el fasto final de su miseria: la mirada
de Lázaro colmada.
Tú sabes
que el camello, gordo y de buen precio,
mira con horror la puerta estrecha
del ojo de la aguja.

Torre de Marfil, con la que mido


mi risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón oficinista, limpia cama
(¿quién podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde nace el pacto con los últimos
humillados
y proscritos,

Mater Páuperum?
¿no está ya la Rosa Mística
plantada para siempre en «Nazareth» —así se llama
la escuelita de un barrio de Caracas—?)

− 107 −
Pero quizá no es tarde, todavía:
frente al Dios masacrado que arrullaste,
olvidado de sí el rostro de Narciso
contempla en el agua de las lágrimas
el Espejo de justicia, tu
ovalo perfecto.

− 108 −
7

…el Espíritu de Dios aleteaba sobre la superficie de las aguas


Génesis 1, 2

…a menos que uno nazca del agua y el Espíritu, no puede


entrar en el Reino
Juan 3, 5

En la capilla,
fuente y estanque
(bautismo terso
sobre mi mente
esta mañana)

Junto al sonido
del glugluteo
arrodillada
habla la aurora:
en el principio
solo había agua
(únicamente
sorbía el Espíritu
el centro núbil
de aquel rubor
en la garganta)

− 109 −
De esta manera
para volver
al ser intacto
de ese comienzo
cuando Dios mismo
gustaba en ella
su propia higiene
originaria,
hay que nacer
sí, del Espíritu,
pero también
del elemento
que en su sabor
guarda el principio:
el que de pronto
nos sabe a Todo
¡igual que a Nada!

− 110 −
8

Me despierta Tu olor entre las sábanas.


Vengo junto a Ti, que te me expandes
en la carne agradecida, con ímpetu solar.

Digo Junto a Ti. Vuelvo a decirlo.


Y para algunos, poquísimos amigos
es hoy este rubor confidencial:
nadie sabe
que, a Tu sombra, gusto vivo,
el ápice frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior al paladar de su lenguaje,
como aquella manzana de Cézanne
exacta sobre el fondo. Sin gusano.

− 111 −
9

Me recuerdo
a expensas de las ráfagas de música
mientras aquel terco, helado espejo
devolvía mi rostro iluminado
donde el alcohol ya empezaba a dibujar
la náusea de caer, harto de mí,
en cualquier cuerpo, como en mi propia tumba.

Como entonces, apronta Tú mañana y siempre


aquella flor menuda junto al piano
—imposible loto zen en el bazar—,
la flor que nadie mira, erguida solo
para arrasar de lágrimas mis ojos
con el estupor feliz, con la vergüenza.

− 112 −
10

El sabor del agua después de gustar la picadura


holandesa de mi pipa.
El rojo asoleado del capó de un automóvil
donde canta la salud del siglo XX.
La terca, muda, compacta verticalidad de la pared
—sacramento de la paciencia de las cosas
soportando, día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los tristísimos ojos de Charles Baudelaire
—fotografiados ahí, sobre la mesa—
mendigos aún de la hermosura.
La silueta del gato visto anoche
jadeante y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La torpeza de aquel piano —tres apartamentos más abajo—
donde las manos de alguna pálida vecina
ensayaban a Chopin
(bendito seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome otra tarde en Nicaragua
en que bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya).
La risa de Miguel, para saber que existe el paraíso
en la franja tropical de la memoria.
Haría falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que me hace más sabio a su contacto:
el 3.er movimiento de la 9.a de Beethoven,

− 113 −
el cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando «Round Midnigth», un solo lentísimo de Parker
—por ejemplo, «Lover Man»— en la mañana
cuando el abrazo se demora, insiste, recomienza,
aquel poema de Ezra Pound, el que termina:
«… la aurora entra en el cuarto,
con pasitos menudos,
como una dorada Pavlova …»,
ciertas páginas calientes de Lezama
en que huele a malecón, las olas rompen
e incluso el mar tiene un color de daiquirí,
aquella última secuencia de la película de Chaplin
(la exciega y el mendigo se consuelan
de su imposible amor, con la mirada).

Enumeraría igualmente esos instantes


inocentes, su gloriosa mansedumbre
que no vistió, desde luego, a Salomón:
el momento más justo del acorde,
la simetría sedante del paisaje,
la esbeltez japonesa de la curva,
la gravidez sonora del volumen,
la santa promiscuidad de los colores:

me refiero a Tus poemas menudos dibujando


la infinita secuencia de la anécdota
que le cuenta a mi muerte Scherezada
en la penúltima, horrenda, bella noche.

(A Miguel Márquez)

− 114 −
11

Aquí, en esta casa,


donde cada palabra, cada gesto
son solo los dóciles ecos de la luz
inmaculada,
vertical,
inapelablemente última,
añoro para ella
(la cháchara mujeril de la poesía
con sus técnicos chismes de ocasión
tan fotogénicos —whisky en mano—
sobre la página social
de algún Suplemento Literario),
le añoro, digo, algo de la casta
doncellez de la madera
recibiendo
la frugalidad silenciosa de una cena,
de la última cena.

− 115 −
12

… Todavía —dijo el niño— luchas con Él


Nikos Kazantzakis

… máteme tu vista y hermosura


San Juan de la Cruz

Rasante, en el sol pleno de las doce.


Reconozco la cólera del vuelo.
Había olvidado ya
que para merecer la epifanía
mortal del gavilán
en picada fugaz sobre la presa
(la sangre feliz entre sus garras)
era necesaria esta canícula
precaria de la espera,
el sudor convaleciente
aguardando el ojo clínico del ave,
las dos alas batientes gobernándote,
el pico alegre y fúlgido
desgarrando la carne bienherida
víctima al fin de la salud,
curada por la muerte.

− 116 −
13

Vino un huracán violento, que descuajaba los montes


(…) pero el Señor no estaba en él (…). Después se oyó
una brisa tenue, y al sentirla, Elías se tapó el rostro (ante
Su presencia) …
1 Reyes 19, 13

¿Dónde podría encontrarte ahora


sino en la respiración de su sueño
Junto a mí:
adánica, uniforme, bajo el alba?

− 117 −
14

Oyeron al Señor Dios, que se paseaba por el jardín a la caída


de la tarde. El hombre y la mujer se escondieron (…) Pero
el Señor Dios llamó al hombre: ¿Dónde estás? Él contestó:
Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo.
Génesis 3, 8-10

Hay otro tiempo.


Sé que hay otro, sugiriéndose
allí, en pleno centro
de esta anárquica orquesta de relojes
dando la hora para nadie,
porque es siempre el minuto
en que no estoy, en que me fui.

Sé que hay otro,


ingrávida cadencia que no registra el télex
ni el fonógrafo: ella sola
es el pentagrama oculto de los hechos
componiendo aquel acorde,
el pianísimo blanco del instante
(el del anhelo, el único central, el extraviado)
en que se oyen, tan leves, Tus pisadas
bajo el miedo, la música invisible
de Tu danza en el jardín, que me pregunta
por aquella memoria de quietud,

− 118 −
desnuda siempre,
que cubrió la velocidad de mi vergüenza,
esta prisa amnésica olvidando
la puntualidad del Paraíso.
(A Esdras Parra)

− 119 −
15

Los ojos de la monja me sonríen


al servir, discretísima, mi cena
como si ejercitara con los dedos
—con el alma entre los dedos, mejor dicho—
algún arte sagrado. En este instante,
para ella soy un extraño solamente
y por eso su lenta cortesía:
a sus ojos soy alguien, alguien solo,
una santa demanda colocada, como un don,
en las afueras de su Yo. Para acogerla,
para recibir ese regalo inmerecido,
hay que salir al extramuro, autoexilándose
en la intemperie ética, que inclina
a recoger las migas de mi plato,
las sobras del simple transeúnte
un comensal anónimo, el Otro vivo
con quien se comparte el pan inexorable;
el hecho de habitar sobre la tierra.

− 120 −
16

… llegó con un frasco de perfume; se colocó detrás de él,


junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los pies con
sus lágrimas (…) Y Él, volviéndose a la mujer, dijo a Si-
món: «… se le perdonan sus pecados, porque amó mucho»
Lucas 7, 38-47

Sobre la cubierta de aquel ferry,


frente al ardor matutino del mar calmo,
yo sé que una mirada, cualquier gesto,
habrían delatado mi ansiedad,
ese anhelo de demorar un tacto leve,
simplemente amistoso, sobre el hombro,
y la necesidad de prolongar lo suficiente
la caricia discreta de los ojos
para que al fin él lo supiera,
lo comprendiera todo de repente.

Hoy he vuelto al sentir, frente a la noche,


la misma delicia de aquel miedo,
esta añoranza, súbitamente impostergable,
de confesar sin estridencia
mi amor silencioso,
tan íntimo que sangra
con la más invisible de las sangres:
la que no puede fluir, porque está hecha
del heroísmo último del alma, del martirio

− 121 −
que se ha tragado la muerte solitaria
para que el otro sea dichoso.

Dame siquiera el saber que he amado mucho,


el perfume caliente de mis lágrimas
enjugando las Tuyas, que también
ardieron calladas, sin reproche,
por él, sonriente y esbelto sobre el ferry,
desde luego por mí,
por la indiferencia sólida del mundo.

− 122 −
17

Manando sangre negra, Tu costado


vierte hoy la tinta del poema:

para llegar al centro


de la indecible comunión,
no te apresures
multiplicando abrazos a destiempo.
Quédate ahí, en la intemperie
exacta de tu cuarto (ni siquiera monacal:
fijado por sus paredes habituales)
abriéndote al minuto de silencio
—llegará, te lo aseguro,
entre las grietas del ser, inconfesadas—
en que empieza a resonar
aquel llanto penúltimo, el gemido
suplicante de la madre al estallar
la cólera paterna, ese sollozo
rogando por el miedo que has de oír
en el ruido insomne de los otros
construyendo el amor, el desamparo.

− 123 −
18

I am fucis orto sidere


Deum precemur supplices,
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus
Breviario romano, «Hora prima»

Señor,
¿será la madurez esta mirada
que saluda sin engaño al día naciente?
Sé que está aquí la aurora whitmaniana
tanteando mis músculos con gozo:
aspiro en lo hondo su salud
regalándome la fruta para el labio,
el estribillo aquel para el oído,
la cósmica quietud tras el orgasmo;
pero con qué dulce ironía ahora compruebo
cómo asciende, disfrazada por la luz,
la sombra quevediana que también
amanece con el alba:
mis treinta y cinco
años gustando lo que prueban
varios puestos vacíos en la mesa,
teléfonos repicando en el olvido,
insaciables bocanadas de cigarro
(el deseo que, inútil, recomienza).

− 124 −
Señor,
que envejezca conmigo la esperanza
hasta la videncia virgen de la muerte
donde Whitman y Quevedo me parezcan
cara y sello de la única moneda:
el relámpago total de la mañana.

− 125 −
19

… el momento más duro para un ateo es aquel en que se


siente agradecido y no sabe a quién dar las gracias.
G. K. Chesterton

No buscados, hoy amanecen


el pan sin el soporte de la mesa,
el agua regia sin el vaso,
el árbol sin las letras que lo escriben o pronuncian,
el pájaro puntual en la ciudad dormida.

La lluvia pisa la grama y resucita


vírgenes perfumes. La cal nueva
fulge en la pared del campanario
donde el domingo me convoca.

Ese trozo de musgo en el asfalto


me recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a la Historia finalmente. Y con él,
vence este día, cabal e impronunciado,
redimiendo en su fasto la basura
acumulada ayer sobre la acera.

Hay asueto en la entraña del silencio


y hasta las motocicletas braman hoy
en el vacío festivo, como un circo

− 126 −
de animales prehistóricos jugando
en la infancia silvestre del oído.

La calle de siempre es otra calle:


una estampa escrita por detrás
en la caligrafía primera de la luz.
No hay mariposas, pero en cambio
los ojos de aquel perro, bajo el porche,
agradecen, acuosos, el sol tibio.
Me miran ignorando su dulzura
en la extática plegaria del instinto.

¿Cómo cristalizó el mito de esta hora


en el ateísmo líquido del tiempo?
Alguien dibuja el día por nosotros.
Alguien me ama hoy, secretamente.

(A Alberto Barrera)

− 127 −
20

Estábame allí… con Él…


Santa Teresa

El abismo en el fondo tiene rostro.


Allí, siempre detrás, aguarda el Tú.
No el Mundo (él, crudo en el labio,
inteligible en fracciones de segundo
bajo la luz genésica, se expande
como un hogar vacío,
resplandeciente, sí, pero al fin Nadie,
porque no puede hablarme enterneciéndose).
No soy Yo mismo quien me espera (yo,
ahíto de mí, ¿cómo es que haría
para lograr ese abrazo total, totalizante,
que no alimenta vanidad, sino fulmina
consolando sin jamás compadecerse,
al que no puedo huir, pero que salva
acompañando mi soledad reconciliada?)
No, no son los Otros los atentos
(¡los Otros!: ¿podrían ellos,
mis espejos o disfraces al quererme,
enajenándome repletos de su amor
que me sosiega defraudando o de mi afecto
que no logra cubrirlos al sedarlos,

− 128 −
podrían ellos ser el Otro, la absoluta
Alteridad donde naufragan
afectos, amores y deseos
en la horrenda comunión, en la gloriosa
Presencia que no devuelve mis imágenes
o siluetas de cuerpos añorados,
sino que es única y voraz, Ternura íngrima
reclamándome, sin embargo, en pleno centro
de los ojos del padre, la madre, los hermanos,
el amante, los amigos?)

Sí, detrás, en lo preciso


donde el espesor compacto desfallece
y se esfuman ingrávidas las líneas,
espera el Tú.
Allí con Él,
tan solo.

− 129 −
21

… sal corriendo a las plazas y calles de la ciudad y tráete a


los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos
Lucas 14, 21

¿Y si fuera verdad que la poesía


debe partir su pan especialmente
con el último invitado inoportuno,
bostezador profesional, mártir del sueño,
el que arrastra los pies, el eructante
el que tira la lata en la avenida,
el que acaba tal vez de masturbarse,
el gordo, el ruin, el feo, el tartamudo,
aquel Pérez escueto sin un nombre
o ese simple Juan sin apellido
que llora estornudando en el zaguán
su carta en la hoja de cuaderno,
su solicitud de empleo, su estampilla,
su foto de domingo junto al árbol
donde un adolescente con acné
dibujó un corazón a navajazos?
¿y si ese corazón fuera la síntesis
de lo que quiero decir con estos versos
escritos por cualquiera, un poeta solo
silbando su poema, como todos?

(A Rafael Castillo Zapata)

− 130 −
22

El mismo cristofué
de la niñez
surca mi ventana
mientras pienso:
¿cómo decir
ahora
que Tú y yo nos amamos?
¿Qué palabra
aterida aún por el misterio,
livianísima, extraviada
quizás en el olvido,
haría falta pronunciar
para aludir, sin cháchara,
a la herida
—tatuada en la carne de los dos—
cuya sangre tiene el nombre de mi vida?

Acaso exista esa palabra


aleteando sobre el tráfago
sordo del lenguaje: este trinar
de un simple cristofué
en la mañana indigna de los ruidos,
intacto como el último,
primer pájaro.

− 131 −
23

Para saber de Ti, para escucharte,


haría falta hundirse en ese tiempo
que duerme en la memoria, como el álbum
familiar espera al fondo
de la última gaveta. Basta entonces
unas manos otra vez ávidas de infancia
para que rostros, miradas y sonrisas,
hablándonos para siempre en esas fotos,
reconstruyan, como balsa de naufragio,
una presencia acompañante: la raíz
oculta de la propia vida:
nuestra historia, dibujada en las páginas
del álbum, regresa al húmedo desván
donde nos aguarda aquella fábula, ese cuento
de hadas narrado acaso por la madre
en una noche íngrima, solemne,
donde éramos únicos, hermosos, sempiternos
porque nos sabíamos amados (así
sencillamente buenos por queridos)
y la razón solar de nuestra vida
era aquel árbol sagrado en cuya copa
la aventura se llamaba mundo todavía,
se llamaba sexo, se llamaba enamorarse,
trabajo se llamaba (la tarea
consistía apenas en ser héroes, porque todos
lo eran ya, hasta los animales y la luna)
y bullía, sacramental, la mesa del almuerzo

− 132 −
y el viaje imaginaba cualquier isla
y el juego celebraba cada piedra.

Haría falta, Señor, ser anacrónicos


hasta no sé qué paz de la memoria
—marchita como una flor ya fósil
que aún perfuma las manos al rozarla—
para devolvernos hacia el fondo,
hacia esa viva, secreta arqueología
que oculta nuestra saga, la verdad
épica que entrevió la adolescencia
en el relato total del universo:
somos el mito que nos cuentas
y los recuerdos del niño saben ya
que Tú eres el pasado del futuro.
Nos bastará morir para vivirte.

− 133 −
24

Uno quisiera decirle a los amigos


que Te buscan sin saberlo:
«Él está aquí, este es Su rostro».
Pero Tú surges oblicuo, tangencial,
entre dos horas que parecen
más vivas que Tu vida,
entre dos espacios tan espesos
que le roban densidad a Tu lugar,
como si esas dos mitades de existencia
no supieran de la paz que las divide
irrigándolas discreta en pleno centro,
porque Tu puntualidad inubicable
es un aire de atrás, viento de espaldas
golpeándonos el rostro: no aprehendemos
su oxígeno invisible, aun respirándolo,
que silente llamea en los pulmones
y amamanta nuestros glóbulos vitales
con un hálito que no podemos atrapar
o medir, pero que está —patrimonio común—
en cualquier parte, oreándonos la vida,
disponiéndola a un ingrávido silencio
—como aquel en que danza el astronauta
bajo la piedad muda de los astros—
al que accedemos, de pronto, sin notarlo,
en cualquier calle, en cualquier autobús,
como a una fiesta.

− 134 −
25

Así como a veces desearíamos


que Karl Marx y Arthur Rimbaud
se hubiesen conocido en una mesa
de algún Café de Londres,
mientras en el agua sórdida del Támesis
—ahíta de grumos aceitosos
que flotan entre botellas y colillas
y ropa gris de gente ahogada—
espera el Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el fantasma que recorre Europa
suba también, para zarpar
(Karl, vestido con blue jeans marineros
se despide de Engels en el muelle
y Arthur hace lo propio con Verlaine
—los sueños insolentes ahora enfundados
en la gorra que usó él mismo en la Comuna);

así como, a estas alturas, quisiéramos


que Hegel, apeado del estrado de su cátedra,
hubiese visitado a Hölderlin un día
en su manicomio oculto de la torre
para escuchar cómo el demente
—sin reconocerlo tal vez en su delirio—
le habla de un viejo amigo de Tubinga
con quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bailó una mañana, junto a un árbol
por ellos mismos levantado

− 135 −
(«Libertad», lo llamarían),
tan fieros y felices como niños orinándose,
con el impudor de los puros, frente al rey
(en la siesta monocorde del verano,
recordando las novias suavísimas de Heildeberg,
los dos compañeros se confiesan:
la razón debe pedirle a la locura
su danza irreductible, la inocencia
con que el loco Hiperión, desde su torre,
enseña al profesor que la luz blanca,
la rosa de los vientos del Espíritu,
no termina en el Estado de los Césares,
se burla de las Prusias de los káiseres);
así querría yo hoy que a William Blake
lo hubiesen dejado predicar un solo día
sobre el púlpito labrado de una iglesia
—la catedral de Westminster, por ejemplo—
en presencia de arzobispos y presbíteros
y de una multitud de feligreses
harta, como todas, de sermones.
Imagino el viento sagrado resonando,
por primera vez, junto a los mármoles,
mientras los cuerpos, desnudados por fin
como a la hora del agua o del amor,
se erizan con el paso del Dios vivo
y tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando las ingles de las almas,
ahora tan intactas, tan ebrias y tan vírgenes
como la de aquel niño canoso viendo ángeles
a la hora en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta las prostitutas de Soho profetizan.

− 136 −
26

Te agradezco ahora el tierno, iridiscente mundo.


Si tuviera hoy
Si tuviera hoy que resumirlo
en una sola y brusca imagen,
Tú sabes que escogería, entre todas, el crepúsculo
en que llegué hasta ella, fatigado
de un trayecto feliz desde Friburgo.
Sí, este ocre, este oro viejo
bajo el sol tumefacto de las cinco,
me la recuerdan hoy, ebria de aguas.
Pesada de esplendor, sobre las márgenes
ondulantes y suavísimas de junio,
ofreciéndose con una obscenidad primaveral
(bullicio de las flores en las plazas
donde albean los mármoles desnudos)
ella flotaba apenas como un cuerpo que se esparce
en un tibio olor de pan y en una música
de fuentes y en un clamor geométrico
de palomas vespertinas:
Roma allí, por fin,
como la meta natural de un viaje en tren
que empezó no más con nuestra infancia,
abriéndose hasta esa pulpa joven
que es caminar descalzo sobre el suelo
embaldosado de la calle y preguntar
si es verdad que aquella página dorada

− 137 −
reescrita por la luz, la piedra insomne, el agua terca,
anuncia la emoción meridiana de mi vida,
mi pasmo adulto ante el inmóvil
huracán de gestos y muslos y caídas
y espasmos y torsos y miradas genuflexas
—los cuerpos desnudados por el viento atroz de la justicia—
que un hombre tuerto y medio ciego
lanzó sobre nosotros
desde todos los escombros
del mundo parturiento.

(A Rafael Arráiz Lucca)

− 138 −
27

Anochece.
Hacia Costa Rica, los volcanes
evaporados en la niebla.
¡Y el Lago, impalpable, hecho de aire!
Extensión de aceite helado
a ratos gris (¿pero qué gris, qué ámbar?),
a ratos ¿rojo? (horizontal y líquido crepúsculo),
colores no nombrados todavía,
casi fucsia —malva ígneo— metal u ópalo.
Y bosques, unánimes bosques aplaudiendo
—rumor denso del viento entre las hojas
donde aletea el cormorán y chilla el mono
y los grillos empiezan a arrullar
el chapoteo isócrono del remo,
nuestro bote flotando entre las islas.

La memoria
arde aún en el taller, hacia las once,
cuando el Lago es solo lámina de zinc:
mis manos, a esa hora
con torpeza descubren el cemento
la piedra
la madera
Le aprendo el color a la vinílica, el rastro acre
al kerosene, su luz propia a cada tarro de pintura

− 139 −
Matemática del trazo («que quede parejito»,
ordena Óscar)
tan seria como la Filosofía

Y no hay libros: solo manos (las de Óscar)


sucias, minuciosas, inquietantes
La ciencia exacta de la carne,
del impulso inteligente hecho de dedos
para estas nupcias íntimas: mis manos
desposándose aquí con la materia
en bodas sudorosas y ampolladas
cuando el cuerpo huele a ron y sabe a fruta
de puro entresacar forma del barro,
mientras el sol, ¡ay sol del hambre!,
calibra, inapelable, cada hueso

El arte verdadero empieza aquí —y no después—


y la poesía:
épica digital o tacto lírico,
mi estética bregante a ras de tierra,
gobernante del volumen y la línea (¿qué poema
pudo tener jamás el útero nocturno de este vaso,
la curva dócil de este cenicero,
el fru-fru gentil de este collar al ser tocado,
el ojo invicto de este pez que pinté ayer?)

También comienza aquí la conversión


—«¿… pues no es este el hijo del carpintero?» (Mc 3, 4)
y «trabajen con sus manos
como les hemos enseñado» (1 Ts 4, 11)

− 140 −
El trabajo manual como protesta
y comunión y desagravio
«Se dedicaba luego a la rueca, hasta haber
hilado cierto número de madeja. A veces se le
encontraba absorto examinando
los detalles de los últimos modelos
de ‹charkhas› y dando instrucciones al diseñador»
(Uno de los biógrafos de Gandhi)
Yo, en mi agenda de neoparia
(cotona, blue jeans, botas de hule),
anoto el día que me espera:
cada resistencia del metal,
las hazañas del pincel y de la acrílica,
la aventura de una raya:
el sentido de mis manos
(las reinvento)
hasta el responso dulce, hasta el silencio

Sol y Lago. Nuestro bote. Parsimonia


de una danza remante bajo el drama
cromático del cielo. Vibra el aire.
Resplandecen las aguas. Fosforecen.
Solo el grito de alarma del pocoyo
en los manglares lóbregos del alma.
Atracar será las risas de la cena
y la cólleman insomne, convocándonos.
Anochece.

− 141 −
28

La imagen como un absoluto (…), la imagen como la


última de las historias posibles.
José Lezama Lima

Lo recuerdo con redonda precisión:


Laura, esbelta ante la tumba,
como otro ciprés del cementerio;
yo no aparto los ojos de la cruz
escueta y limpia, bajo el sol.
Se me quiebra la voz (Laura me mira)
pero el cielo está ahí, luz estridente,
gravitando puntual para esta cita.
Balbuceo el Padrenuestro, mientras pienso:
haría falta encontrar una metáfora
que discierna la verdad de este minuto
en que el grifo solar del mediodía
abre voces y risas de la calle
cuando arde luminoso incluso el polvo
que blanquea el silencio de su lápida
donde las letras fulgen, invencibles.
Haría falta aquí y ahora que el poema
(uno de los suyos, por supuesto)
viniera a declarar este prodigio
que Laura y yo, temblando, contemplamos:
el resplandor voraz incendia afuera

− 142 −
el hervor insurrecto de la historia
con la misma luz intacta que en el mármol
quema el verso de su nombre, tres palabras
JOSÉ LEZAMA LIMA
anunciando una sola incandescencia:
calle y tumba abrasadas en la imagen.

(A Laura Antillano)

− 143 −
29

A veces Te me niegas.
Solo rozo tu aspereza, la costra
de esta nostalgia que Te busca.
Secuestrado por una atmósfera compacta
no hay una sola, brusca grieta
por la que pueda tocarte mi deseo.
Mi impotencia y mi fatiga
zumban ante Ti, calientes, transpiradas,
como dos insectos que no pueden
posarse al fin en esa lumbre
que, sin embargo, los atrae.

De pronto, mi insistencia
alargándose total hasta aquel ápice
donde el contacto vibra, centelleando,
encuentra un flujo de abandono.
Con qué pasmo ígneo de ternura
—si la ternura puede colindar con el espanto—
gozo ese minuto en que llamas,
volviendo de repente ya porosa,
tan dúctil y maleable que sonrío,
la materia pesada de mi cuerpo.
Resucita, entonces, la mirada
a la que suben, impúdicas, las lágrimas.

− 144 −
Te respiro otra vez, como los pájaros
olfatean el alba desde lejos,
cuando me trepa la agolpada gratitud
de que cedas sin lucha y sin medida.

(A Antonia Palacios)

− 145 −
30

… creo que no existe nada más bello, más profundo, más


atractivo, más viril y más perfecto que Cristo; y me digo a
mi mismo, con celoso amor, que no existe ni puede existir.
Más aún: si alguien me demuestra que Cristo está fuera de
la verdad, y que esta no se halla en él, prefiero quedarme
con Cristo antes que con la verdad.
Fiódor Dostoievsky

Cuando Mahalia Jackson dice Lord,


reservándole a esa nítida palabra
la nota más pura de la voz,
yo enseguida lo comprendo: sé que allí,
en la negrura abismal de su garganta,
sangra la única carne que me importa,
el cuerpo amado hasta dolerme,
mi hijo ajusticiado, hermano íngrimo,
padre a quien engendra mi ternura,
mi Señor que apaleo, último amigo
al filo de la noche, en plena duda,
por debajo del asco y la vergüenza
y más allá del estruendo de la dicha,
porque no hay otro amor, otra respuesta:
apenas sus dos ojos que me otean,
sus oídos que me auscultan,
ese tacto inasible despertándome

− 146 −
a la pulpa redonda de mí mismo
cuando nada me importa, excepto El
arrinconado allá (desván o sótano)
junto al soldado de goma y la muñeca,
payaso en el circo de los locos,
camarada del poeta y de la puta,
príncipe de flores y leprosos,
majestad harapienta, Dios proscrito
a quien unos cuantos, negra tribu,
llamamos con ronquísima dulzura
compañero.

− 147 −
− 148 −
YO QUE SUPE DE LA VIEJA HERIDA
[1985]

− 149 −
− 150 −
Para Alberto y Miguel Márquez, mis hermanos, como tribu-
to de devoción y gratitud.

A Igor Barreto, Alberto Conte, Laura Antillano, Rafael


Arráiz Lucca, Carlos Pacheco y Arturo Sosa Abascal, por la
fiesta cotidiana de la amistad entrañable.

− 151 −
− 152 −
Es tan deleznable toda poesía amorosa,
tan llena de ripios,
que no puedo dejar de escribirla.

Especie a punto de extinguirse


en la arena del sueño juego contigo
J. G. Cobo Borda

Le saquean al pueblo su lenguaje.


Y falsifican las palabras del pueblo.
(Exactamente como el dinero del pueblo).
Por eso los poetas pulimos tanto un poema.
y por eso son importantes mis
poemas de amor
Ernesto Cardenal

y solo un poema puede explicar por qué


aquel hombre mal afeitado y ebrio tiene ojos de príncipe.
Pere Gimferrer

− 153 −
− 154 −
BOCETO

… lo que os gustaría es una Obra Maestra.


De mí no la tendréis.
Carlos Martínez Rivas

Si contrariamente a lo previsto
fuera la tribu
la que diera su sentido más puro
a mis palabras.

Si la imagen —dejando, desde luego,


mesa puesta, habituales contertulios­—
acogieran cicatrices,
acudiera a las pústulas
(demasiado decir: si las curara),
si la metáfora, a secas,
recibiera sin modales a la ampolla,
—a una ampolla de veras,
fresca y mártir—,
si osara salir el adjetivo
a contar las llagas.

− 155 −
Si los sanguinolentos tendones del poema
hospitalizaran —por fin— al dulce oído,
al ojo y su embeleso.
Si en mitad de los versos inocentes
Se oyera el griterío
de la celda vecina.

− 156 −
MICROJAZZ

El poema es hoy
la lucidez vacía de este espacio
que deja el dolor al descubierto.
Nada tengo en las palabras
para glorificar al sufrimiento,
su polvareda recurrente
(de poco serviría acordarse de Dionisos
o de los consuelos de Jesús).
Cuento apenas con unas letras vacilantes
para abrazarme a la intemperie:
Charlie Parker
a su saxo
lo tomaba así, como a una muerte
obligatoria, que acaso —en ocasiones—
podía rozar a contraluz,
empapado por la última saliva,
aquel mapa probable
orientando los sonidos.

− 157 −
¿POESÍA?

Digo (poema orondo, satisfecho).

Pero al lado
sus radios también dicen
y los anuncios comerciales
dicen
y dice la AP desde el periódico
y el Ministro de la cultura
dice.

Sería necesario
desdecir (se).
Hoy, es la única función de la poesía.

− 158 −
CASI ARTE POÉTICA

Belleza… santa perra.


Juan Sánchez Peláez

Disfruto el poema como un brandy


lentísimo y soberbio sobre el labio.
El lujo decadente de mi ánimo
mostraría esta tarde sus estampas:
daguerrotipos húmedos, sombríos,
giros solemnes, como decir «desdicha»,
azucenas de altar y hasta magnolias
como aquella que Wilde se colocaba
en la solapa anchísima del traje
(Scotland Yard siguiéndole la pista
para hacer aún más bella la tragedia).
¿Hace falta decir que el tocadiscos
en este instante justo, murmurando
viejos clisés de Brahms para violines,
me edifica una cárcel minuciosa
donde me apresan ánades, deidades
lluviosas como silbo entre los álamos,
ánforas gigantescas con petunias
(se trata de una escena de Visconti),
un susurro de raso en las baldosas,
una charla con Proust en el balcón
mientras tose él su asma en el pañuelo,
aire opalino como aquel color

− 159 −
que contemplé yo en Como hace ya años
(la nota que faltaba: un viaje a Europa
cuando mi adolescencia agonizante
lloraba en pleno tren tanta belleza).
Y aun si en este minuto deseara
ahuyentar de estos versos la panoplia
de lugares comunes (¡tan sabrosos,
tan de rancio alcanfor, tan frac guardado!),
si quisiera escapar de la harmonía
de estas arpas solemnes, de este nácar
con que la tarde irónica me escribe
una luz rubeniana, su hombro níveo,
su Verlaine otoñal en pleno trópico,
si para no asustaros me enseriara
y, como buen alumno del poema,
os dijera (les dijera, mejor)
ya siglo XX, idéntico a los bardos
(los poetas, perdón) de Venezuela:

De rodillas la tarde nos evade.


Tan inerme a su luz está hoy la casa
que me duelen de frágiles los muebles
y pesa la orfandad de los jarrones.
Convalece el perfume.
Las paredes
porosas nos respiran.

Si yo dijera así (y ya lo han visto:


puedo ser tan moderno, yo, tan lírico,
tan barthesiano si me lo propongo,
tan lector de Saussure como cualquiera,
tan sintaxis de sala de conciertos),

− 160 −
si yo dijera así, les mentiría:
barnizando de doctrina mi poema
—semiológicamente, por supuesto—
disfrazaría tan solo mi homenaje,
obsceno como sexo de muchacho,
a la perra tenaz, la puta invicta,
que me sigue los pasos y me muerde
todos los días el alma, igual que en Como.

Y acaso sea por eso que me burlo


de ese animal espléndido, acezante,
de ese monstruo tallado de deseo,
de ese tótem magnífico mirándonos
con ojos de Cernuda en esta tarde:
me defiendo con unos versos torpes,
este Chopin tocado en la retreta,
ese art nouveau de casa de La Guaira,
esta foto velada de Venecia
que ensucia en la avenida un automóvil,
esta añoranza a la que más bien quiero,
en vez de desnudarla desnudándome,
nombrar como Andrés Mata en una plaza
bajo los almendrones de Macuto
junto a un vals merideño en la rocola.

Me sé de memoria los epítetos


(en algún calabozo no lejano
con un palo le pegan a Vallejo),
y, si convierto en ron el brandy pulcro
de este poema donde la perra ladra,
no lo olvido un instante, frente a frente:
la puta me conoce, hasta en la calle,

− 161 −
y esta tinta manchándome las manos
es el rastro de sangre acusadora
que atestigua mi crimen cotidiano
y me expone al castigo inevitable
de seguir cometiéndolo mañana.

− 162 −
ANUNCIACIÓN

Hoy, al llegar a la casa, por la noche,


mientras la ciudad ardía de neones
y un burdel de rojos verdes azules amarillos
—palpitando en el aire ennegrecido—
convertía al crepúsculo en muchacha seducida
por unas monedas rutilantes,
yo, en silencio,
imaginé un pacto furtivo con Caracas:
le pedí al televisor (apagado extrañamente en esa hora)
un programa que fuera
algo así
como un arcángel repentino de Fra Angélico
batiendo sus levísimas alas
allí, en la pantalla
bruscamente florida
por el crujir de un azul vespertino de Rey Mago
para trajearnos todos.

− 163 −
SIGLO XX

Esta noche
al pasear por la avenida
de pronto
detrás de la funeraria
iluminada SERVICIO DE CAPILLAS
se veía claramente un escritorio,
se adivinaban los papeles
(contabilidad y recibos).

La Estigia de color de cheque.


Caronte vestido de flux.
La Danza de la Muerte
(¿Qué se fizo el rey Don Juan?)
alquilando su Cadillac lustroso
para entrar, tocando la corneta,
en ese inapelable, último polvo
de un archivo en la oficina.

− 164 −
SÍ, VISCONTI

A Richard Lizardo

Dulce pantalla
un tanto ajada ya, rosa de noche,
levemente amarilla
como la edición
que un ansiado D´Annunzio nos firmara
—el tormento tiene néctares lujosos
para los que desconocíamos un nombre—
en las butacas de este cine, al que acudimos
hartos de autopistas y monóxido:

tu olor de esperma fúnebre


en el que vespertino me consumo oyéndome
temer la risa de Tadzio en la caverna
donde la última, la negra
flotilla de góndolas me anuncia

que aun este fasto del deseo


ha de cambiar (se hará canoso
en Polonia, como todos/los turistas
fotografían palacios en Baviera),
pero esta vez, sí, regia
Sicilia de los cuerpos idos,
para que todo cambie.
(Cuando se prenden las luces, te me impones
en mitad de mis ojos empañados

− 165 −
como una lección de esgrima antigua:
descubrir en la autopista la opulencia
y en el monóxido aquel color bruñido, ópera oculta,
que me lo haga respirar
como tú mismo, acaso,
lo tosías en Milán, mirando el Duomo).

− 166 −
ALBERTO

Deseoso es aquel que huye de su madre.


Lezama Lima

Pequeño sabio del blue jeans, rey silencioso


gobernando en secreto nuestros ritos
(el ron de medianoche, las palabras
ebrias de bolero y nicotina, los encuentros
alumbrados por el neón de la avenida
junto al insomnio parpadeante de los bares
mientras los cines vomitan su ración de gente).
San Alberto paseando, clandestino,
tanto trayecto del deseo
que aguarda su final desde la infancia:
La Salle era
un bosque sagrado de pupitres
donde los corredores jamás desembocaban
(olor ensotanado y catecismo)
sino en la capilla roja del burdel: rituales íngrimos
buscando con torpeza entre las sábanas
una lección solo en el tacto presentida.

Aquel eres aún entre nosotros,


el que en la casa de putas sintió miedo
y no se lo dijo a sus amigos:
ese muchacho recorriendo cuartos,
todas las habitaciones del deseo,

− 167 −
pero con qué miedo magistral y taciturno,
como si se tratase de que la erección rezara
—allá, más joven que ahora
lo decías: «Tuve miedo de no encontrar a la mujer»,
y es que, sin barba aún, ya la buscabas,
la mujer que es carne aérea de aquel viaje,
el viaje interminable, el viaje beat
con sandalias al sol en el cerebro
que todas las semanas te propones,
la mujer vacacional, la inagotable,
el sábado absoluto (ven vagina de week-end
a convocar al sexo del espíritu)
—«¿por qué no nos vamos a la playa?»,
—«¿por qué no cogemos el autobús pa’Mérida?»,
—«¿por qué no nos vamos pa’l carajo?»,
y es el mar sin horizontes, los Andes últimos,
la mujer, sin más, tras los pasillos
esperando después de tanto horario
en un ápice frutal, una miel negra
frente a un jeep dominical.
Porque la Escuela de Letras
(lunes sonando, aula 216, pizarra virgen)
puede ser también el laberinto
del huérfano deseo, hasta que al fin
las habitaciones de siempre,
los cuartos aquellos, recurrentes, comuniquen
y un viento de rock trepe a los muslos
de alguna profesora de La Salle
y zarpe la universidad, bajo la lluvia,
a esperarte desnuda sobre el césped,
pubis del viaje ya tocable
porque de bruces el burdel converge limpio

− 168 −
para que los corredores se reúnan:
todo el recorrido fue en su vientre,
el viajero le huía regresando,
madre puntual.
Es todo cuanto quería decirte, secretísimo
y recién nacido sabio del cigarro,
aquí estamos amigos y discípulos
despidiéndote
(la reunión se termina, los adioses
saben apenas a colillas, suenan vasos
vacíos, zumba el sueño,
Caracas se ahueca en nuestros pasos)
es la hora de irse
—«¿por qué no nos vamos pa’l carajo?»,
un olor de senos libres limpia el aire
convidándonos.

− 169 −
MADRUGADA

Papeles. Libros y carpetas


al acecho. Libretas y cuadernos, rigurosos.
Un poco más allá, las fichas
donde el saber coleccionado
duerme su vanidad inútil.
Indiferentes y tercas, las paredes
delimitan el insomnio, esta vigila
que mide el silencio de las puertas,
calibra la geometría del piso,
palpa la exactitud de la ventana.
Reloj fijo. Si abro el clóset
encontraré a mi ropa tiritando. En las gavetas
los labios del secreto se entreabren.
El espejo devuelve una anécdota boba:
yo escribiendo estas líneas.

Sé que busco
tu olor en las palabras: es tu cuerpo
respirando en las letras del deseo.
Pero en vano. Hoy solo te nombra el desalojo
y en este cuarto náufrago ejercito
la autopsia del recuerdo.

− 170 −
LA OBSCENIDAD DE LA MEMORIA

No dejo de asombrarme de que seas


una costumbre de mi carne:
esta vaga ternura que no cede,
este clima del sexo, unas palabras
aún ahítas de tu forma de decirlas,
el sobresalto al pasar por ciertas calles,
un olor demorado de la almohada
y la lección más reciente de tus hábitos: la atención
que ahora le presto al rock y la manera
de leer, desayunando,
la Página de Arte del periódico.
Me resigno en silencio a esta agonía
que te prolonga en mí cada mañana.
No bastaba un adiós —puntual, preciso—,
era necesario también arrepentirse
de la obscenidad de la memoria
cuya vergüenza irónica suplica
la absolución de un nuevo cuerpo
donde el olvido se reaprenda.

− 171 −
POEMA

Nada hay sobre esta costa


que se sostenga impávido.
Incluso el mar
yace condenado
con un rumor de olas despidiéndose
que nacieron un día
y en otro morirán, disueltas,
cuando la tierra sea un último fragor
bajo la indiferencia de todas las galaxias.
Si digo uva de playa,
dulzura de almendrón a boca plena,
tardo vuelo de alcatraz,
resaca invicta,
nombro apenas esta carne
de todo lo que no recibió promesa de durar
en medio del crepúsculo.
Lo que nadie sabe es que esta tarde,
absorto con tu olor, soy cuerpo al fin
nítidamente transcurriendo,
viviendo en balde y sin doctrina:
te respiro
para olvidar la eternidad
y erguirme inútil, pleno,
hasta una muerte que se te parezca.

− 172 −
YO QUE SUPE DE LA VIEJA HERIDA

Yo que supe de la vieja herida


cuya sangre embriaga: la saeta,
la terquedad silente del flechazo
traspasándome la llaga en la oficina
o al subir al autobús, o al suspirar
la modorra de la siesta: llaga virgen
donde el vino de la ingle se derrama,
y todo porque el fasto de tu vello
y el brillo de tus lentes
y tu aire atildado, distraído,
insinuaban erecciones imprevistas;
incómodos boleros del deseo;
yo que tuve, a través de este error, la inteligencia
de entender un poco al niño ciego,
al hijo de Ares y Afrodita
que, importuno,
solicita —cuando nadie espera—
su visita tenaz, su ardua entrevista,
y me dejé resbalar hasta el infierno
donde no me aguardaba ya ninguna Eurídice,
pero fue igual porque gemí —long play demente—
con la voz de Francesca en mis entrañas,
yerto como Dante junto a las confesiones
de mi propio deseo castigado,
y lo mismo sentí el gran huracán, el semen álgido,
tanta tromba sonora por mis sótanos
porque sin ningún Virgilio tutor te imaginaba

− 173 −
durmiendo solitario en lecho grande,
¡mi ciclón genital, irredimible!
—salvo en la almohada de la noche íngrima—
(ya ves en qué Orfeo pedestre me trocabas
a fuerza de negarte hasta en los sueños:
a la mañana siguiente la pasta de dientes y la ducha
colocaban a Francesca otra vez en la oficina
y el Hades olía a café, mero y trivial, de desayuno),

ahora solo entreabro la puerta del poema:

entérate del poder que convocaste


para dilapidarlo sin orgullo,
échale una ojeada, desde aquí,
al adobado vino, al polvo enamorado
cuyas magnificencias te aguardaban
y hoy son apenas el neón enfermo de esta luz,
el roce minucioso de mi lápiz,
este papel mugriento donde atisbo
una sintaxis monótona de días
en los que iré a los cines (por supuesto, solo)
a ver cómo se besan los amantes.

− 174 −
BEATO DE TI

Titilaban las llamas de las velas,


velas prendidas a un Dios inexistente
en la penumbra olorosa del incienso.
Había entrado buscando aquel sosiego
que pudiera parecérsete, aquella levitación,
casi galáctica,
que fuiste capaz de soplar sobre mi cuerpo
la otra noche, amaneciendo.
Un cortejo de estatuas —los santos de mi infancia—
tutelaba mi devoción atea de esa hora
(yo no pensaba en Dios, te deseaba,
y en la iglesia vacía, mi deseo
blasfemaba de tanta pasión por lo imposible
que aún erige sagrarios, quema velas,
esculpe miradas de éxtasis y pinta
retablos de ángeles rosados.
Yo solo creía en ti, zarpa florida
de una carne exactísima y concreta).

Caminando a grandes pasos, recordaba


—allí, sobre las baldosas de las naves—.
al Baudelaire que me dibujó en la piel
bautizada en mañanas de colegio
gatos tibios capaces de orinar confesionarios,
al Zaratustra en quien mis dieciocho supuraron

− 175 −
su sífilis de orgullo —la más sacra, sin embargo, y regia—,
a los bares donde todo poeta de mi edad
acudió a pedirle a Rimbaud que autografiara
el lugar común de la desdicha
contra las serpentinas del acto cultural,
la tenaz misa de diez,
tanto pupitre masturbado a solas.

Pero al cabo me decía también


que tú eres aún más imposible que ese Dios impúdico
contando indiferente las llamas que lo invocan.
Y supe entonces que el poema
tendría a mi pesar el mismo olor de esa penumbra,
idéntico aire de tarde endomingada,
color de lágrima de cuenta de rosario.
Beato de ti, supe que a fuerza de alejarte
me vas dejando como a ese feligrés arrodillado
a quien la fe se le va volviendo ya cansancio erguido
de no recibir nunca, pero de seguir pidiendo.

Me vas dejando una piedad de viuda en luto,


crédula ante cada hojita parroquial (tus lecciones
de buen sentido, de paciencia),
repleta de ritos humillantes (¡y los aceptas, hostia amarga!),
de calladas procesiones en busca de tus pasos,
cuando no sé quién? va ante mí en la urna de cristal,
si el Santo Sepulcro que eres tú asediado por mi añoranza
[inoportuna,
o este amor mío morado y genuflexo
del que ellos, mis amigos,
librepensadores del amor, ateos de estas siniestras devociones,
se reirían, si supieran,

− 176 −
como yo me río ahora de este templo,
pero rabiando porque has convertido a Baudelaire,
hospitalizado a Zaratustra,
hecho besar a Rimbaud el anillo obispal de la obediencia,
y ya no me queda otra vez sino masturbarme a solas
mientras me persigno ante tu imagen.

− 177 −
CAVAFIANA

como hipnotizado aún por el placer prohibido, el placer


tan prohibido que acaba de obtener.
Constantino Cavafis

Recuerdo las torpezas del comienzo,


el olor de los baños,
la terca timidez de los paseos
buscando casi a tientas
una mirada cómplice, unos ojos
más intensos que mi culpa,
luego la temblorosa invitación
junto a un café, que sabe
dulce y atroz como el pecado,
hasta llegar al lujo de los cuerpos
en la clandestinidad de aquel hotel.
Por fin la despedida,
tal vez un intercambio de teléfonos
mientras la ciudad se despereza
y la piel conserva todavía
los olores que la ducha borrará.

Ahora que no necesito mentir


encuentros deletéreos,
porque el amor ya no requiere
de baratos hoteles ni urinarios,
ratifico, sin embargo,

− 178 −
la subversión de aquel inicio,
la ilegalidad de las caricias complotando
contra la burocracia del placer.
Saludo, como entonces,
al asombro pagano del deseo.

− 179 −
LA NOCHE DEL DESEO

Gracia lasciva, en quien el mal es bello


Shakespeare

Esta tarde, al hundir mi rostro ávido


en aquella flora tibia
que brota en la juntura de tus muslos,
mientras una luna oblicua
(noche cruda del lenguaje)
iluminaba mi presencia
en las últimas regiones de los cuerpos
—nuestros cuerpos—
donde copulan dioses y animales,
comprendí súbitamente
que solo las palabras más sucias
harían justicia al mito que nos une,
porque allí, bajo aquel rayo sagrado,
toda crueldad es inocente
y cualquier gesto
es solo un dibujo paleolítico
al fondo de la gruta milenaria
donde aguarda la espalda obscena del amor:
aquella maldad divina
sin la cual no es posible imaginar
la perfección.

− 180 −

Escucho la vieja trompeta de Louis Armstrong


mordiendo la pulpa suavísima del aire.

Cruzas desnudo el yermo de mi mente


y la erección de mi sexo te dibuja
(se me empoza la ingle recordándote).
La saliva de Armstrong moja íntegro
este quejido genital, este jadeo.

Arde en el patio el mediodía.


Te secuestra el teléfono, al que miro
como al estanque la sed del animal.
Caracas interpone su tráfago grasiento
y el zumbido de las horas sin tu voz…
Entonces vengo hasta la máquina, cansado
de tanta baba y caspa de los días,
y sudo este poema donde al menos
convoco al dios sereno de tu cuerpo.

− 181 −
VALIÓ LA PENA CONSTATARLO

Te escuchaba reír, y adivinaba


aquel barro más hondo
de mi cuerpo,
el lodo blanco
que formó a mi alma,
la materia
de mi última, real anatomía.

Me basta estar ahí


donde te ríes,
para saberme grieta,
un hueco florecido,
algún cántaro roto,
el más húmedo
y podrido maderamen.

Oyéndote yo sé
que no hay remedio,
que nunca podré ser
aquel frondoso Armando prometido,
que siempre seré el monje
mendicante,

un mínimo juglar,

el poeta, solo.

− 182 −
TRAZO

Tu desnudez en el marco de la puerta

Cal nueva sobre la vieja herida

Un Botticelli adolescente
inaugura la pequeña habitación
donde aún (bíceps rubio, fruta genital)
hay humedad de semen en las sábanas

Curva nítida del torso, respirando.

− 183 −
MACUTO 7 A. M.

El mar junto a tu cuerpo.


Tu espalda fulge:
es más caliente el pan,
arde la idea,
el color se desnuda, la ola estalla,
el sol rubrica rocas vírgenes,
sangra la uva de playa —abierta
y tumefacta— sobre el asfalto nuevo,
el gallo canta mientras te acaricio,
despierta el almendrón que dormitaba,
la vegetación de los cerros nos preside,
los pasteles y acuarelas matutinas
bendicen esta contumacia
de mirar la flor de tu sexo
entre tus muslos, mientras vamos apenas
descubriendo la inocencia de la carne,
devuelta a su antiguo espesor,
a su sabor primero.

− 184 −
TENGO UN AMIGO

Para Miguel Márquez, quien, más que mi amigo,


es el hermano de sangre que no tuve.

Tengo un amigo

Vino con él un barco


que colecciona astronomías
de ases embriagados,
soberbios dominós,
casinos puntualísimos
donde la matemática de Dios (azar la llaman)
elige a un jugador —y solo a uno—
para apostarse íntegra.

Vino con él un puerto silencioso


—sin estruendo de blusas o banderas—
en el que, sin embargo,
una baranda
íngrima
defiende su hermosura frente al viento.
Vino con él la rebeldía
de un lobo de mar sobre cubierta
(es la imagen perfecta de mi amigo),
desvelado anarquista de las brújulas
prefiriendo la baraja de las olas,

− 185 −
la latitud frugal del desamparo,
al gobierno techado de la orilla:
Magallanes jugándose su estrecho,
la poesía de alta mar contra el retorno.

Vino con mi amigo una taberna


convocada por la ingle de la noche
(a la hora de arropar la poesía,
tiritando de ron, entre las ruanas),
una taberna donde la niebla suda
deltas magníficos de fiebre,
eléctricos abrazos,
racimos genitales,
alcoholes que humean, desbandándose,
y puede ser nuestra por minutos
la pulpa lunar de aquella cama
a donde va el Gato Barbieri
junto con Irma (La Dulce)
a desovar relámpagos;
una taberna junto al farol sonámbulo
—de un suburbio cualquiera, el que esté próximo—
donde nos vemos por fin tal como somos,
como nos mira la envidia de los ángeles:
piaches nocturnos a quienes mata el alba,
monólogo del último tambor,
trópico en danza que se sabe polvo
(¡pero polvo borracho de Maorisa!),
contumaces celebrantes que disparan
su máuser obstinado contra el cielo,
cuerpos que enlepra el mediodía
(pero de quienes los dioses se enamoran).

− 186 −
Sí, vinieron con mi amigo tragos múltiples,
mi amigo paga las cuentas esta noche:
no hay haber ni deber en su taberna,
en ella todos somos inocentes.

Por último vino con mi amigo


nada menos que el cosmos primigenio:
apareció la Nube, luego el Río, la Manzana,
se desnudó la Luz, aleteó el Pájaro
(que sabe
lo que se dice —¡tanto!—
entre los pueblos),
surgió súbitamente el Ocho
como un vértigo sensual, una autopista
de curvas opulentas
y hasta todas las letras
(empezando por la G, víbora exacta)
salieron esta vez a recibirme,
a recibirnos a todos, de repente,
llamadas por Adán (el otro nombre
de mi amigo silvestre,
desinfectado,
matutino).
Amaneció el paisaje. Lo miramos
con las pupilas nuevas:
trajo mi amigo con él sus bruscos ojos
para devolvernos el banquete de las cosas,
porque ese cántaro de sol, esa mirada
sacerdotal, descalza, imprevisible,
nos despertó al Objeto,
a la Cosa refractaria que está enfrente

− 187 −
(una Ventana, por ejemplo,
la Mecedora tenue,
un Gato cuya piel se funde en noche).
¡La Cosa muda nos dibujó sus órganos,
la impenetrable resultó porosa!

Tengo un amigo, entonces.


Vine con él yo mismo.
Él me trajo en su hombro para mirar el Reino.

− 188 −
OFICIO SECRETO
(San Carlos, Nicaragua, 1973)

Parada en una calle de San Carlos


—morena, desconocida amiga—
tú no sabrás nunca
de este oficio secreto:
rescatar
tus pechos tensos, tus caderas,
tu cuerpo rebosante
del lodo, los chayules y el olor
a mierda que recorre el puerto
(Guardias Nacionales y basura),
a través
de una limpieza ardiente:
mi mirada.

− 189 −
SANDINO DEL GÉNESIS
(Solentiname, Nicaragua, 1973)

y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía.


Génesis 2, 19

Si uno va con Elbis a fumigar zompopos


(puede ser también a desbrozar zacate
cosechar culantro
recoger orquídeas),
donde uno no ve más que
«árboles»,
él observa malinches, papayos y madroños
(sonoros de tincos y oropéndolas
—no de «pájaros»)
y si el camino se abre junto al lago,
donde uno solo acierta a ver una
«ensenada»,
él cuenta multitudes de zontoles ondulantes
y piedras llenas de cangrejos escondidos
(para la pesca de la tarde o de mañana)
Y los zapotes y pitahayas de la zona
—no las «frutas».

− 190 −
POSTALES DE SOLENTINAME

Era el año pasado (un año inútil),


yo estaba en París,
en lo más alto
de un podrido edificio de Varenne,
escribiendo poemas a una vaga,
esdrújula tristeza,
llena de calles y trenes repetidos

Mientras tanto —pero yo no lo sabía—


estas hojas de plátano goteaban
bajo las lluvias de setiembre
y el lago enormísimo esperaba
con todos sus azules bautismales
y Ernesto estaba aquí (¿tocaré a Dios
como se roza una cabellera querida y despeinada?)
y los ecos precisos de mi búsqueda
eran el grito de angustia del pocoyo
y el murmullo de amor de la oropéndola

De madrugada (ya para amanecer) el Lago


es sacra agua del caos
—blanco lunar donde la luz
del Génesis se expande—

− 191 −
Paisaje del Precámbrico (no reconozco
la costa familiar ­—guásimos, guayibos,
coyoles, poroporos— donde a veces
nos bañamos por la tarde)
Noche oscura del sentido
(también la conoce la naturaleza)
antes de la epifanía de los gallos
cuando Dios se despereza, majestuoso
en los cormoranes que se elevan

Cuando decimos los salmos, a las siete,


el aleluya eficaz, el verdadero
lo están cantando más allá
de nuestras voces (grave la de Ernesto,
suave la de Alejo, socarrona la de Lurio,
un susurro la de Elbis),
las alborotadas golondrinas
(que el olor de la lluvia pone ebrias),
los golpes del martillo de José,
esos gruñidos de chancho junto a grifo,
los patos chapuceros gritando sobre el Lago
(y el mismo Lago, que a las siete, tiembla)

Sobre el guayibo
el grito largo
de la oropéndola
No hay nadie en casa

− 192 −
Ella está sola
—yo tecleo esto
sobre mi máquina

El poema fue hoy esa media botellita de Ron Plata


bebida en la cocina por ocho amigos empeñados
en que cada uno recibiera
la misma exacta dosis de alegría

Mi reloj
el Lago
sus colores

La maleza no acaba entre las piñas


y tres nuevas nítidas ampollas
se quejan del machete
(y aún quedan tres surcos por delante),
pero en el agua de esta cantimplora
sé que Ulises
ha vuelto a Ítaca,
que Cristo ha salido del sepulcro
para esperarme en los frijoles y las risas
del almuerzo.

− 193 −
8

A pesar de todo me acuerdo de Friburgo:


al alba se movían las hadas en el bosque,
era ancha en el cielo la piel del durazno
y exacta en el medio la brasa de Venus;
en la torre aleteaban palomas sonámbulas
y ebrios gorriones y cuervos gritando,
y la calle se abría en la niebla solemne,
olorosa aún a enero bajo cuarto menguante,
mientras yo te miraba entre graves abetos
que salían desnudos al lujo del día

Así como me visto de cotona, blue jeans y botas de hule


y no tengo sino tres mudas de ropa,
así como hago mi oración sobre un petate
—frente a un Cristo delgado de cemento—,
así como trabajo en un taller
y me baño desnudo en pleno lago,
hoy le impuse a mi poesía los trazos de este lápiz,
rechazando a propósito la máquina
y la pluma

10

La vuelta a la ciudad
es solo lluvia, luces frías
sobre asfalto mojado,
sol en polvo, techos íngrimos,

− 194 −
palomas dispersas (también sucias),
vitrinas atontando y apenas
ese trozo lejanísimo de cielo
donde Solentiname proclama
su presencia

− 195 −
DÍPTICO DE AQUELLA MUERTE

¿Y qué era, al fin?


Algo crecía
en medio de ese cuarto,
a mitad de las jeringas y los tubos,
abriéndose camino
entre frascos y sondas
y relojes goteando
su plasma monorrítmico,
su antibiótico terco.
Algo enorme y pleno florecía
bajo los algodones y la sangre,
detrás de aquel olor
del excremento, olor raíces
que me persigue aún entre las calles,
algo calmo y central que uno no acierta
a tocar, pero que sale
como una nueva infancia de aquel caos
donde el dolor se multiplica en luces
opacas, en camillas, en largos corredores,
en tono a media voz, en llanto,
algo así como una consistencia que planeara
(dulcísima y compacta) por encima
del desastre que ocurre entre las sábanas:
no tengo a la mano ningún nombre
para la puntualidad de aquel segundo.

− 196 −
II

Tía Carlota enciende el cirio


(la vela del alma ¿es tan pequeña?)

¿Y a qué hora viene el cura con los óleos?

Voy a borrar este aire de paréntesis


(pero si sabemos que ya está,
que se cerró, que no hay manera),
a gritarle a la luz de este salón
(tan de incienso el aire a toda hora,
tan frágil el cristal de cada lámpara,
tan obvias las manchas de los muebles,
tan por caerse el jarrón entre las cejas)

Dios de espaldas. ¿Yo no puedo


robarme para ella una dulzura,
acercarme con mi azúcar a la caja
y sin que me importe el castigo regalarle
las preguntas del examen, los cigarros
de papá, la revista Playboy bajo la almohada,
el vino de consagrar sorbido a solas
en un rincón de aquella sacristía?
¿No puedo robarle a Dios un día de fiesta?
Tan cansada parece (¡y es de mañana!)
como viéndome un rojo en la boleta
que yo quiero sacarla de esta misa
y compartir con ella vacaciones

¿A qué hora viene el cura, tía Carlota?

La vela del alma ¿es tan pequeña?

− 197 −
− 198 −
EL DIOS DE LA INTEMPERIE
[1985]

− 199 −
− 200 −
A veces me parece que estoy literalmente en el desierto. Solo cielo
arriba y arena abajo. Sometido a las tentaciones (los espejismos), los
falsos oasis que hacen ver la sed, el hambre y ese sol vertical (o esa
noche compacta): ellos dejan ver, de pronto, la neta la vastedad del
espacio por recorrer. No hay ninguna imagen, ningún lugar (ningu-
na topología concreta o simbólica) donde pueda en realidad abrigar
la esperanza de detenerme. Solo la marcha es, en sí misma, sedenta-
ria. Solo ella es mi hogar.

− 201 −
Esperar la Hora.
Esperar la epifanía de la superación coincidente. Síntesis. Paz
redonda sobre una cresta repentina.
Esperar la armonización de las disonancias, de los sonidos in-
útiles (¡los ruidos!: su multitud larvaria, enervante). La articulación
de lo fragmentario, desgarrado, irresueltamente discontinuo.
Esperar la asunción de lo que oculto (sin poder hacer otra
cosa), de lo que callo, de lo que entierro en complicidad inconfesada,
tácita (sobornándome): aquello que molesta, intimida, avergüenza,
o que simplemente ignoro (como hay quien ignora que es desgracia-
do, como el enfermo desahuciado que celebra su cumpleaños).
Esperar la reconciliación sin desgaste. La reconciliación del
deseo.
Esperar, al fondo, una Inmensa Compasión, una Ironía re-
dentora, misericordiosa.

− 202 −
Relámpago de luz Turner: detrás, ¿o en la mitad?, de tu cuerpo
inofensivo, cotidiano (al que ya creo haberme acostumbrado),
fosforece un hueco donde el placer conoce al miedo, donde advengo
al umbral de lo siniestro: tú —short azul, franela blanca— abres un
poco las piernas (la izquierda reposa, alargada, sobre los cojines del
sofá; la derecha, en arco, está recostada del espaldar). El vello de esa
pierna derecha prolonga su sombra castaña —sobre la superficie
pálida de la piel— hasta insinuarse, justo allí donde el muslo empieza
a ser ingle, en forma de mancha oscura —vibrátil para la avidez de
mis ojos— que trepa hacia arriba.

(visión súbita de ese final del muslo —apenas entrevisto—, jadeo de


un fondo tácito donde mentalmente me delato hundiendo la cara en
aquella flora tibia, mi lengua raspando la íntima aspereza al colocar-
se, sin reticencias, en el cráter donde estalla dentro de mí otro tipo de
materia interior, la luz oblicua de una cinematografía psíquica filma-
da en las últimas regiones de mi cuerpo, en las que los dioses copulan
con los animales).

Ya situado, por la sugerencia de aquel vello, en la grieta letal de la


entrepierna, giro en el interior de la constelación abierta por la ima-
go: me imagino, después de naufragar en aquellos climas selváticos
—el trópico de tu anatomía—, colocándome debajo de tus piernas
mientras tú vas a eyacular sobre mi rostro: ¿qué mapa vertical del
espacio, qué minuto sincrónico del tiempo me hacen señales, des-
de tan cerca, al tensar todo mi cuerpo en la espera —en la expecta-
ción— del semen a punto de brotar? Allí, precisamente allí, otra vez
la cara oculta de la luna, la pulsación inasible de la marea silente,
de nuevo la clandestinidad del foco negro: de la espalda del discur-
so salta una noche cruda, respiración extática de la adolescencia de
Dionisos, que nos devuelve, elementalmente crueles, a rituales pa-

− 203 −
leolíticos donde la carne es emblemática: frente al árbol de la vida, el
eje solar del mundo.

(«pene» es una palabra risible —«verga», «güevo», sonarían mejor,


porque solo vocablos sudados por la lengua primaria de los hombres
pueden dar cuenta de esa práctica sagrada)

Espero con hambre milenaria la espuma de Urano esparcida en el


mar primordial del que nacerá Afrodita, ola acre del principio, agua
tibia que bautiza el mundo.

Sí, es la sintaxis mitológica que organiza —en rachas psíquicas casi


subliminales— el tiempo inconcreto de la imago. Pero aquí, sobre el
papel, tose aquella salud de nuestros cuerpos: el jadeo de Dionisos no
puede transcribirse, el lenguaje no es el bosque de esa orgía.

− 204 −
Alguna vez supimos algo, o creíamos entender algo, que nos habló,
quizá en solo unos segundos, del ser escueto y rebosante, a salvo
de todos los miedos. Alguna vez comprendimos, atisbamos resplan-
dores que luego no pudimos, no podemos traducir, y que por eso
mismo olvidamos: brillos acuosos, como una muchedumbre de lu-
ciérnagas llamando desde el fondo de un gran río, que invocaron
para nosotros, por instantes, una duración sin orillas.

Pudo ser en la álgida ruptura de la ola del orgasmo; pudo ser en el


instante repentino en que una conversación con el amigo o la ami-
ga se incendió imprevisiblemente de una clarividencia compartida
donde sobraban las palabras (supimos allí, entonces, que también las
almas tienen tacto y pueden tocarse); pudo ser en los momentos de
creación, cuando fuimos dueños y vasallos de voces secretísimas, y
el poema salió de la pluma o de la máquina como la primera palabra
pronunciada por Adán sobre el alba del mundo, y nos imaginamos
ser dioses —tal vez lo fuimos— porque en nuestras manos nada me-
nos que el lenguaje chisporreteaba a nuestro antojo; pudo ser en las
horas alumbradas por el relámpago intangible de lo bello, frente al
arte o frente al cosmos, ante la catedral, el crepúsculo, la curva sua-
vísima de un torso o de un seno, cuando entendimos de bruces que
el hecho estético clama por una plenitud que lo rebasa y que la her-
mosura universal puede llagarnos y dejarnos «muriendo» adentro,
como a Juan de la Cruz, ese «no sé qué que quedan balbuciendo» las
cosas; pudo ser también en el minuto de la última orfandad, cuando
la muerte del ser amado, cuando se ahonda hasta el colmo el absur-
do porque todo el aprendizaje intelectual o vivencial de la mente no
alcanza a resolver el hecho escueto, la brutal ecuación de que una
presencia al lado nuestro —transfigurada en determinada voz que
amábamos, en gestos entrañables, en una mirada para la que no hay
sustitutos, en un peso existencial conocido hasta el detalle— pueda
ser devastada de un día para otro hasta la estrangulación de la nada,

− 205 −
hasta el silencio absoluto, hasta una noche íngrima y atroz a la cual
no podemos entrar para hacerle compañía, y miramos tan desampa-
rado al Hombre que, de pronto, provoca arrullarlo vallejianamen-
te, pobre trozo de carne floreciente y condenada, y de esa extraña
compasión va quedándose una luz que no sosiega, pero sí ilumina,
una luz por medio de la cual comprendemos el destino comunita-
rio de los hombres, porque lo único sólido, el único bastión huér-
fano que podemos oponer a aquella misma noche íngrima y atroz
es una casa fraternal con pan común, con mesa puesta, con salón
iluminado, con abrazos; o, igualmente, pudo ser en las irrupciones
eléctricas que atravesaron el rato de la fiesta, cuando bailamos (está
alto el volumen de la música que brota del tocadiscos, y esa músi-
ca no suena en el aire, sino que suda en los intersticios del cuerpo:
¡el cuerpo es la música sonando!), o también, cuando reímos desde
abajo, desde la ingle, mientras el coro de otras risas amigas hace un
círculo cerrado, compacto, con la nuestra, o en esos momentos de
alcohol eufórico en los cuales la ebriedad no se ha transformado aún
en burda incoherencia de imágenes ahogadas, sino que es una suerte
de liviana, fulgurante, etérea lucidez donde vibran los sonidos (¡ah
esas censuras suavemente evaporadas, esa desinhibición de ocultos
resortes al soltarse!); o pudo ser en esos días (atardece, y el aire nos
devuelve a una humedad que ansiábamos) en los que llegamos a una
ciudad extranjera y hasta la cama del hotel nos sabe a las más tibias
aventuras y nos asomamos a la ventana como Alicia al jardín tras
el espejo. Tiempos de celebración, tiempos que conocía el Zaratus-
tra de Nietzsche cuando entonaba, justamente en la «Canción de la
embriaguez»: «La alegría es más profunda que la pena. / El dolor
dice: ¡pasa y acaba! / Pero toda alegría quiere eternidad, / ¡quiere la
profunda eternidad!».

− 206 −
Pudo ser, pues, en todos estos instantes deshilvanados del asom-
bro: allí conocimos, en rapidísimos fulgores, dimensiones abiertas,
puertas que dan a una llanura, comarcas de lo real que hablan de
que acaso haya niveles desconocidos a los que accederá nuestra vida
transformada, atmósferas más densas que las que nuestra cotidia-
nidad respira, continentes inmensos que en la noche nos rozaron
dejándonos una fiebre de innombrables colores. Lo que ocurre es
que tal vez esos descubrimientos, esos hallazgos momentáneos, em-
polvados luego por la prisa y el ajetreo tenaz y esa amnesia que nos
hace olvidar lo sustancial, dibujaban fuegos que no podremos nunca
transmitir como eran. Al final solo hay ya un remedo, una palabra
muerta, un gesto torpe, un despojo, un resto náufrago. Y a noso-
tros mismos nos parece que el mensaje, la clave inenarrable, aquellos
telegramas del abismo, fueron una ilusión, un espejismo, un breve
aturdimiento, y que la verdad es más opaca y trivial. Y demoramos
en explicarnos estas cenizas de lo que fue conocimiento.

− 207 −
− 208 −
HACIA LA NOCHE VIVA
[1989]

− 209 −
− 210 −
PARTE I
LOS COLORES DEL CIEGO
[1985–1987]

− 211 −
− 212 −
La oficina se me vuelve una página con palabras de gente;
la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habi-
tuales, los desacostumbrados que encuentro, son decires
para los que me falta el diccionario, pero no del todo el
entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo, no es de
ellos de quienes hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son
palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer.
Pero, en mi visión crepuscular, solo vagamente distingo lo
que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las
cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo
sin conocimiento,como un ciego al que hablas en colores.
Fernando Pessoa

− 213 −
− 214 −
ANATEMA EN LA OFICINA

Es hora de que yo, gregario y mínimo,


autografíe como todos la postal,
el lugar común de este desprecio
con el Ávila al fondo. La detesto.

Cada charco es un abrevadero de palomas.


En cada alcantarilla baila un niño.
A veces, una flor de bucare besa el suelo
donde una llanta trituró a un borracho.
La lluvia saca sus iguanas,
sus sapos verdinegros, sus batracios
a engordar con la basura.
El cielo dudoso de sus noches
estupidiza a las últimas estrellas
cuando faroles derribados por choferes
y letras de neón con faltas ortográficas
y semáforos bizcos que apedreó un mendigo
disfrazan la boscosa madrugada
en que los grillos burlan rascacielos
y los rabipelados roban casas de familia.
Detesto a sus mañanas y sus tardes
amontonadas sin más en las aceras,
terraplenes de acres enlodados
junto a pozas de azul y sol bramante
que perfora el insomnio de una grúa
demente en el calor: la avenida
fue inaugurada ayer y hoy envejece

− 215 −
entre nuevos asfaltos que la ignoran
porque miles de palas y uniformes
no pueden detenerse, es necesario
que todo se haga joven de improviso
licuada la memoria en el cemento,
el patio de la infancia subastado
a tractores sonámbulos que viajan
por el aire letal de nuestros sueños.

La detesto ritual, lujosamente:


a sus sótanos, sus torres, sus estatuas,
su río excremental, su nombre incluso.
Y mientras sueño con el mar que me la esconda
en un viaje de espumas imposibles,
me aguardan mis papeles de burócrata.

− 216 −
MADRUGADA

Errantes los minutos. Y tenaces.


La fiebre cerebral de la conciencia
da tumbos sobre el agua
caliente y aceitosa.
Esa luz
depila mis cejas, mis pestañas.
Jadea el texto: solo espasmo
para acallar esta jauría
del alma bajo el cuerpo.
Me abro al clan de los difuntos
cóncavo y lunar en la ventana:
mi padre viene a hablarme,
íngrimo en su flux de oficinista
que desearían cremar los dedos de poeta.
Detrás camina transpirando
su herencia irredimible, el estupor
ante sellos y firmas y membretes.
Junto al farol despierto de la calle
las vísceras de un hombre moribundo
contienen el oráculo ignorado.

De repente, sin pedido,


¡qué atisbo sensorial del purgatorio!
Otra zona del aire levitándome.
Abro enormes los ojos porque flota
la inminencia de la gran epifanía.
Pregunta por mí la ligereza.

− 217 −
Bajo la disciplina de las mantas
empapado despunto en pulcritud.
El olor de las camisas de mi padre
es igual al de su barba, que me expande
un escozor fragante al darme un beso.
Ahora solo la quietud —sagrado vórtice
de paz entre las sábanas—
logra alcanzar esa frontera
—súbita, agrietada, medular—
del gallo de la aurora.

− 218 −
SIESTA DEL SER

El vago olor del tedio, ya expandiéndose,


ensancha el aire grueso de la siesta
donde una acacia sola bisbisea.
(El humo del cigarro arde en los ojos
con un vapor de lágrimas sudadas:
el llanto de existir tiene un pretexto).
Enorme se ve el polvo de las cosas
junto al cáncer silente de luz áspera.
Como el ojo de Dios, el sol penetra
hasta escarbarme blando en una cuna
donde yazgo por fin entre mis heces.
La vida: estiércol último y acuoso,
detritus virginal, bosta de fiebre
fecundando la flora del espíritu.
Ante el viento vibrante de chicharras
se desmorona el barro de las ingles
y mis huesos blanquean en el vientre
de una vasija fría, casi tumba,
que resguarda mi paz y la convierte
en simple escalofrío vertical.
Bajo el tácito río del verano
—presentido en lo hondo de mí mismo—
las vísceras enlodan y humedecen
la seca voluntad, la lucidez
desértica, la cal de la aridez:
mi conciencia se pudre en el abono,
en el sepulcro (de humus) que la aguarda.

− 219 −
LLUEVE AFUERA

Quién lo iba a decir:


que la luz sosegadora,
la que ordena este mundo
y lo rescata para siempre
de las aguas brumosas, primordiales,
consista en esta mínima
habitación de hotel
donde te miro intacto
sobre la superficie de las sábanas,
Moisés salvado entre los juncos
para mis ojos asombrados,
no sé si paternales o infantiles
pero insomnes:
reencontrarte
en la noche grumosa de septiembre
como un árbol lunar bajo el relente
—no te inundan las sombras, te resguardan—
respirando dormido, apenas cierto
por el neón que se enciende
y se apaga al final de la avenida
hasta ofrendar tu desnudez
a la resurrección del alba.

− 220 −
ANDANTE

Litúrgico y grave, lo leías,


recostados los dos sobre las sábanas
fragantes con tu olor, perfumes húmedos
de esa casa vacía donde el eco
de pasos y voces retumbaba,
respiración silvestre de cobijas,
tú hecho fronda en el cuenco de la almohada.
En el rito de tu voz, Lezama sube
convocando a las presencias de la noche
como la lámpara llama a los insectos:
la cama, el escritorio, tantos libros
y papeles dispersos en la alfombra,
el cenicero donde aún arde tu cigarro,
las desnudas paredes y las puertas,
la quietud vertical de los cristales:
todo asciende a la luz, las cosas vibran,
zumban, danzan, vuelan, se aproximan
a quemarse en la lumbre de Lezama
sonora por tu boca.
Me recojo,
entrecierro los ojos para otear
el sagrado esplendor que se me esparce,
mientras pongo mi mano sobre el astro
de tu sexo para asir
el sideral,
el cósmico compás de tu voz ronca.

− 221 −
De pronto, un azoro de ramas golpetea
la ventana: el suntuoso
tacto plural de la llovizna
buscando a Lezama en pleno cuerpo.

− 222 −
LLUVIAS

Tiembla agosto, poroso y tumefacto.


Chapotean los autos en la sombra.
Cada gota lineal que gluglutea
es un alfilerazo en una zona
mítica del cuerpo. Vuelve el pánico
a ser virgen como fronda de apamate
tentada por las aguas. Y la memoria
trae un mapa caliente de perfumes:
mi madre, atmosférica, me llama
al fondo del zaguán de los abuelos
hacia el útero del sueño.
La ciudad,
este inmenso espejismo dibujado
por los vidrios sonoros que en el aire
erizan los neones:
sobre el charco
del alma fulge y quema
un anuncio intermitente, rojiazul
como el nombre del circo de la infancia,
donde un empapado equilibrista
ya no sabe saltar sobre la cuerda.

− 223 −
DUERMES

Duermes en el fondo. de la casa.


Entre tú y yo los muebles, las alfombras,
los ruidos arbitrarios de la noche.
No puedes oírme. Te visita
el ojo de luna del poema.

Decreto endurecer este silencio


donde flota aún el buenas noches
hasta hacerlo una hoja de cuchillo,
un lápiz filoso que ahora escarba
esa inocencia fácil en que yaces
para devolverte al nacimiento
y su terror, cuando la gloria
empecinada y brusca de vivir
era el vértigo apenas (poseerse
como cuerpo a sí mismo abandonado),
un quejido quemándote la boca,
aquel áspero cuenco de los dedos
que te arrastran al frío, te golpean,
te obligan a inhalar el aire incómodo,
la angustia del contacto, los pezones
y su leche de llanto entre los labios,
el sabor animal de una epidermis,
la caricia salobre, la alternancia cruel
de desatención y mimo,
ese grumo numinoso: el excremento,
un escozor sabroso en plena pelvis,

− 224 −
el trueno de las voces, los contrastes
volátiles y efímeros: las sombras,
la textura del mundo despertándote
al festejo de la piel, lo móvil
como una indisciplina del espacio,
el tiempo sin relojes, la memoria
duplicando la dicha y el horror.
Y entre el padre y la madre, tu deseo
donde viaja una promesa: solo yo,
que te aguardo central, pacientemente.

Otra mínima noche me desvela


mientras duermes. Ya termino.
Se hace gruesa la punta de mi lápiz.
Todo sigue en su sitio, leve y justo
Me desvestiré a tu lado, como siempre.
Pero apagada la luz, y aproximándome,
sé que voy a temblar cuando me acueste.

− 225 −
ESTA NOCHE HUELE A SAMARKANDA

Estoy harto de ti, y la noche cómplice


me obsequia el olor de Samarkanda.
Sí, nada me importa: contra tu voz
esta noche estampo en las paredes
el eco azul de los Urales.
Esta noche agrieto el cielorraso
con la luna del Congo, acuchillada.
Esta noche me hurgo, me introvierto
a ver si logro extraerme una palmera
mojada por el Éufrates, la roca
lavada por los vientos del mar Rojo.
Esta noche adelgazo para entrar
en el pico de un flamingo de Sumatra
o en el cuerpo vibrátil de un insecto
que hoy zumba junto a un seno de Nairobi.
Esta noche me visto con chilabas
para otear al Nilo desde lejos
en cada cerradura, para escuchar
a mi cama respirando como un búfalo
que pace en el reposo de las sábanas.
Esta noche abro cristales y postigos
al mar, al mar, al bronco Atlántico
que eyacule espumoso mi deseo
de naufragar sobre hielos de Groenlandia,
más allá de Terranova, como un vikingo.

− 226 −
Esta noche
—te lo juro aburrido, felicísimo—
burlo a solas el techo, excursionando
por la clara estalactita donde el cielo,
el firmamento todo se me enjoya
como una daga helada.

− 227 −
ESTE BRANDY NOCTURNO

Este brandy nocturno me devuelve


a una humedad de piel, doble fragancia
de sudor y tabaco, énfasis negro
que el vello expande frente a mí
con sabor a corteza, la ebriedad
hospedada en mi cuerpo como entonces,
aquel bosque solar junto a la boca,
tu muslo aprisionado, licor hondo,
la pólvora de ingle que ahora bebo.

− 228 −
FONDO NEGRO

Limpia y fría, la noche de diciembre


es la imagen perfecta de mi alma:
Caracas arde afuera, indiferente,
mientras yo soy un hueco
livianísimo
donde caen flotando los minutos.
En nada pienso ahora. Y nada añoro.
Ninguna obligación. Ninguna agenda.
Apenas esta ingrávida quietud
para llenar de música (Satie, acaso)
y lentos cigarros y silencio
y el negro sueño de la paz, vacío.

− 229 −
PLEGARIA MATUTINA

Que esta luz sea en verdad el principio


y esta ropa limpia la manera
de vestir, agasajándolo,
al huésped sagrado e indiscreto
que soy yo de mí mismo;
que mis zapatos sean los zuecos de Van Gogh
inaugurando una jornada
donde el sol se demore
y sea rotundo el pan sobre la mesa;
que la bocanada fértil del cigarro
—la primera del día, la inocente—
coseche a la postre un dibujo fragante:
la rosa de los vientos
parecida a ti, desnudo.

− 230 −
AGUA LUSTRAL

Purifícame con el hisopo…


Salmo 50, 9

Salgo por fin del tedio


que es el hábito de huir de Tu presencia.
Había elegido el mal
como quien muerde el aire
y castiga al sol tapándose los ojos.
Había elegido el mal. Y lo sabía.

Hoy salgo al aire en paz de lo invisible


diciéndote que sí por estas calles
con el viejo saxofón de mi poema.
Se abre el día
tal un hueco silvestre
—rosada ubre de la luz, goteando—.
¿Qué puedo decir que me retrate
así, recién nacido:
los dedos obstinados de la hierba,
la respiración de todos al dormir?
Sí, letra a letra reconstruyo
la inocencia del ser, que ahora levanto
como una fronda erguida, resonante.

− 231 −
LA PROMESA VISUAL

Si mis ojos fueran capaces de mirar,


como Basho y Mondrian contemplarían
este asfalto mojado, el automóvil
reluciente en mitad de la garúa,
la mujer que camina, sus zapatos,
el cielo engordado por las nubes,
aquel reloj que cronometra el vuelo
de un triángulo ligero de palomas
(y en fin, árboles y charcos y camisas
y postes y anteojos y vidrieras),

si me fuera posible mirar esto


que en equilibrio puntual ha amanecido
haciendo de la calle una textura
de planos y ángulos sedantes
donde todo, al vibrar, es traspasado
por el único relámpago vacío,

Caracas no sería —desde siempre—


esta costumbre absurda, arrinconada,
sino el centro real del universo
que puede ser cualquiera de sus puntos
para el Génesis libre de los ojos.

(Para Ariel Jiménez)

− 232 −
CUMPLIMIENTO

Deberían bastar, sin más preguntas,


la trinitaria abierta sobre el muro,
este libro de Borges que ahora hojeo,
el calor de marzo entre mis cejas
y la noche en puntillas acercándome
el perfume brumoso de tu cuerpo.

Por solo esta hora blanca que atardece


resonando como el gong de una paz seca
valió la pena haber vivido.

Este temblor del aire, lleno de ecos


que ovacionan el cuerpo y lo celebran,
sobrevivió el naufragio de los días
como síntesis final, inmerecida,
del hecho de existir. Digo por eso:
debería bastar el centro del recuerdo,
la bóveda ancestral de la memoria
amparando esta tarde, que ya es otras,
las que vi languidecer, las que perdí
bajo la misma quietud cristalizada,
los crepúsculos que ardieron en mis ojos
y que este resumen, lentamente.

Por solo este acorde vespertino


me digo plenitud, justificado.

− 233 −
CODA

Canto y cuento es la poesía


Antonio Machado

Quiero creer que fue la madurez. Pero conozco esa calma que me
ciñe cuando deseo trampearle al sufrimiento. Te hablé con correc-
ción y cortesía: aquella pulcritud nevaba; sobre ti, temblando en tu
mirada. Por fin, endureciéndola. Escuchabas absorto, tal vez estu-
pefacto, esas frases labradas por el ansia de no herirte. Retóricas al
cabo. Ellas solo huían de la mudez que aprontas, de repente, cuando
juzgas mi elocuencia, el laberinto de todas las palabras eficaces.

Aparentamos un paseo. Procurábamos sortear aquellas pau-


sas breves tramadas por el tacto, la cautela. Reíamos para agitar esa
quietud, que ardía de preguntas por debajo. Mi cuerpo congelado
en un solemne bloque de vacío. Tú, todo elegancia, arrancaste un
geranio para dármelo erguida, suavemente.

Te temí. Tuve miedo de aquel gesto imprevisto que me empe-


queñecía al lado tuyo. Al despedirnos, quise que el abrazo dibujara
aún, y para siempre, una puntual intensidad, una inocencia. Tu cari-
ñosa firmeza, separándome, conjeturó la torpeza de aquel mimo, su
carácter compasivo, ya fraterno.

Desandé el pasillo hacia la calle. No apresuré el paso. La ciu-


dad se abría al pacífico crepúsculo. Yo estaba solo y libre y melancó-
lico. Así quería sentirme. Así de exacto. Las vidrieras espejeaban lo

− 234 −
suntuoso y cabal de mi tristeza. Me entregaba a la música grave de
mí mismo, la buscada cuando no se desea compartida. ¿Era la paz
o simplemente el egoísmo, ducho con los años, sabio incluso? Solo
quería fumar, dormir un poco bajo la sombra frágil de la lluvia, que
iniciaba sus pasos en la hierba. Pero antes decidí una tímida ebrie-
dad, para hacer más soporífero el sopor.

Al rozar la copa con los labios, sensuales por la tenue laxitud,


¿dónde sobrevino el asombro impuntual de la ternura? En una re-
gión virgen de mi cuerpo cuyo nombre no encuentro todavía. Mi
reloj marcó las siete y cuarto: hacía quince minutos que tu rostro,
lívido en la oscuridad del autobús, se desfondaba en todos. En nin-
guno.

− 235 −
− 236 −
PARTE II
VACÍO SIN POLVO
[1987–1988]

− 237 −
− 238 −
En todo, por encima del objeto particular, cualquiera que
este sea, querer vaciarse, querer el vacío. Porque es un va-
cío para nosotros ese bien que no podemos representarnos
ni definir. Pero se trata de un vacío más pleno que todas
las plenitudes. Esa nada no es irreal. Todo lo que existe,
comparado con ella, es irreal.
Simone Weil

¿A dónde, pues, he de ir? Debo subir todavía más arriba


que Dios, a un Desierto.
Angelus Silesius

− 239 −
− 240 −
EL HALLAZGO

Oscuridad, de la que yo desciendo, te amo más que a la llama.


Rainer María Rilke

El verano, maduro y estallante.


Estación Kourski. Ese viajero
baja del tren infinitamente fatigado.
Lo acompaña una mujer (sacerdotisa
de este viaje ritual, inesperada
vestal para el amante).
Rusia se extiende
en el silencio donde flota el polen.
Arden en los ojos los parterres
por tanta luz floreada, bulliciosa.
Vibran el olor caro de la vida, su salvaje
trama de colores, la esbeltez
concreta de las formas: Lou camina
tan perfectos sus senos como aquellas
líneas translúcidas que a Rainer
lo embriagaron hace meses en Florencia
ante el jardín de Botticelli.
La claridad trae a la mente del viajero
jirones de recuerdos italianos,
el pesado esplendor, la danza sólida
de un paisaje que gira sobre el eje
bien asentado en suelo cómodo.
Pero ahora ese pálido muchacho

− 241 −
al apearse en el andén ya sabe
algo más de sí mismo. No le importa
la fragancia que lo envuelve, como antes.
Otro olor ha conocido, un aire nuevo
que disuelve las cosas, las esfuma
en un vacío sin polvo. Otro esplendor
rozaron sus ojos entreabiertos
a la ignota vastedad, a las estepas
silenciosas y blancas del Espíritu
donde el sol estruendoso se asordina
y la noche congela los deseos
hasta dejarlos transparentes.
Sí, ha visto brocados centelleantes
a la luz de mil cirios, y escuchado
los vítores de Pascua, campanadas
girando entre el otro y el incienso.
Pero transfiguraban lo invisible,
lo que orea entre labios de abedules
al roce del viento de las tundras:
el oxígeno crudo convocándolo
a desfondar al cuerpo distraído.

Lou se adelanta, saluda al anfitrión


en la estación matutina y veraniega.
Rainer cierra los ojos un momento,
un segundo total, sin calendario.

− 242 −
A MI CUERPO

Hermano de la voz adolorida


por el gozo impuntual y su premura,
enjuto servidor de tal anchura,
más lenta al asfixiar sí más urgida,

¿no es hora de que atiendas las razones


del húmedo lamento que me ofreces
cuando otorgo calor a tus rincones
sin saber que sofoco muchas veces

esos ángulos sedientos de otra paz


no por helada y ardua menos clara,
la que acaso tenga el aire de la faz

de un Amado difícil que abrazara


sosegando sin tregua y son solaz?
Que te abrase Su frío, te bastara.

− 243 −
INTENTABA MI ORACIÓN

Intentaba mi oración, sentado


en el balcón abierto a la mañana,
una oración empapada por el sueño,
subacuática a fuerza de arrastrar
desgarrados líquenes de ideas,
sensaciones sinuosas como peces,
corrientes de frases en la mente,
arborescencias últimas de imágenes
que rozan los monstruos paleolíticos:
el terror de ser, el de ser hombre, el de vivir
vertebrado sin más por la conciencia
(ella no pidió llegar al universo
íngrima brotando de lo informe
y cargada de faunas todavía).

Cerrados los ojos, intentaba


convertirme en silencio mineral
donde cupiera la mudez de los objetos,
en comunión callada con la silla,
las paredes, los estantes, esa forma
humilde que es la mesa, la extensión
granítica del piso. Se trataba
de apagar en mí toda palabra,
toda elocuencia contumaz, todo deseo
atrapado en las redes del lenguaje.

− 244 −
Luchaba mi oración por ser silencio
a pesar de mis abismos submarinos
bajo el discurso en vaivén, infatigable.
Batallaba la conciencia por dormirse
más allá de sí misma, despertada
sobre la arena sola de ese yermo
que redime en mudez, en horizonte
nítido y filoso los deseos.
Intentaba mi oración. Y no lograba
desbrozar esta selva que me habita
tejida con lianas de palabras.
El balcón era mi cárcel, mi derrota.
Mis nervios irritados hormigueaban
bajo el estruendo de la luz.
Me levanté de la silla.
… Me contuve,
porque un azulejo repentino,
ligero en el patio despoblado,
me miraba de lejos, frente a frente.
Ignorante de sí, me alivianaba.
Ignorante de sí, su azul juzgó
mi propio estupor agradecido.

Terminé mi oración. A Dios le gusta


traducir a veces su silencio.

(A Carlos Pacheco)

− 245 −
PÁRAMO

Vasto velamen de quietud


desarrollada en mí
hasta explayarme.
Mi cuerpo al fin pulpa de sí mismo:
un azul flotante que penetra
la giba innumerable
y la unge y la esbeltiza
y se disuelve en nieve aérea.

Nada puede suplantar ese olor álgido,


la joya de aquel sol
engastado entre las grietas
por donde cruje el agua.

Quiero quedarme allí,


no bajar nunca.
Acuna, Señor, este deseo
y apágame en la sombra de los montes
hasta cerrar mis ojos
para siempre.
Trocado
en simple frailejón
dormido.

(A Leopoldo López)

− 246 −
PERSECUCIÓN DE LA POESÍA

Cuando yo te buscaba
aquí, en esta casa
donde las cosas simples
amurallan la costumbre
y me sosiegan, me adormecen
sobre un suelo tangible,
sólidamente sostenido;
cuando quise que llegaras
cotidiana como el té,
reconocible y aromática
como el humo de mi pipa,
tranquila como luz de lámpara,
vibrante como todos los insectos
atraídos por ese resplandor
que me ampara de la noche
y hace dulce el reposo
y lo introvierte;
cuando pudiste ser Coltrane,
saxo erudito que acompaña
a una cena frugal; o tal vez Rilke
leído al levantarme de la mesa
(domesticado Rilke: algunos versos
para aprovechar las horas de descanso
como conviene a un hombre laborioso);
en fin, cuando el letargo
que precede al hábito del sueño
me condujo, atento, hacia la cama

− 247 −
para encontrarte onírica y sonámbula,
sobrevino de pronto la certeza
incluso corporal de que no estabas
en ninguna parte ni en el todo
de esta vida ordenada por la paz,
en ningún lugar sensible
y bajo ninguna luz confortadora
(tampoco en el relato de los sueños).
Quieto e insomne en el silencio,
te supe detrás: solo el envés
de cada objeto, únicamente espalda
de todas las palabras del poema
(espalda inconseguible, por supuesto,
pero que imanta a la música del verso),
apenas el vacío de las formas
donde ellas se desatan, libres ya
para resolverse en nada pulcra
—una nada dulcísima, compacta—
en torno a la que giran, sin saberlo,
todo idioma de hombres, todo gesto,
toda la sintaxis de las cosas,
noche nítida, nívea del lenguaje
que ensordece al estruendo de las páginas
y desdibuja líneas como esta
con las que digo el parlamento
de un actor jamás acostumbrado
a la mudez enorme del teatro
cuando todos se han ido y al telón
lo agita solo el viento,
el viento helado de la noche,
el viento sideral, el que no aplaude,
ni ríe, ni llora, y desvanece

− 248 −
tramoyas, trucajes y escenarios,
es decir, esta ficción decorativa
(pipa y té, lámparas, insectos,
Coltrane, Rilke, sueño con libreta)
abandonada al fin: inútil.

− 249 −
JARRÓN CON FLORES

Amarillas las flores del jarrón,


corolas de la luz
dibujando el estruendo de Van Gogh,
aquel sonoro alud
de girantes estrellas con su voz,
su propio, solo grito
derretido en los astros: girasol
arriba, junto al frío
elocuente de un cielo del ardor,
y abajo, en esa mesa
(un rectángulo íngrimo), una flor
audible, casi seca
por el lúcido hogar de la razón
desecha sobre el suelo.

Crisantemos en esta habitación:


a paso breve y lento
caminé hasta mi casa sin amor
por nada ni por nadie
con mi ramo amarillo. Y el reloj
campanilleó en el aire
la memoria del Ángelus. De Dios.
Yo estaba quieto y sordo.
Pero ahora que el ramo fulguró,
lumínico socorro
entre manos clamantes de pintor,
dan ganas de decirle:

− 250 −
«Ya te escucho, no hables, por favor
apaga esos candiles
en el fondo del cuadro, que soy yo.
Permíteme pedirte:
esta noche salvémonos los dos».

− 251 −
BAUTISMO DE NADA

Horizonte compacto, los objetos


me cercan a pérdida de vista.
Cuesta remontar esa frontera
totalmente imantada.
¿Dónde está la grieta, la abertura
imprevista y fugaz como una herida
por donde salir dolientes, pero libres
hacia la vastedad insólita?

Curvado hacia mí mismo, autohechizándome,


o encantado por los ojos de Medusa
que levanta el muro de las cosas
(las cosas soberbias y tenaces
en su imposible pátina de paz)
no puedo vivir ritmos, movimientos
y danzas de otras densidades
filtradas de repente en esta luz
dormida del crepúsculo
que arrodilla a la tierra y la desmaya
dejándola porosa, libre al fin
para la materna oscuridad, de la que pido
un poco de atmósfera ligera,
la liviandad precisa de la nada,
la que borra mi nombre y me bautiza
en los labios de Dios, el innombrable.

− 252 −
LA CUARTA DIMENSIÓN

¿La aridez en el vacío es el primer y último camino?


José Lezama Lima

En la vibración más intensa de la música, en el corazón del paisaje,


al llegar a la última página del libro o fumando, simplemente, algún
cigarro, en las horas más incómodas del día y, sobre todo, en las del
triunfo (arte o cosmos, ante la catedral o el firmamento, junto a la
curva del torso o de los senos), he allí, puntual, la sensación impre-
vista del exilio, la añoranza de un arranque de energía que empezara
a expandirnos sobre el límite, el hoyo que reclama forma sin encon-
trarla todavía, lleno de su propia virtualidad ansiosa.
Resta, por supuesto, el simulacro: compulsiones, histrionis-
mos, carcajadas, ebriedades (un nuevo cigarrillo, por ejemplo, un
tacto contumaz hacia lo que ya se nos mostró gasificado), ruido y fu-
ria, es decir, la inhábil saciedad pretendiendo pagar lo que no puede:
el déficit, la moratoria del deseo.
Pero, ¿si ofrezco mi ser todo a esa carencia suspendida? ¿Si
mi cuerpo se aprendiera ese absurdo abrasante que la piel senso-
rializa con horror? ¿Si el vértigo frío y seco de morirse —ahora, no
después— me enseñara el ayuno inexorable cuyo único nombre es
plenitud?
Entonces, la orilla indestructible, los círculos pacíficos del
alma reflejando la elipse de los astros, la cuarta dimensión —así la
llama Pound—, el poder sobre las fieras.

− 253 −
SPIRITUAL

Ese susurro, ¿a qué viene?,


¿sutura la vieja herida
o la ensancha, más ardida?
Me goza el alma. Me tiene.
Cave muerte o salte vida,
el hecho es que me hace suyo.
Digo que no, me escabullo
de esa voz tan conocida
pero la fuerza, dormida,
no obedece si le huyo.

La voz negra. Su cuidado


que se me congela en cerco.
Le tengo miedo a su terco
peso dulce en el costado,
es decir, Dios calibrado
junto al centro de mí mismo.
Gravita un aire de abismo.
Quisiera pasar de lado,
pero tal Dios es el mío:
sensible y pleno vacío.

Me surge adentro un deliquio


al escuchar sin querer.
Vuelve el amor a doler
—este verso, un hemistiquio
del soterrado placer

− 254 −
de confesarle al poema
que me enamora el teorema
cantando en voz de mujer:
Dios no es asunto, no es tema,
sino pasión donde arder.

(A la memoria de Mahalia Jackson)

− 255 −
TODO ESTÁ SOPORTADO POR LA RISA

¿Qué son los siervos de Dios


sino bufones que tocan el corazón
de los hombres llenándolos con el
buen humor del Espíritu?
Francisco de Asís

Todo está soportado por la risa,


la paciencia del humor.
A esta masa selvática de cosas
que hormiguean, al zumbido
de su abejear insomne, a esta mañana
obesa de la luz, a la lujuria
cromática y sonora de este día
amanecido apenas y ya ebrio
de su propio trajín trasnochador,
en fin, a todo el peso
que es el mundo grávido de sí,
solamente la gracia lo sostiene.

No hablemos de la historia.
¿Cómo no se disuelve, aniquilada,
la épica sangrante, la fatiga
de volver a empezar, el lunes cierto
que se muerde la cola, victimario
y desayunando su masacre?

− 256 −
Yo mismo no entiendo esta constancia
disonante, ruidosa de mi espíritu,
insecto alado que no puede
posarse al fin en una lumbre
que, sin embargo, lo convoca.

Nadie sabe que la gracia, solo ella,


sufre el drama letal del universo
y su rutina exacta, establecida
en códigos de orden repetido.
Debajo de la ley flota el humor
que disuelve las cosas, las redime
en una ingravidez, un horizonte
donde se desanuda lo compacto
y lo justo, elevado de potencia,
ya no se reconoce ni se quiere
a sí mismo, monótono y puntual.
Es la misericordia de la risa.

(A Miguel Márquez)

− 257 −
LA PLEGARIA DE HUSAYIN HALLADJ
(Bagdad, 17 de marzo, 922)

El inocente patíbulo me aguarda.


Antes me aguardaron el crepúsculo,
la cotidiana cisterna del sueño,
el hambre al mediodía y, sobre todo,
ese presagio súbito, carnal,
que verifica el éxtasis:
metáforas plurales de este instante.
Ahora, pues, me invade la certeza
cuyas cifras gocé, una por una:
el sol del día siguiente, un despertar,
una mesa servida y el ardor
donde el ímpetu del alma se desata.
Si el umbral fatigoso no me apena
pues mil veces lo crucé, mi cuerpo erguido
perdonará que lo entregue sin demora.

Pero el terror aturde esta confianza.


En la arenosa celda una visión
extiende para mí constelaciones,
fragancias minuciosas que me cercan,
la ovación de los astros señalándome,
muchedumbres de alas y de pétalos.
Tanta estridencia atroz es mi congoja:
yo aspiraba al simple roce de tu paz,
¡Altísimo y Clemente y Bien Amado!

(A Lulú Giménez)

− 258 −
MINUTERO

Marzo 2: Yermo despoblado. Paladeo solo arena. Flor de cac-


tus, el alma se abre sobre las espinas, polvorienta en el solazo.

Marzo 4: Cargado de sequía, la lluvia no acaba de estallar. En-


gordan las chicharras.

Marzo 7: Salgo a la calle con temor. Me muevo incómodo en


medio de la universal transpiración de las cosas. No tengo mirada
sino para el envés donde suda cada hombre, cada objeto, el esterco-
lero de la historia. Allí fraternizamos con un grueso bestiario: nues-
tra naturaleza pasta, orina, se aparea, hediondamente ingenua bajo
la canícula. ¿Quién dijo pesebre, quién un asno bueno, un terso buey
para amparar al niño espíritu, gimiendo?

Marzo 15: ¿Cómo pude olvidar la existencia de esta duna in-


móvil, donde mi madre tose alma en la camilla?

Marzo 16: ¿Sortear la avalancha de cal ciega, dirección hacia la


solar desolladura?

Marzo 17: Señor, ¿te he llamado alguna vez polvo lunar? Hoy
fosforeces como un astro que emite aburrimiento. Te añoro en un
ápice de gloria, como antes. Te padezco.

Marzo 20: Sonámbulo, camino. Voy dando traspiés, pero con


la certeza de que el sudor sobre mi espalda dibuja un mapa de gotas,
una fresca geometría.

− 259 −
Marzo 25: Son cinco las llagas, su ardor quieto. Cada noche
pascual, en Florencia o en Nairobi, el esbelto, firme cirio las procla-
ma todavía.

Marzo 26: Como el ahogado, ceso de luchar. Me abandono a


la asfixia del bochorno.

Marzo 28: El primer aguacero bate ya sobre un cadáver. ¿La


crueldad inminente, salutífera de abril: un retoño asomado en las
cuencas vacías de la calavera? Sin embargo, cierro las ventanas al
plexo viviente de la lluvia. Me quedo quieto, mirándote. Ahora sé
que Tus ojos son los del anciano aquel, el del asilo. Me veía sin ver-
me, sin respuestas, desde la exhaustiva cama del dolor, desde el erial
de los siglos, desde siempre.

Marzo 30: Te he aprendido la faz, la decepcionante red de las


arrugas, la carne amojamada. El horrible esplendor de la belleza.

Abril 1: Sigue lloviendo. No me importa. Paul Celan, al ir en


pos del agua última del Sena, luchaba por custodiar su propia sed,
aquel lúcido insomnio bajo la lámpara de Auschwitz.

(A Gonzalo Ramírez)

− 260 −
DONDE SE HABLA DE LA LUZ, DE LA BELLEZA

La hez llegaba en barcos. El Caribe


era opalescente en el crepúsculo,
pleno de laxitudes, de fragancias
que llamaban a soñar, casi dormidos,
con carne mestiza de mujer.
La hez bajaba al puerto, simplemente,
y su hedor invadía las callejas
tramadas con esmero, los balcones
labrados de aromática madera,
las unánimes flores aplaudiendo
junto a cada celosía, cada alcoba.
Evacuaban los barcos su excremento
y en el muelle algún mohín lo recibía,
algún ademán brusco de los ojos
soportando un momento esa sentina
expuesta a la luz pulcra de septiembre.
Solo un hombre, de pie en el empedrado,
percibe el olor negro como suyo;
lo olfatea con delicia minuciosa
en un éxtasis sobrio, arrebatado
por ese perfume que deslastra
al mundo de sus mares, sus crepúsculos,
sus flores bullangueras, sus fragancias,
y lo deja desierto, yermo apenas
donde fulgura, sola, la hez hedionda
como el único sol del universo.

− 261 −
2

Una isla del Pacífico. Veinte años


trajina otro hombre sobre el suelo
poblado de palmeras. ¿Quién no quiere
disfrutar de la paz de una mañana
cuando las olas arden, resurrectas,
y los vítores del alba nos saludan,
bajo el estruendo de los bosques?
Ese anciano no toca el mar helado
para ungir a su cuerpo y bautizarlo
con el agua solar. Otro bautismo
ha amanecido hoy sobre su carne.

Tanto tiempo perdura en esta isla


que ya no se recuerda en otra parte.
Y sin embargo, junto al río
saludable y vivaz entre los juncos,
frente al manjar de la existencia
que pide una holganza, una molicie,
él no ha sido feliz. Se trata, solo,
de que atienda los cuerpos ulcerados
por una roja aridez, un alba en llaga.
Pero eran cuerpos de ellos, de los otros.
El suyo estaba tenso, suave, higiénico
para el solaz de la selva, para el mimo
que ofrecía el elogio de estar sano.
Ese era su espanto, su derrota.
No compartir llagas, solo verlas.
(Cuido los ardores, no los siento)

− 262 −
Y hoy, por fin, esta mañana,
la sorpresa feliz lo desvanece
hasta borrar el brillo de la aurora
en esa gema blanca que ha buscado
desde hace veinte años: una mancha
en el muslo, de repente. Solo una,
presagio exactísimo de tantas.
Ahora puede marchar hacia la iglesia
a decir en el sermón, erguidamente:
«Nosotros, los leprosos …»

«Hay formas y colores todavía».


La terquedad de la luz. Su reincidencia.
Espesor —que amanece, que atardece—
del cosmos retardado, entretenido.
No quiero esperar más: la cita aguarda.
¿Quién me iba a decir que lo buscado
al final del laberinto de mis páginas
consiste en ese hedor, en esa llaga
que no desean los ojos ni el abrazo,
lo tinto de blancura de tan negro?
El neto esplendor del paraíso
es tabla vertical, gélida y dura.
La noche más fría que los astros.
La cruz de Juan de Yepes.

(A David González y Belford Moré)

− 263 −
DIES NATALIS

Todo fue un mínimo estertor.


Me dilapido en paz: solo agujero
donde sueno por fin a carcajada.
¡Oxígeno al revés, espalda de aire!
Llena se expande mi ceguera:
gozo el vacío de mis ojos.
Una lápida el mundo, simplemente
—bailo en torno a ella, desceñido—.
No me busquen allí. Ya no me nombren.
Los clavos y el lanzazo, mi epitafio.

(A Manón Kübler)

− 264 −
LA NADA VIGILANTE
[1994]

− 265 −
− 266 −
A Miguel Márquez

− 267 −
− 268 −
I

Espero al poema
como aguardo el placer al inicio de la cópula,
lentísimo, fértil.

Espero al poema atisbando su llegada


en el ápice mismo donde cruje
y levanta las alas.

Espero al poema adviniéndome,


pulsándome desde el vacío mental,
demorándose bajo la red de mis nervios
inmóviles como la página blanca
que me arde en los labios.

Espero al poema, su olor difícil


en la pulpa del deseo,
su ráfaga entre las grietas de la atención,
su pausa virgen que la letra goza.

Espero al poema con los ojos de mi madre,


ávidos desde la muerte.

− 269 −
II

El poema imposible
me desgasta de antemano.
Deletreo sus sílabas sin saberlas,
dispuesto solo a un aire diáfano
moviéndose en mi boca para nadie.
Tanteándome roto de palabras,
voy dejando que crezca en mi costado
un florecimiento de mudez
donde rebrille la atención inmóvil.
Está hueca la voz
como un nombre de cadáver
pudriéndose en el centro de la página.
Pero me acostumbro al jadeo,
a la ronca lisura.
Nada hay detrás del pensamiento,
nada en estas metáforas,
apenas la exacta vigilia
para otear cómo brota inalcanzable
el cactus del poema.

− 270 −
III

La lucidez desierta
no accede a la palabra.
Pernocto nadie
en su tuétano mudo.

Voceo un grito, uno solo,


contra las piedras de mi garganta,
inarticulado estupor reptando
hasta estallar vacío.
Demoro el inútil vocablo,
pero la nada en vilo
que ensordece al texto
me obliga a escribir.

− 271 −
IV

Para decir la ausencia del poema,


su centrífugo ardor sobre mi espalda,
planto el texto como un cero,
una sola cifra invertebrada
donde este silencio que me ahueca
rebota en las palabras por instantes
y permanece intacto.

¿Por qué insiste la letra minuciosa


en tercas servilletas, en cuadernos,
en papeles mugrientos y fugaces?
Solo sé que al huir deja el poema
un rastro de fiebre que pulula
en los labios inmóviles, esta huella muda
empeñándose aquí, sobre la página.

− 272 −
V

Yo aguardo al animal dormido.


Mientras los otros trabajan lo discierno
moviendo sus patas livianísimas
contra mis sienes ahuecadas.
Se alimenta del ocio que me atonta.
Sus ojos son relámpagos lejanos
ardiéndome en la punta de los dedos.
Su piel es mi voz centuplicada.
y causa sangre su pezuña fría
helándome el esfuerzo. Lo vigilo.
Mientras los otros yacen o copulan
cebo la trampa del papel
bajo la lámpara neutra, distraída.
Estudio la forma de amansarlo
con un golpe de luz sobre mi frente,
una imagen capaz de sostener
la inocencia cabal de su estatura.
Remuevo símbolos sagrados
para atraerlo al centro de esta hoja
blanca de esperado. Mitos sonoros
fraseados por el ritmo del lenguaje
intentan acunarlo levemente…
Pero el animal desaparece
justo en el instante de apuntarlo
con la palabra artera y su veneno.
El olor perseguido se anonada
cuando flota ese pálpito que extingue

− 273 −
la escritura en su límite preciso.
La idea es ya una horma para nadie.
Mi voz retrocede en la garganta.
La trampa está rota para siempre.
En la distancia frágil de la página
el animal es rastro, solo fuga:
cuaja entonces inútil el poema.

− 274 −
VI

Risible, me distraigo
con el secreto de ser nada,
atesorando huecos
que relucen, precisos,
en lo blanco.

Suelto como un abandono,


ausculto pasos de paloma
al ras del corazón
y miro crecer la hierba anónima
entre mis huesos blandos.

Desalojado, me desfondo
cada vez más horizontal,
estiércol vivo
pateado por densas multitudes
sobre el subsuelo flojo.
Fecundo una flora resonante
que no me es dado alcanzar
mientras me pudro.

Así el poema.

− 275 −
VII

El sol vacío de la mente


se explaya sobre la arena fría.
Es redondo el silencio
en torno al eje completamente inmóvil.
Un párpado abierto
deja ver las pupilas dilatadas,
el ojo blanco, ciego, innecesario.
Baila el tedio su monodia ingrávida.
La playa del sentir está desierta
bañada por el oleaje sucio
de imágenes opacas y convexas.
Rebota la palabra sin nadie que la atrape.
El cuerpo estorba al alma a fuerza de pedirle
un insinuarse solo, un gesto vago,
una idea que fulja de repente
moviendo la sangre en las arterias.
El cerebro cuaja hielo entre sus pliegues
y en el rostro se ahonda una galaxia
de tristeza mineral. Rostro clavado.
Afuera el entusiasmo bate alas
contra el cristal esmerilado.
Pero el adentro es neutro y me respiran
la vigilia parada, el resto de la espera.

− 276 −
VIII

Amo el sol de la palabra día.


Pero la digo aquí y se evapora
el poder matutino del vocablo,
su saliva auroral, recién gustada.
La aridez cuenta conmigo las vocales
y un áspero reptar de consonantes
sube al paladar sin deleitado.
Alguien apagó la dulce hoguera
donde los leños crudos del lenguaje
crepitaban fragantes en la boca,
en la unánime página abrasada.
El poema brota ahora sin saberlo,
sin palparse las vísceras ardientes,
tiritando inconsciente de sí mismo,
ajeno al calor de paladearse.
Entresuenan las letras su delirio
vacuo y sensorial como el de un loco
que necesita hablar, pero no puede
sino decir la noche de la mente,
los ruidos de su cuerpo, el movimiento
de la nada polar en la que clama:
la inocencia verbal sobre el abismo.

− 277 −
IX

El yermo, el terreno baldío,


la duna inmóvil, la caverna
donde el eco es inútil, el seno seco,
la roca insensitiva, el horizonte
neto y circular como la sed
de un naufragio en el mar,
la tabla rasa, el cero liso,
el silencio en coma de mi madre,
el verano vertical, el falo erguido
sin la humedad porosa del deseo,
el polvo de los llanos, una campana rota,
la cal inmaculada entre los labios,
un río sin caudal, el esqueleto
pulcro y medular ante los ojos, la flor fósil,
una terca cicatriz, la nuca helada,
el sudor de las imágenes, los versos
diciendo sin nombrar, contando apenas
su metáfora oblicua que no roza
la palabra total, la postergada.

− 278 −
X

La melancolía me distrae
con dibujos imprecisos
que flotan al ras de las pupilas
hasta dejarlas tersas y vidriosas
como dulces cristales empañados.
Me distrae con pulcras melodías
refractarias al oído, pero hermosas
como presiente el sordo la palabra amigo.
Me distrae con torpezas: las de un niño
intentando ser adulto sin poderlo,
asombrado de la edad de la alegría,
de su enorme estatura, de su porte.
Busco el envés de las palabras
para dar con un léxico que extraiga
el sagrado estupor, la expectativa
de mi otear melancólico la nada.
En ella discierno, pese al frío,
un tibio olor de paz, una intemperie
donde arde en la suela del zapato
la sabia dirección, una orientada
perspicacia ciega. Estoy libre del poder,
del disimulo, de la página social,
de la etiqueta. Yo solo miro distraído
las sombras jugar con las paredes
y un crepúsculo a salvo, indomeñable.

− 279 −
XI

El deseo me vomita, inapetente.


La gana, la real gana, se contenta
con mirar las copas de los árboles,
su vaivén a mediodía, enlentecido,
sus hojas que se mueven como labios
para no decir nada simplemente.
El deseo observa allá, tras la ventana,
líneas, movimientos y colores
pero lo atrae su geométrico retiro
que lo circunda y lo envagina
como a un feto dormido, inescuchado.
El deseo ya no lee los periódicos,
lo enceguecen las calles, lo marginan,
no viaja, no piensa, no contempla
el transcurrir del cosmos, los relojes
que señalan la misma, quieta hora.
El deseo es un cráter, lunar, hondo,
recibiendo la luz que lo aridece
en la entraña llagada de la noche,
la noche corporal, la de las vísceras.
El deseo yace ahí, junto a la lámpara,
despierto bajo el polvo de los astros,
arrojando su sombra en el papel
que lo expulsa silente, inmerecido.

− 280 −
XII

El mendigo del poema,


ahora que no siente ni el dolor,
hurga en la cicatriz recién abierta.
Es bella la mansedumbre de la sangre
sobre el suelo inocente. ‹Pero el sol
evapora las manchas, las acalla.
No hay herida decible expresa el verso
del menesteroso batallar con el poema.
El líquido indoloro no es la tinta
para escribir la queja, ese gemido
de una cicatriz resquebrajada.
Uno intenta golpearse, someterse
al orden pertinaz del sufrimiento:
quizá vibre una imagen, una frase.
Pero el poema, indeciso, se distrae
con palabras hermosas, coloreadas,
que como a la sangre sobre el piso
reseca el sol de la verdad,
la exterior para siempre a la belleza,
la que no resuena nunca, la insensible.
El poeta habla sin voz y ya no puede
ni siquiera traducir su propio llanto,
se muerde la herida innecesaria
como nombrar un hueco entre dos frases,
un gélido hueco en la memoria
del cuerpo no verbal, intransitivo.

− 281 −
XIII

Busco entre las palabras una


capaz por fin de contener
a esta simple tensión sin contenido.
Una palabra escondida en el azar
abriéndose aquí como la flor
que brota al filo del barranco
y luce, difícil, entre rocas.
Una palabra surgida del residuo,
de lo que deja callado la escritura
pero es su lágrima entrañada, su sudor.
Una palabra socavada a pulso
para arrancarle la materia prima,
ese gramo minúsculo extraído
de un fondo reacio a descubrirse,
a salir a la luz que lo disuelve.
Una palabra semejante al sueño
que te impulsa, oblicuo, a abandonarte
a tu carne interior, la solo vista
en las imágenes crudas de la mente.
Una palabra hallada por un náufrago
del decir, del nombrar, del expresar:
ojo limpio de pez, vértebra quieta
secos ya sobre la página, brillando
para pudrirse inútiles después
bajo el cielo cerrado del silencio.

− 282 −
XIV

El tedio es una gota, tras la lluvia,


aferrada a la verja, sostenida
por su propio equilibrio transparente.
Pudiera caer al piso y disolverse
pero prefiere temblar junto al vacío
para secarse, mansa, bajo el hierro
de donde pende íngrima en la noche.
El aburrimiento me concede
el temblor solitario de esa gota
y que no sople el viento y se mantenga
en perfecta acrobacia sobre el suelo.
El tedio nada pide, nada quiere,
sino colgar sin más en el abismo,
sabiéndose inasible, pero al borde
de un metal oxidado: este poema.

− 283 −
XV

Me digo que es inútil, que no puedo


escribir lo imposible, la secuencia
del poema innombrable, la mentira
de apalabrar la ausencia del deseo
deletreando la nada entre mis sienes,
su oquedad tan carente de palabras.
Sé que el cuerpo me queda, esta mi carne
indecible también, pero moviéndose
al proyectar imágenes, figuras
en el vacío mental, en la pantalla
de la escritura terca, indeseante.
Solo alcanzo a aludir, casi a tocar
al poema cadáver enjoyado
por el histriónico decir: la vanidad
de no sorber el silencio ni apurarlo,
de escapar de este yermo a mi medida
que, si yo fuera otro, comparara
a aquel nítido y virgen de los santos
ardiendo, sí, incómodo en la voz,
llagando la gárrula garganta,
pero dejándola seca de otra sed
que no sacian las formas, el lenguaje.

− 284 −
XVI

Antes me bastaba el solo abrazo


que clausuraba la voz al disolverla
en la inaudible cadencia sin anhelo
de mencionarse o traducirse.
Me bastaba la exigencia de callarme
cuando la presentía ya descalzo:
una íngrima zarza entre las llamas
incendiando el color de las imágenes
porque vive del fuego inmaculado.
Antes yo no lamentaba la mudez
si el rubor de decirlo era muy hondo:
esa caricia adentro, esa inocencia
reencontrada en la pulpa de mi cuerpo,
esa fruta prohibida ahora gustada,
ese cósmico amor que prometía
su regalo final, inexpresado.

De pronto el poema enronquecido


se sabe innecesario, pero aguarda
llenarse a sí mismo como a un vaso
colmado por la pacífica añoranza
del silencio de Dios bajo su peso.

− 285 −
XVII

La muerte se parecerá a esta aridez


calcinando mis ojos entreabiertos,
su fogata cremando mi memoria
en una sola llama blanca, fija,
su arena penetrando en mis oídos
hasta dejarlos sordos frente al mundo
y su orquesta girante, ya monótona,
su sal diurna quemándome la lengua
como para saborear todos los soles
Y quedaré desnudo y fulminado
semejante al árbol aún en pie
después del incendio repentino,
con las ramas humeantes pero erectas.

La aridez es la sustancia de la muerte.


La contemplo prepararme el mediodía
en que su rosa seca se me quede
entre las manos pálidas, fragantes
por un antiguo rastro de perfume.
Extiende ante mí el jardín de piedras
bajo la luz lineal, en carne viva,
donde dormiré olvidado para siempre
de las palabras, sí, de las palabras.

− 286 −
XVIII

Nada voy a expresar, solo ese viento


que carece de forma definida
y da vueltas en la luz a media tarde
y termina jugando con mis canas.
La metáfora es hoy aire en movimiento
porque quita las ganas de nombrarlo
dejándolo, invisible, transparente,
al entrar por la ventana que lo encuadra
sin cristales sonoros, silenciosa.
Estas frases se acomodan a lo informe,
pujante, sin embargo, penetrando
en la ventana abierta del idioma
que le otorga un marco construido
y lo abandona al juego de su suerte.
Lo informe es lo inquietante, lo que quiebra
el vibrátil cristal de las palabras
hasta despedazarlo en ruido.

Quiero que permanezca intacto eso inasible,


el viento sin figura, el aire móvil
colándose fugaz por esta hendija
de los versos vacíos permitiéndole
el lúdico pasar, el vuelo pleno.

(A Roberto Dicenta)

− 287 −
XIX

La sombra busca espacio entre los muebles,


temerosa huye detrás de los armarios,
desea escapar del sol, adormecerse
en un rincón cualquiera donde sabe
que brota protegida, húmeda y densa.
Filtrada por mis dedos que ahora toman
la pluma para hacer, junto a la lámpara,
el poema esperado, inconseguible,
se asemeja al temblor de alguna hoja
desprendida del árbol de la noche.

La mañana se instala sin permiso


sobre este apartamento solitario
y enjuga la frescura de la sombra
dejándole nomás sus escondites.
Quiero cerrar las puertas, las ventanas,
y apagar la lámpara en vigilia,
no me importa el resplandor impertinente
que descubre mi cuerpo ante la mesa.
Solo miro con delicia, con ternura,
esos dispersos rectángulos oscuros
abandonados por la dulce madrugada.
Amo la oscuridad: se me parece.
Detesta todo estruendo. Ella consiste
en borrar la fijeza de este ruido
—la geometría sonora de las cosas—

− 288 −
y replegarse luego, contenida,
cuando llegan los gritos de la luz
a ensordecer al mundo nuevamente.

Ojalá fuera este un texto ingrávido


donde cupiera íntegra la sombra
y las anheladas formas descansaran
del día universal y su bullicio.

− 289 −
XX

El poema se vive antes de hacerlo.


Es una antigua lección nunca aprendida.
El poema se paga en cada hora
de atención exacta que contempla
la calle cotidiana, la de siempre,
como si fuera el cosmos deletreado
por sus minúsculos detalles. La vigilia
es la única capaz de merecer
una escritura virgen, no probada,
tramada por las cuerdas del sentido
que resuenan detrás, en ese espacio
habitado solo a veces por el cuerpo,
un lugar desceñido, inubicable,
pero que surge debajo del idioma
cuando inquiere por él la vigilancia.

¿Cómo aguardo al poema? Lo voy viendo


brotar encenizado de mi boca,
cargado de fracaso y, sin embargo,
diciéndose impasible, inagotable
pese al fondo reseco de mi alma.
Luce amargo por tratar de descubrir
su propia impotencia al desplegarse,
ese polvo letal en las palabras
que no puede escribirse sin dejar
inacabada la voz con que se dice.

− 290 −
Es la espalda del verbo lo que miro
temblar ante el beso de mis labios,
un nuevo temblor del que no guarda
memoria mi cuerpo erotizado,
mi carne sedienta de lenguaje.

He vivido el poema. Lo de menos


fue borronearlo, como pude, en el papel.
Lo ha padecido antes mi atención
frente a todo eso árido, eso lívido
de mencionar siquiera lo decible
si no hay nada que expresar o describir
excepto la misma nada vigilante.

− 291 −
− 292 −
EL ESPLENDOR Y LA ESPERA
[2000]

− 293 −
− 294 −
LOGRO

El amor es paradójico:
se alimenta a la larga de cansancios,
de esas fecundas fatigas que nos hacen
salir resurrectos de la prueba
donde ellas toman la forma de atanor
para confeccionar una infalible alquimia:
del nigredo opaco y depresivo
al albedo sustancial de la alegría
redescubierta al fin pero ahora macerada
por el sudor, la espera, la paciencia.

El hastío, en amor, marca el comienzo


de una nueva exploración tras ese límite,
más allá de las fronteras habituales,
a fin de hallar inéditos deleites ocultados
por la pereza que el tedio permite descubrir,
como la alerta roja del semáforo
preanuncia al veloz verde, al movimiento.

− 295 −
No confundo el cansancio ni el hastío
con el final de la amorosa epifanía
en la que hay tanto reservorio de pasado:
no es difícil encontrar dentro de él
el incorruptible fondo de un afecto auténtico,
cierto largo silencio compartido, esa mañana,
cuando el cuerpo recomenzó su ebria vigilia,
una carcajada cuyo eco fue el rostro del otro,
aquel sufrimiento en unísono dolor,
la calidez de su mano mientras escuchábamos
la canción más unitiva, una mirada que todo
lo contuvo, el abrazo cubierto por la ola,
su sueño ante mis ojos, la desnuda
sensualidad de ambos junto al lecho.

Se logra inventar formas diversas


de prolongar ese ritual pretérito,
liturgia de dos devociones encontradas
para su constante innovación posible.
Basta que uno quiera de veras continuarla,
y la entrañable ceremonia permanece
transfigurada por sus pausas, la eventual
y necesaria disonancia de su música,
sus monótonos trances propiciantes
de nuevos estados de conciencia
en un retornado, inextinguible privilegio.

− 296 −
MÍSTICA DEL ÁRBOL

Los árboles son sacramento de la paz.


Ellos me enseñan el arte difícil del sosiego,
firme en su aplomo vertical
frente al viento y al látigo incontable de la lluvia.
Su tranquilidad está transida de silencio
pues las hojas, como labios, solo invitan
a contemplar otra flora escondida e interior
que no se puede describir con las palabras.
Ellas hablan al alma, no al oído.
El tallo, paciente, se revela siempre ascencional
por efecto de la atracción religiosa de la luz
que lo ha elevado, a través de los años,
hacia el cielo; este parece pesar sobre sus ramas
para darnos la exacta sensación
de estar ante un frondoso
receptáculo sagrado. La calma del árbol ilumina.
No es casual que, bajo su sombra, Buda
haya recibido el rayo austero
de la verdad situada tras el tráfago
de las cosas goteando idéntico dolor:
la última quietud, incontaminable,
cuyo signo en la tierra son los árboles,
serenísimos rastros a seguir
del santo ocio de Dios al contemplarlos
como perfecto reposo de sus ojos.

− 297 −
El árbol es siempre vespertino
aun si lo alumbra una matutina esplendidez:
su esbelta, ensimismada arquitectura
solo encuentra marco preciso
en el crepúsculo, cuando la paz,
ya madurada, expande copas
donde pernoctan los pájaros, callando.

− 298 −
EL EXCLUIDO

No se lo encuentra de veras en el templo.


Su morada, si así puede llamarse al desamparo,
es precisamente el gran afuera,
el periférico sitio donde vive
aquel siempre excluido, el no invitado,
quien pernocta —digo bien: pasa la noche—
lejos de la hogareña luz bajo la cual
transcurre el reposo ensimismante
que no nos deja salir hacia ese absoluto,
peligroso descampado en cuyo centro
aguarda él, desconocido, delincuente quizá,
tal vez un enemigo, pero de cualquier manera
extranjero, ignorable por los rigurosos códigos
que nos prohíben saludar a un extraño
y mucho más brindarle la acogida
de convidado a nuestra casa.

El excluido, en lo oscuro, te interroga


solo con su aguardar eterno. ¿No escuchas
aquellos insistentes pasos revelándote
la apátrida vigilia de su insomnio?
Pero encontrarlo significa salir,
sobre todo salir, padecer la incomodidad
de la salida al afuera sin refugio,
dejar la lámpara, el sillón, la mesa puesta,
y emprender el noctámbulo esfuerzo
para descubrirlo en la prisión culpable,

− 299 −
y en la pobreza toda, y en la herejía
acusadora de tu léxico mental,
y en la viudez de lo cierto, y simplemente
en el cáncer, la lepra, la agonía:
situado allí donde el paisaje se presenta inhóspito
por distinto a los que ya conoces,
a los que acaban devolviendo tu mirada
como un espejo contumaz.

Es él. El que no invitaste. Ahora lo sabes.


Lo descubriste al fin, llorando noche.
Solo te falta venir junto a esas llagas,
ese hambrear harapiento, esa incertidumbre, ese delito,
esa implacable interpelación del diferente
hasta el centro mismo de tu casa y celebrar
la cena —sí, celebrarla— al compartir
con él, Único y múltiple, Otro central y repartido,
el pan terriblemente suave;
dejando la conciencia de que pudiste hacerlo
en la oscuridad cerrada, tras la puerta.

− 300 −
MANDALA

Deseo parecerme a un jardín rectangular


hecho solo de piedras y guijarros,
intacto en su seca desnudez.
El silencio mineral es siempre sólido,
compacto frente a cualquier alteración sonora
y por eso metáfora visible
del completo callar que está buscándome
aun en las palabras del poema.
La piedra, lo sabemos, centraliza
un símbolo antiquísimo. Pero
si hoy quiero asemejarme a la estructura
de su inmovilidad total se debe
a que me hallo en la vorágine de mi propio movimiento,
atraído hacia la multiplicación
de los deseos y no focalizado
por la simplicidad sedante de uno solo
a cuyo objeto lo ciña una permanente duración.
La piedra permanece durando para siempre.
El brillo implacable del sol sobre este duro
grosor de materia acumulada,
me recuerda que ansío para mí
un idéntico fulgor dejándome,
rotundo, a la intemperie,
en luminosa aridez desprotegida
por la sombra falaz, encubridora.

− 301 −
El jardín geometriza la quietud.
Ella brota de él como evidencia
repartida en cada forma elemental
del suelo, en los rocosos, simétricos dibujos
que resuelven la totalidad de aquel rectángulo.
Mi paz debe ser a su imagen,
asegurada dentro del exacto marco
construido por una matemática mental:
espacio donde confluyan lo interior y lo exterior
conformando una armonía tangible.
A este orden de piedras que imagino
le falta únicamente esto: soledad,
no cerrada, ni excluyente,
sino hospitalaria ante el paseante súbito
—amigo o eventual desconocido—
quien entra un rato, contempla,
se apacigua y sale luego,
pasajera presencia momentánea
acogida y despedida por la piedra
con la misma unicidad imperturbable.

− 302 −
ESPERA

La elevación brota de la espera.


No me refiero a la esperanza,
que puede ser un grado inferior de la conciencia,
un vulgar optimismo, una miseria
de la frivolidad del alma y de su miedo.
Pero la espera es exactamente lo contrario.
Su expectación se afina en el rigor,
la intensidad velante, la madurez
de un silencio resistente a toda fórmula,
al que no engaña nada, con los ojos abiertos
hacia el futuro imprevisible. Lo que sabe,
lo que aprende, esperando, de sí misma,
le impide adjetivar ese futuro
y aun sustantivarlo: lo prefiere ajeno
al nombrar objetivante, impronunciable centro
cuyo intangible fuego deja informes
los marcos, los moldes, las figuras.
Expansivo, lo que aguarda es pura gracia
viniendo a su encuentro desde la viviente
infinitud sin rostro. No hay lugares
ni relojes que la ciñan.
Solo basta la espera para amarla
con amor inaudito, en la renuncia
a la posesión y al apresuramiento fútil.

− 303 −
A veces esperarla constituye
danzar interiormente: la alegría
sobrevuela entonces la paciencia
anunciando la abismal proximidad,
un virtual presentimiento, el roce
que es inaferrable certidumbre.
Pero esas horas duran poco, y regresamos
a la oquedad silente, matriz virgen
anterior a todo alumbramiento,
quieta atención de escucha minuciosa
siempre erecta ante la puerta que ha de abrirse
cuando la disponibilidad sea tan completa
como la muerte misma, ya desnuda.

− 304 −
ESCUCHO A JOHN COLTRANE

Lo único que la razón


—la razón no encarnada ni encarnante—
no podía concebir: el cuerpo resurrecto.
José Ángel Valente

Escucho a John Coltrane pensando


que cierto jazz limita con la muerte
y lo que ella oraculiza.
Sus acordes, ontológicos, jadean el sentido
del cuerpo que lo oye viviéndose rítmica
dulzura urgente, melodía visceral, disonancia
en vértigo, lúcido fraseo coagulado,
dinámica espiral donde lo armónico
asciende bajo la forma de orgiástica estructura.
El sentido del cuerpo: metafísica ecuación
cuya incógnita el jazz sabe resolver
a través de su propia álgebra caliente,
superior matemática del elemental sonido
numerado en cadencias que lo elevan
a una complejidad enigmática
ante todo física, sensible: descifrar
este sonoro enigma estético
soluciona el de mi carne: porosa
masa orgánica devolviéndose, por él,
a su duración atónita, a sus latidos esenciales,
al paroxismo que anhela ocultamente

− 305 −
y a la terquedad de su dicha encarada al sufrimiento,
la que suena, redentora, en ese tono
álgido, purísimo del saxo, soplado
por un aire capaz de inventar celebraciones.

El sentido del cuerpo: el jazz lo sabe


porque frasea el idioma corporal.
Cadenciándolo, cifra tal sentido, lo atesora
en sus abstracciones auditivas, las cuales
—esto es milagro sutil, prodigio lato—
no por ser abstractas dejan de ser carne,
dialecto sensorial de su materia y para ella.
Esta noche, escuchando a John,
el más profundo para—qué del cuerpo
se me confiesa, íntegro, durante la afilada hora
adonde entro a la búsqueda de tantos sudorosos
acordes gozándome y también agonizándome,
hallando en mi intensa vibración corpórea,
eco preciso de esos difíciles acordes,
aquel deseo que ha olvidado ya cómo se llama,
pero cuyo objeto desovilla la compleja exactitud
del saxo: deseo recibido por la muerte
como la carnal demanda a transmitir
a esa adivina sin máscara, desnuda:
su nombre es cuerpo resurrecto
y contiene la promesa de un día no existirse momentáneo
sino a la misma altura eterna del espíritu.

Este es el sentido que el jazz identifica


abstrayéndolo de mis entrañas al vivir
dentro de ellas el deseo y la promesa.

− 306 −
SALIR

Salí, sin ser notada.


San Juan de la Cruz

Salir, siempre salir. El éxodo es mi patria.


Encontrarse saliendo una y otra vez
del hogar esclavizante. Afrontar
la libertad de partir continuamente
al retomar la llave que impedía
el paso decisivo: despedirse.
Que la casa se transforme en campamento
a desmantelar cada mañana. Que la marcha
se inicie, puntual, en la precisa hora,
la que obliga a encarar el adelante
y no mirar hacia atrás, no prolongar
el adiós junto a la inminencia del trayecto.
Jugar la apuesta cifrada por el ir
permanente, en perseverante riesgo. Abdicar
del poder que acumulan lo individual
encerrado en un glóbulo monádico y lo social
establecido. Renunciar a lo interior ya confortable
y a lo exterior vuelto adherencia. Destapar
significados no fijables al sentido de todo.
Desconfiar ante la situación que parece detener
el tiempo y el espacio de este fluido universo
cuyo objeto es expandirse. Escapar de la parálisis
marmórea fabricada por el éxito. Preferir, más bien,

− 307 −
la elástica materia del fracaso
con la que se puede moldear una figura
fugitiva de la gloria: ella aligera el equipaje.
Alejarse del dogma intransitivo. No atender
a la fórmula mapificada como límite
de la constante expedición que amplía la verdad.
Arriesgarse al nomadismo de la mente,
el que descubre las infinitas aperturas
de un cuerpo, de un texto, de un momento,
de un paréntesis monótono, de un clausurado círculo.
No proyectar lo imprevisible. Imitar
la sobreabundancia trascendente
que penetra, hasta el tuétano, este mundo
pero no sedentariza en él su plenitud
invitando a la perpetua búsqueda.
Mas el deseo central que explica la salida,
su auténtico móvil, su horizonte,
es, a semejanza del autoolvido de Dios,
quien creó fuera de él otra realidad
diferente a la absoluta tan solo para dársele,
el abandono de sí mismo en el amor.

− 308 −
CONJURO

Al poeta le es dado, como a Orfeo


(cuya estirpe continúa y multiplica),
amansar a las fieras con su canto.
Esta es una de las puertas más recónditas
por donde entrar, recientes, en el mito
y hospedarnos de nuevo en sus imágenes.
Amansar a las fieras: consecuencia
del arte misterioso de la lírica,
que perpetuamos hoy a la intemperie,
sin conciencia sacra, sin rituales.

Pero podemos intentar, temblando, repetir


esa función chamánica del vate
(reducir la fiereza a la quietud)
para allegarnos a aquel alba,
verbal y melódico a la vez,
de los vírgenes metros cuyo logro
era una sosegadora hipnosis,
el sortilegio apaciguador del lobo y la pantera.

¿Qué fieras me devuelven estos versos


—acordes de una ancestral estrofa única—
con el fin de atraerlas, hechizarlas,
tornar amnésico el instinto,
provocar el abandono de unos hábitos,
domar la compulsión, calmar lo hosco,
pacificar la terquedad, ya indoblegable

− 309 −
como la repetición de un vicio?
Diré cuáles son esas temibles asechanzas
que mi poema debe transformar obedeciéndose;
la primera:
el apego a lo accesorio y lo superfluo, que me impide
ser solo imantada convergencia;
la segunda:
un arte egotista, ese narciso
que masturba, en Occidente, a la palabra;
la tercera: el olvido de Tebas, la sagrada,
bajo la arena sepulcral de una escritura
donde se eclipsen los dioses y los éxtasis;
la cuarta:
la rebuscada necesidad de esperar lo extraordinario
y no la magnífica revelación del mundo
que trae un solo día circunstancial, anónimo, cualquiera.
Estas cuatro fieras me circundan
y frente a ellas solo tengo la música feliz
del poema levantándose a sí mismo
como un conjuro anciano que ahora puede
convertir su amenaza en Paraíso,
su ferocidad al acecho, espiritual,
en resurrección interior, paz sin fronteras.

− 310 −
ARTE DE LA SENSACIÓN

Quiero homenajear la iluminación sensitiva,


la chispa subitánea en la que el cuerpo
no puede dudar de lo real, del cosmos
conectado con el hombre
a través de la gloriosa sensación,
agradable o repulsiva, pero siempre
cargada de sentido: el universo
se ofrenda ante todo para ella,
sensorial hasta la lágrima o la risa,
consumido por la recepción sensible.

Las sensaciones son maestras si primero


refinamos sus preferencias y apetitos
dentro de una crucial pedagogía
que sepa elevarlos hasta la elección
cuidadosa de una certera calidad visual,
un grado orquestal de lo sonoro,
una jerárquica sutileza en los olores,
el valor distinguido por el gusto,
los privilegios táctiles y, en fin,
toda joya sensual recién hallada
cuyo precio valga el esfuerzo a elaborar
por la destreza química del cuerpo.
Una sensorialidad lograda nos reenvía
a la vastedad de la creación
como eternos aprendices de relámpagos sensuales
cada vez más densos y suntuosos,

− 311 −
más próximos a la opulenta realidad
que busca la sensación desde su inicio
y encuentra si es dócil, no crispada,
consagrada a la atención y no dispersa
en el múltiple estímulo de todo.

La meta es tal transfiguración de los sentidos


que llegue a sensorializar al espíritu en nosotros,
y el mar, el crepúsculo, el orgasmo
sean sensibles en tanto materia visitada,
de repente, por un supremo resplandor:
signos de lo invisible, ahora rozable
gracias al cuerpo ya capaz
de la sensación vuelta presagio, umbral solo.

− 312 −
DEL MIEDO

Para Alberto Márquez

El miedo, decía Bernanos, intercede por el hombre


en el lecho de cada agonizante.
Mi tributo, hoy, es para ese sentimiento
cuyo temblor, con frecuencia despreciado
por los fuertes, los exitosos, los seguros,
surge de la fragilidad verificada, al descubierto.

Hay veces en las que el miedo se prolonga


más allá de una estricta circunstancia. Permanece
en algunos hombres la capacidad de vivirlo
cotidiana, diariamente. Los asusta
un peligro atmosférico emanado
por el solo existir bajo el foco tenaz de la conciencia.
Siempre insomnes, sienten la acechanza
abundante y rigurosa ante la cual los arroja
ese existir: la intimidación que exudan
el tiempo, la mirada del otro, la laberíntica culpa,
la responsabilidad insoportable o la asumible,
algunos hechos u objetos casi numinosos (la noche
del domingo, los sueños y un retrato),
la propensión a las palpitaciones galopantes
y al respirar difícil, ciertas madrugadas
cuyo eco repite, insistente, la memoria,
el deseo de elevarse, el propio flanco lábil
y, para colmo, la incógnita en suspenso de la muerte.
Todas estas cosas que nombro como ejemplos

− 313 −
objetualizan, de pronto, el mismo miedo informe,
son sus accidentales contenidos, porque él
dura rebasándolos tal una indetenible
marea de temblor nunca absorbida
por ningún nombre adecuado, ninguna concreción.

No son enfermos los hombres y mujeres


convocados por el miedo. Ellos, al contrario,
resguardan para nosotros esa sólita vigilia
frente a lo inconmesurable aterrador
que, mediante un exclusivo privilegio padeciente,
se las concede percibir a toda hora
en lo que los circunda, así sea lo usual y lo ordinario,
cuya proximidad se torna entonces
cargada de vacíos siderales. Tales huecos densos
proliferan bajo la temerosa angustia ahora abismada,
constreñida, sin embargo, a enfrentar íntegro
el áspero trajinar del día.
El temor atraviesa sus íngrimos minutos
erizado delante del peligro indócil
que advierte, sin poder fijardo: exhalación
de la inmedible inmensidad de la existencia
cuando es consciente de sí misma. Quien suda
el costo de tamaña inmensidad se llama miedo
y su temblor se adelanta a los demás sentires
en el reconocimiento humilde de la continua
amenaza que representa conocer y conocerse.
Existe asustada, lo acepte o lo disfrace, la conciencia.
Qué otro modo primigenio tiene lo humano de palparse
si no es esa fragilidad desamparada,
la que llega a consumarse en la agonía
tiritando al fondo de lo que siempre supo

− 314 −
el hombre escogido para custodiar el miedo:
la muerte ya se ha experimentado, numerosa,
a lo ancho del intimidador volumen de vivir
y lo único que falta es correr su múltiple riesgo
resumido en el espanto final, enorme arcángel
manifiesto al cerrar los ojos, olvidándolos.

− 315 −
MADRUGADA

La noche enmudece cada objeto


otorgándole un peso agobiador
que el día le sustrae en su balanza.
Las cosas, compactadas por el colmo del silencio,
recobran su pura fijeza de materia
sin la liviandad de la luz para ayudarlas
a explayarse ligeras y porosas.
Por eso el espíritu las siente
pesadas en sí mismo, concluyentes
como si ya nada tuvieran que decirnos,
cerradas dentro de una absoluta introversión.
Lo que escucho, insomne, en la penumbra,
es un concierto tácito, sin música,
que enhebra muebles, ceniceros, lámparas,
libros cuyo contenido no me importa,
jarrones, discos, candelabros, puertas,
concatenando una cruda opacidad
cuya falta de sentido cae en el alma
con un lenguaje inútil, cadavérico.
Las palabras no llegan a este límite
donde nada vale o significa
y el objeto, inmóvil, es solo otro grosor
de la existencia plana: superficie
que carece de fondo, únicamente
allí, yacente, horizontal, lunar.

− 316 −
Esta es la noche del envés,
de la acedía y la derelicción,
la luz negra que nos asalta a veces
cuando Dios parece abandonarnos
a una materialidad no redimida,
el hueco de nada que es el mundo
sin alfabeto trascendente al descifrarlo,
la noche del jardín de los olivos
donde Jesús palpó el tedio que las cosas
extraen de su sombra especular.
Y, sin embargo, un poquito de luz negra es necesaria
para mantener despierta la conciencia
y comprender otra lógica suprema, superior.
Por eso agradezco la inminencia atónita
que fueron estos minutos de peligro
en los que me detuvo cierto ángulo letal
descubierto por una lenta madrugada estéril.

− 317 −
MIRO JUGAR AL MUNDO

Estoy despierto: miro jugar al mundo.


Abrirse a la circundante realidad,
cuya magnitud se nos muestra a cada hora
—y la sonámbula costumbre oculta siempre—,
significa, ante todo, contemplar
este incesante juego de las cosas
apostadas por Dios en su existir gratuito,
su estar—ahí sin otro motivo que el de ser,
el puro explayarse, innumerable, de sus formas,
la misma mera, prístina, intacta
existencia floreciendo a plena luz
hasta que el azar providente la transforme.
¿Cómo no percatarse de la materia lúdica
configurada por la infinita gratuidad
del universo jugando su liviano porque—sí,
liviano pues en el acto de crearlo
no pesó ninguna obligación
sino tan solo gracia a secas?
Únicamente hay ese jugar primario,
anterior a toda ley, que es el existirse recreándose
dentro de una múltiple presencia innecesaria.

No tiene sentido afirmar lo necesario de que las cosas


sean. Les resulta imposible la jerarquía de ser
indispensables. Por eso son ligeras
y pueden jugar su constitución gratuita,
inocentes como niños.

− 318 −
Pero la verdad última del juego universal
(que no niega sino supone la anterior),
lo que a la postre permite manifestarse lúdicos
a la inconsútil infancia de la luz
y al aire, cuya travesura es viento,
y al mar, perpetua diversión de olas,
y a los astros, las piedras, el sonido,
las líneas, las texturas, los colores,
a todo lo que implica vocación de ser
(incluido el hombre como existir desnudo,
devuelto a su primer aliento)
es el hecho de que todo realiza, hace real
la realidad como regalo que no aguarda requisitos,
don sin otra causa que el donarlo,
incondicional obsequio: la existencia
ofrecida tal cósmico, arriesgado juguete
en la eterna nochebuena.

Estoy despierto. Miro jugar al mediodía


desde una quemante arena de playa.
Veo su eclosión jubilosa en el oleaje
y esa pólvora de sol estallando vertical
y el brillo cuajado, ahíto, numeroso.
Siento la invicta potencia meridiana,
su soberano movimiento entre las nubes,
sobre la epidermis del mar, sobre el aire
que respira afanosa, lentamente. Fulgura
el jugar ardoroso, convergente, de esta hora,
cuya trama me incita, convidándome.

− 319 −
Así de lúdico es el mundo. Lo meridiano no se sabe
obsequio, pero se da, como sabiéndolo.
Se ofrenda gratis porque ello mismo es gratuidad:
juego medular del día.

− 320 −
DIOS ES PEQUEÑO

Dios es pequeño, cabe íntegro en un grano de sal


que podemos pisotear, y de hecho pisoteamos
con la altanera suela del zapato,
gigantesco peso sobre lo mínimo paciente,
invisible para los ojos desatentos.
La gloria de Dios se epifaniza, menuda,
como una hoja de árbol, una simple brisa,
un solo botón, una única letra,
bajo el ala del pájaro, junto al corto cuento
con el que la madre se despide del niño
al acostarlo, dentro de la llama frágil
de algún fósforo, cifrada por la punta
del bolígrafo, por las dimensiones de una copa,
por la gota de lluvia, por una escama de pez,
por el dedo meñique y su uña breve.
Dios prolifera ínfimo. Su omnipotencia
resulta centimetral si recordamos
que padece el sufrimiento con nosotros,
voluntariamente maniatada ante el dolor
que quiere compartir en su impotencia:
solidaria contestación a la pregunta
de cómo permite el mal incongruente.
Su infinitud se encoge en la estrechez
autoceñida para dilatar, ilimitada,
la libertad del hombre, la que puede reducir
aún más el infinito cuanto guste,

− 321 −
hasta el tamaño de un dedal ignorado e inservible.
Esta reducción divina también se nos ofrece
contemplarla en el acto mismo que creó
todas las cosas: el Todo, que todo lo ocupaba,
se contrajo a fin de abrirle lugar al universo
expandiéndose autónomo en su afuera.
Dios no tuvo miedo de mostrarse
dentro de la estricta pequeñez de un hombre
paupérrimo, marginado, perseguido,
quien comparó el supremo estado de gracia,
que anunciaba como posibilidad accesible
e inminente, a la mínima de todas las semillas,
grávida de su fertilidad oculta.

La grandeza es un equívoco. Aparece aplastante


para aquel que, rendido de cansancio
tras el trajín de siempre,
la percibe sobre sí.
No es que la deseche. Pero lo intimida
desde el principio ese modo del ser nunca medible
por la fatiga de sus ojos. Ello viene a explicar
que la menudeante numinosidad de Dios
se multiplique en detallismos, filigranas,
acaeceres a la mano, sacramentos
que se llaman sonrisa, palabra, reposo,
movimiento, árbol, abrazo, luz, ritmo, deleite
y muchos otros más con los que él nos agasaja revelándose,
no esperando gratitud, sino, al contrario,
la fatuidad de nuestra antropocéntrica grandeza.

− 322 −
Sí, definitivamente Dios es pequeñito,
y a esa sacrosanta cabeza de alfiler
que en su modestia no se impone
como poder ladrón de servidumbres
se alude con metáforas humildes,
intentadas por este poema irrelevante
pero, a la postre, salmo arrodillado.

− 323 −
CONTRA LA SOSPECHA

La lucidez de nuestro siglo es el último ídolo, el más sutil.


Tiempo atrás, le rendí un perseverante culto.
Fue mi amo flagelador y omnividente.
Yo no permitía dar un paso si él no lo aprobaba.
Mi existencia la sufría como una ofrenda impura
que colocaba a sus pies al despertarme.
Pero me salvó de su dominio el milagroso entender
—estallido consciente preparado por años
de aprendizaje atroz, de faena íntima—
que aquella lucidez configura una torva actitud de la mirada:
dos ojos agudos, escudriñadores, implacables,
posesos de la intensa sagacidad astuta
cuyo aparente objeto es el develamiento crítico,
pero que no ven, en realidad, las cosas
sino su propio verlas. Persiguiéndose,
en un círculo letal de la visión,
ese mirar perpetuamente desconfiado
acaba desconfiado de sí mismo, mas perdura,
absorto, automirándose, con obsesivo análisis.
Entretanto su insaciable astucia solo le ha valido
para hallar tramposos escondites por doquier,
disimuladas grietas del espíritu, las mentiras
donde se agazapa el hombre. Sin embargo,
se ha prohibido de antemano ser inocente,
única posibilidad de ver abierto

− 324 −
el loto de mil pétalos llamado realidad
percibido sin interrogativas mediaciones:
inmediata y veraz magnificencia.

Lúcidos, todopoderosamente lúcidos


como lo quiere el desvelado siglo XX,
somos al lograr que la mano izquierda
sepa lo que hace la derecha, dadivosa.
Nuestra lucidez invalida conoceres
necesarios para catar el mundo:
la docta ignorancia, el olvidarse,
la matutina confianza en lo real,
la ingenuidad de los ojos contemplando
un árbol como por primera vez,
la libertad recuperada al salir del laberinto
en el que nos extravió el vicioso examen
de la sagacidad, desentrañadora del embuste
pero pagándose con el insomnio: incapaz
de dormir un profundo, sabio sueño:
el dejarse momentáneo (oculto
por la oscuridad completa) dentro del abandono
de todo conocer; pues ya se puede descansar
entre los brazos de aquél que de verdad conoce,
arrullados por este impoluto, amparador conocimiento,
cuyo juzgar traspasa, apaciguándolo, el nuestro
y nos invita a suspenderlo mientras trate
de parecerse a él. Su dictamen
sí supone inocencia, no obsesión.
Solo hay un juicio exacto: el del amor.
¿Entenderemos el No juzguen de Jesús?

− 325 −
− 326 −
PATRIA Y OTROS POEMAS
[2008]

− 327 −
− 328 −
PATRIA

Alguna vez amamos, o dijimos amar,


la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (¿dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera.
Supimos, lenta y vagamente,
que lo imposible te buscaba
extraviándote los pies
—aquellos pies de Hilda obsesionaron
a mis ojos de niño: su corteza
terrosa, vegetal, desconcertada
sobre la pulitura del granito.

Tal vez una tarde, entre los campos,


la música te deletreó de pronto
al lado de algún bosque, una colina,
un lago triste que se te parece:
la misma terquedad al revelarte
ávida no precisamente de nosotros
(los efímeros, los quizá, los transeúntes)
sino de tu pátina absurda de grandeza
—esos sueños opulentos de la historia
que son más bien su horror, su pesadilla.

− 329 −
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez.
No es verdad que te vendiste. Tú anhelabas
dilapidarte brusca, totalmente:
un lujoso imposible.
Lo sabías
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con vocación precisa de fracaso.

Cómo afirmar, pasito, que hoy te quedas


en la dificultad de sonreírte
levantando los hombros, desganado,
y diciéndote con sorna, con ternura,
mañana sí tal vez. Quizá mañana…

− 330 −
RETÉN JUDICIAL

Estuve en la cárcel, y vinieron a verme.


Mateo 25, 36

Se abre la puerta para mí.


Los dejo adentro. Una luna insalubre
castiga mis pasos alejándose.
La metralla del tiempo los masacra
detrás de esa muralla: encerrados
mientras yo salgo a la calle.
Pero me traigo cuatro rostros
para hacerlos brillar en el poema.
Les abrazo la nuca requemada
por el sol del patio de cemento
y les lavo la reja, los arrullo
(Duerme, Eloy, arrecia el frío.
Hasta el jueves, José. ¿Qué quieres, Chepo,
antes de reposar en esta página
abrigado, dichoso, inalcanzable?
Aquí están las cobijas para Oswaldo).
Afuera el Sanedrín. Caifás insomne.
La soldadesca ríe y las antorchas
iluminan mi frente, señalándome.
Ustedes somos todos, somos él
llevado a declarar, fotografiado
en todos los archivos, los prontuarios,

− 331 −
las actas judiciales de Judea.
El olor del madero unge la noche
vuelve exhaustos mis versos al nacer
y no puedo velar, acompañarlos
camino del Pretorio. Ahora me mira.
Me están mirando ustedes con sus ojos,
con los míos, los del reo
total, unánime y ubicuo.
Ya duerman, por favor. No permanezcan
con la mirada abierta que pregunta
por qué yo estoy aquí, solo, escribiendo.
Canta el gallo.

− 332 −
LA PASIÓN DE LA LUZ

La pasión de la luz sufre las cosas,


agoniza mostrándolas desnudas
cuando ellas no quieren delatarse
(por eso la aflige el peso que le opone
la gravedad oscura del volumen).
Le duele a la luz el tiempo y de puntillas
ilumina una pared de la memoria
cuya cal entonces nos deslumbra
con un sudor vetusto, con las lágrimas.
La historia es el padecimiento de la luz,
el mito que nos cuenta su infortunio.
Y hoy le observo la prisa de esconderse
detrás de la cortina, junto al zócalo,
—oculta por las patas de la mesa
o cóncava en mi mano, que ahora escribe—
crucificada por la noche y convencida
de la dulzura atroz de su batalla.

− 333 −
EL ACORDE

A los monjes trapenses del Monasterio de Nuestra Señora de


Los Andes, en Mérida

Una mínima llama ante la imagen


mientras queda en penumbra la capilla.
Aquí están los juglares. Ahora trovan
a la tersa Señora, iluminada.
Más que canto: sintaxis de garúa.

¿Cómo era, Señor, la melodía,


ese paso del ave,
esa huella del pez?

Ven, balbuceo de mi hermana


arropada, diminuta.
Surge, reproche del anciano
(en la cama sudada del asilo)
a la cruda aspereza de una silla
donde yo quería sentarlo.
Duelan, lágrimas roncas de mi padre
ante la agonía de Mercedes.
Vuelve a lucir, piel de durazno
de aquel atardecer sobre Macuto.

− 334 −
—O clemens, o pia, o dulcis
(las voces convergentes desempolvan
la exactitud de la inocencia).

¿Cómo era, Señor, aquel acorde?

Nana de la memoria.

− 335 −
HOY

Hoy conmigo te ama lo que veo:


esta tarde de agosto, vaporosa,
la victoria en presente de la rosa
sobre el jarrón difunto, casi feo,

la hierba que me pide sombra de agua,


los zancudos borrachos en el aire
caliente como el verde donde fragua
la siesta provinciana su donaire.

Se acercan por mis ojos a sentirte


los objetos, Señor, que no se han ido
cuando parece duro conseguirte.

El mundo te saluda bienvenido


pues ataja tu voz al despedirte
para oírla en mi cuerpo agradecido.

− 336 −
BUSCO LA CANCIÓN

Para Alberto Comte, in memoriam

Busco la canción, el canto llano


que entreteja, global, estas mis lágrimas,
una fértil mudez, la mansedumbre
de susurrar que sí, pasito,
la llaga de alguna humillación,
el limpio olvido, la dulce cicatriz,
el esplendor abrasante de los cuerpos
disuelto a solas por la ducha,
tus manos de Aquiles, resignadas,
junto a la carne de Patroclo,
esta torpeza probable de ignorar
cuándo callaste el frío, dónde el hambre,
por qué fue brusco el cielo de ese abril
sobre la tumba incómoda, sin flores.

Busco la mínima canción


la última en saber, la despedida.

− 337 −
LAS COSAS

Si dejáramos ser
a las cosas, las sencillas,
que nos cercan y acompañan
desde su centro silencioso,
ofreciéndonos ayudas, aliviándonos
con su sedante rutina, su costumbre,
si no las estorbáramos afeándolas
por ese manoseo que les pesa,
les quita liviandad, fasto espontáneo,
si decretáramos quedar
prendidos a su sueño milenario,
su mudez terapéutica, su olvido
de que nosotros existimos,
si las rozáramos solo para asir
una pacífica, lenta, arqueología:
el universo puntual que nos reúne
sin jerárquicos mandos, sin señores;
si no fuéramos sus amos, ni tampoco sus esclavos
sino con ellas un Todo redondo, palpitante,
donde cupiera hasta el vibrátil
goce de la mosca que hoy zumba junto a mí
y me fastidia,

− 338 −
yo sé que inauguraríamos el mundo
el resplandor orgánico el cosmos,
frutal antes de morderlo.
Mientras tanto nos queda la utopía
inscrita en esa santidad
constantemente maculada
de la amnesia fragante de las cosas.

− 339 −
LA VISIÓN

Exento, el edificio
se suspende en la luz
aún tímida del alba.
Solo hierros y cristales
dibujan esa leve geometría
ingrávida a fuerza de buscar
la gloria de la nube.
Es místico este siglo
a pesar de todas sus crueldades:
fue capaz de construir
un exacto volumen de inocencia
para hacerlo brillar unos minutos,
justo antes del tráfago.
Que ya va a marear a la ciudad.
Un instante después.
la aérea arquitectura
retomará su aire de vitrina,
su elocuencia vulgar, su pompa urbana.

Mientras tanto, íngrima es la paz


de la avenida donde flota
la acerada, reluciente pulcritud
devolviéndonos el alma.

− 340 −
MOZARTIANA

Mozart en la radio puede ser la lluvia apenas


contra el cristal del parabrisas
cuando la madrugada cóncava
nos ovaciona en la autopista con ráfagas de viento
donde arden, vaporosos, lo neones.

Y mientras me duele la orfandad


del exento palacio de violines,
miro de pronto tu muslo recostado
sobre la felpa de este asiento de automóvil
(ese muslo forrado por el jean
cuidadosamente ceñido en la entrepierna)
como un trozo de música inocente,
más armónico que el aire entre las cuerdas.

− 341 −
NAZCO A LA FE

Nazco a la fe cada hora.


y, sin embargo,
se trata, bien mirado, de la muerte
(no física, ni mística siquiera:
ninguna visión deslumbradora
en este estertor empecinado).

Nazco sobre el suelo consabido,


y entre las paredes de costumbre:
allí empiezo a ser la fe perseverante
que sabe a pan elemental,
pautado por los minuteros y horarios, agotada
en un tiempo incoloro donde nada ocurre
sino ella misma, palpitante, transcurriendo,
vertebrada por los hábitos y optando
por los actos menudos, sin pompas, sin relieve
(ella se parece al barrer uniforme de la escoba,
al sumiso calor de la cocina
o a esta vigilia de lámpara de hoy
ilumina la mesa donde escribo
afán de pulcritud, fuego obediente
y la atención luminosa del velar
sumergidos en el polvo cotidiano:
¿no es aquí donde nos conduce
el camino de Teresa de Lisieux?

− 342 −
Esta fe ardua por anónima.
Todo consiste en ese anonimato
que perdura amnésico de sí
evitando el énfasis del héroe.
Mano izquierda que conoce
lo que hace la derecha solo finge
la neta verdad del nacimiento.
Me formulan: esa fe es ilusión.
Y frente a tantos —amados inclusive—
Cómodos y aferrados a sus dioses,
¿cómo decir que escojo para siempre
nacer hacia esta fe cada minuto
bajo la urgencia en paz, impostergable,
de padecerla al sol y de gozarla
más allá de mí mismo y de los otros
como llanto fetal en aire pleno?

− 343 −
LA DESNUDEZ DEL LOCO

A Jean–Marc Tauszick

… El Señor Dios llamó al hombre: ¿Dónde estás? Él con-


testó: Te oí en el jardín, me entró miedo porque estaba des-
nudo (…). Y el Señor Dios le replicó: Y, ¿quién te ha dicho
que estabas desnudo?
Génesis 3, 9-11

La hora de bañarse era a las doce.


Bajo la ducha todos, uno a uno.
Las paredes: amarillentas, desteñidas.
El sol del mediodía en las ventanas.
Atrás dejábamos el patio, los árboles inmóviles
y el rotundo imperio de la luz de agosto.
Nos desvestíamos con prisa (el enfermero
conminaba a hacerlo de ese modo).
Juntos y desnudos ante los cuatro grifos
de los que brotaba la ancestral terapia
aplicable en estos casos: agua fría.
Llegábamos en grupos hasta el baño,
desamparada fraternidad de cuerpos,
goteantes carnes, en la mitad del mundo
—porque estar allí era una cósmica intemperie,

− 344 −
la orfandad meridiana y absoluta:
verse a sí mismo, desnudo ante los otros,
desnudos también ellos, devolviéndonos
a la solar ingrimitud de ser un cuerpo
parado allí frente a los ojos
del escrutinio ajeno, sin la sombra
bienhechora y cobijante del pudor:
solo desnudo como el Adán culpable
con la conciencia súbita de estarlo
en la desolación panóptica del día,
justo en el eje de las doce en punto.
Sí, el sol en las ventanas también era
un ojo coherente y vertical:
la mirada de Dios, omnividente,
de la que deseábamos huir, solo escapar
para no sentir la vergüenza de ser vistos
siempre desnudos, con el sudor manante.
Y el agua de la ducha va cayendo
sobre la desnudez flagrante y compartida
y no aminora el ardor de ese Ojo vivo
clavado en la pulpa de ser hombre,
ese sol sin párpados brillando
sobre la piel empapada por el chorro
de un gran incendio líquido.
Nuestros pies
chapotean en los pozos que las grietas
del piso hacen aflorar en torno a ellos
y un asco en flor asciende hasta la boca:
náusea del agua corrompida que pisamos,
de esos viscosos charcos, de la humedad
pringosa, del olor a orina, de las losas sucias,

− 345 −
asco de tanto desamparo genital
en el centro nítido del cuerpo
mientras el paranoico estupor del mundo
permanece acribillado de ojos y más ojos
dentro de la totalidad de la canícula.

Íbamos por fin saliendo, unos tras otros.


Cabeceaban los árboles. Agosto
refulgía, preciso, en la luz densa
que gravitaba alrededor del patio.
El almuerzo aguardaba (la comida
era tomada con las manos: los cubiertos
podían significar intentos de suicidio).
Y esa ración de cárcel en los dedos
venía a ser otra manera, avergonzada,
de ser siempre observados
—ahora ridículos, asiendo
un puñado de arroz con la torpeza
del que no se habitúa a comerlo de ese modo—,
en cada bocado masticando el pánico
desnudo de Adán a mediodía
que en el baño fue certeza sensorial, clarividencia.

Pero él no quería bañarse a la hora en que todos debíamos hacerlo.


Deseaba estar bajo la ducha de acuerdo con un horario personal,
imprevisible: por la mañana o por la tarde, no a las doce. ¿Cuáles
motivos conducían a ese raro deseo que implicaba automáticamente
indisciplina, una heterodoxia de hábitos violentando el código im-
puesto, normativo? Quizá era la necesidad, la urgencia de escapar, a

− 346 −
tiempo y a destiempo, de aquel Ojo calcinante ante el cual todos está-
bamos desnudos, de refrescar con el ímpetu del agua esa fiebre atroz
que exponía nuestra íngrima vergüenza a la mirada de los otros, del
Otro único y múltiple oteándonos allí, en caliente, escudriñándonos,
examinándonos. Acaso era el llamado a sentirse permanentemente
higiénico, limpio de cualquier contaminación corporal en la cual se
proyectara la puntual acechanza de la culpa, la de ser —y no solo la
de estar sucio. Tal vez quería bañarse a solas, alejado de la promiscua
convergencia que nos reunía a los demás alrededor del chorro, de
aquel hacinamiento donde toda la privada, la íntima percepción que
tiene el cuerpo de sí mismo era abolida y sacrificada al mero hecho
animal de estar no ya juntos, sino yuxtapuestos como en la horda y
el rebaño. ¿O ese anhelo de baño no sujeto a reglamentos consistía
en el ansia de instaurar un espacio individual, oxigenadamente libre
–estar desnudo en medio del agua guarda también un sentido de li-
bertad física, plena— dentro del cual la convención, lo estatuido y la
costumbre se amoldaran a los dictados vivaces del cuerpo, y hones-
tos a ellos, penetrado, así, en una autonomía, en una independencia
insólitas?

Al enfermero le disgustó esa conducta al margen de las reglas.


Blandiendo con la mano derecha el rejo que utilizaba para rubricar
gestualmente su autoridad entre nosotros, una mañana sacó al mu-
chacho —desnudo, por supuesto— de su baño personal y lo condujo
al calabozo (porque había en ese caserón un calabozo) y lo encerró
allí durante horas. Siempre me he preguntado lo que ese compañero
sentiría en aquella habitación hedionda, sin un mueble, en medio de
los muros húmedos, sentado o acostado sobre el cemento frío, mi-
rando la desleída claridad que se apelmazaba sin gracia en los crista-
les de un alto tragaluz, único contacto posible con el sol que, afuera,
festejaba al patio, y con el viento matutino, y con el cielo absurda-

− 347 −
mente remoto a esa hora del día. Estaba desnudo el prisionero. Otra
desnudez, distinta a la buscada para lavar el propio cuerpo en el agua
lustral, bajo la ducha, le era ahora ofrecida dentro del calabozo: la de
estar sin abrigo en la gélida humedad, y la de estar excluido, siendo
réprobo.

Un joven lo iba siguiendo, cubierto tan solo con una sába-


na. Le echaron mano, pero él, soltando la sábana, se escapó
desnudo.
Marcos 14, 50-52

Nosotros, desnudos, en el baño


—el baño era el resumen convergente
de toda nuestra vida en esa casa—
y el muchacho desnudo en su prisión
éramos y aún somos aquel hombre
que Marcos infiltra, subrepticio,
en el Getsemaní de entonces y de ahora.
¿Quién era aquel joven que seguía a Jesús
con la carne lunar cubierta apenas
por el único ropaje de una sábana
en esa noche de sudor de sangre,
de inescuchada súplica, de la traición del beso,
de antorchas y grupos, túnicas y espadas,
rumor de pasos entre la maleza,
amontonadas sombras al acecho,
humillación y arresto y, al final,
los tercos gallos del amanecer?
¿Qué pasión inaudita puede conducir a alguien

− 348 −
a salir hacia el oprobio y la amenaza,
bajo la indiferencia universal de las estrellas
con solo una íngrima sábana por ropa?
¿No había fiebre en la mente de ese joven?
¿No obedecía su presencia allí, y su atavío,
a una conciencia distinta a la ordinaria,
a una visión de Jesús que no cabía
en el tácito régimen oficial: lo acostumbrado?
Marcos señala, con exactitud, que lo seguía.
Seguía, pues, a Jesús como un discípulo,
como lo hacían algunos en su patria,
como hay que hacerlo ahora, un día tras otro.
Un discípulo era, iluminado
por un ardor mental que lo llevaba
a exponerse al peligro, a trastocar
los hábitos —incluso el de vestirse como todos—,
a autoexiliarse del lugar común
del que la razón colectiva se alimenta
para entregarse —únicamente con su sábana—
al subterráneo, rebelde axioma del Proscrito,
a la réproba lógica del envés, la cara oculta
de lo real visto y vivido a la inversa, a contrapelo.
Eso significaba, para él, ser un discípulo.
Y eso significa todavía.

se escapó desnudo

Solo desnudo podía huir


de la muchedumbre ávida de sangre,
la soldadesca insomne, la confusión
de voces y de gritos, los empujones, los insultos,
huir de la hora societaria de la ley

− 349 −
buscando al Transgresor, al Reo de siempre.
Su desnudez fue momentánea libertad
para escapar de la gregaria trama
que necesitaba a su víctima expiatoria,
al señalado eterno con la culpa
de no ser como todos: el distinto.
Pero no huía, no, de la Pasión.
Estaba todo él —su presencia en el relato
lo confirma— inscrito en la tragedia
que la noche del jueves diseñaba
para cualquier discípulo del Réprobo:
lo imagino andando ahora desnudo
primero al ras de las ortigas que en el monte
le laceraban la piel, luego en las calles
ante el unánime asombro de vecinos, transeúntes,
maldiciendo acaso su impudicia, preguntándose
de dónde vendría sin ropas a esas horas.
Su desnudez era observada, escudriñada
con curiosidad objetante, minuciosa.
¿Qué sintió, desnudo, al llegar a su cuarto
y pensar en la casa de Caifás, llena de gente?
Quizá escuchó él también el canto de los gallos
en la vergüenza núbil de la aurora.

Nosotros todos éramos y somos


aquel evangélico muchacho:
las doce del día bajo la regadera
y la mañana en el calabozo
configuran una única noche detenida,
un mismo Getsemaní agónico.
Éramos y somos, como él,
aquellos afiebrados buscadores

− 350 −
de lo que no se nos ha perdido,
los perpetuos perplejos ante lo real,
que para los demás es únicamente sólito
—una simple magnitud de la costumbre—,
los que, merced a un privilegio padeciente,
ven al mundo al revés, al colectivo
desde una periferia contumaz, al hombre
con el virgen sobresalto del asombro,
al universo entero girando en el pavor
del primer ser humano frente al fuego
o la exclamación de una llanura oceánica
(vivimos de atávicos terrores que los otros
se escamotean a sí mismos, para estar
a salvo de la estupefacción del firmamento
sobre el inmóvil Jardín de los Olivos).
No, nunca fue fácil vivir para nosotros.
Llenos de nuestro metafísico estupor,
nuestra disonancia ante la Ley,
nuestra subversión vocacional
nuestra manera tangencial, oblicua,
de ser miembros de la especie,
nuestro seguimiento metafórico
—cubiertos por una única sábana precaria
en las alucinaciones, el delirio,
la depresión, las fobias, la manía—
de Aquel de quien se habló de esta manera:
está loco de atar, ¿por qué lo escuchan? (Jn 10, 20)
y más cruelmente todavía:
sus parientes fueron a echarle mano,
porque se decía que no estaba
en sus cabales (Mc 3, 21).

− 351 −
—La locura como metáfora e imagen
del seguimiento de Jesús:
pues la sabiduría de este mundo
es locura para Dios (1 Cor 3, 19).
En nuestro caso, un modo inconsciente de seguirlo
que puede convertirse en voluntario
si uno toma conciencia de la gracia
que ha sido recibir la enfermedad
como invitación a vivir de otra manera,
con temor y temblor ante el milagro
de existir todos los días, bajo el cielo.

Y desnudos. Estamos desnudos, como el joven,


en el baño o en mitad del calabozo
escapados, desnudos del uso compartido
de la razón social que exige víctimas
y clava, desnudo, en el madero
al que por ser diferente carga todas
las culpas de los que son iguales
al rasero común, a la horma idéntica.
La locura es aquella desnudez
a través de la cual nos escapamos
de la cotidianidad de esa razón
legislativa que fabrica, marginándolos,
a los parias, los manchados, los impuros
—fue el loco rey Lear quien, por serlo,
pudo sentenciar ante un Edgar confidente
desde la desolada majestad de su delirio:
Nadie es culpable, nadie,
digo que nadie: yo seré su fiador.
La locura como inocencia absolutoria
que desviste a los hombres de sus culpas.

− 352 −
4

Pero esa desnudez libérrima conoce


la paradoja de ser también la otra,
la propia desnudez ya percibida
como maldición al ser examinada
por los ojos de los otros, por la pupila del Otro
frente a la cual nos desprotege
ese mismo estar desnudos, observados
por la visión ajena que se llaga
en la conciencia de sí, hasta su médula.
Y el desnudo al que ya no le importaba
el cómodo ropaje de la sujeción
busca ahora, desesperadamente,
ser vestido por la aprobación de esa mirada
que lo escarba, esclavizándolo.
Las dos desnudeces se entrelazan
dentro del cuerpo único del loco.
Y me pregunto si acaso la salud,
la sola curación posible y deseable
que no aportan ni aprontan sanatorios
con sus multitudinarios baños de agua fría
y calabozos para el deseo disidente
(¿Pensé, estando allí, en Auschwitz, en Dachau?)
consiste en romper la trama inextricable
que confunde la una con la otra:
la libertad desnuda de Adán en el Jardín
y esa misma desnudez ya avergonzada.

− 353 −
− 354 −
EL DESEO Y EL INFINITO
[ Diarios 2015–2017]

− 355 −
− 356 −
Sentado en un pequeño muro que está junto a la puerta del edificio
donde vivo, me sobrecoge, de pronto, un golpe de luz solar que casi
pone a levitar la calle: los árboles —el mango, la acacia y la palma—,
cuyas ramas sobresalen de la pared desteñida que miro desde aquí,
se vuelven milagrosamente vibrátiles y translúcidos, aureolados por
una majestad, una insólita gloria que me enternece por lo repentina
y efímera: un minuto después, el esplendor retorna a ser el paisaje
urbano de-todos-los-días. Mi «percepción atenta», como la llamaba
Bergson, imponiéndose a lo que él mismo denominaba la «percep-
ción habitual o mecánica» fue capaz de registrar, para mí y para los
que lean estas líneas, un éxtasis sensorial dentro del cual la belleza
cósmica se me hizo imprevisiblemente tangible por la conjunción
del bien —la bondad ontológica del universo— y del azar, el «pró-
digo azar», como lo adjetiva Borges. ¡Tan inesperada y súbita fue la
gracia que se desplegó ante mis ojos!

− 357 −
Amanece. Desde mi ventana, el milagro: sobre la negra musculatura
del Ávila, una enorme franja dorada de cielo en medio de la cual pal-
pita, translúcida, la brasa de Venus. Nada tengo en las palabras que
pueda merecer la revelación de este prodigio insinuándose detrás
del cristal hogareño. Como toda gracia, sobrepasa el mérito que pue-
den ostentar los vocablos, un mérito en este caso solo alusivo, vaga
e imprecisamente nominal. A fin de cuentas, únicamente la poesía
como operación de una videncia, la poesía como visión —así la con-
cebía Rimbaud— da cuenta de la hermosura que hoy acontece en mi
ventana: amanece.

− 358 −
—Ser amigo del licor: hermanarse con ese aliado ambiguo,
Hermes andrógino cuyo líquido caduceo combina las fuerzas centrí-
petas y desintegradoras del inconsciente en una vivacidad psíquica y
corporal dentro de la cual atisbamos soluciones posibles, mandalas
inéditos.

—Solo puedo entrar en un bar ritualmente.

—El brandy es mi bebida favorita porque evoca, para mí, no


sé qué sabor viril de la madera.

—El brandy produce en mi interioridad una atmósfera varo-


nil. Beberlo es reencontrarme, sensorialmente, con mi homoerotis-
mo. Lo tomo para saborear el clima, denso y sutil al mismo tiempo,
que emana de la presencia erotizada del varón: olor de piel impreg-
nada por el tabaco, barba perfumada, pólvora de ingle.

—El topacio del brandy es joya caliente y terapéutica. A su


contacto, vuelvo a sentir el olor de las camisas de mi padre. Aristo-
crático, el brandy ennoblece, cicatriza las heridas simbólicas, fulgura
al pasar por el diafragma como un cuchillo limpio.

—De pronto, Roberto arde en herida, quemadura viviente en


mitad del cuerpo. Rezo físicamente esta ternura, su hemorragia de
expectante silencio. No sé qué hacer con ella: dejarla estar, llena de
gloria y desamparo: ofrecerla en un altar sacrificial, en mi ara portá-
til, soterrada.

—Compruebo que he vivido durante cuatro años en un uni-


verso mental que me aporta una especial consistencia interior. El
corazón de ese universo mental es el catolicismo vivido, con—senti-
do. Cada vez que me desplazo hacia la periferia de tal clima interno,

− 359 −
donde me he movido a mis anchas; cada vez que siento la tentación
de superar o extraviar al católico que en mí respira, automáticamen-
te pierdo consistencia, me descentro, existo sin eje.

—Durante estos días soy dolor de yermo, paladeo a cada ins-


tante la arena de mi propio desierto. Flor de cactus, mi alma se abre
entre espinas, calcinada por el solazo.

—Vivo en un umbral. Filo del vilo. No sé bien qué clase de pa-


sos he de dar, parado como estoy ante la inminencia que me solicita,
pero que no emite señales orientadoras. Solo conozco que está —ahí,
adviniéndome.

—Este calor de mayo como lugar simbólico: la metáfora de mi


bochorno interior, cargado de sequía mental, aguardando la lluvia
que no acaba de estallar en el sucio cielo del alma. Las chicharras
engordan mi hastío y su desesperada disonancia es mi propia música
parada, el insomnio pétreo, mineral de mi conciencia.

—Salgo a la calle con temor. Me da miedo el día tropical, tu-


pido como selva pringosa. Me muevo incómodo en medio de esta
enorme transpiración de las cosas.

—Durante estos días suelo aproximarme a los demás desde la


agresividad mal disimulada, harto de ellos y de mí. Los ruidos que
los otros producen (sus voces en cualquier conversación, sus risas,
sus pasos sobre el asfalto de las calles, sus toses y estornudos) me re-
sultan agresiones, intolerables disonancias. Una cola de gente frente
a la taquilla del cine, una pequeña muchedumbre de clientes ante
el mostrador de la panadería, el pulular gregario de los usuarios del
Metro azuzan en mí una repugnancia al roce y al contacto cuya vio-
lencia no alcanzo a dominar, enfermo de asco hacia esas hordas sin

− 360 −
rostro preciso, hacia esa marea de larvas humanas hormigueando en
mis nervios como un escozor para el que no hallo alivio.

—Para sortear el naufragio al que conduce esta entropía del


psiquismo (basta dejarse ir, como el ahogado que cesa de luchar y
se entrega al agua espesa de la asfixia) debo pulsar el nervio roto de
la voluntad. Pero todavía no lo encuentro: yace extraviado en algún
músculo de mi carne interior, obesa por la falta de ejercicio espiri-
tual, de gimnasia psíquica.

—No se trata, empero, de voluntarismo. Endurecer la volun-
tad sería crisparse. Se trata, más bien, de que un golpe de batuta,
diestro y sabio, despierte a la orquesta de su monótono letargo y
empiece a resonar la música de nuevo, como al amanecer se escucha
el bautismo sonoro de los pájaros.

—Esperando a Roberto mientras anochece en las cortinas


de las ventanas, el mundo se me devela como una súbita extrañeza.
Todo patentiza no sé qué rareza ontológica, verdaderamente meta-
física. La noche comienza a invadir los objetos como si socavara su
consistencia familiar y los dejara flotando en un vacío inclasificable
donde se revelan a la manera de ingravideces siniestras, casi mons-
truosas a fuerza de ser tangiblemente incomprensibles. Me autoper-
cibo, con terror, como un nuevo Roquentin, el personaje de La náu-
sea, de Sartre, observando atónito las raíces de un árbol en el parque
al constatar en ellas, de forma sensorial, el envés absurdo de lo real,
el cáncer tácito que esconde lo que existe. Solo el esfuerzo consciente
de la fe logra derrotar esta tumultuosa opacidad que se me impone.
Yo también he conocido, aunque me cueste recordarlo hoy, la expe-
riencia que formula Juan de la Cruz: «En todo lo cual parece al alma
que todo el universo es un mar de amor, en el que ella está engolfada,
no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor».

− 361 −
—Golpe repentino de luz en mi cuarto, filtrado por las persianas
que cuelgan delante de la ventana. Accedo de pronto a un instante
de gloria sensorial: la pared cobra por momentos el aspecto de un
brocado vibrátil, con un color de oro viejo que la convierte, duran-
te unos minutos, en carne de anunciación. Sí, esa pared y el piso
de granito de mi cuarto, iluminados por los pletóricos rayos del sol
naciente, evocan ahora un escenario pintado por Fra Angélico, tan
delicado, tan dulce es el cromatismo que envuelve y nimba los obje-
tos: la mesa, la silla, la biblioteca, el cubrecama. Toda la habitación
parece levitar, transfigurada. Y mi estado de ánimo se transfigura
también hasta transformarse en una dicha sólida y sensitiva que yo
desearía prolongar eternamente. Debo, sin embargo, aceptar y asu-
mir la connatural fugacidad de este esplendor de la materia que me
rodea y quedarme con lo que corporifica y anuncia: una promesa. La
promesa de la plenitud escatológica, la reconciliación final del deseo
consigo mismo, la puntualidad del Paraíso.

− 362 −
—En el intervalo entre dos de las reuniones del jurado, Edgar Vidau-
rre, sentado frente a un piano inesperadamente colocado en el ter-
cer piso del hotel, tocó para Antonio, para Gioconda y para mí tres
piezas musicales: de Beethoven, de Chopin y de Satie. Pocas veces
en mi vida me ha sido otorgado contemplar, como en esta ocasión,
un cuerpo transfigurado, de modo radical y total, por la música. Ed-
gar, que no es apuesto, ante el piano estaba, todo él, supremamente
bello: la íntegra materia de su carne (su rostro, su mirada, su tórax,
sus brazos, sus manos, sus piernas, sus pies oprimiendo los pedales
del instrumento) se mantenía penetrada por los acordes que, como
ráfagas porosas, hacía brotar del teclado. Una elegancia, una pres-
tancia, un donaire (sí, un don de aire) lo impregnaban hasta aquella
sutileza sensitiva que me hacía presentir, lo digo a quemarropa y sin
ambages, un cuerpo resurrecto, dentro del cual la materia se ha espi-
ritualizado a la manera en la que un Padre de la Iglesia —Ireneo de
Lyon— define el cuerpo resucitado: «care oblita sui», carne olvidada
de sí misma. Tal era la gracia que esa corporalidad imantaba frente a
nuestro reverente, enmudecido asombro allí, junto al piano.

− 363 −
− 364 −
ÍNDICE

NOTA DEL EDITOR 7


PRÓLOGO 9

DEL MISMO AMOR ARDIENDO [1969] 33

I. SOL JOVEN [1967–1971] 39

DOMINGO 43
VÍSPERAS 44
HA CAÍDO EL SOL 46
CONSOLACIÓN 48
NUNCA AMOR 50
AVES 51
TÚ 52

II. FUERA DEL TIESTO [1971–1974] 55

III. OFICIO DE VÍSPERAS [1974–1975] 63

AHÍ 67
SIMULACRO 68
OLVIDO INVOLUNTARIO 69
EL DISEÑO 70
NOCHE DE CONDENA 71
OFICIO DE VÍSPERAS 72
RECUENTO 73

− 365 −
INMINENCIA 74
LUCAS 24, 14 75
EPITAFIO PROBABLE 77
CAUSA PERDIDA 78
LA PALABRA Y YO 79
LÍNEA QUEBRADA 81
EL OTRO TIEMPO 82
POEMA DE LA LLEGADA 83
FALTA DE MÉRITO 86
POESÍA 87
SIN USO 88
CASI SALMO 89
SOSPECHA 92
JUAN 21, 5 93

POEMAS DE QUEBRADA DE LA VIRGEN [1985] 95

1 102
2 103
3 104
4 105
5 106
6 107
7 109
8 111
9 112
10 113
11 115
12 116
13 117
14 118
15 120

− 366 −
16 121
17 123
18 124
19 126
20 128
21 130
22 131
23 132
24 134
25 135
26 137
27 139
28 142
29 144
30 146

YO QUE SUPE DE LA VIEJA HERIDA [1985] 149

BOCETO 155
MICROJAZZ 157
¿POESÍA? 158
CASI ARTE POÉTICA 159
ANUNCIACIÓN 163
SIGLO XX: 164
SÍ, VISCONTI 165
ALBERTO 167
MADRUGADA 170
LA OBSCENIDAD DE LA MEMORIA 171
POEMA 172
YO QUE SUPE DE LA VIEJA HERIDA 173
BEATO DE TI 175
CAVAFIANA 178

− 367 −
LA NOCHE DEL DESEO 180
TÚ 181
VALIÓ LA PENA CONSTATARLO 182
TRAZO 183
MACUTO 7 A.M 184
TENGO UN AMIGO 185
OFICIO SECRETO 189
SANDINO DEL GÉNESIS 190
POSTALES DE SOLENTINAME 191
DÍPTICO DE AQUELLA MUERTE 196

EL DIOS DE LA INTEMPERIE [1985] 199

HACIA LA NOCHE VIVA [1989] 209

PARTE I. LOS COLORES DEL CIEGO [1985–1987] 211

ANATEMA EN LA OFICINA 215


MADRUGADA 217
SIESTA DEL SER 219
LLUEVE AFUERA 220
ANDANTE 221
LLUVIAS 223
DUERMES 224
ESTA NOCHE HUELE A SAMARKANDA 226
ESTE BRANDY NOCTURNO 228
FONDO NEGRO 229
PLEGARIA MATUTINA 230
AGUA LUSTRAL 231
LA PROMESA VISUAL 232
CUMPLIMIENTO 233
CODA 234

− 368 −
PARTE II. VACÍO SIN POLVO [1987–1988] 237

EL HALLAZGO 241
A MI CUERPO 243
INTENTABA MI ORACIÓN 244
PÁRAMO 246
PERSECUCIÓN DE LA POESÍA 247
JARRÓN CON FLORES 250
BAUTISMO DE NADA 252
LA CUARTA DIMENSIÓN 253
SPIRITUAL 254
TODO ESTÁ SOPORTADO POR LA RISA 256
LA PLEGARIA DE HUSAYIN HALLADJ 258
MINUTERO 259
DONDE SE HABLA DE LA LUZ, DE LA BELLEZA 261
DIES NATALIS 264

LA NADA VIGILANTE [1994] 265

I 269
II 270
III 271
IV 272
V 273
VI 275
VII 276
VIII 277
IX 278
X 279
XI 280
XII 281
XIII 282

− 369 −
XIV 283
XV 284
XVI 285
XVII 286
XVIII 287
XIX 288
XX 290

EL ESPLENDOR Y LA ESPERA [2000] 293

LOGRO 295
MÍSTICA DEL ÁRBOL 297
EL EXCLUIDO 299
MANDALA 301
ESPERA 303
ESCUCHO A JOHN COLTRANE 305
SALIR 307
CONJURO 309
ARTE DE LA SENSACIÓN 311
DEL MIEDO 313
MADRUGADA 316
MIRO JUGAR AL MUNDO 318
DIOS ES PEQUEÑO 321
CONTRA LA SOSPECHA 324

PATRIA Y OTROS POEMAS [2008] 327

PATRIA 329
RETÉN JUDICIAL 331
LA PASIÓN DE LA LUZ 333
EL ACORDE 334
HOY 336

− 370 −
BUSCO LA CANCIÓN 337
LAS COSAS 338
LA VISIÓN 340
MORZARTIANA 341
NAZCO A LA FE 342
LA DESNUDEZ DEL LOCO 344

EL DESEO Y EL INFINITO [Diarios 2015–2017] 355

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Esta publicación,
con un tiraje de 500 ejemplares,
se imprimió en Cuenca del Ecuador,
en el mes de noviembre de 2018,
durante la segunda administración
de Marcelo Cabrera Palacios
como alcalde de la ciudad.

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En palabras del propio autor, el título de este libro condensa «la
tensión bipolar de mi espiritualidad, tal como ella está plasmada en
mi poesía: el momento extático, la reconciliación con el mundo y
conmigo mismo, la luminosidad existencial (“el esplendor”), y el
trabajo consciente y voluntario por aproximarme a ese momento, el
esfuerzo de atención que busca merecerlo, la escucha que aguarda y
atisba el rapto inspirador (“la espera”)».
El vasto río vital y espiritual, filosófico y erótico de la poesía
de Armando Rojas Guardia se alimenta de varios afluentes cultura-
les: los místicos españoles del Siglo de Oro (Juan de la Cruz y Teresa
de Ávila, prioritariamente), las voces heterodoxas de algunos
pensadores católicos (desde Meister Eckhart a Leonardo Boff,
pasando por William Blake, Søren Kierkegaard y Simone Weil), el
Nietzsche dionisiaco, el Lezama paradisiaco, la música de Bach y
Charlie Parker, el cine de Passolini y, por supuesto, sus recurrentes
y lúcidas lecturas de la Biblia. Estos son solo algunos hitos del orbe
intelectual y estético de un poeta pensador, de un poeta que ora
cada día y celebra al mismo tiempo la fiesta de la vida, la pasión del
deseo infinito, los gozos de la carne trémula, las ofrendas cotidianas
del paisaje y de la naturaleza. Un poeta que en los tensos bordes de
la razón y el delirio, sabe hablar con los hombres y con Dios con
idéntica eficacia.
Rojas Guardia no solo es una figura central de la poesía
venezolana contemporánea que ha dado a la lírica de nuestra
lengua algunos de sus nombres capitales (Vicente Gerbasi, Juan
Sánchez Peláez, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Igor Barreto o
Yolanda Pantin), sino uno de sus animadores y suscitadores funda-
mentales desde la docencia universitaria y la sostenida conducción
de talleres de poesía, filosofía, religión y mitología que lo han
convertido en un autor de culto, en un mito viviente.
La Colección Mundus se honra en presentar a los lectores la
edición más amplia que se haya realizado hasta la fecha de la obra
poética de Rojas Guardia, acompañada de un penetrante y exhaus-
tivo prólogo del joven poeta y ensayista Alejandro Sebastiani
Verlezza, uno de sus lectores e interlocutores de cabecera.

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