Percibir es alucinar
por Juan Pablo Luna

Percibir es alucinar

Percibir es alucinar.

O al menos así lo dice la ciencia: https://youtu.be/lyu7v7nWzfo. (Siempre quise usar esa frase con algún descubrimiento de la ciencia contemporánea que ratifica lo que los mitos, la filosofía y las tradiciones orientales sostienen hace milenios).

Nadie podría convencernos de que lo que nos rodea no es real. Lo palpamos, lo vemos, lo oímos todo el tiempo. Sin embargo, eso que llamamos realidad es un concepto muy esquivo. Un constructo. Una proyección.

¿En qué nos basamos para dar cuenta de la existencia del mundo que nos rodea? Las percepciones sensoriales no serían tales sin un trasfondo que las reuniera, las organizara, y les diera sentido. A ese trasfondo le llamamos consciencia. Para los seres humanos, la consciencia tiene un centro. El yo que experimenta es el centro de la consciencia. En el momento que existe ese centro hablamos de autoconsciencia y podemos usar esa percepción para trazar la línea entre el yo que percibe y ‘el mundo’, el no-yo que es percibido.

Se nos antoja que por estar ahí, la consciencia es autoevidente. Pero ¿podrías identificar cuándo surgió? ¿En qué momento supiste que existías? ¿Podés recordar ese primer destello de consciencia en el que te diste cuenta que estabas ahí y que existía un mundo alrededor tuyo? Es probable que no podamos acceder a ese recuerdo, ya que la creación del yo y del mundo es uno y el mismo acto. Una suerte de big bang que dispara nuestra consciencia individual en el inicio de nuestra vida, cuando necesitamos crear para sobrevivir, entendiendo qué parte de eso que percibimos es nuestro cuerpo y qué parte es el ‘afuera’. Muy tempranamente la mente comienza a interactuar con los impulsos provenientes del propio cuerpo y tiene que lograr que el entorno contribuya a mantenerlo: con horas de vida comenzamos a entender que llorar nos puede ayudar a ser alimentados o atendidos (incluso en ese estadio inicial en el que aún no podemos distinguirnos como un ser individual).

Es especialmente interesante volver a indagar sobre la consciencia como creadora de la realidad en estos tiempos de auge de la #InteligenciaArtificial -y de sospecha de que Google está acallando el hallazgo de una autoconsciencia digital. Hay una distancia enorme entre inteligencia y consciencia. “La consciencia tiene menos que ver con la inteligencia, y más que ver con nuestra naturaleza humana y con ser organismos que respiran. Inteligencia y consciencia son dos cosas muy diferentes. No tienes que ser inteligente para sufrir, pero probablemente sí tienes que estar vivo.” dice Anil Seth justo antes de disparar su hipótesis más osada: la realidad es una serie controlada de alucinaciones. “Experimentamos al mundo alrededor nuestro, y a nosotros mismos dentro de él, como una suerte de alucinaciones controladas que suceden con, a través, y porque tenemos cuerpos vivientes.” El mecanismo es simple: para poder percibir necesitamos ‘arrojar’ categorías de pensamiento al ‘exterior’ para que nos devuelva información y no caos, percepción y no mero estímulo sensorial.

Cuanto más indaga la ciencia, más insustancial se vuelve la materia y la consciencia. Y más se desentraña el mecanismo de la mente como conformadora de la realidad. Según Seth, el cerebro tiene un mecanismo predictivo y no es lo externo lo que lo determina la realidad, sino el conjunto de ‘mejores conjeturas’ que tiene disponible nuestro cerebro para interpretar esa información sensorial que condiciona qué percibimos.

La realidad es subjetividad, podríamos concluir. En última instancia, esto mismo postulaba Immanuel Kant con sus categorías, entendiendo la ‘realidad’ como eso externo e insondable para nuestro pensamiento. La cosa-en-sí o nóumeno. Claro que si la única forma de argumentar que existe algo externo es basándose en ese mismo pensamiento que no puede aprehenderlo, tenemos un talón de Aquiles en el postulado, y fue ese punto el que criticó Hegel con su propuesta idealista (en la vertiente de idealismo absoluto).

El Buddhismo (que es una filosofía, no una religión) coincide con Hegel en este aspecto. La realidad última es vacío (Śūnyatā). “Los fenómenos son vacío. El vacío es fenómeno.” dice el Maha Prajñāpāramitā Sūtra. No hay sustancia. No hay nóumeno. Sólo Anātman, insustancialidad, no-yo.

Y he ahí uno de los grandes misterios de la autoconsciencia. Cuando nace la separación entre el yo y el no-yo en nuestra mente, nos creamos y creamos el mundo.

Hace años, charlando con nuestro pediatra cuando nació uno de mis hijos, le consultamos cómo nos veía de recién nacido. En su respuesta derrumbó el mito de que los bebés no ven lo mismo que nosotros explicándonos con sus palabras de médico que nuestro hijo en realidad ‘veía’ lo mismo que nosotros, tenía las mismas impresiones en sus retinas, y esos pulsos eléctricos llegaban a su cerebro, sólo que todavía no tenía las categorías mentales para ‘decodificar’ qué era lo que estaba viendo.

A la luz de esto, ese fenómeno marginal al que le llamamos pareidolia resulta bastante descriptivo sobre cómo percibimos, siempre: nuestra mente proyecta semejanzas para aprehender.

Pero si esto es cierto ¿cómo logramos ponernos de acuerdo sobre qué es lo real? ¿Cómo logramos coincidir y convivir con las demás personas en la misma realidad? Evidentemente, la subjetividad es mucho más colectiva que individual.

“Estamos todos alucinando todo el tiempo, y a las alucinaciones compartidas le llamamos realidad” dice Seth. Una explicación similar –aunque especulativa- la dio el filósofo y matemático Gottfried Leibniz cuando su indagación sobre la consciencia lo llevó a postular que las consciencias individuales eran ‘unidades cerradas’ (o mónadas) cuyo único punto de contacto con otras personas eran sus “representaciones compartidas”. Es decir: cada uno/as de nosotros/as estamos viendo una película desde la perspectiva del rol que nos tocó en suerte, y coincidimos en percibir lo mismo en todas las ocasiones en las que podemos objetivar esto externo a lo que llamaremos ‘mundo’, ‘realidad’, ‘cosas’. El consenso sobre la realidad es sólo coincidencia. (Mucho después Michel Foucault explicó qué sucede cuando alguien tiene ese tipo de alucinaciones no compartidas, y cómo la sociedad se ocupa de disciplinarlo/a).

En occidente caímos en una trampa y fundamos la modernidad en una ilusión. La primera y mayor alucinación es eso a lo que le llamamos ‘yo’. Lo que somos, quiénes somos, esa piedra de toque en la que René Descartes ancló la realidad, resulta que es mucho más frágil y quebradiza de lo que pensamos. No tiene entidad substancial. Lo creamos para poder crear el mundo que nos rodea. Y lo defendemos como a un castillo medieval con un foso rodeado de ‘ego’ que lo protege con ese cordón de psicología humana que demanda vorazmente atención nuestra y de terceros, repitiendo los pensamientos y emociones recurrentes, buscando reconocimiento y congratulación para reafirmarse (con todos esos mecanismos que comenzó a desentrañar Sigmund Freud en la psicología moderna pero que ya estaban presentes en las narrativas de los mitos de las diferentes culturas ancestrales, y que tan bien explotan hoy las plataformas digitales que nos atrapan resarciendo nuestra atención con emociones).

También es interesante indagar el mecanismo de la proyección. Lo que ‘arrojamos hacia afuera’ para poder percibir está mediado por el lenguaje. La percepción está mediada por el lenguaje; o mejor: por los lenguajes. Nuestra mente se proyecta en pensamientos, y los pensamientos sólo se estructuran como signos y símbolos. Esta es la razón por la que la #educación debe centrarse en los lenguajes. Cuantos más lenguajes dominamos, más rica es nuestra percepción. La mente más rica es aquella que domina la mayor cantidad de lenguajes posibles: matemática, idiomas, destrezas y lenguajes corporales, literarios y narrativos, musicales, informáticos, estéticos, etc.

No debemos caer en el simplismo. Al igual que cualquier otra habilidad, no es suficiente con que estén disponibles ‘afuera’ -ahora que se piensa que todo es accesible sólo por el hecho de que está colgado en internet. Los lenguajes son habilidades que se entrenan, y sólo aquellos que dominamos formarán parte de nuestra riqueza en la percepción. Cuanto más lenguajes, más y mejores símbolos, y por tanto mejores conjeturas sobre el entorno y mejor percepción de la realidad.

Preguntarse qué hay más allá del lenguaje es tan enigmático como postular el nóumeno. Y es un misterio que flota desde tiempos inmemoriales, en todas las tradiciones antiguas, sobre la ‘real realidad’ y el potencial de la naturaleza humana. Todas las culturas tienen una representación de la ‘iluminación’, de esa mente que va más allá la percepción tradicional. De lo que sucede cuando la mente trasciende todos los lenguajes. De la ‘percepción directa’.

Se cuenta que Santo Tomás de Aquino, después de haber redactado las dos primeras partes de la Suma Teológica (esa gran catedral del pensamiento escolástico) tuvo un episodio místico, un contacto directo con lo Superior, tras el cual dijo que todo lo que había escrito ya no era útil, y de ahí en más no volvió a escribir.

Una metáfora de la percepción directa ya estaba presente en Platón con su alegoría de la caverna. Quien fuera capaz de percibir las Ideas en sí, a duras penas podría luego hacerlas encajar en el lenguaje de la percepción convencional que sirve para codificar la experiencia cotidiana y la percepción de los seres humanos ‘normales’.

En la tradición india, el Rāja Yoga es una guía de entrenamiento para esos outliers que buscan salir de la caverna emprendiendo el nivritti mârga. Cesar las vibraciones de la mente para lograr ese nivel de ‘percepción sin proyección’ requiere el desarrollo de una habilidad muy particular: la observación sin observador. Sin centro. Sin yo. Toda la obra del pensador contemporáneo Jiddu Krishnamurti se centró en dilucidar esa facultad (que tan bien convierte en ejercicios prácticos Lucas Raspall en Un ‘Juguete llamado mente’).

"La mente es el gran destructor de lo real." transcribe Helena Petrovna Blavatsky en La Voz del Silencio. Se está refiriendo a una realidad trascendente, no proyectada, fuera de nuestra percepción cotidiana. Fuera de esa percepción que creamos para existir. Y he ahí un último misterio que difícilmente podrán sondear las máquinas. Etimológicamente ‘existir’ significa ‘estar afuera’. Es legítima la pregunta ¿fuera de qué? Cuál es esa matriz de la que ‘estar fuera’ es un acto de injusticia (como pensaba Anaximandro de Mileto) que sólo puede restituir la muerte del individuo (y por eso la muerte, y no el nacimiento, era causa de celebración para los Órficos). Salir de la caverna es un acto humano. Tan humano como el retorno al origen en el que no hay distancia entre yo y no-yo. En cambio, en la perspectiva convencional, sólo si hay proyección hay percepción. Cuando cesa el yo –como culmina Seth- simplemente no hay nada de nada.

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