Decir lo que se piensa o adular al jefe: Franklin versus Maquiavelo

Decir lo que se piensa o adular al jefe: Franklin versus Maquiavelo

Una de las referencias más frecuentes para ilustrar el contraste entre adulación y autenticidad es el cuento de Hans Christian AndersenEl traje nuevo del emperador”. Seguro que recuerda el argumento: el mandatario desfila desnudo ante el pueblo que le jalea, convencido de que lleva el traje más elegante diseñado por los mejores sastres, que realmente son unos impostores lisonjeros. Sólo un niño se atreve a desvelar la verdad y gritar que el emperador va en cueros.

 

Las lisonjas y halagos suelen gustar a la mayoría, y los poderosos no son una excepción. Inevitablemente, el ejercicio del poder, tanto en la esfera pública como la privada, puede confundir y cegar, infundir vanidad e incluso arrogancia.

 

Algunos CEOs o mandatarios enfatizan los símbolos relacionados con su estatus, los protocolos de sus actividades y el tratamiento que se les debe. La justificación es que enalteciendo al CEO se dignifica la empresa, y ciertamente el prestigio de los jefes está en relación directa con la reputación de la institución que encabezan, son la cara de la organización, en cierta medida son inseparables. El problema se produce cuando los jefes se creen merecedores de esos mismos honores por sí mismos, por quiénes son y no por lo que representan.

 

Una circunstancia en la que se manifiesta específicamente ese orgullo superlativo es en las presentaciones, cuando se introduce a un CEO en una conferencia o un acto público. Algunos esperan que sus semblanzas sean panegíricos, cargados de elogios y menciones. Mi experiencia es que las personas más importantes, por su cargo o trayectoria, suelen tener bios cortos, en parte porque todo el mundo les conoce y no necesitan presentación. Por el contrario, los mandatarios ambiciosos o ávidos de reconocimiento emplean un curriculum largo, prolijo, incluso recreando algunos logros o posiciones.

 

No me considero ejemplo de humildad, pero creo que es muestra de elegancia y que causa buen efecto no dar demasiada importancia a las presentaciones personales. Si la introducción es inesperadamente positiva, es bueno pensar “¿de quién están hablando?” -esta reflexión la aprendí de uno de mis mentores que evitaba pudorosamente los honores, aunque los merecía sobradamente.

 

Si por el contrario quien le introduce se equivoca al pronunciar su nombre -a mí me sucede con frecuencia- o se olvida de alguno de sus logros o puestos relevantes, no le dé mayor importancia. Seguro que la intención era buena, y a usted le servirá para darse menos importancia. Sobrerreaccionar en estos casos resulta ridículo.

 

Curiosamente, la pompa relacionada con los cargos no solo se da en el mundo institucional o empresarial. Por ejemplo, son llamativas las formalidades que se observan hacia los puestos de dirección del mundo académico. Durante mi primer año como presidente de IE University quise visitar a varios colegas de universidades norteamericanas, para presentar nuestro proyecto y establecer relaciones. Lógicamente, no esperaba que todos me abrieran sus puertas, y algunos declinaron amablemente mi solicitud. Éramos una universidad joven y el mundo académico es generalmente conservador y poco receptivo con los recién llegados. Lo que más me chocó fue la agenda que me preparó el presidente de una prestigiosa institución en la que explícitamente se decía:

“11.00-11.05 am: Saludo breve en la puerta del despacho del presidente.”

Todavía hoy bromeo con con mi asistente personal sobre el protocolo en aquella ocasión. Afortunadamente, con el tiempo he tenido oportunidad de mejorar mi interacción con ese presidente, incluso de almorzar juntos.

 

Aquella anécdota me sirvió para formularme el propósito de tratar con interés a cualquier persona con la que me relacionara, con independencia de su estatus, y por supuesto evitar incluso la apariencia de desprecio que algunos perciben en su relación con autoridades. Emplear el sentido del humor siempre ayuda en estas circunstancias.

 

Desgraciadamente, en muchas ocasiones no tengo tiempo de contestar directamente las solicitudes o mensajes que recibo, y delego esas respuestas en profesionales de mi oficina. Otras veces respondo directamente, porque creo que es conveniente, y hasta sano, mantener un cauce de comunicación abierto con personas de dentro y fuera de la organización, de distintos niveles y generaciones, por ejemplo a través de LinkedIn.

 

Pero volvamos al traje del emperador, y específicamente a la pregunta de si hay que decir al jefe lo que se piensa. Desde una perspectiva deontológica, como una de las buenas prácticas del ejercicio directivo, la respuesta debería ser afirmativa. Al fin y al cabo, se espera de un directivo que formule su honesta opinión profesional, especialmente si considera que es relevante para la empresa, aunque moleste a su jefe. Es una cuestión de compliance, de profesionalidad.

 

Sin embargo, muchas personas saben por experiencia que a muchos jefes no les gusta el desacuerdo, la crítica, la opinión contraria a su juicio, especialmente si se produce en una reunión con más gente. En general, algunos jefes abominan de la contradicción porque consideran que cuestiona su autoridad.

 

Cuando pregunto en la primera sesión de mi curso de Estrategia Competitiva a mis alumnos del programa Global Online MBA de IE Business School, generalmente ejecutivos con más de cinco años de experiencia directiva y de diversos países, cuáles son los atributos ideales del CEO, una de las respuestas más frecuentes es que un CEO debería ser un buen escuchador. Pienso que su respuesta denota el deseo de una actitud más abierta por parte de sus jefes, y el poder interactuar de forma dialéctica con ellos. La respuesta también expresa la necesidad de escuchar para formular un buen juicio. Como sucede en otros contextos donde la máxima autoridad no tiene toda la información o el conocimiento específico sobre un tema, y necesita de asesores, los CEOs se beneficiarían netamente de escuchar más y hablar menos.

 

Tras plantear esta pregunta, entablo una conversación con mis alumnos acerca de si en su interacción con sus jefes les dicen lo que piensan en reuniones, incluso si se anima a contradecir la opinión de sus superiores. Siempre hay algún participante que defiende la necesidad de ser cándido y decir lo que se piensa razonada, educadamente, con independencia de las consecuencias. Sin embargo, la mayoría reconoce que no es fácil disentir de sus jefes, y menos contradecirles en público.

 

Benjamin Franklin, uno de los padres de la Independencia Americana, era partidario de ser prudente y no contar lo que se piensa, porque en su experiencia cualquier crítica siempre ofende a su destinatario. Franklin fue el primer embajador en París de la recién constituida nación, y posiblemente su experiencia diplomática le llevó a ser cauto en las formas y las palabras. Explica Walter Isaacson, en su excelente biografía, que Cuanto mayor se hacía, más aprendía Franklin (con algunos lapsos notables) a seguir sus propios consejos. Utilizó sabiamente el silencio, empleó un estilo indirecto de persuasión y fingió modestia e ingenuidad en las disputas.

También en su propia autobiografía, Franklin revela que Cuando otro afirmaba algo que yo consideraba un error, me negaba el placer de contradecirlo.” y añadía, como una recomendación a tener en cuenta cuando se defiende un argumento:  Durante estos cincuenta años nadie ha oído jamás que se me escape una expresión dogmática”.

 

La prudencia de Franklin me recuerda una observación de un coach que había trabajado para CEOs de diversas corporaciones del Fortune 500, quien me comentaba que, en su experiencia, el feedback negativo, aunque se tratara de una crítica constructiva, justificada y comunicada con tacto, en la mayoría de los casos generaba indisposición en su receptor. Solo en un porcentaje muy bajo de los casos, por debajo del 5%, los que lo recibían reaccionaban positivamente y lo agradecían, lo cual demostraba por su parte una importante inteligencia emocional.

 

Este relato es consistente con la experiencia común. Reconozcamos que aunque digamos que nos gusta saber la verdad, e incluso roguemos a nuestros amigos que nos corrijan si nos hemos equivocado, lo normal es que una observación crítica sobre nuestro comportamiento nos deje, al menos, un regusto amargo.   

 

Explica Isaacson que conforme ganaba en su conocimiento de las personas, Franklin entendió la conveniencia de desarrollar su Un estilo de argumento circunspecto, de lengua aterciopelada y dulcemente pasivo, que lo haría parecer sabio para algunos, insinuante y manipulador para otros, pero incendiario para casi nadie. El método también se convertiría, a menudo con un guiño a Franklin, en un elemento básico de las guías de gestión y los libros de superación personal modernos.

 

La posibilidad de contradecir o criticar al jefe, aunque sea en privado y bienintencionadamente, se complica en función del contexto cultural. Una de la variables que proponía Geert Hofstede para medir la diversidad cross-cultural era la “distancia al poder”, el conjunto de características que definen las relaciones entre jefes y subordinados como, por ejemplo, tratamientos, formalidades, interacción en las reuniones o protocolos en las relaciones. Japón es una de las referencias de alta distancia al poder, mientras que Estados Unidos, o los países escandinavos son ejemplo de baja distancia. Como parece lógico, la cultura en los países de baja distancia al poder fomenta el debate abierto, e incluso la crítica o la disensión respecto de los superiores.

 

Diversos estudios muestran, en consonancia con Franklin, que secundar a los jefes, incluso halagarles y hacerles la pelota incrementa las posibilidades de mejora profesional y también salarial. Por el contrario, depender exclusivamente del desempeño o la valía personal no garantiza los ascensos. La adulación al jefe tiene mejor acogida por parte de los superiores que han sido nombrados recientemente, que quizás carecen de confianza y necesitan respaldo. En situaciones de crisis o de emergencia, como la pandemia que hemos pasado, se tiende también a silenciar la crítica por temor a perder el trabajo, como es natural. Sin embargo, la investigación también revela que los aduladores sistemáticos son frecuentemente criticados por su colegas, algo que también puede eventualmente volverse en su contra.

 

Los resultados de esta investigación, así como los comentarios de mis alumnos sobre las características del buen CEO me hacen pensar que la adulación a los jefes no es solo un problema de los subordinados. Al menos en un 50% es también un problema de los superiores. Sería absurdo pensar que el emperador no tiene responsabilidad alguna de su desnudez, aunque quiera descargar culpas en otros. Algo parecido sucede con los CEOs que gustan y premian los halagos. Por un lado desvirtúan la naturaleza del debate en las reuniones de dirección, donde sería aplicable el dictum “no es nada personal, solo son negocios”. Además, se compromete la marcha de la propia empresa, el examen objetivo de su funcionamiento, identificación de fallos y de sus causas, así como ponerles remedio.     

 

A este respecto, un pensador especialmente recomendable es Nicolás Maquiavelo, cuya obra El Príncipe ha sido un manual de referencia para muchos mandatarios, incluidos CEOs. Su filosofía es expresión de absoluto pragmatismo para mantenerse en el poder, sin reparar en posibles objeciones morales. Por ello sus indicaciones sobre como recabar el mejor consejo de los subordinados y evitar la adulación, parecen útiles desde una perspectiva técnica, desprovista de toda consideración deontológica:

 

Explica Maquiavelo que no hay otra forma de guardarse de las adulaciones que la de hacer comprender a los hombres que no te ofenden si te dicen la verdad; pero, por otra parte, si todos pueden decirte la verdad, dejan de guardarte respeto. Por tanto, un príncipe prudente debe tomar otro camino, que es el de elegir en su estado a unos hombres sabios, para concederles sólo a ellos la libertad de hablarle con franqueza, y sólo sobre aquello que él pregunte. Pero debe interrogarlos sobre todas las cosas y escuchar sus opiniones, y luego decidir por sí mismo según su propio parecer, y en lo que respecta a estos hombres y a sus consejos debe portarse de manera que todos sepan que cuanto más libremente hablen más serán estimados. Exceptuando a éstos, no debe escuchar a nadie, debe llevar hasta el final aquello que ha deliberado, y mantenerse firme en sus decisiones. Quien no lo hace así, o se hunde a causa de los aduladores, o cambia tan a menudo de opinión por consultar distintos pareceres, que acaba por caer en poca estima.”

 

Con la experiencia y la edad, algunos directivos pueden volverse cerrados al las ideas de los demás, aunque también hay mandatarios jóvenes impetuosos y soberbios, que rehúsan la asistencia externa. Maquiavelo tenía razón: estar abiertos al consejo de los sabios incrementa las posibilidades de éxito en el poder.

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Foto del artículo 

Pilar Rojo, PhD

Profesora y executive coach en IE Business School and IE University. HR Center director

5 meses

#distinción no es lo mismo sincero que sincericida

José Manuel Cuadrado

Estrategia, Director General, Modelo de Negocio, Cambios organizativos, Procesos y Tecnología de gestión.

5 meses

Mientras leía la publicación no dejaba de pensar que en gran medida todo depende de la EQ o Inteligencia Emocional de la persona a la que adulas o le dices lo que piensas. Hasta que efectivamente, Santiago Íñiguez lo menciona. Me encuentro en el grupo de personas que por experiencia puede asegurar que... "a muchos jefes no les gusta el desacuerdo, la crítica, la opinión contraria a su juicio, especialmente si se produce en una reunión con más gente. En general, algunos jefes abominan de la contradicción porque consideran que cuestiona su autoridad..." Y por eso, mientras intento formar parte del grupo de confianza (sabios --> Maquiavelo), trato de descubrir si el CEO es un narcisista pasivo o encubierto porque de serlo lo mejor que se puede hacer es alejarse de él antes de que la relación explote (y casi nunca explota hacía el Principe). En tales casos ni adular ni decir lo que piensas, ALÉJATE cuanto antes. Imprescindible leer y estudiar, adulando (o mejor, diciendo lo que pienso sobre el autor): rebosa experiencia. https://www.psychologytoday.com/es/blog/como-reconocer-un-narcisista-pasivo-agresivo

REINALDO MARCOLETA ALARCÓN

Country Manager-Jefe desarrollo Nvos. Negocios - Subgerente Nvos.Neg.- Negociador- Jefe Producto - Jefe Líneas - Gte. Zonal- Venta B2B y B2C- Coach, Speaker, Jefe de Carrera Educ. Tèc. Profesional.

5 meses

"El problema se produce cuando los jefes se creen merecedores de esos mismos honores por sí mismos, por quiénes son y no por lo que representan".

Edgar Gonzalez ✪

Director ELISAVA Madrid / Acid House Madrid || Curious Designer / Educator / Consultant .....🚲 ||EX- IE University vicedean.

5 meses

Intersante articulo!

Carlos Galán Allué

CMO | Director de Marketing | Experto en Marketing Digital | ecommerce B2C B2B | Profesor de Digital

5 meses

Muchas gracias por esta fantástica reflexión. Estudiada, estructurada, y tremendamente útil. Ojalá la hubiera leído esto hace unos años. Hay veces que ocurre (a mi me pasó) que te hacen creer que gozas de su confianza para expresarte libremente, pero, por dentro, te están anotando faltas y acaba muy mal la cosa. No te fíes siempre de los que dicen: dimelo todo, rétame, soy abierto... ya.

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