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Cristiano de hoy

El valor del agradecimiento
Meditación. Hoy y siempre, simplemente esta breve y joven palabra: ¡gracias!


Por: Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net




La gratitud es un valor propio de almas grandes. Agradecer significa encontrar un motivo para dar gracias. Y encontrarlo es posible si tenemos los ojos bien abiertos y el corazón despierto para descubrir los miles de gestos que nos brindan los demás a todas horas.

Pero hay gratitudes particulares, más profundas, que tocan nuestros tuétanos y llegan hasta el centro del corazón. Una de esas gratitudes es la de los hijos hacia los padres. Si vivimos, es porque ellos se amaron y nos amaron. El que nos acogiesen fue un gesto más de ese amor que juraron el día de su matrimonio, y que continuó ese día en que mamá dijo a papá: “Creo que estoy esperando...” Un misterio se desarrolló en sus entrañas, ese misterio salió a luz, y siguió creciendo y madurando gracias, sobre todo, al amor que nos tuvieron.

Quizá se han dado errores en las relaciones entre padres e hijos. Pueden haberse dado momentos de incomprensión, puede haberse producido algún que otro pequeño enfrentamiento en la edad de la adolescencia o juventud, pero lo que debemos los hijos a nuestros padres sigue en pie, a pesar de todo. No podríamos ni imaginarnos como seres humanos fuera de ese cariño que acunaron y con el que creyeron y creen todavía en nuestras existencias.

Pero, más a fondo, deberíamos dar gracias a Dios. Los padres saben que el nacimiento de cada hijo depende de ellos, pero también escapa mucho a sus previsiones. Lo saben de modo especial los que sufren año tras año al ver que el deseado hijo (sobre todo si se trata del primero) no llega. Lo saben los que han estado en la cabecera del niño pequeño y enfermo, que ha luchado horas o días entre la vida y la muerte. Lo saben los padres que han visto cómo el hijo o la hija iban alejándose cada vez más de casa en busca de aventuras peligrosas, sin saber si iban a volver bien o quedarían estrellados en alguna curva maliciosa...

El vivir es un misterio más grande que todas las previsiones, y sabemos que hay Alguien que teje los hilos, que los entrelaza, que permite que titubeen y tiemblen por días o meses, y luego los vuelve a solidificar para que todo siga su curso normal, que no es sino un milagro prolongado: nuestra propia aventura personal. Ese Alguien es, sí, el Señor de la vida y de la muerte, pero es, sobre todo, un Padre. Y a Él le debemos todo. Incluso los males que permite pueden ser motivo para agradecerle el hecho de vivir y de sabernos amados, a pesar del dolor y de la dificultad, del abandono y de la traición, de la enfermedad y de la muerte...

La gratitud con los padres es un deber de cariño elemental. La gratitud con Dios es un homenaje que arranca de lo más profundo del corazón. La gratitud a los demás (tantos hombres y mujeres que se cruzan con benevolencia a lo largo de los vericuetos de la vida) es señal de ojos abiertos y corazones humildes.

Nuestro mundo necesita una buena dosis de gratitud y un poco menos de reivindicaciones. Sí: hay que pedir lo que nos falta y nos corresponde, pero sin olvidar que también hay que agradecer lo que a veces “nos ha sobrado” y lo que más valía: el amor que muchos nos han regalado. También cuando quizá perdimos la ruta: hasta el criminal más perverso puede recordar el amor que le dio su madre encanecida y temblorosa. También cuando nos abandonó la suerte y caímos “en desgracia”, y nos abandonó un ser querido, el esposo o la esposa, un hijo o una hija. También cuando nos cerraron las puertas y todo parecía oscuro. Sólo quien haya experimentado en esos momentos de prueba la fuerza del amor de Dios y de los que son realmente amigos puede comprender lo que significa poder decir, hoy y siempre, simplemente esta breve y joven palabra: ¡gracias!

 

 

 







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