La sabiduría de Confucio

Son hoy numerosos los lectores que, desencantados con el devenir de la filosofía occidental (que aún en nuestros días sufre los varapalos del posmodernismo y del influjo capitalista –exceso de producción de obras, vuelco hacia el aspecto más sociológico de la filosofía, olvido y desprestigio de la metafísica, etc.–), se han interesado por el pensamiento oriental. Una de las referencias ineludibles para comenzar a estudiar el influjo de Oriente en Occidente, así como las fuentes clásicas del pensamiento oriental, es sin duda Confucio, cuyos llamados cuatro libros forman el canon principal de su doctrina. El confucionismo (ru jia) suele traducirse como «Escuela de los Letrados», una corriente que se formó a lo largo de diversas épocas, del siglo VII al III a. C.

Confucio

En Los cuatro libros del confucionismo asistimos a la formación de un pensamiento que cobra la forma de un sistema, si bien es formado siempre a través de breves parábolas y experiencias que el propio Confucio vivió con sus discípulos. Tanto para éstos como para el maestro, el universo ha de ser considerado como un todo del que los seres humanos tan sólo componemos una mínima parte. De manera similar a los estoicos en Grecia, el confuciano parte de la concepción de una armonía preestablecida en el cosmos, de la que el hombre ha de cobrar consciencia, así como conservarla y contribuir a su desarrollo.

Todo cuanto hacemos, cualquiera de nuestras acciones, tiene repercusión en el todo.  Es por ello que Confucio otorga especial importancia al terreno práctico: «Yo soy más o menos como los demás hombres en cuanto al conocimiento de los textos, pero aún no poseo la capacidad que tiene el hombre superior de poner en práctica lo que cree». En este sentido, una de las máximas del maestro chino es que si observamos la justicia o la verdad y no las ejercemos, nos convertiremos en seres hipócritas; más aún, en cobardes: «El hombre superior está centrado en la justicia, el hombre vulgar en el beneficio».

Confucio dijo: «No debe preocupar el no tener un puesto, sino el hacerse digno de uno; no debe preocupar el ser desconocido, sino el llegar a tener méritos por los que ser conocido».

Aunque es conocido por su nombre occidentalizado, Confucio hace referencia a Kung Fu Tzu, es decir, el gran maestro Kung. Vivió aproximadamente entre los años 551 y 479 a. C., y provenía de una familia de la aristocracia militar inferior, lo que se tradujo en una escasa y modesta educación. No fue hasta los cincuenta años cuando ingresó en el funcionariado, aunque muy pronto dejó su puesto para dedicarse a la política, a los asuntos de la ciudad. Convencido de la verdad de sus enseñanzas, no dudaba en asegurar que «si algún gobierno quisiera utilizar mis servicios, en un año se notaría ya alguna reforma notable, y en tres años todo estaría en orden». Sin éxito alguno, y tras un peregrinaje que le condujo por diversos parajes chinos, regresa a la tierra que le vio nacer, donde forma un pequeño y muy restringido número de adeptos a los que transmite sus dogmas. Su objetivo: formar jens, o lo que es lo mismo, jóvenes que, en su aspiración a la perfección, puedan llegar a regir los gobiernos.

En Los cuatro libros, que hoy podemos leer en su integridad, se reúnen las principales enseñanzas que Confucio inocula en sus seguidores. En ellos se recogen los conocimientos propios de la madurez, reglas de conducta humana (dirigidas especialmente a quienes ostentan el poder político) y los diálogos de Confucio con sus alumnos, así como un texto que compuso Mencio, el más egregio discípulo del maestro. La diferencia fundamental que observamos entre el confucionismo y el taoísmo es que aquellos primeros creen firmemente en la rectitud del ser humano inserto en una sociedad: quien ejerce la justicia y la bondad, sea donde sea, nunca puede ser infeliz, desdichado. El camino del Tao (de corte más rousseauniano), sin embargo, pone en cuestión la pertinencia de la sociedad a la hora de adoptar y desarrollar la virtud. Es por eso que, a ojos de Confucio, los gobernantes han de rodearse de los mejores, de jefes y generales ilustrados, así como de funcionarios responsables, para ejercer el poder con la adecuada rectitud. El llamado «hombre superior», para los confucianos, permanece siempre en el Justo Medio (en contraposición a los plebeyos o villanos, llamados shumin, que se dejan llevar por juicios y actitudes ajenos): «son villanos todos aquellos que esperan a un rey Wen que les impulse:; los caballeros valiosos y distinguidos se impulsan a sí mismos aunque no haya un rey Wen».

El Camino de la Gran Enseñanza consiste en abrillantar la luminosa virtud, renovar a los hombres y alcanzar la más alta excelencia. Conociendo a dónde se debe tender, se determina el objeto a alcanzar. Habiéndolo determinado se puede conseguir la tranquilidad; tras la tranquilidad se puede obtener la paz y, obtenida ésta, la deliberación es posible. La deliberación es seguida por la consecución del objeto que alcanzar. Sabiendo lo que está antes y lo que está después se está cerca del Camino.

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La raigambre intelectual del confucianismo es patente en todos sus dictados. El ser humano ha de luchar por alcanzar la «máxima excelencia» (o Zhi shan) a través de dos medios, el estudio y el conocimiento de sí mismo (introspección, un volverse hacia dentro que nos informa de nuestros movimientos anímicos así como de nuestras tendencias naturales). A pesar de que los hombres se muestran conflictivos y díscolos en sus mutuas relaciones, Confucio es optimista al respecto: la armonía del universo siempre tiende a crear una sociedad perfecta, aunque su llegada no tenga tiempo determinado.

Pero también se da un componente sentimental en la doctrina confuciana, que más tarde desarrollaría Mencio: si Confucio y sus seguidores son optimistas sobre el desarrollo humano y su sociedad es porque creen en la bondad del hombre, desprendido de nuestro sentimiento de compasión (no permitir las desgracias ajenas sin la subsiguiente indignación). Para que la bondad sea llevada a cabo, es necesario estipular ciertas condiciones sociales y políticas: en un giro que recuerda a Aristóteles, Confucio asegura que somos seres sociales por naturaleza y que, fuera del conglomerado social nos hallamos incompletos. Por ello se hace imprescindible la virtud de la prudencia, en tanto que en ella confluyen el resto de virtudes:

El hombre prudente se halla identificado con las normas de conducta moral, se mantiene siempre en el centro, igualmente alejado de los extremos, cumple siempre con los deberes propios de su condición, y no desea nada que no le pertenezca. […] El hombre prudente acepta con humildad los designios del Cielo y por ella goza siempre de paz interior. Por el contrario, el hombre que camina fuera del camino recto se arroja a mil empresas temerarias en busca de lo que no le corresponde.

Confucius

Zixia preguntó cómo era el hombre superior. Confucio respondió: «El hombre superior pone sus palabras en práctica antes de decirlas y después habla de acuerdo a sus acciones».

Es así como se constituye la moralidad, ley moral o rectitud en la conducta (Li). El propio Confucio emplea también la palabra Tao (camino, senda) para referirse a este singular transitar virtuoso del ser humano por la tierra, aunque prescinde, en todo caso, del sentido trascendente o incluso sagrado que de él hace el taoísmo. Todos albergamos, por el hecho de nuestra condición humana, el deber de mejorarnos y corregir nuestro ser, pues «el perfeccionamiento de uno mismo es la base de todo progreso y desarrollo moral», nota que de nuevo diferencia a Confucio del taoísmo: mientras éste haría más hincapié en un perfeccionamiento autoinfligido, los confucianos sí creen en el poder doctrinal de las máximas, enseñanzas y pensamientos expresados y transmitidos por un maestro.

En cualquier caso, es el Ren, o suma virtud, lo que importa acoger a ojos de Confucio: guardar y practicar buenos sentimientos hacia los demás hombres, lo que podríamos traducir como benevolencia, acompañada de fidelidad y compasión. A fin de cuentas, el confuciano pretende ser consciente del camino que sigue (a través del cultivo espiritual y de la introspección) para ayudarnos mutuamente y alcanzar, así, el mayor grado de perfección. Sociedad y ser humano, lo colectivo y lo individual, forman en definitiva una unidad indisoluble para buscar y propagar las virtudes cívicas.

Zizhang preguntó a Confucio acerca de la benevolencia. Confucio le dijo: «Si eres capaz de poner en práctica cinco cosas, serás considerado benevolente en todo el ancho espacio bajo el Cielo». Zizhang le rogó que le dijera en qué consistían estas cinco coas y Confuncio le respondió: «Cortesía, generosidad, sinceridad, diligencia y amabilidad. Si eres cortés no te insultarán, si eres generoso te ganarás a todos, si eres sincero los demás te darán su confianza, si eres diligente conseguirás muchas cosas y si eres amable tendrás lo que hace falta para dar encargos a las demás personas».

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