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Bajeza y basura en el juego político

El uso de bazofia en la arena política va a más. Las escuchas del excomisario Villarejo revelan que existe una tendencia al regodeo en chismes sobre los demás. ¿Dónde está el límite y por qué lo sobrepasamos?

Ilustración de Yimeisgreat

Hay noticias que explican el mundo de una forma incluso demasiado literal. Por ejemplo: que Google, el gigante de los datos, busque sede para su cuartel general en Berlín y desde el Ayuntamiento se le ofrezca el edificio que fue sede de la Stasi (la policía política de la República Democrática Alemana). En efecto, el campo de pruebas de esta época de liquidación de la vida privada fue la época soviética. De espionaje de Estado a espionaje de empresa, la sede de la Stasi es como esos templos que van viendo sucederse diferentes cultos al albur del poder dominante, ahora iglesia católica, ahora mezquita musulmana, da igual mientras se reúna y someta a la grey.

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Es el signo de los tiempos, anunciado por Zamiatin en las viviendas transparentes de su distopía Nosotros y en sintonía con el dicho de Reinhard Heydricht: “Lo fundamental no es la norma legal, sino los ojos vigilantes de la población”. Ciertas reglas del Estado comunista y su aventajado alumno, el Estado nazi, valen para la democracia total.

Todo el mundo tiene derecho a saberlo todo de todo el mundo. Es la desaparición de la vida privada, cuyos andrajos se convierten también en espectáculo. Empezó pareciendo que el pudor era una especie de manía carpetovetónica, luego se asaltó la intimidad, ahora ya el mundo entero es porno duro. Pero cuando todos espían y todos son espiados, uno acaba por comprender que está en representación constante, que no hay espacio seguro, que más vale emitir solo mensajes anodinos. Psicológicamente es extenuante; socialmente, empobrecedor.

Cuando todos espían, uno acaba por comprender que no hay espacio seguro, que más vale emitir solo mensajes anodinos

¿Cuándo empezó esta deriva? En España, Txiki Benegas fue un precursor. En abril de 1991, una conversación privada que sostenía el entonces secretario de organización del PSOE fue pirateada y sirvió para que toda España se enterase de que estaba peleado con el ministro Carlos Solchaga, y que a Felipe González lo conocían en las altas instancias del PSOE como Dios o como Number One. Se vertieron ríos de tinta. Eran los tiempos inaugurales del teléfono móvil. Todavía los más cándidos podían creer que sus conversaciones privadas eran privadas. Pero pasan las décadas, y hoy todavía el ciudadano cree que el buscador de Internet o aplicaciones como Contactos de Confianza, Buscar a mis Amigos, etcétera, son inocentes: al fin y al cabo, ¿no requieren el consentimiento del otro? Hasta los políticos más veteranos siguen sin ver en los prácticos aparatitos un colaborador incierto, un traidor, un espía. Angela Merkel se entera de que los servicios secretos de Estados Unidos —país amigo— llevan años espiándola a través de su móvil. Hillary Clinton pierde las elecciones por usar el suyo…

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… O más bien porque su aura quedó lastimada para siempre años atrás, cuando la superpotencia dedicó cientos de millones de dólares a averiguar todos los detalles sobre la felación que le había hecho una becaria a su marido, cuando este era el hombre más poderoso del mundo. Un mundo que retuvo el aliento durante meses para saber si quedaban o no quedaban manchas en el vestido de la señorita Lewinsky. Para siempre quedaron los Clinton como una pareja turbia y sospechosa. Pues del escrutinio universal nadie sale sin parecer ridículo o sospechoso. Con la salvedad, tal vez, del actual presidente americano, Donald Trump, para lo que solo cabe una explicación: que lo que se quiere al apoyar a ese fenómeno va más allá de él, se da por descontada su miseria personal, pues lo que se quiere de él es esa violencia, esa idea de una violencia que nada ni nadie va a parar…

El ciudadano no solo acepta estas intrusiones en la vida de los otros, sino también en la propia; colabora con ellas creyendo erróneamente que al fin y al cabo no tiene nada que ocultar, su vida privada no es monetarizable y la pérdida de su privacidad no tiene consecuencias. Fecho el inicio de este proceso en España en los años noventa, en un momento estelar de la televisión. El actor Jesús Puente pilotaba un programa-concurso que ponía a prueba la compenetración de las parejas concursantes con una serie de preguntas. “¿Qué es lo que su esposa no querría que se supiera?”, le preguntó a un marido. Y este respondió: “¡Que se mea cuando ríe!”. Y puso un ejemplo: el otro día él y “su media naranja” subían en el ascensor con una pareja de amigos, se pusieron a contar chistes, la mujer venga a reír, hasta que “¡se meó!”.

El 'caso Villarejo'

El sexagenario comisario de policía José Villarejo se dedicaba, desde su oficina de la novena planta de la madrileña Torre Picasso, a buscar de forma privada y a golpe de talonario trapos sucios de personalidades, jueces o políticos de diversa ideología. Por sus ya famosas cintas han circulado desde Corinna zu Sayn-Wittgenstein, examiga “entrañable” del rey Juan Carlos I, hasta la ex secretaria general del PP María Dolores de Cospedal, que ha tenido que dimitir del comité ejecutivo del partido y dejar su escaño en el Congreso; la actual ministra de Justicia, Dolores Delgado, del PSOE, o el juez Baltasar Garzón, entre muchos otros. Las cloacas del Estado están luciendo estos días sus momentos más bajos.

Jesús Puente demudó el semblante. “Pero hombre”, protestó, quejumbroso, consternado, “¡pero cómo se le ocurre a usted… delante de todo el mundo… sabiendo que a ella la avergonzará!”. Plenamente contemporáneo e incluso adelantado a sus tiempos, el concursante respondió con pachorra:

—¡Que se entere toda España!

Recuerdo que días después fui a entrevistar al filósofo rumano Cioran en París. El hombre era tan celoso de su intimidad y anonimato que el modesto, suave clic de la cámara del fotógrafo le torturaba. Se imaginaba su rostro en los periódicos y se hundía en la tristeza, aunque esa foto fuera a ir rodeada de un ditirambo en toda regla. Comprendía que el ditirambo daba igual, porque la foto vulgarizaba y reducía el valor de su pensamiento. Cioran sentía debilidad por nuestro país, creía que era un santuario de valores como el decoro, el sentido del honor, la parquedad, el pudor, la dignidad… totalmente extinguidos en Francia. ¡Conmovedora inocencia! Si alguna vez había existido el país salvaje y riguroso del que me hablaba, ahora en el mejor de los casos era un país de gente felizmente desinhibida, y en el peor, el feudo donde los maridos se complacen en exponer a sus esposas a la voz de “¡que se entere toda España!” y la audiencia se dispara. Por fin nos habíamos incorporado al avanzado mundo anglosajón, al Reino Unido de los ciudadanos reservados que consideraban que “my home is my castle” (mi hogar es mi castillo), pero que consideró de vital interés que el mundo supiera (en 1992) la envidia del príncipe Carlos de Inglaterra por los támpax de su amante, Camilla, en aras de la democracia y la libertad de expresión.

El debate actual sobre las escuchas del comisario Villarejo, chantajista del que los medios de comunicación se hacen cómplices al publicarlas, hay que ponerlo en este orden de cosas. Donde lo pecaminoso y lo que importa en el fondo no son los delitos, supuestos o reales, en los que incurren o no la ministra socialista y la exlíder del PP —que los partidarios de cada una enjuician según sus aprioris ideológicos—, sino el hecho mismo de que hayan sido cazadas, engañadas como tontas, y que nosotros, la plebe, podamos sorprender su privacidad, los chismes de su vulgar intimidad, tan parecidos a los nuestros. Eso es lo que festivamente canibalizamos.

Monica Lewinsky besa al presidente Bill Clinton en 1996.
Monica Lewinsky besa al presidente Bill Clinton en 1996.

La tolerancia, o mejor dicho, la aquiescencia, con la liquidación de la vida privada empezó en la televisión; siguió en los comercios y las calles, donde no nos parece mal que las cámaras nos observen permanentemente; se extendió al mundo digital. Se dio permiso a Jorge Javier y sus periodistas para hozar en el cubo de la basura de Jesulines y Pantojas, que como famosos que eran tenían que resignarse a ser humillados en directo, y eran aún más execrados si presentaban resistencia al derecho de la audiencia a saber. De ahí pasamos al sometimiento voluntario y tasado de unos chicos y chicas anónimos a la inspección de las masas con los realities. Bien, al fin y al cabo su intimidad es lo único que tienen, lo único que pueden vender, así que no hay de qué escandalizarse. El fenómeno se extiende a la política, al arte y a la literatura: con el gusto de los lectores estragado por tanta realidad, los literatos recuperan su atención y su bendita credulidad cuando exponen las heridas y cicatrices de su yo en la llamada “autoficción”, y mejor cuanto más traumático y escabroso sea ese yo.

Cuando el derecho a la privacidad que supuestamente protege el ar­tículo 18 de la Constitución colisiona con el derecho a la información y la libertad de expresión, pierde. El honor es una antigualla lopesca, del siglo XVII. El poder de la opinión digital de la masa, que lincha moralmente a cualquiera como la plaga de langosta monda un sembrado en un minuto, ha sido un acelerador de este virus con el que “toda España se entera” y se libera de los remilgos y la mojigatería que había llevado hasta hace poco como molesta carga represora. Desde entonces, el mundo se hace rápidamente más informado, pero también más vulgar, con el daño colateral de que información y bajeza parecen cada vez más confundidas e inseparables. La ecuación que conjuga la tecnología, la opinión de las masas y la devaluación de la privacidad es un camino tan directo como cualquier otro hacia el nihilismo. El lujo máximo, solo accesible para la élite, es la desconexión; y el palacio más admirado, la Jaula de Faraday, que anula el campo electromagnético exterior. Y cuyas versiones más humildes son esos benditos ascensores donde no funciona el móvil, o esos auriculares que te procuran un silencio tan íntimo y total que de pronto si alzas la vista ves un rostro que te está gritando, y en respuesta tú también gritas: “¿Qué? ¿Qué? ¿QUÉ?”.

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