Te peta el güindous: la necesidad de afianzar recursos 

[…] Queridos colegas de profesión, tengo una mala noticia para vosotras y vosotros: en efecto, la liamos parda. La parte buena de todo esto es que podemos minimizar el riesgo. ¿Cómo? Afianzando recursos. […] 

En la vida hay que tomar decisiones. Claro; si no, te mueres.  

Pero la putada es que elegir siempre, irremediablemente, implica un montón de RENUNCIAS. Seleccionar una opción es negar las múltiples decisiones alternativas que una o uno podría haber tomado.  

Por ejemplo, si decido tomarme un vaso de leche fría simple para desayunar, estoy renunciando a bebérmela caliente, con azúcar, con café, tomarme un té y así hasta el maldito infinito.  

Un infinito que acojona.  

Abruma tanto ser conscientes de todas las renuncias que hacemos cada día, que nuestro cerebro opta por omitirlas. Es como si, con cada decisión, el cerebro ejecutara una macro con dos comandos: “eject desisión” y “delete lo que me estoy perdiendo”, que si no se me satura el sistema operativo. No hay RAM que pueda con esto.  

Pues si eso nos pasa en el desayuno, qué no nos pasará con nuestras hijas e hijos.  

Cuando tenía abierta la consulta privada, a menudo recibía a padres y madres muy preocupados que querían ayudar a los suyos. Me pedían que les ayudara a que el niño se portara mejor, a que la niña sacara mejores notas, a que el adolescente se sintiera más seguro, etc. Y en muchas ocasiones estaban dispuestos a emprender un proceso conmigo.  

Pero, lo que no consideraron nunca estas madres y estos padres —no por falta de capacidad sino para preservar la integridad del güindous— era que esos procesos en los que ponían tantas esperanzas implicaban también infinitas renuncias. Es decir, que, si me compraban los billetes y navegábamos juntos hacia su destino, se podían perder un montón de paisajes hermosos de los que ahora estaban disfrutando, o que podían llegar a disfrutar si no metían a un educador patoso en su vida.  

Amigas y amigos, no es oro todo lo que reluce, aunque a las y los profesionales nos guste señalar que es un proceso inocuo y seguro, la intervención familiar siempre implica una serie de renuncias y riesgos.  

Por ejemplo, no es infrecuente que las madres y los padres que inician una formación para tratar mejor a sus hijas e hijos —de la etiqueta que sea— acaben renunciando a su espontaneidad. O que, quien ha invertido mucha pasta para viajar en ese barco de lujo, acabe convenciéndose de que hace las cosas cojonúdamente bien, descuidado las reparaciones de la relación que, como sabéis, son uno de los valores más preciosos para las familias. O que el desarrollo de una mayor empatía en las relaciones nos haga más conscientes de lo desconectados que estamos.  

Y así hasta el infinito. Ya sabéis, el puto infinito.  

Me da vueltas la pelota.  

Queridos colegas de profesión, tengo una mala noticia para vosotras y vosotros: en efecto, la liamos parda. La parte buena de todo esto es que podemos minimizar el riesgo. ¿Cómo? Afianzando recursos.  

Afianzar recursos es poner en valor las cosas que valora cada persona y cada familia. Es decir, las capacidades que no están dispuestos a renunciar en este proceso. Las cosas que sienten desde el orgullo, como las joyas que se heredan a través de las generaciones, salvándolas de guerras, rapiñas, crisis, ruinas, y cualquier desolador evento.  

Y aquí da igual lo que tú pienses como profesional. No es tu proceso.  

Deben ser ellos, en ese estado de conciencia preclara que conecta con el orgullo, quienes pongan encima de la mesa lo que es irrenunciable. Cuando lleguen a ese punto, te toca callar y escuchar, tratando de acercarte con curiosidad a la narrativa que sustenta tanto esos significados como las reacciones que desencadenan en su cuerpo.  

Con respeto sincero.  

Este tipo de trabajo es especialmente valioso para las familias derivadas por los servicios sociales y por el sistema de protección a la infancia. Personas que, en muchas ocasiones, han sufrido una vida de maltrato, injusticia y penurias, que les han hecho sufrir una gran vergüenza. Una vergüenza que, como estarás aventurando, suele estimularse, más si cabe, a través del maltrato institucional que tenemos tan normalizado.  

Si me haces caso, te sorprenderá que, muchas veces, con eso vale.  

No es necesario hacer más.  

No es necesario ir más allá.  

A la mierda con todo.  

Cuando una persona o una familia pone en valor sus recursos y conecta con el orgullo que se transmite de manera intergeneracional, está en mejores condiciones para liberarse de las ataduras, el peso, o el barro que ensucia sus vidas. O, al menos, para navegar mejor en él sabiendo que puede limpiarlo.  

De forma autónoma, sin que nadie le dicte qué hacer, por qué camino a seguir o cómo remediar las hostias que le da la vida.  

Así que, por favor, por mucho que tengas a las instituciones, empresas, compañeros, universidades, equipos y a la abuela fumando en pipa en contra, no te saltes esta parte del proceso.  

Dedica tiempo a lo importante y lo urgente probablemente desaparezca sólo.  

Y si no, se hará un poco más llevadero.  

¿Estás de acuerdo? 

Ojalá que no. No te lo tragues todo.  

No hay teoría que resista el impacto con la realidad.  

Así somos.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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