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Jacinto Verdaguer

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  Por Isidor Cònsul. Universidad de Barcelona


Verdaguer murió el 10 de junio de 1902 en «Vil·la Joana», una magnífica residencia de veraneo levantada entre los bosques de Vallvidrera. Tenía cincuenta y siete años recién cumplidos y su despedida fue de una sórdida tristeza, rodeado siempre por la mezquindad de unos intereses familiares que amargaron, junto al mismo lecho, los últimos suspiros de vida de uno de los autores más geniales de la literatura catalana de todos los tiempos. Que Verdaguer muriera en «Vil·la Joana» se debe al ofrecimiento de la finca por parte de su propietario, Ramón Miralles, vecino de Sarriá, cuando comenzó a correr por Barcelona la noticia de la enfermedad grave que padecía Mossèn Cinto. Y si los males pulmonares del poeta pedían aires de montaña, «Vil·la Joana» se presentaba como un paraje ideal por su privilegiada situación en medio de la naturaleza.

La enfermedad, no obstante, ya había progresado mucho y los saludables bosques de Vallvidrera no fueron el remedio eficaz que se esperaba. Toda Cataluña lloró la muerte de Verdaguer y su entierro se recuerda como una de las manifestaciones de luto más multitudinarias de su historia. Quizás no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta que Jacint Verdaguer, referencia capital de la literatura catalana del siglo XIX y uno de los escritores más importantes de toda nuestra literatura, fue también el artífice del catalán moderno y el creador literario que dio el impulso que se necesitaba para hacer resurgir la lengua de las cenizas y aproximarla a los mejores tiempos del esplendor medieval y renacentista. Hay que tener en cuenta, además, que los nueve últimos años de su vida hubo de pasar muchas estrecheces: primero en el ojo del huracán de la tempestad biográfica de su drama, del cual salió viejo, cansado y enfermo, y después malviviendo los últimos años con muchas penurias y necesidades económicas. También por esta razón lo lloró toda Cataluña.

 

II

La peripecia biográfica del poeta es de un interés extraordinario, sobre todo por la resonancia del llamado «caso Verdaguer», pero una presentación como esta ha de referirse a los rasgos más importantes y tratar de definir su esencial aportación literaria en una encrucijada de tres coordenadas: 1) aquella que lo presenta como el artífice del catalán literario moderno; 2) la del poeta de una cultura que renace y en el marco de unas circunstancias históricas concretas; y 3) la de un sacerdote de militancia activa al servicio de una iglesia catalana así mismo renaciente. Eso quiere decir que hay que situar a Verdaguer en el centro de una literatura que supo reanimarse a remolque del nuevo impulso del Romanticismo, reafirmada de manera vigorosa con la eclosión de los Juegos Florales y que trató de modernizarse, acercándose a los modelos europeos durante el último tercio del siglo XIX.

Iglesia de Vinyoles d'Orís, lugar donde Verdaguer fue vicario durante dos añosPara acabar de definir la personalidad del poeta hay que apuntar brevemente a la dificultad de una biografía espinosa y saber que aún hoy se mantienen abiertos algunos interrogantes del último tramo de su vida, entre 1893 y 1902, con actuaciones delicadas y episodios oscuros como la práctica de los exorcismos, su endeudamiento económico, la influencia de la familia Durán, la salida de la casa del marqués de Comillas, el confinamiento en la Gleva, la rebeldía contra el obispo Morgades, la suspensión a divinis... Todo unido ha hecho que a menudo y aún hoy se hable de Verdaguer con recelo y reticencias. También que se le haya alzado a la condición de un clásico indiscutible, pero desconocido todavía por el alcance y la dimensión real de su obra.

Nacido en Folgueroles el 17 de mayo de 1845, en una familia de campesinos con tradición ilustrada, estudió en el seminario de Vic desde 1856 hasta que se ordenó como sacerdote en 1860. Hasta Vic debían llegar en 1859 la desazón y las expectativas de la restauración de los Juegos Florales y la invitación de Víctor Balaguer que se dirigió a la juventud con la esperanza de encontrar un poeta que diera consistencia a una literatura renaciente ya que: «Tal volta entre vosaltres s’oculta lo Virgili de l’esdevenidor» —«‘Tal vez entre vosotros se oculta el Virgilio del futuro’»—, tal como afirmó en su discurso. Verdaguer era para entonces un joven seminarista que se adiestraba en los versos y la poesía, y fue a la sombra de los Juegos Florales, precisamente, que el estudiante creció y se proyectó como poeta. Sólo hay que recordar que el 1877, cuando el proceso culminó con la aparición de L’Atlàntida, además de ser recibida con singular entusiasmo en Cataluña, la obra gozó de una insólita proyección internacional y se tradujo a una docena de lenguas.

El poeta con traje tradicional, con el que fue a recoger el primer premio en los Jocs Florals (Juegos Florales)Ahora bien, si fue esencial el crecimiento del poeta en el marco de los Juegos Florales, también lo fue que Verdaguer se desempeñara como sacerdote al servicio de una iglesia que retomó el vuelo a partir de la Restauración borbónica de 1874 y tras la larga crisis vivida en los primeros dos tercios de aquel siglo. En Cataluña, un sector de esa iglesia —el más cercano a Verdaguer— afirmó con contundencia su catalanidad. Se trataba del grupo reunido en torno a La Veu de Montserrat y que tuvo como nombres más visibles a Jaume Collell y a Josep Torras i Bages. Precisamente por esta razón, el otro gran poema verdagueriano, Canigó (1886) ha de entenderse como una obra de expresión ideológica en el marco de una iglesia regionalista, portavoz del catalanismo conservador y que definía la patria como la posesión de la tierra por derecho divino. Desde esta óptica, a caballo de la historia y la leyenda, Canigó es el poema que canta los orígenes de la patria con la tesis de que Cataluña nace en el momento en que puede hacerlo cristianamente.

 

 

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III

L’Atlàntida y Canigó representan el horizonte épico de Verdaguer. En el primer caso, la apuesta apuntaba a la creación de un gran poema que diese sentido, dignidad y coherencia a una literatura que renacía. Se esforzó durante un puñado de años y, de hecho, la versión definitiva del poema fue resultado de un largo proceso de metamorfosis iniciado en el año 1865 con el poema en prosa Colom, que trataba de la gesta del descubridor de América. De este poema eligió una parte que le gustaba especialmente, L’Atlàntida enfonsada, y la trabajó de nuevo hasta componer una pieza nueva: L’Espanya naixent, presentada a los Juegos Florales de 1868 y donde no obtuvo el eco que esperaba. Diez años más tarde, no obstante, y tras la experiencia del poeta como capellán de navío en la Compañía Transatlántica, la gran composición llegó a su forma definitiva, L’Atlàntida, que deslumbró a todo el mundo en los Juegos Florales de 1877.

Desde muy joven, Verdaguer había alternado el sueño épico de L’Atlàntida con el doble cultivo de la poesía religiosa y de la patriótica. Poemas como «Els minyons d’en Veciana»; «A la mort d’en Rafael de Casanova» y «Nit de sang» confirman un primer ardor patriótico de raíz romántica que, años más tarde, se había de concretar en el volumen Pàtria (1888). En este volumen, junto a textos patrióticos de pasión juvenil, figuran poemas como «Don Jaume a Sant Jeroni»; «Lo Pi de les Tres Branques»; «Oda a Barcelona» y «La Palmera de Junqueres» donde el poeta restaura a un tiempo su visión de la catalanidad y de la cristiandad. La culminación de esta restauración de tipo providencial (la patria entendida como posesión de un paisaje por derecho divino), llegó a su plenitud con Canigó, la obra más ambiciosa, personal y representativa del poeta donde se cantan los orígenes legendarios de Cataluña y su nacimiento como patria cristiana.

Primer homenaje al poeta (1908). La imagen muestra la gran repercusión que tuvo este primer homenaje en su pueblo natalAl mismo tiempo que Verdaguer formulaba los ejes de esta patria providencial, también participaba como sacerdote en las empresas apologéticas y de propaganda religiosa de la iglesia catalana de la segunda mitad del siglo XIX. El poeta fusionó su doble condición de literato y de religioso, y se dedicó a componer militantemente poesía mística, gozos, cánticos y poemas hagiográficos. Útiles, en definitiva, para nutrir la piedad y fomentar la práctica religiosa. Es así como surgen Idil·lis i cants místics (1879), Cançons de Montserrat (1880), Lo somni de Sant Joan (1882), Caritat (1884), Veus del Bon Pastor (1894), y Roser de tot l’any (1894), entre otros, que pueden servir como ejemplo de una actividad que convirtió a Verdaguer en un poeta al servicio de la iglesia y en el renovador fundamental de los cantos religiosos en Cataluña.

Aproximadamente en 1890, incapaz de entender la rápida evolución de la sociedad, Verdaguer entra en una etapa de crisis personal, de desasosiego interior y de descontento consigo mismo. Se dedica al ejercicio de la caridad más allá de la prudencia y a prácticas espirituales que no eran bien vistas por la jerarquía. Además se carga de deudas y entra en relación con la familia Durán. Todo ello desemboca en el conflicto virulento que conocemos como «la tragedia Verdaguer» y que convulsionó a la sociedad catalana de finales de siglo. Es el momento de obras como Sant Francesc (1895), los artículos En defensa pròpia (1895-1897) y el intenso poemario Flors del Calvari (1896). En 1898 se puso fin al conflicto. Mossèn Cinto se reconcilió con el obispo Morgades, le fueron restituidas las licencias para decir misa, pudo quedarse en Barcelona y obtuvo un pequeño cargo retribuido en la Iglesia de Belén.

Aún hay un último punto por comentar, el de la literatura de viajes. Verdaguer tuvo siempre la afición de viajar y mucho interés por conocer mundo. Su situación privilegiada como capellán privado de la familia López, marqueses de Comillas, de la que se decía si era la primera fortuna en la España de la época, le dio la oportunidad de viajar por tierras occitanas y de Castilla, también de ir a Roma (1878); de poder participar en un crucero por las costas del norte de África (1883), de hacer un viaje por el centro y norte de Europa (1884) y de realizar su gran sueño de visitar Tierra Santa (1886). Estas experiencias florecieron en espléndidas notas de viaje que recogió en sus volúmenes Excursions i viatges (1887) y Dietari d’un pelegrí a Terra Santa (1889), modelos, ambos, de una prosa vigorosa, ágil y fluida que Josep Pla situaba entre la mejor que nunca se hubiera escrito en catalán.

Atendida la variedad, el vigor y el valor de su obra, no es extraño que a menudo se haya considerado a Verdaguer como la personificación del héroe esencial de la literatura catalana contemporánea, ni tampoco que Joan Maragall, con motivo de su muerte, sintetizara su genio escritor diciendo que «... el poeta catalán descendió de la montaña y nuestra lengua volvió a existir viva y completa, popular y literaria de una pieza. Él vino en el momento preciso en que había de venir porque como todos los héroes, el momento lo creó él y esta es su gloria. Eso tuvo de héroe: el haber creado una realidad; eso tuvo de poeta: el haber roto a hablar por todos en su tierra».

 

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