Un cajetilla agauchado / Diego Fernandez Pais

Pero a la otra alba una desposesión tiene lugar,
algo excede ese resguardo que es el mito: sobre
ese cuerpo dormido, imantado a la tierra de
siempre, una Sombra Segunda se reclina.

LUIS THONIS,
Iniciación al nombre

Me fascina esta foto del último Güiraldes, ya el premiado autor del «Don Segundo Sombra», ya el famoso escritor internacional que entre Lugones y los europeos se habían encargado de convertir en algo así como el último exponente de esa más que suburbana y tan mitificada cultura que, los que se habían subido al trencito cultural argentino de la época, denominaban como los gauchos. No hay que perder de vista que para cuando José Hernández escribe y publica la ida del «Martín Fierro» ya la figura del gaucho se había vuelto completamente marginal y que, sin duda, ya se encaminaba hacia la extinción. Y que al tomarse esta foto desde entonces ya ha pasado medio siglo.

Primero Güiraldes escribe un novelón como «Raucho», cuyo protagonista Raucho Galván es el hijo rebelde de un estanciero oligarca que, tras escapar del pago chico y pasar una temporada en la capital, se va a París a patinarse la herencia materna en putas y sustancias, hasta que el padre rompe con él y le corta los víveres.

Raucho, ya loco, ya esquizofrénico, ya con su masculinidad absolutamente absorbida por todas esas mujeres fálicas, regresa a su pago y pide «aunque más no fuera un puesto como peón»; recién ahí recupera «la tranquilidad de su alma». No le dieron la bola que merecía y era lógico: en un país donde se hace un culto del ascenso social, del self-made man, la épica del nene bien que quiere ser pobre no parecía seducir a nadie.

Recién entonces, obligado por las circunstancias y avivado de la estupidez de sus contemporáneos, se da cuenta de que para obtener la gloria debe escribir un libro fácil, burdo y boludo como el «Don Segundo», entonces los porteños provincianos le podrán dar el Premio Nacional de Literatura sin traicionar sus convicciones ideológicas.

Lo más grandioso es que sutilmente Güiraldes, así como al pasar, pone a esto en evidencia al hacerlo aparecer a R(G)aucho en el «Don Segundo» como un simple amigote de Fabio Cáceres, el protagonista de esta última. Magistralmente, Raucho más o menos le dice a Fabio lo siguiente: «… Yo soy un cajetilla agauchado, mientras que vos –sin darte cuenta– te estás convirtiendo en un gaucho acajetillado….».

El «Raucho» como novela no llega a boceto, pero Puig como escritor no llegaba a guionista y eso no le impidió convertirse en una estrella literaria muy novedosa, y en verdad descollante dentro del grisáceo panorama argentino.

Lo que asombra en el caso de Güiraldes es que su «Raucho» parece más bien escrito con la urgencia –y, lo digo en serio, el hambre– de un Arlt que con la paciencia de la que por entonces gozaban los dandys de su calaña, su clase, su especie. Es como si no le sobrara el tiempo para dibujar sin apuro la silueta de los personajes, profundizar en la psicología de los mismos y desarrollar algunas ideas brillantes, enfatizando por supuesto en los detalles. O sea, el autor –tan rebelde como el protagonista– no obedece a casi ninguna de las técnicas básicas que tan bien conocía y en las que siempre han insistido tanto las diversas escuelas literarias francesas.

Dicho esto, el argumento, la trama celeste y blanca, la colorada idea que motoriza la acción es –sin ánimo de caer en innecesarias exageraciones– refinada, aristocrática y popular a la vez, genial y brutal al mismo tiempo. Una permanente fuga hacia adelante en busca de una contemporaneidad siempre escurridiza pero que, a fin de cuentas, nos revela más sobre la miserable condición humana que su tan célebre «Don Segundo Sombra». Hablando mal y pronto: al Hombre lo deja literalmente en pelotas y, de paso cañazo, a Raucho también de tanto en tanto se encarga de desnudarlo en uno que otro prostíbulo parisino. Al PDF lo encuentran con mucha facilidad en la web, y se deja leer de un tirón. Antes de que amanezca, si alguien –de puro aburrimiento– lo desea, yo puedo asegurarle que en ese hoy que ya es mañana podrá considerarse a sí mismo una persona menos burra y más avezada en la tradición literaria argentina. Un gran libro compuesto por pequeños párrafos como la siguiente perla: «Se hizo trasnochador. Fue su vicio ineludible. Trasnochó primero por el ingenuo placer de las farras nocturnas, luego por inercia».

Otra breve cita de «Raucho»: «Ruido y movimientos son más incoherentes, conforme la noche avanza. Un principio de cópula flota sobre las parejas de hombres y mujeres, o simplemente de mujeres, que se abandonan copa en mano sobre las banquetas, esbozando caricias truncas, que les electriza e impulsa a excesos. Domina como un pensamiento vago, todopoderoso, una enajenación de alcohol o cocaína o éter, que cruje mortal en las nervaduras, erguidos de tensiones sensorias».

Claramente Güiraldes formaba parte de la oligarquía (¡la oligarquía!) bonaerense y su familia era propietaria de vastas extensiones –que hoy harían desternillarse de risa a un Grobocopatel, por cierto– de quizá la tierra más fértil de este extenso país que conocemos como Canciones Tristes o, en su defecto, la República Argentina. De modo que había pasado gran parte de sus años mozos en la estancia familiar, pero desde que empezó a transitar el circuito literario se inclinó más bien a explotar ese otro costado que, si bien nunca había estado ausente ni sonaba a impostura, tenía menos que ver con los gauchos que con los dandys franceses y los señoritos del patriciado porteño.

La cuestión es que él se sabía un autor genial e injustamente infravalorado por sus pares que si bien lo querían mucho, poseían ciertas taras ideológicas que les impedían consagrarlo, insertándolo de lleno en el canon, en el parnaso de la por entonces menos vulgar literatura argentina. Creo que ya he aclarado que «Raucho» para mí es su obra maestra y, justamente por sus imperfecciones, por esa estructura tan deshilachada, por no haber siquiera pensado dos veces en algunas metáforas que al final resultan muy pedorras y el irreverente estilo que predomina en la misma, con Alberdi yo diría que es la más argentina (incluso más que el «Don Segundo» pero por mucho) de todas sus novelas: yo leo a «Raucho» como una novela argentina hasta los huesos.

Sin embargo, como ya lo anticipé, el «Don Segundo» no sólo lo consagra acá sino también en Europa y sobre todo en España. Estamos volando alrededor de la época del centenario de la Revolución de Mayo y algunos escritores como el propio Güiraldes, también Lugones y Enrique Larreta ya empiezan a transitar un camino mental e ideológico de claro corte contrarrevolucionario que, a su vez, los conduce a la exaltación del respeto por las reglas del mejor de todos los castellanos posibles, que siempre –o por lo menos desde entonces– ha sido, es y parece que seguirá siendo el del Siglo de Oro. Ello, obviamente, con el objeto de granjearse el aplauso de la Madre Patria.

Y ahora sí, en verdad, cierro: ya cerca de su muerte una editorial española le ofrece a Güiraldes editar su obra completa y él, el dandy y señorito patricio que ha sido devorado por ese personaje que lo ha convertido en un escritor famoso a nivel si no planetario por lo menos en el mundo occidental, para la foto de la portada o la solapa que le toman allá en España, en la sede de su nueva editorial, decide calzarse las pilchas gauchas y, sin temor a que lo acusen de andar disfraza’o, hace un último y enfático aporte a la construcción de ese tardío pero no por ello ineficaz mito de origen –esta vez sí impostado, muy impostado– de Ricardo Güiraldes como el último escrito gauchesco de la Argentina.

Diego Fernández Pais, 2022

P=h / Ricardo Güiraldes