El adulterador de recuerdos
Mi abuelo, Alfredo Ramírez de Arellano Bártoli
Este post es mi alegato de defensa. Cuando comencé a escribirlo descubrí que llevaba años tocando algunos de sus temas de manera fragmentaria, en la vida diaria tanto como en otros escritos, y eso explica que al ver la relación entre varios puntos independientes quiera ahora trazar una línea para englobar un asunto inquietante: cómo la moral de las personas que nos rodean, incluso la moral de miembros de la propia familia, se ha ido empobreciendo y banalizando hasta convertirse en una caricatura de los comportamientos que nos enseñaron los abuelos.
El asunto viene al caso porque pronto, no sé cuándo pero sé que en el mes de octubre, en el Museo de Arte de Puerto Rico se presentará un documental sobre mi abuelo, Alfredo Ramírez de Arellano Bártoli. Me dijeron que me invitaron, pero no estaré entre los presentes. No lo estarán tampoco mi madre, Josefina Ramírez de Arellano, ni su esposo Jorge, ni mi hermana Claudia, ni mi hermano Álvaro, ni ninguna de nuestras verdaderas amistades, y es justo que se sepa por qué.
Mi abuelo fue un hombre de gran dimensión ética y de una moral intachable. Fue un ciudadano ilustre, no por llevar el apellido Ramírez de Arellano, sino por ser un hombre recto, honrado y muy generoso, tanto con su dinero como en su trato. No puedo negar que en ocasiones fuese un hombre difícil y hasta se pudiera decir que intolerante de ciertas diferencias. Sin embargo, aún siendo exigente nunca fue injusto, sino muy por el contrario. Su afán emprendedor redundó en beneficios para muchos. Ito, como le decíamos los nietos y las nietas, siempre defendió a su vasta familia a capa y espada, de ahí que el documental sobre su vida, mandado a producir por un miembro de la familia cuyos actos han sido la razón singular de la ruptura permanente de la familia Ramírez de Arellano de Mayagüez, sea una producción inspirada por el egoísmo de quien intenta dar legitimidad a su poder atropellador para, de forma desesperada, proclamarse el nuevo eje de la familia.
Resulta curioso que mi abuelo nunca necesitó llamar la atención sobre sí mismo. Sus tantísimos éxitos se celebraban en privado porque eran triunfos personales que albergaban su carácter de hombre trabajador, preocupado por asuntos como los ideales, el amor, la compasión por los necesitados, el compromiso social, la trascendencia, la familia. La inmensa mayoría de sus actos de bondad solo los conocen quienes fueron bendecidos por su mano amiga. El individuo que produce el documental, en cambio, tiene una patética necesidad de hacer refractar en él mismo todos los logros y atributos de mi abuelo. Se presenta como el heredero pre-selecto, bajado de los cielos, cuando lo cierto es que es un individuo fáustico que encuentra satisfacción en ejercer un dominio absoluto del mundo exterior – de lo que se dice, de lo que se hace y de lo que se recuerda sobre mi familia, incluso haciendo caso omiso de los medios empleados para lograrlo. Por eso, la presentación del documental es una farsa. Hasta a mi abuelo le repugnaría tal espectáculo de frivolidad moral.
Tristemente, el empobrecimiento de la moral no es una pesadilla circunscrita a mi familia sino una realidad a la que, insensiblemente, nos hemos ido acostumbrando todos. Hubo un tiempo en que los ideales cívicos, los valores, y en suma, toda aquella dimensión espiritual entendida como la ética, se desbordaba hacia el conjunto de la sociedad e influía en ésta dándole razón de ser a la existencia y trascendiendo el mero bienestar material del ciudadano. Ahora, sin embargo, vivimos en una época rica en conocimientos científicos y hallazgos tecnológicos, mejor equipada para derrotar la enfermedad, la ignorancia y la pobreza, y sin embargo, acaso nunca hayamos estado tan desconcertados y extraviados respecto a ciertas cuestiones básicas como qué hacemos aquí y si el mero deseo de hacer dinero es el único norte que justifica el esfuerzo. Tal transformación de la mentalidad significa un deterioro. Es un giro que produce vidas resueltamente orientadas por consideraciones oportunistas, abocadas esencialmente a la satisfacción de las necesidades materiales, muchas veces superfluas y animadas por el lucro, valor máximo de la sociedad moderna, medida exclusiva del fracaso y del éxito, y por lo mismo, razón de ser de los destinos de todos.
Con este post dejo sentada mi protesta, por lo que pueda valer, que sé no será mucho. Y lo hago por mi abuelo y por todos nosotros, ciertamente. Lo hago porque vivimos en una geografía de áreas ciegas y zonas de desmemoria. El olvido es un verdugo incansable y sistemático que solo se combate rescatando recuerdos auténticos. No esos recuerdos superficiales y adulterados por un fracatán de abogados bien pagados, dedicados a satisfacer los intereses de un individuo vacuo. Me refiero a los recuerdos de lo que sucedió realmente en una familia a causa de una arrolladora y sutil conspiración motivada por la soberbia. El desenlace de este engaño no lo mostrará jamás ningún documental, y es lo más ajeno a lo que habría sido la voluntad de mi abuelo.
12 de octubre de 2014