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Caras y Caretas

           

Discépolo y su compromiso social

Ilustración: Ricardo Ajler
Ilustración: Ricardo Ajler

El enorme poeta nunca tuvo una militancia orgánica, pero se acercó a Forja y adhirió con fervor al peronismo. En su última etapa protagonizó una valiosa pelea cultural en favor de las clases populares.

La leyenda dice que, al calor de su ya ganada fama de letrista, un grupo de amigos de un club de barrio decidió hacerle un homenaje a Enrique Santos Discépolo, acaso el primero. El autor ya la había pegado con “Chorra”, “Esta noche me emborracho”, “Qué vachaché” y gozado del éxito clamoroso de “Yira… yira…”. Los temas habían subido al podio indiscutible que implicaba haber sido entonados y grabados por Carlos Gardel. En un pasillo del club, un grupo de muchachos amasa el tiempo alabando las bruscas y desencantadas sentencias de Discepolín.

–“Verás que todo es mentira, verás que nada es amor”. ¡Qué grande! –dice uno.

–“Chorra, vos, tu vieja y tu papá” –canturrea otro.

–“¡El verdadero amor se ahogó en la sopa!” –cita otro celebrando la síntesis que menta el cruce entre la ilusión y la cruda miseria.

Y así: frases, estribillos, tarareos para cifrar la obra del hombre que estaba a punto de ser celebrado.

A unos pasos, pequeño, trajeado y con el alma llena, escuchaba Enrique Santos Discépolo las lisonjas que se le dispensaban. Tímidamente, el letrista-poeta se acerca al grupo.

–¡Gracias, muchachos! –dice con la cara llena de agradecimiento.

–¿Usted quién es? –pregunta uno.

–¡Yo soy Discépolo! –se infla.

Uno de los que, segundos antes, le estaba repartiendo bendiciones lo mira escrupulosamente de arriba abajo y le arroja un cañonazo de desprecio:

–¡Pero qué vas a ser Discépolo vos!

Imposible verificar hoy la veracidad de ese mito susurrado en las mesas con esos raros peluquines de los jóvenes de ayer. Pero esa distancia entre el ser talentoso y el reconocimiento de los otros –y entre el mundo de los otros, la política– será como una llaga estampada para siempre en la cara del poeta de la tristeza enorme y la nariz.

Enrique Santos se permitió más los dolores de sus pares que la alegría de la reivindicación. Como si su fidelidad a la metafísica tanguera le dictara que no existen los finales felices. De profesión huérfano, el flaco Discepolín recién respiró un aire de comodidad cuando su hermano, después de casarse, lo acogió en su casa. La sensibilidad popular y artística debiera haberlo aferrado al grupo Boedo, que reclamaba para la palabra una trinchera contra los burgueses satisfechos. Merodeó por ahí, por ese mítico grupo Boedo que fogoneaban Elías Castelnuovo o Roberto Mariani. Porque la llaga ante la miseria, el espanto ante la masacre de la Semana Trágica, le mostró que en el camino de sus ideas había marchas y barricadas. Sin embargo, no les jugó un pleno a los mítines y las reuniones, algo en él se preservaba para empinarse en afanes mayores: el escenario, el cancionero, los sets de filmación, la calle Corrientes.

SENSIBILIDAD SOCIAL

Lo mismo le sucedería después con la Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina (Forja). Nunca estuvo en las primeras líneas, en las que jugaban cófrades, como Homero Manzi, y hermanos de la sensibilidad político-social, como Darío Alessandro y Arturo Jauretche, entre otros. O sea: entre los anarco-socialistas del grupo Boedo primero, y en la Forja yrigoyenista después, Enrique Santos fue un satélite, un simpatizante más cercano en el corazón que en la acción. Es seguro que la atmósfera de los años 20 y 30 lo había entrenado en la percepción del destino militante, calificado por la voz femenina de “Qué vachaché”, como un “engrupido” que se creía que él y su alma iban a arreglar al mundo.

Discépolo fue plenamente político en su relación directa y personal con Eva Perón y Juan Domingo Perón. No hubo, en esos circuitos, agrupaciones, internas, alineamientos. Se le conocen sí sus funciones sindicales en Sadaic y su participación en la marcha que se armó tras el fallido golpe de Benjamín Menéndez. El núcleo político duro de Discepolín hirvió en la elaboración de un discurso plenamente popular para repartirles a las mayorías las buenas nuevas que elaboraban los líderes: las dentelladas de Mordisquito le preguntaban al país si habían tomado nota sobre cómo vivían antes de Perón y Eva.

El radar discepoliano se especializó en capturar el desconcierto y la traición de las clases medias, que el peronismo había reforzado tras su tibia emergencia en los 30, de la mano de la sustitución de importaciones. Como si dijera: “Vos, gil, que te quejás porque no llegan importaciones de boludeces, antes de 1946 apenas conocías el mate de vez en cuando, dejate de joder. ¿Cómo no te das cuenta, burro, que el curita que habla de moral pública y privada desde el púlpito te está empaquetando para que apoyes a los que te van reventar?”. Discépolo clavó en el lenguaje corriente algunas palabras cargadas de política, como “cipayo” y “oligarca”. Desde una serie semántica popular sumó, con gran poder de difusión, caracterizaciones y conceptos que serían desarrollados por la sociología de estaño de Jauretche y por todos los estudios sobre el resbaloso carácter nacional.

SU AMIGA EVITA

No hay orgánica política, no hay previsión organizativa ni análisis dialéctico para apoyar al proyecto que amaba como lo amaba su amiga Eva Duarte de Perón. Hay un grito bronco, carraspeado, nervioso, a favor de un esclarecimiento para que el mundo popular no vuelva a comprarles abalorios a los conquistadores disfrazados de respetable civilidad.

Acaso este hombre talentoso y agónico gastó sus fichas finales en ese empeño. En un curioso paralelismo, su cuerpo y su cabeza atormentada le protestaron desde las vísceras cuando su entrañable Eva se consumía. Como si su asunto fuera vivir a contramano, empezó a quemarse por dentro en pleno goce del favor incondicional del público que sobrevolaba la ciudad a la que le descubrió su amarretismo, su grisura y su melancolía. Ensayistas de fuste que han estudiado su vida y su obra, como Norberto Galasso, sostienen que la mitología triste, solitaria y final que se le endilga al poeta es otra trampa cultural para ocultar la alegría irónica y la enjundia con que defendió al peronismo. Pero los amigos de la bohemia tanguera, letristas como Homero Manzi o Cátulo Castillo, gente “del palo”, también dibujaron retratos sepias sobre el néctar amargo que destilaban su obra y su vida.

Acaso también en política era más visionario para los declives que para las glorias. Se murió en 1951, con el peronismo que poco después se complicaba ante la persistente conspiración oligárquica. Quizá supo que la atmósfera nacional que lo había hecho respirar declinaba.

En un reportaje de la uruguaya María Esther Gilio a Aníbal Troilo para la revista Crisis, la reportera le preguntó a Pichuco:

–¿De qué se murió Discépolo?

Troilo respondió:

–¡Tenía unas ganas de morirse!

La síntesis que más le interesaba no la llegó a escuchar. La pronunció Juan Domingo Perón:

–Discépolo fue el más grande poeta popular de la Argentina.

Escrito por
Vicente Muleiro
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