¿Es necesario tipificar penalmente el despilfarro de dinero público?

Rosa Ventas Sastre. Profª Dra. Derecho penal (Acreditada)

Basta con una rápida lectura a los principales titulares de prensa de los últimos tiempos para considerar que la malversación de caudales o efectos públicos se ha convertido en algo inherente a un alto porcentaje de la clase política. De hecho, en los últimos estudios del Centro de Investigaciones Sociales (CIS) se recoge como tercer problema que más preocupa actualmente a los españoles “los políticos, en general (11.1%), después del paro (58%) y los problemas de índole económica (13.1 %)”.

España tiene una larga trayectoria en invertir ingentes cantidades de dinero público en proyectos que finalmente han resultado ser un fracaso o están infrautilizados. Han sido muchos los políticos que en los últimos años, de una forma absolutamente irresponsable, han llevado a cabo proyectos en obra pública sin ningún tipo de utilidad, algo que habría resultado inviable en la mayoría de los países de nuestro entorno jurídico. El despilfarro de dinero público con apenas control por parte de las instituciones competentes ha sido una constante en nuestro país. Son numerosos los ejemplos de la pésima gestión del manejo de fondos públicos por parte de la clase política: la Ciudad de las Artes y las Ciencias; la Ciudad de la Cultura; la Caja Mágica; la Exposición Internacional de Zaragoza; Fórum de Barcelona; Setas de la Encarnación; Ciudad del Circo; la Ciudad de la Luz; línea AVE Toledo-Cuenca-Albacete; aeropuertos como el de Castellón, Huesca etc.

En este sentido, una de las cuestiones actuales que suscita un serio debate político y jurídico, dado el ingente derroche de dinero público de los últimos años, es si resulta necesario tipificar en el CP un nuevo delito de despilfarro en el uso o manejo de los fondos públicos o, por el contrario, basta con los siguientes instrumentos: el Derecho administrativo, esto es, la responsabilidad contable; las modificaciones que ya introdujo en el CP la LO 7/2012, de 27 de diciembre, por la que se modifica el CP en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en la Seguridad Social; y el nuevo delito de malversación del art. 432 CP, redactado conforme al texto de la LO 1/2015, de 30 de marzo, que remite a la administración desleal, según el cual por irresponsable que pueda parecer el gasto público si ha sido previsto según las normas del derecho presupuestario, no cabría ningún tipo de responsabilidad penal.

Para dar respuesta a la anterior pregunta hay que analizar, en primer lugar, si los mecanismos de los que actualmente dispone nuestro derecho, concretamente la denominada responsabilidad contable, son suficientes, o si también es conveniente reforzar penalmente la respuesta del ordenamiento jurídico ante el uso irresponsable del dinero público por parte de autoridades y funcionarios, tipificando un nuevo delito de despilfarro público. Recordemos que la responsabilidad contable es aquella a la que están sujetos quienes gestionan o manejan los caudales o efectos públicos. En realidad, constituye una categoría especial de responsabilidad, ya que comporta una serie de características propias, llegando a constituir un sistema específico para la indemnización de los daños y perjuicios patrimoniales causados a la Administración pública.

El CP no tipifica ninguna conducta, activa u omisiva, que permita sancionar el despilfarro en el manejo de los fondos públicos a quienes, por razón de sus funciones, los tengan a su cargo, salvo que actúen, como hemos señalado anteriormente, contraviniendo el derecho presupuestario y, por tanto, cometan un exceso. Ninguna de las modalidades delictivas de malversación resulta adecuada para sancionar penalmente los supuestos de despilfarro, ni siquiera con la nueva tipificación del art. 432 CP, ya que en el despilfarro lo que se produce es un uso absolutamente irresponsable del dinero público.

El anterior CP de 1973 recogía en el art. 395 como delito de malversación las conductas imprudentes cometidas por el funcionario. En realidad, estas conductas se asemejan más a los supuestos de despilfarro público que el propio delito de malversación vigente. En efecto, el CP de 1995 limitó el delito de malversación a los supuestos dolosos, excluyendo las acciones u omisiones imprudentes. La razón de esta supresión fue la práctica unanimidad de la doctrina acerca de los suficientes mecanismos que existen en nuestro ordenamiento para sancionar estas conductas, como la responsabilidad contable, sin necesidad de acudir al Derecho penal, que debe quedar reservado para los casos más graves en los que el funcionario o autoridad actúe con dolo (conocimiento y voluntad).

Por ello, en nuestra opinión, tipificar como delito el despilfarro público sería dar un paso atrás y, prácticamente, retroceder al CP de 1973. Sobre todo porque nuestro ordenamiento jurídico cuenta con mecanismos legales suficientes para detectar y sancionar la indebida utilización y la defectuosa gestión de los fondos públicos. Y precisamente por esta razón, porque hay otros mecanismos viables, es necesario respetar los principios inspiradores del Derecho penal: principio de subsidiariedad e intervención mínima (ultima ratio).

Por otro lado, la tipificación penal del derroche de dinero público podría dar lugar a que la Fiscalía General del Estado, al depender del Gobierno de turno, pudiese perseguir determinadas decisiones políticas de los grupos de la oposición, lo que podría llegar a poner en peligro, en algunos casos, la propia estructura del principio de división de poderes. Pensemos en decisiones adoptadas por un gestor público, sin un fin en sí mismo delictivo, sino que el objetivo sea conseguir un mayor número de votantes, y para ello realice gestiones o proyectos que conlleven un gasto irresponsable de dinero público.

Es cierto que el clamor popular, a través de la presión mediática, viene exigiendo desde hace tiempo la asunción de responsabilidades por parte de los gestores públicos. Sin embargo, no se puede olvidar que el ámbito penal afecta a bienes jurídicos fundamentales, que exigen una forma de legislar sensata, con el máximo rigor técnico, y no a golpe de titular, como en tantas ocasiones se ha comentado.

En definitiva, a través de la responsabilidad contable el ordenamiento jurídico dispone de medios legales de control que son viables para conseguir una gestión eficiente y responsable de los recursos públicos. Incluso también para reparar, en su caso, el menoscabo causado a la Administración pública como consecuencia de la actuación irregular de quienes tienen los fondos públicos a su cargo, por razón de sus funciones, quedando obligados a la indemnización de los daños y perjuicio producidos.

Concretamente, el principal mecanismo para el control del gasto público es el Tribunal de Cuentas, previsto en los arts. 136 y 153.d) de la Constitución española. La Carta Magna configura al Tribunal de Cuentas como el órgano constitucional, o de relevancia constitucional, al que corresponde el ejercicio de la función de fiscalización de la gestión económica y de las cuentas de todo el sector público, pero al mismo tiempo le reconoce, de acuerdo con su larga tradición histórica, una función de naturaleza jurisdiccional, cuyo contenido se centra en el enjuiciamiento de la llamada responsabilidad contable. Así, el Tribunal de Cuentas en el ejercicio de su función fiscalizadora debe comprobar si la actividad económico-financiera del sector público respeta los principios de legalidad, eficiencia y economía.

Es palmario que la observancia de los tres principios anteriores choca de lleno con el despilfarro del dinero público. Es en esta segunda función, la jurisdiccional, donde el Tribunal de Cuentas despliega toda su eficacia. Esta función consiste en el enjuiciamiento de la responsabilidad contable en la que incurren quienes tienen a su cargo el manejo de los fondos públicos.

Ahora bien, no se puede obviar que en ocasiones este órgano constitucional funciona de manera lenta e imperfecta. Además, en su mayor parte está dirigido más a detectar y perseguir que a prevenir. Por ello, si la actual regulación se ha mostrado a veces insuficiente para velar por el buen uso de los recursos públicos, quizá deba plantearse una reforma que refuerce o amplíe las competencias del Tribunal de Cuentas, antes de tipificar un delito que exija responsabilidad penal por el manejo irresponsable de fondos públicos.

El objetivo debe ser, en suma, mejorar la gestión del dinero público. Para ello, lo más óptimo es, por un lado, reforzar los mecanismos de prevención y detección de los casos de gestión irregular en el manejo de los fondos públicos y, por otro, que las instituciones encargadas de estas actuaciones actúen de una forma más rápida y eficaz.