La fealdad como disolvente social y urbano


Por : Juan Palomar Verea

Hay citas que logran arrojar luz sobre aspectos centrales de nuestra realidad urbana. Dice Gabriel Zaid:

“Lo feo provoca el cierre defensivo de la sensibilidad, y, por lo mismo, no se recuerda bien, a diferencia de la belleza, que abre los ojos, los oídos y la inteligencia, llama la atención, graba en la memoria.” Esto, trasladado a la ciudad resulta demoledor.

Decía Santo Tomás que la belleza es el esplendor de la verdad. ¿Qué tantas mentiras encierra la ciudad que vivimos a diario para que contenga cantidades crecientes de fealdad? Muchas, sin duda. La fealdad es el error: la injusticia, la pobreza, la precariedad, el desorden, la simulación, el simple y llano mal gusto. La fealdad produce repugnancia y rechazo, obnubila el entendimiento y genera la enajenación del individuo y la gradual disgregación de los valores comunes. Atenta directamente contra las raíces de la sociedad. Una ciudad que ni siquiera es recordable nunca será querible y menos correctamente atendible en todas sus necesidades.

No es usual ya, ciertamente, oír llamados a favor de la belleza urbana. Estamos muy ocupados en atender un cúmulo de problemas inmediatos que pensamos que son más importantes. Pero la belleza urbana es tan necesaria o más que los demás servicios que la ciudad presta. (Porque se trata de un servicio.) En los poblados tradicionales de muy diversas culturas esta belleza emanaba naturalmente de una forma de vida honradamente traducida en ámbitos físicos adecuados a ella. Ese acuerdo entre la vida comunitaria y el lugar donde ésta sucede genera espontáneamente la cercanía del individuo respecto a su entorno construido y la identificación de la comunidad con sus conjuntos urbanos.

La belleza es el resultado de una condición imprescindible en todas las acciones que contribuyen a conformar la ciudad: el decoro. La propiedad y limpieza con que cada acción, pequeña o grande, es realizada. Una urbanización, una plaza, un puente, un edificio o una casa, la forestación, las banquetas, un anuncio, una banca, un bote de la basura, el remiendo de los pavimentos… La acumulación de intervenciones respetuosas y apropiadas genera un decoro general y una consiguiente belleza.

Guadalajara fue por muchos decenios una ciudad bella. No hay más que referirse a los testimonios gráficos del pasado no tan remoto para comprobarlo. Fue a partir de mediados del siglo pasado cuando un mal entendido progreso comenzó sus estragos. Ya en los setenta nos alcanzó la explosión demográfica y la precariedad. Sin embargo, hay un componente esencial en la fealdad: la usura. La avidez por hacer las cosas de la manera más barata (no más económica) y con el cálculo siempre puesto en la ganancia individual. Esta ganancia individual va desde las lotificaciones irregulares a las fachadas mal terminadas, las “podas” de árboles para librar cableados, la contaminación por todos producida, los anuncios “espectaculares” o las banquetas mal hechas. En la acumulación de fealdad se cifra uno de los factores clave en la disolución y degradación de la ciudad contemporánea.

La belleza urbana es no solamente deseable: es indispensable para aspirar a una ciudad digna de las vidas de quienes en ella habitan.

 

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