Cuando mis amigas mexicanas visitaron Guayaquil…

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Ilustración: Alicia Galarraga.
Cargadas de ilusión y listas para explorar, en el 2017 mis amigas mexicanas viajaron a Guayaquil. En aquel entonces, la violencia que provoca el narcotráfico, no era parte de la cotidianidad. Hoy en día, términos como "vacuna" o "cartel", son cercanos y describen una parte de la vida en mi ciudad

Luego de que descansaran del trajín que supone embarcarse en un periplo aéreo, las llevé a cuanto lugar turístico hubiera bajo la calma de lo seguro y la urgencia de lo nuevo.

Era agosto de 2017. En aquellos días, la atmósfera de Guayaquil no estaba saturada de pólvora ni sus dos millones de habitantes debíamos caminar con los ojos en la nuca. 

Las había conocido dos años antes en un blog de viajes en el que pronto descubrimos algunas afinidades. Viajar era una de ellas. 

Eran primas entre sí: Jénnifer y Leslie, de Acapulco, y Haidé, de Cuernavaca. 

Las tres llegaron con sus retinas ansiosas de escudriñar esta tierra partida por la mitad que desoye la palabra de los meteorólogos, pero que, en contrapartida, concede el privilegio de explorar su Sierra, su Costa y su Amazonía en un solo parpadeo. 

Primero recorrimos Guayaquil, luego Salinas, después Montañita, posteriormente Cuenca, y finalmente Baños de Ambato y Galápagos. 

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Durante veinte días, sus encallecidas gargantas, habituadas a tutearse con la delincuencia, me contaron con solvencia lexicográfica y prolijidad periodística la acepción que no consta en el diccionario de la palabra «vacuna», y cómo operaban los parásitos que vacunaban la precaria tienda de la abuelita de dos de ellas en su querido Acapulco. 

Cuatro orificios con restos de plomo, que pude ver cuando devolví la visita un año después, habían advertido a la terca y confiada abuela que esos canallas no bromeaban. 

Las que sí bromeábamos éramos nosotras. Había suficientes motivos para hacerlo: los ronquidos desvergonzados, las caídas sanadas, el mezcal mareado.  

Por eso no se molestaron cuando sus  gorras, made in México, salieron maltrechas de entre los trapos de mi mochila. Ni pudieron ver en mí un atisbo de rabia cuando mi sombrero de paja toquilla quedó despanzurrado debajo de sus almohadas.  

Y es que nada era de nadie. O todo era de todas: cargadores, secadoras, bloqueadores, gafas, baterías, abrigos, tequilas, hombros y piernas. 

Estas últimas —benditas caminantes— estuvieron todo el tiempo a la altura de las circunstancias, de ahí que fueran acercándonos, con inconmensurable curiosidad, a cocodrilos somnolientos, cascadas trepidantes, tortugas arrogantes, aves presumidas, columpios humeantes, montañas imposibles.

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—Ahhhh, Ecuador —suspiraban cada vez que se arrebujaban en sus sábanas para descansar de los disparos que habían realizado con sus cámaras fotográficas, a lo largo del día, como si hubieran sido contratadas para hacer un minucioso inventario del país. 

Jénnifer, la más entusiasta del grupo, contaba todas las noches la misma anécdota.  Y lo hacía con tal elocuencia que parecía haberla vivido el día anterior a su enésimo relato. 

—No dejaban de observarme —repetía ojiplática para ilustrar la mirada que le había clavado un puñado de tiburones durante la inmersión que pudo hacer en Los Túneles, en la Isla Isabela, de la mano de dos instructores que conocían ese lugar como un adiestrado pescador a los ciclos de la Luna. 

Pero bajo esas mismas estrellas, hubo también tiempo para las reuniones nocturnas.  

En dichos convites, familiares y amigos competían para empacharlas de cangrejo mientras rompían sus tímpanos con sílabas mal leídas en algún televisor compasivo. 

—Como la flor, tanto amoooor, me diste túúúúú —respondió Haidé el detalle desde un micrófono sin rubor.   

En estos encuentros se hizo además habitual que yo dijera, con un halo de sorna: 

 —Les presento a las integrantes del Cartel de Sinaloa.  

Y todos reíamos. 

Todos, hasta que en una ocasión, cansada de la acidez de mi humor, Leslie dijo: 

—Isabel, no digas eso, en cualquier momento alguien de otra banda puede escucharte y matarnos a todas. 

Mi respuesta inmediata fue un conato de risa que desapareció luego de reflexionar sobre la criminalidad que vivía México en ese momento, por ello, a partir de ese hecho, no hablé más de carteles. 

Y cuatro años más tarde, cuando las palabras “vacuna”, “crimen organizado” y «sicariato» se volvieron parte del lenguaje cotidiano de Guayaquil, dejé de usar las gorras, en cuyo frente llevan estampadas la palabra México, que me dejaron como invaluable recuerdo de aquel entrañable viaje. 

Nuestra amistad ha trascendido el tiempo, la distancia y el espacio. Ha superado lagartos, lobos, columpios y embajadas. Por eso, decidimos declarar personas non gratas a los políticos, y lo hicimos riéndonos de ellos con inconmensurable sorna.

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