El pago de una afrenta

Cuento

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Por: Médico Roberto López Campo (foto)
Neumólogo – Ex intregrate Taller de Escritores de ASMEDAS Antioquia

Una tarde primaveral de abril le vi caminar por Junín, bamboleando sus caderas y virando su cabeza, en busca de aquellos impacientes muchachos que desde la acera la acechaban. Su mirada brillante y escrutadora, sumada a sus veinte años, y su andar arrogante, retador, provocaba diversos comentarios entre los estudiantes, que solíamos dedicarnos a “juninear” pasadas las cinco de la tarde, una vez finalizadas nuestras labores en la Universidad.

Con su tez trigueña, adornada por algunas pecas y enmarcada por unos bucles dorados; con sus labios carnosos y sus pechos protuberantes, que danzaban al compás de su andar, en más de una ocasión la vimos desfilar en medio de un puñado de jóvenes estudiantes que salía de sus respectivos colegios.

Cotidianamente solíamos frecuentar la Avenida Junín, y nos deleitábamos viendo pasar a las “pipiolas”, como acostumbrábamos llamar a las adolescentes en ese entonces, luciendo sus uniformes de colores vistosos, de los colegios de La Presentación, La Enseñanza, La Normal para Señoritas, el Central Femenino, pero ninguna como Virginia nos hacía emocionar tanto y provocar diversos comentarios, en veces libidinosos, acerca de su escultural figura.

Cuando Virginia pasaba cercana a nosotros, un frío concupiscente nos recorría de la cabeza a los pies y turbaba nuestras almas juveniles. Las jóvenes estudiantes, con sus faldas bajo las rodillas, aparentaban un marcado grado de pudor y recato, siguiendo las normas impuestas por sus respectivos colegios y en el ambiente familiar de la época. Virginia, por el contrario, contraviniendo las costumbres, se cubría con un vestido oscuro, ceñido a su cuerpo, que descendía hasta un poco más arriba de las rodillas, y lucía un pronunciado descote que permitía apreciar las numerosas pecas que adornaban sus senos protuberantes. Eran volcanes en erupción que irradiaban fuego ardiente a nuestros despertares sexuales juveniles.

Al ingresar al Internado, nuestros compromisos médicos en el Hospital no nos permitieron continuar frecuentando la Avenida Junín como lo hacíamos cuando éramos estudiantes. La imagen de Virginia se fue perdiendo en la memoria del tiempo.

Años más tarde, cuando ejercía mi profesión, me sorprendí al ver, en la sala de espera de mi consultorio, a Virginia. Le acompañaba su madre, doña Raquel, una elegante dama, residenciada en el barrio Prado, perteneciente a una distinguida familia de la ciudad. Virginia lucía pálida, demacrada y proyectaba una triste mirada que denunciaba la preocupación y angustia que estaba padeciendo. No tenía la menor duda de que, no sólo estaba corporalmente enferma, sino que también su alma se hallaba destrozada. Era muy distinta a la Virginia que habíamos conocido en Junín, cuando despertaba nuestros instintos animales.

Les invité a entrar a mi consultorio. Doña Raquel se mostraba preocupada. — ¡Hace varios días que viene muy decaída! –me dijo. –¡Ultimamente ha tenido febrículas, rechaza los alimentos y acusa náuseas ante la presencia de los mismos! –agregó. Virginia callaba. Su mirada estaba fija en algún rincón de mi consultorio y se mostraba un poco nerviosa.

La madre intervino: –Un médico le atendió hace tres días y nos dijo que padecía una fiebre tifoidea. Le ordenó algunos medicamentos, pero ella no muestra mejoría alguna. ¡Estoy muy preocupada, doctor! Le veo deprimida y acongojada –dijo la madre, con rostro de ansiedad. Virginia apuntó: –¡Mi madre quiere que yo me alivie pronto, cuando hace apenas unos pocos días inicié los medicamentos!

El examen físico –en ausencia de la madre– en la sala de examen, que me permitió observar sus turgentes pechos, sus aréolas oscurecidas y sus pezones, eréctiles, sumados a la confesada ausencia de la menstruación, me hicieron sospechar el inicio de un embarazo.

Fui directo: –¡Estas embarazada! Tienes, aproximadamente, unas diez semanas de gestación. Además, es muy probable que padezcas una infección urinaria. Aparentó sorprenderse: –¿Cómo? ¡No es posible, no he tenido relaciones sexuales! –me explicó, mientras que abría sus castaños ojos.

–¡Te haré un examen por vía rectal! No te haré ningún daño y me servirá para palpar tu útero –agregué. Accedió. La palpación me permitió comprobar el crecimiento uterino. Le comenté el hallazgo. Ensanchó sus párpados y tragó un poco de saliva. Sus ojos se anegaron de lágrimas y con gesto suplicante me dijo: –¡Prométame que no le contará nada de esto a mí madre!

— ¡No lo haré yo… lo harás tú! –Le dije con energía, y agregué: –Eres mayor de edad y responsable de tus actos. Tus padres deberán saber la verdad por tus propios labios. A continuación le expliqué: –Debo internarte en una clínica, para aplicarte algunos medicamentos por vía intravenosa. Además, te tomaremos una muestra de sangre y de orina para que las analicen en el laboratorio.

El examen de sangre comprobó el embarazo y el de orina la sospechada infección.

Durante los tres días que permaneció en la clínica, Virginia confesó a sus padres su estado de gravidez. El ambiente familiar se agitó y las recriminaciones, tanto paternas como maternas, no se hicieron esperar. La madre, con llanto entrecortado, la acusaba reiterativamente por el «pecado» cometido. Agregó: –¡Nunca pensé que pudieras cometer tal afrenta para con nosotros! ¡Has labrado tu propia desgracia y nos has deshonrado!

–¡Has manchado el buen nombre de la familia! –repetía sin cesar, su padre. Una hermana y un hermano completaban el Jurado Inquisidor.

Mis explicaciones y razonamientos, para aplacar a los energúmenos y dolidos familiares, no encontraron eco en los mismos, mientras que Virginia se hundía en la desesperación. Alguien sugirió llamar a Monseñor González, primo hermano del padre de Virginia, para solicitarle su opinión y sus oportunos consejos.

Virginia fue enviada a una pequeña finca cercana a Ciudad Bolívar, en el suroeste antioqueño. Allí expiaría sus culpas, hasta cuando tuviera su hijo. Los principios religiosos de su familia no podían permitir el escándalo; tampoco se inclinaron por el aborto, sugerido por un tío más liberal.

El Jurado Inquisidor había determinado que, una vez que Virginia tuviera su hijo, el niño sería enviado a un hospicio y Virginia iría al Convento de las Hermanas del Santo Calvario, y… allí, según las propias palabras de Monseñor, Virginia encontraría «la paz consigo misma y la reconciliación con el Todopoderoso». Y así se cumplió.

Seis y medio meses después, Virginia parió un hermoso niño, que tan sólo pudo observar fugazmente –de soslayo–, y escuchar de él un lejano llanto, con el que anunciaba su venida al mundo y la partida del lado de su madre.

No le dieron la oportunidad de estrecharlo entre sus brazos; no le permitieron acercarlo a sus pezones para que extrajera el alimento de sus turgentes pechos; no le toleraron –siquiera–, que el tac-tac de ese pequeño corazón fuera escuchado por su propia madre. El «hijo del demonio», según la expresión de una monja comadrona, fue llevado a un hospicio de la ciudad.

Evitar el escándalo, entre el círculo de los allegados, era lo más importante.

Pocas semanas después, Virginia vestía el hábito de postulanta del Convento de las Hermanas del Santo Calvario, nombre, por lo demás, muy apropiado para los fines perseguidos por sus propios familiares. Virginia había perdido la voluntad y el poder de decisión. Los inquisidores habían triunfado.

Por más que se lo propuso, nunca encontró la pretendida paz en los claustros del convento. Despertaba exaltada y creía ver a su pequeño hijo rogándole que lo recogiera y le proporcionara el calor materno que le habían negado.

Fue necesaria la asesoría de un Psicólogo, quien, después de varias sesiones, aconsejó su salida del convento.

–¿Cómo podríamos tomar tal determinación –se preguntó la Madre Superiora– si se trata de un familiar muy allegado a Monseñor González?

Y Virginia continuó en su reclusión conventual, en la esperanza de poder «reconciliarse con Dios y aceptar los designios del Señor «, según lo expresara la Maestra de Novicias.

Todo fue inútil. Los días pasaban y más se acrecentaba la pena por la ausencia de su pequeño hijo. Rogó a la Madre Superiora y a sus familiares que le informaran sobre el paradero del hijo de sus entrañas. –¡Una madre pecadora no puede tener bajo sus cuidados a su hijo! –sentenció con firmeza la primera. –¡Deberás olvidarte de ese bastardo y entregarte a Dios, para que rehagas una nueva vida!, –anotaban los segundos.

–¿Pretendes, acaso, que nuestra familia se sienta avergonzada y deshonrada delante de los amigos? –La interrogó su madre.

–¡Me sentiría humillado ante mis amigos del Banco y del Club, si llegaran a enterarse de que mi hija ha tenido un hijo ilegítimo! –la amonestó su padre.

Virginia no encontraba la solución para sus problemas. El convento, en donde — remotamente–, pensó encontrar a Dios, se le había convertido en un verdadero infierno. En diciembre, con motivo de las Fiestas Navideñas, y luego de diez meses de sufrimiento, se cortó las venas yugular y superficiales del antebrazo izquierdo. Exangüe, sudorosa, semi inconsciente la encontró su compañera de celda. Fue llevada de inmediato a una clínica, en donde permaneció internada durante dos semanas.

A pesar de los cuidados médicos, de los tratamientos psiquiátricos y de las atenciones recibidas por parte de algunos parientes, más comprensivos, Virginia estaba sumida en la desesperación e insistía en hallar a su pequeño.

Todo fue inútil. Nadie le suministró una pista que le permitiera cumplir con su mayor anhelo: recobrar a su hijo.

Poco después fue enviada a Bélgica, a casa de una tía, hermana de su padre. Durante muchos años no volví a saber de ella. Volvimos a encontrarnos veinte años después. Dirigía una entidad financiera. Me saludó efusivamente y me invitó a un café.

Me enteré que se había casado con un belga, mucho mayor que ella. No tuvieron hijos. Había realizado estudios de Economía y Finanzas en la Universidad de Lieja. Cuando el esposo murió resolvió regresar a Colombia.

Observé que las feas heridas del cuello y de los antebrazos habían sido reparadas con delicada maestría, hasta hacerse casi imperceptibles. Se lo hice notar. Entonces, sus ojos se inundaron de lágrimas, cubrió su rostro con sus manos y me dijo: –¡Las heridas superficiales casi no se notan y no me causan preocupación alguna. Las heridas de mi corazón permanecen abiertas y jamás podré lograr que cicatricen!  ¡Nunca he podido saber qué hicieron de mi hijo, esos malvados!

Tomado de: Oficina de Comunicaciones, Información y Prensa ASMEDAS Antioquia

Medellín, 18 de junio de 2000

 

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