El país de la indolencia

Por: Jorge Burneo Celi, columnista invitado

El indolente gobierna. El indolente dispara. El indolente se queja. 

Las definiciones sobre la indolencia no son escasas, pero seamos precisos y dirijámonos a aquella que la costumbre obliga. Según la Real Academia Española, la indolencia es la “cualidad de indolente” (profundo). Pero vayamos un poco más allá: el indolente es aquella persona que no se afecta o conmueve, el flojo o el insensible, el que no siente dolor. Entendido. Ahora bien, cumplida la costumbre, abordemos la definición que nuestra historia escribe día a día: persona que no se afecta por corrupción en cada esfera social, muerte tras muerte en la penitenciaría o en las calles de cualquier ciudad, accidentes causados por un mensaje en WhatsApp o una historia en Instagram, abusos, violencia, estafas, sobornos, omisiones, etc. En otras palabras, una historia que alguien comenzó algún día por error inexcusable y que nadie está dispuesto a terminar por voluntad inalterable.

Los hechos son hechos; enumerarlos no altera el rumbo del tiempo y no es razonable abusar de las palabras para escribir una innecesaria letanía que reaviva el dolor. Sin embargo, es importante recordar que son los hechos los que permiten que la memoria no se fragmente y mantenga el pudor de recordar aquello que nos cambió para siempre. Todo esto debería obligar a cada ciudadano a tener un ápice de conciencia sobre el presente y futuro de esta herida y decadente sociedad que se ofusca gravemente por la situación, pero que no tiene reparo en amenazar al vecino por pensar diferente o por llevar un color distinto en el corazón.

Ahora bien, es importante recordar que, en realidad, no debemos recordar nada: los medios de comunicación tradicionales, inventados o digitales, y el constante bombardeo de las redes sociales nos mantienen despiertos, incluso cuando dormimos, llenos de zozobra y esperando la próxima desgracia que nos permitirá sufrir la indolencia ajena en voz alta, indolencia propia también, aunque no sepamos gobernarla.

Tenemos ciudadanos que luchan fervientemente por alcanzar una banda, una curul o una silla presidencial. Son representantes de sus propios intereses justificados a través de una democracia prostituida que pinta con vehemencia pajaritos en un cielo de justicia que jamás existió. También tenemos a un pueblo indignado y ofendido que no acepta las decisiones de la autoridad, pero que no sabe respetar ninguna norma que afecte su autoconstruido derecho a la libertad. Tenemos muchísimo y no tenemos nada, al mismo tiempo. El absurdo se representa en tres colores y un cóndor que no tiene un país libre en el que volar.

Somos los indolentes de la indolencia; somos los que han sufrido, sufren y sufrirán las propias decisiones, fruto del deseo personal. Lanzamos piedras, pero no estamos libres del pecado original: postulamos, defendemos y votamos por cualquiera que nos ofrezca la manzana, sea real, de plástico o, incluso, en estos tiempos digitales, una manzana virtual. La conciencia es ajena a nuestra realidad y el resultado visible es la fractura social.

Estas indolentes palabras pierden cada día el sentido del dolor. Estas indolentes palabras nacen de la desesperación y fecundan preguntas urgentes que buscan redención: ¿Cuántas muertes vamos a necesitar? ¿Cuántas balas más se deben disparar? ¿Cuál es el precio que los simples mortales deben pagar por ver a las autoridades cumplir su sueño de perpetuar su nombre en la historia revuelta de un país sin identidad ni sueños de libertad? ¿Algún día podremos despertar? ¿Podrá terminar esta fábula de sangre, indolencia y dolor? 

No es justo continuar. Mientras más pregunto, más dolor; mientras más indolencia, más desesperación. 


Comentarios

Una respuesta a “El país de la indolencia”

  1. Génesis Jariley Córdova Rogel

    ¡Excelente! Lo que todo ecuatoriano/a y buen ciudadano necesita leer está plasmado en este texto. Más conciencia de nuestras acciones, y menos reclamos por lo que causan.👏

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