Que un martillo nos sirva para clavar un clavo o romperle la cabeza a un individuo, no sólo constituyen eventos de naturaleza meramente físicos, sino que también reflejan acontecimientos donde el sujeto ejerce una tarea de índole mental en cuanto a su poder decisorio o de dominio sobre la herramienta utilizada. De igual manera, formular, ingenuamente, que “vivimos en un mundo controlado por los algoritmos” (Andrés L. Mateo, discurso 217 sección Unesco), bien podría simular el hecho de que dicho conjunto abstracto de instrucciones no opera bajo el control diseñado por las élites del poder que lo generan.

Un algoritmo no es, estrictamente, una mera construcción en sí, cerrada o aislada como un juego de ajedrez o un envase térmico. En realidad, constituye, igualmente, un mecanismo implicatorio de toda una cultura política con el objetivo de mantener al sujeto, en última instancia, subordinado a un desequilibrio perpetuo. O sea, el viejo totalitarismo diseñado mediante el ingenio de una nueva metáfora. De ahí, precisamente, como lo señala, acertadamente, el escritor L. Mateo, “hoy corremos detrás de la información sin alcanzar un saber. Tomamos nota de todo sin obtener un conocimiento. Viajamos a todas partes sin adquirir una experiencia. Nos comunicamos continuamente sin participar en una comunidad. Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conservar. Acumulamos amigos y seguidores sin encontrarnos con el otro. La información crea así una forma de vida sin permanencia y duración”. Por consiguiente, en el contexto del poder hegemónico, ¿a quién sirve todo esto?

El subterfugio en considerar los algoritmos, o la tecnología en general, como un sistema cerrado, conllevó al presidente de la República, Lic. Ángulo Catalina, en mi novela Voces de Tomasina Rosario, a proclamar, en una de sus peroratas habituales, a que “La brecha digital, al margen del capital contra el trabajo, constituye el verdadero origen de la pobreza”. Si formulamos, a simple vista, que “vivimos en un mundo controlado por los algoritmos”, bien lograríamos correr el riesgo que tomó el referido presidente. A saber: interpretar, trivialmente, el entramado tecnológico al margen de toda una estructura de dominación, ideológica, política y económica, cuyos objetivos consisten en reproducir y apuntalar, esencialmente, el actual sistema de cosas: las injusticias, los privilegios y las desigualdades sociales. De ahí que el presidente Catalina se abocara, en el clímax de su sarcasmo, “a la creación de una aplicación móvil para que los pobres, respondiendo al instinto hambriento de las tripas, se apoderasen de a realidad virtual y aumentada…”.

Bien visto el punto, aún si llegáramos a transformar o rediseñar la constitución humana del sujeto en un objeto enteramente artificial, la geneticidad algorítmica, si me permitieran los términos, probablemente estaría comprometida con los mismos parámetros presentes de control social. Y ello así, en virtud de aquella máxima empleada por el filósofo inglés del siglo XVIII, Thomas Hobbes, en su obra El Leviatán (1651): “El hombre es el lobo del hombre”, equivalente, en términos de una versión transhumana, en: El ciborg es el lobo del ciborg.