El verdugo ajusticiado

No es empresa fácil mantener cubierta la plaza de verdugo.  A la infamia inherente al oficio se agrega la escasa paga, a veces recibida con sensible retraso.  No extrañe por ello que en ciertos periodos la ciudad carezca de verdugo y de aspirantes a desempeñar tal función.  Uno de esos vacíos se produce en tiempos en que desempeñaba la Gobernación del Río de la Plata el vizcaíno José de Andonaegui, mariscal de los Ejércitos Reales (1745-1756).  La situación motiva una nota del alcalde de primer voto al Gobernador en la que le expone “… que por falta de ejecutor no se daba tormento a ciertos reos que se hallaban en la cárcel, aunque había venido así dispuesto por la Real Audiencia del Distrito”.  La respuesta de Andonaegui la lee el escribano del Cabildo en la sesión del 7 de febrero de 1753.  Enterados del auto del gobernador, “acordaron los señores de este Ayuntamiento se compre un esclavo ladino para el dicho efecto y se entregue al alguacil mayor para que se vaya instruyendo en el modo de dar tormento y lo demás lo ejecutará el Mayordomo”. (1)  La compra debe recaer precisamente en un esclavo ladino.  En contraposición al bozal, que es el esclavo africano recién llegado, el ladino conoce el idioma del país.  El requisito indicado por los cabildantes es natural, ya que además de comprender correctamente las instrucciones que se le impartan debe fungir como pregonero.

En el cabildo del 27 de marzo se da cuenta de haberse realizado la compra del esclavo para servir de verdugo y pregonero.  Antes de cerrarse la operación, se le hace saber el destino que le aguarda.  El candidato acepta.  No obstante, los cabildantes no se dan por satisfechos.  Para futura tranquilidad de sus conciencias quieren rodear tal consentimiento de una mayor solemnidad.  Entonces, en la misma sesión, “… se le hizo comparecer ante el ilustre Cabildo, en este Ayuntamiento, y en presencia de mi el presente escribano de que doy fe, y habiéndole preguntado cómo se llama dijo llamarse Félix, y preguntado si aceptaba el dicho nombramiento de verdugo y voluntariamente se ofrece a ejercerlo dijo a todo que sí”.  Oída la ratificación de su conformidad para ejercer el cargo, el Cabildo dispone que el alcalde de segundo voto le haga vestir decentemente.  En el cabildo del 1º de junio se trata la cuenta presentada por el sastre por el gasto del vestuario del verdugo y las ropas de los maceros de la ciudad.  Importa ciento sesenta y ocho pesos y 2 reales y medio.  El Cabildo acuerda pagar solamente ciento sesenta pesos, haciendo una rebaja de ocho pesos y dos reales y medio “… atendiendo que algunas cosas de hechuras se hallan subidas en el precio”.

Otra vez tiene la ciudad su ejecutor de justicia y pregonero en el negro ladino Félix.  Más no será por mucho tiempo.  El negro Félix resulta ladino por partida doble: por lenguaraz y por truhán.  No transcurren nueve meses desde que asumiera con tanta formalidad sus funciones, cuando se produce el suceso más insólito que se pudiera imaginar: ¡el verdugo resulta condenado a la pena capital!  En efecto, el 19 de noviembre de 1753, en presencia del Defensor de Pobres, el negro Félix es notificado de la sentencia de muerte que le impone el alcalde de segundo voto Luis Aurelio de Zabala, hijo de Bruno Mauricio de Zabala, por ladrón famoso.

¿Qué es un ladrón famoso para merecer la pena capital?  El penalista español Pereda (2) investigó a fondo en la literatura jurídica universal el concepto de “famosus latro”, que tiene su fuente en el derecho romano.  Al cabo de su estudio, tan erudito como ameno, Pereda arriba a esta conclusión: “En resumen, podemos decir que existió, impuesto por la costumbre, este principio de que se pague el tercer hurto con la vida; que lo creen contrario al derecho los doctores pero que, dado el estado de la legislación y de la sociedad, no hay más remedio que tolerarlo; que aún así y todo, concentran su estudio en ponerle más y más dificultades para hacerle prácticamente impracticable en muchísimos casos”.  Pero, como dice Próspero Farinacio (1544-1616), “… discútase lo que se discuta y dígase lo que se diga, al tercer hurto se ahorca al delincuente”.  En la misma línea están los prácticos españoles.  Así Antonio de la Peña en su obra “Orden de los juicios y penas criminales” -Tercera Parte, Capítulo 39, “en qué pena debe ser condenado el que hurtare alguna cosa”-, afirma: “Por hurto, el ladrón de derecho común debe ser condenado si el hurto está manifiesto, a que lo restituya con el cuatro tanto y si no es manifiesto con el dos tanto y además de ésta a una pena extraordinaria, aunque sea corporal, según el albedrío del juez atenta la calidad del hurto y de la persona…  Por el segundo hurto tiene pena de azotes y cortadas las orejas.  Por el tercero debe morir, porque por la reiteración y frecuencia del delito, el tal es hecho ladrón famoso y debe ser ahorcado.  Y por esa misma razón y costumbre que uno tiene de delinquir es muy justo sea ahorcado, lo cual puede ser justamente estatuido por la república por la contumacia de los que cometieron semejantes delitos…” (3).

El negro Félix resulta ser lo que hoy llamaríamos un multirreincidente, un delincuente habitual.  Sino pierde las orejas, por estar en desuso esa pena de mutilación, el ladino Félix antes de manejar la penca como ejecutor de justicia, la habría padecido como reo.  ¿Al aceptar el oficio de verdugo busca alguna forma de tolerancia o de impunidad para sus fechorías?  ¿Quiso explotar la necesidad que de sus servicios tiene la justicia?  Si así lo pensó se equivocó de medio a medio.  Tal vez el alguacil mayor o sus tenientes hayan disimulado alguno que otro resbalón y hasta alguna caída.  Pero algún hecho fuera de lo común debe colmar la medida y agotar la paciencia de las autoridades.  Puesto en marcha el proceso criminal, la inflexible rectitud del alcalde de segundo voto, Luis Aurelio de Zabala, hizo el resto.  Declarado “famosus latro”, su suerte no puede ser otra que la horca, tal vez aumentada por el previo garrote vil.

En el cabildo del 20 de noviembre, el Defensor de Pobres, Juan de la Palma Lobatton, que le asiste en la primera instancia del proceso, al dar cuenta de la pena impuesta al verdugo Félix, en atención a que su amo es el propio Ayuntamiento y por ende no es pobre, pide que se le designe defensor para la tramitación de los recursos correspondientes.  El Cabildo nombra al mismísimo Procurador General de la ciudad, Bernabé Denis y Arce, reemplazado en el cargo a partir del 1º de enero de 1754 por Juan Miguel de Esparza.

Las gestiones de Esparza no resultan favorables para las esperanzas del negro Félix, que vive la equívoca situación de verdugo y de condenado a muerte.  La sentencia del alcalde de segundo voto Zabala, es confirmada por el Teniente de Rey Alonso de la Vega.  Para colmo de males, deniega la apelación ante la Real Audiencia de Charcas, medida que también ratifica el propio gobernador.  En el cabildo del 6 de setiembre de 1754 Esparza al dar cuenta de lo ocurrido, apesadumbrado, manifiesta: “…que el señor don Miguel de Igarzábal, alcalde segundo voto, le acaba de decir que por falta de defensa se ajusticia el negro y que respecto de no ser profesor de derecho se le nombra uno que en esta causa le defienda…”.  Al hacer tal y tan grave manifestación, que para Esparza suena a cargo en contra, Igarzábal debe pensar en las sutilezas y distinciones legales que urden los doctores para evitar a todo trance la irreparable calificación de “famosus latro”, algunas de las cuales reseña en su estudio Pereda.  Los cabildantes –a excepción del entonces Regidor Zabala “que dijo que fue Juez de la causa y como tal no puede hablar en el asunto”-, acuerdan nombrar por abogado del Procurador General a Pedro Contreras, “… para que inste sobre la defensa de el Negro ante el Señor Teniente General no obstante las sentencias dadas”, cuyos honorarios pagará la ciudad.  En el cabildo del siguiente día -7 de setiembre-, desalentado, Esparza manifiesta que el abogado Pedro Contreras se excusó de aceptar el cargo.  Recurrió entonces a Domingo Irazusta, “persona de inteligencia respecto de no haber otro Profesor” y también se excusó, invocando las vagas razones de enfermedad que en todo tiempo se emplean como gastada rodela a fin de escapar con aparente decoro a compromisos indeseables o situaciones insostenibles.  Y el caso del negro Félix tiene mucho de todo eso.  Lo cierto es que nadie quiere asumir la defensa del verdugo.  Ante las repetidas decisiones adversas, su causa parece definitivamente perdida.  Hasta el propio Esparza, al no hallar persona idónea que le asista en la defensa, “… y para evitar que nuevamente se le sindique…”, por impericia o inoperancia, renuncia a ocuparse del asunto.  Empero el Cabildo no admite el desistimiento de su Procurador General, intenta además jugar una última carta para salvar la vida de su verdugo y pregonero.  Acuerda dirigirse al Teniente General, con testimonio del acta de la sesión, destacando a su consideración “… no haberse representado en la defensa que en la causa de el dicho Negro se ha hecho el que después de dada la sentencia, en que es condenado a muerte, ha ejercitado, en dos ocasiones, el oficio de verdugo dando garrote” y suplicando a Su Señoría “se sirva admitir dicha representación y proveer según hallare ser de Justicia…”.

No sabemos a ciencia cierta el desenlace final del proceso al negro Félix, verdugo condenado a muerte por ladrón famoso.  Empero se lo puede conjeturar.  En el cabildo del 28 de julio de 1755, ante un memorial de José Acosta pidiendo sueldo, se acuerda “…se le llame y proponga si el oficio de verdugo que ha ejercido hasta aquí está en ánimo de proseguir en él en propiedad…”.  Esto indica que Acosta ejerce esas funciones desde algún tiempo atrás, quizá a prueba o como verdugo interino.  Si el negro Félix no logró escapar a la horca, es muy posible que Acosta haya sido encargado de darle garrote y colgar a su antecesor.  También puede ser verosímil que el ladino negro haya logrado instruir adecuadamente al novato Acosta para que cumpliera su menester sin saña y con rapidez.

Referencias

(1) Archivo General de la Nación, Acuerdos del extinguido Cabildo de Buenos Aires, Serie III, I, pp.284; 298-99; 310-11; 349; 448; y 449-50.

(2) Julián Pereda S. J., Famosus latro, en “Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales”, Madrid, T. XV (1962), pp-5-21.

(3) Manuel López Rey y Arrojo, Un práctico castellano del siglo XVI (Antonio de la Peña), Madrid, 1935, T. I (único), pp. 227-28.

Fuente

García Basalo, J. Carlos – Patíbulos y verdugos.

Todo es Historia – Año XII, Nº 132, Mayo de 1978.

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