Desde hace algunos años he conocido a tres jóvenes campesinas que, en contacto con nuestra Comunidad, han visto nacer en su corazón el deseo de vivir, en grado sumo, de su compromiso el don recibido en el bautismo.

Nos encontramos frente a la relación entre bautismo y “vida consagrada”. Por medio del bautismo comenzamos a pertenecer al único pueblo de Dios y home CP 4 comunidad interioridad pueblorecibimos todos la vocación común a la santidad.

La vida consagrada no es una realidad aislada y marginal, sino que se pone en el corazón mismo de la Iglesia como elemento decisivo para su misión, ya que expresa la íntima naturaleza de la vocación cristiana y la tensión de toda la Iglesia-esposa hacia la unión con el único Esposo (cf. Vita consecrata, 3).

La eclesiología de comunión, que se ha desarrollado a través del Concilio Vaticano II, ha puesto de relieve que “la comunión en la Iglesia no es, pues, uniformidad, sino don del Espíritu que pasa también a través de la variedad de los carismas y de los estados de vida. Éstos serán tanto más útiles a la Iglesia y a su misión, cuanto mayor sea el respeto de su identidad” (Vita consecrata, 4).

Esto quiere decir que la pérdida de la identidad carismática es un daño no solamente para el Instituto religioso, sino también para la misma Iglesia en la cual aquel Instituto actúa. En efecto, “todos los Institutos religiosos han nacido a causa de la Iglesia y para ella; obligación de los mismos es enriquecerla con sus propias características en conformidad con su espíritu peculiar y su misión específica” (Mutuae relationes, 14b).

No es, pues, en un servicio genérico, anónimo e intercambiable que un Instituto contribuye a la edificación de la Iglesia local, sino en el pleno desarrollo de su identidad carismática. éste es un punto delicado y, a veces, cargado de tensiones recíprocas. Pero, es también un punto al que no se puede renunciar, no sólo para la vida carismática, sino también para toda la Iglesia.

Escribe, al respecto, Juan Pablo II que “la profesión de los consejos evangélicos pertenece indiscutiblemente a la vida y a la santidad de la Iglesia. Esto significa que la vida consagrada, presente desde el comienzo, no podrá faltar nunca a la Iglesia como uno de sus elementos irrenunciables y característicos, como expresión de su misma naturaleza” (Vita consecrata, 29).

Mis amigas campesinas por cierto no están enteradas explícitamente de tantas implicaciones que el deseo de su corazón comporta. Y es justo que sea así. La reflexión, la sistematización, la doctrina llegan siempre después de una experiencia de vida; la inteligencia que reflexiona y busca las bases de esta vida es operación segunda con referencia a la experiencia espiritual.

Así fue al principio de la historia de la Iglesia y así ha sido siempre al principio de cada experiencia religiosa.

Esto, sin embargo, no quiere decir que no se tenga que reflexionar y no se tengan que encontrar las raíces profundas del propio actuar.

En un tiempo caracterizado por la “huida de la memoria”, y por la “ingratitud” hacia las generaciones que nos han precedido, es fuerte el riesgo de la soberbia y de la superficialidad de creerse siempre el mítico punto cero de una historia que comienza con nosotros.

Sin memoria, como muchas veces ha amonestado el Papa, no hay futuro.

El primer deseo de mis amigas campesinas ha sido el de pertenecer a la vida de la comunidad histórica-concreta que han conocido.

Este ha sido su punto de inicio.

Otros han partido o van a partir de otros puntos. Yo, aquí, he escrito para ellas.

Este acercamiento que parte de la comunidad es un punto de partida que considero válido y de gran sentido en la cultura paraguaya.

En efecto, “el paraguayo es un hombre de relaciones primarias. No tiene interés por las relaciones y estructuras demasiado complicadas. Le interesan más directamente las personas. El ser paraguayo se describe mejor con las categorías de comunidad y solidaridad que con las de sociedad, institución, función” (Un equipo de Ferelpar, La vida religiosa en la cultura paraguaya, I, Asunción 1989, 24).

La importancia fundamental de la vida comunitaria ha sido subrayada también por Juan Pablo II en el encuentro con los religiosos del 17 de mayo de 1988 en Asunción. Para el Papa “la vida comunitaria es un elemento indispensable en la vida religiosa; una característica que han vivido, desde el principio, todas las congregaciones y que sirve para crear vínculos de verdadera fraternidad”.

Teniendo como punto de encuentro este deseo de la vida comunitaria, he escrito a mis amigas algunas cartas, en las que he intentado dar algunos fundamentos doctrinales y espirituales al deseo de sus corazones.

He buscado estos fundamentos en la enseñanza de tres maestros y testigos de la vida comunitaria: Agustín, Gregorio y Bernardo.

De cada uno de ellos me he dejado guiar, para evidenciar algún aspecto esencial.

La escucha de estos tres Padres de la Iglesia va a permitir a mis amigas, con tal que lo quieran, crecer en su deseo.

A lo mejor la lectura, en algunos puntos, va a ser difícil y va a exigir un cierto esfuerzo. Pero, como decía san Agustín, “donde hay el amor no se siente la fatiga y también cuando hay la fatiga se ama esta fatiga”.

Emilio Grasso

 

 

Emilio Grasso, Interioridad - Comunidad - Pueblo. Pistas de ahondamiento para la vida consagrada, Centro de Estudios Redemptor hominis (Cuadernos de Pastoral 4), Capitán Bado 2000, 48 págs.

 

 

ÍNDICE

 

Introducción

7

I. Sagrada Escritura y comunidad

11

Amor e inteligencia

14

Una palabra que crece

16

La escucha en común

19

II. La comunidad, escuela de caridad

22

La experiencia de la palabra

25

III. Interioridad – Comunidad – Pueblo

29

La comunidad de Jerusalén

31

Unidad y eternidad

33

 Memoria-inteligencia-voluntad

35

IV. Comunión de bienes y unión de corazones

38

 Pobreza religiosa

40

 Pobreza y unidad

42

 Una carta de san Agustín

45